Los reinos rotos n. k. jemisin

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En la ciudad de Sombra, bajo elArbol del Mundo, los callejonestranspiran el trémulo brillo de lamagia y los hijos de los dioses vivenentre los mortales. Oree Shoth, unaartista ciega, acoge a un hombreextraño obedeciendo a un impulso.Este acto de generosidad la arrastraa una conspiración de pesadilla.Alguien, por algún mediodesconocido, está asesinando a loshijos de los dioses y dejando suscadáveres profanados por toda laciudad. Y el inquilino de Oreeparece ser la clave del misterio…

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N. K. Jemisin

Los reinos rotosTrilogía de la sucesión - 02

ePub r1.1Rocy1991 21.10.14

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Título original: The Broken KingdomsN. K. Jemisin, 2011Traducción: Manuel Mata

Editor digital: Rocy1991ePub base r1.1

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Prólogo

RECUERDO que fue a mediamañana.

Cuidar del huerto era mi tareapredilecta del día. Había tenido queluchar para poder cuidarlo, porque losplanteles de mi madre eran famosos portodo el territorio y no se fiaba porcompleto de mí. En realidad, no puedoculparla. Mi padre aún se reía alrecordar lo que le había pasado a lacolada la única vez que intenté hacerla.

—Oree —me decía ella siempre queyo trataba de demostrar mi

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independencia—, es normal necesitarayuda. Hay cosas que no podemos hacersolos.

Pero la horticultura no era una deellas. Lo que le daba miedo a mi madreera el desbroce, porque muchas de lasmalas hierbas que creían en Nimaroneran similares a sus hierbas máspreciadas. El falso helecho tenía unahoja en forma de abanico, igual que laira dulce; el espino tenía pinchos eirritaba los dedos, como la oquerina.Pero las malas y las buenas hierbas noolían igual, de modo que nunca entendíel problema que tenía mi madre. En lasraras ocasiones en que tanto el olor

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como el tacto podían confundirme, sólotenía que llevarme el borde de una hojaa los labios o pasar la mano por encimade varias de ellas y oír cómo volvían asu lugar para saber lo que eran.Finalmente, mamá tuvo que admitir queno había arrancado una planta valiosa entoda la estación. Decidí que le pediríauna terraza para mí al año siguiente.

Generalmente, me perdía en losjardines durante horas, pero aquellamañana había algo distinto. Lo advertícasi en el mismo instante de dejar lacasa: una extraña y metálica opacidad enel aire. La tensión de un Hálitoenjaulado. Para cuando estallaron las

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tormentas, me había olvidado porcompleto de las malas hierbas y meincorporé, orientándome instintivamentehacia el cielo.

Y pude ver.Lo que vi, en lo que más tarde

aprendería a llamar «la lejanía», fueronvastas e informes manchas de oscuridad,iluminadas por el poder. Mientras lasmiraba boquiabierta, unas grandesformas semejantes a lanzas —tanbrillantes que me lastimaron los ojos,algo que nunca me había sucedido—cayeron sobre ellas y las hicieronpedazos. Pero los restos de las manchasoscuras se transformaron en otra cosa,

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unos líquidos zarcillos, rápidos comodardos, que envolvieron las lanzas y selas tragaron. La luz cambió también y setransformó en una serie de discosgiratorios, afilados como navajas, quesegaron los zarcillos. Y luego continuóasí, adelante y atrás, luz contraoscuridad, sin que ninguna de ellasllevara la voz cantante. Y mientrassucedía todo esto, se oía un ruido comode truenos, a pesar de que no olía alluvia.

Otros también lo vieron. Los oí alsalir de sus casas y sus tenderetes,murmurando y exclamando. Pero nadietenía auténtico miedo. Los extraños

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fenómenos sucedían en el cielo,demasiado lejos de nuestras mundanasexistencias para afectarnos.

Así que nadie más advirtió lo queyo, mientras estaba allí, arrodillada, conlos dedos aún hundidos en la tierra. Untemblor de la tierra. No, no exactamenteun temblor. Era la tensión que habíasentido antes, aquella sensación decautiverio. Que no estaba en el cielo, enabsoluto.

Me puse en pie de un salto, agarrémi bastón y corrí hacia la casa. Mipadre estaba en el mercado, pero mimadre seguía allí y si se avecinaba unterremoto, tenía que advertirla. Subí

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corriendo los escalones del porche y,mientras abría de un tirón la vieja ydesvencijada puerta, le grité que seapresurara a salir.

Entonces, le oí llegar, ya noconfinado en la tierra, sino avanzandopor la superficie desde el noroeste,desde la dirección del Cielo, la ciudadde los Arameri. «Alguien estácantando», pensé al principio. No unasola persona, sino muchas, un millar devoces, un millón, todas entrelazas en lavibración y en el eco. La propia canciónera casi ininteligible, y su letra una solapalabra, pero tan poderosa que el mundoentero temblaba con la inminencia de su

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fuerza.La palabra del canto era «Crece».Debes entenderlo. Siempre he

podido ver la magia, pero Nimaro mehabía estado casi velado hasta entonces.Era una plácida tierra de aldeas ypequeñas ciudades apacibles, de lascuales la mía sólo era una más. La magiaera una cosa de las ciudades.Únicamente veía algún destello de ellade vez en cuando y siempre en secreto.

Pero en aquel momento, allí, habíaluz y color. La magia avanzabaconsumiendo el suelo y las calles,ascendía por cada hoja, por cada briznade hierba y por cada plancha de madera

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del patio delantero. ¡Cuánta! Nunca mehabía dado cuenta de que hubiera tantamagia en el mundo, allí mismo, a mialrededor. La magia dotó las paredes detextura y de líneas y así, por primera vezen mi vida, pude ver la casa en la quehabía nacido. Dibujó el perfil de losárboles que me rodeaban y delcarromato con el viejo caballo quehabía a un lado de la casa —sin que alprincipio fuese capaz de entender lo queera—, y el de la gente que se encontrabade pie en la calle, con la boca abierta.Lo vi todo, lo vi de verdad, como losdemás. Puede que más que ellos. No losé. Fue un momento que conservaré en

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mi corazón para siempre: el regreso dealgo glorioso. La nueva forja de algoque llevaba mucho tiempo roto. Elrenacimiento de la propia vida.

Aquella tarde me enteré de que mipadre había muerto.

Un mes más tarde, partí a la ciudaddel Cielo para iniciar mi propia vida.

Y transcurrieron diez años.

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TESOROABANDONADO

Pintura al encausto

Por favor, ayúdame —dijo la mujer.Reconocí la voz al instante. Una horaantes, su marido, sus dos hijos y ellahabían estado mirando un tapiz de mimesa, sin llegar a comprarlo. La mujerparecía disgustada. El tapiz era caro ylos niños estaban inquietos. Ahora

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estaba asustada y aunque su voz parecíatranquila, había un trémolo de temor enella.

—¿Qué sucede? —pregunté.—Mi familia. No consigo

encontrarlos.Esbocé mi mejor sonrisa de «buena

vecina».—Puede que se hayan extraviado. Es

fácil perderse tan cerca del tronco delÁrbol. ¿Dónde los viste por última vez?

—Ahí. —Oí que se movía.Posiblemente estuviera señalando. Alcabo de un momento pareció darsecuenta de su error, con el mismoazoramiento repentino que la gente solía

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mostrar en su situación.—Oh… Lo siento, le preguntaré a

otra…—Como quieras —dije con

tranquilidad—. Pero si te refieres a uncallejón limpio y despejado que haycerca del Salón Blanco, creo que sé loque ha sucedido.

Su brusca inhalación reveló quehabía dado en la diana.

—¿Cómo has…?Oí el discreto resoplido que emitía

Ohn, el más próximo de los otrosvendedores de objetos de arte de aquellado del parque. Aquello me hizosonreír y esperé que la mujer lo

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interpretara como un gesto amistoso y nocomo una burla a sus expensas.

—¿Han entrado en el callejón? —pregunté.

—Oh… bueno… —titubeó la mujer.Oí que se frotaba las manos. Yo ya sabíacuál era el problema, pero dejé quedecidiera por sí sola cómo contarlo. Anadie le gusta que le señalen sus errores—. Lo que pasa es que… mi hijo teníaque ir al baño. Y en los establecimientosno nos dejaban usar el suyo si nocomprábamos nada. No tenemos muchodinero…

Me había dado la misma excusa parano comprar mi tapiz. No me molestaba

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—yo era la primera que reconocía quenadie necesitaba las cosas que vendía—pero me molestaba oír que hubierallevado las cosas tan lejos. No tenerdinero para comprar un tapiz era unacosa, pero ¿no pagarse un tentempié oalguna baratija? Eso era lo único quetodos los honrados hombres de negociospedíamos por dejar que la gente delcampo nos mirara con la boca abierta,nos espantara a la clientela regular ydespués se dedicara a quejarse de lapoca amabilidad de los habitantes de laciudad.

Decidí no decirle que su familiapodría haber utilizado los baños del

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Salón Blanco gratuitamente.—Ese callejón tiene una

característica única —le expliqué—.Todo el que entra en él y se desviste,aunque sea parcialmente, desaparece yreaparece en el centro del Mercado delSol. —De hecho, los ocupanteshabituales del mercado habían levantadoun escenario en el lugar, para poderseñalar y reírse con más comodidad delos pobres ilusos que aparecían depronto allí con el trasero al aire—. Sivas al mercado, encontrarás allí a tufamilia.

—Oh, gracias a la Señora —dijo lamujer (una frase que a mí siempre me

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había sonado extraña)—. Y gracias a ti.Había oído cosas sobre esta ciudad. Noquería venir, pero mi marido… Es delAlto Norte. Quería ver el Árbol de laSe… —Exhaló un largo suspiro—. ¿Ycómo llego a ese mercado?

Por fin.—Bueno, está en Sombra Oeste.

Esto es Sombra Este. Oesha y Esha.—¿Cómo?—Son los nombres que usa la gente.

Te los digo por si paras a alguien parapreguntar la dirección.

—Ah. Pero… ¿Sombras? He oído ala gente usar esa palabra, pero elnombre de la ciudad es…

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Meneé la cabeza.—Como ya he dicho, no es así como

la llama la gente que vive aquí. —Hiceun gesto hacia lo alto, donde podíapercibir vagamente el perpetuomurmullo del dosel vegetal del Árboldel Mundo. Las raíces y el tronco eraninvisibles para mí, pues la magia vivadel Árbol estaba oculta detrás decuarenta centímetros de corteza exterior,pero las tiernas hojas bailaban yresplandecían en el límite mismo de micampo de visión. A veces me pasabahoras observándolas—. Desde aquí nose ve mucho cielo —añadí—. ¿Lo ves?

—Oh. Ya… ya veo.

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Asentí.—Tienes que coger un carruaje hasta

el muro-raíz de la calle Sexta y luegosubirte al transbordador o cruzar a pie elcamino elevado que atraviesa el túnel. Aesta hora del día tendrán las lámparasencendidas para los forasteros, porsuerte para ti. No hay nada peor quecaminar por la raíz en la oscuridad.Aunque no para mí, claro. —Sonreí paratranquilizarla—. Pero te sorprendería lacantidad de gente que se desquicia porun poco de oscuridad. Bueno, el caso esque cuando llegues al otro lado, estarásen Oesha. Siempre hay palanquines porallí, así que puedes coger uno o ir hasta

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el mercado. Sólo tienes que mantener elÁrbol a tu derecha en todo momento y…

Cuando me interrumpió, su voz teníaun espanto al que ya estaba muyacostumbrada:

—Esta ciudad… ¿Cómo se suponeque…? Me voy a perder. Oh, diablos, ymi marido es peor aún. Se pierdeconstantemente. Tratará de volver aquí,porque yo tengo la bolsa, y…

—No pasa nada —dije con unacompasión fruto de la práctica. Meincliné sobre la mesa, con cuidado de nomover de su sitio las esculturas demadera, y señalé en dirección al otroextremo de la Avenida de las Artes—.

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Si quieres, puedo recomendarte un buenguía. Te llevará hasta allí deprisa.

Era demasiado pobre para eso,sospechaba. A su familia podríanhaberla asaltado en aquel callejón, orobado, o transformado en piedras.¿Merecía la pena correr el riesgo por eldinero que se habían ahorrado? Noentendía a los peregrinos.

—¿Cuánto? —preguntó, con losprimeros indicios de duda en la voz.

—Eso tendrás que preguntárselo alguía. ¿Quieres que lo llame?

—No sé… —Cambió el peso depie. Prácticamente apestaba a renuencia.

—También puedes comprar esto —

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sugerí mientras me volvía con unmovimiento suave en mi silla y cogía unpequeño pergamino—. Es un mapa.Muestra la posición de todos los puntosdivinos… Lugares hechizados por loshijos de los dioses me refiero, como esecallejón.

—Hechizados… ¿Quieres decir queesto es obra de un hijo de los dioses?

—Probablemente. Y no veo que losescribas parezcan muy preocupados, ¿ytú?

La mujer suspiró.—¿El mapa me servirá para llegar

hasta ese mercado?—Oh, por supuesto. —Lo desenrollé

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para que pudiera echarle un vistazo.Pasó un rato observándolo,probablemente con la esperanza dememorizar la ruta hasta el mercado sintener que comprarlo. No me importabaque lo intentase. Si era capaz deaprenderse de memoria las enrevesadascalles de Sombra, interrumpidas en elmapa por las raíces del Árbol y porocasionales anotaciones sobre este oaquel punto divino, se merecía unvistazo gratuito.

—¿Cuánto cuesta? —preguntó al fin,y echó mano a la bolsa.

Después de que se hubiera marchadola mujer y sus pasos ansiosos se

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desvanecieran del todo en el bulliciogeneral del Pasco, Ohn se me acercó.

—Pero qué buena eres, Oree —dijo.Sonreí. ¿Verdad que sí? Podría

haberle dicho que entrase ella en elcallejón y se levantara un poco lasfaldas, y así se habría reunido con sufamilia en un periquete. Pero tenía quepensar en su dignidad, ¿no te parece?

Ohn se encogió de hombros.—Si no son capaces de pensar por sí

mismos, es culpa suya, no tuya. —Suspiró, con la mirada aún en ladirección por la que se había marchadola mujer—. Pero es una pena que venganen peregrinación y se pasen la mitad del

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tiempo perdidos por la ciudad.—Algún día lo recordará con

cariño. —Me levanté y me estiré.Llevaba toda la mañana sentada y teníala espalda entumecida—. Vigílame lamesa, ¿quieres? Voy a dar un paseo.

—Mentirosa.Sonreí al oír la ronca y grave voz de

Vuroy, otro de los vendedores de laavenida, que estaba acercándose. Separó junto a Ohn. Imaginé que Vuroy lorodeaba con el brazo en un gesto deafecto. Ellos y Ru, otra vecina de laavenida, formaban un trío y Vuroy eramuy posesivo.

—Sólo quieres asomarte al callejón

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y ver si a los atontados de su marido ysu hijo se les cayó algo antes de que losatrapara la magia.

—¿Y por qué iba yo a hacer talcosa? —pregunté con toda la dulzuraposible, aunque sin poder evitar unacarcajada. Ohn también teníadificultades para contener la risa.

—Si encuentras algo, espero que locompartas —dijo.

Lancé un beso en su dirección.—El que lo encuentra se lo queda. A

menos que compartas a Vuroy a cambio,claro.

—El que lo encuentra se lo queda —repuso él, y oí que Vuroy reía y le daba

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un abrazo.Me alejé caminando, concentrada en

el clap, clap de mi bastón para no oírsus besos. Lo de compartir a su hombreera una broma, claro está, pero aun asíhabía algunas cosas que a una chicasoltera no le gustaba tener quepresenciar si no había también unpoquito para ella.

El callejón, al otro lado del Paseodesde la Avenida de las Artes, no eradifícil de encontrar, porque sus muros ysus suelos despedían un pálido fulgorque contrastaba con el brillo verde delÁrbol del Mundo. Pero no era nadaimpresionante: desde el punto de vista

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de los hijos de los dioses, aquello eramagia menor, algo que hasta un mortalpodía hacer con sólo grabar algunossímbolos y gastarse una fortuna en tintade activación. Normalmente, no habríavisto más que una ligera película de luzen la argamasa que separaba losladrillos, pero aquel punto divino sehabía activado recientemente y tardaríaalgún tiempo en recobrar su habitualestado de latencia.

Me detuve a la entrada del callejón yescuché con atención. El Paseo era unamplio círculo situado en el corazón dela ciudad, donde la vía peatonal seencontraba con las calzadas de los

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carruajes y, en paralelo a ellas, rodeabauna amplia plaza formada por lechos deflores, árboles de grandes sombras yveredas. A los peregrinos les gustabareunirse allí, porque desde la plaza sedisfrutaba de las mejores vistas delÁrbol del Mundo. Y por la misma razón,también era el lugar predilecto de losartistas callejeros como yo. Losperegrinos siempre estaban de buenhumor y eran más propensos a comprarnuestras mercancías después de habertenido la ocasión de elevar una plegariaa su nueva y extraña diosa. No obstante,éramos muy sensibles a la presenciasiempre vigilante del cercano Salón

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Blanco, que, con sus flamantes paredes ysu estatua de Itempas el Brillante,parecía contemplar con permanentedesaprobación la presencia de tantohereje por la plaza. Los Guardianes dela Orden ya no eran tan estrictos comoantes. Ahora había muchos dioses quepodían molestarse si sus seguidores eranobjeto de persecución. Había demasiadamagia en la ciudad para controlarlatoda, pero eso no quería decir que fueseprudente hacer ciertas cosas delante desus mismas narices.

Así que sólo entré en el callejóndespués de haberme asegurado de queno había ningún sacerdote en las

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inmediaciones. (Aunque no sin riesgo.La calle era tan ruidosa que no podíaoírlo todo. Tenía pensado decir que mehabía perdido, en el caso de que fueranecesario).

Al adentrarme en el relativo silenciodel callejón, moviendo el bastónadelante y atrás por si tenía la suerte deencontrarme con una cartera o cualquierotra cosa de valor, capté al instante elolor de la sangre. Y lo deseché con lamisma rapidez, puesto que no teníasentido: uno de los hechizos del callejónlo mantenía libre de detritos. Cualquierobjeto inanimado que cayera en éldesaparecía al cabo de media hora. Era

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un truco para atraer mejor a losperegrinos incautos. (En mi opinión, elhijo de los dioses que hubiera creadoaquella travesura sentía un perversoaprecio por los detalles). Sin embargo,cuanto más me adentraba en el callejón,más intenso se volvía el olor y máscrecía mi incomodidad, porque erainconfundible: a metal y a sal, yresultaba empalagoso, como lo es lasangre cuando se enfría y se coagula.Pero aquél no era el aroma denso yférreo de la sangre mortal. Tenía unafragancia a la vez más liviana y máspenetrante. Metales que no teníannombre en las lenguas de los mortales y

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sales de mares completamente distintas.Sangre divina. ¿Se le habría caído a

alguien un frasco? De ser así, era unaccidente muy costoso. Sin embargo,aquella sangre divina olía… erainsípida, de algún modo. Olía muy mal.Y era muy abundante, demasiado.

Entonces, mi bastón tropezó con algoblando y pesado, y me detuve, con laboca reseca de pronto por el terror.

Me arrodillé para examinar mihallazgo. Tela, muy suave y fina. Carnepor debajo de ella: una pierna. Más fríade lo que tendría que haber estado, perono helada. Ascendí tanteando con manotemblorosa y me encontré con una

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cadera curvada, un vientre femeninoligeramente prominente… y entonces,mis dedos se detuvieron al encontrarsecon que la tela estaba de pronto húmeday pegajosa.

—¿E-estás… bien?Era una pregunta estúpida, puesto

que, evidentemente, su destinataria no loestaba.

De pronto alcancé a distinguirla: unamancha casi invisible en forma depersona que tapaba el resplandor delsuelo del callejón, pero nada más.Tendría que haber irradiado su propiamagia. Debería haberla visto nada másentrar en el callejón. Y no tendría que

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haber estado inmóvil, puesto que loshijos de los dioses no necesitabandormir.

Sabía lo que significaba aquello.Mis instintos lo decían a gritos. Pero noquería creerlo.

En ese momento sentí que una formaque conocía aparecía cerca de mí. Sinningún paso que anunciara su presencia,allí estaba. Esta vez me alegré de quehubiera venido.

—No lo entiendo —susurróMadding. Entonces no me quedó másremedio que creer lo que estabapercibiendo, porque el asombro y elhorror que había en su voz eran

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innegables.Había encontrado a un hijo de los

dioses. Uno muerto.Me levanté con excesiva rapidez y

trastabillé un poco al retroceder.—Ni yo tampoco —dije. Agarré el

bastón con las dos manos—. Estaba asícuando la encontré. Pero… —Sacudí lacabeza. Me quedé sin palabras.

En ese momento oí el tenue sonidode unas campanas. Yo sabía desde hacíatiempo que nadie más parecía reparar enla presencia de Madding. Al instante,éste se manifestó en medio de la luz delcallejón: un hombre fornido y bienformado, de apariencia vagamente

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senmita, con un rostro moreno y curtido,y el cabello oscuro y revuelto recogidoen una coleta a la altura de la nuca. Nobrillaba al menos en aquella forma—,pero pude verlo igualmente, en acusadocontraste con el fulgor de las paredes. Ynunca había visto la mirada deconsternación que había en su rostro alcontemplar el cuerpo caído.

—Role —dijo. Dos sílabas, elacento, muy leve, en la primera—. Oh,hermana. ¿Quién te ha hecho esto?

«¿Y cómo?», estuve a punto depreguntar, pero el evidente pesar deMadding me hizo guardar silencio.

Se acercó a ella, a aquella hija de

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los dioses que, aunque parecieraimposible, estaba muerta, y alargó unbrazo para tocarla en alguna parte delcuerpo. No pude ver cuál. Sus dedosparecieron desvanecerse al entrar encontacto con la piel de ella.

—No tiene sentido —dijo en vozmuy baja. Otra prueba de lo afectadoque estaba. Normalmente trataba decomportarse como el mortal duro y demodales toscos que aparentaba ser.Antes de aquel momento, sólo le habíavisto mostrar delicadeza en privado,conmigo.

—¿Qué puede matar a un hijo de losdioses? —pregunté. Esta vez no

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balbuceé.—Nada. Es decir, otro hijo de los

dioses, pero hace falta mucha más magiaen bruto de la que puedes imaginar.Todos nosotros lo habríamos sentido yhabríamos acudido. Pero Role no teníaenemigos. ¿Por qué querría nadiehacerle esto? A menos que… —Fruncióel ceño. Por un instante flaqueó suconcentración y también lo hizo suimagen. Su figura humana se desdibujó,reemplazada por algo que era de unverde brillante y líquido, como el olorde las hojas frescas del Árbol—. No.¿Por qué iba a hacer uno de ellos algoasí? No tiene sentido.

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Me acerqué a él y le puse una manoen el hombro resplandeciente. Al cabode un momento, la cubrió con una de lassuyas en silencioso agradecimiento,pero me di cuenta de que el gesto no lehabía proporcionado consuelo alguno.Lo siento, Mad. Lo siento mucho.

Asintió lentamente y, dueño denuevo de sí, recuperó la forma humana.

—Tengo que irme. Nuestrospadres… Hay que decírselo. Si no losaben ya.

Suspiró y sacudió la cabeza mientrasse ponía en pie.

—¿Necesitas algo?Vaciló por unos segundos, lo que me

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resultó gratificante. Hay reacciones quea una chica siempre le gusta ver en unamante, aunque sea uno antiguo. Aquelantiguo amante me acarició la mejillacon el dedo, lo que me provocó uncosquilleo en la piel.

—No. Pero gracias.Mientras hablábamos, sin que yo me

diese cuenta, había comenzado acongregarse una muchedumbre en laentrada del callejón. Alguien nos habíavisto junto al cuerpo. Y como ocurresiempre en las ciudades, el primercurioso había atraído a otros muchos.Cuando Madding recogió el cuerpo,brotaron algunas exclamaciones entre

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los mortales que estaban observando yentonces se produjo un estallido dehorror generalizado cuandoreconocieron la identidad del cadáverque cargaba Madding. Role eraconocida, pues. Incluso puede que fueseuno de los hijos de los dioses que habíareunido a una pequeña congregación deseguidores. Lo que significaba que lanoticia se sabría por toda la ciudad alanochecer.

Madding me hizo un gesto con lacabeza y luego desapareció. En elcallejón, dos sombras se acercaron allugar en el que había estado Role y sequedaron allí un momento, pero no las

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miré. Salvo que se esforzaran pormantenerse ocultos, yo siempre podíaver a los hijos de los dioses y no a todosles gustaba eso. Probablemente,aquéllos fuesen parientes de Madding.Tenía varios hermanos que lo servíancomo guardias y ayudantes. Pero habríaotros que acudirían también a presentarsus respetos. Las noticias corríanigualmente rápido entre los suyos.

Con un suspiro, salí del callejón yme abrí paso entre la multitud, sinofrecer más respuestas a sus preguntasque unos «Sí, era Role» y «Sí, estámuerta» pronunciados con voz tensa.Regresé a mi mesa. Ru, que acababa de

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reunirse con Vuroy y Ohn, me tomó lamano, me ayudó a sentarme y mepreguntó si quería un vaso de agua… oalguna bebida más fuerte. Comenzó alimpiarme la mano con una tela y en esemomento me di cuenta, con retraso, deque debía de tener los dedos manchadosde sangre divina.

—Estoy bien —dije, aunque noestaba del todo segura—. Pero mevendría bien un poco de ayuda pararecoger. Hoy me marcharé a casatemprano. —Podía oír que, por toda laavenida, otros artistas hacían lo mismo.Si había muerto un hijo de los dioses, elÁrbol del Mundo acababa de

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convertirse en la segunda atracción másinteresante de la ciudad, por lo que nocabía esperar grandes ventas el resto dela semana.

Así que me fui a casa.

Verás, mi vida está infestada por losdioses.

Antes era peor. A veces tenía lasensación de que estaban por todasparte: bajo mis pies, sobre mi cabeza,asomados a las esquinas o acechandodetrás de los arbustos. Dejabanbrillantes huellas en las veredas (que mepermitían saber cuáles eran sus paseosfavoritos por la ciudad). Orinaban sobre

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las paredes blancas. No tenían por quéhacerlo, orinar, me refiero, pero lesparecía divertido imitarnos. Encontrabasus nombres escritos con luminosassalpicaduras, normalmente en lugaressagrados. Aprendí a leerlos.

A veces me seguían a casa y mepreparaban el desayuno. Otras vecestrataban de asesinarme. En ocasiones mecompraban baratijas o estatuas, aunqueno puedo ni imaginar con qué propósito.Y sí, a veces los amaba.

Incluso una vez encontré uno en uncubo de la basura. Parece absurdo, ¿no?Pero es la verdad. De haber sabido quemi vida se volvería así cuando dejé mi

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hogar por esta ciudad hermosa yridícula, me lo habría pensado dosveces. Aunque, aun así, lo habría hechoigualmente.

Tendría que hablarte sobre el delcubo de la basura.

Me había quedado despierta hastabien entrada la noche —o de madrugada—, trabajando en un cuadro, y habíasalido a la parte trasera del edificiopara tirar la pintura sobrante antes deque se secara y me estropeara los tarros.Normalmente, los basureros llegabancon sus fétidos carromatos al amanecery hurgaban en los cubos en busca de

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heces que pudieran usarse comofertilizantes o cualquier otra cosa devalor, y no quería que se fuesen antes deque yo llegara. Ni siquiera me di cuentade que había un hombre allí, porque olíacomo el resto de los desperdicios.Como algo muerto. Cosa que, ahora quelo pienso, probablemente es lo quefuese.

Tiré la pintura y habría regresadodentro de no ser porque en ese momentoreparé, por el rabillo del ojo, en unextraño resplandor. Estaba tan cansadaque, normalmente, lo habría ignorado detodos modos. Después de diez años enSombra, había llegado a acostumbrarme

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a las deyecciones de los hijos de losdioses. Lo más probable era que uno deellos hubiera vomitado allí después deuna noche de parranda o hubiesederramado su semilla durante unescarceo amoroso. A los nuevos lesgustaba hacer eso, pasarse una semanamás o menos jugando a los mortales,antes de asentarse en la vida quehubieran decidido llevar entre nosotros.Y por lo general, aquellas ceremoniasde iniciación solían ser pringosas.

Así que no sé por qué me detuveaquella gélida mañana de invierno.Algún instinto me dijo que volviera lacabeza y no sé por qué lo obedecí. Pero

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el caso es que lo hice y en ese precisoinstante presencié el despenar de lagloria en medio de un montón dedesperdicios.

Al principio sólo vi unas delicadaslíneas doradas que perfilaban la formade un hombre. Aparecieron unas perlasde rocío resplandeciente sobre su carney luego comenzaron a resbalar enauténticos regueros, que iluminaron latextura de la piel en suave relieve. Vique, contra toda razón, algunos de losregueros se movían hacia arriba einflamaban los filamentos de su cabelloy las severas líneas de su rostro.

Y mientras permanecía allí, con la

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manos manchadas de pintura y la puertadetrás de mí, abierta y olvidada, vi queel hombre resplandeciente respirabahondo —lo que acrecentó aún más labelleza de su resplandor— y abría unosojos cuyo color no sería capaz dedescribir de manera acertada ni aunqueaprendiera todas las palabras delmundo. Lo mejor que puedo hacer escompararlo con cosas que conozco: lapesada densidad del dorado rojizo, elolor del bronce en un día caluroso, eldeseo y el orgullo.

Y sin embargo, allí plantada,paralizada por aquellos ojos, también viotra cosa: dolor. Inmensas cantidades de

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pesar, dolor, rabia y culpa, y otrasemociones a las que no era capaz deponer nombre porque, a fin de cuentas,mi vida hasta entonces había sidorelativamente feliz. Hay cosas que sólose pueden aprender por experiencia yhay experiencias que nadie quierecompartir.

Humm. Quizá debería contarte algosobre mí, antes de continuar.

Como ya he mencionado, soy unaespecie de artista. Me gano —o meganaba— la vida vendiendo baratijas yrecuerdos a los forasteros. Tambiénpinto, pero mis cuadros no son para que

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los vean los demás. Aparte de esto, notengo nada especial. Veo la magia y alos dioses, pero como todo el mundo.Ya os lo he dicho, están por todaspartes. Probablemente, me fije más enellos porque es lo único que puedo ver.

Mis padres me llamaron Oree. Comoel canto del ave del sur. ¿Lo has oído?Parece que llora cuando canta: oree,pausa, oree, pausa. En Maro, a lamayoría de las chicas nos ponen elnombre por cosas tan tristes como ésa.Podría ser peor. A los chicos les ponenel suyo por temas relacionados con lavenganza. Deprimente, ¿no? Por cosascomo ésas me marché.

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Claro que, nunca he olvidado laspalabras de mi madre: «Es normalnecesitar ayuda. Hay cosas que nopodemos hacer solos». ¿Y el hombre dela basura? Me lo llevé conmigo, lolimpié y le prepare una buena comida. Ycomo tenía espacio, dejé que sequedara. Era lo que debía hacer. Lo máshumano. Supongo que, además, mesentía sola después de lo de Madding. Yademás, me dije, no hacía daño a nadie.

Pero en esto último me equivocaba.

Volvía a estar muerto cuando lleguéa casa aquel día. Encontré su cadáver enla cocina, cerca de la encimera, donde,

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al parecer, estaba cortando verdurascuando lo asaltó el impulso de cortarselas muñecas. Al entrar resbalé en lasangre, lo que resultaba especialmentefastidioso, porque significaba que estabapor todo el suelo de la cocina. El olorera tan denso y penetrante que no podíalocalizar su procedencia concreta.¿Aquella pared o esa otra? ¿El sueloentero o sólo cerca de la mesa? Me dicuenta de que también goteaba sobre laalfombra mientras lo arrastraba hasta elbaño. Era un hombre grande, así quetardé un buen rato. Lo metí en la bañeraa trancas y barrancas, y luego la llenécon agua fría de la cisterna, en parte

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para que la sangre de su ropa no sepegara y en parte para hacerle saber loenfadada que estaba.

Me había calmado un tanto —limpiar la cocina me ayudó a hacerlo—cuando oí un repentino y violentochapoteo procedente del baño. Solíaestar desorientado cuando volvía a lavida, así que esperé en la puerta a quese calmaran los ruidos que hacía en elagua y centrara su atención en mí. Poseíauna fuerte personalidad. Yo siemprepodía sentir la presión de su mirada.

—No es justo —dije— que mecompliques la vida. ¿Lo entiendes?

Silencio. Pero me había oído.

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—He limpiado la cocina, pero creoque podría haber sangre en lasalfombras del salón. El olor es tanpenetrante que me marea y no puedoencontrar las manchas más pequeñas.Tendrás que hacerlo tú. Te dejaré uncubo y un cepillo en la cocina.

Más silencio. Un extraordinarioconversador, sin duda.

Suspiré. Me dolía la espalda detanto frotar el suelo.

—Gracias por preparar la cena. —No mencioné el hecho de que no lahabía probado. No había forma desaber, sin hacerlo, si había caído sangreen la comida—. Me voy a la cama. Ha

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sido un día muy largo.Un leve aroma de remordimiento

notaba en el aire. Sentí que su mirada seapartaba y con eso me di por satisfecha.En los tres meses que llevaba viviendoconmigo, había llegado a saber que eraun hombre con un sentido de la justiciacasi compulsivo, tan predecible como elrepicar de una campana del SalónBlanco. No le gustaba que la balanzaestuviera desequilibrada entre nosotros.

Atravesé el cuarto de baño, meincliné sobre la bañera y busqué surostro a tientas. Lo primero queencontraron mis dedos fue su coronillay, una vez más, me asombró el tacto de

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un cabello idéntico al mío, de suavesrizos, denso pero flexible y lo bastantetupido como para enterrar los dedos enél. La primera vez que lo había tocado,creí que era de mi raza, porque sólo losmaroneh tienen un pelo así. Después mehabía dado cuenta de que era algocompletamente distinto, algo que no erahumano, pero aquella tempranasensación de hermandad nunca habíaterminado de desvanecerse. Así que meincliné y, saboreando la sensación desuave calor bajo mis labios, le besé lafrente. Siempre estaba caliente al tacto.Si podíamos llegar a algún acuerdo paradormir, el invierno siguiente ahorraría

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una fortuna en leña.—Buenas noches —murmuré. No

dijo nada mientras yo me dirigía aldormitorio.

Hay una cosa que tienes queentender: mi invitado no era un suicida,no exactamente. Nunca modificaba sucomportamiento con la intención dematarse. Simplemente, no se molestabaen evitar el peligro, aunque fuese unpeligro generado por sus propiosimpulsos. Una persona normal tienecuidado cuando camina por el tejadoque está reparando. Él no. Tampocomiraba en ambas direcciones al cruzar

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la calle. Mientras que la mayoría de laspersonas, al cruzárseles por la cabeza laidea fugaz de arrojar una vela encendidasobre su cama, la descartan con lamisma rapidez por la sencilla razón deque es una locura, mi invitado,simplemente, lo hacía. (Aunque he dedecir en su favor, que nunca había hechonada que me pusiera a mí en peligro.Aún).

En las raras ocasiones en las que yohabía presenciado esta perturbadoratendencia (la última de ellas, cuando setragó un líquido venenoso con totaldespreocupación) él había reaccionadocon asombrosa calma. Esta vez, me lo

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podía imaginar preparando la cena,cortando las verduras y contemplando elcuchillo que tenía en la mano.Terminaría primero la cena para mí yluego dejaría a un lado mi parle. Luego,tranquilamente, se clavaría el cuchilloen la muñeca y al principio pondría uncuenco debajo de la herida para recogerla sangre. Era muy limpio. Yo habíaencontrado tal cuenco en el suelo, llenoaún en una cuarta parte. El resto estabaesparcido por una de las paredes de lacocina. Supongo que se quedaría sinfuerzas antes de lo que había previsto yal caer habría golpeado el cuenco y lohabría arrojado por los aires. Y luego se

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desangraría sobre el suelo.Me lo imaginaba observando el

proceso hasta el momento de su muerte.Y luego, más tarde, limpiando su sangrecon la misma apatía.

Estaba casi segura de que era un hijode los dioses. El «casi» se debe a queposeía la magia más extraña de la queyo hubiera oído hablar nunca. ¿Resucitarde entre los muertos? ¿Brillar a la salidadel sol? ¿En qué lo convertía eso, en eldios de las mañanas alegres y lassorpresas macabras? Nunca utilizaba lalengua de los dioses… ni ninguna otra,en realidad. Yo sospechaba que eramudo. Y no podía verlo, salvo por las

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mañanas y en los momentos en los quevolvía a la vida, lo que quería decir quesólo poseía magia en aquellasocasiones. En cualquier otracircunstancia, era un hombre normal.

Pero no lo era.La mañana siguiente no fue diferente.

Desperté antes del alba, como era micostumbre desde hacía tiempo. Por logeneral, permanecía allí tendida un rato,escuchando los ruidos de la mañana: elcreciente coro de los pájaros y elmarcado y asincopado plaf, plaf delrocío que caía sobre los tejados y elempedrado de las calles desde el Árbol.

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Sin embargo, esta vez, el deseo de untipo distinto de mañana se apoderó demí, así que me levanté y fui en busca demi huésped.

Se encontraba en mi cuarto detrabajo, y no en la despensa, dondedormía. Lo sentí en el mismo instante enque salía de mi cuarto. Él era así,inundaba la casa con su presencia y seconvertía en su centro de gravedad. Eraalgo sencillo —natural, en realidad—dejarse arrastrar hasta dondequiera queestuviese.

Lo encontré en la ventana delestudio. Mi casa tenía muchas ventanas,un hecho que yo solía lamentar, puesto

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que no me servían de nada, salvo paragenerar corrientes por todas partes. (Nopodía permitirme nada mejor). Sinembargo, el estudio era la únicahabitación que estaba orientada hacia eleste. Esto tampoco me servía de nada. Yno sólo porque fuese ciega. Como lamayoría de los habitantes de la ciudad,vivía en un barrio encajado entre dos delas principales raíces del Árbol delMundo, raíces que tenían la altura devarios pisos. Teníamos luz del soldurante unos pocos minutos a mediamañana, cuando el astro asomaba porencima de ellas pero aún no se habíaocultado tras la copa del Árbol, y

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durante algunos instantes más amediados de la tarde. Sólo los noblespodían permitirse luz más constante.

Sin embargo, mi invitado se sentabaallí todas las mañanas, tan regular comoun mecanismo de relojería, si no estabaocupado o muerto. La primera vez queme lo encontré allí, pensé que era sumanera de dar la bienvenida al día.Puede que hiciera sus plegarias por lamañana, como otros que aún honraban aItempas el Brillante. Ahora lo conocíamejor (si es que se puede llegar aconocer a un hombre indestructible quenunca habla). Cuando entraba encontacto con él en esas ocasiones,

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percibía su estado de ánimo con másfacilidad que de costumbre y lo quedetectaba en él no era reverencia nipiedad. Lo que sentía, en la inmovilidadde su carne, en su postura erguida y en elaura de paz que no exudaba en ningúnotro momento, era poder. Orgullo. Loque quiera que quedase del hombre quehabía sido antaño.

Porque cada día que pasaba estabamás claro para mí que había algo roto enél. No sé lo que era ni por qué, pero eraconsciente de ello: no siempre habíasido así.

No reaccionó mientras yo entraba enla habitación y, envolviéndome en la

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manta que había traído para protegermedel frío de la mañana, me sentaba en unade las sillas. Sin duda, estabaacostumbrado a mi presencia comoespectadora de sus demostracionesmatutinas, puesto que lo hacía confrecuencia.

Y en efecto, pocos momentosdespués de que me pusiera cómoda,comenzó, una vez más, a resplandecer.

El proceso era diferente cada vez.En esta ocasión, sus ojos captaron laprimera luz y vi que volvía la miradahacia mí, como para asegurarse de queestaba observando. (Había detectadodestellos de arrogancia como aquél en

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otras ocasiones). Hecho esto, volvió denuevo su mirada hacia el exterior yentonces su cabello y sus hombrosempezaron a brillar. A continuación, vique sus brazos, tan musculosos como losde un soldado, se cruzaban por delantedel pecho y sus largas piernas seseparaban ligeramente. Era una posturarelajada, pero orgullosa. Digna. Desdeel primer momento me había fijado enque se conducía como un rey, como unhombre acostumbrado durante muchotiempo al poder y que sólo hacía pocohubiera caído en desgracia.

A medida que la luz cubría su figura,su resplandor fue creciendo. Entorné la

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mirada —me encantaba realizar aquelgesto— y levanté una mano paraprotegerme los ojos. Aún podía verlo,una llama con forma de hombre,enmarcada ahora por el articuladoencaje de los huesos de mi mano. Peroal final, como siempre, tuve que apartarla mirada. Nunca lo hacía hasta que nome quedaba más remedio. ¿Qué podíapasarme, que me quedara ciega?

No duró demasiado. En algún puntomás allá del muro-raíz oriental, el soldesapareció detrás del horizonte. Elresplandor se desvaneció rápidamente.Al cabo de pocos momentos, pudevolver a mirarlo y unos veinte minutos

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después, era tan invisible para mí comocualquier otro mortal.

Terminado todo, mi invitado sevolvió para marcharse. Durante el díasolía hacer tareas diversas en la casa yúltimamente había empezado a alquilarsus servicios a los vecinos y meentregaba lo poco que ganara. Merecosté, relajada y cómoda. Siempresentía menos frío cuando él estabacerca.

—Espera —dije, y él se detuvo.Traté de adivinar de qué humor se

encontraba a través de las sensacionesque transmitía su silencio.

—¿Vas a decirme tu nombre alguna

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vez?Más silencio. ¿Estaba molesto o le

traía sin cuidado? Suspiré. Muy bien —dije—. Los vecinos están empezando ahacer preguntas, así que necesitollamarte de algún modo. ¿Te importa sime invento uno?

Suspiró. Molesto, sin duda. Pero almenos no era un no.

Sonreí.—Muy bien. Lúmino. Te llamaré

Lúmino. ¿Qué te parece?Era una broma. Lo había dicho sólo

para tomarle el pelo. Pero admito queesperaba alguna reacción de él, aunquefuese de rechazo. Lo único que hizo fue

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salir de allí sin más.Cosa que me fastidió. No tenía por

qué hablar, pero ¿era mucho pedir unasonrisa? ¿O al menos un gruñido o unsuspiro?

—Lúmino, pues —dijeenérgicamente, antes de levantarme parainiciar el día.

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DIOSA MUERTA

Acuarela

Al parecer, soy bonita. La magia eslo único que puedo ver y la magia sueleser preciosa, así que no hay forma deque yo juzgue lo mundano. Tengo quefiarme de los demás. Los hombresalaban muchas partes de mi cuerpoconstantemente. Siempre por separado,cuidado, nunca la totalidad de mipersona. Les encantan mis largas

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piernas, mi elegante cuello, mi gran matade pelo y mis pechos (sobre todo, mispechos). La mayoría de los hombres deSombra son amn, así que también alabanmi piel suave y casi negra de maro, pormucho que yo les diga que existen en elmundo casi medio millón de mujeres quecomparten ese mismo rasgo. Mediomillón no es demasiado, comparado contodo el mundo, así que ese elementosiempre se incluye en su fragmentariaadmiración.

—Eres preciosa —me decían, y aveces querían llevarme a su casa yadmirarme en privado. Antes de queempezara a tener relaciones con los

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hijos de los dioses, les dejaba, si mesentía lo bastante sola—. Eres muybella, Oree —susurraban mientras meadmiraban—. Ay, si no…

Nunca les pedía que completaran lafrase. Sabía lo que estaban a punto dedecir: «Ay, si no fuese por esos ojos».No es sólo que mis ojos no puedan ver,es que son deformes. Perturbadores.Probablemente atraería a más hombressi los ocultara, pero ¿para qué iba aquerer más hombres? Los seres a losque atraigo nunca me han querido enrealidad. Salvo Madding, e incluso élquerría que fuese otra cosa.

Mi invitado no me quería en

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absoluto. Al principio, yo lo lamentaba.No era estúpida: sabía lo peligroso queera dejar entrar a un extraño en mi casa.Pero él no tenía interés en algo tanmundano como la carne mortal, ni tansiquiera la suya. Su mirada transmitíamuchas cosas cuando me tocaba, pero lacodicia no era una de ellas. Ni lapiedad.

Probablemente lo dejara estar en micasa por esa razón.

—Estoy pintando un cuadro —susurré antes de comenzar.

Cada mañana, antes de marcharme ala Avenida de las Artes, practicaba mi

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auténtico arte. Las cosas que hacía parala avenida eran basura: estatuas de hijosde los dioses, imprecisas y malproporcionadas; acuarelas querecreaban imágenes banales einofensivas de la ciudad; flores delÁrbol prensadas y secas; joyas. La clasede baratijas que los compradorespotenciales esperaban de una ciega sininstrucción que vende objetos que nuncapasan de los veinte meri.

Mis cuadros eran otra cosa. Gastababuena parte de mis ingresos en lienzos,pigmentos y cera de abeja para la base.Me pasaba horas —cuando meenfrascaba— imaginando los colores

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del aire y tratando de captar las escenasmediante líneas.

Y, a diferencia de mis baratijas, miscuadros sí podía verlos. Ignoro elporqué. Simplemente podía.

Cuando, al terminar, me volví y mesequé las manos en un trapo, descubrísin sorpresa que Lúmino había entrado.Cuando pintaba, no solía fijarme en nadade lo que me rodeaba. Como parareprenderme por esta actitud, el olor dela comida invadió mis fosas nasales e,instantáneamente, mi estómago dejóescapar un gruñido tan fuerte que resonópor el sótano. Esbocé una sonrisacohibida.

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—Gracias por preparar el desayuno.Hubo un crujido en la escalera y el

tenue rumor del aire desplazado queindicó que se estaba aproximando. Unamano tomó la mía y la guió hasta elborde suave y redondeado de un plato,pesado y ligeramente caliente pordebajo. Queso templado y fruta, comosiempre, y… Olí el aire y sonreí condeleite.

—¿Pescado ahumado? ¿Dóndediablos lo has conseguido?

No esperaba una respuesta y no larecibí. Me guió hasta un punto de mipequeña mesa de trabajo, donde habíapreparado un sitio para mí. (Siempre era

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muy correcto). Cogí el tenedor, comencéa comer y mi dicha creció al darmecuenta de que el pescado era velio delocéano Trenzado, cerca de Nimaron. Nosólo era caro, sino que era muy difícilde encontrar en Sombra, pues suexcesiva untuosidad no era del agradodel paladar amn. Únicamente, algunospescaderos del Mercado del Sol lovendían, que yo supiera. ¿Había idohasta Oesha por mí? Cuando queríapedir disculpas, sabía cómo hacerlo.

—Gracias, Lúmino —dije mientrasél me servía una taza de té. Hizo unabreve pausa y luego continuó sirviendo,sin más respuesta para su nuevo nombre

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que un leve suspiro. Reprimí el deseo dereírme por lo bajito de su fastidio,porque habría sido una maldad.

Se sentó frente a mí, a pesar de quepara ello tuvo que apartar un montón debarras de cera de abeja, y me observómientras comía. Esto me estropeó ladiversión, porque significaba que habíaestado tanto tiempo pintando que él sehabía adelantado y ya había comido. Ysignificaba también que yo llegaba tardeal trabajo.

No se podía hacer nada. Suspiré ytomé un sorbo de té, que, descubrí consatisfacción, era de una nueva mezcla,ligeramente amarga y perfecta para el

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pescado en salazón.—Estoy pensando si debería ir hoy a

la avenida —dije. Nunca parecíamolestarle que le diese conversación y amí no me molestaba que nuestrasconversaciones fuesen siempresoliloquios—. Seguro que será unmanicomio. Oh, sí… ¿te has enterado?Ayer, cerca del Salón Blanco de Esha,encontraron muerta a una hija de losdioses. Fui yo quien la encontró. Yestaba realmente muerta, sí. —Meestremecí al recordarlo—. Pordesgracia, eso significa que susadoradores acudirán para presentar susrespetos y los Guardianes estarán por

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todas partes y habrá más curiosos quehormigas en una merienda campestre. —Suspiré—. Confío en que no decidancerrar el Paseo. Mis ahorros ya están lobastante maltrechos tal cual.

Seguí comiendo y, al principio nome di cuenta de que el silencio deLúmino había cambiado. Entonces,percibí consternación en él. ¿Qué lehabría preocupado, mis temores por eldinero? Había vivido en la calle antes.Puede que temiera que fuese a echarlo ala calle. Pero, por alguna razón, no meparecía que pudiera ser eso.

Alargué los brazos y, al encontrar sumano, ascendí tanteando hasta el rostro.

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En los mejores momentos era un hombredifícil de descifrar, pero en aquelmomento, su rostro era una roca, con lamandíbula tensa, las cejas fruncidas y lapiel estirada cerca de las orejas.¿Preocupación, rabia o miedo? Nopodía saberlo.

Abrí la boca para decir que no teníala menor intención de echarlo, peroantes de que pudiera hacerlo, apartó lasilla de la mesa y se alejó, dejando mimano en el aire, donde había estado surostro.

No sabía qué pensar de aquello, asíque terminé de comer, llevé el platoarriba, para lavarlo, y me preparé para

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ir a la avenida. Lúmino me estabaesperando en la puerta y me puso elbastón en las manos. Iba aacompañarme.

Tal como esperaba, una pequeñamultitud llenaba la cercana calle: fielesllorosos, curiosos intrigados e irasciblesGuardianes de la Orden. También se oíaa un pequeño grupo al otro lado delPaseo, cantando. Era una canción sinpalabras, la misma melodía repetida unay otra vez, tranquilizadora aunque a lapar un poco inquietante. Eran los LucesNuevas, una de las religiones que habíanaparecido recientemente en la ciudad.

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Tal vez hubieran ido a buscar nuevoscreyentes entre los afligidos seguidoresde la diosa muerta. Además de losLuces, también pude oler el denso ysoporífero incienso de los Caminantesde la Oscuridad, los adoradores delSeñor de las Sombras. Aunque no erandemasiados. No solían mostrarse a laluz del día.

Luego estaban los peregrinos,adoradores de la Dama Gris; las Hijasdel Nuevo Fuego, que seguían a un hijode los dioses del que yo nunca habíaoído hablar; los del Décimo Infierno; laLiga del Reloj; y media docena degrupos más. En medio de esta turba,

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también se podía oír a niños de lascalles que, probablemente, estuvieranhurgando en los bolsillos ajenos ogastando bromas. Incluso ellos tenía unadeidad protectora en aquellos días, o almenos eso me habían dicho.

No es de extrañar que losGuardianes de la Orden se mostrasenirascibles, con tantos herejes en supropia casa. No obstante, habíanlogrado acordonar el callejón y sólodejaban que los seguidores de la diosamuerta entrasen en pequeños grupos ypermanecieran allí el tiempo justo paraelevar una o dos plegarias.

Con Lúmino a mi lado, me agaché

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para pasar la mano sobre los montonesde llores, velas y baratijas que la gentehabía dejado, a modo de dádiva, en laentrada del callejón. Para mi sorpresa,algunas de las flores estaban mediomarchitas, lo que quería decir quellevaban ya allí algún tiempo. El hijo delos dioses que había hechizado aquelcallejón debía de haber suspendido lamagia limpiadora de momento, quizá porrespeto a Role.

—Una pena —le dije a Lúmino—.No la conocía, pero decían que era muybuena, una diosa de la compasión, oalgo por el estilo. Trabajaba comodoblahuesos en Raíz Sur. El que podía

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pagar tenía que hacerle una ofrenda,pero nunca rechazaba a los que nopodían.

Suspiré.Lúmino era una presencia silenciosa

y sombría detrás de mí, inmóvil, casi sinrespiración. Al pensar que lo que sentíaera tristeza, me levanté y busqué sumano a tientas, pero me sorprendí aldescubrirla cerrada y apretada a unlado. Me había equivocado: estabafurioso, no triste. Desconcertada,deslicé mi mano hasta su mejilla.

—¿La conocías?Asintió, una vez.—¿Era… tu diosa? ¿Le rezabas?

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Sacudió la cabeza y sentí que lamejilla se flexionaba bajo mis dedos.¿Qué había sido aquello, una sonrisa?De amargura.

—Pero sentías algo por ella.—Sí —dijo.Me quedé helada.Nunca me había hablado. Ni una

sola vez en tres meses. Ni siquiera sabíaque pudiera hacerlo. Por un instante mepregunté si debía decir algo en esemomento tan solemne… pero entonces,inadvertidamente, lo rocé con mi cuerpoy sentí la dura y tensa musculatura de subrazo. Qué estúpida había sido alcentrarme en una sola palabra, cuando

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había sucedido algo mucho másimportante: había mostrado interés poralgo del mundo que no era él mismo.

Obligué a su puño a abrirse yentrelacé mis dedos con los suyos paraofrecerle el mismo consuelo que aMadding el día antes. Por un instante, lamano de Lúmino tembló en la mía y meatreví a esperar que me devolviera elgesto. Pero entonces, la suya quedóinerte. No la retiró, pero fue como si lohubiera hecho.

Suspiré, me quedé a su lado un ratitoy después, al fin, me retiré.

—Lo siento —dije—, pero tengoque irme.

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No respondió, así que lo dejé con supena y regresé a la Avenida de lasArtes.

Yel, el dueño del quiosco de comidamás grande del Paseo, dejaba que losartistas guardáramos nuestras cosas ensu puesto, que cerraba con llave durantela noche, lo que me facilitaba mucho lavida. No tardé demasiado en preparar lamesa y las mercancías, pero una vez queme senté, las cosas fueron exactamentecomo me había temido. Oí refunfuñartambién a los demás, aunque Benkhamtuvo suerte: vendió un dibujo del Paseoa carboncillo en el que, casualmente,había incluido también el callejón. Sin

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duda, tendría otros diez idénticos a lamañana siguiente.

Yo no había dormido lo bastante lanoche anterior, porque me habíaquedado despierta hasta tarde limpiandoel desastre de Lúmino. Estabacomenzando a cabecear cuando, derepente, oí que una voz suave decía:

—¿Muchacha? ¿Hola?Desperté con un sobresalto y, al

instante, cubrí mi aturdimiento con unasonrisa.

—Vaya, hola, señor. ¿Veis algo queos interese?

Noté divertimento en su voz, lo cualme confundió.

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—Sí, la verdad es que sí. ¿Vendesaquí todos los días?

—Sí, en efecto. Puedo reservaroscualquier artículo si queréis…

—No es necesario. —De pronto, medi cuenta de que no había venido acomprar nada. No hablaba como unperegrino. No había el menor rastro deincertidumbre o curiosidad en su voz.Aunque su semnita era culto y preciso,capté en él las suaves curvas del acentode Oesha. Era un hombre que habíavivido toda su vida en Sombra, aunqueparecía estar tratando de disimularlo.

Decidí arriesgarme con unaespeculación.

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—Entonces, ¿qué puede querer unsacerdote de Itempas de alguien comoyo?

Se echó a reír. Sin sorpresa.—Conque es cierto lo que dicen de

los ciegos. No podéis ver, pero vuestrosdemás sentidos se aguzan. O puede queposeáis otro modo de percibir las cosas,más allá de las habilidades de la gentenormal. —Oí el sonido casi inaudible dealgo que se levantaba de mi mesa. Algopesado. Supuse que sería una de lasminiaturas. Réplicas del Árbol que yocultivaba a partir de retoños vivos yluego recortaba a su imagen ysemejanza. El artículo que más vendía y

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el que más me costaba producir entérminos de tiempo y esfuerzo.

Me pasé la lengua por los labios,que estaban repentina einexplicablemente secos.

—Aparte de mis ojos, todo en mí escompletamente normal, señor.

—¿De verdad? Supongo que elsonido de mis botas es lo que me delata,o el olor del incienso adherido a miropa. Supongo que esos detalles terevelan muchas cosas.

A mi alrededor podía oír más deaquellas características botas y másvoces cultas, a las que respondían contonos de inquietud mis compañeros de la

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avenida. ¿Acaso había venido un grupode sacerdotes para interrogarnos?Normalmente, sólo teníamos quevérnoslas con los Guardianes de laOrden, que pronto serían ordenadossacerdotes. Eran jóvenes y a vecespecaban de exceso de celo, pero nosolían ser peligrosos si uno no lesllevaba la contraria. La mayoría de ellosaborrecía tener que trabajar en lascalles, así que lo hacían con desgana.Por ello, la gente de la ciudad tenía queencontrar su propio modo de resolversus problemas… que era lo que lamayoría de nosotros prefería. Sinembargo, algo me decía que aquél no era

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un simple Guardián de la Orden.No me había formulado ninguna

pregunta, así que no dije nada, cosa queél pareció tomarse como una respuesta.Sentí que la parte delantera de mi mesase inclinaba de manera alarmante. Sehabía sentado en ella. Nuestras mesas noeran la cosa más sólida del mundo,porque tenían que ser lo bastantelivianas como para cargar con ellashasta casa en caso necesario. Se me hizoun nudo en el estómago.

—Pareces nerviosa —me dijo.—Pues no lo estoy —mentí. Había

oído que los Guardianes de la Ordenusaban estas técnicas para conseguir que

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sus víctimas perdieran los nervios. Enesta ocasión funcionó—. Pero megustaría conocer vuestro nombre.

—Rimarn —dijo. Un nombre comúnentre los amn de extracción humilde—.Previt Rimarn Dih. ¿Y tú eres…?

Un previt. Eran sacerdotesordenados, de gran categoría. Y noabandonaban el Salón Blanco a menudo,puesto que se dedicaban principalmentea la política y los negocios. La Ordendebía de haber decidido que la muertede un hijo de los dioses era un asunto degran importancia.

—Oree Shoth —dije. Se me quebróla voz al pronunciar el nombre de mi

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familia. Tuve que repetirlo. Creo quesonrió.

—Estamos investigando la muerte dela dama Role y teníamos la esperanza deque tus amigos y tú pudierais ayudarnos.Sobre todo, teniendo en cuenta quehemos tenido la deferencia de ignorarvuestra presencia aquí, en el Paseo. —Tomó otra cosa. Yo no podía saber elqué.

—Será un placer ayudar —dije,tratando de ignorar la velada amenaza.La Orden de Itempas controlaba laconcesión de permisos y licencias en laciudad, entre otras cosas, y cobrabangrandes sumas por ello. El tenderete de

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Yel tenía un permiso para vender en elPaseo. Ninguno de los artistas nos lopodíamos permitir—. Es muy triste. Nosabía que los dioses pudieran morir.

—Los hijos de los dioses pueden, sí—dijo. Su voz se había vuelto muchomás fría y me reprendí por haberolvidado lo hostiles que podían ser lositempanos con los dioses distintos a lossuyos. Había estado demasiado tiempolejos de Nimaro, maldita sea…

—Sus padres, los Tres, puedenmatarlos —continuó Rimarn—. Ytambién sus hermanos, si son lo bastantefuertes.

—Bueno, pues no he visto a ningún

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hijo de los dioses con las manosensangrentadas, si es eso lo que osestáis preguntando. Aunque tampoco esque vea gran cosa, en general. —Sonreí.Sin ganas.

—Humm. Tú encontraste el cuerpo.—Sí. Pero no había nadie cerca, que

yo notase. Entonces, vino Madding… Elseñor Madding, otro hijo de los diosesque vive en la ciudad, y se llevó elcuerpo. Dijo que se lo iba a enseñar asus padres. A los Tres.

—Ya veo. —Oí que algo volvía ami mesa. Pero no la miniatura del Árbol—. Tienes unos ojos muy interesantes.

No sé por qué sus palabras

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alimentaron mi intranquilidad.—Eso dice la gente.—¿Eso son… cataratas? —Se

inclinó para mirarme mejor. Su alientoolía a té de menta—. Nunca había vistounas cataratas así.

Me han dicho que mis ojos no sonagradables de mirar. Las «cataratas» enlas que se había fijado Rimarn son, enrealidad, muchos y delicados plieguesde tejido grisáceo, solapados unos sobreotros, como los pétalos de una margaritaaún sin florecer. No tengo pupilas, niiris en el sentido ordinario de lapalabra. Desde lejos puede parecer quetengo unas gruesas cataratas de color

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mate, pero una vez cerca la deformidadse aprecia con claridad.

—Los doblahuesos dicen que es unamalformación de las córneas. Ademásde otras complicaciones que soy incapazde pronunciar.

Traté de sonreír de nuevo y fracasémiserablemente.

—Ya veo. Y esa malformación…¿es habitual entre los maroneh?

Hubo un fuerte crujido a dos mesasde distancia. La de Ru. La oí protestar agritos. Vuroy y Ohn se unieron a ella.

—Cerrad el pico —les espetó elsacerdote que la estaba interrogando, ytodos guardaron silencio. Entre la

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multitud de curiosos, alguien,probablemente un Caminante de laOscuridad, gritó a los sacerdotes quenos dejaran en paz, pero nadie se sumó asu protesta y él no fue tan valiente ni tanestúpido como para repetirla.

Nunca he sido muy paciente y elmiedo siempre me saca de mis casillas.

—¿Qué queréis, previt Rimarn?—Una respuesta a mi pregunta

estaría bien, Oree.—No, por supuesto que mis ojos no

son habituales entre los maroneh. Laceguera no es habitual entre losmaroneh. ¿Por qué iba a serlo?

Sentí que la mesa se movía

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ligeramente. Puede que el sacerdote seencogiera de hombros.

—Algún efecto secundario de lo quehizo el Señor de la Noche, quizá. Dicela leyenda que las fuerzas que desalósobre Maroneh eran… antinaturales.

Lo que implicaba que lossupervivientes del desastre lo erantambién. Pomposo bastardo amn… Losmaroneh honrábamos a Itempas desdehacía tanto tiempo como ellos. Metragué la primera réplica que acudió ami mente y, en su lugar, dije:

—El Señor de la Noche no nos hizonada, previt.

—¿Destruir vuestro hogar no es

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nada?—Nada aparte de eso, quiero decir.

Demonios y oscuridad… no leimportábamos lo suficiente parahacernos nada más. Sólo destruyó latierra de Maro porque estaba allícasualmente cuando a los Arameri se lesescapó su correa de las manos.

Hubo un momento de pausa. Duró lojusto para que mi rabia se consumierasin dejar tras de sí más que espanto. Nose critica a los Arameri… y menos a lacara de un sacerdote de Itempas.Entonces, sonó un fuerte crujido delantede mí que me hizo dar un respingo. ElÁrbol en miniatura. Lo había soltado y

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la caída había roto el tiesto de cerámicay posiblemente le hubiera causadodaños fatales a la propia planta.

—Oh, vaya —dijo Rimarn con vozhelada—. Lo siento. Te lo pagaré.

Cerré los ojos y aspiré hondo. Aúnestaba temblando por el golpe, pero noera estúpida.

—No os preocupéis.Hubo otro movimiento y, de pronto,

sus dedos me cogieron por la barbilla.—Es una pena lo de tus ojos —dijo

—. Sin eso, serías una mujer preciosa.Si llevaras gafas…

—Prefiero que la gente me vea comosoy, previt Rimarn.

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—Ah. Entonces ¿deben verte comouna humana ciega o como una hija de losdioses que finge estar indefensa y sermortal?

«Pero qué…». Me puse tensa yentonces hice algo que seguramente notendría que haber hecho. Me eché a reír.Él ya estaba furioso, no tendría quehaberlo provocado. Pero cuando meenfado, mis nervios buscan una vía deescape y mi boca no siempre cierratodas las compuertas.

—¿Creéis…? —Tuve que rodear sumano con una de las mías paralimpiarme una lágrima—. ¿Una hija delos dioses? ¿Yo? Buen Padre Celestial,

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¿eso es lo que creéis?Los dedos de Rimarn se tensaron de

repente, lo suficiente para hacerme dañoa ambos lados de la mandíbula, y dejéde reírme mientras él me obligaba alevantar la cara y se me acercaba másaún.

—Lo que creo es que apestas amagia —dijo con un susurro tenso—.Más que ningún mortal que yo hayaolido.

Y de pronto pude verlo.No era como Lúmino. El resplandor

de Rimarn apareció allí de repente, perono procedente de su interior. Lo que vifueron líneas y circunvoluciones sobre

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su piel entera, como finos tatuajesbrillantes que se ensortijaban alrededorde sus brazos y recorrían su torso. Elresto de su cuerpo permanecía invisiblepara mí, pero podía ver su perfil graciasa aquellas líneas ardientes y trémulas.

Un escriba. Era un escriba. Y hábil,a juzgar por el número de palabrasdivinas que tenía grabadas sobre la piel.En realidad, no estaban allí, claro.Aquélla era sólo la interpretación quehacían mis ojos de su habilidad y suexperiencia, o al menos eso era lo quehabía llegado a deducir con el paso delos años. Normalmente, esta capacidadme ayudaba a detectar a la gente como él

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antes de que ellos se acercaran lobastante como para verme.

Tragué saliva. Ya no tenía ganas dereírme y estaba aterrorizada.

Pero antes de que él pudiera iniciarel verdadero interrogatorio, sentí unrepentino movimiento en el aire, unmovimiento cercano. Ésa fue la únicaadvertencia que recibí, antes de que algome arrancara de la cara la mano delprevit. Rimarn hizo ademán de protestar,pero antes de que pudiera hacerlo, otrocuerpo se interpuso entre los dos. Unafigura más grande, oscura y desprovistade toda magia, de contorno familiar.Lúmino.

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No pude ver qué le hizoexactamente. Tampoco me hizo falta. Oílos jadeos de los otros artistas de laavenida y de los curiosos, el gruñido deesfuerzo que emitía Lúmino y el fuertegrito de Rimarn al verse levantado envilo y arrojado por los aires. Laspalabras divinas de su carne seemborronaron, transformadas enbrochazos en el aire, mientras él volabatres metros largos antes de caer. Sólodejaron de brillar cuando cayó al suelo,con el cuerpo todavía encogido.

«No. Oh, no».Derribé la silla al ponerme en pie

precipitada mente y busqué a tientas mi

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bastón. Pero antes de que pudieraencontrarlo me quedé helada, alcomprender que, a pesar de que el brillose Rimarn se había apagado, yo seguíaviendo algo.

A Lúmino. Su resplandor era débil,apenas perceptible, pero crecía a cadasegundo que pasaba, palpitando como uncorazón vivo. Al interponerse de nuevoentre Rimarn y yo, el brillo, que seguíaintensificándose, pasó de ser una llamadelicada a un deslumbrante incendio queyo nunca había visto en él salvo a lahora del amanecer.

Pero era mediodía.—¿Qué demonios estás haciendo?

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—clamó una voz severa desde lejos.Otro de los sacerdotes. Se alzaron másgritos y amenazas y en ese momentovolví bruscamente en mí. Nadie podíaver el resplandor de Lúmino, salvo yo ypuede que Rimarn, que aún seguía en elsuelo. Solamente habían visto que unhombre —un forastero desconocido,vestido con la ropa sencilla y barata queera la única que me había podidopermitir comprarle— atacaba a unprevit de la Orden de Itempas. Delantede un grupo entero de Guardianes de laOrden.

Alargué el brazo, cogí a Lúmino poruno de sus ardientes hombros y al

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instante retiré la mano. No porqueestuviera demasiado caliente al tacto —aunque lo estaba, más que ninguna otravez que lo hubiera tocado—, sinoporque la carne que había bajo mi manopareció vibrar en aquel momento, comosi lo que acababa de tocar fuese unrelámpago.

Pero hice caso omiso de lo quehabía sentido.

—¡Basta! —lo insté con un siseo—.¿Qué estás haciendo? Tienes quedisculparte ahora mismo, antes de que…

Lúmino se volvió hacia mí y laspalabras murieron en mi boca. Ahorapodía ver su cara por completo, como

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siempre me sucedía durante aquelinstante perfecto, antes de que su brilloaumentara excesivamente en intensidad yme obligara a apartar los ojos. Lapalabra «hermoso» no alcanzaba adescribir aquel rostro, ni tampoco lacolección de rasgos que mis dedoshabían explorado y se habían aprendidode memoria. Los pómulos no tienen luzinterior. Los labios no se curvan comocriaturas vivientes dotadas de voluntad.Pero aquellos lo hicieron, esbozandouna sonrisa alegre e íntima a la vez queme hizo sentir, por un instante, como sifuese la única mujer del mundo. Nuncame había sonreído hasta entonces.

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Pero también había crueldad en ella.Frialdad. Violencia homicida. Me apartéde ella, aturdida… y por primera vezdesde que nos habíamos conocido,asustada.

Entonces, Lúmino se volvió hacialos Guardianes que, a buen seguro,estaban convergiendo sobre él. Losobservó, a ellos y a la multitud decuriosos que se habían congregado, conla misma arrogancia fría y despegada.Pareció tomar una decisión.

Mientras yo miraba, boquiabierta,tres de los Guardianes de la Orden loagarraron. Los vi como tres siluetasoscuras perfiladas por el fulgor de

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Lúmino. Lo tiraron al suelo, laemprendieron a patadas con él y luego lecolocaron los brazos a la espalda paraatárselos. Uno de ellos le apoyó larodilla en la nuca y dejó caer todo supeso sobre él. Sin poderme contener,grité. El Guardián de la Orden, unasombra malévola, se volvió y gritó quesi la ramera maro no se callabainmediatamente, también se llevaría sumerecido y…

—¡Basta!Aquel grito feroz me sobresaltó de

tal modo que solté el bastón. En elsilencio que se había hecho rebotó sobrelos adoquines del Paseo con un fuerte

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ruido que me sobresaltó de nuevo.Era Rimarn el que había gritado. Yo

no podía verlo. No sé qué había hechoantes para ocultarme su naturaleza, perolo estaba haciendo de nuevo. Y aunquehubiera podido ver las palabras divinasde su cuerpo, creo que Lúmino habríaahogado su modesta luz.

Estaba sin aliento. Estaba en pie,cerca del grupo de hombres, y le dijo aLúmino:

—¿Es que eres idiota? Nunca hevisto a un hombre hacer algo tanestúpido.

Lúmino no se había resistidomientras los sacerdotes lo reducían. Con

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un gesto, Rimarn indicó al Guardián dela Orden que le había puesto la rodillaen la nuca que se retirara —gesto al quemi cuello respondió relajándose— yluego empujó con el pie la nuca deLúmino.

—¡Responde! —le espetó—. ¿Eresidiota?

Tenía que hacer algo.—E-es mi primo —balbucí—.

Acaba de llegar, previt. No conoce laciudad, no sabes quiénes sois… —Erala peor mentira que había dicho nunca.Todo el mundo, al margen de su nación,raza, tribu o clase social, reconocía a unsacerdote de Itempas nada más verlo.

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Llevaban impolutos uniformes blancos ygobernaban el mundo—. Por favor,previt, yo asumo la responsabilidad…

—No, nada de eso —repuso Rimarn.Los Guardianes de la Orden selevantaron y obligaron a Lúmino aponerse en pie. Éste permaneció encalma entre ellos, brillando con talfuerza que yo podía ver la mitad delPaseo a la luz que emitía su carne. Aúntenía aquella terrible y mortal sonrisa enel rostro.

Entonces, se lo llevaron a rastras ysentí el amargo sabor del miedo en laboca mientras trataba de rodear mi mesaa tientas. Algo más cayó y se estrelló

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contra el suelo mientras yo trataba dealcanzar a Rimarn sin bastón.

—¡Previt, esperad!—Ya volveré a por ti —me espetó.

Y entonces, también él se marchó, detrásde los demás Guardianes de la Orden.Traté de correr tras ellos pero en esemomento, con un grito, tropecé con unobstáculo invisible. Sin embargo, antesde que pudiera caer, me cogieron unasmanos ásperas que olían a tabaco,alcohol y miedo.

—Déjalo, Oree —me susurró Vuroyal oído—. Están tan furiosos que no sesentirán culpables si dan una paliza demuerte a una ciega.

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—Lo van a matar. —Lo agarré delbrazo—. Lo van a matar a golpes.Vuroy…

—No puedes hacer nada —dijo envoz baja y yo sentí que me quedaba sinfuerzas, porque tenía razón.

Vuroy, Ru y Ohn me ayudaron allegar a casa. También se llevaron lamesa de mi tenderete y mis cosas, trasdecidir sin necesidad de discutirlo queno las dejaría con Yel, puesto que novolvería a la avenida durante algúntiempo.

Ru y Vuroy se quedaron conmigomientras Ohn se iba. Traté de mostrarme

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calmada, porque sabía que estaríanpendientes de mí. Habían registrado lacasa, visto la despensa que servía dedormitorio a Lúmino y encontrado lapoca ropa que poseía —pulcramentedoblada y guardada— en una esquina.Pensaban que les había estado ocultandoa mi amante. De haber conocido laverdad, habrían tenido mucho másmiedo.

—Puedo entender que no noshablaras de él —dijo Ru. Estaba sentadaa la mesa de la cocina, frente a mí, conmi mano entre las suyas—. Después deMadding… Bueno. Pero ojalá nos lohubieras contado, cariño. Somos tus

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amigos. Lo habríamos entendido.Me mantuve callada, tratando de no

mostrar la frustración que sentía. Teníaque parecer agotada y deprimida, paraque llegaran a la conclusión de que lomejor era que descansara y durmiera.Entonces, podría rezarle a Madding. Lomás probable era que los Guardianes dela Orden no mataran a Lúmino deinmediato. Los había desafiado y leshabía faltado al respeto. Lo harían sufrirpor un tiempo.

Aquello ya era bastante malo. Perosi lo mataban y hacía su truquillo de laresurrección delante de ellos, sólo losdioses podían saber lo que harían. La

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magia era poder para aquellos queposeían ya otros tipos de poder: losArameri, los nobles, los escribas, laOrden, los ricos. Era ilegal para losplebeyos, aunque todos usábamos unpoco de vez en cuando, en secreto.Todas las mujeres conocían el símboloque impedía la concepción y en todoslos barrios había alguien que sabíadibujar los que curaban pequeñasheridas o podían ocultar cosas valiosasa plena vista. Lo cierto es que las cosaseran más sencillas desde la aparición delos hijos de los dioses, porque lossacerdotes —que no siempre erancapaces de distinguir a los mortales de

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ellos— solían dejarnos en paz.Pero Lúmino no era un hijo de los

dioses. Era otra cosa. No sabía por quéhabía empezado a brillar en el Paseo,pero lo que sí sabía era esto: no duraríamucho. Nunca lo hacía. Cuando perdiesela fuerza de nuevo, sería solo unhombre. Y entonces, los sacerdotes loharían pedazos para descubrir el secretode su poder.

Y luego vendrían a por mí porhaberlo acogido.

Me froté la cara como si estuvieracansada.

—Necesito tumbarme —dije.—Y una mierda de demonio —dijo

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Vuroy—. Vas a fingir que te vas a lacama y luego llamarás a tu antiguonovio. ¿Nos tomas por idiotas?

Me puse tensa y Ru se echó a reír.—Recuerda que te conocemos,

Oree.«Maldición».—Tengo que ayudarle —dije.

Decidí que era mejor no seguirengañándoles—. Aunque no puedaencontrar a Madding, tengo algo dedinero. Los sacerdotes aceptansobornos…

—Cuando están furiosos, no —dijoRu con delicadeza—. Y de todos modos,se quedarían con tu dinero y luego te

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matarían.Apreté los puños.—Pues entonces Madding.

Ayudadme a encontrar a Mad. Él meayudará. Me lo debe.

Oí uno repiques de campanas detrásde aquellas palabras, que meprovocaron un ardor en las mejillas,pues comprendí lo mucho que habíasubestimado a mis amigos.

Alguien abrió la puerta principal. Viel familiar resplandor de Madding alotro lado de las paredes, incluso antesde que entrara en la cocina, con Ohncomo una sombra más alta a su lado.

—Te he oído —dijo el hijo de los

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dioses en voz baja—. ¿Reclamas elpago de una deuda, Oree?

Hubo un curioso estremecimiento enel aire y una delicada tensión, como sialgo invisible contuviera el aliento. Asísucedía cuando el poder de Maddingcomenzaba a manifestarse.

Me levanté de mi asiento, máscontenta de verlo que las últimas veces.Entonces, al reparar en su expresiónsombría, me refrené—. Lo siento, Mad—dije—. Me había olvidado de… tuhermana. Si hubiera algún otro modo, note pediría que me ayudaras mientrasestás de luto.

Meneó la cabeza.

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—Nada se puede hacer por losmuertos. Ohn dice que un amigo tuyo seha metido en líos.

Ohn le habría dicho más que eso,pues era un chismoso incorregible.Pero…

—Sí. Pero creo que los Guardianesde la Orden se lo han llevado a un sitioque no es el Salón Blanco.

Itempas, el Padre Celestial —elPadre del Día, seguía olvidándome—aborrecía el desorden y raras vecesmatar a un hombre es un acto sosegado.No profanarían el Salón Blanco con algoasí.

—Se lo han llevado a Raíz Sur —

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dijo Madding—. Algunos de los míoslos vieron dirigirse en esa dirección contu amigo, tras el incidente del Paseo.

Tuve un momento para digerir elhecho de que me había hecho vigilar porsus seguidores. Decidí que noimportaba, alargué el brazo hacia elbastón y me acerqué a él.

—¿Hace cuánto?—Una hora. —Me cogió la mano. La

suya era suave y cálida, y no tenía unsolo callo—. Después de esto ya noestaremos en deuda, Oree —dijo—. ¿Loentiendes?

Sonreí débilmente, porque así era.Madding nunca renegaba de sus

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acuerdos. Si contraía una deuda contigo,haría lo que fuese, pasaría por encimade quien fuera, para pagarla. Pero sitenía que enfrentarse con la Orden, lascosas no le serían fáciles en Sombradurante algún tiempo. Había cosas queno podía hacer: matarlos, por ejemplo, oabandonar la ciudad, salvo para volveral reino de los dioses. Incluso lasdeidades tenían normas que debíanseguir.

Me acerqué a él y me refugié en lareconfortante fuerza de su brazo. Eradifícil sentirlo sin recordar otras noches,otros consuelos y otras veces en las queme había apoyado en él para que se

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disiparan mis problemas.—Yo diría que es un precio justo

por haberme roto el corazón —dije. Eltono era despreocupado, pero sentíacada una de las sílabas que habíapronunciado. Y él suspiró, porque sabíaque yo tenía razón.

—Pues sujétate, entonces —dijo,antes de que el mundo entero se volvierabrillante mientras él utilizaba su magiapara llevarnos a dondequiera queLúmino estuviese muriendo.

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DIOSES YCADÁVERES

Óleo sobre lienzo

En el mismo instante en queMadding y yo aparecíamos en Raíz Sur,una descarga de poder nos hizotambalearnos. La percibí como untorrente de luminosidad tan intenso quegrité al sentir que pasaba a mi lado ytuve que soltar el bastón para taparme

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los ojos con las dos manos. Madtambién exhaló un jadeo, como si algoacabara de golpearlo. Se recuperó másdeprisa que yo y me tomó las manos,tratando de apartármelas de la cara.

—¿Oree? Déjame ver.Le dejé que lo hiciera.—Estoy bien —dije—. En serio.

Sólo… Demasiada luz. Dioses… Nosabía que estas cosas pudieran dolertanto.

Seguí parpadeando y dejando queme cayeran lágrimas de los ojos,mientras él los examinaba.

—No son «cosas». Son ojos. ¿Se tepasa el dolor?

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—Sí, sí. Estoy bien, ya te lo hedicho. Por todos los infiernos infinitos,¿qué ha sido eso? —La luz se habíadesvanecido, disuelta en la oscuridad,que era lo que yo solía ver. El dolorestaba desapareciendo más despacio,pero al menos desaparecía.

—No lo sé. —Madding me tomó lacara entre las manos y me pasó lospulgares por debajo de los párpadosinferiores para limpiarme las lágrimas.Al principio se lo permití, pero derepente su contacto se hizo demasiadoíntimo y despertó recuerdos másdolorosos aún que la propia luz. Meaparté, puede que con excesiva rapidez.

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Él exhaló un pequeño suspiro, pero medejó ir.

Hubo una leve trepidación a cadalado de mí y oí un sonido suave, como siunos pies tocaran el suelo. El tono deMadding se volvió más autoritario,como le sucedía siempre que hablabacon uno de sus subordinados.

—Dime que no era quien yo creoque era.

—Lo era —dijo una voz que se meantojó pálida y andrógina, a pesar deque había visto a su propietaria una vezy sabía que era todo lo contrario,voluptuosa y cálida. También era una delas hijas de los dioses a las que no les

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gustaba que las viera, de modo quedesde aquella primera vez no habíavuelto a verla.

—Por los demonios y la oscuridad—dijo Mad con tono de fastidio—. Yopensaba que estaba en poder de losArameri.

—Pues parece que ya no —dijo otravez. Ésta era, sin ninguna duda,masculina. También había visto a supropietario, una criatura extraña delargo y desordenado cabello que olía acobre. Su piel tenía la blancura de losamn, pero salpicada de manchas oscurase irregulares. Yo había deducido queaquello eran sus ornamentos. Y lo cierto

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es que yo las encontraba bonitas, almenos cuando se dejaba ver sin disfraz.Pero estábamos tratando un asunto serio,así que en aquel momento formaba partede la oscuridad.

—Ha venido Lil —dijo la mujer, alo que Madding respondió con ungemido—. Hay cuerpos… Guardianesde la Orden…

—Los… —De repente, Madding seapartó un paso y me lanzó una miradadura—. Oree, por favor, dime que éseno es tu nuevo novio.

—No tengo novio, Mad, y encualquier caso, eso no es asunto tuyo. —Pero fruncí el ceño al comprender a

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quién se refería—. Espera. ¿Estáshablando de Lúmino?

—¿Lúmino? ¿Quién diablos…? —Maldijo entre dientes, se agachó pararecoger mi bastón y me lo puso en lasmanos—. Basta. Vámonos.

Sus subordinados desaparecieron yMadding comenzó a llevarme endirección al lugar del que había venidoaquel estallido de poder.

Raíz Sur —donde arraiga el pus,según el chiste local— era el peorbarrio de Sombra. Una de las raícesprincipales del Árbol se había bifurcadoalrededor de una rama lateral a pocaaltura, así que la zona estaba protegida

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por tres lados, en lugar de los dos decostumbre. En algunas ocasiones, RaízSur podía ser un sitio muy hermoso.Había sido un respetable barrio deartesanos antes del Árbol, así que lasparedes, pintadas de blanco, tenían aquíy allá incrustaciones de mica y suaveságatas, y los adoquines de las callesadoptaban la forma de ladrillos grandesy pequeños, mientras que las puertas dehierro forjado eran verdaderamenteespléndidas. De no haber sido por lastres raíces, habría recibido más luz solarque las zonas de Sombra más próximasal tronco del Árbol. Según me habíancontado, aún era así en los días ventosos

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de finales de otoño, durante una o doshoras al día. El resto del tiempo, RaízSur estaba sumida en una sombraperpetua.

Allí sólo vivía gente pobre,desesperada y violenta. Esto loconvertía en uno de los pocos sitios dela ciudad donde los Guardianes de laOrden podían sentirse cómodos mientrasdaban una paliza de muerte a un hombreen plena calle.

Sin embargo, debían de haber tenidomás problemas de conciencia de lohabitual, puesto que el espacio al quefinalmente me arrastró Madding olía abasura y a moho, y se percibía la rancia

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acritud de la orina. ¿Otro callejón? Unoque carecía de magia para mantenerselimpio.

Y había otros olores también, másfuertes e incluso menos agradables.Humo. Carbón. Carne y pelocarbonizados. Y podía oír un suavezumbido.

Cerca del sonido se encontraba unafigura femenina, alta y lánguida, la únicacriatura que percibía aparte de Madding.Estaba de espaldas a mí, así que alprincipio no capté más que su cabellolargo y liso como el del los nativos delAlto Norte, pero de una tonalidaddorada extrañamente moteada. No era el

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dorado típico del cabello amn. Poralguna razón, no resultaba nadahermoso. Además, la mujer era muydelgada… Tanto, que resultabaperturbador, e insano. Llevaba unvestido incongruentemente elegante, deespalda baja, y sus dos omóplatos,visibles a cada lado de la cabellera,tenían los ángulos tan marcados como lahoja de un cuchillo.

En ese momento, la mujer se volvióy, al verla, tuve que taparme la boca conlas dos manos para no gritar. Por encimade la nariz, el rostro era normal. Pordebajo, la boca se convertía en unamonstruosidad de imposible

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deformidad. La mandíbula inferior lellegaba hasta las rodillas y el casi mediometro de sus encías estaba jalonado porvarias hileras de colmillos minúsculos,afilados como navajas. Colmillos que semovían y desplazaban a lo largo de sumandíbula como un reguero deinagotables hormigas. Emitían un tenuerunrún. La mandíbula babeaba.

Y al ver mi reacción, sonrió. Era laimagen más horrible que jamás hubieravisto.

Entonces, emitió un fulgor trémulo yde repente se transformó en una mujeramn de aspecto normal, con una bocahumana de aspecto corriente. Sin

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embargo, seguía sonriendo y había algode perturbadora voracidad en suexpresión.

—Dioses —murmuró Madding (loshijos de los dioses estaban siemprediciendo cosas así)—. Eres tú.

Sus palabras me confundieron acausa de su dirección: no estabahablándole a la mujer rubia. Larespuesta me hizo dar un respingo,porque llegó desde una direccióninesperada: desde arriba.

—Oh, sí —dijo una nueva y suavevoz—. Es él.

De repente, Madding quedó inmóvil,en una postura que yo sabía que

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anunciaba problemas. Las figuras de susdos lugartenientes, igualmente tensos,parpadearon y aparecieron de pronto.

—Ya veo —dijo Madding, hablandoen voz baja y cautelosa—. Cuántotiempo, Sieh. ¿Has venido a regodearte?

—Un poco. —Era la voz de un niño.Levanté la mirada para tratar dedeterminar dónde se encontraba: en untejado, quizá, o en una ventana delsegundo o del tercer piso. No podíaverlo. ¿Un mortal? ¿U otro hijo de losdioses aquejado de timidez?

Sentí que algo se movía delante demí y, de repente, el niño volvió a hablardesde el suelo, a escasos pasos de

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distancia. Un hijo de los dioses.—Pareces agotado, viejo —dijo y

entonces, con cierto retraso, me dicuenta de que también él estabahablando con alguien que no era niMadding, ni la mujer rubia ni yo.Finalmente, me di cuenta de que a unlado del callejón, junto a la pared, habíaalguien cerca del suelo. Sentado oarrodillado, quizá. Jadeante, por algunarazón. Algo en aquellas inhalacionesagotadas me resultaba familiar.

—La carne mortal está limitada porlas leyes físicas —continuó elmuchacho, dirigiéndose a la persona quejadeaba—. Si no usas los sellos para

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canalizar el poder, consigues más, escierto… pero la magia te deja sinfuerzas. Si utilizas la suficiente, puedeincluso matarte… al menos por untiempo. Es una de las mil cosas nuevasque vas a tener que aprender, me temo.Lo siento, viejo.

La mujer del pelo dorado soltó unacarcajada que sonó como el entrechocarde unos guijarros bajo los pies.

—No lo sientes.Tenía razón. La voz del niño —Sieh,

lo había llamado Madding— carecía porcompleto de compasión. Parecíacomplacido, de hecho, como lo estaríala mayoría de la gente ante un enemigo

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humillado. Ladeé la cabeza, escuché conatención y traté de comprender.

Sieh se rió entre dientes.—Pues claro que lo siento, Lil. ¿Te

parezco la clase de persona queguardaría rencor? Eso sería mezquino demi parte.

—Mezquino —convino la mujer—,infantil y cruel. ¿Te complace supadecimiento?

—Oh, sí, Lil. Me complace mucho.Esta vez ni siquiera se había

molestado en fingir comprensión. Nohabía nada en aquella voz infantil salvoun sádico deleite. Me estremecí, másasustada aún por Lúmino. Nunca había

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visto a un niño de la raza de los hijos delos dioses, pero tenía la sensación deque no eran muy distintos a los de losseres humanos. Los niños humanospueden ser implacables, sobre todocuando tienen poder.

Me aparté de Madding con laintención de acercarme al hombrejadeante. Madding me retuvobruscamente, con una mano que eracomo un cepo en mi brazo. Trastabillé yprotesté:

—Pero…—Ahora no, Oree —dijo Madding.

No solía utilizar aquel tono conmigo,pero yo había aprendido tiempo atrás

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que significaba peligro.Si la situación hubiera sido otra, no

habría dudado en ocultarme detrás de ély tratar de pasar tan inadvertida comofuese posible. Me encontraba en uncallejón oscuro, en medio de la nada,rodeada por cadáveres y dioses detemperamento volátil. Hasta donde yosabía, no había ningún otro mortal lobastante cerca como para oír siquiera ungrito. Y aunque lo hubiera habido, ¿quédiablos podían haber hecho paraayudarme?

—¿Qué les ha pasado a losGuardianes? —Era una preguntainnecesaria. Ya no veía el crepitar de

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sus cuerpos—. ¿Cómo los ha matadoLúmino?

—¿Lúmino?Para mi enorme consternación, era la

voz de Sieh. No pretendía atraer suatención ni la de la mujer del cabellodorado. Pero Sieh parecía realmenteencantado.

—¿Lúmino? ¿Así es como lollamas? ¿En serio?

Tragué saliva, traté de hablar y volvía intentarlo después de un primerfracaso.

—No me ha dicho su nombre, asíque… de algún modo tenía que llamarlo.

—Conque sí, ¿eh? —El muchacho

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parecía complacido. Se acercó. Erabastante más alta que él, deduje por elpunto desde donde me llegaba su voz,pero este hecho no resultaba tanreconfortante como habría podidoparecer. Seguía sin ver nada de él, ni unperfil ni una mera sombra, lo quesignificaba que se le daba mejorocultarse que a la mayoría de los hijosde los dioses. Ni siquiera podía olerlo.Pero sí que lo sentía. Su presenciallenaba el callejón entero como ningunade las que irradiaban los otros hijos delos dioses.

—¿Lúmino? —volvió a preguntar elniño—. ¿Y responde a ese nombre?

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—No exactamente. —Me pasé lalengua por los labios y decidíarriesgarme—. ¿Se encuentra bien?

El muchacho se volvió bruscamente.—Oh, se pondrá bien. No tiene otra

alternativa, ¿sabes? —Estaba másenfadado, comprendí mientras se mehacía un nudo en el estómago. Miintervención había empeorado las cosas—. Le pase lo que le pase a su cuerpomortal, por muchas veces que abuse deél… Y sí, oh, sí, sé lo que haces.¿Pensabas que no? —De nuevo estabahablando con Lúmino, y su voz temblabaprácticamente de furia—. ¿Creías que noiba a reírme de ti, tan orgulloso, tan

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arrogante, siempre a punto de morirporque no eres capaz ni de tomar lasprecauciones más elementales?

De repente, hubo un ruido similar aun empujón y Lúmino soltó un gruñido.Y otro ruido, éste inconfundible: ungolpe. El niño le había dado un puñetazoo una patada. La mano de Madding setensó sobre mi brazo, inadvertidamente,creo. Una reacción a lo que estabapresenciando. Sieh profería sus palabrascomo si fueran gruñidos:

—¿Creías —otra patada, ésta másviolenta. Los hijos de los dioses eranmás fuertes de lo que aparentaban— queno —patada— estaría encantado de

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ayudarte?Patada.Y un eco: el chasquido de un hueso.

Lúmino gritó y al oírlo fui incapaz decontenerme. Abrí la boca para protestar.

Pero antes de que pudiera hacerlo,habló otra voz, tan baja que estuve apunto de no oírla.

—Sieh.Silencio.Al instante, Sieh se hizo visible. Era

un niño, menudo y desgarbado, de unatonalidad casi maroneh, aunque con unamaraña descuidada de cabello laciosobre la cabeza. En absolutoamenazante. En el momento de aparecer

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estaba como paralizado, con los ojosabiertos de par en par por la sorpresa,pero al instante se volvió.

Y en el lugar al que miraba aparecióotra hija de los dioses. Era muy menuda,una cabeza más baja que yo y apenasmás alta que Sieh, aunque había algo enella que transmitía una sensación defuerza. Posiblemente, su atuendo, queera extraño: un chaleco largo, gris y sinmangas que dejaba al aire sus finosbrazos color marrón oscuro y unascalzas que se interrumpían en mitad delas pantorrillas. Iba descalza. El mismoaspecto, pensé al instante, que, según mehabían dicho, tenía la gente del Alto

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Norte, con la excepción del pelo, queera rizado en lugar de liso, y que llevabatan corto como si fuera un muchacho. Ysalvo los ojos también, aunque no eracapaz de saber por qué. ¿Cuál era sucolor? ¿Verde? ¿Gris? ¿Algo totalmentedistinto?

Por el rabillo del ojo, vi queMadding se ponía tenso y que los ojosse le abrían como platos. Uno de suslugartenientes profirió una rápidaimprecación en voz baja.

—Sieh —volvió a decir la mujertranquila, con tono de desaprobación.

Sieh frunció el ceño. Su aspecto enaquel momento era únicamente el de un

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niño mohíno al que han sorprendidohaciendo una travesura.

—¿Qué pasa? Ni que fuese unmortal…

A un lado, la diosa del pelo dorado,Lil, miraba a Lúmino con interés.

—Pues huele como ellos. A sudor,dolor, sangre y miedo. Qué bonito.

La nueva diosa la miró de soslayo,cosa que no pareció molestar enabsoluto a Lil, y luego volvió acentrarse en Sieh.

—Esto no es lo que habíamosdecidido.

—¿Por qué no puedo matarlo apatadas de vez en cuando? Él no respeta

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los términos que estableciste. Al menospuedo usarle para divertirme.

La diosa meneó la cabeza con unsuspiro y se acercó a él. Para misorpresa, Sieh no se resistió mientras ledaba un abrazo y le envolvía la nuca conuna mano. Sieh se mantuvo tieso, sindevolverle el gesto, pero hasta yo me dicuenta de que no le molestaba el abrazo.

—Esto no sirve de nada —le dijoella al oído, con un tono de taldelicadeza que no pude por menos queacordarme de mi propia madre, akilómetros de distancia en Nimaro—.No ayuda. Ni siquiera lo lastima de unmodo que importe. ¿Por qué te

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molestas?Sieh apartó la cara, con los puños

apretados a ambos lados.—¡Ya lo sabes!—Sí, lo sé. ¿Y tú?Cuando Sieh retomó la palabra, pude

oír la tensión que había en su voz:—¡No! ¡Lo odio! ¡Quiero matarle

para siempre!Pero entonces, la presa de sus

sentimientos cedió y se dejó caer sobreella mientras se disolvía en lágrimas. Ladiosa tranquila suspiró y lo abrazó conmayor fuerza, aparentemente contentacon consolarlo todo el tiempo que fuesenecesario.

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Quedé maravillada por aquello,desgarrada entre el sobrecogimiento y lapiedad, pero entonces me acordé deLúmino, que seguía en suelo, a pocadistancia de mí, respirando condificultad.

Me aparté subrepticiamente deMadding, que observaba la escena conuna expresión tan extraña que fuiincapaz de interpretarla. Pesar, quizá.Desencanto… No importaba. Mientraslos demás y él estaban ocupados, meacerqué a Lúmino. Era él, sin duda.Reconocí su característico aroma aespecias y metal. Al arrodillarme paraexaminarlo, descubrí que tenía la

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espalda tan caliente como si lo hubieranaquejado unas fiebres, y estabacompletamente empapada de algo que yoesperaba que sólo fuese sudor. Se habíahecho un ovillo y, con los puñosapretados, sufría indeciblemente.

Su estado me enfureció. Levanté unamirada de hostilidad hacia Sieh y ladiosa tranquila… y se me heló la sangreal ver que ella me observaba por encimadel hombro huesudo de Sieh.

¿No eran sus ojos de un tono entreverde y gris? Pues ahora parecían de unverde amarillento y no transmitíanninguna cordialidad.

—Qué interesante —dijo. A su lado,

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Sieh también volvió la mirada hacia mí,mientas se frotaba un ojo con el dorsode la mano. La diosa mantuvo una manosobre su hombro en un gesto dedespreocupado afecto y me dijo—:¿Eres su amante?

—No —dijo Madding.La mujer le lanzó la más templada

de las miradas y la mandíbula deMadding se flexionó. Era lo másparecido al miedo que nunca había vistoen él.

—No lo soy —balbuceé. No sabíalo que estaba pasando ni por quéMadding parecía sentir tanta cautela anteaquella mujer y el dios niño, pero lo que

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sí sabía era que no quería que Maddingse metiera en líos por mi estupidez—.Lúmino vive conmigo. Hemos. Él… —¿Qué debía decirle? «Nunca le mientas aun hijo de los dioses», me habíaadvertido Mad hacía tiempo. Algunos deellos se habían pasado mileniosestudiando a la humanidad. No podíanleer las mentes, pero el lenguaje denuestros cuerpos era como un libroabierto—. Soy su amiga —dije al fin.

El muchacho intercambió una miradacon la diosa y luego ambos me miraroncon ojos inquietantes y enigmáticos.Solo en ese momento reparé en que laspupilas de Sieh eran verticales, como

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las de una serpiente o un felino.—Su amiga —dijo Sieh. Su rostro

carecía de toda expresión, sus ojosestaban secos y su voz no teníainflexión. No sabía si eso era una buenao una mala señal.

—Sí —dije con una voz que se meantojó muy débil—. Eso… eso… es loque yo creo, al menos —Se hizo otrosilencio, y sentí que me avergonzaba. Nisiquiera conocía el verdadero nombrede Lúmino—. Por favor, no le hagáismás daño. —Esto lo dije en un susurro.

Sieh suspiró y la mujer también. Lasensación de que estaba cruzando unabismo muy profundo por un puente

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sumamente estrecho comenzó adesvanecerse.

—Tú te dices su amiga —dijo lamujer. Para mi sorpresa, habíacompasión en su voz. Y la tonalidad desus ojos, ahora de un verde másprofundo—. ¿Él te llama a ti lo mismo?

Así que se habían dado cuenta.—No lo sé —dije. La detestaba por

haber hecho aquella pregunta. No miré aLúmino, que seguía a mi lado—. Nohabla conmigo.

—Pregúntale por qué —dijo el niño,arrastrando la voz.

Me pasé la lengua por los labios.—Hay muchas razones por las que

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un hombre podría no querer hablar de supasado.

—Y pocas de ellas son buenas. Lassuyas, desde luego, no lo son.

Con una última mirada desdeñosa,Sieh se volvió y se alejó.

Se detuvo, sin embargo, con unaexpresión de sorpresa en el rostro, alver que, de repente, la mujer tranquila seacercaba a Lúmino y a mí. Cuando seagachó, apoyándose con desenvolturasobre sus pies descalzos, capté unmomentáneo atisbo de su auténtico yo,de la diosa que se ocultaba detrás de sumodesta apariencia, y lo que percibí medejó aturdida. Si Sieh había llenado el

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callejón con su presencia, ella llenaba…¿qué?, era demasiado vasto paraaprehenderlo, demasiado detallado. Latierra bajo mis pies. Cada ladrillo, cadamota de mortero, cada semilla queluchaba por sobrevivir y cada manchade moho. El aire. Los cubos de basuradel fondo del callejón. Todo.

Y entonces, la sensacióndesapareció, tan deprisa como habíaaparecido, y ella volvió a ser sólo unamenuda mujer del Alto Norte, con unosojos que me hacían pensar en bosquessombríos y húmedos.

—Tienes mucha suerte —dijo. Alprincipio me confundieron sus palabras.

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Luego me di cuenta de que le estabahablando a Lúmino—. Los amigos soncosas preciosas y llenas de poder…Difíciles de conseguir, más difíciles aúnde conservar. Deberías darle las graciasa ella por darte una oportunidad.

Lúmino se estremeció a mi lado. Nopude ver lo que hacía, pero la expresiónde la mujer se tornó de fastidio. Sacudióla cabeza y se puso en pie.

—Cuídalo —dijo. Esta vez sedirigía a mí—. Sé su amiga, si quieres…si te deja. Te necesita más de lo quecree. Pero, por tu propio bien, no loames. No está listo para eso.

No pude más que contemplarla,

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muda de sobrecogimiento. Se volvió yse detuvo al pasar junto a Madding.

—Role —dijo.Él asintió, como si hubiera estado

esperando que ella le prestara atención.—Estamos haciendo lo que

podemos. —Me dirigió una miradarápida e intranquila—. Hasta losmortales están investigándolo. Todo elmundo quiere saber cómo ha sucedido.

La mujer asintió lenta ysolemnemente. Durante un instantedemasiado largo guardó silencio. Eraalgo que los dioses hacían a veces,contemplar lo inescrutable, aunque nosolían hacerlo cuando había mortales

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presentes. Puede que aquélla aún noestuviera acostumbrada a los mortales.

—Tenéis treinta días —dijo depronto.

Madding se puso tenso.—¿Para dar con el asesino de Role?

Pero prometiste…—Dije que no interferiríamos en los

asuntos de los mortales —replicó ellacon brusquedad. Madding guardósilencio al instante—. Pero esto es unasunto familiar.

Al cabo de un momento, Maddingasintió, aunque todavía parecíaincómodo.

—Sí. Sí, claro. Y, eh…

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—Está furioso —dijo la mujer. Y,por primera vez, también ella pareciópreocupada—. Role no tomó partidodurante la guerra. Pero aunque lohubiera hecho… Aún sois sus hijos. Aúnos quiere.

Hizo una pausa y miró a Madding desoslayo, pero éste apartó la mirada.Supuse que se refería a Itempas elBrillante, quien, según se decía, era elpadre de todos ellos. Como es natural,Él no iba a dejar sin castigo la muerte desu hija.

La mujer continuó:—Treinta días, pues. Lo he

convencido para que permanezca al

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margen durante este tiempo. Después deeso… —Hizo una pausa y se encogió dehombros—. Conoces su temperamentomejor que yo.

Madding se puso muy pálido.Con esto, la mujer se volvió y se

reunió con el niño. Evidentemente,tenían la intención de marcharse. Por elrabillo del ojo vi que uno de loslugartenientes de Madding suspiraba dealivio. Yo tendría que haber sentido lomismo. Y tendría que haber guardadosilencio. Pero mientras observaba cómose alejaban la mujer y el niño, no podíapensar más que en una cosa: ellosconocían a Lúmino. Puede que lo

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odiaran, pero al menos lo conocían.Busqué a tientas mi bastón.—¡Esperad!Madding me miró como si hubiera

perdido la cabeza, pero lo ignoré. Lamujer se detuvo sin volverse, pero elmuchacho sí lo hizo, con auténticasorpresa.

—¿Quién es? —pregunté, señalandoa Lúmino—. ¿Podéis decirme sunombre?

—Oree, por los dioses. —Maddingdio un paso hacia mí, pero la mujerlevantó una mano grácil y él se detuvo.

Sieh se limitó a sacudir la cabeza.—Las reglas son que debe vivir

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entre los mortales como un mortal —dijo mientras se volvía para mirar aLúmino, tras de mí—. Ninguno devosotros llega a este mundo con unnombre, así que él tampoco. No tendránada que no se haya ganado por símismo. Y como no está esforzándosemucho, no tiene gran cosa. Aparte de unaamiga, al parecer. —Me mirófugazmente y afloró una expresión agriaa sus facciones—. En fin… Como decíamamá, hasta él tiene suerte a veces.

«Mamá», observó la parte de mimente a la que aún fascinaban estascosas, incluso después de años de viviren Sombra. Los hijos de los dioses a

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veces se emparejaban entre sí. ¿EraLúmino el padre de Sieh, pues?

—Los mortales no llegan al mundosin nada —dije con cautela—. Tenemosuna historia. Una casa. Una familia.

Sieh arrugó los labios.—Sólo aquellos de vosotros que

tenéis suerte. Una suerte que él no semerece.

Me estremecí y, sin pretenderlo,recordé cómo había encontrado aLúmino, luz y belleza abandonadoscomo la basura. Durante todo aqueltiempo, siempre había supuesto que eravíctima de su desgracia. Había pensadoque quizá sufría de una enfermedad de

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los dioses, o que había tenido unaccidente que lo había despojado detodo su poder, salvo un mero vestigio.Ahora sabía que aquella condición lehabía sido impuesta deliberadamente.Alguien —los mismos dioses, quizá—le había hecho aquello como castigo.

—Por los infiernos infinitos, ¿quéhizo? —murmuré sin pensar Alprincipio no entendí la reacción delmuchacho. Nunca se me ha dado tan bienpercibir cosas con la mirada como conmis otros sentidos y la expresión delrostro de Sieh no revelaba lo suficientepara que yo pudiera entenderlo. Pero aloír lo que dijo, lo entendí: lo que había

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hecho Lúmino, fuera lo que fuese, debíade haber sido algo realmente terrible,porque el odio de Sieh había sido amorun día. El amor traicionado tiene unsonido completamente distinto al delsimple odio.

—Puede que él mismo te lo cuenteun día —dijo—. Eso espero. Tampocose merece un amigo.

Entonces, la mujer y él sedesvanecieron y me dejaron allí, entredioses y cadáveres.

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FRUSTRACIÓN

Acuarela

A estas alturas supongo que tienescierta confusión. No pasa nada: a mí mesucedió lo mismo. El problema no erasólo que yo hubiera malinterpretadoalgunas cosas —aunque esto tambiénformaba parte del asunto—, sino laHistoria. La política. Probablemente, losArameri y puede que los nobles y lossacerdotes más poderosos conocieran

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todo aquello. Pero yo no soy más queuna mujer corriente, sin conexiones niestatus, y sin más poder que un bastónque se convierte en un estupendo garroteen caso de necesidad. Tenía queaveriguarlo todo a la antigua usanza.

Mi educación no ayudaba mucho.Como a la mayoría de la gente, mehabían enseñado que una vez hubo tresdioses y que luego estalló una guerraentre ellos, lo que dejó solamente a dos.Otro de ellos ya no era un dios, enverdad —aunque seguía siendo muypoderoso—, así que en realidad habíauno (y muchísimos hijos de los dioses, alos que nunca veíamos). Durante la

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mayor parte de mi vida, se me crió paracreer que este estado de cosas era ideal,porque ¿quién quiere adorar a un puñadode dioses cuando puede adorar a unosólo? Entonces, regresaron los hijos delos dioses.

Y no únicamente ellos. De repente,los sacerdotes empezaron a elevarextrañas plegarias y a inscribir nuevospoemas educativos en los pergaminospúblicos. Los niños aprendían nuevascanciones en las escuelas de los SalonesBlancos. Si hasta entonces las gentes delmundo sólo habían tenido que ofrecersus alabanzas a Itempas el Brillante,ahora tenían que honrar a otras dos

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deidades: un Señor de las SombrasProfundas y una tal Dama Gris. Ycuando alguien les preguntaba por esto,los sacerdotes se limitaban a responder:«El mundo ha cambiado. Nosotrosdebemos cambiar con él».

Ya puedes imaginarte lo bien quefueron las cosas.

Pero no resultó tan caótico comohabría podido ser. A fin de cuentas,Itempas el Brillante aborrece eldesorden y los más afectados por estenuevo estado de cosas eran los quellevaban sus preceptos en el corazón.Así que discreta, pacífica yordenadamente, la gente dejó de asistir a

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los servicios en los Salones Blancos.Dejaron de enviar a sus hijos para queles dieran las lecciones y comenzaron aeducarlos como mejor podían. Dejaronde pagar los diezmos, a pesar de queantes eso se castigaba con la prisión o lamuerte. Se consagraron a lapreservación del Brillo, a pesar de queel mundo entero parecía decidido aensombrecerse.

Todo el mundo contuvo el aliento ala espera de que comenzase lacarnicería. La Orden responde ante lafamilia Arameri y los Arameri notoleran la desobediencia. Pero nadie fueencarcelado. No hubo desapariciones, ni

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de individuos ni de pueblos. Lossacerdotes visitaron a los padres y losinstaron a llevar de nuevo a sus hijos alas escuelas, por el bien de éstos, perocuando los padres se negaron, nadie sellevó a los niños. Los Guardianes de laOrden promulgaron un edicto por el quetodo el mundo debía pagar un impuestobásico para costear los serviciospúblicos. Quienes no lo pagaron fueroncastigados. Pero para aquellos queoptaron por no pagar el diezmo de laOrden… nada.

Nadie sabía qué pensar de todoaquello. Así que hubo otras rebelionesmenos visibles, pero más amenazadoras

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para el Brillante. Por todas partes, losherejes comenzaron a venerar a susdioses abiertamente. Un país del AltoNorte —no recuerdo cuál— declaró queprimero enseñaría a los niños la lenguanativa y luego el senmita, en lugar de alrevés. Incluso hubo gente que decidió noadorar a ninguna deidad, a pesar de quetodos los días aparecían nuevos diosesen Sombra.

Y los Arameri no han hecho nada.Durante siglos, durante milenios, el

mundo ha bailado a un único son. Encierto modo, ésta ha sido nuestra mássagrada e inviolable ley: «Harás todocuanto se les antoje a los Arameri».

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Que esto haya cambiado… Bueno,es más aterrador para la mayoría denosotros que ningún espectáculo depirotecnia que pudieran sacarse losdioses de la manga. Significa el final delBrillo. Y ninguno de nosotros sabe loque vendrá después.

Así que supongo que mi confusiónsobre ciertas cosas de la cosmologíaresulta comprensible.

Después de eso deduje las cosasbastante deprisa, gracias a los dioses.Al volver al callejón…

… la diosa rubia estaba lamiendoalgo en el suelo.

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Al principio creí que era Lúmino,pero al acercarme más me di cuenta deque no podía ser él por la posición.Lúmino se encontraba en otro lado delcallejón. Las únicas cosas que había enel lado donde se había arrodilladoeran…

Sentí la bilis en la garganta. LosGuardianes muertos.

La diosa levantó la mirada hacia mí.Sus ojos eran del mismo color que sucabello: un dorado moteado conmanchas irregulares de una tonalidadmás oscura. Me la quedé mirando yexperimenté una momentánea epifanía.Cuando la gente miraba mis ojos, ¿eso

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era lo que veía? ¿Una fealdad quetendría que haber sido belleza?

—Carne entregada libremente… —dijo la hija de los dioses mientrasesbozaba una sonrisa voraz.

Volví junto a Lúmino dando unrodeo para evitarla.

—Pones a prueba mi paciencia,Oree —dijo Madding, meneando lacabeza mientras pasaba a su lado—. Lodigo en serio.

—Lo único que he hecho ha sidoformular una pregunta —le espetémientras me agachaba para examinar aLúmino. Sólo los dioses sabían lo que lehabían hecho los Guardianes de la

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Orden antes del ataque de Sieh. Noquise pensar en los cuerpos que habíadetrás de mí y en quién les había hechoaquello.

—Estaba tratando de mantenerte convida —replicó la lugarteniente deMadding.

La ignoré, aunque probablementetuviera razón. Lo que pasa es que no mesentía con fuerzas para admitirlo. Alexplorar la cara de Lúmino con losdedos, descubrí que tenía un corte en laboca y que alguien le había dejado unojo morado, estaba tan hinchado quecasi no podía abrirlo. Pero aquellasheridas no me preocupaban. Palpé su

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cuerpo en busca de las rodillas, tratandode encontrar la fractura…

Algo se plantó sobre mi pecho yempujó. Con fuerza. Sobresaltada, lancéun grito mientras salía volando haciaatrás con tal fuerza que mi espalda seestrelló contra el muro del otro lado,donde perdí el sentido.

—¡Oree! ¡Oree!Unas manos tiraron de mí. Parpadeé

para dejar de ver las estrellas queestaba viendo, y me encontré a Maddingagachado delante de mí. Al principio nome di cuenta de lo que había sucedido.Entonces, vi que Madding se revolvía,con el rostro retorcido de furia, y miraba

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a Lúmino.—Estoy bien —dije, aunque no

estaba del todo segura. Lúmino no habíasido nada delicado. Sentía un repiqueteoapagado en la nuca, donde mi cráneohabía chocado contra la piedra. Dejéque Madding me ayudara aincorporarme, agradecida, pero entonceslas formas brillantes de la mujer rubia yde él se tundieron de maneradesagradable—. ¡Estoy bien!

Madding emitió un gruñidoininteligible en la cantarina y guturallengua de los dioses. Vi que las palabrasse derramaban desde su boca comoparpadeantes flechas que volaban en

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dirección a Lúmino. La mayoría de ellaseran inofensivas, deduje al ver que sedisolvían en mil pedazos sin hacer daño,pero algunas de ellas parecieronalcanzar su objetivo y penetrar en él.

La ronca risa de la hija de los diosesde cabello dorado interrumpió sudiscurso.

—Qué falta de respeto, hermanito —dijo, y se limpió los labios de grasa ycarbón. No de sangre. No habíamordido. Aún.

—El respeto hay que ganárselo, Lil.—Madding escupió a un lado—.¿Alguna vez trató de ganarse el nuestro,en lugar de exigirlo?

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Lil se encogió de hombros e inclinóla cabeza hasta dejar su rostro ocultopor la maraña de su cabello.

—¿Y eso qué importa? Hicimos loque teníamos que hacer. El mundocambia. Mientras quede vida que vivir ycarne que saborear, por mí está bien.

Con estas palabras, abandonó sudisfraz de humana. Su boca se abrió y seabrió hasta alcanzar dimensionesimposibles, mientras se inclinaba sobrelas formas caídas de los Guardianes dela Orden.

Me tapé la boca mientras Maddingarrugaba el rostro con repugnancia.

—Carne entregada libremente, Lil.

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Creía que ése era tu credo.Ella calló por unos instantes.—Ésta lo ha sido. —Su boca no se

movió al hablar. En su estado, no podríahaber formado palabras a la manerahumana.

—¿Por quién? Dudo que esoshombres se hayan presentadovoluntarios para ser carbonizados comopasto para tus apetitos.

Ella levantó un brazo y apuntó conun dedo esquelético el lugar en el queLúmino estaba.

—Él los mató. Suya era la carnepara darla.

Me estremecí al comprender que

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aquello confirmaba mis temores.Madding se dio cuenta, se inclinó paraexaminarme y me tocó los hombros y lacabeza con delicadeza. Elentumecimiento en los puntos querozaban sus dedos indicaba que tendríamoratones al llegar la mañana.

—Estoy bien —volví a decir. Se meestaba aclarando la cabeza, así que dejéque Madding me ayudara a levantarme—. No pasa nada. Deja que lo vea.

Madding frunció el ceño.—Ha tratado de hacerte daño de

verdad, Oree.—Lo sé. —Pasé a su lado. Tras él,

oí los inconfundibles y espantosos

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sonidos del desgarro de la carne y elcrujido de los huesos. Procuré noalejarme en exceso de Madding, cuyorobusto cuerpo me bloqueaba la visión.

Preferí centrar mi mirada en Lúmino,o en la posición donde suponía queestaba. La magia que hubiera utilizadopara acabar con los Guardianes de laOrden, fuera la que fuese, habíadesaparecido hacía tiempo. Ahoraestaba débil y herido, y en su dolor serevolvía como un animal…

No. Me había pasado la vidaaprendiendo a conocer los corazones delos demás a través del contacto de lapiel. Había sentido la arrogante rabia de

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su empujón. Puede que fuese de esperar:la diosa tranquila le había dicho quedebía dar gracias por tenerme comoamiga. Puede que yo no conociera aLúmino muy bien, pero sabía que erademasiado orgulloso para no tomarseaquello como un insulto.

Volvía a respirar entrecortadamente.Al empujarme había perdido las pocasfuerzas que había recuperado. Perocuando logró levantar la cabeza y mefulminó con la mirada, lo sentí.

—Mi casa sigue abierta para ti,Lúmino —dije en voz muy baja—.Siempre he ayudado a la gente que menecesitaba y no es mi intención dejar de

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hacerlo ahora. Tú me necesitas, te gusteo no.

Entonces, me di la vuelta, con lamano extendida. Madding me puso elbastón en ella. Aspiré hondo y di dosgolpecitos en el suelo para oír elreconfortante clap de la madera sobre lapiedra.

—Busca tú mismo el camino —dijea Lúmino, y lo dejé allí.

Madding no delegó en nadie la tareade cuidar de mí. Eso era lo que yo habíaesperado, puesto que las cosas habíansido un poco difíciles entre nosotrosdesde que rompimos. Pero se quedó y

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me bañó mientras yo estaba allí,temblando y arrodillada en el agua fría.(Podría haberla calentado, los dioseseran útiles para ese tipo de cosas, peroel frío le convenía más a mi espalda). Alterminar, me envolvió en una túnicasuave y mullida que había conjurado, mehizo sentar en la cama y se tumbó a milado.

No protesté, aunque le dirigí unamirada divertida.

—Supongo que esto es sólo paradarme calor, ¿no?

—Bueno, no sólo por eso —dijomientras se acurrucaba más cerca y meponía una mano en la parte inferior de la

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espalda. Aquella zona no estabamagullada—. ¿Cómo tienes la cabeza?

—Mejor. Creo que el frío me hasentado bien. —Era agradable volver asentirlo allí. Como en los viejostiempos. Me dije que era mejor que nome acostumbrase, pero era como decirlea un niño que no podía comer caramelos—. No tengo ni un chichón.

—Mmm. —Retiró unos mechones depelo y se incorporó para besarme en lanuca—. Puede que te salga uno mañana.Deberías descansar.

Suspiré.—Es difícil descansar si sigues

haciendo eso.

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Hizo una pausa y luego suspiró. Sualiento me hizo cosquillas en la piel.

—Perdona. —Se quedó allí unmomento, con el rostro pegado a micuello, inhalando mi olor, y entonces,finalmente, se movió para dejar unoscentímetros entre los dos. Lo eché enfalta al instante y volví la cabeza paraque no pudiera verlo.

—Haré que alguien traiga a…Lúmino… si no ha regresado por lamañana —dijo finalmente, tras un largoe incómodo silencio—. Eso es lo queme pediste que hiciera.

—Humm. —No tenía sentido darlelas gracias. Era el dios de las

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obligaciones. Mantenía sus promesas.—Ten cuidado con él, Oree —dijo

en voz baja—. Yeine tenía razón. Notiene una gran opinión de los mortales yya has comprobado su genio en tuspropias carnes. Ignoro por qué lo hasacogido. No entiendo la mitad de lascosas que haces. Pero ten cuidado. Es loúnico que te pido.

—No sé si debería dejar que mepidas nada, Mad.

Supe que lo había molestado al verque una luz brillante y ondulada, de unatonalidad entre verde y azul, inundaba lahabitación.

—Las cosas no van sólo en un

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sentido, Oree —replicó. Su voz era mássuave ahora, calma y llena de ecos—.Ya lo sabes.

Suspiré, amagué con darme la vueltay me lo pensé mejor al sentir cómopalpitaban mis magulladuras. Así que loque hice al final fue volver la cabeza.Madding se había transformado en unaresplandeciente figura humanoide,vagamente masculina, pero la expresiónque ardía en su rostro era, sin el menorgénero de duda, la de un amanteofendido. Pensaba que yo estaba siendoinjusta. Y puede que tuviese razón.

—Dices que aún me quieres —dije—. Pero que ya no quieres estar

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conmigo. No me cuentas nada. Mesueltas vagas advertencias sobre Lúminoen lugar de explicarme algo útil. ¿Cómoquieres que me sienta?

—No puedo contarte nada más sobreél. —Su forma líquida se transformó depronto en duro cristal, aguamarina yperidotita, con delicadas facetas. Meencantaba cuando se volvía sólidoaunque, por lo general, eso significabaque iba a hacer gala de su tozudez—. Yaoíste a Sieh. Debe vagar por este mundo,sin nombre y sin que nadie lo conozca.

—Háblame de Sieh, pues, y de esamujer. ¿Yeine, la has llamado? Lestenías miedo.

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Madding exhaló un gemido que hizotemblar todas sus delicadas facetas.

—Eres como una urraca. Sueltas untema para saltar detrás de otro másbonito.

Me encogí de hombros.—Soy mortal. No tengo todo el

tiempo del mundo. Respóndeme a lo quete pregunto. —Ya no estaba enfadada.Ni él, en realidad. Sabía que aún mequería y él sabía que yo lo sabía.Simplemente, estábamos ayudándonos asuperar un día complicado. Era fácilrecaer en los viejos hábitos.

Madding suspiró y recobró su formahumana mientras se apoyaba en el

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cabecero de la cama.—No era miedo.—A mí me lo pareció. Todos

vosotros lo teníais, salvo la de la boca.Lil.

Hizo una mueca.—Lil no es capaz de sentir miedo.

Pero no era miedo. Sólo era… —Seencogió de hombros con el ceñofruncido—. Es difícil de explicar.

—Contigo todo lo es.Puso los ojos en blanco.—Yeine es… Bueno, es muy joven,

para ser una de nosotros. Aún no sé quépensar sobre ella. Y Sieh, a pesar de suapariencia, es el más antiguo de los

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nuestros.—Ah —dije, a pesar de que en

realidad no lo entendía. ¿Aquel niño eramayor que Madding? ¿Y por qué habíallamado mamá a la mujer si era másjoven que él?—. El respeto de unhermano menor…

—No, eso carece de importanciapara nosotros.

Fruncí el ceño, confusa.—Entonces, ¿qué es? ¿Que el niño

es más fuerte que tú?—Sí. —Arrugó el rostro,

consternado. Por un instante tuve laimpresión de que el color aguamarina seconvertía en zafiro, pero él no había

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cambiado. Fue sólo mi imaginación.—¿Porque es más viejo?—En parte sí, pero también… —Su

voz se apagó.Gemí de frustración.—Quisiera dormir esta noche, Mad.—Estoy tratando de explicártelo. —

Suspiró—. Los idiomas mortales notienen palabras para esto. Él… vive enplenitud. Es lo que es. Ya conoces esedicho, ¿verdad? En nuestro caso no sonmeras palabras.

No tenía ni la menor idea de lo quequería decir. Lo vio en mi expresión yvolvió a intentarlo.

—Imagina que eres más antigua que

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este planeta, pero tienes que portartecomo una niña. ¿Podrías hacerlo?

Era imposible hasta de imaginar.—No… no lo sé. Creo que no.Madding asintió.—Sieh lo hace. Lo hace todos los

días, a todas horas. Nunca deja dehacerlo. Ésa es su fuerza.

Estaba empezando a entenderlo, almenos un poco.

—¿Por eso tú eres usurero?Madding se rió entre dientes.—Yo prefiero el término

«inversor». Y cobro unos interesesperfectamente justos, muchas gracias.

—Y traficante de drogas…

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—Prefiero el término «boticarioindependiente»…

—Calla. —Alargué una mano y letoqué el dorso de la mano, sobre lassábanas—. Debiste de pasarlo maldurante el Interdicto. —Así es como loshijos de los dioses y él llamaban alperiodo anterior a su llegada, el tiempoen el que no se les permitía visitarnuestro mundo ni relacionarse con losmortales. El porqué de aquellaprohibición o el responsable de ella,eran secretos para nosotros—. No me dala impresión de que los dioses tenganmuchas obligaciones.

—No es cierto —dijo. Me observó

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un momento y luego cogió mi mano—.Las obligaciones más grandes no sonmateriales, Oree.

Miré su mano, aferrada a la nada queera la mía y, aunque entendí lo que mehabía dicho, lamenté que lo hubierahecho. Ojalá hubiera dejado de estarenamorado de mí. Así, las cosas habríansido más fáciles.

Su mano se relajó. Le había dejadover más cosas en mi expresión de lasque yo pretendía. Suspiró, levantó mimano y me la besó en el dorso.

—Tengo que irme —dijo—. Sinecesitas algo…

Obedeciendo un impulso me

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incorporé, a pesar de que eso meprovocó un dolor horrible en la espalda.—Quédate —le dije.

Apartó la mirada, intranquilo.—No debería.—No por obligación, Mad. Por

amistad. Quédate.Alargó la mano y me quitó el pelo de

la mejilla. Su expresión, en aquelmomento en el que se mostraba sincautela alguna, era la más delicada quehabía visto en su rostro cuando noadoptaba su forma líquida.

—Ojalá fueras una diosa —dijo—.A veces tengo la impresión de que loeres. Pero entonces sucede algo como

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esto… —Retiró la túnica y me acaricióun moratón con la yema del dedo—. Yrecuerdo lo frágil que eres. Recuerdoque te perderé un día. —Apretó lamandíbula—. No podría soportarlo,Oree.

—Las diosas también pueden morir.—Comprendí mi error demasiado tarde.Había estado pensando en la Guerra delos Dioses, hacía milenios. Me habíaolvidado de la hermana de Madding.

Pero él esbozó una sonrisa triste.—Eso es distinto. Nosotros

podemos morir. Pero vosotros losmortales… Nada puede impedir que lohagáis. Y lo único que podemos hacer

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nosotros es permanecer observando.«Y morir un poco con vosotros».Esto fue lo que dijo la noche que me

abandonó. Yo comprendía surazonamiento, e incluso estaba deacuerdo con él. Lo que no quería decirque me gustara.

Le puse una mano en la cara y meincliné para besarlo. Respondió alinstante, pero sentí que se contenía. Noencontré nada de su sabor en el beso, apesar de que insistí, prácticamentesuplicando más. Al separarnos, yosuspiré y él apartó la mirada.

—Debería irme —volvió a decir.Esta vez lo dejé. Se levantó de la

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cama y fue a la puerta, donde se detuvoun momento.

—No puedes volver a la Avenida delas Artes —dijo—. Lo sabes, ¿no? Nisiquiera deberías quedarte en la ciudad.Márchate, al menos unas semanas.

—¿Y adónde quieres que vaya? —Volví a tumbarme y aparté la mirada deél.

—Podrías visitar tu hogar.Sacudí la cabeza. Odiaba Nimaro.—Pues viaja, entonces. Algún sitio

habrá que quieras conocer.—Tengo que comer —dije—. Y

pagar el alquiler tampoco estaría mal, amenos que pretendas que me lleve todas

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mis posesiones.Dio un leve suspiro de exasperación.—Pues al menos pon tu mesa en otro

de los paseos. Los Guardianes de laOrden de Esha no miran mucho por allí.Y tienes algunos clientes entre ellos.

No los suficientes. Pero tenía razón.Sería mejor que nada. Suspiré y asentí.

Puedo hacer que uno de los míos…—No quiero estar en deuda contigo.—Como regalo —dijo en voz baja.

Hubo un tenue y desagradable tembloren el aire, como una campanadadesafinada. La generosidad no leresultaba fácil. En otro día, en otrascircunstancias, me habría sentido

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honrada por su esfuerzo, pero en aquelmomento no estaba de un humorespecialmente generoso.

—No quiero nada de ti, Mad.Otro silencio, éste preñado de

reverberaciones de dolor. Tambiénaquello me recordaba a los viejostiempos.

—Buenas noches, Oree —dijo antesde marcharse.

Al fin, después de llorar un buenrato, acabé por dormirme.

Deja que te cuente cómo nosconocimos Madding y yo.

Llegué a Sombra —aunque por

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entonces yo aún pensaba en ella como elCielo— cuando tenía diecisiete años.Enseguida entablé amistad con otroscomo yo: recién llegados, soñadores,jóvenes atraídos a la ciudad a pesar desus peligros porque a veces, paraalgunos de nosotros, el tedio y lafamiliaridad son peores que arriesgar lavida. Con su ayuda aprendí a utilizar misdotes como artesana para ganarme lavida y a protegerme de quienespretendían aprovecharse de mí. Alprincipio dormía en una casa con otrosseis inquilinos, pero luego conseguí unacasa para mí sola. Al cabo de un año,envié una carta a mi madre para contarle

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que seguía viva, y a cambio recibí unamisiva de diez páginas en la que meexigía que volviera a casa. Pero a mí meiba bien en la ciudad.

Recuerdo que ocurrió en unatardecer de invierno. La nieve es rara ypoco copiosa en la ciudad —el Árbolnos protege de lo peor de ella—, perohabía caído un poco y hacía tanto fríoque los caminos empedrados erantrampas mortales. Dos días antes, Vuroyse había roto un brazo al caerse al suelo,para consternación de Ru y Ohn, quetendrían que soportar sus incesantesquejas en su casa. Yo no tenía a nadie encasa que se ocupara de mí si me caía y

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no podía pagarme un doblahuesos, asíque caminaba por las aceras másdespacio que de costumbre. (El hielosuena muy similar a la piedra cuando logolpeas con el bastón, pero hay unadiferencia sutil en el aire encima de unazona helada. No sólo es más frío, sinomás denso).

Estaba a salvo. Solamente tenía queandar más despacio. Pero como estabatan concentrada en no romperme nada,presté menos atención al camino de laque habría debido y, como erarelativamente nueva en la ciudad, meperdí.

Sombra no es una buena ciudad para

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perderse. La ciudad había crecido deforma caótica con el paso de los siglos,a los pies del Palacio del Cielo, y sutrazado tenía muy poco sentido, a pesarde los constantes esfuerzos de los noblespor imponer el orden en aquellaconfusión. Sus habitantes más antiguosme han contado que es aún peor desde elnacimiento del Árbol, que dividió laciudad en Esha y Oesha y provocó otroscambios de naturaleza mágica. Lapiedad de la Dama había permitido queel Árbol no lo destruyera todo al brotar,pero barrios enteros habían sidodesplazados, calles antiguas habíandesaparecido y otras nuevas habían

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aparecido mientras algunos hitos delpaisaje cambiaban de sitio. Si teperdías, podías pasarte horas caminandoen círculos.

Pero aquél no era el verdaderopeligro. No tardé en notarlo aquellagélida tarde: alguien estabasiguiéndome.

Los pasos se oían a unos seis o sietemetros por detrás de mí, al mismo ritmoque los míos. Doblé una esquina yesperé que se alejaran, pero en vano.Esos pies se movieron conmigo. Dobléotra. Lo mismo.

Ladrones, lo más probable. A losvioladores y los asesinos no les gusta el

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frío. Yo llevaba poco dinero encima ydesde luego no tenía aspecto de personaadinerada, pero supongo que, más quenada, se me veía sola, perdida y ciega.Y eso me convertía en presa fácil en undía en que las presas serían escasas.

No aceleré el paso, aunque, como eslógico, estaba asustada. A algunosladrones no les gusta dejar testigos. Perosi me apresuraba, el ladrón sabría que lohabía visto y, lo que es peor, puede queresbalara y me rompiera el cuello. Másvalía dejar que me cogiera, que sellevara lo que quisiera y rezar para quele bastara con ello.

Sólo que… no se acercaba. Avancé

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una manzana, dos manzanas, tres. Oí aalgunas personas más en la calle, y todasse movían deprisa, algunas de ellasmurmurando sobre el frío, sin prestaratención a nada que no fuese suincomodidad. Durante largos tramos nohubo nadie más que mi perseguidor y yo.«Ahora», pensé varias veces. Pero nadieme atacó.

Al volver la cabeza para oír mejor,algo parpadeó en el límite de mi campode visión. Sobresaltada —en aquellosdías aún no estaba acostumbrada a lamagia— olvidé toda prudencia, medetuve y me volví para mirar.

Quien me perseguía era una joven,

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regordeta y menuda. Tenía un pelo verdepálido y rizado, y una tez de tonalidadsimilar.

Con esto habría bastado paraalertarme sobre su naturaleza, aunque elhecho de que pudiera verla la hacía másmanifiesta.

Se detuvo al tiempo que yo. Suexpresión era muy triste y no dijo nada,así que fui yo quien rompió el silencio.

—Hola.Alzó las cejas.—¿Puedes verme?Fruncí ligeramente el ceño.—Sí. Estás ahí mismo, de pie.—Qué interesante. —Volvió a

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caminar, aunque se detuvo al ver que yodaba un paso atrás.

—Si no te importa que te lo diga —dije con cautela—, nunca me habíaseguido un hijo de los dioses.

Si tal cosa es posible, su expresiónse volvió aún más triste.

—No pretendía molestar.—Has estado siguiéndome desde

aquella calle de allí. La de laalcantarilla cegada.

—Sí.—¿Por qué?—Porque puede que mueras —dijo.Retrocedí, pero sólo un paso, porque

mi tacón resbaló peligrosamente sobre

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un trozo de hielo.—¿Cómo?—Lo más probable es que mueras en

los próximos instantes. Puede que seadifícil… Doloroso. He venido paraestar contigo. Suspiró con delicadeza—.Mi naturaleza es la misericordia. ¿Loentiendes?

Por esos días apenas conocía a loshijos de los dioses, pero todo el quepasa el tiempo suficiente en Sombraacaba por saber esto: extraen su fuerzade una cosa en concreto, un concepto, unestado del ser o una emoción. Lossacerdotes y los escribas lo llaman«afinidad» aunque nunca he oído que

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ninguno de los hijos de los dioses utiliceel término. Cuando uno de ellosencuentra su afinidad, ésta los atraecomo una llama a una polilla y algunosde ellos, incapaces de evitarlo, tienenque reaccionar ante ella.

Asentí y tragué saliva.—Has… Has venido para verme

morir. O… —Me estremecí alcomprenderlo— o para matarme, siquien sea no termina el trabajo. ¿No esasí?

Asintió.—Lo siento.Y realmente parecía que lo sentía,

porque tenía los párpados pesados y la

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frente arrugada con una sombra detristeza. Sólo llevaba un fino vestidosuelto, una prueba más de su naturaleza,puesto que un mortal hubiera muerto defrío con esa ropa. Le hacía parecer másjoven que yo, más vulnerable. Alguien aquien querrías pararte para ayudar.

Me estremecí y dije:—Bueno… Eh… pues quizá podrías

decirme qué va a matarme para quepueda… eh… escaparme y así notendrás que perder el tiempo conmigo.¿Podría ser?

—Hay muchos caminos queconducen a muchos futuros. Pero cuandome veo atraída por un mortal, suele ser

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porque su vida se está agotando.Mi corazón, que ya estaba latiendo

con fuerza, sufrió entonces unaincómoda sacudida.

—¿Estás diciéndome que esinevitable?

—Inevitable no. Pero casi.Sentí la necesidad de tomar asiento.

Ninguno de los edificios que había aambos lados estaba habitado. Puede quefuesen almacenes. No tenía dóndesentarme, aparte del suelo duro y frío.Y, hasta donde sabía, eso podíamatarme.

En ese momento, me di cuenta delprofundo silencio que reinaba.

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Dos manzanas atrás había otras trespersonas en la calle. Por razonesevidentes, sólo me había fijado en lospasos de la mujer de color verde, peroen aquel momento no se oían más pasos.La calle estaba vacía.

Y sin embargo, podía percibir…algo. Más que un sonido, era unasensación. Una presión en el aire. Unaleve pero persistente fragancia,tentadoramente esquiva. Y estaba…

Detrás de mí. Me volví con un nuevotraspié y sentí que se me ponía elcorazón en un puño al ver a otra hija delos dioses al otro lado de la calle.

Sin embargo, ésta no me prestaba

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atención. Parecía una oriunda de Amn demediana edad, con el pelo negro ycompletamente normal, salvo por elhecho de que yo podía verla. Estaba allí,con las piernas separadas y los puñoscerrados a ambos lados, el cuerpo tensoy una expresión de furia en el rostro. Alseguir su mirada para ver contra quiénestaba dirigida aquella furia, vi unatercera persona, igualmente tensa einmóvil pero a mi lado de la calle, máscerca. Un hombre. Madding, aunque poraquel entonces yo no conocía su nombre.

El aire que separaba a aquellos doshijos de los dioses era una nube delcolor de la sangre y la furia. Se

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ensortijaba y estremecía, se hinchaba ycompactaba por las fuerzas que estabanutilizando el uno contra la otra. Porquecon eso me había encontrado, a pesar desu silencio y de su quietud: con uncombate. No había que tener ojossensibles a la magia para darse cuentade ello.

Me pasé la lengua por los labios yvolví a mirar a la mujer de tez verde.Asintió. Así era como iba a morir:atrapada en medio de un duelo entre dosdioses.

Con mucha rapidez y tantadiscreción como pude, comencé aretroceder hacia la mujer verde. No es

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que pensara que iba a protegerme —había dejado claras sus intenciones—,sino que no había otra dirección segura.

Me había olvidado del hielo quetenía detrás. Y claro, resbalé, caí y, conun gruñido de dolor, se me escapó elbastón de la mano. Cayó sobre losadoquines con un resonante traqueteo.

La mujer del otro lado de la calle seagitó y me miró. Durante un instante,pude ver que su rostro no era tan normalcomo había creído. Su piel erademasiado brillante, dura y suave, comola porcelana. Entonces, las piedras bajomis pies comenzaron a temblar, el muroque tenía detrás se combó y sentí un

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hormigueo por toda la piel.De repente, el hombre apareció a mi

lado, abrió la boca y profirió un rugidocomo el del oleaje al romper en elinterior de una cueva. La mujer de pielde porcelana chilló y levantó los brazoscomo si algo (no pude ver exactamenteel qué) se hiciera mil pedazos a sualrededor. La misma fuerza la arrojóvolando hacia atrás. Oí que un trozo demortero se agrietaba y desmoronaba porel impacto de su cuerpo contra unapared, luego ella se desplomó.

—¿Qué diablos estás haciendo? —legritó el hombre. Aturdida, levanté lamirada hacia él. Se veía una vena en su

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sien, palpitando de furia. Aquello mefascinó, porque nunca me había fijado enque los dioses tuvieran venas. Peroclaro que las tenían. No llevabademasiado tiempo en la ciudad, pero yahabía oído hablar de la sangre divina.

La mujer se levantó lentamente, apesar de que el golpe que había recibidole habría roto la mitad de los huesos sihubiera sido mortal. Pero sí que parecíahaberla debilitado, puesto que semantuvo apoyada sobre una rodillamientras lanzaba al hombre una miradacargada de rabia.

—No puedes quedarte aquí —dijoél, con más calma ahora, aunque aún

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furioso—. No eres lo bastantecuidadosa. Al amenazar la vida de estamortal, has quebrantado la másimportante de las leyes.

Los labios de la mujer se curvaronen una sonrisa desdeñosa.

—Vuestra ley…—¡La ley que acordamos todos los

que decidimos vivir aquí! Ninguno denosotros quiere otro Interdicto. Estabasavisada. Levantó una mano.

Y, de repente, la calle se llenó dehijos de los dioses. Allá donde miraba,podía verlos. La mayoría de ellosparecían humanos, pero algunos sehabían despojado de su vestimenta

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mortal o, simplemente, nunca se habíanmolestado en procurarse una. Atisbépieles como de metal, cabelleras comola madera, piernas con articulaciones deanimales, tentáculos en lugar de dedos…Debía de haber dos, o puede que tresdocenas de ellos de pie en la calle osentados en las aceras. Uno de ellosincluso revoloteaba sobre unas alas deinsecto, finas como una gasa.

La mujer de rostro de porcelana sepuso en pie, aunque seguía temblorosa.Miró la congregación de hijos de losdioses que la rodeaba con unaintranquilidad imposible de disimular.Pero enderezó la espalda, frunció el

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ceño y echó los hombros hacia atrás.—¿Conque así es como libras tus

duelos? —Estas palabras estabandirigidas al hombre.

—El duelo ha terminado —respondió él. Retrocedió un paso endirección a mí y entonces, para misorpresa, se inclinó para ayudarme. Lomiré parpadeando, confundida, y fruncíel ceño al ver que se colocaba delantede mí y me impedía seguir viendo a lamujer. Traté de mirar tras él esquivandosu cuerpo, para no perderla de vista,puesto que tenía la sensación de quehabía estado a punto de matarme uninstante antes, pero el hombre se movió

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al mismo tiempo que yo.—No —dijo—. No hace falta que

veas esto.—¿Qué? —pregunté—. Pero yo…Hubo un sonido similar al tañido de

una gran campana a su espalda, seguidopor una brusca y rápida embestida delaire. Entonces, todos los hijos de losdioses que nos rodeaban sedesvanecieron. Esta vez, cuando estiréla cabeza para mirar detrás de él, sólovi una calle vacía.

—La habéis matado —susurré,anonadada.

—Pues claro que no. Hemos abiertouna puerta, eso es todo… La hemos

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mandado de vuelta a nuestro reino. Esoes lo que no quería que vieras. —Parami sorpresa, sonrió y, al ver lo humanoque le hacía parecer aquel gesto, quedésorprendida un instante—. Intentamos nomatarnos unos a otros. Eso no suelegustar a nuestros padres.

Sin poder evitarlo, me eché a reír,pero entonces me di cuenta de que meestaba riendo con un dios y guardésilencio. Cosa que contribuyó aún más aconfundirme, así que al final me limité alevantar la mirada hacia aquella sonrisasuya tan extrañamente reconfortante.

—¿Va todo bien, Eo? —preguntó elhombre, alzando la voz y sin volverse.

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De repente, me acordé de la mujer decolor verde.

Al mirarla, volví a sobresaltarme.La mujer verde —Eo, según parecía—me sonreía con el mismo cariño que unasegunda madre. Y su color habíacambiado del verde a un rosa suave.Hasta su pelo era de ese mismo color.Mientras yo la miraba, inclinó la cabezaante mí, volvió a hacerlo ante el hombrey luego dio media vuelta y se marchó.

Boquiabierta, la seguí con la miradaun instante y después sacudí la cabeza—Supongo que te debo la vida —dijemientras me volvía hacia el hombre.

—Dado que en parte estabas en

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peligro por mi causa, digamos queestamos en paz —dijo, y hubo un levetintineo en el aire, como emitido porunas campanillas, a pesar de que nosoplaba brisa. Miré a mi alrededor,confundida—. Pero no me importaríainvitarte a un trago si sientes lanecesidad de celebrar la vida.

Volví a reírme sin poder evitarlo alcomprender lo que pretendía.

—¿Tratas de seducir a todas lasmortales a las que estás a punto dematar?

—Sólo a las que no chillan y echan acorrer —dijo. Y entonces me sorprendióde nuevo tocándome la cara, justo

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debajo de un ojo. Me puse un pocotensa, como siempre que alguien memiraba a los ojos. Y me preparé para el«Ojalá…».

Pero no había repulsión en su miradani nada más que fascinación en sucontacto.

—Sobre todo, si tienen unos ojos tanbonitos —añadió.

Puedes imaginarte el resto, ¿verdad?La sonrisa, la fuerza de su presencia, sutranquila aceptación de mi rareza, elhecho de que él fuese más raro aún…No tenía la menor oportunidad. Dos díasdespués de que nos conociéramos, lobesé. El muy zorro aprovechó la

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oportunidad para derramar su salivadentro de mi boca, para llevarme a lacama. No funcionó en aquel momento —yo tenía mis principios—, pero pocosdías después lo llevé a casa. Desnudafrente a Madding, sentí por primera vezque alguien me veía en mi totalidad, nosólo en parte. Encontró mis ojosfascinantes, pero también alabó miscodos. Le gustaba todo de mí.

Lo echo de menos. Dios, cómo loecho de menos.

Al día siguiente dormí hasta tarde ydesperté sumamente dolorida. Me dolíatoda la espalda y, como no estaba

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acostumbrada a dormir incorporada,tenía el cuello rígido. Entre eso, los ojoshinchados y doloridos, y la jaqueca quehabía reaparecido con fuerzasinnovadas, creo que se me puedeperdonar que no me diera cuenta desdeun primer momento de que no estabasola en casa.

Me arrastré medio adormecida hastala cocina, atraída por los olores y lossonidos que hacía alguien que estabapreparando el desayuno.

—Buenos días —murmuré.—Buenos días —respondió una

alegre voz de mujer, y estuve a punto decaerme de espaldas. Me apoyé en la

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encimera, me volví y busqué un cuchillo.Unas manos cogieron las mías y

lancé un grito mientras trataba deresistirme. Pero las manos eran cálidas,grandes, familiares…

Lúmino, gracias a los dioses. Dejéde buscar un arma, aunque mi corazónseguía desbocado. Lúmino y una mujer.¿Quién?

Entonces recordé su saludo. Aquellavoz susurrante y excesivamente dulce.Lil estaba en mi casa, preparándome eldesayuno después de haberse comido aunos Guardianes de la Orden a los queLúmino había asesinado.

—¿Qué estáis haciendo aquí, por el

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Maelstrom? —inquirí—. Y muéstrate,maldita seas. No te ocultes de mí en mipropia casa.

—Creí que no te gustaba mi aspecto—respondió con voz divertida.

—Y no me gusta, pero prefierosaber que estás ahí, y no babeas aescondidas delante de mí.

—Eso no podrás saberlo aunque meveas. —Pero apareció delante de mí, ensu forma engañosamente normal. Opuede que la otra forma, la de la boca,fuese la normal para ella y ésta laadoptase como gesto de cortesía haciamí. En cualquier caso, le estabaagradecida—. Y estoy ahí porque te lo

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he traído a casa. —Señaló con la cabezahacia un punto situado detrás de mí,donde se oía la respiración de Lúmino.

—Oh. —Yo empecé a calmarme—.Eh… Pues gracias. Pero… mmm…dama Lil…

—Lil a secas. —Esbozó una gransonrisa y observó el horno—. Jamón.

—¿Cómo?—Jamón. —Se volvió y miró a

Lúmino, detrás de mí—. Me apetece unpoco de jamón.

—No hay jamón en la casa —dijoél.

—Oh —respondió ella con vozdesolada. Y su rostro adoptó una

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expresión casi cómicamente trágica.Apenas me di cuenta, aturdida por laposterior respuesta de Lúmino.

Se acercó al armario, sacó algo deallí y lo dejó sobre el mostrador.

—Velio ahumado.Lil se puso radiante.—¡Ah! Mejor que el jamón. Ahora

podemos desayunar como es debido. —Mientras reanudaba sus preparativos,comenzó a canturrear una tonada.

Yo empezaba a sentirme un pocomareada. Me acerqué a la mesa y mesenté, sin saber qué pensar. Lúmino sesentó frente a mí y me observóapesadumbrado.

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—Debo disculparme —dijo en vozbaja.

Di un respingo.—¿Sigues hablando?No se molestó en contestar a esta

pregunta, puesto que la respuesta eraobvia.

—No esperaba que Lil te impusierasu presencia. No era ésa mi intención.

Durante un momento no respondí,estaba distraída. Había hablado en elescenario de la muerte de Role, pero erala primera vez que le oía pronunciarvarias frases seguidas.

Y por los dioses, su voz erapreciosa. De tenor. Yo había esperado

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una de barítono. Estaba repleta detonalidades y cada palabra, pronunciadacon toda precisión, reverberaba desdemis oídos hasta los dedos de mis pies.Podría pasarme el día enteroescuchando una voz como aquélla.

«O toda la noche…».Haciendo un esfuerzo, aparté mis

pensamientos de aquel camino. Ya habíatenido dioses suficientes en mi vidaamorosa.

Entonces, me di cuenta de que estabamirándolo fijamente.

—Oh. Ah, no te preocupes por eso—dije al fin—. Aunque preferiría queme lo hubieras preguntado.

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—Ella insistió.Eso me desconcertó.—¿Por qué?—Tengo que transmitirte una

advertencia —soltó Lil mientras seacercaba a la mesa. Me puso un platodelante y luego otro a Lúmino. Micocina sólo tenía dos sillas, así que sesentó en la encimera y luego cogió unplato que, al parecer, había dejadoaparte para ella. Sus ojos brillaron alcontemplar la comida y aparté lamirada, temiendo que volviera a abrirde nuevo aquella boca.

—¿Una advertencia? —A pesar detodo, la comida olía bien. La removí un

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poco y vi que había hecho un revoltillocon el velio, al que había echadodiversos tipos de pimienta y hierbas queyo ya había olvidado que tenía. Loprobé: delicioso.

—Alguien te está buscando —dijoLil.

Tardé un momento en comprenderque se refería a mí, no a Lúmino.Entonces, me puse seria.

—Todo el mundo vio al previtRimarn hablando conmigo ayer. Ahoraque ha… eh… desaparecido, supongoque sus compañeros me estaránbuscando.

—Oh, no está muerto —dijo Lil,

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sorprendida—. Los tres a los que mecomí anoche eran meros Guardianes dela Orden. Jóvenes, sanos y muy jugosospor dentro. —Exhaló un suspiro deplacer. Yo dejé el tenedor. Me habíaquedado sin apetito de repente. —Nohabía magia en ellos que estropease elsabor, salvo la utilizada para matarlos.Imagino que sólo estaban allí paraencargarse de la paliza.

A mi pesar, solté un gemido pordentro. Aquélla era la única ventaja quele veía a la muerte de los sacerdotes:Rimara era el único que conocía mimagia y sospechaba que podía ser laasesina de Role. Ahora, con la muerte

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de sus hombres, sin duda me estaríabuscando.

Las palabras de Madding regresarona mí: «Vete de la ciudad». Sin embargo,aún estaba el problema del dinero. Y noquería marcharme. Sombra era miciudad.

—En cualquier caso, no me refería aél —dijo Lil, interrumpiendo mispensamientos. Sorprendida, meconcentré en ella. Su plato, apenasvisible para mí por el resplandor de sucuerpo, estaba vacío, tan limpio como silo hubiera fregado. En aquel momentoestaba chupando el tenedor con largos,lentos y obscenos lametones.

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—¿Qué?Se volvió, me miró y, de repente, me

sentí paralizada por sus ojos moteados.Las manchas oscuras de sus ojos semovían, girando en sus pupilas en unbaile lento e incesante. Sin pretenderlo,empecé a preguntarme si las manchas desu pelo se moverían también.

—Hay mucha hambre en este mundo—dijo con un ronroneo—. Te envuelvecomo una capa de varios pliegues… Lafuria de un previt… El deseo deMadding… —Mis pómulos comenzarona arder—. Y hay otro, más voraz que losdemás. Poderoso. Peligroso. —Seestremeció, y yo con ella—. Podría

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rehacer el mundo con semejante hambre,sobre todo si consigue lo que quiere. Ylo que quiere eres tú.

Me la quedé mirando, confundida yalarmada.

—¿Quién es? ¿Para qué me quiere?—No lo sé. —Se pasó la lengua por

los labios y luego me observó con airepensativo—. Puede que, si me quedocerca de ti, llegue a conocerlo.

Fruncí el ceño, demasiado inquietapara responder. ¿Para qué iba aquererme alguien poderoso? Yo no eranada, nadie. Hasta Rimarn quedaríadecepcionado de haber conocido laverdad de la magia que tenía dentro de

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mí. Lo único que podía hacer era ver.Y… Entorné los ojos. También

estaban mis cuadros. Los manteníaocultos. Sólo Madding y Lúmino sabíande su existencia. Había magia en ellos.No sabía por qué, pero mi padre mehabía enseñado tiempo atrás que eraimportante mantener cosas comoaquéllas escondidas, así que yo lo hacía.

¿Era eso, entonces, lo que queríaaquella misteriosa persona?

No, estaba sacando conclusionesprecipitadamente. Ni siquiera sabía siesa persona existía. Únicamente contabacon la palabra de una diosa que no veíanada malo en devorar seres humanos.

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Puede que también le pareciera bienmentirles.

Lúmino seguía allí, aunque no lohabía oído comer. Me pasé la lengua porlos labios mientras me preguntaba sirespondería a mi pregunta.

—¿Sabes de quién habla? —lepregunté.

—No.Pues qué bien.—Tus heridas… —empecé a decir.—Está bien —dijo Lil, mirando el

plato que yo había dejado inacabado—.Lo maté y volvió entero.

Parpadeé por la sorpresa.—¿Lo has curado… matándolo?

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Se encogió de hombros.—¿Preferirías que lo hubiera dejado

como estaba y que lardase semanas encurarse? Él no es como el resto denosotros. Es mortal.

—Salvo al amanecer.—Incluso entonces. —Se bajó de un

salto de la encimera, dejando allí suplato vacío—. Ha quedado reducido auna fracción de su auténtico ser… Losuficiente para montar un bonitoespectáculo de luces de vez en cuando,pero nada más. Y para protegerte. —Seacercó con los ojos clavados en miplato.

Estaba tan ocupada pensando en sus

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palabras que no me fijé en que seacercaba hasta que su expresión sevolvió… Dioses, no tengo palabras paradescribir aquel horror. Fue como si laotra cara, la de la depredadora de bocainmensa, hubiera aparecido de repentepor debajo de la benigna. No podíaverla, tal como ella me había advertido,pero sí sentir su presencia y su desnudavoracidad sin fondo. Sólo me di cuentaal ver que se abalanzaba, no sobre miplato, sino sobre mí.

No tuve tiempo ni de gritar. Su manohuesuda y de uñas afiladas voló endirección a mi garganta y podríahabérmela rebanado antes incluso de

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que me percatara del peligro. Pero uninstante después, su brazo se detuvotemblando, a dos centímetros dedistancia. Me la quede mirando, yentonces reparé en una mancha oscuraque rodeaba su muñeca. Como el díaanterior, en mi mesa. Y al igual queentonces, Lúmino se hizo de prontovisible a mis ojos y, poco a poco, fueganando mayor brillo desde dentromientras, con mirada dura y ojosirritados, fulminaba a Lil con la mirada.

Lil lo miró con una sonrisa y luegose volvió hacia mí.

—¿Lo ves?Acallé los histéricos chillidos del

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interior de mi mente y aspiré hondo paratranquilizarme. Lo veía. Pero no teníasentido.

—¿Recuperas el poder —pregunté aLúmino— cuando… cuando meproteges?

Como aún podía verlo, también pudever la mirada de desdén que me dirigía.Mi sorpresa fue tan intensa que casi meencogí. ¿Qué había hecho para mereceraquella mirada? Entonces, recordé loque había dicho Madding: «No tienegran opinión sobre los mortales».

Lil sonrió al ver mi expresión.—Cuando protege a cualquier mortal

—dijo mientras miraba a Lúmino—.

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«Vagarás entre los mortales como unode ellos. —Parpadeé por la impresión yvi que Lúmino se ponía tenso. Laspalabras no eran de ella, se notaba. Nosonaban a ella. Arrastraban ecos mássombríos—. Desconocido para ellos,dueño sólo de la riqueza y el respetoque consigas reunir con tus obras y tuspalabras. Solamente podrás recurrir a tupoder en momentos de gran necesidad ysolamente para ayudar a los mortales alos que tanto desprecias. Enderezaráslos males cometidos en tu nombre».Lúmino le soltó la muñeca, apartó lamirada de ella y permaneció sentado conexpresión vacía… hasta donde podía

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verlo yo, porque el brillo de su cuerpoya estaba desvaneciéndose. Habíaconjurado la amenaza, así que ya nonecesitaba su poder.

Inspiré hondo y miré a Lil.—Te agradezco la información. Pero

si no te importa, en el futuro, limítate aexplicarme las cosas. Sin másdemostraciones.

Su carcajada hizo que se mepusieran los pelos de punta. No parecíadel todo cuerda.

—Me alegro de que puedas verme,muchacha mortal. Eso hace las cosasmucho más interesantes. —Sus ojos sedesplazaron hacia la mesa—. ¿Te vas a

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comer eso?¿Se refería a mi plato… o a mi

mano, que estaba junto a él? Con muchocuidado, coloqué la mano sobre elregazo.

—Sírvete.Lil volvió a reírse, encantada, y se

inclinó sobre el plato. Fue unmovimiento demasiado rápido para lavista. Tuve la impresión de que oía elzumbido de unas agujas y que percibíaque una bocanada de aire fétido pasabajunto a mi oreja. Cuando, un instantedespués, Lil levantó la mirada, el platoestaba limpio. Cogió también miservilleta para limpiarse las comisuras

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de los labios.Tragué saliva, me puse en pie y la

rodeé. Lúmino era una sombra casiinvisible frente a mí, ocupada en comeren aquel momento. Lil había comenzadoa lanzar miradas en dirección a su plato.Había cosas que quería decirle, pero nodelante de ella. Ya lo habían humilladosuficiente la noche anterior. Pero él y yoteníamos que llegar a un acuerdo, ypronto.

Lavé los platos lentamente mientrasLúmino comía despacio. Lil permaneciósentada en mi silla, mirándonosalternativamente y riéndose para sí detanto en cuanto.

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El sol estaba muy alto cuando salí decasa, más tarde de lo que había previsto.Esta vez tenía que ir más lejos y encimallevando mis cosas. Había esperado quequizá Lúmino me acompañara de nuevoy me ayudara, pero permaneció dondeestaba después de desayunar. Estabamuy pensativo y de un humor peor de lohabitual. Casi echaba de menos su viejaapatía.

Lil se marchó al tiempo que yo, loque fue un alivio. Ya tenía suficiente conun problemático hijo de los dioses. Sinembargo, se despidió con muchaamabilidad y me dio las gracias contanto entusiasmo por el desayuno que mi

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opinión sobre ella varió ligeramente.Madding siempre me había insinuadoque había hijos de los dioses a los quese les daba mejor que a otrosrelacionarse con los mortales. Algunostenían procesos mentales demasiadoextraños o demasiado monstruosos paranosotros. Me daba la impresión de queLil era uno de ellos.

Me llevé la mesa y mis mejoresmercancías al paseo sur del Parque de laPuerta. La Avenida de las Artes seencontraba en el paseo noroeste, dondemultitud de gente acudía paracontemplar el Árbol y disfrutar de otrasvistas notables de la ciudad. En el paseo

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sur las vistas eran pasables y lasatracciones menos impresionantes. Ydesde el punto de vista del negocio erauna ubicación mediocre. Sin embargo,no tenía alternativa. La entrada norestedel parque había quedado obstruidaaños alias por la raíz del Árbol y desdela puerta del este se disfrutaba de unavista maravillosa de las puertas delCielo.

Al entrar en el paseo sur, oí queotros vendedores estaban ya manos a laobra, tratando de atraer a los transeúntesa sus mesas. No era un buen indicio.Quería decir que los clientes potencialeseran tan poco numerosos que los

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vendedores se los tenían que disputar.Allí, a diferencia de lo que ocurría en laavenida, no habría solidaridad entre loscompañeros. Cada vendedor estabasolo. Podía oír a tres —no, cuatro— deellos en las cercanías: uno vendíapañuelos decorativos; otro «pasteles delÁrbol» (fueran lo que fuesen, olían demaravilla); y otros dos libros yrecuerdos. Sentí las miradas hostiles queme dirigían estos dos últimos al montarmi tenderete y temí que se produjeraalguna situación desagradable. Sinembargo, como suele pasar cuando lagente me ve bien, nadie me molestó. Hayocasiones —raras, debo admitirlo— en

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las que la ceguera resulta útil.Así que preparé mis cosas y esperé.

Y esperé. No conocía la zona y no habíatenido la ocasión de explorarla en sutotalidad. Aunque podía oír que la gentepasaba relativamente cerca (peregrinosque comentaban lo oscura que se habíavuelto la ciudad y lo hermoso que seguíasiendo el Palacio del Cielo, pese a estarcubierto por la maraña del Árbol), eraposible que hubiera colocado la mesa enun mal sitio. Estaba convencida de quelos demás vendedores ya habíanocupado los mejores lugares, así quedecidí sacarle todo el partido posible alque tenía.

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Sin embargo, a media tarde ya mehabía dado cuenta de que teníaproblemas. Mis mercancías sólo habíanatraído a unos pocos peregrinos, gentetrabajadora en su mayor parte, amnprocedentes de los pueblos y tierrasmenos prósperos que rodeaban Sombra.Aquello formaba parte del problema,comprendí. Los oriundos del Alto Nortey los isleños siempre habían sido mismejores clientes. La fe de Itempassiempre había vivido en precario enaquellas tierras, de modo quecompraban mis estatuas del Árbol y misestatuillas de hijos de los dioses conmuchas ganas. Pero los senmitas eran

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amn y los amn eran mayoritariamenteitempanos. Se dejaban impresionarmenos por el Árbol y las otrasmaravillas heréticas de Sombra.

No podía hacer nada contra eso.Siempre he respetado las creencias delos demás, pero también tenía quecomer. Mi estómago había empezado arugir para recordarme ese hecho, aunquela culpa era mía por haber permitido quela presencia de Lil me impidieradesayunar.

Entonces, se me ocurrió una idea.Revolví entre mis bolsas hastaencontrar, con no poco alivio, que mehabía traído la tiza que usaba para

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dibujar sobre las aceras. Rodeé mimesa, me agaché y pensé en lo que iba adibujar.

La idea que acudió a mi mente teníatal fuerza que casi pierdo el equilibrio,aturdida. Por lo general, los impulsoscreativos me asaltaban por la mañana,cuando pintaba en el sótano. Sólo queríadibujar algunos garabatos tontos parallamar la atención hacia mis baratijas ymercancías. Pero la imagen de micabeza… Me pasé la lengua por loslabios mientras pensaba si era prudente.

Sería peligroso, decidí. Sin duda.Era ciega, por el amor de los dioses. Notendría que haber podido ver nada y

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mucho menos recrearlo de manerareconocible. La mayoría de loshabitantes de la ciudad no repararía enla paradoja ni le daría la menorimportancia, pero para los Guardianesde la Orden y para otros cuyo trabajoconsistía en vigilar el uso de magia noautorizada, sería un acto sospechoso. Yhabía sobrevivido todos aquellos añossiendo cuidadosa.

Pero… Saqué un trozo de tiza yacaricié su superficie suave entre misdedos. Los colores no significabanmucho para mí, salvo como elemento detextura, pero aun así había adquirido elhábito de pintar mis cuadros y dibujos

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con tiza. Con todo, los colores contienenmás de lo que ve el ojo. La tiza emitíaun olor ligeramente amargo… no elamargor de la comida, sino el del airedemasiado enrarecido para respirarse,como cuando subes a una montaña muyalta. Deduje que era blanca, el colorperfecto para la imagen que tenía en lacabeza.

—Voy a pintar un cuadro —susurré,y comencé.

Esbocé la bóveda de un cielo. No elCielo, ni ninguna parte de él, ni tampocoel cielo que existía en algún lugar porencima del Árbol, que nunca había visto.Sería un firmamento casi vacío, que se

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ensancharía en lo alto, en capas cadavez más coloridas. Preparé una gruesabase de tiza blanca usando las dosbarras que tenía hasta casi acabarlas.Qué suerte. Luego le di una rapa de azul,muy leve. No me parecía apropiadodarle mucho grosor al cielo que tenía enmi cabeza: era demasiado vibrante,demasiado denso, casi espeso. Usé lasmanos para aclarar el azul y luego añadíun bonito amarillo. Sí, eso era.Incorporé más amarillo y seguíhaciéndolo, sintiendo su intensidad y sucalidez crecientes hasta que finalmentese amalgamaron formando una masa deluz en el centro de mi composición. Dos

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soles, uno grande y otro más pequeño,que giraban el uno alrededor del otro enun baile eterno. Quizá podría…

—Oye.—Un momento —murmuré. Las

nubes del cielo serían poderosas, densasy oscuras por la inminencia de la lluvia.Alargué la mano hacia algo que olía aplata y dibujé una. Sólo lamentaba notener más azul o negro.

Ahora pájaros. Por supuesto, habríapájaros volando en aquel cielo brillantey vacío. Pero no tendrían plumas…

—¡Oye! —Alguien me tocó y di unrespingo, solté la tiza y, parpadeando,salí de mi trance.

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—¿Q-qué? —Casi al instante, miespalda protestó y comencé a sentir laspunzadas de los cardenales y losmúsculos. ¿Cuánto tiempo llevabadibujando? Con un gemido, me llevé lasmanos atrás y me froté las posaderas.

—Gracias —dijo la voz. Masculina,mayor. Nadie que yo conociera, aunqueme recordaba vagamente a Vuroy.Entonces, recordé haberla oído antes:era uno de los otros vendedores derecuerdos, el más ruidoso de los tresque habían estado anunciando susmercancías—. Es un buen truco —continuó—. Has atraído una multitud.Pero el paseo sur cierra al atardecer, así

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que igual deberías aprovechar paravender un poco mientras tengas tiempo,¿no?

«¿Multitud?».De repente, me di cuenta de que me

rodeaban muchas voces, docenas ydocenas de ellas, agolpadas alrededorde mi dibujo. Estaban murmurando,excitadas por algo. Me puse en pie conun crujido de mis rodillas.

Y al hacerlo, la masa de gente queme rodeaba prorrumpió en aplausos.

—¿Qué…? —Pero lo sabía. Estabanaplaudiéndome.

Antes de que pudiera ordenar mispensamientos, los curiosos avanzaron —

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oí que se empujaban unos a otros parano pisar el dibujo— y comenzaron apreguntarme el precio de mismercancías, si me dedicaba a pintarprofesionalmente, cómo podía hacercosas tan hermosas sin el sentido de lavista, si realmente era ciega, si, si, si…Conservé la suficiente presencia deánimo para refugiarme detrás de la mesay responder a las preguntas másincómodas con agradables banalidades(«¡No, realmente no puedo ver! ¡Mealegro de que os guste!») antes de queme llovieran docenas de clientes ávidosde llevarse todo lo que vendía. Lamayoría de ellos ni siquiera regateó.

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Nunca había tenido un día tan fructíferoy todo había sucedido en el plazo deunos pocos minutos.

Una vez que terminaron conmigo, lamayoría de los compradores setrasladaron a las otras mesas, tal comohabían estado haciendo cuando empecéa dibujar. No era de extrañar que elvendedor hubiese venido a darme lasgracias. En ese momento oí el distanterepique de las campanas del SalónBlanco, que anunciaba el crepúsculo. Elparque cerraría pronto.

—Pensé que podías ser tú —dijouna voz cercana y de inmediato me volvísonriendo hacia ella, pensando que se

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trataba de otro cliente. Pero el hombreque había hablado no se acercó a lamesa. Al dirigir el rostro en su direcciónme di cuenta de que se encontraba frenteal dibujo.

—¿Perdón? —pregunté.—Estabas en el otro paseo —dijo, y

sentí que mi cuerpo, alarmado, se poníatenso, aunque su voz no era en absolutoamenazante—. El día después de queencontraras el cuerpo de esa hija de losdioses. Te vi entonces, aunque habíaalgo… interesante en ti.

Comencé a recoger mis cosas,menos alarmada ya. Puede quesolamente fuese un torpe intento por su

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parte de entablar conversación.—¿Estabas entre la gente? —

pregunté—. ¿Eras uno de los herejes?—¿Herejes? —El hombre se echó a

reír—. Humm, supongo que la Orden lovería así, aunque yo también honro aItempas el Brillante.

Era un miembro de los LucesNuevas. Eran otra rama de la religiónitempana. O una nueva secta. Nuncaconseguía diferenciarlas.

—Bueno, yo soy itempanatradicional —dije para atajar cualquierintento de conversación—. Pero si Roleera tu diosa, lamento mucho tu pérdida.

Casi oí como alzaba las cejas.

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—¿Una itempana que no condena alos adoradores de otro dios ni celebra lamuerte de ese dios? ¿No crees quetambién tú eres un poco hereje?

Me encogí de hombros mientrasguardaba las últimas cajitas en el sacoque usaba para trasladarlas.

—Puede. —Sonreí—. No se lodigas a los Guardianes de la Orden.

El hombre se echó a reír y, para mialivio, se alejó.

—Claro. Hasta otra, pues. —Sealejó tarareando, lo que confirmó missospechas: la tonada que cantaba era lade los Luces Nuevas.

Me senté un momento para

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recuperarme antes de volver a casa.Tenía los bolsillos llenos de monedas, ytambién la bolsa. Madding estaríacontento. Tenía unos días para prepararnueva mercancía para la venta y hastapuede que pudiese tomarme unoscuantos más, como vacaciones. Nuncahabía tenido vacaciones hasta entonces,pero ahora podía permitírmelas.

Unas botas se acercaron desde elotro extremo del paseo. Estaba tancansada y aturdida que no me fijé enellas. Todavía había mucha gentepaseando por allí, a pesar de que losdemás vendedores también estabanrecogiendo sus mercancías. Sin

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embargo, si hubiera prestado másatención, habría reconocido esas botas.Lo hice, demasiado tarde, al oír la vozde su propietario.

—Muy bien, Oree Shoth —dijo unavoz que llevaba todo el día temiendooír. Rimarn Dih. Oh, no—. Ha sido muyinteligente dibujar algo tan preciosopara atraer a los clientes —dijomientras se detenía justo al lado deldibujo. Otros tres pares de pasos seacercaban, los tres con aquellas botaspesadas que ya me resultabanhorriblemente familiares. Me incorporétemblando.

»Creía que a estas alturas ya estarías

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a medio camino de Nimaro —continuó—. Imagina mi sorpresa cuando hecaptado la fragancia de una magiafamiliar, no demasiado lejos.

—No sé nada —balbuceé. Agarrémi bastón, como si eso pudiera servirmede algo—. No tengo la menor idea dequién mató a la dama Role y no soy unahija de los dioses.

—Querida, lo cierto es que eso yano me importa —dijo, y al oír la furia desu tono me di cuenta de que habíaencontrado lo que Lil había dejado desus hombres. Lo que quería decir queestaba perdida, totalmente perdida—.Quiero a tu amigo. Ese maldito maro de

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pelo blanco. ¿Dónde está?Por un momento me invadió la

confusión. ¿Lúmino tenía el peloblanco?

—No ha hecho nada. —Dioses,había dicho una mentira, y él eraescriba. Lo sabría—. O sea, había unahija de los dioses, una mujer llamadaLil. Ella…

—Ya es suficiente —me espetómientras se volvía—. Cogedla.

Las botas se acercaron a mí desdetodas direcciones. Retrocedítambaleándome, pero no había ningúnsitio adonde ir. ¿Me matarían a palosallí mismo para vengar a sus camaradas

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o me llevarían antes al Salón Blancopara interrogarme? Presa del pánico,comencé a respirar atropelladamente.Tenía el corazón desbocado. ¿Qué podíahacer?

Y entonces, muchas cosassucedieron a la vez.

«¿Por qué?», había preguntado a mipadre tiempo atrás. ¿Por qué no podíamostrarles mis cuadros a los demás? Noeran más que pintura y pigmentos. No esque le gustaran a todo el mundo —algunas de las imágenes eran demasiadoperturbadoras—, pero no le hacían dañoa nadie.

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«Tienen magia —respondió él. Melo dijo una y otra vez, pero no loescuche. No lo creía—. No hay magiaque no le haga daño a nadie».

Las botas de los Guardianes de laOrden pisaron el dibujo.

—No… —susurré mientras seacercaban—. Por favor…

—Pobre chica —oí que murmurabauna mujer entre la multitud, a ciertadistancia, una de las que me habíapreguntado si me dedicabaprofesionalmente a la pintura. Unmomento antes me querían. Ahora iban aquedarse allí de brazos cruzados, sin

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hacer nada, mientras los Guardianes secobraban su venganza.

—Baja ese bastón, mujer —dijo unode ellos con voz de fastidio. Lo agarrécon más fuerza. Me faltaba el aire. ¿Porqué estaban haciendo aquello? Sabíanque no había matado a Role y que no erauna hija de los dioses. Poseía magia,pero se habrían reído de haber conocidolos fenomenales poderes que ocultaba.No representaba ninguna amenaza.

—Por favor, por favor —dije, casientre sollozos. Lo repetía como si fuerael canto el ave del sur que me dio minombre: «Por favor —jadeo—, porfavor». No se detuvieron.

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Una mano asió el bastón y de prontosentí que me ardían los ojos. Un calorardía tras ellos, un anhelo por escapar.Apreté los párpados en un gesto reflejo,dominada por un miedo que alimentabael dolor.

—¡Apartaos de mí! —chillé. Tratéde pelear, golpeé con las manos y con elbastón. Mi mano se encontró con unpecho…

«La mano de Lúmino sobre mipecho, luchando contra la testigo de suvergüenza».

Y empujé.

Esto es difícil de describir, incluso

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ahora. Ten paciencia conmigo.En algún lugar, lejos de aquí, hay un

cielo. Es un cielo caliente y vacío, queestá en lo alto, como deben estar loscielos, inundado por la ardiente luz dedos soles gemelos. El cielo quedibujé… ¿comprendes? En algún lugar,es real. Ahora lo sé.

Cuando grité y empujé a losGuardianes de la Orden, el calor quehabía detrás de mis ojos se inflamó,transformado en luz. Con el ojo de mimente, vi que unas piernas seprecipitaban hacia ese cielo. Piernas ycaderas, que salían de la nada,agitándose, retorciéndose. Que caían en

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mi cielo.No estaban unidas a nada.

Algo cambió.Al darme cuenta de ello, parpadeé.

Gritos a mi alrededor. Pies que corrían.Algo golpeó una de mis mesas y laderribó. Retrocedí dando traspiés.Notaba el olor de la sangre y algo másrepulsivo: excrementos, bilis y un miedosalvaje y apestoso.

De repente, me di cuenta de que yano podía ver mi dibujo por entero. Peroestaba allí, aún podía ver sus bordes. Subrillo estaba extrañamente apagado yperdía fuerza a cada segundo que

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pasaba, como si su magia se estuvieraagotando. Sin embargo, lo que quedabade él estaba oculto por tres grandesmanchas oscuras, que se propagaban ysolapaban unas sobre otras. Eranlíquidas, no mágicas.

La voz de Rimarn Dih sonóhorrorizada, tan preñada de espanto queera casi ininteligible.

—¿Qué has hecho, zorra? En elnombre del Padre, ¿qué has hecho?

—¿Q-qué? —Me dolían los ojos. Yla cabeza. El olor estaba poniéndomeenferma. Me sentía mal, mareada, con unhormigueo intenso por toda la piel. Laboca me sabía a culpa, e ignoraba por

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qué.Rimarn estaba pidiendo ayuda a

gritos. Parecía que estuviera haciendoun gran esfuerzo, tirando de algo pesado.Hubo un sonido, húmedo… Meestremecí. No quería saber lo que era.

De repente, dos presencias meflanquearon. Me tomaron con delicadezapor los brazos.

—Es hora de irse, pequeña —dijouna voz brillante y masculina. Ellugarteniente de Madding. ¿De dóndediablos había salido? Entonces, unallamarada invadió el mundo, yaparecimos en otro sitio. Sentí que sehacía el silencio a nuestro alrededor,

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junto con una humedad cálida yaromática, y una sensación entre verde yazul, de calma y equilibrio. La casa deMadding.

Debería haber sido un refugio paramí, pero no me sentía segura.

—¿Qué ha sucedido? —pregunté alhijo de los dioses que tenía junto a mí—. Dímelo, por favor. Algo… He hechoalgo, ¿verdad?

—¿No lo sabes? —respondió lalugarteniente de Madding, al otro lado.Parecía incrédula.

—No. —Y no quería saberlo. Mepasé la lengua por los labios—.Decídmelo, por favor.

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—No sé cómo lo hiciste —dijo ella,hablando con lentitud. Había en su tonoalgo que parecía… sobrecogimiento. Locual no tenía sentido. Era una diosa—.Nunca había visto a un mortal hacer algoasí. Pero tu dibujo… —No acabó lafrase.

—Se volvió enarmuhukdatalwasl,aunque no del todo shuwao —dijo elhijo de los dioses, usando palabrasdivinas que me provocaron un fugazdolor en los ojos. Parpadeé en un gestoreflejo. ¿Por qué me dolían los ojos?Era como si me hubieran propinado unpuñetazo detrás de cada uno de ellos—.Has abierto un camino a través de

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quinientos millones de estrellas yconectado los dos mundos durante uninstante. Algo absolutamente increíble.

Me froté los ojos pero fue en vano.El dolor estaba dentro de mí.

—¡No te entiendo, maldita sea!¡Habla en la lengua de los mortales!

Yo no quería saber lo que me queríadecir.

—Has creado una puerta —respondió—. Y has enviado a losGuardianes de la Orden por ella. Perono del todo. La magia no era estable. Seconsumió antes de que la hubieranatravesado por completo. ¿Lo entiendes?

—Sólo… —No—. Sólo era un

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dibujo a tiza —susurré.—Dejaste que parte de ellos

quedara en otro mundo —dijo la hija delos dioses fríamente—. Y luego cerrastela puerta. Los has cortado por la mitad.¿Lo entiendes ahora?

Lo entendía.Comencé a gritar y seguí haciéndolo

hasta que uno de los hijos de los dioseshizo algo, y entonces perdí elconocimiento.

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FAMILIA

Estudio a carboncillo

Tengo un recuerdo predilecto de mipadre, que a veces regresa en forma desueño.

En el sueño, soy pequeña. Hacepoco que he aprendido a subir por laescalera. Los peldaños estaban muyseparados entre sí, de modo que durantemucho tiempo tuve miedo de no ver unode ellos y caerme. Tuve que aprender a

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no tener miedo, algo que es mucho máscomplicado de lo que parece. Estoy muyorgullosa de haberlo conseguido.

—Papá —digo mientras cruzo lapequeña buhardilla. Ésta es, segúnacuerdo de mis padres, la habitación deél. Mi madre no entra en ella ni siquierapara limpiar. Está muy ordenada detodos modos, pues mi padre es unhombre pulcro, pero al mismo tiempotransmite la sensación indefinible de queese sitio es él. En parte es por su olor,pero hay algo más. Algo que entiendo demanera instintiva, aunque carezca devocabulario para describirlo.

Mi padre no es como la mayoría de

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la gente de la aldea. Asiste a losservicios del Salón Blanco lo justo paraimpedir que los sacerdotes lo sancionen.No realiza ofrendas en el altar de lacasa. No reza. Le he preguntado si creeen los dioses y él dice que por supuesto.«¿Acaso no somos maroneh?». «Peroeso no es lo mismo que honrarlos»,añade a veces. Luego me previene deque no le diga esto a nadie más. Ni a lossacerdotes, ni a mis amigos, ni siquieraa mamá. Un día, dice, lo entenderé.

Hoy está de un humor extraño, y poruna vez, puedo verlo: un hombre másmenudo que la media, de ojos fríos ynegros, y manos grandes y elegantes. Su

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rostro carece de arrugas, casi parecejuvenil, aunque tiene el cabellosalpicado de plata y hay algo en sumirada, algo pesado y cansado, querevela su larga vida con más elocuenciaque cualquier arruga. Ya era viejocuando se casó con mamá. Nunca quisotener hijos, pero me quiere con todo sucorazón.

Sonrío y me apoyo en sus rodillas.Está sentado, lo que deja su rostro alalcance de mis dedos curiosos. A losojos es posible engañarlos, heaprendido ya, pero el tacto no miente.

—Has estado cantando —digo.Sonríe.

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—¿Ya puedes verme otra vez?Pensaba que a estas alturas tu visión yase habría desvanecido.

—Canta para mí, papá —le pido.Me encantan los colores que deja su vozen el aire.

—No, niña-Ree. Tu madre está encasa.

—¡Ella nunca lo oye! Por favor…—Lo prometí —dice en voz baja y

yo bajo la cabeza. Prometió a mi madre,hace mucho tiempo, antes de que yonaciera, que nunca la expondría a ella nia mí al peligro de su rareza. Soydemasiado pequeña para entender dedónde viene ese peligro, pero el miedo

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de los ojos de mi padre basta paraimponerme silencio.

Pero ya ha quebrantado su promesaantes. Lo hizo para enseñarme, porque sino, yo misma podría haber dejado vermi rareza por ignorancia. Y porque, esolo comprendí más tarde, muere un pococuando tiene que asfixiar esa parte de sí.Estaba destinado a la gloria. Conmigo,en nuestros pequeños momentosprivados, puede tenerla.

Así que al ver mi decepción, suspiray me coloca en su regazo. En voz muybaja, sólo para mí, comienza a cantar.

Desperté muy lentamente, entre el

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sonido y el olor del agua.Estaba sentada sobre ella. El agua

estaba casi a temperatura corporal.Apenas la notaba sobre la piel. Debajode mí podía sentir piedra, dura ytrabajada, a la misma temperatura que ellíquido. A poca distancia flotaba lafragancia de unas flores. Hiras: unatrepadora oriunda de la tierra de Maro.Sus flores tienen un perfume fuerte ycaracterístico que a mí me gusta. Asísupe dónde me encontraba.

De no haber estado antes en casa deMadding, me habría sentidodesorientada. Poseía una mansión en unode los barrios más ricos de Oesha y me

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había llevado a ella con frecuencia,aduciendo que mi pequeña cama leprovocaba dolor de espalda. El primerpiso de la casa estaba lleno deestanques. Había al menos una docenade ellos, tallados en el lecho de rocaque subyacía bajo aquella parte deSombra, esculpidos en formas elegantesy cubiertos de plantas. Era el tipo dediseño por el que ciertos hijos de losdioses se habían hecho famosos:primero pensaban en la estética y luegoen que fuera práctico o adecuado. Losinvitados de Madding tenían quepermanecer de pie o desvestirse ymeterse en un estanque. Y él no veía

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nada malo en ello.Los estanques no eran mágicos. El

agua estaba caliente porque Mad habíacontratado a un genio mortal y le habíaencargado un sistema que la mantenía aaquella temperatura en todo momento,mediante una intrincada combinación demecanismos. Nunca se había molestadoen averiguar cómo funcionaba, así queno podía explicármelo.

Me incorporé, escuché, y al cabo deun momento me di cuenta de que habíaalguien más conmigo, sentado a cortadistancia. No veía nada, pero el sonidode su respiración me resultaba familiar.

—¿Mad?

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Salió de la oscuridad y se sentó enel borde del estanque con una rodillalevantada. Llevaba el pelo suelto ypegado a la piel húmeda. Esto le dabaun aspecto extrañamente juvenil. Susojos eran sombríos.

—¿Cómo te sientes? —dijo.La pregunta me desconcertó un

momento, pero luego recordé.Apoyé la espalda en el costado del

estanque, sin apenas sentir el dolor delas viajas magulladuras, y aparté elrostro. Aún me dolían los ojos, así quelos cerré, aunque aquello no me sirvióde mucho. ¿Que cómo me sentía? Comouna asesina. ¿Cómo iba a sentirme?

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Madding suspiró.—Supongo que no servirá de nada

decir esto, pero lo que ha pasado no esculpa tuya.

Por supuesto que no servía de nada.Y no era cierto.

—A los mortales nunca se les dabien controlar la magia, Oree. No estáishechos para eso. Y tú no sabías lo quepodía hacer la tuya. No pretendías matara esos hombres.

—Pero están muertos —dije—. Misintenciones no cambian ese hecho.

—Es cierto. —Se movió y metió laotra pierna en el agua—. Pero,probablemente, la de ellos fuese matarte

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a ti.Me eché a reír sin ganas. El eco de

la carcajada rebotó en la cambiantesuperficie del agua y sonó como siestuviera loca.

—No te molestes, Mad. Por favor.Permaneció un rato en silencio,

dejando que me revolcara en misufrimiento. Y cuando decidió que ya lohabía hecho lo suficiente, se metió en elagua, que le llegaba a la cintura, seacercó y me abrazó. Y no hizo falta más.Enterré la cabeza en su pecho y me dejémecer en sus brazos. Me acarició laespalda y susurró cosas tranquilizadorasen su lengua mientras yo lloraba. Luego

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me sacó de la sala de los estanques porla escalera de caracol y me depositósobre el montón de cojines que le hacíalas veces de cama. Me quedé dormidaallí, sin preocuparme por si volvía adespertar.

Como es natural, me acabédespertando, unas personas quehablaban en voz baja cerca de mí mesacaron de mi sueño. Al abrir los ojos ymirar a mi alrededor, sorprendentementeme encontré con una hija de los dioses ala que no conocía, sentada junto a loscojines. Tenía la tez muy pálida y elcabello corto y negro, recortado en

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forma de casco alrededor de un rostroagradable con forma de corazón. Doscosas me llamaron la atención alinstante. Primero, que tenía un aspectolo bastante normal como para pasar porhumana, lo que quería decir que era unahija de los dioses que tenía tratos demanera habitual con los mortales. Ysegundo, que por alguna razón, estabasentada entre las sombras, a pesar deque no había nada cercano que pudieraproyectar una sombra sobre ella y que,en cualquier caso, yo no tendría quehaber sido capaz de ver ninguna sombra.

Estaba hablando con Madding, perohizo una pausa al ver que me

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incorporaba.—Hola —dije mientras la saludaba

con un gesto de la cabeza y me frotaba lacara. Conocía a toda la parentela deMadding y esa mujer no formaba partede ella.

Me devolvió el gesto y sonrió.—Conque tú eres la asesina de Mad.Me puse tensa. Madding frunció el

ceño.—Nemmer.—No pretendía ofender —dijo,

encogiéndose de hombros, todavíasonriente—. Me gustan los asesinos.

Miré a Madding de soslayo,mientras me preguntaba si sería

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conveniente que mandara a los infinitosinfiernos a aquella mujer. Él no parecíatenso, lo que revelaba que no era unaamenaza ni una enemiga, pero tampocoestaba feliz. Al reparar en mi mirada,suspiró.

—Nemmer ha venido a advertirme,Oree. Dirige otra organización aquí enla ciudad…

—Algo así como un gremio deprofesionales independientes —añadióella a modo de explicación.

Madding le dirigió una mirada defastidio fraterno y luego volvió acentrarse en mí.

—Oree… La Orden de Itempas

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acaba de ponerse en contacto con ellapara contratar sus servicios. Los suyosconcretamente, no los de uno de suscolaboradores.

Cogí un gran almohadón y lo abracé,no para ocultar mi desnudez sino paradisimular mi repentina intranquilidad.Al verme, Madding fue al armario abuscar algo para mí.

—No es que sepa mucho sobre estascosas —le dije a Nemmer—, pero teníala impresión de que la Orden podíarecurrir al cuerpo de los asesinosArameri siempre que le hiciera falta.

—Sí —dijo Nemmer—, cuando losArameri aprueban lo que quieren hacer,

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o les interesa. Pero hay muchos asuntosde poca monta que no atraen la atenciónde los Arameri, y la Orden prefiereencargarse de ellos directamente.

Se encogió de hombros.Asentí lentamente.—Deduzco que eres una diosa de…

¿la muerte?—Oh, no, ésa es la Dama. Lo mío

son el sigilo, los secretos y un poco deinfiltración. La clase de asuntos que sellevan a cabo bajo la protección delPadre de la Noche.

Parpadeé al oír ese título. Se referíaa uno de los nuevos dioses, el Señor delas Sombras, pero el término que había

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utilizado se parecía mucho a «Señor dela Noche». Cosa que era imposible,claro. El Señor de la Noche estaba bajocustodia de los Arameri.

—No me importa encargarme dealguna que otra eliminación de vez encuando —continuó Nemmer—, perosólo como pasatiempo secundario. —Seencogió de hombros y lanzó una miradade reojo a Madding—. Aunque podríareconsiderarlo, teniendo en cuenta lacantidad que ofrece la Orden. Creo quehay todo un mercado por explotar en loshijos de los dioses que fastidian a losmortales.

Inhalé bruscamente y me volví hacia

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Mad, que regresaba con una bata.Levantó una ceja, en absolutointranquilo. Nemmer se echó a reír yalargó un brazo para clavarme un dedoen la rodilla, lo que me hizo dar unrespingo.

—Podría estar aquí por ti, ¿sabes?—No —respondí en voz baja.

Madding podía cuidarse solo. No habíarazones para estar preocupada—. Nadieenviaría a un hijo de los dioses paramatarme a mí. Sería más sencillopagarle veinte meri a un mendigo yhacer que pareciera un robo que habíasalido mal. Aunque tampoco tendríanpor qué esconderlo. Son la Orden.

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—Ah, pero te olvidas de algo —dijoNemmer—. Usaste la magia para matara esos Guardianes en el parque. Y laOrden cree que mataste también a otrostres a los que les habían ordenado quedieran un correctivo a un hombre maro,tu supuesto primo, por haber atacado aun previt. No han encontrado loscuerpos, pero ya ha empezado a correrla voz sobre cómo funciona tu magia.

Se encogió de hombros.Oh, dioses. Madding se arrodilló a

mi lado y me puso una bata de sedasobre los hombros. Me pegué a él.

—Rimarn —dije— cree que soy unahija de los dioses.

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—Y no se contrata a un mortal paraasesinar a un hijo de los dioses. Aunquese trate de alguien que aparenta ser ladiosa de los dibujos de tiza dotados devida. —Nemmer me guiñó un ojo. Peroa continuación se puso seria—. Tebuscan a ti, pero no creen que seas laresponsable de la muerte de Role, almenos en última instancia. Hermanito,tendrías que haber sido más discreto. —Me señaló con un gesto de la cabeza—.Todos sus vecinos saben que su amantees un hijo de los dioses. La mitad de laciudad lo sabe. De no ser así, quizápodrías haberla salvado de esto.

—Lo sé —respondió Madding con

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todos los remordimientos de un milenioen la voz.

—Espera —dije con el ceñofruncido—. ¿La Orden cree queMadding asesinó a Role? Sé que tieneque haber sido un hijo de los dioses,pero…

—Madding está en el negocio devender nuestra sangre —dijo Nemmer.Su tono era neutro, pero de todos modoscapté la desaprobación que contenía y oíel suspiro de Madding—. Y he oído quees un buen negocio. No hace falta muchaimaginación para llegar a la conclusiónde que podría estar tratando de aumentarla producción por el procedimiento de

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obtener una gran cantidad de una solavez.

—Lo que sería una suposiciónrazonable —repuso Madding— si lasangre de Role hubiera desaparecido.Había mucha alrededor de su cuerpo…

—Que tú te llevaste, delante detestigos.

—¡Para dársela a Yeine! Para ver siexistía alguna posibilidad de devolverlela vida. Pero el espíritu de Role yahabía partido a otro sitio. —Sacudió lacabeza y suspiró—. ¿Por qué demoniosiba yo a matarla, dejar su cuerpo tiradoen un callejón y luego volver a por lasangre, si es lo que quería desde un

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principio?—Puede que no fuese eso lo que

querías —dijo Nemmer en voz muy baja—. O, al menos, puede que no quisierastoda la sangre. Algunos de los testigosestaban lo bastante cerca como para verlo que faltaba, Mad.

Las manos de Madding se tensaronsobre mis hombros. Intrigada, puse unade las mías sobre una de las de él.

—¿Lo que faltaba?—Su corazón —dijo Nemmer, y se

hizo un silencio.Arrugué el gesto, horrorizada. Pero

entonces recordé aquel día en elcallejón, cuando mis dedos se separaron

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del cuerpo de Role empapados en unadensa capa de sangre.

Madding maldijo y se levantó.Comenzó a pasear de un lado a otro conpasos rápidos y tensos de cólera.Nemmer lo observó un momento y luegosuspiró y se volvió hacia mí.

—La Orden cree que fue una especiede encargo especial —dijo—. Uncliente adinerado que quería una formamás potente de sangre divina. Si lamateria que circula por nuestras venases lo bastante poderosa como paraotorgar magia a los mortales, ¿qué nopodría hacer la sangre de nuestroscorazones? Puede incluso que darle a

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una ciega maroneh, la amante del hijo delos dioses del que sospechan, el poderpara matar a tres Guardianes de laOrden.

Me quedé boquiabierta.—¡Eso es una locura! ¡Ningún hijo

de los dioses mataría a otro por esarazón!

Nemmer enarcó las cejas.—Sí, y cualquiera que nos conozca

sabría que es así —dijo con una nota deaprobación en la voz—. Aquellos denosotros que vivimos en Sombradisfrutamos con la riqueza de losmortales, pero ninguno la necesita ni semolestaría en matar por ella. La Orden

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no sabe que es así, porque si lo supiera,no habría tratado de contratarme nisospecharía de Madding… Al menos,por esta razón. Pero siguen el credo delBrillante, que dice que el que altera elorden social debe ser eliminado, almargen de la razón de esa alteración. —Puso los ojos en blanco—. Lo normalhubiese sido que se hubieran cansado derepetir como loros las consignas deItempas y hubiesen empezado a pensarpor sí solos al cabo de dos milenios.

Levanté las piernas, las rodeé conlos brazos y apoyé la cabeza sobre unade las rodillas. La pesadilla seguíacreciendo, hiciera yo lo que hiciese, y

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era peor a cada día que pasaba.—Sospechan de Madding por mi

culpa —murmuré—. Eso es lo que estásdiciendo.

—No —replicó Madding. Podía oírque seguía caminando. Su voz rebosabafuria contenida—. Sospechan de mí porculpa de tu condenado inquilino.

Me di cuenta de que tenía razón.Puede que el previt Rimarn hubieradescubierto mi magia, pero por sí solaimportaba bastante poco. Muchosmortales poseían magia: de ahí salíanlos escribas, como él. Lo que era ilegalera hacer uso de ella, y sin haber vistomis pinturas, Rimarn no podría saber

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que yo había incumplido aquella ley. Sime hubiera interrogado aquel día y yohubiese conservado la calma, se habríadado cuenta de que no podía habermatado a Role. En el peor de los casos,habría terminado reclutada a la fuerza enla Orden.

Pero entonces, había intervenidoLúmino. Aunque Lil había devorado loscuatro cuerpos de Raíz Sur, Rimarnsabía que cuatro hombres habían entradoen aquel callejón y sólo uno habíasalido, misteriosamente ileso. Solamentelos dioses sabían cuántos testigos habíaen Raíz Sur, dispuestos a hablar por unao dos monedas. Y lo que era peor,

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probablemente Rimarn hubiera sentidola descarga de poder que había usadoLúmino para matar a sus hombres desdeel otro lado de la ciudad. Entre eso y loque yo les había hecho a los Guardianesde la Orden con mi dibujo, no parecíatan descabellado sacar una conclusión:un hijo de los dioses muerto, otro que sebeneficiaba de su muerte y los mortalesmás íntimamente relacionados con éste,dotados de repente de una extrañamagia… Nada de ello suponía unaprueba, pero ellos eran itempanos. Eldesorden era suficiente delito.

—Bueno, ya he dicho lo que teníaque decir. —Nemmer se levantó y se

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estiró. Al hacerlo vi lo que habíaocultado su postura: era pura fibramuscular y gracia acrobática. Parecíademasiado normal para ser una asesina yuna espía, pero todo eso estaba allícuando se movía—. Cuídate, hermanito.—Hizo una pausa y lo pensó unmomento—. Y tú también, hermanita.

—Espera —balbuceé. Los dos memiraron con sorpresa—. ¿Qué vas adecirle a la Orden?

—Lo que ya les he dicho —respondió con firmeza— es que serámejor que no se les vuelva a ocurrir laidea de matar a un hijo de los dioses.Ellos no lo entienden: ahora ya no tienen

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que responder ante Itempas. No sabemoslo que podría hacer este nuevoCrepúsculo. Nadie quiere averiguarlo.Y que el Maelstrom ayude al reino delos mortales si vuelven a inflamar la irade la Oscuridad.

—No… —Guardé silencio,confundida, pues no tenía la menor ideade lo que quería decir. Conocía «elCrepúsculo». Era otro de los nombresde la Dama. «La Oscuridad»… no era elSeñor de las Sombras. ¿Y qué queríadecir con «ahora ya no tienen queresponder ante Itempas»?

—Están perdiendo el tiempo conesta estupidez —soltó Madding—,

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¡pensando en menudencias en lugar debuscar al asesino de nuestra hermana!Podría matarlos yo mismo por eso.

—Vamos, vamos —dijo Nemmercon una sonrisa—. Ya conoces lasreglas. Además, dentro de veintiochodías, eso carecerá de importancia.

Me pregunté lo que querría decir conaquello, pero en aquel momento meacordé de las palabras de la diosatranquila aquel día, en Raíz Sur. «Tenéistreinta días».

¿Qué pasaría al cabo de ellos?Nemmer se puso seria.—En cualquier caso… Es peor de lo

que crees, hermanito. Te vas a enterar

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más tarde o más temprano, así que lomismo da que te lo cuente yo ahora:otros dos de los nuestros handesaparecido.

Madding se la quedó mirando, comoyo. Las fuentes de información deNemmer tenían que ser realmente buenassi se había enterado de aquello antes quela gente de Mad o antes de que setransmitiera por los cotilleos callejeros.

—¿Quiénes? —preguntó,horrorizado.

—Ina y Oboro.Había oído hablar de este último.

Era una especie de dios guerrero que seestaba labrando una reputación en los

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círculos de peleas ilegales de la ciudad.A la gente le gustaba porque luchabalimpio. Incluso había perdido algunasveces. Ina era un nombre nuevo para mí.

—¿Muertos?—No se han encontrado los cuerpos

y ninguno de nosotros ha sentido susmuertes. Pero tampoco sentimos la deRole. —Hizo una pausa, durante la quepermaneció totalmente inmóvil dentro desu sempiterna sombra, y de repente medi cuenta de que estaba furiosa. Costabapercibirlo bajo su permanente sarcasmo,pero estaba tan enfadada como el propioMadding. Lógico. Los que habíandesaparecido, y posiblemente hubieran

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muerto, eran sus hermanos. Yo habríasentido lo mismo en su lugar.

Entonces, de manera tardía, me dicuenta: estaba en su lugar. Si alguienestaba atacando a los hijos de los diosescon la intención de matarlos, todos ellosestaban en peligro, incluido Madding. YLúmino, si es que todavía contaba.

Me levanté y me acerqué a Madding.Había dejado de caminar. Le tomé lasmanos con fuerza y me miró consorpresa. Me volví hacia Nemmer yhablé sin poder controlar el temblor demi voz.

—Dama Nemmer —dije—, graciaspor contarnos todo esto. ¿Os importaría

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que Madding y yo habláramos ahora enprivado?

Por un instante pareciódesconcertada. Entonces, esbozó unasonrisa lupina.

—Oh, me gusta esta chica, Mad.Lástima que sea mortal. Y no, señoritaShoth, claro que no me importarádejaros solos… a condición de que novuelvas a llamarme «dama Nemmer». —Se estremeció con fingido espanto—.Me hace sentir vieja.

—De acuerdo, Da… —Me mordí lalengua—. De acuerdo.

En cuanto se marchó, me volví haciaMadding.

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—Quiero que abandones Sombra.Se echó hacia atrás y me miró

fijamente.—¿Que quieres qué?—Alguien está matando a los hijos

de los dioses. Estarías más seguro en elreino de los dioses.

Me miró durante varios segundos.—No sé si echarme a reír o echarte

a patadas de mi casa. ¿Cómo puedespensar eso de mí… creer que iba a huiren lugar de tratar de encontrar a losgusanos que están haciendo esto?

—¡Me importa un comino tu orgullo!—Volví a apretarle las manos paratratar de conseguir que me escuchara—.

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Sé que no eres un cobarde. Sé quequieres encontrar al asesino de tuhermana. Pero si alguien está matando alos hijos de los dioses y ninguno devosotros sabe cómo detenerlo… Mad,¿qué tiene de malo escapar? Tú mismoacababas de pedirme que yo lo hicierapara huir de la Orden, ¿no? Has pasadoeones en el reino de los dioses y en estesolo… ¿cuánto, diez años? ¿Qué más teda lo que suceda aquí?

—¿Por qué iba yo a…? —Sesacudió mis manos de encima, me tomópor los hombros y me miró conexpresión feroz—. ¿Te has vuelto loca?¡Te plantas aquí, delante de mí y me

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pides que te deje sola frente a losGuardianes de la Orden, y saben losdioses qué más…! Si crees que…

—¡Es a ti a quien quieren! Si temarchas, me entregaré. Les diré que hasvuelto al reino de los dioses. Así podránsacar sus propias conclusiones.Entonces…

—Entonces, te matarán —dijo él.Esto me sobresaltó y me dejó en silencio—. No te quepa duda, Oree. Los chivosexpiatorios sirven para calmar losánimos, ¿no? La gente murmura por loque le ha sucedido a Role. A losmortales no les gusta pensar que susdioses pueden morir. También ellos

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quieren que el responsable sea llevadoante la justicia. La Orden tiene quedarles a alguien, aunque no sea elasesino. Y si yo me marcho, te quedarássin protección.

Era cierto, desde la primera a laúltima palabra. Lo supe con instintivacertidumbre. Y tenía miedo. Pero…

—No podría soportar que murieses—dije en voz baja. Fui incapaz demirarlo a los ojos. Era una variación delo que él me había dicho meses antes, yme dolía tanto pronunciarla como en sumomento me había dolido escuchar supalabras—. Es diferente a saber que teperderé cuando muera. Eso es… como

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debe ser. Algo natural. Las cosas sonasí. Pero… Y fui incapaz de impedirlo:imaginé su cuerpo en aquel callejón, ladisolución de su aroma verde y azul, elfrío que reemplazaba su calidez, misdedos manchados con su sangre y nada,nada, en el lugar donde tendría quehaber estado su imagen.

No. Antes moriría que permitir talcosa.

—Que así sea —dije—. He matadoa tres hombres. Fue un accidente, peroaun así están muertos. Tenían sueños,puede que familias… Tú lo sabes todosobre las deudas, Mad. ¿No es justo quepague las mías? Mientras tú estés a

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salvo…Pronunció una palabra que repicó

con furia, miedo y campanadas amargas,y volvió a inundar mi visión con untorrente de fría aguamarina que me dejóen silencio. Entonces me soltó, se apartóy, tardíamente, me di cuenta de que midisposición a dar la vida le había hechodaño. Su naturaleza era la obligación. Elaltruismo su antítesis.

—No me vas a hacer esto —dijo confría cólera, debajo de la cual, sinembargo, pude sentir un miedoagazapado—. No vas a tirar tu vida sóloporque tuviste la desgracia de estarcerca cuando esos necios comenzaron su

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torpe «investigación». O a causa de esemaldito egoísta que vive contigo. —Apretó los puños—. Y no vuelvas aofrecerte nunca, nunca en la vida, amorir por mí.

Suspiré. No quería hacerle daño,pero no había razón para que se quedaraen el reino mortal y se enredara con lasmezquinas políticas de los mortales. Nisiquiera por mí. Tenía que conseguir quelo comprendiera.

—Tú mismo lo dijiste —respondí—. Un día moriré. Eso nada puedeimpedirlo. ¿Qué importa que sucedaahora o dentro de cincuenta años? Yo…

—Sí que importa —dijo con un

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rugido mientras se volvía hacia mí. Dedos zancadas, cruzó la habitación y mecogió por los hombros otra vez. Estoprovocó una onda que se propagó por suforma mortal. Por un instante emitió unparpadeo azulado y cuando se detuvo,tenía la cara cubierta por una película desudor. Las manos le temblaban. Seestaba poniendo enfermo por defendersu argumento—. ¡No te atrevas a decirque no importa!

Sabía lo que tendría que haber dichoentonces y lo que tendría que haberhecho. Ya me había encontrado conaquello otras veces, con aquella feroz,peligrosa y devoradora necesidad que lo

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impulsaba a amarme por mucho dolorque eso le provocara. Tenía razón:necesitaba a una diosa como amante, noa una frágil mortal que pudiera dejarsematar a la menor contrariedad.Abandonarme había sido la cosa másinteligente que había hecho, aunquepermitir que lo hiciese, había sido lamás dura que hubiera hecho yo.

Así que tendría que haberlo echadode mi lado. Decirle algo terrible parapartirle el corazón. Eso habría sido lomejor, y yo debería haber tenido lafuerza necesaria para hacerlo.

Pero nunca he sido tan fuerte comome gustaría.

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Madding me besó. Y, dioses, fuemaravilloso. Esta vez pude sentirlo,pude sentir todo el frescor y la fluidaaguamarina que contenía, sus aristas y suambición, todo lo que me había ocultadodos noches antes. Volví a oír lascampanas mientras penetraba en mí y meatravesaba, y al retirarse, me aferré a ély lo apreté con todas mis fuerzas. Apoyósu frente sobre la mía, temblorosodurante un largo e íntimo momento.También él sabía lo que tenía que hacer.Entonces, me levantó en sus brazos y mellevó de nuevo a los cojines.

Habíamos hecho el amor antes,muchas veces. Nunca fue perfecto —no

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podía serlo, puesto que yo era mortal—,pero siempre fue bueno. Sobre todo,cuando Mad estaba necesitado, comoahora. En tales momentos perdía elcontrol, olvidaba que yo era mortal y éldebía contenerse. (Con esto no merefiero a su fuerza, aunque también. Merefiero a que a veces me llevaba a sitiosy me mostraba visiones. Hay cosas quelos mortales no deberían ver. Cuando seolvidaba de sí mismo, yo veía algunasde ellas).

Pero por muy peligroso que fuese, amí me gustaba que perdiera el control.Me gustaba saber que podía darle tantoplacer. Era uno de los hijos de los

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dioses más jóvenes, pero aun así habíavivido varios milenios por cada una demis décadas y a veces me preocupabano ser bastante para él. Pero en nochescomo aquélla, mientras él lloraba, gemíay se revolcaba sobre mí, y titilaba comoun diamante al llegar el momento, sabíaque era un miedo tonto. Claro que erasuficiente, porque me amaba. Ésa era lacuestión.

Después permanecimos tumbados,agotados y sumidos en la pereza, en elsilencio húmedo y fresco de las últimashoras de la noche. Podía oír que otros semovían por la casa, en aquel piso y en el

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superior: sirvientes mortales, algunos delos hombres de Madding, quizá algúncliente importante al que se le habíaconcedido el privilegio de comprar loque quería directamente del proveedor.No había puertas en la casa de Madding,porque para los hijos de los dioses eranuna molestia, así que probablemente noshubieran oído por toda la casa. Aninguno de los dos nos importaba.

—¿Te he hecho daño? —Su preguntade costumbre.

—Claro que no. —Mi respuesta decostumbre, a pesar de lo cual, élsiempre suspiraba al oírla. Permanecíallí tumbada, cómoda, pero no

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soñolienta—. ¿Te he hecho daño yo a ti?Normalmente se reía. El hecho de

que esta vez permaneciera en silenciohizo que me acordara de la discusiónanterior. Lo que provocó que también yoguardara silencio.

—Vas a tener que abandonarSombra —dijo al fin.

No repuse nada, porque no habíanada que decir. No estaba dispuesto adejar el reino de los mortales, porqueeso supondría mi muerte. Si yo memarchaba de Sombra, puede que tambiénmuriera, pero las probabilidades eranmenores. Todo dependía de las ganas deatraparme que tuviera el previt Rimarn.

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Fuera de la ciudad, Madding teníamenos poder para protegerme. Los hijosde los dioses tenían prohibidoabandonar Sombra por decreto de laDama, que temía el caos que pudieransembrar en el mundo. Pero la Orden deItempas tenía un Salón Blanco en todaslas ciudades de cierto tamaño y miles desacerdotes y acólitos por todo el mundo.Si Rimarn estaba decidido aencontrarme, sería muy complicadoocultarse.

Madding se la jugaba a que a Rimarnyo no le importara lo suficiente. Yo erauna presa fácil, pero no la presa que élquería.

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—Tengo algunos contactos fuera dela ciudad —dijo Madding—. Teayudarán. Una casa en alguna ciudadpequeña, con un guardián o dos. Estaráscómoda. Yo me encargaré de ello.

—¿Y mis cosas?Sus ojos dejaron de enfocar por un

instante.—He enviado a uno de mis

hermanos a por ellas esta misma noche.De momento, las guardaremos aquí ycuando tengas una casa nueva, te lasenviaremos mágicamente. Tus vecinosno sabrán siquiera que te has mudado.

Mi vida destruida, rápida ypulcramente.

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Me incorporé y apoyé la cabezasobre mis brazos cruzados, tratando deno pensar. Al cabo de un instante, Madse incorporó también, se inclinó haciaun lado, abrió un pequeñocompartimento en el suelo y hurgó en suinterior. No pude ver lo que sacaba,pero sí vi que lo usaba para pincharse eldedo, lo que me hizo fruncir el ceño.

—No estoy de humor —dije. Haráque yo también me sienta mejor—. ¿Note preocupa vender sangre divina ahoraque la gente cree que estás dispuesto amatar para conseguirla?

—No —respondió, aunque con untono ligeramente más cortante de lo

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habitual—, porque no estoy dispuesto amatar por ella y me importa un cominolo que piensen los demás. —Me ofrecióel dedo. Una solitaria gota de sangre,como un granate, descansaba sobre él—.¿Ves? Ya se ha vertido. ¿Vas a dejar quese desperdicie?

Suspiré, pero al final me inclinéhacia él y me metí el dedo en la boca.Por un instante fugaz sentí algo que sabíaa sal y metal, junto con otros saboresextraños que nunca había sido capaz deidentificar. El aroma de otros reinos,quizá. Fuera lo que fuese, noté unhormigueo en la garganta al tragar, quese extendió luego hasta mi vientre.

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Lamí el dedo antes de soltarlo. Talcomo suponía, la herida ya estabacerrada. Simplemente, me gustabaprovocarlo. Exhaló un suave suspiro.

—Por esto se produjo el Interdicto—dijo mientras volvía a tumbarse a milado. Comenzó a trazar pequeñoscírculos en la parte baja de mi espalda.Normalmente, eso quería decir queestaba pensando de nuevo en el sexo.Bastardo lujurioso…

—¿Mmmm? —Cerré los ojos ydisfruté del suave estremecimiento queprovocaba la sangre divina al esparcirsesu poder por mi cuerpo. Una vez,después de que Madding me diera a

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probar su sangre, comencé a flotar aquince centímetros del suelo. No pudebajar hasta varias horas después. YMadding tampoco me ayudó mucho:estaba demasiado ocupado riéndose acarcajadas. Por suerte, solía ser unasensación muy relajante, parecida a laembriaguez, pero sin resaca. A vecestenía visiones, pero nunca eranaterradoras—. ¿A qué te refieres?

—A ti. —Me acarició la oreja conlos labios, lo que me provocó undelicioso escalofrío en la columnavertebral. Al notarlo, siguió su recorridocon las yemas de los dedos, lo que hizoque arqueara el cuerpo y suspirara—. A

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los mortales y su embriagadora locura.Muchos de nosotros se han dejadoseducir por tu raza, Oree. Incluso losTres, hace tiempo. Yo antes pensaba queel que se enamoraba de un mortal era unnecio.

—¿Y ahora que lo has probado, tedas cuenta de tu error?

—Oh, no. —Se incorporó, se sentó ahorcajadas sobre mis piernas y deslizólas manos por debajo de mí pararodearme y amasarme los senos. Suspirécon lánguido placer, aunque no pudecontener una risilla al sentir que memordisqueaba la nuca—. Tenía razón.Es una forma de locura. Nos hacéis

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desear cosas que no deberíamos desear.Mi sonrisa se esfumó.—Como la eternidad.—Sí. —Sus manos se detuvieron un

instante—. Y no sólo eso.—¿Qué más?—Hijos, por ejemplo.Me levanté.—Dime que estás de broma. —Me

había prometido hacía tiempo que con élno tendría que tomar las mismasprecauciones que con un hombre mortal.

—Calla —dijo mientras meobligaba a volver a la misma posición—. Claro que estoy de broma. Peropodría darte un hijo si quisiera. Si tú

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quisieras. Y si estuviera dispuesto aquebrantar la única ley verdadera quelos Tres nos han impuesto.

—Oh. —Volví a acomodarme entrelos cojines mientras él reanudaba suslentas y suaves caricias—. Te refieres alos demonios… Hijos de mortales einmortales. Monstruos.

—No eran monstruos. Fue antes dela Guerra de los Dioses, antes inclusode que yo naciera, pero he oído que erancomo nosotros… Como los hijos de losdioses, me refiero. Podían bailar entrelas estrellas como nosotros. Poseían lamisma magia. Pero envejecían y morían,por muy poderosos que fuesen. Eso los

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hacía… muy extraños. Pero nomonstruosos. —Suspiró—. Estáprohibido crear más demonios, pero…ah… Oree. Seguro que tendrías hijospreciosos.

—Mmmm. —Estaba dejando deprestarle atención. A Madding leencantaba hablar mientras sus manoshacían cosas maravillosas quetrascendían las palabras. Durante suúltima divagación había deslizado unamano entre mis piernas. Cosasmaravillosas—. Así que los Tres teníanmiedo de que os… ah… enamorarais delos mortales y creaseis más diablillospeligrosos.

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—No todos los Tres. Al final fuesólo Itempas quien nos ordenómanteneros alejados del reino de losmortales. Pero él no tolera ladesobediencia, así que hicimos lo queordenaba. —Me besó en el hombro yluego me acarició la nuca con la nariz—. No me había dado cuenta de lo cruelque era esa orden hasta que te conocí.

Sonreí, con ganas de hacertravesuras, y eché la mano hacia atráspara agarrar la protuberancia cálida ydura que sentía contra la espalda. Laacaricié con destreza fruto de la prácticay él se estremeció mientras surespiración se entrecortaba junto a mi

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oído.—Oh, sí —dije con tono burlón—.

Qué crueldad.—Oree —dijo con voz

repentinamente grave y tensa. Suspiré ylevanté ligeramente las caderas para queél pudiera introducirse dentro de mícomo si ése fuese el único sitio al queperteneciera.

En algún momento del delicioso,embriagador y placentero interludio quesiguió, me di cuenta de que nos estabanvigilando. Al principio no prestéatención. Los parientes de Maddingparecían fascinados por nuestrarelación, así que si observarnos les

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resultaba útil para cuando decidieranprobar con un mortal, a mí no meimportaba. Pero había algo distinto enaquella mirada, percibí después,mientras yacía, agradablementeexhausta, deslizándome hacia el sueño.No tenía el habitual aire de curiosidad oexcitación. Había algo más intenso enella. Una desaprobación. Y familiar.

Claro. Madding había mandado abuscar mis pertenencias. Y eso incluía aLúmino: el sombrío, arrogante yorgulloso bastardo que hacía las vecesde mascota mía. No sé por qué lemolestaba verme con Madding ytampoco me importaba. Estaba cansada

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de su malhumor, cansada de todo. Asíque lo ignoré y me quedé dormida.

Madding ya no estaba cuandodesperté. Me incorporé, soñolienta aún,y permanecí un momento escuchando ytratando de orientarme. Desde abajollegaba el incesante rumor del agua y elperfume de las hiras. Arriba alguiencaminaba sobre los tablones de madera,que crujían bajo sus pies. La intuiciónme decía que era muy tarde, pero lamayoría de los hombres de Maddingeran hijos de los dioses. Ellos nodormían. En algún lugar del mismo pisooí reír a una mujer y hablar a dos

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hombres.Bostecé y volví a bajar la cabeza,

pero las voces penetraron en miconsciencia.

—… decírtelo…—… ¡asunto tuyo, maldita sea! No

tienes…Lentamente, me di cuenta: Lúmino. Y

Madding. ¿Hablando? No importaba.Me daba igual.

—No me escuchas —dijo Madding.Hablaba con voz profunda e intensa, loque hacía que el sonido llegara máslejos—. Ella te dio una auténticaoportunidad y la estás tirando por laborda. ¿Por qué lo haces, cuando tantos

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de nosotros luchamos por ti,morimos…? —Titubeó y guardósilencio un instante—. Nunca piensas enlos demás… ¡Sólo en ti! ¿Tienes idea delo que ha pasado Oree por ti?

Abrí los ojos.La respuesta de Lúmino fue un

murmullo sordo e ininteligible. La deMadding fue todo lo contrario, casi ungrito:

—¡La estás destruyendo! ¿No tebasta con haber destruido a toda tufamilia? ¿También tienes que matar aquien yo amo?

Me levanté. Mi bastón estaba en milado de la pila de almohadones, justo

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donde lo había dejado Madding. La bataseguía enredada entre las sábanas,donde yo la había dejado caer. La saquéy me la puse.

—… decirte esto ahora… —Madding había recobrado parte de lacalma, aunque era evidente que seguíafurioso. Había bajado de nuevo la voz.Lúmino seguía en silencio, como habíaestado desde el estallido de Madding.Éste siguió hablando, pero no conseguíentender lo que decía.

Me detuve en la puerta. «No meimporta», me dije. Mi vida estaba enruinas y la culpa era de Lúmino. A él nole importaba. ¿Qué me importaba lo que

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se dijeran Madding y él? ¿Por qué teníaque esforzarme en entenderlo?

—… podría quererte de nuevo —dijo Madding—. Finge que eso nosignifica nada para ti, si quieres, padre.Pero sé…

Padre. Parpadeé.«¿Padre?».—… a pesar de todo —dijo

Madding—. Créelo o no, como quieras.—Sus palabras tenían un tono deconclusión. La discusión, unilateral,había terminado.

Me pegué a la pared del dormitorio,alejándome de la puerta, aunque eso mehabría servido de bien poco si Madding

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hubiera entrado en aquel momento. Peroa pesar de que oí sus pasos al salir delcuarto en el que habían estado y alejarsea grandes zancadas, se dirigieron haciael piso de abajo y no de regreso a sudormitorio.

Mientras permanecía allí, contra lapared, pensando en lo que había oído,Lúmino también abandonó el cuarto. Alpasar junto a la habitación de Madding,pensé que iba a darse cuenta de que yohabía salido de la cama y que quizáentraría y me encontraría allí, pero nodetuvo sus pasos. Subió al piso dearriba.

¿A cuál debía seguir? Vacilé un

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momento y luego fui detrás de Madding.Al menos sabía que él me hablaría.

Lo encontré de pie junto al másgrande de sus estanques, brillando conla suficiente intensidad como parailuminar la estancia entera con la luz desu magia, que se reflejaba en las paredesy el agua. Me detuve tras él y saboreé eljuego de las luces sobre sus facetas, eldesplazamiento y la trepidación trémulade su carne de aguamarina líquidacuando se movía, el parpadeo rebosantede patrones de las paredes. Habíaentrelazado las manos y tenía la cabezagacha, como para rezar. Puede que loestuviera haciendo. Por encima de los

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hijos de los dioses estaban los dioses, ypor encima de éstos, el Maelstrom, loincognoscible. Puede que incluso elMaelstrom le rezase a algo. ¿Acaso nonecesitábamos todos algo a lo querecurrir, en ocasiones?

Así que me senté y esperé, sininterrumpirlo, hasta que, al cabo de unrato, Madding bajó las manos y sevolvió hacia mí.

—Tendría que haber bajado la voz—murmuró en medio de un repicarcristalino.

Sonreí, levanté mis rodillas y lasrodeé con mis brazos.

—A mí también me cuesta no

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gritarle.Suspiró.—Si lo hubieras conocido antes de

la guerra, Oree… Era glorioso. Todoslo amábamos, competíamos por sucariño y nos solazábamos en suatención. Y él nos devolvía su amor, asu tranquila y ordenada manera. Hacambiado mucho.

Su cuerpo despidió un últimodestello líquido y volvió a convertirseen un musculoso cascarón humano desencillos rasgos. Seguía desnudo, con elcabello aún suelto y todavía de pie juntoal agua. Sus ojos albergaban unosrecuerdos y un pesar demasiado antiguos

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para un mortal. Nunca podría pareceruna criatura ordinaria, por mucho que lointentara.

—Así que es tu padre —dije en vozbaja. No quería expresar abiertamentelas sospechas que había empezado aalbergar. Ni siquiera quería creerlo.Había docenas, puede que centenares dehijos de los dioses y había incluso másantes de la Guerra de los Dioses. Y notodos ellos eran hijos de los Tres.

Pero la mayoría sí.Madding sonrió al ver mi rostro.

Nunca había sido capaz de ocultarlenada.

—No hay muchos de nosotros que no

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lo hayan repudiado.Me pasé la lengua por los labios.—Pensé que era un hijo de los

dioses. Sólo un hijo de los dioses. Osea, no… —Señalé sobre mi cabeza,refiriéndome al cielo.

—No es sólo un hijo de los dioses.En contra de lo que esperaba, la

confirmación me resultó pocoimpactante.

—Yo creía que los Tres eran…diferentes.

—Lo son.—Pero Lúmino…—Es un caso especial. Su condición

actual es temporal. Probablemente.

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Nada en mi vida me había preparadopara aquello. Sabía que no tenía muchainformación sobre los asuntos de losdioses, a pesar de mi asociaciónpersonal con algunos de ellos. Sabía tanbien como el que más que los sacerdotesnos enseñaban lo que querían quesupiéramos, no necesariamente laverdad. Y a veces, aunque nos contaranla verdad, ellos mismos no la entendían.

Madding se me acercó y se sentó ami lado. Dirigió la mirada más allá delos estanques, con sus delicadas ondas.

Yo tenía que comprender.—¿Qué hizo? —Era lo mismo que

ya le había preguntado a Sieh.

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—Algo terrible. —Su sonrisa sehabía esfumado durante el momento queyo había pasado sumida en un silencioaturdido. La expresión de su cara eratensa, casi furiosa—. Algo que lamayoría de nosotros jamás le perdonará.Durante algún tiempo se salió con lasuya, pero le ha llegado la hora de pagarsu deuda. Y estará mucho tiempohaciéndolo.

A veces sabían ser muy crueles.—No lo entiendo —susurré.Levantó una mano, me pasó uno de

los nudillos por la mejilla y me apartóun mechón de pelo de la cara.

—Ha tenido mucha suerte de

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encontrarte —dijo—. Tengo queconfesar que he sentido celos. Aúnconserva un poco de su antiguo yo.Entiendo que te atraiga.

—No es eso. Ni siquiera le gusto.—Lo sé. —Bajó la mano—.

Tampoco creo que sea ya capaz dequerer a alguien, al menos de un modoreal. Nunca se le dio bien cambiar,adaptarse. Él se quebraba. Y se nosllevaba a todos consigo.

Se sumió en un silencio reverberantede dolor y en ese momento me di cuentade que, al contrario que Sieh, Maddingaún quería a Lúmino. O a quienquieraque hubiera sido Lúmino una vez.

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Mi mente se negaba a aceptar elnombre que aparecía susurrado en micorazón.

Busqué su mano y entrelacé nuestrosdedos. Madding los miró, luego me miróa mí y sonrió. Había tal pesar en susojos que me incliné y lo besé. Suspiródurante el beso y apoyó su cabeza en lamía cuando nos separamos.

—No quiero hablar más de él —dijo.

—Muy bien —respondí—. ¿De quéhablamos entonces? —Aunque creíaconocer la respuesta.

—Quédate conmigo —susurró.—No fui yo la que se marchó. —

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Traté de decirlo con tono frívolo, yfracasé estrepitosamente.

Cerró los ojos.—Antes era distinto. Ahora me doy

cuenta de que voy a perderte de todosmodos. Dejarás la ciudad o te harásvieja y morirás. Pero si te quedas, tetendré más tiempo. —Buscó a tientas miotra mano. No se le daba tan bien comoa mí hacer las cosas sin mirar—. Tenecesito, Oree.

Me pasé la lengua por los labios.—No quiero ponerte en peligro,

Mad. Y si me quedo… —Cada bocadoque comiera, cada prenda que mepusiera provendrían de él. ¿Podría

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soportarlo? Había viajado al continente,dejado a mi madre y a mi pueblo,luchado y trabajado, para vivir a mimanera. Si me quedaba en Sombra,perseguida por la Orden y con asesinosdetrás de cada uno de mis pasos, ¿seríacapaz de dejar la casa de Madding?Libertad con soledad o cautiverio con elhombre al que amaba. Las dos opcioneseran terribles.

Y él lo sabía. Sentí que temblaba yeso casi bastó para convencerme.

—Por favor —susurró.Sentí el impulso de ceder.—Déjame pensar —dije—. Tengo

que… No puedo pensar, Mad.

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Abrió los ojos. Como estaba tancerca, tocándome, pude sentir cómo sedesvanecía la esperanza en su interior.Mientras se apartaba y me soltaba lamano, me di cuenta de que habíacomenzado también a retirar su corazón,a hacer acopio de fuerzas contra mirechazo.

—Muy bien —dijo—. Tómate eltiempo que necesites.

Si se hubiera enfadado, habría sidomucho más sencillo.

Comencé a hablar, pero se habíadado la vuelta. ¿Qué podía decir, detodos modos? Nada que mitigase eldolor que acababa de causarle. Sólo el

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tiempo podría conseguir esto.Así que suspiré, me levanté y me

dirigí al piso de arriba.

La casa de Madding era enorme. Elsegundo piso, donde se encontraban susaposentos, era también donde trabajabansus hermanos y él, donde se perforabanla piel para producir los diminutosfrascos de sangre que vendían a losmortales. Se había hecho rico con éste yotros negocios. Los hijos de los diosesposeían muchos dones por los que loshumanos estaban dispuestos a pagargrandes sumas de dinero. Pero él seguíasiendo un hijo de los dioses, así que

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cuando el negocio había crecido, no sele había ocurrido abrir una oficina.Simplemente había ampliado la casa yhabía invitado a todos sus parientes avivir con él.

La mayoría de ellos había aceptadola oferta. El tercer piso albergaba lashabitaciones de aquellos hijos de losdioses a los que les gustaba dormir enuna cama, algunos escribas que habíanlogrado escapar del yugo de la Orden yun puñado de mortales con otros talentosútiles, como archivistas, sopladores devidrio o vendedores. El siguiente pisoera la azotea, que era lo que yo estababuscando.

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Cuando subí, dos hijos de los diosesse relajaban al pie de la escalera: ellugarteniente-guardaespaldas de pielmoteada de Madding y una criatura defría belleza que había adoptado la formade un ken de mediana edad. Este último,cuya mirada contenía sabiduría ydesinterés a partes iguales, no respondióante mi presencia. El otro me guiñó unojo y se pegó a su hermano para dejarmepasar.

—¿Subes a tomar el aire de lanoche? —preguntó.

Asentí.—Desde allí es más fácil sentir la

ciudad.

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—¿Es una despedida? —Sus ojoseran demasiado penetrantes y sabíanleer mi rostro como si fuera un libroabierto. Esbocé una sonrisa débil comorespuesta, porque no confiaba enguardar la compostura si hablaba. Elpesar ablandó su expresión—. Será unapena verte marchar.

—Le he causado algunos problemas.—A él no le importa.—Lo sé. Pero, a este paso, acabaré

debiéndole mi alma, o algo parecido.—No lleva una cuenta contigo, Oree.

—Era la primera vez que utilizaba minombre. No debería habermesorprendido. Llevaba con Madding más

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tiempo que yo. Hasta puede quehubieran venido al reino de los mortalesjuntos, como dos eternos solteros enbusca de emociones entre las desdichasy las glorias de la ciudad. La idea mehizo sonreír. Al verlo, sonrió él también—. No sabes lo mucho que te quiere.

Yo había visto los ojos de Madcuando me pidió que me quedara.

—Sí que lo sé —susurré, y luegotuve que respirar hondo—. Luego te veo,eh… —Hice una pausa. En todo esetiempo nunca le había preguntado sunombre. Sentí que me ardían las mejillasde vergüenza.

Aquello pareció divertirlo.

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—Paitya. Mi compañera es Kitr.Pero no le digas que te lo he dicho yo.

Asentí mientras combatía el impulsode mirar al hijo de los dioses de aspectomás maduro. A algunos de ellos, comoPaitya, Madding y Lil, no les importabaque los mortales mostraran reverenciaante ellos. Otros, había descubierto alcabo del tiempo, nos consideraban seresmuy inferiores a ellos. Sea como fuere,el mayor de los dos parecía molesto pormi interrupción. Mejor sería marcharse.

—Tendrás compañía —dijo Paityacuando pasé a su lado. Estuve a punto depararme allí, al comprender a quién serefería.

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Pero no pasaba nada, decidímientras consideraba el intrincadomisterio que llevaba dentro. Me habíancriado como a una buena ¡tempana, apesar de que mi fe se había debilitadoen los años transcurridos desde entoncesy, a decir verdad, esa fe nunca habíasido muy firme. Sin embargo, aún lerezaba a Él cuando sentía la necesidad.Y en aquel momento la sentía, así quesubí la escalera, giré el pesadopicaporte de metal y salí a la azotea.

Al apagarse los ecos metálicos de lapuerta, oí una respiración a un lado,cerca del suelo. Estaba sentado enalguna parte, posiblemente apoyado en

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uno de los gruesos puntales de lacisterna que dominaba la azotea. Nopodía sentir su mirada, pero debíahaberme oído salir a la azotea. Se hizoel silencio.

Allí, ahora que sabía quién era, creíque me sentiría de otro modo. Tendríaque haber experimentado reverencia,nerviosismo, puede quesobrecogimiento. Pero mi mente eraincapaz de reconciliar ambos conceptos:el Señor Brillante de la Orden y elhombre al que había encontrado en elcubo de basura; Itempas y Lúmino. Él, yél. En mi corazón no parecían el mismoser.

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Y de las miles de preguntas quedebería haber formulado, sólo podíapensar en una.

—Has vivido todo este tiempoconmigo sin pronunciar palabra —dije—. ¿Por qué?

Al principio creí que no iba aresponder. Pero al final oí un levemovimiento en la gravilla que cubría elsuelo de la azotea y sentí que supenetrante mirada se posaba sobre mí.

—Eras irrelevante —dijo—. Sólouna mortal más.

Estaba empezando a acostumbrarmea él, comprendí con amargura. Suspalabras me habían dolido mucho menos

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de lo que esperaba.Sacudí la cabeza y me acerqué a otro

de los puntales de la cisterna. Palpé elsuelo a mi alrededor para asegurarme deque no había charcos ni desperdicios yme senté. Allí arriba no reinaba unsilencio de verdad. La medianocheestaba preñada de los sonidos de laciudad. Y sin embargo, por algunarazón, yo me sentía en paz. La presenciade Lúmino y mi enfado con él meimpedían pensar en Madding, en losGuardianes de la Orden muertos o en elfin de la vida que había construido paramí en Sombra; así que, a su propia yaborrecible manera, mi dios me

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reconfortaba.—¿Qué demonios estás haciendo

aquí arriba? —pregunté. Fui incapaz dereunir fuerzas para mostrarle mayorrespeto—. ¿Rezándote a ti mismo?

—Esta noche hay luna nueva.—¿Y?No respondió, y a mí no me importó.

Levanté la cara hacia los lejanos,trémulos y casi imperceptiblesresplandores de la copa del Árbol delMundo y fingí que eran las estrellas delas que había oído hablar durante todami vida. A veces, entre las ondas y losremolinos de aquel mar vegetal,alcanzaba a ver algún destello más

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brillante. Probablemente, un capullotemprano. El Árbol empezaría a florecerpronto. Había gente en la ciudad que seganaba la vida con el peligroso trabajode trepar a las ramas más bajas delÁrbol y cortar sus plateadas flores,grandes como manos, para vendérselas alos ricos.

—Todo lo que sucede en laoscuridad, él lo ve y lo oye —dijoLúmino de repente. Lamenté que hubieraroto el silencio—. En las noches sinluna me oye, aunque no me quieracontestar.

—¿Quién?—Nahadoth.

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Olvidé mi enfado con Lúmino, mitristeza por Madding y mi culpa por losGuardianes de la Orden. Lo olvidé todomenos aquel nombre.

«Nahadoth».

Nunca hemos olvidado su nombre.En esta época, nuestro mundo tiene

dos grandes continentes, pero antañofueron tres: el Alto Norte, Senm y latierra de Maro. Maro era el máspequeño de los tres, pero también el másesplendoroso, con árboles que seelevaban más de trescientos metros en elaire, flores y aves imposibles deencontrar en ningún otro sitio y cascadas

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tan inmensas que se decía que el rebullirde la espuma que hacían se podía notardesde el otro lado del mundo.

Los cien clanes de mi pueblo —llamado «maro» por entonces, no«maroneh»— eran grandes y poderosos.Tras la Guerra de los Dioses, aquellosque habían honrado a Itempas porencima de los demás se vieronfavorecidos. Esto incluía a los amn, a unpueblo ahora extinto llamado los giniji ya nosotros. A los amn los gobernaba lafamilia Arameri. Su hogar era Senm,pero levantaron su fortaleza en nuestratierra, por invitación nuestra. Éramosmás listos que los giniji. Pero pagamos

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un precio por nuestra astucia política.Hubo una especie de rebelión. Un

gran ejército cruzó la tierra de Maro,decidido a deponer a los Arameri. Unaestupidez, lo sé, pero este tipo de cosassucedían en aquellos tiempos. No habríasido más que otra masacre, otra nota apie de página en el libro de la Historia,de no haber sido porque una de lasarmas de los Arameri se descontroló.

Era el Señor de la Noche, hermano yeterno enemigo de Itempas el Brillante.Esclavizado, disminuido, pero aun asíinimaginablemente poderoso, abrió unagujero en la tierra que provocóterremotos y tsunamis que arrasaron

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Maro. El continente entero se hundió enel mar y casi todos sus habitantesperecieron.

Los pocos maro que sobrevivieronse asentaron en una península delcontinente de Semn, un regalo de losArameri como compensación pornuestra pérdida. Comenzamos allamarnos maroneh, que quiere decir«Los que lloran por Maro» en la lenguacomún que hablábamos en su día. Dimosa nuestras hijas nombres de pesar y anuestros hijos nombres de rabia.Debatimos si tenía sentido tratar derehacer nuestra raza y nuestra cultura.Dimos las gracias a Itempas por salvar a

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los pocos de los nuestros que habíansobrevivido y odiamos a los Arameripor hacer necesaria esa plegaria.

Y mientras el resto del mundoprácticamente lo olvidaba, salvo comoobjeto de cultos heréticos o protagonistade cuentos de terror para niños, nosotrosseguimos recordando el nombre denuestro destructor.

«Nahadoth».

—He estado intentando —dijoLúmino— expresarle misremordimientos.

Esto me sacó de mi estado deasombro, pero fue para sumirme en otro.

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—¿Cómo?Lúmino se levantó. Le oí dar unos

cuantos pasos, quizá acercarse al murobajo que delimitaba la azotea. Cuandohabló de nuevo, el viento y los sonidosnocturnos de la ciudad diluyeron su vozque, sin embargo, llegó hasta mí contotal claridad. Su dicción era precisa,carente de todo acento, perfectamentemodulada. Hablaba como un aristócrataacostumbrado a dar discursos.

—Querías saber lo que he hechopara que me castigaran con lamortalidad —dijo—. Se lo preguntaste aSieh.

Aparté mis pensamientos de la

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incesante letanía de «Nahadoth,Nahadoth, Nahadoth».

—Bueno… sí.—Mi hermana… —dijo—. La maté.Fruncí el ceño. Claro que lo había

hecho. Enefa, diosa de la Tierra y laVida, había conspirado contra Itempascon su hermano, el Señor de la Noche,Nahadoth. Itempas la había ejecutadopor su traición y luego había entregado aNahadoth a los Arameri como esclavo.Era una historia famosa.

Salvo que…Me pasé la lengua por los labios.—¿Hizo ella… algo para

provocarte?

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El viento cambió un instante. Su vozflotó hasta mí, luego se alejó y luegovolvió a acercarse, cantarina y suave.

—Se lo llevó de mi lado.—Que se… —Me detuve.No quería entender. Era obvio que

Itempas y Enefa habían estado unidos enalgún momento antes de su separación.La existencia de los hijos de los diosesera prueba suficiente. Pero Nahadoth erael monstruo de la oscuridad, el enemigode todo lo que de bueno tenía el mundo.No quería pensar en él como el hermanodel Señor Brillante y mucho menoscomo su…

Pero había pasado mucho tiempo

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entre los hijos de los dioses. Había vistoque sentían la misma lujuria y la mismarabia que los mortales, que sufrían dolorcomo los mortales, que sufríanmalentendidos y se guardaban mezquinasofensas y se mataban por amor, comolos mortales.

Me puse en pie, temblorosa.—Estás diciendo que tú iniciaste la

Guerra de los Dioses —dije—. Estásdiciendo que el Señor de la Noche era tuamante… que aún lo amas. Estásdiciendo que ahora es libre y que fue élquien te hizo esto.

—Sí —respondió Lúmino. Yentonces, para mi sorpresa, soltó una

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pequeña carcajada, tan rebosante deamargura que su voz tembló inseguradurante un segundo—. Eso esexactamente lo que estoy diciendo.

Mis manos apretaron el bastón hastaque me dolieron las palmas. Volví asentarme en cuclillas, clavando elbastón en la gravilla para equilibrarme,y apoyé la frente sobre la vieja y suavemadera.

—No te creo —susurré. No podíacreerlo. No podía estar tan equivocadasobre el mundo, los dioses y todo. Laraza humana en su conjunto no podíaestar tan equivocada.

¿Verdad?

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Oí cómo se movía la gravilla bajolos pies de Lúmino al volverse hacia mí.

—¿Amas a Madding? —preguntó.Era una pregunta tan inesperada, tan

absurda en el contexto de nuestradiscusión, que tardé varios segundos enrecobrar el habla.

—Sí. Por los dioses, claro que sí.¿Por qué me preguntas eso ahora?

Más pisadas sobre la gravilla, suspies marcaban un sonido rítmico alacercarse a mí. Sus cálidas manoscogieron las mías sobre el bastón. Estome sorprendió tanto que dejé que mepusiera en pie. Durante varios segundosno hizo nada. Sólo mirarme. De pronto,

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me di cuenta de que no llevaba nada másque una bata de seda. El invierno habíasido suave aquel año y la primaverallegaba con antelación, pero la nocheestaba empezando a ponerse fría. La pielse me puso de gallina y mis pezones setensaron bajo la seda. En mi casa solíair escasamente vestida… incluso conmenos ropa. La desnudez no meprovocaba la menor excitación, yLúmino nunca había demostrado ningúninterés por ella. Sin embargo, en aquelmomento, era muy consciente de aquellaincomodidad con él.

Se acercó más y sus manosascendieron por mis brazos. Eran muy

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cálidas, casi reconfortantes. No entendílo que pretendía hasta que sus labiosrozaron los míos. Sorprendida, traté deapartarme y, de improviso, sus manosme apretaron con más fuerza. No lasuficiente para hacerme daño, sino comoun mero aviso. Me quedé helada. Volvióa acercárseme y me besó.

No sabía qué pensar. Pero entoncessu boca acarició la mía con unahabilidad que nunca le habría supuesto ysu lengua se movió trémulamente sobremis labios, y sentí que me relajaba sinpoder evitarlo. Si me hubiera impuestoel beso, lo habría aborrecido. Me habríaresistido. Pero lo que hizo fue mostrarse

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delicado, perfecta y antinaturalmentedelicado. Su boca no sabía a nada, loque era extraño y de algún modosubrayaba su inhumanidad. No era comobesar a Madding. El yo interior deLúmino carecía de sabor. Pero cuandosu lengua tocó la mía, di un pequeñorespingo, porque sabía bien. Y eso eraalgo que no me esperaba. Sus manosbajaron hasta mi cintura, luego hasta miscaderas y me atrajeron hacia él. Inhalésu peculiar y tentador aroma. El calor yla fuerza de su cuerpo erancompletamente distintos a los deMadding. Resultaba perturbador.Interesante. Sus dientes me

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mordisquearon el labio inferior y meestremecí, esta vez no sólo de miedo.

Él no había cerrado los ojos. Pudesentir que me observaba, que meevaluaba fríamente a pesar del calor desu boca.

Inhaló mientras se apartaba. Exhalólentamente. Y con una voz terrible ysuave, dijo:

—No amas a Madding.Me puse tensa.—Incluso ahora, me deseas. —

Había tal desprecio en su voz… Cadauna de sus palabras rebosaba veneno.Nunca antes había oído una emoción tanintensa en su voz, y toda ella estaba

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hecha de odio—. Su poder te intriga. Elprestigio que da tener a un dios comoamante. Hasta puede que, a tu propia ymodesta manera, lo veneres un poco.Aunque lo dudo, porque parece que tesirve cualquier dios. —Soltó un suspiro—. Conozco bien el peligro que entrañaconfiar en los de tu raza. Advertí a mishijos, los mantuve alejados mientras mefue posible, pero Madding es tozudo.Lamento el dolor que sentirá cuando porfin comprenda lo indignos de su amorque sois.

Permanecí allí inmóvil, aturdidahasta el embotamiento. Durante un largoy espantoso momento, creí lo que me

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decía. Lúmino había sido —y aún lo era,menguado o no— el dios al que habíarezado durante toda mi vida. Porsupuesto que tenía razón. ¿Acaso nohabía titubeado al oír la oferta deMadding? Mi dios me había juzgado yme había encontrado indigna, y eso melastimaba.

Entonces, la sensatez volvió a mí ylo hizo acompañada por una furia total.

Seguía apoyada contra el puntal dela cisterna, que me sirvió como punto deapoyo perfecto para plantar las manossobre el pecho de Lúmino y empujarlocon todas mis fuerzas. Retrocediótrastabillando, con un gruñido de

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sorpresa. Fui tras él, olvidados el miedoy la confusión en medio de una rabia alrojo vivo.

—¿Ésa es tu prueba? —Mis manosencontraron de nuevo su pecho yempujaron con toda la fuerza de micuerpo sólo por la satisfacción de oírcómo gruñía—. ¿Eso es lo que te hacepensar que no amo a Mad? Sabes besarrealmente bien, Lúmino, pero ¿deverdad crees que me importas lamilésima parte que Madding? —Meeché a reír, y el eco de mi propia vozresonó con aspereza en mis oídos—.¡Dioses, él tenía razón! Realmente nosabes nada sobre el amor.

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Me di la vuelta murmurando por lobajo y comencé a caminar de regreso ala puerta de la azotea.

—Espera —dijo Lúmino.Lo ignoré y barrí el aire delante de

mí con el bastón, trazando un arcorápido y lleno de furia. Su mano volvióa tomarme del brazo y esta vez traté dezafarme de él entre imprecaciones.

—Espera —dijo sin soltarme. Sevolvió sin apenas prestar atención a mifuria—. Hay alguien aquí.

—¿Qué estás…? —Pero en esemomento yo también lo oí y me detuve:unos pasos sobre la gravilla de laazotea, junto al picaporte de la puerta.

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—¿Oree Shoth? —Era una vozmasculina, fría y oscura como una nochede finales de invierno. Me sonaba, perono recordaba de qué.

—S-sí —dije mientras mepreguntaba si sería alguno de losclientes de Madding y lo que estaríahaciendo en la azotea en tal caso. ¿Ycómo es que conocía mi nombre? Quizáse lo hubiera oído decir a alguno de loshombres de Madding—. ¿Me estabasbuscando?

—Sí. Aunque esperaba queestuvieras sola.

Lúmino se movió repentinamentepara interponerse entre ambos y de

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pronto me vi tratando de oír al hombre através de su corpachón. Abrí la bocapara gritar, demasiado furiosa pararesponder con educación o respeto… yentonces la cerré.

Era muy débil. Tuve que entornar lamirada. Pero Lúmino había empezado abrillar.

—Oree —dijo. Con calma. Comosiempre—. Entra en la casa.

El miedo borró cualquier otra cosaque pudiera haber respondido.

—Está delante de la puerta.—Yo lo quitaré de ahí.—No te lo aconsejo —dijo el

hombre, impávido—. No eres un hijo de

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los dioses.Lúmino suspiró con un fastidio que,

en otras circunstancias, me habríaresultado divertido.

—No —repuso—. No lo soy.Y antes de que pudiera decir nada

más, desapareció y el espacio que ahorahabía delante de mí se tornó frío. Huboun fulgor de magia, tapado por el vagoresplandor del cuerpo de Lúmino.Luego, un movimiento rápido eimpreciso, un desgarro de tela, unapugna de carne contra carne. Un chorrode algo húmedo que me roció la cara ehizo que me encogiera.

Y luego silencio.

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Permanecí inmóvil un instante, conel sonido fuerte y rápido de mi propiarespiración en mis oídos, mientras hacíaun esfuerzo por escuchar el ruido quetemía que estuviera por llegar: el deunos cuerpos que chocaban con losadoquines de la calle, tres pisos másabajo. Pero no había nada más que aquelterrible silencio.

Los nervios me fallaron. Corrí haciala puerta de la azotea y me arrojé alinterior de la casa, gritando.

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UNA VENTANAQUE SE ABRE

Dibujo a tiza sobre hormigón

Me contó cosas sobre sí mismo. Notodo, claro. Algunas me las contaronotros dioses o las recuerdo de loscuentos de mi infancia. Pero la mayoríame las contó él. Mentir no estaba en sunaturaleza.

En el tiempo de los Tres, las cosas

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eran muy distintas. Había muchostemplos, pero pocos textos sagrados yno se perseguía a quienes profesabancreencias distintas. Los mortalesveneraban a los dioses que querían —aveces varios a la vez— y nadie decíaque eso fuese una herejía. Si habíadisputas sobre alguna cuestión de sabero de magia, bastaba con preguntar a unhijo de los dioses. No tenía sentidorecurrir a un solo dios cuando los habíade sobra.

Fue en esta época cuandoaparecieron los primeros demonios:hijos de humanos mortales y diosesinmortales, que no eran ni una cosa ni la

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otra, y poseían las mejores virtudes deambos. Una de éstas era la mortalidad…un don discutible, desde mi punto devista, pero por aquel entonces la gentepensaba de otra manera. En cualquiercaso, los demonios lo poseían.

Pero piensa en lo que significa esto:todos los demonios murieron. No tienesentido, ¿verdad? Es raro que un niñosalga sólo a uno de sus padres. ¿Nodeberían haber heredado algunos deellos la inmortalidad? Desde luegohabían heredado la magia, enabundancia. Hasta tal punto que nos latransmitían a nosotros, cuando nosemparejábamos. Las artes de los

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escribas, los doblahuesos, los profetas ylos lanzadores de sombras llegaron a lahumanidad a través de los demonios.Pero incluso cuando los demoniostomaron dioses por amantes y tuvieronhijos con ellos, esos niños tambiénenvejecieron y murieron.

Para nosotros, el legado de losdioses fue una bendición. Para losdioses, una gota de sangre mortalcondenaba su descendencia a la muerte.

Al parecer, nadie comprendió lo quesignificaba esto durante mucho tiempo.

Bajé al piso de abajo mucho másdeprisa de lo que habría debido, si

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tenemos en cuenta que no había llegadoa memorizar la escalera de Madding.Detrás de mí venían Paitya, el hijo delos dioses de mediana edad; Kitr, quehabía salido de la nada al oír mi grito yera visible por una vez;, y Madding. Alllegar a la sala de los estanques, dosmás se unieron a nosotros: una altamortal en cuyo cuerpo brillaban casitantas palabras divinas como en el delprevit Rimarn, y un esbelto sabueso queyo veía envuelto en una luz blanca. Alllegar a la puerta principal de la casa, oígritos en el piso de arriba. Habíadespertado a todo el mundo.

Puede que me hubiese sentido mal si

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mis pensamientos no hubiesen estadollenos de aquel silencio espantoso.

—¡Oree! —Unas manos me cogieronantes de que me hubiera alejado trespasos de la puerta. Luché contra ellas.Una mancha azul y borrosa adoptó laforma de Madding—. No debes dejar lacasa, maldita sea.

—Tengo que hacerlo. —Retorcí elcuerpo para tratar de zafarme de él—.Él…

—¿De quién hablas? Oree… —Derepente se quedó muy quieto—. ¿Por quétienes sangre en la cara?

Aquello contuvo mi pánico, aunquela mano que me llevé a la cara temblaba

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violentamente. Algo húmedo había caídosobre mi cara en la azotea. Lo habíaolvidado.

—¿Jefe? —Paitya se había agachadopara examinar algo que había en elsuelo. Yo no podía ver lo que era, perola expresión lúgubre de su rostroresultaba inconfundible—. Aquí haymucha más sangre.

Madding se volvió hacia allí y abriólos ojos de par en par. Volvió amirarme, con el ceño fruncido.

—¿Qué ha sucedido? ¿Dóndeestabas, en la azotea? —De repente, suceño se arrugó aún más—. ¿Mi padre teha hecho algo? Pues ayúdame…

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Kitr, que había estado vigilando lacalle en busca de peligros, nos miró.

—¿Se lo has dicho?Madding la ignoró, aunque con un

rictus de consternación que no se meescapó. Me examinó por todos lados enbusca de heridas.

—Estoy bien —le dije mientras, conel bastón pegado al cuerpo, me ibacalmando poco a poco—. Estoy bien.Pero sí, estaba en la azotea, con… conLúmino. Había alguien allí… unhombre. No pude verlo. Debía de sermortal. Conocía mi nombre y dijo quehabía estado buscándome…

Paitya maldijo y exploró la zona con

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los ojos entornados.—¿Desde cuándo los Guardianes de

la Orden entran por la azotea, malditasea? Normalmente tienen la sensatez deno meterse con nosotros.

Madding murmuró algo en la lenguade los dioses, algo retorcido y sembradode espinas, una maldición.

—¿Qué ha pasado?—Lúmino —dije—. Luchó con el

hombre. Éste usó magia… —Me aferréa los brazos de Madding. Mis dedos sehundieron en la tela de su camisa—.Mad, ese hombre lo atacó con magia, nosé cómo, y creo que eso fue lo queprovocó la sangre. Creo que Lúmino lo

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agarró y se lanzó con él desde la azotea,pero no oí que se estrellaran contra elsuelo…

Madding ya había empezado aimpartir órdenes con gestos a suscompañeros para que registraran la casay las calles próximas. Kitr se quedócerca de él, al igual que Paitya. Él nonecesitaba guardaespaldas, realmente,pero yo sí y supongo que les habíaordenado que se me llevaran de allí sihabía algún altercado violento.

—Voy a arrasar el Salón Blancohasta los cimientos —siseó. Su figurahumana despedía destellos azulesmientras me empujaba en dirección a la

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puerta—. Si se han atrevido a atacar micasa, a los míos…

—No buscaba a Lúmino —murmuré.Acababa de comprenderlo. Me detuve yagarré a Madding del brazo para llamarsu atención—. ¡Mad, ese hombre nobuscaba a Lúmino! Si hubiera sido unGuardián de la Orden, habría ido a porél, ¿no? Saben que mató a suscompañeros en Raíz Sur. —Cuanto máslo pensaba, más claro me parecía—. Nocreo que fuese un Guardián de la Orden.

No se me paso por alto la expresiónde sobresalto que cruzo las facciones deMadding. Intercambió una mirada conKitr, que parecía igualmente alarmada.

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Ésta se volvió y miró a uno de losmortales, la escriba. La humana asintió,se arrodilló, sacó un cuaderno de suchaqueta y abrió un tarrito de tinta.

—Iré a ver —dijo el hijo de losdioses de mediana edad, antes dedesvanecerse. Madding me atrajo haciasí y me rodeó con un brazo firme,aunque mantuvo libre el otro por sihabía problemas. Intenté sentirme asalvo allí, en los brazos de un dios yprotegida por media docena más deellos, pero tenía los nervios a flor depiel y el pánico se negaba adesvanecerse. No podía apartar de micabeza la sensación de que algo iba mal,

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muy mal, de que alguien nos estabaobservando, de que iba a suceder algunacosa. Lo sentía con toda la intuición queposeía.

—No hay cuerpo —dijo Paitya alregresar a nuestro lado. Tras él, otroshijos de los dioses aparecían ydesaparecían de pronto en las calles, enalféizares cercanos y en el borde de lasazoteas—. Con tanta sangre deberíahaberlo, pero no hay nada. Ni siquieraen… eh… trozos.

—¿Es…? —Tuve que esforzarmepor hacerme oír, con la voz amortiguadapor el hombro de Madding.

—Es suya. —Paitya miró de soslayo

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al sabueso, que estaba olisqueando lasangre en aquel momento. El perrolevantó la mirada y asintió, en gesto desolemne confirmación—. Sin duda. Perola sangre ha caído desde arriba y lo harociado todo. El cuerpo no llegó a tocarel suelo.

Madding murmuró algo en su lenguay luego pasó al senmita para que yopudiera entenderlo.

—Habrá sido un arma. O magia, talcomo dijiste. —Me miró, con el ceñofruncido por la irritación—. Ahora esimpotente. Debía de saber que no podríacon un escriba, si es que ese hombre loera. En la azotea de una casa llena de

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hijos de los dioses… ¿Por qué no hagritado simplemente para pedir ayuda?Maldito cabezota.

Cerré los ojos y me apoyé enMadding, rendida de pronto. Yo tambiénpodría haber pedido ayuda, comprendíacon retraso, pero estaba demasiadoaterrorizada para hacerlo. Lúmino, sinembargo, no estaba asustado.Simplemente, no quería ayuda. Lo habíahecho de nuevo: lanzarse de cabeza auna situación peligrosa, gastar su vidacomo una simple moneda a cambio desaborear un atisbo de su viejo poder.Esta vez yo había sido la beneficiada,pero ¿hacía eso que fuese mejor? Los

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hijos de los dioses respetaban la vida,incluida la suya. Ellos eran inmortales,pero al menos trataban de defenderse ode esquivar los golpes cuando losatacaban. Y cuando peleaban,procuraban no matar. Mientras queLúmino era capaz de asesinar a los de supropia especie.

—El Señor de la Noche tendría quehaberlo matado —dije, invadida por unaamargura repentina. Madding enarcó lascejas con sorpresa, pero sacudí lacabeza—. Hay algo malo en él, Mad.Siempre lo había sospechado, pero estanoche…

Recordé cómo le había fallado la

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voz al admitir su papel en la Guerra delos Dioses. Sólo un instante dedebilidad, una grieta en el lecho de rocade su estoicismo. Pero esa grietadiscurría más profundamente de lo queparecía, ¿verdad? Su despreocupaciónpor su propia carne… ¿Cómo habíaterminado muerto en mi cubo de labasura, meses atrás? El beso cruel queme había dado. Sus palabrasposteriores, más crueles aún, con lasque me había culpado de toda laduplicidad de la raza humana.

Era —o al menos había sido— eldios del orden, la encarnación vivientede la estabilidad, la paz y la

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racionalidad. El hombre en el que sehabía transformado aquí, en el reino delos mortales, carecía de sentido. Lúminono era como Itempas, porque Lúmino noera Itempas y no había nada en miirreprochable educación maro quepudiera hacerme aceptarlo como tal.

Madding suspiró.—Nahadoth quería matarlo, Oree. Y

muchos de mis hermanos también,después de lo que había hecho. Pero losTres crearon este universo. Si muerecualquiera de ellos, se acabará. Así quelo enviaron aquí, que es donde menosdaño puede hacer. Y quizá… —Hizouna pausa y volví a oír aquel atisbo de

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anhelo en su voz. Esperanza, no del todoreprimida—. Quizá, de algún modo,pueda… mejorar. Comprender suserrores. No sé…

—Me dijo que estaba tratando dedisculparse. En la azotea. Con… con…—Me estremecí. No habíamos olvidadoel nombre, pero tampoco lo decíamos sipodíamos evitarlo—. El Señor de laNoche.

Madding parpadeó por la sorpresa.—¿Sí? Nunca habría esperado algo

así de él. —Se puso serio—. Pero dudoque sirva de nada. Él mató a mi madre,Oree. La envenenó y luego mutiló sucuerpo. Y después, durante los milenios

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siguientes, mató o encarceló a todosaquellos de nosotros que se atrevieron aprotestar. Hace falta algo más que unadisculpa para enmendarse por algo así.

Alargué una mano hacia su cara y leísu expresión con mis dedos. Esto meayudó a entender algo que había pasadopor alto.

—Sigues enfadado por aquello.Frunció el ceño.—Pues claro. ¡Yo la quería! Pero…

—Suspiró pesadamente y se inclinó paraapoyar su frente en la mía— también aél lo quise, una vez.

Le tomé la cara entre las manos,deseando saber cómo reconfortarlo.

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Pero era un asunto familiar, entre padree hijo. Era un problema que debíaresolver Lúmino, si alguna vezllegábamos a encontrarlo.

Aunque sí había una cosa que podíahacer.

—Me quedo —dije.Madding se sobresaltó y se apartó un

paso para mirarme. Por supuesto,entendía lo que quería decir. Al cabo deun momento prolongado, dijo:

—¿Estás segura?Casi me echo a reír. Estaba

temblando por dentro, y no sólo por losefectos secundarios del miedo.

—No, pero no creo que lo esté

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nunca. Lo que pasa es que… sé qué es lomás importante para mí. —Entonces meeché a reír, al darme cuenta de queLúmino me había ayudado a tomaraquella decisión, con aquel horriblebeso y sus palabras desafiantes. Yotambién amaba a Madding. Y queríaestar con él, aunque eso significara elfinal de la vida que tanto habíatrabajado por construir y el final de miindependencia. El amor significacompromiso, a fin de cuentas… algo quesospechaba que Lúmino no entendía.

El rostro de Madding se tiñó desolemnidad al asentir en gesto deaceptación. Me agradó que no sonriera.

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Creo que él sabía lo que me costaba esadecisión.

Al cabo de un momento suspiró ymiró de soslayo a Kitr, que durante losúltimos minutos había prestado másatención a la calle que a nosotros.

—Estoy llamando a todo el mundo—dijo—. Esto no me gusta. Un simpleescriba no podría ocultarse a nuestrosojos. —Volvió la mirada hacia lasmanchas de sangre—. Y no consigoencontrar a Padre por ninguna parte. Esoes lo que menos me gusta.

—Ni yo —dijo Kitr—. Algunos denosotros tenemos el poder de ocultarlo,pero ¿por qué íbamos a hacerlo? —Me

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miró, me evaluó y me desechó, todo enun instante—. ¿Crees que esto tiene quealgo que ver con Role? Tu mortalencontró el cuerpo, pero ¿qué tiene esoque ver con lo demás?

—No lo sé, pero…—Esperad, hay algo… —La voz

llegó desde el otro lado de la calle. Laseguí y pude ver el perfil cubierto desímbolos de la escriba de Madding.Estaba mirando la parte alta de unedificio cercano, con una hoja de papelen las manos. Había una serie desímbolos dibujados en las esquinas, contres filas de palabras divinas en elcentro de cada uno. Mientras observaba

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esa parte del edificio, una de laspalabras divinas y el símbolo de laesquina superior derecha comenzaron abrillar con mayor intensidad. La escriba,que aparentemente sabía lo quesignificaba aquello, exhaló un jadeoentrecortado y retrocedió varios pasos.No pude ver su rostro, porque no habíasímbolos pintados en él, pero su voz erade terror—. Oh, dioses… ¡Lo sabía!¡Cuidado! Todos, cuida…

Y de repente, se desataron losinfiernos.

La calle se llenó de agujeros.Con un ruido similar al que hace el

papel al desgarrarse, comenzaron a

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aparecer a nuestro alrededor círculosperfectos de oscuridad. Algunos de ellosen el suelo, otros en las paredes. Ysupongo que algunos de ellos en el aire,en medio de la nada. Uno de ellos seabrió a los pies de la escriba,prácticamente en el mismo instante enque la última palabra abandonaba suslabios. Antes de que tuviera tiempo determinar de pronunciarla, cayó en suinterior y desapareció. Otro de losagujeros atrapó a Kitr, que se habíavuelto y había echado a correr endirección a Madding. Se abrió delantede ella y se la tragó. El sabueso maldijoen mekatish y esquivó el primer agujero

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que apareció ante a sus pies, peroentonces se abrió otro sobre él. Vi quese le ponía el pelaje de punta, algotiraba de él hacia arriba y al fin, con ungañido, el agujero lo succionaba.

Antes de que tuviera tiempo dereaccionar, Madding me empujó hacia lapuerta de la casa. Trastabillé en elescalón de entrada, me volví, abrí laboca para hablar… y en ese momento viel agujero que se abría a su espalda.Sentí su atracción, era lo bastante fuertepara arrastrarme un paso en sudirección, incluso después de habermedetenido.

«¡No!».

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Me agarré al elaborado picaporte dela puerta y levanté el bastón con la otramano, con la esperanza de que Maddingpudiera sujetarse a él. Madding, con losojos abiertos de par en par y apretandolos dientes, trató de alcanzarme. Elsonido de las campanas resultaba apenasaudible, engullido por el estruendo delagujero.

Sus labios dijeron algo que no pudeoír. Apretó los dientes y, esta vez, lo oídentro de mi cabeza, a la manera de losdioses. «¡Métete dentro!». Y entoncessalió volando hacia atrás, como si unagran mano invisible lo hubiera agarradopor la cintura y hubiese tirado de él. El

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agujero desapareció. Y él también.Me agarraba desesperadamente al

picaporte de la puerta, con larespiración violentamente entrecortada ylas palmas tan sudorosas que se me cayóel bastón al suelo. No oía a nadie más enla calle. Estaba sola, con la únicaexcepción de los agujeros que flotaban ami alrededor, más oscuros que mi negravisión.

Al fin conseguí abrir la puerta y memetí dentro de la casa, lejos de losagujeros, hacia la limpia y vacíaoscuridad donde estaba ciega pero almenos sabía a qué peligros meenfrentaba.

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Había dado apenas tres pasoscuando el aire tiró de mí desde atrás, melevantó en vilo y, rodeada por un ruidoparecido al del metal tembloroso, salídespedida dando vueltas.

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MUCHACHA ENLA OSCURIDAD

Acuarela

Mis sueños se han vuelto másvividos últimamente. Me habían dichoque podía suceder, pero aun así…recuerdo uno sobre todo.

En ese sueño pinto un cuadro. Peromientras me pierdo en los colores delcielo y de las montañas y de unos

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champiñones que empequeñecen lasmontañas —es un mundo vivo, lleno deplantas y hongos extraños. Casi puedooler los vapores de ese aire alienígena— se abre la puerta de mi cuarto y entrami madre.

—¿Qué haces? —pregunta mimadre.

Y aunque aún estoy medio perdidaentre las montañas y los champiñones,no tengo otra alternativa que tirar de mípara volver a este mundo, donde no soymás que una chica ciega y protegida,cuya madre quiere lo mejor para ella,aunque no siempre estemos de acuerdoen lo que es.

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—Pintar —digo, aunque es obvio.Se me han tensado las tripas. Temo quese aproxime una regañina.

Se limita a asentir, se me acerca yme pone una mano sobre la mía para quesepa dónde está. Guarda silenciodurante largo rato. ¿Está mirando elcuadro? Me muerdo el labio inferior, sinatreverme a esperar que, quizá, estétratando de entender por qué hago lo quehago. Nunca me ha dicho que lo deje,pero puedo notar el sabor de sudesaprobación, tan amargo y denso enmi lengua como unas uvas mohosas. Melo ha insinuado con palabras en elpasado. «Pinta algo útil, algo bonito».

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Algo que no deje hipnotizados a susespectadores durante horas y horas.

Algo que no atraiga el penetrante yardiente interés de los sacerdotes sillegan a verlo. Algo seguro.

Esta vez no dice nada. Se limita aacariciarme el cabello trenzado y al fincomprendo que no está pensando en míni en mis pinturas.

—¿Qué pasa, mamá? —pregunto.—Nada —dice con un hilo de voz, y

me doy cuenta de que, por primera vezen mi vida, acaba de mentirme.

El corazón se me llena de temor. Nosé por qué. Puede que por el olor amiedo que brota de ella o por el pesar

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que subyace por debajo, o simplementepor el hecho de que mi locuaz y alegremadre esté de pronto tan callada, tanquieta.

Así que me apoyo en ella y le rodeola cintura con los brazos. Estátemblando y no es capaz de darme elconsuelo que necesito. Cojo lo quepuedo y trato de ofrecerle un poco delmío a cambio.

Mi padre murió pocas semanasdespués.

Flotaba en un vacío aletargador,chillando pero incapaz de oírme. Alentrelazar las manos no sentí nada, ni

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siquiera cuando me clavé las uñas. Abríla boca e inhalé para gritar de nuevo,pero no sentí que el aire se movierasobre mi lengua o llenara mis pulmones.Sabía que lo había hecho. Ordené a mismúsculos que se movieran y tuve laimpresión de que respondían. Pero nosentí nada.

Nada salvo un frío terrible. Tanpenetrante como para ser doloroso si yohubiera sido capaz de sentir dolor. Sihubiera podido levantarme, me habríacaído al suelo, demasiado aterida parahacer otra cosa que temblar. Si hubiesehabido un suelo…

La mente mortal no está hecha para

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cosas como aquélla. Yo no echaba demenos la vista, ¿pero el tacto? ¿Elsonido? ¿El olfato? Estabaacostumbrada a ellos. Los necesitaba.¿Eso es lo que hacía sentir la oscuridada los demás? No me extrañaba que letuvieran tanto miedo.

Pensé que iba a enloquecer.

—Niña-Ree —dice mi padremientras me toma las manos—. Noabuses de tu magia. Sé que la tentaciónestá ahí. Es agradable poder ver,¿verdad?

Asiento. El sonríe.—Pero el poder sale de dentro de ti

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—prosigue. Abre una de mis manilas ytraza el sinuoso contorno de una de lasyemas de los dedos. Me hace cosquillasy me echo a reír—. Si la usasdemasiado, te cansarás. Si la usastodo… Niña-Ree, podrías morir.

Frunzo el ceño, confundida.—Sólo es magia. —La magia es la

luz, el color. La magia es una bellacanción. Algo maravilloso, pero no unanecesidad vital, como la comida, elagua, el sueño o la sangre.

—Sí. Pero también es parte de ti.Una parte importante. —Sonríe y, porprimera vez, veo lo profunda que es latristeza que lo invade hoy. Parece un

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hombre solo—. Tienes que entender.No somos como las demás personas.

Grité con la voz y con lospensamientos. Los dioses pueden oír lospensamientos de un mortal si éste seconcentra lo suficiente. Así es comooyen las plegarias. No hubo respuesta deMadding ni de ningún otro. Mis manostantearon a mi alrededor, sin encontrarnada. Aunque él hubiera estado ahímismo, a mi lado, ¿lo habría sabido? Notenía ni idea. Estaba muy asustada.

—Siente —dice mi padre mientrasguía mi mano. Sostengo un pincel depelo de caballo empapado en una

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pintura que huele a vinagre—. Saboreael aroma que hay en el aire. Escucha elroce del pincel. Y luego, cree.

—¿Que crea… el qué?—Lo que esperes que suceda. Lo

que quieras que exista. Si no locontrolas tú, ello te controlará a ti,niña-Ree. No lo olvides nunca.

Tendría que haberme quedado en lacasa tendría que haber dejado la ciudadtendría que haber visto venir al previttendría que haber dejado a Lúmino entrela basura donde lo encontré tendría quehaberme quedado para siempre enNimaro.

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—La pintura es una puerta —dicemi padre.

Alargué las manos e imaginé quetemblaban.

—¿Una puerta? —pregunto.—Sí. El poder está en ti, oculto,

pero la puerta abre el camino a esepoder y te permite transmitir parte deél al lienzo. O a dondequiera quepintes. Cuando crezcas, encontrarásnuevas formas de abrir la puerta. Lapintura es sólo el primer método quehas encontrado.

—Oh. —Pienso en ello—. ¿Esoquiere decir que también podría cantar

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la magia, como tú?—Puede. ¿Te gusta cantar?—No tanto como pintar. Y mi voz no

es tan bonita como la tuya.Se ríe bajito.—A mí me gusta tu voz.—A ti te gusta todo lo que hago,

papá. —Pero mi fascinación crece conla idea—. ¿Eso quiere decir que puedohacer algo aparte de pintar cuadros?Como… —Mi imaginación infantil esincapaz de imaginar todas lasposibilidades de la magia. Aún no hayhijos de los dioses en el mundo paramostrarnos todo lo que puede hacer—.¿Cómo convertir un conejito en una

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abeja? ¿O hacer que nazcan flores?Guarda silencio un momento y

percibo su renuencia. Nunca me hamentido, ni siquiera cuando le hehecho preguntas que preferiría noresponder.

—No lo sé —dice al fin—. A veces,cuando canto, si creo que va a sucederalgo, sucede. Y a veces… —vacila y, derepente, parece intranquilo— a vecestambién sucede aunque no cante. Lacanción es la puerta, pero la fe es lallave que la abre.

Le toco la cara, tratando decomprender su malestar.

—¿Qué pasa, papá?

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Me toma la mano, la besa y sonríe,pero ya lo he percibido. Tiene unpoquito de miedo.

—Bueno, piénsalo. ¿Y si cogieras aun hombre y pensaras que es una roca?¿O algo vivo y pensaras que estámuerto?

Trato de pensar en ello, pero soydemasiado joven. Me parece divertido.Suspira, sonríe y me da unaspalmaditas en la mano.

Alargué las manos, cerré los ojos ycreí en la existencia de un inundo.

Mis manos anhelaban el tacto, asíque imaginé un suelo denso y terroso.

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Mis pies anhelaban sentir algo debajo,así que puse ese suelo debajo de ellos,sólido y resonante al pisarlo a causa delaire y de la vida en abundancia quecontenía. Mis pulmones anhelabanrespirar, así que inhalé un aireligeramente fresco, húmedo de rocío. Alexhalar, la calidez de mi aliento creóvapor en el aire. No podía verlo, perocreía que estaba allí. Como había creídoque habría luz a mi alrededor, tal comomi madre me la había descrito una vez,la luz neblinosa de la mañana, emitidapor el pálido sol de comienzos deprimavera.

La oscuridad perduró, resistente.

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Sol. Sol. SOL.Un calor ascendió hormigueando por

mi piel y expulsó el doloroso frío. Mesenté sobre mis rodillas, aspiré hondo,olí la tierra recién removida y sentí lacaricia de la luz sobre mis párpadoscerrados. Necesitaba oír algo, así quedecidí que habría viento. Una suavebrisa matutina, que dispersabagradualmente la niebla. Al sentir queaparecía, comenzaba a acariciarme elpelo y que me hacía cosquillas en lanuca, no me permití sentir asombro. Estopodría haberme llevado a la duda. Podíasentir la fragilidad del lugar que merodeaba, su propensión a ser otra cosa.

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Una oscuridad fría e interminable…—No —me apresuré a decir, y al oír

mi propia voz, sentí un acceso dealegría. Ahora había aire paratransportarla—. Aire cálido deprimavera. Un jardín listo para serplantado. Quédate ahí.

El mundo se quedó. Así que abrí losojos.

Podía ver.Y, por extraño que pueda parecer, la

escena que me rodeaba me resultabafamiliar. Estaba sentada en el huerto demi aldea natal, donde casi siempre habíaestado completamente ciega. No habíamucha magia en Nimaro. El único día en

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que vi la aldea fue…… el día de la muerte de mi padre.

El día en que nació la Dama Gris. Esedía lo vi todo.

Y ahora lo había recreado,extrayendo los recuerdos de aquelmomento de claridad, impregnado demagia. Unos jirones plateados de nieblamatutina temblaban trémulos en el aire.Recordaba que la forma grande yrectangular que había al otro lado deljardín era una casa, aunque no podíasaber si era la mía o la de los vecinossin olería o contar los pasos que medía.Junto a mis pies, unas cositaspuntiagudas bailaban bajo el viento: la

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hierba. Lo había reconstruido todo.Salvo la gente. Me puse en pie y

escuché. En todos los años que habíapasado en la aldea, jamás la había vistotan silenciosa a esa hora del día.Siempre había pequeños ruidos: aves,cabras en el prado de atrás, algún reciénnacido que lloraba… Pero ahora nohabía nada.

Como ondas en el agua, sentí que elespacio que me rodeaba empezaba atemblar.

—Esto es mi casa —susurré—. Estoes mi casa. Sólo que es pronto. Nadie seha despertado aún. Es real.

Las ondas cesaron.

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Era real, pero terriblemente frágil.Seguía en el lugar oscuro. Lo único quehabía conseguido era crear una esfera decordura a mi alrededor, como unaburbuja. Tenía que seguir afirmando surealidad, creyendo en ella, paramantenerla intacta.

Temblorosa, volví a caer de rodillasy hundí los dedos en el suelo húmedo.Sí, eso estaba mejor. Tenía queconcentrarme en las cosas máspequeñas. Me llevé un puñado de tierraa la nariz y la olí. No podía confiar enmis ojos, pero en el resto… sí. Eso sípodía hacerlo.

Pero de repente, me sentí cansada,

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más cansada de lo normal. Mientrasestrujaba la tierra en mi mano, me dicuenta de que empezaba a cabecear y mepesaban los párpados. No habíadormido mucho, pero aquélla no era larazón. Estaba en un lugar singular,extraído de mi propia mente por eltemor. Y ese miedo, por sí solo, tendríaque haberme mantenido despierta.

Antes de que tuviera tiempo depensar en aquel nuevo misterio, seprodujo otra de aquellas extrañastrepidaciones, seguida por un doloragónico detrás de mis ojos. Grité,arqueé la espalda hacia atrás y me llevélas manos manchadas a la cara, perdida

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la concentración. Y mientras gritaba,sentí que la burbuja del falso Nimaro seresquebrajaba a mi alrededor y sealejaba dando vueltas en dirección a lanada, al tiempo que la enfermiza y vacíaoscuridad regresaba en tromba.

Y entonces…Caí de costado sobre una superficie

sólida, con tanta fuerza que me quedé sinaliento.

—Bueno, aquí estás —dijo una fríavoz masculina. Me resultaba familiar,pero en ese momento no podía pensar.Unas manos me tocaron, me dieron lavuelta y me quitaron el pelo de la cara.Traté de zafarme, pero el movimiento

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agudizó la creciente agonía de mis ojosy mi cabeza. Estaba demasiado cansadapara gritar.

—¿Se encuentra bien? —preguntóuna voz de mujer que estaba por detrásdel hombre. —No estoy seguro.

Las palabras azotaron mis oídoscomo la lengua divina. Me tapé lasorejas con las manos y gemí. Sólo podíapensar en lo mucho que deseaba que secallaran todos.

—No es la desorientación habitual.—Hummm, no. Creo que es un

efecto secundario de su propia magia.La ha utilizado para protegerse de mipoder. Es fascinante. —Se apartó de mí

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y sentí su suficiencia como una películade suciedad sobre mi piel—. La pruebaque querías.

—En efecto. —También ella parecíamuy satisfecha.

En ese momento, me desvanecí.

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LA LUZ REVELA

Pintura al encausto

Desperté lentamente, sumida encierto dolor.

Estaba tumbada. Me cubrían unasmantas gruesas, hechas de suave lino yáspera lana. Permanecí un rato a laescucha, respirando, pensando. Meencontraba en una habitación depequeño tamaño. Mi respiraciónresonaba en unas paredes cercanas,

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aunque no tanto como para resultarclaustrofóbico. Olía a cera consumida, apolvo, a mí y al Árbol del Mundo.

Este último olor era muy intenso,más que nunca. El aire estabaimpregnado de sus distintivas resinas yel brillante y penetrante verdor de sufollaje. El Árbol no perdía las hojas enotoño, un hecho al que la ciudad quetenía debajo le estaba sumamenteagradecida, pero sí que dejaba caer lasque sufrían algún daño y lasreemplazaba justo antes de la floraciónprimaveral. En esa época solía oler conmayor intensidad, pero para que lafragancia fuera tan fuerte, tenía que estar

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más cerca de lo normal.Ésta no era la única circunstancia

insólita. Me levanté lentamente yarrugué el semblante al descubrir quetenía todo el brazo izquierdo dolorido.Lo examiné y descubrí unos moratonesrecientes allí, así como en la cadera y lamuñeca. También tenía la garganta tanirritada que me dolía cuando tragaba. Ysentía un dolor sordo en el centro de lacabeza, que desde allí me presionabalos ojos.

Entonces me acordé. El lugar vacío.Mi falso Nimaro. Se hizo pedazos, caí,oí voces. «Madding».

¿Dónde demonios me encontraba?

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La habitación era fresca, aunquepodía sentir una acuosa luz solar queentraba desde la izquierda. Sentí unligero escalofrío al salir de lascalurosas mantas, a pesar de que llevabaun sencillo vestido sin mangas y unospantalones sueltos sujetos con cordones.Cómodo, aunque no muy favorecedor.Había unas zapatillas junto a la cama,que preferí ignorar de momento. Era másfácil sentir el suelo si caminaba con lospies descalzos.

Al explorar la habitación, descubríque estaba prisionera.

Pero para ser una prisión, eraagradable. El camastro era blando y

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cómodo, la mesita y las sillas estabanbien hechas y había una gruesa alfombrasobre el suelo de madera. Un minúsculocuarto pegado al principal contenía unlavabo y una pila. Sin embargo, lapuerta con la que me encontré estabasólidamente cerrada y la cerradura notenía ojo en mi lado. Las ventanascarecían de barrotes, pero estabancerradas a cal y canto. El cristal eragrueso. No podría romperlo confacilidad y sin hacer mucho ruido.

Y había algo extraño en el aire. Noera tan húmedo como el que me rodeabanormalmente. Parecía, no sé, másenrarecido. El sonido no se transmitía

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por él con la misma facilidad. Di unapalmada para probarlo y percibí algoraro en los ecos que regresaron a misoídos.

En ese momento, justo después deesto, el picaporte de la puerta giró y yodi un respingo. Me encontraba junto alas ventanas, casi me alegré de que loscristales fuesen tan sólidos, pues fui adarme contra ellos.

—Ah, por fin despierta —dijo unavoz masculina que nunca había oído—.Es una suerte que haya venido a verte yomismo, en lugar de enviar a un iniciado.Hola.

Senmita, pero sin el acento de la

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ciudad al que estaba acostumbrada. Dehecho, sonaba como una persona deposición elevada, con una pronunciaciónesmerada precisa y un lenguaje formal.No podía decir mucho más aparte deesto, puesto que no acostumbraba ahablar con muchos ricos.

—Hola —dije, o traté de decir. Migarganta, después de los abusos a losque la había sometido con mis gritos enel lugar vacío, sólo pudo articular unchirrido, que me provocó un dolor tanintenso que hice una mueca.

—Quizá no deberías hablar. —Lapuerta se cerró tras él. Alguien echó lacerradura desde el otro lado. Volví a

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sobresaltarme—. Por favor, Eru Shoth,no quiero haceros el menor daño. Creoque puedo imaginarme la mayoría devuestras preguntas, en cuanto os sentéis,os explicaré las cosas.

¿Eru Shoth? Hacía tanto que nadieutilizaba ese tratamiento que por unmomento no lo reconocí. Era un términomaro que denotaba respeto hacia unajoven. Era un poco mayor para élgeneralmente se reservaba para chicasde menos de veinte años—, pero nopasaba nada. Puede que lo utilizara paraadularme. Sin embargo, no hablabacomo un maro.

Esperó pacientemente donde se

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encontraba hasta que, finalmente, meacerqué a una de las sillas y me senté.

—Eso está mejor —dijo mientraspasaba a mi lado. Unos pasos medidos,firmes pero elegantes. Un hombregrande, aunque no tanto como Lúmino.Lo bastante mayor como para conocer supropio cuerpo. Olía a papel, a ropa decalidad y un poco a cuero.

—Bien. Me llamo Hado. Soy elresponsable de los recién llegados aquí,que de momento sois únicamentevuestros amigos y vos. Y «aquí», por sios lo estáis preguntando, es la Casa delAmanecer. ¿Habéis oído hablar de ella?

Fruncí el ceño. El sol del amanecer

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era uno de los símbolos del PadreBrillante, pero en aquellos tiempos seutilizaba muy poco, puesto que seconfundía fácilmente con el sol ponientede la Dama Gris. No había oído a nadiehablar del Amanecer desde mi infancia,allá en Nimaro.

—¿El Salón Blanco? —pregunté convoz ronca.

—No, no exactamente, aunquenuestro propósito es también religioso.Y también nosotros honramos al SeñorBrillante, aunque no del mismo modoque la Orden de Itempas. Puede quehayáis oído el nombre que usan connuestros miembros: se nos conoce como

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los Luces Nuevas.Eso sí me sonaba. Pero tenía menos

sentido aún. ¿Qué podía querer de mí unculto herético?

Hado había dicho que podía deducirmis preguntas, pero si había deducidoésta, optó por no responderla.

—Vuestros amigos y vos soisnuestros invitaos, Eru Shoth. ¿Puedollamarte Oree?

«Y una mierda, invitados».Apreté la mandíbula mientras

esperaba que fuese al grano.Mi silencio pareció divertirlo. Se

apoyó en la mesa.—En efecto, hemos decidido darle

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la bienvenida entre nosotros como unode nuestros iniciados, el término quereservamos para los nuevos miembros.Te mostraremos nuestras doctrinas,nuestras costumbres y nuestro modo devida. No se te ocultará nada. De hecho,es nuestra esperanza que encuentresiluminación con nosotros y asciendasentre nuestras filas como una auténticacreyente.

Esta vez volví mi rostro hacia él.Había descubierto que esto ayudaba alos videntes a expresar sus opinionescon más claridad.

—No.Exhaló un leve suspiro, en absoluto

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de nerviosismo.—Puede que tardes algún tiempo en

acostumbrarte a la idea, claro.—No. —Apreté los puños sobre mi

regazo y forcé a salir a las palabras, apesar de la agonía que me suponíahablar—. ¿Dónde están mis amigos?

Hubo una pausa.—A los mortales con los que te

trajimos aquí también estamosintroduciéndolos en nuestraorganización. A los hijos de los diosesno, claro.

Tragué saliva, tanto parahumedecerme la garganta como paraeliminar el nudo de temor repentino que

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se me había hecho en las tripas. Eraimposible que hubieran llevado aMadding y a sus hermanos allí en contrade su voluntad. Imposible.

—¿Y qué ha pasado con los hijos delos dioses?

Otra de aquellas reveladoras ycondenadas pausas.

—Su destino está en manos denuestros líderes.

Traté de averiguar si estabamintiendo. Quienes me preocupabaneran hijos de los dioses, y nunca habíaoído hablar de una magia de losmortales capaz de mantener prisionero aun hijo de los dioses.

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Pero Madding no había venido abuscarme, lo que quería decir que, poralguna razón, no podía hacerlo. Encambio, sí que había oído hablar dehijos de los dioses que utilizabanmortales para ocultar susmaquinaciones. Puede que eso fuese loque estaba sucediendo allí: algún rivalde Madding que pretendía reemplazarloen el negocio de la sangre divina. U otrohijo de los dioses, que había decididoaceptar el encargo rechazado porNemmer.

¡Pero de ser cierta cualquiera deambas posibilidades, sólo habrían ido apor Madding y no a por toda su gente!

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En ese preciso momento hubo unextraño movimiento bajo mis pies, comouna trepidación del suelo. Se transmitióa las paredes, no resultó audible, pero sípalpable. Fue como si la habitaciónentera hubiera sufrido de pronto unmomentáneo escalofrío. Incluso, una delas gruesas ventanas tembló en su marcoantes de quedar inmóvil.

—¿Dónde estamos? —pregunté convoz ronca.

—La casa pende del tronco delÁrbol de la vida. El Árbol se meceligeramente de vez en cuando. No esnada que deba preocuparte.

Dioses.

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Había oído el rumor de que la gentemás rica de la ciudad —jefes de casasmercantes, nobles, etcétera— habíancomenzado a construir casas en el troncodel Árbol. Costaban una fortuna, enparte porque los Arameri habíanpromulgado medidas estrictas deestética y seguridad (para proteger elÁrbol) y en parte porque nadie quetuviera la capacidad de construir unacasa en el Árbol se contentaría con algode pequeño tamaño.

El hecho de que un grupo de herejestuviera acceso a tales recursos eraincreíble. El de que tuvieran el poder decapturar y mantener cautivos a media

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docena de hijos de los dioses en contrade su voluntad parecía imposible.

«No se trata de un grupo de gentenormal, comprendí con un escalofrío.Aquí no hay sólo dinero. También haypoder. Mágico, político… de todasclases».

Los únicos en el mundo que poseíanpoder en tal medida eran los Arameri.

—Bueno, veo que todavía no teencuentras bien… no lo bastante comopara mantener una conversación, almenos. —Hado se enderezó y se acercóa mí. Me encogí al sentir que sus dedosme tocaban la sien izquierda, dondedescubrí con sorpresa que tenía otro

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moratón—. Está mejor —dijo—, perocreo que voy a recomendar que te denotro día de descanso. Ordenaré que tetraigan la cena y luego te lleven a losbaños. Cuando estés más recuperada, elnypri querrá examinarte.

Sí, ahora me acordaba. Después deque se hiciera mil pedazos mi falsoNimaro, me habían sacado del lugarvacío. Había caído sobre un suelo y mehabía golpeado con fuerza. Pero el dolorde mis ojos… me resultaba másfamiliar. Había sentido lo mismo encasa de Madding, después de quehubiera utilizado la magia para matar alos Guardianes de la Orden del parque.

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Entonces, las palabras de Hadocalaron al fin en mi mente.

—¿Nypri? —Sonaba como unaespecie de título—. ¿Vuestro líder?

—Es uno de nuestros líderes, sí.Aunque su papel es más concreto: es unescriba experto. Y está muy interesadoen tus singulares poderes mágicos. Esmuy posible que te pida unademostración.

Me quedé blanca. Conocían mimagia. ¿Cómo? No importaba. Losabían.

No quiero —dije. Mi voz sonó muydébil y no sólo a causa de la irritaciónde la garganta.

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La mano de Hado seguía en mi sien.La bajó y me dio unas palmaditas en lamejilla con aire paternalista. Lo hizocon la fuerza justa para no resultar muymolesto y después dejó su mano sobremí, como una advertencia implícita.

—No seas tonta —dijo en voz muybaja—. Eres una buena chica maroneh,¿no? Aquí todos somos itempanos, Oree.¿Por qué no ibas a querer unirte anosotros?

Los Arameri habían gobernado elmundo durante milenios. En este tiempohabían impuesto el Brillo a todos loscontinentes, todos los reinos y todas lasrazas. Aquellos que adoraban a otros

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dioses habían recibido una sola orden:«Convertíos». Quienes ladesobedecieron fueron aniquilados y susnombres y obras olvidados. Losauténticos itempanos únicamente creíanen una forma de adoración: la suya.

«Qué parecido a Lúmino», dijo unavocecilla amarga en mi interior antes deque la obligara a callar.

Hado volvió a reírse en voz baja,pero esta vez me acarició la mejilla enun gesto de aprobación por mi silencio.Que me dolió igualmente.

—Vas a encajar muy bien aquí, Oree—dijo.

Con estas palabras, se acercó a la

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puerta y llamó. Alguien lo dejó salir yvolvió a cerrar la puerta tras él. Yo mequedé allí sentada largo rato, con lamano en la mejilla.

Al día siguiente, unas personasmudas entraron dos veces en el cuartopara traerme un desayuno de estilo amny una sopa para el almuerzo. A lasegunda de ellas le hablé —mi vozestaba mejor— para preguntarle dóndeestaban Madding y los demás. No merespondió. En el ínterin no apareciónadie más, así que permanecí un ratoescuchando tras la puerta y tratando dedecidir si había guardias al otro lado o

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existía algún patrón de movimientodiscernible en los pasillos. Misprobabilidades de escapar sola, en unacasa llena de fanáticos, sin siquiera unbastón para ayudarme a encontrar elcamino eran muy escasas, pero no habíarazón para no intentarlo.

Estaba toqueteando la gruesaventana de cristal cuando se abrió lapuerta detrás de mí y entró alguien.Enderecé la espalda sin el menor atisbode culpabilidad. No eran estúpidos.Seguro que esperaban que intentarafugarme, al menos durante los primerosdías. Si los auténticos itempanos podíanpresumir de algo, era de su

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racionalidad.—Me llamo Jont —dijo una joven.

Me sorprendió que me hablara. Parecíamás joven que yo, casi una adolescente.Había algo en su voz que sugeríainocencia o quizá entusiasmo—. Y túeres Oree.

—Sí —dije. No me había dicho elnombre de su familia. Ni Hado, la nocheantes. Así que yo tampoco lo hice. Unpequeño y nada peligroso desafío—. Mealegro de conocerte. —Mi gargantaestaba mejor, gracias a los dioses.

Mi actitud cortés pareció agradarla.—El maestro de los iniciados,

maese Hado, al que ya has conocido, me

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ha pedido que te proporcione todo loque necesites —dijo—. Puedo llevarte alos baños ahora y te he traído ropalimpia. —Oí el paf casi imperceptibleque emitían unas prendas depositadas enalguna parte—. No es muy elegante, metemo. Aquí vivimos con sencillez.

—Ya veo —dije—. ¿Tú tambiéneres una… iniciada?

—Sí. —Se me acercó y supuse queme estaba mirando los ojos—. ¿Lo hasdeducido o lo has percibido de algúnmodo? He oído que los ciegos puedencaptar cosas que se le escapan a la gentenormal.

Hice un esfuerzo por no suspirar. Ha

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sido una suposición.—Oh. —Pareció decepcionada,

pero se recobró deprisa—. Hoy teencuentras mejor. Por lo que veo hasdormido dos días enteros después deque te sacaran del Vacío.

—¿Dos días? —Pero otra cosa mellamó la atención—. ¿El Vacío?

—El sitio al que nuestro nypri envíaa los peores blasfemos contra elBrillante —respondió Jont. Habíabajado la voz y su tono era de temor—.¿Es tan terrible como dicen?

—¿Te refieres al sitio que hay detrásde los agujeros? —Recordaba laincapacidad para respirar, la

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incapacidad para gritar—. Lo era —dijeen voz baja.

—Pues entonces es una suerte que elnypri haya sido misericordioso. ¿Quéhabías hecho?

—¿Hecho?—Para que te mandara allí.Esto me provocó una descarga de

furia que recorrió mi columna vertebral.—Nada. Estaba con mis amigos

cuando ese nypri vuestro nos atacó. Mesecuestraron y me trajeron aquí encontra de mi voluntad. Y mis amigos…—Estuve a punto de ahogarme alcomprenderlo—. Por lo que sé, siguenen ese lugar espantoso.

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Para mi sorpresa, Jont emitió unsuspiro compasivo y me dio unaspalmaditas en las manos.

—No te preocupes. Si no sonblasfemos, los sacará de allí antes deque pase nada. Bueno. ¿Vamos a losbaños?

Me tomó del brazo para guiarmemientras yo arrastraba los pies y memovía con lentitud, pues no tenía bastónpara tantear el suelo en busca deobstáculos. Al mismo tiempo, comencé arecoger y ordenar los fragmentos deinformación que Jont me había dado.Puede que llamasen a sus nuevosmiembros «iniciados» en lugar de

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Guardianes de la Orden y puede queusaran una magia extraña, pero en todolo demás, los Luces Nuevas eranidénticos a la Orden de Itempas,incluida la misma actitud arrogante.

Lo que me llevaba a preguntarmepor qué no los había aplastado la Ordenaún. Una cosa era permitir la adoraciónde los nuevos dioses: había ciertopragmatismo en eso. Pero ¿otra fededicada a Itempas? Eso era el caos.Confusión para los plebeyos. ¿Y si losLuces Nuevas comenzaban a erigir suspropios Salones Blancos, recaudar suspropios diezmos y reclutar a sus propiosGuardianes de la Orden? Eso sería una

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violación de todos los preceptos delBrillante. La mera existencia de losLuces era campo abonado para eldesorden.

Y lo que menos sentido tenía era quelo permitieran los Arameri. Lafundadora del clan, Shahar Arameri,había sido en su tiempo la sacerdotisapredilecta del Brillante. La Orden era suportavoz. No entendía en qué lesbeneficiaba la existencia de una vozrival.

Y entonces, apareció una idea:«Puede que los Arameri no lo sepan».Estos pensamientos se desvanecieroncuando entramos en una sala impregnada

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de una calilla humedad, donde podíaoírse el sonido del agua. Los baños.

—¿Te lavas primero? —preguntóJont. Me guió hasta la zona donde lohacían. Olía a jabón—. No sé nadasobre las costumbres de los maro.

—No son muy distintas a las de Amn—dije mientras me preguntaba qué másle daba. Empecé a buscar y encontré unestante que contenía un jabón nuevo,esponjas sin usar y un gran cuenco deagua humeante. Caliente, todo un lujo.Me quité la ropa y la dejé sobre elcolgador que había encontrado al bordedel estante y luego me senté pararestregarme—. Todos somos semnitas, a

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fin de cuentas.—Como el Señor de la Noche

destruyó la tierra de Maro… —dijo,antes de detenerse con un sobresalto—.Oh, por la oscuridad… Lo siento.

—¿Por qué? —Me encogí dehombros y dejé la esponja—. Pormencionarlo no va a volver a suceder.—Cogí un frasco que había encontradoal lado, lo abrí y lo olí. Champú. Muyácido, no era ideal para el cabellomaroneh, pero tendría que contentarmecon él.

—Bueno, sí, pero… recordarte talhorror…

—Es algo que les sucedió a mis

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antepasados, no a mí. No es que lo hayaolvidado. Nunca lo olvidamos… losmaroneh son algo más que su antiguatragedia. —Me enjuagué con el cuenco,suspiré y me volví hacia ella—, ¿Pordónde está el agua?

Me tomó de la mano y me llevó auna enorme bañera de madera. El fondo,de metal, se calentaba mediante un fuegoque había debajo. Tuve que usar unosescalones que había a un lado parameterme. El agua estaba más fría de loque me gustaba, pero al menos olía alimpio. Los estanques de Maddingestaban siempre a la temperaturaideal…

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«Basta ya —me dije de inmediato alsentir que los ojos comenzaban apicarme con las primeras lágrimas—.No podrás hacer nada por él si noaveriguas antes cómo se sale de aquí».

Jont se metió conmigo en la bañera.Habría preferido estar sola, perosuponía que parte de sus obligacioneseran actuar como guardiana, además decomo guía.

—Los maroneh siempre han honradoa Itempas entre los Tres, al igual que losamn —dijo—. No veneráis a ninguno delos dioses menores. ¿No es así?

Sus palabras me pusieron en alertaal instante. Ya había conocido a otros

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como ella. La aparición de los hijos delos dioses no agradaba a todos losmortales. Yo nunca había entendido suactitud, puesto que siempre habíaasumido, al menos hasta hacía poco, queItempas el Brillante había cambiado deidea respecto al Interdicto. Habíapensado que la aparición de sus hijos enel reino de los mortales había sidodecisión suya. Pero como es lógico, lositempanos más devotos lo habíancomprendido antes que una creyente tantibia como yo. El Señor Brillante nocambiaba de idea.

—¿Adorar a los hijos de los dioses?—Me negaba a usar las mismas palabras

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que ella—. No, pero he conocido avarios de ellos y a algunos inclusopodría llamarlos amigos. —Madding.Paitya. Quizá Nemmer. Kitr… Bueno,no, a ella no le caía bien. Y Lil no,desde luego.

¿Y Lúmino? Sí, una vez lo habíaconsiderado mi amigo, aunque la diosatranquila tenía razón: él no habría dicholo mismo de mí.

Casi pude oír cómo se arrugaba deconsternación el rostro de Jont.

—Pero… No son humanos. —Lodijo como si estuviera hablando deinsectos o de animales.

—¿Qué importa eso?

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—No son como nosotros. No puedenentendernos. Son peligrosos.

Me apoyé en el borde de la bañera ycomencé a trenzarme el cabello mojado.

—¿Alguna vez has hablado con unode ellos?

—¡Por supuesto que no! —Parecíahorrorizada con la idea.

Me disponía a decir algo más, peroentonces me detuve. Si no era capaz dever a los dioses como personas —apenas me veía a mí como tal—, nadaque yo pudiera hacer cambiaría nada.Sin embargo, esto hizo que me dieracuenta de una cosa.

—¿Vuestro nypri piensa como

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vosotros respecto a los hijos de losdioses? ¿Por eso arrastró a mis amigosal lugar vacío?

Jont inhaló bruscamente.—¿Tus amigos son hijos de los

dioses? —Su voz se endureció alinstante—. Entonces sí, la razón es ésa.Y el nypri no los dejará salir en unfuturo próximo.

Guardé silencio, demasiado alteradapara pensar en nada que decir. Al cabode un instante, Jont suspiró.

—No pretendía contrariarte. ¿Hasterminado? Tenemos mucho que hacer.

—No creo que quiera hacer nada delo que estás pensando —dije con toda la

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frialdad posible.Me tocó en el hombro y dijo algo

que me impediría volver a verla comouna persona inocente:

—Ya querrás.Salí de la bañera y me sequé. Estaba

temblando, y no sólo a causa del airefrío.

Una vez seca y envuelta en unagruesa toalla, me llevó de vuelta a micuarto, donde me vestí con la ropa queme había llevado: un sencillo suéter yuna falda larga de vuelo que se meenroscaba alrededor de los tobillos. Laropa interior era corriente y pococeñida. No era de mi talla pero casi. Y

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también había calzado: unas zapatillasde andar por casa. Una manera sutil derecordarme que mis carceleros no teníanla menor intención de dejarme salir alexterior.

—Eso está mejor —dijo Jont unavez que terminé, con tono complacido—. Ahora pareces una de nosotros.

Toqué el borde del suéter.—Deduzco que es blanco.—Beige. No usamos el blanco. El

blanco es el color de la falsa pureza yconfunde a quienes querrían encontrar laluz. —Lo dijo con una entonaciónmelodiosa que me hizo pensar queestaba recitando algo. Pero no se

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correspondía con ninguno de los poemasdidácticos que yo había oído en el SalónBlanco o en otros sitios.

En ese momento sonó una gruesacampana en algún lugar de la casa. Surepique fue muy bello. Sin darme cuenta,cerré los ojos con placer.

—La hora de cenar —dijo Jont—.Hemos terminado justo a tiempo.Nuestros líderes quieren que cenes connosotros esta noche.

Me sentí vacilar.—Supongo que no podré librarme,

¿verdad? Sigo un poco cansada.Jont volvió a tomarme de la mano.—Lo siento. No está lejos.

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Así que la seguí por lo que parecíaun interminable laberinto de pasillos.Nos cruzamos con otros miembros delos Luces Nuevas (Jont saludó a lamayoría, pero no se detuvo parapresentarme), pero no les presté apenasatención, más allá de constatar que laorganización era mucho, mucho másgrande de lo que había supuesto alcomienzo. Sólo en el pasillo al que dabala puerta de mi habitación contabilicéuna docena de personas. Pero en lugarde escuchar lo que decían, me dediqué acontar los pasos que dábamos parapoder orientarme más deprisa si algunavez lograba escapar de mi cuarto.

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Pasamos de un pasillo que olía aincienso de varmizcle a otro en el quelos sonidos inducían a pensar que teníatodas las ventanas abiertas para queentrara el aire. Después de bajar dostramos de escaleras (de veinticuatropeldaños), doblar un recodo (a manoderecha) y atravesar un espacio abierto(en línea recta, en un ángulo de treintagrados respecto a la esquina), llegamosa un espacio cerrado muy grande.

Había mucha gente allí, pero lamayoría de las voces parecían procederde un punto situado por debajo denuestras cabezas. Quizá estuvieransentados. Olía a comida, mezclada con

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los olores de las lámparas, la gente y elomnipresente verdor del Árbol. Supuseque se trataba de un refectorio degrandes dimensiones.

—Jont. —La voz de contralto de unamujer, suave y autoritaria. Y un aroma,parecido al de las flores de la hira, quetambién me llamó la atención, porqueme recordaba a la casa de Madding. Nosdetuvimos—. Yo te escoltaré a partir deaquí. ¿Eru Shoth? ¿Quieres venirconmigo?

—¡Dama Serymn! —Jont parecíaazorada, alarmada y emocionada a lavez—. C-claro. —Me soltó y otra manocogió la mía.

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—Te hemos estado esperando —dijo la mujer—. Hay un comedorprivado por aquí. Te avisaré si hayescalones.

—Muy bien —dije, agradecida. Jontno lo había hecho, y yo ya habíatrastabillado un par de veces. Mientrascaminábamos, reflexioné sobre aquelnuevo enigma.

Dama Serymn, la había llamadoJont. No era una hija de los dioses,desde luego. Eso habría sido imposibleentre gente como aquélla, que losodiaba. Pero su nombre era amn, uno deesos trabalenguas llenos de consonantesque tanto les gustaban. Los amn no

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tenían nobleza, salvo… Pero no, eso eraimposible.

Atravesamos un amplio portal paraentrar en un espacio más pequeño ytranquilo. Y de repente, aparecieronnuevas distracciones, más concretamenteel olor de la comida. Aves asadas, algúntipo de marisco, verduras y ajo, salsa devino y otros aromas que era incapaz deidentificar. Viandas de ricos. CuandoSerymn me llevó hasta la mesa dondeestaba dispuesto ese banquete, me dicuenta de que ya había gente sentada asu alrededor. Estaba tan fascinada por lacomida que apenas había reparado en supresencia.

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Me senté entre aquellosdesconocidos y ante su lujoso festín ytraté de no demostrar mi nerviosismo.

Un criado se me acercó.—¿Queréis pato, dama Oree?—Sí —dije educadamente, antes de

reparar en el título—. Pero es sóloOree. No «dama» ni nada parecido.

—Te infravaloras —dijo Serymn.Estaba sentada a mi derecha, enperpendicular respecto a mí. Había almenos otras siete personas alrededor dela mesa. Hablaban entre murmullos. Lamesa era rectangular u ovalada y Serymnestaba sentada a su cabecera. Alguien sesentaba al otro extremo, frente a ella—.

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Nos parece apropiado llamarte dama —dijo Serymn—. Permíteme que lohagamos como una cortesía.

—Pero es que no lo soy —respondí,confundida—. No hay una sola gota desangre noble en mis venas. En Nimarono existen familias nobles.Desaparecieron junto con la tierra deMaro.

—Creo que ésta es una manera tanbuena como otra cualquiera de empezara explicarte por qué te hemos traído aquí—dijo Serymn—. Dado que estoysegura de que te lo has preguntado.

—Se podría decir que sí —respondí, un poco fastidiada—. Hado…

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—vacilé—. Maese Hado me ha contadoun poco, pero no lo bastante.

Hubo algunas risillas entre misacompañantes, incluidas las de dosvoces graves y masculinas procedentesdel otro lado de la mesa. Al reconoceruna de ellas, me ruboricé: Hado.

Serymn parecía divertida tambiénpor mi comentario. —Lo que honramosno es tu riqueza ni tu condición, damaOree, sino tu linaje.

—Mi linaje es como el resto demí… vulgar —repuse—. Mi padre eracarpintero. Mi madre cultivaba y vendíahierbas medicinales. Sus padres erangranjeros. En todo mi árbol genealógico

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no hay nada más elegante que algúncontrabandista.

—Permíteme que te lo explique. —Hizo una pausa para tomar un trago devino y, al hacerlo, vislumbré un destellotenue procedente de su dirección. Mevolví rápidamente hacia allí, pero fueralo que fuese, había vuelto a ocultarse.

—Qué curioso —dijo otro de loscomensales—. La mayor parte deltiempo parece una ciega como cualquierotra, pero ahora, por un instante,parecería que te hubiese visto, Serymn.

Me pellizqué por dentro.Probablemente no hubiera servido denada ocultar mi habilidad, pero aun así

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detestaba dar información sin querer.—Sí —dijo Serymn—. Dathe

mencionó que, al parecer, tiene algunapercepción relativa a la magia. —Hizoalgo y, de repente, pude ver con claridadlo que antes había vislumbrado. Era unpequeño y sólido círculo de magiaresplandeciente de color dorado. No…El círculo no era sólido. A mi pesar, meincliné hacia allí y entorné los ojos. Elcírculo estaba formado por docenas ydocenas de diminutos y apretujadossímbolos escritos en la escritura plagadade aristas de la lengua de los dioses.Palabras divinas. Frases enteras deellas, las suficientes para llenar un

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tratado, entrelazadas en espiral demanera tan densa que desde lejosparecían formar un círculo sólido.

Entonces entendí y retrocedí,anonadada.

Por cómo se desvanecía el círculode símbolos comprendí que Serymn, conun movimiento, dejó que el cabellovolviera a ocupar su lugar. Sí, debía deestar frente a ella.

«No puede ser. No tiene sentido. Nopuedo creerlo».

Pero lo había visto con mis propiosojos, sensibles a la magia.

Me pasé la lengua por los labios,secos de repente, entrelacé las manos

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temblorosas sobre mi regazo e hiceacopio de todo mi valor para hablar.

—¿Qué hace una pura sangreArameri con una pequeña secta herética,dama Serymn?

Las carcajadas que estallaron portoda la mesa no eran la reacción que yoesperaba. Cuando al fin cesaron —yopermanecí todo ese tiempo allí, sentadaen un incómodo silencio—, Serymn dijocon una voz que aún denotabadivertimento:

—Por favor, dama Oree, come. Nohay razón para que no podamosmantener una agradable conversaciónmientras disfrutamos de un magnífico

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banquete, ¿verdad?Así que tomé algunos bocados.

Luego me limpié los labios con la mejoreducación, me erguí en mi asiento yaguardé ostentosa perodiplomáticamente una respuesta a mipregunta.

Serymn exhaló un suave suspiro y selimpió la boca a su vez.

—Muy bien. Estoy en esta «pequeñasecta herética», como tú la has descrito,porque tengo un objetivo y estar aquí meayuda a alcanzarlo. Pero me gustaríaañadir que los Luces Nuevas no tienennada de pequeña secta herética.

—Me habían dado a entender —dije

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lentamente— que cualquier forma deculto ajena a la sancionada por la Ordenera herética.

—No es así, dama Oree. Por la leydel Brillante, una ley promulgada por mipropia familia, sólo la veneración dedioses distintos a Itempas es herética. Laforma que adopte nuestro culto esirrelevante. Es cierto que la Ordenpreferiría que los dos conceptos,obediencia al Señor Brillante,obediencia a la Orden, fueransinónimos. —Hubo otra ronda derisillas entre nuestros compañeros demesa—. Pero, para expresarlo demanera clara, la Orden es una autoridad

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mortal, no divina. Y los Luces somosconscientes de esa distinción.

—Entonces, ¿creéis que vuestraforma de culto es preferible a la de laOrden?

—Sí. En esencia, las creencias denuestra organización son similares a lasde la Orden de Itempas. Es más, muchosde nuestros miembros eran antiguossacerdotes de la Orden. Pero hayalgunas diferencias significativas.

—¿Por ejemplo?—¿De veras quieres entrar en una

discusión doctrinal en este momento,dama Oree? —preguntó Serymn—. Temostraremos nuestra filosofía en los

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próximos días, como a cualquiernovicio. Yo esperaba que tus preguntasfueran de naturaleza más elemental.

Lo eran. Pero aun así, de un modoinstintivo, tenía la sensación de que laclave para comprender a aquel puñadode fanáticos residía en comprender aaquella mujer. A aquella Arameri. Lospurasangres eran los miembros másnobles de una familia tan consagrada alorden que organizaba su jerarquía enfunción de la proximidad de su linaje ala primera sacerdotisa, Shahar. Eran losque ostentaban el poder y tomaban lasdecisiones, y a veces, a través del poderde sus dioses esclavos, quienes

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aniquilaban otras naciones.Sin embargo, eso había sido poco

antes de diez años atrás, aquel díaextraño y terrible en el que creció elÁrbol del Mundo y reaparecieron loshijos de los dioses. Siempre habíancorrido rumores, pero ahora yo sabía laverdad, de los labios del propioLúmino. Los esclavos de los Aramerihabían escapado, el Señor de la Noche yla Dama Gris habían derrocado aItempas el Brillante. Los Arameri,aunque ni por asomo privados de poder,habían perdido su mayor arma y a supatrono de un solo golpe pavoroso.

¿Qué le sucedía a alguien que había

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poseído el poder absoluto y se quedabasin él de repente?

—Muy bien —dije con tono cauto—. Preguntas básicas. ¿Por qué estáisaquí y por qué lo estoy yo?

—¿Cuánto sabes de lo que sucedióhace diez años, dama Oree?

Vacilé, insegura. ¿Era más prudentehacerse la plebeya ignorante o revelartodo lo que sabía? ¿Me haría ejecutaraquella Arameri si revelaba los secretosde su familia? ¿O era una prueba paracomprobar si mentía?

Arranqué un trozo de pan, másnerviosa que hambrienta.

—Sé… sé que vuelve a haber tres

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dioses —dije lentamente—. Sé queItempas el Brillante ya no gobierna ensolitario.

—«En absoluto» sería másapropiado, dama Oree —dijo Serymn—.Lo has deducido, ¿verdad? Losauténticos seguidores de Itempas sabenque Él nunca habría permitido loscambios que se han sucedido los últimosaños.

Asentí, mientras pensaba en la camade Madding, en nuestra pasión y en lacolérica desaprobación de Lúmino.

—Es cierto —dije al tiempo quereprimía una sonrisa amarga.

—Entonces, debemos considerar que

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sus parientes, estos nuevos dioses…Uno de los compañeros de Serymn

soltó una risotada.—¿Nuevos? Vamos, dama Serymn,

no somos las masas crédulas. —Elhombre me miró de soslayo y añadió, enun tono de dulzura a la que no di elmenor crédito—. Al menos, la mayoríade nosotros.

Apreté la mandíbula, decidida a nomorder el anzuelo. Serymn se lo tomabacon notable calma, pensé. No habríaesperado que una Arameri soportara tanbien el sarcasmo, aunque en su mayorparte estuviera dirigido a otra persona.

—Cierto, lo del «Señor de las

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Sombras» no fue un intento muybrillante, como diversión —respondióantes de dirigir de nuevo su atenciónhacia mí—. Pero mi familia estaba muyocupada tratando de contener el pánico,dama Oree. A fin de cuentas, pasamossiglos infundiendo miedo en el corazónde los mortales ante la perspectiva deque Señor de la Noche se liberase. Eramejor tenerlo encadenado que libre paraque desencadenara su venganza sobre elmundo. Ahora, sólo unas cuantasmentiras impiden que el populacho se décuenta de que todos podríamos acabarcomo Maro.

Se refería a la destrucción de mi

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pueblo —culpa de su familia— sinrencor ni vergüenza, cosa que me hizotemblar de rabia. Pero así eran losArameri: quitaban importancia a suserrores cuando no era posibleconvencerlos para que los admitieran.

—Está furioso —dije. En voz baja,porque yo también lo estaba—. El Señorde la Noche. Lo sabéis, ¿verdad? Hadado un plazo a los Arameri y a loshijos de los dioses para encontrar a losasesinos de sus hijos.

—Sí —dijo Serymn—. El mensajellegó al señor Arameri hace días, segúnme han dicho. Un mes, a partir de lamuerte de Role. Eso nos deja

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aproximadamente tres semanas.Lo dijo como si la cólera de un dios

no fuera nada. Apreté los puños sobremi regazo.

—El Señor de la Noche estabaaburrido cuando destruyó la tierra deMaro. En aquel momento ni siquieraposeía todo su poder. ¿Podéis imaginarlo que podría hacer ahora?

—Mejor que tú, dama Oree —dijoSerymn en voz muy baja—. Yo crecí conél, no lo olvides.

Se hizo el silencio en la mesa. Unreloj situado en algún lugar de lahabitación hacía un ruidoso tic-tac.Todos los presentes habíamos captado

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mil historias tácitas en su tono carentede inflexión, y luego estaba la mayor detodos ellas, la que acechaba bajo lasuperficie de la conversación como unleviatán: ¿por qué una mujer tanpoderosa, tan aparentemente ajena almiedo, había huido del Cielo? Y enaquel momento, imaginando toda clasede horrores entre el silencio y el tictacdel reloj, no pude por menos quepreguntarme: «¿Qué demonios le haríael Señor de la Noche?».

—Por suerte —dijo Serymn al fin, yyo exhalé de alivio al oír que rompía elsilencio—, su cólera encaja en nuestrosplanes.

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Debí de fruncir el ceño porque seechó a reír. Una risa que sonó forzada,aunque sólo un poco.

—Considera, dama Oree, que yahemos sido salvados una vez por eltercer miembro de los Tres. Piensa en loque significa eso. ¿Nunca te lo haspreguntado? Enefa, o el Crepúsculo,hermana de Itempas el Brillante, haestado muerta dos mil años. ¿Quién es,entonces, esa Dama Gris? Conoces amuchos de los hijos de los dioses de laciudad. ¿Te han explicado ese misterio?

Parpadeé con sorpresa, alcomprender que Madding no lo habíahecho. Había hablado de la muerte, con

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la voz aún temblorosa de furia. Perotambién había mencionado a sus padres,en plural y en presente. Una más de esascontradicciones que una aprendía aaceptar cuando trataba con dioses. Nome había preocupado por ello porque nohabía creído que fuese importante. Peroclaro, hasta hacía muy poco, yo creíacomprender la jerarquía de los dioses.

—No —dije—. Él… Ellos nunca melo contaron.

—Mmm. Pues entonces te contaré ungran secreto, dama Oree. Hace diezaños, una mortal traicionó a su dios y ala humanidad, y conspiró para liberar alSeñor de la Noche, su amante. Lo

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consiguió y se le recompensó por lo quehabía hecho con el poder perdido deEnefa. Se convirtió, a todos los efectos,en una nueva Enefa, una diosa porderecho propio.

Inhalé bruscamente por la sorpresa.No sabía que un mortal pudieratransformarse en un dios. Pero aquelloexplicaba muchas cosas. Lasrestricciones impuestas a los hijos delos dioses, que les impedían abandonarla ciudad de Sombra; la vigilancia a laque se sometían unos a otros paraimpedir la destrucción masiva… Unadiosa que había sido mortal una vezpodía molestarse por la cruel

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insensibilidad hacia la vida de losmortales.

—La Dama Gris es irrelevante paranosotros —dijo Serymn—, más allá delhecho de que debemos agradecerle lapaz actual. —Se inclinó hacia delante yapoyó los codos sobre la mesa—. Dehecho, contamos con su intervención.Enefa, de quien esta nueva diosa es enesencia una copia, ha luchado siemprepor la preservación de la vida. Es sunaturaleza. Mientras sus hermanos sonmás proclives a los extremismos,rápidos a la hora de juzgar y más aún ala de sembrar el caos, ella es la fuerzaque mantiene las cosas. Se adapta al

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cambio y busca la estabilidad. A fin decuentas, la Guerra de los Dioses no fuela primera que libraron Itempas yNahadoth. Solamente fue la primera,desde la creación de la vida, en queEnefa no estuvo presente para preservarel equilibrio del mundo.

Yo estaba sacudiendo la cabezamientras hablaba.

—¿Queréis decir que contáis conque la nueva Enefa nos mantenga asalvo? ¿Estáis de broma? Aunque antesfuese humana, ya no lo es. Ahora piensacomo piensan los dioses. —Pensé en Lil—. Y algunos de ellos están locos.

—Si quisiera acabar con la

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humanidad, podría haberlo hecho milveces en los últimos diez años. —Lamesa se desplazó ligeramente enrespuesta a algún gesto suyo—. Es ladiosa de la muerte tanto como de lavida. Y te ruego que recuerdes quecuando estaba viva era una Arameri.Siempre hemos sido predecibles. Notéque sonreía—. Creo que tratará decanalizar la cólera del Señor de laNoche de un modo expeditivo. A fin decuentas, no necesita destruir el mundoentero para vengar a sus hijos. Lebastará con una pequeña parte. Una solaciudad, quizá.

Puse las manos encima de mi regazo.

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Había perdido el apetito.Los padres maroneh no cuentan

historias bonitas a sus hijos antes dedormir. Del mismo modo quebautizamos a nuestros hijos con nombresque nos retrotraen a nuestro pesar ynuestra rabia, les contamos cuentos queles harán llorar y despertar en mitad dela noche, temblando por culpa de laspesadillas. Queremos que nuestros hijostengan miedo y no olviden nunca, porquede este modo estarán preparados sialguna vez regresara el Señor de laNoche.

Cosa que haría pronto, a Sombra.—¿Por qué la Orden de Itempas…?

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—Vacilé, no sabía cómo decirlo sinofender a una sala llena de antiguosmiembros de la Orden—. El Señor de laNoche… ¿Por qué honrarlo sólo porqueahora es libre? Ya nos odia. ¿De verdadcreéis que un dios furioso se dejaríadisuadir por semejante hipocresía?

—No es a los dioses a quienesquieren disuadir, dama Oree. —Esto lodijo el hombre que ocupaba el otroextremo de la mesa. Me puse tensa—.Es a nosotros a quienes debenapaciguar.

Conocía aquella voz. La había oídoen varias ocasiones: tres, hasta entonces.En el paseo sur, justo antes de que

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matara a los Guardianes de la Orden. Enel tejado de Madding, antes de que sedesatara aquel caos. Y cuando yacíatemblando y enferma, después de que meliberaran del Vacío.

Estaba sentado al otro extremo de lamesa, frente a Serymn, e irradiaba lamisma confianza que ella. Por supuesto.Era su nypri.

Mientras yo permanecía allí sentada,temblando de miedo y de rabia, Serymnrió entre dientes.

—Tan directo como siempre, Dateh.—Es la verdad. —Parecía divertido.—Mmm. Lo que pretende decir mi

marido, dama Oree, es que la Orden y, a

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través de ella, la familia Arameri, estádesesperada por convencer al resto dela humanidad de que el mundo es comodebe ser. De que, al margen de lapresencia de los nuevos dioses, nadamás debe cambiar, desde el punto devista político. De que debemos sentirnosfelices,… seguros… complacientes.

Marido. ¿Una purasangre Arameri,casada con un miembro de una secta deherejes?

—Lo que decís no tiene sentido —dije. Me concentré en el tenedor quetenía entre los dedos, en el chisporroteodel fuego en la chimenea, al fondo. Esascosas me ayudaban a mantener la calma

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—. Habláis de los Arameri como si yano fuerais una de ellos.

—En efecto. Digamos que misactividades ya no cuentan con la sancióndel resto de mi familia.

El nypri, con tono alegre, añadió:—Oh, puede que las aprobaran… si

las conocieran.Serymn se echó a reír ante este

comentario, como algunos de loscomensales.

—¿De verdad lo crees? Eres muchomás optimista que yo, amor mío.

Siguieron conversandodespreocupadamente mientras yopermanecía allí sentada, tratando de

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comprender a la nobleza, susconspiraciones y mil cosas más quenunca habían formado parte de mi vida.No era más que una artista callejera.Una maroneh vulgar y corriente,aterrorizada y lejos de mi casa.

—No lo entiendo… —los interrumpíal fin—. Me habéis secuestrado y traídoaquí. Estáis tratando de obligarme a queme una a vosotros. ¿Qué tienen que verconmigo el Señor de la Noche, la Ordeny los Arameri?

—Más de lo que crees —dijo elnypri—. El mundo está en peligro eneste momento y no sólo por culpa de lacólera del Señor de la Noche. Piénsalo:

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por primera vez desde hace siglos, losArameri son vulnerables. Oh, sí, aúndisponen de ingentes recursos políticosy financieros, y están reclutando unejército que hará que cualquier nacióncon aspiraciones de rebelarse se pienselas cosas dos veces. Pero se les puedederrotar. ¿Sabes lo que quiere decireso?

—¿Que algún día, unos tiranosreemplazarán a los que mandan ahora?—A pesar de mis esfuerzos pormostrarme diplomática, mi irritación ibaen aumento. Seguían dándole vueltas yvueltas al asunto, sin responder nuncamis preguntas.

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Serymn no pareció ofenderse por micomentario.

—Puede, pero… ¿qué grupo? Todoslos clanes nobiliarios, los consejosdirigentes y los ministros electosquerrán tener la oportunidad de dirigirlos Cien Mil Reinos. Y si todos intentanconseguirlo a la vez, ¿sabes lo quesucederá?

—Más escándalos, intrigas,asesinatos y lo que sea que hace la gentecomo vosotros con su tiempo —dije. Almenos la dama Nemmer estaría contenta.

—Sí. Y golpes de Estado y noblesdébiles reemplazados por otros másfuertes o más ambiciosos, y rebeliones

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por todas partes, provocadas por lasminorías que aspiran a quedarse conparte del pastel. Y nuevas alianzas entrereinos menores, aliados para sumarfuerzas. Y traiciones, porque no hayalianzas sin ellas. Exhaló un suspiroprolongado y cansado—. Y guerra,dama Oree. Habrá guerra.

Como la buena chica itempana quenunca había terminado de ser, meestremecí a pesar de todo. La guerra eraanatema para Itempas el Brillante. Habíaoído cuentos sobre los tiemposanteriores al Brillante, antes de que losArameri promulgaran leyes para regularde manera estricta la violencia y los

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conflictos. En aquellos tiempos, loshombres morían a millares en cadabatalla. Algunas ciudades habían sidoarrasadas hasta los cimientos y sushabitantes masacrados mientras ejércitosde guerreros caían sobre ellos con afánde rapiña y sangre.

—¿D-dónde? —pregunté.—Por todas partes.No podía ni imaginarlo. A semejante

escala, no. Era la locura. El caos.Entonces, me acordé. Nahadoth,

Señor de la Noche, era también el Diosdel Caos. ¿Qué venganza más apropiadapodía imponerle a la humanidad?

—Si caen los Arameri y termina el

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Brillo, volverá la guerra —dijo Serymn—. La Orden de Itempas teme más a estoque a la amenaza que pueda representarcualquier dios, porque es el mayorpeligro, no sólo para una ciudad, sinopara nuestra civilización. Ya hayrumores sobre desórdenes en el AltoNorte y en las islas, tierras que fueronconvertidas a la fuerza a la religión deItempas después de la Guerra de losDioses. Nunca han olvidado niperdonado lo que les hicimos.

—El Alto Norte… —dijo alguien enla mesa con tono de desdén—.¡Bárbaros de piel oscura! Dos mil añosy siguen resentidos.

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—Bárbaros, sí, y resentidos —dijoHado, cuya presencia yo había olvidado—. Pero ¿acaso no sentimos lo mismocuando nos dijeron que empezáramos avenerar al Señor de la Noche? —Hubomurmullos de asentimiento por toda lamesa.

—Sí —dijo el nypri—. Así que laOrden tolera la herejía y mira en otradirección cuando los antiguos fieles deItempas descuidan sus deberes. Confíanen que la exploración de nuevos credosmantenga a la gente ocupada y concedatiempo a los Arameri a fin de prepararsepara la conflagración que se avecina.

—Pero es en vano —dijo Serymn

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con tono de rabia—. T'vril, señor de losArameri, confía en poner rápido fin a laguerra cuando llegue. Pero a fin deprepararse para la guerra terrena, haapartado los ojos de la amenaza delcielo.

Suspiré, cansada en más de unsentido.

—Está bien que os preocupéis poreso, pero el Señor de la Noche —abrílas manos en un gesto de impotencia—es una fuerza de la naturaleza. Quizá loque deberíamos hacer todos es empezara rezarle a esa Dama Gris, ya que, segúndecís, es la que lo mantiene a raya. Oquizá ir eligiendo el sitio en el que

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pasaremos la otra vida.Serymn respondió con tono de leve

reproche:—Preferimos adoptar una actitud

más productiva, dama Oree. Puede quesea cosa de la Arameri que llevo dentro,pero nunca me ha gustado permitir queuna amenaza conocida creciera sin hacernada. Es mejor golpear primero.

—¿Golpear? —dije con una risa,convencida de que no la había entendidobien—. ¿A un dios? Eso no es posible.

—Sí, dama Oree. A fin de cuentas,no sería la primera vez.

Me quedé helada y la sonrisa seborró de mi semblante.

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—La hija de los dioses, Role…Vosotros la matasteis.

Serymn se echó a reír sin confirmarni negar la afirmación.

—Me refería a la Guerra de losDioses, en realidad. Itempas mató aEnefa. Si puede morir uno de los Tres,es que pueden todos.

Guardé silencio, confundida, pero noseguía riéndome, ya no. Serymn no eraninguna idiota. No podía creer que unaArameri sugiriera algo como asesinaruna diosa, salvo que tuviera el poder dehacerlo.

—Lo que precisamente, y por finllegamos a la cuestión central, es la

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razón por la que te hemos secuestrado.—Serymn levantó la copa y me saludócon ella. El tenue sonido cristalinoresonó con la fuerza de una campanadaen medio del silencio de la sala.Nuestros compañeros de mesa, tambiénen silencio, prestaban atención a todassus palabras. Serymn extendió su brindisa ellos y todos levantaron las copas.

—Por el regreso del Brillo —dijo elnypri.

—Y del Señor Blanco —dijo lamujer que había hecho mención a mivisión.

—«Hasta el fin de la oscuridad» —dijo Hado.

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Cada uno de los presentes expresóun buen deseo o hizo una dedicatoria.Aquello tenía el aire de un ritualsolemne, en el que todos ellos estabancomprometiéndose en un plan deasombrosa y absoluta demencia.

Una vez que todos hubieronbrindado y se hizo el silencio, tomé lapalabra, con voz apagada por lacomprensión y la incredulidad.

—Queréis matar al Señor de laNoche —dije.

—Sí —respondió ella. Hizo unapausa mientras se acercaba otro criado.Oí que levantaban la tapa de unabandeja—. Y queremos que nos ayudes.

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¿Querrás postre?

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SEDUCCIÓN

Dibujo a carboncillo

No seguimos hablando de dioses ode absurdas conspiraciones después dela cena. Estaba demasiado aturdida parahacer más preguntas y aunque no hubierasido así, Serymn dejó claro que no lashabría respondido.

—Creo que ya hemos habladosuficiente por esta noche —dijo, antesde soltar una carcajada perfectamente

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medida—. Estás un poco pálida,querida.

Así que me llevaron de vuelta a micuarto, donde Jont me había dejado laropa para la noche y un poco de vinoespeciado para antes de las plegarias,según la costumbre maroneh. Puede quelo hubiera encontrado en un libro.Temiendo que me estuvieranobservando, bebí de la copa y luegorecé por primera vez en varios años…pero no a Itempas el Brillante.

Lo que hice fue tratar de concentrarmis pensamientos en Madding. Mehabían enseñado que los dioses podíanoír las plegarias de sus devotos al

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margen de la distancia o de lascircunstancias, si éstos rezaban con lafuerza suficiente. Yo no era exactamenteuna devota de Madding, pero esperabaque mi desesperación compensara esehecho.

«Sé dónde estás —susurré en mimente, pues podía haber espías en lahabitación—. Aún no sé cómo sacartede allí, pero estoy trabajando en ello.¿Puedes oírme?».

Pero aunque repetí mi súplica yesperé de rodillas durante casi una hora,no hubo respuesta.

Sabía que Madding estaba en aquellugar oscuro y privado de sensaciones

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—el Vacío—, pero no sabía lo que era.Hasta donde llegaban misconocimientos, sólo los Luces podíanabrir y cerrar el camino que conducíahasta él. O puede que únicamente sunypri, instruido por los escribas.Averiguar cómo se hacía sería mipróxima tarea.

A la mañana siguiente desperté alamanecer, después de haber dormidoplácidamente en mi camastro. Ya habíaactividad en la casa. Podía oírla desdeel otro lado de la puerta: gente quecaminaba, escobas que barrían el suelo,conversaciones intrascendentes…Tendría que haber sabido que una

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organización formada por itempanoscomenzaría su día mucho antes delamanecer. Desde más lejos, resonandoen las paredes, me llegaba el sonido deun canto: el himno sin palabras de losLuces, mucho más tranquilizador yestimulante de lo que habían resultadolos propios Luces. Puede que estuvieranrealizando una ceremonia matutina. Ental caso, sólo era cuestión de tiempo quevinieran a buscarme. Tratando decontener mi intranquilidad, me vestí conla ropa que me habían dado y esperé.

No mucho después, se abrió mipuerta y entró alguien.

—¿Jont? —pregunté.

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—No, soy Hado. —Se me hizo unnudo en el estómago, pero creo queconseguí disimular mi intranquilidad.Había algo en aquel hombre que mehacía sentir muy incómoda. No era sólosu participación en mi secuestro y en miasimilación forzosa en una secta; ni susveladas amenazas de la pasada noche. Aveces me parecía incluso que podíaverle, como una sombra más oscura delo normal, recortada contra mi negravisión. Sobre todo, era la sensaciónconstante, imposible de demostrar, deque el rostro que me había mostrado eraun velo y de que detrás de él se estabariendo de mí.

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—Siento decepcionarte. —Habíapercibido mi incomodidad y eso, comocabía esperar, parecía divertirlo—. Jonttiene tareas de limpieza por lasmañanas. Algo con lo que también tútendrás que familiarizarte alguna vez.

—¿Alguna vez?—Es tradicional que los nuevos

iniciados se incorporen a los grupos detrabajo, pero aún estamos tratando deencontrar un puesto apropiado a tusnecesidades especiales.

Aquello me molestó, sin que pudierahacer nada por evitarlo.

—¿Te refieres a que soy ciega?Puedo limpiar perfectamente, sobre todo

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si me dais un bastón. —El mío, pordesgracia, se había quedado en la calle,junto a la casa de Madding. Lo echabade menos como a un viejo amigo.

—No, me refiero al hecho de que teescaparías a la menor ocasión. —Arrugué el semblante y él se rió por lobajo—. Normalmente no tenemoscentinelas para vigilar los grupos detrabajo, pero hasta que estemos segurosde tu compromiso con nuestra visión…Bueno, sería una estupidez dejarte sinsupervisión.

Inhalé profundamente y dejé escaparel aire.

—Me sorprende que no tengáis

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procedimientos para tratar con iniciadascomo yo, si el secuestro y la coerciónson prácticas habituales entre vosotros.

—Lo creas o no, la mayoría denuestros iniciados son voluntarios. —Pasó junto a mí e inspeccionó lahabitación. Oí que cogía un portavelasde uno de los candelabros de pared,acaso interesado por el hecho de que yohabía apagado la vela. No necesitaba laluz, claro, y nunca me había atraído laidea de morir abrasada mientras dormía.Continuó—: Se nos da bastante bienreclutar entre determinados grupos, enespecial entre los devotos seglaresitempanos a los que no les gustan los

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recientes cambios experimentados por laOrden. Y supongo que también nos irábien en Nimaro cuando empecemos atrabajar allí.

—Incluso en Nimaro, maese Hado,hay gente que no cree que deba adorar aItempas como todos los demás. Nadieles obliga a hacer lo que no quierenhacer.

—No es cierto —respondió, lo queme hizo fruncir el ceño—. Hasta hacediez años, todos los mortales de losCien Mil Reinos adoraban a Itempas delmismo modo. Ofrendas y serviciossemanales en un Salón Blanco, horasmensuales de servicio, lecciones para

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los niños de tres a quince años… Todoslos días sagrados, por todo el mundo, serealizaban los mismos rituales y secantaban las mismas plegarias. Yquienes disentían….—Se detuvo y sevolvió hacia mí. Irradiaba el fríodivertimento que tanto detestaba yo—.Bueno, dime tú lo que les pasaba, sitantos disidentes hay en tu tierra.

No dije nada, consternada, porqueera una pulla dirigida específicamente ami persona: una maroneh que habíahuido de Nimaro a la primeraoportunidad. Y lo peor es que teníarazón. Mi padre sentía aversión por losSalones Blancos, los rituales y la rígida

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adhesión a la tradición. Hacía mucho,me había contado que los maronehtenían sus propias formas de venerar aItempas el Brillante, formas poéticasespeciales y un libro sagrado propio, ysacerdotisas que eran guerreras ehistoriadoras, no supervisoras. Porentonces teníamos hasta nuestra propialengua. Todo ello cambió con la llegadade los Arameri al poder.

—Ahí tienes —dijo Hado. Podíaleer mi rostro como un libro abierto y yolo detestaba por ello—. Itempas valorael orden, no el libre albedrío. Dichoesto —se acercó a mí, me cogió de lamano, me hizo que me levantara y dejó

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que le cogiera del brazo para guiarme—, obviamente sería poco prácticoreclutar a mucha gente como tú. No lohabríamos hecho si no fueses tanimportante para nuestra causa.

Aquello no sonaba bien.—¿Qué significa exactamente eso?—Que, en lugar de seguir el proceso

normal de iniciación, hoy vas a pasar eldía con la dama Serymn y mañana con elnypri. Ellos decidirán cómo proceder apartir de aquí. —Me dio unaspalmaditas en la mano, que merecordaron a aquellas otras tan pocoamables que me había dado en la mejillala noche antes. Sí, también eso era una

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advertencia. Si no complacía a loslíderes de los Luces, ¿qué pasaría?

Sin saber siquiera para qué mequerían, no podía adivinarlo. Apreté losdientes, furiosa… pero, a decir verdad,más asustada que furiosa. Aquella genteera poderosa y estaba loca, y ésa nuncahabía sido una buena combinación.

Me sacó de mi habitación y comenzóa llevarme por los pasillos sinapresurarse. Conté mis pasos mientrasme fue posible, pero había demasiadosrecovecos y giros en la Casa delAmanecer y al final dejé de hacerlo.Todos los pasillos eran ligeramentecurvos. Tal vez no pudiera ser de otro

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modo en una casa construidaparcialmente alrededor de un árbol. Ycomo sus constructores no habíanpodido extender demasiado la estructuralejos del tronco —no era arquitecta,pero hasta yo podía ver que habría sidoabsurdo—, la habían hecho estrecha yalta, con múltiples pisos y conexionespor escaleras, lo que provocaba que ellugar transmitiera una sensaciónextrañamente desarticulada. Un dudosohomenaje al amor por el orden delSeñor Brillante.

Claro que también era posible queaquello fuese también un disfraz, comoel aire inofensivo que con tanto cuidado

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cultivaban los Luces Nuevas. La Ordende Itempas los veía como una más entrelas sectas heréticas. ¿Habrían pensadolo mismo de haber sabido que aquellasecta herética poseía el poder suficientepara desafiar a los dioses?

Hado no dijo nada mientrascaminábamos, ni yo tampoco, en mipreocupación. Sopesé su silenciomientras me preguntaba hasta dónde meatrevería a indagar. Finalmente, meaventuré.

—¿Sabes lo que son… esosagujeros?

—¿Agujeros?—La magia que usaron para traerme

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hasta aquí. —Me estremecí—. El Vacío.—Ah, eso. No lo sé. No

exactamente, pero el nypri alcanzó elgrado de escriba de honor en el seno dela Orden de Itempas. Es su puesto máselevado. —Se encogió de hombros y alhacerlo arrastró consigo la mano con laque me sujetaba a su brazo—. Me handicho que incluso fue candidato para elpuesto de Primer Escriba de losArameri, aunque, por supuesto, aquellose frustró cuando abandonó la Orden.

A mi pesar, solté una carcajada.—¿Conque se casó con una

purasangre Arameri y fundó su propiareligión para recordar lo que había

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estado a punto de conseguir?Hado también se rió por lo bajo.—No exactamente, pero tengo

entendido que la mutua insatisfacción esun factor de su colaboración. Supongoque de los objetivos mutuos al respetomutuo sólo hay un paso, y desde ahí otrohasta el amor.

Era interesante… o lo habría sido deno ser porque la feliz pareja habíasecuestrado, torturado y aprisionado amis amigos, y también a mí.

—Qué bonito —dije sin la menorinflexión en la voz—, pero sé algo sobrelos escribas y nunca he visto a uno deellos hacer algo así. ¿Derrotar a un hijo

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de los dioses y más aún a varios deellos? No sabía que tal cosa fueseposible.

—Los dioses no son invencibles,Oree. Y en cuanto a tus amigos…Bueno, casi todos los que viven aquí enla ciudad son los hijos de los dioses másjóvenes y débiles. —Se encogió dehombros, ajeno a mi sorpresa. Acababade decirme algo de lo que nunca mehabía dado cuenta—. Simplemente, elnypri ha encontrado el modo deaprovechar esas circunstancias.

Volví a quedar en silencio mientrasreflexionaba sobre lo que me habíadicho. Finalmente, tras cruzar una

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puerta, entramos en un espacio cerradode menores dimensiones, con el suelocubierto por gruesas alfombras.Flotaban allí nuevos aromas de viandas,en este caso el desayuno, así como el yafamiliar perfume de la hira.

—Gracias por venir —dijo Serymnal reunirse con nosotros. Hado me soltóla mano y Serymn la cogió como unahermana y se inclinó para darme un besoen la mejilla. Conseguí no apartarme deella, aunque me faltó poco para hacerlo.Serymn lo notó, claro está—.Discúlpame. Supongo que la gente delas calles no se saluda de este modo.

—No sabría decir —respondí,

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incapaz de contener una expresiónceñuda—. No soy «gente de las calles»,sea lo que sea eso.

—Y ahora te ofendo. —Suspiró—.Mis disculpas. Tengo poca experienciacon los plebeyos. Gracias, hermanoHado. —Éste se marchó y Serymn mellevó hasta una silla grande y acolchada.

—Preparad un plato —ordenó, y aun lado de la sala, alguien comenzó ahacerlo. Serymn se sentó frente a mí yme estudió durante un momento. En esesentido era como Lúmino: podía sentirsu mirada como el batir de las alas deuna polilla.

—¿Has descansado bien esta noche?

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—Sí —dije—. Agradezco vuestrahospitalidad, hasta cierto punto.

—Lo agradeces en la medida en queese punto ha sido toda una suerte para tiy de los hijos de los dioses que tienespor amigos. Comprensible. —Hizo unapausa mientras el sirviente me ponía unplato en las manos. No había servicioformal esta vez. Me relajé.

—Y en ello también se ha decididovuestra suerte —dije—. CuandoMadding y los demás escapen, dudomucho que perdonen lo que les hasucedido. Son inmortales. No podéistenerlos cautivos eternamente. —Aunque, si de algún modo podían

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matarlos, mi argumento quedabainvalidado.

—Es cierto —respondió—. Y esmuy conveniente que lo hayasmencionado ahora, pues es la causa delembrollo en el que nos encontramosmetidos en este momento.

Parpadeé al darme cuenta de que yano hablaba de Madding y los otros, sinode otro grupo de dioses cautivos.

—Os referís a los dioses de losArameri. Al Señor de la Noche. —Elobjetivo de su ridículo plan.

—No sólo al Señor de la Noche,sino también a Sieh el Embaucador. —Tuve que recurrir a todo mi autocontrol

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para no sobresaltarme al oír esto—. AKurue la Sabia y a Zhakkarn de laSangre. Era inevitable que alcanzasen lalibertad más tarde o más temprano.Puede que los milenios que pasaronencerrados no les parecieran muchotiempo a ellos. Nuestros dioses poseenuna infinita paciencia, pero nuncaolvidan una ofensa y nunca dejan lasofensas sin castigo.

—¿Los culpáis por ello? Si yotuviera el poder y alguien me hicieradaño, también se lo haría pagar.

—Y yo. Y lo he hecho, en más deuna ocasión. —Oí que cruzaba laspiernas—. Pero cualquier persona sobre

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la que me cobrara venganza estaría en suderecho de tratar de defenderse. Y esoes lo que estamos haciendo aquí, damaOree. Defendernos.

—Contra uno de los Tres. —Sacudíla cabeza y decidí tratar de ser honesta—. Lo siento, pero si estáis tratando deconvencerme apelando a… la lógicacallejera o lo que sea que creáis que nosmotiva al vulgo, hay un defecto envuestro razonamiento. En el sitio del queyo vengo, si alguien con poder se enfadacontigo, no le plantas cara. Intentasllegar a un compromiso o te ocultas y novuelves a asomar la cabeza, y mientrastanto rezas para que nadie a quien

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quieres salga herido.—Los Arameri no se ocultan, dama

Oree. No llegamos a compromisos, almenos cuando creemos que hemosobrado correctamente. Ése es el caminode Itempas el Brillante, a fin de cuentas.

«Y mira adónde lo ha llevado»,estuve a punto de decir, pero contuve milengua. Ignoraba si Lúmino seencontraba bien y dónde podía estar. Sihabía logrado escapar, no tenía muchasesperanzas de que intentara ayudarnospero, por si se daba el caso, no queríahablarle a los Luces Nuevas sobre él.

—Creo que debería advertiros —dije— de que no me considero una

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itempana ejemplar.Serymn guardó silencio un momento.—He estado pensando sobre eso.

Dejaste tu casa a los dieciséis años, almorir tu padre, ¿no? Pocas semanasdespués de la ascensión de la DamaGris.

Me puse tensa.—¿Cómo, en el nombre de los

dioses, sabéis eso?—Te investigamos la primera vez

que nos fijamos en ti. No fue difícil. Nohay muchas ciudades en Nimaro, a fin decuentas, y tu ceguera te convierte en unapersona difícil de olvidar. El sacerdotede vuestro Salón Blanco recuerda que os

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encantaba discutir con él durante laslecciones, de niña. —Se rió por lo bajo—. Cosa que, por alguna razón, no mesorprende.

Sentí que se me revolvía elestómago y amenazaba con devolver loque había comido. ¿Habían ido a mipueblo? ¿Hablado con mi sacerdote? ¿Yahora iban a amenazar a mi madre?

—Por favor, dama Oree. Lo siento.No pretendía alarmarte. No te deseamosningún mal, ni a ti ni a nadie de tufamilia. —Oí el tintineo de una tetera yel sonido de un líquido que alguienservía.

—Espero que me perdonéis si me

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cuesta creerlo. —Encontré una mesitajunto a mi silla y dejé el plato sobreella.

—No obstante, es cierto. —Seinclinó hacia mí y me puso algo en lasmanos: una taza de té. La sujeté confuerza para disimular el temblor de misdedos—. Tu sacerdote piensa quedejaste Nimaro porque perdiste la fe.¿Es cierto?

—Ese sacerdote era el sacerdote demi madre. Nunca llegó a ser el mío yninguno de ellos me conoció nunca muybien. 1 Cabía alzado la voz un poco másde lo conveniente en una conversacióneducada. La rabia había socavado mi

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autocontrol. Aspiré hondo y, una vezmás, traté de imitar la manera tranquila yeducada de hablar de mi interlocutora—. No se puede perder una fe que nuncase ha tenido.

—Ah. ¿O sea, que nunca creíste enel Brillante?

—Por supuesto que creía. Inclusoahora creo en el principio de ello. Perocuando tenía dieciséis años, vi lahipocresía en todas las cosas que mehabía enseñado el sacerdote. Está muybien decir que el mundo se rige por losvalores de la razón, la compasión y lajusticia, pero si nada de lo que hay en larealidad refleja esas palabras, carecen

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de sentido.—Desde la Guerra de los Dioses, el

mundo ha disfrutado del periodo de pazy prosperidad más dilatado de suhistoria.

—Mi pueblo era en su día tan rico ytan poderoso como los Arameri. Ahorasomos unos refugiados sin un hogar quepodamos llamar propio y forzados asobrevivir de la caridad Arameri.

—Ha habido pérdidas, es cierto —reconoció Serymn—. Pero creo que lasganancias son más importantes.

De repente me sentí enfadada, no,furiosa con ella. Había oído esosmismos argumentos en boca de mi

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madre, mi sacerdote, los amigos de mifamilia… gente a la que amaba yrespetaba. Había aprendido a controlarmi cólera sin protestar, porque missentimientos los alteraban. Pero ¿en micorazón? ¿De verdad? Nunca habíaentendido que pudieran ser tan… tan…

Ciegos.—¿Cuántos países y razas han

borrado los Arameri de la faz de latierra —inquirí—. ¿A cuántos herejeshan ejecutado, a cuántas familiassacrificado? ¿A cuántos mendigos hanmatado a golpes los Guardianes de laOrden por el delito de no saber cuál erasu lugar? —Unas gotas de té caliente se

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derramaron sobre mis dedos—. ElBrillo ha sido vuestra paz. Vuestraprosperidad. No las de los demás.

—Ah. —La voz de Serymn se abriópaso a través de mi rabia—. Así que nofue sólo una pérdida de la fe, sino unaquiebra de la fe. El Brillante te falló, asíque tú lo rechazaste.

Detestaba aquel tono paternalista,santurrón y pagado de sí mismo.

—¡No sabéis nada sobre eso!—Sé cómo murió tu padre.Me quedé helada.Ella continuó, ajena a mi

consternación.—Hace diez años, el mismo día,

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según parece, en que el poder de laDama Gris recorrió el mundo entero, tupadre se encontraba en el mercado delpueblo. Todo el mundo sintió algo aqueldía. No hacían falta habilidades mágicaspara notar que acababa de suceder algotrascendental.

Hizo una pausa, como si creyera queyo iba a decir algo. Me mantuveinmóvil, así que prosiguió:

—Pero sólo tu padre, entre todos losque había en aquel mercado, rompió allorar y cayó al suelo llorando de dicha.

Permanecí allí sentada, temblando.Escuchando cómo aquella mujer, aquellaArameri, narraba desapasionadamente

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los detalles del asesinato de mi padre.

No fue el canto lo que lo mató.Nadie salvo yo podía detectar la magiade su voz. Tal vez un escriba hubierapodido percibirla, pero mi pueblo erademasiado pobre y provinciano paratener un escriba en su pequeño SalónBlanco. No, lo que mató a mi padre fueel miedo, lisa y llanamente. El miedo yla fe.

—La gente de tu aldea ya estaba muypreocupada. —Serymn hablaba en vozmás baja ahora. No creo que fuese porrespeto a mi dolor. Pienso que se habíadado cuenta de que no necesitaba más

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volumen—. Después de los extrañostemblores y tormentas de la mañana,debían de pensar que se avecinaba el findel mundo. Hubo incidente similaresaquel día, en pueblos y ciudades delmundo entero, pero puede que el caso devuestro padre sea el más trágico. Yacorrían rumores sobre él antes de aqueldía, según tengo entendido, pero… esono excusa lo que sucedió.

Suspiró y parte de mi rabia seesfumó, porque capté un pesar auténticoen su tono. Puede que fuese unaactuación, pero si lo fue, bastó pararomper mi parálisis.

Me levanté de la silla. No podría

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haber permanecido sentada más tiemposin ponerme a gritar. Dejé la taza de téen la mesa y me alejé de Serymn enbusca de un lugar en la sala donde elaire fuera menos asfixiante. A pocospasos de allí, tanteé la pared hastaencontrar una ventana. La luz solar queentraba por ella contribuyó a calmar miagitación. Serymn permaneció ensilencio a mi espalda, cosa que leagradecí.

¿Quién tiró la primera piedra? Esalgo que a veces me he preguntado. Elsacerdote no me lo dijo, a pesar de quese lo pregunté una y otra vez. Nadie del

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pueblo podía decírmelo. No lorecordaban. Las cosas habían sucedidomuy deprisa.

Mi padre era un hombre extraño. Labelleza y la magia que yo adoraba en éleran cosas fácilmente perceptibles, apesar de que nadie pareció verlas nunca.Pero todos percibían algo en él,pudieran o no comprenderlo. Su poderimpregnaba el espacio a su alrededor,como una especie de calor. Como la luzde Lúmino y las campanas de Madding.Puede que los mortales tengamos más decinco sentidos. Puede que, además delsabor, el olor y el resto, haya un sentidocapaz de detectar lo especial. Yo veo lo

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especial con mis ojos, pero los demás lohacen de otro modo.

Así que aquel día lejano, cuando elpoder cambió el mundo y todos, desdelos recién nacidos a los ancianos, lopercibieron, todos descubrieron aquelsentido especial y entonces miraron a mipadre y comprendieron al fin lo que era.

Pero lo que yo había percibidosiempre como algo glorioso, ellos lovieron como una amenaza.

Al cabo de un momento, Serymn secolocó detrás de mí.

—Culpas a nuestra fe de lo que lesucedió a tu padre —dijo.

—No —susurré—. Culpo a la gente

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que lo mató.—Está bien. —Hizo una pausa,

como para poner a prueba mi estado deánimo—. Pero ¿se te ha ocurrido quepodría haber una razón para la locuraque se apoderó de tu pueblo? ¿La acciónde un poder superior?

Me reí, sin alegría.—Queréis que culpe a los dioses…—A todos no.—¿A la Dama Gris? ¿También

queréis matarla a ella?—La Dama alcanzó la deidad en

aquel momento, es cierto. Pero recuerdaqué más sucedió, Oree.

Sólo Oree esta vez. Como si

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fuéramos dos viejas amigas, una artistacallejera y una purasangre Arameri.Sonreí. La odiaba con toda mi alma.

—El Señor de la Noche recobró sulibertad —dijo—. Eso también afectó almundo.

Me dolía demasiado el corazón parapreocuparme por ser diplomática.

—Me da igual, señora.Se me acercó más aún, por detrás.—Pues no debería. La naturaleza de

Nahadoth no se limita a la oscuridad. Supoder se extiende a todo lo salvaje, a loimpulsivo, al abandono de la lógica. —Hizo una pausa, acaso para comprobarsi sus palabras habían hecho mella en mí

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—. La locura de una multitud.Se hizo el silencio. En medio de él,

un escalofrío se enroscó alrededor de micolumna vertebral.

Nunca lo había pensado antes. Eraabsurdo culpar a los dioses cuando eranmanos mortales las que habían tirado laspiedras. Pero si esas manos mortaleshabían sido influidas por algún podersuperior…

Lo que Serymn había visto en mirostro debió complacerla. Lo oí en suvoz.

—Esos hijos de los dioses —dijo—a los que tú llamas amigos. Pregúntatecuántos mortales han matado a lo largo

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de los años. Muchos más que losArameri en toda su existencia. Estoyconvencida: sólo la Guerra de losDioses estuvo a punto de aniquilar atodos los seres vivos de este reino. —Seacercó más aún. Podía sentir el calorque irradiaba su cuerpo junto a mí, casicomo una presión—. Ellos viveneternamente. No necesitan alimento nidescanso. Carecen de forma verdadera.—Se encogió de hombros—. ¿Cómo vana entender unos seres así el valor de unasola vida mortal?

En mi mente, vi a Madding, unacriatura resplandeciente, verde yazulada, distinta a todo lo que había en

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el mundo. Lo vi en su forma mortal,sonriente cuando yo lo tocaba, con sumirada tierna, anhelante. Olí su fría yetérea fragancia, oí el sonido de suscampanas, sentí el ronroneo de su voz alpronunciar mi nombre.

Lo vi sentado a la mesa de su casa,como tantas veces durante nuestrarelación, riéndose en compañía de otroshijos de los dioses mientras llenabanfrascos con su sangre para luegovenderla.

Era una parte de su vida que nuncame había atrevido a considerar enprofundidad. La sangre divina no eraadictiva. No provocaba muertes ni

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enfermedades. Nadie se envenenaba porconsumirla en exceso. Y los favores queMadding le hacía a la gente del barrio…Para aquellos de nosotros que no éramostan importantes como para recibir laayuda de la Orden o de los nobles,Madding era a menudo el único recurso.

Pero los favores no eran nuncagratuitos. No es que fuese cruel. Sólopedía lo que la gente podía permitirsedar y nunca mentía al respecto. Todo elque aceptaba una deuda con él sabía quesi no podía pagarla, habríaconsecuencias. Era un hijo de losdioses. Era su naturaleza.

¿Qué hacía con ellos, los que no

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pagaban?Vi los ojos de niño del Embaucador,

Sieh, fríos como los de un felino. Oí elchirrido de los dientes de Lil.

Y desde los rincones más profundosde mi corazón se alzó la duda que no mehabía permitido analizar desde el día enque Madding me partió el corazón.

¿Alguna vez me había amado? ¿O miamor no era más que otra diversión paraél?

—Os odio —le susurré a Serymn.—De momento —respondió ella con

terrible compasión—. Pero no lo harássiempre.

Entonces, me tomó de la mano y me

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llevó de regreso a mi habitación, dondeme quedé sentada, sumida en el dolor.

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ADOCTRINAMIENTO

Estudio a carboncillo

Aquella tarde, Hado me colocó enun grupo de trabajo encargado delimpiar el gran refectorio. Estabaformado por nueve hombres y mujeres,algunos de ellos mayores que yo pero lamayoría más jóvenes, al menos a juzgarpor sus voces. Me observaron confranca curiosidad mientras Hado leshablaba de mi ceguera… sin decirles,

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me fijé, que había ingresado en la sectaa la fuerza.

—Es bastante autosuficiente, comosin duda descubriréis, pero, como eslógico, hay ciertos trabajos que esincapaz de realizar. —Fue lo único quedijo y al oír sus palabras, supe lo quevenía a continuación—. Por ello, hemosasignado a varios de los iniciadosmayores la tarea de supervisar vuestrogrupo de trabajo, por si necesita ayuda.Espero que no os importe.

Le aseguraron que no con tonos detan abyecta sumisión que al instante sentíaversión por todos ellos. Pero almarcharse Hado, me acerqué a la líder

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del grupo, una joven ken llamadaS'miya.

—Deja que me encargue de lafregona —dije—. Hoy tengo ganas detrabajar duro.

Así que me dio el cubo.El mango de la fregona se parecía

mucho al de un bastón. Me sentí mássegura con ella, como si controlara mipropio cuerpo por primera vez desde millegada a la Casa del Amanecer. Era unailusión, por supuesto, pero me aferré aella porque la necesitaba. El refectorioera enorme, pero me apliqué a la tareasin prestar atención al sudor que goteabadesde mi frente y que me pegaba el

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vestido al cuerpo. Cuando finalmenteS'miya me tocó el brazo para decirmeque habíamos terminado, me sorprendióy decepcionó que la limpieza hubierapasado tan deprisa.

—Haces que nuestro Señor seenorgullezca al trabajar tanto dijo contono de admiración.

Me enderecé para aplacar losdolores de mi espalda y pensé enLúmino.

—No sé por qué, lo dudo. —Mispalabras provocaron un momento desilencio desconcertado, que se prolongóen respuesta a una carcajada mía.

Hecho esto, uno de los iniciados de

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mayor edad me llevó a los baños, dondeme di un buen remojón para aliviar lasagujetas que, a buen seguro, sentiría aldía siguiente. Luego me llevaron devuelta a mi habitación, donde unacomida caliente me esperaba en la mesa.De nuevo cerraron la puerta con llave.Sólo me habían dejado un tenedor paracomer, sin cuchillo. Pero mientras comíapensé en lo fácil que seríaacostumbrarse a un cautiverio así: lasencillez del trabajo honrado, himnostranquilizadores en los pasillos ycomida, ropa y un techo gratuitos.Siempre me había preguntado por quéingresaba la gente en una organización

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como la Orden y estaba empezando adescubrirlo. Comparado con lascomplejidades del mundo exterior,aquello era mucho más sencillo para elcuerpo y el corazón.

Por desgracia, también significabaque, después de bañarme y de comer, elsilencio se cerraba a mi alrededor. Peromientras permanecía tristemente sentadaen mi silla junto a la ventana, con lacabeza apoyada en el cristal, como sieso pudiera aliviar el dolor de micorazón, volvió Hado. Alguien loseguía, una mujer a la que no conocíaaún.

—Marchaos —dije.

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Hado se detuvo. La mujer también.—Estamos de mal humor, según

parece —dijo él—. ¿Cuál es elproblema?

Solté una carcajada ronca.—Nuestros dioses nos odian. Aparte

de eso, todo marcha como la seda.—Ah. Es un mal humor filosófico.

—Se desplazó para sentarse en algúnlugar frente a mí. La mujer, cuyoperfume era tan intenso que resultabadesagradable, se colocó cerca de lapuerta—. ¿Tú odias a los dioses?

—Son dioses. Da igual que losodiemos.

—No estoy de acuerdo. El odio

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puede ser una motivación muy poderosa.Todo nuestro mundo es como es a causadel odio de una mujer.

Más proselitismo, comprendí. Noestaba de humor para hablar con él, peroera mejor que estar sola, pensando, asíque respondí:

—¿La mujer mortal que se convirtióen la Dama Gris?

—En realidad hablaba de una de susantepasadas: la fundadora del clanArameri, Shahar, sacerdotisa deItempas. ¿Sabes quién era?

Suspiré.—Puede que Nimaro sea un lugar

atrasado, maese Hado, pero fui a la

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escuela.—Las lecciones de los Salones

Blancos omiten los detalles, Oree, loque es una lástima, porque sondeliciosos. ¿Sabías que fue la amante deItempas, por ejemplo?

Deliciosos, sí. Mi mente trató deconjurar una imagen de Lúmino, elpétreo, frío e indiferente Lúmino,teniendo una aventura apasionada conuna mortal. O con cualquiera, ya queestábamos. Demonios, no me lo podíaimaginar ni siquiera practicando el sexo.

—No, no lo sabía. Y no estoy tansegura de que tú lo sepas.

Se echó a reír.

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—De momento, vamos a suponerque es cierto, ¿mmm? Ella era suamante, la única mortal a la que jamásconsideró digna de ese honor. Y ella loamaba de verdad porque cuando Itempasluchó contra sus hermanos divinos, ellalos odió también. Gran parte de lo quehicieron los Arameri después de laguerra, imponer el Brillo a todas lasrazas, perseguir a quienes habíanvenerado a Nahadoth o a Enefa, es laconsecuencia de su odio. —Hizo unapausa—. Uno de los dioses a los quehemos capturado era tu amante, ¿no?

Tuve que hacer un gran esfuerzopara no reaccionar ni decir nada.

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—Según parece, tu historia conMadding fue algo serio. Se dice que turelación había terminado, pero sabemosque acudiste a él en momentos denecesidad.

Al otro lado de la habitación, lamujer que había entrado con Hado dejóescapar un leve resoplido de asco. Casime había olvidado de su presencia.

—¿Cómo te sientes ahora quealguien lo ha atacado? —preguntó Hado.Su voz era gentil, compasiva. Seductora—. Dices que los dioses nos odian y,por el momento, creo que tú también losodias a ellos, al menos un poco. Sinembargo, me cuesta creer que tus

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sentimientos por el ser que compartía tucama hayan cambiado del todo.

Aparté la cara. No quería pensar enello. No quería pensar en nada. ¿Y paraqué habían venido Hado y aquellamujer? ¿No tenía otras ocupacionescomo maestro de iniciados?

Hado se inclinó hacia delante.—Si pudieras, ¿lucharías contra

nosotros para salvar a tu amante?¿Arriesgarías la vida para liberarlo?

«Sí», pensé al instante. Y con lamisma inmediatez, las dudas que habíasentido desde mi conversación conSerymn se desvanecieron.

Algún día, cuando Madding y yo

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hubiéramos escapado de aquel lugar, lepreguntaría por sus relaciones con losmortales. Le preguntaría por su papel enla Guerra de los Dioses. Descubriría loque les hacía a las personas que no lepagaban. Había sido una negligente porno haberlo hecho antes. Pero ¿importaríaeso al final? Madding había vividomiles de años frente a los pocos que yotenía. En ese tiempo, seguro que habíahecho cosas que me espantarían.¿Saberlas haría que lo amara menos?

—Ramera —dijo la mujer.Me puse tensa.—¿Cómo?Hado profirió un resoplido de

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exasperación.—Erad, hermana radiante, guarda

silencio.—Pues apresuraos —le espetó ella

—. Quiere la muestra lo antes posible.Estaba tensa, lista para arrojarle

algunas palabras duras… o la silla quetenía debajo. Pero aquellas palabrascaptaron mi atención.

—¿Qué muestra?Hado exhaló un largo suspiro

mientras elegía cuidadosamente sussiguientes palabras.

—La ha pedido el nypri dijo al fin—. Quiere un poco de tu sangre.

—¿De mi qué?

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—Es un escriba, Oree, y tú poseeshabilidades mágicas que nadie habíavisto nunca. Supongo que quiereestudiarte en profundidad.

Apreté los puños, furiosa.—¿Y si no quiero dar esa muestra?—Oree, conoces perfectamente la

respuesta a esa pregunta.Se le había agotado la paciencia.

Pero aun así, pensé en resistirme, paracomprobar si Erad y él estabanpreparados para usar la fuerza física.Era una estupidez, porque ellos eran dosy yo sólo una, aparte de que únicamentetenían que abrir la puerta y pedir ayudapara ser muchos más.

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—De acuerdo —dije, y permanecísentada.

Después de un momento —yprobablemente también de una miradade advertencia por parte de Hado—,Erad se me acercó, me cogió la manoizquierda y le dio la vuelta.

—Sostén el cuenco —le dijo aHado, un instante antes de que yo soltaraun jadeo al sentir que algo me perforabala muñeca.

—¡Demonios! —grité mientrastrataba de quitar la mano, pero Erad mesujetaba con fuerza, como si hubieraestado esperando mi reacción.

Hado me agarró por el otro hombro.

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—No tardaremos mucho —dijo—.Se hará más largo si te resistes. —Bastócon esto para que dejara de luchar.

—En el nombre de los dioses, ¿quéestáis haciendo? —pregunté con unnuevo grito al sentir un nuevo pinchazoen mi muñeca. Oí cómo empezaba a caerun líquido, mi sangre, en algúnrecipiente. Me había clavado algo yluego había abierto más la herida paraasegurarse de que la sangre continuaramanando. Me dolía como todas lastorturas del Infierno.

—El señor Dateh ha pedidodoscientas gotas —musitó Erad.Transcurrió un momento y oí que

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suspiraba de satisfacción—. Con estoserá suficiente.

Hado me soltó y se apartó mientrasErad me sacaba el doloroso instrumentodel brazo. Luego me vendó la muñecasin mucha delicadeza. Aparté mi brazode ella en cuanto sentí remitir la fuerzade sus manos. Soltó un bufido dedesdén, pero me dejó ir.

—Ordenaremos que te traigan lacena enseguida —dijo Hado mientras sedirigían a la puerta—. Cómetelo todo,eso impedirá que te debilites. Quedescanses esta noche, Oree.

Con estas palabras, cerraron lapuerta tras de sí.

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Yo permanecí donde me habíandejado, acariciándome el brazodolorido. La sangre no había dejado demanar del todo. Una gota que habíaescapado del vendaje empapado habíacomenzado a resbalar por mi brazo.Seguí la sensación de su descenso,mientras mis pensamientos vagaban deun modo similar. Cuando la gota cayódesde mi brazo, imaginé que chocabacontra el suelo. Su calor, que seenfriaba. Su olor.

Su color.Había una forma de salir de la Casa

del Amanecer, comprendí entonces.Sería peligroso. Posiblemente letal.

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Pero cualquier cosa era preferible aquedarme y descubrir qué me teníanpreparado.

Me tendí con el brazo pegado alpecho. Estaba cansada, demasiadocansada para hacer el intento demomento. Exigiría buena parte de misfuerzas. Pero por la mañana, los Lucesestarían ocupados con sus rituales y sustareas. Habría tiempo antes de quevinieran a buscarme.

Con pensamientos tan oscuros comola sangre, me quedé dormida.

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POSESIÓN

Acuarela

Había una vez una chica.Lo que he deducido, y lo que se

insinúa en los libros de Historia, es quetuvo la desgracia de ser la hija de unhombre cruel. Tanto él como su esposala pegaban y la maltrataban de muchasmaneras. Itempas el Brillante es, entreotras cosas, el Dios de la Justicia. Puedeque por ello respondiera como lo hizo

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cuando ella acudió a su templo con elcorazón rebosante de rabia infantil.

—Quiero que muera —dijo (o esoimagino yo)—. Por favor, gran señor,haz que muera.

Ya conoces la verdad sobre Itempas.Es el dios del Calor y de la Luz, quetodos consideramos cosas agradables ydelicadas. Yo antes también lo veía así.Pero el calor, si no se enfría, quema. Laluz, si nada la eclipsa, puede lastimarhasta unos ojos ciegos como los míos.Tendría que haberme dado cuenta.Tendríamos que habernos dado cuentatodos. Él nunca fue lo que queríamosque fuese.

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Así que cuando la niña suplicó alSeñor Brillante que asesinara a supadre, él respondió:

—Mátalo tú misma.Y le regaló un cuchillo perfecto para

sus pequeñas y débiles manos de niña.Ella se llevó el cuchillo a casa y lo

utilizó aquella misma noche. Al díasiguiente, volvió al Señor Brillante conlas manos y el alma teñidos de rojo,feliz por primera vez en su corta vida.

—Te amaré por siempre —declaró.Y Él, por primera vez, quedóimpresionado por la voluntad de lamortal.

O al menos eso imagino yo.

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La niña estaba loca, claro. Sucesosposteriores así lo demostraron. Pero yocreo que aquella locura, más allá de lasimple devoción religiosa, fue lo quemás impresionó al Señor Brillante. Elamor de la niña era incondicional y sudeterminación no estaba diluida porcosas tan banales como la conciencia ola duda. Me parece propio de Él, creo,valorar tal firmeza de propósito, a pesarde que, al igual que sucede con el calory la luz, el amor en exceso nunca esbueno.

Desperté una hora antes del alba y alinstante me acerqué a la puerta aescuchar. Se oía gente que se movía por

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los pasillos, y a veces captaba algún queotro fragmento de la canción arrulladoray sin palabras de los Luces. Más ritualesmatutinos. Si seguían el mismo patrónque en mañanas anteriores, tenía unahora, quizá más, antes de que vinieran.

Me puse rápidamente manos a laobra y aparté la mesa lo mássilenciosamente posible. Luego enrolléuna alfombra para dejar a la vista elsuelo de madera, que inspeccionédetenidamente. La superficie estaba bienpulida y delicadamente acabada. Unacapa de polvo la cubría. No se parecíaen nada a un lienzo.

Era más bien como los ladrillos del

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paseo del sur, el día que acabé con lasvidas de los Guardianes de la Orden.

Mi corazón palpitaba con fuerzamientras recorría la habitaciónrecogiendo los objetos que habíaocultado o grabado en mi cabeza comopotencialmente útiles. Un trozo de quesoy un pimiento verde de la comidaanterior. Varios trozos de cera fundidade las velas. Una pastilla de jabón. Perono tenía nada que oliera o supiera acolor negro, lo que resultaba frustrante.Tenía la sensación de que iba anecesitarlo.

Me arrodillé en el suelo, cogí elqueso y aspiré hondo.

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Kitr y Paitya habían dicho que midibujo era una puerta. Si dibujaba unlugar que conocía y volvía a abriraquella puerta, ¿podría viajar hasta allí?¿O acabaría como los Guardianes de laOrden, muerta en dos sitios al mismotiempo?

Sacudí la cabeza, furiosa conmigomisma por mis dudas.

Con una mezcla de cuidado ytorpeza, dibujé la Avenida de las Artes.El queso me era más útil por su texturaque por su color, porque su tacto erabasto, como los adoquines que habíapisado durante los últimos diez años.Me habría encantado contar con negro

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para perfilar esos adoquines, pero no mequedaba más remedio que pasar sin él.La cera de las velas fue lo primero enterminarse —era demasiado blanda—,pero entre ella y el jabón, logré dibujaralgo parecido a una mesa y luego otra.Después se agotó el pimiento, cuyozumo me irritó los dedos mientras lo ibadesgastando en un intento por recrear elverdor del Árbol. Finalmente, aunqueutilicé mi saliva y mi sangre paraestirarlo y colorear como es debido losadoquines, el queso se deshizo en milpedazos entre mis dedos. (Paraconseguir la sangre, tuve que arrancarmela costra de la herida de la pasada

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noche. Por desgracia, no estabamenstruando).

Una vez terminada la obra, merecliné para observarla, con el rostroarrugado por el dolor de la espalda, loshombros y las rodillas. Era un dibujotosco y de pequeño tamaño, de apenasdos manos de anchura, por falta desuficiente «pintura». Más impresionistade lo que me habría gustado, aunquehabía creado obras parecidas otrasveces y había visto que también ellasposeían magia. Pero lo importante era loque la recreación evocaba en mi mente yen mi corazón, no su aspecto. Y aquélla,por muy tosca que fuese, representaba

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con tal fidelidad la Avenida de las Artesque con sólo mirarla sentí un acceso denostalgia.

Pero ¿cómo convertirla en real? Yluego, ¿cómo pasar al otro lado?

Puse los dedos sobre el borde deldibujo, con timidez.

—Ábrete.No, no era así. En el paseo sur, el

miedo me había dejado sin palabras.Cerré los ojos y lo dije mentalmente.«¡Ábrete!».

Nada. Pero lo cierto es que no habíaesperado que funcionase.

Una vez le había preguntado aMadding cómo era para él usar la magia.

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Había ingerido un poco de su sangre yme sentía inquieta y soñadora. En aquelmomento, la única magia que se habíamanifestado en mí era el sonido de unamúsica atonal y lejana. (No habíaolvidado la melodía, pero nunca lahabía tarareado en voz alta. Todos misinstintos me advertían en contra). Fueuna decepción, pues me esperaba algomás grandioso y eso hizo que mepreguntara cómo sería estar hecha demagia, en lugar de probarla a pequeñasdosis.

Él se encogió de hombros yrespondió con tono alegre:

—Pues como caminar por las calles

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para ti. ¿Qué esperabas?—Caminar por las calles —lo

informé taimadamente— no se parece ennada a volar a las estrellas, cruzar milkilómetros de un paso o convertirse enuna gran roca de color azul cuando unose enfada.

—Claro que sí —dijo—. Cuandodecides andar por una calle, flexionaslos músculos de las piernas, ¿verdad?Tanteas el camino con tu bastón.Escuchas, te aseguras de que no hayanadie en tu camino. Y entonces ordenasa tu cuerpo que se mueva y tu cuerpo semueve. Crees que va a suceder, así quesucede. Pues así es la magia para

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nosotros.«Desea que se abra la puerta y la

puerta se abrirá».Me mordí el labio inferior y volví a

tocar el dibujo.Esta vez traté de imaginarme la

Avenida de las Artes como lo haría conuno de mis paisajes, combinando losrecuerdos de un millar de mañanas.Estaría llena de gente en aquel momento,mercaderes, trabajadores y herreros quecomenzaban sus quehaceres cotidianos.En algunos de los edificios que habíamás allá de los límites de mi dibujo, lascortesanas y los restaurantes estaríanpreparándose para el turno de la tarde.

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Los peregrinos que habían estadorezando al amanecer dejarían paso a losjuglares que cantaban por dinero.Tarareé una cancioncilla yuuf quesiempre había sido una de mis favoritas.Albañiles sudorosos, contablesdistraídos. Oí sus pies apresurados y surespiración tensa, y sentí su energía y sudeterminación.

Al principio no reparé en el cambio.El olor del Árbol había impregnado

el aire a mi alrededor desde que estabaen la Casa del Amanecer. Lenta,sutilmente, comenzó a cambiar, setransformó en el aroma más tenue ylejano al que yo estaba acostumbrada.

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Luego ese aroma se entremezcló con losolores del Paseo, los excrementos decaballo, el alcantarillado, las hierbas ylos perfumes. Oí murmullos y no lespresté atención… pero no venían delinterior de la casa.

Lo cierto es que no reparé en elcambio hasta que el dibujo se abrió bajomis pies y estuve a punto de caerme enél.

Sobresaltada, di un pequeño grito yretrocedí. Luego me lo quedé mirando.Parpadeé. Me agaché y lo miré mejor.

La tela de la mesa del tenderete máscercano de la avenida se movía… Nopodía ver gente —quizá porque no había

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dibujado ninguna figura—, pero sí queoía el parloteo de una multitud en lalejanía, los pies que se movían y eltraqueteo de las ruedas. Se levantó unabrisa que hizo bailar algunas hojas delÁrbol sobre los guijarros del Paseo yme alborotó ligeramente el pelo de lanuca.

—Qué intrigante —dijo el nypridetrás de mí.

Con un chillido de sorpresa, traté deponerme en pie de un salto y de alejarmesimultáneamente de la voz. El resultadofue que tropecé con la alfombraenrollada y caí de bruces al suelo.Mientras trataba de levantarme y de

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agarrarme a la cama para orientarme, medi cuenta, demasiado tarde, de que lohabía oído entrar, pero no habíaprestado atención al sonido. Llevaba allíen el cuarto, observándome, bastantetiempo.

Se acercó, me cogió de la mano y meayudó a levantarme. Lo solté en cuantopude. Detrás de él, constaté conconsternación, el dibujo, no sólo habíadejado de ser real, sino que tambiénhabía desaparecido del todo de mi vista,una vez agotada su magia.

—Hace falta mucha concentraciónpara controlar la magia —dijo—. Esimpresionante, teniendo en cuenta que no

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has recibido instrucción. Y lo has hechosin otra cosa que comida y cera.Naturalmente, esto quiere decir quetendremos que vigilarte de ahora enadelante y registrar tus aposentos conregularidad en busca de cualquier cosaque contenga pigmentos.

«¡Maldita sea!».Apreté los puños para poder

contenerme. ¿A qué has venido? —pregunté. La pregunta sonó másbeligerante de lo que yo pretendía, perono pude evitarlo. Estaba furiosa por laocasión perdida.

—Irónicamente, había venido apedirte que me hicieras una

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demostración de tus habilidadesmágicas. Sigo siendo un escriba, aunquehaya abandonado la Orden. Lasmanifestaciones únicas de magiahereditaria eran mi campo de estudio. —Se sentó en una de las sillas que habíaen el cuarto, ajeno a mi candente furia—. Pero he de advertirte de que sipretendías escapar por ese portal, tusesfuerzos habrían sido en vano. La Casadel Amanecer está protegida por unabarrera que impide que la magia entre osalga. Una variación de mi Vacío, dehecho. —Dio unas pisadas en el suelode madera—. Si hubieras tratado deatravesarlo por ese portal… Bueno, no

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sé con certeza lo que habría sucedido.Pero tú, o tus restos, no habríais llegadomuy lejos.

Intestinos destrozados, vocesgritando… Me invadió una sensación dedebilidad y derrota.

—De todos modos tampoco era lobastante grande para entrar en él —murmuré mientras me metía en la cama.

—Cierto. Sin embargo, con un pocode práctica… y más pintura, sin dudapodrías atravesar esos portales.

Aquello captó mi atención.—¿Qué?—Tu magia no es muy distinta de la

mía —dijo, y en aquel momento,

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repentinamente, me acordé de losagujeros que había utilizado paracapturarnos a Madding, a los demás y amí—. Son dos variaciones de unatécnica de los escribas que permite eltransporte instantáneo a través de lamateria y las distancias utilizando unportal. Lo que, a su vez, no es más queuna aproximación de la capacidad de losdioses de moverse por el tiempo y elespacio a voluntad. Sin embargo, pareceque tu don se expresa de maneraextrovertida, mientras que el mío lo hacede manera introvertida.

Solté un gemido.—Vamos a fingir que no me he

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pasado toda la vida estudiandopolvorientos pergaminos llenos depalabras inventadas.

—Ah. Mis disculpas. Déjame queutilice una analogía. Imagina que tienesuna pepita de oro en las manos. El oroes bastante blando en su forma natural.Puedes moldearlo con las manos siejerces la suficiente presión. De esemodo puedes convertirlo en muchascosas: monedas, un brazalete, una copapara agua… Pero el oro no sirve paratodo. Una espada hecha de oro sedoblaría con facilidad y pesaríademasiado. En este caso, un metaldiferente, como el hierro, es mejor.

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Un frufrú de tela fue lo único que oíantes de que Dateh me lomara la mano.Tenía los dedos secos, las yemas duras.Dio la vuelta a mis manos y examinó lascallos que me habían dejado las muchashoras trabajando la madera y recortandoarbolillos, así como las manchas de lapintura que había improvisado. No meaparté, a pesar de que lo deseaba. Nome gustaba el tacto de su mano.

—La magia que hay en tu interior escomo el oro —dijo—. Has aprendido amodelarla de un modo, pero existenotros. Supongo que los descubrirás sidispones de tiempo para experimentarcon ella. La magia que hay en mí se

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parece más al hierro: del mismo modo,se puede modelar y darle usos distintos,pero sus propiedades y característicasfundamentales son distintas. Y yo, adiferencia de ti, he aprendido muchasformas distintas de manejarla. ¿Loentiendes ahora?

Lo entendía. Los agujeros de Dateh,sus portales o comoquiera que losllamara, eran como mis puertas. Podíacrearlos a voluntad, quizá usando unmétodo propio, como yo usaba lapintura. Pero mientras que su magiaabría un espacio oscuro y vacío,desprovisto de… de todo, la mía abríacaminos a lugares existentes… o creaba

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otros nuevos a partir de la nada.Mientras reflexionaba sobre esto, me

di cuenta de que me estaba frotando losojos con la mano libre. Me dolían,aunque no tanto como en las ocasionesanteriores en que había usado la magia.Supongo que esta vez no me habíaexcedido.

—Y tus ojos —dijo Dateh. Dejé defrotármelos, molesta. No se le escapabauna—. Son aún más singulares. Viste elsímbolo de sangre de Serymn. ¿Puedesver otras magias?

Pensé en mentir, pero a mi pesar,estaba intrigada.

—Sí —dije—. Todas ellas.

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Pareció meditarlo un momento.—¿Puedes verme?—No. No llevas palabras divinas o

las has ocultado.—¿Qué?Hice un gesto vago con la mano, lo

que me dio la ocasión de apartarla de él.—Veo las palabras divinas escritas

sobre la piel de la mayoría de losescribas. No veo su piel, pero sí laspalabras, escritas alrededor de susbrazos, brillando.

—Fascinante. La mayoría de losescribas lo hacen, ¿sabes? Cuandoconsiguen dominar un nuevo símbolo ouna nueva palabra. Es una tradición.

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Inscriben la palabra en su piel comosímbolo de comprensión. La tinta seborra, pero supongo que queda unresiduo mágico.

—¿Tú no las ves?—No, Oree. Tus ojos son únicos.

No tengo nada comparable a eso.Aunque…

Al instante, Dateh se hizo visiblepara mí. Al principio estaba demasiadodistraída por su aspecto paracomprender el significado de lo queveía. No pude evitarlo, porque no eraamn. O al menos no del todo, con aquelpelo tan lacio que era como si lo tuviesepegado al cráneo. Lo llevaba muy corto,

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posiblemente porque la moda entre lossacerdotes de dejarse crecer el pelo yrecogérselo en una cola de caballohabría resultado ridícula en su caso. Sutez era más pálida que la de Madding,pero había otros detalles que apuntabana una sangre amn impura. Era másmenudo que yo y sus ojos eran tannegros como la madera de Darr pulida.Unos ojos más propios de mi propiaraza o de una de las del Alto Norte.

¿Cómo, en el nombre de los dioses,una Arameri, un miembro del linaje másorgulloso de la raza amn, famoso por eldesprecio con el que miraban a otrasrazas, había accedido a desposarse con

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un escriba rebelde que no era amn?Pero mi asombro ante esto se

desvaneció al comprender un hechomucho más importante: podía verlo.

A él. No a las marcas de su podercomo escriba. De hecho, no veía unasola palabra divina en él. Simplemente,era visible por entero, como un hijo delos dioses.

Pero los Luces odiaban a los hijosde los dioses…

—¿Qué demonios eres?—Conque puedes verme —dijo—.

Me lo estaba preguntando. Pero supongoque sólo cuando utilizo la magia.

—¿Cuando utilizas…?

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Señaló hacia arriba, a un puntosituado en una esquina de la habitación.Seguí la dirección de su dedo,confundida, pero no vi nada.

Un momento. Parpadeé y entorné losojos, como si eso pudiera servirme dealgo. Había otra cosa recortada contra laoscuridad de mi visión. Algo pequeño,no más grande que una moneda de diezmeri o el símbolo de sangre de Serymn.Flotaba en el aire, donde emitía unaextraña radiación negra de tenue fulgor.Era lo único que me permitíadistinguirla de la oscuridad que veíanormalmente. Casi parecía…

Tragué saliva. Lo era. Una versión

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minúscula, casi imperceptible, de losmismos agujeros que nos habían atacadoen casa de Madding.

—Puedo ampliarlo a voluntad —dijo cuando finalmente la localicé—.Suelo usar agujeros de ese tamaño entareas de reconocimiento.

En ese momento entendí por qué mehabía comparado al oro y a sí mismo alhierro: mi magia era más bella, pero lasuya era mejor como arma.

—No has respondido a mi pregunta—dije.

—¿Que qué soy? —Parecíadivertido—. Lo mismo que tú.

—No —dijo—. Tú eres un escriba.

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Yo tengo un don natural para la magia,pero mucha gente lo posee…

—Posees mucho más que un «donnatural» para la magia, Oree. Eso —hizoun gesto hacia el suelo, donde estaba midibujo— es algo que sólo un escribainstruido y con muchos años deexperiencia podría realizar. Y eseescriba tendría que pasar horasdibujando y tener media docena depergaminos de seguridad a mano por sila activación salía mal. A ti no te hahecho falta ninguna de las dos cosas. —Esbozó una sonrisa—. Ni a mí, deboañadir. Por ello se me considera unaespecie de prodigio entre los escribas.

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Como sucedería contigo si te hubieraninstruido.

Apreté los puños sobre las rodillas.—¿Qué eres?

—Soy un demonio —dijo—. Lomismo que tú.

Guardé silencio, más confusa queconsternada. Esto vendría luego.

—Los demonios no existen —dije alfin—. Los dioses los destruyeron atodos hace eones. No queda nada deellos, salvo en los cuentos paraaterrorizar a los niños.

Dateh me dio unas palmaditas en lamano. Al principio pensé que era untorpe intento de reconfortarme. El gesto

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se me antojó inconveniente y forzado.Entonces, me di cuenta de que tampoco aél le gustaba tocarme.

—La Orden de Itempas castiga eluso no autorizado de la magia —dijo—.¿Nunca te has preguntado por qué?

Lo cierto era que no. Yo pensabaque era otra forma de controlar quiéntenía poder y quién no. Pero dije lo quelos sacerdotes me habían enseñado.

—Es una cuestión de seguridadpública. La mayoría de la gente puedeusar la magia, pero sólo los escribasdeben hacerlo, porque poseen lapreparación necesaria para que no hayapeligro. Un error al escribir un símbolo

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y podrían abrirse grietas en la tierra,caer rayos del cielo o cualquier otracosa.

—Es cierto, pero no es la únicarazón. El edicto contra el uso de lamagia sin control es anterior al arte delos escribas, que la domesticó. —Estabaobservándome. Era como Lúmino, comoSerymn. Podía sentir su mirada. Muchagente de voluntad poderosa me rodeaba,todos ellos peligrosos—. Al fin y alcabo, la Guerra de los Dioses no fue laprimera guerra que libraron lasdeidades. Mucho antes de luchar entresí, los Tres combatieron a sus propioshijos, los mestizos que habían

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engendrado con hombres y mujeresmortales.

De pronto, inexplicablemente, penséen mi padre. Oí su voz en mis oídos, vilas delicadas ondas dejadas por sucanción al desplazarse por el aire.

La voz de Serymn: «Ya corríanrumores sobre él». —Los demoniosperdieron la guerra —dijo Dateh.Hablaba en voz baja, y se lo agradecí,porque me sentía mareada. Helada,como si la habitación se hubieraenfriado—. En realidad, fue un error quecombatieran, teniendo en cuenta el poderde los dioses. Pero algunos de losdemonios se dieron cuenta de ello y

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optaron por ocultarse.Cerré los ojos y en mi interior volví

a llorar por mi padre.—Esos demonios sobrevivieron —

dije. Me temblaba la voz—. Eso es loque estás diciendo. No muchos. Pero lossuficientes.

Mi padre. Su padre también, segúnme había dicho una vez. Y su abuela y sutío, y más. Generaciones de nosotros enla tierra de Maro, el corazón del mundo.Ocultos entre los más devotosadoradores del Señor Brillante.

—Sí —respondió Dateh—.Sobrevivieron. Y algunos de ellos, quizápara camuflarse mejor, se ocultaron

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entre mortales que tenían sangre divinaen las venas, más diluida, mortales quetenían que esforzarse para usar la magia,que tenían que hacer uso de la lenguadivina hasta para realizar la mássencilla de las tareas. El legado de losdioses es lo que hizo que se abriera lapuerta a la magia para la humanidad,pero para la mayoría de los mortales,esa puerta solamente está entreabierta.

»Pero unos pocos de nosotrosnacemos con más magia. Para estosmortales, la puerta está abierta de par enpar. No necesitamos símbolos ni añosde estudio. Llevamos la magia grabadaen nuestra misma carne. —Tocó uno de

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mis párpados y me encogí—. Puedesllamarnos un renacimiento, si quieres.Como nuestros asesinados antepasados,somos lo mejor de la raza humana… y loúnico que temen los dioses.

Volvió a dejar caer su mano sobre lamía, esta vez no con timidez, sino conafán posesivo.

—No dejaréis que me vaya nunca,¿verdad? —pregunté en voz baja.

Hizo una pausa momentánea.—No, Oree —dijo y lo oí sonreír—.

En efecto.

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DESTRUCCIÓN

Estudio a carboncillo y sangre

—Tengo una petición —le dije alnypri cuando se levantó para marcharse—. Mis amigos, Madding y los demás.Tengo que saber lo que planeáis hacercon ellos.

—Eso es algo que no necesitassaber, Oree. —El tono de Dateh era deleve reconvención.

Apreté la mandíbula.

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—Me parecía que queríais que meuniera a vosotros voluntariamente.

Guardó silencio un momento,mientras cavilaba. Aquello fuegratificante para mí, puesto que miafirmación era un truco. No sabía paraqué me quería, más allá del hecho deque los dos fuéramos demonios. Puedeque creyera que podía acabardesarrollando una magia tan poderosacomo la suya o puede que los demoniostuvieran un valor simbólico para losLuces Nuevas. Pero al margen de larazón, yo era capaz de reconocer unaherramienta útil cuando la veía.

—Mi esposa cree que es posible

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rehabilitarte —dijo al fin—, hacerteentrar en razón. —Miró de soslayo eldibujo que yo había hecho en el suelo—.Yo, por mi parte, empiezo a preguntarmesi no serás demasiado peligrosa paraarriesgarse.

Me mordí el labio inferior.—Los dos somos itempanos, Oree.

Lo intentarás si crees que puedefuncionar. Y si no hay nada lo bastanteimportante que te disuada. —Cruzó losbrazos, pensativo—. Mmm, estabatratando de decidir qué iba a hacer conél…

—¿Quién?—Vuestro amigo maroneh.

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—Mi… —Me sobresalté—.Lúmino. —Conque no había escapado.Maldición.

—Sí, como se llame. —Por primeravez, parecía alterado—. Pensé quetambién él era un hijo de los dioses,dada su intrigante capacidad de volverde entre los muertos. Pero lleva yavarios días en el Vacío y no ha mostradoni el menor indicio de resistencia,mágica o de cualquier otro tipo. No hacemás que morirse.

El vello de la nuca se me puso depunta. Abrí la boca para decir: «Esnuestro dios a quien estás torturando,maldito», pero entonces me detuve.

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¿Qué haría Dateh si se enteraba de queel Señor Brillante de la Orden era suprisionero? ¿Lo creería? ¿O lointerrogaría y entonces descubriría conasombro que Lúmino quería al Señor dela Noche y desaprobaría cualquieracción que lo amenazara? ¿Qué haríanentonces aquellos locos?

—Puede que sea… como nosotros—dije al final—. Un d-de-monio. —Mecostaba pronunciar la palabra.

—No. Le he hecho pruebas. Hayciertas propiedades que se puedenobservar en la sangre… Aparte de esapeculiar capacidad, es mortal en todoslos sentidos. —Suspiré y no vio que me

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sobresaltaba al comprender que por esome habían extraído la sangre—. LaOrden ha descubierto un sinfín devariedades mágicas menores a lo largode los siglos. Supongo que sólo es unamás de ellas. —Hizo una pausa, lobastante larga para que el silencio mealterara aún más—. Ese hombre vivíacontigo en la ciudad, según me handicho. No puedo matarle, pero creo queva te supondrás que puedo volversumamente desagradable su vida. Tútienes valor para mí, él no. ¿Nosentendemos?

Tragué saliva.—Sí, entiendo perfectamente.

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—Excelente. En ese caso, haré quelo traigan contigo más tarde. Pero deboadvertirte: después de tanto tiempo en elVacío, es posible que necesite…asistencia.

Apreté los puños sobre las rodillasmientras él llamaba a la puerta para quelo dejaran salir.

Pero mientras lo hacía, algo cambió.Fue sólo un parpadeo, tan rápido que

creí que me lo había imaginado. Duranteaquel instante, el cuerpo de Datehadoptó una apariencia totalmentedistinta. Extraña. Vi su brazo máscercano, en el umbral de la puerta. Dosbrazos, no uno. Dos manos.

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Parpadeé y, de repente, la imagendesapareció. Entonces, se abrió lapuerta y Dateh salió.

Dormí. No quería, pero estabaexhausta después de haber tratado deusar la magia. Cuando abrí los ojos, queaún me escocían, la fina luz delcrepúsculo estaba desapareciendo sobremi piel. Alguien había estado en elcuarto durante este tiempo, lo que queríadecir que había dormido profundamente.Por lo general, me despierto al menorruido extraño. Mis visitantes no habíanestado ociosos. El mobiliario volvía aestar en su sitio y había una bandeja concomida sobre la mesa. Al buscar las

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velas, descubrí que habíandesaparecido, reemplazadas por unapequeña linterna de un diseño que meresultó raro… hasta que me di cuenta deque no contenía más que una mechahumedecida de las que arden lentamente,sin un depósito de aceite que pudierautilizar. También habían quitado oreemplazado otros objetos, a todas lucesporque podía usarlos como pigmentos.La comida era algo parecido a unasgachas, tan sosa y carente de texturacomo podían haberla preparado sin quedejara de ser comestible. Y el aire olíaa limpiador para suelos. Sentí unmomento de pesar por mi dibujo, pese al

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modesto esfuerzo que había sido.Comí y luego me acerqué a la

ventana, y me pregunté si alguna vezpodría escapar de aquel lugar.Calculaba que llevaba cinco díascautiva, puede que seis. Pronto seríagebre, el equinoccio de primavera. Portodo el mundo, los Salones Blancos seengalanarían con festivas banderolas yencada, linternas con un combustibleespecial que hacía que su llama fueseblanca, en lugar de roja o dorada. LosSalones abrirían sus puertas de par enpar para todos y celebrarían laproximidad de los largos días deverano, e incluso ahora, cuando tantos

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dudaban de esa fe, estarían llenos. Peroal mismo tiempo, en todas las ciudades,habría ceremonias en honor al Señor dela Noche y a la Dama. Esto era algonuevo y todavía extraño para mí.

Pasó una hora antes de que seabriera de nuevo la puerta de mi celda.Entraron tres hombres llevando una cosapesada… o dos. Entre gruñidos yempujones quitaban la mesa y las sillasde su camino. El primer objeto quedejaron en el suelo emitió un chirrido yme di cuenta de que era otro camastro.

El segundo bulto era Lúmino, al quedejaron sobre el nuevo camastro. Gimióuna vez y luego permaneció inmóvil.

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—Un regalo del nypri —dijo uno deellos. Otro se echó a reír. Después deque se marcharan, corrí al lado deLúmino.

Tenía la piel tan fría como uncadáver. Nunca lo había sentido así.Jamás permanecía muerto tanto tiempocomo para que su temperatura corporalcomenzara a bajar. Sin embargo, cuantíole busqué el pulso, descubrí que estabamuy acelerado. Respiraba en bruscas yrápidas exhalaciones. Lo habían lavado.Llevaba el sayo blanco sin mangas y lospantalones de un iniciado. Pero ¿con quélo habían lavado, con agua helada?

—¿Lúmino? —Todo recuerdo de su

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nombre real se borró de mi cabezamientras me afanaba por darle la vueltay lo cubría con una manta. Le toqué lacara y él se apartó bruscamente, con unrápido gruñido animal—. Soy Oree.Oree.

—Oree. —Tenía la voz ronca, comola mía en su momento y quizá por lamisma razón. Pero después de estopareció calmarse y ya no volvió a rehuirmi contacto.

Era un mortal, había dicho Dateh,pero yo conocía la verdad. Bajo aquellapátina de mortalidad, era el Dios de laLuz y había pasado cinco días atrapadoen un infierno sin ella. Crucé corriendo

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la habitación y cogí la lámpara, que, porsuerte, aun no había apagado. ¿Serviríauna luz tan diminuta? La acerqué y ladejé sobre la repisa que había encima desu cama. Tenía los ojos totalmentecerrados y sus músculos temblabancomo cables a punto de partirse. Ahoraestaba un poco menos frío.

Como no se me ocurría una ideamejor, me metí en el camastro con élpara tratar de calentarlo con mi cuerpo.No fue fácil, puesto que el camastro eramuy estrecho y Lúmino lo ocupaba todo,salvo unos pocos centímetros.Finalmente tuve que subirme sobre él yapoyar mi cabeza en su pecho. No me

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gustaba aquella postura tan íntima, perono tenía alternativa.

De repente, y para mi completasorpresa, Lúmino me envolvió con sucuerpo, nos dio la vuelta a ambos y mesujetó con firmeza, colocándome unbrazo alrededor de la cintura, presionómi cabeza contra su pecho con una manoy puso una pierna encima de la mía. Noestaba totalmente paralizada perotampoco podía moverme mucho. Y no esque lo intentara. Estaba demasiadoaturdida para hacerlo y me preguntabaqué había motivado aquel repentinogesto de afecto. Si es que lo era.

El hecho de que no luchara contra él

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pareció calmarle. Gradualmente, latensión temblorosa fue abandonando sucuerpo y el sonido de su respiracióncontra mi oído fue ralentizándose hastanormalizarse bastante. Al cabo de unrato, nuestros dos cuerpos fueronequilibrando su temperatura y, a pesarde haberme pasado todo el día en lacama volví a quedarme dormida.

Al despertar, tuve la sensación deque era tarde. Cerca de medianoche,más o menos. Aún tenía sueño, pero meembargaba una apremiante necesidad deorinar, lo que era un problema, porqueaún seguía prisionera de la complicadamaraña del cuerpo de Lúmino. Sus

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largas y lentas exhalaciones revelabanque seguía dormido, y profundamente,cosa que supongo que necesitabadespués de lo que había padecido.

Con movimientos lentos ycuidadosos, logré zafarme de susmiembros y luego, pasando sobre él,llegar por fin hasta el suelo. A esasalturas, la necesidad se había convertidoen urgencia, así que tenía queapresurarme.

Una mano me agarró por la muñeca ysolté un pequeño grito.

—¿Adónde vas? —dijo Lúmino convoz ronca.

Aspiré hondo para calmar los

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latidos de mi corazón y dije:—Al baño.—Y esperé a que me

soltara.No se movió. Yo, incómoda,

cambiaba el peso de pie. Finalmentedije:

—Si no me sueltas, voy a mojar elsuelo dentro de un minuto.

—Lo estoy intentando —dijo con unhilo de voz. No tenía ni la menor idea delo que quería decir con eso. Entonces,me di cuenta de que su mano, en mimuñeca, se tensaba y aflojabaalternativamente, como si no fuese capazde conseguir que se abriera.

Confundida, estiré un brazo para

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tocarle la cara. Tenía el ceño fruncido.Dejó escapar otra profunda exhalacióncon los dientes apretados y entonces,con un movimiento brusco y tenso, mesoltó la muñeca.

Reflexioné sobre ello durante uninstante, pero la naturaleza me advirtióde que no debía demorarme. Sentí susojos sobre mí mientras atravesabaapresuradamente la celda.

Todo fue mejor al salir. Flotabamenos tensión en el ambiente. Meacerqué a él, busqué su cara a tientas yme encontré con que tenía los hombrosinclinados y la cabeza hundida entreellos. Respiraba entrecortadamente,

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como si acabara de correr una larga yagotadora carrera.

Me senté a su lado.—¿Quieres contarme qué ha pasado

antes?—No.Suspiré.—Creo que me merezco una

explicación, aunque sólo sea para poderplanificar convenientemente mis visitasal cuarto de baño.

Como era de esperar, no dijo nada.Si conservaba algún vestigio de

respeto por él, se desvaneció. Estabaharta. Durante meses había soportado sumalhumor y su silencio, su

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temperamento y sus insultos. Por suculpa había perdido mi vida en Sombra.En momentos de rabia, podía inclusoculparle por mi cautiverio. Dateh mehabía encontrado porque él habíamatado a los Guardianes de la Orden,cosa que no habría sucedido si Lúminono los hubiera hecho enfurecer.

—Muy bien —dije mientras melevantaba para volver a mi camastro.

Pero al primer paso que di, su manovolvió a cogerme de la muñeca, esta vezcon más fuerza.

—Te quedas —dijo.Traté de zafarme de un tirón.—¡Suéltame!

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—Quédate —repuso—. Te ordenoque te quedes.

Retorcí el brazo para obligarle asoltarme y, al retrocederprecipitadamente, me encontré con lamesa y la rodeé para ponerme a salvo alotro lado.

—No puedes darme órdenes —dije,temblando de furia—. Ya no eres undios, ¿recuerdas? No eres más que unmortal, tan impotente como el resto denosotros.

—Cómo te atreves… —Se puso enpie.

—¡Por supuesto que me atrevo! —Agarré el borde de la mesa con tal

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fuerza que me hice daño en los dedos—.¿Qué te pasa? ¿Crees que sólo porquedigas algo, voy a obedecerte? ¿Y vas amatarme si no lo hago? ¿Crees que esote dará la razón? ¡Dioses, no me extrañaque el Señor de la Noche te odie, si esasí como piensas!

Se hizo el silencio. Mi furia se habíaagotado. Esperé a la Buya, lista parareplicar, pero no dijo nada. Y al cabo deun momento prolongado y tenso, oí quevolvía a sentarte. —Quédate, por favor—dijo al fin. —¿Qué? —Pero lo habíaoído.

Durante un momento estuve a puntode marcharme de todos modos. Estaba

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cansada de él. Pero no dijo nada más y,en aquel silencio, mi rabia sedesvaneció lo suficiente como para quecomprendiera lo que aquella pequeñasúplica tenía que haberle costado. ElBrillante no estaba acostumbrado apedir lo que quería.

Así que me acerqué a él. Pero alsentir que me tocaba la mano, me aparté.

—Hagamos un trato —dije—. Yahas tomado suficiente de mí. Dame algoa cambio.

Dejó escapar un largo suspiro yvolvió a tocarme la mano. Para misorpresa, estaba temblando.

—Luego, Oree —dijo, apenas con

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un susurro. Completamente confundida,alargué la mano para tocar su cabellocon la otra mano. Aún tenía la cabezainclinada—. Luego te lo contaré… todo.Ahora no. Simplemente, quédateconmigo, por favor.

No tomé una decisión, al menos demodo consciente. Pero esta vez, al sentirque tiraba de mi mano, dejé que meatrajera hacia él. Volví a sentarme a sulado y cuando él se incorporó, dejé que,tumbada de costado, me rodeara con sucuerpo. No me cogió con los brazospara que pudiera levantarme sinecesitaba hacerlo. Pegó su cara a mipelo, y decidí no apartarme.

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No dormí durante el resto de lanoche. Y no estoy segura de que él lohiciera.

—Puede que haya un modo de queescapemos de este lugar —dijo Lúminoal día siguiente.

Era mediodía. Uno de los iniciadosde los Luces acababa de marcharse,después de traernos el almuerzo yasegurarse de que nos lo tomábamos. Sellevó las sobras y registró todos losescondrijos posibles para tener lacerteza de que no había comidaescondida bajo la colcha o la alfombra.Esta vez no perdió el tiempoconversando ni tratando de convertirnos.

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Nadie se me llevó para trabajar ni pararecibir lecciones. Y aunque parezcaextraño, esto me hacía sentirabandonada.

—¿Cómo? —pregunté, peroentonces se me ocurrió una idea—. Tumagia. La recuperas cuando meproteges.

—Sí.Me pasé la lengua por los labios.—Pero ahora estoy en peligro… Lo

estoy desde que me secuestraron losLuces. —Y no había ni el menordestello de magia en él.

—Puede que sea una cuestión demedida. O puede que haga falta una

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amenaza física.Suspiré. Estaba deseando tener

esperanzas.—Muchos «puede» son ésos.

Supongo que nadie tuvo la delicadeza dedarte unas instrucciones sobre cómo…funcionas ahora, ¿verdad?

—No.—¿Pues qué propones, entonces?

¿Ataco a Serymn, y cuando me responda,vuelas la casa por los aires y nos matasa todos?

Hubo un momento de pausa. Creoque mi sarcasmo lo molestaba.

—En esencia, sí. Pero no sería muylógico que te matara a ti, así que limitaré

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la cantidad de fuerza que utilice.—Agradezco tu consideración,

Lúmino, en serio.Así que el resto del día pasó con

dolorosa lentitud, mientras yo esperabay trataba de no hacerme demasiadasilusiones. Lúmino, a pesar de supromesa de explicarme su extrañocomportamiento del día antes, no volvióa decir nada al respecto. Supuse queestaría recobrándose aún de su ordalíaen el Vacio. Estuvo dormido durante elamanecer, cosa que nunca había hecho,aunque brilló como de costumbre. Esto,unido a mi compañía, pareciódevolverle las fuerzas, y volvió a su

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habitual comportamiento taciturnodespués de despertarse.

Sin embargo, aquel día sentía susojos sobre mí con más frecuencia de lahabitual y en una ocasión incluso metocó. Fue cuando me levanté parapasear, con la intención de dar salida alexceso de energía que tenía. Pasé a sulado y él alargó una mano para tocarmeel brazo. No le habría dado importancia,tomándolo por un error o un producto demi imaginación, de no haber sido por lanoche anterior. Era como si necesitaracontacto de vez en cuando, por algunarazón que yo no alcanzaba a entender.Pero ¿cuándo había tenido sentido nada

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relacionado con Lúmino?No hice preguntas, preocupada como

estaba por mis propios asuntos, como larevelación de Dateh de que yo era undemonio. No me sentía como unmonstruo. Y no tenía demasiadas ganasde hablar del asunto con Lúmino, quehabía masacrado a mis antepasados yprohibido a sus hijos volver a engendrarseres como yo.

Así que, por el momento, me parecíabien dejarlo a solas con sus secretos.

Hacia el atardecer sentí casi alegríaal oír que alguien llamaba bruscamente ala puerta y luego entraba otra iniciada enla celda. Al levantarme para seguirla,

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Lúmino hizo lo propio y se colocó a milado. Oí que la muchacha balbuceaba uninstante, sorprendida, pero finalmentesuspiró y se nos llevó a los dos.

Llegamos al comedor privado,donde nos esperaba Serymn encompañía de Dateh. Esta vez no habíanadie más, aparte de los criados, que yaestaban ocupados poniendo la mesa, yunos pocos guardias. Si la presencia deLúmino molestó a Serymn, no dijo nadaal respecto.

—Bienvenida, dama Oree —dijomientras nos sentábamos. Volví lacabeza hacia el momentáneo resplandordel sello de sangre Arameri en un

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intento de mostrarme cortés, aunqueempezaba a detestar que me llamaran«dama Oree». A esas alturas yacomprendía la razón. Los demonios deantaño también habían sido vástagos delos Tres, así que quizá fuesen tan dignosde respeto como los hijos de los dioses.Y no eran humanos. Algo que aún noestaba dispuesta a considerar respecto amí misma.

—Buenas tardes, dama Serymn —dije—. Y señor Dateh. —No podíaverlo, pero su presencia era tan palpablecontra mi piel como la fría luz de laluna.

—Oree —dijo Dateh. Entonces, con

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tanta sutileza que casi me pasóinadvertido, su tono cambió al dirigirsea Lúmino—. Y buenas tardes también atu acompañante. ¿Quizá hoy tendrás laamabilidad de presentarte?

Lúmino no dijo nada y Dateh dejóescapar un suspiro de exasperación.Tuve que refrenar el impulso deecharme a reír, porque, por muydivertido que fuese oír que Lúminovolvía loco a otro, me sorprendía lafacilidad con la que Dateh perdía losestribos. Por alguna razón, parecíahaberle cogido una instantánea aversión.

—Conmigo tampoco habla —dijecon tono frívolo—. No mucho, al menos.

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—Mmm —dijo Dateh. Esperé quehiciera más preguntas sobre Lúmino,pero se limitó a guardar silencio,irradiando hostilidad.

—Qué interesante —dijo Serymn,cosa que me fastidió porque eraexactamente lo que yo había estadopensando—. En fin, dama Oree, confíoen que hayas pasado un buen día.

—La verdad es que ha sido aburrido—dije—. Preferiría volver a uno de losgrupos de trabajo. Así podría habersalido de mi habitación.

—¡Ya me imagino! —dijo Serymn—. Pareces el tipo de mujer que prefierevivir la vida de una manera más

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espontánea y activa.—Bueno… Sí.Asintió. El sello subió y bajó en la

oscuridad.—Puede que te cueste aceptar esto,

dama Oree, pero lo que has pasado hasido un paso necesario para cimentar tuadhesión a nuestra causa. Como hasdescubierto hoy, la carencia de opcionesconvierte en deseable hasta la másservil de las tareas. Cuando se corta unlazo, otros se vuelven más viables. Esun método duro, pero tanto la Ordencomo la familia Arameri lo han utilizadocon notable éxito durante siglos.

Me guardé para mí lo que pensaba

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realmente de su éxito y disimulé mi furiatomando un sorbito de mi copa de vino.

—Pensaba que os oponíais a losmétodos de la Orden.

—Oh, no, sólo a sus recientescambios doctrinales. En los demásaspectos, los métodos de la Ordencuentan con la sanción del tiempo, asíque los hemos adoptado de buen grado.Al fin y al cabo, somos fieles seguidoresde la senda del Padre Brillante.

Tendría que haber sabido lo queprovocaría esto.

—¿Cómo puede beneficiar a Itempas—preguntó Lúmino de improviso,sobresaltándome— que se ataque a sus

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hijos?Se hizo el silencio en la mesa. El

mío era de asombro. También el deSerymn. El de Dateh… no era capaz deinterpretarlo. Pero bajó el tenedor.

—Nosotros creemos —dijo con unalevísima tensión en sus palabras— queno pertenecen al reino de los mortales yobran contra la voluntad del Padre alvenir aquí. Al fin y al cabo, sabemosque desaparecieron de este plano tras laGuerra de los Dioses, cuando Itempas sehizo con el control exclusivo del cielo.Y ahora que su control parece haber…mmm… menguado, los hijos de losdioses, como niños rebeldes, se

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aprovechan. Y puesto que nosotrosposeemos la capacidad de corregir eseasunto… —Oí que se movía el tejido desu túnica. Un encogimiento de hombros—. Hacemos lo que Él esperaría de susservidores.

—Mantener cautivos a sus hijos —dijo Lúmino, y sólo un necio no habríareparado en la ardiente furia de su voz—. ¿Y… matarlos?

Serymn se echó a reír, aunqueparecía afectada.

—Das por supuesto que nosotros…—¿Por qué no? —También Dateh

parecía fríamente enfurecido. Oí quealgunos de los criados se removían con

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nerviosismo al fondo—. Durante laGuerra de los Dioses, ellos utilizaroneste mundo como campo de batalla.Ciudades enteras fueron destruidas porlos hijos de los dioses. No lesimportaron nada las vidas mortales quese perdieron.

Esto me hizo enfurecer a mí.—¿Qué es esto, entonces? —

pregunté—. ¿Venganza? ¿Por esomantenéis a Madding y a los demás…?

—Ellos no son nada —repuso Dateh—. Carne de cañón. Un cebo. Losmatamos para atraer presas más grandes.

—Oh, claro. —Solté una carcajadasin poder evitarlo—. Me había

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olvidado. ¡Pensáis que podéis matar alSeñor de la Noche!

Oí, pero preferí no pensar en ello, larepentina inhalación de Lúmino.

—Así es, en efecto —respondióDateh con voz fría. Llamó a uno de loscriados con un chasquido de los dedos.Tras una breve conversación entremurmullos, el criado se marchó—. Y telo voy a demostrar, dama Oree.

—Dateh —dijo Serymn. Parecía…¿preocupada? ¿Molesta? No habríapodido decirlo. Era una Arameri. Puedeque el mal genio de Dateh estuvieraponiendo en peligro un plan muyelaborado.

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Él la ignoró.—Olvidas, Oree, que existen

numerosos precedentes para lo quequeremos hacer. ¿O es que no sabescómo comenzó la Guerra de los Dioses?Suponía que, habiendo sido la amante deun dios…

De repente, cobré clara concienciade Lúmino. Seguía sentado, muy quieto.Apenas podía oír su respiración. Eraabsurdo que sintiera lástima por él enaquel momento. Había asesinado a suhermana, esclavizado a su hermano ysometido a sus hijos durante dos milaños. Sentía tan poco interés por la vidaen general, incluidas la mía y la suya,

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que más muertes no tendrían que habersignificado nada para él.

Y sin embargo…Yo le había tocado la mano, el día

de la muerte de Role. Había oído cómotemblaba su voz firme al hablar delSeñor de la Noche. Tuviera losproblemas que tuviese, por muymiserable que fuera, Lúmino aún eracapaz de amar. Madding se habíaequivocado en eso.

¿Y cómo se sentiría un hombre alenterarse de que su hija había sidoasesinada a imagen de sus propiospecados?

—Algo… he oído —dije con voz

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intranquila. Lúmino guardó silencio.—Entonces, lo entiendes —dijo

Dateh—. Itempas el Brillante deseabaalgo y mató para conseguir su deseo.¿Por qué no debemos nosotros hacer lomismo?

—Itempas el Brillante tambiénpersonifica el orden —dije con laesperanza de cambiar de tema—. Sitodo el que quiere algo en el mundomatara para conseguirlo, reinaría laanarquía.

—No es cierto —dijo Dateh—. Loque pasaría es lo que ha pasado.Quienes tienen el poder, los Arameri y,en menor medida, la nobleza y los

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miembros de la Orden, matan conimpunidad. Nadie más puede hacerlo sinsu permiso. El derecho a matar se haconvertido en el más codiciadoprivilegio del poder en este mundo, asícomo en los cielos. Nosotros noadoramos a Itempas el Brillante porquesea el mejor de los dioses, sino porquees, o era, el mayor asesino entre ellos.

En ese momento se abrió la puertadel comedor. Oí un murmullo. El criadovolvía. Hubo una especie de parpadeo yentonces, de repente, un brillo plateadoy cambiante apareció en mi campo devisión. Sorprendida, volví los ojoshacia él, tratando de averiguar lo que

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era. Algo pequeño, de apenas trescentímetros de longitud, más o menos.De forma extraña. Puntiagudo, como lapunta de un cuchillo, pero mucho máspequeño.

—Ah, conque puedes verlo —dijoDateh. De nuevo parecía complacido—.Esto, Oree, es una punta de flecha. Unapunta de flecha muy especial. ¿Lareconoces?

Fruncí el ceño.—No sé mucho sobre flechas.Se echó a reír. Parecía que ya estaba

de mejor humor.—Lo que quiero decir es si

reconoces el poder que contiene.

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Deberías. Esta punta de flecha, lasustancia de la que está formada, lahemos hecho con tu sangre.

Me quedé mirando el objeto, quebrillaba como la sangre divina. Pero nocon tanta intensidad. Su brillo era másextraño: un inconstante y danzarínrevoloteo de magia, en lugar delresplandor constante al que yo estabaacostumbrada.

Mi sangre no tendría que haber sidoespecial. Era una simple mortal.

—¿Por qué la habéis hecho con misangre?

—Nuestra sangre se ha idodiluyendo con el paso de las eras —

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respondió Dateh. Dejó la punta de flechaen la mesa, delante de sí—. Se dice queItempas sólo necesitó unas gotas paramatar a Enefa. En estos tiempos, lacantidad necesaria para que fuese eficazresultaría… poco práctica. Por ello ladestilamos, concentramos su poder yluego moldeamos el producto resultanteen una forma sencilla de usar.

Antes de que pudiera decir nada, oíun fuerte golpe y, con una violentasacudida, la madera de la mesa chocócontra el suelo.

—Demonio —dijo Lúmino. Estabaen pie, con las manos plantadas sobre lamesa, que se estremecía por la fuerza de

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su rabia—. ¿Osas amenazar…?—¡Guardias! —Era Serymn, furiosa

y alarmada—. Siéntate si no quieresque…

El resto de la frase se perdió. Conun estrépito de cubiertos y mobiliario,Lúmino se precipitó hacia delante y supeso, al impactar con la mesa, hizo queésta me golpeara con fuerza en lascostillas. Más sorprendida que dolorida,retrocedí tambaleándome, tratando deencontrar un bastón que tendría quehaber estado a mi lado. Como es lógico,no había nada, así que tropecé con lagruesa alfombra del comedor y caí deespaldas con los brazos abiertos

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prácticamente sobre la chimenea. Oígritos, un chillido de Serymn, unviolento roce de carne y tela. Varioshombres convergieron desde distintasdirecciones, aunque no sobre mí.

Me incorporé para apartarme delcercano calor del fuego y mis manosbuscaron asideros en la suave piedraesculpida de la chimenea, pero alhacerlo, resbalaron en algo caliente yarenoso. Ceniza.

Detrás de mí sonaba como si hubieraestallado otra Guerra de los Dioses.Lúmino gritó al recibir un golpe. Uninstante después, el responsable salióvolando. Oí ruidos de asfixia, de

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esfuerzo y de más platos que se hacíanpedazos. Pero no magia, comprendí conalarma. No podía ver nada, más que elpequeño y pálido fulgor de la punta deflecha en el suelo, donde había caído, yel balanceo del sello de Serymnmientras corría hacia la puerta parapedir ayuda a gritos. Lúmino estabapeleando por su rabia, no paraprotegerme, lo que significaba que lohacía sólo como hombre.Inevitablemente, lo reducirían pronto.

«La ceniza».Mis manos tantearon acercándose al

fuego, lisias para retirarse si seencontraban con algo candente. Mis

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dedos tropezaron sobre un fragmentoduro e irregular, bastante caliente, perono tanto como para quemar. Al tocarlose desprendieron varios fragmentos. Untrozo de madera vieja que se habíatransformado en carbón, posiblementedespués de quemarse durante variosdías.

El color negro.Detrás de mí, Dateh había logrado

quitarse a Lúmino de encima, aunquerespiraba de forma entrecortada. Serymnlo había cogido. La oí murmurar,preocupada, para comprobar si estababien. Tras ellos, un grito de golpes ygritos proferidos por hombres que

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irrumpían en la sala.La inspiración me golpeó como una

patada en las tripas. Retrocedí gateando,con el carbón en la mano, aparté laalfombra y comencé a frotar con él elsuelo, formando círculos. Más y máscírculos…

Alguien pidió una cuerda. Serymngritó que no se molestaran, quesimplemente mataran al condenado…

… y círculos y círculos y…—¿Dama Oree? —dijo Dateh, con

voz quebrada y confundida a la vez.… y círculos y círculos, febrilmente,

dejando caer las gotas de sudor de mifrente sobre los negros círculos y

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también la sangre de mis nudillosarañados, para formar un círculo tanprofundo y oscuro como un agujero a lanada, frío, silencioso, terrible y vacío. Yen algún lugar de aquel vacío, azul,verde y brillante, cálido, delicado eirreverente…

—¡Por los dioses, detenedla!¡Detenedla!

Conocía la textura de su alma.Conocía su sonido, similar a unascampanas. Sabía que Dateh y a losLuces Nuevas habían contraído con éluna deuda de dolor y sangre, y deseabaque se la cobrara con todo mi corazón.

Bajo mis ojos y mis dedos apareció

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el agujero, con los bordes irregulares,allí donde la fuerza de mis movimientosroto fragmentos del trozo de carbón.

—¡Madding! —grité a su interior.Y él acudió.Lo que surgió del agujero era una

luz, una masa titilante de un color entreverde y azul que rebullía, hinchadacomo una nube de tormenta. Al cabo deun instante, con un parpadeo, adoptó laforma que me era más familiar: unhombre hecho, contra toda razón, deaguamarina viviente, dotada demovimiento. Permaneció un instanteflotando donde había estado la nube,girando lentamente, acaso desorientado

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por las privaciones del Vacío. Perosentí que la rabia bañaba la habitaciónen el mismo instante en que veía aDateh, a Serymn y a los demás, y oí queel repique de sus campanas cobrabamayor fuerza hasta transformarse en unsevero y broncíneo estrépito cargado deterribles propósitos.

Dateh exclamó algo en medio de losgritos de pánico de los guardias,pidiendo alguna cosa. Vi un tenuedestello procedente de su dirección, casiahogado por el resplandor de Madding.Éste profirió un rugido inhumano, quehizo estremecer la casa entera, y seprecipitó hacia delante…

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… pero entonces retrocedióviolentamente y cayó al suelo, alcanzadopor algo. Esperé a que se levantara, másenfurecido aún. Los mortales podíanmolestar a los dioses, pero nuncadetenerlos. Sin embargo, y para misorpresa, Madding jadeó y la luz de susfacetas se apagó repentinamente. Y no selevantó.

Débilmente, en medio de miasombro, oí que Lúmino gritaba conalgo muy parecido a la angustia.

No tendría que haber sentido miedo.Sin embargo, percibí el regusto amargodel pánico en la boca mientras me poníaen pie lo más rápidamente posible y

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pasaba sobre mi dibujo en miprecipitación por llegar hasta él. Ya noera más que un inerte dibujo alcarboncillo. Volví a tropezar con laalfombra, me enderecé, choqué sobreuna silla que había en el suelo yfinalmente seguí avanzando a rastras.Llegué hasta Madding, que estabatendido de costado, y le di la vuelta.

No había luz en su vientre. El restode él brillaba como siempre, aunque conmenos fuerza, pero esa parte de sucuerpo no podía verla en absoluto.Tenía las manos allí y, al seguirlas conla mirada, descubrí que la suave y durasustancia de su cuerpo había sido

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atravesada por algo alargado y fino,hecho de madera, que sobresalía de él.Un proyectil de ballesta. Agarré el astilcon las dos manos y tiré para arrancarlo.Madding gritó, arqueó el cuerpo… y elborrón de nada de su abdomen seextendió aún más.

Allí estaba la punta de flecha. Lapunta de flecha de Dateh, la que habíahecho con mi sangre. No quedaba grancosa de ella: al tocarla, descubrí quetenía la consistencia de la tiza blanca yque se desmenuzaba con la mera presiónde mis dedos.

De repente, Madding chisporroteócomo la llama de una vela y sus

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brillantes facetas se transformaron enmera carne mortal y pelo enredado. Peroaún podía ver parte de él. Busqué suvientre a tientas y encontré sangre y unaprofunda herida. No estaba cerrándose.

Mi sangre. En él. Atravesando sucuerpo como un veneno, absorbiéndolela magia en su avance…

No, no sólo su magia.Tiré la flecha a un lado y le toqué la

cara con dedos temblorosos.—¿Mad? No… no lo entiendo, esto

no tiene sentido, es mi sangre, pero…Madding inhaló con dificultades y

tosió. Sus labios estaban cubiertos desangre, sangre divina, que tendría que

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haber brillado con su propia luz, peroera oscura y tapaba aquellas partes de élque aún podía ver. Y que tambiénestaban desvaneciéndose. La flecha loestaba matando.

No. Era un dios. Y los dioses nomorían.

Pero Role lo había hecho y Enefatambién y…

Madding tosió ahogadamente, tragósaliva y me enfocó con la mirada. Notenía sentido que se echara a reír, perolo hizo.

—Siempre supe que eras especial,Oree —dijo—. ¡Un demonio! Unaleyenda. Dioses. Siempre supe… algo.

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—Sacudió la cabeza. Entre la debilidadde su luz y mis lágrimas, apenasalcanzaba a verle—. Y yo que pensabaque te vería morir…

—No… No quiero. Esto no puedeser. No. —Sacudí la cabeza mientrasbalbuceaba sin sentido. Madding mecogió la mano. La suya estabaresbaladiza y caliente a causa de lasangre.

—No dejes que te utilice, Oree. —Levantó la cabeza para asegurarse deque lo oía. Ya apenas podía ver su cara,pero podía sentirla, caliente y febril—.Ellos nunca entendieron… Juzgan condemasiada rapidez. No eres solamente

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un arma. —Se estremeció, su cabezacayó hacia atrás y cerró los ojos—. Tehabría amado… hasta…

Desapareció. Aún podía sentirlobajo mis manos, pero no estaba allí.

—No te escondas de mí —dije. Mivoz, carente de fuerza, no llegaba muylejos, pero aun así tendría que haberlaoído. Tendría que haber obedecido.

Unas manos me sujetaron y meobligaron a ponerme en pie. Me dejéllevar, preocupada por lo único quedeseaba: «Quiero verte».

—Tú me has obligado, Oree. —Dateh. Se acercó, visible por una vez.Había usado su magia durante la pelea.

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Se frotaba la garganta y tenía la caramagullada y ensangrentada. Alguien lehabía desgarrado parte de la túnica.Parecía furioso.

Era horrible poder verlo a él y no aMadding.

—Un portal a mi Vacío. —Soltó unacarcajada, desprovista de toda alegría, yluego arrugó el semblante, pues parecíaque reír le hacía daño en la garganta—.Asombroso. ¿Lo habéis planeado entretu anónimo compañero y tú? Tendría quehaber sabido que no podía confiar enuna mujer que le había entregado sucuerpo a uno de ellos.

Escupió al suelo, puede que al

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cadáver de Madding.«Madding, no, no hay nada ahí, eso

no es él».Entonces, se volvió y llamó con un

gruñido a uno de los guardias.—Trae tu espada.En ese momento me puse a rezar. No

sabía si Lúmino podía oírme o si leimportaba. Tampoco me importó a mí.«Padre Brillante, te lo ruego, deja queeste hombre me mate».

—¿Es necesario? —preguntóSerymn con voz teñida de desagrado—.Aún podríamos convertirla a nuestracausa.

—Hay que hacerlo en los momentos

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posteriores a la muerte. No piensopermitir que todo esto se desperdicie.—Alargó el brazo para cogerle algo alguardia. Esperé sin sentir nada mientrasDateh me dirigía una mirada tan fríacomo el viento en las ramas más altasdel Árbol.

—Cuando Itempas el Brillante matóa Enefa —dijo— también abrió sucuerpo y extrajo un trozo de carne quecontenía todo su poder. De no haberlohecho, habría sido el fin del universo.Al matar al Señor de la Noche corremosel mismo riesgo, así que he pasado añosinvestigando dónde tienen el alma losdioses cuando adoptan forma carnal.

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Entonces, levantó la espada con lasdos manos, tan deprisa que por uninstante vi seis pares de brazos en lugarde dos y tres dentaduras con los labioscontraídos por el esfuerzo.

Hubo un siseo. Sentí que el airedesplazado me rozaba el rostro. Pero elimpacto, al producirse, no lo recibí en elcuerpo, a pesar de que oí el ruido,blando y húmedo, de la carne golpeada.

Fruncí el ceño mientras el horrorluchaba por abrirse paso por mi menteabotargada. Madding.

Dateh arrojó la espada a un lado eindicó a otro hombre que lo ayudara. Seinclinaron. El olor de la sangre divina se

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alzó a mi alrededor, denso yempalagoso, familiar, tan extraño enaquel lugar como lo había sido en elcallejón donde había encontrado a Role.Oí… Dioses. Los sonidos que cabríaesperar en uno de los infiernos infinitos.Carne desgarrada. Huesos y cartílagosdestrozados.

Entonces, Dateh se incorporó. Sumano, teñida de oscuridad, sosteníaalgo. Su túnica, manchada también,brillaba intermitentemente. Contemplólo que tenía en la mano con una miradaque yo no podría haber interpretado sintocarle el rostro con mis dedos, pero mela imaginé. Repulsión, en parte, y

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resignación. Pero también codicia. Undeseo digno de un dios.

Cuando se llevó el corazón deMadding a los labios y lo mordió…

No recuerdo nada más.

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EXPLOTACIÓN

Escultura en cera

Todo se reduce a la sangre. La tuya,la mía. Todo. Nadie sabe cómo sedescubrió que la sangre divina embriagaa los mortales. Los hijos de los diosesya lo sabían cuando aparecieron. Debíade ser algo ya conocido antes delInterdicto. Supongo que simplemente,alguien, en algún lugar, decidió probarlaun día. Del mismo modo, los dioses

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bebieron sangre de los mortales. Porsuerte, parece que sólo les gusta aalgunos de ellos.

Pero algún dios, en algún lugar, enalgún momento, decidió probar la sangrede un demonio. Y entonces se reveló lagran paradoja: la inmortalidad y lamortalidad no se pueden mezclar.

¡Cómo debieron temblar los cieloscon aquella primera muerte! Hastaentonces, los hijos de los diosesúnicamente se temían a sí mismos y a losTres, mientras que los Tres no temían anadie. Pero de repente, debió parecerlesque había peligro por todos lados. Cadagota de veneno, en cada vena mortal, de

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cada vástago híbrido.Solamente había una forma —una

forma terrible— de aplacar los temoresde los dioses.

Pero los demonios asesinados secobraron venganza. Tras la masacre, laarmonía hasta entonces inquebrantableentre los dioses y sus hijos, losinmortales y los mortales, se hizopedazos. Aquellos humanos que habíanperdido amigos y seres queridos entrelos demonios se volvieron contra losque habían ayudado a los dioses. Tribusy naciones enteras cayeron en ese trance.Los hijos de los dioses miraron a suspadres con temor renovado, conscientes

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de pronto de lo que podía suceder sialguna vez llegaban a convertirse en unaamenaza.

¿Y los Tres? ¿Hasta dónde llegó sudolor, su espanto, una vez terminado loque había que hacer y se posó de nuevoel polvo sobre el campo de batalla,cuando se encontraron rodeados por loscadáveres de sus hijos y sus hijas?

Esto es lo que yo creo.La Guerra de los Dioses sucedió

miles de años después del holocausto delos demonios. Pero para unos seres queviven eternamente, ¿no estaría aúnfresco el recuerdo? ¿Cuánto de aquelsuceso contribuyó a éste? ¿Habría

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estallado la guerra si Nahadoth, Itempasy Enefa no hubieran contaminado elamor que se tenían con tristeza ydesconfianza?

Es algo que me pregunto. Y todosdeberíamos preguntárnoslo.

Dejé de preocuparme. Los Luces, micautiverio, Madding, Lúmino. Nada deeso importaba. Pasó el tiempo.

Me llevaron de regreso a mi cuarto yme ataron a la cama sin dejarme más queun brazo libre. Y como medida deprecaución adicional, registraron lahabitación y se llevaron todo lo quepodía utilizar para hacerme daño: las

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velas, las sábanas y otras cosas. Hubovoces, contactos. Dolor en mi brazo, denuevo. Más sangre venenosa, gota agota, recogida en un cuenco. Largosperiodos de silencio. En algún momentode todo esto sentí el impulso de orinar ylo hice. El siguiente criado que apareciómaldijo como un mendigo de Oesha alolerlo. Se marchó y, al cabo de un rato,vino una mujer. Me pusieron pañales.

Me quedé donde me habían dejado,en la oscuridad de un mundo sin magia.

Pasó el tiempo. A veces dormía, aveces no. Me extrajeron más sangre. Enocasiones reconocía las voces que merodeaban.

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La de Hado, por ejemplo.—¿No deberíamos al menos permitir

que se recuperara primero?Serymn:—Hemos consultado a doblahuesos

y herboristas. Esto no le dejará escuelaspermanentes.

Hado:—Qué conveniente. Ahora el nypri

no necesita debilitarse para alcanzarnuestros fines.

Serymn:—Asegúrate de que come, Hado, y

guárdate tus opiniones.Me alimentaban. Me metían comida

en la boca. Yo masticaba y tragaba por

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costumbre. Me entró sed, así que bebíacuando me ponían agua en la boca. Lamayor parte se derramaba sobre micamisa. La camisa se secó. Pasó eltiempo.

De vez en cuando volvía la mujerpara lavarme con una esponja.Reapareció Erad y, tras consultarlo conHado, me puso algo en el brazo y lodejó allí, como una molestiapermanente. Cuando volvieron paraextraerme sangre fue más rápido, porquelo único que tuvieron que hacer fuedestapar un fino tubo de metal.

De haber podido reunir la voluntadnecesaria para hablar, les habría dicho:

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«No lo tapéis. Dejad que se salga toda».Pero no lo hice y ellos tampoco

hicieron lo que yo quería.Pasó el tiempo.Entonces, trajeron a Lúmino.

Oí resoplar a unos hombres. Hadolos acompañaba.

—Dioses, cómo pesa. Tendríamosque haber esperando a que reviviera.

Algo tiró una de las sillas,provocando un fuerte estrépito.

—Juntos —dijo alguien y, con unúltimo gruñido colectivo, colocaronalgo sobre el otro camastro que había enel cuarto.

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Hado de nuevo, cerca de mí, con vozteñida de cansancio y fastidio:

—Bueno, Oree, parece que volverása tener compañía dentro de poco.

—Para lo que le va a servir… —dijo uno de los otros. Se rieron. Hadoles hizo callar.

Dejé de prestarles atención.Finalmente se marcharon. Hubo mássilencio por un tiempo. Entonces, porprimera vez desde hacía mucho, una luzparpadeó en el extremo de mi campo devisión.

No me volví para mirarla. Desde lamisma dirección llegó una repentinainhalación, seguida por otras, que se

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calmaron al cabo de un momento. Elcamastro crujió. Quedó inmóvil. Volvióa crujir, con más fuerza, mientras suocupante se incorporaba. Hubo mássilencio durante largo rato. Di graciaspor ello.

Finalmente, oí que alguien selevantaba y se me acercaba.

—Tú los mataste.Otra voz familiar. Al oírla, algo en

mí cambió, por primera vez desde hacíauna eternidad. Recordé algo. La vozhabía hablado baja y sin entonación,pero lo que había recordado yo era ungrito cargado con más emoción queninguna voz humana que jamás hubiese

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oído. Negación. Furia. Pesar.Ah, sí. Aquel día había gritado por

su hijo.¿Qué día?No importaba.Mi camastro se desplazó un poco al

sentarse Lúmino a mi lado.—Conozco ese vacío —dijo—.

Cuando comprendí lo que había hecho…La habitación se había refrescado

con la puesta de sol. Pensé en mantas,pero no llegué a desear una.

Una mano me tocó la cara. Estabacaliente y olía a piel, a sangre vieja y aluz de sol lejana.

—Luché cuando vino a por mí —

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dijo—. Es mi naturaleza. Pero le habríadejado ganar. Quería que ganara. Al verque no lo hacía, me enfurecí. Le… hicedaño. —La mano tembló, una vez—. Sinembargo, era mi propia debilidad lo querealmente despreciaba.

No importaba.La mano se movió y me tapó la boca.

De todos modos respiraba por la nariz,no me molestó.

—Voy a matarte, Oree —dijo.Tendría que haber sentido miedo,

pero no sentí nada.—No se puede dejar con vida a

ningún demonio, pero además de eso…—Su pulgar me acarició la mejilla. Fue

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un gesto extrañamente tranquilizador—.Matar aquello que amas… Yo conozcoese dolor. Has sido inteligente. Valiente.Valerosa, para ser una mortal.

En las profundidades de las tinieblasde mi corazón, algo se removió.

Su mano subió y me tapó la nariz.—No quiero que sufras.No me importaban sus palabras,

pero respirar sí. Volví la cabeza a unlado, o al menos lo intenté. Su mano setensó con firmeza y la inmovilizó.

Traté de abrir la boca. Tuve quepensar la palabra:

—Lúmino…Pero su mano tornó ininteligible la

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palabra.Levanté el brazo izquierdo, el que

tenía libre. Me dolía. La zona querodeaba la cosa de metal estabaterriblemente irritada, y tambiéncaliente, con un principio de infección.Hubo un momento de resistencia yentonces la cosa de metal se soltó yenvió un destello de dolor blanco portodo mi cuerpo. Arrancada de pronto demi apatía, me incorporé violentamente y,en un acto reflejo, agarré la muñeca deLúmino. La sangre, caliente yresbaladiza, cubría mi codo y resbalabapor mi brazo.

Me quedé paralizada un instante al

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recordar, en el mismo instante en que sehabía marchado la apatía: «Maddingestá muerto». Madding estaba muerto yyo viva.

Madding estaba muerto y ahoraLúmino, su padre, que había gritado deangustia mientras mi flecha de sangrehacía su funesto trabajo, estaba tratandode matarme.

Primero había llegado el recuerdo.Tras él llegó la rabia.

De nuevo traté de sacudir la cabeza,esta vez al mismo tiempo que le arañabala muñeca a Lúmino. Era como agarrarun leño. Su mano no cedió.Instintivamente, le clavé las uñas en la

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carne, impelida por el impulsoirracional de destrozarle los tendonespara minar la fuerza con la que mesujetaba. Levantó ligeramente la mano—tuve un instante para tomar aliento—y luego apartó la mía con la otra, ysofocó fácilmente mis intentos desujetarlo de nuevo.

Una gota de sangre cayó en mi ojo ymis pensamientos se llenaron de rojo. Elcolor del dolor y la sangre. El color dela furia. El color del corazón profanadode Madding.

Apoyé la mano en el pecho deLúmino.

«¡Pinto un cuadro, hijo de un

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demonio!».Lúmino se estremeció una vez. Su

mano resbaló a un lado. Inhalérápidamente mientras me preparaba parasu nuevo intento, pero no se movió.

De repente, me di cuenta de quepodía ver mi propia mano.

Durante un momento no tuve lacerteza de que fuese mía. A fin decuentas, nunca la había visto. Parecíademasiado pequeña para ser mía, larga,esbelta y más arrugada de lo que meesperaba. Tenía carbón debajo dealgunas de las uñas. A lo largo de laparte inferior del pulgar había unacicatriz prominente, antigua y de unos

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dos centímetros de longitud. Me la habíahecho el año pasado, cuando se meresbaló un punzón.

Le di la vuelta para examinar lapalma y me la encontré empapada ensangre.

Con un ruido sordo, Lúmino cayó alsuelo, a mi lado.

Me quedé donde estaba un momento,sumida en una torva satisfacción.Entonces, intenté librarme de las cinchasque me sujetaban. No tardé en darmecuenta de que las hebillas estabanhechas para abrirlas con las dos manos.Mi otra mano estaba sólidamenteagarrada por un brazalete de cuero,

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acolchado para prevenir las irritaciones.No supe qué hacer durante un momento,hasta que se me ocurrió usar la sangrede la otra mano. Embadurné la otramuñeca con ella y empecé a moverla delado a lado, tirando y retorciéndola.Tenía las manos pequeñas y muy finas.Tardé un tiempo, pero al final, entre lasangre y el sudor de mi muñeca conseguíque el cuero se volviera resbaladizo yliberé la otra mano. Luego pude abrir lashebillas e incorporarme.

Pero al hacerlo, volví a caerme alinstante. La cabeza me daba vueltas,invadida por un fuerte mareo. Me peguéa la pared, jadeando, y traté de

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parpadear para limpiar las estrellas quellenaban mi campo de visión, mientrasme preguntaba qué, en el nombre de losdioses, me habían hecho los Luces.Gradualmente, la respuesta se abriópaso: la sangre que me habían extraído.Cuatro veces. ¿En cuántos días? Habíapasado tiempo, pero no el suficiente,estaba claro. Y no estaba en condicionesde caminar, ni tan siquiera de movermemucho.

Eso era un problema, porque teníaque escapar de la Casa del Amanecer loantes posible. Ya no tenía alternativa.

Mientras yacía tendida sobre lacama, luchando por no perder la

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consciencia, una luz volvió a parpadearen el suelo. Oí que Lúmino inhalaba yluego, lentamente, se ponía en pie. Sentísu mirada colérica, pesada como unosgrilletes de hierro.

—No me toques —le espeté antes deque se le ocurriera ninguna idea—. ¡Note atrevas a tocarme!

No dijo nada. Y no se movió. Sequedó allí, como una amenaza palpableque se cernía sobre mí.

Me reí de él. No sentía auténticaalegría, solamente amargura. Y la risame permitía liberarla.

—Maldito —dije. Traté deincorporarme y mirarlo, pero fui

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incapaz. Suficiente tenía con permanecerconsciente y hablar. Mi cabeza se habíaladeado como la de un borracho. Peroseguí hablando de todos modos—. Elgran señor de la luz, tan misericordiosoy bueno… Si vuelves a tocarme, elsiguiente agujero te lo haré en la cabeza.Y luego dejaré caer mi sangre sobre ti.—Traté de levantar el brazo, pero loúnico que conseguí fue sacudirlo unpoco—. Veremos si me queda suficientepara matar a uno de los Tres.

Era un farol. No tenía fuerzas parahacer nada de eso. Sin embargo, sequedó donde estaba. Casi podía sentir sufuria, batiendo sobre mí como las alas

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de un insecto.—No podemos permitir que vivas

—dijo. Su voz no transmitía ni un ápicede su furia. Era un maestro delautocontrol—. Eres una amenaza para eluniverso.

Lo maldije en todas las lenguas queconocía. No eran muchas: senmita,algunos epítetos antiguos en maro, queera todo lo que sabía de aquel idioma, yun poco de kenti callejero que me habíaenseñado Ru. Al terminar, estabamareada de nuevo y a punto dedesmayarme. Haciendo un esfuerzomental, logré reponerme.

—Al Infierno con el universo —

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terminé—. No te importó un cominocuando iniciaste la Guerra de losDioses. No te importó nada, tú mismoincluido. —Logré hacer un ademán vagocon una mano—. ¿Quieres matarme?Gánate el derecho. Ayúdame a salir deeste sitio. Entonces, mi vida será tuya.

Se quedó muy quieto. Sí, ya sabíaque así captaría su atención.

—Un trato. Lo entiendes, ¿no? Untrato justo, así que debes respetarlo. Sime ayudas, te ayudo.

—Ayudarte a escapar…—¡Sí, maldita sea! —Mis palabras

resonaron en las paredes. Habíaguardias fuera, recordé tardíamente.

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Bajé la voz y continué—: Ayudarme asalir de este sitio y a detener a estagente.

—Si te mato, no tendrán tu sangre.Qué palabras tan dulces pronunciaba

mi Lúmino. Volví a reír y sentí suconsternación.

—Aún tendrán a Dateh —dijecuando se me agotó la risa. Volvía aestar cansada. Soñolienta. Pero aún nopodía dormirme. Si no cerraba antes eltrato con Lúmino, nunca despertaría.

—Mataron a Role con la sangre deDateh. Con su poder han capturado aotros. ¡Cuatro veces, Lúmino! Cuatroveces me han extraído sangre. ¿A

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cuántos más de tus hijos habránenvenenado con ella?

Oí que se le entrecortaba larespiración. Había dado en la diana, sí.Por fin había encontrado su debilidad, lagrieta en su apatía. Menguado,humillado y amargado, aún amaba a sufamilia. Así que preparé la siguienteestocada, sabiendo que llegaría todavíamás adentro.

—Incluso puede que usen mi sangrepara matar a Nahadoth.

—Imposible —dijo Lúmino. Pero yolo conocía. Había miedo en su voz—.Nahadoth podría aplastar este mundoantes de que Dateh tenga tiempo de

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parpadear.—No si lo distraen. —Se me

cerraron los ojos mientras lo decía. Nopude abrirlos, por mucho que lo intenté—. Están matando a los hijos de losdioses para atraerlo aquí, al reino de losmortales. Dateh los mata. Se los come.—La sangre de Madding, resbalandopor la barbilla de Dateh mientras mordíael corazón como si fuera una manzana.Me dieron arcadas y expulsé la imagende mi cabeza—. Se apodera de sumagia. No sé cómo. Cómo… —Traguésaliva y me concentré—. El Señor de laNoche. No sé cómo planea hacerloDateh. Una flecha en la espalda, quizá.

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Nadie sabe si funcionará, pero…¿quieres que lo intente? Si existe unasola posibilidad de que… lo logre…

Era demasiado. Demasiado.Necesitaba descansar y que nadieintentara asesinarme durante un tiempo.¿Me concedería Lúmino esa merced?

Sólo había un modo de averiguarlo,decidí, y perdí el sentido.

Me encontraba a un paso del umbralde la consciencia.

Calor diurno. Más voces.—… infección —decía una. Una voz

madura y agradablemente grave, como lade Vuroy. Oh, cómo lo echaba de menos.

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Más murmullos, sedantes. Algo sobre«ataques», «pérdidas de sangre» y«boticario».

—… necesario. Hay indicios… —Serymn. Había venido a verme antes,recordaba. Qué amable, ¿no? Sepreocupaba por mí—… actuar deprisa.

La voz grave se alzó de nuevo, subióy bajó lo bastante para que yo pudieraoír una palabra, pronunciada conénfasis:

—… morir.Serymn exhaló un largo suspiro.—Pararemos durante un día o dos,

entonces.Más murmullos. Confusión. Estaba

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cansada. Volví a quedarme dormida.De nuevo de noche. Hacía más

fresco en el cuarto. Al abrir los ojos oíuna respiración ronca y trabajosa en elcamastro contiguo. Lúmino. Su alientoresollaba de una manera extraña.Permanecí un rato escuchándolo, peroentonces su respiración se hizo máslenta. Se detuvo una vez, se reanudó.Volvió a detenerse. Permaneció ensilencio.

La habitación volvía a oler a sangrefresca. ¿Me habían extraído más? Perome sentía mejor, no peor.

Volví a quedarme dormida antes deque Lúmino pudiera resucitar y decirme

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lo que le habían hecho los Luces.

Más tarde. Aún de noche, másavanzada.

Abrí los ojos al sentir una luz sobreellos. Miré de de reojo y vi a Lúmino.Estaba en el camastro, hecho un ovillo,envuelto en el tenue resplandor queacompañaba a sus resurrecciones.

Traté de moverme y descubrí quetenía más fuerzas. Aún tenía el brazoirritado, y ahora envuelto en gruesosvendajes, pero podía moverlo. Lasataduras volvían a estar en su sitio,tensas sobre mi pecho, mi cadera y mispiernas, pero el brazalete de una de mis

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manos estaba suelto. La saqué sindificultades.

¿Obra de Lúmino? Entonces, es quehabía accedido a mi propuesta.

Me solté y me incorporé lenta ycautelosamente. Sentí un instante demareo y náuseas, pero pasó antes de quecayera de bruces. Permanecí sentadadonde estaba, al borde de la cama,respirando con lentitud yacostumbrándome de nuevo a controlarmi cuerpo.

Pies. Y piernas temblorosos.Pañales alrededor de mis caderas,limpios afortunadamente. Espaldaencorvada. Cuello magullado. Levanté

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la cabeza y no me dio vueltas. Con grancuidado, me puse en pie.

Los tres pasos que separaban micamastro del de Lúmino me dejaronagotada. Me senté en el suelo, junto alcamastro, y apoyé la cabeza sobre laspiernas. Él no se movió, pero su alientome acarició los dedos al examinar surostro. Tenía el ceño fruncido inclusomientras dormía. Había nuevas líneas ensu rostro, alrededor de los ojoshundidos. No estaba muerto, pero algole había pasado factura. Normalmentedespertaba en cuanto volvía a la vida.Qué extraño.

Al apartar la mano, rocé la tela de su

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camisa. Una fría humedad mesobresaltó. Palpé y exploré hastaconstatar que había una amplia manchade sangre medio seca en toda la mitadinferior de su torso. Le quité la camisa yexploré su vientre. Ya no había herida,pero la había habido, y terrible.

Despertó mientras lo tocaba y subrillo desapareció rápidamente. Vi queabría los ojos y me miraba con el ceñofruncido. Entonces, suspiró y se sentó ami lado. Permanecimos así, en silencio,un rato.

—Tengo una idea —dije—. Paraescapar. Dime si crees que puedefuncionar. —Se la conté y me escuchó.

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—No —dijo.Sonreí.—¿No? ¿Que no va a funcionar? ¿O

que prefieres matarme a propósito envez de por accidente?

Se levantó bruscamente y se alejó demí. No podía ver más que un borrosocontorno suyo al acercarse a la ventana.Tenía los puños apretados y loshombros erguidos y tensos.

—No —dijo—. Dudo que funcione.Pero aunque lo haga…

Un escalofrío lo recorrió y entoncescomprendí.

Sentí que mi rabia se inflamaba denuevo, pero me eché a reír.

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—Ah, ya veo. Me había olvidado deaquel día en el parque. Cuando iniciastetodo este embrollo al atacar al previtRimarn. —Apreté los puños sobre losmuslos, haciendo caso omiso al dolorque me provocaba esto en el brazoherido—. Recuerdo la expresión de tucara cuando lo hiciste. Yo estaba enpeligro y aterrorizada por ti, mientras túdisfrutabas utilizando una fracción de tuantiguo poder.

No respondió, pero yo estabasegura. Le había visto sonreír aquel día.

—Debe de ser muy duro para ti,Lúmino. Volver a ser tu antiguo yodurante un tiempo tan fugaz. Y de pronto,

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mermado de nuevo hasta que no quedade ti más que… esto. —Hice un gestohacia su cada vez más borrosa espalda ydejé que mi repulsión se hicieraevidente. Me daba igual lo que pensarade mí. Lo cierto es que yo ya no pensabaen él en términos muy favorables—. Estriste tener que saborearlo un poco cadamañana, ¿verdad? Quizá sería más fácilsi no tuvieras ese pequeño recordatoriode lo que eras antes.

Permaneció rígido un momento,mientras su malhumor se ibatransformando en rabia, conforme alpatrón de costumbre. Qué predecibleera. Qué satisfactorio.

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Y entonces, de repente, dejó caer loshombros.

—Sí —dijo.Parpadeé, confundida. Aquello me

hizo enfurecer aún más. Así que dije:—Eres un cobarde. Te da miedo que

funcione y que después te pase como laúltima vez… Quedarás más débil quenunca, incapaz hasta de defenderte.Impotente.

De nuevo, aquella inexplicablemansedumbre.

—Sí —susurró.Apreté los dientes con rabia

frustrada. Esto me concedió por unmomento la fuerza necesaria para

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levantarme y fulminarlo con la miradadesde atrás. No quería aquellacapitulación. Quería… No lo sabía.Pero aquello no.

—¡Mírame! —siseé.Se volvió.—Madding —dijo en voz baja.—¿Qué pasa con él?No dijo nada. Cerré el puño,

agradecida al destello de dolorprovocado por las uñas en las palmas demi mano.

—¿Qué pasa, maldito seas?Desesperante silencio.De haber tenido fuerzas, le habría

tirado algo. Pero como sólo tenía

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palabras, utilicé las peores.—Hablemos de Madding, pues, ¿por

qué no? Madding, tu hijo, que murió enel suelo, asesinado por unos mortalesque luego le arrancaron el corazón y selo comieron. Madding, que te seguíaamando, a pesar de todo…

—Guarda silencio —me espetó.—¿O qué, Señor Brillante?

¿Tratarás de matarme de nuevo? —Mereí con tantas ganas que me quedé sinfuerzas y las siguientes palabras salieronde mi boca en un resuello—. ¿Crees queya… me importa morir? —Después deesto tuve que detenerme. Me sentépesadamente, tratando de no llorar, y

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esperé a que se me pasara el mareo. Porsuerte lo hizo, aunque lentamente.

—Impotente —dijo Lúmino. Lo dijoen voz tan baja, casi un susurro, queestuve a punto de no oírlo entre mispropios jadeos—. Sí. Traté de convocarel poder. Luchaba por él y no por mí.Pero la magia no acudió.

Fruncí el ceño y sentí que mi furia sedisipaba. No quedó nada tras ella.Permanecimos largo rato sentadosmientras el silencio se prolongaba y losúltimos destellos de su brillo sedisolvían en la nada.

Finalmente suspiré y me tendí sobreel camastro de Lúmino, con los ojos

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cerrados.—Madding no era mortal —dije—.

Por eso tu poder no funcionó con él.—Sí —respondió. Había recuperado

de nuevo el control de sí mismo yhablaba con un tono carente deemociones y seco—. Ahora lo entiendo.Pero tu plan sigue siendo estúpidamentearriesgado.

—Puede —dije con un resuellomientras me iba sumiendo en el sueño—. Pero no puedes hacer nada porimpedírmelo, así que más vale queintentes ayudarme.

Se acercó a la cama y permaneció depie junto a mí tanto tiempo que acabé

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por quedarme dormida. Podría habermematado. Asfixiarme, golpearme,estrangularme con las manos desnudas…Tenía un amplio menú de opciones a sudisposición.

Lo que hizo fue levantarme. Elmovimiento me despertó, aunque sólo amedias. Sentí que flotaba en sus brazos,como en un sueño. Tardó mucho mástiempo en llevarme a su camastro delque habría debido. Su cuerpo era muycálido.

Me dejó allí y volvió a ponerme lascinchas, aunque sin apretar del todo elbrazalete de la muñeca para que pudieraliberarme sola.

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—Mañana —dijo.Terminé de despertar al oír el

sonido de su voz.—No. Podrían empezar a extraerme

sangre de nuevo. Tenemos que irnosahora.

—Tienes que recobrar más fuerzas.—Quedó sin mencionar el hecho de queno podría contar con las suyas—. Y mipoder no acudirá de noche. Ni siquierapara protegerte.

—Oh —dije. Me sentí estúpida—.Claro.

—La tarde es el mejor momento. ElÁrbol no tapa el sol a esa hora. Esopodría suponer una pequeña ventaja.

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Haré lo que pueda para convencerlos deque no te saquen más sangre hastaentonces.

Alargué la mano hacia su cara yluego la dejé resbalar hasta su camisa yla mancha endurecida que había allí.

—Anoche moriste de nuevo.—He muerto muchas veces en los

últimos días. Dateh siente una inagotablefascinación por mi capacidad deresurrección.

Fruncí el ceño.—¿Qué…? —Pero no. Podía

imaginar con facilidad todo lo que lehabía hecho Dateh. Al repasar mis vagosrecuerdos de los días transcurridos

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desde la muerte de Madding, me dicuenta de que no era la primera vez queLúmino volvía a la habitación muerto,agonizante o cubierto de sangre. No erade extrañar que nuestros carceleros nohubieran reaccionado cuando yo mismaabrí un agujero en su carne.

Había tantas cosas que tenía quepensar… Tantas preguntas sinrespuesta… ¿Cómo había matado yo aLúmino? Esa vez no tenía pintura, nisiquiera carbón. ¿Seguían vivos Paitya ylos demás? (Madding, mi Madding. No,él no. No podía pensar en él). Si mi plantenía éxito, trataría de encontrar aNemmer, la Diosa del Sigilo. Ella nos

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ayudaría.Detendría a los asesinos de Madding

aunque fuese la última cosa que hiciera.—Despiértame por la tarde,

entonces —dije, antes de cerrar losojos.

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HUIDA

Encausto y carboncillo sobre metal

Hubo complicaciones.Desperté poco a poco, lo que fue una

suerte, porque de lo contrario puedeque, al moverme, hubiera revelado queya no dormía. Antes de que pudierahacerlo, alguien habló y me di cuenta deque Lúmino y yo ya no estábamos solosen el cuarto.

—Suéltame.

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Se me heló la sangre. «Hado».Había tensión en el aire, algo quevibraba sobre mi piel como uncosquilleo, pero que no entendía.¿Rabia? No.

—Suéltame si no quieres que llamea los guardias. Están al otro lado de lapuerta.

Un rápido movimiento, carne y tela.—¿Quién eres? —Esto lo dijo

Lúmino, aunque apenas reconocí su voz.Temblaba, oscilando entre la necesidady la confusión.

—No quien tú crees.—Pero…—Soy yo mismo —dijo Hado con

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tal violencia que estuve a punto deencogerme—. Para ti, sólo un mortalmás.

—Sí… sí. —Ya se parecía más a símismo y la emoción se iba enfriando ensu voz—. Ya me doy cuenta.

Hado inhaló profundamente, demanera tan temblorosa como la voz deLúmino antes, y parte de la tensión sedesvaneció. La tela volvió a moverse yHado se me acercó y cubrió mi rostrocon su sombra.

—¿Ha mostrado algún indicio derecuperación hoy? ¿Ha dicho algo?

—No y no. —Más rígido de lonormal, hasta para él. En los Salones

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Blancos se enseñaba que el SeñorBrillante no podía mentir. Fue un aliviodescubrir que no era cierto, aunque, atodas luces, no le resultara fácil.

—Las cosas han cambiado. Estanoche empezarán de nuevo con lasextracciones de sangre. Espero quetenga fuerzas para soportarlo.

—Así la van a matar.—Piénsalo bien, hombre. Han

pasado dos semanas desde la muerte deRole. Sólo quedan dos hasta la fechalímite del Señor de la Noche… como,con tanto dramatismo, ha decididorecordarnos. —Soltó una pequeñacarcajada desprovista de todo humor.

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Me pregunté qué querría decir—. Datehse ha portado como un loco desde que lovio. Ya no hay quién pueda disuadirlo.

De pronto, me acarició la mano y meretiró el cabello de la cara. Mesorprendió un gesto tan delicado en él.No me había parecido un hombre dado ala ternura, ni siquiera en dosis tanpequeñas.

—De hecho —continuó con unsuspiro—, si no vuelve en sí… o,maldita sea, incluso si lo hace, temo quele extraigan toda la sangre y también elcorazón.

Se me puso la carne de gallina. Recépara que Hado no lo notara.

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Tocó la hebilla que tenía sobre eldiafragma, sumido en sus propiospensamientos… y sin dar muestras deque se dispusiera a marcharse. Comencéa preocuparme. El calorcillo de la luzdel sol sobre mi piel resultaba extraño.Débil, podría decirse. ¿Significaba esoque la tarde estaba avanzada? Si Hadono se marchaba enseguida, se pondría elsol, y Lúmino quedaría impotente. Ynecesitábamos su magia para que el planfuncionara.

—No eres tú solo —dijo Lúmino derepente—. Queda algo de él.

Hado se puso tenso.—No queda la parte a la que le

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importas lo más mínimo —repuso, antesde levantarse y dirigirse a la puerta—.Si vuelves a mencionarlo, te mataré yomismo.

Con estas palabras, salió de la celday cerró la puerta con más fuerza de lanecesaria. Y al instante, Lúmino corrió ami lado y tiró de la cincha del abdomencon tanta fuerza que se me escapó ungrito.

—Este lugar ha sido un ir y venirtodo el día —dijo—. Los guardias estánmuy nerviosos. No hacen más quevigilar la habitación todo el rato. Cadahora, una interrupción… Criados quetraen la comida, alguien que viene a ver

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cómo está tu brazo, y luego ese…Hado, supuse.Me quité sus manos de encima y

comencé a desabrochar la hebilla deltorso yo misma mientras le indicaba quese ocupara de las de las piernas, cosaque hizo.

—¿Qué ha sucedido para que sepongan todos así?

—Esta mañana, al salir el sol, era decolor negro.

Me detuve, aturdida. Lúmino siguiótrabajando.

—¿Una advertencia? —pregunté.Las palabras que había pronunciado ladiosa tranquila aquel día en Raíz Sur

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regresaron a mí. «Conoces sutemperamento mejor que yo». No serefería a Itempas, había deducidoentonces. Si morían o desaparecían máshijos suyos, sería el temperamento delSeñor de la Noche el que llegaría alpunto de ruptura. ¿Esperaría el mesentero que les había dado?

—Sí. Aunque parece ser que Yeineha logrado contener su luna hasta ciertopunto. El resto del mundo puede ver elsol con toda normalidad. Sólo sucede enla ciudad.

Conque Serymn había acertado en supredicción. Aún podía sentir la luz delsol en la piel, pero débilmente. Debía

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quedar algo de luz, o Lúmino no sehabría molestado en soltarme. Puede quefuese como un eclipse. Los describíancomo un ennegrecimiento del sol. Pero¿un eclipse que duraba todo el día y semovía por el cielo junto con el sol? Noera de extrañar que los guardiasestuvieran inquietos. La ciudad enteradebía de ser presa del pánico.

—¿Cuánto falta hasta la puesta desol? —pregunté.

—Muy poco.Dioses.—¿Crees que podrás romper esa

ventana? El cristal es muy grueso. —Mis manos no se movían con la rapidez

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que necesitaba. Aún estaba muy débil.Pero mejor que antes.

—Las patas de la cama son de metal.He soltado una de ellas y puedo usarlacomo garrote —lo dijo como si aquellorespondiera a mi pregunta.

Una vez desatadas todas las cinchas,me incorporé. Esta vez no sentí ningúnmareo, aunque al levantarme sí que mebalanceé un poco. Lúmino se volvió y oíque colocaba la mesa delante de lapuerta. De este modo entretendría a losguardias, que intentarían entrar en cuantooyeran que se rompía la ventana. Unavez que comenzáramos, cada segundocontaría.

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Oí que profería un gruñido y unchirrido metálico cuando rompió la patadel camastro. Sin perder un instante,colocó también el camastro roto delantede la puerta. Luego nos acercamos a laventana. Aún podía sentir la luz del solsobre mi piel, pero cada vez era másdébil. No tardaría en desaparecer deltodo.

—No sé cuánto tardará la magia enacudir —dijo. «Ni si acudirá». Esto nolo dijo, pero sé que lo pensó. Era lo queyo misma estaba pensando.

—Así que caeremos durante un rato—dije—. Hay un largo trecho hasta elsuelo.

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—El miedo, por sí solo, puede matara los mortales en momentos de peligro.

La rabia que había sentido desde lamuerte de Madding no habíadesaparecido, sólo se había acallado.Volvió a elevarse en mi interiormientras sonreía.

—Entonces, no tendré miedo.Vaciló un instante, pero al fin

levantó la pata del camastro.Al primer golpe, una telaraña de

grietas cubrió la ventana. Sonó con tantafuerza, ayudado por el eco de la casidesnuda habitación, que casi al instanteoí cómo se alzaban las voces alarmadasde los soldados al otro lado de la

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puerta. Oí un tintineo de llaves.Lúmino se echó hacia atrás y, con un

gruñido, volvió a golpear con la pata delcamastro. Sentí el aire desplazado porella al pasar a mi lado: un golperealmente potente. Atravesó la ventana ylanzó fragmentos de gran tamaño entodas direcciones. Un vientoalarmantemente frío invadió lahabitación, Me pegó la ropa a la piel ysentí que me recorría un escalofrío.

Los guardias habían logrado abrirparcialmente la puerta, pero la mesa y elcamastro les impedían entrar. Nosgritaban a nosotros y gritaban pidiendoayuda mientras trataban de quitar los

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muebles de en medio a empujones.Lúmino arrojó a un lado la pata y quitótodo el cristal que pudo del marco apatadas. Luego me cogió de la mano yme llevó hasta allí. Sentí la tela de sucamisa, que se había quitado para cubrirlos bordes cortantes de la ventana.

—Intenta alejarte lo máximo posibledel Árbol al saltar —dijo. Como sitodos los días explicara a alguna mujercómo saltar a una muerte segura.

Asentí y me asomé al abismo,mientras trataba de decidir el mejormodo de impulsarme. Al hacerlo, unabrisa levantó algunos cabellos sueltos.Durante un instante, mi determinación

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vaciló. A fin de cuentas, sólo soyhumana… o mortal.

Invoqué en mi mente la imagen deMadding al mirarme en sus últimosmomentos. Sabía que se moría y sabíaque yo era la causa, pero no había odioni aversión en su expresión. Aún meamaba.

Mi miedo se desvaneció. Retrocedíen dirección contraria a la ventana.

En medio de los gritos de losguardias, oí la voz de Lúmino que, llenade urgencia, me decía:

—Oree, tienes que…—Cierra la boca —susurré. Eché a

correr hacia la ventana, salté y abrí los

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brazos en el aire. Mi cabello, quealguien había recogido en un moño paracontrolarlo, rompió la cinta y se hinchócomo una nube detrás de mí. Sobre mí.Estaba cayendo, pero no me sentía comosi lo hiciera. Flotaba como una boya enun océano de aire. No había sensaciónde peligro, ni tensión ni miedo. Merelajé, sin desear otra cosa que laprolongación de aquella sensación.

Una mano me sacó de este estado defelicidad agarrándome por la pierna. Mevolví sobre mí misma, lánguida. ¿EraLúmino? No podía verlo. Así que miplan había fracasado y los dosmoriríamos al tocar el suelo. Él volvería

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a la vida. Yo no.Alargué los brazos y le ofrecí las

manos. Esta vez las cogió, vaciló uninstante y luego me atrajo hacia sí y merodeó con los brazos. Me relajé contrasu cálida solidez, arrullada por elviento. Bien. Al menos no moriría sola.

Como tenía la oreja apoyada sobresu pecho, sentí que se ponía tenso depronto y oí que un brusco jadeoescapaba de sus labios. Su corazónpalpitó con fuerza una vez, contra mimejilla. Y entonces…

«Luz».¡Qué brillante, por los Tres! A mi

alrededor, por todas partes. Cerré los

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ojos pero seguí viendo la formaflamígera de Lúmino frente a mí,expulsando la oscuridad de mi visión.Podía sentirlo contra mi piel, como lapresión de los rayos del sol. Caíamos aplomo hacia la tierra, como cosas quehabía imaginado pero nunca habíapodido ver con mis propios ojos. Comoun cometa. Como una estrella fugaz.

Nuestro descenso se aminoró. Elrugido del viento se hizo más suave.Algo había revertido la fuerza de lagravedad. ¿Estábamos volando?Flotábamos. ¿Cuánto habíamos caído ycuánta distancia nos separaba del suelo?¿Cuánto faltaba hasta que se ocultara el

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sol y…?Lúmino gritó. Su luz se esfumó, de

repente, y con ella la fuerza que noshabía mantenido en el aire. Volvimos acaer, impotentes, sin que nada pudieradetenernos ya.

No sentía miedo.Pero Lúmino estaba haciendo algo.

Intentaba girar entre jadeos, debidos alesfuerzo o al agotamiento que le habíaprovocado el uso de la magia. Sentí quedábamos la vuelta en el aire…

Y entonces, chocamos contra elsuelo.

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UNA PLEGARIA ADIOSES DUDOSOS

Acuarela

Alguien estaba gritando. Era unruido agudo, penetrante, incesante.Irritante. Quería dormir, maldición. Mevolví con la intención de apartar losoídos de aquel sonido.

En cuanto moví la cabeza, lasnáuseas me asaltaron con fiereza y

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velocidad incontenibles. Tuve el tiempojusto para abrir la boca y aspirar unalarga y temblorosa bocanada de aireantes de que llegaran las arcadas.Vomité un fino reguero de bilis, peronada más. Debía de llevar tiempo sincomer.

Pero mi estómago parecía decididoa seguir vomitando, a pesar de estarvacío y de que mis pulmones necesitaranaire. Combatí el impulso con los ojosllenos de lágrimas, un fuerte pálpito enla cabeza y un tintineo en los oídos,hasta que al fin pude inhalar de manerarápida y entrecortada. Me sentí mejor.Las arcadas remitieron. Respiré con más

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fuerza. Finalmente, la presión que sentíaen las tripas se calmó, aunque sólo porun instante. Sentía que los músculos demi abdomen seguían temblando, listospara reanudar sus acometidas encualquier momento.

Capaz por fin de pensar, levanté lacabeza y traté de averiguar dónde meencontraba y lo que había sucedido. Elpitido de mis oídos —que había tomadopor unos gritos— era fuerte, incesante yenloquecedor. Lo último que recordabaera… Fruncí el ceño, aunque aquelloempeoró el dolor. La caída. Sí. Habíasaltado por la ventana de la Casa delAmanecer, decidida a escapar o a morir

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en el intento. Lúmino me había cogidoy…

Se me entrecortó el aliento.«Lúmino».

Debajo de mí.Me separé de él o al menos intenté

hacerlo. En el mismo instante en quemoví el brazo derecho solté un grito, quedesencadenó un nuevo ataque dearcadas. A pesar del dolor y de lasnáuseas, me arrastré agarrándome con elbrazo derecho, que seguía irritado por lainfección y lo que quiera que los Lucesme hubieran insertado para extraerme lasangre. Sin embargo, el dolor de esebrazo no era nada comparado con la

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agonía del derecho, la brutal tensión delestómago, el penetrante dolor de lascostillas y el caos desatado y chirriantede mi cabeza. Durante unos instantes fuiincapaz de hacer otra cosa que continuardonde estaba, sollozando e incapacitadapor aquella agonía.

Finalmente, el dolor remitió lobastante como para actuar. Trasincorporarme trabajosamente hastaalcanzar una posición más o menoserguida, traté de evaluar la situación. Elbrazo derecho no me funcionaba.Alargué el izquierdo.

—¿Lúmino?Estaba allí. Vivo, respirando. Le

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acaricié los ojos, que estaban abiertos.Parpadearon y al hacerlo me acariciaronlas yemas de los dedos con las pestañas.Me pregunté si habría decidido dejar dehablarme de nuevo.

Fue entonces cuando me di cuenta deque tenía empapadas las rodillas y lacadera sobre la que estaba apoyada.Confundida, tanteé el suelo. Adoquinesde ladrillo, grasientos y cubiertos depolvo. Una humedad fría que se tornabamás cálida a medida que me acercaba alcuerpo de Lúmino. Tan cálida como…

Dioses.Estaba vivo. Su magia nos había

salvado… pero no del todo, no lo

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bastante para frenar nuestra caída. Losuficiente para que, después de que él serevolviera en el aire para proteger micuerpo con el suyo, los dossobreviviéramos. Pero si yo habíasalido tan mal parada…

Mis dedos llegaron a su nuca y, conun jadeo, aparté violentamente la mano.Dioses, dioses, dioses.

¿Dónde demonios estábamos?¿Cuánto tiempo llevábamos allí?¿Tendría valor para llamar pidiendoayuda? Miré a mi alrededor y escuché.El aire parecía frío y cubierto de niebla,como sucede en una noche profunda.Unas gruesas gotas de agua tocaban mi

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piel de vez en cuando con la intermitentedelicadeza que era la lluvia en Sombra.Podía oírla, una leve llovizna a nuestroalrededor, pero en la vecindadinmediata no oía nada ni a nadie. Pero síolía muchas cosas: basura, orinesfermentados y metal oxidado. ¿Otrocallejón? No, el espacio que nosrodeaba parecía abierto. El lugar en elque estábamos, fuera el que fuese,estaba aislado. Si alguien nos hubieravisto caer, la curiosidad lo habríaatraído.

Lúmino comenzó a jadear de manerairregular. Apoyé la mano sobre su pechodesnudo —se había quitado la camisa en

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la casa— y estuve a punto de retirarla,repelida por la antinatural lisura de sutorso. Sin embargo, su corazón aún latíacon regularidad, en contraste con lasinhalaciones convulsas que se esforzabapor realizar. A esa velocidad, la muertenatural sería una agoníadesesperantemente larga.

Tenía que matarlo.El pánico hizo presa en mí, aunque

puede que mezclado con nuevas náuseas.Sabía que era absurdo. No permaneceríamuerto y al volver a la vida, estaríaentero de nuevo. Era, tal como habíaconcluido Lil, el modo más sencillo de«curarlo». Ni siquiera sería la primera

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vez que lo hacía.Pero una cosa era matar en un

momento de furia. Hacerlo a sangre fría,como un acto calculado, era muydistinto.

Ni siquiera estaba segura de poderhacerlo. Mi brazo derecho, dislocado oroto, era inútil, aunque por suerte estabaperdiendo la sensibilidad. Todo lodemás me dolía, puede que hubierasalido mejor parada de la caída que él,pero distaba mucho de estar entera. Ycomo mínimo necesitaría dos brazospara romperle el cuello.

De repente, me di cuenta: estabaperdida en alguna parte de Sombra,

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impotente, con un compañero que lomismo podía estar muerto. Sólo eracuestión de tiempo que aparecieran losLuces. Conocían a Lúmino y sabían que,al menos él, volvería a la vida. Estabaenferma, herida, débil. Aterrada. Y,maldita sea, ciega.

—¿Por qué diablos tiene que sertodo tan difícil contigo? —le preguntémientras parpadeaba para contener unaslágrimas de frustración—. ¡Date prisa ymuérete de una vez!

Oí un traqueteo cerca de allí.Contuve la respiración, con el

corazón en un puño. Olvidada lafrustración, me puse de rodillas y presté

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atención con todas mis fuerzas. Habíasonado a mi derecha, en algún lugarsituado sobre mí, un sonido rápido ymetálico. Agua que caía sobre unatubería, quizá. O alguien que nos estababuscando y había reaccionado al sonidode mi voz.

Apoyada sobre las manos y lasrodillas, tanteé apresuradamente a mialrededor. A pocos pasos a mi derechaencontré algo hecho de madera, vieja yllena de astillas. Un barril, con losaretes oxidados y roto por uno de loslados. Cerca de él había otro y luegoalgo que parecía un trozo ancho y planode una techumbre, apoyado contra los

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barriles. Y encajado entre ellos, uncajón carcomido.

Era un basurero. El único que habíacerca del Árbol era el Vertedero de losMendigos, en Oesha, donde todos losherreros y basureros de la zonaarrojaban sus materiales de desecho. Laplancha formaba una especie decobertizo con los barriles, con unespacio estrecho por debajo. Con todoel cuidado posible, la tanteé, rezandopara que no hubiera nada apoyado enella que se cayera y revelara nuestraposición… o nos aplastara. No encontrénada, así que finalmente me introdujedebajo de la plancha para inspeccionar

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el espacio.Era suficiente.Salí, me puse en pie y estuve a punto

de desplomarme, asaltada por otroacceso de náuseas. El dolor de micabeza era realmente espantoso, peorque nunca. Debía habérmela golpeado alcaer. No con la fuerza suficiente comopara rompérmela, pero sí para darle unabuena sacudida a su contenido.

Otro ruido procedente de la mismadirección, algo que chocaba contramadera. Luego silencio.

Jadeando de dolor, volví como pudejunto al cuerpo de Lúmino. Lo agarrépor los pantalones con la mano sana,

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apoyé las caderas en el suelo, tiré conlas piernas y, con los dientes apretados,lo fui arrastrando hacia atrás centímetroa centímetro. Me hicieron falta todas lasfuerzas que conservaba para meterlo enel minúsculo escondrijo, en el queencima no cabía del todo. Los piesasomaban. Me colé como mejor pude asu lado, con la respiración entrecortada,y escuché. Sólo esperaba que la lluviase llevara pronto su sangre.

Lúmino gimió de repente y, con unrespingo, le dirigí una mirada deconsternación. Debía de haber agravadosus heridas al arrastrarlo. Ya no teníaalternativa. Si no lo mataba, revelaría

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nuestra posición.Tragué saliva e hice lo mismo que él

me había hecho en la Casa delAmanecer: le tapé la boca con la mano yle cerré la nariz con los dedos.

Durante cinco inhalaciones —contélas mías— pareció que funcionaba. Supecho subió y bajó. Se detuvo. Yentonces arqueó la espalda y se resistió.Traté de dominarlo, pero era demasiadofuerte, incluso en aquel estado, y se zafóde mí. En cuanto estuvo libre, volvió aaspirar hondo, esta vez más fuerte queantes. «¡Demonios, vas a hacer que nosmaten!».

Demonios. Flexioné la mano al

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recordar.Esta vez tenía sangre de sobra para

usar como pintura. Metí la mano bajo sucuello y conseguí una cantidad generosa.Me temblaba la mano cuando se la pusesobre el pecho con delicadeza. Anteshabía imaginado que pintaba y habíacreído que lo que pintaba era real. Movíla mano lentamente para trazar unamplio círculo sobre su piel. Haría otroagujero, como el que había usado antespara matarlo, como el que habíaatravesado el Vacío de Dateh. No uncírculo dibujado con pintura de sangre.Un agujero.

Su pecho subía y bajaba bajo mis

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dedos, como una negación de mipropósito. Fruncí el ceño y levanté lamano para no sentir su respiración.

Un agujero. A través de la carne y elhueso, como una tumba excavada entierra blanca, con los bordespulcramente recorta dos por la hoja deuna pala invisible. Perfectamentecircular.

Un agujero.Mi mano apareció. La vi flotando en

la oscuridad, con los dedos extendidos,temblorosa por el esfuerzo.

«Un agujero».Comparado con la horrorosa

palpitación que ya sentía en la cabeza, el

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dolor que apareció detrás de mis ojosresultó casi agradable. O me estabaacostumbrando a ello o estaba tandolorida que no me importaba un pocomás. Pero cuando Lúmino dejó derespirar, lo noté.

Con el corazón acelerado, bajé lamano al lugar donde tendría que haberestado su pecho. Al principio no noténada. Luego mi mano se desplazóligeramente a un lado. Carne y hueso,cortados con la limpieza de un cuchillo.Retiré inmediatamente la mano, mientrasmis tripas volvían a subírseme a lagarganta como si tuviesen voluntadpropia.

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—¡Qué peculiar! —exclamó una vozbrillante justo detrás de mí.

Estuve a punto de ponerme a gritar.Y lo habría hecho de no dolerme tanto elpecho. Me revolví, di un salto yretrocedí arrastrándome y agitando elbrazo.

La criatura que se había agachado alos pies de Lúmino no era humana. Suestructura corporal era más o menoshumana, aunque demasiado achaparrada,casi tan ancha como alta, y no erademasiado alta. Su tamaño era como elde un niño, aunque un niño con hombrosanchos como una yunta y unos brazoslargos y repletos de músculos. Su cara

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tampoco era de niño, aunque teníagrandes mofletes y unos ojos enormes yredondos. La línea del cabello estaba yaen retirada y su mirada era al mismotiempo antigua y medio salvaje.

Pero podía verlo, lo que queríadecir que era un hijo de los dioses… elmás feo que jamás hubiera visto.

—H-hola —dije cuando mi corazóndejó de dar brincos—. Lo siento. Mehas asustado.

La criatura me sonrió con un rápidodestello de la dentadura. Que tampocoera humana. No tenía caninos, sólodientes perfectamente rectangulares,tanto en la mandíbula inferior como en

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la superior.—No era mi intención —dijo—. No

pensaba que pudieras verme. La mayoríano pueden verme. —Se inclinó y memiró la cara con los ojos entornados—.Ah, conque eres esa chica. La de losojos.

Acepté su extraña denominación conun asentimiento de la cabeza. A los hijosde los dioses les gustaban tanto loscotilleos como a los pescadores.Conocía a varios de ellos y el rumordebía haberse extendido.

—¿Y tú eres?—Basur.—¿Cómo?

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—Basur. Antes has hecho un buentruco. —Apuntó a Lúmino agitando labarbilla—. ¡Siempre he querido abrirmeuno o dos agujeros en el cuerpo! ¿Quévas a hacer con él?

—Es una larga historia —dije,repentinamente exhausta. Si pudieradescansar un poco… Aunque quizá…Eh… Señor… Basur. —Me sentíestúpida al decir aquello—. Estoymetida en un buen lío. ¿Podríasayudarme?

Basur inclinó la cabeza como unperro intrigado. A pesar de lo cual, laexpresión de su cara era de no pocaastucia.

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—¿A ti? Depende. ¿A él? De ningúnmodo.

Asentí lentamente. Los mortalespedían constantemente favores a loshijos de los dioses. Algunos de éstos semostraban quisquillosos al respecto. Y aaquél no le gustaba Lúmino. Tendría queandarme con pies de plomo, si no queríaque se marchara antes de que hubierapodido explicarle lo de sus hermanosdesaparecidos.

—¿Y puedes decirme si hay alguienpor aquí? Antes he oído a alguien.

—Era yo. Venía a ver qué habíacaído en mi casa. Aquí arrojan a muchagente, pero nunca desde tan arriba. —

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Me lanzó una mirada irónica—. Pensabaque estarías en peor estado.

—¿Tu casa? —Un basurero no era ellugar que yo habría elegido como hogar,pero los hijos de los dioses nonecesitaban las mismas comodidadesmateriales que los mortales—. Oh. Losiento.

Se encogió de hombros.—Tampoco podías hacer nada para

impedirlo. De todos modos, no seguirásiendo mía mucho tiempo. —Hizo ungesto hacia el cielo y me acordé del solennegrecido. La advertencia del Señorde la Noche.

—¿Vas a marcharte? —pregunté.

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—No tengo alternativa, ¿verdad? Nosoy tan estúpido para quedarme cuandoNaha está tan enfadado. Simplemente]me alegro de que no nos haya maldecidotambién a nosotros. Suspiró y puso carade infelicidad—. Pero los mortales…Están marcados. Todos los que estabanen la ciudad cuando murieron Role y losdemás. Aunque se marchen, seguiránviendo el sol negro. Traté de mandar aalgunos de mis chicos a la costa yvolvieron. Dijeron que querían estarconmigo cuando… —Sacudió la cabeza—. Los matará a todos, inocentes yculpables por igual. Itempas y él nuncafueron muy distintos, maldita sea.

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Bajé la cabeza y suspiré, agotada nosólo físicamente. ¿Había conseguidoalgo al escapar de los Luces?¿Supondría alguna diferencia queconsiguiera desenmascararlos?¿Destruiría el Señor de la Noche laciudad de todos modos, por purorencor?

Basur cambió el peso de un pie aotro. De repente, parecía incómodo.

—Pero no puedo ayudaros.—¿Cómo?—Alguien te quiere. Y también a él.

No puedo ayudaros a ninguno de losdos.

Al instante lo comprendí.

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—Eres el Señor de las CosasAbandonadas —dije. Sonreí sin poderevitarlo. Me había criado con cuentossobre él, aunque nunca había conocidosu auténtico nombre. Eran los favoritosde mi infancia. Era otra figura juguetonay traviesa, que desempeñaba un papelcentral en historias de niños fugados ytesoros perdidos. Cuando alguien tirabaalgo, o no lo quería, o lo abandonaba,pasaba a ser suyo.

Me devolvió la sonrisa con aquelladentadura plana tan inquietante.

—Sí. —Entonces, la sonrisa sedesvaneció—. Pero a vosotros no os hantirado. Alguien os quiere a cualquier

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precio. —Retrocedió un paso, como simi sola presencia le provocara dolor,con una mueca en la cara—. Vais a tenerque marcharos. Si no puedes caminar, osenviaré a alguna parte…

—Tengo información sobre los hijosde los dioses desaparecidos —balbucí—. Sé quién ha estado matándolos.

Basur se puso rígido al instante yapretó sus enormes puños.

—¿Quién?—Un grupo de mortales dementes.

Allí arriba. —Señalé el Árbol—. Hayuno de ellos, un escriba que… —Vacilé,consciente de pronto del peligro queentrañaba revelar la naturaleza

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demoníaca de Dateh. Si los diosesaveriguaban que aún quedaban demoniosen el mundo…

No. Ya no me importaba lo que mepasara a mí. Podían matarme si seencargaban también de los asesinos deMadding.

Pero antes de que pudiera decirnada, Basur contuvo de pronto el alientoy se alejó como un remolino, brillandocon más intensidad que antes alconvocar su magia. Se alzó un grito en ladistancia y entonces oí que unos piespequeños venían pisoteando un montónde basura y resbalaban una vez sobrealgo que sonaba como un tablón suelto.

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—¡Basur! —gritó una jovencita—.¡Hay gente en el basurero! ¡Rexy les hadicho que se largaran y lo han golpeado!¡Está sangrando!

De repente, sentí me que empujabany Basur metió a la niña en el pequeñorefugio que compartíamos Lúmino y yo.

—Quédate aquí —ordenó el hijo delos dioses a la niña—. Yo me encargode ellos.

Me retorcí para dejar pasar a laniña. No había mucho espacio para ella,pero era muy menuda. La palpé con lasmanos. Era toda huesos y andrajos.

—¡Basur, ten cuidado! El escribaque te he dicho antes. Su magia…

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Basur emitió un sonido de fastidio ydesapareció.

—¡Maldita sea! —Golpeé con elpuño sano la pierna inmóvil de Lúmino.Si Dateh estaba entre los Luces quehabían venido a buscarme o tenían otrapunta de flecha hecha de sangre dedemonio…

—Eh —dijo la niña, molesta—.Empuja al muerto, no a mí.

Muerto, muerto e inútil. Pero nopodía decir que no me lo hubieraadvertido. Por eso quería que recobraralas fuerzas antes de que tratásemos deescapar. ¿Para poder dejarlo atrás? Porun momento barajé esa posibilidad. Si

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los Luces no lo encontraban, Lúminovolvería a la vida y seguiría su caminoen la ciudad, como había hecho antes deconocerme. Si lo encontraban… Bueno,al menos los frenaría lo bastante comopara que yo pudiera escapar.

Pero al mismo tiempo que lopensaba, supe que no podría hacerlo.Por mucho que quisiera odiar a Lúminopor su egoísmo, su malhumor y sumiserable personalidad, él tambiénamaba a Madding. Y sólo por eso semerecía algo de lealtad.

Entre tanto, necesitaba ayuda. Nopodía contar con que Basur regresara.No podía conseguir ayuda mortal. Si

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podía convocar a otro hijo de losdioses, o mejor aún…

Mi primer pensamiento fue tanrepelente que tuve verdaderasdificultades para aceptarlo. Pero meobligué a hacerlo, recordando lo quehabía dicho el propio Lúmino: había undios que querría enfrentarse a losasesinos de sus hijos. Sin embargo, lahistoria de mi pueblo revelaba que elseñor Nahadoth no se detendría ahí.Puede que decidiera aniquilar la ciudadde Sombra entera, o quizá todo elmundo, para eliminar a los Luces. Yaestaba enfadado y nosotros no éramosnada para él. Menos que nada, pues lo

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habíamos traicionado y torturado.Probablemente, le complacería vernosmuertos a todos.

La Dama Gris, entonces. Había sidouna mortal y aún mostraba algunapreocupación por los mortales. Pero¿cómo podía llegar hasta ella? No erauna peregrina, aunque llevase añosviviendo a costa de ellos. Para rezarle aun dios —para captar la atención de esedios— había que entender a laperfección su naturaleza. Y lo mismo sepodía decir de casi todos los hijos delos dioses que se me ocurrían, incluidala dama Nemmer. Y yo no sabía losuficiente sobre ninguno de ellos.

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Entonces, se me ocurrió una idea.Tragué saliva, con las manos de prontohúmedas y frías. Había un hijo de losdioses cuya naturaleza era lo bastantesencilla, lo bastante terrible, como paraque cualquier mortal pudieraconvocarlo. Aunque el Maelstrom sabíaque yo no deseaba hacerlo.

—Quita —dije a la niña.Murmurando, salió del escondrijo y yome arrastré al exterior apoyándome enuna mano. La niña hizo ademán devolver, pero la agarré por una de sushuesudas piernas—. Espera. ¿Hay poraquí algo parecido a un bastón? Algoque tenga al menos esta longitud… —

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Traté de levantar ambos brazos, perotuve que detenerme, porque uno de ellosme dolía de manera espantosa.Finalmente pude hacer un gesto similarcon el brazo sano. Si tenía que huir,necesitaba algún modo de encontrar elcamino.

La chica no dijo nada. Seguramenteme mirara sin ninguna simpatía duranteuno o dos segundos. Aguardé, tensa,mientras oía los sonidos de la refriegaen la distancia: los gritos de los adultos,los chillidos de los niños, los desechosque se convertían en trozos o enastillas… Perturbadoramente próximos.El hecho de que la pelea hubiera durado

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tanto participando un hijo de los diosessignificaba que, o bien había muchosLuces, o bien Dateh había acabado conél.

La niña regresó y me puso algo en lamano. Al sentirlo, sonreí: un palo deescoba. Roto por un lado, pero por lodemás perfecto.

Ahora venía la parte complicada.Me incliné, agaché la cabeza y respiréhondo para calmar mis pensamientos.Luego busqué en mi interior, tratando deencontrar un sentimiento en medio delcaos. Un impulso singular y acuciante.Un hambre.

—Lil —susurré—. Dama Lil,

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escuchadme, por favor.Silencio. Centré mis pensamientos

en ella, la enmarqué en mi mente: no suapariencia, sino la sensación de supresencia, esa amenazante noción de milcosas almacenadas en precariacontención. Su olor, a carne podrida ymal aliento. El chirrido de sus dientesimparables. ¿Cómo sería desear delmodo en que lo hacía ella, de maneraconstante? ¿Cómo sería anhelar algo contanta intensidad como para saborearlo?

Puede que fuese parecido a lo queyo sentía, sabiendo que Madding estabaperdido para siempre.

Apreté el puño alrededor del palo

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de la escoba mientras las emocionesinundaban mi corazón. Planté el extremoroto en el suelo y combatí el impulso dellorar, de gritar. Quería recuperarlo.Quería que sus asesinos murieran. Loprimero no podía tenerlo… pero losegundo estaba a mi alcance si lograbaencontrar a alguien que me ayudara. Lajusticia estaba tan próxima que casipodía paladearla.

—¡Ven a mí, Lil! —exclamé, sinimportarme ya que me oyeran los Lucesque estaban registrando el vertedero—.¡Ven, la oscuridad te maldiga! ¡Teofrezco un festín que hasta a ti tesatisfará!

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Y apareció, agazapada frente a mí,con su dorado cabello enmarañadoalrededor de los hombros y la miradasalpicada de locura, penetrante ycautelosa.

—¿Dónde? —preguntó—. ¿Québanquete?

Sonreí ferozmente, enseñando mispropios y afilados dientes.

—En mi alma, Lil. ¿Puedessaborearlo?

Me miró durante un prolongadomomento, con una expresión que iba dela duda a un asombro gradual.

—Sí —dijo al fin—. Oh, sí.Encantador. —Parpadeó varias veces

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antes de cerrar los ojos y luego levantóla cabeza y entreabrió la boca parasaborear el aire—. Cuánto anhelo hay enti, por tantas cosas… Es delicioso. —Abrió los ojos y frunció el ceño,sorprendida—. Antes no eras tansabrosa. ¿Qué ha sucedido?

—Muchas cosas, dama Lil. Cosasterribles que me han impulsado allamarte. ¿Vas a ayudarme?

Sonrió.—Hace siglos que nadie me reza.

¿Puedes hacerlo otra vez?Era como una urraca, ávida de cosas

brillantes.—¿Me ayudarás si lo hago?

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—Eh —dijo la niña detrás de mí—.¿Quién es ésa?

La mirada de Lil se posó sobre ella,hambrienta de pronto.

—Te ayudaré —me dijo— si me dasalgo.

Se me arrugaron los labios, perocombatí la aversión.

—Te daré algo que sea mío, dama.Pero esa niña es de Basur.

Lil suspiró.—Nunca me ha gustado. Ni nadie

quiere su basura ni él la comparte. —Malhumorada, apuntó con un dedo aalgo en el suelo que yo no pude ver.

Alargué el brazo y la cogí de la

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mano para que volviera a centrar suatención en mí.

—He descubierto quién ha estadoasesinando a tus hermanos, dama Lil.Ahora me persiguen y pueden que mecojan pronto.

Miró mi mano en la suya conexpresión de sorpresa y luego levantólos ojos hacia mí.

—Nada de eso me importa —dijo.¡Maldición! ¿Por qué tenía que

encontrarme con los hijos de los diosesmás locos? ¿Es que los cuerdos meesquivaban?

—Hay otros a los que sí —dije—.Nemmer…

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—Oh, ella sí me gusta —dijoanimándose—. Me da los cuerpos de losque los suyos quieren librarse.

Me olvidé de lo que quería decirlepor un momento y luego me saqué suspalabras de la cabeza.

—Si se lo cuentas —le propuse—,seguro que te da más cuerpos. —Esperaba que hubiese muchos LucesNuevas muertos cuando todo aquelloterminara.

—Puede —dijo, calculadora derepente—, pero ¿qué me darás tú paraque vaya a verla?

Sorprendida, traté de pensar. Notenía comida a mano ni nada de valor.

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Pero no podía librarme de la sensaciónde que Lil sabía lo que quería de mí.Simplemente, deseaba que yo lo dijeraantes.

Me tocaba ser humilde. Le habíarezado y al hacerlo, la había convertidoen mi dios, en cierto modo. Estaba en suderecho de pedir una ofrenda. Puse mimano sana en el suelo e incliné lacabeza.

—Dime lo que quieres de mí.—Tu brazo —se apresuró a

responder—. Ahora no te sirve de nada.Más aún, te estorba. Puede que nunca secure como es debido. Deja que me loquede yo.

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Ah, claro. Me miré el brazo, quecolgaba inutilizado a mi costado. Teníaun bulto hinchado y caliente al tacto enla parte superior que posiblementesignificaba una mala fractura, aunquepor suerte no había atravesado la piel.Había oído que algunas personas habíanmuerto de heridas como aquéllas, con lasangre emponzoñada por fragmentos dehueso, infecciones o fiebres.

No era el brazo que solía utilizar.Era zurda, y ya había decidido que no lonecesitaría mucho más.

Aspiré hondo.—No puedo quedar incapacitada —

dije en voz baja—. Tengo que… que

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poder correr.—Puedo hacerlo tan rápidamente

que no sentirás dolor —dijo Lil mientrasse inclinaba hacia delante por laimpaciencia. Volví a oler aquello, lafétida bocanada de aliento de suauténtica boca, no la falsa que estabautilizando para convencerme. Carroña.Pero ella prefería la carne fresca—.Quemaré el extremo para que no sangre.Apenas lo echarás de menos.

Abrí la boca para decir que sí.—No —respondió Lúmino para

sorpresa de ambas. Apoyada sobre unbrazo, estuve a punto de caer al suelo alrevolverme. Podía verlo. La magia de su

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resurrección aún seguía en él.La chica de Basur dio un grito y se

apartó a la carrera de nosotros.—¡Si estabas muerto! ¿Qué mierda

de los demonios es ésta?—Su carne le pertenece y puede

venderla si quiere —dijo Lil con lospuños apretados por la frustración—.¡No tienes derecho a prohibírmelo!

—Creo que hasta tú encontrarásrepulsiva su carne, Lil. —Oí eltraqueteo de la madera y el ruido delpolvo que cayó cuando salí delescondrijo—. ¿O es que quieres matar aotro de mis hijos, Oree?

Me encogí. Mi sangre demoníaca. Lo

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había olvidado. Pero antes de quepudiera explicárselo a Lil, habló otravoz que me heló hasta la última gota delveneno que corría por mis venas.

—Ahí estáis. Sabía que tucompañero estaría vivo, Oree, pero mesorprende y me complace verte en lamisma condición.

Por encima y por detrás de Lilestaba uno de los portales del tamaño deuna canica que usaba Dateh para espiar.No lo había visto, porque tenía a Lildelante. Demasiado tarde, reparé en quelos ruidos del combate habíanenmudecido.

Lil se volvió y ladeó la cabeza de un

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lado a otro, como un pájaro. Me puse enpie como pude, apoyando todo el pesode mi cuerpo en la escoba paraequilibrar el peso muerto del brazoherido.

—¡Corre! —le siseé a la chica,estuviera donde estuviese. —Vamos,Oree. —La voz de Dateh era de leverecriminación, pero razonable, a pesarde lo extraño que resultaba que salieradel diminuto agujero—. Ambos sabemosque no tiene sentido resistirse. Veo queestás herida. ¿Quieres arriesgarte a quete haga más daño encerrándote en elVacío? ¿O vas a venir de buen grado?

A mi izquierda sonó un grito de

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sorpresa. La chica. Había echado acorrer, pero la había interceptado ungrupo que convergía sobre nosotrosdesde aquella dirección. Muchos paresde pies, diez o doce. Otros estabanrodeando en aquel momento el extremoopuesto del vertedero. Los LucesNuevas habían llegado.

—No hace falta que os llevéis a laniña —dije, tratando de impedir que metemblara la voz. ¡Por qué poco!Habíamos estado a punto de conseguirlo—. ¿No podéis dejar que se vaya?

—Lo ha presenciado todo, pordesgracia. Pero no te preocupes.Cuidamos de los niños. No la

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maltrataremos, mientras acceda a unirsea nosotros.

—¡Basur! —gritó la niña mientras,supongo, luchaba contra sussecuestradores—. ¡Basur, socorro!

Basur no apareció. Sentí que se meencogía el corazón.

—¡Eres tú! —dijo Lil,repentinamente radiante—. Saboreé tusambiciones hace semanas y advertí aOree Shoth de que tuviera cuidadocontigo. Sabía que, si me quedaba cercade ella, quizá acabara por conocerte. —Sonrió como una madre orgullosa—.Soy Lil.

—Lil. —Agarré con fuerza el palo

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de escoba—. Posee una magia muypoderosa. Ya ha matado a varios hijosde los dioses y —reprimí un acceso derepulsión, que podría haber bastadopara desencadenar de nuevo mis nauseas— los ha devorado. No quiero que túseas la siguiente.

Lil me miró, asombrada.—¿Qué?La mano de Lúmino se posó sobre

mi hombro sano. Sentí que se colocabadelante de mí.

—A ti ya no te quiero —dijo Dateh,frío de pronto. Se refería a Lúmino—.No me sirves de nada, seas lo que seas.Pero no tendré reparos en pasar por

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encima de ti para llegar hasta ella, asíque apártate.

Lil estaba mirándome fijamente.—¿Qué quieres decir con que los ha

devorado?Los ojos se me llenaron con

lágrimas de pesar y frustración.—Les arranca el corazón y se los

come. Lo ha hecho con todos los que handesaparecido. Dios sabe cuántos habránsido ya.

—Oree —dijo Dateh con voz tensade furia. Al instante, el agujero duplicósu tamaño desgarrando el aire al crecer.Avanzó hacia nosotros, amenazante. Nohabía succión… aún.

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—No dijiste que se los estabancomiendo. Tendrías que haber empezadopor ahí —dijo Lil con cara de irritación.Entonces, se volvió hacia Dateh y suexpresión se ensombreció—. Es algomalo, muy malo, que un mortal devore auno de nosotros.

Sentí la succión en el mismo instanteen que comenzó. No era tan intensacomo aquella noche, en frente de casa deMadding, pero sí lo bastante para hacerque me tambaleara. Frente a mí, Lúminogruñó y plantó los pies firmemente en elsuelo, pero a pesar de que su poderempezaba a crecer, la fuerza loarrastró…

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Lil nos apartó sin miramientos y secolocó delante del agujero.

La succión aumentó bruscamentehasta alcanzar su máxima fuerza. Lúminoy yo habíamos caído al suelo. Yo estabadespatarrada y casi inconsciente, porqueen la caída me había golpeado la cabezay el brazo herido. A través de unaespecie de neblina vi a Lil, con laspiernas plantadas sobre el suelo, elvestido ondeando alrededor de su enjutafigura, su largo y dorado cabello agitadoen el viento. El agujero había alcanzadounas dimensiones casi tan grandes comoel cuerpo de ella, pero por alguna razónno había logrado absorberla.

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Levantó la cabeza. Yo estaba detrás,pero en el mismo instante en que estiróla boca, lo sentí sin necesidad de verlo.

—Codicioso niño mortal —la vozde Lil estaba por todas partes,resonando, aguzada por el deleite—, ¿deverdad crees que esto va a funcionarconmigo?

Abrió los brazos de par en par,radiante de dorado poder. Oí el zumbidoy el chirrido de sus dientes, tanviolentos que mis huesos tremolaron ymi columna vertebral comenzó a vibrar,tan potentes que hasta la misma tierratembló bajo mis pies. El zumbido crecióhasta transformarse en un aullido y

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entonces Lil se abalanzó sobre elportal… y trató de comérselo.Comenzaron a caer chispas de magiapura a nuestro alrededor, que ardían altocar el suelo. Una onda expansiva meempujó contra el suelo y destrozó lasmontañas de basura que nos rodeaban.Oí madera que se hacía añicos, restosque caían dando vueltas, gritosproferidos por los Luces. Y la voz deLil, riéndose como el monstruo dementeque era.

Y entonces, Lúmino me cogió delbrazo sano y me ayudó a levantarme.Echamos a correr, él arrastrándomeporque mis piernas se negaban a

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moverse y yo tratando de vomitar.Finalmente me cogió en brazos y corrió,mientras detrás de nosotros, el vertederoestallaba en un terremoto con llamas.

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DE LASPROFUNDIDADESA LAS ALTURAS

Acuarela

Todo se tiñó de gris durante untiempo. Las sacudidas, la carrera y laborrosa cacofonía de sonidos resultarondemasiado para mis sentidos, yaabrumados. Desbaratado por completomi sentido del equilibrio, apenas era

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consciente de mi dolor y mi confusión.Me sentía como si avanzara dandotumbos por el aire, desconectada detodo, sin control. Una voz casi inaudibleparecía susurrarme al oído: «¿Por quésigues viva cuando Madding ha muerto?¿Por qué vives, si eres un recipiente demuerte? Eres una afrenta para todo losagrado. Deberías tumbarte y dejartemorir». Puede que fuese Lúmino el quehablaba, o mi propio sentido de culpa.

Tras lo que se me antojó un rato muylargo, recuperé el suficiente sentido parapensar.

Me incorporé, lentamente y con granesfuerzo. El brazo, el sano, no obedeció

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mis órdenes al principio. Le dije que meempujara hacia arriba pero lo que hizofue moverse sin control de un lado aotro, arañando la superficie que teníadebajo. Era dura, pero no piedra.Madera. Barata, fina. Di unas palmadassobre su superficie y me di cuenta deque estaba por todo mi alrededor.Cuando por fin recobré el control de micuerpo, logré llevar a cabo una lenta ytemblorosa exploración de mi entorno, ypor fin entendí. Estaba en una especie decajón de madera de gran tamaño, abiertopor un lado. Algo pesado, basto yapestoso yacía sobre mí. ¿Una manta decaballo?

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Lúmino debía de haberla robadopara mí. Aun apestaba al sudor de suantiguo propietario, pero al menosestaba más caliente que el gélido airedel primer amanecer, así que mearrebujé en ella.

Unos pasos cercanos. Me encogí detemor hasta reconocer su peso ycadencia peculiares. Lúmino. Se metióen la caja conmigo y se sentó a pocadistancia.

—Ten —dijo y sentí que algometálico me tocaba los labios. Confusa,abrí la boca y estuve a punto deahogarme en un torrente de agua. Porsuerte, conseguí que no se perdiera

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mucha, porque estaba sedienta. MientrasLúmino sujetaba el recipiente para mí,bebí con avidez hasta no dejar nada enél. Aún seguía sedienta, pero me sentíamejor.

—¿Dónde estamos? —pregunté. Lohice en voz baja. El sitio en el queestábamos, fuera el que fuese, era muysilencioso. Se oía el plaf, plaf del rocíomatutino, un sonido que había echado enfalta en los días pasados en la Casa delAmanecer. Había gente a nuestroalrededor, pero se movían con cuidado,como si estuvieran tratando de noperturbar al rocío.

—Pueblo Antepasado —dijo, y yo

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parpadeé por la sorpresa, Había cruzadoconmigo la ciudad desde el Vertederode los Mendigos, desde Oesha a Esha.Pueblo Antepasado se encontraba alnorte de Raíz Sur, cerca del túnel quepasaba por debajo de la muralla raíz.Los mendigos de la ciudad habíanlevantado allí una especie decampamento, según me habían dicho.Nunca lo había visitado. Muchos dequienes vivían allí sufrían enfermedadesdel cuerpo o de la mente y, aunque noestaban en cuarentena, porque eraninofensivos, eran demasiado feos,demasiado extraños o demasiadomíseros para que los aceptaran en la

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ordenada sociedad del Brillo. Muchosde ellos eran cojos, mudos, sordos…ciegos. Durante mis primeros días enSombra, había vivido embargada por elterror a acabar entre ellos.

No lo pregunté, pero Lúmino debióde ver la confusión de mi rostro.

—He vivido aquí algunas veces —dijo—. Antes de conocerte.

Ya lo había supuesto, pero aun así,no pude evitar un acceso demisericordia: había pasado de gobernara los dioses a vivir en una caja entreleprosos y locos. Conocía sus crímenes,pero aun así…

En ese momento oí unos pasos que

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se aproximaban. Eran más livianos quelos de Lúmino, varios pares de ellos…¿Tres personas? Una de ellas sufría deuna grave cojera y arrastraba su segundopie como un peso muerto.

—Te echábamos de menos —dijouna voz anciana, ronca, de sexoindeterminado, aunque supuse quemasculina—. Me alegra ver que estásbien. Hola, señorita.

—Eh,… Hola —respondí. Lasprimeras palabras no estaban dirigidas amí.

Satisfecho, el supuesto hombredirigió de nuevo su atención a Lúmino.

—Para ella. —Oí que dejaban algo

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sobre el suelo de madera de la caja.Olía a pan—. A ver si puede tragarlo.

—Gracias —dijo Lúmino. Mesorprendió oírle hablar.

—Demra ha ido a buscar a la viejaSume —dijo otra voz, más joven y algomás aguda—. Es una doblahuesos… Noes muy buena, pero a veces trabajagratis. —La voz suspiró—. Ojalá Rolesiguiera viva.

—No es necesario —dijo Lúmino,porque, por supuesto, tenía la intenciónde matarme. Hasta yo me daba cuenta deque aquellas personas no podían hacermuchos favores. Más valía que no losdesaprovecharan conmigo. Entonces,

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Lúmino me sorprendió aún más—. Peroos agradecería algo para aliviarle eldolor.

Una mujer se adelantó.—Sí, hemos traído esto. —Dejaron

otra cosa, algo de cristal. Me parecióoír el sonido de un líquido enmovimiento—. No es gran cosa, peroayudará.

—Gracias —dijo de nuevo Lúmino,en voz más baja—. Sois muybondadosos.

—Y tú también —dijo la voz aguda,y luego la mujer murmuró algo sobredejarme dormir y los tres se marcharon.Yo me quedé allí tendida, no

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exactamente aturdida. Estaba tancansada que no podía ni asombrarme.

—Hay algo de comer —dijoLúmino, y sentí que una cosa seca y durame rozaba los labios. El pan, que habíadeshecho en pequeños trozos para queno tuviera que gastar fuerzasmasticándolo. Era muy basto, no teníasabor y hasta los pequeños trocitos enlos que lo había desmigado hacían queme dolieran las mandíbulas al masticar.La Orden de Itempas cuidaba de todoslos ciudadanos: nadie pasaba hambre enel Brillo. Pero eso no quería decir quetodos comieran bien.

Mientras mantenía en la boca uno de

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los trozos, con la esperanza de que lasaliva lo hiciera más fácil de tragar,pensé en lo que había oído. Tenía el airede una costumbre ya vieja… o de unritual, quizá. Después de tragar, dije:

—Parece que les gusta que estésaquí.

—Sí.—¿Saben quién eres? ¿Lo que eres?—Nunca se lo he dicho.Pero aun así lo sabían, estaba

segura. Había demasiada reverencia ensu forma de acercarse y hacer suspequeñas ofrendas. Y tampoco habíanpreguntado por el sol negro, comohabría hecho un pagano. Simplemente,

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aceptaban que el Señor Brillante losprotegería si podía… y si no podía, notenía sentido pedirle que lo hiciera.

Tuve que aclararme la garganta paravolver a hablar:

—¿Los protegías cuando estabasaquí?

—Sí.—¿Y… hablabas con ellos?—Al principio no.Pero con el tiempo sí, como en mi

caso. Por un instante, me invadieronunos irracionales celos. En mi caso,Lúmino había tardado tres meses enconsiderarme digna de sus palabras.¿Cuánto habrían tardado aquellas almas

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extraviadas? Pero suspiré, aparté elabsurdo pensamiento y rechacé el panque Lúmino intentaba darme. No teníaapetito.

—Nunca te consideré bondadoso —dije—. Ni siquiera de niña, cuando noshablaban de ti en el Salón Blanco. Lossacerdotes intentaban hacerte parecergentil y afectuoso, como un viejo abueloun poquito estricto. Nunca los creí.Parecías… tener buenas intenciones.Pero nunca bondadoso.

Oí que la cosa de cristal se movía yque un tapón salía con un leve plonc. Lamano de Lúmino me sujetó por la nuca yme levantó la cabeza delicadamente.

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Sentí que el borde de un pequeñorecipiente se pegaba a mis labios. Alabrir la boca, me entró fuego ácido enella… o, al menos, algo que sabía comotal. Tosí, balbuceé y estuve a punto deahogarme, pero la mayor parte dellíquido atravesó mi garganta antes deque mi cuerpo tuviera tiempo deprotestar en exceso.

—Dioses, no —dije al sentir que labotella volvía a tocar mis labios, yLúmino la apartó.

Mientras permanecía allí tumbada,tratando de recobrar el control de milengua, Lúmino dijo:

—Las buenas intenciones carecen de

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sentido sin el deseo de llevarlas a lapráctica.

—Mmm. —La quemazón estabadesapareciendo, cosa que lamentaba,porque por un momento me habíapermitido olvidarme del dolor de mibrazo y mi cabeza—. Tu problema esque parece que siempre intentas llevartus intenciones a la práctica pisoteandolas de todos los demás. Y eso tampocotiene mucho sentido, ¿verdad? Hacetanto bien como mal.

—Existe una cosa llamada el bienmayor.

Estaba demasiado cansada parasofismas. En la Guerra de los Dioses no

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había habido bien mayor, sólo dolor ymuerte.

—Bueno. Lo que tú digas.Dormité durante un rato. La bebida

hacía efecto rápidamente. No es quehiciera remitir el dolor, pero al menosconsiguió que me importara menos.Cuando estaba a punto de quedarmedormida de nuevo, Lúmino habló.

—Me está sucediendo algo —dijoen voz queda.

—¿Mmm?—No es mi naturaleza ser

bondadoso. En eso tienes razón. Y nuncame han gustado los cambios.

Bostecé, lo que hizo que aumentara

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mi dolor de cabeza.—El cambio existe —dije en medio

del bostezo—. Tenemos que aceptarlo.—No —replicó él—. No tenemos

por qué. Yo nunca lo hice. Oree, yo soyla luz permanente que mantiene a raya lahirviente oscuridad. La roca inamovibleque el río tiene que rodear. Puede queno te guste. Puede que no te guste yo.Pero sin mi influencia, este reino seríala anarquía, el caos. Un infierno másallá de la imaginación de los mortales.

La sorpresa ahuyentó el sueño ypregunté lo primero que me vino a lamente.

—¿Te preocupa no gustarme?

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Oí que se encogía de hombros.—Tienes una naturaleza

contradictoria. Seguramente seas dellinaje de Enefa.

Estuve a punto de reírme al oír eltono amargo de su voz, aunque aquellome habría provocado un fuerte dolor.Pero entonces, al comprender algo,volví a ponerme seria.

—Enefa y tú no fuisteis siempreenemigos.

—Nunca lo fuimos. También laamaba a ella. —Y pude notarlo, depronto, en las suaves arrugas de su tono.

—Entonces —fruncí el ceño—, ¿porqué?

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Tardó un buen rato en contestar.—Fue una especie de locura —dijo

al fin—, aunque en aquel momento no lopensé así. Mis acciones me parecieronperfectamente racionales… hastadespués.

Me removí un poco, incómoda tantopor mi brazo como por el tema deconversación.

—Eso es bastante normal —dije—.La gente pierde el control a veces. Perodespués…

—Después no tenía alternativas.Enefa había muerto y yo creía que no sela podía revivir. Nahadoth me odiaba yhabría aniquilado todos los reinos para

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vengarse. No me atrevía a liberarle. Asíque decidí seguir hasta el final elcamino que había emprendido. —Hizouna pausa—. Lamento… lamento lo quehice. Fue un error. Un error muy grande.Pero el arrepentimiento no sirve denada.

Guardó silencio. Sabía que tendríaque haberlo dejado en ese momento, conla reverberación de los ecos de su doloraún en el aire, a mi alrededor. El eramuy antiguo, insondable. Había muchascosas en su interior que jamás podríaentender. Pero alargué el brazo sano yencontré su rodilla.

—El arrepentimiento siempre sirve

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—dije—. No es suficiente, al menos porsí solo. También hace falta cambiar.Pero es un comienzo.

Exhaló un largo suspiro decansancio.

—El cambio no está en minaturaleza, Oree. El arrepentimiento eslo único que tengo.

Más silencio, durante más tiempo.—Quiero un poco más de eso —dije

al fin. Las palpitaciones de mi brazoestaban aumentando en intensidad. Elefecto del licor se me había pasado—.Pero será mejor que coma algo antes.

Así que Lúmino volvió aalimentarme con el pan y el agua que los

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habitantes de Pueblo Antepasado habíantraído como ofrenda. Esta vez tuve laprudencia de guardar un poco dellíquido en la boca y usarla paraablandar el incomible pan.

—Por la mañana harán sopa —dijo—. Les diré que nos traigan un poco. Lomejor es que no nos dejemos ver duranteuna temporada.

—Bien —suspiré—. ¿Y quéhacemos ahora? ¿Vivir aquí, entre losmendigos, hasta que los Luces Nuevasnos encuentren otra vez? Espero nomorir de una infección antes de que losasesinos de Madding acaben ante lajusticia. —Me froté el rostro con la

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mano sana. Lúmino me había dado otrotrago del ardiente licor y ya estabahaciéndome sentir cálida y liviana comouna pluma—. Dioses, espero que Lil seencuentre bien.

—Ambos son hijos de Nahadoth. Alfinal, será una mera cuestión de fuerza.

Sacudí la cabeza.—Dateh no… —Entonces lo entendí

—. Oh, eso explica muchas cosas. —Sentí que Lúmino me lanzaba una miradapenetrante. Bueno, ya era demasiadotarde para retirar lo dicho.

—Ella también es hija mía —dijo—.No la derrotará fácilmente.

Durante un momento, confundida, lo

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medité, preguntándome cómo habríanpodido tener un hijo el Señor de laNoche y el Padre Brillante. ¿O acasohablaba de manera figurada y contabacomo propios a todos sus hijos,independientemente de su auténticadescendencia?

Permanecimos un rato en silencio,oyendo cómo caía el rocío. Lúmino seacabó el pan y luego se recostó contra lapared de la caja. Yo seguí donde estabay me pregunté cuánto faltaría hasta elalba y si tenía sentido empeñarse envivir lo suficiente para verla.

—Ya sé a quién podemos pedirayuda —dije al fin—. No me atrevo a

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llamar a otro hijo de los dioses. Noquiero ser responsable de más muertesde ellos. Pero creo que hay algunosmortales lo bastante poderosos comopara enfrentarse a los Luces, si meayudas.

—¿Qué quieres que haga?—Llevarme al Parque de la Puerta.

Al Paseo. —El último sitio en el quehabía sido feliz—. Donde encontraron aRole. ¿Te acuerdas?

—Sí. Pero suele haber LucesNuevas por esa zona.

Sí. En aquella época del año, con elÁrbol a punto de florecer, todos losgrupos heréticos enviaban sus acólitos

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al Paseo, con la esperanza de convertir aalgunos de los peregrinos de la Dama asu propia fe. Era más fácil empezar congente que ya le había dado la espada aItempas el Brillante.

—Ayúdame a llegar hasta allí sinque nos vean —dije—. Al SalónBlanco.

No dijo nada. Al instante, los ojos seme llenaron de lágrimas,inexplicablemente. La embriaguez. Lascombatí.

Tengo que llegar hasta el final deesto, Lúmino. Tengo que asegurarme deque los Luces Nuevas son destruidos.Aún tienen mi sangre. Pueden hacer más

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flechas. Madding no es como Enefa. Élno volverá a la vida.

Aún lo veía en mi cabeza. «Siempresupe que eras especial», había dicho, ylo que de especial había en mí le habíacostado la vida. Su muerte tenía que serla última.

Lúmino se levantó, salió de la caja yse alejó.

No pude evitarlo. Cedí a laslágrimas, porque no podía hacer otracosa. No tenía fuerzas para llegar sola alPaseo, ni para eludir a los Luces durantemucho tiempo. Mi única esperanza erala Orden. Pero sin Lúmino…

Oí sus pesadas zancadas y, mientras

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me incorporaba y me secaba laslágrimas de la cara, contuve larespiración.

Algo pesado cayó delante de mí. Lotoqué, intrigada. Una capa. Apestaba asuciedad y a orina fermentada, pero alcomprender lo que pretendía quehiciéramos, me quedé helada.

—Póntela —dijo—. Vámonos.

El Paseo.El amanecer no había llegado aún,

pero el Paseo distaba mucho de estar ensilencio. Había grupos de gente en lascalles y en las esquinas, murmurando,algunos llorando, y por primera vez,

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reparé en la tensión que impregnaba laciudad, que debía de estar presentedesde que el sol se había teñido denegro el día antes. La ciudad nuncaestaba en silencio de noche, pero ajuzgar por los sonidos que arrastraba elviento, muchos de sus habitantes nohabían dormido. Un buen número deellos debían haberse levantado paraesperar el amanecer, acaso con laesperanza de ver un cambio en elaspecto del astro. No estaban por allílos vendedores habituales —y no habíanadie en la Avenida de las Artes, aunquetodavía era muy temprano para esto—,pero sí se oía a los peregrinos. Parecía

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que se habían congregado muchos másque de costumbre, de rodillas sobre losladrillos, murmurando sus plegarias a laDama Gris en su encarnación delamanecer. Con la esperanza de que lossalvara.

Lúmino y yo caminábamos condiscreción, pegados a los edificios enlugar de cruzar el Paseo. Esto habríasido más rápido —el Salón Blancoestaba justo enfrente de nosotros— perotambién habríamos llamado más laatención, a pesar de la multitud. Lamayoría de los habitantes de PuebloAntepasado sabían que no era prudenteentrar en las partes de la ciudad

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frecuentadas por los visitantes. Era elmejor modo de recibir las atenciones delos Guardianes de la Orden. Aquél iba aser un día muy tenso y había entre ellosmuchos jóvenes acalorados que novacilarían en llevarnos a Lúmino y a mía algún almacén vacío para darnos unescarmiento. Teníamos que llegar hastael Salón Blanco, donde tendríamos másprobabilidades de que se comportarancivilizadamente y nos dejaran pasar.

Me había librado de mi improvisadobastón, porque llamaba demasiado laatención. Además, apenas tenía fuerzaspara sujetarlo. Una fiebre habíaconsumido la escasa energía que había

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conseguido recuperar descansando enPueblo Antepasado, lo que nos obligabaa detenernos con frecuencia. Caminabadetrás de Lúmino, pegada a él, agarradaa su capa para no perderlo cuandopasaba por encima de un obstáculo orodeaba a los paseantes. Esto meobligaba a caminar encorvada yarrastrar un poco los pies, lo quereforzaba la verosimilitud de mi disfraz,aunque me había dado cuenta de queLúmino no había hecho lo mismo ycaminaba tan erguido y orgulloso comode costumbre. Con suerte, nadie sefijaría.

Tuvimos que detenernos un momento

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cuando apareció un grupo de genteencadenada que, armada con escobas,comenzó a limpiar los adoquines. Lamayoría de ellos eran personas quehabían contraído deudas y a las que sóloun paso separaba de Pueblo Antepasado.Seguían trabajando a pesar de la tensiónreinante. Como es natural, la Orden deItempas no alteraría las funcionescotidianas de la ciudad, ni siquiera bajola sentencia de muerte de un dios.

Cuando desaparecieron, Lúminoreanudó su camino… y de repente sedetuvo. Choqué con su espalda y meempujó con una mano al portal de unedificio. Por desgracia, me tocó el brazo

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herido al hacerlo. Logré contener lasganas de gritar, pero por muy poco.

—¿Qué sucede? —susurré una vezque logré recuperarme lo bastante comopara hablar. Aún jadeaba. Eso meayudaba a mantener a raya latemperatura de mi cuerpo.

—Más Guardianes de la Orden, depatrulla —dijo con voz tensa. El Paseodebía de estar a rebosar de ellos—. Nonos han visto. No te muevas.

Lo obedecí. Esperamos allí tantotiempo que Lúmino, como todos los díasal amanecer, comenzó a brillar.Irracionalmente, pensé que aquello iba aatraer a los Luces, a pesar de que nadie

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había visto nunca el resplandor de sumagia salvo yo. Aunque quizá esooperara a nuestro favor y atrajera aalgún hijo de los dioses.

Retrocedí con un movimientoconvulso, parpadeando y desorientada.Lúmino me ayudó a no caer sujetándomecontra la puerta.

—¿Qué pasa? —pregunté. Mispensamientos eran confusos.

—Te has desplomado.Aspiré hondo y un escalofrío

recorrió mi cuerpo sin que pudieracontenerlo.

—Sólo un poco más. Puedoconseguirlo.

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—Sería mejor que…—No —dije, tratando de hablar con

voz firme—. Llévame a la escalera,nada más Desde allí puedo seguir arastras si es necesario.

Era obvio que tenía sus dudas pero,como de costumbre, no dijo nada.

—No hace falta que vengas conmigo—dije una vez recuperada—. Tematarán.

Lúmino suspiró y me tomó la manoen mudo reproche. Reanudamos nuestrosilencioso avance.

El hecho de que llegáramos a laescalinata del Salón Blanco sincontratiempos fue tan increíble que, sin

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pensarlo, elevé una plegaria deagradecimiento a Itempas. Lúmino sevolvió y me miró un instante, antes deayudarme a subir.

Mi primera llamada a la gruesapuerta de metal no recibió respuestapero, claro, no había llamado muyfuerte. Al ver que trataba de levantar elbrazo de nuevo y me balanceaba sobrelos pies, Lúmino me tomó la mano yllamó él. Tres golpes atronadores, queparecieron resonar por el edificioentero. La puerta se abrió antes de quese hubieran esfumado los ecos deltercero.

—¿Qué demonios queréis? —

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preguntó un guardia con cara de fastidio.Al vernos, su fastidio aumentó—. Ladistribución de comida es a mediodía,como todos los días, en Pueblo —nosespetó—. Volved allí si no queréisque…

—Me llamo Oree Shoth —dije. Mequité la capucha para que pudiera verque era maroneh—. Maté a tresGuardianes de la Orden. Me habéisestado buscando. Y a él. —Señalé aLúmino con un gesto cansado—.Tenemos que hablar con el previtRimarn Dih.

Nos separaron y a mí me llevaron a

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una pequeña habitación con una silla,una mesa y una copa de agua. Me bebí elagua, supliqué un poco más al silenciosoguardia y, al ver que no respondía,apoyé la cabeza sobre la mesa y mequedé dormida. Estaba claro que no lehabían dado instrucciones sobre eso, asíque me dejó dormir algún tiempo. Luegome despertaron zarandeándome.

—Oree Shoth —dijo una vozfamiliar—. Qué sorpresa. Me han dichoque has pedido verme.

Rimarn. Nunca me había alegradotanto de oír su fría entonación.

—Sí —dije. Tenía la voz ronca,seca. Sentía calor por todas partes y

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estaba tiritando. Probablemente tuvieraun aspecto espantoso—. Hay unasecta… No son herejes, sino itempanos.Se llaman los Luces Nuevas. Uno de susmiembros es un escriba. Dateh. —Tratéde recordar el apellido de Dateh, perono pude. ¿Había llegado a decírmelo?Tampoco importaba—. Ellos lo llamanel nypri. Es un demonio, un demonio deverdad, como en las historias. Se hadedicado a capturar hijos de los diosesy asesinarlos. Fue él quien mató aRole… y a otros. —Se me agotaron lasfuerzas. Tampoco tenía muchas alcomenzar, razón por la que habíahablado lo más deprisa posible. Mi

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cabeza cayó sobre la mesa, que parecíaatraerla. Puede que me dejaran dormirun poco más.

—Una historia asombrosa —dijoRimarn después de un momento deperplejidad—. Asombrosa realmente.Pareces… angustiada, aunque podría serporque tu protector, el dios Madding, hadesaparecido. Esperábamos queapareciera su cuerpo, como los otrosdos que encontramos, pero de momentonada.

Lo dijo para hacerme daño, para vermi reacción, pero nada podía doler másque el hecho de la muerte de Madding.Suspiré.

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—Ina, probablemente, y Oboro.He… oído que habían desaparecido. —Puede que el descubrimiento de suscuerpos fuese lo que habíadesencadenado la dramática amenazadel Señor de la Noche.

—Tendrás que decirme dónde,puesto que esa información no la hemoshecho pública. —Oí el tamborileo desus dedos sobre la mesa—. Supongo quehas pasado unas semanas complicadas.Has estado escondida entre losmendigos, ¿no?

—No. Sí. Sólo hoy, quiero decir. —Levanté la cabeza y traté de orientarlahacia él. La gente me tomaba más en

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serio cuando parecía que los estabamirando. Deseaba que me creyera contodas mis fuerzas—. Por favor. Me daigual que vayáis vosotros mismos a porellos. Aunque creo que no deberíais.Dateh es poderoso y su esposa es unaArameri. Una purasangre.Probablemente tengan un ejército allíarriba. Los hijos de los dioses.Decídselo a ellos. A Nemmer.

—¿Nemmer? —Esto, por fin,pareció sorprenderlo. ¿Conocía aNemmer o había oído hablar de ella?Tendría sentido. Los Guardianes de laOrden debían conocer a los distintosdioses que vivían en Sombra. Supuse

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que mantendrían especialmente vigiladaa Nemmer, puesto que su naturaleza eraun desafío para el plácido y cómodoorden del Brillo.

—Sí —dije—. Madding estaba…Los dos estaban trabajando juntos. Paratratar de encontrar a sus hermanosdesaparecidos Estaba agotada—. Porfavor, ¿puedo tomar un poco de agua?

Durante un momento creí que no ibaa hacer nada. Entonces, para misorpresa, se levantó y se acercó a lapuerta de la habitación. Lo oí hablar conalguien que había fuera. Al cabo de unmomento volvió a la mesa y me puso enlas manos la copa, llena. Alguien más

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había entrado con él y se mantuvo juntoa la pared más lejana de la sala, pero yono sabía quién era. Probablemente, otroGuardián de la Orden.

Derramé la mitad del agua al tratarde levantar la copa. Al cabo de uninstante, Rimarn me la cogió de lasmanos y la llevó a mis labios. La apuré,lamí el borde y le dije:

—Gracias.—¿Cómo te hiciste esas heridas?—Saltamos desde el Árbol.—Que saltasteis… —Quedó un

momento en silencio y luego suspiró—.Quizá deberías empezar por elprincipio.

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La tarea de seguir hablando se mehizo un mundo, y negué con la cabeza.

—Entonces, ¿por qué deberíacreerte?

Sentí ganas de echarme a reír,porque no tenía respuesta para eso.¿Quería una prueba de que había saltadodel Árbol y había sobrevivido? ¿De quelos Luces no planeaban nada bueno?¿Qué lo convencería, verme morir allímismo?

—No hacen falta pruebas, previtDih. —Una nueva voz. Al oírla, mesobresalté, porque la había reconocido.Oh, dioses, la había reconocidoperfectamente—. Es suficiente con la fe

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—dijo Hado, maestro de iniciados delos Luces Nuevas. Sonrió—. ¿No es así,Eru Shoth?

—No. —Habría querido levantarmede un salto y echar a correr. Pero loúnico que podía hacer era lloriquear ysentir desesperación—. No, ha faltadotan poco…

—Lo has hecho mejor de lo queimaginas —dijo mientras se meacercaba y me daba unas palmaditas enel hombro. Era el hombro del brazoherido, que se me había hinchado yestaba ardiendo—. Oh, no estás bien.Previt, ¿por qué no han pedido undoblahuesos para esta mujer?

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—Me disponía a hacerlo, señorHado —dijo Rimarn. Había cólera en sutono, por debajo del cuidadoso respetode sus palabras. «¿Qué…?».

Hado resopló ligeramente y llevó eldorso de su mano a mi frente.

—¿Está preparado el otro? No creoque pueda someterlo a la fuerza.

—Si lo preferís, mis hombrespueden llevároslo luego. —Pudepercibir en su tono la sonrisa glacial quehabía esbozado—. Nos aseguraremos deque esté convenientemente amansado.

—Gracias, pero no. Tengo órdenes yno me sobra el tiempo. —Una mano mecogió por el brazo sano e hizo que me

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levantara—. ¿Puedes andar, Oree?—¿Adónde…? —Me costaba

respirar. El miedo me carcomía, pero loque más me confundía era laconversación. ¿Iba Rimarn a entregarmea los Luces? ¿Desde cuándo servía laOrden de Itempas a una secta? Nada deaquello tenía sentido—. ¿Adónde mellevas?

Ignoró mi pregunta y tiró de mí, asíque no me quedó más remedio queseguirlo arrastrando los pies. Tenía queir despacio porque, de lo contrario, nohabría podido ir con él. Una vez fuerade la habitación, se nos unieron otrosdos hombres, uno de los cuales me

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agarró por el brazo lastimado antes deque pudiera esquivarlo. Grité.

—Mírala, idiota —lo increpó Hado—. Ten más cuidado. —Con esto, elhombre me soltó, pero su compañerosiguió atenazándome el brazo sano. Y deno haber sido así, creo que no habríapodido mantenerme en pie.

—Yo la cojo —dijo Lúmino yparpadeé, al darme cuenta de que todose había puesto gris de nuevo. Entonces,unos brazos fuertes me levantaron yvolví a sentir la misma calidez que sihubiera estado sentada bajo los rayosdel sol. Y aunque no tendría que habersido así, me sentí a salvo, y volví a

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quedarme dormida.

El despertar, esta vez, fue muydiferente.

Para empezar, tardó mucho. Era muyconsciente de esto mientras pasaba de laquietud del sueño a la alerta de lavigilia, sin que mi mente lo siguiera.Permanecí allí, sintiendo el silencio, lacalidez y la comodidad, recordando loque me había sucedido de un mododistante y desapegado, pero incapaz demoverme. No me parecía algo alarmanteo que me incapacitara. Sólo extraño. Asíque me dejé llevar, ya no cansada sinoimpotente, mientras mi carne insistía en

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tomarse su tiempo en despertar.Al fin, sin embargo, logré inhalar

profundamente. Esto me sobresaltóporque no me dolió. El dolor, que habíaestado acrecentándose en el costadodonde creía haberme roto las costillas,había desaparecido. Esto resultaba tansorprendente que volví a respirar hondo,moví un poco la pierna y finalmente abrílos ojos.

Podía ver.La luz me rodeaba por todas partes.

Las paredes, el techo… Volví la cabeza:el suelo también. Todo brillaba. Era unextraño material sólido, parecido a lapiedra pulida o el mármol, pero

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brillante y blanco, con su propia magiainterior.

Volví la cabeza. (Nueva sorpresa:tampoco este gesto me dolió). Unenorme ventanal, desde el suelo al muyalto techo, dominaba una de las paredes.No podía ver más allá de él, pero elcristal despedía un tenue resplandor. Elmobiliario de la habitación —untocador, dos sillas enormes y un altar enun rincón— no brillaba. Sólo podíaverlo como una serie de contornososcuros, perfilados por el blanco de lasparedes y el suelo. Supuse que nisiquiera allí podía ser todo mágico. Lacama en la que estaba tendida era

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oscura, una forma en negativo recortadacontra el pálido suelo. Y en las paredes,subiendo y bajando en líneas curvas sinorden aparente, había largas manchas deun material más oscuro que no separecía a nada que hubiese visto hastaentonces. Aquel material tambiénbrillaba, con un tenue tono verde que, dealgún modo, me resultaba familiar.Magia de un tipo distinto.

—Estás despierta —dijo Hadodesde una de las sillas. Di un respingo,porque no había visto la silueta de suspiernas contra el suelo.

Se levantó y se acercó, y al hacerlo,reparé en otra cosa extraña. Aunque los

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objetos no mágicos que había en lahabitación aparecían como manchasoscuras en mi visión, a Hado le sucedíalo mismo, sólo que con mayorintensidad. Era una diferencia sutil,perceptible únicamente cuando se movíapor delante de algo que tenía su mismatonalidad oscura.

Entonces, se inclinó sobre mí, alargóuna mano hacia mi frente y me acordé deque era uno de los que habían matado aMadding. Aparté su mano de unmanotazo.

Permaneció inmóvil un momento yluego se rió por lo bajo.

—Y veo que te sientes más fuerte.

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Está bien. Si te levantas y te vistes,tienes una cita con alguien muyimportante. Y si te muestras educada ytienes suerte, puede incluso queresponda a tus preguntas.

Me incorporé con el ceño fruncido ysólo entonces, tardíamente, me di cuentade que tenía un peso en el brazo. Alexaminarlo, descubrí que me habíansujetado y entablillado el antebrazo condos largas barras de metal, que luegohabían sujetado fuertemente con unasvendas. Aún me dolía, descubrí al tratarde doblarlo. Una fuerte molestia sepropagó por mis músculos. Pero erainfinitamente mejor que antes.

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—¿Cuánto llevo aquí? —pregunté, apesar de que temía la respuesta. Estabalimpia. Hasta la sangre seca que se mehabía metido debajo de las uñas habíadesaparecido. Alguien me habíarecogido el pelo en una pulcra coleta.No tenía vendas en las costillas ni en lacabeza. Esas heridas estaban totalmentecuradas.

Algo así llevaba días. Semanas.—Te trajeron aquí ayer —dijo

Hado. Dejó algo de tela sobre miregazo. Lo toqué y supe al instante queno eran prendas como las que me dabanlos Luces. El material que tenía bajo losdedos era mucho más fino y suave—. La

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mayoría de tus lesiones no han supuestoproblema alguno, pero el brazorequerirá unos cuántos días más. Tencuidado con la escritura.

—¿La escritura? —Pero en esemomento, al levantar la manga delcamisón que llevaba, lo vi. Remetidoentre las vendas, había un pequeñocuadrado de papel, en el que se podíanver tres signos entrelazados. Loscaracteres brillaban contra mi siluetaobrando su magia, fuera la que fuese,con su mera existencia.

Los doblahuesos usaban a vecesalgún que otro símbolo, por lo generallos más conocidos o los de trazo más

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sencillo, pero nunca palabras enteras.Algo tan complejo e intrincado tenía queser obra de un escriba y ese tipo deescrituras costaban una fortuna.

—¿Qué pasa aquí, Hado? —Volví lacabeza para seguirlo mientras seacercaba a una ventana. Ahora que sabíaque tenía que buscar una oscuridadcaracterística, era fácil de localizar—.Esto no es la Casa del Amanecer. ¿Quésucede? Y tú… ¿quién diablos eres tú?

—Creo que el término más corrientees «espía», Orce.

Eso no era lo que yo había queridopreguntarle, pero me distrajo.

—¿Un espía? ¿Tú?

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Profirió una suave carcajada,desprovista de humor.

—El secreto para ser un espíaeficaz, Oree, es creer en el papel queinterpretas y no abandonar nunca tupersonaje. —Se encogió de hombros—.Entiendo que no me tengas simpatía porello, pero hice todo lo que pude pormanteneros a ti y a tus amigos con vida.

Mis manos se tensaron sobre lassábanas al pensar en Madding. Pues nohiciste un trabajo muy bueno.

—Hice un trabajo excelente,considerándolo todo, pero puedesculparme por la muerte de tu amante siasí te sientes mejor. Su tono revelaba

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que le daba igual que lo hiciera o no—.Cuando tengas tiempo para pensar unpoco sobre ello, te darás cuenta de queDateh lo habría matado de todos modos.

Nada de aquello tenía sentido.Aparté la colcha y traté de levantarme.Aún estaba débil. No había magia quepudiera arreciar eso. Pero tenía másfuerzas que antes, un claro indicio derecuperación. Tardé dos intentos enconseguirlo, pero cuando me levanté, nome balanceé. Me cambié el camisón porla ropa que me había traído sin perderun instante. Una blusa y una faldaelegantemente larga, mucho másparecida a mi propio estilo que la ropa

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informe que usaban los Luces. Meestaban perfectamente, incluidos loszapatos. También había un cabestrillopara mi brazo, que me alivió mucho elpersistente dolor una vez que conseguíaveriguar cómo ponérmelo.

—¿Lista? —preguntó, y me cogió elbrazo antes de que tuviera ocasión deresponder—. Vamos, pues.

Salimos de la habitación ycaminamos por largos pasillos curvosque yo podía ver en su totalidad. Laselegantes paredes, el techo redondeado,el suelo pulido como un espejo…Mientras subíamos por una escalera depeldaños anchos y bajos, frené el paso y

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traté de acostumbrarme, por elprocedimiento de prueba y error, adeterminar las alturas usando mis ojosen lugar del bastón. Una vez queconseguí dominar la técnica, descubríque no necesitaba la mano de Hadosobre mi brazo para guiarme. Y al finalme solté y disfruté de la novedosaexperiencia de moverme sin la ayuda denadie. Durante toda mi vida había oídotérminos misteriosos como «percepciónde la profundidad» y «panorama», peronunca había llegado a entenderlos deltodo. Ahora me sentía como una personavidente, o al menos como siempre habíapensado que se sentirían ellas. Podía

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verlo todo, salvo la sombra con formade hombre que era Hado a mi lado y lassombras que, en ocasiones, pasaban anuestro lado, la mayoría de ellos conprisa y sin decir nada. Yo me losquedaba mirando sin el menor disimulo,incluso cuando las sombras volvían lacabeza y me devolvían la mirada.

Entonces, una mujer pasó cerca denosotros. Pude echar un buen vistazo asu frente y me detuve en seco.

Un sello de sangre de los Arameri.No era el mismo que el de Serymn.

Éste tenía una forma diferente y susignificado era un misterio para mí. Serumoreaba que la servidumbre de los

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Arameri estaba formada por otrosArameri, sólo que de parentesco máslejano. Pero todos ellos estabanmarcados conforme a un códigoesotérico que únicamente los miembrosde la familia comprendían.

Hado se detuvo también.—¿Qué sucede?Impulsada por una sospecha

creciente, me aparté de él paraacercarme a una de las paredes y toquéla mancha verde que veía sobre ella. Erairregular, de textura rugosa y dura. Meincliné y la olí. El aroma era tenue peroinconfundiblemente familiar: la dulcemadera viviente del Árbol del Mundo.

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Estaba en el Cielo. En el palaciomágico de los Arameri. Aquello era elCielo.

Hado se me acercó por detrás, peroesta vez no dijo nada. Simplemente, medejó asimilar la verdad. Y al fin,comprendí. Los Arameri habían estadovigilando a los Luces Nuevas, quizá acausa de la implicación de Serymn oquizá conscientes de que entre todos losgrupos heréticos, era el que másprobabilidades tenía de convertirse enuna amenaza para la Orden de Itempas.Me había intrigado la extraña manera dehablar de Hado. Como la de un noble.Como la de un hombre que ha pasado

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toda su vida rodeado de poder.¿También él era un Arameri? No teníaninguna marca, pero quizá se pudieranborrar.

Se había infiltrado en el grupo pororden de los Arameri. Debía de haberlesadvertido de que los Luces eran máspeligrosos de lo que parecían. Peroentonces…

Me volví hacia él.—Serymn —dije—. ¿También ella

es una espía?—No —respondió—. Es una

traidora. Si es que en esta familia se lepuede llamar eso a alguien. —Seencogió de hombros—. Rehacer la

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sociedad es una especie de tradiciónentre los Arameri. Cuando lo consiguen,se hacen con el gobierno. Cuando Iracasan, mueren. Como pronto descubriráSerymn.

—¿Y Dateh? ¿Qué es él? ¿Un peóninconsciente?

—Ahora mismo un cadáver, espero.Las tropas de los Animen lanzaron elataque contra la Casa del Amaneceranoche.

Me quedé boquiabierta. Él sonrió.—Vuestra fuga me concedió la

oportunidad que había estado esperando,Oree. Aunque mi posición como maestrode los iniciados me daba acceso al

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círculo interno de los Luces, no podíacomunicarme con nadie de fuera de lacasa sin levantar sospechas. CuandoSerymn envió a casi todos los Luces envuestra busca, pude enviar un mensaje aciertos amigos, que se aseguraron de quela información llegara a los oídosapropiados. —Hizo una pausa—. LosLuces tenían razón en una cosa: losdioses tienen razones sobradas paraestar furiosos con los mortales y lasmuertes de sus parientes no hancontribuido mucho a cambiar este hecho.Los Arameri, conscientes de ello, hantomado las medidas necesarias paracontrolar la situación.

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Mi mano comenzó a temblar sobre lacorteza del Árbol. Nunca me había dadocuenta de que el Árbol creciera a travésdel palacio, integrado en él. En lasraíces, la corteza era más áspera y teníacavidades más profundas que la longitudde mi mano. En la parte superior deltronco, esta misma corteza, formada porfinas líneas, era casi suave. La acariciécon gesto ausente, en busca de consuelo.

—El señor Arameri —dije. T'vrilArameri, jefe de la familia quegobernaba el mundo—. ¿Es él a quienme llevas a ver?

—Sí.Había caminado entre dioses

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ejerciendo la magia que habíanconcedido a mis antepasados. Los habíatenido en mis brazos, había sentidocómo empapaba su sangre mis manos,los había temido y había sido objeto desu temor. ¿Qué era un mortal comparadocon todo eso?

—Muy bien. —Me volví de nuevohacia Hado, quien me ofreció el brazo.Pasé a su lado sin aceptarlo, lo que lehizo suspirar y sacudir la cabeza.Entonces me alcanzó y, juntos,continuamos por aquellos pasillosblancos y resplandecientes.

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UNA CADENADORADA

Grabado sobre metal

T'vril Arameri era un hombre muyocupado. Mientras caminábamos por ellargo pasillo en dirección a lasimponentes puertas que conducían a susala de audiencias, éstas se abrieronvarias veces para dejar entrar o salir aapresurados sirvientes o cortesanos. La

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mayoría de ellos llevaban pergaminos, aveces varios a la vez. Algunos de ellosportaban unas cosas largas y afiladasque supuse que eran espadas o lanzas.Un número aún mayor vestía con granelegancia y exhibía en la frente la marcade los Arameri. Nadie se paraba en elpasillo para conversar, aunque algunosde ellos iban hablando mientrascaminaban. Oí la lengua senmita,aderezada por acentos exóticos: narshes,min, veln, mencheyev y otros que noreconocí.

Un hombre ocupado, que valoraba ala gente útil. Algo que conveníarecordar si esperaba obtener su ayuda.

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Al llegar a las puertas, nosdetuvimos mientras Hado anunciabanuestra presencia a las dos mujeres quese encontraban allí. Deduje que eranoriundas del Alto Norte por el hecho deque eran más bajas que la media y teníansu característico cabello liso, quellevaban recortado a la longitud justapara que yo pudiera percibir cómo sebalanceaba. A primera vista no parecíanguardias —no llevaban ningún arma queyo pudiera ver, aunque podían tenerescondida alguna de pequeño tamaño, opegada al cuerpo—, pero había algo enla posición de sus hombros que revelabasu cometido. No eran Arameri, ni

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siquiera amn. ¿Estaban allí, entonces,para proteger al señor de su propiafamilia? ¿O su presencia respondía aotra razón?

Una de las mujeres entró paraanunciarnos. Un momento después, salióotro grupito de gente y pasó en fila anuestro lado. Me miraron sin disimularsu interés. También miraron a Hado, mefijé, sobre todo los dos purasangres quesalieron juntos e inmediatamente sepusieron a cuchichear. Miré de soslayoa Hado, que ni siquiera parecía haberlesvisto. Me habría gustado tocarle la cara,porque transmitía todo él un aire desatisfacción que yo no sabía muy bien

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cómo interpretar.La mujer salió de la sala y, sin decir

palabra, nos abrió la puerta para queentráramos. Seguí a Hado al interior.

La cámara de audiencias era grandey de paredes altas. Dos enormesventanales, cada uno de ellos de variospasos de ancho y dos veces más altosque Lúmino, dominaban las paredes aambos lados de la puerta. Al caminar, eleco de nuestros pasos resonaba en lasparedes, a gran altura. Estaba demasiadonerviosa para mirar hacia allí. El únicomueble que contenía la habitación, unagran silla maciza como un bloque,descansaba en el punto más alejado de

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la puerta, sobre una plataformaescalonada. Y aunque no podía ver a lapersona que la ocupaba, sí que oía queestaba escribiendo sobre un papel. Elraspar de la pluma resultaba casiestrepitoso en el silencio de la sala.

También pude ver su sello desangre, una marca más extraña queninguna otra que jamás hubiera visto:una media luna vuelta hacia abajo yescoltada a ambos lados por sendosgalones.

Esperamos en silencio a queterminara lo que estaba haciendo.Cuando dejó su pluma a un lado, Hadohincó una rodilla con la cabeza gacha.

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Sin perder un instante, lo imité.Al cabo de un instante, el señor

T'vril dijo:—A los dos os alegrará saber,

supongo, que la Casa del Amanecer yano existe. Su amenaza ha sido conjurada.

Parpadeé por la sorpresa. La voz delseñor de los Arameri era suave, baja ycasi musical, aunque sus palabras fuerantodo lo contrario. Tenía muchas ganasde preguntar qué quería decir«conjurada», pero sospechaba quehacerlo sería una estupidez.

—¿Y Serymn? —preguntó Hado—.Si se me permite la pregunta…

—La están trayendo aquí. Aún no

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han capturado a su marido, pero losescribas dicen que es sólo cuestión detiempo. A fin de cuentas, no somos losúnicos que lo estamos buscando.

Sus palabras me intrigaron por unmomento, pero entonces comprendí: porsupuesto, habría informado a los hijosde los dioses. Me aclaré la garganta, sinsaber cómo plantear una pregunta sinofender al más poderoso de loshombres.

—Puedes hablar, Eru Shoth.Titubeé un instante al comprender

que se trataba de otra pista en la que nome había fijado: Hado utilizaba lasformas de cortesía maroneh. Era la clase

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de cosas que se hacen cuando uno tratacon gente de tierras extranjeras para serdiplomático. Un hábito Arameri.

Aspiré hondo.—¿Y los hijos de los dioses que

estaban prisioneros de los LucesNuevas, señor Arameri? ¿Los hanrescatado?

—Hemos encontrado varioscuerpos, tanto en la ciudad, donde losarrojaron los Luces, como en la casa.Los otros hijos de los dioses se estánocupando de los restos.

Cuerpos. Sin darme cuenta, me loquedé mirando con la boca abierta.¿Había más de cuatro cuerpos? Dateh

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había estado ocupado.—¿Quiénes son? —Oí en mi mente

la respuesta a mi pregunta: Paitya. Kitr.Basur. Lil.

Madding.—Aún no me han informado de los

nombres. Aunque sí sé que el llamadoMadding era uno de ellos. Creo que eraimportante para ti. Lo lamento mucho.

Bajé los ojos y musité algo.Entonces, T'vril Arameri cruzó las

piernas y entrelazó los dedos, o almenos eso deduje por sus movimientos.

—Pero eso me deja un dilema, EruShoth: qué hacer contigo. Por un lado,has prestado un gran servicio al mundo

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al descubrir los planes de los LucesNuevas. Por otro, eres un arma y no haymayor estupidez que dejar un armadonde cualquiera puede recogerla yutilizarla.

Volví a bajar la cabeza, más inclusoque antes, hasta que mi frente estuvopegada al suelo frío y resplandeciente.Había oído que así era como se hacíapenitencia ante los nobles y si yo mesentía algo en aquel momento, era unapenitente. «Cuerpos». ¿Cuántos deaquellos hijos de los dioses muertos yprofanados habían sido asesinados pormi sangre y no por la de Dateh?

—Claro que —dijo el señor de los

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Arameri— mi familia conoce desdehace mucho tiempo el valor de las armaspeligrosas.

Pegada al suelo, mi frente se arrugópor la confusión.

«¿Qué…?».—Los dioses saben ahora que los

demonios aún existen —dijo Hado enmedio de mi sorpresa. Su tono era decautelosa neutralidad—. Esto no es algoque les podáis ocultar.

—Y les vamos a entregar undemonio —dijo el señor de los Arameri—. El responsable de asesinar a susfamiliares. Eso los dejará satisfechos…y te dejará a ti, Eru Shoth, para nosotros.

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Me incorporé lentamente,temblorosa.

—No… no entiendo. —Pero sí quelo entendía. Dioses… Sí que loentendía.

El señor de los Arameri se levantó,una mera silueta contra el pálido brillode la sala. Mientras bajaba los peldañosde la plataforma, vi que era un hombreesbelto, muy alto a la manera de losamn, ataviado con un pesado manto.Tanto éste como su cabello largo sueltoy rizado, recogido en una coleta, loseguían como un rastro sobre lospeldaños mientras se me acercaba.

—Si el pasado nos ha enseñado

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alguna lección, es que los mortalesestamos al final de una corta eimplacable jerarquía —dijo, todavíacon aquella voz cálida y casi amable—.Por encima de nosotros están los hijosde los dioses y por encima de ellos, losdioses… y no les gustamos, Eru Shoth.

—Con razón —subrayó Hado,arrastrando las palabras.

El señor de los Arameri lo miró dereojo sin, para mi sorpresa, ofendersede manera visible por sus palabras.

—Con razón. Pero aun así, seríamosunos estúpidos si no buscáramos algúnmedio para protegernos. —Hizo ungesto, dirigido, creo, a las ventanas y el

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sol ennegrecido que había tras ellas—.El arte de los escribas nació de esepropósito, hace mucho tiempo entrenuestros antepasados, aunque hastaahora no le haya servido de mucho a lahumanidad frente a los dioses. Tú, encambio, has sido mucho más efectiva.

—Queréis usarme igual que losLuces —dije, y al hacerlo se me quebróla voz—. Queréis que mate a los diosespara vosotros.

—Únicamente si ellos nos obligan—dijo el Arameri. Y entonces, en ungesto que me dejó aún más anonadada,se arrodilló delante de mí—. No seríaesclavitud —dijo, y su voz era delicada.

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Amable—. Esa época de nuestra historiaha pasado. Te pagaremos, como acualquiera de los soldados y escribasque luchan para nosotros. Tebrindaremos un techo y protección. Loúnico que te pedimos es que nos des unpoco de tu sangre… y que permitas quelos escribas te inscriban una marca en elcuerpo. No te mentiré sobre el propósitode esa marca, Eru Shoth, es una correa.Por medio de ella sabremos si se havertido tu sangre en cantidad suficientepara representar un peligro. Sabremosdónde estarás en el caso de que vuelvana secuestrarte. O si intentas huir… ytambién podremos usarla para quitarte la

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vida si es necesario. Rápidamente, sindolor y de manera irrevocable, desdecualquier distancia. Tu cuerpo seconvertirá en cenizas para que nadiemás pueda utilizar tus… propiedadesúnicas. —Suspiró—. No seráesclavitud, pero tampoco serástotalmente libre. La decisión es tuya.

Estaba muy cansada. Muy cansadade todo aquello.

—¿Decisión? —pregunté. Mi vozme sonó apagada a mí misma—. ¿Vivircon una correa o morir? ¿Ésa es laelección que me proponéis?

—Demuestro generosidad alofrecértela, Eru Shoth. —Estiró un brazo

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y me puso una mano en el hombro. Creoque pretendía ser tranquilizador—.Podría imponerte fácilmente mivoluntad.

«Como los Luces Nuevas», pensé endecir, pero no era necesario. Él sabíaperfectamente que el trato que me habíaofrecido era un engaño. Los Aramericonseguirían lo que querían de cualquiermodo. Si elegía la muerte, extraeríantoda la sangre de mi cuerpo y laalmacenarían para poder usarla en elfuturo. Y si vivía… Estuve a punto dereírme al comprender una cosa.Querrían que tuviese hijos, ¿no? Puedeque los Shoth se convirtieran en una

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sombra de los Arameri: privilegiados,protegidos, con nuestra especialcondición grabada de manerapermanente en nuestros cuerpos. Nuncavolveríamos a tener una vida normal.

Abrí la boca para decirle que no,que no aceptaba la vida que me ofrecía.Entonces me acordé: ya le habíaprometido mi vida a otro.

Eso sería mejor, decidí. Al menoscon Lúmino moriría según mis propiostérminos.

—Querría… algún tiempo parapensarlo —me oí decir desde muy lejos.

—Claro —dijo el señor de losArameri. Se levantó y me soltó—.

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Puedes quedarte aquí otro día, comoinvitada nuestra. Mañana por la tardeespero tu respuesta.

Un día era más que suficiente.—Gracias —dije. El eco de mis

palabras resonó en mis oídos. Tenía elcorazón encogido.

Se dio la vuelta en un gesto quesignificaba claramente que nosdespedía. Hado se levantó, me indicócon un ademán que hiciera lo propio e,igual que habíamos entrado, salimos ensilencio.

—Quiero ver a Lúmino —dije alvolver a mi cuarto. Otra celda, aunque

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más bonita que la última. No creía quelas ventanas del Cielo se rompieran tanfácilmente. Pero no pasaba nada. Notendría que intentarlo.

Hado, que se había acercado a laventana, asintió.

—Veré si puedo encontrarlo.—¿Qué pasa, es que no lo tenéis

encerrado?—No. Es el dueño y señor del

Cielo, por decreto del señor Arameri.Ha sido así desde que se transformó enmortal aquí mismo, hace diez años.

Yo estaba sentada a la mesa delcuarto. Había una comida ante mí, perono la había tocado.

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—¿Se convirtió en mortal… aquí?—Oh, sí. Todo sucedió aquí… El

nacimiento de la Dama Gris, laliberación del Señor de la Noche y laderrota de Itempas, en una sola mañana.

«Y la muerte de mi padre», añadiómi mente.

—Luego la Dama y el Señor de laNoche lo dejaron aquí. —Se encogió dehombros—. Y entonces fue cuandoT'vril le ofreció su cortesía. Creo quealgunos de los Arameri esperaban quetomara las riendas de la familia y lallevara a una nueva época de esplendor.Pero él no hizo ni dijo nada.Simplemente permaneció sentado en una

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habitación durante seis meses. Murió desed una o dos veces, según he oído,antes de comprender que ya no lequedaba alternativa, por lo que a lacomida y la bebida se refiere. —Suspiró—. Entonces, un día, se levantó y semarchó sin más, sin advertir a nadie ysin despedirse. T'vril ordenó que lobuscaran, pero nadie logró encontrarlo.

Porque se había ido a PuebloAntepasado, comprendí. A los Aramerinunca se les habría ocurrido buscar a sudios allí.

—¿Cómo sabes todo eso? —Fruncíel ceño—. No llevas una marcaArameri.

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—Aún no. —Se volvió hacia mí yme dio la impresión de que sonreía—.Pero pronto la llevaré. Ése fue el tratoque hice con T'vril: si demostraba mivalía, la familia me adoptaría comopurasangre. Y creo que eliminar unaamenaza para los dioses debería bastarcomo prueba.

—Adoptarte… —Ni siquiera sabíaque tal cosa fuese posible—. Pero…bueno… no parece que esta gente teguste mucho.

Se rió por lo bajo y, una vez más, measaltó una extraña sensación sobre él, lade que poseía una sabiduría mayor de laque le correspondía por su edad. Era

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algo oscuro y muy extraño.—Érase una vez —dijo— un dios

encerrado en este palacio. Era un diosterrible, hermoso y colérico, y de noche,cuando merodeaba por estos pasillosblancos, todo el mundo lo temía. Pero denoche el dios dormía. Y el cuerpo, lacarne mortal que era la cadena de sucautiverio, tenía vida propia.

Inhalé al comprender, aunque noterminaba de creerlo. Se refería alSeñor de la Noche, claro… pero ¿elcuerpo en el que dormía durante el díaera…?

Cerca de la ventana, Hado cruzó losbrazos. Lo vi con facilidad, a pesar de

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la oscuridad de la ventana, porque sucuerpo era aún más oscuro.

—Como vida no valía gran cosa, nocreas —dijo—. La gente que temía aldios no temía al hombre. Prontodescubrieron que podían hacerle cosasque el dios no habría tolerado. Así queel hombre la vivía a saltos, nacido cadaamanecer, muerto cada puesta de sol. Ydetestaba cada minuto de ella. Durantedos mil años.

Me miró de nuevo. Le devolví lamirada, boquiabierta.

—Hasta que de repente, un día, elhombre quedó libre. Abrió los brazos—.Se pasó la primera noche de su

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existencia mirando las estrellas ysollozando. Pero a la mañana siguientese dio cuenta de algo. Aunque por finpodía morir, como llevaba siglosdeseando, ya no quería. Al fin se lehabía concedido una vida, una vidapropia. Sueños propios. Habría sido…un error… desperdiciar todo eso.

Me pasé la lengua por los labios ytragué saliva.

—Lo… lo… —Me detuve. Habíaestado a punto de decir «lo entiendo»,pero no era verdad. Ningún mortal, yseguramente ningún dios, podía entenderla vida de Hado. «Hijos de Nahadoth»,había llamado Lúmino a Lil y Dateh.

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Allí estaba otro de los hijos deNahadoth, más extraño aún que el resto.

—Me doy cuenta —dije—. Pero…—Hice un gesto dirigido a las paredesdel Cielo— ¿esto es una vida? ¿No seríamejor algo más normal…?

—Me he pasado toda la vida alservicio del poder. Y he sufrido porello… Más de lo que puedes imaginar.Ahora soy libre. ¿Debería irme alcampo, construir una casa y cultivarverduras? ¿Encontrar una mujer a la quepueda soportar y criar una camada deniños? ¿Convertirme en un plebeyocomo tú, pobre e impotente? —Fruncí elceño sin poder evitarlo. Él volvió a

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reírse por lo bajo—. El poder es loúnico que conozco. Seré un buen cabezade familia, ¿no crees? Cuando seapurasangre.

Parecía sincero y eso era lo másterrorífico.

—Creo que el señor Arameri seríaun necio si te deja acercarte a él —dijelentamente.

Hado sacudió la cabeza, divertido.—Iré a buscar al señor Itempas.Qué chocante resultaba oír que

llamaban así a Lúmino. Asentí con gestoausente mientras Hado se dirigía haciala puerta. Entonces, cuando estaba juntoa ella, se me ocurrió una idea.

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—¿Qué harías tú? —pregunté—. Siestuvieras en mi lugar, ¿qué elegirías?¿Una vida con cadenas o la muerte?

—Yo habría dado gracias por tenerla posibilidad de elegir.

—Eso no es una respuesta.—Por supuesto que sí. Pero si

quieres saberlo, habría escogido la vida.Siempre que existiera una opción, habríaescogido la vida.

Fruncí el ceño mientras lo meditaba.Hado vaciló un instante y luego volvió ahablar.

—Has pasado mucho tiempo entrelos dioses, Eru Shoth. ¿No te has dadocuenta? Ellos viven para siempre, pero

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muchos son aún más solitarios ydesgraciados que nosotros. ¿Por quécrees que pierden el tiempo connosotros? Porque les enseñamos el valorde la vida. Así que yo viviría, aunquesólo fuese para fastidiarlos. —Soltó unacarcajada sin alegría antes de suspirar yofrecerme una reverencia irónica—.Buenas tardes.

—Buenas tardes —dije. Y despuésde que se marchara, estuve sentadadurante largo rato, pensando.

Comí algo, más por costumbre quepor necesidad, y finalmente eché unacabezada. Al despertar, Lúmino estaba

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allí.Oí su respiración al incorporarme,

ojerosa y entumecida. A pesar de todolo que había pasado, me había quedadodormida sobre la mesa, entre los restosde la comida, con la cabeza apoyada enel brazo sano. Al levantarla, me golpeécontra la mesa con el cabestrillo, peroeso no me provocó más que una pequeñapunzada de dolor. El sello casi habíaterminado su trabajo.

—Hola —dije—. Gracias pordejarme dormir. —No respondió nada,cosa que no me sorprendió—. ¿Qué teha pasado?

Se encogió de hombros. Estaba

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sentado frente a mí, lo bastante cercapara que pudiera oír sus movimientos.

—Me han hecho algunas preguntasen el Salón Blanco. Luego hemos venidoaquí.

«Obviamente». No lo dije, porquecon él había que aceptar cosas así.

—¿Y dónde fuiste después de que tetrajeran aquí?

En mi fuero interno aposté a que ibaa decir «a ningún sitio».

—A ningún sitio importante.Sonreí sin poder evitarlo. Fue

agradable, porque hacía mucho tiempoque no sentía el deseo de hacerlo.Aquello me recordó a días ya pasados, a

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una vida ya desaparecida, cuando misúnicas preocupaciones eran ponercomida en mi mesa e impedir queLúmino se desangrara sobre mialfombra. Sentí por él algo parecido alafecto por recordarme aquellos tiempos.

—¿Hay algo que te importe? —pregunté sin dejar de sonreír—. ¿Algunacosa?

—No —respondió. Su voz eramonocorde, carente de toda emoción.Fría. Empezaba a comprender lo que lepasaba a un ser como él, que había sidola encarnación del calor y la luz.

—Embustero —dije.No respondió. Recogí el cuchillo de

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postre que me habían dado para comer.Me agradaba la textura ligeramentetosca de la empuñadura de madera. Mehabría esperado algo más elegante en elCielo, porcelana, quizá o plata. Nada tancomún y práctico como la madera.Puede que fuese una madera noble.

—Te preocupan tus hijos —dije—.Te daba miedo que Dateh le hicieradaño a tu antiguo amante, el Señor de laNoche, así que parece que él también tepreocupa. Hasta podría llegar a gustartela nueva Dama, si le dieras la ocasión.Y si ella estuviera dispuesta a darte unaoportunidad.

Más silencio.

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—Creo que te importan muchas máscosas de las que te gustarían. Creo queaún tienes una vida por vivir.

—¿Qué quieres de mí, Oree? —preguntó. Parecía… Frío no, ya no. Sólocansado. Volví a oír las palabras deHado: «Son aún más miserables quenosotros». En el caso de Lúmino, podíacreerlo.

Al oír su pregunta, sacudí la cabezay me eché a reír un poco.

—No lo sé. Siempre espero que melo digas tú. A fin de cuentas, eres eldios. Si te rezara pidiéndote consejo ydecidieras responderme, ¿qué medirías?

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—No te respondería.—¿Porque no te importa? ¿O porque

no sabrías qué decir?Más silencio.Dejé el cuchillo, me levanté y rodeé

la mesa. Al encontrarlo, le toqué la cara,el pelo y las líneas del cuello. Élpermaneció sentado sin hacer nada,esperando, pero yo sentí la tensión quelo dominaba. ¿Lo atormentaba la idea dematarme? Deseché el pensamiento,tomándolo por una muestra de vanidad.

—Cuéntame qué pasó —dije—.¿Qué te hizo así? Quiero entenderlo,Lúmino. Mira, Madding te amaba… —Sentí una inesperada tensión en la

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garganta. Tuve que apartar la mirada yaspirar hondo antes de continuar—. Élno se habría rendido en tu caso. Creoque quería ayudarte. Sólo que no sabíacómo empezar. —Silencio. Le acariciéla mejilla—. No tienes que contármelo.No voy a romper mi promesa. Meayudaste a escapar y ahora puedeseliminar a otro demonio. Pero eso almenos me lo merezco, ¿no? Un poco dela verdad.

No dijo nada. Bajo mis dedos, surostro seguía inmóvil como el mármol.Y estaba mirando hacia delante, a travésde mí, más allá de mí. Esperé, pero nodijo nada.

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Exhalé un suspiro y luego alargué elbrazo hacia un cuenco de sopa vacío. Noera muy grande, pero había también unvaso, que contenía el mejor vino quejamás había probado. Estaba un pocoachispada por su culpa, aunque la mayorparte del efecto se me había pasadomientras dormía. Dejé el cuenco y elvaso delante de mí y, cuidadosamente,saqué el brazo del cabestrillo. Ya podíausarlo, aunque aún me dolían losmúsculos del antebrazo. Se habíancurado, pero el recuerdo del dolor aúnestaba fresco.

—Espera a que esté inconscientepara hacerlo —dije. No sé si me estaba

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prestando atención—. Luego echa lasangre por el lavabo. Si puedes, no lesdejes nada.

El mismo silencio obstinado. Ya nisiquiera me hacía enfadar. Estabaacostumbrada.

Suspiré y levanté el cuchillo parahacerme el primer corte en la muñeca.

Entonces, el vaso se hizo añicoscontra el suelo, una mano me asió lamuñeca con fuerza y, de repente, meencontré al otro lado de la habitación,contra la pared, inmovilizada por elpeso del cuerpo tenso como un alambrede Lúmino.

Me apretaba contra la pared con la

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respiración entrecortada. Traté dearrancarle mi muñeca de la mano, peroemitió un tenso siseo de negación y mesacudió el brazo hasta conseguir que mequedara quieta. Así que esperé. Mehabía rozado toda la muñeca, pero nadamás. Una gola de mi sangre se fueconcentrando en su mano y luego cayó alsuelo.

Se inclinó. Lento, lento, como unárbol viejo y alto en el viento, luchandopor cada centímetro. Y sólo cuandoterminó de inclinarse del todo se detuvo,con el rostro pegado a mi mejilla, sualiento áspero y cálido en mi oído.Debía ser una postura incómoda para él.

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Pero permaneció así, torturándose,atrapándome, y sólo de este modo fuecapaz de hablar al fin. Con un susurroque duró hasta el final.

—Ya no me querían. Él había nacidoprimero y luego llegué yo. Nunca estuvesolo, gracias a él. Entonces, llegó ella yno me importó. No me importó, sóloquería que ella entendiera que éltambién era mío. No fue por tener quecompartirlo, ¿entiendes? Me gustótenerla con nosotros, y luego a los niños,montones de ellos, todos perfectos yextraños. Fui feliz entonces, feliz. Ellaestaba con nosotros y nosotros la

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queríamos, pero yo había sido elprimero en su corazón. Lo sabía. Ella lorespetaba. No fue el tener quecompartirlo lo que me molestó.

»Pero ellos cambiaban, cambiaban,siempre cambiaban. Sabía que existía laposibilidad pero, después de tantotiempo, no quería creerlo. Él habíaestado solo durante eternidades antes demí. Yo no lo entendía. Incluso cuandoéramos enemigos, él pensaba en mí.¿Cómo iba a saberlo? En todo el tiempode mi existencia no se me ocurrió, ¡niuna sola vez! Incluso cuando estabaapartado de ellos, sabía de suexistencia, sentía que eran conscientes

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de mí. Pero entonces… pero entonces…

En ese momento apretó el cuerpocontra mí. Su mano libre, la que noestaba sujetándome por la muñeca, secerró sobre la tela de la parte baja de miespalda. No fue un abrazo, de eso estoysegura. No me pareció un gesto deconsuelo. Fue más bien como cuando mesujetó al salir del Vacío. O como yo meagarraba al bastón cuando meencontraba perdida en algún lugar queno conocía, sin nadie que pudieraayudarme si tropezaba. Sí, muy parecidoa eso.

—No creía que fuese posible. ¿Fue

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una traición? ¿Lo habría ofendido dealgún modo? No pensaba que pudieranolvidarme tan completamente.

»Pero lo hicieron.»Me olvidaron.»Estaban juntos, ella y él, pero ya no

podía sentirlos. Sólo pensaban el uno enel otro. Yo ya no formaba parte de ello.

»Me dejaron solo.

Siempre he entendido mejor loscuerpos que las voces, las caras o laspalabras. Así que cuando Lúmino mecontó entre susurros un relato de horror,de un momento de soledad tras unaeternidad de camaradería, no fueron sus

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palabras las que me transmitieron ladevastación que se había abatido sobresu alma. Su cuerpo estaba pegado al míocon la intimidad de un amante. Nohacían falta palabras.

—Huí al reino mortal. Era preferiblela compañía de los mortales a nada. Fuia una aldea, conocí a una chica mortal.Mejor cualquier amor que ninguno. Seme ofreció y la tomé. La necesitaba.Nunca había sentido tal necesidad. Yluego me quedé con ella. El amor mortalera más seguro. Nació un niño y no lomaté. Sabía que era un demonio, unacriatura prohibida, yo mismo había

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escrito la ley, pero también lonecesitaba. Era… Había olvidado lohermosos que podían ser. La mortal mesusurraba cosas en la noche, cuandoestaba más débil. Mis hermanos eranmalvados, crueles y odiosos porhaberme olvidado. Volverían atraicionarme si regresaba con ellos.Sólo ella podía amarme de verdad. Sólola necesitaba a ella. Necesitaba creerla,¿entiendes? Necesitaba algo seguro.Vivía temiendo su muerte. Y entonces,ellos fueron a buscarme y meencontraron. Se disculparon. ¡Sedisculparon! Como si fuese una minucia.

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Se rió en aquel momento, una vez.Casi fue un sollozo.

—Y me llevaron a casa. Pero yo losabía: ya no podía fiarme de ellos.Había aprendido lo que significa estarsolo. Es lo opuesto a todo lo que soy, esel vacío, es la… nada. Había libradodiez mil batallas antes del comienzo deltiempo, había quemado mi alma para darforma a este universo, pero nunca habíaexperimentado una agonía semejante.

»La mortal me lo advirtió. Me dijoque volverían a hacerlo. Que olvidaríanque me amaban. Que se buscarían el unoal otro y que yo me quedaría solo,

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abandonado, para siempre.»No lo harían.»No lo harían.»Entonces, la mortal asesinó a

nuestro hijo.

Quedó en silencio un instante, con elcuerpo totalmente inmóvil.

—Cógela —me dijo y me ofreció lasangre. Y yo pensé… pensé… pensé…«Cuando sólo éramos dos, nunca estabasolo».

Su silencio final anunció el fin de lahistoria.

Lentamente, me dejó ir. Toda la

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tensión y la fuerza abandonaron sucuerpo, escurriéndose como el agua.Resbaló por el mío hasta terminar derodillas, con la mejilla pegada a mivientre. Había dejado de temblar.

He dedicado tiempo a estudiar lanaturaleza de la luz. En parte escuriosidad y en parte meditación. Algúndía espero entender por qué veo comoveo. Los escribas también la hanestudiado y en los libros que me leíaMadding se decía que la luz másbrillante, la luz más verdadera, es unacombinación de los otros tipos de luz.Roja, azul, amarilla, otros colores…Júntalos todos y el resultado es un

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blanco radiante.Esto quiere decir, en cierto modo,

que la luz depende de la presencia deotras luces. Si las quitas, el resultado esla oscuridad. Pero lo contrario no escierto: si eliminas la oscuridad, elresultado es sólo más oscuridad. Laoscuridad puede existir por sí sola. Laluz no.

Y así, un solo momento de soledadhabía destruido a Itempas el Brillante.Puede que se hubiera recobrado con eltiempo. Hasta las piedras del río acabanadoptando nuevas formas. Pero en sumomento de mayor debilidad, había sidomanipulado y su alma ya lastimada había

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recibido un golpe devastador de manode la mujer en cuyo amor siempre habíaconfiado. Eso lo había enloquecido detal modo que había asesinado a suhermana para no tener que experimentarnunca más el dolor de la traición.

—Lo siento —dijo. En voz muy bajay no a mí. Pero sus siguientes palabrasfueron—: No sabes cuántas veces hepensado en utilizar tu sangre conmigomismo.

Le rodeé los hombros con un brazo yme incliné para darle un beso en lafrente.

—La verdad es que sí lo sé. —Y eraasí.

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Así que me erguí, lo cogí de la manoy lo ayudé a levantarse. No ofrecióresistencia y dejó que lo llevara a lacama, donde hice que se acostara. Unavez tumbados, me acurruqué a su lado yapoyé la cabeza sobre su pecho, comotantas veces había hecho con Madding.La sensación y los olores eran muydistintos —sal marina frente a especiassecas, frío frente a calor, delicadezafrente a fiereza—, pero los latidos de sucorazón eran idénticos. Continuos,lentos, tranquilizadores. ¿Podía un hijoheredar algo así de su padre? Al parecersí.

Siempre podía esperar un día para

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morir, pensé.

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LA VENGANZA DELOS DIOSES

Acuarela

Creo que Madding siempre sospechóla verdad. Durante toda mi infancia, tuveun extraño recuerdo sobre un lugarcálido, húmedo y cerrado. Allí me sentíaa salvo, pero sola. Podía oír voces, peronadie me hablaba. Unas manos metocaban de vez en cuando y yo las

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tocaba a mi vez, pero eso era todo.Muchos años después, cuando se lo

conté a Madding, me miró de maneraextraña. Cuando le pregunté qué sucedía,al principio no me respondió. Insistí yfinalmente me dijo:

—Es como si estuvieras en el útero.Recuerdo que me reí.—Qué tontería —dije—. Pensaba.

Oía. Era consciente.Se encogió de hombros.—Como yo, antes de nacer. Supongo

que eso les sucede también a veces a losmortales.

«Pero se supone que no es así», dejósin añadir.

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—¿Qué piensas hacer? —mepreguntó Lúmino la mañana siguiente.

Estaba al otro lado de la habitación,junto a la ventana, envuelto en el suavebrillo que le provocaba el amanecer. Meincorporé, ojerosa, y reprimí un bostezo.

—No lo sé —dije.No estaba lista para morir. Era más

fácil de admitir de lo que había pensado.Había matado a Madding. Vivirsabiéndolo sería —había sido— casiinsoportable. Pero matarme, o dejar quelo hicieran Lúmino o los Arameri, meparecía, por alguna razón, aún peor.Tras la muerte de Madding, era comotirar un regalo.

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—Si vivo, los Arameri me usaránsólo los dioses saben para qué. Noquiero más muertes sobre mi conciencia.—Suspiré mientras me frotaba la cara—. Teníais razón al querer matarnos.Pero tendríais que haber acabado contodos los demonios. Ése fue el únicoerror cometido por los Tres.

—No —respondió Lúmino—. Nosequivocamos. Había que hacer algo conlos demonios, eso no voy a negarlo,pero tendríamos que haber buscado unasolución distinta. Eran nuestros hijos.

Abrí la boca. La cerré. Me lo quedémirando, a pesar de que ahora apenasera un pálido relieve recortado contra el

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brillo más tenue de la ventana. No sabíaqué decirle. Así que cambié de tema.

—¿Qué piensas hacer tú?Se encontraba como tantas otras

mañanas había hecho en mi casa,mirando al sol naciente con la espaldarecta, la cabeza alta y los brazoscruzados. Sin embargo, en aquelmomento dejó escapar un suave suspiro,se volvió hacia mí y se apoyó en laventana con un cansancio casi palpable.

—No tengo ni idea. No hay en mínada entero o como debe ser, Oree. Soytan cobarde como me has llamado y tanidiota como no te has atrevido a hacerlo.Y débil. —Levantó la mano como si

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nunca antes la hubiera visto y cerró elpuño. A mí no me parecía débil peroimaginaba cómo lo vería un dios.Huesos que se podían romper. Una pielque no se curaba al instante cuando ladesgarrabas. Tendones y venas tan finoscomo una gasa.

Y por debajo de esa frágil carne, unamente como una taza de té rota y malpegada.

—¿Es la soledad, entonces? —pregunté—. Ésa es tu verdaderaantítesis, no la oscuridad. ¿No te habíasdado cuenta?

—No. Hasta aquel día no. —Bajó lamano—. Pero tendría que haberlo hecho.

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La soledad es la oscuridad del alma.Me levanté y me acerqué a él,

tropecé en la alfombra. Al encontrar subrazo, alargué la mano para tocarle lacara. Me lo permitió e incluso volvió lamejilla hacia mí. Creo que se sentía soloen aquel momento.

—Me alegro de que me hayandesterrado aquí, en esta forma mortal —dijo—. Cuando me enfurezco, no puedohacer daño. Cuando estaba atrapado enaquel reino de oscuridad, creí que mevolvería loco. Al encontrarte después…Sin ti, creo que me habría venido abajode nuevo.

Fruncí el ceño mientras recordaba

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cómo se había aferrado a mí aquel día,incapaz de soltarme ni por un instante.Ningún ser humano puede soportar lasoledad eternamente —yo también mehabría vuelto loca en el Vacío—, perola necesidad de Lúmino no era humana.

Me acordé de algo que mi madre mehabía dicho muchas veces durante miinfancia.

—Es normal necesitar ayuda —ledije—. Ahora eres mortal. Los mortalesno pueden hacerlo todo por sí solos.

—No lo era entonces —dijo, y me dicuenta de que se refería al día en quehabía matado a Enefa.

—Puede que sea igual para los

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dioses. —Aún seguía cansada, así queme apoyé en la ventana que había a sulado—. Estamos hechos a vuestraimagen y semejanza, ¿no? Puede que tushermanos te enviaran aquí, no para queno pudieras hacer daño a nadie en tucondición de mortal, sino para queaprendieras a enfrentarte a esto como lohacen los mortales. —Suspiré y cerrélos ojos, cansada del constante brillodel Cielo—. Demonios, no sé. Puedeque, simplemente, necesites amigos.

No dijo nada, pero me pareció sentirque me miraba de nuevo.

Antes de que pudiera decir nadamás, alguien llamó a la puerta. Lúmino

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acudió a responder.—Mi señor —dijo una voz que no

reconocí, con la profesional viveza deun sirviente—. Traigo un mensaje. Elseñor Arameri requiere vuestrapresencia.

—¿Por qué? —preguntó Lúmino,algo que yo nunca habría hecho. Elmensajero también quedó sorprendido,pero sólo tardó un instante en responder.

—Han capturado a la señoraSerymn.

Como antes, el señor de los Aramerihabía despedido a la corte. Supongo quehacer tratos con demonios y disciplinar

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purasangres descarriadas eran asuntosque no debían realizarse a la vista detodo el mundo.

Serymn se encontraba entre cuatroguardias —Arameri y oriundos del AltoNorte, también—, pero ninguno de ellosla tocaba. No sabría decir si tenía peoraspecto, pero su silueta estaba tanerguida y orgullosa como siempre. Lehabían atado las manos por delante,única concesión a su condición deprisionera.

El señor de los Arameri y ella semiraron, inmóviles y en silencio, comoelegantes estatuas en mármol delDesafío y la Severidad.

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Tras un momento, ella apartó lamirada —en un gesto que incluso yo,que era ciega, pude interpretar comodespectivo— y me miró.

—Dama Oree, ¿te complace estar encompañía de quienes dejaron morir a tupadre?

Antes, aquellas palabras me habríanalterado, pero ya no.

—Estáis equivocada, señoraSerymn. Mi padre no murió por culpadel Señor de la Noche, la Dama, loshijos de los dioses o sus partidarios.Murió porque era diferente… algo quelos mortales temen y detestan. —Suspiré—. Con razón, debo admitir. Pero las

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cosas como son.Meneó la cabeza y suspiró.—Confiáis demasiado en esos falsos

dioses.—No —dije, cada vez más

enfadada. No sólo enfadada, sinofuriosa, rabiosa. De haber tenido unbastón a mano, habríamos tenidoproblemas—. Confío en que los diosessean lo que son y en que los mortalessean mortales. Los mortales, señoraSerymn, apedrearon a mi padre hastamatarlo. Los mortales me encerraroncomo si fuese ganado y me extrajeron lasangre de las venas hasta casi matarme.Los mortales mataron a mi amante. —

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Me sentía muy orgullosa de mí misma:no se me cerró la garganta ni me temblóla voz—. La rabia me mantuvo a flote—.Demonios, si los dioses decidieranborrarnos de la faz de la tierra, ¿tanmalo sería? Puede que nos hayamosganado la aniquilación.

Y al decirlo, no pude evitarvolverme también hacia el señor T'vril.

Pero éste me ignoró y habló con vozde aburrimiento.

—Serymn, deja de jugar con lachica. Puede que tu retórica te sirvierade algo con tus pobres y descarriadosseguidores espirituales, pero aquí todosvemos más allá de tus mentiras. —Hizo

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un gesto dirigido a ella, un ademánelegante que englobaba todo lo que era—. Lo que quizá no entiendas, EruShoth, es que esto no es más que unproblema familiar que se nos ha ido delas manos.

Supongo que puse cara de confusión.—¿Un problema familiar?—Verás, yo no soy más que un

mestizo. El primero que gobierna lafamilia. Y aunque fue la Dama Gris enpersona quien me nombró para elpuesto, algunos de mis parientes, enespecial los purasangres, cuestionan aúnmi posición. Tontamente, pensaba queSerymn era una de las menos peligrosas.

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Hasta pensé que podía serme útil, puestoque su organización parecíaproporcionar una guía a los miembrosde la fe itempana que últimamentehabían perdido la fe. —No pude ver quemiraba de soslayo a Serymn, perosupongo que lo hizo—. No creí quepudieran hacer ningún mal. Por ello, tepido disculpas.

Me puse tensa por la sorpresa. Nosabía nada de los nobles o de losArameri, salvo esto: que no sedisculpaban. Nunca. Incluso después dela destrucción de la tierra de Maro,habían ofrecido a mi pueblo la penínsulade Nimaro como «gesto humanitario»,

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nunca como disculpa.Serymn meneó la cabeza.—Dekarta sólo te nombró heredero

por obligación, T'vril. Mestizo o no, encondiciones normales podrías hacerlorazonablemente bien. Pero en estostiempos oscuros, la familia necesita unjefe fuerte, que crea en los antiguosvalores, alguien cuya devoción a nuestroSeñor no vacile. Y tú careces delorgullo de nuestro linaje.

Sentí que el señor de los Aramerisonreía, porque creció la sensación depeligro en la sala.

—¿Tienes algo más que decir? —preguntó—. ¿Algo digno de mi tiempo?

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—No —respondió ella—. Nadadigno de ti.

—Muy bien —respondió el señor delos Arameri. Chasqueo los dedos y uncriado salió de detrás de una cortina quehabía a espaldas de su trono. Searrodilló junto al asiento de T'vril, conalgo en las manos. Sonó un tintineo. Yono pude ver lo que era. Lo que sí vi fueque Serymn se encogía.

—Te marchaste del Cielo antes de laúltima sucesión. ¿Conoces a estehombre? —preguntó el señor de losArameri, señalando a Lúmino Serymnmiró a Lúmino de soslayo y luego apartóla mirada.

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—Nunca pudimos determinar lo queera —dijo—, pero sé que es elcompañero y quizá el amante de la damaOree. Para nosotros no tenía ningúnvalor, salvo quizá como rehén, paragarantizarnos el buen comportamiento dela muchacha.

—Míralo mejor, prima.Ella lo hizo, irradiando desdén.—¿Hay algo que debería notar?Busqué la mano de Lúmino. No se

había movido. Aquello parecía traerlosin cuidado.

El señor de los Arameri se puso enpie y bajó los escalones. Al llegar alfinal, con un grácil remolino de su capa

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y su coleta, hincó una rodilla con unaelegancia que jamás habría esperado deun hombre tan poderoso. Y desdeaquella posición dijo, con voz tonante:

—Contempla a nuestro Señor,Serymn. Salve Itempas, amo del día,señor de la luz y el orden.

Serymn se lo quedó mirando. Luegomiró a Lúmino. No había habidosarcasmo alguno en el tono de T'vril,ningún indicio de otra cosa que no fuesereverencia. Sin embargo, yo meimaginaba lo que veía ella al mirar aLúmino: el agotamiento, arraigado en loprofundo del alma, de los ojos, el pesarque se ocultaba bajo su apatía. Llevaba

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ropa prestada, como yo, y no respondióde ningún modo a la reverencia deT'vril.

—Es maroneh —dijo Serymndespués de una larga pausa.

T'vril se puso en pie y volvió acolocar en posición su larga coleta conuna facilidad fruto de la práctica.

—Un detalle sorprendente, ¿verdad?Aunque no sería la primera mentira querepite nuestra familia hasta olvidar laverdad. —Se volvió, se acercó a ella yse detuvo justo delante. Serymn noretrocedió, aunque creo que yo sí lohabría hecho. Había algo en el señor delos Arameri en aquel momento que daba

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mucho miedo.—Sabías que había sido derrocado,

Serymn —dijo—. Has visto a muchosdioses adoptar forma mortal. ¿Por quénunca se te ocurrió que el nuestro podíaser uno de ellos? Hado me ha contadoque tus Luces Nuevas no se han portadobien con él.

—No —dijo Serymn. Su voz fuerte yllena de matices temblaba deincertidumbre por primera vez desdeque la conocía—. Es imposible. Mehabría… Dateh… Nos habríamos dadocuenta.

T'vril volvió a mirar al sirviente,que se apresuró a adelantarse con el

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objeto de metal. Lo cogió y dijo:—Supongo que tu sangre Arameri

tan pura no te permite hablar con nuestrodios, a fin de cuentas. Es lo mismo.Abridle la boca.

No comprendí lo que quería decircon eso hasta que los guardias, derepente, sujetaron a Serymn. Hubo unalucha, una confusión de siluetas. Cuandocesó, vi que los guardias habíansujetado la cabeza de Serymn.

T'vril levantó el objeto de metal ypor fin pude verlo bien, perfilado contrala luz de la pared opuesta. ¿Unas tijeras?No, era demasiado grande y su forma.

Unas tenazas.

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—Oh, dioses —susurré cuandocomprendí. Aparté la mirada, pero nohabía forma de escapar de losespantosos sonidos: el grito asfixiado deSerymn, el gruñido de esfuerzo deT'vril, el húmedo desgarro de la carne.Sólo duró un momento. T'vril ledevolvió las tenazas al criado con unsuspiro asqueado. El criado se las llevó.Serymn emitió un único sonidodescarnado, no tanto un grito como unaprotesta sin palabras, y luego se hundióen brazos de los guardias, gimoteando.

—Mantened su cabeza hacia delante—los advirtió T'vril. Oí su voz desdelejos, como a través de una neblina—.

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No queremos que se asfixie.—E-esperad —dije. Dioses, no

podía pensar. Aquel sonido resonaría enmis pesadillas.

—¿Sí, Eru Shoth? —Aparte de unpoco cansado, el señor de los Aramerihablaba como siempre: diplomático,amable y cálido. Pensé que iba avomitar.

—Dateh —dije— y los hijos de losdioses desaparecidos… Ella… podríahabernos dicho… —Ahora Serymn novolvería a decir nada nunca más.

—Aunque lo supiera, nunca nos lohabría dicho —respondió él. Subió lospeldaños y volvió a sentarse. El

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sirviente, después de haber guardado lastenazas detrás de la cortina, volviócorriendo y le entregó un trapo para lasmanos, que él usó para limpiarse losdedos—. Lo más probable es que Datehy ella accedieran a separarse paraprotegerse. Serymn es una purasangre, alfin y al cabo. Sabía que le esperaba uninterrogatorio duro en caso de que ladetuviéramos.

Un interrogatorio duro. Noblemanera de expresar lo que acababa depresenciar.

—Y, por desgracia, el asunto ya noestá en mis manos —continuó. Entreví elatisbo de un gesto. Se abrieron las

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puertas principales y entró otro criado,llevando algo que me llamó la atenciónal momento porque brillaba tanto comoel resto de aquel palacio lleno de magia.Sólo que, a diferencia de las paredes yel suelo, el objeto que llevaba el criadoera de un alegre color rosa. Unapequeña pelota de goma, como las queusan los niños para jugar.

T'vril cogió la pelota y prosiguió:—Mi prima no ha olvidado

únicamente que Itempas el Brillante nogobierna ya a los dioses, sino tambiénque los Arameri respondemos ahora antevarios amos y no sólo uno. El mundocambia. Debemos cambiar con él o

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perecer. Puede que, al saber de la suertede Serymn, otros de mis parientes seacuerden de esto.

Giró la mano y dejó caer la bola decolor rosa. Ésta rebotó en el suelo juntoa su silla y T'vril la cogió y la hizo botarun par de veces más.

Un niño apareció ante él. Loreconocí al instante, boquiabierta. Sieh,el hijo de los dioses que había tratadode matar a Lúmino a puntapiés. ElEmbaucador, antiguo esclavo de losArameri.

—¿Qué pasa? —preguntó con voz defastidio. Me miró la cara de asombrouna vez y luego apartó la mirada sin el

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menor cambio en su expresión. Recé, aningún Dios en concreto, para que no mehubiera reconocido, aunque con Lúminoa mi lado era muy poco probable.

T'vril inclinó la cabeza en gesto derespeto.

—He aquí a uno de los asesinos devuestra hermana, señor Sieh —dijomientras señalaba a Serymn con ungesto.

Sieh alzó las cejas y se volvió haciaella.

—La recuerdo. Una sobrina tercerade Dekarta, o algo por el estilo. Semarchó hace años. —Una sonrisasarcástica y nada infantil afloró a su

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rostro—. Caray, T'vril, ¿la lengua?T'vril le entregó la pelota de color

rosa al sirviente, que hizo unareverencia y se marchó.

—Algunos en mi familia creen quesoy… demasiado blando. —Se encogióde hombros y miró de soslayo a losguardias—. Había que dar ejemplo.

—Ya veo. —Sieh bajó corriendo losescalones hasta encontrarse delante deSerymn, aunque esquivóescrupulosamente la sangre queoscurecía el suelo—. Está bien que lahayáis capturado, pero no creo que Nahadevuelva el Sol a su estado normal hastaque no cojáis al demonio. ¿Lo habéis

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hecho?—No —dijo T'vril—. Aún lo

estamos buscando.Serymn emitió un sonido entonces y

al oírlo se me pusieron los pelos depunta. Pude sentir cómo trataba de llegarhasta mí mientras repetía el sonido. Nohabía manera de distinguir las palabras,ni tampoco estaba muy claro que hubieratratado de hablar, pero de algún modoyo lo sabía: estaba tratando de hablarlea Sieh sobre mí. Estaba tratando dedecir: «Hay un demonio aquí». PeroT'vril se había encargado de que nopudiera revelarle a nadie mi secreto, nisiquiera a los dioses.

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Sieh suspiró al ver cómo seesforzaba Serymn por hablar.

—Me da igual lo que tengas quedecir —dijo. Serymn se quedó muyquieta y lo observó con renovadaaprensión—. Y a mi padre también. Siyo fuera tú, ahorraría fuerzas para rezarpidiendo que no se muestre muycreativo.

Hizo un ademán lánguido ydescuidado. Puede que sólo yo viese eltorrente de poder en estado puro, negroy con forma de llama, que salía de sumano, se enroscaba por un momentocomo una serpiente delante de Serymnantes de abalanzarse sobre ella y

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tragársela entera. Entonces, el poder sedesvaneció y Serymn con ella.

Y a continuación, Sieh se volvióhacia nosotros.

—Conque sigues con él —me dijo.En ese momento, me di cuenta de

que mi mano seguía cogida a la deLúmino.

—Sí —respondí. Levanté la barbilla—. Ahora sé quién es.

—¿En serio? —Los ojos de Siehpasaron a Lúmino con un parpadeo ypermanecieron allí—. No sé por qué, lodudo, muchacha mortal. Ya ni siquierasus hijos lo saben.

—He dicho que sé quién es ahora —

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dije, molesta. Nunca me había gustadoque me trataran con paternalismo, fueraquien fuese el que lo hacía y habíapasado tantas cosas las últimas semanasque ya no me daba tanto miedo el malgenio de un hijo de los dioses—. No sécómo era antes. De todos modos, esacriatura ya no existe. Murió el día quemató a la Dama. Esto es lo que quedó ensu lugar. —Hice un gesto con la cabezahacia Lúmino. Su mano había quedadofláccida, creo que por el asombro—. Noes gran cosa, lo reconozco. A vecestambién a mí me entran ganas de molerloa patadas. Pero cuanto más lo conozco,más me convenzo de que, al contrario de

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lo que pensáis vosotros, no es una causaperdida.

Sieh me miró fijamente un momento,pero enseguida se recobró.

—No sabes nada sobre él. —Apretólos puños. Por un instante pensé que ibaa dar un pisotón en el suelo—. Mató ami madre. ¡Todos nosotros morimosaquel día y fue él quien nos mató!¿Deberíamos perdonarle algo así?

—No —dije. No podía evitarlo: letenía lástima. Sabía cómo era perder aun padre de un modo que desafiaba todaexplicación—. Por supuesto que nopodéis perdonarlo. Pero —levanté lamano de Lúmino—, míralo. ¿Te parece

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que se ha pasado siglos regodeándose?Sieh arrugó los labios.—De modo que lamenta lo que hizo.

Ahora, después de que nos liberáramosy después de que fuera condenado avivir como un humano por sus crímenes.Qué nobleza la suya.

—¿Cómo sabes que no lo lamentabaantes?

—¡Porque no nos liberó! —Se diouna palmada en el pecho—. ¡Nos dejóallí, dejó que los humanos nos usaran asu antojo! ¡Trató de forzarnos a amarlode nuevo!

—Puede que no se le ocurriera otromodo —dije.

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—¿Qué?—Puede que eso fuese lo único que

tenía sentido, en su estado, después delo que había hecho. Puede que quisieratiempo para arreglar las cosas, aunquefuese imposible. Aunque así sóloconsiguiera empeorarlo todo. —Mirabia se había disipado. Me acordaba deLúmino la noche antes, de rodillas frentea mí, vacío de esperanza—. Puede quepensara que era mejor mantenerosprisioneros y que lo odiaseis a perderosdel todo.

Sabía que era un argumento sinvalor. Algunos actos no se puedenperdonar. Y probablemente, el

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asesinato, el cautiverio injusto y latortura fueran algunos de ellos.

Pero aun así…Sieh cerró la boca. Miró a Lúmino.

Apretó la mandíbula y entornó los ojos.—¿Y bien? ¿Habla esta mortal en tu

nombre, padre?Lúmino no dijo nada. Su cuerpo

entero irradiaba tensión, pero no setransformó en palabras. No mesorprendió. Le solté la mano para que lefuese más sencillo marcharse.

Su mano se cerró sobre la mía,brusca y violentamente. No podríahaberme ido ni aunque hubiera querido.

Mientras yo parpadeaba y pensaba

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en ello, Sieh suspiró, disgustado.—No te entiendo —me dijo—. No

pareces estúpida. Desperdicias tuscuidados con él. ¿Eres una de esasmujeres que se torturan para sentirsemejor o que sólo aceptan como amantesa hombres que las pegan?

—Madding era mi amante —dije envoz baja.

A lo que Sieh respondió conexpresión de verdadera consternación.

—Lo había olvidado. Lo siento.—Y yo. —Suspiré y me froté los

ojos, que volvían a dolerme. Habíademasiada magia en el Cielo. No estabaacostumbrada a poder ver de aquel

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modo. Echaba de menos la viejaoscuridad moteada de destellos mágicosde Sombra—. Lo que sucede es que…todos vosotros viviréis eternamente. —Entonces recordé lo sucedido y mecorregí con una débil sonrisa—. Si noos asesinan, claro. Tenéis una eternidadpara estar juntos. —«Cosa que Maddingy yo no podríamos haber tenido, aunqueno lo hubieran asesinado». Oh, estabacansada. Era duro mantener la tristeza araya—. Y no entiendo qué sentido tienepasar todo ese tiempo odiando. Eso estodo.

Sieh me miró, pensativo. Sus pupilasvolvieron a cambiar y se volvieron

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felinas y penetrantes, pero esta vezninguna sensación de amenazaacompañó la transformación. Puede que,al igual que yo, necesitara aquellos ojosextraños para ver lo que a otros se lesescapaba. Los dirigió hacia Lúminodurante un momento largo y silencioso.Lo que vio no hizo que desapareciera surabia, pero tampoco lo llevó a atacar.Decidí considerarlo una victoria.

—Sieh —dijo Lúmino de pronto. Sumano me apretó con más fuerza, hastallevarme al umbral del dolor. Apreté losdientes y lo soporté, pues tenía miedo deinterrumpir. Sentí que aspiraba hondo.

—No te disculpes conmigo —dijo

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Sieh. Habló en voz muy baja. Quizásentía lo mismo que yo había percibido.Su rostro se había vuelto frío, despojadode todo salvo de una pátina de rabia—.Lo que hiciste no se puede enmendar consimples palabras. Intentarlo siquiera esun insulto… no sólo a mí, sino alrecuerdo de nuestra madre.

Lúmino se puso tenso. Entonces, sumano se removió en la mía y parecióextraer fuerzas del contacto, porquefinalmente habló.

—Si las palabras no sirven —dijo—, ¿servirán las obras?

Sieh sonrió. Estaba casi segura deque sus dientes se habían vuelto

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afilados.—¿Qué obras podrían enmendar tus

crímenes, mi radiante padre?Lúmino apartó la mirada y su mano

soltó la mía al fin.—Ninguna, lo sé.Sieh inhaló profundamente y dejó

escapar el aire pesadamente. Meneó lacabeza, me miró, volvió a moverla yluego apartó la mirada.

—Le diré a mi madre que estáishaciendo las cosas bien —le dijo aT'vril, quien había permanecido sentado,en silencio, durante la conversación,probablemente conteniendo el aliento—.Se alegrará de oírlo.

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T'vril inclinó la cabeza en un gestoque no llegaba a ser una reverencia.

—¿Se encuentra bien?—Muy bien, de hecho. La condición

divina parece hecha a su medida. Somoslos demás los que estamosdescontrolados últimamente. —Vi quetitubeaba un instante y estaba a punto devolverse hacia nosotros. Pero al final selimitó a saludar a T'vril con un gesto dela cabeza—. Hasta la próxima, señorArameri. —Y desapareció.

Una vez que se hubo marchado,T'vril dejó escapar un largo suspiro.Sentí que suspiraba por todos nosotros.

—Bueno —dijo—, ahora que hemos

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terminado con este asunto, sólo nosqueda una cosa que discutir. ¿Hasconsiderado mi propuesta, Eru Shoth?

Yo me aferraba a una esperanza. Sivivía y permitía que los Arameri meutilizaran, puede que algún díaencontrara el modo de ganar la libertad.De algún modo. Era una esperanzapequeña, patética, pero era lo único quetenía.

—¿Arreglaréis las cosas con laOrden de Itempas por mí? —pregunté,tratando de conservar la dignidad.Ahora fui yo la que cogió la mano deLúmino en busca de apoyo. Por algunarazón, era más fácil vender mi alma con

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él allí, a mi lado.T'vril inclinó la cabeza.—Ya está hecho.—Y… —titubeé—, ¿tengo vuestra

palabra de que esa marca, la que debollevar, no hará nada más que lo quehabéis dicho?

Enarcó una ceja.—En ese tema no puedes negociar,

Eru Shoth.Me encogí porque era cierto, pero

aun así apreté la mano libre. No megustaba que me amenazaran.

—Podría contarles a los hijos de losdioses quién soy. Me matarían, pero almenos no me utilizarían, como

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pretendéis hacer vosotros.El señor de los Arameri se recostó

en su asiento y cruzó las piernas.—Eso no lo sabes, Eru Shoth. Puede

que el hijo de los dioses al que se lodigas tenga enemigos propios de los quequiera librarse. ¿De verdad quieresarriesgarte a cambiar un amo mortal poruno inmortal?

Era una posibilidad que no se mehabía ocurrido. Me quedé helada,horrorizada.

—Tú nunca serás su amo —dijoLúmino.

Di un respingo. T'vril inhalóprofundamente y exhaló el aire.

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—Mi señor, me temo que no estáisal corriente de nuestra conversaciónanterior. Eru Shoth es consciente delpeligro si permanece libre. —«Y vos noestáis en posición de negociar por ella»,decía el tono. No tenía que decirlo envoz alta. Era dolorosamente obvio.

—Un peligro que seguirá existiendosi os apoderáis de ella —replicó eldios. Apenas daba crédito a mis oídos.¿De verdad estaba luchando por mí?

Lúmino me soltó la mano y seadelantó un paso, sin llegar a colocarsedelante de mí —No puedes mantener suexistencia en secreto —dijo—. Nopuedes matar a toda la gente que haría

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falta para convertirla en tu arma. Seríamejor que no la hubieras traído aquínunca… De ese modo, al menos podríasnegar que sabes de su existencia.

Fruncí el ceño, confusa. Pero T'vrildescruzó las piernas.

—¿Pretendéis hablarles a los demásdioses sobre ella? —preguntó en vozbaja.

Y entonces, lo entendí. Lúmino nocarecía de poder. No se le podía matar,al menos permanentemente. Podíanencarcelarlo, pero no para siempre,porque se suponía que tenía que estarvagando por el mundo, aprendiendo laslecciones de la mortalidad. En algún

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punto, inevitablemente, alguno de losotros dioses iría a buscarlo, aunque sólofuese para regodearse por su situación.Y entonces, el plan de T'vril deconvertirme en la última arma de losArameri se vendría abajo.

—No diré nada —respondió Lúminoen voz baja— si la dejas marchar.

Contuve el aliento.T'vril guardó silencio un momento.—No. Mi temor principal sigue

siendo el mismo: es demasiadopeligrosa para dejarla sin protección. Lomás seguro sería matarla. —Cosa que,además de terminar con mi vida,acabaría con la ventaja de Lúmino.

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Era una partida de nikkim: fintacontra finta, en un intento constante deimponerse al rival. Yo nunca habíaprestado atención a tales juegos, porqueno podía verlos, así que no sabía lo quepasaba en caso de empate. Y ni quedecir tiene que no me gustaba ser elpremio.

—Estaba a salvo hasta que la Ordencomenzó a hostigarla —dijo Lúmino—.El anonimato ha protegido a su familiadurante siglos, incluso frente a losdioses. Devuélveselo y las cosasvolverán a ser como antes. —Hizo unapausa—. Aún tienes la sangre de losdioses que sacaste de la Casa del

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Amanecer antes de destruirla.—Que cogieron… —balbuceé, antes

de contenerme. Pero apreté los puños.Claro, nunca dejarían que se perdiera unrecurso tan valioso. Mi sangre, la deDateh, las puntas de flecha… Puede queincluso hubieran descubierto el métodode refinado de Dateh. Los Arameritenían su arma, conmigo o sin mí.Malditos.

Pero Lúmino tenía razón. Si el señorde los Arameri tenía eso, no menecesitaba.

T'vril se levantó de la silla. Bajó losescalones y, pasando junto a losguardias, se acercó a uno de los

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ventanales. Lo vi detenerse allí ycontemplar el mundo que poseía… asícomo el sol negro, la advertencia de losdioses que lo amenazaban. Juntó lasmanos detrás de la espalda.

—Que le devuelva el anonimato,decís —dijo con un suspiro. Al oíraquello, mi corazón dio un respingo deesperanza—. Muy bien, estoy dispuestoa considerarlo. Pero ¿cómo puedodevolvérselo? ¿Debo matar a toda lagente que la conoce en esta ciudad?Como habéis dicho, son demasiadasmuertes para resultar práctico.

Me estremecí. Vuroy y los demás dela Avenida de las Artes. Mi casera. La

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vieja del otro lado de la calle quecotilleaba con sus vecinas sobre la chicaciega y el hijo de los dioses que era suamante. Rimarn, los sacerdotes delSalón Blanco, una docena de criados yguardias anónimos, incluidos los que, enaquel momento, estaban oyendoaquello…

—No —balbuceé—. Me marcharéde Sombra. Iba a hacerlo de todosmodos. Iré a algún sitio donde nadie meconozca y no hablaré con nadie, perono…

—Matadla —dijo Lúmino.Me encogí y miré su silueta. El me

miró de reojo.

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—Si está muerta, sus secretosdejarán de importar. Nadie la buscará.Nadie podrá utilizarla.

Entonces lo entendí, aunque la ideame daba escalofríos. T'vril volvió lacabeza hacia nosotros.

—¿Una muerte fingida? Interesante.—Lo pensó un momento—. Perotendríamos que ser muy cuidadosos. Nopodría volver a hablar con sus amigos,ni con su madre, siquiera. Dejaría de serOree Shoth para siempre. Puedoorganizar que se la envíe a otra parte,con recursos y un pasado ficticio.Incluso organizar un soberbio funeralpara la valiente mujer que dio su vida

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para desvelar una conspiración contralos dioses. —Me miró—. Pero si misespías oyen cualquier rumor, cualquierindicio que apunte a que sigues viva, seacabó el juego, Eru Shoth. Haré lo quesea necesario para impedir que vuelvasa caer en malas manos. ¿Está claro?

Me lo quedé mirando, luego miré aLúmino y por fin a mí misma. Al cuerpoque podía ver, como un contorno oscurocontra el constante resplandor de la luzdel Cielo… a la delicada curva de missenos… a mis manos, de fascinantecomplejidad mientras las levantaba, lasgiraba y flexionaba los dedos. Laspuntas de los pies. Un mechón curvo de

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cabello en el borde de mi campo devisión. Nunca me había visto tancompletamente hasta entonces.

Morir, incluso de aquel modo tanfalso, sería terrible. Mis amigos mellorarían y yo extrañaría aún más la vidaque había perdido. Mi pobre madre:primero mi padre y ahora esto. Pero erala magia, la peculiaridad de Sombra,todas las cosas hermosas y aterradorasque había descubierto y experimentado yvivido allí, lo que más me dolería dejaratrás.

Una vez había deseado morir. Estosería peor. Pero si lo hacía, sería libre.

Debí de permanecer en silencio

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demasiado tiempo. Lúmino se volvióhacia mí, con una mirada más compasivade lo que jamás creyera posible. Loentendía. Claro. A veces, vivir era unacosa muy dura.

—Está claro, acepto —dije al señorde los Arameri.

Asintió.—Entonces, se hará así.

Permanecerás aquí otro día. De esemodo tendremos tiempo de organizar lascosas. —Se volvió hacia la ventana, enun nuevo gesto de despedida.

Me quedé allí inmóvil, sin atrevermea creerlo. Era libre. Libre, como antes.

Lúmino se volvió para marcharse y

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luego me miró, irradiando fastidio pormi incapacidad para seguir su paso.Como otras veces.

Sólo que había luchado por mí. Yhabía ganado.

Corrí tras él y me agarré a su brazo.Y si le molestó que pegara mi cara a suhombro mientras volvíamos a mi cuarto,no protestó.

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LA GUERRA DELOS DEMONIOS

Carboncillo y tiza sobre papelnegro

Todo tendría que haber terminadoallí. Habría sido mejor, ¿no? Un dioscaído, un demonio «muerto» y dos almasrotas que volvían cojeando a la vida.Ése habría sido el final que este relatomerecía. Tranquilo. Normal.

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Pero no te habría gustado, ¿verdad?Le habría faltado un final. No habríasido lo bastante dramático. Así que mevoy a decir a mí misma que lo quesucedió después fue algo afortunado, apesar de que me parece todo locontrario.

Dormí profundamente aquella noche,a pesar del miedo a lo que estaba porvenir, a pesar de mi preocupación porPaitya y los demás, a pesar de mi cínicasospecha de que el señor de los Arameriencontraría otra forma de mantenermebajo su delicado y amable yugo. Elbrazo se me había curado, así que me

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quité las vendas, el cabestrillo y elpapel con los sellos, me di un largobaño para celebrar la desaparición deldolor y me hice un ovillo contra lacalidez de Lúmino. Se movió en la camapara hacerme sitio y sentí que observabacómo me iba durmiendo.

En algún momento después demedianoche, desperté con un sobresaltoy, parpadeando, desorientada, me volvíen la cama. La habitación estaba en totalsilencio. Los mágicos muros del Cieloeran tan gruesos que no me permitían oírlos ruidos que había al otro lado, nisiquiera el sonido del viento que, a buenseguro, debía soplar con fuerza a tanta

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altura. En ese sentido prefería la Casadel Amanecer, donde al menos estabarodeada por sonidos de vida por todaspartes: gente que caminaba por lospasillos, cánticos, algún que otro crujidodel Árbol al balancearse… No echaríade menos la casa, ni a sus habitantes,pero mi estancia allí no había sido deltodo desagradable.

En el Cielo, en cambio, no habíaotra cosa que aquella silenciosa ybrillante quietud. Lúmino, dormido a milado, respiraba lenta y profundamente.Traté de recordar si había tenido algunapesadilla, pero no me acordaba de nada.Me incorporé y miré a mi alrededor,

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porque podía hacerlo. También echaríaen falta algunas cosas del Cielo. No vinada, pero seguía muy nerviosa y sentíaun cosquilleo en la piel, como si algome hubiera tocado.

Entonces, oí un ruido detrás de mí,como un desgarro del aire.

Me di la vuelta, con lospensamientos congelados, y allí estaba:un agujero del tamaño de mi cuerpo,como una gran boca abierta. Estúpida,estúpida. Sabía que él seguía allí fuera,pero me había creído a salvo en lafortaleza de los Arameri. Estúpida,estúpida, estúpida.

Arrastrada por el poder del agujero,

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estaba a medio camino de él antes deque pudiera abrir la boca para gritar. Enun gesto convulso, mis manos aferraronlas sábanas, pero sabía que era unesfuerzo fútil. En mi cabeza, vi que lassábanas eran arrancadas de la cama yrevoloteaban a mi alrededor, sinservirme de nada, mientras yodesaparecía en el infierno que Datehhabía construido para mí.

Hubo una sacudida, tan violenta queel calor provocado por la fricción mequemó los nudillos. Las sábanas sehabían enganchado en algo. Una manome atenazó la muñeca. «Lúmino». Salídespedida hacia aquel terrible rugido, y

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él vino conmigo. Sentí su presenciamientras gritaba y sacudía los brazos,incluso mientras el tacto de mi mano ibatransformándose en frío entumecimiento.Nos hundimos dando tumbos en unatemblorosa oscuridad y caímos decostado sobre…

Intensas sensaciones. Solidez. Yocaí la primera en el suelo —¿el suelo?—, con tanta fuerza que el golpe me dejósin resuello. Lo sentí cuando escapabade mis pulmones. Lúmino cayó cerca demí, con un gruñido de dolor, pero alinstante rodó sobre sí mismo paraponerse en pie y me levantó también amí. Contuve el aliento y miré a mi

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alrededor con terror, pero sólo veíaoscuridad.

Entonces, mis ojos se fijaron enalgo: una forma borrosa, casi invisible,acurrucada en posición fetal en mediode la oscuridad.

¿Dateh? Pero no se movía y en esemomento capté el brillo de algo entre laforma y yo. Era como cristal. Me volvíde nuevo, tratando de comprender, y viotra forma borrosa que flotaba en laoscuridad que había más allá del cristal.A ésta la reconocí por la tez parda: Kitr.No se movía. Alargué el brazo haciaella, pero al tropezar mis manos con lavidriosa oscuridad, se detuvieron. Era

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sólida y nos envolvía por todos lados,como una burbuja, tallada a partir de lainfernal sustancia del Vacío.

Me volví de nuevo y allí estabaDateh.

Se encontraba más cerca que lasformas borrosas, al otro lado del amplioespacio generado por la burbuja. No sési sabía que estábamos allí (aunque erasu voluntad la que nos había traído),porque estaba de espaldas a nosotros,agachado en medio de los cuerpostirados. No podía verlos salvo allídonde su penumbra tapaba la oscuridadde Dateh, pero percibía el sabor de lasangre en el aire, denso, repulsivo y

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fresco. Y oía un sonido que habíaesperado no volver a oír jamás: carnedesgarrada. Dientes que masticaban.

Me puse tensa y sentí que la mano deLúmino me apretaba con más fuerza lamuñeca. De modo que también él podíaver a Dateh, lo que quería decir quehabía luz en aquel mundo vacío. Ytambién que Lúmino podía ver cuáles desus hijos yacían a nuestro alrededor,tirados, mancillados, perdida hacíatiempo la magia de sus vidas.

Unas lágrimas de impotente rabiaafloraron a mis ojos. Otra vez no. «Otravez no».

—Los dioses te maldigan, Dateh —

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susurré.Dateh dejó lo que estaba haciendo.

Se volvió hacia nosotros, sin levantarse.Su boca, su túnica y sus manos estabanmanchadas de algo oscuro, y en su manoderecha había un búho que goteaba. Nosmiró y parpadeó como un hombre quesale de un trance. No pude distinguir lapupila del iris de sus ojos. Eran como unsimple pozo oscuro, demasiado grande,tallado en blanco.

Lentamente, pareció volver en sí.—¿Dónde está Serymn? —preguntó.—Muerta —repliqué.Al oír esto frunció el ceño, como si

estuviera confuso. Se puso en pie

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lentamente. Tomó aire para hablar denuevo, pero entonces hizo una pausa alver el corazón que tenía en la mano.

Con el ceño aún fruncido, lo arrojó aun lado mientras se nos acercaba.

—¿Dónde está mi esposa? —volvióa preguntar.

Arrugué el gesto pero, por debajo demi gesto desafiante, estaba aterrorizada.Podía sentir el poder que resbalabasobre su cuerpo como el agua y sentía supresión sobre mi piel, que se me puso decarne de gallina. Palpitaba a sualrededor y hacía que la salaparpadease. Había estado desaparecidodesde el ataque de los Arameri contra la

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Casa del Amanecer. ¿Había pasado todoese tiempo allí, matando y devorandohijos de los dioses, aumentando susfuerzas… y su locura?

—Serymn está muerta, monstruo —dije—. ¿No me has oído? Los dioses sela han llevado a su reino para castigarlay se lo merecía. Y pronto se te llevarántambién a ti.

Dateh se detuvo. Frunció aún más elceño y sacudió la cabeza.

—No está muerta. Yo lo sabría.Me estremecí. Así que el Señor de

la Oscuridad sí que estaba de humorpara ser creativo…

—Pues lo estará. Salvo que ahora

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pretendas luchar contra los Tres.—Siempre lo he pretendido, dama

Oree. —Dateh volvió a sacudir lacabeza y luego sonrió, con la dentaduraensangrentada. Era el primer atisbo desu antiguo yo que veía, pero me aterróigualmente. Había devorado a los hijosde los dioses con la esperanza derobarles el poder y parece que lo habíaconseguido. Pero algo había salido mal,muy mal. Sólo había que mirar susonrisa y el vacío de sus ojos para darsecuenta.

«Es algo malo, muy malo, que unmortal devore a uno de nosotros», habíadicho Lil.

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Se volvió y examinó su trabajo.Supongo que la imagen de los cuerpos locomplació, porque se echó a reír y elruido resonó en su burbuja.

—Los demonios también somoshijos de los dioses, ¿no? Pero nos hancazado hasta casi extinguirnos. ¿Eso estábien? —Di un respingo al oír esta últimafrase, porque la pronunció con un grito—. Yo digo que si tanto nos temen,deberíamos darles algo que temer: susperseguidos y despreciados hijos, queacuden al fin a ocupar su lugar.

—No seas ridículo —dijo Lúmino.Aún me sujetaba por la muñeca. Através de ella podía sentir la tensión de

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su cuerpo. Tenía miedo, pero además deesto estaba furioso—. Un mortal nopuede blandir el poder de un dios.Aunque pudieras derrotar a los Tres, eluniverso entero se desharía bajo tuspies.

—¡Puedo crear uno nuevo! —gritóDateh, entusiasmado y demente—. Teocultaste en mi Vacío, ¿no es verdad,Oree, Shoth? A pesar de estaraterrorizada y carecer de instrucción,creaste un reino más seguro para ti. —Para mi horror, me tendió una mano,como si de verdad creyera que iba acogerla—. Por eso Serymn esperabaganarte para nuestra causa. Yo sólo

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puedo crear este reino, pero tú hascreado docenas de ellos. Puedesayudarme a construir un mundo dondelos mortales no tengan que viviratemorizados por sus dioses. Donde tú yyo seremos dioses, por propio derecho,como debería ser.

Retrocedí ante su mano tendida y medetuve al sentir la sólida curva de labarrera creada por él. No había sitioadonde huir.

—Tu don ha existido otras vecesentre los nuestros —dijo. Bajó la manopero continuó mirándome desde detrásde Lúmino con una voracidad rayana enlo sexual—. Pero era muy raro, incluso

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cuando éramos centenares. Sólo loshijos de Enefa lo poseían. Necesito esamagia, Oree.

—¿De qué estás hablando, por elMaelstrom? —pregunté. Mis manostantearon frenéticamente la sólidasuperficie que tenía detrás, con laabsurda esperanza de encontrar unasalida—. Ya quisiste matarme. ¿Quéesperas ahora, que coma carne de loshijos de los dioses y me vuelva tan locacomo tú?

Parpadeó, sorprendido.—Oh… no. No. Fuiste la amante de

un hijo de los dioses. Nunca podríafiarme de ti. Pero tu magia no tiene por

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qué perderse. Si consumo tu corazón, elpoder pasará a mí.

Me detuve mientras sentía que se mehelaba la sangre. Pero Lúmino seadelantó un paso para colocarse delantede mí.

—Oree —dijo en voz baja—. Usa tumagia para marcharte de aquí.

Sus palabras me sacaron de miterror y busqué a tientas hasta dar con suhombro. Confundida, descubrí que noestaba tenso ni parecía asustado.

—No… no…Ignoró mis balbuceos.—Ya has vencido antes su poder.

Abre una puerta al Cielo. Yo me

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aseguraré de que no puede seguirnos.De pronto, me di cuenta de que

podía verlo. Había comenzado a brillar,a medida que su poder brotaba paradefenderme.

Dateh enseñó los dientes y abrió losbrazos.

—Quita de mi camino —siseó.Parpadeé, entorné los ojos, me

encogí. También él había empezado abrillar, pero con una discordante yenfermiza confusión de colores, más delos que yo habría podido nombrar.Bastaba con mirarlo para que se merevolviera el estómago. Pero los coloreseran brillantes, muy brillantes. Era más

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poderoso de lo que yo nunca podríahaber soñado.

No comprendí el porqué hasta queparpadeé y mis ojos hicieron aquelextraño e involuntario ajuste que tantome dolía; pero entonces, de repente, vi aDateh de verdad, más allá del velo conel que se había revestido usando sushabilidades como escriba.

Y chillé. Porque lo que se erguíaallí, enorme y cada vez más hinchado,bamboleándose sobre sus veinte patas yagitando otros tantos brazos —y, ohdioses, oh, dioses, su cara— erademasiado espantoso para contemplarlosin dar alguna salida al espanto que me

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invadía.Lúmino se volvió hacia mí.—¡Haz lo que te digo! ¡Vamos!Y echó a correr, resplandeciente,

para enfrentarse a Dateh. No —susurré,agitando la cabeza. No podía apartar losojos de la enorme e incoherente criaturaen la que se había convertido Dateh.Sólo quería negar lo que había visto ensu cara: la gentil sonrisa de Paitya, losdientes cuadrados de Basur, los ojos deMadding. Y muchos otros. Casi noquedaba nada del propio Dateh, nadasalvo su voluntad y su odio. ¿A cuántoshijos de los dioses había consumido? Alos suficientes para acabar con su

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humanidad y proporcionarle un poderinimaginable.

Nadie podía enfrentarse a unacriatura así con esperanzas desobrevivir. Ni siquiera Lúmino. Datehlo mataría y luego vendría a devorar micorazón. Quedaría atrapada en suinterior, con mi alma esclavizada,eternamente.

—¡No! —Corrí hacia la pared de laburbuja y comencé a golpearla susuperficie fría y ligeramente brillantecon las manos. Mi terror era tanprofundo que no me dejaba pensar.Respiraba entrecortadamente. No queríamás que escapar.

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De pronto, mis manos se hicieronvisibles. Y entre ellas, apareció otracosa.

Me detuve, tan sorprendida que meabandonó el pánico. La nueva cosarotaba delante de mí, con un tenueparpadeo, como una baratija de luzplateada. Y al mirarla me di cuenta deque había una cara en la superficie.Parpadeé y la cara lo hizo también. Erayo. La imagen —un reflejo, comprendí,otra cosa de la que había oído hablarpero que nunca había visto— estabadistorsionada por la forma de laburbuja, pero podía distinguir la curvade los pómulos, los labios abiertos en un

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sollozo y la dentadura blanca.Pero sobre todo, podía ver los ojos.Y no eran como me esperaba. Donde

tendrían que haber estado mis iris,sendos discos de color gris y apagado,había algo que brillaba: unas diminutasy temblorosas luces parpadeantes. Miscórneas malformadas se habían retirado,abriéndose como una flor, y mostrabanotra cosa, aún más extraña, en suinterior.

«¿Qué…?».Oí un grito tras de mí y una

explosión. Al volverme, algo pasó pordelante de mi campo de visión como uncometa. Pero este cometa gritaba al

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caer, dejando un reguero de fuego comosi fuese sangre. Lúmino.

Dateh emitió un siseo mientrasalzaba dos de sus prestados brazos. Unaluz de color enfermizo cayó goteando desus manos como aceite sobre el suelodel Vacío. Allí donde caía, se oía otrosiseo.

La pequeña burbuja desaparecióentre mis manos.

Olvidados el deseo de escapar y laextraña magia, corrí al sitio donde habíacaído Lúmino, que ya no brillaba tanto yestaba inmóvil. Seguía vivo, descubrí aldarle la vuelta. Al menos respiraba,aunque con dificultades. Pero del

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hombro a la cadera, tenía una raya deoscuridad, una obscena aniquilación desu luz. La toqué con dedos temblorosos,pero no había herida. Ni magia,tampoco.

Entonces entendí: Dateh habíadescubierto el modo de canalizar lo quequiera que tuviese la sangre de losdemonios que podía anular la magia dela esencia vital de los dioses. O puedeque sólo fuese la culminación de sunueva forma. Ya no un demonio, sino undios cuya misma naturaleza era lamortalidad. Estaba transformando aLúmino de nuevo en un hombrecorriente, pedazo a pedazo. Y cuando

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hubiera terminado, lo haría trizas.—Oree —resolló la criatura que

había sido Dateh. Ya no podía seguirpensando en él como en un hombre. Susvoces se solapaban unas sobre otras:algunos de sus ecos eran femeninos,otros masculinos, algunos más jóvenes yotros más viejos. Con un resoplidodificultoso, su enorme mole comenzó aavanzar hacia mí. Puede que le hubieransalido múltiples pulmones, o lo quequiera que creasen los hijos de losdioses dentro de sus cuerpos parasimular la respiración.

—Tú y yo somos los últimos denuestra raza —dijo—. Ha sido un grave,

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grave, grave error amenazarte. —Sacudió su enorme cabeza como paraaclarársela—. Pero necesito tu poder.Únete a mí, úsalo para mí y no te harédaño. —Se aproximó un paso moviendoseis de sus patas a la vez.

No me fiaba de la criatura Dateh nipodía hacerlo. Aunque hubiera accedidoa su plan, su cordura estaba tandeformada como el resto de su cuerpo.Podía matarme por un mero capricho. Ymataría a Lúmino en cualquier caso, deeso estaba segura. ¿Qué le sucedería aluniverso si moría uno de los Tres? ¿Y leimportaría algo a ese dementedevorador de dioses?

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Sin pensar, me agarré a Lúmino, unbaluarte contra el miedo. Se removióbajo mis manos, medio inconsciente, sinprotección alguna. Hasta su luz habíaempezado a desvanecerse. Pero noestaba muerto. Puede que si conseguíaganar algún tiempo, lograra recuperarse.

—¿U-unirme a ti?La forma de Dateh trepidó y

entonces volvió a adquirir la formacorriente, la mortal, que yo habíaconocido en la Casa del Amanecer. Erauna ilusión. Podía sentir que la realidaddeforme seguía presente, aunque hubieraencontrado el modo de engañar a misojos. Dateh era como Lil, una máscara

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normal en la superficie que escondía unhorror por debajo.

—Sí —dijo, esta vez con una solavoz. Hizo un gesto hacia atrás, endirección a los cadáveres que yo sabíaque se encontraban allí—. Podríainstruirte. Hacerte fu-fu-fuerte. —Datehhizo una pausa entonces y sus ojos sedesenfocaron durante un instante, yvolvió a producirse la trepidación, queagrietó por un momento su máscaraexterna. El esfuerzo necesario paramantenerla levantada era palpable. Noresultaba sorprendente que la criaturavacilara en devorarme. Un corazón más,otra alma robada, podían ser imposibles

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de contener.Lúmino gimió y la cara de la criatura

se endureció.—Pero tienes que hacer algo por mí.

—Su voz había cambiado.Me tragué un sollozo. Era la voz de

Madding, delicada y persuasiva. Alflexionar las manos, éstas pasaban deser puños a transformarse en garras yviceversa—. La criatura que tienes en elregazo. Pensé que no tenía magia deverdad, pero ahora veo que la habíasubestimado.

Las lágrimas me emborronaron lavisión al sacudir la cabeza, y cubrí elcuerpo de Lúmino con las manos, como

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si de algún modo pudiera protegerlo.—No —balbucí—. No dejaré que lo

mates. No.—Quiero que lo mates tú, Oree.

Mátalo y sácale el corazón.Me quedé helada, mirando a Dateh

con la boca abierta.Él volvió a sonreír y sus dientes

pasaron durante un instante a ser los deBasur, antes de volver a la normalidad.

—Amas demasiado a esos dioses —dijo—. Necesito una prueba de tucompromiso. Así que mátalo, Oree.Mátalo y toma para ti su radiante poder.Y cuando lo hayas hecho, comprenderásla grandeza a la que estabas destinada.

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—No puedo. —Temblaba de lacabeza a los pies. Apenas oía mi propiavoz—. No puedo.

La criatura sonrió y esta vez susdientes eran afilados, como los de unperro.

—Sí puedes. Tu sangre lo hará, si lautilizas en cantidad suficiente. —Hizoun gesto y apareció un cuchillo sobre elpecho de Lúmino. Era de color negro ybrillaba de manera tenue, como nieblasolidificada: un fragmento del Vacíodotado de forma—. Tendré tu poder deun modo u otro, Oree. Devóralo y únetea mí o yo te devoraré a ti. Elige.

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Puede que pienses que soy unacobarde.

Recordarás que huí cuando Lúminome lo dijo, en lugar de quedarme a sulado para luchar. Recordarás que, enaquel momento espantoso, fui inútil,impotente, demasiado aterrada paraservirle de nada a nadie, incluida yomisma. Puede que, al contarte esto, mehaya ganado tu desprecio.

No intentaré hacerte cambiar deidea. No me enorgullezco de mí mismani de las cosas que hice en aquelinfierno. Soy incapaz de explicarlo: nohay palabras capaces de captar el terror

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que sentía en aquellos momentos,enfrentada a la decisión más grave yhorrible que puede presentársele a unacriatura en este mundo: matar o morir.Comer o ser comida.

Pero sí diré esto: creo que tomé ladecisión que habría tomado cualquiermujer frente al monstruo que habíaasesinado a su amado.

Dejé el cuchillo a un lado. No lonecesitaba. El pecho de Lúmino subía ybajaba como un fuelle. Lo que le habíahecho Dateh, fuera lo que fuese, leprovocaba un intenso dolor, al margende la magia que aún fluctuaba a su

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alrededor. Aunque no era necesario,alisé la tela que le cubría el pecho yluego apoyé mis manos allí, a amboslados de su corazón.

Mis lágrimas cayeron sobre mismanos de tres en tres: una dos tres, unados tres, una dos tres. Como el canto delpájaro: Oree, oree, oree.

Decidí vivir.

La pintura era la puerta, me habíadicho mi padre, y la fe era la llave queabría la cerradura. Bajo mis manos, elcorazón de Lúmino latía con fuerza yfirmeza. —Pinto un cuadro —susurré.

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Decidí luchar.

Dateh exhaló un rechinante suspirode placer al ver que la burbuja detrémulo brillo volvía a formarse entremis manos, justo encima del corazón deLúmino. Al fin comprendí lo que era: lamanifestación visible de mi voluntad.Mi poder, heredado de mis divinosantepasados y destilado a través degeneraciones de humanidad, dotado deforma, de energía y de potencial. Estoera la magia, finalmente.Posibilidades…, Con ella podía crearcualquier cosa, siempre que creyera. Unmundo pintado. Un recuerdo de mi

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hogar. Un agujero ensangrentado.Le ordené que entrara en el cuerpo

de Lúmino. Atravesó su carne sin hacerdaño y encontró acomodo entre losfirmes y fuertes latidos de su corazón.

Levanté la mirada hacia Dateh. Algocambió dentro de mí en aquel momento.No sé el qué. De repente, Dateh siseóalarmado y retrocedió mirándome losojos como si se hubieran transformadoen estrellas.

Puede que fuese así.

Decidí creer.

—Itempas —dije.La luz se inflamó en medio de la

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nada.La onda expansiva de su aparición

nos dejó aturdidos a Daten y a mí. Salídespedida y choqué con tanta fuerzacontra la barrera de Dateh que me quedésin aliento. Caí al suelo, aturdida peroentre risas, porque la sensación meresultaba muy familiar y porque ya notenía miedo. A fin de cuentas, creía.Sabía que todo había terminado, aunqueDateh aún tuviera que aprender lalección.

Un nuevo sol brillaba en medio delvacío de Dateh, demasiado brillantepara mirarlo directamente. Su calor eraterrible incluso desde donde yo me

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encontraba, suficiente para tensarme lapiel y dejarme sin aliento. Alrededor deese sol resplandecía un aura de pura luzblanca. Pero no sólo brillaba en todasdirecciones. Unos trazos rectos y curvosme abrasaron los ojos antes de queapartara la vista, trazos que formabananillos dentro de otros anillos, líneasque se unían, círculos que se solapaban,palabras divinas que se formaban ymarchaban y se disolvían en el aire. Lamera complejidad del diseño habríabastado para aturdirme, pero cada unode los anillos daba vueltas formandográciles y deslumbrantes patronesalrededor de una figura humana.

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Lancé un par de miradas de soslayoa pesar de la luz y distinguí una coronade cabello resplandeciente, unaarmadura de guerrero formada pordiversas tonalidades de palidez y unafina espada de filo recto, hecha de metalblanco, sostenida por una perfecta manode color negro. No podía ver su rostrode tanto como brillaba— pero eraimposible no verle los ojos. Se abrieronmientras los miraba y perforaron elblanco inflexible con colores de los queyo sólo había oído hablar en la poesía:ópalo ígneo, puesta de sol, terciopelo ydeseo.

Sin poder evitarlo, me acordé de

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otro día, de hacía mucho tiempo atrás,cuando me encontré a un hombre en uncubo de basura. Eran los mismos ojosque entonces, pero los de ahora,incandescentes y seguros de sí, lossuperaban en tal medida en belleza queno tenía sentido compararlos.

—Itempas —repetí con reverencia.Aquellos ojos se volvieron hacia mí

y no me avergüenza reconocer que no vireconocimiento alguno en ellos. Me vioy supo que era una de sus hijas, nadamás. Una entidad tan ajena a lo humanono tenía necesidad de vínculos humanos.Me bastó con que me viera y con que sumirada fuera cálida.

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Frente a Él, en el suelo, seencontraba Dateh, derribado por lamisma descarga de poder que me habíalanzado al suelo. Ante mis ojos, seirguió trabajosamente sobre susnumerosas patas, con la máscara de suhumanidad hecha pedazos.

—¿Qué demonios eres? —preguntó.—Un escultor —dijo el Señor de la

Luz. Levantó su espada de acero blanco.Vi centenares de palabras divinas en unpatrón de filigranas que recorría toda lahoja—. Soy todo el conocimiento y todoel propósito definidos. Refuerzo aquelloque existe y siego lo que no deberíaexistir.

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Su voz hizo temblar la oscuridad delVacío. Volví a reírme, embargada poruna dicha inexpresable. De repente,estalló un dolor en mis ojos, demoledory terrible. Me aferré a la dicha y luchépor reprimirlo, pues no deseaba apartarla mirada. Mi dios se encontraba frentea mí. Ningún maroneh lo había vistodesde los primeros tiempos del mundo.No dejaría que una cosa tan sencillacomo una debilidad física interfiriera eneso.

Dateh gritó con sus numerosas vocesy emitió una onda de magia tanemponzoñada que el aire se volviómarrón y turbio. Itempas la desvió sin

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apenas esfuerzo. Su ademán produjo untañido argentino.

—Hasta —dijo mientras sus ojos sevolvían oscuros y rojizos como unanochecer—, libera a mis hijos.

La criatura se puso tensa de arribaabajo. Sus ojos —los ojos de Madding— se abrieron de par en par. Algo seremovió en su abdomen y luego sehinchó de manera obscena en sugarganta. Luchó contra ello con toda sufuerza de voluntad, apretando los dientesy el cuerpo. Sentí que estabacombatiendo para mantener en suinterior todo el poder que habíadevorado. Pero fue en vano y, un

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momento después, echó la cabeza haciaatrás y, con un grito, una cascada decolores viscosos brotó de su garganta.

Cada color se evaporó en la ardienteluz del blanco corazón de Itempas y seconvirtió en una niebla fina y de brillotrémulo. La niebla voló hacia Él ycomenzó a girar a su alrededor yensortijarse con su cuerpo hasta formarun nuevo anillo de su aura, que siguiógirando delante de él.

Levantó una mano y las neblinas secontrajeron para envolverlo. A pesar demi agonía, sentí deleite.

—Lo siento —dijo con los ojosllenos de dolor (qué familiar me

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resultaba eso)—. He sido un mal padre,pero me enmendaré. Me convertiré en elpadre que merecéis. —El anillocontinuó solidificándose, hastatransformarse en una esfera giratoria queflotaba sobre la palma de su mano—.Marchaos y sed libres.

Sopló sobre las almas reunidas y sedispersaron en la nada. ¿Me imaginé queuna de ellas, una hélice verde y azul, sedemoraba un instante más? Puede. Aunasí, también se esfumó.

Ya sólo quedaba Dateh, medioencorvado, con las rodillas dobladas, denuevo un simple hombre.

—No lo sabía —susurró mientras

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miraba con maravilla y miedo labrillante figura. Cayó de rodillas con lasmanos temblorosas, como si hubierasufrido un ataque de parálisis—. Nosabía que fueses tú. ¡Perdóname! Teníael rostro cubierto de lágrimas. Algunasde ellas provocadas por el miedo, perootras, comprendí, por la reverencia. Losabía porque las mismas lágrimasresbalaban lentas y densas por mi cara.

Itempas el Brillante sonrió. Nopodía ver su rostro tras la gloria de suluz o de mis calientes lágrimas, perosentí aquella sonrisa en cada centímetrode mi piel. Era una sonrisa cálida,amorosa, benevolente. Bondadosa. Todo

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lo que siempre había creído que debíaser.

La hoja blanca emitió un destello.Sólo así supe que se había movido. Deotro modo habría pensado que,simplemente, había aparecido,mágicamente conjurada, en el centro delpecho de Dateh. Éste no gritó, peroabrió los ojos de par en par. Bajó lamirada y vio que la sangre comenzaba aresbalar a impulsos polla fina hoja delSeñor Brillante: uno, dos, tres. La hojaera tan fina y el golpe había sido tanpreciso, incluso a través del hueso, queel corazón, hendido, seguía palpitando.

Esperé a que el Señor Brillante

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extrajera la espada y dejara morir aDateh. Pero lo que hizo fue alargar elbrazo que no sujetaba la espada. Lasonrisa seguía en su rostro, cálida,delicada e implacable. Y sin quehubiera ninguna contradicción en esto,cogió a Dateh por la cara.

En ese momento tuve que apartar lamirada. El dolor de mis ojos se habíavuelto excesivo. Todo lo veía en rojo yno porque estuviera furiosa. Perocuando Dateh comenzó a gritar, lo oí.

Sentí las reverberaciones en el aireal romperse y pulverizarse sus huesos,mientras Dateh agitaba brazos y piernastratando de resistirse y, finalmente, sólo

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se convulsionaba. Olía a fuego, al humoacre y graso de la carne carbonizada.

Y entonces, paladeé el sabor de lasatisfacción. No era dulce ni me sació,pero bastaría.

En ese momento, el Vacío se hizomil pedazos a nuestro alrededor ydesapareció, pero yo apenas me dicuenta. Solamente sentía el rojo, el rojodel dolor. Creí ver el brillante suelo delCielo debajo de mí y traté delevantarme, pero el dolor era demasiadogrande. Caí, en posición fetal,demasiado mareada hasta para vomitar.

Unas manos cálidas y conocidas melevantaron. Me tocaron la cara y

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apartaron las extrañamente densaslágrimas que brotaban de mis ojos.Aunque parezca absurdo, pensé conaprensión que iba a manchar el blancoperfecto de su ropa con mi sangre.

—Me has devuelto a mí mismo,Oree —dijo aquella voz brillante y llenade sabiduría. Lloré con más fuerza aún,embargada por un amor incontenible—.Volver a estar entero, al cabo de tantossiglos… Había olvidado la sensación.Pero debes parar. No quiero añadir tumuerte a mis crímenes.

Me dolía muchísimo. Había creído yesa creencias se había convertido enmagia, pero yo no era más que una

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mortal. La magia tenía sus límites. Pero¿cómo podía dejar de creer? ¿Cómo esposible encontrar a un dios, amarlo yluego dejar que se vaya?

La voz cambió, se hizo más suave.Humana. Conocida.

—Por favor, Oree.Mi corazón lo llamaba Lúmino,

aunque mi mente insistía en ponerle otronombre. Eso bastó para acabar con loque estaba haciendo, fuera lo que fuese,y sentí el cambio en mis ojos. Derepente dejé de ver el suelo radiante, ocualquier otra cosa, pero el dolor de micabeza menguó al instante y pasó de serun chillido a un gemido crónico. Mi

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cuerpo entero se relajó con alivio.—Ahora descansa. —La cama en

desorden debajo de mí. Sentí lassábanas en la barbilla. Comencé atemblar violentamente. Un shock. Unamano grande me acarició la suavecabellera. Gemí en voz baja, porque esohizo que me doliera aún más la cabeza—. Shhhh. Yo cuidaré de ti.

No había planeado lo que dijeentonces. Me dolía demasiado y estabadelirando parcialmente. Pero pregunté,con los dientes apretados:

—¿Ya eres mi amigo?—Sí —respondió él—. Como tú la

mía.

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Incapaz de evitarlo, me sumí con unasonrisa en el sueño.

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VIDA

Estudio al óleo

Tardé más de un año enrecuperarme. Las primeras dos semanaslas pasé en el Cielo, comatosa. El señorde los Arameri, que al llegar a mi cuartose había encontrado con una demoniomedio muerta, un dios caído agotado,varios hijos de los dioses muertos o casimuertos y un montón de ceniza conforma humana, reaccionó

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razonablemente bien. Hizo llamar denuevo a Sieh y, al parecer, hilvanó unsoberbio relato en el que Dateh atacabael Cielo y era repelido y al finaldestruido por Lúmino, en defensa de lasvidas de los mortales. Cosa que era máso menos la verdad, puesto que el señorde los Arameri había descubierto tiempoatrás que era difícil mentirles a losdioses. (No en vano era el señor delmundo).

Estaba dormida cuando el sol volvióa la normalidad. Me han dicho que laciudad entera lo celebró durante días.Me habría gustado estar presente.

Más tarde, cuando recobré la

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conciencia y los escribas determinaronque mi estado me permitía viajar, meenviaron rápidamente a la ciudad deStrafe, en una pequeña baronía llamadaRipa, situada en la costa nororiental delcontinente de Senm. Allí me convertí enDesoía Mokh, una joven maroneh,trágicamente ciega, que había tenido lafortuna de heredar el dinero de su únicopariente. Strafe era una ciudad depequeño tamaño, casi un pueblo,conocida principalmente por suscorreajes de piel de pescado y unosvinos mediocres. Tenía una modestacasita cerca del mar con —según medijeron— unas preciosas vistas al

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plácido centro de la ciudad y a las aguastumultuosas del mar delArrepentimiento. Al menos me gustabael mar. El olor me recordaba a losbuenos tiempos en Nimaro.

Conmigo viajó Enmitan Zobindi, untaciturno maro que no era ni mi maridoni mi pariente (cosa que fue la comidillade la ciudad durante semanas). Se ganóel poco halagüeño mote de Sombra (por«Sombra de Desoía»), puesto que se losolía ver en la ciudad haciendo recadospara mí. Las mujeres de la ciudad,cuando al fin lograron vencer susreticencias y nos abordaron, solíaninsinuarme educadamente que debía

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casarme con él, ya que, de todos modos,estaba haciendo el trabajo de un marido.Yo me limitaba a sonreír hasta quefinalmente decidieron dejar el tema.

Si me lo hubieran preguntado, puedeque mi frustración me hubiera impulsadoa decírselo: Lúmino no cumplía contodos los deberes de un marido. Denoche compartíamos la cama, comohabíamos hecho desde los tiempos de laCasa del Amanecer. Era una solución deconveniencia, puesto que la casa teníamuchas corrientes y así ahorraba muchodinero en leña. Y también erareconfortante, puesto que a menudo, medespertaba en mitad de la noche,

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llorando o gritando. Lúmino meabrazaba, a menudo me acariciaba eincluso algunas veces me besaba. Esoera todo lo que yo necesitaba pararecuperar el equilibrio emocional, asíque era lo único que le pedía y lo únicoque él me ofrecía. No podía serMadding para mí. Yo no podía serNahadoth ni Enefa. Sin embargo, cadauno de nosotros satisfacía en algunamedida las necesidades básicas del otro.

Hablaba más, he de decir. De hecho,me contó muchas cosas sobre su antiguavida, algunas de las cuales te he contadoahora. Otras me pidió que no las contaranunca.

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Y… Oh, sí. Me había vuelto ciega,totalmente ciega.

Mi capacidad de ver la magia nuncavolvió tras el combate con Dateh. Mispinturas pasaron a ser pinturas normales,nada más. Aún disfrutaba creándolas,pero ya no podía verlas. Cuando salía apasear por las tardes, caminaba másdespacio porque no podía orientarmepor el brillo del Árbol o los desechosde los hijos de los dioses. Y aunquehubiera poseído aún la capacidad depercibir tales cosas, allí no había nadaque ver. Strafe no era Sombra. Era unaciudad sin mucha magia.

Tardé mucho tiempo en

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acostumbrarme a eso.Pero era humana y Lúmino más o

menos también, así que era inevitableque las cosas cambiaran.

Había estado en el huerto,trabajándolo, puesto que finalmentehabía llegado la primavera en suplenitud. Tenía unas cebolletas en lafalda y las manos y la ropa manchadasde tierra y hierba. Me había puesto unpañuelo en la cabeza para recogerme elpelo y estaba pensando en cualquiercosa salvo Sombra y los viejos tiempos.Aquello era bueno. Algo nuevo.

Así que no sentí demasiada alegríacuando, al entrar en el cobertizo de las

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herramientas, me encontré con una hijade los dioses esperándome.

—Qué buen aspecto tienes —dijoNemmer. Reconocí la voz, pero aun asíme sobresalté. Dejé caer las cebolletas.Rebotaron en el suelo y rodaron durantelo que se me antojó una cantidadindecente de tiempo.

Sin molestarme en recogerlas, mevolví en su dirección. Puede quepensara que estaba asombrada. No eraasí. Lo que sucedía es que me acordabade la última vez que la había visto, encasa de Madding. Con Madding. Tardéun momento en dominar missentimientos.

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—Pensaba que no se permitía a loshijos de los dioses salir de Sombra —dije al fin.

—Soy la Diosa del Sigilo, OreeShoth. Hago muchas cosas que se suponeque no debería. —Hizo una pausa,sorprendida—. No puedes verme,¿verdad?

—No —respondí únicamente.Por suerte, ella tampoco añadió

nada. No ha sido fácil encontrarte. LosArameri han hecho un buen trabajocubriendo tus huellas. La verdad es quedurante algún tiempo he pensado queestabas muerta. Un funeral precioso, porcierto.

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—Gracias —dije. No había asistido—. ¿Por qué estás aquí?

Silbó al oír mi tono.—No te alegras de verme, ¿eh? ¿Qué

pasa? —Oí que apartaba algunos de lostiestos y las herramientas de mi bancode trabajo y se sentaba—. ¿Temes quehaya venido a destruir al último de losdemonios?

Había vivido sin miedo durante másde un año, así que tardó en despertar.Suspiré y me arrodillé para recoger lascebollas que se habían caído.

—Supongo que era inevitable queaveriguaras por qué me habían«matado» los Arameri.

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—Mmmm, sí. Los secretos son muysabrosos. —Oí que movía las piernas enel aire, como una niña pequeña mientrasmordisquea una galleta—. A fin decuentas, prometí a Mad que averiguaríaquién estaba matando a nuestroshermanos.

Al oír esto me senté en cuclillas.Seguía sin sentir miedo.

—No tuve nada que ver con lo deRole. Fue cosa de Dateh. Pero elresto… —No lo sabía, así que meencogí de hombros—. Podríamos habersido cualquiera de los dos. Comenzarona extraerme sangre poco después dehaberme secuestrado. El único del que

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tengo la certeza de que fue culpa mía esMadding.

—Yo no diría que fue culpa tuya…—comenzó a decir Nemmer.

—Yo sí.Se hizo un incómodo silencio.—¿Vas a matarme ahora? —

pregunté.Hubo otra pausa, que revelaba que

lo había estado pensando.—No.—¿Quieres mi sangre para ti,

entonces?—¡Dioses, no! ¿Por quién me tomas?—Por una asesina.Sentí que me miraba fijamente, con

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una consternación que agitaba el aire delcobertizo.

—No quiero tu sangre —dijo al fin—. De hecho, lo que estoy pensando eshacer todo lo posible para asegurarmede que cualquiera que se entere de tusecreto muera antes de que puedaaprovecharse de él. Los Arameri tienenrazón al pensar que el anonimato es tumejor protección. De hecho, pretendoasegurarme de que ni siquiera ellosrecuerden tu existencia durante muchotiempo…

—El señor T'vril…—Sabe cuál es su lugar. Estoy

seguro de que podría persuadirlo para

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que borre ciertos registros de losarchivos a cambio de mi silencio sobrela sangre demoníaca que tienecuidadosamente escondida. Y que noestá tan bien oculta como él cree.

—Ya veo. —Empezaba a dolerme lacabeza. No por la magia, sino de purairritación. Había aspectos de la vida deSombra que no iba a echar de menos—.¿Para qué has venido, entonces?

Volvió a sacudir las piernas.—Pensé que querrías saber que Kitr

dirige ahora la organización deMadding, junto con Istan.

No conocía este último nombre, peroera un alivio —mayor del que esperaba

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— saber que Kitr seguía con vida. Mepasé la lengua por los labios.

—¿Y… los demás?—Lil está bien. El demonio no pudo

apoderarse de ella. —Con la claridadque da la intuición, supe que Dateh sehabía convertido en «el demonio» paraNemmer. Yo era otra cosa—. De hecho,estuvo a punto de matarlo y él tuvo queescapar. Ahora, ella gobierna elVertedero de los Mendigos, la antiguacasa de Basur, y Pueblo Antepasado. —Al ver mi mirada de alarma, añadió—:No se come a nadie que no desee serdevorado. De hecho, yo diría queprotege bastante bien a los niños. Su

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hambre de amor parece fascinarla. Y,por alguna razón, últimamente le hacogido gusto a la veneración.

No pude evitar una carcajada al oíresto.

—¿Y qué hay de…?—Nadie más sobrevivió —dijo. Mi

carcajada murió.Al cabo de un momento de silencio,

Nemmer añadió:—Pero tus amigos de la Avenida de

las Artes están bien.Era una noticia estupenda, pero me

dolía mucho pensar en aquella parte demi antigua vida, así que dije:

—¿Has podido averiguar algo sobre

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mi madre?—No, lo siento. Salir de la ciudad

ya ha sido suficientemente complicado.Sólo puedo hacer un viaje.

Asentí lentamente y recogí lascebollas. —Gracias por hacerlo, deverdad.

Nemmer bajó de la mesa de unsaltito y me ayudó.

—Al menos parece que aquí llevasuna buena vida. ¿Cómo está… eh…? —Capté el olor de su incomodidad, comoun diente de ajo entre las cebolletas.

—Mejor —respondí—. ¿Quiereshablar con él? Se ha ido al mercado.Volverá pronto.

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—Se ha ido al mercado… —Nemmer soltó una risilla—. Está claroque las maravillas nunca terminan.

Metimos las cebolletas en una cesta.Yo me senté y me limpié el sudor de lafrente con una mano manchada. Ellapermaneció a mi lado de rodillas,pensando las cosas que piensan lashijas, sean las que sean.

—Creo que le gustaría que tequedaras —dije en voz baja—. O quevolvieras alguna vez en el futuro. Meparece que os echa de menos a todos.

—Yo no sé si lo echo de menos —respondió ella, aunque su tono revelabaalgo totalmente distinto. De repente se

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puso en pie y, aunque no había ningunanecesidad, se limpió las rodillas—. Lopensaré.

Me levanté yo también.—Muy bien. —Pensé si debía

invitarla a cenar y al final decidí nohacerlo. A pesar de lo que pudierasignificar para Lúmino, lo cierto es queno quería que se quedara. Y ellatampoco quería quedarse. Se hizo unsilencio incómodo entre las dos.

—Me alegro de que estés bien, OreeShoth —dijo al fin.

Extendí mi mano hacia ella, sinpreocuparme por la tierra. Era unadiosa. Si le molestaba la tierra, sólo

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tenía que hacerla desaparecer.—Me ha gustado verte, dama

Nemmer.Su carcajada alivió la tensión del

momento.—Te dije que no me llamaras

«dama». Te juro que los mortales mehacéis sentir muy vieja… —Pero metomó la mano y la estrechó antes dedesaparecer.

Remoloneé un rato por el cobertizo yluego entré en la casa y subí al piso dearriba para bañarme. Después me recogíel pelo en una coleta, me puse unagruesa y cálida bata, y me hice un ovilloen mi butaca favorita para pensar.

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Se hizo de noche. Oí que Lúminoentraba en el piso de abajo, se limpiabalos pies y comenzaba a guardar lasprovisiones que había comprado.Finalmente subió, se detuvo en el umbraly me miró. Luego se acercó a la cama yse sentó a esperar a que le contara loque sucedía. Últimamente hablaba más,pero sólo cuando estaba de humor, cosaque era rara. La mayor parte del tiempoera un hombre muy taciturno. Eso megustaba, sobre todo en momentos comoaquél. Su presencia silenciosa aliviabami soledad, mientras que suconversación únicamente habríaconseguido irritarme.

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Así que me levanté y me fui a lacama. Busqué su cara con las manos yreseguí con los dedos sus severasarrugas. Se afeitaba por completo lacabeza cada mañana. Así conseguía quela gente no supiera que su pelo eracompletamente blanco, lo que habríaresultado demasiado llamativo. Estabamuy guapo sin él, pero yo echaba enfalta la sensación de pasarle los dedospor el pelo. Así que lo que hice fuepasarlos por su cabeza afeitada,anhelante.

Lúmino me observó un momento,pensativo. Luego estiró los brazos, medesató el cinturón de la bata y la abrió

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de un tirón. Me quedé paralizada,asustada, mientras él me miraba… ynada más. Pero tal como habíaconseguido de algún modo muchotiempo atrás, en lo alto de una azotea enotra vida, su sola mirada bastó para queme volviera increíblemente conscientede mi propio cuerpo, de su proximidad aél y de todo el potencial que escondíaeso. Cuando me agarró por las caderascomprendí, sin duda alguna, lo quepretendía. Entonces, me atrajo hacia sí.

Pero yo retrocedí, demasiadoaturdida para reaccionar de otro modo.Si no hubiera sentido un hormigueodonde me había tocado, habría pensado

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que todo habían sido imaginacionesmías. Pero entre eso y el atronadordespertar de determinadas partes de míque llevaban prácticamente dormidasdesde hacía un tiempo, supe que habíasido real.

Lúmino bajó las manos al ver queretrocedía. No parecía molesto opreocupado. Sólo expectante.

Solté una risilla débil, nerviosa.—Pensaba que eso no te

interesaba…No dijo nada, claro, porque era

evidente que aquello había cambiado.Sin saber qué hacer, me subí las

mangas (que volvieron a bajar al

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instante), me remetí tras la oreja unmechón de cabello rebelde y cambié elpeso de pie. Pero no me cerré la bata.

—No sé… —comencé a decir. —Hedecidido vivir —dijo en voz baja.

Eso también resultaba obvio por elmodo en que había cambiado en elpasado año. Sentí su mirada mientrashablaba, más penetrante de lo normalsobre mi piel. Había sido mi amigo yahora me ofrecía más. Estaba dispuestoa intentar algo más. Pero yo sabía que noera la clase de hombre que se enamoracon facilidad o frívolamente. Si loquería, lo tendría en su totalidad, y él mequería entera a mí. Todo o nada. Eso era

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tan consustancial a su naturaleza como lapropia luz.

Traté de hacer un chiste:—¿Has tardado un año en decidirlo?—Diez, en realidad —respondió él

—. El último año has sido tú la que haestado decidiéndose.

Parpadeé extrañada, pero entoncesme di cuenta de que tenía razón. «Quécosa más curiosa», pensé, y sonreí.

Entonces, me adelanté, busqué surostro y lo besé.

Fue mucho mejor que aquella lejananoche en la azotea de Madding,probablemente porque esta vez noestaba tratando de hacerme daño. La

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misma e increíble delicadeza, pero sinmalicia… Muy grato. Sabía a manzanas,que debía haber comido de caminodesde la ciudad, y a rábanos, que noeran tan agradables. Sentí sus ojos sobremí todo el tiempo. «Así que es de ésos»,pensé. Pero yo tampoco había cerradolos míos.

Pero resultaba extraño y hasta queno me agarró de nuevo por la cintura yme colocó donde quería para poderhacer todas las cosas que implicaba sumirada, no comprendí qué era lo que metenía tan confundida. Entonces, hizo algoque me provocó un respingo y me dicuenta de que el beso de Lúmino había

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sido sólo un beso. Sólo una boca contraotra, sin color, música, sin la sensaciónde remontar el vuelo y sin vientosinvisibles. Hacía tanto que no besaba aun mortal que me había olvidado de queno podíamos hacer esas cosas.

Pero no pasaba nada. Había otrasque podíamos hacer perfectamente.

Dormí hasta bien avanzada la noche,cuando un sueño me despertó de repente.Sin querer, di una patada a Lúmino en laespinilla, pero no reaccionó. Le toqué lacara y me di cuenta de que estabadespierto, ajeno a mi agitación.

—¿Has dormido algo? —pregunté

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con un bostezo.—No.No podía recordar el sueño, pero la

sensación de intranquilidad que mehabía provocado aún perduraba. Meaparté de su pecho y me froté la cara,ojerosa y muy consciente del nada gratoolor que despedía mi boca. En elexterior se oían unos pajarillos quecomenzaban a cantar sus trinosmatutinos, aunque el frío en el airesugería que aún no había llegado elamanecer. Reinaba la quietud, esaquietud inquietante que uno encuentra enlos pueblos antes del amanecer. Nisiquiera los pescadores se habían

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despertado. En Sombra, pensé con fugaztristeza, las aves no habrían estado tansolas.

—¿Va todo bien? —pregunté—.Puedo preparar un poco de té.

—No. —Alargó los brazos y metocó la cara, como tantas veces hacía yocon él. Como sus ojos funcionaban a laperfección, me pregunté si debíatomármelo como un gesto de afecto.Puede que, simplemente, el cuartoestuviera a oscuras. Siempre había sidoun hombre difícil de entender y ahora yohabía aprendido para interpretar mejorlas cosas que hacía.

—Te quiero —dijo.

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Aunque también sabía decir lascosas con toda claridad. Me eché a reírsin poder evitarlo, aunque le acaricié lamano para que supiera que sudeclaración no había sido mal recibida.

—Vamos a tener que trabajar tuconversación de alcoba, creo.

Se incorporó, llevándome confacilidad hasta su regazo, me atrajo y medio un beso antes de que pudieraadvertirle sobre mi aliento. El suyo noera mejor. Pero entonces me llegó elturno de sorprenderme, porque mientrascontinuaba con el beso y me ibaacariciando los brazos con las manoshasta llevarlas con delicadeza hasta mi

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espalda, sentí algo. Un destello. Unmomento de calor, auténtico calor. Nopasión, sino fuego.

Jadeé y se me abrieron los ojos depar en par mientras él se retiraba.

—Quiero estar dentro de ti —dijocon voz sorda e implacable. Una de susmanos me atenazó las muñecas a laespalda. La otra me acarició en otrositio, en el sitio exacto. Creo que proferíalgún sonido. No estoy segura—. Quierover cómo amanece sobre tu piel. Quieroque grites al salir el sol. Me da igual elnombre que digas.

«Ésa tiene que ser la cosa menosromántica que he oído nunca», pensé, un

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poco aturdida. Entonces siguiótocándome, besándome, saboreándome,acariciándome. Había aprendido muchosobre mí en nuestra sesión previa,información que esta vez utilizó conimplacable eficacia. Cuando sus dientesme mordieron la garganta, lancé un gritoy arqueé el cuerpo hacia atrás, no deltodo voluntariamente. Su manera deagarrarme las muñecas significaba quesólo podía doblarme como él quería queme doblara. No me hacía daño —podíasentir el cuidado que ponía para evitarlo—, pero tampoco dejaba que me soltara.Temblando, parpadeé antes de cerrar losojos con fuerza, y entonces, atolondrada

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por el miedo y la excitación, comprendípor fin lo que sucedía.

Estaba llegando el amanecer. Yohabía hecho el amor con un hijo de losdioses, pero esto era diferente. Ya nopodía ver cómo crecía el brillo delcuerpo de Lúmino, pero habíasaboreado el desperezarse de la magiaen su beso. No era exactamente miLúmino, ya no, y nunca sería mi fresco ydescuidado Madding. Sería calor,intensidad y poder absoluto.

¿Podía hacer el amor con alguien asíy salir indemne?

—Quiero ser yo mismo para ti, Oree—susurró sobre mi piel—. Sólo una

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vez. —No era una súplica. Eso nunca.Sólo una explicación.

Cerré los ojos y me obligué arelajarme. No pude obligarme a hablar,pero tampoco tenía que hacerlo. Con miconfianza era suficiente.

Así que se levantó llevándomeconsigo, se dio la vuelta para colocarmedebajo de él en la cama, y me agarró losbrazos por encima de mi cabeza.Permanecí entregada, sabiendo que élnecesitaba aquello. El control.Últimamente tenía tan poco poder… Elque podía encontrar le era precioso.Durante algunos momentos, se limitó amirarme. Su mirada era como unas

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plumas sobre mi piel, un tormento.Cuando finalmente me tocó, sus manostenían el peso del mando. Me arqueé, meestremecí y me abrí a él. Fui incapaz deevitarlo. Al pegarse contra mí, alpenetrar en mí, sentí crecer el imposiblecalor de su corazón. Al principio semovía lentamente, concentrándose,susurrando algo. Palabras divinas, comouna plegaria, casi en el límite de micapacidad para oírlas. La magia nofuncionaría para él, ¿verdad?

«Pero ahora es diferente, esto esdiferente…».

Y entonces, sentí las palabras sobremi piel. No sé cómo supe que eran

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palabras. No tendría que haberlo sabido.Normalmente, sólo mis dedos eran tansensibles, pero en aquel momento mismuslos podían distinguir los arcos, lascurvas y los giros de la lengua de losdioses, cada uno de cuyos caracteresestaba perfectamente claro en mi mente.Eran más que palabras. Había tambiénextrañas líneas inclinadas y símboloscuyo propósito me era imposibledescifrar. Era demasiado complejo. Élhabía creado el lenguaje al comienzo delos tiempos y siempre había sido el mássutil de sus instrumentos. Las palabrasse deslizaban sobre mi piel, seensortijaban entre mis piernas, se

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enredaban alrededor de mis senos…Dioses. No hay palabras mortales paradescribir lo que yo sentía, perotemblaba, cómo temblaba. Y él meobservaba, me oía gemir y estabacomplacido. Y yo lo notaba.

—Oree —dijo. Sólo eso. Oísusurros detrás de mi nombre, unadocena de voces, todas suyas,solapadas. La palabra cobró una docenade significados distintos: lujuria, miedo,dominación, ternura, reverencia…

Entonces volvió a besarme, esta vezcon más ferocidad, y yo habría gritadode haber podido porque quemaba. Eracomo un relámpago que cayera por mi

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garganta y me inflamara todas lasterminaciones nerviosas.Generosamente, me hizo estremecer porentero. Me hizo gritar, pero mis lágrimasse secaron casi al instante.

Mi sudor se convirtió en vapor.Sentí que el corazón del sol naciente meempapaba y luego penetraba dentro demí y ascendía por mi piel, hirviendo.Encontraría una salida o me consumiría.No importaba. No me importaba a mí.Estaba gritando sin palabras, con elcuerpo tenso contra él, suplicando porun poco más, por ese toque final, por unpoco del dios que había dentro delhombre, porque era ambas cosas y yo

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las amaba a las dos y las necesitaba alas dos con toda mi alma.

Entonces llegó el día y con él la luz,y toda mi consciencia se disolvió entreel torrente, el rugido y la incomprensiblegloria de diez mil soles al rojo vivo.

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NATURALEZAMUERTA

Óleo sobre lienzo

Esta parte es dura para mí, más duraque todo lo demás, pero te lo contaré,porque tienes que saberlo.

Cuando desperté, era aún muytemprano. Había dormido todo el día,pero al levantarme y abrirme camino a

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traspiés entre la maraña formada por lassábanas, consideré muy seriamente laidea de volver a tumbarme. Estaba tancansada que podría haber dormido unasemana. Sin embargo, tenía hambre, sedy necesitaba urgentemente una visita alcuarto de baño, así que me levanté.

Lúmino, dormido a mi lado, no seremovió ni siquiera cuando tropecé conla bata que había dejado tirada y maldijeen voz alta. Supuse que la magia lohabía dejado aún más agotado que a mí.

Una vez en el baño, y tras llegar a laconclusión de que seguía viva y no habíaterminado carbonizada, examiné miestado. De hecho, aparte del cansancio y

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alguna que otra molestia aquí y allá, meencontraba bien. Más que bien. Me dicuenta mientras estaba allí, frotándomela cara: me encontraba más que bien.Volvía a ser feliz, puede que por vezprimera desde mi marcha de Sombra.Total y completamente feliz.

De modo que cuando el primer soplode aire frío me acarició los tobillos,apenas me di cuenta. Hasta que no salídel baño y entré en un espacio de fríotan intenso y extraño que me hizo pararen seco, no me di cuenta de que Lúminoy yo no estábamos solos.

Al principio sólo hubo silencio. Unacreciente sensación de presencia e

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inmensidad. Llenó el dormitorio,opresiva, hasta hacer que crujierandébilmente las paredes. Lo que quieraque hubiera venido a visitarnos no erahumano.

Y no me tenía simpatía. Ninguna.Me quedé muy quieta, escuchando.

No oía nada… Y entonces, algo inhaló,muy cerca de mi nuca.

—Aún hueles a él.Hasta el último nervio de mi cuerpo

chilló. Permanecí en silencio porque elmiedo me había dejado sin voz. Sabíaquién era. No lo había oído acercarse yno me atrevía a pronunciar su nombre,pero sabía quién era.

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La voz que había detrás de mí —suave, profunda, malévola— se rió porlo bajo.

—Eres más bonita de lo queesperaba. Sieh tenía razón: ha tenidosuerte al encontrarte. —Una mano meacarició el cabello. El dedo que salióserpenteando de entre mi pelo paraacariciarme el cuello era frío como elhielo. Sin poder evitarlo, di un respingo—. Pero eres demasiado delicada. Unamano demasiado blanda para sujetar sucorrea…

No me sorprendió nada, nada enabsoluto, sentir de repente que aquelloslargos dedos me agarraban del pelo y

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tiraban de mi cabeza hacia atrás. Casi nonoté el dolor. Y la voz que hablóentonces junto a mi oído, era de granpreocupación:

—¿Te ama ya?No pude casi articular palabra:—¿Q-qué?—Te. —La voz se acercó aún más

—. Ama. —Tendría que haber sentidosu cuerpo, apoyado en mi hombro, perolo único que percibía era una sensaciónde quietud y frío, como una brisa demedianoche—. Ya.

La última palabra brotó tan cerca demi oído que sentí la caricia de sualiento. Creí que iba a sentir sus labios

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en cualquier momento. Y entonces, mepondría a gritar. Lo supe tan segurocomo que él me mataría en el mismomomento en que lo hiciese.

Pero antes de que pudiesecondenarme, otra voz habló en el cuarto.

—No es una pregunta justa. ¿Cómopuede ella saberlo? —Era una voz demujer, con tono educado de contralto, yla reconocí. La había oído un año antes,en un callejón, en medio de unaatmósfera impregnada de olor a orina,carne quemada y miedo. La diosa a laque Sieh había llamado madre. Ahorasabía quién era en realidad.

—Es la única pregunta que importa

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—respondió el hombre. Me soltó el peloy la inercia hizo que me alejara un parde pasos tambaleantes de él antes dedetenerme, con el cuerpo tembloroso,presa del deseo de escapar peroconsciente de que sería absurdo.

Lúmino no estaba despierto. Podíaoírlo en la cama, respirando lenta ytranquilamente. Había algo muy extrañoen su respiración.

Tragué saliva.—¿Preferís Yeine, mi señora? ¿O…

ah…?—Yeine me parece bien. —Hizo una

pausa y, con una leve nota dedivertimento en la voz, añadió—: ¿No

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vas a preguntar el nombre de miacompañante?

—Creo que ya lo sé —susurré.Sentí que sonreía.—Sin embargo, debemos respetar

las formalidades. Tú eres Oree Shoth,claro. Oree, este es Nahadoth.

Me forcé a asentir, con unmovimiento casi violento.

—Es un placer conoceros a ambos.—Mucho mejor —dijo la mujer—.

¿No te parece?No me di cuenta de que esto no

estaba dirigido a mí hasta que el hombre—que no era un hombre, en absolutorespondió. Y volví a sobresaltarme,

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porque de repente su voz estaba muchomás lejos, cerca de la cama.

—Me da igual.—Oh, pórtate bien. —La mujer

suspiró—. Te agradezco que lo hayaspreguntado, Oree. Supongo que llegaráel día en que mi propio nombre sea másconocido, pero hasta entonces me resultairritante que los demás nos traten a mipredecesora y a mí como identidadesintercambiables.

Ya había localizado su posición:junto a la ventana, donde yo me sentabaa veces para escuchar los sonidos de laciudad. La imaginé sentada con todapulcritud, con una pierna cruzada sobre

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la otra y una expresión irónica. Llevaríalos pies desnudos, estaba segura.

Traté de no imaginar nada sobre elotro.

—Ven conmigo —dijo la mujer. —Se levantó y sentí que una mano fríatomaba la mía. Aunque aquel lejano día,en el callejón, había saboreado supoder, en este momento no sentí nada, nisiquiera tan de cerca. Lo único quellenaba la habitación era el frío delSeñor de la Noche.

—¿Q-qué…? —Me volví para ircon ella, movida por la costumbre de noescuchar mi instinto de conservación.Pero al tiempo que me tiraba de la

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mano, mis pies dejaron de moverse. Sedetuvo también y me miró. Traté dedecir algo, pero no encontré laspalabras. Lo que hice fue volverme, nopor deseo, sino por necesidad. Hacia elSeñor de la Noche, que se encontrabajunto a la cama, delante de Lúmino.

Oí un atisbo de amabilidad en la vozde la Dama.

—No le haremos nada. Ni siquieraNaha.

«Naha —pensé, medio aturdida—.El Señor de la Noche tiene nombre demascota». —No lo… Es… —Volví atragar saliva—. Normalmente tiene elsueño ligero.

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Ella asintió. No podía verla, pero losupe. No me hacía falta verla para sabertodo lo que hacía.

—El sol acaba de ponerse ya,aunque aún ilumina el cielo dijomientras volvía a cogerme de la mano—. Este tiempo es mío. Despertarácuando yo se lo permita… Pero nopretendo hacerlo hasta que nos hayamosido. Es mejor así.

Me llevó abajo. Una vez en lacocina, se sentó conmigo a la mesa. Allí,lejos de Nahadoth, podía sentirla algomás, pero su poder seguía de algúnmodo contenido, todo lo contrario queaquella otra vez, en el callejón. Un aire

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de quietud y equilibrio la rodeaba.Me pregunté si debía ofrecerle un té.—¿Por qué es mejor que Lúmino

esté dormido? —pregunté al fin.Se rió en voz baja.—Me gusta ese nombre, Lúmino. Y

tú también, Oree Shoth, razón por la quequería que habláramos a solas. —Mesobresalté al sentir que sus dedos,delicados y extrañamente callosos, meinclinaban la cara para que ella pudieraverme con más claridad. Recordé queera mucho más menuda que yo—. Nahatenía razón. Eres realmente preciosa.Tus ojos lo acentúan, creo.

No dije nada, preocupada por su

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falta de respuesta a mi pregunta.Al cabo de un momento, me soltó.—¿Sabes por qué prohibí a los hijos

de los dioses salir de Sombra?Parpadeé, confusa.—Mmm… No.—Creo que sí lo sabes… Más que

otros, al menos. Mira lo que sucedecuando un solo mortal se involucrademasiado con los de nuestra raza.Destrucción, asesinatos… ¿Debo dejarque el mundo entero sufra lo mismo?

Fruncí el ceño, abrí la boca, vacilé ypor fin decidí responder lo que estabapensando.

—Creo —dije lentamente— que da

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igual que restrinjáis los movimientos delos hijos de los dioses.

—¿Sí?Me pregunté si estaría

verdaderamente interesada o seríaalguna clase de prueba.

—Bueno… Yo no nací en Sombra.Fui allí porque había oído hablar de lamagia. Porque… —«allí podría ver»había estado a punto de decir, pero noera verdad. En Sombra había vistomaravillas a diario, pero en términosprácticos, no había estado mucho mejorque en Strafe. Seguía necesitando unbastón para caminar. Y de todos modos,no lo había hecho pensando en la vista.

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Había ido a causa del Árbol, de loshijos de los dioses y de rumores sobrecosas aún más increíbles. Deseabaencontrar un lugar donde mi padre sehabría sentido en su hogar. Y no era laúnica. Todos mis amigos, la mayoría delos cuales no eran demonios o hijos delos dioses ni estaban tocados por lamagia de ningún modo, se habíanmudado a Sombra por la misma razón:porque era un lugar sin igual. Porque…—. Porque la magia me llamó —dije alfin—. Eso sucederá allá donde esté lamagia. Forma parte de nosotros yalgunos siempre nos veremos atraídospor ella. Así que, salvo que os la llevéis

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del todo, cosa que ni siquiera pudohacerse durante el Interdicto —separélas manos—, sucederán cosas malas. Ybuenas.

—¿Buenas? —preguntó la Dama convoz pensativa.

—Bueno… Sí. —Tragué saliva denuevo—. Lamento algunas de las que mehan sucedido. Pero no todas.

—Ya veo —dijo.Se hizo otro silencio, casi cómplice.—¿Por qué es mejor que Lúmino

esté dormido? —pregunté, esta vez envoz muy baja.

—Porque hemos venido a matarte.Sentí que se me disolvían las

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entrañas. Y, por extraño que puedaparecer, a partir de entonces me resultómás fácil hablar. Era como si miansiedad hubiera traspasado un umbral,más allá del cual era absurda.

—Sabéis lo que soy —deduje.—Sí —respondió—. Doblaste las

cadenas que le pusimos, aunque sólofuese por un momento. Eso nos llamó laatención. Desde entonces hemos estadoobservándote. Pero —se encogió dehombros— yo fui mortal durante mástiempo del que he sido una diosa. Laidea de la muerte no es algo nuevo niespecialmente aterrador para mí. Asíque no me importa que seas un demonio.

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Fruncí el ceño.—Entonces, ¿por qué…?Pero en ese momento recordé la

pregunta de Nahadoth: «¿Te ama ya?».—Lúmino —susurré.—Lo enviamos aquí a sufrir, Oree.

Para que creciera, se curara y, ésa esnuestra esperanza, un día pudierareunirse con nosotros. Pero una cosadebe quedar muy clara: también comocastigo. —Suspiró y, por un instante, oíel sonido de una lluvia lejana—. Es unadesgracia que te encontrara tan pronto.Dentro de mil años, quizá podría haberconvencido a Nahadoth de que lo dejarapasar. Pero ahora no.

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Le clavé mis ojos ciegos, aturdidapor la monstruosidad de lo que estabadiciendo. Habían convertido a Lúminoen algo muy parecido a un hombre paraque pudiera experimentar el dolor y losrigores de la vida mortal. Lo habíanobligado a proteger a los mortales, avivir entre ellos y a comprenderlos. Acogerles aprecio, incluso. Pero nodejaban que los amara.

Que me amara a mí, comprendí, y ladulzura de la idea y la amargura quellegó tras ella me hicieron daño.

—No es justo. —No estabaenfadada. No era tan estúpida. Sinembargo, ya que de todos modos iban a

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matarme, al menos quería decir lo quepensaba—. Los mortales aman. Nopodéis convertirlo en uno de nosotros eimpedirle que lo haga. Es unacontradicción.

—Recuerda por qué lo enviamosaquí. Amaba a Enefa… y la asesinó.Amaba a Nahadoth y a sus hijos, perolos torturó durante siglos. —Sacudió lacabeza—. Su amor es peligroso.

—No fue… —«culpa suya», estuvea punto de decir, pero no era cierto.Muchos mortales se volvían locos. Notodos ellos atacaban a sus seresqueridos. Lúmino había aceptado laresponsabilidad por sus actos y yo no

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tenía derecho a negarle eso.Así que lo intenté de otro modo:—¿No habéis pensado que tener

amantes mortales puede ser lo quenecesita? Quizá… —Y volví a pararmeen seco, porque había estado a punto dedecir «Quizá podría curarlo paravosotros». Era un exceso de presunción,por muy comprensiva que pareciese laDama.

—Puede que sea lo que él necesita—dijo la Dama con voz templada—.Pero no es lo que necesita Nahadoth.

Me encogí y guardé silencioentonces, perdida. Era lo que habíadicho Serymn: la Dama sabía lo que

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costaría a la humanidad otra Guerra delos Dioses y estaba dispuesta a hacer loque fuese necesario para evitarla. Eneste caso significaba desequilibrar elpoder de uno de los hermanos frente aldel otro. Y, al menos, de momento,había decidido que la rabia del Señor dela Noche merecía más satisfaccionesque la pena de Lúmino. En realidad, nopodía culparla. Había sentido aquellarabia en el piso de arriba, aquel hambrede venganza, tan fuerte que mepresionaba como la mano de un almirez.Lo que me asombraba era que pensaseque existía alguna posibilidad dereconciliación entre los tres. Puede que

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estuviera tan loca como Lúmino.O puede, simplemente, que estuviera

dispuesta a hacer lo que hiciese faltapara salvar el abismo que los separaba.¿Que era un poco de sangre de demonio,un poco de crueldad, comparada conotra guerra? ¿Qué eran unas cuantasvidas mortales arruinadas si la mayoríalograba sobrevivir? Y si todo iba bien,puede que en mil años, o en diez mil, seaplacase la ira del Señor de la Noche.Así eran como pensaban los dioses,¿no?

«Al menos Lúmino me habráolvidado para entonces».

—Muy bien —dije, incapaz de que

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mi voz no mostrara mi amargura—. Puesacabemos con ello. ¿O es que pensáismatarme lentamente, hurgar un poco máscon el cuchillo en su herida?

—Sufrirá suficiente sabiendo porqué has muerto. El cómo no supondráninguna diferencia. —Hizo una pausa—.Salvo que…

Fruncí el ceño. Su tono habíacambiado.

—¿Qué?Alargó la mano sobre la mesa, me

cogió la barbilla y me acarició loslabios con el pulgar. Estuve a punto deencogerme, pero logré contener elimpulso justo a tiempo. Aquello pareció

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complacerla. Sentí que sonreía.—Qué chica más encantadora —

volvió a decir, y suspiró con algo quequizá fuesen remordimientos—. Podríaconvencer a Nahadoth de que te dejevivir, siempre que Itempas sufra detodos modos.

—¿Qué quieres decir?—Si quizá lo abandonaras… —Dejó

la frase inacabada mientras sus dedosresbalaban por mi rostro hastaabandonarlo. Al comprenderlo, me pusetensa, enferma.

Cuando recobré el habla, estabatemblando por dentro. Pero por fin mehabía enfurecido. Eso impidió que me

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temblara la voz.—Ya veo. No basta con que le

hagáis daño a él. También queréishacérmelo a mí.

—El dolor es dolor —dijo el Señorde la Noche, y se me puso el vello de lanuca de punta, porque no le había oídoentrar en la habitación. Estaba en algúnlugar detrás de la Dama, y la habitaciónya estaba empezando a enfriarse—. Elpesar es pesar. Me da igual suprocedencia, mientras los sienta.

A pesar de mi miedo, su tonoindiferente y vacío me hizo enfurecer.Apreté el puño de mi brazo libre.

—¿Así que tengo que escoger entre

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dejarme matar y clavarme un puñal en laespalda yo misma? —le espeté—. Muybien… pues matadme. Al menos asísabrá que no lo abandoné.

La mano de Yeine acarició la mía,supuse que como advertencia. El Señorde la Noche permaneció en silencio,pero sentí su rígida furia. No meimportó. Me sentí bien al ofenderlo. Lehabía arrebatado la felicidad a mipueblo y ahora quería la mía.

—Aún te ama, ¿sabes? —balbuceé—. Más que a mí. Más que a nada, enrealidad.

Respondió con un siseo. No era unsonido humano. En él oí serpientes y

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hielo, y polvo que se posaba sobre unacavidad sombría. Entonces, seadelantó…

Yeine se levantó y se volvió haciaél. Nahadoth. Durante un lapso detiempo que fui incapaz de medir —quizáun instante, quizá una hora—permanecieron allí mirándose,inmóviles y en silencio. Sabía que losdioses pueden hablar sin palabras, perono sabía bien lo que estaba sucediendoallí. Parecía más bien un combate.

Entonces, la sensación sedesvaneció y Yeine, con un suspiro, seacercó a él.

—Con suavidad —dijo con una voz

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más compasiva de lo que podría haberimaginado—. Con lentitud… Ahora ereslibre. Sé lo que decidas ser, no lo que teobligaron a ser.

Él exhaló un largo y lento suspiro ysentí que su fría presión remitíaligeramente. Sin embargo, cuandovolvió a hablar, su voz era tan duracomo siempre.

—Soy lo que decido ser. Pero estoyfurioso, Yeine. Me quemaron y losrecuerdos… duelen. Las cosas que mehicieron…

La luna reverberaba con traicionesinexpresadas, horrores y pérdidas. Enaquel silencio, mi rabia se desmoronó.

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Nunca había podido odiar de verdad aalguien que hubiera sufrido, por muchasmaldades que hubiese cometidodespués.

—No se ha ganado esa felicidad,Yeine —dijo el Señor de la Noche—.Aún no.

La Dama suspiró.—Lo sé.Oí que se tocaban. Puede que fuese

un beso, puede que sólo fuese éltomándole la mano. Me recordó aLúmino y a su costumbre de tocarme sindecir nada, necesitado de la tranquilidadque le procuraba mi cercanía. ¿Habríahecho lo mismo con Nahadoth, mucho

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tiempo atrás? Puede que Nahadoth, pordebajo de su cólera, también echara demenos aquellos días. Pero él tenía a laDama para consolarlo. Pronto, Lúminono tendría a nadie.

En silencio, el Señor de la Noche sedesvaneció. Yeine permaneció dondeestaba un momento y luego se volvióhacia mí.

—Eso ha sido una estupidez —dijo.Comprendí que también estaba enfadadaconmigo.

Asentí, agotada.—Lo sé. Lo siento.Para mi sorpresa, esto pareció

aplacarla. Volvió a la mesa, pero no se

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sentó.—No es todo culpa tuya. Él sigue

siendo… frágil, en algunos aspectos.Las cicatrices de la guerra y de sucautiverio son muy profundas. Algunasde ellas están aún en carne viva.

Y recordé, con cierta culpa, que elresponsable era Lúmino.

—He tomado una decisión —dije envoz baja.

Vio lo que había en mi corazón… Opuede que fuese evidente.

—Si lo que has dicho es ciertorespondió—, si lo quieres, pregúntatequé es lo mejor para él.

Lo hice. Y en ese momento me

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imaginé a Lúmino, pensé en lo que podíallegar a ser mucho tiempo después deque yo muriese y me hubiera convertidoen polvo. Un trotamundos, un guerrero,un guardián. Un hombre de palabrassuaves, decisiones rápidas y pocabondad… Pero conservaría alguna,comprendí. Cierta calidez. Ciertahabilidad para tocar y dejarse tocar porotros. Si hacía las cosas bien, podíadejarle ese regalo.

Pero si moría, si su amor me mataba,no quedaría nada en él. Se distanciaríade la especie humana, sabiendo cuáleseran las consecuencias de acercarsedemasiado a nosotros. Apagaría el

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pequeño rescoldo de calidez de suinterior, consciente del dolor que podíaprovocar. Viviría entre los humanos,pero estaría totalmente solo. Y nunca,nunca se curaría.

No dije nada.—Tienes un día —dijo ella antes de

desaparecer.Permanecí largo rato sentada a la

mesa.Lo que quiera que hubiese hecho la

Dama para parar el tiempo sedesvaneció con ella. Al otro lado de lasventanas de la cocina, sentí que caía lanoche y el aire se volvía fresco y seco.Podía oír a la gente caminando fuera, las

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cigarras en los campos lejanos y uncarromato que avanzaba con untraqueteo por una calle empedrada. Sentíel olor de las flores en el viento…aunque no las flores del Árbol delMundo.

Al cabo de un rato oí un movimientoen el piso de arriba. Lúmino. Lastuberías temblaron mientas se daba unbaño. Strafe no era Sombra, pero teníamejores conducciones de agua y yo noescatimaba en carbón y madera paratener agua caliente siempre que nosapetecía. Al cabo de un tiempo oí quedejaba que se vaciase la bañera. Luegobajó. Como otras veces, se detuvo en el

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umbral de la puerta. Había percibidoalgo en mi quietud. Luego se acercó a lamesa y se sentó… En el mismo sitiodonde lo había hecho la Dama, aunqueeso no quería decir nada. Yo no teníamuchas sillas.

Tuve que quedarme muy quietamientras hablaba. De lo contrario, mehabría venido abajo y aquello no habríaservido de nada.

—Tienes que marcharte —dije.Lúmino me respondió con su

silencio.—No puedo estar contigo. Las cosas

nunca funcionan entre los dioses y losmortales. Tenías razón en eso. Hasta

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intentarlo es una estupidez.Mientras hablaba, me di cuenta con

asombro de que creía en parte en lo queestaba diciéndole. Siempre habíasabido, en una parte de mi corazón, queLúmino no podía quedarse conmigo parasiempre. Me haría vieja y moriríamientras que él conservaría su juventud.¿O también él envejecería y moriríapara luego renacer, joven y apuesto denuevo? Ninguna de las dosposibilidades me gustaba. Estaríaresentida con él sin poder evitarlo y mesentiría culpable por ser una carga. Midegeneración física le provocaría undolor inimaginable y al final

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quedaríamos separados para siempre, detodos modos.

Pero deseaba intentarlo. Dioses, conqué intensidad lo deseaba…

Lúmino permaneció allí, mirándome.Sin recriminaciones, sin tratar dehacerme cambiar de idea. El no era así.Desde el primer momento, yo habíasabido que aquello no requeriría mucho.Al menos en palabras.

Entonces, se levantó, rodeó la mesapara acercárseme y se agachó delante demí. Me volví, moviéndome lenta y muycuidadosamente hacia él. Control. Eraparte de su naturaleza, ¿no? Intentémantener el control y permanecí muy

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quieta. Combatí el deseo de tocarle lacara y descubrir todo lo malo quepensaba ahora de mí.

—¿Te han amenazado? —preguntó.Me quedé helada.Esperó un momento y luego, al ver

que no respondía, suspiré. Se puso enpie.

—No es por eso —balbuceé. Derepente, me parecía inmensamenteimportante que supiera que no estabaactuando por temor a perder la vida—.No es… Preferiría haberles dejado…

—No. —En ese momento me tocó lamejilla, por breve tiempo. Eso me dolió.Como si me hubieran roto el brazo de

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nuevo. O peor. No hizo falta más queeso para que mi cuidadoso controlsaltara en mil pedazos. Comencé atemblar, con tanta fuerza que laspalabras apenas podían salir de mislabios.

—No podemos combatir contra ellos—balbuceé—. La Dama no quierehacerlo realmente. Podemos luchar o…

—No, Oree —volvió a decir—. Nopodemos.

Al oír esto quedé en silencio. Estavez no era porque no pudiera pensar,sino por la total seguridad de suspalabras. Que me dejaron sin respuesta.

Se levantó.

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—Tú también debes vivir, Oree —dijo.

Entonces se acercó a la puerta. Susbotas estaban allí, pulcramentecolocadas junto a las mías. Se las pusocon movimientos que no eran ni rápidosni lentos. Sino eficaces. Se puso la capaque le había comprado al comienzo delinvierno, porque siempre se olvidaba deque podía pillar frío y yo no tenía ganasde cuidarlo mientras pasaba unaneumonía.

Tomé aire para decir algo. Exhalé.Permanecí allí sentada, temblando.

Salió de la casa.Sabía que se iría de aquel modo, sin

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otra cosa que la ropa que llevaraencima. No era tan humano como parapreocuparse por las posesiones o eldinero. Oí cómo se alejaban sus pesadaszancadas por la calle polvorienta. Seperdieron en la distancia, en los sonidosde la noche.

Subí al piso de arriba. El bañoestaba inmaculado, como siempre. Mequité la bata y me di un largo baño en elagua más caliente que pude soportar. Micuerpo seguía humeando incluso despuésde secarme.

No me di cuenta hasta que cogí unaesponja para limpiar la bañera. Ahoraque Lúmino se había ido, tendría que

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encargarme yo.Limpié la bañera y luego me senté

dentro de ella y lloré durante el resto dela noche.

Así que ahora ya lo sabes todo.Tenías que saberlo y yo tenía que

contártelo. He pasado los últimos seismeses tratando de no pensar en lo quesucedió. No era la cosa más inteligenteque podía hacer, pero sí la más fácil.Era mejor irse a la cama y dormir sinmás que permanecer toda la noche allí,sintiéndome sola. Era mejorconcentrarme en el clap, clap de mibastón al caminar que pensar en que

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antes podría haberme orientadosiguiendo el tenue contorno de lashuellas de los hijos de los dioses. Heperdido mucho.

Pero también he ganado algunascosas. Como tú, mi pequeña sorpresa.

En cierto modo, sabía que existía elpeligro. Los dioses no engendran contanta facilidad como los mortales pero aLúmino lo hicieron más mortal de lo quehaya sido nunca uno de ellos. No sé loque significa que le dejaran esacapacidad, cuando le habían quitadotantas otras cosas. Supongo que seolvidaron, sin más.

Claro que no puedo por menos que

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acordarme de aquella tarde, en la mesade mi cocina, cuando la Dama Yeine metocó. Es la Señora del Alba, la Diosa dela Vida. Tuvo que sentirte, o al menospercibir tu inminencia, mientrasestábamos allí sentados. Eso hace queme pregunte: ¿notó tu existencia y tedejó vivir? ¿O acaso…?

La Dama es una criatura extraña.Y lo más extraño de todo es que me

escuchó.He oído la noticia en boca de

demasiados mercaderes y correndemasiados chismes como para nocreerla: ahora hay dioses por todaspartes. Cantan en los bosques, bailan en

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lo alto de las montañas, vigilan en lasplayas y flirtean con los pescadores deostras. Ahora, la mayoría de las grandesciudades cuenta con un hijo de losdioses residente, o dos o tres. Strafe estátratando de atraer al suyo: los ancianosdicen que es bueno para los negocios.Espero que tengan éxito.

Muy pronto, el mundo será un lugarmucho más mágico. Creo que eso esalgo bueno para ti.

Y…No.No, sé que no debo pensar en ello.No.Pero aun así…

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Permanezco aquí tendida, en misolitario lecho, esperando el amanecer.Siento su llegada, la luz que lo vacalentando todo a medida que avanzapor las mantas y por mi piel. Los días sehacen más cortos con la llegada delinvierno. Supongo que nacerásalrededor del solsticio.

¿Me escuchas? ¿Puedes oírme ahídentro?

Creo que sí. Creo que teengendramos la segunda vez, cuandoLúmino volvió ser él mismo por uninstante. Lo suficiente. Creo que él losabía también, al igual que la Dama, eincluso puede que el Señor de la Noche.

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No es una cosa que haría por accidente.Había visto que echaba de menos miantigua vida.

Este fue su modo de ayudarme acentrarme en la nueva. Y además… unamanera de compensar pasados errores.

Dioses. Hombres. Malditos sean.Debería haberme preguntado. A fin decuentas, podría morir al traerte a estemundo. Probablemente no lo haga, peroes una cuestión de principios.

En fin.Espero que estés escuchando,

porque a veces los dioses —y losdemonios— pueden hacerlo. Creo queestás despierto, consciente y

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comprendes todo lo que he dicho.Porque creo que te vi ayer por la

mañana al despertar. Creo que mis ojosvolvieron a ser como antes por uninstante y tú eras la luz que vi.

Creo que, si espero hasta elamanecer y observo con cuidado,volveré a verte esta mañana.

Y creo que si espero lo bastante yescucho con atención, un día oiré unospasos en la calle. Puede que una llamadaa la puerta. Para entonces, alguien lehabrá enseñado los fundamentos de labuena educación. Tampoco sería muchopedir, ¿verdad? Sea como sea, entrará.Se limpiará los pies, al menos. Colgará

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el abrigo.Y entonces, tú y yo, juntos, le

daremos la bienvenida a casa.

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Apéndice 1

Un glosario terminológico

Alto Norte el continente másseptentrional. Una región atrasada.

Amn la más numerosa ypoderosa de las razas senmitas.

Arameri la familia gobernantede los amn. Consejeros delConsortium Nobiliario y de laorden de Itempas.

Árbol del Mundo, el un árbolde hoja perenne de unos cuarentakilómetros de altura, creado por la

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Dama Gris. Sagrado para losadoradores de la Dama.

Avenida de las Artes mercadode los artistas en el Paseo deSombra Este.

Basur un hijo de los dioses quemora en Sombra Oeste, dondesupervisa el Vertedero de losMendigos. Señor de las CosasAbandonadas.

Brillo, el periodo del gobiernoen solitario de Itempas tras laGuerra de los Dioses. En general,un término que expresa el bien, elorden, la ley y la rectitud.

Caminantes de la Oscuridad

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adoradores del Señor de lasSombras.

Casa del Amanecer una de lasmúltiples mansiones construidassobre el tronco del Árbol delMundo.

Cielo, el la ciudad más grandedel continente Senm. Asimismo,palacio de la familia Arameri.

Cielos e infiernos moradaspara las almas más allá del reinode los mortales.

Cien Mil Reinos, losdenominación colectiva del mundodesde su unificación bajo laautoridad de los Arameri.

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Consortium Nobiliario cuerpopolítico ejecutivo de los Cien MilReinos.

Dateh Lorillalia escriba,antiguo miembro de la Orden deItempas. Esposo de SerymnArameri.

Demonio hijo de la uniónprohibida entre un dios o uno desus hijos y un mortal. Mortal,aunque puede poseer una magiainnata tan poderosa como la de loshijos de los dioses (o más).

Dioses los hijos inmortales delMaelstrom. Los Tres.

Doblahuesos un curandero, a

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menudo autodidacta, conconocimientos sobre hierbas,partos, huesos y técnicas básicas decirugía. Algunos de ellos utilizanilegalmente sellos curativossencillos.

Enefa una de los Tres. AntiguaDiosa de la Tierra, creadora de loshijos de los dioses y de losmortales, señora del Crepúsculo yel Alba (fallecida).

Enefadeh los que recuerdan aEnefa.

Eo un hijo de los dioses quemora en Sombra. El Piadoso.

Era de los Tres tiempo

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anterior a la Guerra de los Dioses.Escriba un estudioso de la

lengua escrita de los dioses.Escritura divina una serie de

sellos, usada por los escribas paraproducir efectos mágicoscomplejos.

Esha nombre local de SombraEste.

Guardianes de la Ordensacerdotes en formación de laOrden de Itempas, responsables delmantenimiento del orden público.

Guerra de los Dioses unconflicto apocalíptico en el queItempas el Brillante se hizo con el

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control de los cielos tras derrotar asus dos hermanos.

Hado miembro de los LucesNuevas. Maestro de iniciados.

Hereje adorador de cualquierotro dios que no sea Itempas.

Hijo de los dioses hijo inmortalde los Tres. Conocidos a vecestambién como dioses.

Ina una hija de los dioses quemora en Sombra.

Interdicto, el periodo en el queningún hijo de los dioses semanifestó en el reino de losmortales por orden de Itempas elBrillante.

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Islas, las los vastosarchipiélagos que se extienden aleste del Alto Norte y de Senm.

Itempano término general quedefine a los adoradores de Itempas.También hace referencia a losmiembros de la Orden de Itempas.

Itempas uno de los Tres. ElSeñor Brillante, Señor de losCielos y de la Tierra, el PadreCelestial.

Kitr una hija de los dioses quemora en Sombra. La Hoja.

Lil una hija de los dioses quemora en Sombra. El Hambre.

Madding un hijo de los dioses

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que mora en Sombra. Señor de lasDeudas.

Maelstrom creador de losTres. Incognoscible.

Magia la capacidad innata delos dioses y sus hijos de alterar losmundos materiales e inmateriales.Los mortales pueden utilizar unremedo de este poder utilizando ellenguaje divino.

Nahadoth uno de los Tres. ElSeñor de la Noche. Tambiénllamado el Señor de las Sombras.

Nemmer una hija de los diosesque mora en Sombra. La Dama delos Secretos.

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Nimaro un protectorado de losArameri, constituido tras ladestrucción de la tierra de Maropara proporcionar un hogar a sussupervivientes. Situada en elextremo meridional del continentede Senm.

Oboro un hijo de los diosesque mora en Sombra.

Orden de Itempas el cuerposacerdotal que sirve a Itempas elBrillante. Además de ofrecer guíaespiritual, es responsable de la ley,el orden, la educación y laerradicación de la herejía.Conocida también como Orden

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Itempana.Orden de los Luces Nuevas un

sacerdocio no autorizado dedicadoa Itempas el Brillante, formadoprincipalmente por antiguosmiembros de la Orden de Itempas.Conocidos coloquialmente comolos Luces Nuevas.

Oesha nombre coloquial deSombra Oeste.

Paitya un hijo de los diosesque mora en Sombra. El Terror.

Parque de la Puerta un parquesituado alrededor del Cielo y de labase del Árbol del Mundo, enSombra Este.

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Paseo, el extremo norte delParque de la Puerta, en SombraEste. Un sitio popular entre losperegrinos, debido a las vistasprivilegiadas del Árbol del Mundo.Alberga también la Avenida de lasArtes y el Salón Blanco más grandede la ciudad.

Peregrino adorador de laDama Gris que viaja a Sombrapara rezar ante el Árbol delMundo. Por lo general, oriundosdel Alto Norte.

Previt uno de los nivelessuperiores del sacerdocio de laOrden de Itempas.

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Protectorado temano, el unreino senmita.

Punto divino nombre coloquialpara aquellas ubicaciones deSombra que los hijos de los dioseshan convertido en mágicas demanera temporal o permanente.

Reino de los dioses lo que haymás allá del universo.

Reino mortal el universo,creado por los Tres.

Role una hija de los dioses quemora en Sombra. Dama de laCompasión.

Salón Blanco cualquiera de lascasas de adoración, educación y

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justicia de la Orden de Itempas.Salón sede del Consortium

Nobiliario.Sangre divina un conocido y

caro narcótico. Confiere a suconsumidor una concienciaagudizada y capacidades mágicastemporales.

Sello de sangre la marca queidentifica a un miembro reconocidode la familia Arameri.

Sello un ideograma de la lenguade los dioses, utilizado por losescribas para imitar la magia deéstos.

Senm el continente más grande

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del mundo, situado en su extremooccidental.

Senmita la lengua amn,utilizada como idioma común enlos Cien Mil Reinos.

Serymn Arameri unapurasangre Arameri, esposa deDateh Lorillalia. Dueña de la Casadel Amanecer.

Shahar Arameri sumasacerdotisa de Itempas en tiemposde la Guerra de los Dioses. Susdescendientes son la familiaArameri.

Vertedero de los Mendigos Unbarrio y un basurero de Oesha.

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Sieh un hijo de los dioses,conocido también como elEmbaucador. El más antiguo detodos ellos.

Sombra nombre coloquial de laciudad más grande del continenteSemn (cuyo nombre oficial es ElCielo).

Strafe una ciudad situada en lacosta noroccidental del continenteSenm.

T'vril Arameri actual jefe de lafamilia Arameri.

Tiempo de los Tres antes de laGuerra de los Dioses.

Tierra de Maro, la pequeño

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continente que una vez existió aleste de las islas. Sede del palaciode los Arameri. Destruido porNadadoth.

Velio un pescado de aguadulce, normalmente ahumado o ensalazón. Una golosina para losmaroneh.

Yeine una de los Tres. Laactual diosa de la Tierra y Señoradel Crepúsculo y el Alba.Conocida también como la DamaGris.

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Apéndice 2

FUENTES históricas.Notas del primer escriba, volumen

96;de la colección de T'vril Arameri.(Entrevista realizada y transcrita

originalmente por el primer escriba Y'liDenai/Arameri en el año 1512 delBrillo, así se prolongue eternamente.Grabada en una esfera de mensajes fija.Segunda trascripción completada por labibliotecaria Sheta Arameri e el año2250 del Brillo. ATENCIÓN: contiene

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referencias heréticas, marcadas como«RH». Se utiliza con permiso de laLiteraria).

PRIMER ESCRIBA Y'LAIARAMERI: ¿Estáis cómoda?

NEMUR SARFITH ENULAI:[1]

Debería estarlo.YA: Desde luego. Sois una

invitada de los Arameri, EnulaiSarfith.

NS: ¡Exacto! (se ríe). Supongoque debería disfrutar del títulomientras pueda. Dudo que tengáismuchos maro por aquí en el futuro.

YA: Veo que preferís no

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utilizar la nueva palabra,maroneh…[2]

NS: En realidad son trespalabras en la antigua lengua.«Maro n neh». Nadie lo sabedecir. Es complicado depronunciar. Yo he sido maro todami vida. Seré maro hasta elmomento de mi muerte. Para el queno falta mucho.

YA: A efectos de archivo,¿podéis decir vuestra edad?

NS: El Padre me ha bendecidocon doscientos dos años.

YA: (se ríe). Ya me habíandicho que aseguráis tal cosa.

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NS: ¿Crees que miento?YA: Bueno, señora… es decir,

enulai…NS: Llámame lo que quieras.

Pero recuerda que los enulaisiempre dicen la verdad,muchacho. La mentira es peligrosa.Y yo no me molestaría en mentirtepor algo tan trivial como mi edad.¡Así que anótala!

YA: Sí, señora. Ya lo he hecho.NS: Los amn nunca escucháis.

En los días anteriores a laGuerra,[3] os advertimos de querespetarais al Padre Oscuro (RH).No es nuestro enemigo, os

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advertimos, aunque lo fuera deItempas el Brillante. Antes de laGuerra nos amaba más que lapropia Enefa (RH). Qué cosas lehabréis hecho para llenar sucorazón con tanta rabia…

YA: Señora, por favor. Aquí nopronunciamos… ese nombre quehabéis mencionado, el de…

NS: ¿Cuál? ¿Enefa? (grita).¡Enefa, Enefa, Enefa!

YA: (suspira).NS: Vuelve a mirarme así…YA: Mis disculpas por faltaros

al respeto, mi señora. Lo quesucede es que… el dominio

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absoluto de Itempas es el principiofundamental del Brillo.

NS: Yo amo al Señor Blancotanto como tú. Escogió a mi pueblocomo modelo para su imagenmortal (RH) y fuimos los primerosque recibimos la bendición de susabiduría (RH). Las matemáticas,la astronomía, la escritura y…Todo eso, todo en su conjunto, lohicimos nosotros antes quevosotros los senmitas, o que esosbastardos ignorantes del norte, oque ese hatajo de piratas de lasislas. Pero a pesar de todos susdones, siempre hemos recordado

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que era uno de los Tres. Sin sushermanos, Él no es nada (RH).

YA: ¡Señora!NS: Puedes denunciarme al jefe

de tu familia, si lo deseas. ¿Qué vaa hacer, matarme? ¿Destruir a mipueblo? No tengo nada que perder,muchacho. Ésa es la única razónpor la que he venido.

YA: Porque la familia real delos maro ha desaparecido.[4]

NS: No, idiota, porque losmaro han desaparecido. Oh, siempezamos a tener bebés, puedeque aún queden los suficientes denosotros como para prolongar

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algún tiempo más esta penosaexistencia, pero nunca volveremosa ser lo que éramos. Los amn nuncanos permitiréis recobrar nuestraantigua fuerza.

YA: Eh… Sí, señora. Pero, enconcreto, el deber de los enulai eraservir a la familia real, ¿no?Como… ah… veamos… comoguardaespaldas y narradores.

NS: Como historiadores.YA: Bueno, sí, pero gran parte

de esa historia… aquí tengo unalista… estaba formada por mitos yleyendas…

NS: Todo era cierto.

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YA: Señora, por favor…NS: ¿Por qué os habéis

molestado en llamarme?YA: Porque también yo soy

historiador.NS: Pues entonces escucha. Eso

es lo más importante que puedehacer un historiador. Oír conclaridad con sus propios oídos, sindejar que diez mil mentiras amn loembarullen todo…

YA: Pero, señora, un ejemplode las historias registradas por losenulai… El cuento de la Diosa Pez.

NS: Sí. Yiho, del clan Shoth.Aunque ahora estarán también

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todos muertos, supongo.YA: En el cuento se dice que

estuvo sentada junto a un ríodurante tres días en medio de unahambruna y que bancos enteros depeces de agua salada subieronnadando la corriente, de aguadulce, para arrojarse a las redes.

NS: Sí, sí. Y desde entonces,esas especies de peces han seguidoremontando los ríos para desovar,año tras año. Ella cambió esehábito para siempre.

YA: Pero eso es… ¿Se trata deun cuento de antes de la guerra?¿Esa Yiho era una diosa?

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NS: Claro que no. Al final delrelato muere a avanzada edad, ¿no?

YA: Bueno, en ese caso…NS: Pero los dioses tuvieron

muchos hijos.YA: (pausa). Por los dioses…

(suena un golpe). ¡Ah!NS: Eso por blasfemar.YA: No me lo puedo creer

(suspira). Tenéis razón, misdisculpas. Me he excedido. Lo quesucede… Estáis sugiriendo que lamujer del relato era… era unamestiza, una hija de los dioses…

NS: Todos somos hijos de losdioses. Pero Yiho era especial.

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YA: (silencio).NS: (se ríe). ¿Qué es lo que

veo en esos ojos pálidos,muchacho? ¿De repente hasempezado a escuchar? Ya ibasiendo hora.

YA: A recordar, más bien.Muchas de las historias de losmaro en mis fuentes estánprotagonizadas por los propiosenulai.

NS: Sí, continúa…YA: Cada miembro de la

familia real tenía un enulai. Loseducaban, los aconsejaban y losprotegían del peligro…

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NS: (se ríe). Al grano,muchacho. No me sobra el tiempo.

YA: Los protegían usandoextrañas habilidades que laLiteraria ha decretado imposibles omuy improbables…

NS: Porque vosotros losescribas no poseéis magia propia.La tomáis prestada usando lalengua de los dioses. Pero sipudierais hablar vosotros esamisma lengua sin que eso osmatara, o, mejor aún, si pudieraiscrear algo con vuestra voluntad,podríais hacer todo lo que hacenlos dioses. Y más cosas

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YA: Ojalá no hubierais dichoeso, enulai Sarfith.

NS: (se ríe).YA: Ya sabéis lo que tengo que

hacer.NS: (sigue riéndose). Ah,

muchacho. ¿Acaso importa? Soy laúltima descendiente de los enulai,hija de Enefa, última en nacer delos dioses mortales que decidieronpasar los breves días de quedisponían entre la humanidad.Todos los reyes y las reinas de losmaro están muertos. Todos mishijos y mis nietos están muertos.Todos los que llevábamos en las

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venas la sangre de la Madre Gris…estamos tan muertos como ella.¿Para qué iba a molestarme enseguir ocultándome?

YA: (pide a un criado quellame a los guardias).

NS: (mientras él habla, en vozbaja). Toda la progenie de losdemonios ha desaparecido. Todaella. No hay necesidad de seguirbuscando. No queda ninguno.[5]

YA: Lo siento, (ininteligible).NS: No lo sientas,

(ininteligible) destruido los últimosdemonios. Ya no hace falta seguirbuscándolos.

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YA: Ya no hace falta seguirbuscándolos.

NS: Ya no quedan demonios enel mundo, en ninguna parte.

YA: No queda ninguno,(ininteligible hasta la llegada delos guardias). Adiós, enulai. Sientoque las cosas hayan salido así.

NS: (se ríe). Yo no. Adiós,chico.

[Fin de la entrevista.][6]

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Notas

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[1] Nota del entrevistador: parece serque «Enulai». (RH) es un títulohereditario entre los maro. <<

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[2] Referencia: el Consejo Provisionalde los Supervivientes del Territorio deNimaro emitió un edicto oficial ennombre de su familia real (fallecida) enel que se indicaba que, de aquelmomento en adelante, su pueblo seriaconocido como los «maroneh» en lugarde los «maro». <<

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[3] Nota del entrevistador: la Guerra delos Dioses. <<

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[4] Nota del entrevistador: véase Marotras el cataclismo: censo. <<

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[5] Nota del bibliotecario: la entrevistaoriginal termina aquí. El mensajegrabado en la esfera es parcialmenteinaudible a partir de este punto. El textode control de la esfera no parecedañado, pero los escribas consultadossugieren una interferencia mágica. Hetrascrito lo mejor posible el resto de laentrevista. <<

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[6] Nota del bibliotecario: el primerescriba Y'li Arameri archivóerróneamente la trascripción y la esfera,que estuvieron perdidas durante 600años. Sólo se encontraron al realizarseuna búsqueda exhaustiva de las cámarasde la biblioteca por orden del señorT'vril Arameri. <<