Los olvidados

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LOS OLVIDADOS Por SANTIAGO CABANES NAVARRETE

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LOS OLVIDADOS Por SANTIAGO CABANES

NAVARRETE

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LOS OLVIDADOS

Hoy repasando viejos escritos he dado con uno que escribí hace más de un

lustro, al leerlo me ha embargado la nostalgia y de repente mi mente se ha

trasladado a aquellas tardes de verano pasadas en una era próxima al garaje

de Antonio, de mote, Huevo Duro, en la que sentados en improvisados

asientos intercambiábamos confidencias, rodeados de un montón de

chatarra que poco a poco había acumulado José Orero, (Torano), otro

singular ciudadano de Alcublas antítesis de Antonio. Los dos eran

supervivientes de un mundo que les desbordó, pero que instalados en la

periferia del mismo lograron acomodarse cada cual a su manera sacándole

el máximo de provecho posible. Sirva lo dicho como introducción al escrito

que menciono y que a continuación transcribo tal y como se confeccionó a

finales del año de 2005.

El año pasado, por estas fechas descubrí a un personaje curioso en este

pueblo. No es que no lo conociese, que lo conocía de toda mi vida pero

había pasado desapercibido para mí y creo no exagerar si digo que es la

persona más inadvertida por todos a pesar de haber desempeñado a lo largo

de su vida toda clase de oficios públicos. Que recuerde en este momento,

fue vigilante, basurero, enterrador, sereno, y entre un oficio y otro se

dedicaba a la agricultura trabajando como jornalero en muchas ocasiones.

También trabajo en la repoblación forestal cuando a la dictadura de Franco

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le dio por este empeño -pero esto es otra historia que seguramente algún

día tendremos que desarrollar pormenorizadamente y con objetividad para

librarnos de una vez por todas de un pasado que nos atenaza y condiciona

por no haber sabido tratarlo desde la distancia con la tranquilidad y sosiego

que merecen las personas que de una u otra manera la hicieron.

Se da el caso de que Antonio o huevo duro, como se le conocía en el

pueblo tenía cuatro años cuando termino la guerra civil y jugando, al

parecer, con un fulminante u otro explosivo que siempre quedan esparcidos

cuando termina una guerra le estalló en las manos, de resultas de este

accidente le quedó una mano convertida en un muñón y donde debería

estar el dedo pulgar tenía un pequeño apéndice casi sin movimiento que él

utilizaba con una maestría sin igual realizando, como queda dicho, toda

clase de trabajos del campo. Quien conozca cómo se trabajaba en el campo

en los años cincuenta, convendrá conmigo que se necesitaba las dos manos

y además que estas fuesen fuertes para ser labrador, (que es como se

denominaban los agricultores de entonces y en consecuencia así rezaba en

su carné de identidad), para quien carezca de este conocimiento, bien

porque no lo ha vivido ya que le faltan años al haber nacido con

posterioridad a la década de los cincuenta librándose así de haber pasado

los difíciles años que sufrimos los españoles en el medio rural o bien

porque teniendo años suficientes los han vivido en otro entorno, (aunque

seguramente no sería, su situación, mejor que la nuestra dado que en toda

España se tuvo que sufrir más de tres décadas de carestía sin precedentes),

quiero recordarles, o por lo menos intentarlo, que los trabajos del campo de

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entonces eran totalmente manuales siendo las maquinas más sofisticadas

con las que podíamos contar, el arado romano tirado por un mulo y el trillo.

Y cuando tocaba refrescarse tras horas de trabajo sin descanso nos esperaba

en cualquier sombrajo el botijo/a, magnífica obra de ingeniería que tenía la

virtud, (según se decía posteriormente en ciertos ámbitos del saber

popular), de conservar el agua más fresca que el mejor de los frigoríficos,

claro está, que por entonces no teníamos la oportunidad de comprobarlo

pues por no tener, no teníamos ni el conocimiento de que estos artefactos

existían. A continuación y bajando el escalafón nos encontramos con la

azada, el pico, la segur o hacha y la hoz y también disponíamos del

serrucho y el serrón y alguna que otra de parecida tecnología. El medio de

transporte era el carro pero no estaba al alcance de todos por lo que se

utilizaba mucho el serón, especie de alforjas que se ponían encima de las

caballerías y dentro se podía meter cestas cantaros, etc., aunque para

acarrear la mies se utilizaban las amugas que eran dos palos atados entre si

y que se ponían encima de la albarda directamente y en ellos se iban atando

los haces de trigo, cebada o cualquier otro cereal.

Cómo cogía la azada, la hoz o manejaba el arado, o cómo se las ingeniaba

para atar los haces tanto para formarlos como para seguidamente el acarreo

era una cosa que llamaba la atención por la soltura adquirida en estos

menesteres, según él mismo contaba reafirmado por José. Todo lo

contrario que para expresarse, (y esto lo comprobé yo), o comunicar. Esto

le resultaba sumamente difícil, o por lo menos esta sensación daba en ese

tiempo ya que se mostraba esquivo en todo momento y era raro entablar

una conversación con él, pues se limitaba a responder los saludos y si por

alguna circunstancia tenía que decirte algo más extenso lo hacía de forma

escueta y procurando terminar lo antes posible. Era parco en palabras y

desconfiado, caminaba con la cabeza inclinada hacia el suelo pero con la

mirada atenta observando con quien podría encontrarse y procurando

evitarlo si este era su deseo aunque para ello tuviera que acortar o alargar el

paso o incluso dar un rodeo. También elegía las horas en las cuales era más

difícil encontrase con alguien. Esta actitud le fue granjeando a lo largo del

tiempo el calificativo de una persona extraña de trato difícil. Él, sin lugar a

dudas, captaba el rechazo que de forma paulatina iba creciendo a su

alrededor lo que generaba que se distanciara más y más hasta que en sus

últimos tiempos, tras morir su hermana, quedo totalmente solo a pesar de

vivir en el centro del pueblo y rodeado de gente que le conocía desde

siempre.

Por supuesto que yo no era una excepción, y si bien procuraba saludarle de

forma afectuosa no hacía nada por acercarme a él a pesar de que conocía su

situación de aislamiento. Mas, como es cierto y notorio que los caminos de

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las personas que viven en un mismo entorno se cruzan en algún momento y

que solo te resta estar atento para darte cuenta que encuentras afinidad, así

ocurrió aquella tarde en la era de Torano. Que nos encontramos de forma

fortuita y que ambos decidimos confiar mutuamente alguna de nuestras

inquietudes, y a partir de ese momento nuestros encuentros se fueron

haciendo más frecuentes, y de alguna manera Antonio y yo iniciamos una

amistad que desafortunadamente duró muy poco, ya que terminó el día

catorce de diciembre del dos mil cuatro al mismo tiempo que su vida.

Soy una de esas personas que las empresas consideran que a los cincuenta y

dos años no somos aptos para desempeñar el trabajo que hemos realizado a

largo de nuestra dilatada vida laboral, y un buen día deciden pactar un

despido colectivo y mandarte al paro hasta que llega la edad de jubilación.

Yo como otros muchos decidimos acogernos a esta oferta pensando que la

otra opción lo único que podría acarrearnos era un despido más injusto. Y

de esta forma tan sencilla, pasamos formar parte de los desocupados

permanentes hasta que la naturaleza decida que dejemos de serlo para pasar

a formar parte de los desaparecidos. Otra lista mucho más extensa que la de

parados y jubilados juntos y de la que inexcusablemente hemos de formar

parte todos. Esto me ocurrió, (el ingresar en las listas del paro), en el otoño

del dos mil tres, así que decidí pasar el verano siguiente en el pueblo.

Tenía y sigo teniendo mucho tiempo libre y lo ocupo de múltiples maneras,

y una de mis favoritas es hablar. Pero esto que a simple vista parece fácil,

no lo es tanto en un pueblo con pocos vecinos y máxime si los pocos que

hay están muy ocupados, es como si tuviesen que realizar las tareas de los

que faltan en el trabajo, como si de un pueblo más grande se tratase. Así

que un día que deambulaba con la bici por los alrededores del pueblo me

topé de sopetón con una era que en otros tiempos servía para trillar y que

en la actualidad es la chatarrería de José Orero -de mote y en lo sucesivo:

Torano-, pues, al contrario que Huevo Duro, Torano se sentía orgulloso de

su mote y no quería que lo llamasen de otro modo y hacía gala como los

buenos toreros de su nombre artístico, coincidente en este caso con su

mote. En este punto hay que añadir que afición a los toros, la tenia enorme

y no había fiesta en los alrededores con suelta de vaquillas en la que

Torano no estuviese presente haciendo alarde de su buen estilo con el

capote y la muleta, por regla general, al pie de la barra de algún bar. Luego

en la plaza o calle del pueblo con el animal presente lo más normal es que

corriese como el resto delante del toro en busca de refugio. En numerosas

ocasiones me contaba sus años gloriosos con el Chulla, aunque después de

tanto relato, lo único que me quedó claro del Chulla era que procedía de

una familia de carniceros de Burjasot. ***Pero él se perdía por los toros

participando en todos los festejos taurinos que podía, andando de pueblo en

pueblo, verano tras verano, en busca de la fama como otros muchos

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jóvenes de la época. Estas gestas adquirían para Torano una dimensión

épica y en consecuencia no podía perderse por nada del mundo estas

correrías. Si a esto le añadimos, que al parecer, en alguna ocasión el Chulla,

se vistió de luces, podemos imaginar las emociones que recorrían todo su

ser cuando lo contaba. Casi puedo asegurar, por la intensidad con que lo

vivía, que en esos momentos oía los sonidos de la banda mezclados con las

ovaciones del público al terminar una faena memorable en cualquiera de

nuestras plazas teniendo como protagonistas principales a la cuadrilla del

Chulla incluido él, por supuesto.***

Ni que decir tiene que Torano se encontraba seleccionado la chatarra, esto

es, separando el metal del hierro y este de aluminio y del plomo, y como se

trataba de una persona habladora, incluso en demasía, le faltó tiempo para

decirme apenas yo le saludé, que me parase a charlar diciéndome: - he,

qué me dices, -donde vas tan deprisa, - siéntate aquí,- y me mostró una silla

de loneta recogida del vertedero, al igual que el inmenso montón de trastos

que había acumulado convirtiendo a su vez su garaje y el entorno en otro

vertedero. Tenía verdadera obsesión por acumular cosas, complejo de

Diógenes dicen, él ni sabía nada de Diógenes ni tenía complejo alguno. No

se limitaba únicamente a la chatarra, como queda dicho. Torano, recogía de

todo, es como si se hubiera propuesto trasladar el vertedero a su era,

repasar lo que llevaba y devolver al vertedero lo que despreciaba, que por

cierto era poco. En esta titánica tarea imposible de concluir pasaba la

mayor parte de sus días.

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El vehículo utilizado normalmente era su moto y en casos excepcionales

cuando la carga a transportar era muy grande optaba por sacar su muleta

mecánica, pero eso sí, tenía que estar plenamente justificado ya que el

ahorro de recursos era una de sus máximas. Como herramienta utilizada

para tal fin, no pasaba del alicate, una llave inglesa vieja y un martillo. Y

una vez dicho esto, tengo que añadir que en la movilet era capaz de

trasladar hasta una lavadora encima de dos o tres somieres de hierro.

¿Cómo lo cargaba todo?, es tan complicado de explicar como de hacerlo,

pero doy fe de que así era y de que alcanzaba a trasladar en un solo viaje

hasta ochenta kilos de chatarra o pongamos por caso, un colchón grande de

lana, una puerta de hierro. Cosas inverosímiles como inverosímil era su

moto llena de colgantes, banderines y alguna que otra estampa.

A continuación me contaba cómo la gente tira las cosas nuevas a la basura,

de lo cual él se alegraba pues de resultas del derroche de los demás se

sacaba algún voltio, (es decir, dinero, ya que de esta forma tan original

denominaba Torano tanto a las antiguas Pesetas como a los actuales euros).

Estando en estas fue cuando apareció Huevo Duro, como solía hacerlo, de

improviso, y cuando nos percatamos Torano y yo lo teníamos junto a

nosotros preguntando como era su costumbre: “¿Qué se hace?” A lo que

respondimos saliendo de nuestro asombro: “aquí, pasando el rato. Quieres

sentarte.” Entonces él, diciendo algo que no recuerdo se sentó y los dos

mirábamos como clasificaba la chatarra Torano. Mientras hablábamos de

cosas sin importancia, no obstante tanto a Torano como a mí nos

sorprendía que soportara nuestro parloteo durante tanto tiempo y aún más,

considerando a nuestro parecer que lo hacía con gusto. En un principio

pensé que estaba interesado por la chatarra ya que también él recoge toda la

que encuentra, o eso creía yo, hasta que me sacó de dudas al decir que él

solamente se dedicaba a recoger metal, aluminio y cobre que son lo

materiales que mejor se pagan, despreciando el hierro por su escaso valor y

al que consideraba no rentable por la cantidad de quilos que se tiene que

mover para ganarse algo sustancioso, y que bajo ningún concepto

compartía la aptitud de Torano de recoger todo sin ton ni son. Él separaba

cuidadosamente los metales haciendo paquetes según su composición que

luego metía en sacos para pesarlos meticulosamente antes de venderlos, en

esta tarea siempre utilizaba su romana y generalmente no consentía otro

medio de peso. En esta operación de venta se hacia acompañar por su

hermana que era la que ajustaba las cuentas sin saltarse ni un céntimo.

Siempre acudían con su propio papel y lápiz que luego, por supuesto, se

volvían a llevar bien doblado en el bolsillo.

Por esas fechas, verano del dos mil cuatro, ya había muerto su hermana, y

su falta la acusó de muchas maneras. Pero la más visible fue que perdió el

interés por seguir recogiendo chatarra, e incluso dejó de vender la que tenía

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acumulada. Es como si hubiera decidido que ya no necesitaba más recursos

para pasar lo que le quedara de vida y empezó a ser generoso consigo

mismo y con las personas que él quería. Empezó a cuidarse o lo que él

consideraba cuidarse. Prácticamente no trabajaba nada pero su estado de

salud no era todo lo bueno que sería deseable y nos contaba que su

estomago no le soportaba los alimentos y que apenas tenía ganas de comer.

Le hicimos ver que tenía que ir al médico y efectivamente se había hecho

visitar, y le dieron cita para hacerse una revisión en el hospital para

septiembre, no me acuerdo qué día, pero sí que a mediados de agosto me lo

encontré en la calle Altura después de varios días sin verlo y me preocupó

mucho su estado, y más al contarme que cada vez se le hacía más difícil

comer. Me ofrecí a llevarle a Valencia para que ingresara de urgencias,

pero se negó en redondo alegando que sería pasajero. Pasaron las fiestas de

agosto, durante las cuales ni me acordé, por supuesto, de Antonio. Y ya a

finales de mes nos volvimos a encontrar y ante su estado le repetí que nos

fuéramos de urgencias. La respuesta fue la misma: “Total faltan doce días,

Tengo la carta de citación. Me estoy cuidando y no creo que deba molestar

a nadie.” Recuerdo que le insistí y que mi ofrecimiento era sincero, pero

siempre me quedará la duda de si debiera haber sido más exigente en mi

demanda de llevarlo al hospital. El no insistir más se debió a que intuía, o

mejor, sabía con certeza, que si algo le incomodaba sobremanera era

molestar o pedir favores, y esta actitud la mantuvo hasta el final y sólo

pidió socorro cuando se vio cercado por una muerte que ya casi le abrazaba

una fría noche del mes de noviembre. Ese día salió, según me contó,

arrastrándose a gatas, ya que no podía ponerse en pie, hasta la puerta de un

vecino con el cual él tenía alguna confianza pidiendo desesperadamente

ayuda. De inmediato le trasladaron al hospital.

A primeros de septiembre volví a Valencia y mi vida transcurría como de

costumbre, paseos, biblioteca, reuniones con los amigos, etc., y los fines de

semana en el pueblo. ¿Que se me olvidó Antonio? Casi por completo.

Mientras estaba en Valencia, totalmente, y cuando deambulaba por el

pueblo pues lo de costumbre. Le preguntaba a Torano cuando le veía si

sabía algo, y él me contestaba sin interés alguno que alguna vez le veía

pero que no hacia buena cara y añadía que si era muy raro, que siempre

solo, en fin, que procuraba evadirse y cambiar de conversación, cosa que

Torano hacia constantemente. En cuatro minutos podía haber hablado de

infinidad de cosas sin coherencia alguna pero eso sí, con la eterna pregunta:

“¿Y tú qué dices?”, cuando la verdad es que casi nunca te dejaba decir

nada. Lo cierto es que dejó de acudir a la era y que nosotros tras la pregunta

de rigor, ¿Has viso a Antonio?. No, hace unos días que no le veo, nos

poníamos a otra cosa. Hay que reconocer que en estas fechas los días que

nos veíamos se habían reducido una quinta parte. En alguna ocasión tuve la

tentación de ir a su casa, pero siempre la descarté por respeto a él, no quería

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ponerlo en el compromiso de decidir si me recibía o no ya que no faltó

alguna vez la advertencia o recomendación de que en su casa no quería que

entrara nadie. Y de hecho nunca me invitó, ni si quiera a entrar en su

garaje.

Cuando me enteré que había sido ingresado me sentí en la obligación de

hacerle una visita por lo menos, y así fue como nos reencontramos tras un

corto paréntesis de tres meses, ya que tras la primera visita siguió la

segunda y otras a continuación. Fue en estos días cuando descubrí un nuevo

Antonio que tenía inquietudes sociales, al corriente de la lucha de clases

bien informado y conocedor del estatus que ocupaba en una sociedad

injusta. Él lo expresaba de otra manera pero era muy consciente de cómo el

poder juega con los desfavorecidos utilizando de forma abusiva la fuerza de

trabajo que estos aportan para lucrase sin miramientos. Tenía anécdotas de

todo tipo, ya que había trabajado para muchos amos, (como él decía), a mí,

esa sola palabra me revolvía el higadillo, pero me hizo ver que aun siendo

dura no es la palabra sino la actitud del que manda el que hace que adquiera

un significado u otro. Lo que ocurre es que venimos de una época muy

reciente en la cual el amo lo era hasta tal punto, que se apropiaba de la

misma persona que dejaba de tener voluntad, y solo de esta forma era

considerada una persona de bien.

Como es natural también hablábamos de cuestiones agrícolas, de

recolección de hierbas medicinales y de otros muchos temas

intranscendentes. Pero, sobre todo, de la evolución de su enfermedad. Del

presentimiento que tenia de no superarla y que día a día se confirmaba.

Aunque no queríamos aceptarlo, Antonio perdía paulatinamente la

vitalidad; comer, casi no lo hacía, le costaba un esfuerzo tremendo hacerlo

y los resultados de las pruebas que le practicaban no auguraban nada

bueno. En definitiva, las fuerzas le iban dejando y en la misma medida que

esto sucedía aumentaba su interés por desprenderse de sus bienes hasta el

punto de que fue su mayor inquietud en los últimos días de su vida. Una

persona que vivió en austeridad máxima, que no gastó ni una sola peseta de

forma inútil, en sus últimas horas lo daba todo como si quisiera expiar

alguna culpa por lo que había acumulado, y una vez concluido este acto de

purificación de motus propio o inducido, se dejo morir en paz.

Sirva lo relatado como recuerdo y homenaje a millones de trabajadores/as

anónimos/as que como, Antonio y José, soportaron con decisión

indomable, tiempos difíciles de incontables dificultades y carencias,

agravadas estas, por una insoportable ausencia de justicia social y que a

pesar de todo haciendo gala de una gran imaginación y sobre todo,

realizando tremendos esfuerzos a lo largo de sus vidas, fueron capaces de

superarse dejando atrás uno de los periodos más oscuros de nuestra

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historia, haciendo posible que este país saliera de nuevo adelante

colocando al mismo en uno de los mejores lugares del mundo.