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Cecilia fue al bosque Manuel L. Alonso

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Nacido en 1948 en Zaragoza. Ha vivido en diferentes pueblos y ciudades, y los viajes han sido siempre una de sus aficiones favoritas.

De formación autodidacta, ha desempeñado múltiples oficios, hasta que en 1979 optó por dedicarse por completo a la literatura. Ha publicado unos cuarenta libros y ganado numerosos premios. Sobre Cecilia fue al bosque, manifiesta:«Hay libros difíciles de escribir, y este lo fue: me obligó, en cada encrucijada de la trama, a dudar, a volver atrás, a reescribir una y otra vez, como un caminante perdido en la oscuridad del bosque.Los bosques que he recorrido en mis vagabundeos figuran entre mis buenos recuerdos. El pinar de Leiría, en Portugal, que exploré muchos años antes de que la zona se convirtiese en otro lugar para turistas; o aquel otro de Mallorca en donde dormí alguna vez para disfrutar de la soledad y el silencio y estrenar el mar con el primer rayo de sol. O el bosque de eucaliptos que aparece en este libro, real en todos sus detalles.Fue allí donde concebí la idea del libro, cuyo título acaso tiene resonancias de cuento infantil pero, lejos de eso, trata de lo que puede suceder cuando la violencia y la muerte alcanzan a los inocentes».

A punto de terminar el curso, Álvaro tiene que abandonar la ciudad en la que vive y marcharse a un apartado lugar de la costa cantábrica, debido al matón del instituto. Allí conoce a Cecilia, quien tampoco va a clase.

Sin embargo, un trágico acontecimiento interrumpe la amistad y marca para siempre a Álvaro y a su nuevo grupo de amigos.

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Cecilia fue al bosqueManuel L. Alonso

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Star-crossed loversMikaël OllivierUna fábrica que cierra y dos jóvenes que se aman apasionadamente.

Otros títulos de la colección:

El barco de los locosVicente García OlivaBastián acepta la propuesta del consejo de notables de Bardales: capitanear una barco en el que navegan doce personas.

Plan Lector Alhambra Joven:pearsoneducacion.com/planlector

ISBN: 978-84-205-3572-2

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© Del texto: Manuel L. Alonso© De esta edición: Editorial Pearson Educación, S. A., 2011Ribera del Loira, 2828042 Madridwww.pearsoneducacion.com/planlector

ISBN: 978-84-205-3572-2Depósito Legal: M-Impreso en España – Printed in Spain

Editora: Lupe Rodríguez Santizo

Diseño de la colección: César de la Morena

Coordinación de Diseño: Elena Jaramillo

Ilustración de cubierta: Miguel Calatayud

Todos los derechos reservados. Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sgts. Código Penal).

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Uno

Todo comenzó en el patio de un instituto, con un matón y un chico que no sabía defenderse.

El matón se llamaba Gabriel. Tenía esa clase de mirada fija que recuerda a un toro o una vaca, la mirada de quien nunca retrocede ni cambia de idea ni reflexiona. Era una de esas personas agre-sivas sin motivo, por pura estupidez.

El chico que no sabía defenderse era yo. Entonces, con doce años, estaba muy delgado, era de piel pálida y cualquiera podía darse cuenta de que era fácil abusar de mí. La violencia me ponía enfer mo (tal vez por ciertas cosas vistas en mi casa cuando era pequeño) y era incapaz de pelearme.

Un día, Gabriel me pegó más fuerte que de costumbre y volví a casa con la cara marcada. Mi padre me obligó a quitarme la camiseta y descu-brió las huellas de otras palizas.

Los golpes más recientes tenían un color amo-ratado, los antiguos eran amarillentos. En total,

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más de diez marcas por el cuello, los brazos y el pecho.

Mi padre me llevó al despacho del director, amenazó con inspecciones, expedientes y denun-cias en los juzgados y, una vez que se hubo des-aho gado, no hizo nada de eso. Simplemente, me sacó del instituto. Faltaban menos de tres sema-nas para acabar el curso.

—¿Qué va a pasar ahora con las notas? —pre-gunté.

—Haberlo pensado antes. A ver si para el curso que viene has aprendido a defenderte. Entre tanto, voy a mandarte con Fátima a su tierra.

Fátima era mi madrastra. Bueno, mi padre y ella no estaban casados, pero ya llevaban más de dos años viviendo juntos. Mi madre había muerto cuando yo tenía siete años.

No hay mucho que decir de Fátima. No se portaba mal conmigo. Ni bien. Me soportaba, sin ocultar que yo era una carga, un estorbo.

Después de la muerte de mi madre, mi padre había tenido varias novias en menos de un año. Dos o tres de ellas se instalaron con nosotros durante cortas temporadas.

Al principio, todas eran muy simpáticas. Ál -varo por aquí, Álvaro por allá, como si yo les

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gustara mucho. Puede que alguna fuera sin-cera, pero lo que yo quería era estar con mi padre a solas.

—Papá, estamos mejor los dos solos. Cuando estamos solos casi nunca te enfadas conmigo —de cía yo.

—No podemos estar siempre solos, Álvaro —res pondía él.

Sus padres, mis abuelos paternos, vivían muy lejos, y mis abuelos maternos estaban enfadados con mi padre y los visitábamos muy pocas veces. Solo un par de veces al año, en fechas muy seña-ladas, comíamos juntos. Eran unas comidas bas- tante tristes.

Nunca se mencionaba a mi madre. Mi padre y ella, en los últimos tiempos, no se habían llevado bien, y eso era lo que mis abuelos no podían per-donar.

Después apareció Fátima. Era una mujer silen-ciosa y trabajadora, dos cualidades que mi padre apreciaba mucho. Procedía de un pueblecito a orillas del Cantábrico. Y allí fue donde nos envió mi padre aquel año, a principios de junio.

—Yo tomaré las vacaciones el último fin de semana de este mes y me reuniré con vosotros. Mientras tanto, tú podrás andar a tus anchas por allí, ir a la playa y hacer lo que te apetezca.

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El viaje se me hizo interminable. Primero en tren, toda la noche y parte de la mañana. Des-pués, un autobús lleno de mujeres campesinas que hablaban un idioma que yo no conocía.

En los últimos kilómetros apenas había pue-blos, solo casas aisladas con pequeños huertos. El cielo estaba tan negro que las nubes parecían un anuncio del fin del mundo. A veces, el auto-bús rebasa ba a alguna vieja de negro que con-ducía un buey por la carretera sirviéndose de un simple palo. Tuve la sensación de estar viajando al pasado.

La casa de los padres de Fátima estaba muy cerca del mar, de un mar muy oscuro, sin duda pro fundo y frío.

Me habían preparado una habitación en el piso de arriba, desde la que podía verse la playa, ancha y solitaria, en un extremo de la cual desem-bocaba un río.

Seguí el curso del río con la vista, hasta un bosque difuminado por las nubes y por una nie-bla o bruma que no me recordaba a nada que yo hubiera visto antes. Detrás adiviné, más que vi, unas montañas que nos separaban del resto del mundo.

Llovió lo que quedaba del día y toda la noche.

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Dos

Al día siguiente vi a Cecilia por primera vez.Había continuado lloviendo durante la maña-

na, y en la casa no había gran cosa que hacer. Al padre de Fátima no se le veía casi nunca, y la madre era tan silenciosa como la hija.

Entre ellas, sin embargo, hablaban mucho, pero en su idioma, que yo apenas comprendía. Si se dirigían a mí era para animarme a salir. Al parecer, estaban tan acostumbradas a la lluvia que no la consideraban un inconveniente.

Después de comer, el cielo se aclaró y pude ir hasta la cercana playa.

Me pareció más pequeña que el día anterior. La razón era que con la marea alta había desa pa- recido gran parte de la arena. Vi muchas algas flo- tando. El olor del mar era muy fuerte, al menos para mí, que hasta entonces solo había estado en el Mediterráneo.

Estuve contemplando la desembocadura del río que, más bien, parecía una ría, porque daba

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la impresión de que la corriente iba al revés, del mar hacia el interior. Eché a andar por la orilla y llegué a un puente de hierro muy oxidado, estrecho y, seguramente, muy viejo, que el día anterior no había alcanzado a ver desde la ven-tana.

Había una niña jugando sola. Me miró con una expresión amistosa, pero tímida. Era bastante bo -nita. No guapa, pero sí dulce. Pequeñita, con el pelo castaño recogido en dos trenzas y un vestido azul que no era precisamente nuevo.

De pronto, surgida de no sé dónde, apareció en el puente una mujer tirando de un carrito ama-rillo, de cartero, muy viejo y sucio, y llamó a la niña mientras me miraba con desconfianza.

—¡Cecilia!La niña se incorporó y, agachando la cabeza,

se reunió con la mujer. Se fueron por un camino que ascendía en

cuesta. Las seguí con la vista hasta que llegaron a la altura del cementerio, en un recodo del río.

Luego me acerqué al lugar donde había estado jugando Cecilia y vi en qué se había entretenido: haciendo con barro cacharritos de cocina, dimi nu-tos platos y cazuelas. No parecía un juego propio de una niña de nueve años, que eran los que yo le calculaba.

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La explicación me la dio esa misma noche Anto nio, el padre de Fátima.

Me invitó a sentarme con él en el banco que tenían a un lado de la casa, cerca de la carretera, desde donde se distraía mirando los coches que pasaban. Era un hombre de baja estatura, fuerte y reservado, que daba la impresión de callar mucho más de lo que decía, sobre todo cuando le pre-gunté por Cecilia.

—¿Has conocido a Cecilia? Pero supongo que no te ha hablado.

Negué con la cabeza.—No habla casi nunca. No es una niña como

las demás. —¿Por qué?—Hay quien dice... Bueno, se dicen muchas

cosas. Para empezar, hay que tener en cuenta que su madre tampoco es una persona normal. ¿La has visto, con su carrito siempre lleno de las porquerías que recoge por ahí?

Me armé de paciencia. Estaba empezando a aprender que en aquella tierra, o tal vez en todos los lugares alejados de las ciudades, las personas se tomaban su tiempo para todo, y les gustaba divagar.

Al final, Antonio me explicó que Cecilia quien, en efecto, tenía unos nueve años, mental-

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mente se había quedado en la mitad de esa edad.

—Antes iba al colegio. Incluso creo que apren- dió a leer y escribir un poco. Pero un día ocurrió algo, y desde entonces no se relaciona con nadie. No tiene amigos ni juega con las otras niñas. Siempre está sola, o con su madre.

—¿Cómo es que no la obligan a ir al colegio?Antonio se encogió de hombros.—Esto no es como la ciudad en la que vives

tú, chaval.Se limitó a responder, haciendo un vago gesto

hacia las poquísimas casas que ni siquiera mere-cían el nombre de aldea, desperdigadas en la oscuridad.

—Lo intentaron —continuó—, pero ella se esca paba siempre en el primer recreo. Y un par de ve ces estuvieron a punto de quitársela a su ma -dre y dársela a otra familia que cuidara de ella. Pero por ahora siguen viviendo las dos juntas. La madre recoge lo que le dan o lo que encuentra por ahí, y  tiene una pequeña pensión. El padre murió hace años. Lo atropellaron en esta carrete- ra, una noche que estaba borracho.

Me estremecí porque, a cada minuto que pasaba, daba la impresión de que el aire se vol-viera más frío y húmedo. Sin embargo, habría

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continuado allí, escuchando lo que me contaba Antonio, y sin echar en falta para nada los pro-gramas de televisión que solía ver a esas horas.

Nos interrumpió un coche ostentosamente gran de que salió de la carretera y avanzó por el césped que había a la entrada de la casa como si quisiera embestirnos. Se detuvo a un par de me -tros de nosotros y de él se apeó un hombre que también me pareció enorme.

Intercambió un saludo con Antonio. Vi que su mirada se desviaba hacia la ventana que daba a la cocina, donde estaban Fátima y su madre.

—¿Cuándo ha venido tu hija? —preguntó.—Ayer —respondió Antonio.—¿Para mucho tiempo?—Eso, ella sabrá.—Voy a pasar a saludarla.Antonio no respondió, pero me dio la impre-

sión de que el hombre no le caía muy bien. A mí tampoco, aunque en ese momento no habría sabido explicar por qué.

Como ya hacía rato que habíamos cenado y estaba empezando a tener sueño, di las buenas noches a Antonio y subí a mi habitación.

Tardé en dormirme, porque hasta mí llegaba el vozarrón grave del hombre y sus risas, a veces coreadas por Fátima.

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Después oí, entre sueños, el ruido del coche al arrancar, casi bajo mi ventana, y pensé que me había acostado sin decir nada a Fátima.

También pensé que, cuando era pequeño, mi madre siempre iba a mi dormitorio, cuando se figuraba que ya me había dormido, y me daba un beso.

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Tres

Los siguientes días fueron muy aburridos. Llo -vía casi todo el tiempo, no tenía donde ir y no se me ocurría qué hacer.

Me gustaba leer, pero el único libro que me había llevado lo terminé el segundo día. Fátima y su madre me dijeron que había una biblioteca en el pueblo más cercano, pero la palabra cer-cano parecía una broma porque, con aquel tiempo, los seis o siete kilómetros hasta allí se convertían en una distancia gigantesca.

Lo que yo había imaginado como unas vaca-ciones de película, con una playa para mí solo mientras los demás estaban en el colegio, resul-taba ser una especie de castigo. Una y otra vez me decía a mí mismo que si hubiera sido capaz de enfrentarme con Gabriel, de defenderme como hacían los otros, no tendría que estar allí escon-dido como un ratón.

Cuando cesaba la lluvia y el sol trataba de abrirse camino entre las nubes, salía a dar una

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vuelta por la playa. Buscaba algunas piedras planas para tirarlas al agua con fuerza, inten-tando conseguir el mayor número posible de rebotes en la superficie. Después, seguía el sen-dero para lelo al río, confiando en encon trar me con Cecilia.

Las chicas no me interesaban demasiado. De haber tenido un amigo, ni siquiera habría pen-sado en ella. Pero sabía que era la única que no estaba en el colegio, y mi aburrimiento era tanto que hubiese sido capaz de jugar con ella a hacer cacharros de barro.

Cerca del cementerio, que estaba entre el río y el camino, había tres casas, las últimas antes del bosque. Yo suponía que Cecilia vivía en una de ellas, y merodeaba por allí con disimulo.

Para llegar al bosque había que atravesar un puente mejor conservado que aquel en el que había visto a Cecilia y su madre. Un letrero avi-saba de que no podían pescarse peces de menos de veintiún centímetros. Había un viejo bote de remos amarrado en la orilla. La casa más cercana tenía, justo al lado del río, un jardín pequeño, pero muy bien cuidado.

En el bosque abundaban sobre todo los euca-liptos, con un olor que me encantaba. La senda no era demasiado estrecha y, aunque pronto se

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separaba del río, desde ella podía verse el agua negra, que parecía estancada.

Las dos veces que intenté adentrarme en el bos- que comenzó a llover repentinamente y tuve que volver a la casa corriendo. La tercera vez que me disponía a intentarlo vi a Cecilia desde lejos.

Llevaba el mismo vestido azul y las trenzas, con una cinta en cada una. Jugaba, con la serie-dad y concentración con que juegan los niños pequeños, en el jardincillo de la orilla.

Salí del camino y me senté en la hierba húmeda, junto al agua. No tardó en verme. Nos separaban unos cincuenta pasos, demasiada distancia para poder hablar. Además, si su madre estuviera en casa, me oiría, cosa que yo prefería evitar.

De vez en cuando, Cecilia levantaba la vista y me miraba fijamente. No sonreía, pero me dio la impresión de que estaba contenta de ver una cara nueva. De pronto, me hizo un gesto con la palma de la mano como pidiéndome que aguar-dase, que no me fuera.

Permanecí allí mientras ella desaparecía en el interior de la casa. Cuando salió me sonrió por primera vez y, agachándose al borde del agua, dejó caer un papel doblado.

Lleno de emoción, esperé a que llegase a mi alcance. Por suerte, no se separaba mucho de la

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orilla en la que yo estaba. Pero la corriente lo desplegó y temí que cuando tocara mis manos estuviese ya roto.

Aún estaba entero cuando, estirándome peli-grosamente, pude alcanzarlo, pero, justo enton-ces, se rompió. Vi que las letras estaban muy borrosas, tal vez Cecilia había usado un rotula-dor. Tuve que leer varias veces el mensaje para entender el sentido.

Decía, con trazos irregulares y sin apenas separación entre las tres palabras:

cómo te llamasFaltaban los interrogantes y la s estaba escrita

al revés, pero lo importante era que mostraba interés por mí, quería conocerme.

Solo había una forma de responder a su pre-gunta, y empecé a acercarme para decirle mi nombre. Pero en cuanto vio que me aproxi-maba, se metió corriendo en la casa.

Me limité a quedarme parado como un espan-tapájaros, fingiendo contemplar la capilla del cementerio. Me alegré de que nadie pasara por allí en ese momento.

Transcurrió un buen rato hasta que Cecilia se delató con una risita. Había salido por la parte trasera de la casa y asomaba la nariz por una esquina.

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En vista de que aparentemente no había nadie más, ni tampoco en las otras casas, me animé a pronunciar mi nombre en voz alta:

—¡Álvaro! ¡Me llamo Álvaro!Poco a poco, acabó por asomarse del todo.

No traté de acercarme a ella. Me sentía como quien ha descubierto una mariposa muy bella y no se atreve a contemplarla más de cerca para no asustarla.

Me fijé en que bajo el flequillo, que le llegaba hasta taparle las cejas, sus ojos eran de un azul como no había visto nunca antes. No el azul claro de algunas personas rubias, sino un azul oscuro que, por momentos, se aproximaba al gris.

Ella me miraba a mí con la misma atención. Tenía las manos sucias de tierra y observé que, aunque no hacía calor, iba descalza. Su piel tenía el color de quien ha vivido siempre al aire libre.

—Hola, Cecilia —dije—. Me ha gustado tu mensaje.

No respondió. Solo asintió con un gesto. Luego, inesperadamente, agarró sus trenzas, una en cada mano, y me las mostró. Eran gruesas y largas, de un bonito color castaño con hebras doradas.

—¿Te gustan? —preguntó.

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Era la primera vez que oía su voz. Hice el mismo gesto que había hecho ella, asintiendo. Complacida, se acarició la mejilla con el extre- mo de una trenza.

Yo no sabía qué hacer ni qué decir. Pasé junto a ella y me acodé en el puente, como si tuviera interés en ver los peces. Tal como esperaba, al cabo de un poco, ella me imitó, aunque sin acer-carse demasiado.

Estuvimos así un buen rato, casi sin hablar, y entonces empezó otra vez la asquerosa lluvia y Ceci lia preguntó, como hacen los niños peque-ños que han conocido a un nuevo amigo en el parque:

—¿Vendrás mañana?Por supuesto, le contesté que sí.De repente me tendió el rotulador que aún

llevaba en una mano.—Álvaro —dijo—. Ponlo. Pon tu nombre.—¿Que lo escriba? Pero ¿dónde?Se mordió los labios pensativa y luego sonrió.

Cuando sonreía era realmente bonita. Me mos-tró la palma de la mano abierta.

—Aquí.La lluvia caía en gotas muy finas, una clase

de lluvia para la que allí tenían una palabra en su idioma, y que parecía calar hasta los huesos.

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—Ahí se borrará enseguida —indiqué—. Tengo una idea mejor.

Procurando no asustarla, tiré de una de las cintas que llevaba en el extremo de las trenzas. El lazo se deshizo con facilidad. Apoyándome en la barandilla del puente, busqué un trocito de tela que estuviera seco.

Escribí mi nombre mientras con la otra mano y con la cabeza protegía la cinta de la lluvia. Cecilia se reía. Yo no podía imaginar que des-pués recordaría aquella risa durante años. Le di la cinta, bien doblada.

—¡Hasta mañana! —exclamé, echando a co -rrer porque empezaba a estar empapado.

No me detuve hasta llegar a lo alto de una cuesta del camino. Me volví desde allí y vi que Cecilia seguía inmóvil en el puente, apretando la cinta en su puño cerrado.

Le dije adiós con la mano.Bajo la lluvia, parecía muy pequeña, una si -

lueta vulnerable y frágil recortada contra el fondo oscuro, casi negro, del bosque.

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Nacido en 1948 en Zaragoza. Ha vivido en diferentes pueblos y ciudades, y los viajes han sido siempre una de sus aficiones favoritas.

De formación autodidacta, ha desempeñado múltiples oficios, hasta que en 1979 optó por dedicarse por completo a la literatura. Ha publicado unos cuarenta libros y ganado numerosos premios. Sobre Cecilia fue al bosque, manifiesta:«Hay libros difíciles de escribir, y este lo fue: me obligó, en cada encrucijada de la trama, a dudar, a volver atrás, a reescribir una y otra vez, como un caminante perdido en la oscuridad del bosque.Los bosques que he recorrido en mis vagabundeos figuran entre mis buenos recuerdos. El pinar de Leiría, en Portugal, que exploré muchos años antes de que la zona se convirtiese en otro lugar para turistas; o aquel otro de Mallorca en donde dormí alguna vez para disfrutar de la soledad y el silencio y estrenar el mar con el primer rayo de sol. O el bosque de eucaliptos que aparece en este libro, real en todos sus detalles.Fue allí donde concebí la idea del libro, cuyo título acaso tiene resonancias de cuento infantil pero, lejos de eso, trata de lo que puede suceder cuando la violencia y la muerte alcanzan a los inocentes».

A punto de terminar el curso, Álvaro tiene que abandonar la ciudad en la que vive y marcharse a un apartado lugar de la costa cantábrica, debido al matón del instituto. Allí conoce a Cecilia, quien tampoco va a clase.

Sin embargo, un trágico acontecimiento interrumpe la amistad y marca para siempre a Álvaro y a su nuevo grupo de amigos.

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Star-crossed loversMikaël OllivierUna fábrica que cierra y dos jóvenes que se aman apasionadamente.

Otros títulos de la colección:

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