Lyons, Mary - Duelo en El Caribe

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    DDuueelloo eenn eell CCaarriibbee Mary Lyons 

    Duelo en el Caribe (1987)Título Original: Caribbean confusion (1984)Editorial: Harlequin IbéricaSello / Colección: Julia 235 Género: Contemporáneo Protagonistas: Hugh Grey, lord Lister y Annabel Wair 

    Argumento:

    Hugh Grey Había seducido hábilmente a Annabel en Londres. Cuando elladescubrió que era casado se sintió humillada y huyo.

    Dos años después, en Barbados, Annabel esperaba escapar de su pasado, pero el destino le hizo una mala jugada y se encontró trabajando para elhombre que tanto la había hecho sufrir: Hugh, en persona, que ahora estabasoltero y seguía siendo el donjuán de siempre.

     Ahora Annabel no sabía si lo amaba o lo odiaba, y ser testigo de suscontinuas aventuras amorosas aumentaba su confusión.

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    Capítulo 1

    Annabel sintió la tibia y sensual brisa del Caribe que se colaba por sus largoscabellos rubios, mientras bajaba los escalones del Tristar, en el aeropuerto GrantlyAdams. Le parecía difícil creer que sólo diez horas antes había abordado el avión enLondres. Caminó, con las piernas entumecidas por las muchas horas que habíapermanecido sentada, junto con los otros pasajeros, y llegó a la impresionante sala dellegada del aeropuerto.

    A pesar de que fue muy corta la caminata por la pista, experimentó alivio alllegar a la sala con fresco aire acondicionado. Sabía que era cálido el clima deBarbados, pero el calor abrasador del sol de mediodía la sorprendió. Viendo el largode las colas que estaban en los cuatro escritorios de inspección, eligió la que lepareció más corta.

    Por fortuna, había seguido el consejo de Mary y llevaba puesto un frescoconjunto de lino. En Londres, en enero, azotada por la lluvia y la nieve, ¿cómo podíaimaginar lo tórrido que podía ser el Caribe? Las últimas dos agitadas semanas habíarecibido el fuerte e incondicional apoyo de Mary. El trabajo de ésta en una revista demodas le permitió proporcionarle valiosa información acerca de qué ropa comprar, y,aún más importante, dónde encontrarla. No había sido una tarea fácil, el hallarbikinis en Oxford Street en lo más inclemente del invierno.

    "No fueron sólo las últimas semanas", se recordó Annabel. "¿Qué habría hechoestos dos desdichados años sin la fortaleza y la calidez de Mary?" Meneó la cabezadistraídamente. Mary tenía razón: era necesario que se olvidara de esospensamientos. La noche anterior, sentadas en el apartamento de Mary, ésta le habíahablado con franqueza.

    —Tienes una maravillosa oportunidad de empezar una nueva vida, Annabel.¡Eres muy afortunada! Muchas personas darían cualquier cosa para obtener el trabajoque conseguiste: de institutriz en un lugar como Barbados. Sol, arena y el mar Caribe.¿Qué más podría pedir nadie?

    —Lo sé; es algo muy especial, y estoy ansiosa por empezar. Pero… Bueno… Noconozco allá a ninguna persona, y…

    —Yo no me preocuparía por eso —Mary la interrumpió—. Claro que vas aencontrarte con personas que no conoces, pero pronto se convertirán en amistades.Tiene que haber muchos hombres extraordinarios, y, con tu aspecto, ¡puedesconquistar a varios al mismo tiempo!

    Annabel se rio, pero meneó la cabeza con determinación.

    —¡No! Nunca… Nunca más yo…

    —Por favor, Annabel —la interrumpió con impaciencia Mary—. ¡No me vas adecir que tu vida sentimental ha concluido! ¡A los veinticuatro años! —hizo unapausa y prosiguió con tono más amable—. Ya sé que últimamente la vida ha sidodifícil para ti. Perder a tus padres fue un golpe muy duro, pero creí que ya te habíassobrepuesto de lo de Hugh Grey.

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    —¡Hugh no significa nada para mí! ¡Nada! —replicó Annabel sin aliento,inclinando la cabeza para que sus largos y rubios cabellos le ocultaran el rostro—.Eso terminó hace una eternidad. Terminó. Concluyó. Acabó —agregó con énfasis.

    Mary suspiró, mirando a su amiga con ansiedad. No creía una sola palabra delo dicho por Annabel; pero, comprendiendo que no lograría nada insistiendo en el

    tema, le dijo con tono tranquilizador:—Recuerda mirar sólo hacia el futuro, Annabel. Es la única solución. Lo pasado,

    pasado —se levantó y fue a la cocina—. Prepararé más café para las dos y mecontarás de tu nuevo empleo.

    —En realidad no tengo mucha información… —le contestó Annabel.

    Sus recuerdos fueron interrumpidos por los altavoces, que lanzaban mensajesininteligibles. Miró con aprensión sus alrededores. Se daba muy bien cuenta delhecho de que no conocía a quien se suponía que iba a encontrarla y que ignorabacómo se iban a identificar mutuamente.

    La cola avanzaba con lentitud. En el momento en que Annabel iba a dar unpaso, sus talones fueron golpeados por una pequeña maleta negra. Se tambaleóligeramente y se volvió, un poco molesta. Encontró la arrepentida mirada, en la quese leían las disculpas, del hombre que estaba a sus espaldas. Era alto, delgado, decabellos lisos y rubios. Llevaba pantalones holgados azul claro y una camisa, con elcuello abierto, que dejaba ver un bronceado oscuro. Señaló con uno de sus finoszapatos de ante la maleta causante del problema. "No es inglés", pensó ella. Laspalabras de él confirmaron su rápida deducción, porque con una voz varonil, conacento norteamericano, le dijo:

    —Lo siento. Creo que la patada que le di al maletín fue un poquito fuerte.

    Le dedicó a Annabel una sonrisa amplia y contagiosa, y ella se encontródevolviéndosela.

    —¿Es su primera visita aquí? —le preguntó él, observando con deleite la pielcremosa y los brillantes ojos azules.

    —Sí —respondió Annabel, volviéndose para recoger su maleta, cuando avanzóla fila—. Sí, así es.

    —Inglesa, ¿no? —sin aguardar la respuesta, continuó—: No se preocupe poresta cola… Tarde o temprano nos tocará nuestro turno.

    Le sonrió de nuevo y avanzó para ponerse al lado de ella.

    —¿Conque es su primera visita a Barbados? ¿En qué hotel se va a hospedar? —sonrió otra vez, leyéndole con claridad la mente—. ¡Así es! ¡Estoy deliberadamentebuscando una cita con usted!

    No pudo evitar el sonreírle también al norteamericano.

    —No voy a ningún hotel. Vengo a trabajar.

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    —Mire, ¿por qué no empezamos otra vez, de manera más formal, por asídecirlo? Me llamo Brett, y estoy aquí para arreglar asuntos de familia. ¿Es buencomienzo?

    —¡No está mal! —le contestó, disfrutando con el juego—. Mi nombre esAnnabel, y estoy aquí para atender un asunto "de familia", en cierta forma.

    —¡Me está haciendo las cosas muy difíciles! Tengo que hacerle saber que soyuna persona muy respetable. Mi madre vive en el sur de la isla y conoce a todo elmundo. ¡Ha tratado a todo el mundo durante toda su vida! —añadió pesaroso.

    Annabel se rio, y explicó:

    —Es muy sencillo: estoy aquí para enseñar… Bueno, para ser institutriz.

    —¿Para quiénes va a trabajar? Es probable que los conozca y que podamos serpresentados de manera adecuada.

    Annabel no consideró que importara el que se lo dijera.

    —Vine aquí para ser la institutriz, para enseñar a la sobrina de lord Lister.

    Tengo entendido que él posee una plantación de caña de azúcar en alguna parte deesta isla y… y eso es todo lo que sé —añadió insegura.

    Al ver la preocupación en su rostro, él se apresuró a tranquilizarla.

    —No hay ningún problema. Ya vi a Helen. Ella se encargará de usted.

    —¿Helen? ¿Quién es Helen?

    —Helen Ford. Es muy amable. Le va a agradar. Su esposo, George, es eladministrador de la hacienda de lord Lister. Son un matrimonio excelente. Los conocíla última vez que estuve aquí.

    Muy poco después les había llegado su turno. Annabel, una vez que unempleado le devolvió su pasaporte, avanzó con pasos inciertos.

    —Venga —le dijo su nuevo conocido.

    La condujo, a través de la multitud, hacia una mujer de aspecto sencillo yhogareño, que llevaba un vestido de algodón y unas sandalias.

    —¡Brett! ¡Qué gusto me da verte de nuevo! —exclamó la mujer, y se volviósonriente hacia Annabel—. ¿Cómo está? ¿Es la nueva institutriz? —sin hacer unapausa para respirar, continuó—: Esa tonta gente de la agencia de empleos no semolestó en darnos su nombre, ni en proporcionarnos detalles. Enviaron un telegramaque sólo decía: "Arribará institutriz", y los datos del vuelo. No se preocupe; ya está

    usted aquí.—Mientras ustedes se familiarizan, voy a conseguir un mozo y a solicitar las

    maletas —dijo Brett, desapareciendo entre la gente.

    Annabel le devolvió la sonrisa a Helen Ford y procedió a presentarse. Helen leexplicó que su esposo George y lord Lister estaban ocupados en los campos de cañade azúcar, y que regresarían ya avanzada la tarde.

    —¿Y la niña? —preguntó Annabel.

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    —Dejé a Tasmin con mis dos hijos. Tenemos un chalet en la hacienda, y como aellos les agrada estar juntos, consideré que era una buena idea que pasara Tasmin lanoche con nosotros. Espero que se sienta a gusto, después de un descanso y de unanoche que duerma bien.

    Cuando Annabel le estaba dando las gracias por los solícitos arreglos, regresó

    Brett, seguido por un maletero, que conducía una carretilla.—¡Busquemos sus maletas y tendremos listo el espectáculo! —bromeó él.

    Salió con ellas al exterior, a un sol abrasador.

    Helen los precedió hasta lo que Annabel reconoció, por fotografías que habíavisto, como un mini-moke. "Un mini-moke con ciertas diferencias", pensó con unpoco de extrañeza. El vehículo era blanco brillante; no tenía ventanillas, pero síparabrisas. Sobre los asientos, colocados sobre el chasis, tenía un toldo de lona, conalegres franjas rojas y blancas, sujetado con un marco tubular.

    —¡Como los cochecitos de golf que usan los millonarios en Palm Springs! —dijoHelen al dar un vistazo al rostro de Annabel— Descubrirá que es el medio más frescode transporte en la isla. Suba.

    Agitaron las manos para despedirse de Brett, e iniciaron la marcha por laangosta y sinuosa carretera. La exuberante vegetación que estaba a ambos ladosintrigó a Annabel, quien no conocía los altos y verdes tallos, de unos dos metros dealto, que se mecían en el viento. Helen le explicó que era la caña de azúcar que dabafama a la isla y en la que se apoyaba la prosperidad de Barbados. El mercadomundial del azúcar estaba con precios muy bajos en ese momento, le aclaró Helen,por lo que el turismo era en la actualidad su principal fuente de ingresos.

    —¡No me sorprende! —respondió Annabel mientras se reclinaba en su asiento,dejando que la fresca brisa hiciera volar sus largos cabellos—. ¡Este sol esmaravilloso!

    Helen señaló a la izquierda. Volviéndose, Annabel pudo ver el mar, que seaproximaba más y más, según se acercaba la carretera a la costa. Se quedóboquiabierta por el deleite cuando contempló kilómetro tras kilómetro de playas conarenas color oro pálido. Le fue difícil retirar los ojos de esa incomparable vista ydirigirlos a Helen, quien le estaba dando una versión condensada de la historia de laisla.

    La isla había formado parte del Imperio Británico desde mil seiscientos y pico.A partir de 1966 se había convertido en nación independiente, dentro de laComunidad Británica.

    —Espero que no tenga inconveniente, pero he de recoger algunas compras enBridgetown, que queda camino a casa —le explicó—. Si usted no está demasiadocansada y agotada, sería buena idea que aproveche para obtener una licencia deconducir.

    Annabel le aseguró que se sentía bien. En pocos minutos la campiña seconvirtió en atestadas calles con multitudes de peatones, en las afueras deBridgetown, la capital de Barbados.

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    "Nunca seré capaz de conducir por estas calles", pensó Annabel con muchainquietud. Admiró la habilidad de Helen, quien zigzagueaba evitando con cuidado alos hombres y las mujeres que caminaban por el medio de la calle con voluminosascanastas equilibradas sobre sus cabezas.

    Habiendo dejado el vehículo a cargo de un cuidador de autos, acompañó a

    Helen por la acera llena de gente. Jamás en su vida había visto tal gama de colores enlas caras, desde el blanco europeo, con la misma tonalidad de piel de ella, pasandopor innumerables tonalidades morenas, hasta llegar al negro más oscuro.

    Los brillantes colores de las ropas que usaban los transeúntes y el alto volumende la música antillana que salía de las tiendas, la dejaron asombrada. Todos parecíangritar lo más fuerte que podían.

    Sintiendo cierto alivio, penetró con Helen en el fresco interior de un granalmacén. Esperó a su lado mientras le entregaban varios paquetes. Observó quecuando una vendedora le daba a un cliente su cambio, siempre decía: "Que tenga unbuen día", y le dirigía una rutilante sonrisa.

    De regreso en el coche le explicó Helen:—Casi es una frase nacional. En verdad desean que disfrute una de la vida. Mis

    chicos tienen, incluso, playeras con esa frase.

    Condujo el auto por otras calles, llenas también de gente.

    —Entraremos en la comisaría de policía para obtener su permiso temporal deconducir, y después nos iremos a casa —explicó Helen—. ¡Creo que le encantará unabebida fría!

    Cuando se encontraban de nuevo en la carretera, después de abandonar lacomisaría, Annabel sentía mucho calor, mucho cansancio y mucha sed. Pero cuando

    iba por las colinas, camino a la plantación, la fresca brisa marina ayudó a revivirla.Contempló fascinada el magnífico panorama y la exuberante vegetación, mientras elvehículo corría veloz. Habían estado ascendiendo por una empinada cuesta durantelos últimos diez minutos, cuando de repente se encontraron en la cima de la colina,mirando una costa muy diferente de la que habían visto sólo una hora antes. Elembravecido mar golpeaba las dentadas rocas. Allí no había extensas playasarenosas, sino una escarpada costa rocosa, impresionante por su grandeza.

    —Esa es la costa oriental, y aquí es donde nos apartaremos de la carretera. Nosfalta poco para llegar.

    Helen hizo girar el volante del coche; pasaron por una entrada grande en un

    muro de piedra y siguieron por una amplia avenida bordeada a ambos lados porárboles altos. Mientras iban por el túnel vegetal, Helen le explicó que los árboles erancaobas, plantadas alrededor de 1700, y, con justicia, famosas en toda la isla. El túnelse ensanchó; las caobas se espaciaron, y allí, ante los ojos incrédulos de Annabel, seencontraba uno de los más bellos edificios que jamás había visto.

    "¡Es una casa solariega isabelina!" exclamó para sí. "¿Qué hace una construcciónasí en Barbados?" Meneó la cabeza con perplejidad, mientras bajaba del coche yseguía a Helen por el arco de hierro forjado y complicados diseños, flanqueado a

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    ambos lados por curvados muros de ladrillo rojo. Llegaron a la puerta principal, demadera gruesa, situada más allá de un arqueado pórtico, que fue abierta por unasirvienta antillana muy gorda. Esta, con una amplia sonrisa, las invitó a pasar.

    En comparación con la cegadora luminosidad del exterior, el salón estabaoscuro y fresco. El salón parecía estar lleno de personas. Supuso que eran sirvientes,

    porque todos llevaban el mismo tipo de uniforme. Todos reían y hablaban a grandesvoces. Annabel primero pensó que se trataba de un lenguaje extranjero. Poco a pocose dio cuenta de que era inglés, hasta cierto punto, porque estaba muy mezclado conel dialecto local. Al sólo comprender una de cada diez palabras, se limitó a sonreírcuando Helen fue llamándolos uno a uno, para presentarla. "Jamás lograré recordarsus nombres", pensó.

    Un sirviente se llevó su maleta. Ella lo siguió, detrás de Helen, por una enormeescalera, después por un espacioso corredor y por una puerta, a lo que, según todoslos indicios, sería su dormitorio.

    —Parece muy agotada —comentó Helen—, ¿Por qué no se da una ducha? Su

    baño está aquí —agregó, abriendo una puerta de la habitación—. Una ducha y unasiesta la harán sentir mucho mejor.

    Caminó por la alcoba, mostrándole a Annabel dónde colgar sus vestidos. Seacercó a una mesa, en la que había una bandeja de plata con un cubo con hielo, untermo, botellas con cordiales y vasos de cristal.

    —Creo que le gustará beber algo —dijo Helen—. Sírvase lo que guste. Paracualquier cosa que necesite, no vacile en tocar el timbre para que venga Josie, sudoncella. Bueno, por el momento no puedo pensar en nada más… La dejaré para quedescanse. Tengo que bajar a ver al ama de llaves, pero volveré en unas dos horaspara ayudarla a deshacer su equipaje.

    Le sonrió de manera alentadora a Annabel y salió de la habitación.Annabel revisó con lentitud la alcoba, extasiada por lo que veía. Las paredes,

    desde el suelo hasta el techo, estaban revestidas con paneles de madera pálida. Luegoobservó la cama. "¡Qué cama!" pensó mientras caminaba por la alfombra persa devivos colores. "¡Una genuina cama con cuatro columnas!" Acarició éstas con lasmanos, mientras sus ojos apreciaban las finas cortinas de seda, color azul pálido, quecolgaban en cada extremo.

    Todavía deslumbrada por el no familiar lujo que la rodeaba, Annabel se dio unaducha rápida y, demasiado extenuada, se acostó a reposar. "Sólo por unos minutos",se dijo. "Después tengo que deshacer mi equipaje…"

    Lo siguiente de que se dio cuenta fue de estar siendo sacudida con gentileza.Abrió los ojos y se encontró con la cara sonriente de Helen.

    —Lamento no poder dejarla dormir más, pero lord Lister volverá pronto y yodebo ir a casa para preparar la cena de mi esposo y para cuidar a mis hijos y aTasmin.

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    —Por supuesto —respondió Annabel, estirándose con voluptuosidad sobre lasalmohadas de lino—. No debí dormirme así… No me di cuenta de lo agotada queestaba.

    Se levantó con presteza y fue hacia la gran ventana.

    —¡No lo creo! —exclamó Annabel, riéndose— ¡Un pavo real! ¡Esto no es

    Barbados! ¡Debo de estar de vuelta en Inglaterra!—Son animales muy fastidiosos —respondió Helen—. Todos se molestan por

    los pavoneos de los pavos reales. Espérese a que la despierten por la mañana con susinsoportables gritos. ¡Si de mí dependiera, les retorcería sus hermosos cuellos!

    Annabel siguió mirando por la abierta ventana. La amplia terraza, conbarandales de piedra, estaba cubierta con buganvillas púrpura, que se retorcían ysubían por los grises pilares. El verde césped, recortado a muy poca altura, rodeabauna fuente circular, cuyo chorro ascendía, para bajar de inmediato en forma de gotassobre el agua. A ambos lados del césped había arriates con complicados diseños.Annabel suspiró maravillada, cuando, sin desearlo, se retiró de la ventana.

    —¿Le agradaría que le ayudara a deshacer sus maletas? —preguntó Helen.

    —Es muy amable de su parte, pero es mejor que yo lo haga, porque así sabrédónde está todo —respondió Annabel, mientras se inclinaba para empezar con unamaleta—. Le agradecería si pudiera… Bueno, informarme. Todo ha pasado con tantarapidez…

    "¿De veras hace sólo dos semanas que se inició esta aventura?" se preguntó. Depie en esa habitación, le pareció tan lejano el comienzo… Annabel se apresuró aexplicar:

    —Hace quince días me presenté en una agencia de empleos, para ver si había la

    lejana posibilidad de que tuvieran el puesto que yo buscaba. Quería enseñar en elextranjero, y no es fácil encontrar vacantes.

    Helen se hundió en la cómoda silla y, con un suspiro de alivio, se quitó lassandalias.

    —Así me siento mejor —le sonrió a Annabel—. Es por el calor. ¡Mis pies meestán matando! Disculpe por haberla interrumpido. Entiendo lo de enseñar, pero,¿por qué en el extranjero?

    —Para obtener el título estudié francés e italiano, por lo que esos idiomas norepresentan un problema —Annabel hizo una pausa corta, y luego prosiguió—: Mispadres están muertos y… —se volvió para mirar por la ventana, y suspiró—. Bueno,

    había otras razones… —recobró el dominio de sí misma y se volvió hacia Helen—.Me encontraba en la agencia, teniendo una entrevista tranquila, cuando una señorade mediana edad, la señora Graham, entró con mucha prisa. Tenía que entrevistar deinmediato a una institutriz, debido a que necesitaba tomar un tren en el acto para sucasa, en Escocia, para estar con su esposo, que había tenido un accidente.

    —Recibimos un cable de la señora Graham —comentó Helen—. Parece ser quelas heridas de su esposo no son graves. Permanecerá en el hospital durante unaspocas semanas, pero no hay motivo para que se preocupe el hermano de ella.

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    hacienda hace sólo dos años, de su tío. Estaba en malas condiciones y descuidada. Hatrabajado mucho para convertirla en lo que es ahora. Todos lo admiramos por suempuje y su energía.

    —¿Cómo es él? —preguntó Annabel, un tanto avergonzada por su curiosidad,pero deseosa de saber más de su actual empleador.

    —Para empezar, es viudo. No conocí a su esposa, porque murió poco antes deque él viniera aquí. Tal vez es eso lo que hace que sea tan duro y tan cínico. Esprobable que esté cometiendo una gran indiscreción al comentárselo, pero siempreme da la impresión de ser muy infeliz. Mire, Annabel, creo que es mejor que usted

     juzgue por sí misma. Estoy segura de que le agradará… aunque ignoro cómo va areaccionar con usted… contigo —añadió, frotándose una vez más los doloridos pies.

    —¿A qué te refieres? —preguntó con ansiedad Annabel.

    Helen miró a la hermosa joven. Annabel había terminado de deshacer susmaletas. Estaba enfrente del espejo, subiendo la cremallera de un vestido sencillo dealgodón, color de rosa, que hacía resaltar su pequeña cintura y la llena redondez de

    sus senos. Mientras la observaba cepillarse los cabellos rubios-ceniza, comentó Helencon una risa:

    —No eres como yo, o cualquiera, ¡piensa qué deber ser una institutriz!

    Annabel se dio la vuelta y, con fingida seriedad, le replicó:

    —Si alguien más me dice eso de nuevo, le… le…

    —Está bien —Helen se rio otra vez—. Pero tienes que aceptarlo, Annabel: eresdemasiado hermosa.

    —¡Tú y la señora Graham… ambas tiene unas ideas muy anticuadas! —Annabel suspiró y dejó el cepillo para el pelo—. Bueno, ¡cambiemos de tema! Por

    favor, coméntame acerca de esta magnífica casa.—Nadie sabe con precisión cuándo fue construida, pero se supone que

    alrededor de 1650. La llamaban la Abadía de St. John, en honor del dueño original dela plantación, sir John Strafford. Dispongo de muy pocos datos acerca de la historiade la casa, antes de que la propiedad pasara a manos de la familia de lord Lister, enmil ochocientos y tantos. Tendrás que preguntarle a él los detalles exactos. Hay algoque debe de sorprenderte. Con seguridad ya observaste esa gran chimenea —señalóla repisa de la chimenea, magníficamente tallada.

    —Sí —respondió Annabel—, pero no creo comprender… ¡Por supuesto! —sonrió—. ¿Quién necesita una chimenea en un clima cálido como éste?

    —¡Exacto! Nadie tiene la seguridad, pero la leyenda habla de que el constructortuvo miedo de aclararle a sir John Strafford que su listo arquitecto londinense habíadiseñado una casa para Inglaterra, no para el Caribe. Según la misma leyenda,mientras estaba en el extranjero el propietario, prosiguió con los planos originales.

    Helen le explicó que la hacienda tenía unas doscientas cincuenta hectáreas. Sesuponía que existían sólo otras tres casas parecidas a la Abadía de St. John; debido,en parte, al paso del tiempo, y, en parte, a los huracanes.

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    —¿Huracanes? —preguntó Annabel, sorprendida.

    —Bueno, no son desconocidos en esta parte del mundo, pero la isla ha sidoafortunada, porque la mayoría han pasado de largo. Debes de haber leído acerca delque asoló a Santa Lucía hace como un año.

    Annabel recordó haber visto en la televisión los estragos que causó.

    —En lo que respecta a las casas en esta isla, un huracán tremendo azotó en1831. Sin embargo —comentó Helen, poniéndose las sandalias de nuevo—; eso fuehace mucho tiempo, y no creo que tengamos que preocuparnos.

    —¿Existen en realidad otras tres casas como ésta en la isla?

    —¡Dios santo, no! Hay una pequeña en el sur de la isla. La llaman Hew Hall. Laverdad es que es más bien de reducidas dimensiones e insignificante. Las otras dosestán en los Estados Unidos. Esta casa es única en esta isla —explicó Helen con airesde propiedad—, y todos estamos orgullosos de ella.

    —No me sorprende —aceptó Annabel—. Es preciosa.

    —¡Dios santo! ¿Es ésta la hora? —Helen se levantó con rapidez y revisó sureloj—. Debo irme. Estoy encantada de conocerte. Va a ser muy agradable tener cercaa una amiga. Nuestro chalet está allá, pasando ese grupo de cedros —señaló por laventana.

    —Te estoy muy agradecida, Helen. Estaba muy nerviosa por el trabajo, pero mehas hecho sentir mucho mejor —le sonrió con calidez a la mujer de más edad.

    —Me alegra saberlo. Tengo que dejarte ahora. Ve abajo y siéntete en tu casa.Lord Lister debe de llegar muy pronto.

    Abandonó la habitación, agitando alegremente la mano.

    Se miró por última vez en el espejo, para asegurarse de que estaba pulcra yarreglada. Se preguntó qué podría hacer para parecer de más edad, para tener más elaspecto que las personas esperaban que poseyera una institutriz. Se hizo una trenza yse la colocó en la parte superior de la cabeza, pero se dio cuenta de que la hacíaparecer aún más joven. "Como de dieciséis, en vez de veinticuatro años", pensó,molesta. Encogiéndose de hombros se soltó los cabellos de nuevo. Comprendió queera una pérdida de tiempo tratar de alterar su paciencia. "Si lord Lister cree queparezco demasiado joven, tal vez seré capaz de impresionarlo con mi capacidad"."Pobre anciano", pensó mientras bajaba con lentitud por la amplia escalera, "debe dehaber sido muy duro para él perder a su esposa y después tener que cargar con laresponsabilidad de una sobrina de pocos años". Al llegar abajo vagabundeó por el

    salón. Viendo una puerta abierta, se asomó con cautela. Era el comedor; la mesa yaestaba dispuesta para la cena. "¡Qué colección de plata y cristal!" se comentó.

    Continuando su exploración, pasó por una amplia entrada, cuyas puertasdobles estaban contra la pared, y se encontró en una vasta habitación cuya parte másalejada daba a otra aún más grande. Pudo observar que era un cuarto de música delsiglo XVIII.

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    Se acercó para investigar más. Estaba contemplando con deleite una pequeñaarpa, cuando oyó el sonido de unas firmes pisadas aproximándose. Volviéndose, diounos cuantos pasos hacia adelante. Se detuvo bruscamente, quedando paralizada ysin habla por la conmoción. No le ocurrió lo mismo al recién llegado.

    —¡Dios mío! ¿Qué diantres estás haciendo aquí? —interrogó.

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    Capítulo 2

    Temblando como hoja en el viento, Annabel se aferró al respaldo de una silla ymiró estupefacta al hombre que estaba en la puerta.

    —Te pregunté: ¿qué diantres estás haciendo aquí? —inquirió el hombre con vozruda y enfadada, mientras caminaba con lentitud hacia la chimenea de mármol y,con un brazo apoyado en la repisa, se le quedaba mirando.

    Ella trató de ordenar sus pensamientos y decir algo… ¡cualquier cosa! De suslabios salió un sonido discordante. Se aclaró la garganta e hizo un nuevo intento.¡Hugh!

    —¿Y bien?

    —Hugh…Yo… Yo no entiendo. Quiero decir…

    Su mente era un caótico remolino. Trató, inútilmente, de encontrar alguna

    lógica en la situación. "De todas las personas posibles, tenía que ser Hugh Grey…¿Qué hace aquí?" se preguntó.

    Sintiéndose desmayar por la conmoción, cerró los ojos un momento. No leparecía posible lo que estaba sucediendo… Pero, cuando vio de nuevo la alta figura,se dio cuenta de que estaba ante una tremenda realidad. Por fin, logró hablar.

    —Si… si es algo que te incumba —le dijo con voz aguda y sin aliento—, estoyaquí como institutriz de la sobrina de lord Lister.

    —¡No seas ridícula, Annabel!

    El hombre que había conocido como Hugh Grey la seguía mirando conseveridad. Sólo la aspereza de la voz y la palidez del rostro revelaban que estabasometido a una tensión tremenda.

    Luchando para controlarse, se sujetó de la silla con más firmeza mientrastrataba de detener el remolino de emociones y pensamientos. Encontrar de nuevo, enesa forma tan súbita, al hombre que había significado tanto para ella, de quien sehabía alejado brusca y dolorosamente, era algo más de lo que podía soportar.

    —No soy ridícula —replicó con desesperación—. Soy la nueva institutriz. Losoy. ¡Es la verdad!

    —¡Esto no tiene ningún sentido!

    Los duros ojos grises del hombre la contemplaron en forma glacial.

    —Cuando venga lord Lister, él te lo informará —protestó sin aliento.

    Hugh Grey dejó escapar un bufido de molestia.

    —No seas más estúpida de lo necesario, Annabel. Yo soy lord Lister.

    —Pero tú… ¡no puedes ser! —casi gritó. Todo el horror de la situación apenasestaba penetrando en su mente.

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    —Puedo, ¡y soy! —respondió con exasperación en la voz—. En cuanto a tuafirmación de ser la nueva institutriz… —soltó una carcajada burlona—. ¡Jamás heescuchado en toda mi vida algo tan absurdo! Te pregunto por tercera vez, y teaseguro que por última: ¿por qué estás aquí?

    —Te lo acabo de decir. Te he dicho la verdad. Yo tengo…

    —No sé qué es lo que esperas obtener con tan ridícula afirmación, pero la ideade que seas una institutriz… ¡Es algo insensato!

    La contempló de manera siniestra. Su mandíbula estaba tensa.

    —Ahora eres tú el que está siendo absurdo, Hugh —le replicó con amargura—.¿Crees posible que yo quisiera acercarme a un kilómetro de distancia de ti? Menosaún hacer un viaje tan largo —agregó con cansancio.

    —¿Tratas de decirme que mi hermana perdió el juicio y te contrató?

    —¿Cómo te atreves a hablarme así? —jadeó Annabel, encolerizada.

    —¡Te hablaré en la forma que se me antoje… especialmente en mi propia casa!

    —gruñó Hugh con tono amenazador.

    —¡Por el amor de Dios, Hugh! Si hubiera sabido quién era la señora Graham,nunca habría aceptado el empleo —trató de explicar con desesperación—. Esimposible que pienses que yo sabía en dónde estabas. La señora Graham me contratóbasándose tan sólo en mi capacidad.

    —¿Capacidad? ¿Cuál capacidad? —se burló con rudeza—. Estudiaste historiadel arte… ¿Qué sabes acerca de enseñar a niños?

    —¡Ocurre que mucho! He estado trabajando en una escuela primaria los dosúltimos años, y te informaré que soy una muy buena maestra —se interrumpió en

    forma brusca, asombrada porque estaba gritando.—¡Dios mío, qué enredo! ¡Esta vez mi hermana se volvió loca! —exclamó él con

    rudeza y disgusto.

    En el silencio que siguió a ese comentario, se miraron, consternados.

    "¿Qué voy a hacer?" gimió Annabel para sus adentros, mientras lo veía volversey caminar con lentitud hacia una ventana.

    Mientras permanecía pensativo, mirando hacia el jardín, lo examinó condetenimiento por primera vez. Alto y esbelto, con cabellos negros y rizados queenmarcaban un rostro muy bronceado, pómulos salientes y una boca grande ysensual, era el hombre más apuesto que había conocido.

    "No ha cambiado", pensó, sintiéndose desgraciada, al darse cuenta de lafamiliar ansia que sentía en el cuerpo. Consideró que tal vez los dos años pasadoshabían hecho que su rostro fuera un poco más austero, y le habían otorgado un airemás autoritario a sus movimientos y un aspecto más dominante. Aún conservabaintacta esa atracción irresistible, esa siniestra quietud y ese control de sí mismo que lohacían único.

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    Annabel observó los anchos hombros y la delgada cintura. Las mangas de lacamisa estaban enrolladas en sus musculosos brazos. Los descoloridos pantalonesvaqueros de mezclilla se aferraban a sus caderas como una segunda piel cuando sacódel bolsillo una pitillera de oro y encendió un cigarrillo. Ella sintió su fuerte aura demagnetismo sexual.

    "¡No, no!" exclamó para sí misma con desesperación. "¡Nunca más!" Comoanimal acorralado, miró a su alrededor con ojos extraviados, buscando una vía deescape.

    Hugh se volvió con lentitud, observando el rostro de Annabel con todaintención a través de sus espesas pestañas, antes de ir hacia ella deliberadamente, conla agilidad de un tigre que va tras su presa. Ella, con nerviosidad, dio unos pasoshacia atrás. Los ojos de Hugh, cínicos y crueles, estaban inexpresivos cuando sedetuvo y revisó a la atemorizada y temblorosa joven. Luego se dio la vuelta y accionóel tirador de la campanilla, situado al lado de la repisa de la chimenea. En pocossegundos se presentó un sirviente.

    —Dos whiskys grandes, de inmediato… Y quiero decir grandes —ordenóHugh.

    —Sí, señor.

    El sirviente desapareció con rapidez.

    Hugh se dejó caer en una amplia silla de cuero. Tamborileó los dedos sobre elbrazo de la silla mientras.

    "A pesar de la cólera que experimentó por mi llegada, ya recuperó el control desí mismo", pensó ella con amargura, deseando poder dominar sus sentimientos contanta facilidad.

    —Es inútil permanecer de pie, como Juana de Arco a punto de ser llevada a lahoguera —le comentó con sarcasmo—. Ven y siéntate, Annabel. Tenemos que decidirqué hacer —como ella titubeó, agregó con más energía—: Haz lo que te digo, ysiéntate. Tu aspecto indica que te será beneficiosa una bebida, ¡y yo necesito una!

    Annabel fue como sonámbula hacia un sofá, tan lejos de él como era pertinente,y se sentó en silencio. El silencio fue roto por el regreso del sirviente con las bebidas.

    —¡Bebe! —le ordenó con rudeza—. Así está mejor. Me pregunto qué debo hacercontigo, señorita institutriz. ¿O necesito llamarte señora institutriz? —agregó,levantado con cinismo una ceja.

    El licor la estaba ayudando a calmar sus alterados nervios, y replicó con cierta

    aspereza:—Señorita, por supuesto.

    —Nunca hubiera creído que tenía que dar por supuesto que permanecierassoltera, Annabel —comentó, arrastrando las palabras.

    Nerviosa, tomó otro sorbo de su whisky, para serenarse. Se avergonzó al verque sus manos estaban temblando. "¿Cómo pudo ocurrirme este… este desastre?" sepreguntó. "Todos mis agradables sueños de un futuro nuevo, todas mis esperanzas y

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    aspiraciones, están ahora destrozadas… debido a este hombre despreciable que meestá mirando con serena arrogancia".

    —¿Y bien?

    —¿Y bien qué? —preguntó con brusquedad, sintiéndose de repente cansada, apesar de que había dormido.

    —Estábamos hablando acerca de tu estado de soltería, Annabel. ¿Qué has hechoen los últimos dos años y medio? —preguntó con voz lenta.

    —Lo que he hecho con mi vida no es de tu incumbencia —replicó,arrebolándose por la perturbadora mirada—. Mucho mejor sería hablar sobre qué lepasó a Hugh Grey. ¿O era un nombre falso, conveniente para los propósitos deseducción? —le preguntó con sarcasmo, envalentonada por el licor fuerte queempezaba a circular en sus venas.

    —Bien, bien… —contestó, imperturbable. Lo único que revelaba la tensión a laque estaba sometido, era un músculo que se apretó en su mandíbula—.Te has vueltoun poco viperina desde la última vez que nos vimos. ¿Cuántos años tienes ahora?¿Veinticuatro? ¡El tiempo parece haber echado a perder tu infinita variedad!

    —Si a la edad de treinta y dos años estás citando equivocadamente aShakespeare, es evidente que no has aprendido nada —replicó con furia.

    —¡Touché , Annabel! Muy al estilo de una institutriz. Debo confesar que estoymuy impresionado por el hecho de que aún recuerdes mi edad —Hugh le sonrió conburla, al observar sus deseos de golpearle el rostro—. Si de veras estás interesada, teinformaré que mi nombre real es Hugh Grey. Hace dos años, a la muerte de mi tío,me convertí en lord Lister. Al no tener hijos él, mis padres estar muertos y ser yo elúnico hijo varón, heredé el título y las propiedades. ¿Satisfecha?

    —No me podría importar menos —murmuró ella.—Me parece bien —Hugh permanecía tremendamente calmado—. En cuanto a

    la "seducción" de que hablaste, parece ser que yo tengo mejor memoria que tú. ¿Teseduje, Annabel? Recuerdo, admito que en forma vaga, que tú estabas muy… ¿cómodiré?… deseosa en esa época.

    Sintió Annabel que el rostro le ardía por la vergüenza al ser contemplada porlos cínicos ojos de Hugh. Tratando con desesperación de conservar los restos dedignidad que aún le quedaban, elevó el mentón y lo miró.

    —Por lo menos yo no fingí ser alguien que no era —le respondió condesprecio—. ¿Niegas que estabas casado?

    Hugh la miró con firmeza. Su expresión fue indescifrable.

    —Lo estaba —aceptó. Una mueca torció su boca mientras se levantaba y,yéndose a la chimenea, le daba la espalda—. Así es. Estaba casado —su voz parecióruda y triste.

    Al mirar la figura que estaba enfrente de ella, Annabel sintió el antiguo deseopor él perforándole el estómago. La visión de su alto y esbelto cuerpo, la hizo

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    recordar con aguda intensidad todo el dolor y la desdicha con la que había luchadodurante tanto tiempo.

    —¿Por qué no me lo dijiste? —exclamó involuntariamente.

    Él se volvió con lentitud para hacerle frente. Su cara tenía la dureza del granito.

    —No estoy preparado para discutir ese tema. Es suficiente que afirme que teníabuenas razones. En cuanto a por qué no te expliqué… Mi querida Annabel, tú noestabas para que lo hiciera.

    —¡Eso no es justo! Yo…

    —Tu confianza en mí era sorprendente —su tono estaba lleno de ironía—.¿Explicar? ¿Cómo podía, explicar nada si desapareciste por completo? —su pulso noera muy firme cuando se llevó el vaso a los labios. Un destello en los grises ojosreveló la tensión que estaba experimentando.

    Annabel no observó nada de eso. Tenía la vista perdida en sus nerviosas manos,que sujetaban con fuerza el vaso. El rostro estaba ardiendo. "¿Qué voy a hacer? ¡No

    puedo quedarme aquí! ¿Dónde puedo ir? Supongo que a Inglaterra pero, ¿cómo?"Conservaba el billete de regreso en el bolso de mano, pero su problema era

    cómo llegar al aeropuerto. Además, ignoraba cuántos vuelos semanales había entreBarbados y Londres.

    Hugh, mirando a la desalentada joven, con los cabellos rubio-cenizaocultándole el rostro, accionó una vez más al tirador de la campanilla.

    En esa ocasión quien se presentó fue una figura majestuosa, con pantalonesnegros, camisa blanca inmaculada y corbata negra de lazo. Llevaba una bandeja deplata con una garrafa y varios vasos.

    —Me tomé la libertad, mi señor —dijo con voz profunda y sonora—, desuponer que usted preferiría tener aquí la bandeja con las bebidas.

    La colocó en una mesa baja, enfrente de Annabel.

    —Como de costumbre, Austin, tu percepción siempre me asombra. ¡En estacasa la información verbal sigue siendo adecuada! —comentó con ironía Hugh.

    Austin, con mucha dignidad, ignoró las palabras de Hugh. Después de una leveinclinación de cabeza en dirección de Annabel, salió.

    Hugh se volvió hacia la joven, que seguía hundida en el pesimismo.

    —Creo que a los dos nos vendría bien otra bebida, ¿no es así?

    Al escuchar la voz burlona y cínica, ella levantó la vista y recibió con manosinseguras el vaso. Cuando los dedos se tocaron le pareció sentir una corrienteeléctrica y se encogió en su asiento, temblorosa.

    —¡Por el amor de Dios! Estás completamente segura —le dijo con vozcortante—. Sabes que mi estilo no es conquistar a una mujer emborrachándola.

    —¡Sé todo acerca de tu estilo, Hugh! ¿Quién mejor que yo? —En uninconsciente ademán de reto, levantó la barbilla.

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    Los brazos de Hugh se movieron con rapidez cuando ella trató de pasar por sulado, y la hicieron girar con tanta fuerza que ella se encontró sujeta contra el fuertepecho. Perpleja, elevó la vista hacia los entornados ojos grises que la observaban enforma implacable y torva.

    —¿Adónde crees que vas? —le preguntó él con suavidad. La inmisericordia de

    la voz le provocó un temblor de miedo.—¡Déjame ir! ¡No puedes obligarme a quedar aquí!

     Jadeante, trató de liberarse de los poderosos brazos. A pesar de ser alta, él lo eramás, y mucho más fuerte.

    —Mi querida Annabel —le dijo Hugh arrastrando las palabras y con tonotranquilo, mientras observaba sus enrojecidas mejillas, sus ojos azules inundados porlas lágrimas y sus labios carnosos que temblaban—. Créeme: ¡no vas a ninguna parte!

    —¡Debo hacerlo! No puedo permanecer aquí. Yo…

    Las piernas le empezaron a temblar cuando sintió la tibieza del cuerpo de él.

    Estando sujeta con firmeza contra el pecho de él, teniendo el rostro a unoscentímetros del suyo, los recuerdos del pasado fueron tan fuertes que empezó asentir desvanecimiento y mareo.

    Los dedos fuertes de Hugh se encajaron con perversidad en los brazos de ella.Ahogando un juramento, la empujó hacia una silla cercana.

    —Parece ser que llegaste como institutriz de mi sobrina. ¿Lo has olvidado tanpronto? —su voz parecía extrañamente áspera y contenida.

    Annabel miró los rudos rasgos con creciente horror. "¡Tasmin!" La razón de sullegada a Barbados era para enseñar a una niña de siete años, que había quedadohuérfana hacía poco tiempo y que se encontraba en tierra extraña, lo mismo que ella.

    "¿Cómo pude haberla olvidado? ¿Qué pensará Hugh de mí?" pensó con amargura, yse regañó por su egoísmo.

    Hugh se apoyó en la repisa de la chimenea, observando las diferentesexpresiones del rostro de ella, con diversión.

    —Me doy cuenta de que por fin has recordado que tengo una sobrina quenecesita educación. Después de todas las penalidades por las que pasó últimamente,creo que, por ahora, debe recibir instrucción en esta casa. Un nuevo hogar y unanueva escuela serían demasiado para una niña en su situación. Estoy seguro de queestás de acuerdo conmigo —agregó.

    Alzando la vista, Annabel, contrita, afirmó con la cabeza.

    —Lo siento mucho. Estoy avergonzada. Es sólo que he estado tan… tan inmersaen mis propios problemas…

    Él interrumpió con impaciencia sus balbuceantes disculpas.

    —Sea como fuere, puedes creerme que no quiero que estés aquí, y que tengoserias dudas acerca de tu capacidad para enseñar.

    Ella se encogió por sus crueles palabras, mientras él proseguía:

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    —Sin embargo, parece que, por ahora, no tengo alternativa. Me afirmaste seruna buena maestra —su voz estaba llena de incredulidad—. Pues bien, lodescubriremos pronto.

    "Me encuentro dentro de una pesadilla… de una pesadilla viviente", pensó,tratando de encontrar en su mente solución a sus dificultades.

    —No te equivoques con respecto de mis intenciones, Annabel —su voz era durae implacable—. Estás aquí, y permanecerás aquí, hasta que encuentre una sustituta.

    Temblando por la conmoción y el agotamiento, ella dejó escapar un profundosuspiro. Comprendió que Hugh tenía razón: las necesidades de la niña eran másimportantes que cualquier problema que ella pudiera tener. Tendría que permanecerahí, de momento, y realizar su mejor esfuerzo. Se enderezó en la silla.

    —Me quedaré, por supuesto —dijo con voz calmada y con la mayor decisión deque fue capaz—. Enseñaré a Tasmin usando mis mejores habilidades.

    —Me agrada que ahora comprendas en dónde están tus responsabilidades.

    Su voz era odiosa por su cinismo burlón.—Sin embargo —dijo ella con determinación, lanzándole una mirada de

    desprecio—, me quedaré aquí con una condición.

    —No creo, mi querida Annabel, que te encuentres en posición de imponerninguna condición en lo relacionado con tu empleo.

    —¡Oh, sí! ¡Claro que sí! ¡Eres un… un hombre horrible! —le espetó; su rabia ysu coraje predominaban sobre todo lo demás.

    —Ts, ts… No es una actitud muy propia de una institutriz.

    —¡Ya he aguantado de ti todo lo que puedo soportar durante un día! —exclamó

    Annabel, levantándose con rapidez—. Me quedo porque siento lástima por tusobrina y quiero ayudarla. Insisto en que me prometas encontrar lo más prontoposible a alguien que me reemplace…

    —¿O?…

    —O me iré en este mismo instante, ¡y no puedes impedírmelo!

    —Me parece un convenio muy justo —aceptó Hugh con suavidad. Sus ojosobservaban con diversión a la joven, que lo miraba con ferocidad y desafío—. Dijisteuna frase muy trillada —añadió con voz afable—, pero es innegable que te vesmagnífica cuando te enfadas, Annabel.

    —¡Vete al diablo! —murmuró con voz grave, roja por la furia.—No me es posible. Ya estoy retrasado para la cena —le habló con voz lenta y

    llena de diversión—. Si me disculpas, debo subir a cambiarme.

    Abandonó la habitación con veloces zancadas.

    Decaída, caminó hacia los ventanales franceses; de ahí pasó a la terraza. Losacontecimientos del día, y en especial de la última hora, la habían dejado porcompleto exhausta.

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    Estaba tan deprimida y tan melancólica que no se dio cuenta de que ya habíaoscurecido mucho, hasta que oyó el sonido del interruptor, cuando las luces de laterraza fueron encendidas, y el de los pasos firmes de Hugh aproximándose.Sobresaltada, miró su reloj y comprendió que había estado absorta en ensueñosdurante la última media hora.

    Se volvió para verlo acercarse. El esmoquin blanco, hecho a la medida,contrastaba notablemente con su muy bronceado rostro. Annabel hizo un granesfuerzo para mirarlo con indiferencia. Lo único que logró fue pensar que estabamuy, muy atractivo.

    —Voy a salir en este momento —le dijo con voz afable—. Como estoy seguro deque estás cansada, he ordenado que te sirvan la cena de inmediato. Austin, elmayordomo, se encargará de todo. Nos veremos mañana por la mañana yhablaremos acerca de la enseñanza de Tasmin.

    —Sí… Muchas gracias —murmuró desalentada.

    —No te preocupes, Annabel. Duerme bien y te sentirás mejor por la mañana —

    le dijo con voz amable y tierna, acariciándole una mejilla con gentileza, antes dealejarse con pasos largos.

    Más tarde, mientras yacía en su magnífica cama, las lágrimas corrieron por lamisma mejilla que él había acariciado con tanta suavidad, al sentir que losprometedores sueños de unas horas antes se habían convertido en cenizas. Laemocionante nueva vida que había anhelado con tanto fervor, lo único que ledeparaba era infelicidad y angustia.

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    Capítulo 3

    Agitada y dando vueltas la mayor parte de la noche, Annabel logró, por fin, unsueño inquieto… sólo para ser despertada, según ella unos minutos después, por lallamada a la puerta y la presencia de una muchacha esbelta que llevaba una bandeja.La joven antillana le sonrió, notificándole que se llamaba Josie y que era su doncellapersonal.

    —Este es un auténtico desayuno barbadeño —declaró Josie, colocando labandeja sobre una mesa circular. Acercó una silla a la mesa y agregó—: La cocineradice que no sabe qué tipo de desayuno le agrada, por lo que sólo le servimos frutafresca y pan tostado. Si quiere huevos, puedo traérselos. No hay ningún problema —se rio con felicidad.

    —Nunca como carnes o huevos en el desayuno —le explicó Annabel.

    —Lo recordaré, señorita —Josie le sonrió—. El señor dice que la verá abajo, en

    una hora. ¿Está bien?—Está bien —aceptó Annabel.

    Le sonrió a la joven morena antes de levantarse de la cama e ir a apoyarse en laventana. El sol brillante caía sobre el jardín, el que le pareció aún más hermoso que eldía anterior. Un sonriente hombre moreno, con sombrero de alas anchas, pantalonescortos y una playera vieja, apareció ante su vista, llevando una azada. Miró aAnnabel asomada en la ventana y la saludó con la mano al mismo tiempo que ledecía:

    —¡Que tenga un buen día!

    A pesar de sentirse deprimida y soñolienta, no pudo evitar el corresponder aesa feliz y contagiosa sonrisa.

    Más tarde, reclinada en la silla, bebiendo una segunda taza de café, Annabeltrató de examinar el futuro con más ecuanimidad de la que había tenido la nocheanterior. "Tengo un trabajo que hacer", se recordó con seriedad, "y cuanto antesempiece, mejor". Confiaba en que enseñar y cuidar a Tasmin le ocuparía la mayorparte de su tiempo. Aunque encontrarse con Hugh de nuevo había sido unatremenda conmoción, esperaba poder enfrentarse de alguna manera con esasituación.

    Su relación con Hugh constituía un episodio de su vida que había tratado deolvidar, haciendo muchos esfuerzos. Había pasado los dos últimos añosreprochándose por haber sido tan tonta y tan ciega. Las cicatrices de la humillación ydel desengaño todavía le dolían. Suspiró profundamente. "Bueno, las he tenido hacetanto tiempo, que unos cuantos días más no importan demasiado", se afirmó. "Nosignifico nada para él. Lo que es peor: jamás lo he significado", se recordó confirmeza, rememorando con una punzada de dolor las palabras que él habíapronunciado la noche anterior. "¡Cómo ha cambiado!", pensó con tristeza mientras seponía un vestido de algodón, azul pálido. "No era tan cínico, tan duro, tan cruel…"Hizo un esfuerzo para regresar al momento presente.

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    Revisó en el espejo que estuviera pulcra y arreglada. Tan acostumbrada estaba aver su imagen, que no notó lo joven y bella que era.

    Bajó por la amplia escalera. Se asomó en las habitaciones, llenas de sirvientesque estaban ocupados en limpiar. Conducida por Austin, se reunió con Hugh, en labiblioteca. Sentado detrás de su enorme escritorio de caoba, la observó cuando se

    aproximaba, y le indicó con la mano que se sentara, antes de continuar firmandounas cartas.

    Mechones negros de cabello, aún húmedos por la ducha matinal, caían sobresus pestañas, cubriendo los ojos y dejando ver sólo los pómulos salientes y la boca,grande y firme. Los ojos de ella se movieron hacia abajo, en donde su parcialmenteabierta camisa dejaba al descubierto los negros vellos rizados.

    Contuvo el aliento al reconocer la morbosa excitación que le recorría el cuerpo.Se estrechó las temblorosas manos, mientras luchaba para controlar el fuerte deseoque sentía por las caricias de él.

    "¿Cómo voy a ser capaz de continuar con este… este convenio? Va a ser algo

    que nadie puede soportar… Bueno, por lo menos, yo no. Tener que vivir tan cerca deél, viéndolo todos los días… Ni siquiera le agrado", gimió en su interior. "Lo declaróabiertamente anoche. Va a ser… ya lo es… una situación imposible".

    Hugh apartó los documentos y, reclinándose en su silla, contempló a la joven.Los suaves cabellos eran un brillante torrente de oro pálido. Pareció que su rostroaguileño se enternecía durante un momento, pero pudo haber sido una ilusióncausada por la luz, ya que con voz enérgica, desprovista de expresión, le dio losbuenos días.

    —Buenos días, milord —respondió ella, elevando la vista para fijarla en laventana que estaba detrás de él.

    —No hay necesidad de eso… —rechazó el uso del título con irritación.

    —Preferiría que conserváramos nuestra… nuestra relación dentro de los límitesde empleador y empleada —aclaró ella con tranquilidad, sin quitar la vista de laventana—. También preferiría que… nuestra previa relación… no fuera del dominiogeneral… ni se hablara de ella.

    Hugh se encogió de hombros.

    —Supongo que puedes llamarme como quieras. De cualquier manera esto delos títulos es totalmente arcaico en nuestros días. Sin embargo, ¡si es lo que quieres,que así sea. Pero —se rio—, no tengo ninguna intención de hablarte de usted y

    llamarte señorita Wair. ¡De eso puedes olvidarte! Seguiré llamándote Annabel ytendrás que aceptarlo sin protestas.

    Annabel descubrió que le era imposible ignorar su sorprendente sonrisaamistosa, y le dirigió una leve sonrisa antes de bajar la vista.

    —En cuanto a tu petición, estoy de acuerdo —continuó él—. No tiene sentidocomentar sobre algo que hace tiempo está muerto y enterrado. Además —agregó concínica diversión—, no estoy muy seguro de que mi… er… novia se sintiera muycontenta.

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    Los ojos de Annabel volaron hacia el rostro de Hugh.

    —¿Tu novia? —preguntó, sintiéndose de repente muy mareada.

    —No podías saberlo, pero así es —le respondió con suavidad, mientras sereclinaba en la silla y observaba con fijeza el pálido semblante de ella—. Tu llegadaayer fue… ¿Cómo lo diré? ¡Un poco intranquilizadora, en las actuales circunstancias!

    Tengo la impresión de que el pacífico curso de mi vida está en peligro de serperturbado.

    "¿Y qué hay de mi vida?" Annabel aún estaba bajo la conmoción que le habíaprovocado la noticia. Poco a poco, mientras el silencio se alargaba, logró controlar suconfusión interior. "¿Qué esperabas?" se dijo con amargura. "Recuerda que fuiste tansólo una entre muchas conquistas", se recordó mientras lo miraba con frialdad.

    Una sonrisa, leve y carente de humor, torció los labios de él.

    —He sido viudo durante algún tiempo. A mi edad, es posible que la palabra"novia" sea un tanto ambigua. Digamos que Imogen y yo tenemos un… er… arreglo.

    —¡Apuesto a que lo tienen! —exclamó con brusca mordacidad, y se molestó deinmediato por esa aguda respuesta.

    —Sabía que comprenderías, Annabel —murmuró Hugh. Sus ojos brillaban conburla no encubierta, mientras ella se sonrojaba de vergüenza—. Imogen es una chicamuy tranquila. Estoy seguro de que te agradará.

    —Su vida privada, mi señor, nada tiene que ver conmigo. Estoy aquíúnicamente para enseñar a Tasmin —le dijo con frialdad.

    —Tienes razón —aceptó con suavidad Hugh—. Hablemos ahora de laeducación de Tasmin.

    Annabel trató de concentrarse en lo que él estaba diciendo, mientras hervía decólera contra Hugh, contra sí misma y contra la situación difícil en la que estaba."Dice que ha sido viudo durante un tiempo… El matrimonio no fue impedimentopara sus actividades anteriores, como yo bien lo sé". Se compadeció de la pobre

     joven, a pesar de lo tranquila que fuera.

    Podía distinguir las ojeras en los grises ojos, las profundas líneas de tensiónalrededor de la amplia boca… "Puedes ahorrarte la compasión", se recordó conrapidez. "Lo que observas es el resultado de una noche tormentosa… con la adorableImogen, ¡sin duda!"

    —… como podrás darte cuenta, el salón de clases debe tener todo lo quenecesites, pero infórmame si tienes necesidades posteriores.

    Las palabras de Hugh penetraron en el pantano de sus pensamientos.

    "¡Santo cielo!" se dijo con pánico. "No escuché lo que dijo al principio".Haciendo un esfuerzo enorme, trató de concentrarse en lo que estaba explicando.

    —Tasmin ha estado pasando unos días con los Ford. Vendrá en un momento —declaró echando una ojeada al reloj de la pared—. Lo que quiero puntualizar es que

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    las lecciones no son tan importantes al comienzo. Me interesa más que Tasmin seacostumbre a vivir contenta aquí.

    Se levantó al escuchar pasos aproximándose. Una chiquilla irrumpió por laabierta ventana francesa.

    Annabel y Tasmin se observaron con solemnidad.

    —Hola —dijo Annabel con una sonrisa—. Soy tu nueva maestra.

    La niña sonrió con timidez, antes de correr hacia Hugh sonriendo ampliamente.Lo abrazó con fuerza. Él la levantó, la hizo girar unas veces y luego se detuvo.

     Jadeantes, los dos se rieron.

    "¡Caramba! ¡Cómo se parece a Hugh!" pensó Annabel. La pequeña tenía elmismo pelo negro rizado y los ojos grises de su tío, quien en ese momento bajaba aTasmin y le decía que saludara a su nueva maestra. La niña obedeció con voz alegrey clara y un acento levemente norteamericano. Sujetando la mano de Hugh, le sonrióa Annabel y comentó:

    —¡Es usted muy bonita! ¿No es verdad, tío Hugh?Durante la pausa que siguió, Annabel lo miró con cautela.

    —Sí, Tasmin —respondió mirando a su sobrina—. Estoy de acuerdo contigo. Tuinstitutriz es muy hermosa. Y ahora —continuó con voz afable —, ¿por qué no subescon Annabel y le muestras el salón de clase?

    Más tarde, después de haber puesto a la niña a escribir algo sobre: "Qué es loque me gusta de Barbados" y explicarle que era para darse cuenta de qué era lo quepodía hacer y que no se preocupara por la ortografía, Annabel se apartó de ella yobservó los alrededores.

    El largo del salón de clases abarcaba la mitad de la casa. El sol hacíaresplandecer los negros mechones de la niña, quien estaba muy concentrada en loque escribía en la libreta. El tiempo transcurrió con rapidez. Annabel y Tasmin sesorprendieron con la llegada de Josie, quien llevaba jugo de naranja frío y galletas.

    —Espero que estés trabajando muy duro para tu maestra —la previno Josie confingida gravedad—, ¡si no, Hannah se va a poner furiosa!

    Hannah, al parecer, había recibido el cargo de niñera temporal cuando habíallegado Tasmin a la hacienda. A pesar de tener siete niños propios, había acogido conmucho cariño a la solitaria chiquilla.

    —Infórmale a Hannah que se está comportando muy bien —dijo Annabel.

    Ya había leído el escrito de Tasmin. Recibió una agradecida sonrisa de sudiscípula. Dirigiéndose a ésta, continuó:

    —Creo que ya hemos hecho bastante por ahora. ¿Qué te parece si me enseñas el jardín, Tasmin?

    Pasaron el resto de la mañana paseando de la mano por el terreno. Se maravillópor las exuberantes plantas tropicales que parecían medrar tan fácilmente en el fértil

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    —¿De veras? ¿Lo consideras así? Estoy muy, muy apenada. Te ruego que medisculpes —respondió sonriente Tasmin, usando las mismas entonaciones anteriores.

    Annabel se dejó caer en un vetusto banco de piedra que estaba afuera de la casade baños y dio rienda suelta a la risa.

    —¡Querida Tasmin! ¡No te debería alentar! Está muy mal el imitar a tus

    mayores —le explicó, secándose las lágrimas de risa.—¡Es una conducta por completo reprobable! —continuó Tasmin—. Muy

    vergonzosa en alguien de tan corta edad. Discúlpame.

    Hugh, que llegó de repente de la parte de atrás de la casa, las encontróabrazadas y riendo en forma estentórea.

    —Discúlpenme —empezó a decir. Arrugó el entrecejo cuando ambasempezaron a reírse de nuevo.

    Annabel se controló. Dándole un apretón en la mano para advertirle a Tasminque hiciera lo mismo, le dedicó a Hugh toda su atención.

    —No tomaste las llaves —afirmó él con brusquedad, depositando varias en lasmanos de Annabel.

    —¿Las llaves? —preguntó ella un tanto confusa.

    —Para el mini-moke. Te lo expliqué bien claro. ¿No te acuerdas?

    —Sí, sí, naturalmente —mintió ella.

    "¡Santo cielo!" pensó. "Debe de haberlo dicho esta mañana…"

    "Eso te enseñará a concentrarte", se regañó cuando, junto con Tasmin, lo seguíaa las cocheras. Él abrió la puerta y señaló un vehículo, igual al que se había usadopara recogerla del aeropuerto, salvo que tenía el toldo con franjas azules y blancas,en vez de rojas y blancas.

    —Tú y Tasmin podrán ir y venir adonde gusten —explicó. Empezó ella atartamudear su agradecimiento, pero él lo rechazó diciendo que no tenía importanciay regresó a la casa.

    Annabel pensó que era muy amable de su parte asegurarse de que tuviera unmedio de transporte para pasear por la isla, y que era notorio que adoraba a Tasmin."Por otra parte, puede ser muy cruel y severo… como ayer", recordó con unestremecimiento.

    Después del almuerzo en el salón de clases, servido por la siempre alegre Josie,

    decidieron ir a la playa.La encontraron después de que Annabel, siguiendo las cambiantes indicaciones

    de Tasmin, se había perdido varias veces. Situada en una cala propiedad de Hugh,además de tener palmas que ondeaban al viento y una arena muy suave, contaba conuna cabaña para cambiarse de ropas y un cuarto de duchas adjunto. "¡Qué lugar tanmaravilloso!" pensó Annabel, sintiéndose contenta de que no hubiera nadie más paradarse cuenta de que su piel estaba muy pálida, cuando se puso su minúsculo bikininegro.

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    La paz y la quietud de los tres días que siguieron, contribuyeron mucho paracalmar las perturbadas y dolorosas emociones de Annabel. Casi no vio a Hugh."Parece como si estuviera evitando mi compañía", pensó con amargura. Sin embargo,le ayudó mucho el disfrute de la conversación, extrañamente de adulto, de Tasmin.Por supuesto, también colaboraron para su estado de ánimo las maravillosas arenasdoradas y el imponente mar azul.

    Después de desearle buenas noches a Tasmin, a quien le agradaba, antes dedormirse, charlar sobre sus padres y su vida con ellos, Annabel se retiraba a sualcoba. Allí, se sentaba para ingerir la cena que le había sido llevada por Josie.Después de esa primera terrible noche, cuando tuvo que cenar sola en el enormecomedor, le había informado a Austin que, en adelante, tomaría el alimento nocturnoen su dormitorio. La petición había sido aceptada con una inclinación de cabeza.

    Todos los crepúsculos, mientras se sentaba junto a la abierta ventana, escuchabael automóvil deportivo de Hugh rugir y perderse en la noche. Como tenía el sueñoligero, también oía su regreso por la madrugada. Cada día que pasaba le parecía máscansado y más ojerosamente apuesto; pero, en sus ocasionales encuentros por los

    alrededores de la casa y de los campos, Annabel no había sentido que la alentarapara conversar y menos aún para comentarle sobre su fatigado aspecto. La actitud deél era seca y rechazante.

    Al cuarto día después de su llegada, Annabel y Tasmin fueron a Bridgetown,con Helen Ford. Annabel impidió que Tasmin comprara una playera con la leyenda:Hola, marinero; hoy me siento alegre. Rechazó la petición de la niña para dar un paseoen el  Jolly Roger . El buque, una réplica en tamaño natural de un galeón isabelino,tenía un radiante aspecto con sus velas rojo brillante y con tripulación vestida comopiratas. Annabel se negó porque se dio cuenta de que el paseo por el mar estaríalleno de dificultades. Cuando los pasajeros que regresaban bajaron en tropel por la

    plancha, fueron evidentes el consumo de licores y la conducta libertina. Le sugirió ala niña que regresaran a un café, donde habían quedado de encontrarse con Helen.

    —Lo siento, cariño —dijo, sonriéndole a la pequeña—. No es conveniente, deverdad.

    —¿Porque algunas personas han estado bebiendo? —preguntó Tasmin. En elrostro infantil había una extraña mirada de adulto.

    —Pues… sí. Tu tío no lo aprobaría.

    —No, no lo haría —aceptó, riéndose—. ¡Qué gente tan desagradable! —agregó,imitando el tono de voz de Hugh.

    —Por favor, Tasmin —Annabel trató de no reírse—. Te he dicho que no hagaseso. Sabes que tu tío se pondría furioso si te oyera.

    —Está bien, pero sólo porque tú me lo pides. Me encanta que estés aquí,Annabel —agregó Tasmin con timidez.

    —Pues a mí me encanta estar aquí, contigo.

    Se sintió conmovida por la necesidad de amor y afecto que tenía la niña. Le dioun fuerte abrazo y un beso antes de entrar en el café.

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    El resto del día transcurrió sin novedad. Almorzaron en el salón de clases ydespués se fueron a sus respectivas habitaciones; Tasmin para dormir la siesta yAnnabel para escribirle a su amiga Mary. Tuvo el cuidado de no revelar que lordLister era Hugh Grey y se dedicó a describir el estupendo paisaje y el climamaravilloso.

    —Ahora —explicó Annabel a media tarde—, vamos a tener una lección dehistoria. Ven —tomó la mano de Tasmin y la condujo a la planta baja.

    Entraron en el vacío estudio, en donde grandes retratos al óleo destacaban enlas paredes. Dirigió la atención de Tasmin hacia un cuadro de considerablesdimensiones que representaba la Batalla de Trafalgar.

    —Lo vi el otro día —comentó Annabel— y pensé hablarte acerca de lordNelson. Es mejor que escuches con atención —le advirtió a la pequeña con unasonrisa—, porque voy a hacerte un examen mañana por la mañana para darmecuenta de lo que logras recordar.

    Con despierta inteligencia, Tasmin asimiló con facilidad la mayor parte de los

    datos. Cuando Annabel terminó, la pequeña se dirigió al contiguo cuarto de música.—Creo que son mucho más interesantes. Son personas reales, o fueron —

    comentó la niña, señalando una fila de retratos familiares.

    —Bueno, ahora es tu turno de darme una lección… sobre la historia de lafamilia.

    Annabel sonrió. Escuchó, sin prestar mucha atención, la explicación breve quele daba Tasmin de las vidas de los varios hombres y mujeres que adornaban el cuartocon sus retratos.

    —Este, del pícaro Henry Lister, es mi gran favorito —la chiquilla señaló una

    gran pintura al óleo en la que se veía a un hombre del siglo XVIII apoyándose demanera indiferente contra un pilar de piedra recubierto con hiedra—. ¿No se parece atío Hugh?

    "¡De veras que sí!" pensó Annabel, observando con asombro la esbelta figuracon actitud informal, que contemplaba el mundo con ojos grises cínicos. Los negroscabellos del hombre caían al descuido sobre el muy masculino rostro; la boca securvaba con sarcástica sonrisa.

    —Tuvo un fin trágico —explicó Tasmin—, se parece al tío Hugh, ¿verdad?

    —Claro que sí —respondió Annabel, todavía perpleja por la gran similitudentre los dos hombres, a pesar de que los separaban doscientos años—. Está muy

    bien retratado un libertino corrupto —agregó con voz baja, sin darse cuenta del graninterés con el que escuchaba la niña. Movió la cabeza y miró su reloj—. Ya es hora deque bebas un vaso de leche y comas unas galletas. Apresúrate, y luego iremos anadar en la piscina.

    Ya a solas, paseó con lentitud por la habitación y, casi sin pensarlo, se sentó enun taburete. Rodeada por la quietud y el silencio de la habitación, permanecióhipnotizada por el retrato del maligno lord Lister. El parecido de la cara, los cínicos

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    ojos grises, hasta la postura informal, le hicieron recordar la primera vez que vio aHugh.

    Annabel se movió inquieta en el taburete, cuando las indeseadas reminiscenciasregresaron insidiosamente. En los momentos que se habían visto por primera vez,había sido muy ingenua… Recordando lo crédula que había sido, casi le parecía

    imposible haber tenido esas reacciones.No había estado segura de qué quería hacer después de salir de la universidad.

    Se había encontrado, a los veintiún años, con un dominio del francés y del italiano…¡y todavía virgen! Sus amigas se burlaban de ella, pero no le importaba. Porsupuesto, había tenido novios en la universidad; pero, como habían significado pocopara ella, había permanecido indiferente y a salvo de las pasiones que abrumaban aalgunas de sus amigas. Bueno… hasta que fue a Londres para trabajar entrebastidores en una importante casa de subastas de obras de arte, conocida como LaCasa por los que en ella laboraban. El jefe de su departamento, el señor Oakes, erauno de los expertos mundialmente reconocidos en pinturas del inicio delRenacimiento italiano y también un tirano.

    Aunque el trabajo que ella realizaba era de poca importancia en esedepartamento, su obvio deleite en el arte de ese período, aunado a un sentidoinstintivo para la buena pintura… y la magistral, despertaron el interés del jefe deldepartamento, por cuyas manos pasaban miles de cuadros. Al descubrir su actitudreceptiva, el señor Oakes había ampliado enormemente los conocimientos de ella.Cuando los clientes llegaban con pinturas para su valuación o su venta, la llevabacon él al despacho principal del gran salón, en donde hablaban de las telas con losclientes y calculaban su posible valor para la subasta.

    Annabel fue llamada a la planta baja una mañana. Encontró al señor Oakes conun hombre alto, delgado, de cabellos negros rizados. Este se volvió al aproximarse

    ella y la miró con sus fríos ojos grises.—Annabel —dijo el señor Oakes—, él es Hugh Grey, quien nos ha traído este

    cuadro para su venta.

    —En realidad, no me pertenece —explicó el señor Grey con voz potente yfirme—. Es propiedad de mi tía, quien desea venderla.

    Annabel se había quedado inmóvil y estaba rígida por la conmoción. Jamáshabía visto a un hombre tan devastadoramente apuesto en toda su vida. Sintiéndosede súbito sin aliento y mareada por la penetrante mirada pensó que él era el sueño detoda mujer, hecho carne.

    Tratando de controlar sus emociones, sintiéndose atolondrada y un poco mal,se obligó a concentrarse en lo que el señor Oakes estaba diciendo. Podía sentir losojos del desconocido horadando su espalda.

    "Te estás comportando como una tonta adolescente", se reprendió conseveridad, y volvió con confianza la cabeza para mirar al señor Grey. Lo único queconsiguió fue llenarse otra vez de confusión, al recibir la mirada de él. "Puede leermis pensamientos", pensó con pánico, mientras los ojos de él recorrían su rostro y su

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    cuerpo. "Además, me está… ¡me está desnudando con la mente!" Muy sonrojada, diouna excusa rápida, para sorpresa del señor Oakes, y escapó por la escalera.

    Esa noche, mientras caminaba alegre y con grandes pasos por la calle Bond, unamano la sujetó con firmeza por detrás, la hizo girar, ¡y se encontró frente a frente conel señor Grey!

    —¿Qué hace? —jadeó ella con nerviosismo—. ¿Qué… qué desea?—¿Qué deseo? ¡A usted, por supuesto! En cuanto a qué hago… la voy a llevar a

    cenar.

    Acallando con maestría sus protestas, la metió sin miramientos en su Jaguar.Muy a desgana aceptó llevarla a su pequeño apartamento para que se mudara deropas. Se paseó, incansable, una y otra vez por la calle, mientras ella, agitada,buscaba entre su vestuario algo adecuado.

    Al reaparecer, con las mejillas encarnadas y su mejor vestido, él la condujo conimpaciencia al automóvil, para luego cruzar Londres y llegar a un pequeñorestaurante ribereño.

    Annabel nunca pudo recordar lo que habla comido esa noche. Lo único quelograba rememorar era que habían hablado incesantemente, y que tan absortoshabían estado el uno con el otro, que cuando miraron a su alrededor, descubrieronque todos los demás comensales se habían retirado.

    Hugh la llevó al apartamento de ella, la escoltó hasta la puerta, tomó su mano yla elevó con gentileza a los labios.

    —Ahora que por fin te he encontrado, no te voy a dejar escapar de mi vida —leafirmó Hugh con seriedad, antes de perderse en la noche.

    Ese había sido el comienzo de su idilio, un idilio que había cambiado total y

    dramáticamente su vida. Cuando los tormentosos días de la primavera dieron paso alos cálidos y nebulosos del verano, Annabel comprendió que, por primera, última yúnica vez en su vida, estaba enamorada.

    Que Hugh, tan apuesto, con más edad y más experiencia, la amara como ella loamaba a él, le había parecido un increíble milagro. Sin embargo cuando él habíamonopolizado cada instante de su tiempo libre, persiguiéndola con implacabledeterminación, poco a poco ella había aceptado y creído en el amor y la devoción queél le manifestaba.

    Sus tristes recuerdos fueron interrumpidos por la entrada de Tasmin, quienestaba ansiosa de ir a nadar en la piscina. Con determinación, Annabel se liberó de

    sus evocaciones y subió por su bikini y su toalla.A Tasmin, que era muy buena nadadora, le agradaba practicar las zambullidas.

    —¡Mírame, Annabel, mírame! —le pidió cuando se lanzaba una vez más a lapiscina.

    —Mucho mejor —comentó Annabel con una risa, cuando la pequeña emergió asu lado—, pero debes conservar derechas las piernas. ¡Pareces una araña! —le sonrió

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    y le dio a Tasmin, quien estaba colgada de ella en la parte profunda, un beso paraestimularla—. Inténtalo de nuevo.

    —Me alegra ver que las dos se mantienen frescas —dijo una voz seca detrás delhombro de Annabel.

    Girando en el agua, miró el rostro sonriente de Hugh.

    —Pues… er… sí —respondió con confusión.

    Observó el cuerpo alto y flexible que estaba parado en la orilla de la piscina:anchos hombros, piel bronceada. Llevaba puesto sólo unos pequeños pantalones debaño. Ella encontró dificultades para apartar la vista de los firmes y musculososmuslos y de las largas y morenas piernas.

    Se sonrojó de furia al advertir la divertida mirada de él. Se sumergió pararefrescarse el cuerpo, el que de súbito estaba insoportablemente caliente y febril.Cuando volvió a la superficie, encontró a Hugh dándole lecciones a Tasmin de cómozambullirse.

    "Es magnífico'' pensó desesperada, sintiendo la muy conocida sensación en elestómago cuando lo observó pasar junto a ella nadando con velocidad. "Cuanto antesme salga del agua y me aleje de su presencia, mejor", decidió. Nadó con lentitudhacia el extremo poco profundo de la piscina, donde se encontraban conversandoHugh y Tasmin.

    De pie, llegándole el agua a la cintura, Annabel estaba a punto de subir por losamplios escalones, cuando Tasmin se volvió hacia ella.

    —Le estaba contando a mi tío sobre el Jolly Roger , y está de acuerdo en que no esadecuado para mí —se rio.

    —Annabel tiene toda la razón —afirmó él, lanzándole a la joven una sonrisa

    divertida.—Después, almorzamos —era obvio que Tasmin le estaba narrando los sucesos

    del día a Hugh—, y luego tuvimos una lección de historia. Ya sé ahora todo lo delord Nelson y de la Batalla de Trafalgar. Annabel me indicó cuál era su barco en lapintura que está en el estudio.

    —Parece que tu institutriz está resultando ser mejor maestra de lo que me habíaimaginado —contestó, sonriéndole con ironía a Annabel.

    Esta aceptó el cumplido con una leve inclinación de cabeza y se preparó parasalir del agua.

    —Y después —Tasmin salpicó a Hugh— le di una lección sobre nuestrosretratos de familia. Lo hice muy bien y recordé toda la historia de la familia —afirmócon orgullo—. A Annabel le agradó el retrato del pobre Henry Lister, el que tuvo elfin trágico. Estuvo de acuerdo en que es igualito a ti. "Está muy bien retratado unlibertino corrupto" —dijo Tasmin alegremente, imitando el tono de voz de Annabel.

    El silencio se prolongó mientras Annabel estaba paralizada, observando cómose desvanecía la sonrisa del rostro de Hugh. Sintió como si se hubiera transformadoen piedra cuando vio que el rostro de él se llenaba de torva e implacable ira.

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    Tasmin, comprendiendo que había dicho algo equivocado, se puso la mano enla boca y contempló con ojos ansiosos a Hugh y a Annabel.

    —Creo que ya es hora de que cenes —le explicó Hugh con afabilidad a laniña—. Ve a hacerlo. Necesito hablar con Annabel.

    Annabel permaneció temblorosa en el agua, mientras observaba a la deprimida

    chiquilla salir y cerrar la verja de hierro forjado. Entornando los ojos, aguardó a quela cólera de Hugh descendiera sobre ella.

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    Capítulo 4

    —No me parecen muy divertidos tus comentarios, Annabel —dijo amenazadordetrás del hombro de ella, mientras con rapidez hacía volver su temblorosa figurapara hacerla enfrentar sus ojos, duros y enfadados.

    —Yo… lo siento. No sabía que Tasmin me estaba escuchando. Estaba… Estabasólo pensando en voz alta —murmuró con tristeza, con la cabeza baja, incapaz demirarlo a la cara.

    Hugh soltó una seca risa sarcástica.

    —No creo que esa sea una disculpa.

    Annabel era incapaz de responderle, porque se percataba demasiado de susdedos, que la sujetaban por los antebrazos, y de la proximidad de él.

    —En el futuro, mi querida muchacha —dijo con voz sedosa, mientras ponía una

    mano en la barbilla de ella y le levantaba el rostro—, guardarás los pensamientos quetengas acerca de mis… mis inclinaciones, exclusivamente para ti misma.

    Annabel permaneció temblorosa ante él, hipnotizada por el brillo de los ojosgrises.

    Al observar los grandes ojos azules de la hermosa joven, el rudo rostro de Hughexperimentó un cambio sutil. Suavizó su sujeción de la barbilla y, con lentitud, bajóla mano por el esbelto cuello y rozó con delicadeza la redondez de los pechos,expuestos por el minúsculo bikini.

    Ella se hizo para atrás con rapidez; se sonrojó mucho, mientras él la miraba confijeza.

    —¿Tanto te desagrada una caricia mía, Bella! —le preguntó con voz amable,deslizándole un brazo por la cintura, al mismo tiempo que continuaba acariciandocon gentileza la suave piel.

    —Tú… tú sabes que es así —murmuró, temblando violentamente por el toquede los dedos, pero incapaz de huir, porque estaba paralizada por los tentáculos de laatracción sexual que serpenteaban entre ellos.

    —En ese caso, el método para castigarte por tu comentario poco amable, esevidente —dijo con voz pastosa, colocando ambos brazos alrededor de ella yatrayendo el esbelto cuerpo hacia su pecho desnudo.

    —¡No, no! —exclamó al ver los entrecerrados ojos grises brillar con súbitodeseo—. ¡No, por favor!

    La boca de Hugh poseyó la de ella con firmeza e inexorabilidad, besándola conquemante intensidad, aplastando sus labios con tanta ferocidad, que la presión loshizo abrirse. La ahogada protesta se convirtió en un inaudible gemido cuando élempezó la exploración de la suavidad interior de la boca de ella, sacudiéndole con sulujuria los sentidos.

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    Annabel luchó lo mejor que pudo, pero estaba impotente por la fuerza superiorde él. Hugh ignoró las manos que le golpeaban el pecho y los pies que le martillabanlas piernas. Hasta que ella se encontró tan agotada que ya no podía luchar más, laliberó de la presión y retiró la boca. Se la quedó mirando con ojos insondables.

    —Eres… ¡Eres despreciable! —jadeó, levantando una mano a sus magullados

    labios, y mirándolo airada con sus grandes ojos llenos de lágrimas.—Lo hice sólo para darte una lección —le dijo con voz torva—. Por favor, en el

    futuro, conserva tus pensamientos para ti misma.

    —Cuando te llamé un libertino corrupto —casi gritó con furia—, ¡tenía toda larazón! ¡Eso es exactamente lo que eres y… y yo lo pregonaré por todas partes, siquiero! En especial, mañana en el aeropuerto, cuando me vaya —agregó, temblandode rabia.

    —¿De veras? —preguntó Hugh con los ojos brillantes por el sarcasmo.

    —¡De veras! —replicó con energía, dándose la vuelta para subir los escalones dela piscina.

    Había dado sólo un paso cuando sintió que su cabello, atado en forma de colade caballo, era tirado con fuerza. De pronto estaba sobre su espalda, remolcada porHugh. Se sintió perdida, literal y sicológicamente.

    Los gritos de angustia no le sirvieron de nada. La estrechó sin misericordiaentre sus brazos y observó la impotente figura que se resistía.

    —No irás al aeropuerto mañana —le dijo con suavidad, pero con infinitaamenaza—. Prometiste quedarte y enseñar a Tasmin. Te exijo que cumplas esapromesa. ¿Das tu palabra con tanta ligereza, Annabel?

    —No puedo… No puedo seguir aquí. Debes comprenderlo —protestó ella,

    agotada por la lucha que había sostenido contra su asalto anterior.—Me diste tu palabra de que permanecerías aquí hasta que pudiera encontrarte

    reemplazo. ¿Pretendes retractarte de tu promesa?

    El rostro de Hugh tenía severidad y dureza.

    —Yo…

    Miró a su alrededor, tratando de encontrar con desesperación una vía deescape. El rostro de él parecía estar tallado en granito. Aunque una mano la sujetabacon firmeza, la otra estaba empezando a acariciar la suave piel de la cintura.

    —¡Déjame ir! ¡Debes dejarme ir! —suplico ella.

    —No hasta que me prometas que dejaras de estar amenazando con irte. Tasminte necesita. Creo que te das cuenta de eso.

    Annabel jadeó cuando la mano de él se acercó y abarcó un seno.

    —Sí sí… Lo… Lo p… prometo —tartamudeó ella, torciendo el cuerpo paratratar de liberarse.

    —Así está bien —murmuró él.

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    Annabel se sintió aliviada y su corazón dejó de palpitar alocadamente, cuandoél retiró la mano del seno. Poco le duró la tranquilidad, porque no la soltó, sino queelevó una mano para acariciarle con suavidad una mejilla.

    —¡Dijiste… dijiste que me dejarías ir! —gritó cuando la cabeza de él descendíauna vez más.

    Los labios de Hugh le besaron con suavidad el contorno de la boca. La cariciaera gentil e insistente al mismo tiempo. Ella jadeó. Sus labios se entreabrieron por símismos cuando su cuerpo traicionero reaccionó a la posesión de la boca de él, y seestremeció de deseo en sus brazos.

    El beso pareció durar para siempre, mientras ella flotaba, sin pensamientos,sobre el agua. Hugh por fin retiró la boca.

    —No tienes necesidad de estar con los nervios destrozados, Annabel —le dijoarrastrando las palabras con suavidad—. ¡Fue sólo un beso!

    —¡Te… te odio! —jadeó, liberándose de los brazos y nadando con movimientosinseguros hacia el borde de la piscina.

    —¿Sí? —Hugh se rio con ironía y la siguió con lentitud.

    —Dije que eras despreciable… ¡y eso es lo que eres! —gritó, recogiendo sutoalla y corriendo hacia la verja, situada en el alto seto vivo—. ¡Tu conducta esabsolutamente… absolutamente asquerosa! ¿Y tu novia?

    —No inmiscuiremos a Imogen en esto, si no te importa —dijo con frialdad,caminando hacia una de las cabañas destinadas al cambio de ropas.

    —No le causaría ningún daño tenerla presente, milord, ¡aunque haya tenidodificultades para recordar que era un hombre casado! —gritó con furia mientras dabaun puntazo a la verja y se retiraba.

    La mañana siguiente, sentada en la playa, Annabel tembló al recordar elencuentro que el día anterior había tenido con Hugh. Había pasado la noche sindormir, dando vueltas y vueltas en la cama, con el cuerpo lleno de fuego por lascaricias de él. Comprendió con amargura que sus devastadores besos habían hechosalir a la superficie todos los sentimientos que tan cuidadosamente había reprimido.

    Suspiró. "¡Hugh! ¿Podré liberarme alguna vez de su fatal atracción? Hugh. Escapaz de hacerme despreciarlo un momento, y hacer que me desprecie a mí misma

    en el siguiente. Esta isla celestial podría ser un paraíso, pero con su presencia meparece un infierno".

    Le dio un vistazo a su reloj.

    —Ven, Tasmin. ¡Vamos a llegar retrasadas al almuerzo!

    Unos minutos después, secando con la toalla a la niña, la reprendió:

    —¡Apresúrate! No debemos llegar tarde. Austin me dijo esta mañana que tu tíosolicita hoy nuestra presencia para almorzar.

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    "¡Y las bromas que van a haber!", pensó con irónica desesperación.

    —¿Se… se molestó mucho mi tío?

    —No, por supuesto que no —le dijo Annabel para tranquilizarla—; pero, comopuedes suponer, tampoco estaba muy contento.

    —Lo siento mucho, Annabel.—Ya lo sé, cariño. Olvidemos eso —Annabel estrechó con fuerza a la niña.

    —Te quiero mucho, Annabel. Montones y montones —Tasmin se rio defelicidad, estrechando con ambos brazos a su institutriz.

    —¡Cuidado! ¡Se supone que estoy conduciendo esta cosa! —Annabel se rio,sintiéndose agradecida por la presencia de la niña.

    —Apresúrate; ve corriendo con Hannah y cámbiate —le dijo cuando entraronen la casa y subieron la escalera.

    Entró con prisa en su propia alcoba. Una ducha y las ropas limpias la hicieron

    sentirse más fresca. Siguiendo con el apresuramiento, pasó por Tasmin y bajaron conpremura por la escalera.

    —Lo logramos —murmuró cuando sonó el gong y entraron en el comedor alescuchar el último golpe.

    Aunque Annabel no tenía la menor idea del motivo por el cual se les habíasolicitado almorzar con Hugh, estaba decidida a no darle ningún motivo de queja.Aún se sentía con los nervios destrozados por el encuentro del día anterior. Nohabría querido agrega