Malos

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Literatic Malos Versión libre para leer

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Literatic

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Versión libre para leer

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presenta

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Jean-Baptiste Grenouille Esteban Trueba

Quasimodo

Materiales: Cuadernillo para leer

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Sobre la obra

Jean-Baptiste Grenouille tiene una marca de nacimiento, no despi-

de ningún olor. Al mismo tiempo posee un don excepcional, un olfato prodigioso que le permite percibir todos los olores del mun-do. Desde la miseria en que nace lucha contra su condición convir-tiéndose en un reconocido perfumista. Crea perfumes capaces de hacerle pasar inadvertido o inspirar simpatía, amor, compasión... Pues antes del tacto, sucede el olor, como mensajero de una esen-cia que posee un gran poder. La seducción que despliega el olor es implacable, se instala en nosotros y sella su poderío en los teji-dos de la memoria. Pero para obtenerlos debe asesinar a jóvenes muchachas vírgenes, obtener sus fluidos corporales y licuar sus olores íntimos.

En este relato, el autor nos transmite una visión ácida y

desengañada del hombre en un libro repleto de imaginación y

amenidad. Su persuasión iguala la de su personaje y nos propone

una inmersión literaria en el arco iris natural de los olores y en los

turbadores abismos del espíritu humano. Creo que todos los lectores nos sentiremos conmovidos

por la historia de este joven que vive sumergido en la miseria de su propio ser debido a su incapacidad de amar y al profundo rechazo social y familiar que lo ha acompañado a lo largo de su vida. El vacío existencial, las ansias de poder, la soledad, su falta de identi-

dad y otros muchos aspectos brotan de la obra de una manera discreta pero a la vez impactante, donde en cualquier caso no es difícil acabar sintiendo cierta compasión por este asesino en serie tan castigado por la vida.

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Jean-Baptiste Grenouille, (El Perfume, de Patrick Süskind)

“En el siglo XVIII vivió en Francia uno de los hom-bres más geniales y abominables de una época en que no escasearon los hombres abominables y geniales. Aquí rela-taremos su historia. Se llamaba Jean-Baptiste Grenouille y si su nombre, a diferencia del de otros monstruos geniales como De Sade, Saint-Just, Fouchè Napoleón, etcétera, ha caído en el olvido, no se debe en modo alguno a que Grenouille fuera a la zaga de estos hombres célebres y te-nebrosos en altanería, desprecio por sus semejantes, inmo-ralidad, en una palabra, impiedad, sino a que su genio y su única ambición se limitaban a un terreno que no deja hue-llas en la historia: al efímero mundo de los olores.

En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata, las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los ori-nales. Las chimeneas apestaban a azufre, las curtidurías, a lejías cáusticas, los mataderos, a sangre coagulada. Hom-bres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo, el oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, si, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en in-vierno, porque en el siglo XVIII aún no se nobleza entera y, si, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la

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reina como una cabra vieja, tanto en verano como en in-vierno,

porque en el siglo XVIII aún no se había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de vida incipiente o en decadencia que no fuera acompañada de algún hedor.

Y, como es natural, el hedor alcanzaba sus máximas proporciones en París, porque París era la mayor ciudad de Francia. Y dentro de París había un lugar donde el hedor se convertía en infernal, entre la Rue aux Fers y la Rue de la Ferronnerie, o sea, el Cimetiére des Innocents. Durante ochocientos años se había llevado allí a los muertos del hospital Hotel- Dieu y de las parroquias vecinas, durante ochocientos años, carretas con docenas de cadáveres ha-bían vaciado su carga día tras día en largas fosas y durante ochocientos años se habían ido acumulando los huesos en osarios y sepulturas. Hasta que llegó un día, en vísperas de la Revolución Francesa, cuando algunas fosas rebosantes de cadáveres se hundieron y el olor pútrido del atestado ce-menterio incitó a los habitantes no sólo a protestar, sino a organizar verdaderos tumultos, en que fue por fin cerrado y abandonado después de amontonar los millones de esque-letos y calaveras en las catacumbas de Montmartre. Una vez hecho esto, en el lugar del antiguo cementerio se erigió un mercado de víveres.

Fue aquí, en el lugar más maloliente de todo el reino, donde nació el 17 de julio de 1738 Jean-Baptiste Grenouille. Era uno de los días más calurosos del año. El calor se abatía como plomo derretido sobre el cementerio y se extendía hacia las calles adyacentes como un vaho pu-trefacto que olía a una mezcla de melones podridos y cuerno quemado. Cuando se iniciaron los dolores del parto, la madre de Grenouille se encontraba en un puesto de pes-cado de la Rue aux Fers escamando albures que había destripado previamenteLos pescados, seguramente saca-

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dos del Sena aquella misma mañana, apestaban ya hasta el punto de superar el hedor de los cadáveres. Sin embar-go, la madre de Grenouille no percibía el olor a pescado po-drido o a cadáver porque su sentido del olfato estaba total-mente embotado y además le dolía todo el cuerpo y el dolor disminuía su sensibilidad a cualquier percepción sensorial externa. Sólo quería que los dolores cesaran, acabar lo más rápidamente posible con el repugnante parto. Era el quinto. Todos los había tenido en el puesto de pescado y las cinco criaturas habían nacido muertas o medio muertas, porque su carne sanguinolenta se distinguía apenas de las tripas de pescado que cubrían el suelo y no sobrevivían mucho rato entre ellas y por la noche todo era recogido con una pala y llevado en carreta al cementerio o al río. Lo mismo ocurriría hoy y la madre de Grenouille, que aún era una mu-jer joven, de unos veinticinco años, muy bonita y que toda-vía conservaba casi todos los dientes y algo de cabello en la cabeza y, aparte de la gota y la sífilis y una tisis incipien-te, no padecía ninguna enfermedad grave, que aún espera-ba vivir mucho tiempo, quizá cinco o diez años más y tal vez incluso casarse y tener hijos de verdad como la esposa res-petable de un artesano viudo, por ejemplo... la madre de Grenouille deseaba que todo pasara cuanto antes. Y cuan-do empezaron los dolores de parto, se acurrucó bajo el mostrador y parió allí, como hiciera ya cinco veces, y cortó con el cuchillo el cordón umbilical del recién nacido. En aquel momento, sin embargo, a causa del calor y el hedor, que ella no percibía como tales, sino como algo insoporta-ble y enervante -como un campo de lirios o un reducido aposento demasiado lleno de narcisos-,cayó desvanecida debajo de la mesa y fue rodando hasta el centro del arroyo, donde quedó Inmóvil, con el cuchillo en la mano.

iGritos, corridas, la multitud se agolpa a su alrede-dor, avisan a la policía. La mujer sigue en el suelo con el cuchillo en la mano; poco a poco, recobra el conocimiento. - De los pescados.

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- ¿Qué le ha sucedido? - Nada. - ¿Qué hace con el cuchillo? - Nada. - ¿De dónde procede la sangre de sus refajos?

Se levanta, tira el cuchillo y se aleja para lavarse. Entonces, de modo inesperado, la criatura que yace

bajo la mesa empieza a gritar. Todos se vuelven, descubren al recién nacido entre un enjambre de moscas, tripas y ca-bezas de pescado y lo levantan. Las autoridades lo entre-gan a una nodriza de oficio y apresan a la madre. Y como ésta confiesa sin ambages que lo habría dejado morir, como por otra parte ya hiciera con otros cuatro, la procesan, la condenan por infanticidio múltiple y dos semanas más tarde la decapitan en la Place de Gréve.”

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Sobre la obra

Isabel Allende trata de plasmar en “La casa de los

espíritus” la historia de Chile desde principios del siglo XX hasta el golpe de Estado por parte de los militares. Esta situación política y social se refleja con gran exacti-tud a través de las voces de varios de sus personajes de clases muy distintas. Entre éstos, Esteban Trueba, mari-do de Clara del Valle (hija de Nívea, madre de Blanca y abuela de Alba). Como patriarca de su familia la sostie-ne mediante su hacienda, Las Tres Marías, que con su esfuerzo logra sacarla de la ruina; su ideología conser-vadora y su postura a favor de los valores tradicionales (patria, religión, orden y seguridad) le llevará a conver-tirse en senador con todas las cualidades típicas de los políticos conservadores chilenos de la época (reaccionarios y fieros, además de un sentimiento acé-rrimo anticomunista). Su carácter agresivo, machista y autoritario (hasta el punto de pegar a su amada Clara y a su hija Blanca) lo convierten casi en una caricatura. No obstante, el amor hacia Clara se convierte en una obsesión para Esteban; tratando de arreglar sus maltra-tos con regalos, que serán poco valorados por ella.

Esta novela que también refleja claramente la relación entre patrón y empleados. Por una parte, Pe-dro García y Pedro Segundo son los empleados típicos de la época, quienes se subordinaban bajo las órdenes del patrón sin oponer resistencia; por otra, Pedro Terce-ro, que será un revolucionario que difundirá los dere-chos que tienen los campesinos y firme defensor del socialismo, lo que le costará un enfrentamiento conti-nuo con Esteban Trueba. El amor de Pedro Tercero será siempre Blanca, con quien no podrá tener una relación estable hasta que escapen juntos al extranjero.

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Esteban Trueba (La casa de los espíritus, Isabel Allende) “En el comedor de su casa, entre muebles anticua-

dos y maltrechos que en un pasado lejano fueron buenas piezas victorianas, Esteban Trueba cenaba con su herma-na Férula la misma sopa grasienta de todos los días y el mismo pescado desabrido de todos los viernes. Eran ser-vidos por la empleada que los había atendido toda la vida, en la tradición de esclavos a sueldo de entonces. La vieja mujer iba y venía entre la cocina y el comedor, agachada y medio ciega, pero todavía enérgica, llevando y trayendo las fuentes con solemnidad. Doña Ester Trueba no acom-pañaba a sus hijos en la mesa. Pasaba las mañanas in-móvil en su silla mirando por la ventana el quehacer de la calle y viendo cómo el transcurso de los años iba deterio-rando el barrio que en su juventud fue distinguido. Des-pués del almuerzo la trasladaban a su cama, acomodán-dola para que pudiera estar medio sentada, única posición que le permi tía la artritis, sin más compañía que las lectu-ras piadosas de sus libritos píos de vidas y milagros de los santos. Allí permanecía hasta el día siguiente, en que vol-vía a repetirse la misma rutina. Su única salida a la calle era para asistir a la misa del domingo en la iglesia de San Sebastián, a dos cuadras de la casa, donde la llevaban Férula y la empleada en su silla de ruedas.

Esteban terminó de escarbar la carne blancuzca del pescado entre la maraña de espinas y dejó los cubier-tos en el plato. Se sentaba rígidamente, igual como cami-naba, muy erguido, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás y un poco ladeada, mirando de reojo, con una mezcla de altanería, desconfianza y miopía. Ese gesto habría sido desagradable si sus ojos no hubieran sido sor-prendentemente dulces y claros. Su postura, tan tiesa, era más propia de un hombre grueso y bajo que quisiera apa-

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recer más alto, pero él medía un metro ochenta y era muy delgado. Todas las líneas de su cuerpo eran verticales y ascendentes, desde su afilada nariz aguileña y sus cejas en punta, hasta la alta frente coronada por una melena de león que peinaba hacia atrás. Era de huesos largos y ma-nos de dedos espatulados. Caminaba a grandes trancos, se movía con energía y parecía muy fuerte, sin carecer, sin embargo, de cierta gracia en los gestos. Tenía un ros-tro muy armonioso, a pesar del gesto adusto y sombrío y su frecuente expresión de mal humor. Su rasgo predomi-nante era el mal genio y la tendencia a ponerse violento y perder la cabeza, característica que tenía desde la niñez, cuando se tiraba al suelo, con la boca llena de espuma, sin poder respirar de rabia, pataleando como un endemo-niado. Habla que zambullirlo en agua helada para que recuperara el control. Más tarde aprendió a dominarse, pero le quedó a lo largo de la vida aquella ira siempre pronta, que requería muy poco estímulo para aflorar en ataques terribles.

-No voy a volver a la mina -dijo. Era la primera frase que intercambiaba con su her-

mana en la mesa. Lo había decidido la noche anterior, al darse cuenta que no tenía sentido seguir haciendo vida de anacoreta en busca de una riqueza rápida. Tenía la concesión de la mina por dos años más, tiempo suficiente para explotar bien el maravilloso filón que había descu-bierto, pero pensaba que aunque el capataz le robara un poco, o no supiera trabajarla como lo haría él, no tenía ninguna razón para ir a enterrarse en el desierto.

No deseaba hacerse rico a costa de tantos sacrifi-cios. Le quedaba la vida por delante para enriquecerse si podía, para aburrirse y esperar la muerte, sin Rosa.

-En algo tendrás que trabajar, Esteban -replicó Fé-rula-. Ya sabes que nosotras gastamos muy poco, casi nada, pero las medicinas de mamá son caras.

Esteban miró a su hermana. Era todavía una bella mujer, de formas opulentas y rostro ovalado de madona

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romana, pero a través de su piel pálida con reflejos de durazno y sus ojos llenos de sombras, ya se adivinaba la fealdad de la resignación.

Férula había aceptado el papel de enfermera de su madre. Dormía en la habitación contigua a la de doña Ester, dispuesta en todo momento a acudir corriendo a su lado a darle sus pócimas, ponerle la bacinilla, acomodarle las almohadas. Tenía un alma atormentada. Sentía gusto en la humillación y en las labores abyectas, creía que iba a obtener el cielo por el medio terrible de sufrir iniquida-des, por eso se complacía limpiando las pústulas de las piernas enfermas de su madre, lavándola, hundiéndose en sus olores y en sus miserias, escrutando su orinal. Y tanto como se odiaba a sí misma por esos tortuosos e inconfesables placeres, odiaba a su madre por servirle de instrumento. La atendía sin quejarse, pero procuraba su-tilmente hacerle pagar el precio de su invalidez. Sin decir-lo abiertamente, estaba presente entre las dos el hecho de que la hija había sacrificado su vida por cuidar a la madre y se había quedado soltera por esa causa. Férula había rechazado a dos novios con el pretexto de la enfer-medad de su madre. No hablaba de eso, pero todo el mundo lo sabía. Era de gestos bruscos y torpes, con el mismo mal carácter de su hermano, pero obligada por la vida, y por su condición de mujer, a dominarlo y a morder el freno. Parecía tan perfecta, que llegó a tener fama de santa. La citaban como ejemplo por la dedicación que le prodigaba a doña Ester y por la forma en que había cria-do a su único hermano cuando enfermó la madre y murió el padre dejándolos en la miseria. Férula había adorado a su hermano Esteban cuando era niño. Dormía con él, lo bañaba, lo llevaba de, paseo, trabajaba de sol a sol co-siendo ropa ajena para pagarle el colegio y había llorado de rabia y de impotencia el día que Esteban tuvo que en-trar a trabajar en una notaría porque en su casa no alcan-zaba lo que ella ganaba para comer. Lo había cuidado y

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servido como ahora lo hacía con la madre y también a él lo envolvió en la red invisible de la culpabilidad y de las deudas de gratitud impagadas. El muchacho empezó a alejarse de ella apenas se puso pantalones largos.

Esteban podía recordar el momento exacto en que se dio cuenta que su hermana era una sombra fatí-dica. Fue cuando ganó su primer sueldo. Decidió que se reservaría cincuenta centavos para cumplir un sueño que acariciaba desde la infancia: tomar un café vienés. Ha- bía visto, a través de las ventanas del Hotel Fran-cés, a los mozos que pasaban con las bandejas suspen-didas sobre sus cabezas, llevando unos tesoros: altas copas de cristal coronadas por torres de crema batida y decoradas con una hermosa guinda glaseada.

El día de su primer sueldo pasó delante del esta-blecimiento muchas veces antes de atreverse a entrar. Por último cruzó con timidez el umbral, con la boina en la mano, y avanzó hacia el lujoso comedor, entre las lám-paras de lágrimas y muebles de estilo, con la sensación de que todo el mundo lo miraba, que mil ojos juzgaban su traje demasiado estrecho y sus zapatos viejos. Se sentó en la punta de la silla, las orejas calientes, y le hi-zo el pedido al mozo con un hilo de voz. Esperó con im-

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paciencia, espiando por los espejos el ir y venir de la gen-te, saboreando de antemano aquel placer tantas veces imaginado. Y llegó su café vienés, mucho más impresio-nante de lo imaginado, soberbio, delicioso, acompañado por tres galletitas de miel. Lo contempló fascinado por un largo rato. Finalmente se atrevió a tomar la cucharilla de mango largo y con un suspiro de dicha, la hundió en la crema. Tenía la boca hecha agua. Estaba dispuesto a hacer durar ese instante lo más posible, estirarlo hasta el infinito. Comenzó a revolver viendo cómo se mezclaba el líquido oscuro del vaso con la espuma de la crema. Re-volvió, revolvió, revolvió... Y, de pronto, la punta de la cu-charilla golpeó el cristal, abriendo un orificio por donde saltó el café a presión. Le cayó en la ropa. Esteban, ho-rrorizado, vio todo el contenido del vaso desparramarse sobre su único traje, ante la mirada divertida de los ocu-pantes de otras mesas. Se paró, pálido de frustración, y salió del Hotel Francés con cincuenta centavos menos, dejando a su paso un reguero de café vienés sobre las mullidas alfombras. Llegó a su casa chorreado, furioso, descompuesto. Cuando Férula se enteró de lo que había sucedido, comentó ácidamente: «eso te pasa por gastar el dinero de las medicinas de mamá en tus caprichos. Dios te castigó». En ese momento Esteban vio con clari-dad los mecanismos que usaba su hermana para domi-narlo, la forma en que conseguía hacerlo sentirse culpa-ble y comprendió que debía ponerse a salvo. En la medi-da en que él se fue alejando de su tutela, Férula le fue tomando antipatía. La libertad que él tenía, a ella le dolía como un reproche, como una injusticia. Cuando se ena-moró de Rosa y lo vio desesperado, como un chiquillo, pidiéndole ayuda, necesitándola, persiguiéndola por la casa para suplicarle que se acercara a la familia Del Va-lle, que hablara a Rosa, que sobornara a la Nana, Férula volvió a sentirse importante para Esteban. Por un tiempo parecieron reconciliados. Pero aquel fugaz reencuentro no duró mucho y Férula no tardó en darse cuenta de que

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había sido utilizada. Se alegró cuando vio partir a su her-mano a la mina. Desde que empezó a trabajar, a los quince años, Esteban mantuvo la casa y adquirió el compromiso de hacerlo siempre, pero para Férula eso no era suficiente. Le molestaba tener que quedarse encerrada entre esas pare-des hediondas a vejez y a remedios, desvelada con los ge-midos de la enferma, atenta al reloj para administrarle sus medicinas, aburrida, cansada, triste, mientras que su her-mano ignoraba esas obligaciones. Él podría tener un des-tino luminoso, libre, lleno de éxitos. Podría casarse, tener hijos, conocer el amor. El día que puso el telegrama anun-ciándole la muerte de Rosa, experimentó un cosquilleo ex-traño, casi de alegría.”

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Sobre la obra Cuenta la leyenda que Víctor Hugo se hallaba cami-

nando en las penumbras misteriosas de la gran catedral góti-ca de Notre Dame de París, cuando de pronto en un rincón escondido de una de sus torres encontró, escrita en la pie-dra, la palabra griega ANAGKE (fatalidad), que inmediata-mente puso a trabajar su imaginación: ¿Quién habría tenido la necesidad de dejar el estigma de su dolor de tal manera?

Este magistral texto narra la historia de un triste joro-bado que es rechazado por su condición, y oprimido por las instancias del poder, que en este caso son eclesiásticas; uni-da a una historia de amor no correspondido; sentimientos que Quasimodo oculta a la bella e ingenua gitana Esmeral-da, y cuyo desenlace definitivo no sabremos hasta las últi-mas líneas de esta narración.

Podemos considerar Nuestra Señora de París como una novela romántica con pinceladas históricas, que expone junto a crueles y conmovedoras experiencias, una verdadera pasión por la libertad y la justicia.

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Quasimodo, el jorobado (Nuestra Señora de París, Víctor Hugo)

“…Se había, por fin, elegido el papa de los locos. -¡Viva!, ¡viva! -gritaba la multitud. En efecto, la mueca que en aquel momento triunfaba

en el hueco del rosetón era algo formidable. Después de tantas caras hexagonales o pentagona-

les y heteróclitas que habían pasado por la lucera sin culmi-nar el ideal grotesco, formado en las imaginaciones exalta-das por la orgía sólo la mueca sublime que acababa de des-lumbrar a la asamblea habría sido capaz de arrancar los votos necesarios. Hasta el mismo maese Coppenole se pu-so a aplaudir y Clopin Trouillefou, que también había partici-pado -y sólo Dios sabe cuán horrible es la fealdad de su rostro- se confesó vencido y lo mismo haremos nosotros, pues es imposible transmitir al lector la idea de aquella nariz piramidal, de aquella boca de herradura, de aquel ojo iz-quierdo, tapado por una ceja rojiza a hirsuta, mientras que el derecho se confundía totalmente tras una enorme verru-ga, o aquellos dientes amontonados, mellados por muchas partes, como las almenas de un castillo, aquel belfo calloso por el que asomaba uno de sus dientes, cual colmillo de elefante; aquel mentón partido y sobre todo la expresión que se extendía por todo su rostro con una mezcla de mal-dad, de sorpresa y de tristeza. Imaginad, si sois capaces, semejante conjunto.

La aclamación fue unánime. Todo el mundo se diri-gió hacia la capilla y sacaron en triunfo al bienaventurado papa de los locos y fue entonces cuando la sorpresa y la admiración llegaron al colmo, al ver que la mueca no era tal; era su propio rostro.

Más bien toda su persona era una pura mueca. Una enorme cabeza erizada de pelos rojizos y una gran joroba entre los hombros que se proyectaba incluso hasta el pe-cho. Tenía una combinación de muslos y de piernas tan ex-travagante que sólo se tocaban en las rodillas y, además,

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mirándolas de frente, parecían dos hojas de hoz que se jun-taran en los mangos; unos pies enormes y unas manos monstruosas y, por si no bastaran todas esas deformidades, tenía también un aspecto de vigor y de agilidad casi terri-bles; era, en fin, algo así como una excepción a la regla ge-neral, que supone que, canto la belleza como la fuerza, de-ben ser el resultado de la armonía. Ése era el papa de los locos que acababan de elegir; algo así como un gigante roto y mal recompuesto.

Cuando esta especie de cíclope apareció en la capi-lla, inmóvil, macizo, casi tan ancho como alto, cuadrado en .ru base, como dijera un gran hombre, el populacho lo reconoció inmediatamente por su gabán rojo y violeta cuaja-do de campanillas de plata y sobre todo por la perfección de su fealdad, y comenzó a gritar como una sola voz:

-¡Es Quasimodo, el campanero! ¡Es Quasimodo, el jorobado de Nuestra Señora! ¡Quasimodo, el tuerto! ¡Quasimodo, el patizambo! ¡Viva! ¡Viva!

Fíjense si el pobre diablo tenía motes en donde es-coger:

-¡Que tengan cuidado las mujeres preñadas! -gritaban los estudiantes.

-¡O las que tengan ganas de estarlo! -añadió Joan-nes.

Las mujeres se tapaban la cara. -¡Vaya cara de mono! -decía una. -Y seguramente tan malvado como feo -añadió otra. -Es como el mismo demonio -porfiaba una tercera. -Tengo la desgracia de vivir junto a la catedral y to-

das las noches le oigo rondar por los canalones. -¡Como los gatos! -Es cierto; siempre anda por los tejados. -Nos echa maleficios por las chimeneas. -La otra noche vino a hacerme muecas por la clara-

boya y me asustó tanto que creí que era un hombre. -Estoy segura de que se reúne con las brujas; la otra

noche me dejó una escoba en el canalón.

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-¡Uf! ¡Qué cara tan horrorosa tiene ese jorobado! -Pues, ¡cómo será su alma! Los hombres, por el contrario, aplaudían encanta-

dos. Quasimodo, objeto de aquel tumulto, permanecía de

pie a la puerta de la capilla, triste y serio, dejándose admi-rar.

Un estudiante, Robin Poussepain creo que era, se le acercó burlón, chanceándose un porn de él y Quasimodo no hizo sino cogerle por la cintura y lanzarle a diez pasos por encima de la gente sin inmutarse y sin decir una palabra.

Entonces maese Coppenole, maravillado, se acercó a él.

-¡Por los clavos de Cristo! ¡Válgame San Pedro! Nunca he visto nadie tan feo como tú y creo que eres digno de ser papa aquí y en Roma. Al mismo tiempo, y un canto festivamente, le pasaba la mano por la espalda. Como Qua-simodo no se movía, Coppenole prosiguió:

-Eres un tipo con quien me gustaría darme una co-milona, aunque me costase una moneda nueva de doce tor-nesas. ¿Te hace?

Quasimodo no contestaba. -¡Por los clavos de Cristo! ¿Pero eres sordo o qué? Y en efecto, Quasimodo era sordo. Sin embargo, estaba empezando a impacientarse

por los modales de Coppenole y de pronto se volvió hacia él, con un rechinar de dientes tan terrible, que el gigante flamenco retrocedió como un buldog ante un gato. Se hizo entonces a su alrededor un círculo de miedo y de respeto de, por lo menos, unos quince pasos de radio. Una vieja aclaró entonces a maese Coppenole que Quasimodo era sordo.

-¡Sordo! -dijo el calcetero con una enorme carcajada flamenca-. ¡Por los clavos de Cristo! Es un papa perfecto.

-Yo le conozco -dijo Jehan, que había bajado por fin de su capitel para ver a Quasimodo de más cerca-; es el campanero de mi hermano el archidiácono.

-¡Hola, Quasimodo!

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-¡Demonio de hombre! -dijo Robin Poussepain, un tanto contusionado aún por su caída-: Aparece aquí y resul-ta que es~ jorobado; se echa a andar y es patizambo; lo mira y es tuerto; hablas y es sordo. ¿Pues cuándo habla este Polifemo?

-Cuando quiere -respondió la vieja-; es sordo de tan-to tocar las campanas, pero no es mudo.

-Menos mal -observó Jehan. -¡Ah!y tiene un ojo de más -añadió Pierre Pousse-

paia, -No -dijo juiciosamente Jehan-. Un tuerto es mucho

más incompleto que un ciego, pues sabe lo que le falta. Mientras tanto todos los mendigos los lacayos, los

ladrones i junto con los estudiantes habían ido a buscar en el armario de la I curia la tiara de cartón y la toga burlesca del papa de los locos.

Quasimodo se dejó vestir sin pestañear con una es-pecie de do. cilidad orgullosa. Después le sentaron en unas andas pintarrajeadas, y doce oficiales de la cofradía de los locos se lo echaron a hombros. Una especie de alegría amarga y desdeñosa iluminó enton- ces la cara triste del cíclope, al ver bajo sus pies deformes agueIlas cabezas de hombres altos y bien parecidos.

Después se puso en marcha aquella vociferante pro-cesión-de andrajosos para siguiendo la costumbre dar la vuelta por el inte rior de las galerías del palacio, antes de hacerlo por las plazas y calles de la Villa.”

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“Unos dos años o, más concretamente, dieciocho meses después de los acontecimientos con los que se ter-mina esta historia, cuando vinieron a buscar a Montfaucon el cadáver de Olivier le Daim, que había sido ahorcado dos días antes y a quien Carlos VIII concedía la gracia de ser enterrado en Saint-Laurent, en mejor compañía, se encon-traron entre aquel montón horrible de restos humanos dos esqueletos, uno de los cuales estaba extrañamente abraza-

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do al otro. Uno de los dos esqueletos, que era el de una mujer, conservaba aún algunos jirones de vestido, con to-das las apariencias de haber sido un tejido blanco. Se veía también en torno a su cuello un collar con cuentas de aza-bache, y un bolsito de seda, adornado con abalorios verdes que aparecía abierto y vacío. Era tan escaso el valor de aquellos objetos que no habían llegado a interesar al verdu-go. El otro esqueleto que tan estrechamente estaba abraza-do al primero, era de un hombre. Se observó que tenía des-viada la columna vertebral, que la cabeza se unía directa-mente con los omoplatos y una de sus piernas era más cor-ta que la otra. No presentaba, por otra parte, ninguna ruptu-ra vertebral en la nuca y era evidente que no había muerto ahorcado. El hombre a quien hubiera pertenecido debía, pues, haber llegado hasta allí y allí haber muerto.

Cuando se pretendió separarlo del otro esqueleto al que estaba abrazado, se deshizo en polvo.”

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Estos materiales de lectura son una propuesta para la acción: la acción de leer. La lectura es una actividad intensa, que vuelve a dar vida al texto que recrea el lector en su mente y en su corazón. Aquí no encontrarás preguntas , ni cuestiona-rios, ni investigaciones que deben ser cumplimentadas para completar la lectura. Nada más lectura, y nada menos. En este relato te damos la oportunidad de escribir. Si quieres, puedes seguir re-creando tu propio Lazarillo Re-crear un texto nos permite leer, y en este caso escri-bir, desde perspectivas muy diversas. Una de ellas es la que nos presenta el autor, pero no es la única. El lector también interac-túa con el texto y aporta a la lectura su experiencia, sus emocio-nes, su forma personal de ser y entender, sus sentimientos, su vida. Esto nos abre nuevos caminos a la hora de enfrentarnos con el texto que vamos a leer. Se puede, y se debe, leer de mu-chas maneras y con distintas finalidades, y de entre todas noso-tros elegimos la más divertida, la más viva. Apostamos por las más lúdicas y emotivas, aquellas que acerquen de modo más vivo la palabra escrita al lector, verdadero protagonista de estos textos. Hagamos una lectura creativa donde el texto se lea y se relea, se reviva de formas diferentes, porque diferentes son los lectores y las circunstancias de cada lectura, y de cada momen-to de nuestra vida. Recreemos espacios nuevos (¿leer en el mis-mo sitio y rodeado de los mismos objetos?), aportemos nuestras propias emociones (¿es un drama o una broma?) y, sobre todo, disfrutemos al leer. Los miembros de este proyecto de innovación pedagógi-ca queremos dar las gracias a todos los profesores que pusieron voz a los textos de nuestro “Club de los lectores vivos”, embrión de esta publicación. El cariño y la emoción que entonces nos regalaron, anima ahora nuestro trabajo. Y sobre todo, quere-mos dar las gracias a los cientos de alumnos que a lo largo de estos años han participado en estas lecturas, su ilusión y su ca-pacidad para maravillarse es ahora la nuestra. Así mismo, los miembros de este proyecto de innovación pedagógica no queremos dar las gracias a SGAE, CEDRO y de-más organizaciones filantrópicas defensoras de las artes y de las letras, sin cuya alargada sombra nuestro trabajo hubiera sido más fácil.

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Literatic

Malos

Literatic es un proyecto para

elaborar materiales de lectura para la ESO, presentados de una forma atractiva y

motivadora, que se desarrolla en el IES “Torre del Prado” en la experiencia “El club de los lectores vivos”.

El objetivo del proyecto es realizar la adaptación de textos clásicos al lenguaje actual teniendo

en cuenta las capacidades e intereses de los alumnos a los que se dirigen y

utilizando las herramientas que nos ofrecen

las TIC