Los eternos el codigo aura martha molina

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Luego de la muerte de su padre, y trasrecibir una pequeña herencia, AllisonOwens decide marcharse de la populosaNueva York, hasta el apacible pueblobalneario de Isla Esmeralda, enCarolina del Norte. Al llegarexperimenta en su nuevo hogar extrañossucesos fantasmales que la atormentanconstantemente. Su vida cambia conbrusquedad por culpa de un juramentorealizado en el pasado, sellando sudestino para siempre. El tiempo se encarga de ponerla enuna encrucijada cuando conoce el amorde dos hombres: el enigmático David

Colbert y el impulsivo DonovanBaldassari. Lo que ella no sabe, es queambos jóvenes transitan por la sendaentre el bien y el mal, sin contar que unode ellos carga con una maldición que losentenció, a él y a los suyos, a unaexistencia sangrienta, tormentosa y deeterna oscuridad.

MARTHAMOLINA

El Código Aura

Los eternos Nº1

AUTOR-EDITOR

Sinopsis

Luego de la muerte de supadre, y tras recibir unapequeña herencia, AllisonOwens decide marcharse dela populosa Nueva York,hasta el apacible pueblobalneario de Isla Esmeralda,en Carolina del Norte. Alllegar experimenta en sunuevo hogar extraños sucesosfantasmales que la atormentanconstantemente. Su vidacambia con brusquedad porculpa de un juramento

realizado en el pasado,sellando su destino parasiempre. El tiempo se encarga deponerla en una encrucijadacuando conoce el amor de doshombres: el enigmático DavidColbert y el impulsivoDonovan Baldassari. Lo queella no sabe, es que ambosjóvenes transitan por la sendaentre el bien y el mal, sincontar que uno de ellos cargacon una maldición que losentenció, a él y a los suyos, auna existencia sangrienta,tormentosa y de eternaoscuridad.

Autor: Molina, Martha ©2014, AUTOR-EDITOR ISBN: a226fa10-ff2c-4e9d-b1be-106ec6d763da Generado con: QualityEbook v0.75

Martha Molina El código aural Saga: © Los Eternos 2014 El Código Aural — Libro 1 Autor: Martha Molina Amazon Primera edición (digital) —28/03/ 2014 (+16 años) Segunda edición (digital) −14/05/2014(+18 años) ISBN-10: 1499392613

ISBN-13: 978-1499392616 Safe Creative: No. 1307195452058 −19/07/2013 Registro Propiedad Intelectual: No. 9929 — Caracas — Venezuela —02/07/2012 Imagen portada: www.Gedefon.ru Categoría: Chicas — No. 536798 Queda prohibida la reproducción total

o parcial de este libro, su tratamientoinformático, trasmisión de ninguna formao por cualquier medio, ya seaelectrónico, mecánico, por fotocopias,grabación u otro método, sin el permisoprevio del autor.

Agradecimientos A tío Pablo por su paciencia paraexplicarme algunos términos médicos ypor señalar mis equivocaciones. A mis lectores beta cuando la historiafue una blog-novela y nunca faltaron suscomentarios. A mi correctora Tamara Bueno pordarle brillo a la novela, y a DaianaDomínguez por ser tan excelente amiga. Se les quiere.

Sinopsis DESPUÉS de la muerte de su padre, ytras recibir una pequeña herencia,Allison Owens decide marcharse de laconcurrida Nueva York, hasta elapacible pueblo balneario de IslaEsmeralda, en Carolina del Norte. Alllegar experimenta en su nuevo hogarextraños sucesos fantasmales que laatormentarán constantemente. Su vidacambiará con brusquedad por culpa deun juramento realizado en el pasado,sellando su destino para siempre. El tiempo se encargará de ponerla enuna encrucijada cuando conoce el amorde dos hombres: el enigmático DavidColbert y el impulsivo Donovan

Baldassari. Lo que ella no sabe, es queambos jóvenes transitan por la sendaentre el bien y el mal, sin contar que unode ellos carga con una maldición que losentenció, a él y a los suyos, a unaexistencia sangrienta, tormentosa y deeterna oscuridad.

Prólogo ERA primero de abril y amanecía enun pueblo que no conocía. Según loinvestigado, Isla Esmeralda formabaparte de Bogue Banks, una isla debarrera en el condado de Carteret alsureste de Carolina del Norte. Tía manejó su Volkswagen del 69. Yono tenía humor para estar detrás delvolante de mi auto, estaba trasnochada ymi sentido de la orientación caía encero. Aún traía el cansancio del díaanterior cuando abandoné Nueva Yorkpara emprender otra etapa en mi vida.La muerte de mi padre en un avión, metrastocó todo. Quién iba a decir que amis diecinueve años había sufrido tanto.

Cruzamos el puente de Atlantic Beach,uno de los dos que comunicaban con elresto del continente y que se encontrabanen cada extremo de la isla. El tablerocolgado arriba de los semáforosindicaba la ruta que debíamos tomar.Doblamos a la derecha, por la carretera70, hacia Morehead City. Tía fue amable en ofrecerme trabajo, apesar de haber recibido como herenciauna módica cantidad de dinero y la casade veraneo en la que ella vivía. Lo hacíapara que me adaptara y resolviera mifuturo. Era una mujer independiente,próspera y dueña de una tienda deantigüedades que la ha mantenidosolvente económicamente durantemuchos años.

Al acercarnos a la comunidad, notéque algunas personas nos miraban desdelejos. Unos sonreían y otros fruncían lascejas como si les causáramosdesagrado. Tal vez se debía al malcarácter de tía Matilde, que no era unadulce anciana, y, por extensión, mejuzgaban por ser su familiar sinconocerme. Tuve una fea sensación al entrar alanticuario, un frío intenso que me calóhasta los huesos. La piel se me puso degallina; afuera, el clima era cálido y eltermostato al lado de la puerta indicaba22°C. El lugar era pequeño para la grancantidad de objetos que se encontrabanamontonados unos sobre otros. Me miré en un espejo victoriano de

medio cuerpo, y desaprobé la imagenque allí se reflejaba: flacucha, cabellonegro y erizado, hasta la mitad de laespalda, y con un escaso metro sesenta ycinco de estatura. No era una modelo depasarela, pero mis rasgos no pasabandesapercibidos por ahí: la piel trigueñay boca grande —heredado de mi madre—, con el que le arranqué miles debesos a mis ex novios; el rostro ovaladoy los ojos marrones —aporte genéticode mi padre—, “mejoraba” un poco miapariencia física; y la personalidadexplosiva —regalo de tía Matilde—, meayudaba a tener pocos amigos y muchosenemigos. Sonreí con desgana y el sonido de lacampanilla de la puerta me sacó del

letargo. —¡Por fin llegaste, gruñona! —gritóun anciano con alegría. Tía se sobresaltó y se acomodó rápidosu cabello negro azabache que le llegabahasta los hombros. A pesar del hecho detener más de 62 años de edad, nopermitía que las canas le incrementaranla edad. Se lo teñía para verse más“joven”. —¡Sabes muy bien que no me gustaque me llamen así! —replicó ella conuna leve sonrisa. —Veo que por fin encontraste otraayudante —dijo el desconocido. Elhombre era alto, robusto y canoso. —Es la sobrina de quién te hablé —respondió ella, haciendo un ademán con

su mano en mi dirección—. Querida, tepresento a Peter Burns, amigoentrometido y gran cocinero. El anciano se dirigió a mí, enfocandolos ojos azules detrás de sus anteojos. —Encantado de conocerla, jovencita.Tan hermosa como su tía —me besó lamano. Y luego con una sonrisa pícara,preguntó—: ¿Ya le dieron la“bienvenida”? Extrañada, no supe qué contestar. —¡Peter! —tía lo reprendió. Sus ojosnegros estaban abiertos como platos. Él se rió como si hubiese dicho algúnchiste privado. —Ya se la darán... —dijo socarrón. Tía gruñó y se cruzó de brazos,enojada.

—Allison —ella me llamó—, siquieres puedes dar una vuelta porMorehead City para que lo conozcas.Tengo que hablar un “asuntito” con esteseñor. Asentí sin replicar. Era el momentoindicado para caminar y respirar airefresco. La pequeña ciudad portuaria nose comparaba con nada a lo que hayavisto en el pasado. Formaba parte de lallamada Costa de Cristal, por suincreíble auge y poder económico, porla belleza de su paisaje y atracciónturística. Pero las miradas curiosas de loslugareños me intimidaron mientrascaminaba por los alrededores. Meobservaban con cierto enojo, como si

les estuviera invadiendo su territorio. Incómoda, crucé la calle sinpercatarme que un descapotable negrose aproximaba a alta velocidad. ¡Cielos! El deportivo frenó a tan solocentímetros de mis rodillas y elconductor me miró boquiabierto porencima del parabrisas. Estaba sorprendido. —¡Está en rojo, animal! —gritéfuriosa—. ¡¿Eres miope?! En el momento, él no reaccionó, perolas bocinas de los otros autos lodespabilaron, haciendo que pusiera elauto en marcha rápidamente. Terminé decruzar la calle, rezongando por suimprudencia. ¡¿Qué le pasaba a la gente

que no respetaba las señales detránsito?! —¡¿Sabes a quién le acabas degritar?! —expresó un chico que vio tododesde la acera. —No sé, ¿a quién? —pregunté demala gana mientras me acercaba a él.Las piernas me temblaban del susto. —¡A David Colbert! —dijo. Me encogí de hombros, indiferente. —¿Y quién es “David Colbert”? —gruñí sin dejar de sentir que el nombreme resultó conocido. Los ojos de chico se iluminaronemocionados como si le hubieranhablado del mismísimo Dios en laTierra. —Es el hombre más apuesto y

misterioso de toda Carolina del Norte,sin contar con el dinero que tiene. Todaslas mujeres se mueren por salir con él.¡Incluyéndome! Lo escaneé con la mirada. No habíaque ser un genio para darse cuenta queel chico era gay. Alto, pelo decoloradoy un look muy de los años ochenta,declarando abiertamente, lo poco que leimportaba guardar las apariencias. Siviviera en Nueva York pasaría por unresidente más. Se adaptaría a laperfección. —No es más que un burro al volante—espeté y comencé a caminar paracontinuar con el recorrido. El chico abrió la boca, perplejo pormi comentario, y me siguió como si nos

tuviéramos confianza. —Qué agria eres... —dijo. Le puse los ojos en blanco y, alinstante, no pude evitar observar alextraño hombre seguirme con la miradadesde su vehículo; o eso me pareció,dado los anteojos de aviador que leocultaban los ojos. A pesar de la gorra ylos lentes oscuros que le cubrían lamitad del rostro, se veía que era guapo.Enseguida me arrepentí de mi conductaimpulsiva, y más cuando me fijé que eldeportivo se detenía en un edificio justoen frente de la tienda de antigüedades. —¿Verdad que es guapo? —sonrió elchico, ensoñador. —Eh... ¿quién? —¡David Colbert! —exclamó

impaciente. Resoplé. —No me gusta —refuté. —Hum... —entrecerró los ojos consuspicacia—. No te pregunté si tegustaba. ¡Te pregunté si te parecíaguapo! Parpadeé, sorprendida de mi reacción. —Si te gustan los desaliñados... —expresé desdeñosa, pero enseguida mearrepentí. ¿Acaso había tenido tiempode ver bien su aspecto? Apenas le vi elrostro.

Entre lámparas yantigüedades DESPUÉS de charlar un rato yconocer mejor al chico —que por ciertose llama Ryan— me despedí de él paradedicarme a desempolvar el anticuario.Pasé varios minutos en la faena, y elsujeto que casi me arrolla, seguía dentrode su auto. Probablemente esperaba aalguien del edificio donde estabaaparcado. Era curioso, pero me daba laimpresión de haberlo visto antes, aun asíla gorra y los lentes me impedíanidentificarlo. Sin embargo, al cabo de un rato, lacampanilla de la puerta sonó. No advertí

quién había entrado, pues estaba deespaldas acomodando una máscara quetía había comprado en Venezuela haceaños cuando visitaba a unos familiares. —Enseguida le atiendo —dijegirándome hacia la persona. Mi corazón empezó a latir con fuerzaal fijarme en el hombre que acababa deentrar. —¿En qué pu-puedo ayudarle? —Mearreglé la maraña de pelos que tenía porcabellera. David estaba inmóvil en mitad de latienda; seguía con sus lentes puestos y lagorra como si intentara pasarinadvertido; lo que era difícil dado eltremendo auto que se gastaba.Permaneció en silencio por unos

segundos para luego empezar a pasearsepor entre las antigüedades interesado enalgún objeto. —Busco... —lo pensó un pocomientras observaba el lugar—, una cajade música. —Su voz era suave conacento extranjero. —¿Para obsequiársela a su novia? —Me arrepentí de haberla formulado. —No —respondió mirando sin ningúntipo de interés un portarretratos de plata. Con el corazón desbocado, hurguéentre las estanterías pensando que algodebíamos tener que le gustara. Creé unpoco de desorden, lo que aumentaría eltrabajo para más tarde, pero quería quese fuera como un cliente satisfecho; unoque quizás podría volver otro día...

Por fin hallé un pequeño cofre deprincipios del siglo XX en perfectascondiciones. Me percaté que mis manostemblaban. Las apreté y las sacudívarias veces tratando de controlar elnerviosismo. Respiré hondo y fui hacia elmostrador. Al regresar, David estaba de espaldaobservando la máscara que minutosatrás yo había colgado en la pared. —Tengo esta que quizás le puedainteresar —le indiqué posando sobre elmostrador el antiguo cofre. David se dio la vuelta y me miró alinstante. Se había quitado los lentes oscuros. ¡Dios; qué hombre tan guapo! Con

razón Ryan babeaba por él. Tenía unrostro de ángel por el que cualquieramataría. Sus ojos azules mehipnotizaron, apenas se posaron sobrelos míos. Los tenía rodeados porespesas pestañas y enmarcados por unpar de cejas castañas muy pobladas. Sunariz recta, era perfecta para esasfacciones tan masculinas, y sus labios...Mmmm, sus labios carnosos se veíanque eran la perdición de la poblaciónfemenina. Caminó hacia mí. A medida queavanzaba, sentía una fuerte atracción,una energía que me envolvía y me hacíaquerer ir rápido a su encuentro. Y esome sorprendió. —Sí, es muy hermosa. —Me miró a

los ojos sin prestar la menor atención ala caja musical. Por poco y me derrito. Losdeslumbrantes ojos azules de esehombre me miraban desde lo alto. Debíamedir un metro ochenta y cinco deestatura. Me veía tan pequeñita frente aél que tenía que alzar la vista paraencontrarme con su mirada. Quería disculparme por mi actitudfrente al semáforo, pero por algunarazón no me atrevía hacerlo. —El cofre es de mil novecientos... —Diez —me interrumpió,acomodándose los lentes en la gorra ytomando el cofre con ambas manos. —¿Cómo lo sabe? —preguntéfijándome en el impresionante anillo de

oro en su mano izquierda. —He visto algunas parecidas a esta enlos museos y anticuarios. Es muy común.—Al hablar más, me daba cuenta que suacento era británico. —Ah... ¿Es usted algún coleccionistao algo por el estilo? Negó con la cabeza. —Me gusta coleccionar esculturastraídas de mis viajes, pero nocolecciono cajas de música —sonrió. Mi corazón latía de tal modo, quellegué a pensar que saltaría por encimade la blusa. David tenía un porte majestuoso,parecía de la realeza. Su sola presenciaera intimidante. No se veía como deltipo de gente que suele frecuentar un

pequeño anticuario en un pueblorecóndito del país. Su aroma meatontaba de buena manera, era un olormuy particular y familiar. Lo habíapercibido en el pasado. No recordabadónde, tal vez de mi infancia, pero todolo que provenía de él era inquietante. No dejaba de observarlo, suapariencia personal era muy pulcra y susropas pagarían una semana de alquilerde algún apartamento costoso. Tenía laimpresión de que ya lo conocía, pero nosabía con exactitud de dónde... No me había percatado que lo mirabacon tanta fijeza y que él se había dadocuenta. —Ah... eh... Discúlpeme. Es que ustedme parece tan familiar... —sentí las

mejillas arder por la vergüenza. David enarcó las cejas, sorprendido. —Tal vez... Observé sus ojos azules resplandecerpor mi comentario. —¿Es usted actor? —pregunté contimidez. La pregunta le arrancó una risotada. —No. —¿Ah, no? —¿De dónde teconozco?—. ¿Cantante? —No —sonrió. —¿Modelo? —Tiene pinta. —No. —Hum... —Entorné los ojos hacia él,observándolo con atención—. ¿Algúndeportista famoso? Negó con la cabeza sonriéndome entre

dientes. A ver, a ver, a ver.... —¡Ya sé! —Sentía que había dado enel clavo—. Usted tiene un programa detelevisión, ¿verdad? David se carcajeó. —No. —¿De dónde rayos te conozco? —formulé la pregunta en voz alta sinimportarme en absoluto—. Porque séque te he visto en alguna parte. ¡Estoysegura de ello! Por un momento David Colbertobservaba en silencio mis facciones ymi pelo. Como si algo en mi aspecto lellamara la atención. Luego se reclinó sobre el mostrador,hablándome en voz baja:

—Tal vez de otra vida. Lo miré con ojos exorbitados. —S-sí, tal vez... Sentí una ola de calor cuando se fijóen mi pecho. Dejé de respirar. —Bonito relicario —dijo. —Ah... —parpadeé—. Gracias. —Mellevé la mano al collar—. Es un regalode mi madre. —Parece antiguo. —Lo es —sonreí con timidez—. Haestado en mi familia por muchos años.Prometí que nunca me lo quitaría. Él no dejaba de mirarlo. Estabafascinado. —Es una joya hermosa. ¿Puedo? —Levantó la mano para tocarlo.

Observé su mano aguardar conpaciencia. —Seguro. —Alcé el relicario paraque lo pudiera apreciar mejor. David se inclinó hacia mí, lo que casime provocaba una inhalación profunda,pues su olor era atrayente. Mi corazónse aceleró, haciendo que mi nerviosismofuera evidente. Se quedó detallando conlas cejas fruncidas el labrado delrelicario que traía puesto, como siestuviera observando una pieza únicapor la que un coleccionista daríaobscenas cantidades de dinero paraadquirirla. —¿Significa algo la rosa blanca parati? —inquirió mientras soltaba elcolgante con delicadeza, sin apartarse.

Sentí que el relicario me ardía en lapiel como llamas. —No. La verdad... —lo toqué—, esque no lo sé. Quizás sea un simpleadorno. David hizo un gesto que indicaba queno estaba de acuerdo. —Yo diría que es más que eso —refutó. —¿Alguna idea? —Sentía su cercaníaembriagante. —La rosa blanca es símbolo de pureza—dijo—. La mujer que lo porte es unapersona especial. Negué con la cabeza. —No me creo especial. —En eso te equivocas... —me regalóuna sonrisa que por poco me quita el

aliento. Nos miramos a los ojos y sumagnetismo hacía que perdiera todavoluntad por contenerme. Bajé la mirada tratando de desviar laatención hacia otra parte. —Tiene un soberbio anillo. —Davidempuñó la mano para mirarlo—. ¿Es dealguna universidad? Él se rió ante mis indagaciones. —No. Solo es una reliquia. —Ah... Ya veo. —Eché un vistazohacia la imagen repujada del anillo.Tenía la forma de un medallón, deltamaño de una moneda de veinticincocentavos. Contenía dentro el perfil de unleón rampante. La típica imagen que seasocia con la realeza.

—Parece una insignia de hermandad—comenté. Él negó con la cabeza. —Es el blasón de mi... familia —explicó. —Vaya —sonreí—. El único “blasón”que tenemos en mi familia es el que estácolgado en el baño para las toallas —manifesté con ridiculez. Al parecer David encontró en micomentario un buen chiste, porque nodejó de carcajearse por largo rato. Cuando puso ambas manos sobre elmostrador, advertí en una “mancha” enforma de estrella que tenía en el dorsode la derecha. Su coloración rojizaresaltaba del bronceado de su piel yestaba ubicada entre el dedo pulgar e

índice. —¿De nacimiento? —la señalé. Noparecía ser un tatuaje. —Eh... sí. —Bajó la mano en el acto.Estaba incómodo. Sonreí. —No te avergüences, es muy hermosa. —Tú eres la hermosa —replicó devuelta. Sentí que moría y volvía a nacer. Por desgracia, la campanilla de lapuerta sonó de nuevo. Tía entraba conuna pila de libros entre los brazos. Supresencia me distrajo y no supe en quémomento David Colbert se habíamarchado. Sin embargo, no dio tiempo parapoderme lamentar, Ryan entró al

anticuario alterado. —¡Dime qué quería! —gritó eufórico. —¡Ssshhhhh! ¡Qué son esos gritos! —reprendió tía, molesta, dejando loslibros sobre el mostrador con rudeza. Ryan me repitió la pregunta en vozbaja: —¡Dime qué quería! —¿Quién? —pregunté aturdida. Setomaba muchas atribuciones para elpoco tiempo que teníamosconociéndonos. —¡David Colbert, tarada! Tía gruñó mientras caminaba hacia elescritorio. —Lo siento, señora Brown. —Elchico se avergonzó. Se acercó susurrándome al oído.

—Estaba parado en la puerta delcafetín, cuando lo vi entrar al anticuario.¡¿Qué le hiciste?! ¡Parecía perturbado! Tuve que parpadear para poderlecontestar. —¡Nada! ¿Qué se supone que le ibahacer? No creo que le haya afectado enalgo. —Al contrario, la perturbada erayo. No entendía cómo un extraño pudohaberme trastornado a tal punto desentirme abrumada por su solapresencia. Me sentía desdichada, pensando queesa sería la primera y la última ocasiónen que hablaría con David Colbert.Estaba segura que me iba a cambiar elresto de la vida. —¿A qué vino? —Se moría por saber.

Esa era una muy buena pregunta. —Creo que buscaba algo, para...alguien. —Si bien me daba la impresiónque no era “algo” lo que buscaba. —Qué curioso —él meditó—.Siempre lo he visto por el condado,pero nunca se detiene a comprar enninguna parte. —¿Nunca? —Me asombré. —¡Nunca! ¿Te he dicho que es muymisterioso? Tía alzó los ojos por encima delmonitor entornándolos recelosos hacianosotros. —¿A qué te refieres? —la curiosidadme aguijoneaba. Él suspiró. —Hace unos años, David Colbert se

estableció en las afueras de Beaufort.¿Sabes dónde queda Beaufort? —No. —Queda cerca de Morehead City. Esla capital de Carteret. Hizo una pausa para que yo asimilarala información. Lo poco que habíamoshablado en la calle, fue suficiente paraque se enterara que era nueva residentedel condado y familiar de MatildeBrown. —Su presencia causó revuelo en todoCarteret! —continuó—. ¡Las mujeres sevolvieron locas! Es como si una estrellade cine súper sexy hubiese llegado.¡Pero no salía con ninguna de ellas,parece que le gustan extranjeras! —Hizouna mueca desaprobatoria—. Todas

hermosas, sin importar la edad. Me sentí decepcionada. —Solo es un mujeriego. —No es por eso... —Entonces, ¿por qué? —preguntécansina. —Prométeme que no te reirás. —Está bien... —me cansaba tantomisterio. Echó una miradita hacia tía y seacercó para explicar: —Su conducta es de lo más extraña:no se relaciona con la gente, viveapartado de los demás, no le gustan quele tomen fotos, no da entrevistastelevisivas, y no se sabe mucho de supasado —dijo—. Creo que eso de serfamoso se le subió a la cabeza, ¿no

crees? Fruncí las cejas. —¿Cómo que “famoso”? —Miintuición era acertada cuando presentíaque lo había visto en alguna parte. Ryan explayó sus ojos grises conmucha sorpresa. —¡¿No lo conoces?! —Se sorprendió—. ¡No lo puedo creer! ¡¿Pero de quépueblito saliste tú?! —¡Soy neoyorquina! —le informéenojada. La gente de Carteret era muyentrometida. Él lanzó una risa sarcástica. —Eres de Nueva York, la tierra queabre las puertas a los artistas plásticos,¡¿y no conoces quién es David Colbert?! Su comentario quedó resonando en mi

cabeza como un eco: artista plástico...,artista plástico..., artista plástico... ¡Oh, oh! —¡Ay, mi Dios...! —ahogué un grito. —¿Ya sabes quién es? —preguntó alver mi conmoción. Asentí impactada.

Alucinada PENSAR que han pasado dos semanasdesde que él entró al anticuario ysostuvimos una pequeña charla. Todavíano concebía la idea de haberloconocido. David W. Colbert alcanzó elreconocimiento y la fama mundial desdela adolescencia. Sus pinturas yesculturas son cotizadas y han estado enlas más prestigiosas galerías del mundodesde hace quince años. Su estilo esmacabro, le rinde culto a la muerte,precedida por la sangre y la violenciamás extrema. Por él fue que me dio porinteresarme en las Bellas Artes, aunquede “bello” no había nada en su arte. Locatalogan de distante, misterioso y

extravagante, aunque el último se refierea la negativa constante de no permitirfotógrafos ni camarógrafos durante susapariciones, pese a que sus fotosaparecen con frecuencia en las portadasde las principales revistas del país.Jamás se le ve en público; nadie sabedónde vive ni con quiénes se relaciona.Poco se conoce de su vida personal: esbritánico y huérfano de ambos padresdesde muy niño. Lo criaron unos tíospaternos los cuales nunca habla. Tieneuna fortuna que lo haría jubilarse antesde los treinta. Vivió un tiempo en NuevaYork y después desapareció, para luegoincrementar ese halo tan misterioso conel que la gente lo ha querido envolver. Me bajé del auto hurgando en el bolso

las llaves del anticuario. Me lamentabano haber aprovechado para intercambiaropiniones con alguien que compartía miamor por el arte, y esa oportunidadjamás se me volvería a presentar. Di con las llaves, y en el precisomomento en que me disponía a abrir lapuerta... el descapotable negro seaproximaba como si lo hubierainvocado. Permanecí estática contemplando lamagnificencia que ejercía la potentemáquina sobre los demás automóvilesestacionados cerca. Era fenomenal, unLamborghini de líneas perfiladas yaerodinámicas. A mis ojos, el auto deBatman, en su última película, se habíaquedado en pañales.

Se estacionó a las puertas del Delta, eledificio que estaba justo en frente delanticuario. Al bajarse David de su auto, meemocioné saludándolo con la mano.Pero enseguida mi sonrisa se desvanecióy la mano quedó congelada en el aire aladvertir que no me devolvía el saludo.Lo peor fue que desde el asiento delcopiloto se bajaba una mujer elegante ymuy rubia. Tan rubia que sus cabelloseran casi blancos. Me paralicé al verlos alejarse hacia eledificio. “La rubia platinada” loabrazaba con cariño, como cualquiermujer a su hombre cuando estáenamorada, aunque me fijé —para midicha— que él no buscó su abrazo.

Furiosa por su indiferencia ysintiéndome como una tonta, meapresuré en abrir la puerta. No volteé elletrero de “Abierto” ni encendí las lucesy me fui hasta el fondo de la tienda. En penumbras permanecí pensativaconteniendo las ganas de llorar porconsiderarme tan patética. Pero ¡¿en qué estaba pensando?! —Me senté en el escritorio de tíaMatilde— ¿Que se iba a enamorar demí a penas me viera? Pobre idiota. ***** Mientras transcurría la tarde, micuriosidad por saber de David

aumentaba. Era la primera vez que meobsesionaba con alguien. ¡Quería sabertodo de él! ¿Dónde residía? ¿Teníaamigos en el condado? ¿En MoreheadCity? ¿Beaufort? ¿Isla Esmeralda? Y sino... ¿qué hacía para divertirse? Apartede entretenerse con las mujeres, claro.¿Tenía pasatiempos?, ¿cómo cuáles? Estuve sola durante el día. Tía Matildehacía unas diligencias importantes fueradel pueblo. Entre tanto, yo mantenía lamente ocupada en el computador,revisando las redes sociales. Dando “megusta” a las fotos que mis amigos subíanal Facebook, o un “retuit” a loscomentarios que escribían por elTwitter. Estaba tan abstraída que no escuché la

campanilla de la puerta ni me percaté dela persona que estaba detrás delmostrador aguardando por mi atención. Era David. Me sobresalté, alucinada. Lo últimoque hubiera imaginado, era verlo denuevo en el anticuario y menos cuandopareció que me había ignorado en lamañana. —Hola. ¿Me recuerdas? —sonriócon un poco de timidez. ¡¿Que si lo recuerdo?! No me lo quitaba de la cabeza. Detrás del monitor, asentí y me levantéde la silla con torpeza. —Sí, claro. ¡Cómo olvidarlo! —Meruboricé—. ¿Viene por la cajamusical?

David sonrió. —La verdad es que no estoyinteresado en comprar —dijo sinquitarme la mirada de encima. No me movía, mis pies seguían detrásdel escritorio y con el corazóndesenfrenado. —¿Ah, no? Entonces, ¿en qué estáinteresado? —Bueno... Para mi desconsuelo, la campanillasonó y esa vez pude percatarme de lapersona que entraba. —¡Oh! ¡Aquí estás! —exclamó lamujer de cabello platinado—. ¿Quéhaces aquí, David? —inquirió llevandosus huesudas manos sobre el pecho deél.

Supuse que era su esposa, aunqueenseguida me fijé en la ausencia deanillo matrimonial y, que por suerte,tampoco tenía un anillo de compromiso.Concluí que se trataba de otra conquistamás. De cerca, la mujer era mucho máshermosa, casi tan alta como él, con unosfríos ojos azules que podrían matar acualquiera con solo mirarlos. Observé la reacción de David alpercatarse de su compañera. Estabaserio, casi molesto, parecía que no lehacía mucha gracia verla en elanticuario. —Curioseaba —respondiómonocorde. La mujer fingió sorpresa y lanzó una

mirada despectiva a su rededor. —¿Desde cuándo te gustan lostrastos viejos? —sonrió con jactancia. La sangre me hirvió. —No son “trastos viejos”, señora —casi le grité—. Son objetos antiguos yde valor. —¡Señorita! —me corrigió enojada.Luego se volvió hacia Davidcambiando su áspera voz a unamelodiosa—. Amor, recuerda que haymuchos estafadores por ahí... —Disculpe, “señorita” —volví areplicar—, pero somos miembro de laAsociación Nacional de Coleccionistasy Anticuarios, y no vendemos “trastosviejos”, como usted dice. A David casi se le escapa una sonrisa,

en cambio a la mujer le cambiaron loscolores del rostro. —¿Acaso eres una experta? —Memiró con hostilidad. —Lo suficiente —dije sin dejarmeamedrentar—. Y puedo garantizarleque los objetos que vendemos sonlegítimos. Cada uno de ellos tiene undocumento que avala su procedencia yantigüedad. —De veras... —expresó conpedantería. —Basta, Ilva —intervino Davidsusurrándole al oído. Alcancé a leerle los labios, le decíaalgo como: “Todos los objetos sonantiguos. Si te lo digo yo...”. La mujer, enojada, dio media vuelta

hacia la puerta, retumbando sus taconesde aguja. David me miró tanintensamente que casi se me explota elcorazón de la emoción. Me hablódespacio y sin sonido alguno de voz. Noobstante, pude leerle los labios conmucha facilidad, y era que de ellosbrotaban las palabras: “Lo siento”. Luego se marchó detrás de la odiosamujer.

En presencia deun fantasma ERA tarde y el reloj marcaba las tresde la madrugada. No podía dormir. Losojos intensos de David Colbert merevoloteaban en la cabeza. Era aturdidorrepasar en mi mente, una y otra vez, laforma en cómo me miró, cómo me sonrióy se disculpó. Pero al pensar en esa mujer, unapunzada aguijoneó mi corazón, porque élno estuvo a solas conmigo, estabaacompañado de esa “lagartija” con airesde superioridad. ¿Qué me pasaba? ¿Porqué me afectaba tanto? David solo fue acuriosear o a buscar un regalo para

alguien, o para ella, y no encontró nada. Me cansé de dar vueltas en la cama ysalí de ella buscando qué hacer parapasar el tiempo. Sin embargo, no podíadebido a los eventos que sucedierondurante el día. Tomé un libro y me sentéen el sillón, para distraerme. Leí durantemedia hora, pero no logré concentrarme,él estaba en cada párrafo, en cada líneay palabra escrita en el texto. Lo tenía enla cabeza: David, David, David... Lo imaginaba pintando algún cuadromacabro, con las cejas fruncidas y susmanos manchadas de óleo, dandopinceladas por aquí y por allá de formamagistral. Inspirándose en su musa, de lacual yo daría lo que fuera, hasta unbrazo, por ser esa deidad que le diera el

ímpetu para desbordar todo el talento ensus obras de arte. También fantaseaba en que estuvieratendido en su cama, descansando luegode un arduo día de trabajo. Con el pechodesnudo, bocarriba, y con una expresiónde completa serenidad en el rostro. Meacercaría a él y lo acariciaría. David nome sentiría, pues yo sería un espíritu quedecidió escapar de su cuerpo para volarhacia su presencia. Me aprovecharía deese estado astral, palmeando sin ningúntipo de vergüenza cada fibra de sumusculosa anatomía. Aspirando suaroma, besándolo con mis labiosinvisibles sin dejar un espacio libre, yhaciéndolo vibrar por las posiblesimágenes sensuales que lograron

proyectarse hasta su mente onírica. Suspiré apesadumbrada. —Ni siquiera conoce mi nombre —mequejé cerrando el libro de golpe. Me levanté enojada por mis estúpidasfantasías y bajé a la cocina para buscaralgo que me hiciera conciliar el sueño.Solo yo perdía el tiempo con un hombreque había acabado de conocer, pero quesabía de él desde hacía mucho tiempo. Al llegar, no encendí las luces para nodespertar a tía que suele ser tanalarmista. Abrí la nevera para servirmeun poco de leche en un vaso. No erahabitual que padeciera de insomnio; porlo general caía rendida apenas colocabala cabeza sobre la almohada. PeroDavid alteró todo aquello y ahora estaba

como un búho en la penumbra. No obstante, por algún motivo estabaansiosa por irme de la cocina. Uncreciente miedo de pronto comenzó aalbergarme, como si me estuvieranvigilando. Miré a mi alrededor y todoestaba en calma. Tan silencioso quehasta era pavoroso. El espacio se hizoamplio y yo me sentí pequeñita, comouna hormiguita a punto de aplastar. La sensación era abrumadora, pero nopor ello me iba a dejar dominar. Tratéde restarle importancia y bebí de laleche con rapidez. Cada trago eraabundante, mientras que mis ojosrodaban por la oscuridad sin saber québuscar. Entonces... sentí una brisa helada que

me estremeció. Cerré a toda prisa la neveraconvenciéndome que esa era la causa deaquel repentino cambio climático. Peromis ojos giraron hacia la izquierda sincomprender por qué lo hacía, y mearrepentí de haberlo hecho. Los vidriosde las ventanas de la cocina seempañaban poco a poco; parecía que elinvierno no se quería ir, peleaba con laprimavera para prolongarse. Sentí un intenso deseo de salircorriendo. No era normal tanto miedo.La respiración se hizo insoportable y loslatidos de mi corazón los sentía en elestómago. Pero entonces vi algo aterrador. Al darme la vuelta, vi una joven con

ropas antiguas. —¡Debes irte! ¡Corres peligro! —exclamó. Jadeé. Quería gritar, pero estaba muda deterror. Deseaba correr, pero mis piernasno respondían, estaba paralizada anteaquel espectro. Mi mano derecha perdiótoda fuerza, soltando el vaso que seestrellaba contra el piso esparciendo sucontenido por todas partes. Mi corazónlatía con fuerza, pero mi sangre habíadejado de circular por las venas. Horrorizada, observé al fantasmalevitar cerca del piso, sus pies no eranvisibles. Era rubia, con un rostro pálidoy profundas ojeras. En sus ojos azuleshabía temor, tal vez el mismo que

experimentó antes de morir de formatrágica. —Él vendrá por ti..., —manifestó ellacon voz de ultratumba. Mi corazónpalpitaba con violencia a medida querespiraba más fuerte. Quería preguntarlequién era la persona que vendría por mí,pero cada vez que intentaba hablar, salíaun leve sonido como si me estuvieraasfixiando—. Pronto, vete... no tendrásoportunidad ante él. Luego el fantasma se desvaneció. No supe cuánto tiempo estuveparalizada en la cocina temblando demiedo. Hasta que pude reaccionar. —¡TÍAAAAAAA! —grité, subiendo atoda carrera las escaleras—.

¡FANTASMAAAAS! Tía ya había saltado de su cama conescopeta en mano. Me tropecé con ella justo en la salidade la habitación, yo gritaba sin cesarcomo si la casa se estuvieraincendiando, pero esto era peor, muchopeor, había visto una aparición. —¡Cálmate! ¿Qué te sucede? —preguntó, introduciéndome a suhabitación. —U-un fffan-tasma en la s-sala —apenas podía hablar. Tía encendió la luz. —¿Qué dijiste? —¡U-un... fantasma! —dije con vozahogada. —Ah... —Sus inexpresivos ojos

negros se perdieron detrás de mí. —¿No m-me... crees? —¡Oh, sí! —susurró—. Se trata delfantasma de Ros... La miré estupefacta. —¿Quién? —Rosángela, una chica que murióhace muchos años. No podía creer lo que estabaescuchando. Fue como si me hubierasoltado una bomba. —¡¿S-sabías que un fantasma ronda lacasa desde hace tiempo y no me dijistenada?! —me molesté—. ¡¿Por qué no meadvertiste?! —Todo parecía una locura. —¿Para qué asustarte? Pensamos quese había ido. ¿“Pensamos”?

—¿Quiénes? —pregunté recordando elcomentario del señor Burns en elanticuario. La supuesta “bienvenida”. —Peter y yo buscamos ayuda parasacarla de la casa —reveló. —¿Cómo, cazafantasmas o algo así? —Sí —corroboró—. Fue bastanteresistente al principio, pero se marchó. Dejó la escopeta en el armario y nossentamos en la cama. —No fue muy efectivo —increpémordaz. Tía se encogió de hombros. —El exorcismo se hizo hace dos años,y desde entonces no ha vuelto aaparecerse —frunció las cejas—. ¿Mepregunto qué la trajo de nuevo? Me miró y yo me inquieté.

—Ella me hizo una advertencia —comenté. —¿Qué? ¡¿La escuchaste?! —¡Te estoy diciendo que me hizo unaadvertencia! —exclamé impaciente. Elestrés sacaba lo peor de mí. —Sorprendente... —musitó pensativa—. Ninguno... —dijo—. Hasta ahora túeres la única, de las personas que la hanvisto, que has podido escucharla.Siempre que se manifestaba veían suslabios moverse, pero solo eso, ya queella no decía ni pío. ¿Qué te dijo? Semejante revelación me impactó.¿Por qué tenía que ser yo la que habíaescuchado al fantasma? Suspiré. —Bueno... que debía irme porque

alguien vendría por mí. —¿Quién? —se preocupó. Me encogí de hombros. —No lo sé, ella desapareció. ¿Creesque se vuelva a aparecer? —preguntéaprensiva. Asintió. Estupendo... Mis ojos se desplazabande un lado a otro por la habitación. —¿Qué sabes de ella, de... Rosángela?—pregunté curiosa. Ella suspiró. —Lo único que se sabe es que la matósu novio hace cien años. —¿Y lo atraparon? —pregunté. Negó con la cabeza. Con razón esa chica estaba penando.Tenía un asunto pendiente por resolver:

la justicia. Tía sonrió al ver mi temor. —¡No te preocupes! Es solo unfantasma que necesita ayuda para podercruzar al otro lado. Pero antes de que yo pudiera formularotra pregunta, ella miró el reloj en lamesita de noche y exclamó: —¡Las cinco de la mañana!Deberíamos dormir un poco, nos esperaun largo día. Suspiré. En cambio yo no teníaningunas ganas de descansar, temíavolverme a encontrar con esa entidad. *****

La mañana en el anticuario resultócomo siempre: monótona. Tía saliótemprano de la casa, dejándome una notadonde me avisaba que había viajadohasta Raleigh para ver unasantigüedades. Como nos trasnochamosla noche anterior por causa deRosángela, no dejó nada preparado paraque pudiera almorzar, y mis habilidadesculinarias dejaban mucho que desear.Así que telefoneé a Ryan parainformarle que pasaría por el cafetín acomer. Al caminar rumbo al Cocoa Rock,vislumbré a lo lejos el deslumbranteLamborghini. Venía en mi dirección. Laspiernas comenzaron a flaquearme. Traté

de caminar a un ritmo acompasado,respirando hondo para podermetranquilizar. Los destellos del solincidían sobre el superdeportivo, eracomo una gran estrella que refulgía en elpavimento. Una estrella metálica negra,que me encandilaba. Quedé paralizada cuando elLamborghini se detuvo cerca; por unmomento pensé feliz que se bajaría y mesaludaría. Pobre ilusa. Mi decepción fue tal al advertir que sebajaba por la parte del copiloto, unarubia exuberante de ojos azules. No erala “platinada” que había visto el díaanterior, esta era rubia natural —o asíparecía ser—, llena de juventud y más

hermosa. Tuve que alzar la vista, apenasla chica se irguió sobre la acera. Erademasiado alta. ¿Cuánto medía? ¡¿Unmetro noventa?! Su belleza era absurda.¿Cómo competir con ella? Era comparara una diosa con una insignificantemortal. Simplemente: absurdo. Ahoraentendía por qué David no se mostrócariñoso con esa “Ilva”, puede que fueraalguna amiga, tal vez con ciertasatribuciones que solo la confianza leconcedía. Traté de ver a David, sin éxito. Eldescapotable tenía puesto el techo delona y las ventanillas estaban cerradas ypolarizadas. Emprendí la marchasintiéndome como una tonta. Pero alpasar por el lado de la rubia, justo antes

de que ella cerrara la puerta del auto,me pareció que quizás, solo quizás... poruna ínfima fracción de segundo... Davidme había visto de refilón. Tal vez eraproducto de mi imaginación, pero en elfondo deseaba que fuese así. Empuñé las manos a los costados,conteniendo la rabia y los celos quesentía. Un hombre tan atractivo noperdería el tiempo con alguien como yo—tan gris y del montón—, cuando a sulado tenía a una de las mujeres másdespampanantes que jamás haya visto enla vida. Con desaliento y arrastrando los pies,seguí con mi marcha. El nudo en lagarganta se me tensó y me dolió. Elcontener las ganas de llorar se me hacía

insoportable. Quería darme la vuelta ysalir corriendo hacia el anticuario paradescargar toda la tristeza lejos de lamirada de los curiosos. Pero esoimplicaba que tenía que pasar de nuevopor el lado de esa chica que seencontraba admirando una prenda devestir en la vitrina de una boutique. Almenos David se había marchadodejando a su novia sola. Sin embargo,no tenía ningún deseo de volver asentirme mal. Continué caminando haciael cafetín. Al entrar, disimulé mi desconsuelosaludando con un abrazo a Ryan. Pedíuna hamburguesa y me senté junto con élen la primera mesa que se habíadesocupado. Por fortuna era una que se

encontraba lejos del ventanal que dabahacia la calle. No tenía ganas de ver a“la jirafa” pasar. Ryan habló porespacio de quince minutos mientras yome comía con desgana la hamburguesa,había perdido el apetito por ladesilusión de saber que David andabacon otra. —Estás muy callada. ¿Me puedesdecir qué es lo que estás pensando? —inquirió Ryan al percatarse de mitristeza. Sin responder, me encogí de hombros. —¿Qué rayos te pasa? —seimpacientó. —No me pasa nada —concreté convoz apagada. —Ah... Entonces debo suponer que

mis conversaciones son aburridas. Sin prisas, tomé el último sorbo deCoca-Cola y le contesté: —Son de lo más entretenidas. Él asintió complacido. —Bien... —continuó con su retahílasacándole el jugo al último cotilleolocal. Pero antes de terminar, notó que yoseguía sumergida en mis pensamientos. —¿Vas a decirme de una buena vezqué te pasa? Vacilé. —Hoy... me siento fea. —Mearrepentí de haberlo dicho. Su risaretumbó por toda la cafetería, volteandohacia nosotros más de un clientecurioso.

—¿Y por qué hoy “te sientes fea”? —preguntó sin dejar de sonreír. Volví a encogerme de hombros. —Solo me siento fea. Entrecerró los ojos, escudriñando miapariencia. —Hum, tal vez si te aclararas elcabello, te maquillarás más y mejorarasel vestuario... —¡Hey! Su estrepitosa risa de nuevo meavergonzó. —Bromeaba. ¡Qué delicada! —exclamó sin ningún tipo de vergüenza. Luego dejó de reírse y levantó la vistasobre mi hombro, mirando hacia elfondo. Seguí la trayectoria de su mirada y vi

un grupo de chicos estaban pegados enel ventanal, admirando algo que habíaafuera. —¿Y estos qué tanto miran? —preguntó Ryan en voz baja. —Ni idea —me encogí de hombrosvolviéndome hacia él. —¡Qué mujerona! —exclamó unjoven. —Se necesitará una escalera parapoder llegar hasta su rostro —dijo otrochico, excitado. No me volteé. La verdad es que noestaba interesada en comentarioslujuriosos de adolescentes. —Nunca han visto a una mujer —murmuré, indiferente. Ryan le restó importancia con una

sonrisa desdeñosa. —¿Creen que sea de por aquí? —preguntó otro. —Lo dudo —contestó uno de ellos. —¿Tendrá novio? —No seas tarado, Alan, mira adóndese está dirigiendo. “Ese suertudo...” —masculló—. Si tuviera dinero saldríacon mujeres tan hermosas como ella y nocon esperpentos tan feos como algunasde las que están por aquí. El comentario del chico me ofendió. —Sí, muchísimo dinero —acentuóotro con sarcasmo. Al ver la cara de ensoñación de Ryan,me pregunté si mi amigo era bisexual. —¿Qué tanto miras? —le pregunté. Ryan señaló con el dedo índice, hacia

afuera. Al girarme, me sobrecogí. El autodeportivo de David, aguardaba por lamujer que caminaba con pasos sensualeshacia él y que tanto tenían embelesadosa los jóvenes que la miraban desde elventanal del cafetín. —Tal parece que es su nuevaconquista —dijo Ryan. —¿Quién es? —contuve el enojo. —Ni idea. Es la primera vez que laveo. —Es muy hermosa. —Hermosa es quedarse corto —agregó—. David Colbert es muyselectivo, le gusta rodearse de mujeresbellas. Sobre todo, rubias... Me lamenté. Yo no era tan agraciada

como para ser considerada rival decualquiera de las “rubias” amantes deojos azules del gran pintor inglés, erauna enana de ojos marrones y cabellonegro. Ryan reparó en mi enojo hacia la chicadespampanante. —¡Alguien está celosa! —canturreó. Lo miré echando fuego por los ojos. —¡Uf! Si las miradas mataran... —rióentre dientes—. Pero no te culpo, ¿quiénno estaría celoso? Los bellos están conlos bellos, y los feos están... Bueno...eh... —calló en cuanto le lancé unafulminante mirada—. Qué se le va hacer,así es la vida. —Sí, así es la vida... —musité contristeza.

Ryan fue más condescendiente. —Allison, no pierdas el tiempopensando en él. Los de su tipo no sefijan en alguien como nosotros. Suspiré. —Lo sé —me entristeció, era una granverdad. Solo era un patito feo que seenamoró de un hermoso cisne que notenía ojos sino para los de su mismaespecie. ***** No cené. Subí las escaleras sintiendoque mis piernas pesaban toneladas, talvez, porque llevaba sobre mis hombrostoda la tristeza contenida hasta el

momento. Resultaba trágico cómo lasoledad formaba parte de mi vida; erami fiel acompañante desde que era niña.Estuvo presente al fallecer mamá decáncer cuando yo tenía siete años deedad, también cuando tía Matilde semarchó de la casa por culpa de losenredos de Diana —mi madrastra—, yuna vez más me envolvía en un abrazofrío y cruel tras la muerte de mi padre,meses atrás. Y ahora se empeñaba en sermi eterna pareja. Nunca me abandonabani permitía que abordara sueños eilusiones. Ese día en el anticuario, la tarde enque conocí a David Colbert, sin saberpor qué razón, la soledad ya no formabaparte de mí. No me importó, no razoné

ni medité, ni mucho menos, la extrañé.Al verlo a él por primera vez, tanmagnífico y perfecto, sentí que estabacompleta. Pero al ver a aquella exuberantemujer, comprendí que una vez más mifiel pareja destruía cualquier atisbo deesperanza que albergaba mi corazón. Ladestruía sin ninguna clemencia niconsuelo, me hería para siempre y sinremedio. Abrí la puerta de mi habitación y unaráfaga de frío me atravesó. La puerta del balcón estaba abierta.Crucé la oscuridad para cerrarla. Peroentonces sentí un bajón de temperaturaque me asustó. De nuevo sentía el intenso frío

calarme hasta los huesos. Daba laimpresión que tuviera voluntad propia,lo que ocasionó que se me erizara lapiel. Giré nerviosa, ya sabía lo que ocurría.Entre la penumbra había una siluetainforme que se desplazaba con lentitud. Asustada, permanecí inmóvil con ungrito ahogado en la garganta. —¿Qui-quién está ahí? —tartamudeé. No hubo respuesta. Volví a sentir el frío por la espalda; dimedia vuelta en dirección hacia eseespectro merodeador. Traté de alejarme,retrocediendo sobre mis pasos hacia lapuerta que permanecía entreabierta.Pero se cerró con violencia. Aterrorizada me giré sobre mis

talones. No vi a nadie. Entonces el frío se trasladó hacia elfrente golpeándome con bocanadas deaire intenso. —Allison —la voz espectral mecongeló el corazón. Era la misma quehabía escuchado la noche anterior. Intenté huir, pero tropecé con el sillóndetrás de mí. —Vete... —volvió hablar el fantasma.No lo pedía con amenaza. No tuve fuerzas para gritar, estabaconmocionada. —¿Por qué? —pregunté. La presencia no me respondió. Entonces, llenándome de coraje, legrité:

—¡¿POR QUÉ?! —Él vendrá por ti. La valentía se me esfumó. —¿Q-quién? —Me estaba hartando.¿Por cuánto tiempo podía soportar susapariciones? La silueta cruzó la habitación y sedetuvo justo en un halo de luz eléctricaproveniente del balcón. Bastó solo unossegundos para ver su rubia cabellera ytoda su espectral fisonomía. Fuesuficiente para fijarme en las heridas desu cuello. En mi mente había una temerosapregunta: ¿Cómo murió? Deseaba formularla en voz alta, perono me atrevía porque lasensordecedoras palpitaciones de mi

corazón, me indicaban que huyeradespavorida de la habitación.

Visiones LA noche fue inquieta y para nadareparadora. Tenía sueño y conducía conun severo dolor de cabeza rumbo alanticuario sin pretender permanecer unminuto más dentro de la casa. Tía habíasugerido que descansara, pero yo queríaponer distancia entre el fantasma y yo.Me angustiaba su advertencia de quealguien vendría por mí. Pero ¿quién?¿Mi madrastra? No... Ella dijo “él”. Entonces tenía que temer por unhombre que supuestamente me queríahacer daño. —¡¿Por qué yo?! —me quejé y

aumenté la velocidad para llegar rápido. Sin embargo, parecía que Rosángelame hubiera perseguido. ¡De repente, lasimágenes de una joven me llegaron a lamente! ¡Era atacada y pedía auxilio a gritosmientras el hombre trataba de asfixiarla!No podía ver el rostro de la chica, perome daba cuenta que luchaba con todassus fuerzas. Aquella silueta masculina letapó la boca con un trapo de los que seutilizan para secar la vajilla. La telaestaba impregnada por un olor dulzón, loque provocó que debilitara a la chica, aligual que a mí, que por alguna extrañarazón también sentía los efectos. Un fuerte bocinazo me trajo a larealidad y por poco me estrello contra

un camión. Estaba conduciendo ensentido contrario. Giré el volante a la derecha paravolver a mi carril y tuve que salir delcamino para poderme recuperar delsusto. Estaba mareada y sentía náuseas. ¡¿Qué rayos fue eso?! Conduje a baja velocidad hasta llegaral anticuario y antes de introducir lasllaves en la cerradura... tuve unasegunda visión que apenas duró unsegundo. Los ojos amarillos y rayados de unanimal felino estaban al acecho de supresa, escondido entre la malezaaguardando por la próxima víctima. Sacudí la cabeza para apartar la

imagen. ¡¿Fue una visión?! ¡¿Pero una visión de qué...?! Al entrar sentí náuseas, tenía lasensación de no estar sola y que no eraalguien que estuviera “vivo”. Percibíauna entidad y no sabía por qué tenía esacerteza, pero no me iba a quedar paraaveriguarlo. Huí del anticuario y caminé por laavenida para despejarme. Estabamareada, parecía que me hubieratomado unas copas de más, metambaleaba hacia los lados y levantabalas manos tratando de no caerme. Las personas que pasaban por mi ladome miraban con curiosidad. —¿Qué le pasa a esa chica? —

inquirió una señora, arrugando lascejas. —Está ebria —dijo otra haciendoseñas con la mano a modo debebedora. Me desplomé sobre la acera frente auna tienda de víveres luchando por noperder el sentido, todo me daba vueltasy las náuseas eran cada vez másinsoportables. Saqué con dificultad elmóvil del bolso y le dejé un mensaje devoz a tía, al no contestar mi llamada. Respiré hondo y esperé a que llegara. Dos señoras se detuvieron aobservarme. —¡Es Allison Owens! —murmuróuna de ellas—. Creo que la locura eshereditaria —le habló a su

compañera. En mi mente contemplé a esa mujerlamentándose de su sobrepeso mientrasse subía a la balanza y a la quecaminaba a su lado, siendo golpeada porsu esposo. Cerré los ojos en un afán pormantenerme consciente. Las visionesempeoraban y yo sin saber por qué lastenía. Llevé las manos a la cabeza debido alinsoportable dolor. Escuchaba vocesque no sabía de dónde provenían. No obstante, la voz de mi tía se alzóentre los murmullos. —¿Allison? —Me sacudió el hombrocon suavidad y yo no pude reaccionar—. Allison, querida, ¿estás bien? —No

era capaz de contestar. Imágenesinconexas me atosigaban el cerebro—.Allison, Allison. ¡ALLISON! —estavez me gritó zarandeándome elhombro. Reaccioné. —¿Tía, qué me está pasando? —¿A qué te refieres? —sedesconcertó. —¡Tú sabes...! —lloré. —¡¿Saber qué?! —exclamó sincomprender mi sufrimiento. —Las visiones... Quedó estática. —Hablaremos luego —dijo echandoun vistazo hacia los curiosos. La gente que caminaba cercamurmuraba mi comportamiento. Algunos

reían por lo bajo, disfrutando delcotilleo. Tía me abrazó y emprendimos elcamino de vuelta hacia el anticuario. Al disponernos a entrar a la tiendatuve la sensación de que estábamossiendo vigiladas. Era extraño; esta vezno se trataba de un fantasma sino de unovivo. Observé mi entorno y comprobéque no era ninguna de las personas quecurioseaban. La debilidad meavergonzaba y, para colmo de males, elauto de David estaba estacionado enfrente. No sé cómo explicarlo... Sentí elvertiginoso impulso de mirar hacia lospisos superiores del Delta donde unaventana en particular llamó mi atención.

Justo allá arriba, detrás del oscurovidrio..., estaba viéndome; DavidColbert. ¿Cómo podía saberlo? Los ventanales estaban recubiertos poruna capa oscura que no permitía que laluz solar ni las miradas curiosas sefiltraran en el interior. En cambio yo sípodía ver a través de él, no como situviera una visión de rayos X. No..., alcontrario, mi visión eran tan normal yhasta imperfecta a la de cualquier serhumano. Lo único que podíadiferenciarme de los demás era que“sabía...”, y a pesar de no ver con misojos sino con la visión de mi mente, queallí estaba David: preocupado,mirándome serio con la mano apoyada

sobre el vidrio de la ventana, queriendotraspasarla y tocarme de alguna manera. Entré al anticuario amparada por mitía. Me llevó hasta su escritorio y medio una pastilla para la migraña. Buscó una silla y se sentó cerca de mí.Permaneció en silencio unos minutosesperando a que me sintiera mejor, ycuando advirtió que mi semblantecambió, preguntó: —¿Has tenido visiones, Allison? Me sorprendió, esperaba otro tipo depreguntas. Una del género: “¿Estaspreñada, niña?”. —Sí —respondí. —¿Desde cuándo? —se removió ensu asiento. —Desde esta mañana.

—¿Y en otros días has tenidovisiones? La miré frunciendo las cejas. ¿Por quépregunta eso? —Hoy ha sido la primera vez —dije. —¿Solo una visión? Fue inevitable expresar curiosidad.¿Qué sabía ella que no me decía? —Varias. Tía se inquietó. —¿Por qué lo preguntas? —mepreocupé. Ella, en su pobre intento de restarleimportancia, se encogió de hombros. —Solo quería saber. La observé con suspicacia. ¿Qué meestá ocultado? —¿Vas a decirme de una vez qué es

lo que me está sucediendo? —le exigí. Vaciló ante mi pregunta, parecía quehubiera temido siempre ese momento.Respiró hondo y guardó silencio porunos segundos, quizás, cavilaba laspalabras apropiadas para decirme. —Tus primeras visiones se dieroncuando tenías tres años —reveló—.Eran esporádicas y no teatormentaban, por lo que no eranmotivo de preocupaciones.Pensábamos que solo jugabas. ¡¿Qué fue lo que dijo?! —Pero, tras la muerte de tu mamá...—continuó— sufrías de ataques deansiedad. No querías dormir sola y letemías a la oscuridad. Había días queestabas bien, en cambio otros,

enfermabas. Eso sucedía cuandoentidades malignas te visitaban. ¡¿Quéeeee?! Llegué al límite del entendimiento. —Para, para, para... —Necesitabacomprobar que mis oídos no me habíanengañado—. ¡¿Dijiste “entidades”?! Tía hizo una breve pausa al relato parasecarse una lágrima. —Ellos buscaban captar tu atención. No podía creer lo que escuchaba. —¡¿Veía fantasmas desde niña?! —Inconcebible—. ¿Acaso es una broma? Me miró entristecida —Lamentablemente no, querida. —Pero, tía, nunca he tenidopremoniciones ni nada por el estilo...

Ella suspiró. —Las tuviste, pero eras muypequeña como para recordar. Ademástu padre contactó a un psiquiatraespecializado en desordenes delcomportamiento infantil. Tediagnosticó estrés postraumático yrecomendó que tomaras pastillas parala ansiedad y la hiperactividad. Tetrató por varios meses y realizó unaserie de experimentos psicológicosreprogramando el cerebro conhipnosis. Nunca estuve de acuerdo conese sujeto, era muy incrédulo en losasuntos del espiritismo y pensó que mipresencia te influenciabanegativamente. Habló con tu padre

para que me alejaran de ti. —Lanzóuna risa displicente—. Esa fue laexcusa perfecta para que tumadrastra me echara de la casa. Suspiré. Todo parecía sacado de unatriste película de terror en donde yo erala protagonista. —¿Por qué ahora? ¿Por qué despuésde tantos años, vuelve? Ella me miró encogiéndose dehombros. —Puede ser que el cambio deambiente o la muerte de tu padre tehaya “activado”. Lo que me temía. No iba ser para nadatemporal, y ya tenía un fantasmamerodeándome. —¡No me gusta, no lo quiero tener!

—exclamé azorada. —Es algo que tienes que afrontar,aunque no te guste. ¡Ni loca! No estaba dispuesta apadecer horribles visiones; una vez melo quitaron y podían volver a hacerlo. —Buscaré la forma de “apagarlo”. Tía se lamentó. —Entonces los dones vendrán conmás fuerza, están ahí implícitos en ti,esperando salir —me advirtió—.Conozco gente que te puede ayudar acanalizar toda esa energía quepercibes a tu alrededor. Debí imaginármelo. —¡NO QUIERO GENTE RARAHURGÁNDOME LA MENTE! —legrité con todo mi ser.

—¡Pero necesitas ayuda! —seangustió. —¡NO! —Estrellé el puño contra eltope del escritorio—. ¡No me interesaaprender a “canalizar”! ¡Quiero queesto desaparezca! —llorédesahogando el malestar.

Rescate A tía no le hizo mucha gracia que yo leinformara que iría después del trabajo acasa de Ryan a ver una película. Queríadistraerme, dándole largas a mi retornoa casa. Prolongar el tiempo y olvidarmede la mala suerte que tenía. No obstante, la película no logróinteresarme. En todo momento unestremecimiento de miedo me acosaba.La sensación era mortificante, sentía queestaba en el banquillo de los acusados.¿Por qué razón me sentía así? ¡¿Acasoera otro fantasma?! Eché un vistazo a la sala. No habíanada qué temer. A medida que transcurrían los

minutos, la ansiedad iba en aumentohasta convertirse en algo insoportable.Con la excusa de un dolor de cabeza,logré escabullirme. Ya eran pasadas lasonce y tenía el móvil apagado. TíaMatilde debía de estar llamando a lapolicía. La temperatura de la noche habíadescendido y, gracias a Dios quellevaba puesta la chaqueta. Mientras conducía por la urbanizaciónde regreso a Isla Esmeralda, divisé elLamborghini frente a una residenciaubicada casi en la salida de la vía.¿Será la casa de David Colbert oestará visitando alguien? ¿Una chica? Los celos me carcomían por dentro. Justo cuando retomaba la carretera 24,

un ruido seguido por una sacudida mealertó. Uno de los neumáticos del autose había reventado. —Genial —me quejé—. Lo quefaltaba. Estacioné a un lado de la carretera,previniendo que ningún vehículo mefuese a chocar. Bajé para sacar elrepuesto del maletero, pero recordé que,debido a la mudanza, lo había dejado enNueva York para darle más lugar alequipaje. —¡Rayos! —exclamé enojada. Saqué el móvil del bolso para llamaruna grúa. Sola, en medio de la carreteracon el neumático desinflado..., no era uncuadro muy bonito. De pronto, los faros de una camioneta

me iluminaron. Fruncí las cejas y llevéla mano a la frente para protegerme losojos. Un buen samaritano habíaestacionado su vehículo a medio metrodetrás de mi auto. Era un alivio, así noestaría sola hasta que llegara la grúa. Elsujeto abrió la puerta y se bajó con unasonrisa que no me gustó para nada. Meestremecí. Era un hombre de unos treintaaños, barrigón y de aspecto sucio. —¿Necesitas ayuda, dulzura? —preguntó con voz grotesca. El miedo me alertó de inmediato. —Se pinchó un neumático —respondí nerviosa. —Puedo ayudarte —se acercóentusiasmado al maletero—. Hum...,veo que no tienes uno de repuesto —

sonrió y me asqueé de su aparente“alegría”—. ¿Qué te parece si te llevoa la estación más cercana y pidesayuda? Parpadeé. —No, gracias, la ayuda viene encamino —mentí y le mostré el móvil,haciéndole ver que ya había pedidoayuda. —Tardarán —me hizo ver—. Yo tepuedo llevar a dónde quieras. Una chicatan linda como tú no debe estar sola porestos parajes de noche, nunca se sabecon quién te puedas a encontrar... Negué con la cabeza. El corazón mepalpitaba fuerte. —¿Cuál es el problema? —dio unpaso hacia mí, sigiloso—. ¡Vamos,

móntate! Retrocedí, nerviosa. —No, gracias —dije con severidad. El hombre echó una ojeada a sualrededor y luego miró con malicia mirelicario que sobresalía por encima delescote de la blusa. —Me darán buen dinero por eso...—me lo arrancó. Quedé estática. Me había robado. —¡Devuélvemelo! —grité tratandode arrebatárselo. El sujeto se metió elrelicario al bolsillo delantero de supantalón—. ¡Qué me lo devuelvas! —Traté de quitárselo, pero él meinterceptó las muñecas sujetándomecon fuerza. Mi móvil cayó en el pavimento.

—¿Sabes, cariño? Hace muchotiempo que he estado tan solito y unpoco de tu compañía me haría bien. Lo miré aterrada. —¡SUÉLTAME! —Logrédeshacerme de su agarre. —No te enojes, solo quiero charlarun poco contigo —expresó haciéndoseel inocente. Retrocedí tres pasos. —Aléjese —dije con vozestrangulada. —¡Vamos, no seas tan aburrida! —Se acercó más. Pude oler su aliento a licor. —¡Qué te alejes! —Mi corazónestaba por estallar.

Todo ocurrió rápido. El hombre searrojó sobre mí, como una fiera alacecho. —¡SUÉLTAME! —grité con horror,me llevaba a la fuerza hacia sucamioneta. Traté de defenderme,mordiéndolo en el brazo derecho. —Aaaagggghhh... —se quejóadolorido—. ¡Me la pagarás! —Medio un golpe de revés. La sangre en miboca enseguida apareció—. Ya veráslo que te haré... —gruñó mientras mearrastraba por los cabellos. Luchaba dándole patadas, pero era tancorpulento que me dominaba confacilidad. —¡SUELTEME! —El hombre mearrojó al interior de la camioneta y

usó todo el peso de su cuerpo parainmovilizarme. Buscó algo con rapidezy me percaté que era un trapohumedecido con un olor dulzón. ¡Me quiere dopar! Lloré, estaba perdida, “la visión” seestaba haciendo realidad. La idea de loque me haría me espantaba. Trataba detaparme la nariz con la tela andrajosamientras yo gritaba y luchaba con todasmis fuerzas para quitármelo de encima. Entonces pasó algo peor. Pude divisar otra figura masculinadetrás de él; contemplé con asombro quelo agarraba por el cuello de la chaquetay lo sacaba con violencia del vehículo.Luego el extraño sujeto se volvió haciamí, acercándose con cautela.

Jadeé. ¡Ese hombre lo que quería eraser el primero en disfrutar un momentode placer! Traté de defenderme. No le iba apermitir semejante enajenación. —¡NO! ¡Déjame! —Le di dos golpesen la cabeza. —¡Tranquila, no te haré daño! —mesujetó las muñecas. Me impresioné. Aquella voz erafamiliar, la había oído antes, no hacemucho en el anticuario. Entorné la mirada hacia esa personaque se encontraba a escasos centímetrosde mi cuerpo. —¡¿Tú?! —Quedé impactadadándome cuenta que se trataba de DavidColbert.

—¿Estás bien? —Me soltó lasmuñecas. —S-ssí. Me ayudó a bajar de la camioneta. Me aferraba con fuerza a él, laspiernas me temblaban como gelatina,logrando estabilizarme en la puerta delcopiloto que aún permanecía abierta. —¿Puedes caminar? —preguntó sindejar de sostenerme para que no mecayera. Negué con la cabeza. Estabaterriblemente mareada. Él se disponía a levantarme en brazos,cuando advertí al individuo que seabalanzaba con un cuchillo sobrenosotros. —¡CUIDADO!

No hubo tiempo para reaccionar, algirarse David, el hombre le clavó elcuchillo en el estómago. —¡DAVID! —grité horrorizada. Élcayó al piso, adolorido, con las piernasflexionadas. El sujeto sonrió y decidió arremeteruna vez más para matarlo. Sin embargo, cuál sería su sorpresa,incluso la mía, al ver a Davidincorporarse con el cuchillo incrustadoen su cuerpo. No sé de dónde sacó fuerzas paralevantarse. En un instante lo inmovilizóretorciéndole el brazo hasta fracturarlo. —¡Aaaagggghhh! —El hombre aullóde dolor. David lo tomó y arrojó contra un árbol

donde el sujeto se desplomó como unmuñeco, quebrándose la espalda. Luegogruñó, emitiendo sonidos como unanimal salvaje. Tenía una actitudasesina. Le agarró la cabeza con ambasmanos y en el preciso momento en queestaba dispuesto a partirle el cuello... Grité. —¡NO! David permaneció al lado del hombrecon ganas de matarlo. Se quitó elcuchillo del estómago y lo arrojó hacialos matorrales. La sangre que emanabaera clara, lo que me sorprendió. Parecíaaguada y no densa y roja como la quecirculaba por mis venas. Estabaconmocionada, no podía creer que habíasido testigo de un acto tan inverosímil.

Me dejó aturdida, sin saber qué hacer alrespecto. David estaba malherido, unapuñalada en el estómago no le augurabaun final feliz. Las pocas luces que provenían de losfaros empezaron a desvanecerseenvolviendo todo en sombras. Lanaturaleza había perdido su colortransformándose en un gran borrón. Mesentí débil. Todo daba vueltas de unamanera tan vertiginosa que no podíapermanecer en pie por más tiempo. De pronto, todo se oscureció.

Presentaciones DESPERTÉ dentro de la penumbra deun auto, sentada en el asiento delcopiloto y sujeta al cinturón deseguridad. Estaba mareada y me dolía lacabeza. —Aaaagh... —Miré hacia miventanilla, solo podía ver borrones deluces que se movían a gran velocidad.Lastimaban mis globos oculares sinpoder identificar nada de lo que habíaen el exterior. Pero cuando cerré los parpados paraproteger los ojos, una dulce vozextrajera se escuchó en la oscuridad: —¿Estás bien?

Sueño. Estaba en el más increíble delos sueños. Sonreí y respiré plácidasobre el asiento, o mejor dicho, “micama” que la sentía incómoda.Agradecía esos fantásticos minutosoníricos; era la primera vez que soñabacon él. —¿Te duele? —Sentí un roce cálidoen la mejilla, me estaba acariciando. Elsueño era de lo más real, tanto que hastapodía percibir la suavidad de sus dedosen mi rostro. En los sueños perdemos elsentido del tacto y del olfato, o esocreemos porque pude percibirlos conmucha nitidez, el calor y el olor de supiel, irradiaba como una estelairidiscente que me envolvía y absorbía.Si así era soñar con él, yo no quería

despertar jamás. —Vamos, pequeña, dime algo. —Fueuna petición ansiosa. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo.¿Por qué estaba preocupado si el sueñoera maravilloso? Estábamos soloscobijados por la oscuridad de la noche ymecidos con el motor de su auto. A menos que... no estuviera soñando. Abrí los ojos con cuidado y losentorné en dirección de aquella voz queadoraba tanto. Bastó un segundo paracomprender que era real. David estaba sentado a mi ladomanejando su flamante Lamborghini. —Oh, por Dios... —el tono de mi vozera grave—. David... —ahí lo tenía, ami lado. Mirándome con tranquilidad.

—¿Estás bien? —se preocupó. —S-sí —respondí sin poder creerdónde estaba sentada. Sonrió aliviado. —Me diste un buen susto. Fue como si de repente recuperara lamemoria. Todo llegó a mí con muchaviolencia: Ryan, la película, elasqueroso gordo, mi relicario, elchuchillo... —Él te hirió... —musité. David se tensó sobre el volante. —No lo hizo. —Sí, lo hizo... ¡Te hirió! —exclamésorprendida, sin dejar pasar por altoque de pronto el labio inferior mehabía dolido—. ¡Vi cuando te clavó elcuchillo en el estómago! —Me quité el

cinturón de seguridad y me lancésobre él para separarle la chaqueta yverle la herida. Pero este rápidamenteme agarró la mano con fuerza. De pronto, percibí unos ojos gatunospor una milésima de segundo. Losmismos que había percibido en elanticuario. —Lo intercepté a tiempo —dijosoltándome la mano. Mis dedos quedaron entumecidos porel apretón. Me acomodé en el asientomasajeándome la mano. David me miró de reojo. —Lo siento —susurró. Incrédula, clavé la vista en suestómago, no podía estar segura siestaba herido debido a la oscuridad en

el auto. —Te apuñaló. Vi la sangre —comenté. Las luces de la calle me dejaban verque fruncía las cejas. —Te equivocas —replicó con ciertonerviosismo. —¡Caíste de dolor! —exclaméinsistiendo en lo mismo. Resopló. —Fingía para ganar tiempo —explicó. Y eso fue todo paraconvencerme de lo que había visto. —Ah... Pues sí que tienes buenosreflejos. Dirigí la mirada hacia mi ventanillaavergonzada por mi estupidez; solo yosacaba conclusiones apresuradas sin

meditarlas. David, de estar herido, noestaría manejando tan campante sudeportivo negro, estaría tirado en elsuelo desangrándose por culpa de undespreciable criminal. Al instante recordé la forma en cómome había defendido. Aquel extraño volópor los aires. Entorné la vista hacia él, asombrada. —Tú... —me costaba respirar alrecordarlo— le fracturaste el brazo.—David negó con la cabeza, se veíapreocupado—. Y lo estrellaste contraun árbol. ¡Vaya que eres fuerte! Me miró como si estuviera drogada. —¿Qué? —se rió—. Creo quealucinabas. —No trates de confundirme.

David enfocó la vista hacia lacarretera. —Ese sujeto intentó doparte concloroformo, y ese producto creaperíodos de confusión y aturdimiento—explicó—. Las personas que hanestado bajo sus efectos, experimentanalucinaciones. Me dejó dudosa. —Apenas olí el trapo —refutérascándome el mentón. —Es suficiente para aturdir acualquiera —argumentó convincente—. Además, ese sujeto escapó en sucamioneta. Asentí insegura de lo que había visto.Ningún humano podía tener una fuerzatan descomunal.

Pero al divisar que nos acercábamos aMorehead City, me removí inquieta en elasiento. —¿Adónde vamos? —Al hospital. —¡No! —me preocupé—. No esnecesario. ¡Estoy bien! —Sonreírascándome la mejilla—. Mejorllévame a casa. Él frunció las cejas. —No creo que sea buena idea, tedesmayaste. —¡No exageres! —repliqué—.Estoy bien, ¿no me ves? David me miró en silencio y, haciendocaso omiso a lo que le había dicho,apretó el acelerador. —Necesitas un médico, no sé qué

tanto te habrá lastimado —sonósobreprotector, y eso me agradó. Mis labios se curvaron hacia arriba enuna leve sonrisa. —Me encuentro bien —dije—. Soloque sigo un poco nerviosa —enmudecíperdiendo la mirada a través del vidriopolarizado de mi ventanilla—. Iba aatacarme. “Él” iba... él... iba... a... —estaba a punto de llorar. Recordar elgolpe y el intento de violación, fuedemasiado para mí. David soltó la mano derecha delvolante y la posó con delicadeza sobrela mía que yacía empuñada en mispiernas. Quedé estática ante la calidezque me brindaba. No esperé esa muestrade afecto, pero disfruté sintiendo las

descargas eléctricas provenientes de supiel. Lentamente abrí la palma de mimano dejando que sus dedos seentrelazaran con firmeza. El corazón seme disparó, a pesar de las fuertes ganasque tenía de llorar por lo que me habíaacabado de suceder. —De no ser por ti... yo estaría... —élapretó mi mano—. Te debo la vida. Lo miré, y la poca iluminación queprovenía de la carretera me permitía verque la sonrisa de David no concordabacon sus ojos. Manifestaban ciertafrustración. Se tornaron sombríos,peligrosos, llenos de rencor. Él no quitó su mano de la mía, y alobservarlo manejar tuve la sensaciónque algo me faltaba, y aunque no sabía

con exactitud qué era, sabía que eraimportante. Huy. Ya sé qué es... —¡Mi auto! —Solté su manorápidamente. Qué noche. Me golpean, casi meviolan, roban mi relicario, y para colmode males dejo abandonado el auto de mipadre. ¡Esto sí que le va a encantar ami tía! —No te preocupes, llamé una grúapara que lo recogiera. Por la mañanate lo enviarán a tu casa —aseguró. La mano me picaba, lamentando novolver a estrechar la suya. Ya extrañabasu contacto. El hospital comenzaba a vislumbrarsey yo a inquietarme.

—No creo que sea buena idea queme lleves a emergencias. —¿Por qué no? —se preocupó. —Tía me matará. David sonrió. —Ella entenderá. —No, no lo hará. —Volví arascarme el mentón y la nariz—.Llévame de vuelta a casa, no quieroque me vean en estas condiciones. —¿Segura que estás bien? —Nodejaba de observarme. Miré de refilón hacia su ventanilla,dándome cuenta que pasábamos de largoel hospital. —Sí —asentí al tiempo que merascaba la mejilla. El ardor y lapicazón que sentía en la cara eran

bastante incómodos—. ¿Puedesencender la luz, por favor? Necesitocomprobar algo —le pedí. David así lo hizo. Moví el espejo del parabrisas paraver qué era lo que tanto me molestaba. Lo que vi, me impactó. —¡Por Dios! —exclamé. Tenía mediorostro enrojecido, con una herida en ellabio inferior y la mejilla izquierdaamoratada—. ¡Tía se va asustar cuandome vea! —me lamenté—. ¡¿Qué le voy adecir?! David me miró con ciertapreocupación. Luego entornó su vistahacia el parabrisas hablándomedespacio: —Si quieres hablo con ella; le diré lo

que pasó. —¡No! Si llego con un extraño a micasa, narrándole el asalto, se volveráloca. Su paranoia aumentará ycontratará un guardaespaldas para miseguridad. David soltó una risotada. —¡No te rías que es serio! —le pedícon un poco de rudeza. La verdad es queme encantaba que se soltara de esamanera. Me complació, pero sus labios nodejaban de tener esa tonta curvaturasocarrona. Había quedado pensativo, ypor su expresión maquiavélica, meindicaba que fraguaba otra salida. —Dile que te resbalaste al bajar delauto y te golpeaste contra el

pavimento cuando ibas a inspeccionarel neumático. Eso explicará el golpeen tu rostro y tu apariencia. ¿Mi apariencia? Me eché un vistazo. Tenía la chaquetadesgarrada por el hombro, los vaquerossucios por la tierra, y mi cabellera... Ay,Dios, mi cabellera. Estaba hecha unamaraña; todo un desastre. —Sí, puede que me crea... —musité. David apagó la luz al terminar dearreglarme el pelo. —¿Dónde vives? —preguntó. —En Isla Esmeralda. Era increíble, que tan solo unos díasatrás, una hermosa mujer ocupara elmismo asiento en el que yo ahora estabasentada. Observé con atención el

interior del auto. Era exótico ysofisticado. Un Lamborghini de estilomuy deportivo. Tenía bajo mis piernasla potencia de 670 caballos de fuerza, yno había que ser conocedora de autospara saber que era uno de losdescapotables más veloces del mundo yde edición limitada. Dos únicos asientoseran separados por la consola central eiluminados por las luces del salpicaderoque se salía de lo tradicional. Tambiénme percaté que tenía puesto el techo delona, lo que agradecí, ya que así noestaría expuesta a las miradas curiosas ymalpensadas de los lugareños. A medida que avanzábamos por la ruta70, la proximidad de David era másembriagadora haciendo que recordara

las preguntas de antes. En especial una. Como una tonta, no dejaba de mirarle. —¿Qué? —preguntó con una sonrisaal tiempo que doblaba a la derecha,hacia el puente Atlantic Beach. —Hay algo que... —bajé la mirada amis manos—... quiero preguntarte. —Dime —me estudió mientrasmanejaba. Vacilé un momento y levanté el rostro. —La primera vez que entraste alanticuario no fuiste a comprar nada,¿verdad? —Esperé unos segundos aque respondiera. David asintió manteniendo esa sonrisasocarrona. —¿A qué fuiste? —Mi corazóncomenzó a golpearme el pecho.

Me miró con intensidad —Sentía curiosidad —dijo. ¡Wow! —¿En serio? —Estaba aturdida—.O sea que fingiste estar interesado encomprar algo, cuando en realidadquerías... ¿co-conocerme? Asintió mirando hacia la carretera. —¿Por qué no me saludaste? ¡Nomuerdo! —El comentario me divirtió. Sin apartar la vista del parabrisas,David me habló: —Pensé que no era más que un“animal” para ti. Golpe bajo. Aquellas palabras fueron agua fría enmi rostro. Gracias a Dios que laoscuridad de la noche nos envolvía y él

no podía ver la vergüenza que sentía.Jamás en la vida me había arrepentidotanto de mis arrebatos de furia; siempresolía decir lo primero que se me cruzabapor la mente cuando estaba enojada, ycasi nunca me disculpaba por ese hecho. Me lamenté y deseé retroceder en eltiempo para cambiar el momento justoen que lo vi por primera vez. —Lo siento. Yo... eh... Lo siento. David rió entre dientes. —Descuida, Allison. No es laprimera vez que me insultan por mimanera de conducir. Me estremecí cuando escuché minombre. Nunca llegué a imaginar que nole era del todo indiferente. —¿Có-cómo sabes mi nombre?

David pareció sorprendido, pero lodisimuló muy bien. —Morehead City es un lugarpequeño —explicó—. Por cierto..., minombre es David Colbert. —Extendióla mano para que se la estrechara, yyo con mucho gusto la tomé. —Sí, lo sé... —musité nerviosa,sintiendo de nuevo las descargaseléctricas. Me dedicó una mirada curiosa. —¿Y tú cómo lo sabes? —Sus ojosresplandecieron. —Eh... —solté su mano al instante—. Mo-Morehead City es un lugarpequeño... Pedazo de tonta, ¿por qué no dijisteque lo reconociste y que adoras su

trabajo? Hubo un breve silencio, aunque noincómodo. Me fijé que David se reía ensilencio, mientras negaba con la cabeza,como si algo le hiciese gracia. —¿De qué te ríes? —preguntéenseguida, deseando internamente queno fuera de mí. —Estaba pensando en las vueltasque da la vida. Sí, es de mí. —¿Por qué lo dices? —Porque pensé que nunca iba aencontrar el momento oportuno parahablar contigo. Me estaba tomando el pelo. ¿O no? —Pues... aquí estoy —sonreí

nerviosa. —Sí, “aquí” estás... —me miró conternura. Por un instante nos observamos confijeza. David me había atrapado con susojazos a pesar de la oscuridad quereinaba dentro del auto; de no serporque había un montículo de controlesque nos separaba, yo ya le hubierasaltado encima. Estaba embelesada porsu cercanía y por su olor, un aroma queme resultaba familiar. Era una locura,pero deseaba que el tiempo se detuvierapara prolongar ese preciso momento porsiempre. Pero no fue así. La proximidad de las luces del carrilcontrario hizo que David retirara la

mirada con brusquedad y provocara quecasi me orinara del susto. Aceleró comoun lunático y adelantó en segundos aocho vehículos. —¡Oye! ¡¿Qué te pasa, te creesinmortal?! —grité pegada al asiento. A David mi comentario le hizo graciay aminoró la velocidad. —Lo siento —se disculpó. Aúnseguía riéndose entre dientes—. Tedije que suelen insultarme por mimanera de conducir. Resoplé molesta. —Un día de estos vas a matar aalguien, o vas a matarte tú. —Enojada, me coloqué el cinturón deseguridad por si le daba por aumentarde nuevo la velocidad.

—No creo que eso suceda —replicójactancioso. —¿Ah, no? —Estaba que echabachispas por los ojos—. ¿Y eso porqué? Con una sonrisa en los labios, merespondió: —Soy bueno al volante. —Seguro... Durante el trayecto hacia mi casa,David cambió. Permaneció en silencio,limitándose solo a manejar. Yo era laque mantenía a flote cualquiercomentario como la trama de la películaque había visto con Ryan —que porcierto me fue mal explicándola— orecurría al bien acudido y trillado temade discusión: el clima. Todo eso con la

sencilla razón de tratar de suavizar elaire de tensión que de pronto se ciñósobre nosotros. David estaba pensativocomo si algo le preocupara, no sabíaqué era, pero no me atrevía a preguntar. Luego de haber avanzado buena partede Isla Esmeralda, David me habló,aunque fuera para preguntarme ladirección. A medida que avanzaba,parecía más contrariado. No dije nadaporque no quería pecar de paranoica,esperé a que hablara al respecto, perono lo hizo. —¿Qué te pasa? —finalmente lepregunté. Él negó con la cabeza. —Nada. No le creí.

—¿Te preocupa algo? —No —respondió lacónico. —¿Seguro? Asintió. Tenía la impresión de que se habíaaburrido de mi compañía. Debíimaginármelo. Semejante patito feosentado a su lado. —Gira a la izquierda —le indiqué.Estábamos llegando y mi aflicciónaumentaba porque no sabía qué era loque estaba pasando por su cabeza—.¿Estás molesto conmigo, David? —inquirí con aprensión, el hecho dehaberle gritado cuando excedió loslímites de velocidad, quizás lo ofendió. Él me miró perplejo y expresó: —Nunca podrás molestarme, ni

aunque lo intentaras. Todos mis temores se borraron de unplumazo. —Mi casa es esa... —le indique conel dedo—, la fucsia. —David frenó conlos ojos clavados sobre la casa—. Sí,el color es bastante extravagante —me excusé. Pero al parecer, eso no eralo que le había llamado la atención. —Tu tía es... ¿Matilde Brown? Me sorprendió. —Sí, ¿la conoces? —Me solté elcinturón de seguridad sin quitarle lavista de encima. —No personalmente. —Sinembargo, en el fondo, sentía que habíaalgo que no me quería decir. Me percaté en la silueta de tía

moviéndose intranquila por la sala.Conociéndola, sería mejor que medespidiera de David antes que ellahiciera una escena. —Gracias por salvarme de ese...depravado. Te debo mi vida —le hablécon el corazón en la mano. Sentía pesarpor tener que bajarme del auto, ya queimplicaba que podría ser la última vezen que hablaríamos. —Siempre a la orden —esbozó unamedia sonrisa. —Bueno, en ese caso... —procedíabrir la puerta. Pero David me sujetó el brazo. —¿No te enseñaron que los hombresson los que abren la puerta? Le sonreí.

—Sí, los del siglo XVIII. David puso los ojos en blanco. —La modernidad ha acabado con lacaballerosidad... —Pero tú eres de los pocos, por loque veo —declaré. Me regaló una grandiosa sonrisa y sebajó del auto para abrirme la puertacomo todo un caballero. Me impactó la forma poco común encómo la puerta del Lamborghini seabrió. Pena es lo que yo habría pasadosi no hubiera permitido a Davidcomportarse tan espléndido. La puertase desplazó hacia arriba tipo tijera,quedando inclinadas en un ángulo caside 90 grados. Extendió la mano para ayudarme a

bajar. Me aclaré la garganta para poderleexpresar una vez más miagradecimiento. —Ha sido un placer conversarcontigo, David. Y... t-te agradezco denuevo que te hayas arriesgado parasalvarme. —Me descontrolaba sentirel contacto de su piel—. Espero que...—dije esperanzada— a-algún díapases por el anticuario a saludarme.Aunque no estás obligado, claro. Su resplandeciente sonrisa no se hizoesperar. —Tomaré tu palabra —me besó eldorso de la mano, y yo casi medesmayo—. Nos vemos... —sonrió. Se subió al auto y aceleró perdiéndose

en el cruce de la calle.

Donovan ANTES de entrar a la casa, me quitéla chaqueta y la enrollé sobre mi brazopara que tía no se percatara que habíasido desgarrada. Eché una rápida miradaa mi cabello en la ventana de la sala y vique la coleta que lo sujetaba habíadesaparecido. Lo alisé con los dedos ysacudí la tierra que tenía pegada. Al entrar, encontré a tía estabaenojada y aguardándome desde lacocina. —¡Dios, niña! ¡¿Dónde estabas?!¡Llamé a tu amigo y me dijo que hacemucho te habías marchado de su casa!¿Me puedes decir por qué te

demoraste tanto? Me obligué a no perder la calma.Tenía que disimular. —Tuve un percance con el auto —dije girando el cuerpo en direccióncontraria a ella para que no pudieraobservar mi rostro. Tía observó mi reacción, quizásintuyendo que estaba ebria. —Jovencita, te llamé al móvil y norespondiste —reprendió. —Lo siento, lo apagué antes de salir—mentí en parte. Su semblante analítico cambió al notarque mi rostro se ocultaba entre lacabellera. —¿Estás bien? —Escudriñó miapariencia.

—Sí, estoy bien —respondírehuyendo de su mirada. —¿Qué pasó? —Fue un pinchazo... Me escaneó de arriba a abajo. —¿Por qué estás tan sucia? Parpadeé. —Fue por tratar de cambiar elneumático —me excusé. —¡¿“Cambiar el neumático”?! ¿Aesta hora? ¡¿Tú?! ¡Pero ni siquieratienes un neumático de repuesto! —cuestionó. —Resbalé al bajarme del auto —leaclaré. Traté de escabullirme, pero fuiinterceptada. —¿Segura que estás bien? —Retiró

la pared de cabello que nos separaba—. ¡Allison, tu rostro! —gritó alverme la mejilla y el labio inferior,lastimados. —Me golpeé al caerme, no es nada—mentí de nuevo. —¿Estás segura? —se preocupó—.¡Parece que te hubieran golpeado! Me reí nerviosa. —¡Estoy bien! ¡No te preocupes! —repetí cansina. Tía entrecerró los ojos dudando demis palabras. Entonces hizo algo para locual yo no estaba preparada: se percatóde la ausencia del relicario. —Allison... ¿Dónde está tu collar? Al instante, me llevé la mano al pecho. —L-lo perdí cuando me caí...

—¡¿Que, qué...?! —Sus ojos seabrieron como platos—. ¡¿Perdiste elrelicario?! ¿En qué parte? Resoplé. —Si supiera, no lo habría perdido. Tía me zarandeó. —¡No, tonta! ¿Dónde fue quepinchaste? —Por Cedar Point, justo a la salidadel vecindario de Ryan. Me soltó, para luego lanzarme unabomba: —Mañana a primera hora lo iremos abuscar —dijo. Suspiré. —Perderíamos el tiempo —si supieraque me lo robaron—. Ya alguien lohabrá encontrado.

Ella negó con la cabeza. —Lo dudo. Si cayó por la carretera,puede que siga ahí. Se me encogió el corazón de solopensar a qué manos irá a parar elrelicario. —No puedo creer que lo hayasperdido —continuó con su quejallevándose las manos a la cabeza—.¿Sabes desde cuándo ha estado entrenosotras? ¿Lo sabes? —Sí... desde... —¡1850! —interrumpió, gritándome atodo pulmón. —Lo siento —balbuceé. —¡¿Lo sientes?! ¡Allison, por tutorpeza perdiste una reliquia familiar! —¡LO SÉ! —rompí en llanto—. Lo sé

y lo siento tanto... —todas las lágrimas,que mantuve contenidas en el auto deDavid, salieron bañándome el rostro. Tía se apiadó de mí dejando de gritar. —Ya, ya, cariño. Lo importante es queestás bien —me abrazó con ternura—.Ya veremos mañana si lo encontramos;quizás tengamos suerte. Imaginaba a ese tipejo con mirelicario en el bolsillo de su pantalón. —Me siento tan mal de haberloperdido. —Los remordimientos meaguijoneaban por mentirle, ella no semerecía que le ocultara la verdad, pero¿qué podía hacer yo? Lo empeoraría. —Está bien, Allison, descuida. Ve adescansar —me besó en la frente—.Mañana será otro día.

Le di la espalda y subí la escalera conlentitud. La tempestad estaba pasando cuandotía se percató de algo más. —Allison... —¿Sí? —Volteé a mirarla desde eldescanso de la escalera. —¿Dónde está tu auto? Oh, no. Ahí viene de nuevo latempestad. —Te dije que se pinchó unneumático. —Sí, pero... —caminó deprisa hastala puerta principal, abriéndola deinmediato—. ¿Dónde está? Bajé las escaleras dirigiéndome hastaella. —Se lo llevó la grúa, mañana lo

traen para acá. Tía frunció las cejas. —¿Quién te trajo? Porque alcancé aver un auto deportivo. Contuve el aliento. —Pedí ayuda para que me trajeran—mentí, de lo que me arrepentí alinstante. Tía Matilde enrojeció furiosa. —¿Qué te he dicho de los extraños,niña? —¡No pasa nada, estoy bien! No tardé en darme cuenta que habíauna tercera persona entre nosotras. Unjoven de piel bronceada de unosveintipocos años. Estaba sentado en unsillón de la sala, se veía avergonzado detener que escuchar nuestra conversación.

Ella hizo un alto a su reprimenda alfijarse que yo lo observaba condetenimiento. —¿Quién es él, tía? —susurré paraque el chico no me escuchara, pero porla forma en cómo le miraba era obvioque se daba cuenta de mi curiosidad. —Lo llamé para que fuera abuscarte. Me dejó perpleja. —¿A buscarme? —mi corazón seaceleró—. ¡¿Acaso es un policía?! Tía suspiró impaciente. —¡No, chica! Respiré aliviada. —Entonces si no es un policía, ¿porqué lo llamaste? —Lo llamé porque estaba muerta de

los nervios y él me iba a ayudar alocalizarte. Lo sabía. Tía tomando medidasextremas. —¿Cómo se supone me iba alocalizar? Ya no estaba en casa deRyan, mi móvil lo tenía apagado y noconozco a nadie más en todo elcondado. ¿Cómo iba a hacerlo? Amenos que tú me hayas puesto undispositivo rastreador en el auto, ¿eh? Ella se inquietó. —Él tiene sus métodos... Me crucé de brazos. —¿Cómo, por telepatía? Mi comentario la sobresaltó paraluego recomponer rápido su postura.Hizo un mohín como restándole

importancia al asunto. Me tomó delbrazo y me llevó hasta él. Cuando nos acercábamos el joven sepuso en pie de inmediato. Me fijé en loalto que era y en el buen aspecto físicoque tenía. Su cabello castaño lo llevabacorto, y sus ojos azul oscuro eran muypenetrantes. —Te presento a Donovan Baldassari—tía lo presentó. Aunque aún su voztenía el tono serio por el disgusto. —Hola —le saludé. El joven me extendió la mano. —Encantado, signorina. —¿Italiano? —indagué ante lo obviodel saludo. —Sí, de Brescia —me corroboró conuna amplia sonrisa.

—¿Sabes...? —dijo tía dirigiéndosea él en un tono alegre—. Allison estáplanificando un viaje para estudiararte en Italia. Le vendría bien unasclases de italiano, ¿no crees? —Leguiñó el ojo al tiempo que lo invitabade nuevo a sentarse. —¡Tía! —mi cara comenzó arderenseguida. —Será un placer —respondió elchico, sonriente. —Querida, este joven sueleayudarme con el inventario de latienda. ¡No es un primor! —comentómientras le sujetaba la barbilla alpobre—. Donovan se encargará deenseñarte todo lo referente a los

programas, así no tendré quemolestarlo tanto. —Está bien —dije sentándome cerca. Tía se levantó a buscar un poco dehielo para mis moretones. Donovan mesonrió y yo me incomodé al estar a solascon él; no lo conocía y había estadopresente en un momento de discusiónfamiliar un poco desagradable. Mientras tanto no dejaba depreguntarme si todo aquello que viocurrió, o como había dicho David: quefue una alucinación producida por losefectos del cloroformo. En todo caso... había sido demasiadoreal.

La playa UNA vez más los endemoniados ojosme atemorizaban desde el mundo de lossueños. Eran aterradores, traspasándomehasta el alma, no me dejaban en paz, noentendía qué querían de mí, y mellamaban silenciosamente para queacudiera a ellos. Sea lo que fuere, sehabían obsesionado conmigo. Me levanté sudorosa con el pijamapegado al cuerpo. Me di un largo baño ycubrí las heridas del rostro conmaquillaje. Bajé a la cocina sin muchosánimos de entablar conversación connadie. Observaba todo con temor, esperandoque de un momento a otro Rosángela se

fuera a aparecer. ¡Rayos!, si lo hacía,me desmayaría. Aún los oídos metaladraban con su voz de ultratumba; desolo recordar se me ponía la piel degallina. ¡Tenía que ser yo la únicapersona que la había escuchado!¡¿Acaso no podía quedarse muda?! Perono... me tenía que advertir de unaposible amenaza. ¿O era un producto desu propia muerte? Lo que me causabacuriosidad, era... cómo ella murió. No olvidaba la herida que tenía en sucuello. ¡Era una mordida! Como la deun... Imposible. Me reí y cabeceé rechazando laslocuras que pasaban por mi cabeza. Ellafue asesinada por su novio.

Busqué qué hacer para comer yenseguida reparé en una nota pegada enel microondas. La tomé y la leí. “Querida, el desayuno está guardadoen el microondas. Donovan y yosalimos hacia Cedar Point a buscar elrelicario. Volvemos en unas horas.” —¡¿Quéeeee....?! —Arrugué el papel,estupefacta. Si tía descubría mi mentirame mataría. El estómago se me revolvióy el deseo de comer desapareció alinstante. Y sin darme tiempo para podermecalmar, unas voces se escucharon desdela puerta principal. Aprensiva me dirigí hacia allá, puessabía que ellos estaban de retorno más

rápido de lo que me hubiera imaginado.La expresión de tía me indicaba queestaba bastante molesta, en cambio la deDonovan, era inexpresiva. Quedé parada en medio del recibidoresperando la retahíla. —No tuvimos éxito —fue lo único quetía dijo antes de dirigirse escalerasarriba. No me atreví a decir nada, nodeseaba enzarzar otra discusión conella. Donovan me observó en silencio. —Lamento que te hayan arrastrado tantemprano a buscar el relicario y endomingo —expresé avergonzada. Él me sonrió como si estuvieraacostumbrado a los arranques de mi tía. —Descuida —dijo.

Suspiré. —Es muy necia; le dije que era perderel tiempo. Donovan desvió la mirada como si nocreyera en mis mentiras. Sonrió amedias y levantó la mano paradespedirse. Estaba abriendo la puerta, cuando lapreocupación de lo que opinara de mí,me embargó. —¿No me crees? —le pregunté. Donovan se detuvo. —Te atacaron, ¿verdad? Lo miré con absoluta perplejidad. —¡P-por favor, Donovan, no digasnada! —le supliqué. No podíaenfrentarme de nuevo a los reproches demi tía.

Donovan dio un paso hacia mí,estudiándome el rostro. —¿Te hicieron daño? Digo... te... te... Entendía lo que querían decir esosencantadores ojos azules. —¡No! Gracias a Dios, fue un susto. Frunció las cejas. —Pero te robaron, ¿no? Suspiré con pesar. —Sí. —¿Por qué no le dices la verdad aMatilde? —¡No puedo, se pondrá histérica! Resopló. —Lo hará cuando se entere que lementiste —sus palabras sonaron duras. Lo miré desconcertada. —No irás a decirle...

—Por supuesto que no —sonrió. Respiré aliviada al ver que no medelataría. —¿Cómo te diste cuenta? —Por tu rostro. Esos moretones noson por una caída, sino causados porotra persona. Me llevé la mano a la cara,avergonzada. No podía creer cómo esechico, que apenas tenía menos deveinticuatro horas conociéndolo, ya eraun buen amigo. —¿Sabías que el relicario fue robadoantes de que se fueran a Cedar Point abuscarlo? —pregunté. Se encogió de hombros. —No estaba seguro. —Pero no dijiste nada, ¿por qué? —

Estaba impactada. —No me correspondía decirlo. —Pero fingiste buscarlo. —Te dije que no estaba seguro. Le tomé las manos. —Prométeme que guardarás elsecreto. ¡Por favor! Donovan se estremeció al sentirme tancerca de él. —E-está bien. Lo prometo. —Gracias —lo abracé—. Te loagradezco de corazón. —Allison... —no me devolvió elabrazo, sino que me separó consuavidad—. No sé si esto sea locorrecto. Tengo la impresión que prontose descubrirá todo. Negué con la cabeza.

—No te preocupes —sonreí—. Esehombre debe estar lejos de Carteret. El silencio nos envolvió al mirarnos alos ojos. —Es tarde —dijo consultando el relojy cortando la burbuja que de pronto noshabía envuelto a los dos—. Quedé conmis amigos. Será mejor que me marche. —Sí. Disculpa si te quité tiempo. Él torció los labios, seductor. —Para ti, todo el tiempo del mundo. Antes de que Donovan se fuera de lacasa, retrocedió con una miradainterrogante. —El que te trajo anoche... ¿era DavidColbert? Arqueé las cejas. —¿Lo conoces?

Su rostro se endureció. —Tiene mala fama —fue la respuestaque me dio. —Sí. He escuchado algo al respecto. —¿Piensan volver a salir? —Meabordó sobreprotector. —¿“Salir”? —Suspiré pensando en lainvitación que le había dejado abierta—. No. Solo me acercó... Él asintió sin decir nada más, y semarchó. Tía bajaba las escaleras y en su manoderecha portaba una hoja blanca. —Toma —me la entregó conbrusquedad. Al abrirla, era una lista que no podíacomprender. —No entiendo, ¿qué es esto?

—Es una lista de nombres y lugares adonde te vas a dirigir. —¿Para qué? Ella clavó sus ojos negros sobre mí. —¿Cómo que “para qué”? Paraofrecer una recompensa por aquel queencuentre el relicario. Bendito Dios. En la lista había nombres deestaciones de radio, televisión y prensalocal; así como también un aviso por lapágina web del anticuario para aquelloscoleccionistas que lo llegasen acomprar. Tía delegó en mí toda laresponsabilidad de la búsqueda. Pensóque era el justo castigo por haberloextraviado. —¿De cuánto será la recompensa? —

pregunté aprensiva. —Ochocientos dólares. —¡¿QUÉ?! —Una recibe el golpe y ala otra se le atrofia el cerebro. Genial... —El relicario lo vale, y no piensodarme por vencida —replicó—. De queaparece: aparece. La sensación de arrepentimiento fueinminente. —Tía, hay algo que no te he dicho...Yo... —reuní la suficiente valentía paracontarle la verdad. —Después —me interrumpió—.Quiero que te pongas sobre eso lo máspronto posible. —No puedo hacerlo —dije con unhilo de voz. Ella frunció las cejas.

—¿Puedo saber por qué? —inquiriódisgustada. —Porque... —tragué saliva y confesé— el relicario no se perdió. Me lorobaron. Su rostro permaneció inexpresivo unossegundos. —¿Escuché bien? —Perdóname, no te quería mentir. —Mi corazón comenzó a bombear confuerza. La respiración de tía se alteró. —¿Entonces no fue una caída? —No. Me abofeteó, y enseguida se arrepintióde haberlo hecho. —Allison... Era todo lo que merecía por haber

causado tanto inconveniente, pero elbofetón me lastimó y abrió una brechaentre las dos. Subí por las escaleras a todavelocidad, tía me perseguía unos pasosatrás, llamándome en todo momento. Fuimás rápida que ella y enseguida meencerré en la habitación. —Allison, por favor, abre la puerta.Vamos hablar. —¡NO! —Ahogué mi llanto sobre laalmohada—. ¡VETE! Ella se lamentó. —Perdóname, cariño, por habertegolpeado. No volví a escucharla detrás de lapuerta hasta que el Volkswagen la alejóde la casa. Suponía que a lloriquear con

algunas de sus amigas o con el señorBurns. Pasé el día recostada en la camasopesando todo lo que había acontecidodesde la noche anterior. Si no hubiesesido por David Colbert, que se convirtióen mi ángel salvador, estaría engrosandolas estadísticas negras del país. Reparé en la hora que marcaba eldespertador y me asombré del tiempoque había transcurrido. Tuve lacreciente necesidad de caminar por laplaya y despojarme de los malospensamientos. Bajé descalza por laescalera del balcón hasta la playa. Labrisa acarició mis mejillas haciéndomerecordar la muerte de mis padres. Losextrañaba y maldecía mi mala fortuna

por haberlos perdido. La tristeza fue tangrande que mis ojos no pudieroncontener las lágrimas. Tenía varios minutos abstraída en mispensamientos, cuando divisé a lo lejos aun joven que caminaba en mi dirección. Lo observé un rato con una opresiónen mi pecho sin saber a qué se debía. Nole podía ver bien; desde esa distanciaera difícil apreciar su rostro. Me fijéque algunas chicas, que estaban tomandoel sol, se sentaban rápidamente cuandoél pasaba frente a ellas. Me intrigó elefecto que causaba en las mujeres; hastaalgunos hombres volteaban a mirarle. La opresión en mi pecho aumentaba y,en la medida que él se divisaba mejor,mi corazón se iba acelerando cada vez

más. No podía creer lo que estaba viendo. Pero si es... No, no es... ¿O sí? Es...es... ¡David Colbert! Enseguida miré mi atuendo. Usaba unvestido estampado hasta las rodillas yde tiritas. Traté de arreglarme el cabelloa toda prisa, pero el viento no me lopermitía; una y otra vez se me venía alrostro. ¿Por qué no me lo recogí? No lo podía creer; demasiado bellopara ser cierto. Se paseaba por ahí,movido por la casualidad del destinocon la extraordinaria suerte de ser yo laque estaba en su camino. —Hola, Allison. Me da gusto vertede nuevo —me habló con voz suave

mientras se acercaba. Ay, Dios, estoy soñando. —Ho-hola. —Traté derecomponerme mirándome a través desus lentes oscuros. Tenía los ojosexplayados como una tonta. —¿Sueles caminar con frecuenciapor acá? —preguntó. —Lo hago a menudo. En especial alatardecer —lo observé unos segundos—. ¿Tú también lo haces? Me dio una magnifica sonrisa. Cielos..., —No; es la primera vez que caminopor la zona. De pronto me sentíinteresado por recorrer estas playas. —¡Ah! ¡Qué bien! —Menos mal quelos latidos de mi corazón no podían ser

escuchados, porque si no... estaríanensordeciéndonos. La brisa que provenía del horizonteme removió el cabello tapándome porcompleto el rostro. En un acto involuntario, David meayudó a acomodármelo. Aquel gestohizo que se me erizara la piel. Pero sucedió algo que no me esperaba. A la velocidad de la luz, una visiónme llegó a la mente. La lucha entre dos hombres sedesataba a muerte. Eran malignos,diferentes, con ojos amarillos y largoscolmillos... —¿Estás bien? —Su pregunta mesacó de la visión. Frunció las cejas alverme tan estática.

—¿Eh? Sí, sí. Es... u-una pequeñajaqueca —sentía los oídoszumbándome. ¡¿Qué diablos fue eso?! David me observó en silencio, parecíaque sus ojos estuvieran crípticos debajode los lentes, tal vez preguntándose ensu fuero interno si yo tenía algún tornillosuelto. Luego frunció su ceño un poco más,mirando hacia mi pecho. Notó alinstante, que algo, a la altura de micorazón, brillaba por su ausencia. —No cumples tus promesas —expresó con cierto reproche. Como un acto de reflejo me llevé lamano al pecho. No entendí por qué semolestaba. —Me lo robó ese sujeto... —

expliqué con tristeza. Cada vez que lorecordaba me daban ganas de llorar. David comprendió de a quién merefería. —Lo siento, no me di cuenta. Pudehabérselo quitado cuando tuve laoportunidad... Sonreí. —¿Y arriesgarte a una puñalada?No valía la pena. David se entristeció. Se avergonzabade su descuido. —De todos modos, lo lamento —dijo. Me encogí de hombros para restarleimportancia, aunque en el fondo meentristecía. —Olvídalo, qué se le va hacer...

—Lo recuperarás —expresó contotal seguridad. Esbocé una sonrisa incrédula. —No lo creo. Tengo que resignarme. —No lo hagas, lo tendrás de vuelta.—Fue una afirmación que meestremeció, David estaba seguro queel relicario retornaría a mis manos.Parecía no comprender cómofuncionaba el mundo, rastrear uncollar así era casi imposible. Yadebería estar sumergido en elmercado negro, cotizándose pordebajo de su valor real. Caminamos uno al lado del otro a lolargo de la playa, David estuvohaciéndome preguntas sobre mi niñez:dónde estudié, en qué parte de Nueva

York viví y cuál fue la razón paramudarme hasta el condado de Carteret.Si bien, tuvo la delicadeza de noahondar en el tema de mis padres, talvez, por la sencilla razón de que mi vozse quebraba al nombrarlos. Mientras hablábamos me lo comía conlos ojos. ¿Habrá otro hombre tanperfecto como él? Era muy apuesto, conla piel bronceada sin parecer unalangosta chamuscada por el sol. Teníaese aire de un actor de alto calibre.Vestía todo de blanco. El pantalónestaba arremangado hasta laspantorrillas, al igual que las mangas dela camisa hasta los codos. A través de lalínea desabotonada podía ver —para mideleite— parte de su torneado pecho. El

sol se reflejaba en su castaño cabellohaciéndolo más claro; lo llevaba corto yrebelde, como expresando en silencioque no era un hombre fácil de domar.Me dieron ganas de acariciarlos yperderme en la inmensidad de aquellosazulados ojos que estaban protegidospor los oscuros lentes. A pesar del buen rato que teníamosconversando no sabía nada de su vidapersonal. Por supuesto, estaba al tantodesde el punto de vista de los medios decomunicación, pero no era suficiente.No obstante, deseaba que él me contaraaspectos íntimos que nadie conocía. —¿Dónde vives? —Necesitabasaciar mi curiosidad. —En The Black Cat —respondió sin

dilación. —¿Dónde queda? —En Beaufort, saliendo deLenoxville. Hacia Bahía Davis. Me reí sin querer. —¿Qué pasó, se equivocaron alregistrar el nombre? —dije. David puso los ojos en blanco. —Muy chistosa. —Lo siento, es muy parecido a tunombre. Se llevó la mano a la cabeza paraalborotarse el cabello y regalarme unaseductora sonrisa. Sublime. ¿Puede un hombre estar bendecido porlos dioses? —Sí, fue una coincidencia —

contestó un poco apenado, y eso mesacó del embelesamiento. —¿Siempre has vivido allí? —¿Serápor eso que nunca dan contigo? —Desde hace siete años. —¿Solo? —Esperaba un sí porrespuesta. —Sí. Aleluya. Me sentía sofocada al tenerlo tancerca. Me concentré en hacerle otrapregunta que me permitiera conocerlemejor, sin tener que ponerme enevidencia. —¿Qué edad tenías cuando perdistea tus padres? —Parecía unareportera. No pude evitar observar “la marca

de nacimiento” que tenía en su manoderecha. A pesar de ser roja, lorepresentaba a la perfección; unaestrella sin lugar a dudas. David hizo una breve pausa, su miradamelancólica se perdió a través delhorizonte, quizás por todos losrecuerdos que llegaban a su mente enese mismo instante. —Era muy joven cuando eso... —bajó el rostro observando las olasarremolinarse en sus pies. Suspiré. —¿Tus tíos fueron buenos contigo?—Tenía que haber algo oscuro en suvida para que el arte macabro formaraparte de él. —Sí —sonrió—. Ellos... —volvió a

sonreír— hicieron que me interesaraen... —La pintura y la escultura, lo sé. —La cuestión David, es si ellos temaltrataron en tu infancia. Se quitó los lentes, mirándomesorprendido. —¡¿Conoces mi trabajo?! ¡Listo! Ahora tenía que decirle que lohabía reconocido después de habersemarchado del anticuario. Asentí con el rostro enrojecido. —Eh... eh... ¡Por supuesto! ¿Quiénno...? Si-siempre quise tener una detus pinturas, pero son costosas. Son...muy... cotizadas. Sonrió. Pero su sonrisa encerraba algoque no podía descifrar. Parecía que le

costaba creer que alguien como yotuviera gusto por el arte macabro. —Ahora sabes de dónde meconoces. —Su cándida risa emergiópara deslumbrarme. Me ruboricé. —Discúlpame por no habertereconocido cuando debía... —No; yo soy el que se debedisculpar. Debí presentarme cuandome lo preguntaste. —Me pareció verun leve rubor en sus mejillas, perorápido se volvió hacia las olas y seescudó en sus lentes—. Me da gustosaber que te agradan mis pinturas... —agregó complacido. Sonreí como una tonta. —¿Por qué dejaste Nueva York?

David frunció el ceño y respondió: —Quería apartarme del mundo porun tiempo y este condado me brindabatoda la tranquilidad que necesitaba. Procuré respirar un par de veces paraencontrar las palabras que de pronto seme escaparon de los labios. —¿En tu país no hay lugareshermosos? David inclinó su rostro una pulgadacomo si se estuviera enfocando en mislabios. —Digamos... que estaba enbúsqueda de algo maravilloso. Parpadeé al sentir que mi respiracióniba en aumento. La gente que caminabacerca nos miraba curiosos. Yo veía quea algunas chicas les corroía la envidia.

—Y ¿lo-lo encontraste? Podría estar refugiado detrás de loslentes, pero sus ojos azules se trabaroncon los míos. —Sí. Estábamos tan cerca, uno del otro, quemi cabellera le rozaba el pecho por elbatir de la brisa marina. Sonreí para misadentros. Era la única forma de sentirlo.Mi cabello actuaba como tentáculos quequería envolverlo y atraerlorápidamente hacia mí. David no hizoningún movimiento por apartarlo, no lemolestaba y parecía que lo disfrutaba aligual que yo. Tuve que hacer un esfuerzo para poderreaccionar. —Quiero agradecerte una vez más

por haberme salvado de ese sujeto. Nosé qué hubiera pasado si tú no... —guardé silencio por unos segundos,desviando la vista hacia un grupo dejóvenes que jugaban un partido devoleibol playero—. He tenidopesadillas... David me tomó el mentón haciéndologirar suavemente en su dirección. Mesentí mareada, era increíble lo que suproximidad provocaba en mi saludmental. —Es normal lo que te pasa —dijo envoz baja—. Fue una experienciatraumática. Se me eriza la piel alpensar que te pudo haber lastimado siyo no hubiese llegado a tiempo. Se quitó los lentes una vez más

dejándolos sobre su cabeza. Me observóel rostro y frunció el ceño conabatimiento. Miró la cortada en mi labioy puso énfasis en la mejilla en la que nodebía notarse el golpe gracias almaquillaje. Me acarició con suavidad elmoretón. Cerré los ojos para disfrutar elroce, causándome descargas eléctricas,como lo hizo cuando me agarró la manoen el auto. Sus dedos se deslizaban hastami mentón y su pulgar bordeaba la líneade mi labio inferior con muchadelicadeza. La sensación era increíble.Una vez más me brindaba su calidez. David dejó de acariciarme y yo abrílos ojos muy a mi pesar. Fue entoncescuando nuestras miradas se trabaron denuevo haciéndome imposible mantener

la compostura. Deseaba saltarle encimay besarle esos labios tan carnosos hastaque me dolieran los míos; sin embargo,quedé estática perdiéndome en sus orbesque me miraban llenos de ternura. —Te golpeó fuerte —susurró. Lo miré sin pestañear, sintiendo elescalofrío recorrer todo mi cuerpo.Tuve que retroceder unos pasos pararecuperar un poco del control que perdíen su presencia. Entorné la miradaalrededor de la playa, lo que meimpactó. No me había percatado queestaba anocheciendo. El tiempo pasóvolando, justo cuando empezaba a sentiruna conexión con él. —Debo irme, es tarde —melamenté.

—Te acompaño hasta tu casa. Mi corazón volvió a reanimarse confuerza. —Descuida, vivo cerca, ¿recuerdas?—Sin embargo en el fondo deseabaque me acompañara. —Insisto. Gracias, Dios. Caminamos a paso lento hasta que sevislumbró la casa. Me hubiera gustadovivir más lejos, para así tener que pasarmás tiempo con él. Por desgracia, no eraasí. —Gracias por acompañarme —dijetemblorosa. Como David me había coqueteado, ledediqué una mirada seductora, de la queel viento se encargó de borrar al

desordenarme el cabello. Avergonzada,luché por arreglarlo echando milmaldiciones internamente. David rió porlo bajo y me ayudó enseguida colocandounos mechones detrás de las orejas. Mirostro enrojeció, y sin esperarlo, mebesó en la mejilla. Su fragancia meenvolvió y me mareó de buena manera.El corazón se disparó y una ola de calorme atacó al instante. La mejilla comenzóa arderme cuando él retiró sus labiosunos milímetros para aspirar después elaroma de la piel de mi cuello. Fuedelicioso cómo lo hizo: su nariz recorriócasi rozándome sin temor a que yo memolestara. Se tomó su tiempopercibiendo mi aroma. Encontróplacentero su atrevimiento emitiendo

sonidos bajos con su garganta. Antes de que pudiera recordarrespirar, David susurró a mi oído,haciéndome cosquillas con su aliento. —Quiero verte de nuevo. ¡Síiiiiiiiiiiiiiii! —S-seguro. Ya sabes dóndeencontrarme. Asintió, atravesándome con su mirada. —Te llamaré —expresó muy segurode sí mismo. Recordé que el móvil se me habíacaído en la carretera. —No tengo móvil. Lo perdí. David torció su sonrisa, un pocomalévola. —Lo recuperé —lo sacó del bolsillodel pantalón—. Tienes fotos muy

bonitas —dijo mientras me loentregaba. ¡Oh, Dios...! Recordé las fotos quetenía con unas amigas cuando las visitépor última vez.

Cocoa Rock AL día siguiente, sonreía sin motivoaparente. Cantaba alegre por elanticuario, limpiando lámparas y relojescubiertos de polvo. Tía y yo nosreconciliamos sin disculpas ni lamentos.Dejé que todo volviera a la normalidady que la felicidad me embargara. —¿Por qué tan feliz? —preguntóella sonriente detrás del computador. Dejé de desempolvar. —¿Yo? —No la lámpara que tienes entre lasmanos. Me encogí de hombros haciéndome ladesentendida.

—Por nada. Estoy de buen humor. Tía no pareció convencerse de miextrema felicidad. Entrecerró los ojoscon suspicacia —¿Quién te tiene así? Arqueé las cejas; era demasiadoevidente el desbordante humor. Peroquería compartir parte de esa alegría. —Conocí a un chico el otro día yhemos estado charlando. Tía dejó de teclear. —¿Ah, sí? —Se levantó y se acercó—. ¿Y cómo se llama? —David Colbert —le sonreí. Su entrecejo se frunció al escuchar elnombre. —¡¿El pintor?! —¿Lo conoces? —De todas las

personas que vivían en Carteret, tíaera el último ser que me hubieraimaginado que sabía de su existencia.En cierto modo era una necedad de miparte pensar que alguien como élpasaría inadvertido cuando, confrecuencia, suele estacionar elLamborghini justo en frente delanticuario. —¿Quién no lo conoce? —expresócon resquemor—. No me gusta quesalgas con él, Allison. No es elapropiado para ti. —¿Por qué no? —me molesté. —¡Porque es mujeriego y es mayorque tú! Parecía que su reputación lo perseguíaa todas partes.

—¡No es tan mayor! —repliqué—.Tiene veinticinco años, y yodiecinueve. ¿Ves? La diferencia no esmucha. Además, eso de ser“mujeriego” lo dejó atrás. Tía negó con la cabeza, entristecida. —Ni tan atrás... —dijo—. Hace unosdías fue visto con una extranjera en sudescapotable. No supe qué decir, hasta yo misma lohabía visto con semejante mujer. —Bueno, apenas nos estamosconociendo. No es nada serio. Ella suspiró, sintiendo lástima por mí. —Eso es lo que temo: para él “nadaes serio”, poco le importa lossentimientos ajenos. No quiero que telastime.

Iba a refutar, pero el sonido de lacampanilla hizo que ambas miráramoshacia la puerta. Hablando del rey de Roma... Sonreí de oreja a oreja al ver a Davidentrar a la tienda. —Hola, Allison —saludó animado. Rápido me acomodé el cabello yescondí el plumero entre lasantigüedades. —¡Hola, David! —De inmediato misojos rodaron hacia tía que lo mirabacon cara de pocos amigos. David se meacercó y me besó en la mejilla, lo queme encantó, ya que se estaba haciendoun hábito bastante placentero—. Ah...eh... David, t-te presento a tíaMatilde.

David levantó la mano para saludarla. —Un placer conocerla, señora. Tía estrechó su mano con pocoentusiasmo. Reparé en la envoltura que llevababajo su brazo izquierdo. —¿Qué es eso? Él sonrió y colocó la envoltura sobreel mostrador. —Dijiste que siempre habíasdeseado una de mis pinturas. Bueno...,te traje una. Espero te guste. No podía creer que cada día quepasaba los dos nos hacíamos másamigos. —¡Qué dices! ¡Tus pinturas sonfantásticas! —exclamédesenvolviéndola.

Jadeé impresionada al versemejante belleza. ¡Era un hechoinsólito! Lo que pintó no era macabro,aunque si un tanto oscuro. La pinturaestaba escasamente iluminada porestrellas que se perdían hasta elhorizonte, dando inicio al negro marcon olas espumosas que morían en laplaya. Una joven era el centro deatención. Parecía un árbol plantado enla arena; tenía gruesas raícesretorcidas en vez de pies, y las quesobresalían, se extendían hastahundirse en las aguas marinas. Lajoven se veía maravillosa, única ysobrenatural. Me percaté en su rostro.¡Era mi rostro! Se ocultaba un poco

bajo la desastrosa cabellera,asemejándose a medusa, que en vezde serpientes en la cabeza, teníamanos en las puntas de cada ondulantemechón. Sus palmas abiertas trataban,quizás, de atrapar algo que no estabaa su alcance. Me ruboricé al fijarme que sus partesíntimas se trasparentaban a través de lafina tela del vestido. Evité mirar a David y a tía, queresopló un tanto molesta. Sin embargo,me gustó cómo él me representó: unaninfa marina. A más de un admirador desu arte bizarro, le daría un síncope sivieran que plasmó la sensibilidadsurrealista, en vez de la tenebrosidad enlas pinturas.

—Es hermosa, David, gracias. —Fuela excusa perfecta para abrazarlo ybesarle la mejilla. Tía observó la pintura con mala cara. —¿Dónde la pondrás? —preguntócon rudeza. —En mi dormitorio. ¡Obvio! —Nopodía dejar de sonreír, tenía algotangible del hombre de mis sueños.David se había tomado el tiempo paracrear una pintura hermosa, llena deencanto y sensualidad. Le dediqué una mirada a él, más dedeseo, que de agradecimiento. David captó mi estado de ánimo y memiró de igual forma. A tía no le hizo mucha gracia latransparencia del vestido en la pintura.

—¿Cuál es su verdadera intensióncon mi sobrina, señor Colbert? —inquirió sobreprotectora. Casi me muero de la vergüenza. —¡Tía! —exclamé con los ojosdesorbitados. David no pareció haberse ofendidopor su brusquedad. —La mejor, señora Brown —respondió. Su sonrisa encantadora nohabía aminorado ni un milímetro. Tía enarcó una ceja, incrédula. —¿Ah, sí? Hasta que se canse deella, ¿verdad? —le replicó. —Tía, estás avergonzándome —lerecriminé entre dientes. David le respondió sin dejarseintimidar:

—No esta vez; se lo aseguro. Tía tapó la pintura de mala gana y sefue hacia el escritorio. —Veremos... —dijo ocultándosedetrás del monitor. —¡Tía, ya basta! —reclamé condureza. Ella entornó sus ojos sobre mí. —Lo siento, querida. El señorColbert debe saber que no estás sola yque tienes gente que te protege. Escucharla decir: “señor”, sonababastante raro por ser David una personajoven. —¿Protegerme de qué? ¡Tía, porfavor! —Deseaba que me tragara latierra. David me tomó de un hombro y lo

apretó con suavidad. —Está bien, Allison, descuida —mehabló en voz baja—. Tu tía tiene todala razón en estar a la defensivaconmigo, me he ganado la mala fama apulso. —Después dirigió su miradahacia ella—. Señora Brown, misintenciones con Allison son lasmejores y no haré nada por lastimarla.Ella es muy importante para mí, notiene idea lo que significa que susobrina haya entrado en mi vida. Me impactó, al igual que tía, escucharcómo él defendía nuestra... digamos...amistad. Estaba decidido a luchar pormí. Pero eso no permitió que ella seimpresionara. —No estoy segura —discrepó—,

pero confío en el buen juicio deAllison. Si ella dice que eres buenagente, entonces le creeré. Pero si poralguna razón usted la llega alastimar... —entrecerró los ojos comolos de una serpiente lista para atacar—, lo perseguiré y lo despellejaré vivo—le amenazó. —¡Tía! —enrojecí avergonzada.Por fin había conocido a un joven queme gustaba, y viene ella y lo acorralacon sus sospechas como si fuera unpervertido sexual. —Entendido —dijo Davidsonriéndole. Aproveché que tía volvió aesconderse detrás del monitor parabuscar mi bolso y llevármelo lejos de la

desagradable situación en la que nosencontrábamos. —¿Te gustaría tomar un café? —Lomiré con ojos explayados. Él sonrió captando la idea. —Por supuesto. Tía giró los ojos por encima delmonitor. —Ya terminé mi trabajo por el díade hoy —dije categórica mientras lelanzaba una mirada fulminante. Yapodía olerle las intenciones deretenerme en el anticuario por mástiempo. David fue educado en despedirse deella. —Ha sido un placer conocerla,señora Brown.

Tía permaneció en silencio, tecleandocon fuerza y evitando responder. Aveces se comportaba tan grosera que noparecía de mi familia. Tomé del brazo a David y tiré de élhacia la calle. Su deportivo estabaestacionado frente al anticuario.Aplastaba en belleza y en potencia a mipobre vehículo que estaba detrás. Unapantera joven intimidando a una tortugavieja. Vaya..., las diferencias que puedecausar el dinero... David se dirigió al deportivo paraabrirme la puerta del copiloto, pero sumano quedó sosteniendo la manija sinhacer mucha presión. Se había detenidopara formular una pregunta: —¿Adónde quieres ir?

—Al Cocoa Rock, queda a un par demanzanas de aquí. Podemos ircaminando, si no te importa. David se encogió de hombros,sonriéndome. Mientras caminábamos, advertía queéramos blancos de las miradas curiosasde los lugareños, pero trataba deignorarlos, entablando conversación conél. —Disculpa la actitud de mi tía. Hoy laasesinaré. Se rió. —La verdad es que me agradó. Lo miré perpleja. —¡¿De veras?! ¿No lo dices por seramable? Negó con la cabeza.

—Me gustó que te defendiera. Esuna mujer fuerte. —Sí, ella es así... —concedí. A pesarde todo la quería. Al entrar juntos al cafetín la sorpresahizo enmudecer a más de uno. Nosmiraban como si fuésemos algo fuera delo común; al menos eso se aplicaba aDavid, que era todo perfecto, cual diosgriego acompañado por unainsignificante mortal. Quedé pegada al piso, las piernas nose atrevían a dar un paso adelante. David me tomó de la mano y me llevóhasta la mesa que estaba desocupada.Me estremecí por el cosquilleo querecorría mi espalda a medida queavanzábamos. Nos sentamos en la parte

central, siendo blanco de todas lasmiradas. Puse el bolso en el respaldo dela silla; David no dejaba de sonreírmientras que yo me sentía minimizada,los murmullos no se hicieron esperar, yde vez en cuando escuchaba nuestrosnombres entre los clientes. Una de las mesoneras se arreglónerviosa el uniforme, apurando el pasopara acercarse a nosotros con unaamplia sonrisa. —¿Podemos ordenar más tarde? —le pedí antes de dejarla hablar. La pobre hizo un gesto y asintiódecepcionada. Ante la mirada expectante de David, lerespondí: —La verdad es que no me apetece

nada, solo quería sacarte delanticuario. ¿Vas a pedir algo? —No. Miré a la gente sentada a nuestroalrededor y estos no dejaban deobservarnos. Una mesonera lanzó unsuspiro y las otras la imitaron. Habíauna señora que dejó su taza de cafésostenida a la altura de la boca, con susojos clavados en David sin dar crédito alo que veía. Me molestó que me mirarancomo si fuera Quasimodo que se sacó lalotería y que no merecía salir consemejante adonis. —Te agradezco por la pintura, esmuy hermosa —dije manteniéndometranquila. No iba a darles el gusto aesas personas de hacerme sentir mal.

A David no le intimidaba que nosobservaran con detenimiento. —Me alegro que te haya gustado.La pinté anoche. Me asombré. —¡¿Pasaste la noche pintándola?!—Era obvio que sí. —Un poco —sonrió—. Fuiste demucha inspiración. Me sentí halagada y a la vezavergonzada. David anoche estuvoplasmando sobre el lienzo cada línea demis facciones. Al imaginarlo mi corazónsaltó alegre, pues eso indicaba que mirostro bien que se lo tenía grabado en sumemoria. —¡Qué dices, esa pintura te tomótus buenas horas!

David bajó la mirada hacia sus manos. —Está bien, me tomó toda la noche —admitió dándole vueltas a su anillo deoro. Por lo visto, él estaba en lasmismas condiciones en las que yo meencontraba: nervioso. Me encantaba la charla. —¿Qué te hizo interesar en lomacabro? ¡Y no me digas que por tustíos! David se encogió de hombros. —La vida misma —respondió. Lo observé en silencio, él mantenía lavista clavada sobre la mesa. —Eres muy evasivo. David levantó la vista hacia mí,limitándose a sonreí, y yo me inquieté.No sabía si lo había ofendido de alguna

manera. —Eres única, Allison —dijo. Parpadeé. —Debes decirlo muy a menudo a tusconquistas, ¿verdad? —No queríadarme falsas esperanzas. —No tienes idea lo especial que eres—puntualizó. Ya lo creo que sí . Pensé en mishabilidades psíquicas. Cuando estaba por preguntarle sobresu misteriosa vida, él se llevó la manoal entrecejo con expresión de dolor. —¿Dolor de cabeza? —me preocupé. —Un poco. —¿Quieres que nos marchemos? —No, descuida, es una pequeñajaqueca.

Resoplé. —Claro, como no vas a tener dolor decabeza, si te pasaste toda la nochepintando. Deberías descansar. Negó con la cabeza sin dejar demasajear el entrecejo. —Estoy acostumbrado a trasnocharme—se excusó. —Me imagino... —Una mujer pornoche. Reparé en un grupo de chicas queestaban inclinadas sobre la mesa,observándonos con mucha atención. —¿Por qué nunca interactúas con lagente? —pregunté sin anestesia. David levantó el rostro con aprensión. —¿A qué te refieres? —A que nunca te detienes en ningún

lado, salvo en el Delta. Sus ojos se clavaron sobre mí conintensidad. —No había nada que me interesarahasta ahora. Tragué saliva. —¿Está allí tu o-oficina? —¿Oficina? —sonrió socarrón—.Olvidas que soy pintor. —¿El estudio? —mi rostroenrojeció. —No. Lo tengo en mi casa. Lo miré con curiosidad. Para seralguien que evade el contacto con laspersonas, se relacionaba con frecuenciacon quién sea que estuviera trabajandoen dicho edificio. —Entonces ¿a quién visitas tanto?

—imaginaba a cierta rubia platinada. David entrecerró los ojos conpicardía, me había expuesto ante él conciertos celos que denotaban inseguridad. Me ruboricé evitando su mirada. Tuvela urgente necesidad de salir corriendodel cafetín avergonzada por ser tanpreguntona. —A mi representante —dijoconteniendo la risa—. Es mi enlacecon las galerías y los publicistas enNueva York. Claro... su “enlace”. —¿Por qué no te informa en tucasa? —A veces lo hace, pero hay días enque necesito salir al mundo. El trabajode un pintor suele ser un poco

claustrofóbico si pasas todo el díaencerrado en el estudio. Noté que David desviaba la miradahacia su anillo mientras me hablaba,quizás ocultando la verdadera razón desus frecuentes visitas. —Así que la vida misma te llevó apintar cosas macabras, ¿por qué? Su rostro se ensombreció. —He visto la maldad de la gente... Puse los ojos en blanco, ese David noquería hablar. Así que sin pensarlo, ledisparé otra pregunta: —¿Alguna vez te has enamorado? Sus ojos llamearon fuego. —Hace mucho. Me impresionó escuchar la tristezainfligida en sus palabras. Tal vez era

por eso que se comportaba con tantadesfachatez frente a las mujeres. Lehabían roto el corazón. —¿Te lastimó? —Sí. —¿Te fue infiel? —Me costabacreer que existiera una mujer en estemundo capaz de despreciar semejantegalán. Respondió sin mirarme: —Ella murió. Sentí pesar. David no había sidolastimado por un desamor, sino quehabía perdido a un ser amado por algunacircunstancia nefasta. —Lo siento —musité. Apenas sonrió. —Fue hace mucho.

—¿Cómo murió? —David nocontestó. Se veía que le costabarevivir todos esos recuerdos tandolorosos—. Discúlpame, no tienespor qué hablar de ello. David giró su rostro hacia las chicasque se babeaban sobre sushamburguesas y le observaban sinpestañear. La que bebía el refresco, porpoco y se atraganta al darse cuenta queél posó un instante los ojos sobre ella. —La asesinaron —dijo volviendo lavista hacia su anillo. Sentí pena por él y unas ganas enormesde abrazarlo. —Por Dios... ¿Cómo? David decidió no seguir hablandosobre esos malos momentos. Permaneció

en silencio. Suspiré para mis adentros. —Comprendo lo que se siente alperder a un ser querido, en especialcuando la tragedia está de por medio—expresé con el corazón en la mano—. Mi padre murió hace unos mesesen un accidente aéreo. En cambio conmi madre fue diferente: la perdícuando niña. Murió poco a poco por uncáncer de seno. David levantó la mirada. —Lo siento, Allison —susurróbuscando mi mano. La calidez quesentía al estar en contacto con supiel... era estremecedora. Sin embargo, me tomarondesprevenida nuevas imágenes de los

“ojos gatunos”. En esta ocasión,aquellos ojos insondables eran losmismos de David: tan severos ymortales que se rasgaban cambiando decolor. Tan intensos y fieros, con elsonido de la bestia gruñéndome al oído. Retiré con brusquedad la manoescondiéndola bajo la mesa. Mi actitud tan extraña, parecióconfundirlo. —¿Qué pasa? —Lo siento, debo irme. —Lasneuronas me palpitaban. —¿Por qué? Cada vez que tenía una visión con losextraños ojos felinos, el nerviosismo meembargaba. —¿Qué hice o dije para que te

molestaras? —se inquietó. Me esforcé en sonreír. —No hiciste nada. Lo que pasa esque... —me detuve a mitad de frase,sabiendo que si le contaba todo, mevería diferente—. Olvídalo, David. —Tomé el bolso y me levanté de lamesa. Él me siguió, preocupado. Las mesoneras parecíandecepcionadas por la repentina salidade David del lugar. Una de ellas suspiróen alto y otra se despidió con la mano.Alcancé a escuchar a una de las chicasde la mesa, comentar a sus compañerasde lo bueno que estaba él y de la malapareja que hacíamos los dos. Molesta, me apresuré en salir del

cafetín. —Déjame que te lleve a tu casa —dijo David pisándome los talones. —Traje mi auto. —El cacharro quetu auto eclipsa. Me interceptó el camino con las cejasfruncidas. —No creo que debas manejar en esascondiciones —refutó con preocupación.Debía estar pálida por la forma en cómome miraba. —Descuida, estoy bien —meapresuré a buscar las llaves en elbolso. Caminó a mi lado mientras llegábamoshasta nuestros autos. Tía ya se había idodel anticuario; las persianas cerradas ylas luces apagadas, así lo indicaban. No

estaba segura si la pintura permanecíaen el interior, pero no era bueno queingresara allí con un David insistiendoen saber lo que me pasaba. —¿Vas a decirme qué es lo que temolesta? —se desesperó. Suspiré. —No me creerás —respondíentrando al automóvil. David cerró la puerta y se inclinótocando el cristal de la ventanilla. Accioné el motor y la bajé porcompleto. David apoyó los brazos en la base dela ventanilla y dejó sus impresionantesojos azules a la altura de los míos. —¿Qué es lo que ocultas? —inquiriócon desasosiego.

Desvié la mirada, pues sabía que consolo mirarme, me sacaría la verdad. —Cuando esté lista, te contaré todo. —¿Contarme qué? —El centelleo desus dos zafiros me acobardaba. Para él, mi silencio era más quesuficiente. Lo más probable era quepensara que seguía afectada por elataque sufrido. —Entiendo —dijo apesadumbrado—. Puedes contar conmigo, sinimportar dónde y cuándo. Si menecesitas... —me entregó una tarjeta—, no dudes en llamarme. Le sonreí recibiendo la tarjeta yguardándola en el bolso. Davidmostraba una faceta que nadie conocía:la de un buen amigo. Me gustó en parte,

porque él demostraba preocupación pormi bienestar, pero no estaba interesadocomo para una relación sentimental. Arranqué el auto sin decir máspalabras. Lo miré por el espejo de mipuerta, y aún seguía estático. Su atléticafigura disminuía mientras me observabaalejar. Manejé directo hacia IslaEsmeralda. Estaba abrumada por lavisión tan absurda y sinsentido. ¿Quésignificado podrían tener aquellos ojoscarniceros? ¿Acaso representaban laverdadera naturaleza de David Colbert?¿Era un peligro para mí? La posibilidad de que fuera el tipo dehombre que solo desea satisfacerse sinimportarle nada ni nadie me afligía,puesto que al igual que un animal al

acecho, cazaba a sus víctimas porplacer. Alguien que disfrutabaengatusando a las mujeres para luegodesecharlas como objetos sin valor. Pero ¿era así en realidad? Daba la impresión que era diferente, oeso creía. Pero entonces... ¿por quésiempre estando cerca de él, y enespecial cuando me tocaba, aquellasvisiones volvían una y otra vez paraatormentarme? Suspiré y me concentré en manejar. A medida que me adentraba por micalle, divisé a lo lejos una patrullaestacionada frente a la casa. Estacionéel auto y bajé a toda prisapreguntándome qué habría ocurrido.

Sospechosa ENTRÉ tropezándome con ununiformado que bloqueaba la puertaprincipal. Tía estaba sentada en unsillón de la sala acompañada por unoficial anciano que permanecía de pie asu lado. Tenía el rostro desencajado y selimpiaba las lágrimas con un pañuelo.Corrí a su lado, temerosa de que algomalo le pudo haber sucedido, ella no erade las mujeres que suelen llorar portonterías; si se encontraba así era porquehabía sido víctima de algún hechodelictivo. —¿Tía, qué sucede? —preguntéazorada.

—Allison, siéntate. El comisarioRosenberg necesita hacerte unaspreguntas —me informó. No alcancé a sentarme cuando elcomisario me abordó: —¿Dónde estaba usted el pasadosábado entre las nueve y las doce de lanoche? —La pregunta me sorprendió. —Viendo una película en casa de unamigo —dije con la intriga reflejada enel rostro. —¿Cómo se llama su amigo? —Elpoblado bigote blanco ocultaba partede su labio superior. —Ryan Kehler. El comisario tomaba nota. —¿La vieron por la televisión? —¿Es importante? —preguntó tía

un poco malhumorada. —Sí, Matilde. —No —contesté—. Fue alquilada. —¿Qué película vieron? Fruncí las cejas y miré con extrañeza atía, al comisario y al uniformado en lapuerta. —Blade... No recuerdo el título, fueuna con Harrison Ford. —¿Blade Runner? —indagó elcomisario en seguida. —Sí —como que él también la vio. Me aferré a la mano de tía. —¿Qué está pasando? —meinquieté. El comisario me ignoró, preguntandode nuevo: —¿Luego qué hizo usted?

—Regresé a casa, pero tuve uninconveniente con el auto. —¿A qué hora fue eso? —Como a las once. El comisario me observó. —¿Qué tipo de inconveniente tuvosu auto? Miré a tía Matilde buscando unaaclaratoria, pero ella seguía sollozandosin prestar atención a mi desconcierto. —Se me pinchó uno de losneumáticos. —¿Dónde? —preguntó el anciano. —En la parte trasera... —¡No! —expresó impaciente—. ¿Enqué lugar te pinchaste? —¡Ah...! En la carretera 24. —¿A qué altura?

—Por el Boulevard Cedar Point.¿Por qué tantas preguntas? ¿A qué sedebe esto? Esta vez el comisario me respondió: —Usted es sospechosa de asesinato. —¡¿Qué?! —gritamos al mismotiempo: tía y yo. —¿Es su relicario? —Sacó el collarde una bolsa de evidencias. Me estremecí. —¡Mi relicario! ¿Dónde lo encontró? —En una camioneta robada. —¿Y eso la hace sospechosa? —replicó tía con aspereza. El comisario, manteniéndose de pie,se cruzó de brazos para responderle: —La camioneta fue conducida por unhombre que fue mordido y asesinado a

golpes. La encontraron en el BosqueCroatan, a unas millas de donde pinchóla señorita Owens. Me impactó tal información. ¿Quéfue lo que dijo? ¿“Mordido yasesinado a golpes”? ¡¿Mordido?! Bueno, yo lo había mordido, ¡pero noera para tanto! El comisario me miró sagaz. —¿Le afectó la noticia, señoritaOwens? —¿Qué esperaba? ¡No es paramenos! —tía se enfureció. Pero el comisario no se apiadó de mí. —¿Puede decirme cómo fue a parar sucollar a esa camioneta? —Me lo robaron la noche que sepinchó el neumático. —Pensé que el

collar tuvo que habérsele salido delbolsillo del pantalón de aquel sujetomientras intentaba abusar de mí. —¿Vio al sujeto? —Sí. —¿Puede describirlo? Quedé pensativa, me costabarememorar esa noche. —Era gordo. Como de treinta años.Más bajo que usted. De pelo al rape yrubio, nariz prominente y cejaspobladas. Sus ojos eran verdes... El comisario Rosenberg me mostróunas fotografías del cadáver. —Se llamaba Vincent Foster —dijo—. Tenía varios cargos por asaltosexual en tres estados del país. Mientras veía las fotos contenía la

respiración. Dedos arrancados,perforaciones en el cuello, hematomasgigantes, fracturas en las extremidades yla mordida que yo le había estampado enel brazo derecho. —Diga, señorita Owens, ¿qué fue loque sucedió esa noche? —preguntó elcomisario con brusquedad. Tía se removió en su asiento enojada,le habían tocado una fibra delicada. —¡¿Qué está insinuando, Henry?!¿Que mi sobrina tuvo algo que ver conla muerte de ese hombre? — replicóechando chispas por los ojos. No mepasó por alto el grado de confianzaque había entre los dos. —Tía, por favor, déjame hablar conel comisario. —No era conveniente

irnos por el camino de la discusión, esosería como predisponer miculpabilidad. Ella negó con la cabeza, y cuandoabrió la boca para protestar, elcomisario la interrumpió: —Es aquí o en la comisaría. Usteddecide dónde quiere que hablemos —me amenazó. Suspiré. Tuve que hablarle sobre cómo esehombre intentó violarme, cómo medefendí, y cómo David había llegado atiempo para rescatarme. Por supuesto,omitiendo detalles importantes, losmismos que yo no podía comprender. —Necesitamos hablar con su amigo—dijo él.

Me inquieté. David sería convocadopara atestiguar, y eso me preocupaba. —No tengo su número telefónico —mentí. La tarjeta que él me habíadado la tenía en el bolso. Sin embargo, los ojos estrictos deloficial me decían silenciosamente:“mentirosa, mentirosa”. —Pronto estaremos en contacto con suamigo, señorita Owens. —Sus ojosrodaron hacia mi tía—. Siento quehayamos tenido que hablar bajo estascircunstancias, Matilde —expresómientras se encaminaba hacia la puerta. Tía no le contestó. Le había dolido laacusación.

Distante LA noticia se esparció por todo elcondado de Carteret. Cada negocio pormuy pequeño o grande que fuera, o cadacasa por muy alejada que estuviera,comentaban la valentía de David, que sehabía enfrentado a un individuopeligroso salvándome de una violaciónsegura. Sentí la imperiosa necesidad dellamarlo a su móvil, pero estaba cansadade que no devolviera mis llamadas. Al día siguiente de mi interrogatoriocon la policía, tuve que aguantarinnumerables visitas de personas yreporteros que solo buscaban satisfacersu morbosa curiosidad. ¡Fue noticia

nacional! Estaba cansada deseandodesaparecer, o mejor dicho, hacermeinvisible y pasar desapercibida entre lagente. David se llevó la peor partecuando docenas de fanáticas seaglomeraron frente a su casa. Latelevisión mostraba esa locura. El amade llaves tenía que espantarlas con laescoba. La policía tuvo que hacer losuyo para resguardar la propiedad de laschicas enloquecidas, y los medios decomunicación dándose banquetes con lasnoticias acaecidas en los últimos días. Las imágenes de las fotos de miagresor rondaban por mi cabeza. Nopodía sacármelas de la mente por másque lo intentara. ¿Fue una alucinación oacaso una visión? ¿Habrá una razón para

que David mintiera? Si lo había matadofue defendiéndome. Eso podíaentenderlo y hasta la policía. Pero...¿Cómo explicar las mordeduras? ¿Cuálsería su justificación? ¿Fue algún animalque lo atacó? Y ¿por qué apareció enmedio del bosque? David evitaba todo tipo de contactocon las personas que se acercaban hastasu casa; incluso conmigo. La señoraHopkins atendía todas las llamadastelefónicas. ¿Por qué se negaba? ¿Tanterrible resultaba todo para él? Últimamente dormía en el sentidocontrario de la cama para que su pinturafuera lo último que viera antes dequedarme dormida. Observarla merelajaba y me envolvía en sus oscuros

colores, llevándome a un mundo dondenadie me pudiera hacer daño. El sonido del móvil me despabiló. Mesenté para tomarlo de la mesita denoche. El corazón dio un vuelco cuandoleí el nombre en la pantalla. —¡David! —me emocioné. Noobstante, me sorprendió que tuviera elnúmero; en ningún momento se lohabía dado. Aunque... claro... él pudohaber fisgoneado mi móvil cuando lotuvo. —¿Puedes bajar? Parpadeé. —¡¿Estás aquí?! —Quedé estáticamirando la hora en el despertador. Erapasada la medianoche. —Sí. Necesitamos hablar —

confirmó con soterrada molestia. —Espera un momento. Me cambié a toda prisa, evitandopreocuparme por su aparente enfado.Temblaba por el entusiasmo de sentirloa mi lado. Estaba nerviosa y asustada almismo tiempo, no podía creer que élestuviera esperando a que yo saliera averle; teníamos muchos asuntospendientes aprisionados en el corazón. Bajé por la escalera del balcón. Nodeseaba que tía se diera cuenta de mihuida a medianoche; ella teníasentimientos encontrados hacia David, apesar de que le agradecía habermesalvado la vida. Pero no deseaba queestuviera merodeándome; el hecho deque fuera sospechoso de asesinato no le

hacía ninguna gracia, lo que me parecíainjusto, él arriesgó su vida parasalvarme y ahora lo hacían a un lado. Caminé a toda prisa bordeando la casahasta el porche. David estaba parado allado del Lamborghini que tenía el techode lona puesto. Corrí con temor hasta eldeportivo, sintiendo mi corazón latircada vez con mayor fuerza. No lo saludécuando se me acercó para abrirme lapuerta. Tenía el rostro ceñudo y ojosesquivos, lo que me preocupó ya que elsemblante socarrón que solía gastar parahacerme ruborizar no estaba por ningúnlado. David subió al auto y esperé a que éliniciara la conversación, pero no lohizo, permaneció taciturno, haciendo que

el ambiente entre los dos se tornaraincómodo. Me llené de valor paraacabar con esa aprensión que me estabasofocando, si se había cansado de mí,que me lo dijera de una vez. —¿Qué es lo que “necesitamoshablar” con tanta urgencia, David? —pregunté con un nudo en el estómago. —Aquí no —respondió monocorde. Giró la llave poniendo el auto enmarcha. Dio vuelta por una de las callesaledañas hasta llegar a la principal.Avanzó en dirección hacia la rutaGuardia Costera. El trayecto fue recto,sin desvíos, llegamos al estacionamientode una tienda de víveres, un tantoretirada y poco iluminada. David estacionó en el punto más

alejado, procurando no tener vecinosinoportunos que nos pudieraninterrumpir. La noche estaba fría y élpermanecía en silencio golpeandosuavemente el anillo contra el volantecomo si estuviera buscando las palabrasadecuadas que me pudiera decir. Interrumpí el silencio que nosenvolvía. —¿Qué pasa? ¿Por qué has estadotan distante? Él no respondió, manteniéndoseestático sobre el asiento. —¿Te arrepientes de habermesalvado? —me angustié. David giró la cabeza. Sus ojos azulesse posaron sobre los míos de formapenetrante.

—No me arrepiento de lo que hayahecho esa noche —dijo—. Derepetirse... volvería a hacerlo. —Entonces ¿por qué...? —Necesitaba estar solo —meinterrumpió con rudeza. —¿Por qué? David se inclinó rodeando el volantecon sus brazos y mirando hacia elparabrisas. Su rostro manifestaba que seencontraba en el peor estado anímico.Oteé tratando de buscar una botella en elauto que me indicara que había bebido. —Te he extrañado, pero no podíapermitir... —guardó silencio. Si mantenía una máscara de dureza nole duró mucho tiempo, su voz delató eltemor que le embargaba.

—“No podías permitir...” ¿qué todoese circo te afectara? David negó con la cabeza sin mirarme. Procuré no exteriorizar missentimientos. —No te entiendo, David. ¿Qué mequieres decir? Él suspiró y entornó los ojos hacia mí,para expresar: —La gente suele tener secretos queguardan con mucho celo, temerosos deafectar a las personas que aman. Fruncí el ceño. Sus palabras no eranprecisamente lo que estaba ansiandoescuchar, ni las comprendía. —¿Estás molesto conmigo? Se incorporó contra el asiento. —¡No! Jamás me enojaría contigo.

—Entonces, ¡¿por qué estás así?! Miré con desazón la consola centralque nos separaban. No era muy alta nirepresentaba una muralla imposible dederribar. Era batalladora y unos cuantosdispositivos que tenía anexados no ibana ser la excusa que nos mantuvieraseparados. Debía hacer algo para llamarsu atención. Si me había buscado parahablar de algo importante, entoncesdebía aprovechar la situación yenfrentarme con valentía a missentimientos. Así que me acerqué un poco a él y letomé el rostro girándolo con lentitudhacia mí. David dejó que mis manos seadueñaran de su voluntad. Sus ojos seabrieron por la sorpresa de que fuera yo

la que propiciara el acercamiento entrelos dos. Tuve miedo que me rechazara,pero no lo hizo, más bien humedeció suslabios sin dejar de mirar los míos. Micorazón luchó por salirse del pecho,estaba desaforado y palpitaba tan fuerte,que bien David podía sentirlo contra sucuerpo. Su respiración se agitó y lanzósu aliento directo a mi boca. Entreabrímis labios para sumergirme en suesencia y a él se le escapó un leve jadeoque me hizo sentir poderosa. —Dime... —susurré rozándole susatrayentes labios. Me miró en silencio, posando su manoen mi cintura. Lo pensó un segundo yabrió sus labios para hablar, pero alinstante quedaron paralizados sin dejar

escapar palabra alguna. —Lo siento —enmudeció y seseparó. El encanto se desvaneció, sintiendo unfrío recorrer mis manos. Ya no acunabasu rostro, se había alejado marcandodistancia. —Quiero que sepas —continuó—, queme agradó tenerte como amiga. Mi corazón dejó de latir.¡¿“Agradó”?! —¿Ya no lo somos? —No pudeocultar la tristeza. David no respondió. Lo que fuesuficiente para mí. —Pensé que te... —callé sin poderterminarlo de decir. Era factible quesus gustos por las féminas exuberantes

no cambiarían de la noche a lamañana. No obstante, pese a que noera de su tipo, estaba dispuesta ademostrarle que no era necesarioromper con la floreciente amistad. —También me agradó tenerte co-como amigo —manifesté con dolor.Esas palabras no eran las que queríaexpresar—. No deseo que por culpa delos medios, tú y yo, perdamos... —No. En mi garganta se formó un nudo.David estaba zanjando todo tipo derelación. —¿Tanto te pesa nuestra amistad? —Los tabloides... —Semejanterespuesta me dio. Y eso hizo que me hirviera la sangre.

—¡Pues discúlpame por haberte traídoproblemas con los tabloides! —exclamémolesta mientras intentaba abrir lapuerta del copiloto. Debí suponer queera todo un cretino. Solo piensa en él.En su trabajo artístico y en el qué dirán. —¡Espera! —David se lanzó sobre mípara impedir que abriera la puerta. Meatajó la mano retirándola de la manijapara que no pudiera escapar. Quedéestática al sentir su rostro rozar el mío,nuestras miradas se trabaron un instante,rodeados de un absoluto silencio. Por un momento pensé que me iba abesar, pero me desilusioné cuando sealejó tan rápido que me hizo creer quemi cercanía no la toleraba. —No puedo. Yo... no puedo... —Se

trabó en su explicación. Aquellasinacabadas palabras llegaron comopuñales filosos que se clavaron en micorazón. —¿Qué o quién te lo impide? —inquirí con voz rota. —Nadie —respondió. Su mirada sedesvió de nuevo a un lado y se sumióen un mutismo que parecía queestuviera ocultándome la verdad. ¿Acaso estaba mintiéndome? Llenándome de valor, tomé su rostro ylo giré hacia mí para que me encarara.Él no hizo amago por moverse, noquería hacerlo, o quizás, por puracaballerosidad, lo permitía. Pero si dealgo estaba segura era que había un finalpara los dos, uno doloroso y tal vez

cruel, porque a pesar de no haberiniciado una relación, sentía queterminaba todo muy rápido. David no habló. Juntamos nuestrasfrentes en silencio, sopesando lareacción de uno y del otro. Estuve uninstante contemplando sus enigmáticosojos azules, tan llenos de misterio y dedolor. Al menos ellos expresaban lo quesus labios callaban. Sin mediar palabra me acerqué parabesarlo, pero él se apartó haciéndomeretroceder con delicadeza. Me rompí en mil pedazos. —Lo siento, Allison. No puedo. Entendía que necesitaba separarse demí por motivos que le afectaban, peroque yo no los aceptaba.

—¿Por qué no? —Me sentídesbastada. Nunca pensé que unrechazo fuera tan doloroso. Tardó unos segundos en responder: —Te pondría en riesgo. Me dejó perpleja. ¿Qué quiso decircon eso? Sin embargo, no se lo iba a dejar tanfácil. —¿Cómo podrías, David? Suspiró. —No quiero herir tus sentimientos. Solté una risa sarcástica y meacomodé en el asiento cruzándome debrazos. —Ya lo has hecho —repliqué. —Lo siento. Bajé la mirada, luchando por no soltar

una lágrima. David me lastimaba sinproponérselo o yo era demasiadodelicada. —Parece que en el fondo noquisieras que tú y yo... —Ni siquieratenía el valor de hablar. David me tomó del mentón y lo subióuna pulgada para buscar mi mirada. Suspenetrantes orbes se trabaron con lasmías. —¿Fuésemos amigos? —concluyópor mí. —Ajá. Su mano se alejó de mi mentón y seposó de retorno sobre el volante. Habíadejado de mirarme para dejar clavadossus sombríos ojos sobre el parabrisas.Extrañaba su actitud pícara, desafiando

al mundo con su desenvoltura. Ahoraestaba hermético, no daba rienda sueltaa lo que tenía oprimido en su corazón, letemía a algo de lo cual yo no podíacomprender. Lo veía todo desde unaperspectiva tenebrosa, me enojaba quese dejara llevar por ello; cualquieradiría que era un hombre de armas tomar,que no temía a nada ni a nadie. Pero, alparecer, estaba equivocada. —Mi vida es complicada —explicócon cierta frialdad. Su comentario me hizo pensar más dela cuenta. ¿Acaso me detuve a pensarque le importaba? —¿Te he traído inconvenientes? —pregunté con pesar. David esbozó una sonrisa

languidecida. —Más o menos... —respondió sinmirarme. —Lo sabía —dije mirando hacia miventanilla—. Soy la causante de tusproblemas. —Allison, no. Es solo que... que... —¿QUÉ? —pregunté exasperada.Estaba cansada de escuchar excusassinsentido. —Olvídalo. —Frunció las cejas yarrancó el auto. Permanecí inmóvil mirando por miventanilla y evitando que me vierallorar. Luchaba con todas mis fuerzaspara que las lágrimas no salieran a flotey se extendieran a lo largo de mismejillas. David era indiferente a mi

dolor. ¡Qué ser tan superficial! No erade los que luchaban, le gustaba que todose le sirviera en bandeja de plata; eseera su mundo, un desfile eterno dehipocresía e indiferencia. Me dio rabiaser la única afectada, vaya que serétonta, siempre era la que quedaba endesventaja y con el corazón roto. Ambos permanecimos en silenciodurante el trayecto de regreso hacia micasa. Ninguno hacía el esfuerzo porremediar la situación, quedamosenojados y sumergidos en nuestrospropios pensamientos; el asesinato deVincent Foster rompió con nuestra frágilrelación. Me bajé del auto sin cerrar la puerta.No me despedí de él, ¿qué le iba a

decir?: “¡Hasta luego, David, graciaspor tus malditas palabras!”. Noestábamos para despedidas, ya todoestaba dicho, y lo que no se dijoquedaría para el olvido. Corrí hasta la escalera del balcón.Subí desahogando el llanto que nosoportaba retener. Al menos era “grato”poder llorar sin que nadie me viera. Entré en la habitación cerrando deinmediato la puerta. Todo se sumió encompleta oscuridad. Daba igual si teníalos ojos abiertos o cerrados. Sentía mialma hecha pedazos, lanzada a un pozosin fondo. Caminé hasta el interior sin preveniren el sillón que estaba atravesado, loque provocó que me fuera de bruces

contra su respaldo. Lo palmeé consuavidad buscando el lado correcto parasentarme y acurrucarme en posición fetaldejando que mi cabeza descansara sobrelos mullidos reposabrazos. No entendíapor qué David había asumido una actitudtan cobarde, ni sabía por qué actuaba deesa manera. Tal vez, una persona de suposición no perdería el tiempo conalguien de poca importancia como yo, ymenos cuando se ha visto envuelto enmedio de un escándalo por asesinato. Estaba tan concentrada en mi dolor,que no me di cuenta en la “presencia”que tocaba mi hombro. Me sobresalté. Al principio pensé que era tía que sehabía despertado por mi llanto. Luego

pensé en el fantasma de Rosángela quese había apiadado de mi sufrimiento;aunque no tenía idea si a los fantasmasse les podía sentir por medio del tacto. Pero entonces la voz de aquella“presencia”, aclaró mis dudas. —Allison, perdóname —dijo a milado. Mi corazón explotó y me incorporérápido sobre el asiento. Busqué surostro tanteando en la oscuridad, pero élme atrapó las manos en el aire yenseguida me ahorró el predicamento. —¡¿David qué haces aquí?! —susurré—. ¡Si tía te descubre, tedispara! Él se rió por lo bajo. —No quiero que estés enojada

conmigo —expresó. Su aliento lo sentícerca. Asentí sin que me pudiera ver. —Te hice llorar... —No lo dijo comouna pregunta. —No estoy llorando —no quería quese diera cuenta que había derramadolágrimas por él. A pesar de no poder verle, sus dedosse posaron sobre mis mejillas,limpiándome las lágrimas. —Mentirosa —dijo abrazándome. No luché por soltarme de aquellosbrazos fuertes; al contrario, le rodeé elcuello estrechándome más a él. —David, no quiero perder tu amistad—le supliqué. Ya que no tenía su amor,por lo menos me conformaba con ser

parte del grupo de amistades. Él afianzó su abrazo en mí. —Tampoco lo deseo —expresó. Aun así, deseaba alejarse. —Seamos amigos —propuseesperanzada—. Te prometo que no tecausaré líos. Su sonrisa fue sutil. —Podríamos intentarlo —sopesóhaciéndose a la idea. ¡Sí, sí! —Seremos buenos amigos, ya verás...—manifesté aceptando lo que mequisiera ofrecer. —¿Los mejores? —¡Los mejores! —pacté. —Está bien —acordó. Pero en su vozhabía esa inconformidad que aparecía

cuando algo no era de su agrado. Seguimos abrazados. Mi olfato seinundaba con su maravilloso perfume.Me tranquilizaba haber podido salvar laescasa relación que teníamos los dos; almenos estuvo de acuerdo en quefuéramos más que simples amigos; eramil veces mejor a tener queconformarme a verlo en las revistas ysuspirar por lo que pudo ser. —Tendrás que tolerar mi ritmo devida —dijo interrumpiendo nuestrosilencio. —No me importa. —No me conoces. —Te conozco lo suficiente. —No a fondo. A pesar de la oscuridad, levanté el

rostro para hacerle ver que lo aceptabatal cual era. En mi intento de palparle la mejillapara brindarle mi cariño, le toque sinquerer los labios. David se estremeció. —Disculpa —susurré con el ruborardiéndome hasta las orejas. Moví losdedos fuera de la zona carnosa,dirigiéndolos con tristeza hacia el lugardonde originalmente debieron ir. David no habló ni se movió. —Nunca nadie me había inspiradotanta confianza y seguridad como tú lohas hecho, David —declaré sin tapujos—. También tu entrada a mi vidasignifica mucho para mí —retomé enparte las palabras que él había

expresado a mi tía en el anticuario. Entonces, sin esperármelo, Davidmovió su rostro buscando que mis dedoslo acariciaran. —David... —mi corazón se agitó. —¿Por qué es tan difícil? —preguntóentristecido. No supe qué responder; nocomprendía a qué se refería. —¿Nuestra amistad? Su voz se aterciopeló. —Olvido por qué lo hago cuandoestoy cerca de ti... ¿Sería posible que le gustara a él? No sé qué me hacía David queprovocaba que yo perdiera lacompostura. Respiré profundo y meaferré con el alma en vilo a esas

palabras sugerentes que se le habíanescapado. Me llené de valor y busqué sus labios. Pero de nuevo él me rechazaba,soltándome tan rápido como me habíaabrazado con anterioridad. —Lo siento —su voz se escuchólejos de mí. Me levanté buscándolo en laoscuridad. David ya no estabaarrodillado a mi lado, sino cerca de lapuerta del balcón. Un hilo de luzeléctrica logró colarse a través de lascortinas para iluminar su rostro. Tratéde caminar con las palmas haciaadelante, tanteando los obstáculos queme impidieran llegar a él. David agarró una de mis manos y tiró

de mí hacia él. La acción hizo que metropezara contra su cuerpo, aunque nocon violencia. Me tomó por la cinturaestrechándome con fuerza. Volví a buscar sus labios, explorandocon mis manos la piel de su rostro.David no se movió, sino que inclinó sucabeza de modo que nuestros labiosquedaran lo más cerca posible. Me diola impresión que deseabacorresponderme, pero la ilusión durópoco, ya que decidió marcharse sin darexplicaciones. La angustia se había apoderado de mí,me sentía impotente sin saber qué hacer.Lloré hasta muy tarde, me habíaenamorado de él. No era correspondidade la misma forma. No entendía por qué

había cambiado de actitud. Estabasegura que no era por las constantespersecuciones de las chicas quedeseaban ser “salvadas” por él, ni porlas sospechas de la policía; y menos porlas inclemencias de los tabloides.¿Entonces por qué? ¿Por ser fea? A pesar de todo contaba con suamistad, aunque fuese una tortura nopoder expresarle mis verdaderossentimientos. Él había fallado en lapromesa de no lastimarme nunca, puestoque fue lo primero que hizo: me habíaroto el corazón.

Héroe POR fortuna las pocas horas quequedaron de la noche las pude dormirsin pesadillas que me sobresaltaran ovisiones que me abrumaran. El fantasmade Rosángela no le dio por asustarme.Al menos era considerada en noaparecerse y atormentarme con susadvertencias. Tenía días sin saber deella, y no es que la estuviera extrañando,pero si no volvía a manifestarse mejorpara mí. Me arreglé poco, no tenía ganas deverme bonita; busqué los lentes paraleer y me los puse para que no se notarael enrojecimiento de mis ojos. Bajé conun libro en la mano con el pretexto de

que estaba leyendo. Tía preparaba eldesayuno. Tarareaba una de suscanciones favoritas; a pesar de losproblemas no dejaba que loscomentarios malintencionados leafectaran. Su temperamento era fuerte yresistente, y la admiraba por ello. —Es muy temprano para quecomiences con la lectura, ¿no crees?—dijo mirándome de refilón. —El libro es interesante —mentí. Ella entrecerró los ojos observándomemejor. —¿Leíste hasta tarde? Porqueanoche escuché ruido en tu habitación. Me estremecí, después de todo, lafurtiva entrada de David no habíapasado desapercibida.

—Leía. —Si decía algo más mepillaba la mentira. —Pues no deberías, te vas a quedarciega. Sonreí agradecida de que no sehubiera dado cuenta. Dejé el libro en lamesa y tomé asiento mientras ella meservía el desayuno. —Deberías salir hoy —dijo cuándoel último trozo de tocineta caía sobremi plato. Hice un mohín. Tía se preocupó ante mi desánimo. —¿Qué piensas hacer? —Me quedaré leyendo —le di unaspalmaditas al libro. Ella suspiró. —Tarde o temprano deberás salir y

enfrentar al mundo. ¿Por qué nocomenzar ahora? —No, tía. Lo digo en serio, no mesiento preparada. Ella suspiró. —Está bien, no voy a presionarte. Permanecimos en silencio devorandoel desayuno. —¿Aún estás interesada en estudiaren Italia? —preguntó de repente. Fruncí las cejas esperando algunanoticia desagradable. Tal vez, lasinvestigaciones por el asesinato deVincent Foster iban a tardar más tiempode lo previsto, impidiéndome salir delpaís. —Sí. ¿Por qué lo preguntas? —Porque Donovan podría enseñarte

italiano. ¿Qué te parece?, ¿estásinteresada? La propuesta fue de gran alivio, sentíque el alma me volvía al cuerpo.Aunque no estaba segura si era buenaidea. —No sé si esté interesado. —¡Por supuesto que sí! No te distecuenta lo interesado que estabacuando se lo planteé. Recordé la intensidad de sus ojos. —Sí me di cuenta. —Ya creo que sí. —¿Entonces...? —preguntóllevándose un trozo de pan a la boca. —De acuerdo. Tía engulló la comida esbozando unaamplia sonrisa.

***** El día estuvo fresco con levesvestigios de nubes oscuras en el cielo.Pasé la mañana y parte de la tardesumida en la lectura. Tía se emocionóporque yo había aceptado que Donovanfuera mi tutor. Pero lo que me impactófue que ella ya había acordado con éldarme clases de italiano tres veces a lasemana después de las siete de la nochey gratis. ¡La iba a matar poraprovecharse de la buena voluntad deese chico! Donovan cada vez mesorprendía. Mañana era el primer día. Me cansé de leer y se me antojó dar unpaseo por la playa.

—¿Para dónde vas? —inquirió elladesde el patio de la casa al fijarse quebajaba descalza por la escalera delbalcón. —Daré un paseo por la playa. —Trata de no demorarte,anunciaron lluvias para el atardecer. —De acuerdo. Caminé tranquila sintiendo la arenabajo mis pies. Respiré el aire salino conprofundidad, llenando mis pulmones. Apesar de que las nubes empezaban aocultar el sol permanecí sentada en laarena, contemplándolo a la distancia.Pero en esa ocasión “el ocaso” no mecautivaba como solía hacerlo cadaatardecer cuando lo admiraba desde mibalcón, quizás, porque había perdido

parte de ese encanto por culpa de losnubarrones, o porque no estaba dehumor. Al cabo de unos minutos el cielo sehabía nublado por completo indicandouna tormenta que se abría paso congotitas que golpeaban mi rostro. Caíansobre mí cada vez con más intensidad.Pensé correr hacia la casa, pero optépor caminar por la playa bajo la intensalluvia. Grité a todo pulmón mi frustración. Nohabía nadie cerca que me viera o meescuchara y eso era bastantesatisfactorio, pues era algo que mi almanecesitaba. Descargué la furia contenidacontra las olas enfurecidas que chocabancontra mi cuerpo una y otra vez. ¡Estaba

harta de mis visiones! ¡Del fantasma deRosángela! ¡Y de la indiferencia deDavid! Traté de librarme de una de las olasque me revolcó con violencia, cayendosobre la arena, cansada y sin dejar dellorar. No supe cuánto tiempo pasé sentadacon la cabeza reclinada sobre lasrodillas, empapada por la lluviatorrencial y con lodo a mi alrededor.Reaccioné cuando el viento helado sehizo insoportable y mis dientesempezaron a castañear. Me apresuré airme a la casa, ya era hora de queabandonara la playa. El clima habíaempeorado y era peligroso quepermaneciera en el lugar por más

tiempo. Traté de caminar, pero mecostaba, el viento soplaba con fuerzaimpidiéndome avanzar. La tormentahabía embravecido al océano. Los dedosde las manos los sentía entumecidos porel frío y no podía ver más allá de unmetro de distancia. Entonces, una fuerte ráfaga de vientoque provenía desde el océano me golpeóestrellándome la frente contra una de laspocas rocas que había a lo largo de laplaya. ¿Tenía mala suerte? ¡Por supuesto! *****

Al despertar, las sienes me taladrabancon fuerza. Tardé unos segundos enpoder enfocar la visión periférica ydarme cuenta dónde me encontraba. Tía estaba sentada en una silla cercade la cama, estaba demacrada como sino hubiera dormido en toda la noche. Noté al instante que mi brazoizquierdo tenía una intravenosa pegada,al igual que una mangueritasuministrando oxígeno a través de misfosas nasales. La cabeza me dolíahorrores, pero por fortuna no me lahabía quebrado. Sin embargo, por miinconsciencia requerí hospitalización. Tía sonrió resplandeciente al darsecuenta que había reaccionado. —¡Oh, Allison...! —exclamó

temblorosa—. ¡De no haber sido porDavid no sé qué habría sido de ti! Me sorprendió lo que habíacomentado. —¿Qué acabas de decir, tía? —Que faltó poco para que teperdiera, niña. Negué con la cabeza. —No. ¿Quién fue que me...? Ella sonrió. —David, querida. Un gruñido de molestia se escuchódetrás ella. Era Donovan. —¿David? —Estaba atónita—. ¡¿Élme rescató?! —Sí, amor. ¡Pobrecito! Pasó toda lanoche en vela en el hospitalaguardando a que despertaras.

Me estremecí hasta lo más profundode mi ser. —¡¿Está aquí?! —El corazón mepalpitó frenético. Tía giró la cabeza, señalándolo con elmentón y una sonrisa en los labios. La reacción fue instantáneabuscándolo con la mirada, Davidpermanecía en silencio, de brazoscruzados y apoyado en el marco de lapuerta de la habitación. —Me alegro que te encuentres bien,Allison. Fue un milagro que hayassalido intacta de la tormenta —dijoDonovan, sonriente. —Casi. Mírale eso... —indicó tíaseñalando hacia mi frente. Me palpé con cuidado.

—¡Auch! —Sentía un punzantedolor. Una enorme protuberanciasobresalía como si me hubierangolpeado con un bate de béisbol. Tía contó que fue un milagro queDavid estuviera cerca. Vio lo que habíasucedido y me rescató llevándome alhospital. Pero a Donovan no le hacía muchagracia que él fuera mi salvador, estabamolesto ante la situación. —¿Cuánto tiempo estuveinconsciente? —me sentíadesorientada. —Dos días —respondió Donovan. Abrí los ojos, perpleja. —¡Tanto! —Sí. —Tía frunció las cejas,

pensativa ante lo sucedido—. Fue delo más extraño... Tus ondas cerebralesindicaban que estabas consciente, perotu cuerpo decía lo contrario, como siestuvieras en un coma profundo. Notenías respuesta al dolor, tus pupilasno reaccionaban a la luz. ¡Nada! Eracomo que te hacías la dormida yaguantaras el dolor. “Estabas y noestabas”. Donovan se acercó y se sentó en lacama, sonriéndome. —Tuviste a los médicos rascándosela cabeza, ¿eh? ¿Qué diablos tesucedió? —inquirió. Tía le palmeó la rodilla para que selevantara. Lo único que hice fue fijarme que

David permanecía con la miradaclavada en el piso, enojado por miactitud. —Ah... bu-bueno, yo... perdí lanoción del tiempo y... u-un... fuerteviento me tiró contra una roca. David levantó sus ojos inexpresivoshacia mí, analizando cada una de mispalabras. —¡Por Dios! —exclamó tía Matilde,quien no dejaba de dar gracias al cielopor permitir que yo saliera casi ilesa—. ¡No vuelvas a asustarme de esamanera! —Está bien —musité. Me percaté en Donovan que mirabacon hostilidad a David. No le gustaba supresencia en la habitación.

—¿Ustedes dos se conocen? —pregunté. Tal mirada rayada era paraplantearse muchas conjeturas. —Por desgracia —contestóDonovan mordaz. David hizo caso omiso al comentarioesbozando una maliciosa sonrisa. Tía le refutó a Donovan: —Pero si no hubiese sido por él, misobrina no estaría viva. Pronto ella advirtió en el intercambiode miradas entre David y yo. —Voy por un café —dijo—. ¿Meacompañas, Donovan? —Tal vezpensó que nosotros teníamos quehablar, por lo que decidió darnos unpoco de privacidad. En cambio Donovan parecía

contrariado, no deseaba salir de lahabitación y dejarme en compañía dealguien a quien detestaba. Pero tuvo quehacerlo al fijarse que tía le abría losojos como platos. Al pasar por el lado de David, tía leexpresó: —Nunca olvidaré lo que hiciste porella. Te estaré siempre agradecida. —Lo abrazó con cariño. El resoplido molesto de Donovan nose hizo esperar. Al quedarme a solar con David, micorazón comenzó a palpitardesenfrenado. Siempre lo hacía cada vezque él estaba cerca, y enloqueció más,cuando se sentó en la cama, justo a milado.

—Te debo la vida dos veces —leexpresé temblorosa. David medio sonrió. —¿Qué fue lo que pasó, Allison? —había recriminación en su voz. Vacilé ante la pregunta. —Fue el viento que me golpeó. —El viento... —la respuesta nopareció convencerle—. ¿Por quétardaste tanto tiempo en reaccionar?El huracán no empeoró hasta pasadoun buen rato. Te hubiera dado tiempode llegar casa a salvo. ¡¿Huracán?! Traté de no exteriorizar la sorpresa. —¡¿En qué demonios estabaspensando?! —se enfadó. Suspiré apesadumbrada.

—En ti... Mi respuesta lo sorprendió. —Allison, yo... —Está bien, David —lo interrumpí—. No te lamentes, fue culpa mía.Debí haberme marchado cuando elhuracán se acercaba. Resopló. —¡Qué susto me diste! Me mordí el labio encogiéndome en lacama. —Lo siento —me disculpé. Desvié lamirada hacia mis manos. Sentía elcalor de la vergüenza reverberandoen las mejillas—. ¿Aún somos amigos?—pregunté en tono conciliador, sinatreverme a encarar esos bellos ojosazules.

David tomó mi mano derechaestrechándola con suavidad. El tibiocontacto de su piel hizo que reaccionarapor puro reflejo. Los latidos de micorazón adquirieron nuevas velocidadesde las que dudaba otro ser humanopudiera igualar. —Lo seremos siempre —sonrió contristeza—. Lamento habertelastimado. —Lo sé... —musité. No me gustaba el cambio de actitud.Al principio parecía conquistarme,pero después del incidente con lapolicía no quería ni mi amistad. ¿Porqué?, ¿se había decepcionado, o no meencontraba atractiva? ¡Claro, como noera una supermodelo! ¡Porque “la

jirafa” que había visto bajándose desu auto era una modelo de pasarela!Ryan la había recordado y me loconfirmó por un mensaje de texto. David se marchó cuando unaenfermera entró para cambiarme labolsa de suero que se había terminado.No me aseguró que nos volveríamos aver ni que esperara una llamadatelefónica de su parte. No obstante, mehabía demostrado que podía mantenerfirme su promesa de no hacerme daño.Ya sabía a qué se refería cuando dijoque me mantendría a salvo, no era solopara salvaguardar mi corazón, sinotambién de protegerme de cualquierpeligro que me acechara. Todo un héroe.

Mi héroe.

En el muelle HACIENDO un recuento de lo quehabía pasado, el huracán arrancó variosárboles por todo Carteret. Tomó a todospor sorpresa. No hubo muertos, pero símuchos heridos y daños materiales. Losvidrios de las ventanas de cientos decasas, incluso la mía y el anticuario, sequebraron por la impetuosidad delviento. Nos quedamos dos días sinelectricidad desde Isla Esmeralda hastaAtlantic Beach al caerse varios tendidoseléctricos. Los meteorólogos no supieron explicara qué se debió que se convirtiera en unhuracán de categoría dos, apenas pisó lacosta oeste de Carolina del Norte. Lo

estudiaron y no era, según ellos, depreocuparse. Solo un “chubasco” que lemojaría la ropa a más de uno por notener paraguas. Sin embargo, fue peor yya estaban los pueblerinos pidiendo lacabeza de los responsables por haberlapronosticado mal. Cuando todo volvió a la“normalidad”, mis pensamientos eranocupados en David Colbert. Rayaba enlo patética, pero en mi corazón solohabía espacio para él. No obstante, él nome visitaba ni me llamaba, su ausenciacada vez era más asfixiante, como si mefaltara el aire para respirar. Meentristecía que no fuera del todo sinceroponiéndose máscaras para ocultar suverdadero rostro; aquel que tanto

ansiaba besar y acariciar. No permitíaque viera su verdadera esencia: ¡quésentía, qué temía, qué amaba! Nada.Solo una máscara de absoluta frialdad.Pero yo podía ver un resquicio de suauténtico rostro, y había conflictointerno... Aún tenía grabado en mi mente elmomento en que casi pude rozar suslabios contra los míos, la noche en quedecidió que era mejor ser amigos. Amigos... ¿Para qué quería yo su amistad si no lopodía amar? Eso era muy poco para mí.Era como lanzarle a un hambriento unmísero trozo de pan. Quedaríainsatisfecho y con el deseo incontrolablede querer comer más. Pues así me sentía

yo con respecto a su amistad: unahambrienta posesa de amor, de deseo,de pasión que ardía en llamas cada vezque lo veía. Mi malestar aumentó cuando, unasemana atrás, lo vi en su Lamborghiniacompañado de la odiosa rubiaplatinada. Se bajaron, dirigiéndosehacia el Delta. Él la abrazaba con muchafamiliaridad. Ryan me contó que se llamaba IlvaMancini, dueña de una de las mejoresgalerías en Nueva York y de variosedificios del condado, incluyendo elDelta. Era de las más adineradas enCarolina del Norte, después de David.Según me contaba, ambos mantenían unaestrecha relación desde hacía un tiempo.

Ella fue la que le abrió las puertas delcontinente americano y le impulsó sucarrera a nivel mundial. No lo dejabasolo ni a sol ni asombra, a pesar delhecho de que él se divertía con muchasmujeres. Pero al parecer eso a Ilva letenía sin cuidado. Era inevitable sentir celos suspirandopor alguien que ni me prestaba la másmínima atención. Debería de dejarle dequerer; David se preocupaba por lo suyoy yo era una chica tonta que le traíaproblemas. Ahogué mis penas en el capuchino yme concentré en observar a Ryantrabajar. Los últimos días lo visitabacon frecuencia. Él era bueno dándomeánimos y despejándome de las tristezas.

—¿Y sigue sin aparecer el cadáver?—preguntó un chico con voz nasal a lamesonera que se había acercado a sumesa. El capuchino quedó congelado en mislabios, escuchando con detenimiento. La mesonera respondió: —No lo sé, pero todo es muysospechoso. —Para mí que desean ocultar algo —conjeturó otro chico con anteojos. —¿Ocultar qué, Cody? —preguntó lamesonera, curiosa. El aludido se encogió de hombros. —No sé, pero es raro. Robarlo de lamorgue... ¿Quién roba un cadáver? Fruncí el ceño. Tenía un malpresentimiento.

—Qué muerte tan espantosa: atacadopor un puma —dijo el chico de la voznasal. Comprendí al instante de “a quécadáver” se referían. Vincent Foster. Solo un ataque animal podía justificarel salvajismo sufrido. Lo habíandestrozado. Pero entonces, tuve una visión enplena cafetería que me dejó abrumada. Todo lo captaba en blanco y negro,como si lo estuviera “viviendo” en esepreciso instante. La bestia salía de entrelos matorrales arrojándose con furiacontra su presa. Lo único que podía vereran sus enormes garras que no seasemejaban para nada a las de un felino.

¡¿Qué era eso?! Eran demasiadoalargadas y fuertes. De piel seca yblanquecina, con venitas por debajo desu fina membrana. El hombre gritabadesesperado por su vida. Y me di cuentaque esa víctima era Vincent Foster. ¡PorDios! El terror de morir destrozado porel animal lo llevó a luchar paraprotegerse. La sangre brotaba de susmanos que fueron mordisqueadas. Learrancó algunos dedos y la piel de surostro fue desgarrada de un zarpazo. Me sentí enfermar, la visión meprovocó náuseas y un fuerte dolor decabeza. Parpadeé mirando hacia loslados. Nadie se dio cuenta de lo que mehabía acabado de suceder. ¿Qué fue loque realmente pasó en ese lugar? ¿Qué

clase de animal era?, porque era unanimal, ¿no? Me alejé rápido de la cafetería y,cuando saldé una manzana, las náuseashicieron lo suyo. Me incliné sobre laacera para vomitar. Las imágenes fuerondemasiado fuertes. Me habían mostradoque Vincent Foster no murió bajo lasfauces de un animal salvaje, sino através de un ser que hasta Dios mismorenegó de él. Pero el convencimiento de que Davidpudo mover sus influencias paraprovocarle la muerte a ese sujeto merondaba la cabeza. No me cuadraba la“bestia”, quizás él llamó a alguien:asesinos a sueldo disfrazados, podía ser.Su dinero sería suficiente para

desaparecer a cualquiera. Pero del todo no me convencía.¿David un conspirador para matar? No obstante, intuía que en algo estabaimplicado. Porque, ¿cómo se explicabatodo lo que sucedió aquella noche?Comenzaba a poner a dudar de que fuerauna alucinación. Caminé hacia el Delta con la firmeconvicción de tener que aclarar todasmis inquietudes. No sabía a qué meenfrentaría, no quería armar unescándalo en ese edificio, ni muchomenos delante de la rubia idiota. Tuve una idea que resultaba mejor a loque estuve a punto de hacer. Me llené devalor, saqué del bolso una pequeñalibreta y le escribí una nota dejándola

sujeta en el parabrisas del Lamborghini. “Necesito hablar contigo esta noche.Por favor, búscame en el muelle a las7:00 p.m. No faltes, es urgente. Allison.” ***** Debido a los nervios, había llegado ala cita más temprano de lo acordado. Miúnica compañía eran unos cuantoshombres al fondo del muelle queconversaban alegres mientras lograbanpescar algo. Era fabulosa la vista de IslaEsmeralda y el océano Atlántico bañado

por la luna. Mi casa se divisaba a lolejos. Corría una brisa fresca, no sentíafrío aunque había procurado que Davidme viera mejor vestida que en lasanteriores ocasiones. Tenía una cita conél, pero no una romántica sino una en laque quizás me revelaría terriblessecretos que cambiarían el resto de mivida. Medité sobre los acontecimientos quesucedieron después del día en que se lollevaron a la comisaría comosospechoso principal del asesinato deaquel sujeto, y de tener que soportar loscomentarios de la gente que lo consideróun héroe por salvarme de un crimen tanatroz. Tal vez fueron demasiado para él.Aunque en los días posteriores la

policía lo descartó del crimen;determinaron que no existían pruebascontundentes para acusarlo, tal vez fuealgún animal salvaje el que lo habíamatado. Sin embargo, no pudieronestablecer qué tipo de animal lo atacó,lo que cerró el caso para siempre.Parecía que estaba claro para todo elmundo, menos para mí. Miraba impaciente el reloj por losquince minutos que llevaba de retrasoDavid. Lo probable era que no hubieraleído la nota. Quizás, algún chiquilloquitó el papel del parabrisas, o a lomejor decidió que no se presentaría.¿Quién era yo para pedirleexplicaciones? Era su amiga, pero...¿realmente éramos tan amigos? ¿Lo

suficiente para aclarar muchas dudas? Me arrepentí, dispuesta a irme delmuelle, pero al darme la vuelta, meencontré con David. —Para ser inglés la puntualidad noforma parte de ti, ¿verdad? —le espeté. —Soy puntual —replicó mirándomecon severidad. Se veía enojado ypredispuesto a una discusión. Por lovisto nuestra conversación no iba a serpara nada pacífica. —¡Tengo quince minutos esperándote!—grité ofuscada. —Te observaba —dijo modulando eltemperamento. Aquello me impactó. —¿Por qué? Él frunció las cejas.

—¿Qué era lo urgente que me teníasque decir? —formuló con brusquedadotra pregunta obviando la mía. Su mal genio me inquietó sin saber pordónde comenzar. —¡Eh...! Bueno... ¿Qué fue lo quesucedió esa noche? Frunció más las cejas. —No entiendo tu pregunta. Me vi en la urgente necesidad de tenerque mirar hacia las luces de las casas ylos hoteles que brillaban a su espalda.Su mirada glacial me abrumabaacobardándome al instante deenfrentarlo con la verdad. —¿Q-qué pasó con ese sujeto? Con...Vi-Vincent Foster. David hizo un gesto de fastidio. Estaba

cansado que le hicieran la mismapregunta una y otra vez. Primero lapolicía, luego sus vecinos, después losreporteros y curiosos que pasaban porsu casa, y ahora para completar elcuadro: yo. Puso los ojos en blanco y habló demala gana. —Ya se lo expliqué a la policía. Negué con la cabeza. Me habíapropuesto no ceder y conseguir que élfuera sincero de cualquier modo. —Me parece que estás mintiendo —repliqué. Me miró con disgusto y su mandíbulase tensó. El hielo en sus ojos setransformó en fuego y sus manos serecogieron en puños conteniendo la

rabia que estaba a punto de estallar. —¿A qué te refieres?, ¿crees que tuvealgo que ver con su muerte? —¡No! N-no lo sé. —¡¿Dudas de mí?! —Su actitudofendida hacía parecer que me acusabade traicionar nuestra amistad. No queríaque malinterpretara mis preguntas. Loúnico que necesitaba saber era si todofue real, si sucedió cómo lo recordaba apesar de estar bajo los efectos delcloroformo. —Le fracturaste el brazo y lo lanzastecontra un árbol. ¿Cómo me explicaseso? David se rió, pero era una risa queescondía rabia contenida, o quizás era elnerviosismo de verse descubierto.

—Alucinabas, ¿recuerdas? —No estoy tan segura que aquellofuera una alucinación. —Pues sí lo era —dijo cortante. Lo miré con suspicacia, podía palparlas mentiras saliendo de sus labios, perono las podía contrarrestar con la verdad;razón por la cual era como confrontar larealidad con la fantasía. Sin embargo,era terca y no me iba a dar por vencidapor explicaciones que no me parecíansólidas. —El comisario Rosenberg me mostrófotos de Vincent Foster con el brazodesgarrado y con marcas de colmillos enel cuello. David suspiró. —¿Piensas que lo mordí?

—No. La gente dice que lo atacó unpuma... —Aunque pensaba en la visiónque había tenido en la cafetería; si habíasido mordido dudaba mucho que fueraun animal salvaje. —¿Y...? —preguntó cansino—. Tedije que había huido en su camioneta.Seguro se adentró en el bosque paraesconderse, se perdió y fue atacado porel puma. —No creo que fuera un puma. —¿Ah, no? ¿Entonces qué era? ¿Unoso? —No lo sé. Era, era... —hice unapequeña pausa para respirar— algodiferente a las criaturas que conocemosen el planeta. David me miró con cautela y volvió a

reírse con antipatía. —¿Qué estás diciendo, Allison, queera un marciano? —Digo que no era una criaturanormal, como un puma o un oso. Eseanimal no se parecía a nada quehayamos visto o que se tenga noticias deél. Se le borró la sonrisa del rostro. —¿Por qué, acaso lo viste? Deseaba hablarle de mis visiones,decirle que aquella criatura era maléficade grandes garras y piel transparente.Pero ¿cómo hacerlo sin que me tomarapor loca? ¿Qué prueba tenía yo parademostrarlo? —No lo vi, pero ningún animalatacaría de esa forma. ¿Cómo puedes

explicar que le haya bebido toda lasangre? —¿Quién te dijo eso? —La gente comenta... —La gente... ¿Y tú les creíste? ¡Porfavor, Allison, no digas estupideces! La sangre me hirvió y se me subió alrostro enseguida. —¡¿Estupideces?! ¡YO NO DIGOESTUPIDECES! ¡La policía tiene laprueba! —¿Cuál prueba? —inquirió algonervioso. —El cuerpo de Vincent Foster. Resopló como si fuera un toro a puntode embestir. —Por si no lo sabes, se robaron elcuerpo de la morgue.

Tonta de mí al olvidarlo. Era cierto.Mi prueba más fehaciente había sidoextraída de manera sospechosa. No teníamás que las fotos de la policía y mipoco creíble relato de los hechos. —Sí, fue muy conveniente —repliqué—. Estoy segura que estás involucradoen eso. David se tensó. Un poco más y echabafuego por los ojos. —¿Por robarme el cadáver? —¡No! ¡Por su muerte! David me dio la espalda y se acercó ala baranda opuesta del muelle dándoleun fuerte golpe al posadero de lasmanos. La resquebrajó, cayendo algunasastillas a sus pies. Me paralicé ante sufrustración mirando hacia los distraídos

pescadores que ignoraban nuestradiscusión. —Por Dios, Allison, ¡escúchate! —sevolteó a refutarme—. Primero dices queun animal le bebió toda la sangre, ahoraque soy responsable de su muerte. ¿Paraesto me llamaste? ¿Para hacermeacusaciones tontas? —Sus ojoscentelleaban furia. —Solo quiero que me des algunasrespuestas, porque estoy segura de loque vi esa noche. Y lo que vi... fue a unhombre con una tremenda fuerza, cuyaherida en el abdomen no lo habíadetenido y que gruñía como un animalenfurecido. Él suspiró derrotado. —Esta conversación no tiene sentido

—dijo mientras se marchaba. Se iba sin dejarme nada aclarado. Suspisadas retumbaban con ira en lamadera. Tuve que correr para darlealcance. David estaba por llegar a laentrada del muelle y yo sin poder logrardetenerle. Tenía que quitarme la duda acomo diera lugar. —¿Quién eres? —le grité. David se detuvo en el umbral de lasescaleras y se volteó, taladrándome conojos tempestuosos. No lo soporté y bajéla mirada para que su furia no melastimara. Caminó de regreso a mí y meencaró colocando un dedo bajo mimentón, haciendo que levantara la vistaa la fuerza. —Mírame, Allison. ¿Qué es lo que

ves? Vacilé ante la pregunta. —Un hombre. —Sí... Uno común y corriente. Sinfuerza. Que se doblega ante cualquierherida y no gruñe como animal —escupió agrias palabras—. ¿Tienes máspreguntas? Ante mi silencio, David decidióalejarse del lugar abatido por misacusaciones. —¿Por qué me evadiste todo estetiempo? —pregunté sintiéndome unacolegiala. David se detuvo. —Tenía asuntos por atender —hablódándome la espalda. —¿Ni siquiera una llamada?

—Tenía mis razones. —Sí, ya vi cuáles eran tus razones...—murmuré para mí misma yéndome asentar en una de las bancas máspróximas. David debió caminar rápido, porqueen un instante me interceptó el pasoechando chispas. —¿Qué dijiste? —habló tan cerca queapenas unos centímetros nos separaba.Vi como sus ojos estaba furiosos ycuriosos al mismo tiempo. —Nada... —musité y traté decontenerle la mirada. En cambio él medesafiaba con su arrogancia y sudesconfianza. Se comportaba como uncretino, aplastándome todo el aplomoque había reunido para poderle

confrontar. —No sé por qué te molesta cuando telo pasas muy bien acompañada —curiosamente me lo sacó en cara. —¿Lo dices por Donovan? —Sí. ¿Está celoso? —Es mi amigo. Resopló. —Tal vez así lo veas, pero él no te vecomo una amiga. ¿Ah? Recordé todas las veces en que estuvea su lado. Donovan: mi amigo. Donovan:mi confidente. Donovan: mi profesor deitaliano. Donovan: mi protector.Donovan... Donovan... ¡Oh, Dios! Seráposible que él fuera... ¡¿Donovan: mi

enamorado?! —Él me ha demostrado ser un buenamigo —ratifiqué. Me miró de la cabeza a los pies. —Seguro... Su insinuación me colmó la paciencia. —¡Por supuesto que sí! ¡Incluso mejorque tú, David! Él desvió la mirada. Sabía que estabaen lo cierto. No era un buen amigo quedigamos. Como todo héroe que serespete, se limitaba a sacarme de losproblemas y a dejarme con lasemociones en conflicto. —Ya te dije que tengo mis razones. —¿Cómo cuáles? —Traté de tocarleel brazo. David retrocedió un paso.

Quedé con la mano extendida en elaire, con la angustia clavada en mipecho y sopesando su silencio. —¿Qué secretos guardas? —formuléla pregunta con un nudo en la garganta.David no me contestó ni me vio a lacara, y eso fue más que suficiente paraindicarme, que en efecto, ocultaba algo—. ¿Qué es lo que escondes? David pareció estar librando una luchainterna. Se acercó a la baranda, puso susmanos empuñadas sobre ella y reclinó lacabeza. —David... —susurré apesadumbrada,conteniendo las ganas fervientes deacariciarle su sedoso cabello. Me sentíacomo un monstruo paranoico que hiere acuanto se le cruza por el camino. David

era el primer hombre que me importabay lo estaba lastimando conespeculaciones sobrenaturales. —Ahora yo tengo una pregunta para ti—dijo él con la frente aún apoyada ensus puños. —Pregunta —contuve la respiraciónaguardando el dardo que me iba alanzar. Levantó la mirada hacia mí. —¿Qué harías si te dijera que soydiferente a los demás? ¿Qué dijo? Entrecerré los ojos. —¿Diferente, cómo? —Diferente —se irguió y se meacercó. —¿A... los humanos?

—Sí. ¡Diablos! Quedé pegada al piso observándolocon ojos exorbitados. La paliza deVincent Foster, la herida mortal en suabdomen, los ojos amarillos, las garrasde la bestia... —¿No eres humano? —preguntéperpleja. David suspiró impaciente. —Es una suposición, Allison. ¿Quéharías? —Ah... —respiré aliviada—. Pues...yo... No lo sé. Supongo que measustaría. No sé. Depende de lo queseas. Fue doloroso percibir la decepción enél.

—“Depende de lo que sea” —repitióla última frase. —Sí, ya sabes, alguna criaturadiabólica. Me miró pensativo. —Entiendo. —Apoyó una mano en labaranda y dejó que su mirada seperdiera hacia la lejanía de la playadonde se alcanzaba a ver la figura deuna pareja sentada sobre la arena,besándose. —¿Por qué me preguntas eso? Él sonrió entristecido. —Indagaba tu forma de pensar. —¿Por qué? —me sorprendió. Clavó la mirada sobre mí con muchoresentimiento. —¡Porque crees que tengo una fuerza

descomunal, que no me lastiman, queemito gruñidos de animal y, que alparecer tengo que ver con la muerte deese sujeto que le “chuparon” toda lasangre! —Hizo una pausa paracontrolarse y luego habló despacio—.Deja las historias de terror para laspelículas, Allison. Por más que David se empeñara endemostrar que todo era producto de laalucinación por el cloroformo, más meconvencía que estaba por descubrir unaterrible verdad. —Lo siento, pero no puedo —fuiterca. David suspiró. —¿Por qué, Allison? Pensé queéramos amigos.

Me reí con indolencia. —¿Lo somos? ¡Qué raro, no se te venunca la cara! —El sarcasmo me salióal instante por la rabia. Pero luego mearrepentí al recordar que me habíasalvado la vida un par de veces—.David... —mi voz se apaciguó,esperando que me lo confirmara—.¿Somos amigos? Él apartó la mirada respondiéndome: —Sí, lo somos. Tenía sentimientos encontrados. Sentíauna profunda felicidad porque suamistad me acercaba a él, y dolor,porque no era amor lo que sentía. —Como amigo no has sido muy bueno—le hice saber. Sonrió con tristeza sin levantar la

vista. Parecía que había encontrado másinteresante el piso manchado del muelleque mis ojos. —Créeme que sí lo soy —me aseguró. La brisa del mar removió sutilmente sucabello. La necesidad de tocarlo eramuy grande y poderosa. Levanté misbrazos hacia él queriendo estrujarlohasta que le dolieran los huesos, pero sepercató de mis intenciones y retrocedió. No entendía por qué hizo eso, éramosamigos y los amigos se abrazaban enmomentos como ese. Pero con él todoera diferente. Tal vez porque erabritánico y ellos no eran dados ademostraciones de afecto. Más bien eranconocidos por su frialdad y su poco onada sentido del buen humor.

—Te extrañé —me crucé de brazossintiendo picor por la falta de contacto—. Me hiciste falta. ¡Como amigo!,claro. David resopló con mucha molestia. ¿Acaso lo había ofendido en algo?Debería ser yo la que estuviera enojada.Había querido abrazarlo y él no me lodevolvió. Intenté buscar la verdad y élse empeñó en ocultarla. Impugné suamistad y él la defendió para luegoconfundirme con su rechazo. —¿En serio? —Ahora era él quienhacía uso del sarcasmo—. ¿Tu “amigo”Donovan no logra distraerte? El comentario me aturdió. ¿Podía sermás egoísta? —¿Tanto te molesta que él sea mi

amigo? —Mi corazón estaba hecho undesastre. No me respondió, pero por laexpresión de su rostro era obvio que nole agradaba mi amistad con él. —Donovan es tan amigo mío como loeres tú, David. —Por lo menos laamistad de mi italiano se hacía presente. Él avanzó hacía mí más de lo quehabía retrocedido. —Si me consideras tu amigo, ¿por quéestas acusaciones? —me escrutódespiadadamente. La caricia de su aliento en mi rostrocontribuyó de algún modo a la necesidadde sentirlo junto a mí. —Todo fue tan raro —me mantuvefirme luchando por no saltarle encima

—. Tan... descabellado. —¿Y por eso decidiste sospechar demí? —Me estaba taladrando con susojos azules. —Pues... sí. —¡Alucinabas por el cloroformo! —exclamó contrariado—. ¡Cualquiermédico te lo puede confirmar! —No creo que haya sido elcloroformo —repliqué. Suspiró de mala gana. —¡¿Por qué no me crees?! —¡Quiero creerte! —aseguré. Nos miramos en silencio tan solo porunos ínfimos segundos. David no dejabade verme hacia los labios, comodeseándolos de la misma forma en queyo también deseaba los suyos. Había una

fuerza de atracción tan potente que nosestaba tirando para que nos besáramos.Ninguno de los dos dio su brazo atorcer, fue más el orgullo que la pasión.David se contuvo de dar el primer paso,y yo no me arriesgaría a que me volvieraa rechazar como lo hizo en su automóvily en mi habitación. —Pero no puedes... —dijo él conlamento. —No, no puedo. Lo siento. Suspiró. —Yo también lo siento. Se marchó dejándome sola en elmuelle.

Cambios CINCO meses después. Mi vida mejoró con el pasar de losmeses; el verano le dio paso al otoño ycon eso las visiones ya no eran tanterroríficas como antes y las pesadillasde los ojos gatunos habían cesado. El fantasma de Rosángela habíadejado de molestarnos con susapariciones. Tal vez al hacer aquella“advertencia” dio por concluida lo quela tenía atada al mundo de los vivos. Fuemaravilloso que yo ya no tuviera miedopor las noches, pendiente de que ella mediera un susto, con solo verla se meparalizaba el corazón. Aunque solo

fueron dos terribles ocasiones,suficientes para traumatizarme por elresto de mis días. Pasaron incontables semanas y mehabía cansado de tener que estaresperando a que David apareciera. Nopodía negar que durante todo ese tiempoestuve afligida por su ausencia, no mellamaba ni para preguntar cómo estaba,en cambio yo era la que dejaba un sinfínde mensajes de textos y telefónicos conel ama de llaves en caso de que secomunicara con ella. Me enteraba de susviajes por el continente suramericano através de la prensa y los programas deespectáculos. Ni una foto saliópublicada para verlo. En la red erapeor: solo escritos, nada más. Hasta eso

me negaba: admirarlo de lejos. Ilva Mancini tenía el privilegio deestar siempre con él, era tan eficienteque además se encargada de dardeclaraciones televisadas sobre elitinerario de las exhibiciones de susobras de arte. Los rumores de unarelación amorosa saltaban después deverles juntos, y los titulares de losperiódicos sensacionalistas reseñabanque se oían “campanas” de boda; aunquede lo último nadie lo confirmaba, nisiquiera el mismo David. Había llegado al tope de lo patéticodisponiéndome a recoger el pocoorgullo que me quedaba intacto. Me lamílas heridas y le sonreí a la vida una vezmás. Las visitas ocasionales de

Donovan me levantaban el ánimo,disfrutaba sus clases de italiano, perotambién sus charlas y las caminatas porlas playas de Isla Esmeralda. Pordesgracia no pasaba a verme con lafrecuencia que yo hubiera deseado. Susestudios ocupaban la mayor parte deltiempo y cada vez estaba más sumergidoen investigaciones marinas. Lo interesante del “tiempo” es queeste podía obrar a favor o en contra mía.Por fortuna fue lo primero, aldesaparecer David de mi vista, losreporteros o curiosos indeseados no mevolvieron a molestar. Pasé a sernuevamente una ciudadana común ycorriente, sin héroes famosos que merescataran o acompañaran a tomar un

“café”. Temprano en la mañana, Ryan mellamó por teléfono para invitarme —casiforzarme— a que le acompañara a unbaile a beneficio del Cáncer de Seno.Sería una “mascarada”, pero no delestilo veneciano, sino tipo Halloween.La entrada era costosa, ¡quinientosdólares por persona! Estuve a punto dedecirle que no, mi cuenta bancarialloraba, pero al recordar que mi madrepadeció ese cáncer hasta matarla, no lopude rechazar. El baile sería en elOriard, el mismo hotel cinco estrellaspropiedad de Ilva Mancini. Casi se medoblan las rodillas al enterarme, lasprobabilidades de ver a David eran muyaltas. Aunque él no era dado a eventos

como esos y su “gira” lo tenía ocupadofuera del país. Ryan, en su despecho, me invitó alOriard para despejar su mente yrelacionarse con lo mejor de Carteret.Había discutido con Elliot —su novio—por causas que yo desconocía. Tía organizaba el desorden que habíaen el anticuario. Donovan me ayudabacon el inventario en la computadora,estaba feliz sin dejar de esbozar unaamplia sonrisa. Le agradaba hacermecompañía cuando sus compromisos se lopermitían. Era encantador brindándomesus conocimientos tecnológicos y, todoun caballero cuando se le requería paramover un mueble pesado. —Allison, te dejo en compañía de

Donovan. Iré a visitar a Peter que estáen cama. Este jovencito es malenfermero —me informó mientrasbuscaba su bolso. Donovan se sobresaltó detrás delcomputador. —¡El cascarrabias me corrió de lacasa! —se excusó. —Está bien, tía —dije tratando decontener la risa. Al menos ella podíaser feliz. Me cohibí al percatarme que quedabaa solas con él. —Se me portan bien, ¿entendido? —Fue una sugerencia para Donovan quepara mí. Al quedarnos a solas me costabatrabajo tener que mirarle; en cambio él

se veía tan seguro de sí mismo que meenvolvía con sus ojos. Nunca losdesviaba y tampoco era jactanciosocomo para intimidarme. —¿No te cansas de venir para acá?—pregunté en un intento desesperadode aliviar la tensión. Donovan negó con la cabeza sin tenerpiedad de mí. Se levantó del escritorio yse acercó para ayudarme acomodar unaescultura en una de las mesas. —Disfruto de ciertas compañías... —acarició la última palabra haciéndomesonrojar. Sus manos rozaron las mías ysonrió al ver mi nerviosismo. Luego lanzó una pregunta que me tomódesprevenida. —¿Te gustaría ir al baile conmigo?

Parpadeé. —Verás... Ni pude terminar de articular unapalabra, cuando la campanilla de lapuerta anunciaba la presencia de lapersona menos esperada. —¡¿Qué haces aquí?! —Me palpitabael corazón. David se acercó a paso lento fijándoseen la compañía masculina que tenía a milado. Sus ojos se ensombrecieron en elacto; era obvio que no le gustóencontrarme sonriente y ruborizada,imaginándose, quizás, un sinfín deconversaciones románticas que hayanpodido ponerme de esa manera, y menosque estuviera a solas con él. —Quería saludarte —respondió con

soterrado enojo. Qué desparpajo. Venir con su carabien lavada a decir “hola” como si nadahubiera pasado entre nosotros. —¿A saludarme? —Comencé aconvulsionar de la rabia—. ¡¿Despuésde todo este tiempo?! —Crucé losbrazos escondiendo las manosempuñadas. Me enterraba las uñas enlas palmas para poder contener lafrustración que tenía acumulada porsu partida. —Tuve que viajar —explicó—.Discúlpame por no haberte llamado.Fue una gira que tuve que atender porLatinoamérica. David no dejaba de ver a Donovancon expresión seria. Se veía que estaba

por preguntarle qué hacía en elanticuario y qué relación tenía conmigo. —¿Podemos hablar a solas? —pidiócon ojos suplicantes. —¡No; está hablando conmigo! ¿Oes que no te has dado cuenta? —rugióDonovan furioso. David ignoró su comentario sin dejarde mirarme. —Por favor —insistió. Respiré profundo. La lengua mepicaba con ganas de insultarlo con todasmis fuerzas por haberme hecho sufrirdurante tanto tiempo. —Lo que me tengas que decir, lo harásdelante de Donovan. Entre él y yo no haysecretos —le exigí con desdén. El odio saltaba de sus ojos al ver que

yo anteponía a Donovan como el másimportante de los dos. —Ya veo... —Su voz sonaba grave,estaba a punto de perder el control.Luego cambió su expresión de furia auna más suave—. Hay una Gala deBeneficencia en el Oriard este fin desemana. Me gustaría que meacompañaras. Donovan saltó sin dejar que letomaran la delantera. —¡Yo le pregunté primero! —dijocon los dientes apretados. —¿Ah, sí? —David me miró conseveridad—. ¿Y ella qué le respondió?—Se veía que ardía de celos. —¡Que irá conmigo! —respondióDonovan con rudeza.

Lo miré extrañada, en ningún momentole había dado una respuesta afirmativa. —Eso no es cierto —repliqué alinstante. Donovan palideció, no esperaba unanegativa de mi parte. —Pero ibas a aceptar... —¿Contigo? —preguntó Davidburlón. —¿Algún problema? —se envaró. Me inquieté. El aire que nos circulabaestaba tan denso, que podía ser cortadopor una navaja. —¡Calma, chicos! —Parecía que seestuvieran desafiando por un pedazode carne—. David no puedes veniraquí después de todo este tiempo adecirme que te fuiste de viaje porque

tenías “una gira que atender”. Él se perturbó. —Lo siento, pero era muyimportante —habló en voz baja. —Tan importante que ni siquiera mehiciste una miserable llamada —lerecriminé subiendo el volumen de mivoz—. ¡Te fuiste! ¡POR CINCOLARGOS MESES! —gritéexteriorizando todo lo que tenía pordentro. Donovan sonreía por misreproches—. ¡¿Por qué te alejaste demí?! —David bajó la mirada sinresponder—. Te odio, sufrí por ti todoeste tiempo pensando que estabasmolesto conmigo, que te habíaofendido con mis acusaciones, por missospechas... —Donovan enarcó una

ceja sin comprender a qué me refería—. Me lastimaste con tu alejamiento.Tantas noches que me lamenté por tupartida, que ya no querías miamistad... ¿Por qué no te largas y medejas en paz? —¡No estaba molesto contigo,Allison! —exclamó levantando surostro para mirarme. Sus ojos estabananegados en lágrimas sin importarleque Donovan pudiera burlarse de él.Me impresionó que tuviera talsensibilidad cuando siempre habíaluchado por mantener una imagen fríay distante. Suspiré. —Entonces, ¿por qué siento que

huiste de mí como si algo temolestara? —le reproché con el rostrobañado en lágrimas. —No puedo decirte —miró de refilóna Donovan. —¿Se puede saber por qué? Silencio. Fue toda su respuesta. Donovan lo estaba pasando bomba. —Vete, David. —Ya era suficientecon verlo y no tenerlo, como para queencima fuera desconfiado. —¿Y bien...? —Donovan impaciente,rompió el silencio que imperaba en elanticuario. —¿“Y bien” qué...? —No sabía aqué se refería. —¿Irás conmigo al baile? —Meabordó al instante.

David y Donovan permanecieronatentos a mi respuesta. —Bueno, yo... —Caminé hasta elmostrador y aclaré la garganta—. Irécon Ryan Kehler. Los ojos de David parecían de fuego. —¿Quién es Ryan Kehler? —arrastró el nombre. —Un amigo —expliqué sin dardetalles. Donovan quedó perplejo. —¡¿Irás con él?! Pero si él es... —¡Sí, iré con él! —lo interrumpí. Loque menos necesitaba era queescrutaran mis acciones. David me miró disgustado y cruzó elanticuario en dos zancadas azotando lapuerta tras de sí.

—¿Aún sientes algo por él? —¿Disculpa? —Donovan me tomódesprevenida. —¿Qué sientes por él, Allison? —No te interesa —fui grosera. —Aléjate de él, no te conviene. Ya estaba harta de tantas advertencias. —¿Por qué lo dices? —Yo sé por qué te lo digo. Soloaléjate de él, por tu bien. Repliqué disgustada: —Estoy bastante grandecita como paracuidarme sola. —No quiero que te lastime. —Será mejor que te vayas. —Necesitaba llorar. —Pero, Allison... —¡VETE! —le grité, y enseguida

me sentí mal por ello. —Está bien —musitó. Lo habíalastimado. —Nos vemos —le respondí con unnudo en la garganta.

El baile AL entrar me maravillé ante elesplendor del salón de baile, no teníaqué envidiarle nada a ningún otro salónde las grandes ciudades. Era de dospisos y muy amplio, que bien podíaalbergar setecientas personas sinproblemas. El ambiente era intimidante,me sentía como pez fuera del agua. Lagran cantidad de invitados que habíaasistido al baile era impresionante, lamayor parte de Morehead City yBeaufort. Personajes importantes einfluyentes de la sociedad: alcaldes,concejales, presentadores de televisión,artistas, y adinerados, pavoneándose consus mejores galas.

Hasta el momento, no había visto aDavid hacer acto de presencia, lo queera bueno para mí. Pero no podía darmeel lujo de permanecer más tiempo sinque pudiera toparme con él y la noche sehiciera de lo más incómoda. Ryan y yonos acercamos a nuestra mesa sin dejarde buscarlo entre la muchedumbre. Susojos de zafiro no centelleaban enninguna parte. Por lo visto no acudió ala invitación que públicamente le hizoIlva a través de los medios decomunicación. La representante se habíajactado de la influencia que ella teníasobre él, pero el tiro le salió por laculata. No obstante mi felicidad duró pococuando lo vi.

Y eso me enojó. David hacía lo que ella le pedía. Pero no podía negar que se veía regioen su traje de Armani. Usaba unamáscara blanca muy al estilo delFantasma de la Ópera. Estaba hablandocon Ilva Mancini. No podía ver parte desu rostro por la lujosa máscara de “brujanarizona” que tenía puesta, pero sabíaque era ella por sus ademanes coquetosal hablar. Ryan lanzó un suspiró, al percatarsede su presencia. —Sí qué es extraordinario —dijo. —¿Qué? —le inquirí. —Verlo en público. —¿Por qué te sorprendes? —pregunté indiferente.

—No suele asistir a ningún eventoque se organice en el condado —respondió—. Es la primera vez que loveo congraciándose con la gente. —Yo más bien lo veo“congraciándose” con esa rubia —comenté con sarcasmo. —¡Míralos! —los señaló. Levanté los ojos hacia el segundopiso. Ilva se había quitado su máscara,colgándole de los dedos, mientras ledeslizaba hacia atrás la máscara aDavid. La rabia que sentí al ver cómo labesaba con desparpajo, no me hizoninguna gracia. Fue un jarro de agua fría.Me dejó estática con un nudo en lagarganta. —Me voy —musité llorosa. Me

desgarró su descaro. —¡¿Quéeeee?! —Ryan quedóatónito—. ¡¿Por qué?! —No quiero estar aquí. —Deja tus celos y quédate —ordenómolesto—. No le des el gusto a esarubia idiota. No es más que una deturno. Suspiré. —Dijiste que llevaban tiempo. —Lomiré ocultando mi tristeza bajo elantifaz. —Creo que es más una especie derelación libre, porque al siguiente díase le ve con otra. Lejos de subirme los ánimos, los bajó.David carecía de amor por algunamujer. No perdía tiempo con sus

emociones. Solo se divertía igual quecualquier joven multimillonario solteroque se respetara. En el fondo, luchaba con todas misfuerzas para no llorar. Era una bendiciónque el baile fuera de máscara, con ellaocultaba todo mi dolor y decepción desaber que él no perdería el tiempoconmigo; si le gusté, fue por unbrevísimo tiempo. Aunque debía darlemérito que se había acercado parareconciliarnos, y como yo no quise darleesa oportunidad me lanzó al olvido. —Allison... —Ryan me tocó el brazopercatándose de mi dolor—. DavidColbert es un tipo súper guapo ygenial, pero si te lastima de ese modo,no vale la pena.

—No hay compromiso entre los dos,puede hacer lo que le venga en gana—expliqué un poco irritada. En efectoasí era. Entre David y yo no había uncompromiso que nos hicieraexclusivos. Solo amigos. —Hay otros que están interesadosen ti —dijo—. ¿Has pensado enDonovan? Hice un mohín. No era el mejormomento para ilusionarlo, Davidrevoloteaba en mis pensamientos y noera justo para Donovan que yo loutilizara para olvidarlo. —¿No has escuchado el refrán: unclavo saca otro clavo? —sugirió. —No estoy interesada si alguien salelastimado —le hice ver.

—Siempre, en una relación, alguiensale lastimado —replicó de vuelta. —No cuando se hace de formadeliberada. —No me convertiría en laversión femenina de David Colbert. —Solo piénsalo. Lo miré sopesando mis posibilidadesy luego entorné la mirada hacia David,que lucía bastante animado con suacompañante. —Lo lamento por ti, Ryan, pero yome voy. —Seguía molesta. ¿Hastacuándo esa tipeja le tendría las manosencima? Me levanté arrastrando la silla ytomando el bolso para salir rápido delsalón antes de que las lágrimas metraicionaran.

—¿Estás segura? —preguntóponiéndose de pie. Traté de convencerle que se quedara,pero fue imposible. Ryan eracaballeroso y no permitiría que me fueraa casa sola. Mientras luchamos por esquivar a lasinnumerables parejas que estabanbailando en la pista, fui interceptada poralguien que me tomaba del brazorápidamente. —¡Allison, espera! —Donovan y supareja acababan de llegar. Mesorprendió que me hubiera reconocidocon el antifaz puesto. No me identificópor Ryan, ya que él también lo usaba yno era fácil de identificar. —Hola —lo saludé.

—¿Ya se van? —preguntódesanimado. Se veía incómodo usandola máscara de Batman. —Sí, voy a llevarla a su casa —respondió Ryan, desanimado. —¿Por qué? —me miró preocupado. —Estoy cansada. Donovan se percató de los ojosefusivos de Ryan. —¿Por qué te quieres ir, Allison? —Ya te dije: estoy cansada. —¡No es cierto, te quieres ir porqueviste a David Colbert besarse con esamujer! —protestó Ryan. Todos me miraban entre lástima yenojo. Donovan tuvo un cierto brillo ensus ojos que le fue difícil de ocultar. Lachica no dejaba de verme con enfado.

Ryan estaba con la mandíbula apretada. —No tienes por qué irte, Allison —dijo Donovan medio sonriente—.“Págale” con la misma moneda. —¿Y eso cómo sería...? —le inquirí. Él me tomó del brazo alejándome delgrupo. La chica frunció las cejas y Ryanme guiñaba el ojo, complacido. —¿Por qué no le das un poco de supropia medicina? —habló casirozándome el oído con sus labios. —¿Qué quieres decir con eso,Donovan? —Me refiero a que le demuestresque también puedes salir con otros queno sea él. —¿Con quién? —Miré a mialrededor. No veía ningún hombre de

mi agrado que sirviera para causarlecelos. —Conmigo. Me dejó fría. —Pero, y tu pareja... —Hablaré con ella. —No, Donovan. ¡No lo hagas! Ryan se confabuló en contra mía paraque no me marchara del lugar. Entre él yDonovan me empujaron hasta la mesa.La chica me miraba con odio. —¿Bailamos? —Donovan meextendió la mano en cuanto nossentamos. —No tengo ganas. —¡Vamos! No seas aguafiestas —insistió. Negué con la cabeza. Sentía pena por

la chica. —¡Anda, tarada! —Ryan por pocome tira de la silla. —Está bien —dije cansina—. Unapieza. Nos levantamos y caminamos hasta elcentro de la pista. Donovan era perfectollevando el ritmo de la suave melodía.Sus ojos no se separaban de los míos,brillaban emocionados teniéndomecerca; tan diferente al comportamientofrío con su amiga. Estaba feliz y meabrumaba, pues sabía en lo que élpensaba. Quería vengarse y queríabesarme. Pero mis “dones” obraron en mi contraal ocasionar que percibiera queestábamos siendo observados por un

tercero. Era una fuerte presencia, y noera Ryan sonriente, o la chica enojada,tampoco cualquiera de las personas quehabía en el salón, divirtiéndose. Sinopor alguien en particular... Alcé la vista y vi a David molesto. Yano usaba la máscara después de loslengüetazos que se dio con esa mujer.No dejaba de mirarme aferrándose confuerza contra la baranda que surcabatodo el segundo piso. Estaba afligido,con un “por qué” reclamándome en susbellos ojos azules. Su pesar medesconcertaba, se suponía que mirechazo se lo había tomado mejor de loque yo hubiera deseado, distrayéndosecon esa mujer ostentosa y con cuánta“escoba con falda” se le atravesara por

el camino. Entonces ¿para qué tantoteatro? No me lo podía explicar. ¿Estabaceloso? Mi compañero de baile leprovocaba malestar, aunque, tal vez larivalidad entre ellos iba más allá de ladesmedida competencia. No me pasó por alto el cambio deactitud hacia su pareja. Ilva algo ledecía, y a juzgar por sus gesticulacionesestaba furiosa. La orquesta tocaba mi canciónfavorita. Cerré los ojos, imaginándomeque bailaba con David, a solas, sin quenadie nos interrumpiera en el gran salón.Me aferraba a él con fuerza, sintiendolos latidos de su corazón. Un escalofrío me recorrió la espaldacuando escuché una voz que me llamó

suplicante. «Allison.» Perturbada, abrí los ojos, no me habíadado cuenta que abrazaba con fuerza aDonovan y que este me devolvía elabrazo con la misma intensidad. —Deberíamos descansar —dijeseparándome de él. —Seguro. —Me tomó de la manoconduciéndome en el sentido contrariode nuestra mesa. —Oye, Donovan, no me parece... —Necesito hablar contigo a solas —me interrumpió. —¿Sobre qué? —Sobre David. Alcé las cejas, sorprendida. —Vamos hacia allá..., —Señalé

hacia un enorme balcón de estilobarroco. —No aquí. En mi casa. Me preocupé. —¿Por qué? ¿Tan grave es? Se quitó la máscara y asintió. Me causaba desconfianza, pero algome decía que si no aprovechaba loscelos que sentía Donovan, perdería laoportunidad de que me contara todo loque sabía sobre David. Incluso suenemistad. —Está bien, vamos. —Me quité elantifaz. Donovan explayó una gran sonrisatriunfal. De regreso a nuestra mesa, me llevé lasorpresa de que la chica se había

marchado del Oriard. Dejamos a Ryan,pero sin el lamento de dejarloabandonado. Elliot, su novio, se habíaaparecido para reconquistarlo. Donovan y yo nos encaminamos fueradel hotel, pero justo en la salida fuimosinterceptados por un mesonero. —Disculpe, señor Baldassari, tieneuna llamada telefónica en el vestíbulo. —¿Quién? —preguntó intrigado. —No sé, señor, pero dijo que eraimportante. —Enseguida vuelvo —me habló. Decidí esperarlo fuera del hotel, perono había pasado unos cuantos segundos,cuando apareció por mi espalda David,sobresaltándome. —¿Por qué estás con él? —susurró

en mi oído. —¿Y tú por qué estás con ella? —lereproché. —¿Con quién? —Sonrió haciéndomegirar. —¡Con Ilva! —le grité furiosa.David respondió con un cinismo queinsultaba mi inteligencia. —Es una amiga. Resoplé. —Se me olvidaba que ahora lasllaman así: “amiga” —declarémordaz, recordando cómo la habíabesado. A David le fulguraron los ojos desaber que estaba molesta por haberlovisto bien acompañado. —¿Estás celosa? —Volvió a reírse.

Qué descarado. Se besuqueaba enpúblico con semejante bruja desteñida, yviene bien fresco a decirme que es “unaamiga”. Disfrutaba al hacerme rabiarhasta los huesos o era que le encantabaque me sintiera insignificante. —¿Celosa, yo? ¡Já! —respondítajante. —Yo creo que sí —me refutódivertido. Me estaba tentando aperder la cordura. —¡Por supuesto que no! —Estabaque echaba chispas. —¡Sí lo estás! —bromeó. Las burlas hicieron mella. —¡NO LO ESTOY! —grité a todopulmón con el deseo intenso demandarlo a la luna de una patada.

David se carcajeó. —¡Qué carácter tienes! Mi mano estaba que se estampaba conviolencia contra su perfecto rostro. Nohacía más que lastimarme y burlarse demis sentimientos. David dejó de reírse,pero su risita socarrona no se le borróde los labios. Me contempló con avidezde la cabeza a los pies y eso me hizosentir desnuda. —Esta noche luces apetitosa... —suvoz adquirió un tono meloso que meestremeció. Lo miré perpleja. —¿Cómo? —El comentario me dejóaturdida. David rió de nuevo. Laestaba pasado en grande a costa mía. —Luces hermosa.

Parpadeé. —Pues... —me turbé ante sushalagos— gracias. —Mi corazónpalpitaba de alegría. Pero no se lo ibaa demostrar. No caería en sus redes. David hizo a un lado las bromas paraobsequiarme esa luz que se reflejaba ensus orbes cuando estaba feliz. Se acercóvacilando un instante al darse cuenta queyo no tenía intención de recibir suslabios de buen agrado. —Te extrañé —susurró. —Ujum —expresé con irritación. —Hablo en serio. —Intentóacariciarme el rostro, pero rápidologré apartarme de él. David bajo lamano en un puño, conteniendo larespiración. Había turbación en su

mirada, lo que me impresionó. Alparecer no estaba acostumbrado alrechazo, siempre sus conquistashacían lo que él les decía sin queja nivacilación. —Todo ha cambiado desde que tefuiste —le hice ver. —¿Por qué lo dices? —Me mirófrunciendo las cejas—. No quieres queseamos... —¿Amigos? Ay, por favor... Estásobrevalorado ese calificativo, ¿nocrees? —No lo creo —musitó. —¡Pues yo sí! —Me cansé deesperar tus palabras de amor. David cerró los ojos, llevándose losdedos al puente de su nariz.

—¿Él te gusta? Quería decirle que sí para que semordiera los codos por los celos; quesintiera lo que yo sufrí cuando lo veía encompañía de otras mujeres. Pero no eracapaz de hacer algo así. No manipularíaa Donovan para que David searrepintiera de haber jugado con missentimientos. Mi amigo era mejor que ély no merecía convertirse en el centro delodio de ese caprichoso hombre. —Qué te importa —le espeté. Noera mi dueño y no dejaría que memanipulara a su antojo. Ya estababueno de tanto dolor. Él me miró con severidad. —No lo permitiré —dijo. Jadeé molesta.

—El hecho de que me hayas salvadola vida dos veces, no quiere decir queseas mi dueño, ¿entendido? Se rió. —En eso te equivocas... Me estremecí. ¿Qué está insinuando? Abrí la boca para replicar, pero él melanzó otra pregunta: —¿Te irás con él? —Sí, ¿no es obvio? Me miró con rabia. Sus ojos estabanque echaban fuego. Di un paso haciaatrás, intimidada; me asustó que mefuera hacer daño. Traté de mantenermefirme sin demostrar que quería salircorriendo despavorida. —No creo que debas irte con él —dijo con los dientes apretados.

—¿Por qué no? —Pensé que me ibaa gritar, pero su rostro se desencajóen una expresión de tormento. —Porque... p-porque no te conviene. Me reí. —¡Vaya, pero qué raro! —exclamémordaz—. Eso fue lo mismo que dijoél de ti. Iba a regresarme a buscar a Donovan,cuando me sujetó los brazos con rudeza. —¡Ni creas que voy a permitir quete vayas con él! —¿Qué harás para detenerme? —Me removí para liberarme de suagarre, pero él apretó los dedos muchomás. —Lo que sea necesario, incluso, lafuerza.

Quedé helada ante tal sugerencia. —¡¿Me golpearías?! —¡A ti, no! En ese instante, Donovan se nosacercó mirando a David condesconfianza. —¿Sucede algo? David me soltó, tensándoseamenazador. —No. Él ya se iba —dije sobándomelos brazos. —De hecho, el que se va es él. —David rectificó sin dejar de mirarme.Sus ojos azules estaban máspenetrantes que de costumbre,reflejando la rabia que teníacontenida y que en cualquier momentoiba a estallar.

Donovan resopló con rabia. —¿Quién eres tú para ordenar queme vaya? —Lo empujó con fuerza. Me sobresalté al ver su reacciónviolenta. —Chicos... —Vete por las buenas —siseó Davida punto de perder los estribos. —Chicos, contrólense. —Sentía elcorazón acelerado. Miré hacia loslados para saber si había alguien queme pudiera ayudar a calmarlos, peroestábamos solos los tres. —Quiero ver que lo intentes por lasmalas —le desafió Donovan. David no lo pensó dos veces. Tomócon fuerza a Donovan por el cuello y lolevantó con una mano; sus pies quedaron

colgados a centímetros del suelo. —¡DAVID, NO! —grité, azorada,tratando de sepáralos. La expresión desu rostro era feroz, casi animal. Sus ojos se rasgaron y se dilataron,cambiando el color a un amarillo ámbar. Me paralizó. Esos ojos... Donovan luchaba por zafarse de lamano que tanto se aferraba como grilletealrededor de su cuello impidiéndolerespirar. Pero entonces, David hizo algomás que me heló la sangre, su rostro sedesdibujó y con voz ronca le dijo: —¡Te irás por qué así lo ordeno! —Luego le dijo algo más al oído que nopude entender. —¡David, suéltalo! ¡SUELTALO! —

le gritaba tratando de tirar de subrazo, sin moverlo un milímetro—.¡Bájalo, lo estás lastimando! Lo soltó al ver mi expresión de terror.Las piernas de Donovan se tambalearoncayendo de rodillas al piso. Tosíallevándose las manos a la garganta. Me arrodillé a su lado. —Me la pagarás —le habló con vozahogada. Intenté ayudarlo alevantarse, pero un fuerte dolor en elestómago lo doblegó enseguida—.Aaagh... —¡¿Donovan qué te sucede?! —mepreocupé. —¡Aaaagggghhh...! —No podíahablar por el dolor que sentía. Seaferró más al estómago.

—¡¿Qué tienes?! —Traté deayudarlo a levantarse del piso. —Dé...ja...me. —Me habló condificultad, apartándome condelicadeza. Se levantó y trató demantenerse erguido, pero le eraimposible, cayendo de nuevo al piso. Ajuzgar por lo que veía, era como si leestuvieran desgarrando los órganospor dentro. Levantó la vista hacia aDavid, quien se reía con perversidad.Lo miró con furia y le dijo—: Esto...no se... quedará así. —Luego me mirócon ojos suplicantes—. Lo... sien...to.—Se levantó con dificultad, saliendo atoda prisa encorvado por el dolor ysintiéndose culpable de tener que

dejarme a su merced. —¡Donovan! —lo llamé preocupada.Iba a seguirlo, pero David lo impidiósujetándome con fuerza el brazo—.¡Suéltame! —exclamé molesta. —No. —¡QUÉ ME SUELTES, TE DIGO!—grité con todo mi ser. —Sabes que no permitiré que tevayas con él —dijo frunciendo lascejas. —¿Qué le hiciste? —inquirídesconcertada. —¡Nada! —La culpabilidad la teníamarcada en su frente. Lo miré furiosa. —Algo tuviste qué hacerle. Eso nofue normal.

—Tranquila, “no te lo lastimé” —sonrió con un deje de sarcasmo. Mepercaté que sus ojos eran azules denuevo. No tenía que ser adivina paradarme cuenta que David me estabamandando señales de que eradiferente y, por extensión, peligroso. —Tus ojos... —lo señalé con el dedoacusador—. Eran diferentes.Cambiaron. Y tu voz... ¡Te escuché!No me gustó. ¡Tú...! —Su expresióndivertida cambió por completo a unasombría—. Lo levantaste con unamano —intentó hablar, pero seguí conmis imputaciones—. Hay algo raro enti. No sé qué es, pero lo único que sé esque han pasado muchas cosas raras

desde que te conocí. Me soltó. Era interesante ver su rostro cambiarde la sorpresa al desconcierto. Pero alfinal, la expresión que dominó fue la deuna máscara de frialdad. Se dejó vercomo un ser impulsivo que gozaba deldolor de los demás. Reaccionaba peorque Donovan cuando perdía la pacienciacon los que más odiaba. David medemostró que era dominante pornaturaleza, pero también inseguro altener que luchar contra alguien que nonecesitaba de su encanto misterioso. —Te dije que haría lo que fueranecesario para no dejarte ir con él —espetó. Lo miré perpleja.

—¿Quién eres tú para decirme conquién debo estar, cuando te veo bien“acaramelado” con esa Ilva Mancini?—Quise morderme la lengua porechárselo en cara. —Te dije que era una amiga. —¡AL DIABLO CON TU AMIGA! David sonrió. —Menos mal que no estás celosa. —Idiota. Di media vuelta para marcharme delhotel. Y mientras bajaba deprisa por lasescaleras, me gritó: —¡Te llevo a tu casa! —¡NO! —le grité sin dejar decorrer—. ¡Me iré en taxi, no necesitode un guardaespaldas! ¡Sé cuidarmesola!

—¿Cómo la vez que casi te violan?—me recordó. Eso fue un golpe bajo. Me detuve a mitad de camino. Mevolteé y lo miré fulminante. —¿Qué dijiste? David cerró los ojos, lamentándosepor haber dicho semejante barbaridad. —Lo siento. —Te agradezco que me hayassalvado esa noche, pero no te quierocerca de mí —expresé con un nudo enla garganta. Mi rostro ardía por lafuria que sentía y mis ojos me picaban.No iba a permitir que me vierasucumbir al llanto. Retomé la carrera escaleras abajo. Cuando terminé de bajar los

escalones, me sorprendí al encontrarmede frente con él. —¿Cómo bajaste tan rápido? —Soy veloz —contestó, y no me diotiempo de retroceder, cuando me tomóde los hombros—. Allison, hay tantoque no sabes de mí, pero no sé cómodecírtelo. Aparté sus manos con brusquedad. —Habla. David enmudeció unos segundos. —No quiero perderte —dijo—. Nodespués de todo este tiempo. Lo miré extrañada. —¿Acaso me perdiste y me volvistea encontrar? Hubo un prolongado silencio que seapoderó de los dos y nos envolvió en

una burbuja invisible. David seaproximó tomando mi rostro con ambasmanos, sopesando mi reacción a sucercanía. —Te esperé tanto... —susurró cercade mis labios. No tuve tiempo de replicar, pues mecalló con un profundo besó que casi mecorta la respiración. Todo ese tiempoque había soñado con devorarme suslabios se había hecho realidad. Y susbesos resultaron ser de lo másapasionados que pude haber probado entoda la vida. Perdí toda vergüenza queestuviésemos dando un buen espectáculoy que nos juzgaran como si fuésemos dosamantes hambrientos de deseo y pasión.David mandó al diablo nuestra amistad y

me demostró que también tenía losmismos sentimientos que yo albergaba. Amor.

Causa y Efecto —¡ALÉJATE! ¡No! —Corría, meperseguía; quería hacerme daño—.¡David! ¡David! ¡Ayúdame! ¡¡Me quierematar!! Estaba perdida. Mi vida estaba ensus manos. Desperté sobresaltada por lapesadilla. ¡Soñaba una vez más con losatemorizantes ojos de gato! ¡¿Quésignificaba eso?! ¿Peligro? Pero... ¿aquién le tenía que temer? Me levanté de la cama, maldiciendo alfantasma de Rosángela por infundirmetemores, por ella había caído en laparanoia, veía sombras moverse deforma sospechosa por los rincones.

¡Detestaba sentirme tan asustadiza!Comenzaba a sopesar la posibilidad deirme de Isla Esmeralda. No obstante, quería dejar esasadvertencias oníricas y concentrarme enel beso que David me había dado fueradel Oriard. Fue sensacional, pese a queno se profundizó como yo quería. Poralgún motivo, David decidió que debíallevarme rápido a casa. Pero esas “orbes amarillas” metaladraban la cabeza. ¡Estuvieronpresentes en su atractivo rostro! En esaocasión yo no estaba bajo los efectosdel cloroformo o había bebido más de lacuenta en el baile como para alucinar.Estaba completamente sobria yconsciente de lo que sucedía a mi

alrededor. A David... le había cambiadoel color de sus ojos... De repente, sentí un frío que me llegópor la espalda. Me estremecí. Alguien, que teníatiempo sin visitarme, irrumpió en mediode la noche para amargarme la vida. Rosángela. —¿No te cansas de asustarme? —Metenía harta. Si tenía que hacerle frentepara que me dejara en paz, lo haría. La chica me miraba con ojosaterrados. —¡Ten cuidado, viene por ti...! —suvoz sonaba en ecos. —¡Dime de una vez quién viene pormí! —le grité. No sentía el temor quetantas veces me provocaba.

—Él... —señaló hacia la puerta delbalcón. Preocupada, me acerqué para revisarde quién se trataba; no quise encender laluz para no alertar a nadie. Me asomécon mucho sigilo a través de lascortinas, y lo que vi me dejó helada. El hombre que intentó violarme mesesatrás, estaba parado en medio del patio. ¡Es imposible! ¡¡Vincent Foster estávivo!! Entorné mis ojos hacia Rosángela paraque me explicara qué era lo que estabasucediendo, pero ella habíadesaparecido. Corrí hacia la habitación de mi tíapara alertarla del peligro inminente quenos asechaba.

—¡Tía, despierta! —la zarandeé confuerza. Pero no lograba despertarla y susronquidos empeoraban. Escuché un estruendo de vidrios ydestrozos que provenían del pisoinferior de la casa. El ruido la despertó. —¡¿Qué fue eso?! —se sobresaltó. —¡Sssssshhhhhhh...! Hay alguien en lacasa —le susurré. Ella se levantó a toda prisa buscandola escopeta en el armario. —Llama al 911 —me ordenó. Esperanzada, alcé el auricular delteléfono que se encontraba al lado de lacama, pero tuve la desagradablesorpresa que la línea estaba cortada. —No tiene tono —dije nerviosa—.¡¿Qué vamos hacer?!

Ella gruñó. —Quién sea, cortó la línea —masculló—. Y si no hay línea... —sedirigió hacia el interruptor de la luz—no hay electricidad. Pensé en mi móvil y corrí a buscarlo.Pero tía se interpuso, cerrando la puertade la habitación. —¡No! —susurró—. Es peligroso. El corazón comenzó a latirme conviolencia. Estábamos en una posición enla que difícilmente podíamos salir bienlibradas. Era el clásico cliché en dondea la víctima la dejaban a oscuras en supropia casa y sin ningún medio parapedir ayuda. Tía hurgó a tientas en el primer cajóndel armario extrayendo una caja de

zapatos. La abrió y enseguida sacó unpequeño revólver para, posteriormente,cargarlo con munición. —¿Qué es eso? —me preocupé alentregármelo. —Es un calibre 38, perteneció a tu tío. —¡¿Qué se supone haré con él?! —pregunté estupefacta, sentía que el armame pesaba toneladas. Su expresión de frialdad me dejóaturdida. —Matar. Pero entonces, una voz, proveniente dela planta baja, nos atemorizó a las dos. —¿Dulzuuuuuura? —canturreó VincentFoster—. Te me escapaste; esta vez “tuamiguito” no está aquí para defenderte.No sabes las ansias que tengo. —Se rió

—. ¿Por qué no sales? Hay algo que tequiero mostrar... Tía Matilde sacó la escopeta y laaccionó como si fuera Terminator.Abrió la puerta y se dirigió a él,gritándole: —¡Yo también tengo algo que tequiero mostrar! Le disparó desde lo alto de laescalera. Pero no le atinó. La silueta negra semovía con mucha rapidez por losmuebles y las paredes, tumbando ygolpeando cuanto objeto se encontrabaen el camino. Su risa maquiavélica eratodo lo que nos indicaba dónde podíaestar, haciéndonos girar cada vez que sedesplazaba. No nos atacaba, disfrutaba

al jugar con nuestros miedos. Tía lo seguía con el cañón de laescopeta, pero este era ágil y velozescapando de la mira. Desapareció porunos segundos sin escuchar su risitaburlona. Ambas respirábamosaceleradas, pendientes del menorindicio de su presencia. De un punto de la casa, lo vimos surgirde entre las sombras. Tía giró rápido elcañón y logró acertarle en el pecho. La fuerza del impacto lo lanzó contralos sillones de la sala. Tía seguía apuntando, esperando a quereaccionara de un momento a otro,podíamos verlo entre la penumbra dondeyacía tendido en el piso sin reaccionarcon la pierna izquierda elevada sobre el

sofá. Fui hasta las ventanas de la sala ydescorrí las cortinas para que entrara unpoco de luz del poste de la esquina. Tía dio un paso para verlo mejor. —Lo he visto en alguna parte —comentó. —Es el sujeto que intentó violarme —le recordé—. Se supone que estámuerto. Ella lo contempló con espanto. —Es obvio que no. Al instante recordé que su cuerpohabía sido “hurtado” de la morgue.¡Pero habían pasado cinco meses! Sucuerpo tendría que estar putrefacto ocongelado para mantenerse intacto.Entonces, ¿cómo podía caminar después

del salvajismo sufrido? ¡¿Acaso nuncamurió?! ¿Fue todo un teatro? ¿Y mivisiones...? —¿Está muerto? —pregunté mirandosu pecho. Ambas lo observamos. Tenía todas lasseñales de estar sin vida. Estaba pálido,sus ojos los tenía abiertos einexpresivos. No respiraba y su heridaemanaba sangre aguada. Nos acercamos con precaución. TíaMatilde se adelantó, tocándole el pechocon el cañón de la escopeta paracerciorarse que estuviera muerto. Entonces vi un brillo y un movimientofugaz en sus glóbulos oculares, y nadapude hacer para alertarla a ella. Con la pierna que yacía sobre el sofá,

Vincent le propinó una fuerte patada enel estómago. La lanzó por los aires hastahacerla caer sobre la mesa del comedor. —¡TÍA! —Corrí hasta ella condesesperación. La mesa había quedadodestrozada por el impacto—. ¡TÍA!¡NOOOO! —Caí a su lado, sin estarsegura de si seguía con vida. Las risas de Vincent Foster mealertaron de inmediato. —Tú y yo tenemos un asuntitopendiente. —Rió con malicia al tiempoque se incorporaba. Me levanté con el revólver empuñadoen mi mano. No lo había disparadoporque no me sentía capaz de herir aalguien. Pero en vista de lo que le hizo ami tía, estaba dispuesta acabar con su

vida. Levanté el arma, sosteniéndolo conambas manos, tenía miedo y mirespiración entrecortada no me ayudabaa mantener el control. Vincent Foster alzó sus manos en señalde rendición, podía ver que lo hacía máscomo un juego que por miedo a que lomatara. Advertí que tenía completos losdiez dedos. ¡Se habían regenerado de lamordida del animal! —¿Piensas dispararme? —merecriminó—. Pierdes el tiempo, dulzura.Las balas no me hacen daño. ¿Ves? —Seacercó hasta las ventanas de la sala yalzó su camiseta para que pudiera verlela herida del pecho. Mi mandíbula se desencajó, tenía unacicatriz recién curada.

Pero lo que más me horrorizó fueronsus ojos. ¡Eran los mismos ojos de gatoque tanto me atormentaron! ¡¿Era él?! Vincent se acercó, sigiloso,disfrutando mi temor. —¡Detente! —le amenacé con el arma. Extendió las manos hacia los lados.Sus colmillos eran tan grandes a los deun animal feroz. —Anda; dispárame. A ver si puedes. Eso hice. Disparé hacia su cabeza, pero él semovió tan rápido que no vi hacia dóndese dirigió. Respiré hondo y empuñé el revólvercon más fuerza, tenía que matarlo, eracuestión de vida o muerte, y mi vida no

se la iba a entregar tan fácilmente. Fue extraño. Antes que él se volvieraa aparecer, yo ya sabía a dónde apuntar.Disparé hiriéndole en la oreja izquierda.Vincent se sorprendió y se escondió enla oscuridad. —Si por mí fuera, ya estarías muerta.Pero debo llevarte conmigo —escupió. —¿Llevarme adónde? —pregunté conaprensión, mirando hacia todos lados. Su risa se sintió por toda la casa. —Tengo amigos que te quierenconocer. ¿“Amigos”? ¡¿Qué amigos?! —¡No iré contigo a ninguna parte! Él volvió a reírse. —No tienes alternativa —dijo. Vincent Foster emergió de la

oscuridad, tan rápido que no vi en quémomento lo tenía a mi lado. Reaccionéde puro instinto. Me tiré al piso y ledisparé en el rostro. Vincent se tambaleóy cruzó la sala en un segundo. Yo loseguí con el cañón, disparándole en dosoportunidades. Había logrado herirlo enel brazo y la pierna. Se escondió para escapar de mipuntería. No lo pensé dos veces, corrí fuera dela casa y con el aire faltándome en lospulmones. Pero fue infructuoso, Vincentme había atrapado con facilidad. Intenté escapar de él, pero enseguidame tenía aprisionada entre sus brazos. —¿Adónde crees que vas? —¡Suéltame! ¡Auxilio! ¡ALGUIEN

QUE ME AYUDE! —Deja de gritar, nadie te va a ayudar.—Me alzó por encima de su hombro,dejándome bocabajo. Su arrogancia le impidió ver que yotodavía poseía el arma. Como pude, elevé mi brazo y ledisparé en la nuca. Vincent se tambaleó soltándome en elacto. Yo caí de cabeza sobre elpavimento raspándome la frente y lasmanos. Él se giró, tratando de sostenersecontra algo para no perder el equilibrio,pero cuando pude verle me produjonáuseas, había perdido su ojo izquierdoy el agua sanguinolenta le brotaba engrandes cantidades por la boca y por lacuenca del ojo. Trató de agarrarme, pero

sus manos se aferraron en el aire. Yoretrocedía en el suelo conforme élavanzaba hacia mí. Accioné el gatillo denuevo y procuré hacerlo contra su otroojo; sin embargo, mi puntería habíafallado. Vincent retrocedió llevándose la manoa la cabeza. —Vas a pagármelas —siseó. Luegogiró su rostro hacia el ruido queproducían las sirenas de la policía a lolejos—. “Vendremos” por ti pronto. —En dos zancadas se alejó de la calle. Yo quedé tirada en el piso, temblandode miedo y llorando, ese hombre volvíaa mi vida para hacerla añicos, paraatormentarme y lastimar a mis seresqueridos.

Corrí hacia la casa sin esperar a lapolicía. La angustia por saber si tía seencontraba viva o muerta eraabrumadora. —¡TÍA! —Me arrojé sobre ella,dejando el revólver a un lado—. ¡Oh,Dios! ¡¡TÍA!! —Le busqué el pulso paracomprobar que seguía con vida. Suspiré aliviada. Tenía. —¡ALLISON! —Escuché la más bellade las voces. —¿David? —Estaba alucinando. —¿Estás bien? —Se arrodilló a milado a una velocidad sorprendente. —¡David! —grité sorprendida alverlo. Reparó en mis heridas y me abrazó. —¡¿Cómo llegaste tan rápido?! —

Estaba aturdida. —Por tu temor —respondió. Sus palabras resonaron en mi cabeza,pero no me importó, lo abracé másfuerte y lloré sobre su hombro. —La golpeó; está malherida... David me besó la cabeza y me soltópara revisarla. —Su corazón está débil —dijo en vozbaja sin haberle puesto un dedo encima. —¿Cómo lo sabes, si no la hastocado? —le inquirí extrañada. Él no me respondió. Su actitud era tanextraña, como el regreso de la muerte deVincent Foster. —Él no era humano —comenté sintemor a que me tildara de loca. Davidme miró sin responder—. ¿Él era un...?

—No pude terminar la pregunta, el ruidode las sirenas nos ensordeció a los dos.Los oficiales se habían bajado de laspatrullas.

Indicios ySospechas ENTRANDO al hospital percibí unaenergía que se desplazaba por todaspartes. Era fuerte y desconcertante.Sentía millones de agujas invisiblesperforar mi cuerpo al mismo tiempo.Pero esa energía no provenía depacientes o personas aguardando poruno. Eran entidades que trataban decomunicarse conmigo, su único vínculocon el mundo de los vivos. Me aferré del brazo de David, quecaminaba a mi lado. —¡Déjenme en paz! —grité a losfantasmas. No bastaba con el de

Rosángela, ahora tenía que lidiar conellos. —¿Estás bien? —preguntó David sincomprender a quién le gritaba. Merodeó con el brazo acercándome a supecho. —¡Qué se vayan! —exclamé con unhilo de voz. David miró a su alrededor buscandolos causantes de mi angustia. —¿Quiénes? —No me sueltes... —apreté lafrazada y me aferré a su cuerpo. Depronto las súplicas y los reproches delos fantasmas dejaron de molestarme.Abrí los ojos sorprendida por elsilencio, comprobando para mi alegríaque habían desaparecido.

Luego que me llevaran a hacer unosanálisis de sangre, ordenado por elcomisario Rosenberg para determinar sien algo estaba implicada en el ataque ami tía, David y yo nos sentamos en lasala de espera, cerca de una hora,pendientes a que ella saliera deoperación. Estaba desastrosa con micabello alborotado y la ropa de dormir,sucia. Lloré sintiéndome fatal de solopensar que Vincent no tuvo reparo engolpear a una anciana. La única fortalezaque podía encontrar, estaba en losbrazos de David. Me tenía recostada ensu pecho, acariciándome el cabello ensilencio. No me hablaba, dejando quedesahogara todo mi sufrimiento. —Descuida, Allison. Me encargaré

de ese sujeto —susurró. Levanté el rostro, alarmada. —¡¿Cómo te encargarás?! No me respondió. —¿Qué piensas hacer, David? —mepreocupé. Él no podía enfrentarse a unhombre sumamente peligroso. —No permitiré que te haga daño. Nos miramos. Sus sombríos ojos meindicaban que hablaba en serio. Habíaen ellos rabia contenida y un deseoardiente, casi voraz de besarme. Tenerlotan cerca de mí, me hacía sentirprotegida y segura, manteniéndome entrela razón y la locura. Entonces recordélos besos de la noche anterior e ignoréal oficial que nos observaba a pocadistancia. Saqué la mano debajo de la

frazada y comencé a delinear sus labioscon las yemas de los dedos. David cerrólos ojos por el placer que sentía yentreabrió los labios, invitándome a quelo besara. Yo quería jugar con susreacciones. Rocé mis labios contra lossuyos con suavidad, haciendo que lafricción provocara minúsculaspartículas de electricidad que recorríannuestras bocas. El preámbulo del besoprovocó un sonido bajo en su garganta yuna agitación en su respiración. Intentóbesarme, pero me retiré enseguida, nodeseaba acabar con el juego tan rápido;así que sonreí y negué con la cabeza.David comprendió que el beso era mío ydejó que reiniciara mis roces una vezmás. Sus manos se tensaban sobre mi

espalda cada vez que insinuaba que elbeso estaba por venir. Un carraspeo se escuchó detrás denosotros. El oficial que me custodiaba,decidió interrumpirnos. David y yo nosacomodamos sobre nuestras sillas,mirándonos con ganas de devorarnosmutuamente. Sin embargo, fueafortunado que no siguiéramos más alláde las caricias y los roces, porque encuanto nos separamos, el señor Burns yDonovan llegaron corriendo hastanosotros. —¡Allison! ¿Estás bien? ¡¿Qué fuelo que pasó?! —preguntó Donovanangustiado. Solté la frazada y salí corriendo paraabrazarlo.

—Nos atacaron. Él entró a la casa porla fuerza —comenté. Alcancé a ver porel rabillo del ojo, que David estabamolesto por la presencia de Donovan. —¿Quién? —El señor Burns seinquietó. —No me creerán... —respondídeshaciendo el abrazo de mi amigo. Donovan observó las raspaduras de mifrente y las manos. Y enseguida le lanzóuna mirada asesina a David, indicándoleen silencio que ajustarían cuentas mástarde como si fuera el culpable. —¿Por qué no? —él se intrigó. —Porque fue... Vincent Foster. Padrino y ahijado, intercambiaronmiradas para luego posar sus ojos conseveridad sobre David.

—¿El tipo que casi te ultraja? —Elseñor Burns enarcó una ceja conincredulidad—. ¿Estás segura? —¡Sí, no estoy loca! —parecía queles costaba creerme —Cálmate, Allison. —Donovan meabrazó de nuevo sin dejar que Davidse acercara. —¿Cómo está ella? —Al señorBurns se le quebró la voz. Lloré. —Su-sufrió un fuerte... —hipé—golpe que le fracturó el cráneo. Lehicieron una resonancia magnética ytuvieron que intervenirla para evitarque el sangrado se expandiera haciaotras partes del cerebro. Y por sifuera poco, tiene tres costillas rotas y

la pierna derecha fracturada —agregué. —Y tú, ¿estás bien? —Donovan seangustió. —Sí, estoy bien. Tía fue la que sellevó la peor parte. El señor Burns enfocó sus ojos haciael oficial y preguntó: —¿Qué dijo la policía a todo esto? —No me creen. Me ordenaronhacerme una prueba toxicológica paradeterminar si consumo drogas. —Hiceuna seña con la cabeza en dirección alpolicía que me acompañaba. —¡¿Qué?! —Donovan y el señorBurns se sorprendieron. —¿Por qué sospechan de ti, Allison?—preguntó Donovan perplejo.

Suspiré. —Porque creen que le hice daño ami tía —respondí llorosa—. ¡Pero nofue así! ¡Le disparamos paradefendernos! —¿“Le dispararon”? ¿A VincentFoster? —Dudó el señor Burns—. ¿Note habrás confundido? Él estámuerto... —¡No! ¡Era él! Si hubiesen visto lasangre... —de solo recordar, measqueaba. —Entonces ¿lo mataron? —indagóDonovan. —Se escapó. El señor Burns y Donovan miraron conseveridad a David. Y yo no entendía porqué lo miraban tanto de ese modo.

—Hay algo más... —susurré. —Dinos —habló Donovan mientrasme besaba la frente. Lo que hizo queDavid empuñara las manos. Respiré. —Vincent fue a mi casa parasecuestrarme. Donovan se estremeció. —Él quería terminar lo que... yasabes... —la voz le tembló sin poder sercapaz de terminar la frase. —No. Él no fue para “eso” —dije—.Él seguía órdenes. —¿Cómo que “órdenes”? —Donovanme separó de él, sorprendido—. ¿Dequién? —se preocupó. Miré a David que lucía pensativo yexpresé:

—De “quién”, no. De “quiénes”. El señor Burns buscó captar miatención. —¿Te habló de ellos? —inquirió. —No —le respondí. —Puede que sean pandilleros... —comentó Donovan restándole misterio alasunto. No refuté. Me tomarían por loca si lesdijera que eran vampiros. Porque Vincent Foster lo era. De esoestaba segura. ***** Me sentí extraña al estar sentada entreDavid y Donovan. Podía sentir la

tensión que surcaba el ambiente. Davidme tomaba de la mano, estableciendo suposición de pertenencia. En cambio,Donovan lo miraba desafiante, dispuestoa disputarle mi atención. Estaba en una situación bastanteincómoda y en la que nadie desearíaestar en mis zapatos. No me atrevíahablar, no sabía cómo iniciar unaconversación entre ellos sin que el otrose sintiera excluido u ofendido. Recorríaen mi mente cualquier tema en el quepodríamos conversar a gusto sin querepercutiera en una discusión. Pero pormás que repasaba y repasaba, noencontraba nada que pudiera sacarme deese atolladero. El único tema que se mecruzaba, era la imagen vampírica de

Vincent Foster y su deseo de llevarmeDios sabe a dónde y con quiénes. Sinembargo, no era un tema que podíaabordar con facilidad. Miraba hacia los lados buscandoalguna señal que me indicara que todoestaba bien. Pero no era así, ambospermanecían huraños, con las cejasfruncidas y la mandíbula tensa.Comenzaba a impacientarme, no sabíaen qué momento retornaría el señorBurns de la cafetería, por lo menosenfocaría un poco la atención sobre él. —El señor Burns se demora —traté deiniciar conversación. —Sí —los dos contestaron al mismotiempo. No hubo más respuesta.

Movía la pierna con nerviosismo. —¿Alguna idea de qué equipo ganarála Serie Mundial este año? Se encogieron de hombros. No lesapetecía hablar. —Yo pienso que los Medias Rojas —indagué para incentivarles a que dieransus opiniones. Ellos voltearon a mirarme con gestodesaprobatorio. —¡Yankees! —refutaron. Al menoshabía un tema que ambos compartían,pero de lo que yo poco sabía. —Entonces Yankees una vez más... —repetí como tonta. —Ajá. —Sí Fueron las respuestas de David y

Donovan, respectivamente. ¡Rayos! Esto de aliviar tensiones seestaba convirtiendo en una tareaexhaustiva. No obstante, fue extraño lo quesucedió a continuación, porque de unmomento a otro David empezó a actuarde forma anormal. Parecía tener algunadolencia en el cuerpo. —¿Estás bien? —me preocupé. Latonalidad dorada en su rostro y en susmanos había desaparecido para darlugar a una desconcertante blancuraespectral. Le palpé la frente parasaber si tenía fiebre. Estaba helado.La temperatura de su piel habíadescendido varios grados de maneraalarmante.

—Sí —dijo apretándose el puentede la nariz. Parecía que el dolor seestuviera concentrando en la cabeza. —Pareces enfermo, ¿seguro queestás bien? Donovan se inclinó hacia delante paraobservarlo mejor. —Enseguida vuelvo —David selevantó y salió de la sala de espera.Traté de seguirlo, pero Donovan meinterceptó sujetándome la muñeca. Elpolicía se removió en su sitio alobservarnos hablar. —Te pueden esposar por tratar deirte sin permiso. —Necesito saber qué le sucede —susurré para que el uniformado no meescuchara.

—No. Debes dejarlo solo. —¿Por qué? El señor Burns regresó con un café yun periódico debajo del brazo. Donovanse levantó para hablar a solas con él. Nolograba escucharlos, pero veía queestaban molestos. Me dieron ganas de salir corriendodetrás de David y averiguar qué era loque le estaba sucediendo. Necesitabasaber qué tenía y si algún médico loestaba atendiendo. Me maldije por notener conmigo el móvil; debí pedirle auno de los oficiales que me permitierabuscarlo en mi habitación para no estarincomunicada, pero qué iba yo a saberque todo ese lío se iba a armar.

***** Después de mucho esperar, subieron atía a su habitación. Fui la primera enentrar. Tenía una venda que le cubríacabeza, con hematomas y laceracionesen todo el cuerpo. Su pierna derechaestaba enyesada desde el pie hastadebajo de la rodilla y sostenida en elaire mediante un cabestrillo. Fue buenoque su cadera no se fracturara y el dañofuera peor. Tenía un tubo introducido enla boca que le permitía respirar. Elritmo de los latidos de su corazón seescuchaba por medio de un monitorcardíaco al que estaba conectada. Tía despertó después de varias horas,

toda adolorida, apenas podía abrir losojos, se lamentaba con quejidos ytrataba de palpar qué era lo que teníaintroducido en la boca. —Tranquila. Esto te ayuda arespirar mejor. —Ella me miró conterror—. No te preocupes, estamos asalvo, no volverá hacernos daño. —Lesonreí. Cuando el comisario Rosenberg hablócon ella estuvo más consciente. Le hizounas cuantas preguntas a solas, tal vezrecogiendo información desde su puntode vista. Donovan sugirió que me fuera adescansar a su casa cuando la policíaasí lo permitiera, pero ni por un segundome separaría de ella. A rastras me

tendrían que sacar del hospital paraalejarme. Él se marchó para buscar ropa de unatal Marianna, que me quedó resonandoen la cabeza. Era la primera vez quehabía oído el nombre. ¿Una novia oamiga? Conocía todos sus amigos, perode ella: nada. Me sorprendió, pues él mehabía contado casi todo de su vida.Estudiaba en el Instituto De CienciasMarinas en Morehead City y tenía unatienda de artículos deportivos cerca desu casa. Era instructor de kayak de mar yun excelente surfista. Por lo que sidescubría algo nuevo de él, era todo unacontecimiento. No me atreví a llevarle la contraria ausar ropas ajenas, no podía usar las

mías; mi casa quedaría sellada hasta quela investigación concluyera. El señorBurns y yo nos quedamos sentados frentea la habitación de tía Matilde mientrasesperábamos a que ella se recuperara.Pero tuve un aliciente que me hizo sentirbien en el acto. David apareció de la nada. —¡David! —exclamé sorprendida alverlo. El señor Burns lo miró desoslayo levantándose de la silla. —Voy al baño —dijo. No entendía por qué tanto odio, peroevité preguntar y David ignoró sumirada sentándose a mi lado. —¿Qué te pasó que te fuiste ayertan rápido? —No me sentía bien —explicó.

—¿Pero tenías que irte delhospital?, ¿no crees que haysuficientes médicos para atenderte? Él vaciló. —Bueno... yo... Lo siento. —No te disculpes —lo abracé.Necesitaba de su calidez. Parecía mentira que estuve a punto deser secuestrada por un hombre que sesupone había muerto desde hace variassemanas. Lo peor de todo, es que sabíade mí mucho más de lo que meimaginaba. ¡Sabía dónde vivía! No sé por qué, pero tenía la sensaciónque aquel “cadáver caminante”, estabade alguna manera relacionado conDavid. Ya no existía la excusa de laalucinación. Tía y yo lo vimos

desplazarse como ningún humano podíahacerlo. De algún modo, mis pesadillasy visiones, tenían sentido, y en mi menteestaban revoloteando una serie depreguntas a las cuales no conseguíarespuestas.

Asuntos poraclarar EL mes de diciembre se anunció conpocas expectativas. Mis análisistoxicológicos arrojaron que estabalimpia de toda clase de drogas. Mequitaron el oficial que me vigilada, perono me excusaron de estar bajo la mirillade la ley. La salud de tía mejoraba poco a poco;no obstante, estaba mejor a como habíaestado un mes atrás. Le dieron el alta ala semana y el resto de los días continuórecuperándose en casa del señor Burns.Se tuvo que alquilar una camaortopédica para que pudiera pasar mejor

sus noches al dormir; aunque eso eracasi imposible para ella, dado el dolorque sentía en las costillas y la pierna. Por desgracia, no podíamos retornar acasa por los destrozos y debido a que nosabíamos nada del paradero de VincentFoster. Para la policía fue una bromacruel de gente perversa con la quesupuestamente yo mantenía algún tipo derelación. Pero, en ningún momentocreyeron que se trataba de un “cadáverrobado” que buscaba venganza. Para mí,era el ataque de un vampiro. ¡No sabíaqué otro nombre darle a una persona queposeía semejante fuerza, velocidad ycolmillos! ¿Qué más podía ser, salvouna criatura de esas? Siempre habíapensado que pertenecían a los mitos,

pero me equivoqué. Y eso me hizo inquietar y pensar enDavid, en sus ojos cambiantes de color,en su fuerza extraordinaria, y en losextraños sucesos que transcurrieron esanoche, cuando me rescató en CedarPoint. Había sobreviviendo“milagrosamente” a una puñalada en elestómago que le pudo haber costado lavida. Entonces él... Sacudí la cabeza sin aceptarlo. No obstante, recordé conpreocupación la “herida” que tenía elfantasma de Rosángela en su cuello. ¡Erauna mordida! ¿Sería posible que hace cien años ellahubiera perecido a manos de un vampiro

y no de su supuesto “novio”? Jadeé. ¡Por supuesto! ¡Me advirtió de unainminente amenaza! Tal vez al ser unente que se movía entre el mundo de losvivos y de los muertos, tenía acceso a loque ocurriría en el futuro cercano. Ymás si ella había sido víctima de esosseres sanguinarios. Suspiré y el temor me invadió alinstante. Si Vincent era un vampiro, ytodo lo que vi había sido real...entonces... ¿Quiénes eran los sujetos queme querían secuestrar? ¡¿Másvampiros?! Pero... ¡¿por qué?! ¿Era unavenganza por haberle causado la muertea ese criminal? ¿Por haberme Daviddefendido? ¿O ese sujeto había mentido

y actuó solo para aterrorizarme? Lo más probable. Temblé. La noche se cernía sobre IslaEsmeralda. Me apresuré en hacer lasmaletas para tía y para mí. Durante esassemanas, tuve suficientes mudas de ropaque Donovan, siendo amable, me ofrecióde su hermana de la que nunca hablaba:la misteriosa Marianna. Tía fue la quemenos requirió prendas de vestir, tansolo unas cuantas batas de dormir que elseñor Burns le compró, por estar lamayor parte del tiempo recostada en lacama. David me pidió que nos fuéramos avivir a su casa hasta que tía serecuperara y atraparan a los culpables.Pero tuve que rechazar su tentadora

oferta, ella no aceptaría importunarlo,no le tenía la suficiente confianza comopara abusar de su hospitalidad. Si pormí fuera, estaríamos disfrutando de susatenciones. Me llamaba con frecuenciaal móvil que me había obsequiado ymandado con un mensajero. Todas mispertenencias habían quedado en IslaEsmeralda, manteniendo una precauciónexcesiva. Durante horas hablábamos tonterías;nunca se cansaba de ofrecerme su casa yyo, cada vez menos firme, tenía querechazarlo. No me visitaba, ni siquieracon la excusa de ver a unaconvaleciente. Los reporteros y las fansenloquecidas, por los nuevosacontecimientos, le hacían la vida

imposible. Además, procuraba noacercarse a Beaufort; no decía cuáleseran los motivos por el que no podíapisar el hogar del señor Burns, ni porqué había tanta enemistad entre ellos;algo de lo que tampoco los otros estabandispuestos a explicarme. En lo que síestaban de acuerdo esos tres hombres,incluso mi tía, era que no debía abrir elanticuario ni andar sola por ahí sinimportar la hora. David me lo recordabaa menudo y era persistente en eso depermanecer dentro de la casa. Pronto el invierno nos caería encima;la temperatura descendía ya, pero elintenso frío no nos golpeaba como yopensé que lo haría. Apenas llegaba a los10°C, haciéndonos vislumbrar que

pasaríamos una estación diferente. Misabrigos tendrían que esperar en elarmario hasta otra ocasión en que elclima lo requiriese; al parecer, en elcondado de Carteret estaría la nieveausente un año más para mi tristeza,pues me indicaba que no tendríamos unablanca navidad. —¡Todo es mi culpa! —Arrojé lablusa dentro de la maleta—. Si yo nohubiera venido a vivir con ella, tal vezesto no habría pasado. —Tú no tienes culpa de nada —dijoDonovan cerrando la maleta—. Estacasa la heredaste de tu padre;además, ¿adónde irías? Tu madrastrate echó de la casa. ¿Qué podíashacer?

Suspiré. —Podía haberme quedado en NuevaYork, tenía los medios económicospara hacerlo. Donovan dejó lo que estaba haciendoy me tomó de los hombros condelicadeza —Matilde es tu único familiar,tenían tiempo que no se veían. Esnatural que hubieses deseadoquedarte con ella. Sollocé. —Tengo miedo que él vuelva pornosotras y nos cause daño. Quizás,sea mejor que nos regresemos aNueva York. Su ceño se frunció. —¡Qué dices, Allison, no lo vamos a

permitir! —Pero, Donovan, temo por ti, por elseñor Burns, por mis amigos, por...David. Temo que Vincent Fosterquiera vengarse con algunos deustedes. Sus ojos se tornaron oscuros y susmanos se aferraron un poco sobre mishombros. —Por mí no te preocupes, ni porPeter, estamos preparados paracualquier circunstancia que sepresente. Y en cuanto a David... —sonrió con displicencia— ni tepreocupes. —¡Puede lastimarlo! —repliqué—.No me lo perdonaría si algo lesucediera.

El comentario sorprendió a Donovande mala manera. —¡¿A él?! —Rió con rabia—. Teaseguro que David es la últimapersona por la que te deberíaspreocupar. Me inquietó. ¿Qué hacía diferente aDavid como para que su integridadfísica no fuera importante, en especialcontra un vampiro? —Aun así, tengo miedo —le hicever. Donovan se impacientó de tantomelodrama. —Vámonos, se hace tarde. —Sellevó las dos maletas hasta su Jeep. No obstante, no pasó mucho tiempocuando escuché sus gritos en el fondo de

la casa. Bajé a toda prisa, deteniéndome en eldescanso de las escaleras. Donovan yDavid discutían en la entrada principal.Más bien era Donovan quien llevabamonopolizada la discusión, pues Davidpermanecía en silencio, mirándolo casidesafiante; el simple hecho de sacarlede las casillas le parecía divertido. —¡¿David, qué haces aquí?! —pregunté nerviosa, sabiendo queDonovan estaba por caerle a losgolpes. —Vine por ti —dijo monocorde. —¿Adónde la vas a llevar? —inquirió Donovan contrariado. —A mi casa —respondió el aludidocon tranquilidad.

Donovan resopló. —Qué pena, porque ella vendráconmigo. —Se abrió paso con lasmaletas en cada mano. David se hizo a un lado, pero no seretiró de la puerta principal. Yo bajé lasescaleras a toda prisa, pasando por sulado con el corazón acelerado. Pero me tomó del brazo. —Allison, no vayas con él —mesuplicó—. Necesito hablar contigo, esimportante. —¡Claro que no! —Donovan tiró lasmaletas para separarme de él—.¡Suéltala! Ni siquiera tuvo tiempo de apartarme,cuando David, con la mano libre, lo tiróal suelo de un empujón. Donovan cayó

golpeándose la cabeza. Intenté socorrerlo, pero David me loimpidió, su mano se aferraba con fuerzaen mi brazo. —¡Donovan! —Luché por zafarmede él—. ¡Suéltame! —grité con losojos inundados de lágrimas. No podíaser tan vil. David me soltó permitiendo que meacercara a Donovan. Corrí llena deangustia, arrodillándome a su lado, noveía que él reaccionara, estaba tiradobocarriba con los ojos cerrados como sihubiera perdido la consciencia. —¿Estás bien? —Palpé su cabezaen busca de heridas. Sus ojos se abrieron para mi alivio. —Sí... —respondió adolorido.

Miré a David con severidad. —¡Bruto, casi lo matas! —lerecriminé. David no reaccionó, su mirada estabavacía sin remordimiento alguno. —Apenas lo empujé —se excusó. —Pues mide tus fuerzas —replicóDonovan sobándose la parte posteriorde la cabeza. Lo ayudé a levantarse.De no estar mareado por el golpe, lehubiera caído encima a David paravengarse. Donovan se soltó para no demostrardebilidad. Agarró las maletas sin dejarde echar miradas iracundas hacia surival. —Vámonos, Allison —dijo. Lo pensé un segundo y comprendí que

no podía irme con él. Negué con la cabeza. Por algunaextraña razón, sentía que debía estar allado de David. —No, Donovan. Iré con él —musité. Los ojos de Donovan se abrierondesmesurados. —¡¿Qué?! —Estaba perplejo antemi decisión—. Pero... —Por favor, entiéndeme —lointerrumpí—. Necesito aclarar algo... Frunció las cejas, enojado. —¿Qué necesitas “aclarar”? ¡Yo tepuedo dar las respuestas quenecesitas! No lo creía. —Confía en mí, Donovan. —Lo siento, pero sé de lo que él

puede ser capaz. David empuñó las manos,conteniéndose. —No le haré nada —siseó—, nisiquiera “le hincaré” el diente, si esoes lo que te preocupa. ¿Ah? Ellos estaban que se peleaban y yo nopodía permitir que llegaran a peorestérminos. —Escúchame, Donovan, porque nolo voy a repetir: retornaré a tu casaen cuanto termine de hablar con él. Donovan me miró con ojosexorbitados. —¡¿Y por qué en su casa?! —inquirió—. Deberían hacerlo en unrestaurante o en algún lugar público,

¿no te parece? Sopesé la sugerencia. —Un restaurante es buena idea.¿Verdad, David? —Seguro —le restó importancia. Sin embargo, Donovan no estabadispuesto a dejarme partir sin antessacar más información. —Bien, pero necesito saber a cuálrestaurante van a ir. —¿Para qué quieres saber,Donovan? Por favor, deja de ser tandesconfiado —repliqué. —¡Está bien! —resopló confrustración. Luego dirigió sus ojos conodio hacia David—. Más te vale queno le pongas un dedo encima —leamenazó.

David sonrió con suficiencia. —Le pondré “todos” los que ellaquiera. Donovan tiró las maletas al piso eintentó propinarle un puñetazo, pero nopudo. David era bueno para esquivar losgolpes. —¡BASTA! —grité exasperada.Ambos dejaron la riña al oírme tanmolesta—. Tú, al auto. ¡Ya! —Señaléa David con el dedo—. Y tú, DonovanBaldassari, vete a casa, que nos vemosal rato. ¿Entendido? Él tensó la mandíbula para luegohablar: —Entendido —respondió conreticencia.

Rosafuego DURANTE el trayecto hacia elrestaurante —que por cierto David nodijo cuál—, manejó a una velocidad“moderada”. Había sido consideradopara que mis nervios no quedarandesechos sobre el asiento. Su anillogolpeaba el volante sin parar. Era unaacción que solía hacer cuando estabanervioso y para poder descargar latensión que se cernía sobre él. Después de atravesar el puente deAtlantic Beach, David giró hacia el este;parecía que íbamos a cenar en CostaCristal, en alguno de los tantos lugaresdonde se servían comida de mar. Pero no fue así.

Mantuvo el rumbo, uno que, a medidaque avanzaba, me inquietaba más. Loobservé, preocupada, y una sonrisa untanto maliciosa se asomaba por lacomisura de sus labios. —¿Adónde me llevas? —Nossumergíamos en un camino boscoso,dejando atrás Isla Esmeralda,Morehead City y Beaufort. Meabrumaba, pues sin duda merecordaba el miedo que había vividomeses atrás. —A mi casa —respondió con un dejede triunfo en su voz. —¿Por qué? —Me removí en elasiento—. Creí que íbamos a cenar enun restaurante. Me miró y había una chispa de fuego

en sus ojos. —No es un buen lugar, para lo quetenemos que hablar. Mi corazón saltó como loco dentro demi pecho. —¿Crees que sea buena idea? David sonrió. —Por supuesto, es la más apropiadapara responder a tus preguntas. Me estremecí. Estaba dispuesto acontarme todo. Pero... ¿qué lo hizocambiar de opinión? Mi corazón, que ya lo teníapalpitándome en la tráquea, cayó alfondo del estómago. —¿Cómo supiste que estaba en IslaEsmeralda? —Dudaba que el señorBurns o tía Matilde le dieran la

información. David vaciló. —Eh... Los vi salir de Beaufort. Ibaa visitarte... ¡¿“Visitarme”?! Me sorprendió, no solo porque Davidse hubiera animado a pisar el domiciliode unas personas que lo aborrecían, sinoque actuaba como un enfermo de loscelos. Tardamos un poco en surcar TheBlack Cat. La comunidad estaba algoretirada de las otras poblacionesaledañas, rodeada por grandes árbolesque le daba a los lugareños ciertaprivacidad. Cuanto más nosadentrábamos en el área boscosa, más

espectaculares eran las residencias queallí se levantaban y más alejadas estabaunas de otras. Sus vecinos eranadinerados y estaban aislados del restodel mundo. Al llegar, David se estacionó justo aun lado del camino que da acceso haciauna gran casona, y yo quedé con la bocaabierta. Era en realidad una mansiónblanca e imponente, con ampliasventanas y vidrios polarizados. Pero mis ojos rodaron hacia unaestatua que adornaba el jardín exterior.Y de inmediato se me heló la sangre. ¡Era horrorosa! De estar erguida debíamedir como dos metros cincuenta dealto. Decir que espantaría hasta lascucarachas, era quedarse corto. Solo a

David se le ocurría esculpir semejanteatrocidad y ponerla frente a su casacomo si fuera una fuente de querubines.La Calavera de la Muerte: pálida yblanquecina, cubierta con su capuchanegra que caía a los lados en ondaspesadas, se acuclillaba en el céspedsosteniendo con una mano la tapa de unataúd que sobresalía del hoyo cavado enel suelo. Esperaba a que la ocuparan.Con la otra mano, señalaba la lápida,cuya inscripción hacía pensarlo mejorantes de dar un paso en dirección a lacasa: “Solo faltas tú”. —Muy encantador... —le expreséanonadada. Era un claro mensaje paracorrer a las chicas y reporteros que sehabían apostillados frente a su casa días

atrás. David se rió encogiéndose dehombros. El ama de llaves estaba de pie en lapuerta principal, aguardando a queDavid y yo entráramos. Era una señorade unos sesenta y cinco años, que memiraba con cara de águila arpía. Debióser muy guapa en su juventud, con elpelo canoso que indicaba que, en otrora,fue en extremo rubio. Tuve que esperar a que David meabriera la puerta a menos que me ganarauna reprimenda de su parte. —Bienvenida —saludó la ancianacon marcado acento inglés. Tenía unaire refinado y pedante. Mis ojos se clavaron en el nombre con

el que bautizaron la mansión:Rosafuego. Me sorprendió que fuerapoco masculino y para nada macabro;causaba risa su falta de imaginación,habiendo una inmensidad de nombresoriginales que hubieran adornado a laperfección la pared de su residencia.Pero David Colbert era intrigante, yvaya Dios a saber por qué la llamó así. Entramos a la casa. Y me sobresaltécuando el ama de llaves cerró la puertacon fuerza detrás de mí. David giró los ojos hacia ella conseveridad. Por lo visto, él se habíainspirado en ella para esculpir LaCalavera. Era tenebrosa. —Gracias, Rebecca. Te puedes ir —le habló con cortesía a pesar de sus

reprochables actos. La anciana se fue pisando fuerte hastael fondo del corredor. Luego David dirigió sus orbes haciamí, con la mirada cambiada. —Discúlpala, no le gustan losextraños. Sonreí y me encogí de hombros pararestarle importancia, la pésimaeducación de esa amargada no me iba aechar a perder el momento. Por dentro, la decoración era sencillay con buen gusto. Colecciones demagníficas esculturas, traídas de susviajes por el mundo, se encontrabandesplegadas por la sala y susalrededores. David me dio un mini tourpor la sala al ver mi interés por las

esculturas étnicas. Me explicó el origeny lo que representaba cada una de ellas. Me llamó la atención un objeto enparticular, uno que me hizo pensar alinstante en el nombre que David le dio ala casa. Eran unas lenguas de fuego talladas encristal de cuarzo que se retorcían entresí abrazando algo en su interior. Verlaallí, tan solitaria, única y exquisita,contrastaba sobre la tosca repisa de lachimenea y de las esculturasrudimentarias. Me acerqué, deleitada por la bellezade la escultura moderna. Dentro de ellahabía una rosa, cuyo tallo no teníaespinas; también moldeada en cristal detamaño real a una rosa natural y con

cierto realismo. De inmediato recordé que una ocasiónvi en una de las galerías de Nueva York,la hermosa pintura de una flor blanca enllamas. Por supuesto, una genial obramacabra de David Colbert. Era tal cuala la rosa blanca arrebujada por el fuegoque la devoraba, con la diferencia queesta sangraba por el tallo y los pétalos,dejando un charco a sus pies. Acaricié la escultura, palpándola conmucho cuidado y pendiente de noestrellarla contra el piso de madera.Seguía con las yemas de los dedos laslíneas de sus formas; meditando elsignificado que podría tener la esculturacristalina y la pintura que había visto.Podía ser, y era lo más seguro, que el

fuego: imperturbable e inclemente,consumía y destruía toda la bellezanatural que encontraba a su paso. No obstante, algo me decía que misconjeturas eran equivocadas. Lacomposición simbolizaba algo más y noera la destrucción de la MadreNaturaleza. Entonces, ¿qué era? Me sobresalté cuando sentí a Daviddetrás de mí. Me había olvidado de su presencia.Toda mi piel se erizó conforme élinhalaba y exhalaba el aire que estabaentre los dos. Lo hacía tan calmado, queparecía que mi cercanía no le afectaba. Pero yo no podía decir lo mismo, micuerpo por completo temblaba como

hoja de papel azotada por el viento. David alzó su mano, levantándola endirección hacia la escultura,acariciándola del mismo modo en cómoyo lo hacía. —Es hermosa —dije temblorosa—.Pero es rara. —¿Por qué lo dices? —preguntó conparsimonia, y el sonido de su vozretumbó en mis oídos causandoestragos. —Pues, parece que la esculturafuese... —No sabía de qué manerainterpretarla. —¿Fuese, qué...? —apremió conansiedad la respuesta. —Es... ¿alguna remembranza? Hizo un breve silencio y luego

respondió: —Sí. Es un amor perdido. Recordé el día en que hablamos en elCocoa Rock. —¿Tu esposa? —Sí. Me volví a verle. —¡¿Murió quemada?! ¡Pensé quehabía sido asesinada! Sus ojos se oscurecieron. —Y lo fue... Murió de la peor forma. La chispa de fuego que vi en al auto,ya no la tenían sus ojos, sino que en sulugar, una mirada sombría la habíareemplazado. —¿Atraparon al asesino? Se alejó caminando con la vistaclavada en el piso y, cuando saldó unos

pasos entre nosotros, se detuvo sinvoltear a mirarme. —Asesinos. Y digamos que se hizojusticia —dijo con rudeza. Elcomentario causó un escalofrío portodo mi cuerpo. —¿Qué quisiste decir con eso? —mepreocupó. Siendo inoportuna, el ama de llavesentró a la sala para anunciar que la cenaestaba servida. David se giró extendiéndome la manopara llevarme hasta el comedor. La tomépor cortesía para luego soltarla, peroDavid me la sujetó con firmeza,impidiendo que me zafara de él. La avinagrada mujer nos esperaba allado de dos jóvenes mesoneras

elegantemente vestidas. No entendía por qué tanta formalidadpara una cena en la que se iban aclararasuntos pendientes que podríanlastimarnos. David separó la silla para que mesentara. Luego se fue hasta el otroextremo de la mesa y ocupó su lugar. Suspiré, no me agradó la lejanía, puesla mesa era para doce comensales yhubiera preferido sentarme cerca de él. David se percató de mi descontento, loque hizo que movieran su vajilla a milado. Le eché una ojeada a la anciana, y fuemejor no haberlo hecho, seguía molesta.Era incómodo tener que hablar con unpúblico femenino pendiente de los dos.

No podía interrogarlo sobre elvampirismo de Vincent Foster. Lapregunta me cosquilleaba la punta de lalengua, muriéndose por salir. En cambioDavid estaba a gusto, hablando de temassin importancia. Nos sirvieron la cena: langostinosrebozados; no podía ser más deliciosa yromántica. Me fijé que David noprobaba bocado alguno, revolvía conlentitud la comida, triturando en trocitoslos langostinos. —¿Por qué no comes? —le preguntéen voz baja, de modo que las mujeresno pudieran escucharme. David no respondió, pero me sonrió.Con el tenedor pinchó un langostino yenseguida se lo llevó a la boca. Me dio

la impresión que no le había gustado,pero no dijo nada ni hizo algún gestodesagradable, solo se limitó a cerrar losojos, y enseguida tomó dos bocados,engulléndolos con rapidez. Después de cenar, David me tomó dela mano y me llevó hasta el jardínposterior de la casa. Me condujo hastaunas sillas plegables que estaban enmedio del patio y, antes de que mesentara, quedé mirando embobada unyate anclado en el muelle que seencontraba frente a nosotros. —¡Vaya, qué hermoso! —exclamémaravillada. La embarcación, de líneas deportivasy modernas, era de cuatro pisos de alto ycon una longitud de unos treinta y cinco

metros aproximados. Los noticierosnunca mostraron el impresionante navíocuando los helicópteros sobrevolaban lacasa para filmarla después de lainvasión de las chicas. —¿Te gustaría dar un paseo? —preguntó al instante. Estuve a punto de decirle que sí, peroluego pensé en la conversación queteníamos pendiente. —No, lo único que quiero es quehablemos. Él suspiró. —¿Tan impaciente estás por irte? Puse los ojos en blanco a la vez queme sentaba en una de las sillasplegables. —No, David, pero no estaré aquí

toda la noche esperando a que tedecidas a contarme todo. Él se sentó a mi lado. Quedamos frentea frente, con nuestras rodillas casirozándose. —Bien... Hablemos —dijo dándosepor vencido. Pero resulta que ninguno de los dosinició la conversación. Yo me moría porpreguntarle sobre el misterio queenvolvía la muerte de Vincent Foster;sin embargo, no me atrevía porque temíareiniciar su enfado, como aquella nocheen el muelle. —Habla de una vez, David —le instécon impaciencia. Él suspiró por segunda vez. —La verdad... —hizo una pausa—

quería alejarte de Donovan. Lo escuché estupefacta. Demasiadobello para ser cierto. Me engañó una vezmás y me vio la cara de boba. —¿Es todo? ¡¿Solo querías alejarmede él?! ¿Acaso no sabes que mi tíaestá hospedada en su casarecuperándose de las heridas? ¡Yovivo con él! —¿Por qué rayos no sequejó cuando hablábamos por elmóvil? David se removió en su asiento. —Puedo mandar por ella, pediré unaambulancia y la traerán sin ningúnproblema. Aquí las dos estarán mejoratendidas. Me reí incrédula. David a todo le teníasolución.

—Ya te dije que ella no lo permitirá—repliqué. —¡Entonces quédate tú! —sedesesperó. Un fuego se arremolinó en mi pecho aldarme cuenta que David me necesitaba asu lado con urgencia. —¡No! —exclamé conteniendo laalegría—. ¿Qué te pasa? No puedohacer eso. ¿Olvidas que dónde ellaesté, yo estaré? —Eso era verdad, nodejaría a mi tía botada en otro lugarpara que yo pudiera retozar con él. Él desvió la mirada a lo lejos. —Lo sé. —Entonces, ¿por qué me trajiste asabiendas que no aceptaría?

—¡Porque no te quiero cerca de él!—gruñó mirándome de retorno conseveridad. Me estremeció y casi se me explota elcorazón. Sus celos lo hacían reaccionarde un modo tan infantil. —¿Y por qué...? —Quería oír de suslabios las razones. Pero él enmudeció. Suspiré cansada. Le sacaría la verdada como diera lugar. —Dime, David, ¿por qué no quieresque esté cerca de Donovan? —insistícon urgencia. Él suspiró. —Por temor —reveló en voz baja. ¡Listo! Ahí estaba parte de su misterio. —¡¿Por temor?! —Me incliné un

poco hacia adelante—. ¿Qué es lo quetanto temes?, si se puede saber... David vaciló un instante. —De... perderte. Que me veas con...asco. Sus palabras me inquietaron. —¿Por qué habría de sentir “asco”de ti? David se levantó de la silla y searrodilló a mi lado, tomándome lasmanos. —Estoy dispuesto hacer lo que seapor retenerte a mi lado. No voy apermitir que te separen de mí. Lo miré extrañada. ¿A qué se debíaese repentino temor? Quise levantarme, pero David me

sujetó el rostro con ambas manosatrayéndome con fuerza hacia él. —Haré lo que sea, Allison, ¡lo quesea! por retenerte... Intenté separarme, pero la fuerza queejercía sobre mí me mantuvo a escasoscentímetros de sus labios. Entonces ocurrió algo que no meesperaba. No sé si fue por las copas devino blanco que tomé durante la cena,pero juraría que David me hablabatelepáticamente y que le habíancambiado el color de sus ojos de lamisma forma en que lo hizo a las afuerasdel Oriard. «Allison, presta atención a mispalabras —“habló” haciendo que missentidos se nublaran—: olvida tu deseo

de preguntarme sobre Vincent Foster ylo que viste esa noche. Olvida lo queestés sintiendo por Donovan. Y olvídatede todos y viaja conmigo, lejos.» ¿Qué pretendía con imponermesemejante orden? —¡No! —exclamé. David me miró perplejo. —No haré nada de lo que me estáspidiendo, porque es importante para mí.Ahora, si no estás dispuesto a sincerarteconmigo, no tengo nada qué hacer aquí.Así que... —le di unas palmaditas aldorso de sus manos— será mejor queme sueltes y me lleves a Beaufort. David liberó mi rostro al instante. Sinembargo, su actitud enojada me indicabaque no quería hacerme caso. Volvió a su

asiento, cruzándose de brazos y con lavista clavada en el hermoso yate.Parecía un niño enfurruñado que nopodía salirse con la suya; un juguetesexual se le escapaba de las manos. —Entonces llamaré un taxi —dije sindejarme intimidar. Si quería, me podíaencerrar. Saqué el móvil del bolsillo trasero demi pantalón, pero David me sujetó lamano con firmeza. —No. Yo te llevaré. —Su velocidadme asombró. De pronto lo tuve pegadoa mi lado. —Bien. Iré por mi bolso. Caminé rumbo a la puerta que daacceso a la cocina, mientras él sequedaba atrás, cabizbajo y pensativo. El

ama de llaves observaba a las chicasrecoger la vajilla de la mesa. Todas sesorprendieron al verme entrar endirección hacia la sala. —¿Se va “la señorita”? —preguntóla anciana, pisándome los talones.Contenía el entusiasmo por vermelejos de Rosafuego. —Sí, señora, ya me voy. —Muy bien, no queda otra quedecirle qué le vaya bien. —Se giró yme dejó con ganas de arrancarle lacabeza. Salí por la puerta principal echandochispas, no deseaba encontrarme denuevo con esa desagradable señora y susimpertinentes comentarios. David meesperaba recostado sobre la puerta del

copiloto del Lamborghini. Había algo enél que captó mi atención, era esa sonrisamaliciosa que suele tener cuando se salecon la suya. Cavilé qué podría ser, lanoche no fue para nada exitosa. Fue másuna pérdida de tiempo y esfuerzo. Conforme avanzábamos por laoscuridad de la carretera, Davidmantenía esa sonrisa que me resultababastante odiosa. —¿Se puede saber qué es lo que tecausa tanta gracia? —preguntéconteniendo las ganas de gritarle. Detuvo el Lamborghini con unasonrisa triunfal. —No podemos avanzar —dijo. —¿Por qué no? Señaló hacia delante.

Dos portentosos árbolesobstaculizaban el camino. No habíamodo de rodearlos ni existía una víaalterna en la que nos pudiéramosdesviar. Entonces comprendí que estabaa su merced. —Tendrás que pasar la noche en micasa, esos árboles no los quitaranhasta mañana. —¡¿Qué?! ¡No haré eso! —No tienes alternativa. —¡Por supuesto que sí! Llamaré aDonovan, vendrá hasta este punto ypodré irme con él. David reaccionó como si lo hubieraabofeteado. —¡¿Estás dispuesta a pasar porencima de esos árboles para alejarte

de mí?! —dijo dolido. Ya que no me quieres decir nada... —Es lo mejor. —No creo que sea buena idea,pronto caerá una tormenta. Me crucé de brazos. —No pronosticaron lluvias para eldía de hoy —le refuté. Parecía mentira, lo había acabado dedecir, y un fuerte estruendo se escuchóen el cielo. David esbozó una amplia sonrisa yretrocedió el auto, girándolo endirección hacia la mansión. Menos mal que el Lamborghini teníapuesto el techo de lona, la lluvia arreciacon tanta fuerza que empezaba agranizar. Aminoró la velocidad y pidió

que me pusiera el cinturón de seguridadpor si patinaba el vehículo. Ellimpiaparabrisas parecía un bate debéisbol que golpeaba cada granizo quecaía sobre nosotros. Miré hacia el techo de lona esperandoque un trozo de hielo la perforara y megolpeara la cabeza. —Qué granizada tan particular... —comentó David pensativo. Rosafuego estaba en completaoscuridad. Los choques de nubes en elcielo iluminaban la casa por segundos,los rayos me sobresaltaban yensordecían con cada estridencia. Elgranizo castigaba inmisericorde a LaCalavera de la Muerte que yacíaacuclillada bajo la capucha que la

envolvía. David estacionó frente al garaje y sebajó para abrir el portón manualmente.Corrió hacia el Lamborghini y entramosa una oscuridad que parecía la boca dellobo. Encendió la luz del interior del auto yme regaló una sonrisa magnífica. Sesacudió el cabello y las gotas de aguasalpicaron mi brazo izquierdo.Enseguida se disculpó y me limpió. Unadescarga eléctrica peor a la que en elcielo surcaba, me recorrió la piel,haciéndola erizar. Mi corazón se aceleróy David sonrió una vez más. Entonces, me abalancé sobre él,pasando por encima de la consolacentral y rodeándole el cuello para

besarle con furia. Él se paralizó uninstante, sorprendido de mi reacción,pero al segundo me aferró entre susbrazos, haciendo que me sentara sobresus piernas a horcajadas. Nos dimos unbeso cargado de lujuria. Nuestraslenguas se enredaban y mandabanoleadas de placer que viajaban directo anuestros genitales haciéndonos“palpitar”. Respirábamos entrecortados.Mi torso quedaba aprisionado entre supecho y el volante a mi espalda. Nohabía mucho espacio para “maniobrar”,aun así nos las arreglábamos paraacariciarnos. Me sujetó de las caderas e hizo queme moviera sobre su miembro. Estabacontenido dentro del pantalón, había

crecido considerablemente. David tanteó el techo del auto y apagóla luz para sumergirnos en la oscuridad.Buscó desabotonarme la blusa. Parpadeé. No era el lugar apropiado para perderla virginidad. —David... aquí no... —Había matadoa la fiera y le tenía miedo al cuero. Miscomplejos me estaban ganando lapartida. Él suspiró y encendió de nuevo la luzdel auto. —Está bien: “aquí no”. —Pero su vozronca me indicaba que lo dejaríamospara más tarde. Bajé de sus piernas y me tercié elbolso, esperando a que me abriera la

puerta. Sin embargo, David se tomó sutiempo para apaciguar el fuego quehabía dentro de su ser. Cerró los ojos yrespiró profundo un par de veces comosi estuviese meditando. Necesitaba“enfriarse” antes de que el ama dellaves y las asistentes se percataran desu erección. El corazón me palpitaba como untambor. ¡Yo lo había excitado! Mesentía extraña y poderosa. Pero a lavez... avergonzada. ¡Qué mezcla desentimientos tenía! Como si un ángel mereprochara en el oído derecho, y undiablillo me felicitara en el izquierdo.Había tentado a un semidiós... David —ya aplacado— apagó la luz,sin haber buscado en la guantera alguna

linterna. Fue rápido en bajarse del autoy abrirme la puerta. Su velocidadsiempre me asombraba. No me soltó, merodeó la cintura y me aferró para que nome tropezara. No necesitó de linternaspara movilizarnos. Me extrañó que,siendo tan adinerado, no tuviera luces deemergencia que sirvieran de respaldopara esos imprevistos. Entramos a un pequeño vestíbulo queestaba “más claro”. De lejos pude veralgunas luces flotar por los pasillos endirección a la cocina. Al principio mesobresalté pensado que iba a serabordada por los fantasmas residentesde la casa, que hasta el momento no loshabía percibido. Pero por fortuna era elama de llaves que portaba una vela

individual. Una de las chicas se aproximó anosotros para iluminarnos. —Un rayo cayó cerca —nosinformó. Tenía en cada mano uncandelabro pequeño. David le alargóla mano para que le entregara uno. Mi corazón no se cansada de palpitarcon fuerza. Estaba preocupada por lareacción de tía Matilde y la furia deDonovan. Intenté llamarlo, pero mi móvil y el deDavid estaban muertos. Aunque tuvesuerte, porque había un teléfono en lacasa que no había sido afectado por latormenta eléctrica. David me llevó a la biblioteca yesperó a que me pudiera comunicar.

Donovan se molestó por lo sucedido einsistió en ir a buscarme a pesar de lascircunstancias. Le suplicaba que no lohiciera, pues temía que sufriera unaccidente por mi culpa. Pero a él pocole importaba, no deseaba que yo pasarala noche con David Colbert. No obstante, me sorprendió que Davidme pidiera el auricular para hablar conél: —Allison estará bien —dijo—. Solopasará la noche en mi casa. Mañana lallevaré de regreso, sana y salva. —Guardó silencio, escuchando, tal vez,una retahíla de insultos—. Nopodemos salir con esta tormenta, espeligroso. —Del auricular sealcanzaban a escuchar algunas

palabras poco actas para menores deedad—. No le pasará nada. Nocompares, no es lo mismo, ella así loquiso. ¿“Ella”? ¿De quién están hablando?¿De mí? Luego David entornó sus ojos,buscando mi mirada. —También me importa, no lalastimaré. ¿Me comprendes? —Suspalabras me estremecieron. Después me entregó el auricular. Donovan me dio mil consejos para“preservar” mi seguridad. Aseguró queme buscaría tan pronto quitaran losárboles del camino y más le valía aDavid no aprovecharse de la situación. —¿Allison? —Me llamó por última

vez para que captara su atención. —¿Sí? —Te amo. Parpadeé al sentirme expuesta frente aDavid, no sabía cómo responder sintener que lastimar a ninguno de los dos. —Yo también te... quiero —dije lomás bajito posible. David frunció las cejas, molesto. Colgué el auricular, sintiendo que micorazón se me iba a salir del pecho,sabía que durante la noche nadie meimpediría estar a solas con él. —Donovan te importa, ¿verdad? —habló con pesar. Suspiré y me quité el bolso paradejarlo sobre el escritorio. —Sí —le respondí.

David se acercó para acariciarme elcabello, lo que hizo que mis piernascomenzaran a temblar. —Descuida, no le pasará nada. Me aparté en cuanto se aproximó más.Tenía miedo de perder el control, deestar tan desinhibida como en el auto. —¿Dónde voy a dormir? Se rió con malicia. —Conmigo. Sentí un golpe en el pecho y sonreí. Aldemonio, todos, yo me acostaría con él. Sin embargo... era increíble queestando solos, rodeados de tantos librosy con toda la noche para tener sexo, meviniera a picar el gusanillo de lacuriosidad. Quería saber sobre Vincent Foster.

Acerqué el reloj al candelabro paraver la hora. 10:15 pm. —¿Cansada? —Estudió misemblante— ¿Te quieres ir a dormir? —No, la verdad es que no tengosueño. Yo... —callé mirándoloabrumada. Me arriesgaba al ridículo.¿Qué pruebas contundentes tenía?¿La posible aparición vampírica deVincent Foster? No tenía quiénrespaldara mi historia; ni siquiera tíarecordaba con exactitud lo queocurrido esa noche. Entonces ¿quépodía hacer? ¿Confrontarlo? Suspiré. Tenía que hacerlo. Encuestión de horas me iría sin saber sitendría otra oportunidad de pisar

Rosafuego. —Dime —me instó. Respiré profundo. —¿Tuviste algo que ver con...? —El dormitorio de “la invitada” estálisto, señor. —La inoportuna entradade la inglesa no se hizo esperar. ¡¿Y a esa vieja quién le dijo que mepreparara una habitación aparte?! ¡Yoquería dormir con el dueño de la casa,no en una habitación de huéspedes! —Gracias, Rebecca. David me guió hacia al piso superior.La electricidad llegó de improviso. Lacasa se iluminó por completo,resurgiendo de la oscuridad que se lahabía tragado.

Amor Eterno RECONOCÍ un macabro estilofamiliar en el cuadro que estaba colgadoen el pasillo del segundo piso. —¿Es tuya? —pregunté. La pinturaera interesante y no se quedaba atráscon las que había visto en susexhibiciones. —Sí. —No se detuvo a hablarme deella como lo hacen tantos pintores quese sienten orgullosos de sus obras dearte. Pasó de largo y me llevó a unahabitación que estaba cerca. Me impresionó la delicadeza en quefue amueblada, decorada para una damade gusto exquisito.

—Aquí te quedarás —sonrió—. Midormitorio está frente al tuyo por sinecesitas algo. Me sonrojé bajando la mirada. —David... —era el momento y micorazón estaba que estallaba de losnervios—, necesitamos hablar... Su mirada se tensó. —¿Sobre qué? —preguntabahaciéndose el desentendido. Me senté en la cama. —Sobre Vincent Foster. Él... ¿Sabeslo que era él? Se tensó. —Un criminal —respondió conparquedad. Negué con la cabeza —Me refiero a que “si sabes” lo que

era él en realidad. David permaneció en silencio. Elcielo seguía en una guerra de nubesfuriosas y ruidosas que iluminaban porinstantes la casa. La lluvia continuaba,pero el sonido del golpeteo del granizoya no se escuchaba. Sin embargo, dentrode la habitación, estaba por desatarseuna tormenta peor a la que afuera sehabía librado. Enfocó sus ojos hacia mis manos quetamborileaban inquietas sobre mispiernas y contestó: —No entiendo qué me quieres decir. Suspiré. Por lo visto tenía que sacarlela verdad por cucharadas. —En el hospital no les comenté loque vi de él —dije.

Sus cejas se fruncieron. —¿Cómo qué...? Bajé la mirada. —Como colmillos y ojos amarillos... David se carcajeó. —¿Te has puesto a pensar quepudieron ser falsos colmillos y lentesde contacto? Me ruboricé. Hasta cierto punto éltenía razón. —Sí, lo pensé —convine—. Pero¿cómo me explicas que estaba vivocuando se supone debía estar muerto? A David se le borró la sonrisa de loslabios. —Lo confundiste con otro. Algún tipoparecido... —¿Tía también? —Empuñé las manos

sobre el edredón, odiaba que me tomarapor tonta—. ¡Ella lo vio! —¡Estaba oscuro! —refutó con vozendurecida—. Tal vez ese tipo separecía a Vincent Foster. —No, David. ¡Era él, y estaba vivo!,¡tenía grandes colmillos y ojosdemoníacos! Él negó con la cabeza mientras se reíacon nerviosismo. —Te jugaron una broma pesada. Sentía que toda la rabia se me estabaarremolinando en el pecho y no medejaba respirar. David no me creía o sehacía el loco. Y si estaba al tanto detodo, lo disimulaba muy bien. —¿Te parece que patear a mi tía fueuna broma pesada?

Se avergonzó. —Allison... —¡Vincent Foster es un vampiro! —lancé mi sospecha. David palideció. —No lo es. —¡SÍ, LO ES! —grité a todopulmón. Enmudecí al verme encolerizada.Respiré hondo varias veces pararecuperar la compostura. —David... —hice otra profundarespiración, esforzándome a bajar eltono agresivo de mi voz—. La nocheen que tú me rescataste en CedarPoint, fue la última vez de él comohumano. David apretó el puente de su nariz y

cerró los ojos conteniendo el repentinocambio de humor. —¿Volvemos a lo mismo? —arrastró las palabras, enojado. —No me mienta más, por favor —lloré—. ¡Háblame! —Me levanté de lacama y me acerqué tocándole el brazoizquierdo—. Puedes confiar en mí. Esdemasiado tarde para secretos.¡Admítelo de una vez! —Eh... yo... —me esquivó la mirada. Me había cansado de sus mentiras,necesitaba que me dijera la verdad deuna vez, aunque resultara espeluznante;porque si un hombre era capaz deregresar de la muerte, no era nadabueno; y menos, si David de algún modoestaba involucrado.

Le hablé en tono amenazante: —Será mejor que me digas la verdad,o si no... —¿O SI NO QUÉ? —me gritó porprimera vez— ¿QUÉ HARÁS? —Asustada, retrocedí dos pasos—.Cuéntales a todos lo que viste esa noche.Te reto a que lo hagas. Vamos a ver si tecreen; ya piensan que estás igual de locaque tu tía. Lo miré con furia. David me habíalastimado. Pero se había percatado de su error. —Lo siento —se disculpó en voz baja. —Sí, tu siempre lo sientes... —repetíllorando—. Pero no sé si “lo sientes” enrealidad. Me dirigí hacia la puerta.

—¡Espera! —Me interceptó conrapidez—. Te diré todo. Me planté molesta ante él. —¡Bien! Habla. —Él se apartódirigiéndose hacia la puerta—. ¡David!—No lo podía creer. Se iba a ir paradejarme encerrada en la habitación yevadir la verdad. —¿Qué quieres saber? —Cerró lapuerta bajo llave. Respiré aliviada, le haría frente a laverdad. —No tuve ninguna alucinación porcloroformo esa noche, ¿verdad? —leinquirí. Volteó a mirarme. —Así es. —Entonces, ¡¿todo pasó?! Tu

fuerza, la herida en el estómago, losgruñidos, tus ojos... —David asintió—.¡¿Por qué me mentiste?! —Estabaperpleja. —Es complicado. De pronto recordé algo que él mehabía dicho en el auto. —Él no huyó... —comenté para mímisma. David endureció la mirada. —No. —¡¿Lo mataste?! —¡Se lo merecía! —exclamó entredientes. Quedé abismada. —Pero... la policía... ¡Ellos te van adescubrir! Rió con displicencia.

—No saben nada. Jadeé. —¿Qué le hiciste a ese hombre queregresó de la muerte? David enmudeció, para luego mirarmecon ojos tenebrosos. —Lo mordí. Me sobresalté. Por primera vez loveía cómo lo que era. —¿Eres un...? —Ven. —Me tomó de la mano. —¿Adónde me llevas? —Confía en mí —abrió la puertacon su mano libre. Me condujo a través del pasillo;doblamos a la izquierda y subimos porlas escaleras hacia el tercer piso. Allícruzamos todo el pasillo que estaba a la

derecha. David se detuvo frente a unapuerta de dimensiones más grandes quelas del resto de la casa. Me soltó lamano y sacó la llave del bolsillo delpantalón, introduciéndola en el pomo dela puerta. —Eres la primera persona que entraaquí —reveló. Alcé una ceja. —¿Ni siquiera tu ama de llaves? —pregunté mordaz. —Ni siquiera ella. —Sonrió abriendola puerta. Me sorprendí al ver el interior. Lahabitación era muy espaciosa congrandes ventanales. No tenía mueblesconvencionales a excepción de unprecioso sofá de cuero negro. Algunas

pinturas sin sus marcos se apilaban unadetrás de la otra en el piso comoaguardando una próxima exhibición o talvez fueron desechadas por no gustarle aél tanto. Varios caballetes sosteníancuadros cubiertos con sabanas de linoblanco. Había grotescas esculturasatravesadas en la habitación, haciendoque ellas dominaran el espacio físico.Otras estaban en proceso de esculpido yretiradas del ojo escrutador. El ruido de la cerradura hizo que mevolteara e inquietara. David asegurabala puerta. —¿Por qué echas la llave? —Para que no entre nadie —respondió malicioso. —O para que nadie salga —hablé

nerviosa. David hizo caso omiso al miedo quese estaba apoderando de mí, señaló elgran retrato colgado al fondo de lahabitación que cubría gran parte de lapared. Jadeé. La sorpresa fue grande cuandoal acercarme, observé que la mujer de lapintura era idéntica a mí. —¡Vaya! —exclamé mirándolaaturdida—. Ella... —Se llamaba Sophie Lemoine —interrumpió con voz serena—. Midifunta esposa. Pasmada, me enfoqué en la pintura, ycomprendí en el acto del porqué élsiempre se relacionaba con mujeres deuna determinada apariencia física.

El cuadro tenía unas dimensiones detres metros de alto por dos de ancho. Noera una pintura macabra, ni surrealistacomo la mía. La pintura era el retratofiel de su esposa, con rasgos tanparecidos a los míos que cualquieradiría que fui yo la que posó para David,con peluca rubia y lentes de contactoazul celeste. Su rostro era pálido y demirada altiva. Estaba pintada de cuerpoentero, con un vestido largo y muyantiguo. El cabello lo tenía recogido entrenzas y enrollado en círculos, tapandolas orejas al estilo Princesa Leia de LaGuerra de las Galaxias. Las trenzasestaban cubiertas con una malla de hilosdorados, y en el medio de la frente, unatiara de oro con piedras preciosas,

rodeaba la cabeza. Mareada, me aparté de David. ¡¿Es una broma?! David frunció las cejas, dolido por miactitud temerosa. Suspiró y se llevó lasmanos a los bolsillos del pantalón. Suvista se perdía de nuevo en el retrato dela mujer. —Conocí a Sophie en 1430 a susdieciséis años de edad —reveló. ¡¿Qué?! Me dejó atónita la fecha. —Nos enamoramos —continuó—.La convertí en “una de nosotros” ypermanecimos juntos por cientoochenta años..., hasta que la perdí. Mi corazón se congeló. —¡¿Ciento ochenta años?! Entonceseres...

—Un vampiro —confirmó para mihorror. Ahí estaba yo, con un extraordinarioser que me confesaba, sin pelos en lalengua, su pasado. Ya sospechaba de él,pero no lo aceptaba, siempre buscabaalguna excusa que me explicara todo.Debí dejarme guiar por mis instintos.David era peligroso. —¡¿Va-vampiro?! ¿Quieres ver cómo lucimos enrealidad, Allison? —Había cierto brillode maldad en sus zafíreos ojos. La pregunta me inquietó sobremanera,porque, sin dejar que me preparara o menegara, presencié la más temibletransformación de su cuerpo. Ninguna película ni libro de vampiros

te prepara para recibir semejante visión.Sus ojos se rasgaron y cambiaron a unamarillo salvaje. ¡Eran los mismos ojosde gato que tantas veces había visto enmis visiones y que tanto me habíanatemorizado! La piel de su cuerpocambió a una blanquecina que seasemejaba a la de un espectro. De susencías, cuatro colmillos se alargaban.Advertí que los de arriba eran muchomás largos que los de abajo. Y pararematar la espantosa metamorfosisvampírica: los dedos de sus manos eranalargados, rematados en filosas uñas queparecían garras de águila. ¡Eran lasmismas garras que aparecieron en mivisión destrozando a Vincent Foster enel bosque!

Retrocedí y tropecé con uno de loscaballetes a mi espalda. Caí al piso. Unade las esculturas casi me aplasta, peroDavid la apartó con un golpe de revés.Emitía un sonido gutural como losfelinos cuando estaban al acecho. —Esto es lo que soy —habló con vozgruesa. Dejé de respirar. No tenía fuerzas paralevantarme del piso, me deslizaba deespaldas y con el corazón a punto deestallar. Busqué algo con lo que me pudieradefender. David permaneció en silencio en unaposición lista para saltarme encima. Elgruñido en su garganta se intensificó yyo casi me muero del susto.

Las piernas no me respondían paraponerme de pie y salir despavorida.Oteaba por algo que me sirviera paradefenderme. La única arma factible quetenía a mi alcance era la maderadestrozada del caballete. Tan solo teníaque levantarme un poco y hacerme deuna estaca para herirlo. Sin embargo, elmiedo era algo serio, cuanto másluchaba por levantarme para retirar untrozo de madera, más el peso de micuerpo dominaba por permanecerpegado al piso. Desistí cuando David se deslizó haciamí como un felino. Mi corazón palpitaba por los nervios.Volví a buscar a mi alrededor por otrapieza de madera y, para mi suerte, había

una a un metro de mi cabeza. Estiré elbrazo para alcanzarlo, pero las puntasde mis dedos apenas lo rozaban. Mearrastré un poco y logré aferrarme a élcon fuerzas. David se rió de forma atemorizante. —¡¿Vas a atacarme con eso?! —Mearrebató la estaca en un segundo,arrojándola al otro extremo de lahabitación. Reuní las fuerzas necesarias paralevantarme y correr despavorida. Perotropecé con los escombros de laescultura, esparcidos en el piso. David intentó acercarse, levantando suespantosa mano para tocarme el rostro.Cerré los ojos, muerta del susto. —Mírame, Allison —ordenó—. No

temas, no te lastimaré —habló contranquilidad. Abrí los ojos. David permanecíainmóvil frente a mí, tratando una vezmás de acariciarme el rostro. Pensé quesufriría un infarto y me aparté de sumano transformada. David no intentó tocarme más, se alejóal verme asustada. —Me temes —su voz tenía un matiz deafirmación y dolor. ¿Cómo decirle que estaba aterrorizadasin lastimarlo? —Tu silencio dice mucho —selamentó—. Temes lo que soy. Era extraño que dijera “lo que soy”como si yo lo conociera a la perfección,y la verdad... era que no sabía nada de

él. Luché para encontrar la voz. —T-te confieso que un poco... ¡Perono cómo crees! —me adelanté a decir,tratando de reparar cualquier ofensa—. Estoy asustada, aunque más por laimpresión, que por... ya sabes... —loseñalé de arriba abajo. Me sorprendíal darme cuenta que mi temor de serasesinada, pasó a segundo plano. Él sonrió. —Entonces, tú no... —susurróvolviendo a su “estado normal”. —Claro que no —le sonreí ya mástranquila—. Solo que no vuelvas amostrarme esos colmillos. Su mirada ya no me resultaba tanamenazadora.

Extendió la mano para ayudarme alevantar. Vacilé, para luego aceptarla. —Procuraré no hacerlo —dijo consu melodioso acento extranjero. —Gracias. Intenté soltarme de su mano, pero él nolo permitió. —¿Qué dicen tus visiones de mí? —inquirió para mi sorpresa. Lo miré perpleja. ¡¿Pero cómo...?! —¿Mis visiones? —Mi voz eraforzada por la impresión— ¡¿Desdecuándo lo sabes?! —Desde el hospital. Suspiré. Sería tonto si no se hubieradado cuenta que era psíquica. —Mis visiones son confusas —le

revelé—. Veo los ojos de un animalpeligroso que está dispuesto a todo,incluso a matar por lo suyo. —Exacto, y no voy a permitir quenada ni nadie me aparte de ti. —Meapretó la mano para hacérmeloentender. Comprendí que aquellos ojos de gatono eran de Vincent Foster, sino los deDavid. Pensé en mi amigo. —¿Donovan sabe que eres vampiro?—No me era de extrañar. —Desde hace varios años —respondió. Me impactó que Donovan estuvieraenterado de toda esa trama de mitosvampíricos. ¡Con razón tanta

sobreprotección! Sabía el peligro queimplicaba estar cerca de un vampiro. Lafrustración y el temor que debió sentircuando me puse necia e insistí en que medejara hablar a solas con él en una“cena”. —¿Cómo se conocieron? David desvió la mirada hacia la puertadel estudio. —Nos conocimos en casa de Peter,cuando él era un adolescente de treceaños. Fuimos amigos, pero luego... —enmudeció, bajando la mirada anuestras manos entrelazadas. La flama de la curiosidad seincrementó. —¿Qué sucedió entre ustedes dos?—Busqué sus ojos.

—Problemas por su hermana. Me impactaron sus palabras y mehacía recordar que, tanto Donovan comoel señor Burns, nunca hablaban de ella.Era un tema tabú. —¿Qué problemas tuviste conMarianna? David me soltó la mano para huir de lapregunta. —Prefiero no hablar de ello —dijodándome la espalda. ¿Y pretendía que lo dejara pasar poralto? —¿Qué le hiciste? —La curiosidadera abrumadora. No me respondió. —¿Qué sucedió con ella, David? —insistí.

—Está en Londres —finalmentereveló. —¡¿Se fue de la casa?! —No erapara tanto. —Ajá... —desvió la mirada. Fruncí el ceño. —¿Donovan te odia porque se fuepor tu culpa? —Sí. Todo encajaba en su lugar. —Por eso él no me quería cerca deti: por temor a que me hicieras daño yme fuera del condado —expresé. David me miró con intensidad. —Jamás te lastimaría. Tenía completa certeza que David erapeligroso, pero también creía que no meharía daño.

—¿Por qué impediste que me fueracon Donovan del baile? —Como unatonta, le pregunté. Él suspiró. —Evitaba que revelara mi secreto, ytambién, porque no quería verte cercade él. ¡Te quería para mí! Una ola de calor recorrió mi cuerpo alver los celos asomarse en sus ojosazules. —Sin embargo, venías deabandonarme —hice alusión a susdesaparecidos cinco meses—. Te lloré,te esperé, te llamé tantas veces...Pensé que te habías ido por mi culpa.Me apaleaste los sentimientos, David. Se entristeció. —Perdón —musitó.

—¿Por qué te marchaste tantotiempo? David observó el desastre en elestudio, dándose tiempo para revelarmesus verdaderas razones. Estuve a punto de insistir con lapregunta, pero él se dirigió hacia elsofá. Lo seguí y me senté a su lado con unapierna doblada sobre el asiento. —Para protegerte —dijo sinmirarme a los ojos—. Te habíaexpuesto a mis enemigos. Cielos... —¿Son los mismos que ordenaronsecuestrarme? —me preocupé. Asintió manteniendo la vista clavadaen el león rampante del majestuoso

anillo. —Ahora entiendo tu actitud alquerer alejarte de mí —dije—, tediste cuenta que había más vampirosen el condado cuando el cuerpo deVincent Foster había desaparecido dela morgue. Él asintió. —Tenía que cuidar que nada malo tepasara, si estabas a mi lado erasblanco fácil. Cuando supe lo del robodel cuerpo, sospeché, fui a la morguesin que los humanos se dieran cuenta.El olor de dos vampiros impregnaba elambiente. Fueron por él paratransformarlo. Vincent Foster no teníasangre en las venas qué extraer, sutiempo estaba terminando, lo

convertirían esa noche en vampiro. —Pero ¿no te detuviste a pensar queme ponías en peligro al dejarme? —lereproché al instante. Enfático, negó con la cabeza. —Dejé algunos amigos para que teprotegieran. Tenía que marcharme,arrastrar a los invasores fuera del país ycazarlos. Inventé una excusa paradistraerlos: una gira por cada museo dearte de Latinoamérica. Mis enemigossabrían que yo estaba lejos. Les haríacreer que tenían dominio de la situación,que me vigilaban sin darme cuenta. Sus ojos se alzaron hacia los míos y seencontraron con la pasión desbordanteque me envolvía. —Allison, te amo —susurró.

Parpadeé, sintiéndome mareada porlas dos palabras que me habíaprofesado. Me amaba. Lo abracé pensando en lo necia quehabía sido, David me amaba más de loque me había imaginado. Me abandonósolo para protegerme, deshizo nuestraamistad para que su actuación fueracreíble. La historia de su prolongadaausencia fue abrumadora, sin dejar pasarel hecho que tenía “amigos” por ahí queestaban dispuestos a ayudarlo cuando élmás lo necesitaba; que me vigilaron yprotegieron sin que tuviese idea de supresencia. —También te amo —le expresésacando el sentimiento contenido en micorazón.

David me abrazó y sonrió. No nos besamos. Por alguna razón,David no buscaba mis labios, oesperaba que yo fuera la que iniciara elprimer paso. El susto de muerte que medio cuando se transformó, lo hacíaprecavido. Pero tampoco yo era capazde ir por esos labios carnosos. Si lohacía, me descontrolaba. Deshice el abrazo y miré el retrato.“La chica” que estaba plasmada, era mipropia imagen. Se reía de mí por haberpuesto en entredicho todo. Parecía queyo hubiera posado disfrazada paraDavid; era demasiada coincidencia quetuviera alguna semejanza con su antiguoamor. Pero cada diablo tenía su doble yyo no era la excepción.

—La chica de la pintura... —condujeel tema hacia ella. —Eres tú —reveló mirando elretrato. Esta vez no hablaba entercera persona. Me dejó con la boca abierta. Conrazón mis sentimientos hacia él eranprofundos. ¡Lo amaba desde otra época!El amor que le tenía estaba afianzado enel alma. ¡Y lo había reconocido en elanticuario! —¿Por qué la tienes escondida? —Casi se me escapa una sonrisa desatisfacción de solo pensar en lacantidad de mujeres que pasaron porsu vida y no dejaron huella. La pinturano era más que una evidencia de loque fui y del grado de importancia que

llegué a ocupar en su corazón. —Porque no me interesa que nadiela vea —contestó. No podía dejar de observar losatuendos de la vampira y en elespectacular anillo de rubí que adornabauno de sus dedos marmóreos. ¡A esamujer le gustaban las joyas ostentosas! —¿Cuándo la pintaste? —Poco tiempo después de tu muerte—dijo. Sonreí para mis adentros, pensando ensi habría alguien en el mundo queigualara una conversación como esa.Luego recordé la envolvente rosa decristal en la chimenea y de lo que medijo referente a su esposa, o sea: yo.Que había muerto quemada.

—Por Dios... —me abrumó. Pero el recuerdo de nuestro encuentroen el semáforo, saltó al instante. —¿Me percibiste cuando llegué alcondado por primera vez? Sonrió. —Enloquecí de alegría, salí de prisaen el auto, para buscarte. —¡Y por poco me atropellas! Ambos nos reímos por el comentario.Esperar con ansiedad durante muchosaños la llegada de un ser amado, paraluego atropellarlo como perro encarretera no era algo muy romántico quedigamos. David me atrapó con su mirada y seinclinó sobre mí. Era obvio que se habíacansado de esperar por un beso.

Me levanté rápido del sofá. No podíapermitir que su cercanía me nublara eljuicio. —De no haberme mudado a IslaEsmeralda, ¿cómo ibas a ubicarme sino sabías dónde vivía? David suspiró. El beso tenía queesperar. —Cuando naciste, yo vivía en...Londres. Desde allá pude percibir tualma renacer. Fue algo muy fuerte, nosé cómo describirlo, era una sensaciónque me guiaba. Me tomó algún tiempoencontrarte, pero pude rastrear tualma hasta Nueva York. Se levantó del sofá sin perder cadapaso que yo daba para esquivar losescombros en el piso.

—¿Alguna vez me llegaste a ver? David caminó hacia mí antes deresponder. —No. Te perdí el rastro. —¿Por qué? —Retrocedí hasta lamesa de los pinceles. David dejó de perseguirme paraobservar la pintura. —Habías reencarnado; por extensión,tu aroma cambió. El hecho de quetuvieras nuevos padres, hacía que tu tipode sangre no fuera la misma. Además...—me miró—, no sabía tu nombre nidirección. No tenía nada que pudieraayudarme a encontrarte. —Salvo que vivía en la ciudad —dije—. Pero... ¿por qué te fuiste de NuevaYork si sabías que yo estaba allí? ¿Por

qué te mudaste a Carteret? Él se encogió de hombros. —No lo sé... Era un presentimiento. —Vaya... Tomé un pincel de cerdas gruesas parahuir del magnetismo de sus ojos. David dio un paso al frente. Cada vezse aproximaba a mí. Entonces, me acorraló contra la paredsintiendo su aliento en mi cuello. Me sentí indefensa ante su fuerza.David emitía sonidos guturales, como elronroneo placentero de un gato cuandose le acaricia. —Me gusta tu nuevo olor... —aspiróprofundo—. La mezcla de ADN dediferentes razas hace que tu sangreadquiera un aroma delicioso. —Ubicó

sus manos a cada lado de mi cabeza yrecostó su cuerpo dejándomeaprisionada—. Mmmm y apetitoso... No supe qué hacer. —E-estás... asustándome. —Deberías... —Rió sin apartar suslabios de mi garganta. —David... —Intenté empujarlo, peroel peso de su cuerpo me dominaba—.¡David, apártate! No me dio espacio. Me miró como unfelino antes de devorarse a su presa. Eneste caso: antes de querer comerme abesos. No obstante, no tenía miedo pesea que estaba encerrada bajo llave con unvampiro inestable que no dejaba deponerme nerviosa con sus insinuaciones. Lo empujé queriendo huir de su calor

y del delicioso aroma que su cuerpoemanaba. No podía flaquear, debía serfuerte y llenarme de autocontrol parasaciar todas mis preguntas. David me soltó, como quién suelta unpajarito enjaulado. Pero tenía la leveimpresión que lo hacía para divertirse,pues no tardaría en volverme atraparentre su brazos, tal cual lo hacía un gatocuando jugaba con un canario antes dedevorarlo. Caminé deprisa hacia el retrato paramantener una distancia prudente entrelos dos. —No tienes idea de lo afortunada yúnica que eres entre los de tu especiey la mía —expresó—. Pero, temo porti... Temo lo que te pueda suceder.

Si antes no estaba asustada porquehabía vampiros por ahí que me queríancazar, ahora sí. —¿Por qué tanto miedo? Su mandíbula se tensó y lo pensó uninstante. —Algunos no verán con buenos ojosa un vampiro reencarnado en humano,se sentirán amenazados; menoscuando tu sang... —calló ipso facto. Esperé a que continuara, pero no lohizo. —¿En qué puedo ser “unaamenaza”? David vaciló en contestar, pero lo hizode una forma que me dejó estupefacta. «El fin del vampirismo.» —Contelepatía.

Mis ojos se abrieron perplejos. —¡¿Có-cómo hiciste eso?! —Estamos conectados —explicó. Lo miré con precaución. —“Conectados...” ¿Cómo? David no me respondió. Volteé a ver mi antigua y rubia imagenque sonreía con todo su esplendor desdelo alto de la pared. Me estabasumergiendo en un mundo de sombras,cada vez más tenebroso. —¿Cómo mi reencarnación...? David puso el dedo en sus labios paraque me silenciara. «Habla con tu mente» —me pidió. Sonreí incrédula. —No soy telépata. «No lo eres. Solo te comunicas

conmigo. Inténtalo.» —Pero, yo... «Hazlo» —me animó. Suspiré. Era psíquica y podía verfantasmas. ¿Por qué no comunicarme conun vampiro telepáticamente? «¿Puedes escucharme?» Él sonrió y asintió. Increíble... Entonces le formulé la pregunta quehabía quedado inconclusa: «¿Cómo mi reencarnación puederepercutir en la extinción de losvampiros? ¡No soy un veneno andanteque digamos!» —Ya que no queríaresponder a la primera pregunta, que merespondiera esa. Él suspiró.

«Representas la esperanza paracientos de vampiros que sueñan enconvertirse de nuevo en humanos» —dijo. Me impresionó. Pero antes de que le formulara otrapregunta, él expresó: —Tardaste en volver, Sophie —sumelancolía era evidente. Me molestó que confundiera minombre. —Allison. En esta vida, mi nombrees Allison —le corregí. David sonrió. —Allison... —acarició el nombre conseducción. Y sin verlo venir... me besó. Su velocidad me tomó con la guardia

baja. Tardé unos segundos en reaccionary ser consciente de lo que estabasucediendo. Sus besos me quemaban,pero era un calor agradable que mellenaba de placer. Los pedía conurgencia, quizás, cansado de esperar pormi reencarnación. Ardía en deseos deconsumir el amor que tanto contenía.Todo tenía sentido, la extraña sensaciónde conocerlo sin saber de dónde y delaroma de su piel tan familiar, no era másque un recuerdo que tenía impreso,dormido dentro de mi alma por muchotiempo y que se había despertado tansolo con su presencia. Pero al instante, se puso en alerta. Se separó y miró a su alrededor. —¿Qué sucede? —me inquieté.

David se tensó, gruñendo por lo bajo.Tenía la mirada rígida. Nunca le habíavisto esa expresión.

Dentro de labóveda MIRÉ a los lados, buscando qué lohabía alterado. No vi más queescombros y la quietud silenciosa deque todo estaba bien. Mas no fue así. David me miró preocupado, yenseguida supe que estábamos enproblemas. —¡Vamos! —exclamó con voz grave. —¿Por qué, qué sucede? Él no contestó, me tomó del brazo ytiró de mí con fuerza fuera del estudio yme arrastró en dirección a la cocina. Mecostaba llevar la rapidez de sus pasos.

Me soltó en cuanto llegamos a unapuerta semi-oculta entre la despensa y lanevera. —¿Tu ama de llaves y las chicas...?—Temí por ellas; no las veía por ningúnlado. Si había ladrones en Rosafuego,podrían hacerles daño. —Ya están a buen recaudo —dijomientras abría la puerta. Fruncí el ceño. Qué poco se interesabapor ellas. David me alzó en brazos como a unaniña pequeña; el interior de dicha“habitación” estaba oscuro. Bajó alvuelo, sin encender la luz. Ahogué ungrito y enterré con fuerza las uñas en sushombros en cuanto se lanzó al vacío. Élno se quejó de dolor, me depositó con

delicadeza en el piso y encendió la luzal final de la escalera. —Pudiste encenderla arriba —mequejé. Apenado, David sonrió. —Lo siento. El lugar era un sótano dondealmacenaba miles de botellaspolvorientas de vino, apiladas unassobre otras en sus respectivasmedialunas. No era el refugio másseguro para protegernos de losdelincuentes. Sin embargo, David deslizó una de lasbotellas ubicada en el extremo sur de lasestanterías y, lo que vi, me sorprendió. Las botellas comenzaron a balancearsecomo si algún movimiento telúrico las

hiciera vibrar de esa manera. El estantese abrió como dos puertas que dan pasoa su interior. Fruncí las cejas al ver que detrás deellos no se escondía nada, salvo un murode bloques. —¿Y ahora qué hacemos? —meangustié. —Espera y verás —dio un leve golpecon el pie en el bloque inferior, justo alras del suelo. El muro se deslizó hacia un lado. Detrás se escondía una puerta deseguridad que podía compararse a lasque resguardan el dinero en las bóvedasde los bancos. Hacia el lado izquierdohabía un pequeño tablero alfanuméricoque indicaba que el acceso no iba a ser

tan fácil. David marcó una clave, lo quepara mí fue imposible de leer, sus dedosse movían con tal rapidez que sevolvieron borrosos. La puerta se abrió emitiendo un sonidoseco. Al entrar, las luces se encendieron deforma automática. La bóveda tenía unasdimensiones de cinco por diez metros delargo. Dentro había todo tipo de armascolgadas a ambos lados de las paredeseste y oeste. Era todo un arsenal comopara defender una fortaleza. —Te quedarás aquí —ordenó tomandovarias armas de la pared. —¡¿Qué?! —me sobresalté—. ¡¿Aquíencerrada?! —Sí —respondió sin mirarme.

—¡No! ¡Claro que no! —No hay discusión —contestódejando las armas sobre la mesa quehabía en el centro de la cámara. —¿Qué haces? —pregunté conaprensión. David buscó sobre una repisa variascajas de balas de diferentes calibrespara cargar el arsenal. —¿Qué crees que hago? —su voz eraimperturbable. —¡David, es peligroso! —Meacerqué, aferrándome a él. Si tomabatodo tipo de medidas, era porque dichos“perpetradores” no eran simplesladrones—. ¡No vayas, quédateconmigo! —dije entre sollozos. —No puedo, tengo que detenerlos. —

Me apartó sin importarle que estuvieradesecha por los nervios. Tomó unrevólver y lo guardó en la pretinatrasera del pantalón. Fue hasta la repisabuscando más munición como si nofueran suficientes con las que ya teníasobre la mesa. —¡Llama a tus amigos, no te lesenfrentes solo! Él rió con cierto desenfado. Lo observé. ¿Acaso ellos ya estabanen Rosafuego? Tal vez fueron los mismos que sellevaron al ama de llaves y a las chicas.Las estarían protegiendo de esos sujetos. No obstante, no quería que David sefuera. —No vayas, es peligroso —le

supliqué. Puso la pierna derecha sobre la silla ylevantó la pernera del pantalón, paraamarrar a su tobillo una pequeña fundacon el arma incluida. —David no me dejes sola. ¡Por favor!—lloré. Él permaneció callado sin decir nada. Me acerqué a él. —¡David, no! ¡Por favor, por favor,no vayas! —Lo tomé con fuerza de losbrazos, intentando hacerle reaccionar. Él hizo una pausa en lo que estabahaciendo. Me miró con pesar y me secólas lágrimas que corrían por mismejillas. —Tranquila, este lugar es seguro. Lapuerta y la bóveda son de titanio —

comentó. Luego tomó una pistola, la revisó demodo que su accionar estuviera enperfecto estado. Buscó las balascorrespondientes, la cargó y me laentregó. —¡¿Y esto?! —pregunté con los ojosdesorbitados. —Es una Beretta —respondió como sinecesitara saber el modelo. —No la quiero —se la entregué,molesta. —Insisto. —Me la devolvió,poniéndola entre mis manos. —¡¿Para qué la necesito?! —Por si llegan a entrar. —“Si llegan a entrar” —musité—.¡¿Ellos pueden penetrar este lugar?! —

estaba horrorizada, el titanio pocoefectivo era. —Solo si pasan por encima de micadáver —dijo pronosticando la peor delas situaciones. Pero lamentó haberdicho eso. Me tomó de los hombros yexpresó en voz baja—: Allison, heestado en una lucha constante toda mivida y siempre he salido victorioso.Además... —sonrió en un vano intentopor tranquilizarme—, en peorescondiciones he estado. Así quedescuida, estaré bien. Resoplé. —Algo me dice que no. —Tenía lamisma sensación de cuando mi padremurió. Por breves segundos, David

permaneció en silencio, tal vezsopesando las posibilidades de que nonos volviéramos a ver. Con ambasmanos tomó mi rostro, y antes debesarme, susurró, tan cerca, que suslabios rozaban los míos. —Te amo —dijo. —Yo también te amo —respondí conel corazón golpeándome el pecho. David sonrió y me apretujó,besándome con frenesí. Mis lágrimas seesparcían sobre sus mejillas. No queríaque la historia se repitiera, y no cuandonos habíamos encontrado después detantos siglos de desamor. Me apartó y tomó un arma de la mesa. —No, no, no te vayas, David. ¡No lohagas! —Suplicaba con un hilo de voz—

¡Por favor, no! ¡Por favor! ¡¡DAVID!! Sin hacer caso a mis ruegos, salió deprisa de la bóveda cerrando tras de sí lapuerta metálica. Lloré y caí al suelo sin fuerzas. Elencierro era devastador sin poder hacernada al respecto. No tardé en darme cuenta que unaserie de monitores de vigilancia sehallaban justo a dos metros de la puerta.Eran de plasma y se alzaban en unapared de acero inoxidable. El conjuntode cámaras correspondía a cada rincónde la casa. Todo estaba bajo elescrutinio del lente óptico, incluso fuerade la bóveda. Me sorprendió la poca intimidad quepudieran tener sus huéspedes.

¿Acaso David era un mirón? Deseché la idea. Pero entonces, me sobresalté al ver enel monitor superior, justo el que teníalas imágenes de la sala, a cinco sujetosque irrumpieron a través de las ventanaspolarizadas. La pantalla no reflejaba las figuras deninguno de los sujetos que habíanentrado, ni la de David; sus manos yrostros estaban borrosos, pero el restode lo que se captaba: sus ropas y susarmas, se veían a la perfección. Uno de los intrusos era regordete y,por su forma de moverse, me revelabaque se trataba de Vincent Foster. Me horroricé. Gruñidos, golpes y espadas que

atentaban contra la vida de David.Destrucción total. Esculturasconvertidas en polvo, puertas hechaañicos, paredes perforadas por losdisparos. La furia enardecida sobre miamado vampiro, y los invasoresarremetiendo con brutalidad. No obstante, uno a uno iba cayendo.Me sorprendió la manera en cómomorían. Se extinguían en puro fuego,como una “autocombustión”. Mientras tanto, yo no veía por ningúnlado a Vincent Foster; las cámaras no locaptaban, tal vez el cobarde barrigónhabía abandonado Rosafuego al ver quesolo quedaban él y un sujeto corpulentopara enfrentarse a David. Por estar buscándolo entre los

monitores, no me había fijado que en elumbral de la cocina el corpulento seabalanzaba sobre David clavándole loscolmillos en el cuello. Abrumada de ver que la pelea eradesigual, y que el vampiro lo superabaen fuerza, traté por todos los medios desalir de la bóveda. No temía a la muerte;a fin de cuentas, si David moría: yoquería morir con él. Intenté buscar algúndispositivo o palanca que me permitieraabandonar la bóveda. Escudriñé y palpéla puerta de titanio, pero por dentro nohabía nada que pudiera desbloquear loscerrojos. Impotente me arrojé al piso,arrepentida de no haber hecho algo máspara detenerlo. No quería mirar hacia

los monitores, no deseaba que su muertefuera la última imagen que mi mentepudiera albergar. Lloré desconsolada. ¿Qué podía haceryo, una simple y débil mortal? ¿Cómo lodetenía? No sería más que un estorbopara él, no obstante, daría mi vida si esohacía que ese monstruoso vampiro sedetuviera. No sé cuánto tiempo tenía sentada,pegada a la puerta de titanio, pero elhecho de estar encerrada dentro de esaespecie de búnker, esperando eldesenlace final, hacía que los minutosfueran eternos. Me aovillé abrazando con fuerza laspiernas contra mi pecho; quería escapar,salir de allí, proyectarme ante David y

ayudarle de alguna manera. Pero entonces mi cuerpo experimentóuna sensación de completo abandono,como si mi alma ya no estuviera dentrode él. Flotaba, no podía verme a mímisma, ni siquiera a mi alrededor. Mehallaba en otra parte, más allá deRosafuego, de Carteret, incluso más alláde las fronteras del país. Entonces, levanté la vista... y jadeé. ¡¿Dónde estoy?! Abismada, miré a los lados, y al tenerplena conciencia de mi situación, reparéque yacía recostada en un suelopavimentado de grandes losas de piedra. Ya no estaba sobre el piso revestidode titanio, sino en un lugar desconocido.Extraño y antiguo. A mi parecer, era una

especie de vestíbulo o antesala que dabaa varios salones a la vez. Era de día, yese hecho me sorprendía. ¿Cuántas horashabía trascurrido hasta llegar a esetenebroso lugar? No había nadie que mediera señal de dónde me encontraba.Pero por lo que observaba era uncastillo rudimentario, de muros gruesosy abovedados techos. Me sobresalté al percatarme delhombre que estaba de espalda. ¡Era unvampiro! Lo percibía bien. Miraba elpaisaje exterior a través de una ventanapolarizada. Temí que me descubriera, pero élparecía ausente, como si yo no estuvieraallí. ¡Estaba a la vista! ¡¿Por qué nopodía verme?! ¿Acaso era una visión?

Si era así... ¿Qué significaba? Todo eso me dejó pensativa. ¿Era unavisión perteneciente al pasado deDavid? O quizás... la del corpulento queestaba peleando con él. Pero entonces, como si el vampiro sehubiera percatado de mi presencia, segiró de inmediato observando suentorno. Mi mandíbula cayó al piso. Suhermosura solo se comparaba con la demi amado David. Su cabello negro erasedoso y corto, que contrastaba con lablancura de su piel. Con unos ojosmarrones, tan intensos y enigmáticos queme inquietaban. Sus labios carnosospodían despertar la pasión en cualquiermujer, sin contar con la fuerza de su

musculatura y la imponencia de suestatura. Lo miré embelesada, observando cadadetalle de su ser. Perfecto. Un dignoespécimen masculino, pese a que no erahumano. Por lo visto, era un líder, dueñodel temible castillo y quién sabe decuántos más. Podía percibir en él lamisma sensación que cuando estaba allado de David. El vampiro era muyantiguo, poderoso y familiar. Peroaparte de eso, también percibía quedeseaba venganza, quería cobrarse lapérdida de un ser amado, alguien de supasado. Pero había algo más en él que medesconcertaba. Era dueño de millonesde almas y todas humanas.

¿Cómo era posible? Concentré todo mi poder psíquico enél, y lo que pude percibir era elcompleto dominio sobre variasnaciones. Sin embargo, el vampirodeseaba más; ya de por sí dominababuena parte de Europa del Este ydeseaba extender la propiedad hacia elcontinente americano, justo hacia laparte norte. La parte perteneciente a... ¡David! Desperté, sobresaltada, al escucharfuertes golpes en la puerta de la bóveda. ¡Rayos! ¡¿Qué fue eso?! Estaba aturdida, sin saber si fue unavisión o un sueño. Los golpes en la puerta volvieron acaptar mi atención.

—¡David! —exclamé emocionada. Me levanté y corrí hacia el monitorpara asegurarme que era él. Pero lo que me mostró la cámara quevigilaba la bodega de vinos, no era laborrosa figura de David, sino laespantosa distorsión de Vincent Foster. Al borde de un colapso nervioso,dirigí la mirada hacia el monitor quevigilaba la cocina. Entonces la peor visión se presentóante mí. El corpulento vampiro sometía aDavid en el piso. Ambos luchaban porser quien tuviera control del grancuchillo que se debatía entre sus manos. Y en ese momento ocurrió lo peor. A mi vampiro...

A mi amado David... Le habían perforado el corazón.

Bordeando lamuerte —¡NOOOOOO! ¡TÚ, NO! ¡DAVID,NO, NO, NO! Mis piernas perdieron las fuerzas,cayendo al piso. El desconsuelo por sumuerte era abrumador. Los invasores sehabían salido con la suya destruyendo alenemigo en su propia morada. Sin embargo yo no perdía laesperanza. Llorosa, me levanté a observar elmonitor. Un cúmulo de cenizas en el piso de lacocina, me indicaba que un vampirohabía perecido y el corpulento no estaba

por ningún lado. Pero no lo daba todopor perdido, la telepatía sería el últimorecurso para comunicarme con él. «¿David me escuchas?» Aguardé, consternada, a que mecontestara. Nada. Recibí un doloroso silenciomental. No obstante, nuestra telepatía no sehabía puesto en práctica y no tenía ideaqué tan efectiva podía ser. «Dime, ¿estás bien?» Resoplé. —¡Por supuesto que no, tonta, loacaban de acuchillar! —me recriminé envoz alta. «¿David? Dav... ¿David? —Elsilencio era insoportable—. ¡DAVID,

CONTÉSTAME!» ¿Puede un vampiro sobrevivir a unapuñalada en el corazón? Era un hecho. David estaba muerto. Lloré enojada. No podía vengarlo nidenunciarlo con la policía. ¿Quién mecreería? ¡Me tomarían por loca! ¿Davidasesinado por vampiros? Y ¿dóndeestaba el cuerpo? Me llamarían lunáticay al manicomio iría a parar. Pero entonces, mis ojos rodaron haciala puerta de titanio. Había silencio. No el que me estabamatando por dentro. El silencio era otro.Uno inquietante que me hacía erizar lapiel y advertirme que seguía en peligro. Por estar inmersa en el dolor, no habíareparado que los ruidos atronadores

provocados por Vincent, habían cesado. ¿Iría por su compañero para derribarla puerta entre los dos? Pero al instante, me sobresalté cuandola puerta de titanio se accionó. Habían logrado dar con la clave. Ahora era mi turno de morir. En una reacción de reflejo, empuñé elarma con todas mis fuerzas en direcciónhacia la entrada. Temblaba. Lucharíahasta el final, no moriría sin pelear. La puerta se fue abriendo con lentitudy apunté, lista a volarles la tapa de lossesos a esos sujetos. Mi dedo rozaba el gatillo. —Allison... Quedé paralizada al verlo. De todos los casos imposibles que a

un ser le pudiese ocurrir, este sin dudaera el más extraordinario. Mi vampiro cayó desplomado en elpiso. —¡David! —Ni supe en qué momentotiré el arma y lo tenía acunado en misbrazos. Sus ojos amarillos clamaban porayuda. David trataba de articularpalabras, pero no podía. Se rasgó lacamisa, mostrándome la herida—. ¡Oh,por Dios! —Abrí los ojos como platos,fijándome en la incrustada piezametálica que rozaba el corazón. —Extráelo... —Su cuerpo empezaba aconvulsionar. —¡No sé cómo hacerlo! —meangustié. Señaló con dificultad hacia una repisa

con diversas herramientas al fondo de labóveda. Corrí y tomé lo que parecía unastenazas de hierro. Lloraba ante laposibilidad de no poderle ayudar. —Haz...lo. Acerqué la tenaza hasta el borde delmetal y empecé a sacarlo con fuerza.David gritó y su cuerpo se retorcía dedolor. La sangre diluida comenzaba asalir con mayor énfasis y amenazaba condesangrarlo. Vacilé por un instante, perofue él quien me alentó a continuar. Elsudor perlaba mi frente, apretando confuerza los labios y cerrando los ojospara no ver lo que hacía. Sentía la hoja ceder y deslizarse haciafuera.

David jadeó aliviado. —Necesito sangre... Parpadeé. Su pedido me inquietó.Necesitaba sangre humana con muchaurgencia para revitalizarse, y la mía erala única disponible en ese momento. Nome agradaba la idea de ser drenada,pero por David haría lo que fuera,incluso morir. Acerqué el brazo tembloroso para queme mordiera. —¡NO! —Lo apartó con brusquedad—. ¡¿Estás lo...ca?! —¡Pero necesitas sangre! —repliqué. David señaló hacia una segunda puertade titanio. Confundida, dirigí la mirada endirección hacia el punto que señalaba.

—Allí hay sufi...cien...te... —dijo convoz cansada. Caminé hacia la puerta,preguntándome qué podría encontrarmedetrás de ella. Lo más probable: sereshumanos atrapados por su condición deser, poseedores del único alimento querevitalizaba a los vampiros. —¿Cuál es la clave? —pregunté al verel tablero alfanumérico que estabaubicado al lado izquierdo de la puerta. David hizo un esfuerzo pararesponder: —Ally... 01... 04... Marqué la clave. La puerta se abriórápido, encendiéndose las luces deforma automática en el interior. Lo que vi, me dejó de piedra.

La segunda bóveda era más ampliaque la primera. Con dos enormesrefrigeradores, de doble puerta cadauno, apostados contra la pared a miizquierda. Eran de los que se utilizabanen los bancos de sangre. Ambos estabanpegados uno al lado del otro, dándole untamaño desproporcionado. Me aproximé, intentando abrir uno,pero estaba bajo llave. Miré hacia laparte superior. Justo encima de lapuerta, se hallaba un sistema deseguridad que permitía el acceso a lasangre a determinadas personas. En estecaso: a David. —¡No la puedo abrir! ¡Necesito laclave! —le grité. David la dijo, pero no le entendí.

Corrí hasta él. —Repítela. Tomó aliento y la repitió: —Humanidad... Sencillo y obvio. Me precipité hacia la bóveda. Marquéla clave en el tablero del refrigerador dela izquierda. Una lucecilla roja cambió auna tonalidad verde claro, accionandoun leve pitido. De inmediato tiré de lamanija y extraje varias bolsas de sangre. Corrí de retorno y lo ayudé areclinarse. Le acerqué una de las bolsas. David ladesgarró con sus dientes y bebió conrapidez. Sentí náuseas, pero no me aparté de sulado. En cambio, apoyé su cabeza contra

mi regazo para que estuviera cómodo.David bebía con desespero, cada gotade sangre que salía de la comisura desus labios, caía directo sobre su camisay mis muslos. Después de haberlas bebido todas, sedesmayó. Miré hacia el monitor que mostraba lacocina y deduje con obviedad que lascenizas mortuorias pertenecían alvampiro corpulento. David de algúnmodo se deshizo de él. Pasé quince largos minutosobservándolo inconsciente. Sabía queestaba vivo, lo veía respirar, pero eranrespiraciones pausadas. No mostrabaningún tipo de señal de dolor. Estabasereno. Dicha visión era intimidante,

parecía una fiera salvaje que, tras suataque, descansaba con la panza llena desangre. En vista que el tiempo pasaba y Davidno reaccionaba, la curiosidad meembargó. Retiré con cuidado parte de la camisahecha jirones. La herida del pechocicatrizaba con rapidez. Una línearosada quedaba en su lugar; lo que paraun humano le hubiera tomado variosdías..., él sanaba en cuestiones deminutos. Traté de tocarla, pero David me sujetóla mano con fuerza. —¡Aaaghhh! —chillé. Me soltó rápido. Por poco y me lafractura.

—Lo siento —musitó abriendo losojos. Se levantó adolorido, la herida noterminaba de cicatrizar dentro de sucuerpo. Lo ayudé a estabilizarse,preguntándome mentalmente hacia dóndelo debía llevar. Divisé que en la segunda bóveda,había un sofá de cuero negro. Davidpasó un brazo por encima de mishombros, dejándose llevar. Apoyado en mí, se quitó los zapatoscon los mismos pies y luego condificultad se deshizo de la camisa. Serecostó sobre el mueble, agotado por eldolor y por la lucha que habíaenfrentado. Me senté a su lado,observando el juego de cicatrices que

tenía su pecho. Las balas y el cuchillodesfiguraron su anatomía. No resistí la tentación de tocar suscicatrices, pero me detuve, temerosa deque me volviera a lastimar. David observó mi reacción, y ensilencio tomó mi mano para besarla. —Lo siento. —Descuida —le sonreí. Me regaló una tenue sonrisa. Sus ojosvolvieron a la tonalidad que tantoamaba. Respiró y cerró los párpados,quedándose dormido por el agotamiento. Observé el entorno y al instante temíque vinieran más vampiros por nosotros. Sin pensarlo dos veces, corrí hacia labóveda principal, cerrando la puerta detitanio.

Luego me percaté que no podía abrirsepor dentro. —David me a matar cuando despierte—expresé. Pero era una preocupaciónque dejaría para después. Retorné y me senté en el piso, a lacabecera de David. Permanecí pensativaa todo lo que había acontecido, era másde lo que un humano podía soportar,aunque yo no era del todo “común ycorriente”. David estaba desfallecido, tumbadobocarriba, con su pantalónensangrentado y las heridas en procesode sanación. No dejaba de observarlo, admirandosu anatomía. No era un hombre cuyosmúsculos estaban inflados a más no

poder por culpa de los esteroides o elexceso de ejercicios. Pero bien queluciría en las portadas de las revistas.Era sorprendente que con tantos siglosvividos en la Tierra, entre luchas yguerras continuas, y escondiendo suverdadera naturaleza a los humanos, suapariencia física no superaba losveinticinco años. Sonreí. Su“mortalidad” era pura fachada, y prontono podría servirle para mezclarse con elresto del mundo. ¿Por cuánto tiempopodría seguir fingiendo esa aparienciajuvenil? La gente sospecharía en cuantosobrepasara los cuarenta. La cirugíaestética sería la primera excusa, ¿yluego qué? ¿Maquillaje rejuvenecedor? Verlo dormir era muy extraño, su

aparente calma lo hacía ver tanindefenso. Todos esos mitos de que losvampiros dormían en ataúdes o encriptas, eran ridículos, pues dos pisosmás arriba había una cama dondedescansaba luego de fingir una vida“normal”. El pensar en la comodidad de su cama,hizo que mi cuerpo se tensara. Al igualque él, necesitaba descansar y recobrarenergías. Cerré los ojos, percibiendocon mayor intensidad el aroma queexpelía su piel, mezclado con sangre.Suspiré. El trajín de la noche me habíapasado factura. Estaba adolorida ycansada, la cabeza me daba vueltas y elsueño poco a poco me invadía,sumiéndome en un agradable sopor.

***** Desperté al sentir el contacto de unosdedos tibios que acariciaban mi rostro.Eran suaves, sugerentes, llenos decariño. Abrí los ojos y David me mirabadeleitado. —Hola, dormilona —susurró. Seguíarecostado en el sofá. —¡David! —Levanté la cabeza.Observé que su torso estaba libre decicatrices. Sorprendida, toqué su pecho desnudo. David se estremeció. —Lo siento —exclamé avergonzada.

Sonrió y tomó mi mano, acercándola asu pecho de nuevo. Me guiaba a tocarlas partes que tuvieron heridas. —Sano rápido —dijo—. Pero la deaquí... —llevó mi mano a su corazón—,todavía no sana. —¿Aún te duele? —Temí quequedaran secuelas internas de esa luchasangrienta. —Desde hace cuatrocientos años. Suspiré. Era difícil determinar cuántatristeza albergaba su corazón. Nuestras miradas quedaron atrapadas. David al instante se sentó y me sujetóde los brazos, atrayéndome hacia él deun tirón. La acción del movimiento hizoque quedara a horcajadas sobre suspiernas. Jugueteaba con un mechón que

caía sobre mi rostro. Lo tomó concuidado, llevándolo detrás de la oreja.El contacto de las yemas de sus dedoshizo que me estremeciera. Se rió conmalicia al comprobar lo sensible queera ante sus caricias. Comenzó abesarme por el nacimiento del cuello,recorriendo mi extensión hasta elmentón. Sentí la urgente necesidad debesarlo, de estrechar mis labios contralos suyos. De inmediato lo besé con pasión yDavid correspondió de la misma forma. —Te amo —me susurró. Sonreí como tonta. Era lo único quepodía hacer. Pero no pude retribuirle a sudeclaración, al percatarme de la

existencia de una tercera puerta. David siguió mi mirada. Sin decir nada, se levantó y se dirigióhacia el panel alfanumérico, que tambiénestaba a un lado de la puerta. Marcó con lentitud la clavecorrespondiente: Sophie180. Arqueé las cejas. Eso me hizo pensarque, para “la segunda” utilizó eldiminutivo de Allison, y para la“tercera” el de la chica del cuadro. Peropor alguna razón, me inquietó saber cuálera la clave de la “primera puerta”.¿Alguna otra chica? A pesar de eso, me ubiqué detrás deél, esperando lo peor. Al igual que lasanteriores puertas, el sonido metálico y

el encendido automático de las luces nose hicieron esperar. Apreté los párpados. Estaba asustada,no sabía cómo reaccionaría a lo quepronto vería. —¿Vas a entrar con los ojos cerrados?—preguntó socarrón. Los abrí, sujetándome de su brazo,para lo que me pudiera aguardar. Pero quedé maravillada. Esa sección no correspondía a ladecoración tosca del área de las armas,ni a lo tétrico del área de la sangre. No,era sin lugar a dudas: el área del tesoro. Hermosas joyas con la más exquisitaorfebrería reposaban sobre bases decuello de terciopelo negro. Sedesplegaban como una especie de

exhibición de alguna prestigiosa joyeríaneoyorquina. Cada expositor estabaubicado sobre un conglomerado derectángulos de madera. Era unmobiliario de grandes dimensiones quecasi le daba la vuelta a la bóveda. Las joyas parecían que hubieranpertenecido a la realeza. Espectacularesgargantillas, hermosas tiaras,maravillosas diademas y majestuososcollares. Me toqué el pecho como si tuviera elrelicario, y lo extrañé con pesar.Suspiré, imaginándome en loinsignificante que se hubiera visto allado de toda esa magnificencia. La rosarepujada era como yo: simple, sin nadamás que resaltar. No tenía brillo,

piedras preciosas ni nada costoso que lahiciera merecedora de un lugar entreellas. Pero tuvo la suficiente bellezacomo para que Vincent Foster me laarrebatara. —Todo esto es tuyo —manifestóDavid, al tiempo que me conducía alinterior. Abrí los ojos como platos. —¡¿Qué?! —No lo podía creer. —Te perteneció como Sophie, y ahoraes tuyo. Me dejó muda. David se acercó hasta una de lasbases, tomando una gargantilla dediamantes y esmeraldas. Se ubicó detrásde mí, poniéndomela con muchocuidado.

Abrumada, me miré en un espejo decuerpo entero. La gargantilla pagaríatoda mi carrera de arte en Europa, ysobraría dinero como para vivir sintrabajar un buen tiempo. —¡Vaya! —La palpé—. ¡Es muyhermosa! —Ahora te pertenece —reiteródándome un beso en el lóbulo de laoreja. Rodé los ojos para encontrarme conlos suyos a través del espejo, pero meestremeció la deformidad de su rostro.Quedé estática, recordando su imagenborrosa en la cámara de vigilancia.David no tenía reflejo. Solo su ropa sepodía apreciar. Parpadeé, conteniendo las ganas de

preguntarle por ese defecto que teníanlos vampiros. En cambio, enfoqué elaturdimiento en el hermoso collar quecolgaba en mi cuello. —¿Siempre las mantienes contigo? David me dio la vuelta. —En realidad las he mantenido enotro país. Todas tus pertenencias metraían malos recuerdos. Me extrañó que no explicara sobre ladistorsión de su imagen, o asumió queyo sabía sobre sus limitaciones comovampiro. —Pero... ¿y la pintura en el estudio?—Pudo más esa pregunta, que la otra,saltando fuera de mis labios. —Fue una excepción, un lujo que mepermití.

—Entiendo... Pero, ahora ¿cómo...? —Ahora... —suspiró—. Ahora estánaquí, aguardando por ti. Las hice traerdesde Madrid cuando sentí turenacimiento. Quería tener todopreparado para cuando te volviera a ver. Lo observé. —¿Hiciste todo esto? Digo... ladecoración. Asintió con precaución. Sonreí sintiéndome bendecida. Davidrevistió con sus propias manos cadacentímetro de la bóveda. —La carpintería se te da muy bien —expresé sonriente. David se sintió orgulloso. Recorrí con la mirada las joyas,reconociendo al instante la tiara que

Sophie había lucido para la pintura. ¡Eraespectacular! No era lo mismo verlaplasmada en un lienzo, que en persona. Sin embargo, tuve una extrañasensación al fijarme que faltaba una joyaespecial. El anillo con el enorme rubí que ellatanto ostentaba. Brillaba por su ausencia. Me hubieragustado observarla de cerca, tal vez seperdió en el fuego que consumió aSophie, o fue arrebatado de sus dedosantes de haber sido quemada. Suspiré resignada y enfoqué los ojoshacia unas puertas de madera, lacuriosidad por saber qué había guardadodetrás de ellas, hizo que me olvidara dela ausencia del hermoso anillo.

Pedí permiso a David y este aceptócon una sonrisa resplandeciente. Legustaba mi curiosidad, se sentíacomplacido de que todo me encantara. Abrí una puerta, teniendo cuidado deno estropear nada. Jadeé, impactada. Lo que había guardado dentro, no eranjoyas o esculturas de otras naciones. Eraalgo más personal, con lo que una mujerno saldría a la calle si no los tuvierapuesto. Mis antiguos ropajes. Enormes vestidos con sus más finosbordados, yacían colgados uno tras delotro. —No pensarás que yo vaya a usar eso,¿verdad?

Su sonora risa retumbó entre lasparedes. —¡Por supuesto que no! Solo deseabaconservar la esencia de tu olor. Pegué la nariz sobre uno de losvestidos. La esencia de mi antiguo olorera agradable. Suave, dulce, matizadocon el aroma de diferentes especias. —Huele bien —expresé—. Es unalástima que el olor haya cambiado. Levanté el escote de mi blusa y la olí. Apestaba. David no me quitó el ojo de encima ysonrió seductor. —Me gusta tu nuevo olor. Es... —recorrió con su nariz, mi cuello—excitante. El ritmo de mi corazón aumentó. Él

tenía la capacidad de hacerme olvidarhasta de mi propio nombre. Enfoqué la vista hacia los hermososvestidos que esperaban a que losprobaran una vez más. —¡Cómo pesan! —exclamé sacandouno de ellos. Y justo cuando lo pegaba a mi cuerpopara verme en el espejo... Las visiones volvieron a mí, sinanunciarse. Pelea, rugido, sangre... Un encuentroencarnizado entre dos vampiros salvajesse llevaba a cabo en algún destruidolugar. Las imágenes pasaban ante misojos en fracciones de segundos sinpoderlas definir. Todo a mi alrededor comenzó a dar

vueltas. —¿Allison? —David se preocupó. Mi vampiro me agarró, impidiendoque cayera al piso.

Primera vez —¡ALLISON! —David me recogióantes que mi cabeza golpeara el piso.Me levantó en vilo, llamándomeconsternado—: ¡¿Allison, qué tienes?!¿Qué te pasa? ¡Pequeña, por favor,despierta! No perdí por completo la conciencia,me sentía aturdida sin poder hablar. Él corrió a una velocidad inverosímil,atravesando las tres bóvedas. ¿En qué momento abrió la primerapuerta? ¡¿Se podía abrir por dentro?! La verdad era que no sabía cómo lohizo ni tenía fuerzas para pensar. Giré lacabeza hacia un lado, observando un

gran desastre en la bodega de vinos.Debió ser Vincent Foster en su afán dequerer entrar a donde yo me encontraba;el fuerte olor a uvas maceradas ymadera quemada se percibió en cuantosalimos. La impresionante colección debotellas de vino se hallaba destruida ysu contenido esparcido por todo el piso. Al pasar por el desorden de la cocina,alcancé a ver el cúmulo de cenizas delvampiro corpulento. Cerré los ojos un segundo y, alvolverlos a abrir, estábamosatravesando la sala. David subió rápido por la escaleraprincipal y me llevó a su habitaciónrecostándome en la cama. —Allison, perdóname.

Lo miré, atontada. La debilidad nopermitía que mis fuerzas me hicieranvaler por mí misma. —¿Qué me...? —Te desmayaste —me interrumpió. Hice un mohín, la cabeza metaladraba. —Bueno, en realidad no he probadoalimento desde ayer... Él asintió dándome la razón. —Te preparé el desayuno. Fruncí las cejas, extrañada. —¡¿El desayuno?! —me sorprendí,había pasado la noche con él. Estuvimosa merced de los acontecimientos sin quenadie osara traspasar el umbral de lapuerta de titanio. David se carcajeó.

—Caímos rendidos —expresó. Sentí un peso en mi pecho y reparé queel ostentoso collar seguía colgado en micuello. Me lo quité y se lo entregué para quelo guardara. No era bueno dejarlo porahí a la vista. David lo tomó y lo guardó en algunaparte de su armario. Mi estómago rugió e intentélevantarme de la cama. —¿Adónde crees que vas? —preguntóde retorno. Su mano derecha sostenía unsobre de manila. —A la cocina —dije sin quitarle lamirada al sobre. Cabeceó, impidiendo que me pusierade pie.

—No, mantente recostada —meempujó con suavidad—. Ahora es miturno cuidar de ti. Me besó la frente y dejó el sobre en lamesita de noche, para salir de lahabitación. Sopesé echarle un vistazo a lo queguardaba en su interior. Intuía de qué setrataba, pero temía abrirlo. Si lo hacía,no solo me ganaría el enojo de Davidpor mi curiosidad, sino que confirmaríala decisión que él había tomado. Pasaron cinco minutos y él traía eldesayuno: sándwich de pavo y jugo denaranja. Lo suficiente para reanimarme. —Es el primero que preparo —dijosonriente. Suspiré. Para ser un novato en la

cocina, se estaba luciendo. Lo devoré todo. Y al instante... sentínáuseas. —¿Allison? —se alarmó. Llevé una mano al estómago y la otra ala boca con la terrible sensación que ibaa desparramar lo ingerido sobre lassábanas. Corrí a toda prisa hasta elbaño, clavándome de cabeza sobre elinodoro. Unas cuantas arcadas fueronsuficientes para devolverlo todo. —Comiste rápido —dijososteniéndome el cabello. —Tenía muchas horas sin comer —convine limpiándome la comisura de loslabios. Me dirigí al lavabo. David giróla llave del grifo para que me enjuagarala boca; y al darle a él una segunda

mirada, sostenía un cepillo de dientes enla mano derecha—. Espero sea nuevo —dije un tanto asqueada. No me gustaba laidea de compartir algo tan íntimo. —Siempre tengo reservas —sonrió. Lo estudié con la mirada. ¿Reservaspara él o para sus conquistas? Después de terminar de cepillarme losdientes, David me levantó en brazos,llevándome hasta la cama. No permitióque caminara, estaba tan mareada quebien podía trastabillar con mis propiospies y caer de bruces contra el piso. —Toma —me alcanzó el jugo denaranja que aún no me había tomado. —No quiero —sentí repulsión. —Debes hacerlo, necesitas consumiralimento.

—Ya desayuné —repliqué. —No; acabas de dejarlo todo en elinodoro. Anda, tómatelo. Me levanté un poco, sosteniéndomedel codo. David acercó el vaso hastamis labios, de modo que pudiera bebersin ningún problema. —Con lentitud —dijo—. No quieroque vuelvas a vomitar. Arrugué la nariz, no me gustaba la ideade tener que volver a salir corriendo. Recosté la cabeza sobre las mullidasalmohadas. Si bien me sentía un pocomejor, seguía débil. David se sentó a mi lado, un tantoinquieto. Podía leer en sus ojos quequería decirme algo. —¿Qué pasa? —le insté a hablar.

Bajó la mirada tomándome la mano. —Prométeme que seguirás adelante,pase lo que pase. Su comentario me consternó. Me senté al instante. —¿Por qué lo dices? David no respondió. Acomodó lasalmohadas a mi espalda para queestuviera mejor. —David... —comencé a preocuparme. —Promételo —insistió. —Eh... P-pero ¡¿por qué?! Él suspiró, bajando la mirada yrespondió: —Todas mis posesiones ahora tepertenecen y puedes disponer de ellascuando lo creas necesario. Si llego afaltar..., quiero que sigas con tu vida.

La conversación se había tornadosombría. Hacía nada que estábamos enla bóveda del tesoro, admirando labelleza de las joyas y, de repente, nosencontramos en su habitación haciendoplanes para un futuro incierto. Busqué su mirada. —David no me gusta que hables así,parece que te estuvieras despidiendo. Él, cabizbajo, respondió: —Tomo medidas, Allison. Mi corazón dio un vuelco. —¡¿Qué piensas hacer?! No respondió. —¡Dime! —Para que dijera eso, eraporque lo que pensaba hacer no tendríaun final feliz. —¡No voy a permitir que te hagan

daño! Si debo morir... —enmudeciódándose cuenta que había revelado másde la cuenta. Oh, por Dios... —¡Ni se te ocurra dejarme! ¡No te loperdonaré! —lloré. ¿Cómo podría saliradelante sin él? Estaría incompleta porel resto de mis días. Después de haberconseguido el verdadero amor, menegaba a estar sola otra vez. David nopodía crear un revuelo en mi vida y salircomo si nada hubiera pasado. —No me importa morir por ti —expresó. —¡Pero a mí, sí! —le grité—. ¡Dejade decir estupideces! Su mirada se endureció. —Lo siento, pero necesito saber que

te mantendrás fuerte. Me crucé de brazos. —¡No quiero estar sola! Negó con la cabeza. —No estarás sola. Eso te lo puedoasegurar. Resoplé furiosa. —Puedo estar rodeada por miles depersonas, pero estaré sola porque mefaltarás tú. David frunció las cejas y entrecerrólos ojos con ira. Le había colmado lapaciencia. —¡Prométeme que seguirás adelante! Quedé paralizada. David me estabaobligando a olvidarlo. —¡ESTÁ BIEN! ¿Contento? Suspiró y acarició mi rostro,

moviendo su pulgar con suavidad desdela mejilla hasta mis labios. —Me hubiera gustado haberteencontrado antes... Esbocé una triste sonrisa. —El tiempo que hemos tenido ha sidomaravilloso —dije—. Solo espero quesigamos juntos por más tiempo. Pude leer es sus vibrantes ojos azules,la ansiedad por tenerme entre sus brazosy besarme. Pero también pude darmecuenta que deseaba algo más... Se reclinó, besándomeapasionadamente. Me deslizó sobre elcolchón para estar tendido sobre mí.David se complacía ante la erráticarespiración que me causaba. Sus besoseran frenéticos, expresando todo el amor

contenido. Le acariciaba, palmeandocada fracción de su espalda desnuda.David temblaba cada vez que lo tocaba,como si dejara en él un rastro que lequemaba a medida que le rozaba.Nuestros torsos se uníanconsumiéndonos en un fuego mutuo;recorriendo cada uno con caricias ybesos impacientes por el ansia de amar.Reconociéndonos, recuperando eltiempo perdido. David fue más allá... Con un movimiento ligero, fuedesabotonándome la blusa. Detuve los besos de inmediato,mirándolo nerviosa. —¿Quieres que me detenga? —preguntó consternado. Sus pupilas

estaban dilatas. Negué con la cabeza. —No... —las mejillas me ardían porlo que iba a revelar—. Solo quiero quetú... Bueno... lo que pasa es que es mi... Él sonrió. —Entiendo —susurró al ras de mislabios. Procuró ir más despacio, con unalentitud exquisita que provocaba el ansiade que me devorara de una vez. Sentí lapunta de su lengua humedecer elcontorno de mis labios, pidiendopermiso para un beso más candente, másíntimo. No lo pensé dos veces, entreabríla boca para que me robara hasta elalma. Al sentir el roce, solté un jadeobajo en la garganta, uno cargado del

placer más extremo, pues sus besos eranenloquecedores. Las lenguas bailabansin ningún pudor, prestas a despertarcada terminación nerviosa que había ennuestros cuerpos. Enrollé las piernas a su alrededor yme aferré a él como una boaconstrictora. Su miembro creció ypalpitaba, ansioso por sumergirse en misprofundidades. David gruñía excitado,restregándome toda su masculinidad. Sehizo insoportable prolongar por mástiempo el momento culmen, las ropasnos estorbaban, y el deseo incontrolablede perder la cordura era apremiante. Con agilidad fue removiendo del ojal,cada uno de los botones de la blusa. Misujetador quedó a la vista en cuanto

terminó con el último. David sonrió alpercatarse que el broche del mismoestaba en la parte frontal. —Me encanta cuando me lo ponenfácil... —dijo socarrón. Contuve la respiración mientrasobservaba cómo los liberaba. Mis senosse elevaron como dos turgentesmontañas. —Maravillosos —expresó dándole unleve apretón al izquierdo. Jadeé, mis pezones se pusieron durosal tacto. —Chúpalos —le pedí sin ningún tipode vergüenza. Quería sentir sus labiosalrededor de ellos. David sonrió y enseguida acató laorden.

Se llevó a la boca el que habíaoprimido. Oh... ¡Cuánto placer! Sentir sus labios afianzándose condevoción alrededor del pezón eraalucinante. Lo apretaba, chupaba y luegotiraba de él como si tuviera hambre.Gemía con gran satisfacción, encantadode lo que estaba degustando. Su lenguabailaba con parsimonia alrededor de laaureola, humedeciéndola y midiendo sucircunferencia. —David... —Me arqueaba y retorcíacomo gata en celo amamantado a mihombre. Ningún pezón quedó sin seratendido. Mientras chupaba uno, el otroera masajeado. Luego sentí su mano recorrer la

curvatura de mi cintura y detenerse justoen el botón de mi pantalón. Lodesabotonó sin dilación, deslizandohacia abajo la cremallera. La prenda fue removida con rapidezde mis piernas. David sonrió deleitado, la bragatrasparentaba el escaso vello púbico quetenía. Agradecía en mi fuero internomantener una rutina de belleza. —Hermosa —dijo mientras rozabacon las yemas de los dedos la fina tela. Me estremecí y las piernas se meabrieron de forma automática sin ningúnpudor. David gruñó y acercó su boca a mihúmedo centro, dejando un casto besopor encima de la prenda íntima. Luego,

tomó cada extremo de la braga y laremovió de mi cuerpo con delicadeza. Al dejarme desnuda, se levantó de lacama para bajarse el pantalón. Susmanos temblaban, quería liberar labestia que tenía dentro. Y justo cuando disponía a deshacersedel calzoncillo... Lo detuve. —¡Espera! David se detuvo y me miró. —¿Cambiaste de parecer? —seangustió. Negué con la cabeza. —Solo quiero quitártelo... Sonrió. —¿Quién soy yo para privarte desemejante placer? —expresó con voz

ronca. Me arrodillé sobre el colchón yterminé de quitarme la blusa y elsujetador que pendía de mis hombros. —Acuéstate —le pedí. Expandió los ojos, encantado. Se acostó con el bulto que estaba porreventar su ropa interior. Me mordí los labios seductoramente.El momento hacía que me comportara deforma desinhibida. Le acaricié lasmusculosas piernas desde los tobilloshasta los muslos. Mis manos viajabancon delicadeza buscando el premio paradisfrutarlo. El corazón me palpitaba frenético, sialguien me hubiera dicho días atrás queDavid y yo estaríamos en cueros a punto

de tener sexo, no le habría creído. Con cuidado, tomé la cinturilla delcalzoncillo y lo deslicé, como él hizocon mi braga. Lento, lento, lento... Y entonces, lo conocí por completo. —¡Oh, por Dios! —exclaméasombrada. David se tensó, preocupado—. ¡Eres perfecto! Sonrió, jactancioso. El muydesgraciado tenía lo suyo: era unmonstruo gigante que me arrancaría milorgasmos. —Tal perfección merece un beso —dije sonriente. Y sin que él lo viera venir... le di unoen la punta del pene. Gimió excitado. Su miembro se erguía, imponente y

duro, esperando que le diera un buenservicio. Sin embargo, mi inexperiencia en talfaena me tenía un poco abrumada.Quería hacerlo, probarlo y dejarlodesecho en la cama. Pero, ¿cómo hacíapara desenvolverme, cuál amanteapasionada, si no había conocidohombre alguno en mi vida? Misexperiencias se limitaban a caricias ybesos en la butaca de un cine o en elautomóvil de un adolescente con lashormonas alborotadas. David se dio cuenta de mipredicamento. Sin decirme nada, me extendió lamano y tiró de mí para que quedaradebajo de él.

—Tenemos toda la vida por delante—susurró—. Ya habrá tiempo paraeso... Me besó e hizo que mi vagina sehumedeciera al instante. Su erecciónreposaba sobre mi bajo vientre en unestado de febril deseo. Mis piernas seabrieron, esperando a que él encontrarael camino hacia el nirvana. No nospreocupaba que a sus enemigos lesdieran por volver a atacarnos. Ese eranuestro momento y nadie nos lo quitaría. —¿Preparada? —preguntó con larespiración entrecortada. Sus ojos sehabían rasgados y sus colmillossobresalían de las encías. El vampiroluchaba por ganarle la partida a su parte“humana”.

Pero yo no temía. David me esperópor siglos, como para dejarse llevar porsu lado salvaje. Asentí nerviosa, aferrando las manossobre sus hombros. Esperando a que metomara. Se acomodó entre mis pliegues y, conla mirada, me indicó que era hora. —¿Rápido o lento? —lanzó unasegunda pregunta. Procuraba que yo nosufriera por el desvirgo. Parpadeé. ¿Qué era mejor? Si lo hacía rápido medolería, pero si era lento el dolor nosería tan fuerte, pero se prolongaría. Cielos... por la que teníamos que pasarlas mujeres. —¿Qué me dice tu experiencia? —le

inquirí. Mi corazón estaba por explotar. David sonrió. —La experiencia me dice que cadamujer es diferente. Y tú, mi amadaAllison, eres especial... Se restregó un poco más, del modoque hizo que me lubricara lo suficientepara recibirlo sin problemas. Y me penetró. Gemí adolorida, una estocada senecesitó para desgarrarme por dentro. Enterré las uñas en sus hombros y metensé. David esperó a que me relajara.Me cubrió con pequeños besos ypalabras dulces. Respiré profundo y esperé a que ladolencia se calmara y el placer seabriera paso.

—Ámame... —le pedí entre jadeos. David asintió y sus caderascomenzaron a moverse con lentitud. Notenía afanes; él lo había dicho: ya habríatiempo para comportarnos como dosamantes lunáticos. Los gemidos eran audibles en lahabitación, la delicia y el dolor estabantomados de la mano, era nuestra primeravez, a pesar de que él se había acostadocon media población femenina. Pero eranuestro primer encuentro y le agradecíapor ser tan perfecto. Sentí el filo de unas uñas alargadas ymortales recorriendo sin lastimar miespalda. David gruñó anunciando unapronta liberación. Sus manostransformadas se enterraron en el

colchón y aumentó el ritmo de susembestidas, aunque no de formadespiadada. Hacía lo posible paraevitarme el suplicio de la iniciación. Entonces, el orgasmo llegó y ambosgemimos extasiados. David se corrió yme llenó por dentro. ***** —A tía le daría un infarto si me vieraasí —comenté enrollada en la toalla,mientras observaba mis ropasensangrentadas en el piso. David me escaneó y se dirigió al

armario, sacando una de sus camisaspara que me cambiara. —Ahora no le dará —dijoentregándomela. Parpadeé atónita. ¿Qué había queridodecir? —David... ¿Tú no pensarás...? —Para allá vamos —confirmó con lamano extendida esperando a que tomarala camisa. Me preocupé. —¡No! ¡Los pondremos en peligro! —No sé por qué asumí que nosalejaríamos de Carteret. Negó con la cabeza. —Tranquila, Peter puede ayudarnos.Además, Matilde y “tu” Donovan,estarán protegidos.

Gruñí, tomando la camisa de malagana. A David no le importaba elbienestar de ellos. —Te espero afuera —dijo tomando elsobre que estaba en la mesita de noche. Respiré profundo para calmar elenojo. Parecía un ave de mal agüeroque, donde se posaba, traía lasdesgracias. Contuve las ganas de llorar y me pusela camisa, al menos me cubriría hastalos muslos. Salí de la habitación y le viesperándome con su espalda recostadaen la pared frontal del pasillo. Me tomóde la mano para encaminarnos escalerasabajo. Pero justo cuando íbamos a mitad de

camino..., David sufrió un repentinomareo, que de no sujetarse con rapidezdel pasamano, cae rodando por lasescaleras. —¡Por Dios, David! —Lo sujeté atoda prisa—. ¿Estás bien? —Mesobresaltó sentir que sus brazos estabanfríos. —Sí, solo estoy un poco débil... —sonrió con el ánimo de tranquilizarme. —¿Necesitas beber sangre? Puedobuscarte... Negó con la cabeza. —Dame un minuto. —Se sentó en losescalones y recostó la frente sobre susrodillas. Me desconcertaba verlo tan débil, susfuerzas no estaban del todo recobradas y

no había tiempo para que se recuperarapor completo. Me senté a su lado y advertí en lapalidez que tenía. —No es la primera vez que te sucedeesto —comenté recordando el malestarque había sufrido en el Cocoa Rock y enel hospital. Él no respondió. Tan hermético comosiempre. —Te ves mal —me preocupé—.Deberías recostarte. Intenté levantarlo para que me siguieraa su habitación, pero se incorporó deinmediato como si el repentino mareojamás lo hubiera debilitado. —Estoy bien. Ya me siento mejor. Se agachó para recoger el sobre de

manila. Observé que su palidez habíadesaparecido. —¿Seguro? Podemos irnos más tarde—sugerí. Era imperativo irnos pronto deRosafuego, pero tenía miedo que en lahuida, David se viera en aprietos. —Ni loco. Nos vamos de aquí —replicó y tomó mi mano. El calor en sucuerpo se sentía una vez más. Al ver los rayos del sol entrar por lasventanas destrozadas de la sala, me hizopensar en la debilidad de los vampiros. Más bien, en la debilidad de losvampiros “comunes”. —David, ¿cómo haces para salir enpleno día? Él sonrió un tanto irónico. —Eso se lo debo a Peter.

Fruncí las cejas. —¿El señor Burns? ¿Cómo? —Luego te explico. Tan pronto salimos de la casa, mesorprendió ver una camioneta Nissan.Estaba detrás del Lamborghini, con laspuertas abiertas debido a la salidarepentina de sus pasajeros. Los cincovampiros que irrumpieron en Rosafuego,habían viajado dentro de la pick-up paradarnos muerte. Los sujetos habían destrozado elLamborghini, eliminando así nuestromedio de transporte para salir huyendo,o simplemente les dio la gana. Meextrañó que la policía no hiciera acto depresencia. Tal vez, el estar un pocoalejado de la civilización, tuviera algo

que ver. —¿Y ahora qué hacemos? —Sígueme. Nos dirigimos hacia el garaje ypresionó un dispositivo que había en sullavero. La puerta se abrió hacía arribaen un instante. Jadeé. —Vaya... —Había un todoterrenonegro de apariencia agresiva. La nochede la tormenta no me permitiópercatarme de su existencia—. ¡QuéHummer tan impresionante! —exclamémaravillada—. ¿La trajeron del futuro? La sonrisa de suficiencia de David nose hizo esperar. —Es un modelo no comercial —explicó—, el prototipo original era

plateado, pero ese color no me gustó. Nos subimos de inmediato. —Por Dios... —Estaba embobada. Mesentía dentro de la cabina de un avión.Era el típico vehículo “vampirista”:última tecnología, temible, negro... David guardó el sobre de manila en laguantera. No le pregunté por sucontenido, evitaba tocar el tema denuevo. Si lo hacía, lloraría. Sacó a su vez del compartimiento unIphone; lo encendió y marcó para hablarcon un tal Horacio sobre mantenerprotegida al ama de llaves y las chicas.Ellas fueron rescatadas a tiempo por susamigos. “Amigos” que nunca llegué a ver. David accionó un botón escondido en

el panel de control y, al hacerlo, todocomenzó a iluminarse, incluyendo elsistema de navegación GPS. La vozsensual de una mujer se escuchó dándolela bienvenida. La “computadora”, o loque fuera eso, le daba un informedetallado y gráfico del estado delvehículo. Si bien estaba encantada observándolotodo, no permitiría que me distrajera.Aún no procesaba la idea de que elseñor Burns tenía algo que ver con suhabilidad para soportar los rayossolares. Algo me decía que la amistadentre esos dos había surgido muchoantes de mi nacimiento y de cualquierade los jóvenes que vivían en el condado. —¿Vas a contarme lo del señor

Burns? —le pregunté con la curiosidadaguijoneándome. David dirigió su mirada más allá delparabrisas.

Conjuro Solar —NO es mucho lo que pueda decir dePeter —dijo—. Nos conocimos hacetreinta y cinco años en Boston. Fueatacado por varios humanos queintentaban robarle. Uno de ellos ledisparó en el brazo. Yo pasaba cerca yolí la sangre. Despertó mi sed, pero nobebí de él. Sin embargo, bebí de losotros... De ahí en adelante, es historia. —¿Y si el señor Burns te hubieraamenazado con denunciar que eras unvampiro? —pregunté mientrasabandonábamos la mansión. Un brillo de ferocidad se vio asomadoen sus ojos azules. —Lo mataba.

—¡Por Dios! —Estaba perturbada—.Entonces, ¿por qué pusiste en riesgo tusecreto al salvarle la vida? Se encogió de hombros. —Sentí que debía hacerlo. Supongoque era el destino. Fruncí las cejas. —¿Por qué el destino? —Porque si no fuera por él, no podríasalir durante el día. El día... De nuevo estaba colándose su virtudpara resistir el sol. —¿Cómo haces para salir durante eldía sin afectarte? David miró hacia el cielo, sonrió yrespondió: —Luego de conocerme, Peter se

interesó por el ocultismo. Viajó por todoel mundo recopilando información sobrelos vampiros y la brujería. Un día diocon un conjuro que permitíamovilizarme en pleno día sin sufrirquemaduras. Eso me cambió la vida. Abrí los ojos como platos. —¡¿El señor Burns es brujo?! David sonrió. —Difícil de creer, ¿no? Asentí perpleja. Sin embargo, David no dejaba detomar medidas preventivas que loprotegieran del sol. Todos los vidrios,tanto de su casa como de sus autos,estaban polarizados. Los años queestuvo sumergido en las tinieblashicieron que no perdiera la costumbre

de andarse con cuidado. Hastanecesitaba de los servicios de IlvaMancini para poderse relacionar con loshumanos, a pesar de que él podíahacerlo muy bien. Pero la enemistad que surgió entreellos, me intrigaba. —¿Lo que sucedió con la hermana deDonovan es la causa de tanto odio? David se tensó sobre el volante. —Creyeron que la había manipulado. —Entiendo. Pero no es para tanto.Marianna es una mujer adulta, quenecesitaba olvidarte. David no replicó. Se concentraba en lacarretera. —¿Por qué recurrimos al señorBurns? —me preocupé. Algo malo debía

estar sucediéndole como para tragarse elorgullo. —Porque cada vez permanezco menostiempo bajo el sol —comentó. Lo miré desconcertada. —¿Qué tan malo es, David? No respondió. Siempre me dejaba conla inquietud. Observé el camino. Los portentososárboles ya no impedían el paso. Estabana un lado de la vía sin que repercutieraun peligro para los conductores. Noobstante, habían quedado vestigios de lagranizada de la noche anterior, y Davidcondujo a baja velocidad hasta quedejamos atrás los linderos de The BlackCat. Por alguna extraña razón latormenta no arreció sobre las demás

poblaciones, solo la privilegiadacomunidad de ricachones había sidoafectada. Permanecimos en silencio. El Hummervolaba sobre el pavimento, emitiendoestruendosos ruidos con su motor. Eracomo el Lamborghini: ruidoso y veloz.Su velocímetro alcanzaba los doscientoskilómetros por hora, manteniéndomepegada en el asiento. David manejaba despreocupado,sumergido en sus propios pensamientos.La voz de la “mujer” en la consolacentral alertaba que sobrepasaba loslímites de velocidad impuestos por lasautoridades locales. Pero poco caso lehacía a la computadora parlanchina y yome preguntaba para qué demonios la

tenía si la ignoraba tanto. Entramos a Beaufort y David tomó lacalle que debía conducirnos hasta lamorada del señor Burns. Se estacionócasi montándose sobre la acera. Se bajópara abrirme la puerta; lacaballerosidad no debía olvidarsejamás. David no dejaba de mirarme, lepreocupaba algo y no se atrevía aexteriorizarlo. No era por el enojo deDonovan o de tía; en todo caso, deberíanestar agradecidos porque él estaba ahísiempre para salvarme la vida. Pero antes de que yo fuera a tocar eltimbre de la puerta, David apretó losojos y se llevó las manos a las sienescomo si un repentino dolor de cabeza lo

taladrara con fuerza. —¿Estás bien? —me preocupé. Sumalestar se estaba haciendo frecuente. Él asintió, simulando que era unatontería. —¿Necesitas sangre? —Debí insistirque bebiera un poco antes de irnos deRosafuego. —No tengo sed. Lo dejé pasar, tal vez eran resquiciosde dolor por las heridas internas queseguían en proceso de recuperación. Alcé la mano para tocar el timbre,pero David lo impidió. Me dio una mirada lúgubre. —Si esto no sale bien... —No quiero escuchar —volvíamos alo mismo.

—Es importante para mí saber que teencontrarás bien. Sollocé. Daba la impresión que seestaba despidiendo. David se apiadó de mi angustia,envolviéndome en sus brazos. —Lo siento —expresó—. Pero tengoque estar seguro —quería irse a laguerra con tranquilidad. Sin embargo, yo no lo iba a permitir. Me separé molesta, tocando el timbre. Al instante, la puerta se abrió con unDonovan muy enfurecido. —¿DÓNDE ESTABAN USTEDES?—gritó a todo pulmón—. ¡LA CASAESTABA DESTROZADA! Tragué saliva. Por lo visto, había idoa Rosafuego a buscarme.

—Donovan... —¡¿Qué te pasó?! —Se preocupó,escaneándome con la mirada—. ¡¿Porqué estás vestida así?! —No le gustóque trajera como única indumentaria unacamisa masculina—. ¡¿Qué le hiciste?!—se abalanzó sobre David paragolpearlo. —¡Detente, Donovan! —Temía que mivampiro lo lastimara. David gruñó y le propinó un puñetazo.Un humano jamás sería rival para él. Donovan cayó al piso con el labioensangrentado. Pero no se iba a dar porvencido con facilidad. Se levantó, presto a dar una buenapelea. —¡Basta! —le grité consternada. Si no

lo detenía, David lo mataba. Y hasta ahíllegaba la ayuda que necesitábamos delseñor Burns. Donovan se detuvo, respirando comoun toro embravecido. —Lo haré por ti —siseó—. Porque sifuera por mí... le parto la cara a esa ratade alcantarilla. David esbozó una sonrisa displicente. —No podrías ni aunque yo tuviera losbrazos atados. Donovan enrojeció de la ira. —Algún día me la pagarás... Puse los ojos en blanco cansada detanta testosterona. Se trataban comoperros y gatos. —Vamos, David. —Era hora de entrara la casa y enfrentar la situación.

Donovan reaccionó de inmediato ybloqueó el paso. —¡Él no pondrá un pie dentro! Respiré profundo, tratando demantener la calma. —Hazte a un lado, necesitamos hablarcon el señor Burns —le pedí. Me miró con precaución. —¿Por qué? —No te concierne —respondió Davidde mala gana. Donovan resopló. —Yo creo que sí. ¡Esta es mi casa! Suspiré. Este chico... —No hay tiempo para explicaciones.¡Déjalo entrar! —le increpé. Negó con la cabeza. —¡Ufs! ¡Está bien! —exclamé

perdiendo la paciencia—. ¿Quieressaber? ¡Nos atacaron! Donovan se sobresaltó. —¡¿Qué?! —se molestó—. ¡Pezzo dimerda, dijiste que Allison estaría bien!—David no le respondió—. Fue... —memiró de refilón—. ¿Vincent? David asintió. —Y otros vampiros más... —comenté. Parpadeó, perplejo. —¡¿Tú...?! —Se impactó que yopudiera saber el secretísimo tema de losvampiros—. ¡¿Desde cuándo sabes...?! Suspiré. —Te dije que necesitaba aclararalgunos asuntos con David. Tenía missospechas, pero no estaba segura. Lanzó una sonrisa despectiva.

—¿Ahora entiendes por qué no queríaque estuvieras cerca de él? Asentí. —Entiendo, pero él no me... tocó. —Me sonrojé al recordar nuestra primeravez—. «¡Ni te atrevas a reír, David! »—le amenacé cuando vi por el rabillodel ojo que se curvaban sus labiospeligrosamente—. Él no me halastimado —le hice ver, tratando dedisimular el sonrojo. —Puedo darme cuenta —graznó.Luego dirigió sus ojos fieros haciaDavid—. ¿Los vampiros...? —Exterminados. —Benne —quedó satisfecho. Intenté entrar, pero este entrecerró lapuerta para impedirlo.

—Él no va a entrar —dijo categórico. —¡Déjanos pasar! —le supliqué. —A ti, sí, pero a él no. —Se estabavengando por mis días ausente. «Lo voy a golpear si no se quita» —amenazó David. «No ganamos nada con ponernosviolentos —le hice razonar—. Recuerdaque necesitas al señor Burns.» David me miró para replicar, pero secontuvo. —No entiendes, ¡él está débil! —revelé. Donovan movió los ojos hacia lamancha de nacimiento que David teníaen la mano derecha. —¿Para qué? ¡Por mí se puede ir almismo infierno!

«Lo mataré.» —Era cuestión detiempo para que David sacara a flote susrasgos vampíricos. «¡Cálmate!» —le ordené—.¡Donovan, por favor! —Si tenía quearrodillarme para implorarle, con gustolo haría. Pero no fue necesario. —Déjelos pasar —habló el señorBurns detrás de él. Donovan explayó la puerta y se hizo aun lado para que pudiéramos pasar. Entré primero. Pero entonces cuandoDavid fue a ingresar..., se estrelló contraalgo invisible que lo mandó al piso conviolencia. —¡David! —corrí hacia él,ayudándole a levantar—. ¡¿Qué te

sucedió?! Las risas perniciosas de Donovan, meindicaba que le había jugado una bromapesada. «Tu amiguito quiere morirse hoy» —amenazó David. Miré a Donovan sin comprender. ¿Quéle hizo él? —¡Quita el mojo! —gruñó mivampiro. —¡Donovan, te dije que los dejarasentrar! —reprendió el señor Burns. Desde la parte interna de la casa, elanciano alzó la mano hacia la partesuperior del marco de la puerta y bajó loque era una bolsita de terciopelo negro,anudada. Esperó a que entráramos,David lo hizo un poco receloso que

pudiera recibir otra desagradablesorpresa. Sus puños se apretaban conganas de voltearle la cara a su rival porhacerle pasar un mal rato. Caminamos hasta la sala, observandocómo el señor Burns volvía a poner ensu lugar el mojo. «¿Qué es eso?» —Era mejorpreguntar a David con la mente en casode que a los residentes de la casa no nosquisieran informar. «Protección —respondió—. Nopermite que ningún vampiro puedaentrar, mientras esté pegado acualquier lindero de la casa.» Arqueé las cejas, sorprendida. «¿Así es cómo nos va ayudar el señorBurns: mantenernos escondidos?» —

La ayuda me parecía insuficiente. «Es solo la punta del iceberg» —comentó; y eso me dejó pensando quéotras “brujerías” estaban regadas por lacasa sin que yo me hubiera dado cuenta. El señor Burns cerró la puerta y sevolteó hacia David con expresiónsevera. —¿A qué viniste? —A causar problemas —espetóDonovan, lanzándole una miradacargada de odio. —No te pregunté a ti —le recriminó elanciano. —Rosafuego fue invadida, y yo... —ledevolvió una mirada dura a Donovan, noquería que él se enterara de su debilidad— estoy perdiendo la resistencia al sol.

El señor Burns lo observó. —¿Desde cuándo? —Ocho meses. Justo el tiempo que yo tenía enCarteret. De pronto palideció y se tambaleó. Al instante, buscó el apoyo delrespaldo del sillón que estaba cerca deél. El señor Burns y Donovanintercambiaron miradas silenciosas y,podría jurar, que hasta complacidas. Losujeté deprisa para que no cayera alpiso. Su piel estaba fría. La debilidadhabía aparecido en el momento menospropicio, cuando sus enemigos seencontraban al acecho. David no podíaenfrentarse a ellos en ese lamentable

estado, estaba empeorando como uncáncer que lo devoraba por dentro. El señor Burns se apiadó y lo ayudó asentarse sobre el sillón del que se habíasostenido. Donovan permanecía en su lugar conla mirada altiva y llena de satisfacciónpor lo que le sucedía. Me acuclillé a suspies, mis manos se posaron temblorosasy solícitas sobre sus rodillas, el corazónlo tenía lleno de incertidumbre por nopoderle ayudar. «¿Necesitas sangre?» —laangustiante pregunta se estaba haciendorutinaria. «No» —respondió sin mirarme. Susojos permanecían cerrados y su cabezarecostada contra el respaldo.

«Deberías probar un poco, tal vez teayude.» —Una mordidita no me haríadaño. Los labios de David se curvaron haciaarriba. «De quién quieres que la tome: ¿dePeter o Donovan?» —fue sarcástico. «¡De mí!» —exclamé enojada. Seguíacomportándose como un idiota. «En ese caso: no la quiero.» Iba a replicar, pero al instante selevantó recuperado de la misma formaen cómo lo hizo en la escalera de sucasa: rápido y desconcertante. La bronceada tonalidad de su piel locubrió de nuevo, al igual que el calor desu cuerpo. El señor Burns se rascó la mejilla,

pensativo, y le echó un vistazo a la“marca de nacimiento” que tenía Daviden su mano derecha. La estrella roja. —¿El tiempo de exposición al sol escada vez más corto? —le preguntó. —Sí —respondió el aludido. El señor Burns meditó un poco concierta preocupación. —El Conjuro Solar está llegando a sufin —concluyó. —Pensé que era indefinido. —Davidle cuestionó y miró la figura en su piel.Se había opacado como si el color quela caracterizaba se estuviera borrando. El anciano negó con la cabeza. —Eso creí, pero, por lo que veo, no. —¿Por cuánto tiempo estarédebilitado?

—No lo sé. —¿Puedes ayudarlo? —pregunté conansiedad. —¡NO! —Donovan protestó—. Quese pudra en el... —¡Donovan! —Se irritó el señorBurns. —¡Lo siento, padrino, pero él nos hajodido siempre! ¡¿Por qué tenemos queayudarle?! —Porque sí. Confía en mí. El ahijado se cruzó de brazos,molesto. —Ese no es un buen motivo —cuestionó. «Recuérdame patearle el traserocuando todo termine» —expresó Davidcon aversión.

El terror me invadía al pensar que élno estaba en condiciones para unenfrentamiento mortal. «No te enfrentes a esa gente. Teherirán...» David apretó la mandíbula, simulandotranquilidad. Ni el señor Burns niDonovan estaban al tanto de nuestratelepatía. «Alguien debe detenerlos» —replicóeludiendo mi mirada. «¿Y tus amigos? ¡Deja que ellospeleen por ti!» Encausó los ojos de retornó y elevó“la voz” para exclamar enojado: «¡Yo peleo mis batallas!» «¡Pero estás débil!» —sollocé. Me abrazó con delicadeza, haciendo

que todas mis terminaciones nerviosasse dispararan. Por lo general, susabrazos me descontrolaban sin decoro,pero en esa ocasión, despertó en mí unainquietud que me desconcertaba. Nocomprendía hasta qué magnitudestábamos en dificultades. —¿Habrá alguna posibilidad de queesta locura termine? —le pregunté. Los residentes de la casa dejaron dediscutir y nos miraron, pero a Donovanno le gustó que estuviéramos abrazados. —Sí. Matándolos —respondió Davidcomo si se tratara de exterminarcucarachas. Parpadeé. —Pero ¿no hay manera que ustedes seentiendan?

—¿Hablar? —resopló—. No lo creo. El señor Burns se preocupó. —¿Tienes idea de quiénes puedan ser?—inquirió. David deshizo el abrazo y caminóhasta la chimenea. Lo pensó un momentoy luego respondió: —Sí. —¿Quiénes son? —Me acerqué a él. Respiró profundo. —Alguien que no pensé volverme aencontrar. Donovan y el señor Burnsintercambiaron miradas. —¿Y cómo piensas hacerle frente? —me angustié. No había que ser un geniopara determinar que dicho vampiro erade temer.

—Tengo mis medios —contestódespreocupado. ¡Por supuesto que tenía sus medios!Tenía a sus amigos y el enormecontingente de armas almacenadas en labóveda. No obstante, no era suficiente. Él noestaba para peleas. —¡Te mataran! —Le sacudí los brazoscon fuerza. Me inmovilizó tomándome de lasmuñecas. —No es la primera vez que enfrento amis enemigos —me hizo ver. —Pero ahora estás débil —le refuté—. Eso hace la diferencia, ¿no? Él suspiró. —He estado en peores condiciones —

dijo sonriendo sin humor y soltándomelas muñecas—. Además, tengo mi gente. Parpadeé. —¿“Tu gente”? —Había sonado unpoco posesivo como si sus “amigos” lepertenecieran. Donovan, intrigado, rodó los ojoshacia su padrino. —¿Su gente? —le inquirió. A éltambién le había llamado la atención. El aludido no quiso responder.Quiénes fueran los amigos de David,causó la animadversión de Donovan y elmisterio en el señor Burns. —¿A qué “gente” te refieres? —Sedirigió Donovan a él, sin dejarlo pasarpor alto. —Súbditos. —El anciano le reveló

con encono. La respuesta nos dejó a Donovan y amí, perplejos. ¡¿David con súbditos?! —¿Acaso eres...? —le inquiriópasmado. David, jactancioso, le respondió: —Un Grigori. Donovan amplió los ojos y tiró de mibrazo para mantenerme lejos de sualcance. Mi mandíbula cayó al piso ante lapregunta que se formulaba en mi cabeza.¿Grigori? ¿Y eso qué es?

Asesino —¡¿POR qué no dijiste nada?! —increpó Donovan al señor Burns. Ni élsabía todo de David. —Fue un juramento que le hice haceaños —respondió el aludido. Donovan resopló, teniéndome pegadaa su cuerpo como si estuviera enpeligro. —A ellos no hay que deberles ningúnjuramento —escupió—. ¡Son parásitosque se alimentan de los humanos! David gruñó con ganas de arrancarlelos brazos para que me soltara. Estabapor perder el control. —Le debo mi vida —expresó el señorBurns.

—¡Pero no tienes por qué ayudarlo!¡Míralo, es el rey de los vampiros, no tenecesita! —¡Basta! —El anciano le hizo callar—. No me tengo por qué excusar ante ti. Todo eso me dejó perpleja. ¿Rey? Donovan abrió la boca para replicar,pero yo intervine en la discusión: —Un momento... —miré a David,azorada—. ¿Rey de los vampiros?David... ¡¿eres un rey?! Él suspiró, derrotado. —Los Grigoris somos la primera castade vampiros —respondió. —¡Y también ángeles caídos! —escupió Donovan con ojeriza—. Hastael Cielo los rechazó. Jadeé, estupefacta. ¡¿Qué?! ¡¿Ángel

caído y Rey de los vampiros?! A Davidse le olvidó revelarme esos pequeñosdetalles. No obstante, observé su rostro y notéque había cierto dolor infligido en susojos. Una mirada de tristeza que mehacía entender que le urgía preguntarmealgo. Pero lo hizo de la única forma enque solo yo lo podía escuchar: «¿Allison, te repugno?» Su pregunta me tomó desprevenida,pues era algo que no esperé que mellegase a preguntar. «No. Solo estoy impresionada.» Su mirada se tensó mientras me gritabatelepáticamente: «¿Entonces por qué sigues en susbrazos? ¡No hagas que se los

arranque!» Comprendí el porqué de suabatimiento. Estaba celoso de la peorforma. «¡NO TE ATREVAS!» «Aléjate de él, si no quieres queocurra una desgracia.» —Sus manos seempuñaron amenazadoras. «No eres mi dueño» —fruncí lascejas, contrariada. Se estaba pasando dela raya con sus inseguridades. «Lo soy —entrecerró los ojos—.Hicimos un pacto.» Lo miré extrañada. «¿Qué pacto?» —No entendía a quése refería. Él no respondió. «¿David, qué pacto?» —insistí

perturbada. Rodó los ojos hacia la chimenea. Meeludía la mirada. «Antes de que te convirtieras envampira, juraste ser mía por toda laeternidad. Podrías morir mil veces,pero siempre volverías a mí.» Suspiré. «Como “Sophie” te amé conintensidad...» —le expresé con el alma.Había nacido más de una vez para seguiramándonos. David esbozó una sonrisa despectivacomo si no le hubiese cumplido con eljuramento. Y eso me erizó la piel. No obstante, nuestra conversaciónmental nos mantuvo abstraídos sindarnos cuenta que el señor Burns y

Donovan, nos observaban en silencio.Tal vez pensando que, nuestro mutismo,se debía a un momento de incómodatensión. Pero lo que ellos no sabían, eraque en nuestras mentes se estabalibrando una batalla de celos. De repente, una nueva visión seapoderó de mí. Fue tan vertiginosa quellegué a pensar que era real. Ahí estaba yo, en severo peligro demuerte. Lo vi mal, enfermo, pálido,tembloroso. Lo vi agonizante,malherido, dominado. Estaba solo en unlugar que no sabría decir dónde podríaestar, salvo que se bamboleaba consuavidad. Su cuerpo sangraba y suexpresión había cambiado a la de un

animal asesino, ya no era el mismo,tenía sed y deseaba saciarse sobre mí.No me reconocía, era una extraña quefue empujada delante de él para quefuera su cena. Su... alimento. Caí al piso, mareada. Donovan y David se sobresaltaron,arrodillándose a mi lado. —¿Allison? —Mi ángel se angustió,retirándome el cabello que me cubría elrostro—. ¿Qué te sucede? —¡¿Qué le pasa?! —se preocupóDonovan. David suspiró. —No ha comido desde ayer —reveló. Donovan gruñó. —¡Tú sí que sabes atender a lasmujeres! ¡Las matas de hambre!

—¿Se te olvida que nos atacaron? —le recordó con ojeriza. —Por tu culpa ella está así —espetóDonovan. —Le prepararé algo —comentó elseñor Burns. Sus pasos se alejaban de lasala. —Aaaahgg... —Abrí los ojos y mequejé adolorida. Las neuronas, meestaban taladrando la cabeza. David me levantó en brazos y medepositó con cuidado sobre el sofá. —Tranquila, pequeña, ya se te pasará—dijo hincando una rodilla en el piso.Me colmaba de castos besos. Pero la visión la tenía presente. Me senté de inmediato. —¡David! —Lo abracé con fuerza,

haciéndolo sentar en el sofá—. ¡Noquiero que luches, no te irá bien! —¿Tuviste una visión, Allison? —preguntó Donovan intuyendo miangustia. Asentí, llorosa. Me llamaba laatención que él se hubiera percatado deello. David se liberó de mis brazos y selevantó del sofá. —¡No voy a esconderme como uncobarde! —exclamó con rudeza,alejándose de mí. Donovan parecía satisfecho por sualteración. Comprendía bien que él noestaba en posición de enfrentarse a uncontingente de vampiros. Suspiré.

—David, no se trata de que seas o noun cobarde —repliqué levantándome delasiento, seguía un poco mareada—. Setrata de que te puedan matar, ¡y lo haránsi les das la oportunidad! Frunció las cejas. —Si lo que quieren es muerte: muertetendrán —sentenció. Jadeé desconcertada y saldé rápido ladistancia entre los dos. —¡¿Cómo puedes ser tan estúpido?!—le grité. —Sí, yo también me he hecho esapregunta muchas veces —comentóDonovan en un tono bastante mordaz. David ignoró su comentario y me tomóel rostro con ambas manos, sinimportarle que Donovan nos viera.

—Haré lo que sea necesario paraprotegerte. Incluso, daría la vida por ti... Eso me chocó. —¡PERO YO NO QUIERO QUE DESLA VIDA POR MÍ! —Le aparté lasmanos con rudeza—. ¡TE QUIEROVIVO JUNTO A MÍ Y PARASIEMPRE! Donovan se marchó de la sala, casitropezándose con el señor Burns quellegaba con una bandeja cargada decomida. Fruncía el ceño, preocupado delo que pudo haber ocurrido en suausencia. —Te amo, Allison, pero no pondré tuvida en peligro —expresó. —Yo también te amo —dije—. ¡Asíque deja de decir sandeces, porque de

aquí no te irás! David se envaró. Haría lo que fuerapor mí, pero que le impusieran órdenes,que no quería acatar, era otro asunto. —¿Cómo piensas detenerme? —medesafió. Su imponente metro ochenta ycinco me hizo ver que nadie tenía lasuficiente fuerza para detenerlo. Me veíapequeñita frente a él con esa actitudintimidante. Alcé la vista paraenfrentarme a sus avasallantes ojosazules; el vampiro era muy terco yestaba decidido a irse a pelear sin medirlas consecuencias. El señor Burns se sintió la quinta patade la mesa, por lo que procuró dejarnossolos, lo que le agradecí, porque noquería a otro tonto que le estuviera

secundando sus ideas suicidas. —No podría —musité bajando lamirada. Él suspiro y me alzó el mentón. —No iré solo —dijo—. ¿Deborecordarte que tengo “mi gente”? Apenas pude asentir. —¿Dónde están ellos? —quise saber. —Por todo Carteret. En cuantoanochezca, los cazamos. Dios mío, al anochecer... —¿Son muchos? —Esperaba que fueraasí. —Los suficientes para acabar contodos —sonrió—. No te preocupes. Me tranquilizó en parte. Al menos nopelearía en desventaja contra esosvampiros invasores; tenía su gente que

lo defendería a capa y espada. —¿Qué sucederá al acabarse elconjuro? —pregunté inquieta. David acarició mi cabellera, paracontestar: —Volveré a la normalidad, supongo. La normalidad... ¿Cuál era “lanormalidad” para un vampiro? ¿Caminarentre la penumbra de la noche y bebersangre humana? —Deberías hablar con los otrosGrigoris. Busca su ayuda. —No hay tiempo. —¡Debe haber un modo de evitarlo! Negó con la cabeza. —No la hay. ¡Los voy a matar y punto!—exclamó tajante. No quiso hablar más, no quería perder

el tiempo en algo que ya era un hechoirremediable: la muerte de sus enemigoso su propia muerte. Y si era nuestroúltimo momento, juntos, loaprovecharía. Me rodeó la cintura con sus brazos,apretándome contra su cuerpo confuerza. Tuve que ponerme de puntillaspara poderle rodear el cuello con mismanos. David se inclinó un poco y mebesó apasionadamente. Necesitaba de sualiento una vez más. Me había vueltoadicta a sus besos, a su olor y a su piel. Un impertinente carraspeo se escuchóa los pocos minutos. David y yo nosseparamos muy a nuestro pesar; aúnnecesitábamos sentirnos con fervor. —Allison, ven, necesitas comer y

descansar —pidió el señor Burns deretorno, ya sin la bandeja de comida.Nuestro tiempo a solas se habíaacabado. «No, David, no quiero apartarme detu lado» —lo abracé, deseando que coneso fuera suficiente para detenerle. «Ve, Allison. Yo te seguiré mástarde.» Y él pensaba que me iba a tragar esecuento. «No es cierto. Te irás» —mi rostro seescondió en su pecho. «No te preocupes, necesito hablarcon Peter.» Asentí. Tenía razón. Estaba débil ynecesitaba toda la ayuda posible pararecuperar sus fuerzas.

—Allison. —El señor Burns seacercó, tomándome del brazo—. Vamos,él también necesita descansar. Llorosa, lo miré con el temor de novolverle a ver. «David... Te amo.» Él, con una sonrisa fingida, expresó: «También te amo. Duerme bien.» Caminé consternada, sin darme cuentaque el señor Burns me había rodeado loshombros con su brazo izquierdo. Mecondujo hasta la habitación deMarianna. Mi habitación. —Come y duerme un poco. Verás queen cuanto descanses, te sentirás mejor—expresó con cálida voz. Sonreí entristecida y él me besó en lafrente con dulzura. Tal vez le recordaba

a la hermana de Donovan y queríaprotegerme de la forma en que no pudohacerlo con ella. Cerró la puerta tras de sí, dejándomesola con mi agonía. Las lágrimas se medesbordaron, impotente porque no podíadetener a David. Tarde o temprano él semarcharía. La bandeja con la comida reposabasobre la mesita de noche. Me senté en lacama y probé algo. El señor Burnssirvió huevos rancheros con pan tostadoy jugo de naranja. Había uvas ymanzanas por si se me apetecía. Comí con calma, previniendo futurasnáuseas. Observé a mi alrededor mientrasterminaba el “segundo desayuno” del

día. Era una habitación pequeña, contodas las comodidades. La decoracióncorrespondía a la típica chica que legustaba el lujo. Televisor y computadorade última generación, una costosabicicleta estática, y aire acondicionado. No había una fotografía de lapropietaria, ni siquiera en toda la casa.Pero percibía que David la colmó deregalos por ser hermosa. Me atacaron los celos. ¿Hasta dóndehabía llegado la amistad con ella? Unos suaves golpes en la puerta mesacaron de mis pensamientos. —Adelante —me emocioné. Davidhabía decidido visitarme. La puerta se abrió y Donovan asomóla cabeza.

—¿Puedo pasar? —preguntó conmejor semblante. Asentí, tratando en lo posible deocultar la decepción. David seguía en lasala con el señor Burns. —Por supuesto, pasa. —Terminé detomar el jugo de naranja y me levanté dela cama. —¿Te ha gustado la habitación? —preguntó sonriente. Puse los ojos en blanco y sonreí. —Conoces mi respuesta, me lo haspreguntado un millón de veces. —Sabes que es tuya —expresó. Lo miré avergonzada. —Solo por el tiempo en que tía... serecupere. Huy.

Donovan negó con la cabeza. —Es tuya por el tiempo que desees. No le respondí, la preocupación porella me había embargado. —Donovan, ¿qué ha dicho mi tía?¿Está molesta? Hizo un mohín. Por lo visto: sí. —Prepárate porque te va a matar encuanto te vea. Gemí, azorada. De esa no me librabanadie. Donovan caminó hasta la cómoda yabrió el alhajero que había sobre ella.La suave melodía acunó nuestros oídosde forma agradable. Su rostro reflejabauna nostalgia abrumadora que indicabacuánto extrañaba a su hermana.

—¿Por qué nunca me hablas deMarianna? —pregunté. Era hora de tocarel tema. Siempre que lo abordaba, sutemperamento cambiaba. Cerró de golpe el pequeño cofre y lamelodía se cortó con brusquedad. —Es complicado. Deseaba saciar mi curiosidad, pero notenía idea de cómo formular laspreguntas sin que él se molestara. Pero me arriesgaría comentándole lopoco que sabía de ella. —David me contó algo... Donovan entrecerró los ojos conrecelo. El buen semblante se habíaesfumado. —¿Sí? ¿Te contó que la sedujo sinimportarle que fuera mi hermana? ¿Qué

nos traicionó llevándosela de la casa yque fue el culpable de su muerte? ¿Tecontó eso? Sentí un vértigo repentino que casi metumba al piso. Me senté en la cama conlas náuseas amenazando con expulsarlos alimentos ingeridos. Donovan no sedio cuenta, pues disimulé la debilidad.No quería crear alarma por una rabieta,ni mucho menos alterar a David paraque le reventara la cara. —¡No es cierto! —No podía creer quefuera tan vil—. Él me dijo... —lloré. —¿Qué te dijo? —Se disgustó—.¿Qué nunca la tocó? ¿Qué no la hirió nila enamoró? No pude replicar. Me costaba aceptarlo que decía.

Al verme llorar, Donovan seavergonzó y se dejó caer a mi lado. —Lo siento, Allison —dijo en vozbaja—. No debí desahogarme contigo deesa manera. Esbocé una triste sonrisa. —¿Quieres hablarme de ella? —Quería saber cómo fue su relación conDavid. Él suspiró. —Marianna era mi hermana mayor —reveló—. Tenía veintiséis años cuandotuvo que hacerse cargo de mí. Vinimos aAmérica con la esperanza de alejarmede los problemas. Pero al llegar aquí...—sonrió entristecido— fue cuando losverdaderos problemas comenzaron. »Después de un par de semanas de

mudarnos a Beaufort, David llegó acasa. Peter lo presentó. Marianna seenamoró de él y por unos meses salierona escondidas —apretó la mandíbula conenojo—. De haber sabido que él lalastimaría, yo lo hubiera matado. —Pero ella lo deseó... Donovan lanzó una sonrisa sarcástica. —David Colbert puede desplegar todoel encanto para atraer a cualquierpersona, según lo que se proponga. Siquiere un amigo: es el mejor. Si quiereun aliado: lo busca. Si quiere unaamante: la seduce. Si quiere que seas lacena: te caza. Lloré. Me estaba describiendo unapersona sin sentimientos que se valía deartimañas para manipular a su antojo a

todo aquel que caía rendido a sus pies.Yo había visto un indicio de esa actitudcuando no sabía quién era él enrealidad. Pero todas las circunstanciasque atravesamos me demostraron que miángel era más que eso. —Me cuesta ver a David de esaforma. —Te lo aseguro: es así. —¿Hace cuánto que ella murió? —Diez años. —¿En Londres? —Por eso se odiaban,porque ella abandonó a la familia parahuir de un amor no correspondido. Tuvola mala suerte de encontrar la muerte, yasea por su propia mano o provocada porun lamentable suceso. Donovan se levantó de la cama,

molesto. —¡¿Londres?! —se extrañó—. EnLondres, no. ¡Murió aquí, en Beaufort,por culpa de ese infeliz! —tronó contodo su ser. La bombilla del techo se iluminó conun aumento de energía, que nadie le dio,y luego explotó. El reloj despertadorque estaba sobre la cómoda, se quemó; yel olor a cortocircuito, contaminó elambiente en el acto. ¡¿Qué fue eso?! Donovan hizo un alto y respiróprofundo para calmarse. No queríaseguir hablando sobre David yMarianna. —Descansa, Allison. —Caminó haciala puerta; y antes de tomar el pomo, se

giró hacia mí, hablándome despacio: —No confíes en él. Por tu bien, no lohagas. Un vampiro no cambia sunaturaleza. Son asesinos despiadados. —¡Él no es un asesino! —repliqué convoz rota. No aceptaba lo que me habíadicho. Suspiró. —Sí, lo es. ¡Y tú bien que lo sabes! Se marchó de la habitación dejándomecon muchas dudas. Me arrojé a la cama, llorando. Sabía que David en el pasado era unvampiro amante de la caza y, porextensión, asesinaba sin remordimientos.Ahora, él había transformado su vida,adaptándose a los tiempos modernos.Era “más civilizado” y “menos

peligroso” para la humanidad. Entonces,no entendía por qué aquellas palabrasque se repetían en mi mente me sonabantan huecas. ¿Acaso era un asesino? ¿Lo era? Descorrí el edredón y me arrebujé,cerrando los ojos cansados de tantollorar. Me dejé llevar por el sueño quepugnaba por dominarme y sacarme de lacruda realidad que tanto medesconcertaba.

Revelaciones —ALLISON, despierta. Abrí los ojos al sonido de una vozmasculina. —¡David! —exclamé, sentándomerápido. Enfoqué, decepcionada, sobre el queme había llamado. —Él está bien —dijo Donovan conparquedad. Miré mi reloj de pulsera. —Vaya, apenas dormí veinte minutosy me siento como si hubiera dormidopor más tiempo —comenté. —Me alegra saber eso —sonrió sinque la alegría le llegara a los ojos. Percibí que había algo importante que

debía decirme. —¿Qué pasa? —le alenté aprensiva. —Nos tenemos que marchar. Fruncí las cejas, desconcertada. —¿A dónde? —Me levanté de lacama, calzándome los zapatos. —A Nueva York. Quedé tiesa en el sitio. —¿Por qué? ¿Qué dice David, está deacuerdo? —Eh... sí —respondió sin mirarme—.Él nos quiere allá. Entrecerré los ojos con suspicacia. —Se marchó, ¿no es así? Donovan asintió sin saber quéresponder. —¡Por Dios! —grité—. ¡Le dije queno se fuera! ¡¿Por qué no lo detuvieron?!

Resopló. —¿Cómo? ¡Es un necio! —¡Me hubieran despertado! —¡Él no quiso! Me crucé de brazos, molesta. —¿Y desde cuándo ustedes hacen loque él les pide? «¿David, por qué tefuiste sin avisar?» —le reprochéusando la telepatía. Pero no respondió. Ninguno de los dos. Salí corriendo hacia la puerta, peroDonovan me bloqueó el camino. —¡Apártate! —No. —Las palmas de sus manos seposicionaron con firmeza en cadaextremo de la puerta. —¡Qué te apartes! —Intenté hacerle a

un lado. Parecía una estrella de mar. —No sin que antes me escuches. —No quiero. ¡Apártate! —Le golpeéel pecho con los puños. —¡Escúchame! —gritó atajándome lasmuñecas—. Si no se marchaba, “ellos”lo buscarían, y tarde o temprano daríancon nosotros. ¡Y ahí sí que estaríamosen serias dificultades! Me removí con fuerza para liberarmede sus manos. Pero no pude. —¡Lo matarán! —me angustié—.«¡David no estás en condiciones parapelear! ¡¡Regresa!!» Pero seguía sin responderme. —¡POR DIOS! —Donovan me dio unasacudida para que reaccionara—. ¡Es unvampiro antiguo y no está solo! ¡¡Él sabe

lo que hace!! Dejé de forcejear, dándome porvencida. Me soltó y arrastré los pies hastasentarme en la cama. «Por favor, David, regresa. No tehagas el desentendido conmigo.» Donovan se sentó a mi lado. —Tenemos que irnos pronto siqueremos estar protegidos bajo la luzdel día —dijo bajando el tono de voz,ya no tenía caso seguir gritándome. —Tía no está en condiciones de viajar—repliqué. Buscaba un pretexto paraquedarme. Donovan se impacientó. —Es una emergencia. Corremospeligro.

Suspiré. Fue bueno que me lo dijerade ese modo, entendía que más de unavida estaría en mis manos. —¿Qué le vamos a decir? —preguntéasustada. Abordar el tema no sería nadafácil. Tendría que ser una mentira muybien detallada para que ella nosospechara nada. Donovan sonrió como si la preguntafuera obvia. Comprendí muy a mi pesar. —No, no, no, ¡qué va! ¡Le dará uninfarto! —¿Conoces una mejor forma desacarla de aquí en una hora? —¡¿Una hora?! —Me levanté de lacama—. ¡Imposible, tía no se moverá deaquí ni por un terremoto!

—Pero sí por vampiros —replicó—.Así que ve a su habitación, despiértala ycuéntale toda la historia. Mientras, yovoy haciendo mis maletas. Caminó hacia la puerta sin darmeoportunidad de meditarlo un minuto. Justo antes de salir, lo llamé: —Donovan... ¿c-cómo le digo? Se encogió de hombros. —Se directa —dijo—, no te andes conrodeos. Muchas veces, es la mejorforma de soltar una noticia cuando es devida o muerte. Me crucé de brazos. —¿Sí? ¿Y por qué no se lo dices tú?—le apostillé. —No es mi tía —replicó muycampante.

Se marchó, dejándome con el dilema. Me di un baño rápido y procuréarreglarme un poco. Llamaba a Davidtelepáticamente, pero seguíaignorándome. No respondía a missúplicas, se envolvió en un mutismomental que yo no podía traspasar. Salí de la habitación y me encontré enel pasillo a Donovan y al señor Burns. Miré al anciano, esperando que melibrara de esa desafortunada tarea. —Descuida, iremos los tres —meanimó. Cuando entramos a la habitación, tíaMatilde ya estaba despierta intentandoagarrar las muletas que se encontrabancerca de la cama. Usaba su cómicogorro de florecitas para ocultar el feo

corte de pelo que le hicieron gratis en elhospital para operarla. Ya había pasadomás de un mes, y el cabello no le crecíacon la rapidez que ella deseaba. —¡Por Dios, Matilde! —El señorBurns corrió para ayudarla—.Permíteme... Ella lo apartó a manotazos. —¡No necesito ayuda para que melleven al baño! —gruñó disimulandomuy bien el dolor en las costillas. Elseñor Burns se hizo a un lado para quese desenvolviera sola. Tía se encontró con mis ojos azorados. —Contigo tengo que hablar, jovencita—me señaló autoritaria—. ¿Dóndepasaste la noche? Perdí los colores del rostro y hasta el

habla. Me iba a caer una buenareprimenda. —¡Dime! —me gritó—. Porqueescuché por ahí... —miró de reojo a losdos hombres— que andabas con DavidColbert. Apenas podía negar con la cabeza. —Lo que pasa es que... —No me digas que has estadoocupada en el anticuario, porque yallamé a la señora Jordan y me dijo queha permanecido cerrado. —Les echó unamirada fulminante al señor Burns y aDonovan por haberle mentido. La señoraJordan tenía una inmobiliaria al lado delanticuario. Quién mejor que ella parainformarle. —David me invitó a cenar. Y

entonces... —¿Te quedaste en su casa? Si medices que fue por la tormenta, no te voya creer. La excusa que pensaba utilizar se fueal desagüe. Tía no pasó por alto que los tres lamirábamos con cautela. —Hablen —demandó, dirigiéndose amí. —Eh... yo... —Busqué el apoyo de losdos hombres. —Vamos, díselo —me instó Donovan. Negué con la cabeza. Estaba a puntode quebrarme por los nervios. Tía sonó la pata de la muleta contra elsuelo de madera. —¿Qué sucede? ¿Por qué tanto

secreteo? —Matilde —intercedió el señor Burns—, hay algo importante que debemosdecirte. Ella observó nuestra preocupación. —¿Cuál es el problema? El señor Burns puso la mano sobre suhombro. —Nos conocemos desde hace diezaños, ¿no? —Trataba de que asimilarapoco a poco lo que estaba por contarle. —Ajá... —afirmó aprensiva. —Somos personas honestas y bastantecuerdas, y... en todo ese tiempo tedemostramos que somos serios con loparanormal, ¿verdad? —Sí... —nos vio con recelo a los tres—. ¿A qué viene ese tema a colación?

Suspiré. —Tía, lo que pasa es que... —habíareunido la valentía para terminar dedecir lo que, con tanto rodeo, el señorBurns quería contar. Por desgracia, tía me interrumpió. —¡Es Rosángela! Te ha estadomolestando, ¿no es así? Su conclusión fue errada. —No —respondí. Ella suspiró con impaciencia. —Bien, díganme de una vez quésucede. El señor Burns dio un paso adelante,como si lo fueran a fusilar. —Siéntate primero, por favor —lepidió con zozobra. Ella alzó la muleta, amenazante.

—No voy a sentarme hasta que medigan lo que está sucediendo. —Corremos peligro —comentóDonovan sin más. Tía abrió los ojos de par en par. —¡¿Y eso por qué?! Me dieron ganas de darle una patada aDonovan. —¿Recuerdas a Vincent Foster, tía, lanoche en que se apareció en la casa? Por instinto, tía se llevó la mano a lascostillas. —Desdichadamente. —¿Recuerdas que nos preguntamospor qué estaba vivo? Frunció el ceño. —Sí, me acuerdo un poco... Miré a Donovan, nerviosa. Él asintió

para que continuara. No me quedó otro remedio queretornar los ojos hacia ella. Abrí laboca, pero de mis labios no salía nada. —Hay una explicación para eso —seadelantó a decir el señor Burns, cuandovio que yo no tenía el valor para hablar. —¿Ah sí, cuál? —preguntó ella conprudencia. —Es un vampiro —contestó Donovan. Preocupada, esperé a que tía gritara dehorror. Mataría a Donovan en sumomento. Sin embargo, su reacción me dejóperpleja. Se carcajeó como si de un chiste setratara, y eso le ocasionó que le dolieranlas costillas. Pero en el acto dejó de

hacerlo cuando vio que ninguno de lostres nos habíamos reído. —Bueno si es una broma: es mala. Suspiré. —Por desgracia no lo es, tía. Le tomé la mano a Donovan y la apretépara sentirme apoyada. Él se estremecióy me devolvió el apretón indicándomeque no estaba sola. Tía enarcó una ceja, escrutándonos. —¿Están ebrios? —Nos olfateó. Lostres negamos con la cabeza—. Muy bien,¿qué es lo que está pasando? El señor Burns habló: —Hay un grupo de vampiros que estándisputándose el territorio de... de... —David —terminó la frase Donovan. —Y él se fue a matarlos —continuó el

señor Burns hablando atropellado—,pero nosotros tenemos que... —Huir por si las moscas —intervinoDonovan. —Claro que por el momento estamos asalvo —siguió el señor Burns—,porque... —Estamos a plena luz del día —lointerrumpió Donovan—, pero... —Si nos cae la noche... —siguió elseñor Burns. —La jodimos —concluyó mi amigo. —¡¿Quéee...?! —Tía Matilde arrugóla cara, desconcertada. El señor Burns trató de buscar laspalabras adecuadas para que le pudieraentender sin que sufriera un colapsonervioso.

—Mira, Matilde, hace tiempo quesabemos de la existencia de vampiros, yson peligrosos. Ella nos miró con incredulidad.Necesitó ayuda para sentarse en lacama, pero siguió aferrada a las muletas. —¿Có...? ¿Qué...? ¿Vamp...? —Suslabios balbuceaban preguntasinconclusas. —Sé que suena insólito —dije—,pero por increíble que sea, es cierto.Los vampiros existen y están enCarteret. Tía alzó una mano para que mecallara. —No puedo creerlo. Lo siento. Me causó gracia que no me creyera,cuando ella era de las que contrataba

“cazafantasmas” para librar de espírituspenantes su casa. Solté a Donovan y me senté a su ladorodeándole los hombros con mi brazo. —¿Por qué no nos crees? —le inquirí—. Durante años has vivido entrefantasmas y tienes una sobrina psíquica. —Por la sencilla razón de que esimposible que los vampiros existan —replicó. —¡Existen! —le gritamos los tres a lavez. Ella cerró los ojos, negándose a creer. Llegué al tope de la paciencia. —Piensa en lo que sucedió la nocheen que Vincent Foster nos atacó —lerecordé—. Cómo él trepaba las paredesy los disparos no lo mataron. Piensa en

las fotografías que nos mostró elComisario Rosenberg: su cuerpofracturado, la mordedura en el cuello...¿La viste? Tenía perforaciones hechaspor colmillos. ¡Estaba muerto! Lo vio lapolicía, los forenses, y todo testigo quese apareció por el Croatan. Si lomeditamos, nuestra única evidencia paraconvencerte es el mismo Vincent Foster. Se veía que tía estaba a punto degritar. Apoyó su frente en las muletas, enun afán por controlarse. —¿Qué es lo que ellos quieren? —preguntó. —Dominio —contestó el señor Burns. —¿Dominio de qué...? —levantó lamirada, abatida. —Del territorio de David.

Por lo visto, el tiempo que Davidpermaneció hablando con el señor Burnslo había puesto al tanto de todo. Tía frunció el ceño, extrañada. —Pero, Peter, que yo sepa, él no tieneterrenos en Carolina del Norte. —No son “tierras” lo que estándisputándose —aclaró—, sino eldominio “de los que habitan” dentro delas mismas. Ella lanzó una exclamación deasombro. —¡Ay, no! ¿Es narcotraficante? El señor Burns comenzó aimpacientarse. —¡No, Matilde, algo peor! —exclamó. —¿Y qué es peor que eso?

—Es por el control de la sangre. Tía suspiró. —¿Seré tonta, o no entiendo nada?¿Qué me quieren decir? —Que David, él es... es... —Mecostaba decirle la verdad. —Un vampiro —Donovan terminó demala gana lo que yo tenía atragantado enla garganta. Lo miré con ojos asesinos. De haberseguido aferrada a su mano, le hubieraclavado las uñas. —¿Podrías dejar de interrumpir? —lerecriminé. Tía Matilde por primera vez quedóenmudecida. —David no es un vampiro común —continué hablando—. Me ama, y de no

ser por él estaría muerta. Tía se llevó la mano al entrecejo,asimilando todo. Aproveché ese momento de vacilaciónpara terminar de convencerla. —Por mi culpa Vincent Foster murió,y desea vengarse matándome. —Él yotros más. Porque algo me decía que erauna antigua venganza. Enseguida, tía rodó los ojos hacia mí. —¡¿Por tu culpa?! Vacilé antes de contestar. —David lo mató... tratando desalvarme —revelé, mirando conaprensión la muleta a la cual se aferrabatanto. Su sorpresa fue grande. —¡¿Qué?! ¿Él fue el que lo mordió y

lo mató a golpes? Entonces no fue unpuma... —Así es —confirmó Donovan condesdén. El rostro de tía reflejó desconcierto. —¡Oh, por Dios! —exclamó—. ¡¿Quéclase de ser hace algo así?! —Un vampiro —espetó Donovan,dándose el gusto de responder. Le lancé una fea mirada, deseandopropinarle un puñetazo, por metido. —¿Me estás queriendo decir que todoeste tiempo me estuviste mintiendo parasalir con un vampiro? Parpadeé. —Me enteré hace poco, tía. —¿Cuándo? —Se aferró con másfuerza a las muletas.

Me levanté de la cama y busquérefugió detrás de Donovan, por si acasono le diera por repartir muletazos adiestra y siniestra. —Ayer... —dije. Cambió de colores. —¡¿Estás loca?! —Sonó la muletacontra el piso. —Él no me haría daño —lo defendí. —¡Yo no lo creo! ¡Mira lo que le hizoa ese hombre! —¡Fue para defenderme! —repliqué. —Pero ¡¿tenía que matarlo a golpes?! —¡Vincent es un asesino violador demujeres! —¡NO ES...! —Aspiró profundo y sellevó la mano a las costillas, paracalmarse—. No es una excusa para

matar a alguien de esa forma. Él no esquién para hacer el papel de juez yejecutor. —Tienes razón —convine—. Perodebes comprender que reaccionó asíporque me ama. Tía resopló. —Seguro... —Nos amamos, tía. No me di cuenta, hasta que fuedemasiado tarde, que cada palabraprofesada lastimaba a Donovan. —Me cuesta trabajo aceptar que tehayas enamorado de un vampiro —expresó tía con rudeza—. No pudisteenamorarte de alguien normal, como...¿Donovan? —lo señaló. Rodé los ojos hacia él con aflicción y

luego los desvié a un lado. No habíaplaneado enamorarme de un ángel caído.La suerte no estuvo del lado de miamigo. Le faltó tiempo para llegar a micorazón. Era más que seguro que yo lehabría correspondido a sus afectos, si aDavid no se le hubiese ocurrido regresaral condado. —Matilde, no podemos permanecermás tiempo en esta casa —dijo el señorBurns—. Debemos preparar las maletascuanto antes. Tía asintió y trató de apoyarse con lasmuletas. —Muy bien, nos vamos.

Armas yGruñidos ANTES de montarnos en el avión, mehabía negado a viajar. Aún seguía neciapor mantenerme cerca de él, como si miproximidad de algún modo lo ayudara.Donovan estuvo a punto de ponermesobre sus hombros y subirme a la fuerzasin importarle nada. Hicimos varias escalas, pues desdeCarteret no había vuelos directos hastaNueva York. Lloré durante el viaje.David era cruel al dejarme padecer elinfierno, sola. No respondía a millamado telepático. ¿Era mucho trabajodecirme que estaba bien?

Me preocupaba por lo que nos íbamosa encontrar en la Gran Manzana.Teníamos que comenzar de cero.Donovan había abandonado susestudios, su negocio y a sus amigos.Además, sentía una profunda pena porno poder avisar a Ryan del peligro quese le aproximaba. ¿Cómo hacerlo sinque me creyera una lunática? Cuando llegamos al AeropuertoLaGuardia, tuve la desagradablesorpresa de que Ilva Mancini nosesperaba en una limusina negra de nuevemetros de largo. Nos informó que Davidla había llamado y que teníamos quehospedarnos en una de sus propiedades. Tía se sorprendió por el recibimiento,pero no lo tomó a mal, ella no tenía idea

de hasta dónde podía llegar el poder deDavid. Yo fui la única persona que no lotomó bien, miraba con tanta hostilidad aesa mujer, que podría matarla. El segundo domicilio de mi ángel nopodía dejar de estar en la zona másexclusiva y adinerada de Manhattan.Habíamos llegado a un lujoso edificiode cuarenta y cinco pisos. Larepresentante nos condujo hasta unenorme penthouse; rodeado deesculturas y piezas de orfebrería.Donovan me comentó que algunas deesas esculturas fueron realizadas por suhermana. Los celos me atizaron.Marianna siempre fue su más grandeadmiradora y aprendió con él a elaborarmagnificas obras de arte; el señor Burns

conservaba su trabajo artesanal. Ambos acordaron permanecer connosotras mientras David y sus hombresacababan con los vampiros invasores.Después de eso, se regresaban aBeaufort. Me sorprendió ver que el señor Burnssacaba de su maleta de mano el sobre demanila que David había extraído de suarmario. Se lo dio a Ilva, quien sinningún gesto, lo recibió al instante. Me enteré por Donovan, que el asuntode “la herencia”, quedaba en manos deella; se encargaría de finiquitar todo loconcerniente a los trámites yprocedimientos legales para que yo meposesionara de la fortuna de David. —Les mostraré sus habitaciones —

dijo ella. El señor Burns y Donovan se sentíanincómodos. De no ser porque estabanprotegiéndonos, no hubieran puesto unpie dentro. Pero ¿qué podían hacercuando el mejor lugar pararesguardarnos de vampiros era lamorada de un Grigori? El penthouse estaba rodeado porcámaras de seguridad de circuitocerrado y vigilancia las veinticuatrohoras, y con seres que no llegamos apensar que nos iríamos a topar en laciudad. Los reconocimos al llegar;estaban apostados entre las sombras,asemejándose a las estatuas de cera:inmóviles e imperceptibles al ojohumano, si se lo proponían.

Después de darnos un baño y decambiarnos de ropa, Ilva habíaordenado servir una buena cena.Comimos sin apetito, pendientes porsaber de David. Lo peor, era que “lalagartija” no nos brindaba ningún tipo deinformación. Nos retiramos a descansar a pesar deque era temprano. Me tocó la habitaciónde David. Amplia, oscura y moderna.Con alguna que otra escultura étnicasirviendo de decoración. Una de suspinturas macabras ocupaba buena partede la pared que comunicaba con el baño.Un horroroso demonio estabadevorándose los cuerpos de susaterradas víctimas. Parecía una escenadel infierno, con el detalle de que no

había fuego por doquier, sino lanaturaleza en sustitución. Me acosté, encendiendo la enormetelevisión de plasma que estaba pegadaen la pared frente a la cama. Pulsé loscanales del control remoto, buscandonoticias provenientes de Carolina delNorte. Pero no había nada que meinformara de los sucesos que allíestaban aconteciendo. Apagué la televisión y me enrolléentre las mantas, el olor de mi vampirose mantenía impregnado en lasalmohadas. Enterré la nariz en la quetenía a mi lado, abrazándola como sifuera él. No me cambié de ropas, lasensación de que algo estaba porsuceder no me dejaba en paz. Sentía frío

y la calefacción no me ofrecía calor.Usé la telepatía una vez más, pero Davidseguía en lo mismo: sin responder. Elmás vil silencio del que iba a cobrarmealgún día. Golpearon la puerta dos veces. Yenseguida supe de quién se trataba. —Adelante —dije encendiendo la luzde la lámpara de la mesita de noche. Donovan abrió la puerta y asomó lacabeza con expresión cautelosa. —¿Se puede? —preguntó. —Sí. Entró relajado. —¿Cómo te sientes? —susurró. Sepreocupaba por mi pésimo estadoanímico. —Bien... —mentí.

Donovan se sentó a los pies de lacama. Sus ojos oceánicos se cruzaroncon la pintura macabra. —Parece que tu novio chupasangre sehizo un autorretrato —dijo mordaz. Puse los ojos en blanco. —Muy chistoso. Donovan se rió, y dejó de hacerlo encuanto vio que no le seguía con las risas. —Él estará bien —manifestó sinmucha seguridad. Suspiré con un nudo en la garganta. —No sé, Donovan. Tengo estainquietud... —Es un vampiro fuerte. Negué con la cabeza. —Está débil. Ese conjuro le estámermando las fuerzas.

—Saldrá de esta —expresó quitándoleimportancia. Quería tener esa firmeza, pero lasconstantes palpitaciones en mi pechoahogaban la esperanza de que todosaliera bien. —Eso espero. Donovan se me acercó un poco. Sumano se dejó caer sobre la mía, queyacía reposando en mis piernas. —Allison... —Se ruborizó y desvió lamirada hacia la pintura de David; susojos ya no brillaban con la intensidad deantes. Estaban ansiosos y vacilantes.Quería decirme algo, pero no se atrevía. —Dime —le alenté. Rodó los ojos hacia mí, azorados. —Te amo —expresó con fervor.

Me mordí los labios, lamentándomeque hubiese tocado ese tema. No era laprimera vez que me lo decía y yo nopodía responderle de la misma manera. —Donovan, yo... Sus ojos se cristalizaron con absolutodolor. —Si David no te hubiera enamorado...Tú... ¿me habrías amado? —meinterrumpió. Temía mi negativa. —Lo más probable. Sonrió como si tuviera esperanzas. —El bastardo tiene suerte —arrastrólas palabras—. Hay quiénes nacen conestrellas, y quiénes lo hacenestrellados... La comparación entre David yDonovan, me recordó cuando yo, en una

ocasión, me descalifiqué frente a laaltísima modelo que se pavoneóbajándose del descapotable negro. —Donovan, eres encantador,inteligente, sexy... —Pero no me amas —replicó molestosin dejarme terminar—. ¿De qué mesirven todos esos atributos si no tetengo? —Te amo como amigo. —¡No es así cómo quiero que meames! —gritó. —Lo siento, es todo lo que te puedoofrecer. Una pequeña lágrima se le escapó alcerrar los ojos. Se llevó la mano, simulandoarreglarse el cabello, y la secó.

—No entiendo por qué lo amas. Es unchupasangre. Suspiré. No necesitaba que me lorecordara. Él luchaba contra su instintoy era mejor que muchos vampiros que sedejaban llevar por la sed de sangre. —Lo amo sin importar lo que sea. Él resopló. —¿Te das cuenta que tarde o tempranotendrás que enfrentarte al hecho de queél es un vampiro? ¡Se volverá en tucontra! —advirtió—. ¡Él no puedeevadir la maldición por más tiempo! La maldición... ¿Haber caído del cielo fue unamaldición? Y ¿por qué había caído? Omejor dicho: ¿por quién? Si es que huboalguien...

Asentí con pesar, dándole la razón. Simi ángel pensó que un conjuro podíaayudarle a congraciarse con la luz deldía y no pagar un alto precio por ello, sehabía equivocado. —Lamento no poder ayudarlo —dijeentristecida. Donovan se disgustó. —No te lamentes por él. No necesitade tu last... Un ruido ensordecedor se escuchó enel piso inferior. Donovan y yo saltamos de la cama. —¡¿Qué fue esa explosión?! —measusté. —No creo que fuera una explosión —expresó, y a toda prisa abrió la puerta—. Quédate aquí, voy a investigar qué

fue lo que pasó. El señor Burns corrió detrás deDonovan y tía me llamaba preocupadadesde el fondo de su habitación. Fui hasta ella tratando de calmarla.Sus nervios estaban desechos; temblabasin poderse controlar. Se habíalevantado de la cama sin sostenerse conlas muletas. No estaba en pijamas, aligual que yo, era azotada por laintranquilidad. Y más, si se hospedabadentro del apartamento de un vampirolleno de enemigos peligrosos. Iba a ayudarla a que volviera a lacama, cuando Donovan y el señor Burnsretornaron con las caras pálidas. —¡Ese chupasangre viene por ti! —exclamó Donovan preocupado.

Casi me vuelve la alegría al rostro,pero la turbación de terror que tenían losdos me indicaba que no se trataba delque pensaba. —¿Quién es? —pregunté conaprensión. —¡Vincent! Me tapé la boca con las manos,ahogando un grito. «¡David, Vincent está en elpenthouse!» —El llamado telepático fueinstantáneo. Sin embargo, ni esa información hizoque él me respondiera. —¡Muevan las piernas, hay quelargarse antes de que se den cuenta! —¿“Se den...”? —me petrifiqué—.¡¿Son más, Donovan?!

«¡David!» —¡Oh, por Dios! —tía se horrorizó. El señor Burns le entregó a tía elabrigo que ella había dejado sobre lacama, la ayudó a ponérselo y después lealcanzó las muletas para salir deprisa dela habitación. Donovan encabezó lahuida, encontrándose a medio caminocon Ilva —pistola en mano— y las doschicas del servicio, que lucíanaterrorizadas. —¡Entraron por la terraza! —nosinformó Ilva. —¡¿Cómo nos encontraron?! —pregunté desconcertada. La representante me dedicó unamirada desdeñosa. —Es obvio que rastrearon el hedor de

tu perfume barato. —Hasta ensituaciones adversas, era una víbora. —Mira lagartija... —¡No es hora de discusiones! —exclamó el señor Burns con rudeza—.¡Tenemos que irnos de aquí! —¿Por dónde?, ¡la única salida estábloqueada por esos tipos! —replicóenojada una de las chicas. —¡María, tranquila! —Ilva la calmócon severidad—. “Nuestros muchachos”no van a permitir que nos lastimen. Sitenemos que cruzar la sala en medio detodos ellos para huir, lo haremos. —Pero... —¡Suficiente! —la calló con vozautoritaria. Luego rodó los ojos hacia elseñor Burns y Donovan—. ¿Alguno de

ustedes sabe disparar? Nunca he sidobuena con las armas. —Yo. —Donovan le extendió la manopara que se la entregara. —Procura disparar al corazón o a lacabeza —dijo ella—. Eso los debilita. —Está bien. —Revisó que el armaestuviera cargada y la accionó. Se escuchaban ruidos ensordecedoresde objetos que se partían, ventanas quese quebraban, disparos, y choquesmetálicos que no entendía qué podíanser. «¡David, nos atacan! ¡¡Ayúdanos!!» Supliqué y esperé sin respuestaalguna. David debía de estar luchando,pues me ignoraba por completo. Donovan alzó el arma con ambas

manos y apuntó hacia delante, listo antecualquier eventualidad. Bajamos a tropel por las escaleras.Tía tuvo que dejar las muletas en el pisopara poder bajar apoyada del brazo delseñor Burns y del mío. En la sala habíauna contienda entre vampiros buenos ymalos. Y entre ellos, Vincent Foster. Corrimos hacia la puerta principal quehabía sido derribada por uno de losintrusos. Vincent nos captó y saltó,interponiéndose en el camino. Las chicas gritaron, y tía, el señorBurns y yo, caímos al piso. —¿Adónde creen que van? —sonriómaquiavélico. Me agarró del cuello yme levantó de un tirón—. ¡Contigo tengo

una cuenta pendiente! —amenazó conlos colmillos alargados y apretando susdedos hasta dejarme sin respiración. Jadeante, observé que su ojo izquierdose había regenerado. El balazo que yo lehabía propinado en la cabeza, pocodaño le había causado; los vampirostenían la habilidad de regenerar partesde su cuerpo, menos la cabeza y elcorazón. —¡SUÉLTALA! —gritó Donovan,descargándole todas las balas en elcuerpo. Caí al piso, golpeándome la cabeza yenseguida Vincent se precipitó sobre él. Pero una vampira asiática se interpusoy lo lanzó de un golpe contra el arco quedividía la sala del comedor.

El golpe fue tan fuerte que derribóparte del arco. La vampira corrió hastaél para no darle oportunidad derecuperarse. Le disparó en la mano,desarmándolo, y le apuntó al corazón,haciéndole una seña para que sedespidiera del mundo. No obstante, ella no se dio cuenta queuna vampira afroamericana se acercórápido y la decapitó con su espada. Vincent estaba herido con varioscortes profundos en los brazos y laspiernas. Tenía que beber sangre humanasi deseaba regenerarse antes de queaparecieran más refuerzos paraayudarnos. Y nosotros éramos loshumanos más próximos para saciarse. Me levanté adolorida. Las chicas e

Ilva no dejaban de gritar aterrorizadas.El señor Burns se levantó y trató deayudar a mi tía a ponerse de pie. Lavampira de color perfiló los dientes y sefue sobre el cuello de Donovan. Pero él tenía una bala en la recámaradel arma, y le disparó en el entrecejo. La vampira se desplomó. Donovan levantó a tía y salimos delpenthouse a todo galope, dejando a losvampiros enfrascados en unaencarnizada pelea. —¡No responde! —exclamó Ilvamientras corría. Intentaba comunicarsecon alguien por el móvil. De seguro:David. Durante la carrera, una de las chicasse había caído. El señor Burns intentó

ayudarla a levantarse, pero tuvo quedejarla tirada cuando la afroamericanale cayó encima mordiéndola en elcuello. Tenía un orificio sangrante enmedio de los ojos. Logramos escapar al entrar alascensor, y antes de que las puertas secerraran, Vincent apareció de prontosacando por los cabellos a Ilva. Los gritos aterrorizados de tía yMaría, retumbaron mientras el ascensordescendía.

Indefensos —¡JESÚS, MARÍA y José!, ¡¿qué eranellos?! —gritó María, que veníacorriendo detrás de nosotros—. ¿Levieron los colmillos?, ¿lo vieron? Ninguno quiso responder. —¿Peter, qué vamos hacer? —preguntó tía Matilde alzada en losbrazos de Donovan. —No lo sé. —El aludido respondióasustado, y eso me preocupó, porque noteníamos idea de hacia dónde ir y aquiénes recurrir para pedirles ayuda. Estábamos solos. Donovan se detuvo frente a la Lincolnnegra, bajando con cuidado a tía. El señor Burns golpeó con sus

nudillos la ventanilla del copiloto. Diovarios toques enérgicos y, al instante, laventanilla rodó hacia abajo, mostrandoel rostro del chofer. —¿La señora Mancini? —el sujetoinquirió. —No nos acompañará —le respondió.¿Para qué decirle que estaba muerta? Nopodíamos perder tiempo enexplicaciones. Los ruidos y griteríos que proveníandel interior del edificio llamaron laatención del chofer. —¿Qué sucede? —Están... atracando —respondió elseñor Burns, mintiéndole. —¿Llamaron a la policía? —¡Abra la puerta! —gritó Donovan

impaciente. Tía se apoyaba sobre élpara no caerse. Al instante, el seguro de la puerta selevantó dejando que nos metiéramospresurosos. Dentro, la limusina era espaciosa. Tía fue ayudada por Donovan paraacomodarse en el asiento principal;quedó sentada casi debajo de laventanilla del techo solar como toda unareina. Donovan y yo nos sentamos en elextremo opuesto, dándole la espalda alchofer. El señor Burns se sentó al ladode mi tía y María en la parte lateral consus pies rozando el hermoso minibar queestaba frente a ella. El vidrio divisorio, a mi espalda, sefue bajando poco a poco para mostrar

los ojos escrutadores del chofer. —Oigan, yo no me puedo ir sin laseñora... —¡ARRANCA EL AUTO! —ordenóDonovan. El chofer lo miró con expresióncautelosa y le dijo: —No sé qué es lo que está pasando,pero... —enmudeció cuando, al girarse,vio un bulto grande que cayó con fuerzasobre el capó—. ¡Cristo! —exclamósorprendido. Tía, María y yo, gritamos a la vez. El bulto sobre la limusina, era uno delos vampiros vigilantes que se ocultabaentre las sombras del vestíbulo cuandollegamos. Sin expresión de dolor, con los ojos

fieros y sus colmillos perfilándose, selevantó con tal velocidad que apenasdejó una sombra oscura a su paso.Gracias a Dios, aún había vampirosbuenos para defendernos. El chofer quedó pasmado, había vistoa un hombre transformar su rostro comosi fuera un demonio y desaparecer a unavelocidad inigualable. —¡¿Eso es un...?! —enmudeció alcomprender lo que era—. ¡No, no, yome voy de aquí! —Se bajó con rapidez.Ni él ni las chicas, al servicio de IlvaMancini, estaban al tanto de laexistencia de los vampiros. —¡Espere! ¿Adónde va? —gritóDonovan metiendo la cabeza en lacabina. El chofer huyó despavorido sin

mirarnos siquiera. Corrió como si suvida dependiera de ello. Donovan se bajó para tomar el asientodel piloto. María quiso hacer lo mismo que elchofer, pero el señor Burns la detuvo atiempo de no golpearse contra elpavimento. Donovan había arrancado elmotor de la limusina, y en un chirriar deneumáticos, el vehículo acelerósacudiéndonos a todos en los asientos. Miré hacia el edificio, y en su interior,divisé fuego. Donovan tuvo problemas paraesquivar a los curiosos que seagolpaban imprudentes en la calle antetodo el tiroteo que se escuchaba. Huirpor las calles de Manhattan en limusina

era toda una proeza, y más si nuestro“nuevo chofer” no conocía lasdesviaciones y atajos que podíamosutilizar para escapar sin problemas y noquedar atrapados en el tráfico. Volteé a mirar a Donovan, y este mepreguntó: —¿Alguna idea de hacia dónde ir? Me mordí los labios, pensando cuálera el mejor lugar para escondernos sintener que exponer más vidas. Nopodíamos recurrir a ningún amigo, nirefugiarnos en las iglesias, pues noestaba segura si los lugares sagrados lesafectaban. También los hotelesquedaban descartados, serían en losprimeros lugares que buscarían a pesarde haber miles de ellos desplegados por

toda la ciudad, era cuestión de tiempoque nos encontraran. Si tan solo Davidusara la telepatía, tal vez pudieraescondernos en otra zona resguardadapor su gente. Sin embargo, no secomunicaba, ni yo podía telefonearle. —¡Ve al museo Guggenheim! ¡Estácerca de aquí! —respondió el señorBurns, desde el fondo de la limusina. Donovan lo miró por el espejoretrovisor. —¿Museo? ¿Qué pueden hacer unosbohemios por nosotros? —inquirió. —Conozco gente que nos ayudará —comentó. Sacó el móvil del bolsillointerno de su abrigo y comenzó a marcarun número. —¿Nos recibirán a esta hora? —Lo

ponía en duda. La idea me resultaba de lo másdescabellada. El edificio era uno de loslugares más emblemáticos y modernosde la ciudad, pero en nada podíanayudarnos a defendernos de losvampiros a menos que los golpearan conlas obras de arte que allí se exhibían. Le indiqué a Donovan que bajara porla Avenida Lexington y cruzara por lacalle 73 hasta la Avenida Madison.Hacíamos pericias para evitar elcongestionamiento vehicular y quepudiésemos llegar lo antes posible anuestro destino. Observé al señor Burnshablar con su interlocutor muymisterioso, como cuidando de mí susexpresiones. Mucho secreteo para lo que

ya sabíamos. Al momento en que la limusinadoblaba por una esquina, sentimos unfuerte golpe en el techo. Todos nos sobresaltamos asustados,pues sabíamos lo que representaba. Elviolento salto de un vampiro. La pregunta era: ¿amigo o enemigo? En todo caso, estábamos indefensos.La única arma que habíamos poseído erala que Ilva le entregó a Donovan paradefendernos. Pero él la descargó sobreel cuerpo de Vincent para liberarme. La ventanilla del techo se quebró,producido por un fuerte golpe y, alinstante, el torso de un gordo seasomaba a través de ella. La risa de Vincent retumbó entre

nosotros y nos paralizó el corazón. Era un enemigo. Gracias a Dios que la ventanilla solarera estrecha, ya que eso impedía que élse metiera por completo al interior. Sugruesa complexión lo mantuvo conmedio cuerpo fuera. María se encogiósobre el asiento, gritando horrorizada.Tía se aferró a la puerta, sopesando laidea de tener que saltar del vehículo enmovimiento. El señor Burns se abalanzósobre él y le pateó la cara con fuerza sinconseguir siquiera lastimarle un poco. Vincent, furioso, agarró la pierna delseñor Burns y se la fracturó en dospartes. Los gritos de dolor superaron alos gritos aterrorizados de María y tíaMatilde. No contento con el daño

causado al anciano, se estiró un poco ytiró de la pierna fracturada para darle unpuñetazo en la cara. El señor Burns quedó desmayado en elpiso tapizado. —¡PETER! —gritó tía, angustiada. «¡David, nos atacan! ¡Es Vincent,está en la ciudad! ¡Ayúdanos, hirió alseñor Burns!» —lancé mi telepatía. Donovan manejaba con muchísimavelocidad y zigzagueando en un intentopor sacudir al vampiro del vehículo.Tratamos de sujetarnos a lo que fuerapara no golpearnos. María intentó abrirla puerta para tirarse del vehículo, peroVincent giró su torso y la atrapó con lapunta de sus garras, sacándola por laventanilla con rapidez.

Un grito escalofriante se escuchó deella, seguido del lúgubre silencio queprecede a la muerte. La sangre se me heló al ver cómo esemonstruo lanzó su cuerpo inerte contrael pavimento. Varios vehículos lepasaron por encima sin poder frenar atiempo. Los que lograron hacerlo,colisionaron entre sí para evitar seguiratropellándola. «¡DAVID, VEN PRONTO! ¡VA AMATARNOS!» —le suplicaba, pero norecibía respuesta a cambio. Vincent volvió a meter su torso por laventanilla solar tratando de agarrarnos,pero sus brazos no podían darnosalcance. Como no podía hacerlo,comenzó por golpear el techo con

fuerza. Donovan lanzó una sarta de palabrotasy aceleró. —¿Dónde está el chupasangre? —sepreocupó. —Sigue en el... ¡Oh, Dios! —Meencogí sobre el asiento cuando Vincentlogró perforar el techo sobre mi cabeza. Su garra se introdujo, buscándome. Me lancé dentro de la cabina. Lo escuchamos desplazarse hacianosotros. Apenas faltaba un par de manzanaspara llegar al museo y quedar a salvo.Pero el techo, arriba de Donovan, seagujereó de un puñetazo. —¡Cuidado! —le advertí. Donovan se encogió y estrelló la

limusina contra un Cadillac rojo. Perosiguió conduciendo. Las piernas de Vincent resbalaronsobre el parabrisas, y se afianzaronsobre el capó. La mano en el hueco lepermitió sostenerse. Entonces con su fuerza, desprendió eltecho. Donovan no tuvo tiempo de encogerse.Vincent lo sujetó por el cuello,sacándole medio torso para morderle elcuello. El auto siguió su trayectoria, sinconductor. —¡No, déjalo! —me mortifiqué. Letiraba de la pierna a Donovan paraayudarlo. «¡David, ayúdanos!»

Buscaba con desespero algo que mepermitiera ayudar a Donovan aliberarse. Disponía de pocos minutos,antes de que Vincent le drenara porcompleto la sangre. Miré hacia laguantera y rogué al cielo encontrar unarma. La abrí, pero no había nada.Donovan comenzaba a desfallecer, susmanos dejaban de producir resistencia ycayeron sobre el techo, languidecidas. Pero un estruendo nos sacudió.Vincent salió expulsado tres metros,hasta estrellarse sobre uno de los autosestacionados y Donovan cayóinconsciente sobre el asiento. —¡Oh, no, Donovan! —Me angustié,no sabía si él estaba vivo o muerto—.¡Donovan! —lo revisé—. ¡Por Dios,

Donovan! —Sangraba por el cuello, lehabía desgarrado la piel al morderlo.Apreté la herida para contener la sangre,pero eso no era suficiente. Me quité elsuéter y lo enrollé, poniéndolo sobre laherida—. «¡David, respóndeme! ¡Dejade luchar y ven a ayudarnos! ¡TENECESITAMOS!» Tantas súplicas mentales comenzarona preocuparme. ¿Qué le pasaba aDavid? No tenía plena seguridad si latelepatía podía sostenerse desde grandesdistancias, pero de ser así... ¿por qué nopude comunicarme con él en Carteret? —¡Allison! ¡Allison! —Tía mellamaba angustiada. —¡Estoy bien! —exclamé en voz alta.

Miré hacia afuera, en busca de algunapersona que pudiera socorrernos. Perola calle estaba solitaria. La limusinahabía quedado atravesada,obstaculizando el tráfico y no había unhistérico conductor que tocara la bocinao se bajara para saber qué estabaocurriendo. —¡Donovan está malherido, Vincentlo mordió! —lloré. —¡Oh, Dios! —se lamentó rompiendoen llanto. El señor Burns recuperaba laconciencia, quejándose de dolor—.¡Peter! ¿Querido, estás bien? —Sí... Rápido recordé que seguíamos enpeligro. Rodé los ojos hacia el lugardonde había caído Vincent, pero este no

estaba. Sin dejar de ejercer presión sobre elcuello de Donovan, lo busqué en todasdirecciones. No lo veía por ningún lado.Mi corazón no dejaba de latir confuerza, la pesadilla no terminaba y yoseguía inmersa entre el terror y lazozobra. —Allison, voy a pedir ayuda —dijotía, decidida. —¡No! ¡Quédate dentro; permanezcanquietos y callados! Busqué entre las ropas de Donovan, sumóvil. Tenía que correr el riesgo dellamar a David, él tenía que saber lo quenos estaba sucediendo; debía parar sulocura de guerra y venir a rescatarnos. Por desgracia, Donovan no lo llevaba

consigo. No obstante, no era la única personaque disponía de dicha telefonía. —¿Señor Burns, me puede lanzar sumóvil? A pesar de la fractura en su pierna, seincorporó sobre el asiento lateral y sefue deslizando hacia mí, conteniendo ungesto de dolor. La nariz la teníainflamada y sangrándole. Me dio penahacerle pasar por ese predicamento,pero si él hacía la llamada, tal vezDavid no lo escucharía. Me lo entregó sin preguntar. Pero antes de poder marcar..., Vincentarrancó la puerta del copiloto con muchaviolencia. —¡Hola, dulzura! —ronroneó el

asqueroso. Me sujetó del brazoizquierdo y me puso sobre su hombrocomo un saco de cemento. —¡Suéltame! —grité aterrorizada, metenía en sus manos—. «¡David! ¡David!¡Daviiiiid!» —¡¿Qué le pasaba, que nome contestaba?! Tía y el señor Burns se quedarondentro de la limusina gritando a todopulmón. Al menos ellos no morirían pormi culpa, pero lamentaba que Donovanhubiera sido mordido. Traté de escapar, pataleando confuerza. Vincent, corría tan rápido quenadie reparaba en nosotros. Trepaba ysaltaba por encima de los edificios;cada vez nos alejábamos más de la GranManzana.

Pero yo haría lo que fuera pordetenerle. Le mordí el costado izquierdo,apretando los dientes hasta que metemblara la mandíbula. —¡Agggghhh! —se quejó. Me tiró al piso con rudeza. —Agradece que no te puedo matar,pero te voy a dejar bien calladita. Y sin esperármelo, me dio un bofetóncon el dorso de la mano. Vi estrellas y luego oscuridad.

Salvaje —TENÍAS que ser tú, burro ignorante,el que causó todo ese lío. Hasanenfureció al ver las noticias. Fuisteimprudente al morder al chico delantede tantos humanos. ¿Acaso no estásenterado que poseen móviles concámaras de vídeo incorporadas? Nosolo llamaste su atención, si no queatrajiste la atención de los Grigoris y deLa Hermandad. ¡Ahora todo el mundoestará sobre nosotros! —Pe-pero, Iraima, yo pensé que ya noimportaba el secreto. —¡Nos importa hasta que hayamostriunfado! Así que prepara tu cabezaporque te la van a arrancar —le

advirtió. Sentí un fuerte bamboleo, gruñidos ylloriqueo. Abrí los ojos, temerosa de lo que mepudiera encontrar. Había varios sujetos a mi alrededor.Se balanceaban con la brisa nocturna.Era difícil ver sus facciones, pero ajuzgar por lo que había escuchado, eranvampiros, y Vincent estaba entre ellosllorando como niña. —Hey, ¿estás bien? —La mujer quediscutía, me zarandeó el hombro condelicadeza. Asentí. El frío me calaba hasta loshuesos. —No contento con cagarla en NuevaYork, decides estropear a la chica —

reprendió ella. El ruido de un motorretumbaba en mi cabeza, causándomedolor. Me quejé, llevando la mano haciala mejilla lastimada. Me golpeó fuerte. —Asquerosa humana, apenas la toqué—espetó Vincent con ojeriza. A pesar de la situación, sonreíinternamente. Sus acciones seríancastigadas por imprudente. —David te va a arrancar la cabezacuando te encuentre —le hice ver. Sin unabrigo que me protegiera de las bajastemperaturas, mis dientes comenzaban acastañear. Todos se carcajearon. Mi advertenciales hizo gracia. —Te vas a llevar una sorpresita —comentó él, divertido.

—¡Cállate! —ordenó la mujer querespondía al nombre de Iraima. A juzgarpor su silueta, era bajita, como de unmetro cincuenta. Pero por la rudeza desu voz, tenía cierta autoridad sobre losdemás vampiros. Entonces, me di cuenta del ruido delmotor y del porqué nos “mecíamos”. Estábamos en una lancha. ¿Hacia dónde me llevan? La lancha parecía de diseñodeportivo. Surcaba las aguas a granvelocidad. Una vampira alta lamanejaba con pericia, mientras que suscompañeros estaban cómodamentesentados observando el paisaje. Erancinco vampiros, incluyendo al barrigónde Vincent Foster. Las probabilidades

de escapar de ellos eran nulas. Surcamos el río Hudson con la ciudadneoyorquina alzándose a nuestroalrededor. Desembocamos en el OcéanoAtlántico después de varios minutos, y alo lejos las luces de un lujoso yate sepodían ver. Estaba solitario, sin otrasembarcaciones que lo avecinaran,apartado del continente y de las islasaledañas. Menos mal que a esosvampiros no se les ocurrió la idea detener que nadar hasta allá; nada mástenía que sumarle un chapuzón a mi frío,para morir de hipotermia. El rostro de Vincent a medida que nosaproximábamos, se contraía de lapreocupación por tener que enfrentarse ala furia del fulano Hasan. No sabía

quién estaba más atemorizado, siVincent por haber metido la pata, o yo,por ser el nuevo amor de David Colbert. Tan pronto la lancha se acercó por lapopa del yate, no hubo necesidad de quebajaran la escalera colgante o algunacompuerta. Los vampiros saltaron haciaarriba. Solo la vampira que respondía alnombre de Yelena, permanecía en lalancha para anclarla al yate de algunamanera. Me sorprendí del tamaño de laembarcación, que hizo que se me cayerala mandíbula al piso. Era tres veces másgrande y el doble de alto al yate de miamado vampiro, superándolo en cadalínea y diseño de construcción. Hastaalcancé a ver las hélices de un

helicóptero en la parte superior. Cruzamos la cubierta, siendoaguardados por una pareja de vampiros.Me miraban como si estuvieransedientos. —Ivanka... Sergey... —Saludó Iraimacon cortesía. Ellos devolvieron elsaludo de la misma forma y nospermitieron pasar. Yelena se unió rápido al grupo, y fueprudente en flanquearme. Iraima se hizoal otro lado dispuesta a dar pelea alvampiro que osara clavarme loscolmillos. No era presa para ellos. Sinopara alguien más. Iraima me tomó del brazo y me llevóhacia el interior. Ingresamos a unascensor de cristal. Todos nos

introdujimos en él, a excepción de losdos vampiros sedientos que se quedaronvigilando la cubierta. Ascendimos dospisos, y ya estaban esperándonos otra“comitiva”. Por fortuna esos vampirosno estaban necesitados de sangre o lodisimulaban muy bien. Nos guiaron ensilencio hasta una puerta donde dosgrandotes e intimidantes vampiroshispanos, la custodiaban. Uno de ellosse hizo a un lado y dio libre paso. Loslatidos de mi corazón retumbaron confuerza sintiéndome una condenada amuerte que se encaminaba hacia la sillaeléctrica. Entramos. ¿Cómo puedo describir la impresiónque sentí al ver el camarote de mi

verdugo? Absoluta fascinación. La ostentosidad y el confort eran undistintivo en los vampiros. Estabadecorado con el más refinado y lujosoestilo marroquí, y era demasiadoamplio. Tapizado con hermosasalfombras hasta las paredes y mueblesautóctonos de líneas simples. Sentado en un extenso sofá y en mediode dos sexys vampiras, estaba el famosoHasan, en pijama. Me escrutaba ensilencio con sus amedrentadores ojosnegros. Era un vampiro alto y fornido.Pero no guapo. Había tres sujetos asiáticos cerca deun enorme televisor de 3D. Lasvampiras usaban lentes polarizados para

ver la imagen en la pantalla. Uno de losasiáticos, el más bajo, tenía la miradaasustada; como si estuviera rindiendocuentas también. Miré en dirección aVincent, quien permanecía agarrado deunos cuyos nombres eran Aquiles yVladimir. Al entornar la vista de nuevohacia Hasan, pude concluir conobviedad, que ese era el vampiro quedeseaba ver morir a David y apropiarsede sus terrenos. Iraima me empujó hacia delante,haciendo que yo diera dos torpes pasoshacia él. —Así que esta es la humana por la queel Grigori perdió la cabeza. —Hasanrompió el silencio con displicencia,mientras acariciaba la pierna de una de

sus compañeras. Lo que dijo, me dejó de piedra. ¡¿Perdió...?! —¡ASESINO! —grité con todo eldolor de mi alma. Con razón norespondía a mis llamados telepáticos.Estaba muerto. El vampiro se deslizó hacia mí a granvelocidad. —Oh, sí que lo soy —me olfateó—.Soy el más grande asesino con el que tehayas podido cruzar en toda tu vida —siseó con ese acento del Medio Oriente. Enseguida sus ojos se apartaron de losmíos y fueron a clavarse enojados sobrelos de Vincent. Le dio un golpe de revés en el rostro. —¡Estúpido, por ti tenemos a los

Grigoris pisándonos los talones! —lereprochó. Vincent cayó contra Aquiles y Yelena.Un hermoso biombo y varios jarrones debarro fueron a dar al piso alfombrado. —¡Hice lo que me ordenó: atrapé a lachica! —exclamó refugiándose detrás deIraima. Hasan gruñó. —¿Y tenías que acabar con el edificiopara atrapar a una mortal? —cuestionó,acercándose a él a gran velocidad.Iraima se apartó antes que la fuerza desu “jefe” se volviera contra ella—.¡Creí que me serías útil, pero solo hassido un estorbo! —Perdóneme, mi Señor —suplicóllorando.

Hasan le extendió la mano a Iraimapara que le entregara la espada que teníaenvainada. Los vampiros asiáticos se inquietaron. —¡Había muchos vampiros, más delos que suponíamos! —Vincent chilló. Hasan ignoró sus explicaciones,empuñando la espada. —Nos dejaste al descubierto por unamortal común —le increpó. —Esa chica... —Vincent me señaló,tembloroso—. ¡Esa chica no es común! —Solo es humana —dijo Hasan demala gana. —¡No! ¡Ella puede saber en qué lugarestá un vampiro, es muy buena con lapistola! —¡Nosotros también!

—Mi Señor... —¡SILENCIO! —Levantó la espada,situándola debajo de su mentón. —En lo único en que ella nos sirve, espara utilizarla en contra del Grigori. Jadeé. ¡Está vivo! Hasan bajó la espada y giró susoscuros ojos hacia mí, en cuanto sonreíante su revelación. Pestañeé nerviosa al verleaproximarse. —El Ejército Rojo nos colaboró paracazar al Grigori que casi echa a perdernuestros planes —reveló—. Sushombres fueron buenos en el combate,pero no contaron con que éramosnumerosos. ¡Los aniquilamos a todos!

David es fuerte dando golpes, suscolmillos casi me desgarran el cuello.—Se llevó la mano a los cuatro orificiosque tardaban en cicatrizar—. Pero losaños no pasan en vano, se está haciendoviejo —se burló—, sus fuerzas loabandonaron en buen momento. Llevé las manos a la boca para ahogarun sollozo. El resto de los vampiros secarcajearon. Las “damas de compañía”se quitaron los lentes polarizados y seacomodaron sobre los almohadones delsofá contagiadas por las risas. Hasan dio otro paso para quedar cercade mí. Su rostro se inclinó hasta mialtura para intimidarme. Me escaneó consus oscuros ojos, y su nariz se deslizaba

por la base de mi cuello para olfatear lasangre que corría por mis venas. —Serías una vampira perfecta, peroes una pena que tenga que deshacermede algo tan precioso como tú —meacarició la mejilla, y la punta de suespada arañó la alfombra comoindicándome que de ahí no pasaba. Esperé mi muerte con desazón. Así que eso era todo, moriría en unbarco, mordida y decapitada por esevampiro. —¿Qué espera? ¡Hágalo, máteme! —No le iba a dar el placer de suplicar. Hasan sonrió despectivo. —No será por mi mano. Sino por la de“él” —comentó con satisfacción. Me dejó fría. Quería que David fuera

el que me quitara la vida. Que matara alo que más amaba y que después sedoblegara de dolor por lo que habíahecho. —Perderás tu tiempo —siseé—. Élnunca me lastimaría. —¿Crees que no? —se rió—. Yaverás que cuando la sed seainsoportable, no te reconocerá. —¡Monstruo! Hasan entrecerró los ojos. —¿Sabías que “tu monstruo” cazabamás por deporte que por sed? —se burló—. Le gustaba ver sangre en susvíctimas. Era su delirio. Acabó con todoun pueblo en una noche, solo pordiversión. Iraima y los demás se burlaron de mi

perplejidad. —¡Mentira! —exclamé furiosa. Sabíaque David dependía de la sangre porqueno tenía alternativa, pero no lo creíacapaz de semejante barbaridad—. ¿Porqué hace esto? —le inquirí—. ¿Qué lehizo él para que usted lo odie tanto? —¡MATÓ A MI HERMANO! —gritócon todo su ser—. ¡Solo porque bebióde una insignificante mortal de supropiedad! ¡De ese asqueroso pueblodonde tú vives! Parpadeé. Imposible... ¡¿Se trata de Rosángela?! —Desde hace cien años he queridopagarle con la misma moneda al Grigori—continuó confirmando mis sospechas

—. ¡Gracias a mí, él pudo conquistar losterritorios americanos! ¡¿Y cómo me loagradeció?! ¡DECAPITANDO A MICARNE Y SANGRE! »Pero el que es paciente, es bienrecompensado. Y ahora tengo en mismanos a la mujer que él más ama. Me tomó del brazo con fuerza y tiró demí hacia la puerta. —¿Adónde me llevas? —me atenazóel terror. No solo se trataba de invadirlos dominios de David, sino que lavenganza también estaba de por medio. —¿Quieres verlo? Al Grigori le darámucho gusto verte... Miré de refilón a Vincent quesuspiraba aliviado. Al parecer, Hasan,no planeaba matarlo sino castigarlo. Era

increíble que ese vampiro prefirieramatarme y perdonarle la vida a un sertan despreciable como Vincent Foster. Cuando abandonamos el camarote,Hasan se detuvo, entregándome a uno delos que custodiaban la puerta. —Se me olvidaba... —dijo. Se separó de mí en un segundo,alborotándome el cabello con el aireque desprendía por su velocidad.Escuché la horrorizada voz de Vincentgritando al instante. Los murmullos sealzaron y el camarote se iluminó con eldestello y el fuego que debió brotar desu cuerpo. El alivio de que ya no mehostigaría con sus amenazas ni meacecharía en la oscuridad, eraimpactante. Me sentí horrible, pues no

debería alegrarme por su muerte, perono podía evitarlo, en cierto modo sehizo justicia. Hasan no esperó a que las llamas seextinguieran en el camarote. Se apresuróen salir, arrastrándome consigo a lolargo del pasillo. Iraima, Yelena y lasdos sexys vampiras, salieron detrás deél. Mi corazón latía frenético, asustado yatormentado. Pronto vería a David y nobajo las condiciones que hubiesedeseado. Sabía que estaba malherido yque era imperativo que bebiera sangrehumana. Yo era la única que poseía esepreciado líquido escarlata en varioskilómetros a la redonda. Me preguntabasi su amor por mí podría ser más fuerte

que su deseo por alimentarse de misangre. Por desgracia, era una respuestaque pronto comprobaría en persona. Bajamos un piso y nos detuvimos en laprimera puerta. Hasan ordenó a uno delos dos vampiros que la custodiaban,para que la abrieran. Lo que vi... me conmocionó. David estaba encadenado de pies ymanos en unas barras incrustadas contrael techo de un camarote sin mobiliario.Su torso, desnudo y cubierto deinnumerables mordidas que tardaban encicatrizar, me angustiaba. Tenía unaespada atravesada en medio delestómago, un puñal cerca del corazón, yperforaciones de balas en los brazos ylas piernas. Por lo visto, se estuvieron

divirtiendo con él jugando al tiro alblanco. No podía ver su rostro, su cabezainclinada hacia abajo no me permitíasaber si estaba inconsciente. Lloré. Quería correr a él, besarlo,liberarlo de sus cadenas, quitarle de sucuerpo todo el metal que le aquejaba.Quería ser su salvadora y noconvertirme en su cena. —¡David! —sollocé—. ¡¿Qué te hanhecho?! Él no levantó la cabeza. Lo oía gruñirpor lo bajo, sus manos se crisparon y sucuerpo se tensó al instante. —Te hemos traído algo de beber... —canturreó Hasan, tirándome al pisocerca de él.

David olfateó mi proximidad yenseguida entornó sus ojos amarilloscon ferocidad. No me reconoció. —¡David, no! Me impacté al verlo. La perfectatonalidad de su piel dorada habíadesaparecido, dejando una palidez queme desconcertaba. Era demasiadoblanca, incluso, más blanca que la de losdemás vampiros. Casi traslucía las finasvenas de su rostro. Tenía un aspectofantasmal. La excesiva luz artificial delcamarote hacía que sus ojos de gato serayaran y se vieran atemorizantes,hundidos y ojerosos. Llenos de sed... —¡Soy, Allison! «Amor, no melastimes.»

No funcionó. Me ignoró. David trató de lanzarse paramorderme, pero las cadenas que losujetaban, emitieron una descargaeléctrica, dominándolo de inmediato. Elgrito de dolor que exclamó, meestremeció. Hasan rió complacido al verque su venganza pronto se cumpliría.Nada más tenía que aflojar las cadenasque lo mantenían controlado en su sitio,para que David me cayera encima. En medio del terror, recordé algo. Si David saciaba su sed, sus heridasse regenerarían y se fortalecería. Esoharía que pudiera liberarse de lascadenas con facilidad. No sabría decirsi recuperaría la lucidez, pero les daría

muerte a sus enemigos. Eso era un hecho. Entonces, ¿para qué arriesgarse aalimentarlo, si eso implicaba en unverdadero desastre? ¿Tanto deseabaHasan que David me matara, que no leimportaba que pudiera escaparse?¿Acaso quería una última pelea? ¿Leafectaría a David mi muerte? ¿Sepercataría de ello? Las vampiras que nos acompañaron,se retirando una a una. —Te estaré esperando, Grigori —dijoHasan, siendo el último en retirarse—.Ya sabes dónde encontrarme. Cerró la puerta tras de sí, y loscerrojos se clavaron en el marco de lapuerta.

Lentamente fui rodando los ojos haciaDavid cuando lo escuché gruñir como sifuera un felino al acecho. Batió lascadenas con fuerza y esperó por otradescarga eléctrica. Pero no ocurrió.Entonces empuñó las manos y tiró deellas hacia abajo, para arrancar desdelos cimientos sus ataduras. Lo intentóvarias veces, y en cada ocasión, lascadenas fueron cediendo. Me arrastré fuera de su alcance ypegué la espalda contra la pared paralevantarme. David liberó su brazo derecho,tomándose un tiempo para recuperarse.El corazón me latía desaforado. Misúltimos segundos en la Tierra estabancontados y acabaría destrozada por el

ser que más amaba. Clavé los ojos hacia las ventanillasdel camarote. Era otra vía alterna queme permitía poder escapar. Corrí hacia una de ellas. —¡NO! —David gritó, y lo próximoque sentí, fue una descarga eléctrica queme lanzó lejos. ***** Al recobrar la conciencia, tenía aDavid a mi lado con las cadenasarrancadas y los grilletes aún ceñidos asus tobillos y muñecas como si fuerangruesos brazaletes. Estaba liberado. Notenía la espada en el abdomen ni los

puñales clavados en su cuerpo. Memiraba sediento, con ganas demorderme. Reaccioné tratando de levantarmerápidamente, pero me tomó del tobillo yarrastró con violencia quedando debajode él. —David, no. Soy Allison. ¡Detente! Gruñó amenazante y me sujetó confuerza de las muñecas llevándolas a laaltura de mi cabeza. Mientras emitíasonidos guturales, comenzó a olfatearmerozando la punta de su nariz, desde elnacimiento de mi busto hasta lahendidura de la clavícula parasaborearme la piel. —No lo hagas, te arrepentirás. —Micorazón estaba que explotaba, temía que

me mordiera. En otra ocasión hubierasido excitante, pero bajo esacircunstancia en la que había perdido eljuicio y me tenía sometida, eraterrorífico. —Tu sangre me reclama... —¡Me matarás! —forcejeédesesperada por liberarme. David acercó sus labios hasta mi oídopara susurrarme: —Perdóname... Acto seguido, me mordió el cuello sincompasión... —¡NOOOO! ¡NO ME MUERDAS!¡NO! —¡Allison! —¡No, aléjate! ¡No, no, no! —¡Allison, reacciona! ¡ALLISON!

Abrí los ojos, estaba tendida en elpiso con el cuerpo, hormigueándome.David me gritaba angustiado, aúnencadenado a los barrotes del techo. —Allison, ¿estás bien? Tomé conciencia de lo que ocurría.No fue un sueño ni una visiónpremonitoria, fue más bien un temorescondido que salió a flote en el peor delos momentos. Extraño y aterrador. —David... —intenté levantarme, peromi cuerpo no respondía. —¡Allison! —Tiró con fuerza de lacadena del otro brazo, reventándola. David cayó al piso y tuvo que ponerambas manos hacia delante para nogolpear su pecho.

Respiró profundo varias veces y seincorporó de rodillas. Sus tobillosseguían encadenados; sin embargo, seconcentró en remover de su cuerpo todoel metal que lo debilitaba. Primero searrancó la espada del abdomen de untirón. Gritó de dolor. Después cerró losojos, esperó un instante para recobrar elaliento, los abrió, me miró, y los volvióa cerrar para tomar con ambas manos elpuñal que estaba cerca del corazón. Lohizo con lentitud, gritando ycontorsionando el rostro, hasta quefinalmente pudo extraerlo. Se desplomó bocabajo, desmayado. —¡David! —Lloré arrastrándome a élcomo si fuera una serpiente—. ¡David!—Le agité el brazo—. ¡David! ¡Vamos,

abre los ojos! Un quejido lastimero brotaba de sugarganta. —¡Oh, Dios, David! ¡Respóndeme!¡Abre los ojos! David poco a poco fue levantando surostro hacia mí. Los dos estábamostendidos en el suelo. —Allison... —su voz era profunda. Sumano buscó la mía y enseguida la aferró.Estaba frío y tembloroso. Advertí que la“estrella roja” en el dorso de su manoderecha, había desaparecido—. Lo...siento... —apenas se escuchaba. —¿Por qué te disculpas? —dije conaprensión. —Por... hacerte... pasar... por... todo...esto.

—No lo hagas, no es tu culpa. —Pero lo es... —su voz se apagó yperdió la conciencia. Tenía que buscar el modo de ayudarlosin que mi vida corriera peligro. Soltésu mano y, con dificultad, me fuisentando para buscar algún otro medioque pudiera liberarnos. Rodé los ojoshacia la puerta, no era una salidafactible, estaba bajo llave y, de seguro,electrificada. Miré hacia las ventanillas... Más que descartadas. Observé el puñal ensangrentado yentendí que la única salvación, la teníadentro de mi cuerpo. Tomé el puñal con la mano temblorosay puse el borde filoso sobre mi

antebrazo izquierdo. Contuve larespiración, apreté el puñal con firmezay, a continuación, me corté la piel lomás profundo que pude soportar. Exclamé un angustiante grito de dolor. La sangre comenzó a emanar engrandes cantidades. Arrastré la caderahacia David y me puse de rodillas. Girésu cuerpo bocarriba para poderofrecerle la sangre. Sus piernasquedaron entrecruzadas por los grilletesque lo mantenían aún encadenado porlos tobillos. Le abrí la boca y apreté laherida para que saliera más flujo desangre. ¡Cómo duele! Su boca se llenaba y escurría por lacomisura de los labios. David no bebía

ni reaccionaba al sabor de la sangre y yono podía darme el lujo de desangrarmeen vano. Comencé a sentirme mareada y eso nome detuvo para seguir suministrándoledel vital líquido. Dejé que mi sangrebañara e inundara todas sus heridas. Lasdel pecho, las del abdomen, las piernas,los brazos... Puse especial atención en laherida cercana al corazón, consideré queera la más delicada y la que pudohaberle matado. Luego volví a llevar miantebrazo hacia sus labios y seguíapretando para que el borboteo siguieracayendo dentro de su boca. Empecé a sudar frío y se me nublabala visión. Mi corazón comenzó apalpitar errático y me sentía debilitada,

sin poder sostenerme sobre las rodillaspor más tiempo. Lo último que vi antes de desmayarmesobre su pecho, fueron sus temibles ojosde gato que me miraban perplejos.

Pérdidairreparable UN ruido a lo lejos se escuchaba... Extraño. Incomprensible. Temible. Acompañado de una sensacióninsoportable que me hacía convulsionar. Frío Líquido. Incómodo. Estaba atrapada en una oscuridad queno me dejaba ver nada, salvo múltiplesy minúsculos destellos blancos quecubría desde arriba toda la extensión demi cuerpo. Alargué el brazo para

tocarlos, pero sentí un latigazoespantoso que me laceró la piel. Meencogí escondiendo el brazo de aquelloque me produjo semejante dolor. Mequejé y lloré sin reconocer el sonido demi propia voz. Sentía que flotaba y que ala vez me arrastraban con unaimpresionante velocidad. De algunaforma me recordó una sensaciónolvidada en el pasado. El arrastre terminó, para luegoexperimentar otra sensación. Granulado. Ondulado. Placentero. El frío empeoró al sentir la brisa de laoscuridad y el goteo de la lluvia quecaía sobre mi rostro. Eso me despabiló

y me sacó del desvanecimiento. Abrí losojos y lo primero que pude enfocar, fuela mirada preocupada de un ángelhermoso que me llamaba mortificado. Lamelodía de su voz denotaba nerviosismoy clamaba mi atención con urgencia. —¡Allison! ¡Amor vuelve a mí, porfavor! Desperté en la orilla de una playa.David estaba sobre mí, sacudiéndomelos hombros. El movimiento frenético desus manos hacía que la humedad de sucabello cayera sobre mi rostro como unrocío. —David... estás... bien... —Tenía fríoy estaba aliviada al ver que sus heridasse habían cerrado. Él esbozó una sonrisa languidecida.

—Lo mismo digo. —Te llamé tantas veces... —Mi voz seiba apagando—. No me contestabas... —Lo siento, no tenía conmigo elmóvil. Me reí con desaliento. —Tonto, no me reffffiero a eso. —¡Ah! —David comprendió lo quequería decir. —¿Por qué no me respondías? —Busqué palpar su rostro, pero ladebilidad y el frío en mi cuerpo, no melo permitían. David frunció las cejas, sin apartarse. —Allison, yo también intentécomunicarme contigo. Me desconcertó. —¿Qué pasó, po-por qué... perdimos

nuestra ttt-telepatía? David negó con la cabeza, y eso hizoque nuevas gotas de agua cayeran sobremi rostro. —No lo sé. Me imagino que por... —enmudeció pensativo. —¿Ti-tiene algo que ver el co-conjuro? —indagué. —Puede ser —se encogió de hombros—. No estoy seguro. Yo quise estar segura. «¿Cuál es tu segundo nombre?» —pregunté sin sonreír. No quería queadivinara lo que estaba intentando hacer.Tenía que descartar si la distancia entrelos dos era un factor esencial para podercomunicarnos con la mente. No respondió.

Estaba pegada a él. Justo debajo de él,y no me escuchó. Entonces la distanciano era el problema. Era en efecto, elconjuro. Me entristecí. —¿Por qué esa cara, Allison? —seinquietó. Mi ángel hacía de capaprotectora contra el mundo que melastimaba. Alejó un poco el rostro delmío y apoyó el peso de su cuerpo en susmanos, manteniendo la postura arriba demí, evitando aplastarme. —Te acabo de hablar telepáticamentey no m-me respondiste —dije con pesar. David también se entristeció. —Lo siento. —Yo también —sonreí con tristeza—.Perdimos algo importante.

—No te lamentes, lo importante es queestamos juntos —me sonrió. Sin embargo, me daba pena darle unamala noticia. —Ilva... e-ella... está muerta.Vincent... David se sobresaltó ante la noticia;frunció las cejas entre un abatimiento detristeza y odio puro. Tantos vampiroscustodiando el edificio, y ninguno pudosalvarla del asqueroso obeso que, talvez, la dejó sin ninguna gota de sangre. —Lo mataré en cuanto lo vea —siseócon rudeza. —Se-se te adelantaron. Hasan... lo-lodecapitó. Sus labios se curvaron en una sonrisasiniestra.

—¿Esos eran los chillidos? —seburló. Debía estar haciendo referenciaal instante en que Vincent imploró por suvida en el camarote, mientras que élestaba encadenado y herido un piso másabajo. Asentí. —Hasan me quitó la satisfacción dedescuartizarlo con mis propias manos—dijo. Su malestar no me causó absurdoscelos. Ilva fue una persona que le sirvióa cabalidad como representante y comoamiga. Le dio cariño y sabía que noobtendría más salvo puro sexo. Lodisfrutó y toleró las chicas de turno quedesfilaban frente a ella con frecuencia.Ilva, al igual que el ama de llaves,

debieron sufrir en silencio por el escasoamor que él les daba. Las amaba a sumodo, pero no les daba “el amor” quetanto necesitaban. Reuní fuerza en mi brazo bueno yacaricié su rostro. Estaba helado. —Temí tanto perderte... —sollocé. David recostó su cabeza sobre mipecho al darse cuenta que estaba bien, yal abrazarme con dulzura, lo sentímojado. Enseguida me palpé el cabelloy las ropas, estaba igual que él:empapada. No dije nada, comprendí alinstante, que él, una vez que yo me habíadesmayado, tuvo que haberme sacadodel barco y nadado conmigo a cuestashasta la orilla.

Aún me inquietaba que me hubieragruñido en el camarote. —Si Hasan, huuuu-hubiese queridoser testigo de cómo me matabas, tú...tú... David suspiró, impregnándome con sualiento. —Te mordería —respondiósorprendiéndome. No me había dadocuenta de hasta dónde era capaz parasobrevivir—. ¡Pero no te mataría! —se apresuró a decir—. Hasan es tantorpe que no recuerda que un Grigorise puede recuperar con un poco desangre. Recordé la cantidad que se habíabebido en la bóveda. —Pero necesitaste muchas bolsas de

sangre para recuperarte cuando tehirieron en tu c-casa. —La bebí porque la había. —Sí, ppp-pero... —Tu sangre es muy nutritiva —bromeó. Puse los ojos en blanco. —¡Vaya! Me alegra sss-saberlo. —No vuelvas hacerlo —dijoendureciendo el tono de su voz—. Pudehaberte matado. Fruncí el ceño, extrañada, habíasonado contradictorio. —No lo hiciste —repliquéacariciándole sus cabellos mojados—.A-además, lo necesitabas. —Sí. Y no quiero volver a pasar poraquello. No sé si podré resistirme al

sabor de tu sangre de nuevo. —P-pero dijiste que los Grigoris serecuperan con un poco de sangre —lerecordé. Él asintió dándome la razón. —Depende de qué tan herido puedaestar —explicó—. Y yo estaba muyherido, Allison. Cielos. —Sin embargo, te resististe a beber misangre —le refuté. David me pegó más a su cuerpo. —Porque te amo. Eso me dio fuerzapara resistir. Bastaron esas hermosas palabras paraque todo valiera la pena. —D-David, estoy dispuesta a darhasta la última gota de mi sangre para

ssss-salvarte la vi-vida. Su mano empezó a recorrer la línea demi brazo izquierdo hasta llegar a laherida que estaba vendada con un retazode tela que él había tomado de algunaparte del camarote. —Gracias —musitó. —Si-siempre a-a la orden —besé sufrente y rodé mis ojos hacia elfirmamento para agradecer también porla buena fortuna que corrimos los dos.Él: por sobrevivir a Hasan y por tener lafuerza de voluntad para superar el deseode la sangre. Y yo: por sobrevivir a unajauría de asesinos vengativos y a la sedde mi amado vampiro. Me maravilló el cielo estrellado, concientos de diminutos diamantes

refulgentes que iluminaban la negrura dela noche. Era como si cada ángel tuvierauna pequeña linterna y se asomara porsu ventana para vigilar a la humanidad.En cambio yo, tenía mi propio ángelcustodio pendiente de mi bienestar; tantoasí, que de tanto vigilarme, se cayó delcielo por accidente, pues no concebía deotra forma el hecho de que él pudieraabandonar tal divinidad. —Te fuiste sin despedirte —lerecriminé. David se tomó el tiempo pararesponder. —No tuve el valor. —No vu-vuelvas a-a separarte de míde eee-esa manera. —No lo haré, lo prometo.

David dejó de abrazarme y se levantóenseguida, tan pronto se dio cuenta queyo había empeorado el tiritar por el fríoque tenía. Me alzó en vilo y me estampóun gran beso en los labios, feliz detenerme de nuevo entre sus brazos. Meestremecí azorada, cuando al besarme,ya no sentía ese calor que me quemaba.Sus labios estaban fríos cual témpano dehielo. Podía ser que el frío invernal dela noche aunado a la sumergida en elocéano, ayudó en el descenso de sutemperatura corporal. En todo caso, meinquietó, porque si bien David habíaprobado mi sangre y recobrado susfuerzas, no tenía el mismo aspecto quetenía antes. Seguía pálido, sin las ojeras,pero con una blancura que denotaba

enfermedad. Tal vez, necesitabarecostarse y descansar. Esas horas debatallas y torturas, habían sidodemasiadas para él. —Necesitas entrar en calor... —dijocon un doble sentido a sus palabras. Asentí sin poder replicar a suinsinuación. —Qué lástima no poder disfrutar deesta playa... —concluyó muyprovocador. Por poco y se me para el corazón. Miángel me miraba con deseo, con el lugarperfecto para una noche de pasión, y yomuriéndome de frío. Sin embargo, David me hizo caer en lacuenta de algo: ¿en cuál de las tantasplayas que posee Nueva York,

estábamos? —¿Dónde estamos? —pregunté. —Long Island —sonrió—. En playaJones. Miré a los lados y luego hacia eloscuro horizonte. En efecto, el yateseguía iluminando el océano. Un puntoluminoso que brillaba destacando en lainmensidad del Atlántico. David nadó enlínea recta, hacia las tierras máspróximas que nos recibirían sin peligroaparente. Estábamos a una hora de laciudad de Nueva York. Playa Jones seextendía por diez kilómetros dehermosas arenas blancas y grandescentros deportivos y culturales. Despuésde todo, llegar hasta su apartamento, asu velocidad, era un pequeño paseo.

Escuchamos a lo lejos un helicóptero.Alzamos la vista, alarmados, y ladirigimos en dirección hacia dondeprovenía el sonido rotatorio. David entrecerró los ojos, para vermejor. Las luces del helicóptero dieronvarias vueltas alrededor del barco yluego, sin demora, voló rasante hacianosotros, iluminando con los reflectoressu paso sobre la oscuridad del océano.Temí que fuera Hasan o uno de susvampiros que se rezagaron para darnosmuerte, pero David no se tensó ni gruñócomo las veces en que estuvimos enpeligro. Al contrario, estaba tranquilosin dejar de mirar hacia el aparato. Pronto el haz de luz nos rodeó yquedamos expuestos a ellos. El

helicóptero descendió cerca, y elmovimiento de las hélices produjo quela arena de la playa se levantara y se nosadhiriera más de la que ya teníamospegada en la piel y la ropa mojada. Dos sujetos se bajaron enseguida, yuna de ellos, corrió encorvado hacianosotros. A medida que se aproximaba,mi corazón comenzó a latir con fuerza alver de quién se trataba. —¡Donovan! —Me removí en losbrazos de David para que me bajara. Élasí lo hizo y yo salí corriendo alencuentro de mi amigo. —¡Allison! —gritó de felicidad—.¡Por Dios, estás bien! —¡Oh, Donovan! —Salté a él,rodeándole el cuello—. Pensé que no te

volvería a ver. Se rió. —No te librarás de mí con facilidad—dijo jubiloso. Desenrosqué los brazos al recordarque Vincent casi lo mata. Era una suerteque la mordida no le quitara suhumanidad, solo podía suceder si elvampiro compartía su sangre inmortal. Pero en este caso, no ocurrió. —Pe-perdona te debbb-bo haberlastimado. —Más bien fui yo la que selastimó al abrazarlo. La herida en mibrazo izquierdo me palpitaba. Él negó con la cabeza. —No lo hiciste —llevó mi mano hastasu cuello—. Siente... Palpé la piel de su cuello con

incredulidad. Donovan no tenía heridaalguna. —¿Pero có...? —Después... —respondió evasivo alver que se aproximaba David a mi lado. Donovan observó el rostro de Davidcon la misma impresión que yo tuvecuando lo encontré encadenado en elbarco. La luz del helicóptero acentuabaesa palidez tan alarmante y tan parecidaa la de los vampiros que vimos en elpenthouse. Ambos se miraron serios,pero no hubo intercambio deamenazadoras palabras. Solo un apretónde manos. Era sorprendente verlos en esacondición de aliados, estaba viviendouno de mis sueños en el que mi amado

ángel y mi amigo del alma, hicieran laspaces. Volví y abracé a Donovan, porque nocreí que lo volviera a ver con vida. —No sss-sabes lo feliz que me ha-haces —comenté. Donovan correspondió a mi abrazocon fuerza, alzando mis pies por encimade la arena. —Es un alivio saber que no te lastimó.Aunque... —miró la venda improvisadaen mi brazo—. Veo que no saliste muybien librada. —Eh... fue un accidente. David fff-fueq-quien me vendo. —Donovan noparecía convencido con la mentira. —Ya veo —dijo de mala gana. Susojos azules se entristecieron de repente

—. Pensé que lo pasarías mal... —No me mordió, gracias a Dios. Donovan bajó la mirada. —Lo que quiero decir, es que no “tetocó”. Ya sabes... David intentó tomarme de la mano,pero Donovan haciéndose eldesentendido, me arrebató de su ladorodeándome los hombros con su brazo.Me llevó hacia el helicóptero donde nosesperaba la “otra figura alta” que sehabía bajado. David no protestó nigruñó, lo que fue sorprendente, se quedórezagado unos pasos detrás de nosotros. —¡ORON, TE PRESENTO AALLISON! —Donovan elevó la vozpara hacerse escuchar por encima delruido que producía el rotor de las

hélices. Quedé paralizada. Fue de lo másextraña la sensación que había sentidohacia ese sujeto. Como de pertenencia... —¡SÉ QUIÉN ES! —gritó el hombreal tiempo que me estrechaba la mano—.¡ES UN PLACER CONOCERLA ALFÍN, JOVEN ALLISON! ¡ME ALEGRAQUE ESTÉ BIEN! —¡GRA-GRACIAS, SEÑOR! —respondí igual de fuerte. —¡NO ME LLAMES “SEÑOR”,LLAMAME ORON! El hombre debía tener unos sesentaaños. Alto y delgado. De escaso cabellogrisáceo, y con rostro huesudo yanguloso, que denotaba una sonrisasiniestra cada vez que esos labios

delgados y sin vida se estiraban. Susredondeados anteojos se ladeaban unpoco sobre el morro de la nariz aguileñay, por los cuales, no podía divisar losojos por culpa de los cristales queirradiaban parte de la luz de losreflectores. Donovan me ayudó a subir. Dentro, elruido era menos estruendoso y lacalefacción me abrigó de pronto. Fue unalivio que agradeció mi martirizadocuerpo, cuya temperatura corporalestaba por hacerme colapsar. Un chico con los brazos tatuados, meextendió la mano para presentarse: —Santiago, hola —saludó sin muchoformalismo. —Allison, qué tal.

El chico señaló uno de los tresasientos posteriores para que mesentara. Donovan se sentó en el extremoderecho junto a la ventanilla y yo a sulado. El piloto me sonrió y saludó con unaleve inclinación de cabeza. Fue amableen ofrecerme su chaqueta que, porcierto, me quedaba inmensa, pero se laacepté de todos modos. No dejaba de mirar a mi ángel quepermanecía estático frente aquelhombre. Oron extendió su mano paraestrechársela, pero él retrocedió. —¿David? —lo llamé preocupada. Elsol comenzaba a anunciarse desde elhorizonte y yo temía por él. No queríaque me dejara una vez más.

Me miró y enseguida sonrió contranquilidad. Subió en un segundo y sesentó a mi lado. Reparé en la pernera de su pantalón. Estaba rasgada. Observé mi vendaje y comprobé queera la misma tela. Al instante, las aletas de su nariz semovieron olfateando el aire quecirculaba entre nosotros. David enfocóla vista hacia los puestos delanteros,frunció las cejas y miró de retorno aDonovan con mirada interrogante. Nocomprendí por qué olisqueaba de esaforma como perro sabueso, pero nopodía preguntárselo a falta de telepatía,y menos formularla en voz alta para quealguno de los presentes se alterara.

Como en el hospital, estaba sentada enmedio de los dos. Donovan y Davidintercambiaban miradas rayadas quedenotaban celos y odio. Esta vez ni mepreocupé en buscar un tema deconversación, la situación que habíamosvivido era más que suficiente parahablar sin parar de retorno a casa o parapermanecer callados y pensativos. Santiago, con mala cara, se ubicó en elúnico asiento frente a nosotros y Oron sedirigió al asiento del copiloto. La luzdel interior iluminaba a la perfección lascicatrices que se habían cerrado en elpecho desnudo de David. Las mordidasde los vampiros eran las que se negabana cicatrizar, eran las más feas y las másdolorosas, lo hacían ver como un

vampiro salvaje que libró una peleaencarnecida con uno de los suyos. Donovan me estrechó la mano sindejar de sonreír, y yo rápido, entorné losojos hacia David, que mantenía la vistaclavada en las manos entrelazadas. Noquería ni imaginar qué estaría pasandopor su cabeza; de poder usar latelepatía, de seguro me estaríaordenando que lo soltara. Se veía aleguas que los celos lo estaban matando. Santiago miraba a David con fijación,no le hacía ninguna gracia estar sentadoal lado de un vampiro ni mucho menostener que ayudarlo. Su mano se fuedeslizando hacia un costado,aferrándose a algo que mantenía ocultodentro de su chaqueta. David rodó los

ojos en esa dirección y luego los entornócon ferocidad sobre el muchacho. —Tranquilo, Santiago —dijo Oron,sin que lo viéramos asomar la nariz. El aludido sacó la mano del interiorde su chaqueta y la colocó empuñadasobre la pierna. Donovan y yo nos miramos ensilencio, clavamos los ojos sobre Davidque lucía molesto. Solté su mano,porque no quería que se armara unzafarrancho dentro del helicóptero; ya elambiente estaba tenso y yo no quería serla causante de semejante discordia.

Refugio —¡ALLISON! —Tía se sobresaltóapenas me vio—. Pero ¡¿qué te pasó?!—exclamó haciendo referencia a mibrazo lastimado. —Me caí —le mentí. Nadie replicó, sabían muy bien que nohabía que alterarla. Tía palmeó una mullida cama para queme recostara sobre ella y así limpiar miherida. Una joven hispana —la hermana deSantiago— sostenía en sus manos unavasija con un “mejunje” pastoso yoloroso que me aplicó en el corte. No vial señor Burns por ningún lado nitampoco a Oron. Suponía que el sujeto

misterioso estaría cuidando del ancianoen otra habitación; lamentaba quehubiese sufrido por mi culpa. La mujer me prestó una camiseta yunos vaqueros a los que tuve que darleun par de vueltas al dobladillo de lasperneras. Mis ropas seguían húmedas yeran una amenaza para contraerpulmonía si seguía con ellas. Pordesgracia la ropa interior debíapermanecer en su lugar a falta desustituto. Me cambié en el cuarto debaño y Donovan se rió por algo que noentendí. Sufrí al vestirme, el lugar erasucio y oscuro. La bombilla nofuncionaba y el hedor a cañería, mepegaba en el olfato. Salí y me acosté en la única cama que

existía; necesitaba descansar y reponerenergías. Estaba rodeada por numerososojos que me miraban con atención,alegres y curiosos, complacidos detenerme entre ellos. Solo un par de ojosresaltaban de aquel feliz grupo. Esosojos no estaban a gusto y se apartaron alpunto más retirado de la habitación,evitando el contacto con los demás;mirando con desconfianza a Santiago.Percibí en David que deseaba estar asolas conmigo, aunque fuera por unbreve instante, molesto de ver a todostan cerca de mí y él sin poder acercarse. Observé el entorno. No había paredesdivisorias para darnos cierta privacidaduno de otros. Todo era de un ambientelúgubre y en mal estado. Un refugio

subterráneo ubicado en alguna parte deNueva York y que se utilizaba paracasos de emergencia. No pudedeterminar la localidad exacta porhaberme quedado dormida en los brazosde mi vampiro. El cansancio me habíavencido. Pero el edifico que nosresguardaba —arriba de nosotros—debía de estar bien custodiado. —¿Tienes hambre? —consultó tía sindejar de sonreír. —¡Mucha! —exclamé. No queríapasar otro día con el estómago vacío. La joven hispana se apresuró entraerme un tazón humeante en unabandeja. —¡¿Qué es eso?! —Clavé los ojos conaprensión al ver semejante contenido.

—Fororo —respondió la mujer conuna gran sonrisa. —Eso es... ¿comida de bebé? —No. Es un alimento muy nutritivo —explicó. —Sí que lo es... —corroboró tía,sonriéndome. Alcé los ojos por encima de loshombros de Donovan. David tenía lascejas fruncidas, observando la cabelleray la pierna derecha de mi tía que semovía nerviosa contra la cama. —¡Tía, tu pierna! ¿Por qué no la tienesenyesada? Ella sonrió, guiñándome el ojo conpicardía. —Lo sabrás en cuanto termines decomer “el fororo”.

—¿Qué tiene que ver eso con tupierna? Suspiró. —Resulta, querida, que Gloria, lajovencita aquí presente —señaló a lamujer que me sirvió el tazón—, es muybuena con los remedios caseros. Nosolo me curó la pierna y las costillasrotas, sino que también desapareció lacicatriz de la operación en mi cabeza yme creció el cabello, ¿ves? —Se tomóun mechón como si no me hubiera dadocuenta de ese hecho—. Es sorprendente,le curó el cuello a Donovan en minutos yla pierna de Peter y la mía en un par dehoras. ¿Puedes creerlo? ¡Ni las costillasme duelen! David se sobresaltó y se acercó

enseguida para abordarla: —¿Qué remedio casero es ese? —preguntó con rudeza. —Uno que a ti no te importa —respondió Donovan, olvidándose de laspaces que hicieron. —¡Donovan! —exclamé molesta—.No hay que ser grosero. ***** Donovan me contó lo que ocurriódespués de que Vincent me alejara deellos. “Los amigos” del señor Burnsllegaron antes que la policía. Oron fue lapersona que el anciano llamó; semovilizaron con agilidad, limpiando la

“escena del crimen” en el penthouse.También, desaparecieron la limusina y“hablaron” con los testigos, borrandolas imágenes de sus móviles. No dejaronninguna evidencia que nos pudieranrelacionar con algún ataque vampírico.Los cuerpos de Ilva, María, y la otrachica del servicio doméstico, fueronllevados a un lugar desconocido. En cuanto a Donovan... él se recuperórápido por el asqueroso “fororo” que ledieron de comer. Sabían que la mordidano lo convertiría en vampiro, si no sehubiera manifestado, pero la pérdida desangre le pudo haber causado la muerte. Por otro lado, el humor de tía habíacambiado, le afectaba la presencia deDavid. No era capaz de verle a los ojos,

ni se atrevía a dirigirle la palabra. Erapara ella un vampiro peligrosoenamorado de su sobrina. Permaneció ami lado como una fiera que cuida a suscachorros, impidiendo que él se meacercara. Para rematar, Santiago yDonovan, servían de guardaespaldas,flanqueando ambos lados de la cama.David evitó un enfrentamiento ycomprendió que era cuestión de tiempoque yo estallara, pues sabía muy bienque no permitiría que me mantuvieranapartada contra mi voluntad. David se sentó en un viejo sillón. Seveía agotado, la falta de sueño le estabapasando factura. Me levanté de la cama, haciendo casoomiso de las quejas de tía. Haría como

aquel refrán: “Si la montaña no va aMahoma: Mahoma va a la montaña”. Yasí lo hice... Me arrebujé en la manta yfui a encontrarme con los brazos deDavid. Me senté sobre su regazo sinimportarme un bledo que tía seescandalizara, que Donovan se enfadara,que Santiago se inquietara o que Gloriase asustara. Él me acunó en sus brazos yme besó en la frente. Donovan pateó unasilla y David gruñó por lo bajo. Tía sesentó como un buen perro guardián cercade nosotros, al igual que Donovan queno dejaba de vernos bastante ofuscado. Pero ¿qué se habían creído ellos?¿Pensaban que era la primera vez queestaba abrazada a ese hermoso vampiro? Tontos.

No se daban cuenta que, al igual queDavid con la sangre, yo necesitaba desus abrazos para sentirme fortalecida.¿Acaso no sabían que era mi oxígeno, larazón de mi existir? ¿Por qué no locomprendían? Santiago arrastró la silla de unapequeña mesa y la ubicó al lado de lapuerta principal. Gloria en un intento desocavar el mal humor de Donovan, sesentó a su lado y comenzó hablar sinparar de cuanto tema se le atravesabapor la cabeza. Era muy confortable estar en losbrazos de David. Los pausados latidosde su corazón eran una canción de cunapara mis oídos, relajándome yrecordándome que me pertenecía.

Enterré el rostro en su cuello,dejándome impregnar por su dulceesencia corporal. Su pantalón estabaseco, pero su piel seguía igual de fría.Lo arropé con la manta; y sin que nadiese diera cuenta, deslicé con cuidado mimano por su torso desnudo. Me moríapor volver a sentir una vez más laperfecta musculatura de su anatomía,dibujando con mis dedos los cuadros desu abdomen definido. David se estremeció. —¿Qué haces? —susurró a mi oído.No le respondí, y siendo osada, continuédelineando. David comenzó a respirarprofundo y casi deja escapar un gemidode placer—. Detente... —dijo sin muchaconvicción.

Negué con la cabeza, siguiendo eltrazo muscular. David me sujetó la mano con fuerzapara que no continuara con mis caricias.Entreabrí los ojos y eché un vistazo a mialrededor para saber si alguno de lospresentes se había dado cuenta. Porfortuna, el parloteo de Gloria losmantuvo a todos distraídos; tanto así,que hasta Santiago comenzó a cabecearsobre la silla. David llevó mi mano fuera de la mantay la depositó sobre mi regazo, dándoleleves palmaditas. —Pórtate bien —volvió a susurrar. Hice un puchero. —Está bien. David soltó una exhalación,

acariciándome la mano. Bajé la miraday quedé pensativa al ver que “la manchade nacimiento” de su mano derechahabía desaparecido. —¿Qué pasó con “tu estrella”? —dijeen voz baja, acariciando el lugar dondeantes estaba. David no comprendió. —La mancha en forma de estrella. —Ah, bueno... —empuñó la mano y lamiró— Lo que pasa, es que no era denacimiento... —explicó. —¿Ah, no? Y entonces... —Era un signo de que el conjuroestaba presente; que la noche ya noformaría parte de mí. Al neutralizarse elconjuro, la mancha se borra. Fruncí el ceño.

—Eso quiere decir que tú ya no... —Podré salir durante el día —completó. —Lo siento. David esbozó una sonrisa entristecida,permaneciendo pensativo mientras meacariciaba el brazo lastimado. —¿Te duele? —preguntó. Lo palpé. No sentí dolor. —Qué raro... Curiosa, quité el vendaje con cuidado;el mejunje se había absorbido, y para miabsoluta sorpresa la piel de la “herida”estaba lisa como si nunca me hubiesecortado con el cuchillo. —¡Sí qué es extraordinario! —exclamé elevando un poco la voz—.¿Qué pudo haberla curado: el mejunje o

el fororo? —Ambos —respondió Gloria que mehabía alcanzado a escuchar—. Pero elmejunje agiliza la curación. Tía se tocó la pierna y enseguida laabordó, preguntándole: —¿Por qué no lo aplicaste a ningunode nosotros? Gloria le sonrió. —No estaba lista —dijo—. Mi abuelame la entregó hace unos minutos, cuandose enteró de “la paciente” que venía. Donovan seguía enojado y Gloriaprosiguió con sus historias, atrapandopara la desdicha de todos, su atención. —¿Qué contendrá ese ungüento? —susurré. Fue una pregunta que formulésolo para David, ya que no quería que

los demás nos escucharan. Lástima queya no podíamos comunicarnos mediantela telepatía. David levantó mi brazo, cerró los ojosy pegó la nariz a la piel, olfateándome. —Es la mezcla de varias hierbas yraíces —comentó. Arqueé las cejas, perpleja. —¿Lo sabes con solo oler la piel? —Sí —sonrió—. Se puede percibirmuy bien. —Y qué captaste. —Sábila, hiedra terrestre, aloe vera,mandrágora, y... —me olfateó de nuevo—, creo que... —siguió olfateando— nosé, no logro dar con el últimoingrediente. Reí por lo bajo. Era consciente que

los vampiros tenían buen olfato, ¡perono tanto! Me tapé la boca para ahogar unarisotada. Tía y Donovan nos escrutaron con lamirada. Gloria volvió a atrapar su atencióncuando se fijó que Donovan estaba másceñudo que nunca. David se tensó encuanto vio el malhumor de mi amigo. —Necesitamos hablar —dijo. Oh, no. Esas benditas palabras. —Dime, David —esperé conaprensión. Hizo una breve pausa. —Pronto, tú y yo... —calló alescuchar el golpeteo en la puertaprincipal.

Santiago, que estaba con la cabezareclinada hacia atrás, se sobresaltó ycasi cae de la silla. Se levantó rápidoasomándose por la ventanilla de lapuerta para ver quién había tocado.Respiró aliviado y procedió a removerlos cerrojos. Oron y el señor Burns, entraron conexpresiones de preocupación. Donovan se levantó de la silla, alentrar los dos hombres. Se nos acercaron. —¿Hasta cuándo permanecerás connosotros? —preguntó el señor Burns aDavid. Su pierna fracturada estaba porcompleto curada. David y yo nos levantamos deinmediato.

—Hasta el anochecer —respondió. —¡¿Qué?! —solté la manta y lo abracé—. ¡David, no me dejes! Él suspiró. —Para estar contigo, debo matar aHasan —replicó con frialdad. Me impactó. —¡Pero no sabes adónde huyó! —Sí, lo sé. Recordé las palabras que le dijo elvampiro antes de abandonar elcamarote: “Te estaré esperando,Grigori. Ya sabes dónde encontrarme”. —¡No lo hagas! Puede ser una trampa. Endureció la mirada y deshizo elabrazo. —Si él se entera que sigues con vida,vendrá por ti de nuevo —comentó—. No

puedo correr riesgos y que te lastime. Oron dio un paso hacia delante yDavid se alejó. —¿Sabes dónde encontrarlo? —inquirió el anciano. El aludido asintió. —¿Dónde? David no respondió. Oron soltó una sonrisa sarcástica. —Eres muy reservado, Agathodaemon—espetó—. No das información niaunque sean tus peores enemigos. —Los problemas de los vampiros: losresolvemos los vampiros —siseó Davidcon desdén. Donovan resopló y Oron con sutorcida sonrisa, expresó: —Resulta que los humanos estamos en

medio de sus problemas. —Lo sé —convino David—, pero nopueden intervenir. Donovan replicó molesto: —Nos consideran tan inferiores, queno nos creen capaces de enfrentarlos. —No es por eso —explicó—. Soloque a los Grigoris no nos gusta que loshumanos interfieran en nuestros asuntos.Antes preferimos morir que pedirlesayuda. —No entiendo. Eres un Grigori. ¿Quéhaces aquí? —Oron inquirió. David trabó sus ojos sobre mí. —Necesitaba asegurarme que ellaestaría bien. —Está en buenas manos —aseguróOron—. La Hermandad la protege.

Parpadeé recordando el reproche deIraima a Vincent. Su imprudencia atrajola atención de los Grigoris y “LaHermandad”. —Ahora lo sé —corroboró David, sindejar de mirarme apesadumbrado—. Metranquiliza saber que con ustedes, nadiela tocará. Ni siquiera los de mi especie. Oron y el señor Burns, asintieron,dándole la razón. —Estarás por tu cuenta en cuanto nosmarchemos —le informó Oron. —Bien. Lo que dijo me inquietó. —¿Marcharnos, adónde? —meangustié. —Lejos, joven Allison —respondióOron, monocorde—. Permanecerás con

nosotros hasta que todo haya acabado. Le tomé la mano a David. —Sí, pero ¿adónde? —insistí nerviosa—. ¿Tú sabes, David? Él negó con la cabeza. —Por tu seguridad no podemosrevelarle el paradero —manifestóDonovan. Explayé los ojos. —De modo que tú estás enterado y élno, ¿por qué? —exigí saber. —No puedo saberlo, Allison —dijoDavid apretándome la mano. Con un movimiento brusco, la retiré deél. —En caso de que te atrapen, ¿verdad?—sondeé. Si me atrapaban, susenemigos se encargarían de que él me

asesinara por su propia mano. Hasanquería vengar a su hermano. David bajo la mirada. —Es mejor así. Oron consultó la hora y se dirigió aSantiago: —Prepara todo, hijo, que nos vamos. El aludido asintió y se marchó conGloria sin perder tiempo. Tía y el señorBurns siguieron a los hermanos, sindespedirse de David. Donovan aguardópor mí, pero yo me rehusé sin antesintercambiar unas cuantas palabritas conmi vampiro. —¿Puedo hablar con David a solas?—pedí a Oron. Él asintió e hizo un gesto a Donovanpara que saliera con él del refugio.

Donovan dejó la puerta abierta, peroyo me apresuré y la cerré de inmediato. Respiré profundo. —¿Esto era lo que tenías qué decirmeantes de que nos interrumpieran? —inquirí. —Sí. No le creí del todo, había algo más. —¡¿Me piensas dejar?! David se me acercó. —Entiende por qué lo hago —expresó, poniendo las manos sobre mishombros. —¡No quiero entender! —Las sacudíde mala gana. Suspiró, entristecido. —Allison... —musitó—. Si yo novuelvo...

—¡CALLATE! —Ya sabía lo que metenía que decir. David volvió a posar sus manos sobremis hombros con firmeza y esta vez nome pude librar de él. —Allison, escúchame: te amo. Pero sino vuelvo, tendrás que seguir con tuvida. ¡Prométemelo! Gruñí. —¿Y si no quiero? —me crucé debrazos, enojada. —Promételo. Quiero estar seguro quecumplirás. Negué con el rostro bañado enlágrimas. —¡Promételo! —insistió. —¡ESTÁ BIEN! —le grité—. Loprometo.

Él me abrazó y enseguida me besó. Ni siquiera tuvimos tiempo paraprofundizar el beso, cuando Donovantocó y me llamó detrás de la puerta. —Es hora, Allison. Llorando, busqué la chaqueta delpiloto que estaba sobre la cama. Besé aDavid y salí corriendo para abrir lapuerta. Lo dejé solo en la habitación.

Portadores MI corazón se desgarró en dos cuandodejé a David en el sótano esperando aque las horas del día pasaran. Una partese quedó con él y la otra, destrozada,conmigo. Donovan me tomó de la manoy sin hablar me llevó hasta la furgonetaque anteriormente nos había trasladadodesde el helipuerto hasta el refugio. Tíay el señor Burns ya estaban sentadosdentro de la camioneta. Oron nosesperaba al lado de la puerta delcopiloto; no vi a Santiago, pero Gloriame acribillaba con una mirada asesina alfijarse que Donovan me sujetaba lamano. Subí, y antes de que Donovan me

siguiera, Gloria le había estampado unbeso en la boca, tomándolodesprevenido. —Eh... Gracias —musitó el pobre,avergonzado. Ella le sonrió y le dijo algo al oído.Donovan arqueó las cejas, y contimidez, asintió. Al subirse, su rostro estaba tancolorado que parecía que la sangre se lehubiera subido toda a la cabeza. Elseñor Burns entrecerró los ojos consuspicacia y le sonrió; tía hizo suparticular gesto de desaprobación y yoeché un vistazo hacia Gloria, que sindespedirse de mí, cerró la puerta confuerza. Oron, antes de subirse al asientodel copiloto, le dijo algo al oído y luego

le dio un beso en la frente,despidiéndose de ella. La furgoneta se puso en marcha, y almirar me di cuenta que el chofer eraSantiago. El resto de los hombres sequedaron en el lugar, tal vez vigilando aDavid para que no le diera por cazar enel vecindario, nada más anocheciera. El señor Burns se percató de mipreocupación al ver a esos hombresquedándose rezagados. —Descuida, Allison, solo están allípor precaución. Lo miré, extrañada. —¿Precaución de qué...? —De que no mate humanos. Lo suponía. —David no lo haría —refuté.

El señor Burns se encogió dehombros. —Ya no es un vampiro diurno —dijo—. Su sed pudo haber empeorado. De ser así, yo estaría muerta. —Te equivocas, él pudo controlarsecuando me... —enmudecí, no era algoque a tía le agradara escuchar. El señor Burns observó mi brazoizquierdo. Lo intuía. —Dime, Allison: ¿cómo te heriste elbrazo? Bajé la mirada hacia donde antesestuvo la herida. —Ah... —palpé la piel lisa—, mecorte por accidente. —¿Cómo? —inquirió frunciendo las

cejas. —¿Qué importancia tiene? —SaltóDonovan, que no entendía hacia dóndequería, su padrino, llevar laconversación. —Cuando ustedes llegaron al sótano—habló el señor Burns bajando la voz—, David tenía muchas heridas reciéncicatrizadas en todo su cuerpo, y tú conuna de cinco centímetros de largo. Por laforma en cómo estaba sesgada, diría quete la provocaste. Tía se sobresaltó en el asiento,mirándome como si le hubieranpinchado el trasero. —¡¿Que ella qué...?! —¿Le diste sangre? —Donovan semolestó.

Santiago explayó los ojos a través delespejo retrovisor. Oron sin inmutarse,sacó de su abrigo un paquete decigarrillos. Me habían descubierto. —Él lo necesitaba —me excusé. Tía me atravesó con sus ojos. —Y ahora qué eres: ¿el suministro dealimento de ese vampiro? —recriminóofuscada. —¿Qué tanto bebió? —continuó elseñor Burns con sus preguntasindagatorias. —Eh... —recordé los borbotones desangre sobre las heridas y dentro de suboca—. No sé... me desmayé. Tía se llevó las manos al rostro,desconcertada.

El señor Burns se acomodó en suasiento para escrutarme: —Hay algo que siempre te he queridopreguntar, pero no hallaba la forma. —Usted dirá... —dije un poco a ladefensiva mientras observaba a Orondarle vueltas al paquete de cigarrillos. —David y tú han mantenido algunaespecie de... ¿contacto extrasensorial? Todos me observaron con atención. —¿Por qué lo pregunta? —Traté dedarle largas al asunto. Oron se levantó del asiento y se sentóa mi lado posando su huesuda manosobre mi cabeza. —¡Hey! ¿Qué hace? —me molestó suatrevimiento. —Hum... —cerró los ojos,

concentrándose y se quedó así porbreves segundos—. Sí, lo tienen.Bueno... —abrió los ojos y me mirósonriendo— lo tuvieron. Me sorprendió que lo percibiera.¿Quién era él en realidad? ¿Otropsíquico? —¿De qué están hablando? —inquiriótía Matilde. Oron entornó la vista hacia ella y lerespondió: —La joven Allison usaba telepatíacon el Grigori vampiro. Tía jadeó. —¿Desde cuándo? —se preocupó. Me hubiera gustado tener la telepatíaen esos momentos para que David mesacara del atolladero.

—Desde hace unos días —revelóOron—. Y me puedo aventurar enasegurar que él la captaba desde sunacimiento. Los ojos de tía se inyectaron desangre. —¿Por qué no dijiste nada, Allison?—me cuestionó. Mi respuesta fue aguardada por losdemás. —No quise revelarlo —dije—, nopensé que me fueran a creer. Donovan, enojado, dio un puñetazo asu muslo. —¡Demonios, Allison! ¡Debistehablar! —gritó. —¿Para qué? La telepatía no causóningún daño a nadie —dije en un intento

mediocre por justificar el error. Donovan se cruzó de brazos, mirandohacia la ventanilla. —Ahora entiendo las veces que te lopasabas en la luna: te comunicabas conél. Me sorprendió, que sin yo haber dichonada a nadie, el señor Burns captó mihabilidad telepática. ¿O se lo habríainsinuado Oron? —Señor Burns, David y yo fuimos“pareja” en otra vida ¿Tendrá que vercon que podamos comunicarnos con lamente? Negó con la cabeza. —Entonces... —Eso se debe a tu tipo de sangre —respondió.

Lo miré perpleja. —Mi sangre es de lo más común. SoyA positivo. Los dos ancianos sonrieron y memiraron condescendientes. —¿Qué es lo gracioso? —me sonrojé,pensando que había dicho una estupidez. —Que no se trata del tipo de sangre,sino “lo que hay” en tu sangre —respondió el Señor Burns. —No entiendo. Suspiró. —No sé si David te ha comentadoalgo al respecto, pero tu sangre tiene ungen muy raro que solo unos cuantos delos siete mil millones de seres humanosen el mundo, lo poseen. Y tú eres una deellos.

Parpadeé. David no me lo habíarevelado. —¿Y qué hay en mi sangre? —El Código Aural. Quedé aturdida. —¿Aural? ¿Y eso qué es? —preguntóDonovan a su padrino. Ni siquiera él losabía. —Es una especie de genotipo queDios otorgó a los Grigoris: Vigilantesde la humanidad. Los fortalecieron paraque no pecaran como aquellos ángelesque cayeron por primera vez a la Tierra.El Código Aural fue creado comodefensa innata ante las constantestentaciones de los demonios. Aunque sime lo preguntan: de nada les sirvió.Satán se las ingenió para que ellos

pecaran. —Entonces... Allison... ella es un... —No, joven Donovan. Ella es tanmortal como el resto de los humanos.Salvo algunas ventajas... —aclaró Oron. —¿Cómo cuáles? —preguntó,picándole la curiosidad. Oron sonrió. —Es una Portadora. Donovan frunció el ceño. —¿Qué es eso? El anciano explicó: —Los Portadores poseen dicho gen;desarrollan dones que superan todacomprensión humana. Han pasado cienaños desde que el último hombre naciócon esa bendición. Fruncí el ceño. Algo no me cuadraba.

—¿Cómo es que un humano nace conese “código” si no es un ángel? —pregunté. El aludido respiró profundo y volvió asu asiento. Luego soltó la respuesta conlentitud para darle impacto: —Para que el gen aparezca en unhumano, este debe ser mordido por unGrigori vampiro. ¡Solo por ellos! Noimporta si el humano queda vivo omuerto; basta que su sangre haya sidocontaminada con la saliva de “LosCaídos” para que el Código entre en sucuerpo y se afiance a su alma. »El humano que sobreviva a lamordida, no desarrollará poderes ninada particular —agregó—. Viviránormal: se casará... procreará...

envejecerá... morirá... No trasmitirá elgen ni a sus hijos ni a sus nietos, ni aningún otro miembro de la familia. ElCódigo esperará por el sujeto encuestión hasta que haya fallecido.Entonces es cuando el alma del“infectado” iniciará un proceso deevolución; permanecerá a la esperahasta que el tiempo sea perfecto para sureencarnación. Es ahí cuando El CódigoAural se activará en los nuevosPortadores. »¡Pero! —Elevó un poco la voz—. Siel humano es convertido en vampiro yluego muere, sin importar la causa, elCódigo no se le trasmite. ¡Se perderá! Elalma del vampiro no podrá reencarnar.¡Está maldito!

»Contigo sucedió todo diferente, jovenAllison. El Agathodaemon te convirtióen vampira, y el Código no se perdió.Por una circunstancia que no podemosexplicar, se afianzó en tu alma; esperópor ti mientras estuviste en la oscuridad,y reencarnaste en una Portadora del GenSagrado. Luego mostró los cigarros. —Les importa si fumo —se dirigió atodos. —¡Sí! —contestamos todos alunísono. No deseábamos volutas dehumo a nuestro alrededor. Oron con desaliento, guardó elpaquete de cigarros y añadió: —El Código puede hacerte la vidafácil o volvértela un infierno. Deben

prepararse física, mental yespiritualmente para poder resistir laresponsabilidad que requiere ser unPortador. Percibirán el mundo connuevos ojos y escucharán los lamentosde la Madre Naturaleza. Extraño, ¿no? —¿Y si no quiero? —repliqué. Oron me miró sorprendido. —¡No puedes! No eres tú la quedecide, sino el Código. —¿Y si le hago saber que no loquiero? —Demasiado tarde, ya está en ti.Naciste con él. Resoplé. —Así que las personas que nacen coneste gen, o están benditas o estánmalditas.

—Bueno eso es relativo —dijo—. Siestás protegido por La Hermandad, esuna bendición. Pero si eres atrapado porlos nocturnos... es una maldición. Me dejó pensativa. Mencionaba a esadichosa “hermandad” como si enrealidad sus integrantes estuvieranvivos. —¿Los Portadores podíancomunicarse telepáticamente con losvampiros? —Por eso el misterio. Donovan dijo una palabrota sin ningúnatisbo de vergüenza. —No —respondió Oron, ignorando lavulgaridad de mi amigo—. Hasta ahorahas sido la primera vampira reencarnadacon el Código. Algunos de losPortadores tienen habilidades

telepáticas, pero ninguno puedecomunicarse con vampiros del modo encómo tú lo haces con el Agathodaemon. El término me llamó la atención. —¿Qué significa? —le pregunté. Oron no comprendió. —Eso: agatato... agato. —Agathodaemon —corrigió—.Significa: Demonio bueno. Donovan resopló y yo me sorprendí debuena manera. —Pero no se confunda, joven Allison—dijo ante mi alegría—. Está escritoque un vampiro no puede amar a unmiembro de La Hermandad de Fuego. Tía y yo nos miramos. —Se refiere... ¿a los Portadores? Oron asintió.

Observé los rostros inexpresivos delseñor Burns y de Donovan; por lo visto,estaban en completo conocimiento deesa Hermandad. —¿Por qué no podemos estar juntos, siel mismo Código procede de losGrigoris? —Clavé los ojos sobre Oron. Entonces él, arqueando las cejas y conuna expresión de querer dar unaexplicación científica digna de laNASA, se acomodó en su asiento pararesponder: —Porque el Portador que esté con unvampiro terminará convirtiéndose enuno de ellos. —¿Y si el Portador quiere? —impugné su retórica. Oron se encogió de hombros.

—Acabará con el Código. Aunque esoes algo que La Hermandad no permitirá. Lo miré con ojos entrecerrados. —¿Pero qué se ha creído esa gentepara impedírmelo? —grité—. ¡Estarécon David de una u otra forma! Donovan se concentró en mirar através de la ventanilla. Sus ojosdenotaban el profundo dolor que yo leproducía cada vez que manifestaba miamor por David. —¡Allison, tranquilízate! —Sesobresaltó el señor Burns—. ¡No debeshablarle de ese modo! Resoplé. —¿Por qué? —Porque él es... es... —Un “hermano” —respondió Oron

sin mirarme. Quedé congelada. —¡¿Eres un Portador?! No me parecía tan anciano. Él asintió con solemnidad. —Pero... —repliqué impactada— elúltimo que nació con El Código Auralfue hace cien años. —Le observé—.¿Qué edad tiene usted? El aludido rodó sus ojos hacia mí,sonriéndome. —¿No le han dicho que la edad no sepregunta? Como si le importara. —En serio: ¿qué edad tiene usted? Oron, con una actitud socarrona, merespondió: —Ciento cuarenta y tres.

Donovan, tía y yo, quedamosperplejos. —¡Parece de sesenta! —exclamó tía,asombrada—. ¡Vas a tener que decirmeel secreto! Él le mostró toda la extensión de susdientes blancos. —Gracias, hermosa dama, perolamento informarle que tendrás quenacer con El Código Aural. Tía se desanimó. —Y yo que pensé que era el fororo... Oron se carcajeó ante miestupefacción y explicó: —El Código Aural retarda elenvejecimiento. Parpadeé. —Pero yo no me siento ni más fuerte,

ni más ágil, ni más inteligente que lasdemás personas —observé. —No tienes por qué... Eres tan normalcomo cualquier otro ser humano. —Seguro... —dije con desaliento—.Tan normal que veo fantasmas, tengotelepatía con un vampiro y me saldránlas canas muy tarde. —Es un atributo del Código Auralpara el Portador. —Si envejecemos de esa forma, debehaber miles como nosotros, ¿no es así? Oron y el señor Burns negaron con lacabeza. —Te lo voy a poner de esta forma —dijo Oron—: En el siglo XVII, nacieronochenta Portadores; en el XVIII, treinta.En el XIX, doce. Y en el siglo XX, tan

solo nacieron tres: tú y dos más... —Cada vez son menos nacimientos —me inquietó. —¿Ahora entiendes por qué nopermitimos que los vampiros serelacionen con los Portadores? —¿A qué se debe eso? —preguntóDonovan. Oron suspiro. Precedía malas noticias. —A las guerras, la contaminaciónambiental, la falta de fe, la corrupción...Podría seguir con la lista por más de unahora. Suspiré. Era increíble cómo elhombre, en su arrogancia, habíadesestabilizado el equilibrio natural delas cosas. La magia intervenía de algúnmodo en el nacimiento de los Portadores

del Código Aural.

Tomando elMetro ORON les había pedido al señorBurns y a mi tía que se mantuvieranocultos por unos días en casa deSantiago y Gloria hasta que el peligrohubiese pasado. La abuela de losmuchachos vivía en la peor parte de laciudad de Nueva York. El Bronx estabaatestado de pandilleros en extremopeligrosos, pero según el anciano,ninguno de ellos se atrevería amolestarlos, y los protegerían. Estuvimos refugiados allí por un parde horas mientras Santiago conseguía“prestado” un vehículo para que Oron,

Donovan y yo nos pudiéramos desplazarsin ser rastreados. Al principio menegué a separarme de mi tía, pero el“viejo portador” nos advirtió quepermanecer juntas era peligroso. Si pormala suerte, llegásemos ser atrapadospor los seguidores de Hasan, de seguroeliminarían a los que no necesitaban: tíay el señor Burns. Nos marchamos entre lágrimas yabrazos. El contacto a través del móvil olas redes sociales estaba descartadopara evitar que nos rastrearan. Oron semantenía hermético de hacia dónde nosíbamos a dirigir, desde el asiento delcopiloto le daba vagas indicaciones aDonovan para que no supiera conantelación la ruta que debía tomar.

—Cruza por la Avenida Jerome —dijo—. Tomaremos el metro. —¡¿Qué?! —Donovan y yo, quedamosperplejos. Escapar por el subterráneo, no eraalgo que yo considerase muy seguro quedigamos. Dejamos el auto abandonado aunos metros de la estación e ingresamosal andén para tomar la Línea 4. Donovany yo aguardamos intranquilos a que eltren no nos hiciera esperar demasiado. Oron les echó una mirada a lascámaras de seguridad que había enalgunos puntos estratégicos del andén, yde estas comenzaron a botar chispas. Las personas que aguardaban por eltren, de repente se comportaban demanera extraña. Estaban paralizadas y

sus mentes quedaron por completonubladas. Luego Oron hizo algo estúpido, saltó alos rieles, sin temor de morir arrolladoni preocupado porque alguien diera elgrito de alerta a seguridad. Donovan y yo nos miramos atónitos yluego ojeamos a los lados. La genteparecía ensimismada, concentrada ensus propios pensamientos y sin prestarla más mínima atención a lo que ocurríaa escasos metros de ellos. —¿Qué esperan que no bajan? —preguntó el Portador como si aquello norepresentara ningún peligro. —¡¿Estás loco?! —gritó Donovan—.No vamos a bajar. —Van a tener que hacerlo, esta es la

única vía de acceso. Fruncí las cejas. —¿El único acceso adónde? —inquirícon aprensión. —Al lugar al que vamos. Donovan puso los ojos en blanco,cansado de las evasivas. Los rieles comenzaron a cargarse deelectricidad y, al instante, el pitido deltren anunciaba su proximidad. —¡Sube! —Donovan se inclinó paraextenderle la mano. Oron miró los rieles de forma extrañay después tomó la mano de Donovan, ytiró de él. —¡Donovan! —grité petrificada. —¡¿Qué te pasa?! —rugió Donovancon ganas de golpearlo. Fue un alivio

que no rozara los rieles, porque si no, enesos momentos estaría frito. Sin embargo, no estaba del todo asalvo, hacia el fondo del túnel, las lucesdel tren iban en aumento conforme seacercaba hacia ellos. —¡Oron, se acerca el tren, vamos amorir! —Donovan intentó subirse alandén, pero Oron puso la mano sobre sunuca, aturdiéndolo enseguida. Donovan quedó estático con la miradaperdida. —¡¿Qué le hizo?! —exigí saber. El sonido del tren se escuchaba máscerca. —Será mejor que saltes y me ayudescon él. —¡Pediré ayuda!

—¡Salta, ahora, o tu amigo moriráarrollado! —amenazó. —No se atreverá —siseé sin dejar dever hacia el túnel. —¿Quieres apostar? —desafió conuna sonrisa desdeñosa. Gruñí y salté con cuidado, procurandono pisar los rieles para noelectrocutarme. Rodeé mis hombros conel brazo izquierdo de Donovan, y Orontomó el otro haciendo lo mismo. Caminamos por el interior del túnel.Mi corazón que no podía más de tantosmiedos y sobresaltos, se aceleró cuandoel tren avanzaba a una velocidadalarmante hacia nosotros. —Oron... —traté de pegarme conDonovan a la pared.

Oron me instó a seguir avanzando. —Ya casi vamos a llegar. —No, Oron, lo tenemos encima.¡Vamos a morir! —comencé a llorar. Las luces del tren aumentaron,cegándome. Oron soltó el brazo deDonovan y se separó para ubicarse en elcentro del túnel. Levantó la palma de sumano para que el tren se detuviera. —¡Oron! —grité esperando lo peor. El tren pitó con fuerza y se estrellócontra una pared invisible, haciendo quelos pasajeros cayeran contra el piso delos vagones. Las luces del túnel y deltren parpadearon y se apagaron,envolviéndonos a todos en unaoscuridad absoluta. —¡Vamos! —ordenó tomando el brazo

a Donovan. —¡No veo nada! —No hace falta —dijo con seguridad—. No te sueltes. Caminamos pegados a la pared deltúnel, escuchando los quejidos ylloriqueos de los pasajeros quegolpeaban asustados las ventanas y laspuertas de los vagones. Donovancomenzó por recobrar el dominio de suconciencia; quedó anonadado alescuchar los griteríos y encontrarse enplena oscuridad. —¿Pero có...? —enmudeció sin darcrédito a sus oídos. Avanzamos unos cuantos metros conOron a la cabeza y yo cerrando el paso.Nos detuvimos de pronto y, al instante,

escuché el crujir de las bisagras de unapuerta al abrirse. —¡No sabía que habían recámarasocultas en los túneles! —me asombré. Oron se rió. —Oh, sí que los hay. Entramos deprisa, encendiéndose unabombilla con luz mortecina en elinterior; y antes de que Oron cerrara lapuerta, el túnel y el tren se iluminaron almismo tiempo, liberándose este últimode la fuerza que lo mantenía comprimidoen su lugar. Los gritos de los pasajerosse volvieron a escuchar, aunquealiviados. La recámara no era más que unespacio reducido de unos tres metroscuadrado y con un amasijo de tuberías

por todos lados. Oron consultó la hora y se sentó en elpiso. Donovan y yo no podíamos creer loque estábamos viendo. —No pensará que vamos a ocultarnosaquí por mucho tiempo. —Por supuesto que no, joven Donovan—sonrió como si hubiera dicho unaestupidez—. Solo aguardaremos. —¿“Aguardaremos”? —me molesté.Ya estaba cansada de desplazarme de unlugar a otro como si fuéramos nómadas. Oron sacó la cajetilla dorada y unencendedor del mismo color, y antes depoder abrirla, Donovan lo amenazó: —Lo patearé si se atreve a fumarseuno de esos aquí adentro.

Oron hizo un gesto desanimado,guardando los cigarrillos enseguida. —Como ordene, joven Donovan. —Reclinó la espalda contra la pared. Pensativa, observé la recámara,analizando que los escondites pararefugiarnos de los vampiros eran cadavez más pequeños. —Oron, ¿a quién tenemos queaguardar? —pregunté. —A nadie —respondió con los ojoscerrados. —¡¿Cómo que “a nadie”?! —repliquéfuriosa—. Entonces, ¿qué es lo quedebemos aguardar? —A que sea la hora. —¿La hora de qué...? —Donovanestaba impaciente.

—La hora en que abra el portal. Donovan y yo intercambiamos miradassilenciosas. Estábamos por creer queOron se había vuelto loco. Observé la estrecha recamara,buscando algún dispositivo omecanismo que accionara una especiede compuerta secreta, como ocurrió enel sótano en casa de David. Con el pie,iba golpeando las bases de las paredesapertrechadas de tuberías. Palpaba concuidado entre los escondrijos,intentando encontrar “la palanca” que lahiciera abrir. —¿Allison qué haces? —preguntóDonovan, acercándose a mi lado. —No tengo ninguna intensión deaguardar a que se abra el dichoso

“portal”. Oron rió por lo bajo y yo le lancé unamirada glacial. —¿Va a decirnos cómo se abre? —leabordé. —No puedo. —¿Por qué no? —exigió Donovan. —Yo no lo creé. —Entonces no sabe cómo se abre —me desanimé. Él se encogió de hombros. —Solo sé la hora en que abre. Donovan y yo nos quedamosesperando a que nos dijera. —¡Dinos! ¿A qué hora abre? —gritécon impaciencia. —Hum —miró su reloj—. Faltan doshoras.

Donovan consultó su reloj. —¿El portal abre a las nueve de lanoche? —Ajá. —¡¿Tanto tiempo vamos a esperar?!—resoplé. —Sí. Gruñí. Al parecer había un dispositivoelectrónico que estaba cronometradopara que el portal se abriera a esa hora. Donovan y yo nos sentamos en lapared frontal a Oron. Recliné mi cabezaen su hombro y pensé en David.Donovan entrelazó su mano con la mía,sin intercambiar palabra alguna. Entonces ocurrió algo de lo másextraño. Me sentí conectada a él, comosi nuestras almas se hubieran

reencontrado. Un escalofrío me recorrió desde lasmanos aferradas hasta extenderse portodo mi cuerpo. Por la forma en cómoDonovan se estremeció, podría jurar quehasta él mismo lo sintió. Oron nos observó sin hacer ningúncomentario al respecto, estirando suslabios en una sonrisa complacida. —¿Sentiste eso? —susurró Donovan,sorprendido. —Sí... Permanecimos con las manosentrelazadas, sintiéndonos uno solo.Cerré los ojos y me aferré al amor quesentía por mi ángel, concentrándome ensus electrizantes ojos azules, en lasensualidad de sus labios carnosos, en

la intensidad de su mirada eterna, y en elardor que sentía cada vez que meabrazaba. Tanto fue que me concentré, que depronto me vi invadida por imágenestridimensionales de David peleando enla oscuridad de un bosque congelado.

Viaje Astral —¡DAVID! —me sobresalté,soltándole la mano a Donovan. Las imágenes se desvanecieron alinstante. —¿Qué pasa, Allison? —preguntóDonovan, preocupado. Oron me estudió con la mirada. —¿Visiones de su novio vampiro,joven Allison? —Eh... —no estaba segura de lo quéhabía percibido—. No sé. Fueron muyreales, como si estuviese con él. Habíamucha nieve... Oron se llevó la mano a la barbilla,pensativo. —Hum, creo que te conectaste con el

Agathodaemon. Parpadeé, sorprendida. —¿Me está diciendo que lo que vi, éllo está viviendo en tiempo real? —Sí. Cerré los ojos, tratando de establecerun nuevo contacto, pero no funcionó. —No puedo —me llené de frustración. Oron suspiró con desaliento. —Tómele la mano a su amigo. Donovan me extendió la mano, sinhacer preguntas. La tomé sin comprenderpor qué razón se había convertido en unapieza fundamental para vincularme conDavid. Enseguida, las imágenestridimensionales reverberaron dentro demi cabeza.

Jadeé. No podía existir un lugar másrecóndito e inexpugnable que aquelsolitario bosque en donde quedóabrazado a la furia de la nieve. Daba laescalofriante sensación de encontrarmeparada en medio del Ártico, con ladiferencia de que estaba surcado pormillones de gélidos árboles. Mis ojos seperdieron a lo lejos, no había señal devida humana, ni siquiera sevislumbraban las luces de alguna aldea;la mano destructiva del hombre en nadahabía afectado esa inclementenaturaleza. Me sobresalté al percatarme que lachaqueta que traía puesta no erasuficiente para protegerme del crudoinvierno. Entonces caí en la cuenta de

que no sentía frío, me había librado deesa condición que teníamos los seresvivientes. No lo padecía porque micuerpo mortal yacía sentado en elsubterráneo, tomado de la mano deDonovan. Pero algo me sacó delensimismamiento. Un hombre. David me daba la espalda, observandoun punto vacío. Se había cambiado deropa y se mimetizaba con la blancura dela nieve. ¿Dónde se encontraba? ¡¿Ycómo llegó tan rápido allí?! —¡David! —grité con alegría, pero élno me escuchó. Una vez más, olvidé quemi presencia solo era espiritual, nofísica.

David respiraba acelerado por lapelea que había acabado de librar.Levantaba las manos en alto, comodando señales a lo lejos a otra personaque yo no podía ver. Me llamó la atención que sus piernasestaban cubiertas de nieve hasta lasrodillas. Miré las mías y sonreí, puesparecía que flotara, haciéndome sentircomo Jesucristo caminando sobre lasaguas. David entornó los ojos hacia sus pies,buscando algo. Se inclinó y escarbó unpoco en la nieve extrayendo una espadacon una preciosa gema en el mango. Sequedó observándola un rato entre susmanos, para luego envainarla por sucostado izquierdo.

Permanecí a su lado, podía acariciarsu espalda si quisiera y él no sentirme.No tenía prisa por volver al túnel. —¿Dónde estás?—Me sorprendióescuchar la grave voz de Oron en micabeza. Miré a los lados, solo estábamosDavid y yo, nadie más. —¿Dónde, Allison?, ¿en qué lugar teencuentras? —preguntó con insistencia. —No sé —hablé en voz alta con laesperanza de que David pudiera oírme—. Estoy en un inmenso bosque deconíferas; todo está cubierto de nieve. No escuché más a Oron, y David noreaccionó a mi voz. Fue entonces cuando él giró su cuerpoen mi dirección. En vano mi corazón

saltó de alegría al pensar que podíaverme, pero sus ojos siguieron de largopor encima de mi cabeza. Estaban fijos einexpresivos hacia un punto distante delcielo, a mi espalda. Curiosa, volteé a ver, creyendo contemor que podía ser un helicóptero. Lo que vi, no podía ser másextraordinario sobre la Tierra. La Aurora. —¡Oh, por Dios! —¿Qué pasa, Allison? —urgió la vozde Donovan. —¡Es hermoso! —¿Qué es “hermoso”? —preguntóOron con curiosidad. —La Aurora... —No sabía si eraBoreal o Austral.

—¡¿La Aurora?! —se extrañóDonovan—. ¡¿Dónde demonios estas?! —En Siberia —le respondió Oron. Me sorprendió. ¡Estaba por loslinderos de Rusia! Entonces, miré al cielo y comprendíque admiraba la Aurora Boreal. Sonreí. Dios nos demostraba qué taninsignificantes somos como sereshumanos y qué tan afortunados alpresenciar los fenómenos naturales denuestro planeta. Jamás, pero jamás en mivida, había presenciado semejantebelleza, salvo en las programaciones detelevisión y en internet. Admirar esasasombrosas estelas de lucesresplandecientes sobre el cielo, no tenía

precio. Eran de color verde esmeralda,serpenteando el firmamento con unagracia exquisita. Me llenó de paz y felicidad, y dehaber estado en mi cuerpo, hubiesellorado un mar de lágrimas por laprofunda emoción que me habíainspirado. Miré a David y me sorprendió quehubiese llegado tan rápido a ese puntogeográfico. ¿Cómo lo hizo? ¿Por mediode un avión supersónico? Era imposibleque en un par de horas atravesara medioplaneta. No obstante, no podía dejar deobservarle. La inexpresividad en surostro desapareció tan pronto una levesonrisa se asomó en sus labios. Su

expresión se dulcificó y se entristeció almismo tiempo. —Allison... —susurró para sí mismo—. Ojalá estuvieras aquí parapresenciarlo. Cómo explicar la enorme felicidadque embargó mi corazón. Sin importar ladistancia, las batallas que él pudieraenfrentar, David pensaba en mí. —Lo estoy, amor —levanté la manopara acariciar su rostro, pero me detuveal darme cuenta que en nada me serviría.Él no me sentiría. —¿Estás hablando con él? —La rudapregunta de Donovan, me cortó la nota. —No —contesté molesta—. No puedeverme ni oírme. No lo volví a escuchar, ni siquiera a

Oron, por fortuna. Mis ojos se volvieron a posar sobreDavid. Su rostro se había endurecido denuevo. Con su mano izquierda empuñóel mango de la espada envainada,volviendo a la cruda realidad. Sideseaba estar en paz, conmigo a su lado,tenía que exterminar a sus enemigos. David me dio la espalda,emprendiendo la carrera en un segundo. No pude seguirlo, a pesar de miproyección astral. ¡Corría más rápidoque un auto! Y me atrevía a asegurar quede la velocidad máxima de unLamborghini. Entonces... ¿fue así comollegó? ¡¿Corriendo?! Y cómo hizo paracruzar el ¿Atlántico? ¿Nadando? Cielos...

Solo me limité a observar la nievelevantarse a su paso, sus pies parecíanaspas que hacían que la nieve seexpulsara por los aires y despejaran uncamino para que yo pudiera seguirle. Sibien, el “camino surcado” era de fácilacceso, comprendí con pesar que eraimposible recorrerlo por la distancia. Sieso era Siberia, era recorrer mediocontinente, y yo no podía permanecerpor mucho tiempo fuera de mi cuerpo. Quedé parada en la colina, con laAurora Boreal a mi espalda y lainmensidad del congelado bosque frentea mí, sopesando el modo en que debíavolver a mi cuerpo. Cerré los ojos y me concentré en eltúnel.

Nada ocurrió. Ansiosa traté de relajarme, respirandoprofundo. Me reí. Solo era un alma proyectada.No había necesidad de respirar. Sacudí los brazos, las piernas, moví lacabeza a los lados y cerré los ojos, yaasustada de ver que seguía en el mismolugar. Nada. —Donovan, no puedo volver —mi vozse escuchó temblorosa. —¿Por qué? —se preocupó. —No lo sé. Algo me retine aquí. —Suéltele la mano, joven Donovan—ordenó Oron. Él debió de obedecerle, porque en esepreciso instante estaba con ellos en

cuerpo y alma. Abrí los ojos, mi frente estabareclinada sobre el hombro de Donovan.Oron me miraba con las cejas fruncidas,listo para atacarme con incontablespreguntas. —¿Hacia dónde fue el Grigorivampiro? —El asalto fue rápido. Me encogí de hombros. —Yo qué voy a saber. Todo estabacubierto de nieve. —¿No vio hacia qué sentido se fue? —Hacia los árboles. Oron puso los ojos en blanco conimpaciencia y Donovan permanecíapensativo. —Me refiero si fue hacia el norte, alsur, al este... ¿Había sol o luna?

—Eh... luna. —¿En qué posición estaba? —En el cielo, ¿no? —respondíjugando con su paciencia. Donovan se rió. Ya sabía por qué hacía tantaspreguntas. Oron deseaba a detalle laubicación de los vampiros, y eso eraalgo que no le daría por nada del mundo.Tenía la firme convicción que no eraprudente revelar, aunque fuese unaínfima parte de su ubicación. De todosmodos... ¿qué podía revelar? Oron endureció la mirada condesaprobación. —Tu lealtad hacia el Grigori vampiro,me sorprende. Donovan se cruzó de brazos,

conteniendo la rabia que estaba porexplotar. —No tengo nada que decir, salvo queestaba solo en el bosque —dije. —Hum, ya veo. Me sorprendió que Donovanpermaneciera distante. Algo lemolestaba y lo incomodabasobremanera, pero no exteriorizaba sussentimientos. No delante de Oron, quellegó a convertirse en una persona demucho cuidado. No sé por qué noconfiábamos en él. —¿Qué te pasa? —le pregunté al oído. Él se removió un poco. —Nada. —Guardó silencio, rodandolos ojos hacia las tuberías, arriba denosotros.

—Ese “nada”, te tiene mal —repetí,buscando sonsacarle una sonrisa. Donovan sonrió, entristecido. Y Oronresopló displicente, observándonos. —Al joven Donovan, le han roto elcorazón —expresó sin importar lavergüenza que le pudiera ocasionar. Me sentí miserable, porque sabíaquién lo había lastimado. —Lo siento —le susurré. Queríacorresponderle, amarlo sin reservas yentregarme a él como se merecía. Peromi corazón ya tenía dueño. Me recliné en su hombro, sintiendo lacalidez de su cuerpo. A pesar desentirse desdichado, no me recriminabasacándome en cara todos los problemasa que nos habíamos enfrentado. Ante

todo, era un caballero, o por lo menostenía la cortesía de no discutir el tema alos cuatro vientos. Donovan giró su muñeca paraconsultar la hora. —Las ocho en punto —dijo. Era impresionante cómo el tiempovolaba, ¡había transcurrido unaimperceptible hora! Daba la impresiónde haber pasado unos diez o quinceminutos. Donovan, Oron y yo, nosresguardamos en nuestros propiospensamientos. Parecíamos aquellospasajeros del andén que quedarondominados bajo el influjo del Portador.Oron estaba pensativo, preocupado porla terrible responsabilidad de

resguardar un nuevo aporte a LaHermandad. Pero yo necesitaba una vez másproyectarme hasta dónde David sehabría dirigido. No obstante, no tenía idea si llegaríahasta él, o aparecería de nuevo en mediode aquel bosque congelado. En silencio, fui desplazando mi manohacia Donovan. No levanté la vista, nopodía enfrentar la tristeza de su mirada,pero lo necesitaba, ya que me daba laenergía suficiente para “sacar” mi almaa voluntad. —¡No! —dijo apartando la mano conrudeza. Oron frunció las cejas. —¿Piensas volver a él, joven Allison?

Bajé la mirada sin poder ver a losojos a ninguno de los dos. —Sí. —No debería, es peligroso —aseguró. —¿Por qué? —repliqué. Oron extendió las piernas y cruzó lostobillos para responder con calma: —Proyectarse, no es algo que debetomarse a la ligera. “El viajero” debetener cuidado de no volverse adicto.Cada vez que se “desdobla”, pierde lanecesidad de querer volver aincorporarse a su cuerpo. Reconoce queya no lo necesita, es su prisión, lo limitacomo tal. —No creo que conmigo eso pase —refuté. —No pienses que eres la excepción,

perdimos el alma de muchos Portadores.El hecho de que seas la primeraPortadora en desdoblarse sinentrenamiento, no te hace inmune a susefectos colaterales. —¿Cuáles son esos efectos? —inquirió Donovan, robándome lapregunta. Oron suspiró. —Debilidad extrema, descontrol enlas facultades psíquicas. La telequinesis,por citar un ejemplo, desaparece por eltranscurso de varios días o por variosmeses, dependiendo qué tanto tiempodejó vacío el cuerpo. —¿Cada cuánto es prudente hacerlo?—pregunté. Donovan me lanzó una mirada

inquisitiva. El reprimido sentimiento deira que con tanto esfuerzo conteníasurgió al instante. —¿Insistes en lo mismo? ¿Noentiendes que es peligroso? ¡NO ESTÁSPREPARADA! —La luz de la bombilladel techo titiló a la sobrecarga deemociones. Por fortuna no explotó. Abrí los ojos como platos. Se estabanhaciendo continuos esos “extrañossucesos” que a él le acompañan luego deun arranque de rabia. Oron lo observó y sonrió, sin hacercomentario alguno. —Correré el riesgo de ser necesario—contesté. —Tú lo dijiste: “De ser necesario”.No hay ninguna necesidad de arriesgar

la vida —replicó Donovan. El anciano levantó la mano para pedirla palabra. —Es seguro si lo hace custodiada —dijo—. Los que murieron, lo hicieronsolos. —¿Cómo debe hacerse? —Se meescapó una gran sonrisa. Donovan resopló molesto y Oronrespondió: —Como lo hiciste antes; pero leadvierto, será por tiempo limitado. Elcontacto directo con otro Portador ayudaal “viajero” a estar anclado en el planoterrestre. Los Portadores o el Portador,le recordará que debe volver a sucuerpo físico de prolongarse el tiempo. —Como sucedió con Donovan —dije

—. Él me ayudó a volver. Donovan gruñó. —¿Acaso no escuchaste que “estiró lapata” más de un Portador por estardesdoblándose? —Sí, pero te tengo de ancla... —¡NO! —me gritó—. ¡Es peligroso!¿O me va a decir que no, Oron? —Lofulminó con la mirada. —No se lo discuto —concedió—.Llega un momento en que el “viajero” noquiere volver. Pero no será el caso de lajoven Allison. No se hará adicta tanrápido. Agradecí sus palabras de apoyo. Nocabía duda que le garantizaría la vida alos que dependían de él. No obstante, me hizo caer en la cuenta

que había “dos personas más” queestaban con la misma situación. Tal vezno tan extremo: escondiéndose dentro deun túnel. Lo más probable, temerosos desus destinos. —Oron... ¿dónde están los otrosnuevos Portadores? El aludido sonrió. —“Uno” ya está con La Hermandad, y“el otro...” —miró a Donovan enseguida— está a tu lado. Donovan y yo nos miramos, atónitos. —Yo no soy... —apenas podía hablar—. Imposible. —¿Por qué cree que permití queviniera con nosotros? Donovan vaciló. —Pensé que era para... protegerla. —

Oron negó con la cabeza—. Pero... yo...no tengo las mismas habilidades deAllison, yo... no soy telépata ni meproyecto como ella... —Pero es psíquico. Jadeé impresionada. —¡¿Quéeee?! —Con razón era tanintuitivo—. ¿Por qué te lo callaste? —lereproché. —Peter me lo pidió —se excusó,eludiendo la mirada. Fruncí el ceño. Él me ha estadovigilado a través de sus percepciones. —Pero, Oron, ¿no estaránequivocados? Digo... no soy comoAllison... Él respondió: —Mis años me han enseñado que las

mujeres se desarrollan más rápido comoPortadores. ¿Acaso no hablan y maduranprimero que los hombres? —suspirópalmeando con añoranza el bolsillodonde contenía la caja de cigarrillos.Donovan no dejaba de mantener la bocaabierta. Asombrado de saber que él erauno de los nuevos Portadores. —¿Por qué no dijo nada? —se enojó. Oron lo observó y luego habló: —Con usted había que tener cuidado. —¿Por qué? —preguntó. —Sus emociones afectan su entorno. Donovan frunció las cejas, endesacuerdo. —No me disculparé por mi malcarácter. —No me refiero a eso... —contestó el

anciano, rodando los ojos hacia labombilla que poco nos iluminaba. Donovan le lanzó otra pregunta: —¿Peter lo sabía? El hombre asintió. —¡¿Y no me dijo nada?! —Se levantóy comenzó a caminar como un leónenjaulado. —Así se lo ordené —confesó—. Esuna gran responsabilidad educar a unjoven Portador. Impresionante, Donovan y yo éramos“hermanos aurales” que habían nacidopara un bien mayor. —Por eso es que podía escuchar aDonovan —comenté—, pero... ¿cómopodía escucharlo a usted, si no mesujetaba la mano?

Sonrió. —El Portador desarrolla laclariaudiencia cuando se proyecta;incluso, puede escuchar el entornodonde está su cuerpo abandonado. —Entonces, ¿puedo volver a “él”? —Empecé a ver una luz de esperanza. Oron abrió la boca para contestar,pero el grito atronador de Donovan localló de inmediato. —¡NO! —Pero, Donovan... —Me levanté,yendo a su lado. —No, Allison. No entiendo por quéese viejo loco está tan interesado enayudarte. ¿Qué es lo que busca? ¿Qué busca? Los escondites de losvampiros.

—Solo quiere ayudarme, Donovan —mentí. —¡No me tomes por tonto! —Lo siento, yo no... —Quedé fríacuando una lágrima comenzó a surcar sumejilla—. Donovan... —quiselimpiársela, pero él me atrapó la manocon fuerza. —No necesito tu lástima. Sentí que de pronto las paredes de larecámara se estrechaban. —Sé que no, pero me duele verte así. El armazón con que se enfundó paraenfrentarse a mí, se cayó dejándoloinerme. Donovan giró sus ojos y lostrabó sobre los míos con mucho dolor. —¿Por qué tenías que amarlo a él? —musitó con tristeza.

Oron, incómodo, arqueó las cejas yenfocó la vista hacia las tuberías deltecho, contándolas. —Lo siento, ya ves, lo amo desde otravida. Era algo inevitable. —Él te hará daño. Es un vampiro. Suspiré. —Hasta el momento no lo ha hecho. —“Hasta el momento” —repitió,advirtiéndome. —David es diferente —repliqué. Donovan negó con la cabeza. —¡Bebe sangre! —argumentóconvincente—. Los vampiros matan porplacer. No conviven con los humanos,no es natural en ellos. —Tienes razón —le concedí—. Losvampiros son lo que son, y es imposible

que cambien de la noche a la mañana.Sin embargo, David lleva décadasluchando por cambiar y no sé hasta quépunto pueda controlarse, pero tienes quereconocer que él está dispuesto a todopor mantenerme a salvo. Donovan resopló en desacuerdo. —No estés tan segura. Decidí no seguir replicando,terminaríamos discutiendo yenemistándonos. No quería reconocerque David tenía el instinto de undepredador, no obstante, él habíademostrado un control incuestionablecon mi sangre. Donovan se mantenía de brazoscruzados, negándome toda posibilidadde poder proyectarme de nuevo.

—Donovan... —extendí la mano paraque la tomara—, por favor... Él permaneció imperturbable. —Donovan —insistí a punto de llorar. —¡NO! —me gritó. Las lágrimas brotaron sin poderlascontener. —Donovan... —Yo lo haré —dijo Oron,ofreciéndome su mano. Di un paso hacia él, pero Donovan metomó con fuerza del brazo. —¡Está bien! —exclamó conimpaciencia. Agradecida le rodeé el cuello con misbrazos y le besé la mejilla. Donovan se sonrojó. Fuimos al mismo lugar donde antes

estábamos sentados. Nuestras manos seentrelazaron con firmeza,demostrándome que también estabadispuesto a todo por mí. Oron se sentó a mi lado. Levantó sumano, ofreciéndomela por segunda vezcon una sonrisa que denotaba confianza. —Cuantos más Portadores tecustodien, joven Allison, mejor. Sentada en el piso, tomada de la manode dos Portadores, me sentí segura.Cerré los ojos y respiré profundo. Yasabía qué hacer para desdoblarme, perono tenía la menor idea de cómo hacerpara aparecer dónde se encontraba miángel caído. —Oron, ¿cómo hago...? —Concéntrese en lo que sientes por él

—adivinó mi inquietud—. Deje que elamor del Grigori vampiro la llame y lalleve a él. La mano de Donovan, se tensó a miizquierda. —Estamos listos, joven Allison,respira profundo y exhala. Me acomodé y recliné un poco lacabeza, posándola sobre el hombro deDonovan. Pero no estaba preparada para lo quevendría. En medio de la penumbra, me encontrébajo los techos abovedados de uncastillo tenebroso que había recorridocon anterioridad. —No puede ser... —dije para mímisma.

—¿Qué pasa, Allison? —se inquietóDonovan en mi cabeza. Tuve cuidado de no dar muchainformación. —Nada. Ratas. —Había aparecido enel sitio exacto donde me proyecté porprimera vez cuando estaba encerrada enla bóveda. ¿Qué hace David en este lugar? —¿Dónde te encuentras? —Donovanseguía impaciente por saber. Meextrañaba que no fuera Oron quienpreguntara. —Estoy... —¿Qué podía decir para nodelatar dónde me encontraba y quesonara convincente?—. Estoy en unaespecie de... fortaleza. Esperé por el millón de preguntas de

Oron, pero este permanecía en silencio. —¿Estás sola? —siguió preguntandoDonovan. Rodé los ojos a mi alrededor. No estaba sola. —Estoy sola —mentí. —Avanza. Ten cuidado que no tevean. —Descuida, chico. Me tensé. Parecía que en el castillohubieran convocado una convención devampiros. ¡Eran como cuarenta!Conversaban tan bajo, que habría queestar en medio de ellos para poderlesescuchar. No obstante, mientras meacercaba alcanzaba a captar vestigios devarios idiomas: alemán, francés,español, portugués, y otro difícil de

comprender, que me atrevía a jurar queera ruso. Pero el idioma que másdominaba era el inglés, y las palabrasinconexas que alcanzaba a escuchar dealguno de esos sujetos, relataban sobre“rebeldes”, “anarquía”, y “muerte”. Caminé a través del amplio vestíbulosin dejar de temer. Un reloj de péndulo,que se veía bastante antiguo, marcabalas nueve de la mañana. El cielo estabaesclareciendo y los rayos de sol seanunciaban con timidez a pesar de lahora del día. Algunos vampiros miraronhacia los ventanales, susurrando conmás ahínco, pero no había preocupaciónde ser incinerados por el astro rey,estaban protegidos por ventanalespolarizados de enormes proporciones.

Me asombró la diferencia de horarioentre Nueva York y Siberia. ¡Trecehoras! No obstante, en esa parte delmundo las noches parecían ser largas ylos días cortos y grises... Subí por las escaleras. Arriba, el piso,estaba menos atestado que la plantabaja. Solo había guardianesaglomerados, y armados hasta losdientes, frente a un par de puertasdobles. Unas donde se escuchaban vocesamortiguadas detrás de ellas. A paso lento me acerqué hasta losguardianes, procurando no rozarles. Noquería arriesgarme a que por algunacuestión de sus sentidos vampíricos,pudieran percibirme y mandarme de ungolpe a la historia. Me pegué a la puerta

para poder oír lo que adentro hablabancon tanto misterio. Las voces seguíanestando mitigadas y eran incoherentes.Murmullos que no se podían entendercon claridad. Oron en algo se equivocócuando aseguró que el Portadordesarrollaba la clariaudiencia. ¿O solose aplicaba para escuchar a los humanosy los ruidos alrededor de mi cuerpo? Entodo caso, no me servía de mucho. Me reí de mí misma, escuchandodetrás de las puertas, cuando podía estarpresente sin que nadie advirtiera mipresencia. Tomé las asas de la puerta paraabrirla, pero mi mano la traspasó. Noera corpórea y eso representaba unproblema.

¿Cómo se supone iba a entrar? Lo pensé unos minutos, buscando unaposibilidad. Si era incorpórea, podíatraspasar la puerta. Como tonta, contuve la respiración ycerré los ojos. Levanté las manos hacia delante yconté mientras caminaba. Uno... dos... tres... Abrí los ojos. ¡Dios! ¡David!

Veredicto DAVID estaba frente a una plataformasemicircular con once colosales sillasde piedra cinceladas. Los respaldos delas mismas tenían portentosas lenguas defuego y eran tan alargadas, que no meextrañaría que midieran tres o cuatrometros de altura. Eran como tronos deotro universo, grandiosos y magníficos,que en nada se semejaban a los de losreyes humanos. El gran salón estabarepleto de vampiros; sin embargo, nohabía quién se aventurara a sentarsesobre ellas. En la parte más alta del respaldo decada una, se hallaba imponente el blasónde los Grigoris, recordando su

superioridad a los súbditos. Animalescomunes y seres mitológicos, eran losemblemas representativos de cada CasaReal: la bravura del jabalí, la vigilanciadel dragón, la maldad de la arpía, lapeligrosidad de la serpiente, lainmortalidad del fénix, la ferocidad dellobo, la velocidad del tigre, lapreeminencia del águila, la fuerza deloso, la templanza del minotauro, y lamajestuosidad del león. Debajo del blasón había algo escrito,de modo que pudiera leerse confacilidad desde cierta distancia. Avancédirecto hacia el centro del salón,observando la soberbia de aquellosvampiros, que por sus atuendos, podríajuzgar que me hallaba ante los líderes de

las diferentes Casas Reales. Pero noeran Grigoris; de eso no cabía la menorduda. De ninguno percibía la“divinidad” propia de un ángel caído. Me aproximé a David, ubicándome tancerca de él, que casi le rozaba el brazoizquierdo. David no hablaba con nadie.Su mirada emulaba al bosquecongelado: frío e inexpresivo. Lospresentes lo observaban condetenimiento, aunque no con desprecio,más bien con temor y respeto, eso podíapalparse. La puerta del fondo del salón se abrió,y de allí emergieron diez hermosos ymajestuosos vampiros. Los Grigoris. Me sorprendió que entre ellos, había

dos mujeres. Oron y el señor Burns, nome hablaron de la caída de ángelesfemeninos. Todos ellos eran tan altos comoDavid, de rasgos perfectos y de miradaintensa. Ataviados con una pesada capapúrpura que les llegaba hasta el piso: elcolor de la nobleza. Cada uno de ellosavanzó enfilado hacia las colosalessillas. Se veían diminutos al sentarsesobre ellas, pero no dejaban de seramenazadores para cualquiera de lospresentes; a excepción de David, que nodemostraba temor alguno. Los vampiros líderes hincaron unarodilla en el piso en sumisión apenas losvieron aparecer. David se mantenía enpie, firme, saludándolos con una leve

inclinación de cabeza. Un asiento quedó libre: El de mi ángelcaído. Se ubicaba el primero a miderecha. Me impresionó leer con claridad sunombre en antiguo. “Dah-veed” Comencé a leer en cada trono, despuésdel nombre de mi ángel, y en el sentidocontrario a como había interpretado losblasones cincelados arriba de suscabezas: Needar, Liad, Meretz,Thaumiel, Raveh, Amara, Azael, Cali,Beliar, Ulrik. Suspiré y enfoqué los ojos hacia el

centro. En medio de ellos, estaba el dueño delcastillo, el vampiro que había visto enmi proyección. El salón se sumió en un absolutosilencio. La presencia de esospoderosos vampiros inspiraba miedo.Parecía mentira que en el pasado fueranángeles custodios de los humanos, yahora eran los vigilantes de su propiaespecie, gobernándolos desde laoscuridad de sus reinos. ¿Por qué están allí? Para que “Los Eternos” se presentaranrápido, solo podría implicar algo desuma importancia. Por lo visto, fueronconvocados por el mismo David paradiscutir la situación.

No obstante, estaba segura que loshombres de Hasan debieron intentardetenerlo, persiguiéndolo hasta lacongelada frontera. Pero murieron bajosu espada, sin encarar un juicio. —Estás muy callada. ¿Qué sucede?—inquirió Donovan. —Hay una reunión de vampiros. —Norevelé el rango de poder de cada uno deellos—. No sé de lo qué hablan, perocreo que se trata de la invasión a losterritorios de David. El silencio de Oron comenzaba apreocuparme. Y entonces... el dueño del blasón dellobo, se levantó de su silla. Raveh. Anunciaba con soterrado odio a todos

los asistentes: —Estamos listo para el veredicto. David con aplomo dio un paso haciadelante. El vampiro lo miró empuñando lasmanos y le dijo: —Se te concederá la petición.Pelearás a muerte contra Hasan y sushombres. Solo y sin armas. —Mepareció que una sonrisa triunfal seescapaba de sus labios. ¡¿Qué?! —¡Eso no es justo! —me quejé. —¿Qué, Allison? —preguntó Donovande inmediato. —David peleará en desventaja contraHasan y su gente. Hubo un breve silencio y luego un

resoplido. —No creo que eso sea unimpedimento. Recuerda lo que es. —Un Grigori. —Exacto. Si bien, David podía destrozar con suspropias manos a cualquiera de susenemigos, sin importar qué tan rápido yfuerte fuera, no escapaba al hecho deque estaba en desventaja. —El enfrentamiento será en loscalabozos del castillo —anunció Raveh—. El vencedor conservará losdominios de América del Norte yEuropa Occidental, sin que nadie seoponga —sentenció. David no protestó, mantenía firme supostura soberana.

Los Grigoris se levantaron de susdescomunales asientos y se marcharondejando una sombra púrpura a su paso. David fue escoltado por una veintenade vampiros hacia los calabozos.Procuré estar lo más cerca posible de él,lo que ocasionó que más de uno metraspasara sin darse cuenta. Laexperiencia de sangre, tripas y huesos,era desagradable. David con ninguno habló, solo sedejaba llevar. Lucía tranquilo; y desdelejos..., una vampira con rostropreocupado se abrió paso a codazosentre la multitud que lo rodeaba. —David, ¿por qué no objetaste? ¡Nome parece justo! —manifestó la vampiracon la voz quebrada. Ella expresaba en

alto, lo que yo no podía replicar. David la miró y le obsequió unasonrisa entristecida. —No te preocupes, Marianna, estarébien —dijo sin dejar de caminar hacialos calabozos. ¡¿Marianna?! Me detuve, pasmada. El desfile dehuesos, tripas y sangre, no se hicieronesperar sin afectarme. Marianna, la “fallecida” hermana deDonovan, estaba allí, brindándole suapoyo como si fuera su mujer. ¡Era una vampira! ¡Por eso Donovan lo odiaba tanto! Élla había mordido para convertirla en unade su propia especie. Pronto los celos que tanto aborrecía

comenzaron a superarme. La mujer erahermosa, de ondulados cabelloscastaños que le caían a la perfección amitad de espalda, y con unos enormesojos azules, idénticos a los de suhermano menor. Al igual que Donovan, tenía la mismafuerza apasionante en la mirada y elarrojo para luchar por lo que amaba. Meextrañó verla entre los líderes y no conlos vampiros de menor rango en elvestíbulo. Tal vez estaba allí por ordenexpresa de David, que deseaba queestuviera a su lado. Ella, y yo no... Menos mal que no grité al verla,porque de lo contrario, tendría aDonovan martillándome con sus furiosas

preguntas. —¡No me gusta, David, no me gustapara nada! —sollozó Marianna—.Tengo un mal presentimiento. David le regaló un guiño. ¡¿Qué rayos fue eso?! Bajamos por las escaleras.Transitamos sin prisa hasta llegar alfinal y toparnos con una pared plateada;una poderosa y de titanio que reflejabasus siluetas de forma borrosa. La mía era la única que no sereflejaba. No estaba allí en cuerpopresente. Un vampiro caminó hasta el tableroque estaba a la derecha y tecleó unaclave tan rápido que apenas pude ver lamano. Hubo un pitido y una luz verde se

encendió en el acto. La pared metálicase abría en dos como las puertas de unascensor. —David... —Marianna se le acercó.Él no le sonrió, pero le acarició elrostro. Sentí que mi corazón habíadejado de latir. David tenía algo conella—. Te amo —susurró ella contra suslabios, para después besarle convehemencia. ¿De cuantas formas se puede morir enun minuto? Pues yo morí de mil formas diferentescuando lo vi corresponder con la mismaintensidad a sus besos. Sobra decir laterrible decepción que me ocasionó.David para nada había sido sinceroconmigo. Por un lado me profesaba

amor, y por el otro... me engañaba conotra. Debí estar advertida, el tigre jamáspierde sus rayas. Gracias a Dios, o quién sea que mehaya visto sufriendo desde el cielo, hizoque un sonoro carraspeo, losinterrumpiera. —Perdone, mi Señor, pero debeingresar al calabozo sin demoras —comentó un vampiro, reverenciado. Él asintió, dejando a Mariannallorando entre la muchedumbre. Antes de que las puertas se cerraran,ella le gritó sin ningún tipo devergüenza: —¡Te amo! Sin responder, David bajó la mirada,

apesadumbrado. ¡Infiel, si no lo mataba Hasan o sugente, yo misma lo haría cuandovolviera! Los dos ingresamos con la terribleexpectativa de lo que adentropudiéramos encontrar. A pesar de sufalta de palabra, yo quería permanecer asu lado. No tenía muchas ganas deesperar con el resto de los vampiros aque saliera el vencedor. David avanzó con lentitud, moviendosus felinos ojos en todas direcciones.Sus pupilas se dilataron para ver mejoren la penumbra, rastreando con lamirada cualquier indicio que leadvirtiera que estaba rodeado deenemigos. No sabía si mi corazón en el

subterráneo estaba desbocado, pero losentía palpitar frenético. Recorrimos con extremo cuidado losestrechos pasillos de altos muros, comosi estuviéramos dentro de un laberinto yfuésemos ratas de laboratorio. Eraconsciente que David debía enfrentarsesolo y sin armas para defender lo queera suyo por derecho propio. Noobstante, me sentía parte de él. Si élluchaba: yo también. Aunque fuese decorazón. El lugar era apenas iluminado conantorchas cuyas llamas languidecían porcada rincón. No había reparado en lascámaras de vigilancia. Estábamossiendo monitoreados para que losGrigoris vieran el enfrentamiento desde

alguna habitación del castillo. Después de saldar unos quince metros,nos encontramos con varias puertas detitanio, cuyas dimensiones, no eran másgrandes ni más anchas a una puertacomún. David se tensó y rugió conferocidad al olfatear en el aire. Laspuertas estaban cerradas, y desde suinterior, comenzaron a golpear confuerza. Las puertas se abrieron al mismotiempo, ante un “cliqueo” en lascerraduras. Sin querer, me aferré del brazo deDavid, pero mis manos pasaron delargo. Aun así, David se estremeció, yyo me emocioné un poco al pensar queme había sentido.

No obstante, se recompuso deinmediato al ver que surgían susenemigos desde las prisiones. Losprimeros que salieron fueron los que vien la popa del barco: Ivanka y Sergey.Luego salieron Hasan, Yelena y Aquiles. Todos con fieros ojos de gato. Cada uno sostenía espadas, hachas,armas de fuego y hasta granadas. ¡No lo podía creer! ¡Cinco contra uno!Clara desventaja para mi vampiro, ypeor, si estos estaban armados. Noentendía cómo era que estaban armados,cuando apenas dieron el veredicto. Oera que con su increíble velocidad,hacían que todo ocurriera con rapidez.En todo caso, me parecía que hacíantrampa.

Me extrañó no ver a Iraima entre ellos.La vampira que reprendió a Vincent enla lancha. Lo más probable, era queDavid le hubiera dado muerte, tal vez enel bosque siberiano o en alguna otraparte. Hasan rugió y Aquiles fue el primeroque saltó sobre David con la espadaenfilada hacia su corazón. David lo esquivó, pasando la espada acentímetros de su cuerpo. Quedéparalizada contra el muro a mi espaldacuando los vampiros se abalanzaronsobre él. David corrió a su vampíricavelocidad, tenía que salir de la posiciónde desventaja en la que se encontraba.Los demás lo persiguieron con susrugidos atronadores y los colmillos

reclamando sangre Real. Corrí a mi patética velocidad.Escuchaba por los pasillos los disparosy el sonido que hacían los metalescuando chocaban entre sí. —¡Oh, Dios, lo van a matar! —¿Allison? —Donovan me llamó,preocupado. —¡Están peleando! ¡Son muchoscontra él solo! —exclamé angustiada—.¡Donovan, lo van a matar! —Tranquilízate, Allison. ¡Piensa! Esun Grigori y a esos vampiros no se lesmata con facilidad. El temor por David, hizo que metransportara a su lado. Yelena le lanzó una granada, peroDavid saltó tan alto, que la pequeña

bomba impactó en el pecho de Sergeyque estaba detrás de él. El sujeto estalló en mil pedazos.Muchas lenguas de fuego se incendiaronal instante. David rugió, saltando de un muro aotro. Le arrebató la espada a Aquiles y,con ella, lo partió en dos por la cintura. Ivanka y Yelena se le abalanzaroncomo dos energúmenas, dolidas por lamuerte de sus compañeros. Hasan seacercó sigiloso por la espalda de David,mientras que este luchaba contra lasvampiras. —¡CUIDADO! —le advertí en elmomento justo en que Hasan levantabala espada para volarle la cabeza. —¡Allison! —Donovan gritó—.

¡Allison! Lo ignoré observando a David girarsesobre sus talones para interceptar laespada con la suya. Ambos metaleschocaron con fuerza, haciendo querechinaran y salieran chispas. —¡Allison! ¡Allison! ¡ALLISON! —Los desesperados gritos de Donovanretumbaban en mi cabeza. —Ella está bien —Oron trataba detranquilizarlo—. Déjala en paz, nadapuede lastimarla. —Voy a soltarle la mano. —¡No! —grité—. ¡No te atrevas,Donovan! —No lo hará. No se lo permitiré —aseguró Oron. David volvió a desaparecer,

persiguiendo a Hasan. Volví a concentrarme y dejarmearrastrar. David había sido alcanzado por dosimpactos de bala, una en el hombroizquierdo y otra le atravesó la manoderecha. Pero aun así, le arrancó lacolumna vertebral a una de lasvampiras. —¡YELENA! —gritó Ivanka,sobrecogida—. ¡Morirás, Grigori! Entre ella y Hasan, le dieron peleapara debilitarlo. Entonces ocurrió algo que yo no meesperaba, ni siquiera David por la carade sorpresa que puso cuando, sin previoaviso, recibió una descarga eléctrica deun tercer vampiro que estaba detrás de

mí. Los rayos me atravesaron sinlastimarme, quemando la piel y la ropade mi amado vampiro. David gritó dedolor y cayó doblegado al piso. Mevolteé a ver quién era el que ledisparaba los rayos incandescentes y,con sorpresa, comprobé, que una vezmás, ese vampiro aparecía paraatormentarme la vida. ¡Vincent Foster! No había muerto en el barco. Por lovisto, fue una sucia treta paraengañarnos; y quien pago, fue aquelvampiro asiático de mirada asustada. Vincent esbozaba una desagradablesonrisa; entre sus manos tenía un armade alta tecnología que era una mezcla

entre una bazuca y un arma de doblecañón. Ivanka le disparó a David en lacabeza. —¡No! —lloré. David perdió laconsciencia. Vincent siguió con las ráfagaseléctricas, mientras que, Hasan e Ivanka,alzaron las espadas para acabar con suvida. Pero una fuerza tremenda searremolinó dentro de mí, saliendodespedida como una onda expansiva. Los dos vampiros fueron lanzados porlos aires hasta golpearse contra el muromás alejado. Las ráfagas de rayos se detuvieron depronto.

—Pero ¿cómo...? —La perpleja vozde Vincent, me puso en alerta. Me giré. —¡¿Tú?! —Asustado, dio dos pasoshacia atrás—. ¡Lo sabía! Eres una de“ellos”. —Levantó el arma, listo paradispararme—. ¡Te voy a rostizar! Los rayos eléctricos me atravesaron, yfueron a dar directo al pecho de Ivanka,que se estaba recuperando. Quedócompletamente desintegrada. David recobró la consciencia,levantándose adolorido. Sus ojos degato se entrecerraron y sus colmillos seperfilaron en dirección a Vincent. —¡ALTO O DISPARO, ANCIANO! David se hizo un borrón, dejando unaestela blanca a su paso. En una fracción

de segundo, desarmó a Vincent,estrellando el arma con fuerza contra elmuro. Este intentó escapar, pero David se loimpidió. Le agarró el cuello con una mano y loelevó. Sus pies quedaron suspendidos enel aire. David lo atrajo hacia él y le siseó conrudeza: —Esto es por Ilva. —Con su manolibre, le arrancó el corazón,destripándolo en su puño. Soltó el cuerpo inerte y las lenguas defuego emergieron, hasta volverlocenizas. David y yo nos miramos. Él no salía de su asombro de verme

allí en el calabozo, y yo no cabía en ladicha de que todo había terminado. Susojos cambiaron de color y volvieron a latonalidad que tanto amaba: azules comoel cielo. David me escrutó en silencio, y luegosonrió, despectivo. —Por fin, Portadora. Parpadeé perpleja. —¡¿Tú sabías...?! Asintió. —Te dije que eras especial. Entonces, me miró con severidad. —¿David? —¿Allison? —Déjala, Donovan. David rugió atronador. —¡HAZTE A UN LADO, ALLISON!

Debí darme con una piedra en losdientes cuando dije que todo habíaterminado. David salió disparado haciael fondo del pasillo. Hasan fue a suencuentro, tan veloz como una bala. Elimpacto de los dos vampiros se escuchócomo la colisión de dos camiones. Se perdieron al doblar una esquina. Seescuchaban golpes contra los muros.Rugidos, golpes y más golpes. Corrí hasta ellos, perodesaparecieron. Casi volví a emprender la carrera,cuando recordé que podía desplazarmesiguiendo sus sentimientos. En ese caso: su odio. Una vez más, cerré los ojos, y alabrirlos..., un cuchillo volaba en mi

dirección. De ser carne y hueso, lotendría clavado en la frente. David y Hasan peleaban como perrossalvajes. Luchaban dentro de una celdade tortura que parecía propia de la EdadMedia y cuyos instrumentos haríancantar a cualquiera con tan solo verlos. La cámara de vigilancia captaba para“Los Eternos”, toda la contienda,dándoles el mejor espectáculo de susvidas. Me preocupaba el hecho de que, siVincent pudo verme, lo más seguro eraque ellos también. No sabía quérepercusiones tendría después mivampiro; de todos modos, procuré estarfuera del alcance del lente óptico,ubicándome donde no me pudiera filmar

con facilidad. David me vio, y con preocupación,miró hacia la cámara que giraba sinperderse un instante la pelea. Tomó unaespecie de martillo y lo lanzó,haciéndola añicos. Hasan enfocó sus ojos sobre mí. —¡Eres una Portadora! —se asombró. —Sí, y no vivirás para contarlo —siseó David, saltando sobre él paraarrancarle la cabeza. Hasan se envolvió en fuego. Sin temor a equivocarme, podía decirque por fin todo había terminado. Soloesperaba que los Grigoris no lolastimaran por mi culpa. —David... Intenté correr hacia él, pero me gritó:

—¡Desaparece! —Dav... —¡AHORA!

Retorno CUMPLÍ su orden pidiendo a losPortadores que me soltaran las manos.Abrí los ojos, estaba en la recámara. Meaferré en los brazos de Donovan,descargando mi sufrimiento. David fueun infame al engañarme, con MariannaBaldassari. No tuve el valor paradecirle a mi amigo que su hermana erala amante de su peor enemigo y que eravampira. ¿O sí sabía? El beso que se dieron, me golpeaba lacabeza. Saber que David correspondía alas atenciones de otra mujer, me mataba.Era confusa su forma de actuar. ¿Por quése había molestado en salvarme la vida

incontables veces si no me amaba? ¿Oes que lo único que le importaba erasalvar a la Portadora para finespersonales? Tenía sentido. Me engañó. Su amor por mí, fue unafarsa. Un método mezquino que utilizópara engatusarme. Donovan tuvo razónen asegurar que “era lo que era y quenada le importaba salvo sus propiosintereses”. Llevaba dos mil quinientosaños de relaciones continuas conmujeres de todas las razas y naciones,sin importar si eran vampiras ohumanas, las utilizaba para satisfacersus más bajos instintos. —¿Lo mataron? —Donovan preguntósin poder ocultar la felicidad en su voz.

Lloré por otro largo minuto y lecontesté: —No... —hipé—. Los mató a todos.—Hipé de nuevo y seguí llorando conmás sentimiento. A Donovan se le escapó una risitadesalentadora. —Entonces, ¿por qué lloras? Deberíasestar contenta porque los venció —dijocon cierta reticencia mientras meacariciaba el cabello. Asentí, secándome las lágrimas. Oron seguía en un mutismo inquietante.Se veía preocupado, sin dejar deconsultar la hora en su reloj cada cincominutos. Donovan le preguntó: —¿Qué estamos esperando?, ya todo

acabo. ¿Por qué seguimos aquíescondidos? Oron lo miró por encima de susanteojos. —La paciencia es una virtud, jovenDonovan. Este no pudo emitir protesta alguna,cuando, de repente, emergió una luz enla pared a mi derecha. Los tres nos levantamos de inmediato.Eso indicaba que habían pasado las doshoras para que se abriera el portal. Oron sonrió. El punto de luzblanquecina fue expandiéndose hastaocupar toda la extensión de la pared.Era demasiado incandescente,iluminando cada rincón de la recámara.Nos deslumbró, envolviéndonos en un

aire frío y bullicioso. Nos tiraba paraarrastrarnos hasta su interior. Donovan se aferró a las tuberías conuna mano y me agarró con su brazo librepara evitar que yo fuera succionada. Oron se mantenía firme, a pesar de quesu chaqueta se batía con fuerza hacia laintensa luz. —¡El portal se ha abierto! —anuncióél con obviedad. El aire silbante loobligaba a elevar la voz—. ¡Podemospasar! —Donovan y yo, quedamosparalizados—. ¡No hay qué temer! —Aseguró y avanzó un paso hacia la luz—. ¡Vamos! —nos extendió la manopara que le siguiéramos. —¿Hacia dónde vamos? —Donovandesconfió con la misma fuerza de voz.

El Portador, amplió la sonrisa. —¡Hacia La Hermandad! Donovan y yo, quedamos estupefactos. —¡Pero ya no es necesario! ¡Estoy asalvo! —manifesté. —¡Lo estarás cuando cruces el portal!—replicó—. ¡La Hermandad estáansiosa por conocerlos! —agregó. Desconfié del portal. No tenía muchasganas de lanzarme a ciegas hacia lodesconocido. —¿Cuánto tiempo permaneceremosallí? —pregunté con aprensión. Oron se tomó unos segundos paracontestar: —¡El tiempo que se requiera paraentrenarlos! Donovan no parecía muy convencido,

y a decir verdad, yo tampoco. —¿Podemos pensarlo? —sugerí. Donovan asintió, estando de acuerdo. Oron frunció las cejas y negó con lacabeza. —¡No hay tiempo, pronto se cerrará elportal y habrá que esperar dos mesespara que se vuelva abrir! —¡En ese caso...! —me adelanté adecir—. ¡Danos ese tiempo paraorganizarnos y despedirnos de nuestrosfamiliares como debe ser! —Aparte deque tengo unas cuantas palabritas queintercambiar con cierto vampiro infiel. Oron, vacilando, miró hacia la luz, yluego accedió. —¡Tienen dos meses! —recordó—.¡Sin prórrogas! ¡Pasado el tiempo, iré

por ustedes y nos marchamos!¿Entendido? —¡Entendido! —convenimos,Donovan y yo, a la vez. ***** A pesar de la negativa de tía, le pedíque me dejara hacer cargo de los costosde reparación de la casa. Era locorrecto, era mía y había sido lacausante de semejante devastación.Habían pasado dos semanas desde quellegamos a Isla Esmeralda. No teníanoticias de David y el tiempo que noshabía otorgado Oron, era cada vez máscorto. Ordenó que Donovan y yo nos

mantuviéramos resguardados hasta eldía de la partida. Lo bueno de la espera, fue que elcomisario Rosenberg me devolvió elrelicario. Algo me decía que la mano deOron estaba implicada, pues el caso deVincent Foster seguía abierto. Suspiré. Pronto me iría lejos sin poderhablar con David. Sabía que él estababien, lo percibía, pero quería que medijera a la cara que no me amaba. Podíacon eso. Si le gustaba tener más de unarelación al mismo tiempo, tambiénquería saberlo. Dependía mucho de suamor y eso me asustaba sobremanera,porque si no correspondía con la mismapasión y el amor que yo sentía por él, novalía la pena amarlo.

Por otro lado, su gente se habíaencargado de suministrarle una“coartada" para librarlo de la muerte deIlva Mancini y las chicas. De algunaforma, vampiros y portadores habíantrabajado juntos para el engaño. En cuanto al fantasma de Rosángela,no se volvió a aparecer. Ella se marchóal mundo de los muertos, dejándome conuna inquietud: ¿por qué David se habíamolestado tanto por su muerte? Entendíaque los humanos que vivieran dentro desus dominios, les “pertenecería”. Lasangre que corriera por sus venas era elalimento que los revitalizaría y lesperpetuaría la vida. Pero ella era unamortal común, sin donesextrasensoriales que la hicieran

especial. Una mujer que se perdía dentrodel vulgo. A menos que ellos hubiesen sidoamigos... El pecho se me oprimió y, como tonta,sentí celos de una muerta. No obstante,Rosángela en ningún momento meadvirtió sobre David o me puso al tantosobre una “supuesta” amistad. Tal vez aél no le gustaba que tomaran sin supermiso lo que era suyo por derechopropio. Respiré profundo y miré mi entorno.Estaba sola en la casa. Tía salió a cenarcon el Señor Burns. Donovan quisohacerme compañía, pero me negué. Noquería que nadie me molestara.Necesitaba poner mis sentimientos en

orden. El móvil repicaba con insistenciasobre la mesita de noche. Lo ignoré,pensando que podría ser él con suinsistencia de hacerme comprender delos peligros de amar a un Grigori; oRyan, tratando de convencerme para ir abailar. Me enfundé en las mantas, en un vanoesfuerzo por conciliar el sueño antes dela hora acostumbrada. Pero no pude,tocaron el timbre de la puerta principal. Extrañada, miré la hora en el relojdespertador. 8:15 p.m. ¿Quién podría ser? ¿Donovan? ¿Ryan?¿O tía? Y si no eran ellos..., entonces ¿quién? Tantos días de persecuciones hicieron

estragos en mi sistema nervioso y en micordura. Con el corazón acelerado, bajé lasescaleras y quedé estática al final deella. ¿Era prudente atender la “visita”? ¿Ysi era alguien que me quería hacer daño? Sin embargo, una voz extranjera, meerizo la piel. —Sé que estás ahí, Allison, abre lapuerta. ¡David! No contesté. Mi corazón comenzó a palpitardesaforado. Me tomó más del tiemponecesario para poder respirar connormalidad. Tantos días pendiente de sullegada, y se viene a aparecer justo

cuando tenía un humor de perros. El timbre sonó con la insistencia dehacer enloquecer al más calmado delplaneta. Respiré profundo, y antes detomar el pomo de la puerta para abrirle,agregó: —Necesitamos hablar. Rayos... ¡Cómo odiaba esas palabras!Implicaban momentos desagradables. Permanecí muda. Mis pobres tímpanosestaban siendo taladrados por el timbre. Me llené de valor y abrí la puerta. SiDavid quería hablar conmigo, primerotenía que escuchar lo que yo tenía quedecir. Entonces lo enfrenté. Pero la vista que David me brindaba,era para quitarle el aliento a cualquiera

que tuviera sangre en las venas. Se veíasexy en su vaquero clásico y su camisetanegra de Calvin Klein, haciendo que supálida piel se viera más blanca quenunca. Ni que hablar de sus ardienteslabios carnosos que ahora estaban másrojos que nunca como una apetitosamanzana que invitaba a que le diera ungran mordisco. Faltó poco para caer hechizada a suspies. —¿Puedo pasar? —preguntó un tantonervioso. —Se-seguro. —Me hice a un ladopara que pudiera entrar. El aroma de suesencia natural me impregnó la nariz ynubló mi cerebro. Tantos días sin sentirsu aroma, su piel y sus besos, me habían

amargado. Aunque pensándolo bien... Lo que en realidad me había amargadoeran los enormes cuernos que teníaclavados sobre la cabeza. Así que con toda la frialdad posibleque podía soportar, cerré la puerta y meplanté frente a él, para verle la cara dementiroso que tenía. —Allison, quería pedirte disculpas,por... La fuerte bofetada que le propiné, lointerrumpió. David se llevó la mano al rostro,viéndome asombrado. No se esperabaese recibimiento de mi parte. Qué esperaba, ¿qué le cayera a besos? ¡Já!

—¡Mentiroso! —grité furiosa. —Allison... —¡¡Infiel!! David abrió los ojos, perplejo. —¡¿Qué?! —¡Te vi! —Le apunté con el dedoacusador—. Vi cuando la besastedelante de todo el mundo. ¡CASI LEMETES LA LENGUA HASTA LAGARGANTA! —Allison, yo... —me tomó de loshombros—. Déjame que te explique. —¡NO! —Me quité con rudeza, susfrías manos—. Me engañaste. —Eso no es verdad —replicódesesperado. —¿Ah, no? —Puse las manos en lacadera—. No es verdad que mantuviste

una relación con Marianna Baldassari eIlva Mancini, ¿ah? ¿Vas a negarlo? David titubeó. —E-eso f-fue antes de encontrarte. —¡Mentira! —Era hora dedesahogarme—. Transformaste aMarianna Baldassari en una vampiraporque te gustaba. ¡Me dijiste que ellase había ido a Londres! —Por supuesto,era solo de atar cabos—. ¡Claro, qué vaa estar haciendo aquí!, te daríaproblemas, ¿no? Una vampira neonatadifícil de controlar. Ella no se fue pordesamor. Ella se fue porque ¡tú! se loordenaste. ¡La mandaste a tu Casa Real!¡A TU VERDADERA CASA! El rostro de David se transformó enpura agonía.

—Allison, te juro que... —No lo hagas —lo interrumpíponiendo la mano en alto—. No jures envano. Admítelo. —Es cierto que tuve algo con ella,pero fue en el pasado. Vampiro mentiroso. Ella corrió a élpara abrazarlo y besarlo como una mujerenamorada que aún no ha terminado surelación amorosa. —¿Por qué no me dijiste que latransformaste en vampira? —A ver conqué historia me vas a salir. —No sabía cómo decírtelo. —Seguro... —me crucé de brazos.Estaba que reventaba de la rabia—.Eres igual a esos marineros que sededican a tener una novia en cada puerto

—comparé con sátira—. Con ladiferencia de que tienes una por cadauna de tus ciudades. Deben ser muchas... David suspiró, impaciente. —No me he relacionado con ningunadesde que te conocí. —¿No? —Este hijo de...— ¿Y qué medices de los besos que te diste con Ilvaen el Baile de Beneficencia? David esquivó mi furiosa mirada. —Estaba molesto —dijo. —Molesto... —me reí condisplicencia—. Entonces ¿cada vez que“te molestas” busca una mujer parabesuquearte? —¡No! —se angustió—. ¡Pensé quesentías algo por Donovan! —¡YO TE AMO, NO LO PONGAS

EN DUDA! —¡No estaba seguro! Tenía miedo yactué como un idiota. —Sí que lo hiciste; y volviste hacerloen el castillo delante de todos esosvampiros. ¡Bravo! —Aplaudí conresquemor. David se apretó el puente de la nariz. —Allison... —se tomó un segundopara responder—. La besé porque noquería hacerle un desplante. Resoplé. —Esa sí que está buena —dije con unsarcasmo bastante crudo—. La besasteporque no querías hacerle pasar un malrato a la vampirita. Hum... —chasqueélos labios—. Pobrecita la inocente ytonta niñita.

—No tienes que ser tan sardónica,Allison, no te queda bien —su voz seendureció. Perdí todo atisbo de buenos modales. —¡Pues lo seré porque me dá la gana! Callé y respiré hondo paracontrolarme. Bajé la mirada al suelocuando ya las lágrimas estaban a puntode traicionarme. —Me rompiste el corazón, David —susurré. Entonces, sin poder controlarlo, rompíen llantos. Rápido, David me acunó el rostro consus manos. —Allison, te amo... te amo... te amo...—comenzó por secarme las lágrimascon cada beso que me daba en el rostro

—. Perdóname amor. Forcejeé para liberarme de sus manos. Pero fue inútil. —Vete, David. No me busque más. David hizo más fuerza en su agarre. —No me apartes de tu lado —suplicó.Su aliento me acariciaba los labios. —Debiste pensarlo cuando la besaste—repliqué con rudeza—. Vete. Él negó con la cabeza, y con eso, suslabios me rozaron los míos condelicadeza. Los choques eléctricosrecorrieron mi espina dorsal. —No te librarás de mí con facilidad—susurró contra mi boca. Traté de recomponerme y hacerlepagar el dolor que me había causado. —Fíjate cómo lo hago —lo empujé

con ambas manos, liberándome de él. Le di la espalda y me dispuse a subirlas escaleras para dejarlo solo en elrecibidor. —¡No! —Ni me dio tiempo de dar unpaso, cuando me tomó del brazo y tiróde mí hacia él. —Vete... de... mi... casa —batía elbrazo con fuerza para zafarme. —No —su respuesta fue tajante.Estaba claro que no me iba a obedecer. —¡Vete! —Estaba desesperada porsalir disparada hacia mi habitación. Noquería caer de nuevo en sus redes. —¡NO! ¡VAS A ESCUCHARME! Me paralizó con su rugido. Temí quehubiera perdido el control y le diera porestamparme con violencia contra la

pared a mi espalda. David se arrepintió de haberlo hecho.Me soltó el brazo y se alejó paratranquilizarme. —Lo siento, me desesperé. Quedé en shock por la impresión.Asentí sin verle a los ojos, esperandoque mi corazón volviera a latir. —Allison —continuó hablando—,cuando la besé, no la besé a ella. —Guardó silencio y esperó por mi réplica,y como vio que yo seguía en un mutismoabsoluto, prosiguió—: Pensé que no lolograría. Que moriría sin poder decircuánto te amaba. —Dio un paso haciadelante, sopesando mi reacción—. Yallí estaba ella, preocupada, diciéndomeque me amaba. Yo... solo te imaginaba

en su angustia. Me mataba saber queestabas asustada, escondida al lado deDonovan. Que era él quien te consolabay protegía. Que iba ser él... —avanzóotro paso— que ocuparía mi lugar. Queme olvidarías. —Caminó con seguridadapenas vio que yo permanecía serena—.Por eso fue que no pude resistirme encuanto Marianna me besó. Créeme,Allison, si te digo que era a ti a quienbesaba. Por increíble que parezca, le creí. Levanté el rostro echa un mar delágrimas. Mis brazos se alzaron hacia élsin habérselo ordenado. Ellos buscabanlo que yo tanto deseaba en las últimassemanas: su cariño. Mi necesidad fue enaumento a medida que pasaban los días.

Lo extrañé horrores y me irrité depensar que otra mujer me habíaarrebatado su amor. Pero me equivoqué.Su explicación fue más que suficientepara perdonarlo y olvidarme delincidente. Con sus palabras me dejabaen claro que me amaba y me necesitabadel mismo modo en que yo lo necesitabaa él. David saldó rápido los pasos quefaltaban para abrazarme. Sentí correrunas lágrimas que me surcaban lasmejillas, pero no eran las mías. Davidsollozaba en silencio, desahogando elmiedo y la tristeza que sintió al ver quepor poco me perdía. No limpié laslágrimas. Dejé que me bañaran, que suesencia interna recorrieran el mismo

camino que recorrieron las mías. De pronto sentí que tocaba elrelicario. —Te dije que lo recuperarías —expresó en voz baja. Me llevé la mano a la cadena, rozandosus dedos. Estaba impactada, no habíasorpresa en sus palabras. Me lo decíacomo si estuviera ratificando un hecho. —¿Tuviste algo que ver? —preguntélevantando el rostro. David sonrió. Por supuesto... ¡Hipnosis! Ese tuvoque ser el recurso que utilizó para que elcomisario Rosenberg me lo devolvierasin problemas. —Gracias —le sonreí con toda mialma.

David soltó el relicario paraacariciarme el rostro. El contacto de las frías yemasmandaba nuevas descargas a mi piel. Seme erizaba, sintiéndola arder. Queríaque me tocara todo el cuerpo del mismomodo que lo hacía con mi rostro. Meestremecí y mi corazón se agitó. Estabanpasando por mi mente múltiplespensamientos pecaminosos de tenerlo aél sobre mí. Pero mi falta de experiencia en esecampo me dejaba en claro que tenía queandarme con cuidado. Me encontrabafrente a un ser sexual que me aventajabapor siglos y siglos, y yo no quería ser laque menos le hubiese dado una buenanoche de placer.

Bajé la mirada para que no viera mirubor y lo abracé con más fuerza. Ahoraque todo estaba dicho, ya nada podíasepararnos. ¿O sí? Pensé en los Grigoris. —David, ¿por qué pediste que mefuera del calabozo? Él me pegó más a su cuerpo. —Porque temí que pudieran sentirtecomo yo lo hice —explicó. Me avergoncé de haberlo espiado deesa forma. —Sé que debías pelear solo contraellos, pero yo no podía quedarme debrazos cruzados y ver cómo te mataban. David soltó una carcajada. —No me refiero a “eso”.

—¿Ah, no? —me inquietó—.Entonces, ¿a qué? —A que te “sentí” —respondió en vozbaja. Fruncí el ceño. Parecía que él pasabapor alto el hecho de que me pudieronver tres vampiros más. —Pero Hasan, Ivanka y Vincent no me“sintieron”, ¡me vieron! Él asintió. —Lo que quiero decir, es que “teescuché”. Quedé pensativa, recordando que lohabía llamado cuando Hasan... intentóacercarse por su espalda para matarlo... Jadeé, impresionada. —¡Me escuchaste! —esbocé unaamplia sonrisa. Antes de poder

manifestar mi alma por completo en elpasillo, él fue el único vampiro quereaccionó a mi advertencia. Hasan y losotros no me escucharon ni me sintieron.Eso significaba que la telepatía seguíainmersa en nosotros. «David... —haría la prueba—,¿puedes escucharme?» Silencio. David acariciaba mi cabellera, perono me contestaba. Por lo visto nuestratelepatía no funcionaba. Puede que ladesesperación fue lo que causó quenuestro “lazo mental” se hubieseconectado por un breve instante. Y sin perder la esperanza lo intentépor segunda vez. «Te amo.»

Nada. No me respondió. Seguíaabrazado a mí dejando que sus dedos seperdieran dentro de mi cabellera. Intenté una vez más para asegurarme. «Eres mi vampiro favorito» —expresé. El mutismo seguía presente en él. Desilusionada, me pegué más a sucuerpo; tenía que conformarme connuestras normales conversaciones. Y nome quejaba, siempre eran de lo másinteresante. Ya por última vez, y a sabiendas deque no teníamos esa telepatía, jugué unpoco con él solo para divertirme. Total,¿qué podía perder?, ¿la vergüenza? No lo creía. «¿Quieres sexo?» —sonreí. Si supiera

lo que había acabado de proponerle... Su mano se detuvo y su respiración secortó. Ups. Me tensé, enrojeciéndose mi rostrohasta más no poder. ¿Acaso él me...? —Sí —dijo con la voz entrecortada. Omás bien diría yo que... ¿excitada? Huy. —Creí q-que no me escu-cuchabas. —El rostro me ardía. David me mostró su deslumbrantesonrisa. —Lo siento. ¿Te avergoncé? —Eh... nop. —Traté de mantener lacompostura. Me escrutó con sus dos cielossuspicaces.

—¿Segura? Porque estás ruborizada. —Oh, no, no, no. ¡Para nada! ¿Yo?¡Já! No estoy avergonzada. La verdad...—la terrible vergüenza me hizo hablarcomo lora borracha—, es que yo estabacomprobando si tú... tú... po-podías...escucharme... ¡Como dijiste que mehabías escuchado! Pues yo supuse quetú... —Él rozó sus labios por elnacimiento de mi cuello, y esto hizo quese me escapara un jadeo en mi garganta. —Así te quería ver... —susurró en mioído—. ¿Tu tía? —No está —respondí sin poderlemirar a los ojos—. Pasará la nochefuera. David rió con mucha malicia. —Perfecto... —su voz era suave,

demasiado sensual—. Tendremos lacasa solo para los dos... —de nuevojadeé cuando lamió la piel de mi cuello. Lo rodeé con mis brazos. —Así es... —Era un hecho, sería suyauna vez más—. ¿Puedo hacerte unapregunta? —los nervios hacían que mevolviera curiosa. —Sí —me dio un beso debajo delmentón. Eso hizo que casi perdiera lamemoria. —¿Cuál es tu segundo nombre? —Pormás que me tomara el trabajo deinvestigar en la red, nunca aparecíareseñado su nombre completo. David sonrió ladino, alzándome envilo y dejando colgada la pregunta paramás tarde. Sin tomar ninguna previsión

de ser visto por terceras personas,corrió hasta arriba a su vampíricavelocidad. Entramos quedandosumergidos en la intimidad de mihabitación. Me dejó sobre mis propiospies y procedió a desnudarme connerviosismo. Tenía cierto afán porllevarme a la cama y enredarse entre mispiernas. En cambio yo, quería prolongar elmomento de que sus caricias y besos,fueran lentos y atrevidos al mismotiempo. Palpar cada fibra de su duramusculatura, bailar con su lengua ysaborear sus labios carnosos. No sé cómo me las arreglé para que élquedara tendido en la cama bocarriba,no había un filtro de luz que se colara

por la puerta del balcón o la que dabahacia el pasillo; la cuestión, era que laoscuridad me permitía en cierto modo,atreverme a hacer lo que antes no pudeen nuestra primera vez. Su deliciosoaroma me envolvía e invitaba a quedejara atrás cualquier atisbo de pudor,no tenía ganas de comportarme comouna puritana, mucho menos, como unapobre inexperta. David ya estaba desnudo, listo para el“combate”, sería una pelea cuerpo acuerpo, piel con piel, alma con alma...Una lucha en la que no habría unganador o un perdedor, sería laconquista del corazón, la afirmación denuestro amor, que a través de los sigloshabía pasado por guerras, sangre y

muerte. Y como en la anterior vez, mearrodillé a su lado y comencé aacariciarle las piernas. No lo podía ver,pero lo podía sentir muy bien. Seestremecía bajo mis roces, gimiendo envoz baja. Apenas era un susurroinaudible, pero me taladraba los oídosde buena manera. Cada vez que lo hacíaun escalofrío recorría mi espina dorsal.Era muy excitante. Mis manos llegaron hasta su miembroerecto, sintiendo una leve humedad en elglande. David estaba como un volcán apunto de hacer erupción. Suspiré. Si no fuera porque al estarprotegida por la ausencia de luz, hubieradisfrutado verle el falo en toda su

extensión. —No tienes que hacerlo —dijo él, talvez asumiendo que me había cohibido. Me reí, apenas comenzaba a calentarmotores. —La cuestión, David, es que te quieroprobar... Su pene palpitó. —Entonces que te aproveche —ronroneó en una febril voz. Humedecí los labios y entreabrí laboca para recibirlo. David jadeó. Fue como si estuviera chupando unapaleta de helado. Una dura, palpitante yjugosa. ¡Wow! Prácticamente me estabacomiendo a David Colbert.

—¡Sí...! —expresaba entrecortado.Parecía que le estuviera fallando larespiración. Me dejé llevar por los instintos,succionando, mordiéndolo con suavidad.Yo no me reconocía, su ardientevirilidad me demostraba que estaba bienencaminada. Lo llevaba a alcanzar unpotente orgasmo. Pero entre el jaleo, recordé lapregunta que había quedado pendiente. —No me has respondido. ¿Cuál es tusegundo nombre? —Chupé un poco más. David gruñó extasiado. —Es... es... —le costaba hablar. Milengua lubricaba toda su extensión. Sonreí. El pobre se había entregado amí por completo.

—Dime —apremié su respuesta.David no era de los que proporcionabala información fácilmente. Pasó pormuchas torturas a lo largo de su vida, seenfrentó a tiranos que pretendieroneliminarlo y apoderarse de sus tierras; ya todos ellos los venció. No obstante,“la destreza” de una mujer en la cama loestaba dominando. Se olvidó de sulinaje, de su poderío, de su eternidad,convirtiéndose en una madeja moldeablepara mi gusto personal. Lo tenía dondequería. —Estoy que me... —se ahogó en suspalabras y gimió. Comprendí en el acto lo que me queríadecir. Estaba por correrse. Rápido retiré mis labios de su

miembro. Me había aventurado más dela cuenta. Su advertencia hizo que le amara más.Había sido considerado. —¿Me dejarás con la curiosidad? —pregunté mientras me acomodaba sobreél para cabalgarlo. Si no terminaba dedarle placer con mi boca, sería con micuerpo. Comencé por mover las caderas consensualidad. David se aferró a mis nalgas,magreándolas con un poco de rudeza.Jadeaba y se tensaba cada vez más en lamedida que yo aumentaba el ritmo a unavelocidad brutal, lo que ocasionaba queel cabecero de la cama golpeara lapared con inclemencia. En esta ocasión

habría destrozos en su residencia, y nopor culpa de terceras personas... Una gota de sudor se deslizó raudaentre mis senos y descendió hastaperderse más abajo de mi vientre.Arqueé la espalda sintiendo quedesfallecía por el placer, mi ángelresistía, erguido y potente como elmástil de un velero. —Dilo... —insistí una vez más. No mequedaría con la curiosidad. Entonces... justo antes de que nuestrossentidos se desbocaran, justo antes deque el nirvana nos alcanzara, y justoantes de que su hombría explotara... Me respondió: —William.

Epílogo UN par de semanas después. —¡Egoísta! —grité sin ningún atisbode miedo. Algo dentro de mí emergíadándome valor para enfrentarlo—. ¡Note lo perdonaré! —¡No me importa, no te irás! —Unalágrima impertinente surcó su mejilla.Sus ojos de gato se inundaronadquiriendo un brillo aturdidor. Esta vez David rugió con ferocidad ysus colmillos se perfilaron como dagasmortales. Huí playa abajo sabiendo quecorrer de nada me valdría. En un borróndesapareció de donde estaba yreapareció justo delante de mí, lo que

hizo que me estrellara contra su pecho ycayera de espalda en la arena. —Todo cambiará entre los dos si memuerdes —le amenacé. Si lo hacía, loodiaría con todo mi ser. David rió amedrentador. —Por supuesto que cambiarán, serásmía para siempre. ¿Cómo defenderme de una fuerzaavasalladora que deseaba acabar contodo lo bueno y maravilloso que la vidame pudo haber otorgado? David se abalanzó sobre mí como unamole, mirando sus encarnecidoscolmillos cerrarse sobre mi cuello. *****

¡No te pierdas la continuación! La Hermandad de Fuego Libro 2 Julio 2014 Glosario según el libro Agathodaemon: Según losPortadores: vampiro bueno. Blasón: Escudo representativo decada Casa Real. Suelen identificarse con

un animal mitológico o de la faunasalvaje. Casa Real: Son todos los terrenos yposesiones que tiene un Grigori,incluyendo a los humanos y vampiros asu servicio. Existen once Casas Realesen total y cada una tiene mil años dehaber sido conformadas. Casta: Clase o condición social alque pertenece un vampiro. Según laantigüedad y prestigio, se determina sunivel de importancia dentro de lacomunidad vampírica. Clariaudiencia: Es la capacidad quedesarrolla el Portador cuando su alma sedesdobla. Puede oír todo alrededor del

cuerpo “abandonado” mientras estéproyectado. Conjuro Solar: Una “estrella roja”entre el dedo pulgar y el índice de lamano derecha indicaba la presencia dedicho conjuro en el vampiro. Ejército Rojo: Vampiros guerrerosbajo el mando de Raveh, Grigori de laCasa del Lobo, y enemigo de DavidColbert. Grigoris: Segunda hueste de ángelescaídos. Considerados la “realeza” delos vampiros. Son antiguos, superandolos dos mil años de edad. Originalmentefueron 144, pero el número se vio

reducido a lo largo de los siglos, debidoa las diversas guerras entre ellos. Hermandad de Fuego: El conjunto detodos los Portadores residentes bajo unmismo techo. Son poderosos y puedenenfrentar sin problemas la fuerza yvelocidad de un vampiro. Mojo: Bolsita de tela rellena dehierbas, fluidos corporales y demás“artilugios mágicos” para mantener a losvampiros alejados. Neonato: Vampiro recién convertido. Portadores: Humanos que en vidaspasadas fueron mordidos por vampiros yreencarnados en seres con dones

especiales. Tienen la virtud deenvejecer lentamente y llegar a vivirmás de 300 años. Proyección Astral: La capacidad quetiene un Portador de desdoblar su alma yaparecer como una “entidad” encualquier parte del mundo por tiempolimitado.

Casas Reales Blasón Grigori El Jabalí: Ulrik El Dragón: Beliar La Arpía: Cali La Serpiente: Azael El Fénix: Amara El Lobo: Raveh El Tigre: Thaumiel El Águila: Meretz

El Oso: Liad El Minotauro: Needar El León: David

Sobre la autora CONTAR sobre mí es muy poco ypara nada trascendental. Nací en SanAntonio del Táchira, Venezuela, un díacomún y corriente de 1970. Sí... hacemuchos años. Desde pequeña he tenidoinclinaciones por la lectura y las seriesde televisión de género paranormal, quehan influenciado, de una u otra forma, miestilo literario. Aunque, por cuestionesde la vida, decidí apostar tarde por, loque tantos consideran por ahí, unapérdida de tiempo y esfuerzo. Pero esono sucede conmigo, pues lo consideromi pasión y mis alegrías. Si desean seguirme, pueden recurrir a

cualquiera de estos enlaces. Blog de Autora http://marthamolinaautora.blogspot.com/ Facebook personal https://www.facebook.com/marthalucia.molinaangel Página de la Saga: Los Eternos https://www.facebook.com/MarthaMolinaAutora Web Autora

http://marthamolinaa0711.wix.com/martha

Índice DERECHOS de Autor Agradecimientos Sinopsis Prólogo Entre lámparas y antigüedades Alucinada En presencia de un fantasma Visiones Rescate Presentaciones Donovan La playa Cocoa Rock Sospechosa Distante Héroe

En el muelle Cambios El baile Causa y Efecto Indicios y Sospechas Asuntos por aclarar Rosafuego Amor Eterno Dentro de la bóveda Bordeando la muerte Primera vez Conjuro Solar Asesino Revelaciones Armas y Gruñidos Indefensos Salvaje Pérdida irreparable

Refugio Portadores Tomando el Metro Viaje Astral Veredicto Retorno Epílogo Glosario según el libro Casas Reales Sobre la autora Índice