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MARÍA ANTONIA BEL BRAVO

La mujer en la historia

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© 1998María Antonia Bel Bravo

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN GENERAL . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7

Capítulo I. HACIA UN HUMANISMO INTEGRAL: LA MUJER EN LA HISTORIA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9Ampliación historiográfica de los últimos años . . . . . . . . . 10Apuesta por un enfoque individualista . . . . . . . . . . . . . . . 17El género . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 20Algunas matizaciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 24La historicidad del género y del sexo . . . . . . . . . . . . . . . . 29Naturaleza y cultura: ¿disyunción o conjunción? . . . . . . . . 33

Capítulo II. LO QUE HAY HECHO . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41Marco histórico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43Pero... retrocedamos un poco más . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45El feminismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51Modalidades feministas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 52Objetivos del feminismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 54¿Historia o antropología? Un libro de historia

de las mujeres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 60¿Y las conferencias internacionales de la ONU? . . . . . . . . . 64Un ejemplo, Hábitat II: desarrollo sostenible

y vida humana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67

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Capítulo III. LO QUE HAY QUE HACER . . . . . . . . . . . . . . 75Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75En el origen: la maternidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 76Mujer y familia: el ámbito de lo privado . . . . . . . . . . . . . . 80El matrimonio, origen de la familia . . . . . . . . . . . . . . . . . . 82Cuando las cosas se complican... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85... Hay que salvar el honor: la vecindad . . . . . . . . . . . . . . 87¿Y el amor? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89La mujer en una sociedad regida por valores . . . . . . . . . . 93Mujer y trabajo: el ámbito de lo cotidiano . . . . . . . . . . . . . 96Mujer y cultura: el ámbito de lo público . . . . . . . . . . . . . . 103Los tratadistas y la elaboración del arquetipo femenino . . . . 106Mujer y clasicismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109Conciencia de crisis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 112La Ilustración . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117Primeros años del siglo XX. Algunas intelectuales

giennenses . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 120

Capítulo IV. MUJER Y POSMODERNIDAD . . . . . . . . . . . . . 131Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 131La modernidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 132Consecuencias vitales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137Traducción política: el progreso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 140La contemporaneidad o posmodernidad . . . . . . . . . . . . . . 144La mujer, principal víctima de los conflictos armados . . . . . . 148La mujer como sujeto activo en la promoción de la paz . . . . 151Los objetivos de Pekín en el tema de paz . . . . . . . . . . . . . 154Educación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 156Objetivos estratégicos en esta área . . . . . . . . . . . . . . . . . . 158La mujer en la toma de decisiones . . . . . . . . . . . . . . . . . . 160Mundo laboral . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 164A modo de conclusión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 170

Índice

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INTRODUCCIÓN GENERAL

Una de las cuestiones más significativas —por influyentesocialmente— del mundo actual es el cambio operado en losroles femeninos. Este cambio afecta a las personas —hombres,mujeres, niños— y afecta sustancialmente a las sociedades, por-que si bien las mujeres están ocupando lugares a los que antesse veían imposibilitadas de acceder por distintos motivos, tam-bién es verdad que los trabajos desempeñados en otras épocaspor ellas ahora adolecen de atención y cuidado, creándose, portanto, un importante desajuste social. Este tema por sí solo yarequeriría todo un tratado.

Pero es que además la mujer necesita que se hable y se escri-ba de ella y por ella misma, es decir, sin filtros «políticos» o par-tidistas que distorsionen la imagen. La mujer está pidiendo a gri-tos que se la rescate del olvido de siglos, sin que esto suponganingún tipo de lucha «armada» revanchista y por lo mismo esté-ril. En este tema no hay «enemigos», al menos de forma genérica.Hay lo que ha habido siempre, injusticias, silencios interesados,falta de reconocimiento, jerarquización de actividades profesio-nales con criterios puramente aparenciales y no sustanciales parael ser humano, etc.

Rescatar a la mujer de ese olvido inútil —ahí está la historiapara desempolvarlo todo—, implica sacar a la luz, ayudada porlos últimos criterios historiográficos, aspectos del entramadofamiliar-social-profesional que hoy están en la cresta de la ola de

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la preocupación histórica actual. Y, mira por donde, resulta quela mujer ha sido y es su protagonista indiscutida e indiscutible.

Sintonizar, por último, con los retos que tiene planteados elmundo de hoy supone, en primer lugar, abdicar de una vez portodas de los graves desajustes de la modernidad ilustrada, quehan producido escisiones penosísimas y casi irreparables en elhombre y la mujer, y en segundo término, acoger con realismo,es decir sin disyunciones artificiales, los problemas ecológicos,racistas, belicistas, de marginación y paro que, entre otros, cuar-tean y entristecen nuestro planeta. Quizás la mujer, más razona-ble que racional, menos dada a ver contradicciones allí dondesólo hay contrastes, por su poliédrica inteligencia, pueda ofertarsoluciones originales y armónicas para un siglo XXI que todosesperamos nuevo.

Agradezco al Seminario Interdisciplinar de Estudios sobre laMujer de la Universidad de Jaén la ayuda inestimable que me haprestado a través de éstos sus dos años de existencia y las fre-cuentes charlas-coloquios que hemos mantenido sobre los temasobjeto del libro. También a Manuel Jesús Cañada Hornos, beca-rio del departamento, sus sugerencias y la labor paciente decorrección que ha realizado sobre el texto. José Andrés-Gallegofue otro crítico del libro, que sugirió alguna modificación. Porotra parte, en las Conferencias Internacionales de NacionesUnidas he tenido ocasión de contrastar mis opiniones con las demujeres de todas las razas y civilizaciones; esto ha enriquecido,sin lugar a dudas, mis propios puntos de vista. A las mujeres detodo el mundo va dedicado este libro.

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Capítulo I

HACIA UN HUMANISMO INTEGRAL: LA MUJER EN LA HISTORIA

Introducción

A nadie extrañe que empiece estas páginas con un breve ysomero estado de la cuestión de los estudios historiográficos. Esnecesario, si se parte —como yo y tantos otros— de que la his-toria ha sido escrita hasta hace muy pocos años para relatar haza-ñas de una clase —la protagonista de los hechos extraordina-rios—, de una raza —la blanca, naturalmente—, y de un género,sin lugar a dudas el masculino. Para este libro me interesa deforma especial, como es obvio, la tercera cuestión, pero digamosque los dos primeros temas también son interesantes porque inci-den, sin lugar a dudas, en la historia de la mujer. El género tienemucho que ver con el primero de ellos desde el punto y hora enque la mujer, a lo largo de la historia, ha sido siempre la prota-gonista de los hechos ordinarios, pocas veces de las grandeshazañas; y algo también tiene en común con el segundo, puestoque hay mujeres de todos los colores.

Pero el problema no es sólo temático, como podría deducirsedespués de leer este primer párrafo, sino que es también meto-dológico: la ampliación —que no sustitución— temática, unida alfracaso de posturas estructuralistas y colectivistas, elegidas parahacer historia en años anteriores, nos invita a buscar nuevasmetodologías, más acordes con los nuevos temas. Existen pro-blemas de encuentro con la tradición historiográfica, sobre todo

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con las periodizaciones y las categorías; también con la resisten-cia que los elementos narrativos convencionales oponen a laintroducción de la mujer en el campo de visión1.

Ampliación historiográfica de los últimos años

Desde aproximadamente los años cincuenta, y de la mano delgran historiador catalán Vicens Vives, comenzaron a entrar ennuestro país todas las novedades historiográficas que llevabanalgún tiempo desarrollándose en el mundo occidental. Temas yproblemas nuevos: la historia de la mujer, de la infancia y de lafamilia; las formas de la vida cotidiana: el vestido, la alimenta-ción, la casa; aspectos que se contemplaban como secundariosen épocas anteriores pasaron a ocupar un primer plano: la cultu-ra popular, la religiosidad popular, la muerte, etc., por citar sóloalgunas de las más recientes preocupaciones historiográficas.

En contraste con las nuevas historias, un tanto despreciativascon respecto a la historia tradicional, a lo largo de los añossesenta, no sólo se siguió cultivando y desarrollando dicha histo-ria tradicional, sino que no faltaron los profesionales que se atre-vían a dudar de que la nueva o novísima historia de turno fuesela panacea y defendían inteligentemente, desde el punto de vistateórico, la denostada historia tradicional. Y digo inteligentemen-te porque los más notables de ellos (Geoffrey Elton en Inglaterra,Jack Hexter en los Estados Unidos o Konrad Repgen y KlausHildebrand en Alemania, por citar sólo algunos) no dejaban dereconocer lo que había de aprovechable en las nuevas corrienteshistoriográficas, al tiempo que señalaban sus limitaciones y, sobretodo, rechazaban la interpretación maniquea de aquellos que,convencidos de haber encontrado el elemento que haría por finde la Historia una verdadera ciencia, despreciaban olímpica yglobalmente la tradición historiográfica en su conjunto2.

Por otro lado, durante los años setenta se puso de manifiesto unrenovado interés, entre historiadores y teóricos de la historia, por ellenguaje historiográfico. El resultado de este conjunto de investiga-ciones, ciertamente muy diversas entre sí, fue una completa revisión

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del enfoque nomológico que desde Hempel había aplicado a la his-toria la filosofía analítica, enfoque que equiparaba la explicación his-tórica a la propia de cualquier otra ciencia, natural o social; ahora,por el contrario, se subrayaban el valor explicativo de la tradicionalnarración histórica, la dificultad de separar la forma del contenido enla obra histórica, y la variedad de los estilos historiográficos, las dife-rencias esenciales en suma entre el modo de conocer y exponer pro-pio de la historia y el de las ciencias naturales o el de aquellas cien-cias sociales asimilables a éstas. Veyne, Aron y De Certeay enFrancia, y Hexter, Gay y Hayden White en los Estados Unidos, porcitar los casos de los dos países en que la nueva historia más y másorgullosamente se había desarrollado, son algunos de los nombresde imprescindible referencia en este contexto3.

En este sentido, es preciso destacar el papel jugado por lasmujeres en la «revolución historiográfica» —como la llaman algu-nos, otros señalan que aún está por llegar—, como también lojugaron en el proceso de «profesionalización de la historia» —dirí-amos— y su transformación de género literario en disciplina cien-tífica. Fue posible no sólo considerando a la mujer como objetohistoriográfico, sino también gracias a las contribuciones que laspropias mujeres han llevado a cabo.

En un ensayo sobre las mujeres y la historiografía desde 1750hasta 1940, basado en Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos,Bonnie Smith4 ha demostrado cómo la «profesionalización de lahistoria» en la segunda mitad del Ochocientos marginó a las muje-res que escribían historia, al menos en una primera fase. Estosería comprensible toda vez que cayeron en descrédito las formasde «historia particular» a que las mujeres habían contribuido tra-dicionalmente —sobre todo la biografía5—. Pese a ello la mujercontinuaría escribiendo historia. A finales del XIX y comienzosdel XX, Woman under Monasticism, de Lina Eckenstein, gozaríaya de cierto reconocimiento académico.

En el contexto de la historiografía positivista, cuando ladimensión de la «historia general» era la síntesis —plasmada enun manual—, la presencia histórica de las mujeres —y de su «his-toria particular»— fue tácitamente suprimida. Es evidente que esatensión entre separación e integración, entre especificidad y

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generalidad, constituye un problema central también hoy. Noobstante, se acepta que la integración de la historia de las muje-res en el contexto de la «historia general» ha de hacerse desde unavisión integradora, sin convertirla en su «inocuo suplemento»,según G. Pomata. Sin convertirla en el típico y tópico apéndicefinal al que estamos tan acostumbradas, y al que quizás hemosrecurrido a veces nosotras mismas. Se percibe entonces la nece-sidad de buscar nuevos enfoques y nuevas técnicas de prospec-ción analítica, y también la necesidad de abandonar la dimensióncronológica convencional, entre otras cosas. Más adelante volve-ré sobre esta importante cuestión.

Aunque los síntomas y los diagnósticos no habían faltado enlos años anteriores, fue quizá la publicación por Lawrence Stone,en 1979 y en la revista Past and Present, de su artículo TheRevival of Narrative la que dio carta de naturaleza a la crisis delas nuevas historias o, en palabras del propio Stone «la crisis delos distintos intentos de lograr una historia científica». Stone norecomendaba el regreso a un cierto tipo de historia o el rechazode otra, sino que decía limitarse a constatar el hecho de que, des-pués de décadas de esfuerzo por construir una historia científica—analítica, identificada entonces con el cuantitativismo formal—,muchos new historians, y él mismo entre ellos habían vuelto poruna u otra vía a una cierta historia narrativa6; y que el revival nose limitaba a la vuelta de la narración, sino que significaba unacompleja serie de cambios, todos en sentido contrario al rumboseguido por los new historians en los cincuenta años anteriores.

Se consideraba ahora que el problema central de la historia noera ya el de las circunstancias que rodean al hombre sino el delhombre en sus circunstancias; de las categorías grupales se habíade pasar a las individuales; de los modelos explicativos del cam-bio, estratificados y monocausales, a los interconectados y multi-causales; de la cuantificación del grupo al ejemplo individual.

Sucede, pues, que la historia nueva es ya lo suficientementevieja como para haber provocado una considerable corriente decríticas. El debate ya no es entre historiografía clásica y new his-tory sino en el seno de ésta7, ya que si no se daba una renova-ción continua la Nueva Historia dejaría de ser nueva. Se ha

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dicho que el acercamiento analítico falla en la captura del movi-miento dinámico de la historia; el método cuantitativo estrechay trivializa la historia, limitando los trabajos a sujetos y fuentescapaces de ser cuantificadas; las interpretaciones psicoanalíticasderivan más de teorías a priori que de una evidencia empírica;los modelos sociológicos son demasiado abstractos para aclararsituaciones históricas específicas. El dato, cuando se nos ofrecepuro y duro, tiene algo de dogmatismo y cierra o, al menos,limita el debate, el intercambio; corta el diálogo entre presentey pasado.

Pero como el inmenso acerbo temático de la historiografía delos años cincuenta en adelante no es algo superficial sino sus-tantivo, que enriquece el saber histórico de una forma esencial,hace falta cambiar el modo de concebir las síntesis de la historiageneral. Es preciso romper la ya obsoleta compartimentacióncuatripartita: economía, sociedad, política, cultura y trazar otranueva. Exactamente a esto y a nada más que a esto se orientaeste libro, que trata de incorporar todo lo que de aprovechabletienen las nuevas aportaciones historiográficas.

Escribir, por tanto, un manual —al que nos conduce la sínte-sis finalmente, de por sí difícil— de historia de las mujeres, es unaempresa compleja, como ha señalado Gianna Pomata8. De formagenérica, puede decirse que el manual ha sido un ejemplo clási-co de la «historia general» en la que estaba implícita, al menoscomo intención, una perspectiva universalista. Por contra, la «his-toria particular» indica aquella narración histórica de un aconteci-miento específico. Es decir, indica una cierta temática definida apartir del deseo de encontrar cualquier cosa que queda excluidade otras formas de la escritura histórica. Paradójicamente enton-ces, el manual se presenta como el lugar de la síntesis para pro-cesos históricos importantes y generales, mientras que los manua-les de historia de las mujeres deberían ser algo «particularizado»,en atención a ocuparse de la historia desde un punto de vista par-ticular. ¿Nos encontramos ante la necesidad de cambiar lo quegeneralmente entendemos por manual? ¿Cómo configurar, enúltimo término, el encuentro entre «historia particular» e «historiageneral» en el caso de un manual de historia de las mujeres?

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La historia de las mujeres como «inocuo suplemento» para lahistoriografía tradicional me preocupa como a otras historiadoras.Podría ser un nuevo modo de avanzar la búsqueda de un con-cepto de «universalidad» también nuevo: la pretensión de proce-der a un conocimiento más completo de la experiencia pasada.Habría que cambiar el concepto de «universalidad» mantenidohasta ahora en los manuales. «Como advertía Mme. de Motteville,aquello que deberíamos desear conocer verdaderamente es lo‘particular’ que quienes escribieron la ‘historia general’ no supie-ron poner o no lo hallaron digno de ser recordado»9.

Ello implica, entre otras cosas, aclarar el dilema —más apa-rente que real— entre objetividad-subjetividad, que no radica ensi somos capaces de conocer las cosas tal como son, sino comose manifiestan; es decir, si al conocerlas les añado algo que no essuyo en el sentido de que no pertenece a su manifestación, sinoa mi percepción. ¿Modifico el objeto al conocerlo, lo subjetivo?Esta cuestión —que algunos responderían afirmando que «estásuperada»—, requiere un momento de nuestra atención porqueme parece especialmente importante por lo que se refiere a lahistoria de las mujeres.

Hace un par de décadas, indagar sobre la posibilidad de unconocimiento objetivo nos situaba frente a la esencia misma delconocer, «de manera que cuando se pide a un conocimiento quesea objetivo —decía F. Suárez10—, lo que en realidad se le estápidiendo es que sea verdaderamente conocimiento. Y esto es asíporque el conocimiento está determinado por la cosa, por el obje-to, por lo que está ahí». Refiriéndonos a la historia, serían las fuen-tes las que ponen en relación al sujeto con el objeto. De no haberfuentes, todo conocimiento del pasado se hace imposible.Precisamente éste es uno de los campos donde la historia de lasmujeres ha contribuido de forma esencial a una auténtica «revolu-ción historiográfica», introduciendo nuevas fuentes —por exigen-cias sobradamente conocidas— como puente hacia el pasado y,en consecuencia, nuevas formas de recorrerlo, nuevos métodos.

Dicho esto, puede afirmarse con toda rotundidad que el dile-ma entre objetividad y subjetividad es más aparente que real, por-que los hombres conocemos por medio de símbolos, y porque

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objeto y sujeto contribuyen a la configuración del conocimiento.Se acepta así una dimensión interpretativa frente a cualquier«objetivización» empobrecedora, salvando obviamente algunosexcesos que veremos en su momento.

Es preciso, por tanto, que el historiador ajuste su trabajo y sesometa asimismo a su propia posición en el mundo, es decir, asu propia antropología. Vida y filosofía son indisociables. Todaauténtica filosofía es esencial y radical búsqueda de seguridad, declaras certidumbres racionales desde las que vivir la vida. El sen-tido y la finalidad de la vida son el gran asunto de la Historia. Noes una exageración afirmar que toda biografía en su sentido rigu-roso entraña una filosofía, una comprensión de la vida. El acer-camiento a la historia supone la búsqueda de razones para com-prender mejor la idea de lo humano, y ésta comienza por laconcepción de cada historiador sobre sí mismo como hombre,como mujer, sobre cuanto le rodea, etc., sobre todo aquello queconstituye la vida en definitiva.

Por otra parte, si todo acto humano es moral, es que todo actohumano ha sido referido por su autor, cualquiera sea su nivel decultura, a un sistema de valores y, por tanto, a una idea de laexistencia. Un ejemplo: los tratados y memoriales del pensa-miento económico de nuestros siglos XVI y XVII nos remiteninsistentemente a lo que podríamos llamar el sistema ético de susautores respectivos —el cristianismo católico, en su caso—. Estoes, a los fundamentos antropológicos que constituían sus propiasconcepciones y posiciones sobre el ser humano y cuanto lerodea ba. La caridad, la tolerancia, la solidaridad, las formas desociabilidad, la vida cotidiana, los modos de pensamiento, lasactitudes ante la muerte, etc., se convierten así en elementos dejuicio indispensables para una verdadera comprensión de lasideas que contienen sus obras. De modo que parece preciso ana-lizar la relación que estos autores establecieron entre lo que lla-maban «declinación» (política, social y económica) de España y ladegradación moral que creyeron observar en la sociedad de sutiempo. En definitiva, junto con el análisis de los trastornos en losprecios y las oscilaciones monetarias, la carestía y falta de pro-ductos o los desastres militares, habría que llegar al conocimien-

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to paralelo de las alteraciones morales en la familia como causade despoblación, los vagabundos y grupos marginados, las des-viaciones sexuales en número creciente, la incidencia social (nosólo demográfica) de las pestes, etc.11.

Ahora bien, superado si lo está todo el asunto de la simplifi-cación de las causas que latía detrás del concepto de historia ana-lítica, y abierto el camino a ese revival of narrative cuya bande-ra ha levantado Stone, quienquiera piense que esto equivale auna recuperación, a un regreso, a una esperada y satisfactoriaconformidad con lo que éramos y teníamos, se equivoca de partea parte. Baste un ejemplo: la «nueva historia política» o «historiapolítica reencontrada», que recupera el elemento narrativo comoforma propia y legítima de escribir la historia, pero asumiendotodo el proceso de revisión historiográfica que ha caracterizado ala segunda mitad de nuestro siglo. Por demás, una propuesta queya estuvo presente en las principales «derivaciones» de la escuelade Annales, junto a una revisión metodológica del cuantitativis-mo, entendido cada vez menos como una acumulación numéri-ca y más como un estudio sustantivo de casos12; lo cual no essino el abandono de lo impersonal y la reivindicación de unadimensión humana en problemas que, a fin de cuentas, tambiénfueron humanos, como se ha señalado antes.

Por otra parte, la selección de unos hechos y el desprecio deotros, que es en lo que consiste la tarea de historiador es unadecisión radicalmente subjetiva. No defiendo con esto el tópicode la relatividad de lo histórico, que es falso puesto que se tratade hechos enclavables en un espacio y en un tiempo que pode-mos probar. Lo que quiero decir es que, siendo la tarea del his-toriador esencialmente seleccionadora, esa elección siempre sehace en función de una preocupación, la que sea, que es la delhistoriador concreto y no puede ser otra. Distinto es que la curio-sidad de un historiador coincida con la de muchos otros o inclu-so que consista en conocer qué es lo que otros quisieron cono-cer. Puede ser desde luego, también, una curiosidad que estribeen saber cómo se comprendían realmente determinadas cosas enla época en que ocurrieron. Pero tan es así —que la decisiónselectiva de cada historiador está movida por su personal inte-

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rés—, que un criterio metódico principal de este oficio radica enpreguntarse constantemente si nuestra preocupación coincidecon la preocupación del momento en que sucedía lo que estu-diamos.

Todo lo dicho hasta aquí presupone que, sin lugar a dudas, lamás urgente tarea que espera a la historiografía actual es la deponer orden en el cúmulo de novedades que se han producido,pero ordenarlas en el sentido más profundo, de modo que sedeje ver su unidad, ese fondo común que hay en ellas; es decir,pasarlas por el tamiz de esa concepción de la vida que nos impul-sa a entusiasmarnos con testimonios del pasado que hasta hacepoco se desdeñaban: percepciones, sentimientos, indicios, frag-mentos, etc. Para lo cual, es obvio, antes de nada es necesarioexplicitar ese fondo filosófico que inconscientemente nos une.Tal como está, ese montón de novedades no ha logrado pasar «decopia enorme de brochazos sugestivos pero inconexos»13.

Apuesta por un enfoque individualista

La reflexión histórica tiene que comenzar y acabar por el hom-bre, por la mujer, cada hombre, cada mujer; el hombre y la mujercomo seres concretos, no la entelequia humana14. El hombre y lamujer que, siendo en todo caso sociables, son en su raíz, inclusopara asociarse, individuos. El enfoque individualista que propon-go «ha de entenderse como categoría del conocimiento, comopunto lógico de referencia en virtud del cual el historiador ha decontar los hechos, cualquier hecho, sea económico o social, cul-tural o político, de manera que al buscar sus raíces, trazar su ges-tación, describir su suceso y deducir sus consecuencias noemplee sólo las categorías humanas colectivas —burguesía, pro-letariado, nobleza, Francia, Alemania, ciudad, aldea— cuandohaya de hablar de los hombres como sujetos activos o pacientes,sino de éstos como individuos, incluso cuando se comportencomo burgueses, proletarios o nobles, etc.»15.

Hay que conseguir que lo individual sea el principal puntode referencia, entendiendo por tal el que, explícita o implícita-

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mente, tiene todo historiador cuando valora y emplea los datoscon que reconstruye la historia. Es importante tener esto encuenta a la hora de definir qué entendemos por «género», pues-to que si con ello pretendemos desdibujar a la mujer en la cate-goría colectiva de las mujeres corremos el riesgo de crear otrosconceptos tan inabarcables e inoperantes como «burguesía»,«proletariado», «campesinado», etc. Enfoques para el análisis delas relaciones y el establecimiento de grupos cuya convencio-nalidad ya no es consecuente con los nuevos parámetros de lahistoria social16.

Este enfoque individualista ha sido y es cada vez más utiliza-do por los historiadores. En la elección y descripción de susobjetos, las investigaciones plantean la necesidad de seguir lasestrategias individuales y no la serie numérica con la que inten-tar establecer las normas colectivas de un estrato social, ampliopero convencional, a fin de cuentas. Los silencios, las repeticio-nes, los engaños, las manifestaciones de percepción y senti-mientos que carecen de importancia en apariencia, indicios yfragmentos —los latent events de Baylin17— pero que en reali-dad muestran la intencionalidad del sujeto, no deben ser des-cuidados por la prospección histórica, por cuanto son pistasvaliosas desde el campo de la interpretación, tarea que tambiéncompete al historiador, toda vez que se acepta la ruptura delobjetivismo y de los planteamientos estructurales llevada a cabo,de una forma radical, en el seno de los conocimientos científi-cos por lo que se conoce como «deconstruccionismo»: teoría his-toriográfica derivada de la Lingüística que —llevada al extre-mo— traslada todo el protagonismo al lector, despojando alescritor de la autoría de su propio texto. Especialmente queriday utilizada por los actuales estudios de género, un tanto reticen-tes acerca de la fiabilidad documental.

En mi opinión, para hacer una historia de la mujer no hace faltaabdicar de la veracidad de la documentación, por más que ésta seafragmentaria, como tampoco desconfiar de las posibilidades delintelecto humano en su labor de búsqueda e interpretación, pasán-dose con armas y bagaje a las filas del deconstruccionismo. Unacosa es trabajar con indicios, fragmentos o afirmaciones implícitas

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y otra, muy distinta, con cuentos o ciencia ficción. En este senti-do, los puntos de coincidencia de la renovación de la historia delos tiempos modernos hacen ver que se apunta hacia un acerca-miento —rayano con la identificación en algunos momentos—entre historia y antropología cultural18. Una antropología, eso si,que sea algo más que un triste capítulo de la zoología. Consteque hablo de un hecho, no de una meta deseable sin más, sobretodo si se observa la relativa indefinición epistemológica, la rela-tiva falta de sistema —no de método tanto como de orden, en suacepción profunda—, en último caso, la ausencia de un respaldofilosófico suficiente que, como la nueva historia, sufre la propiaantropología cultural.

Lo cual, no obstante, no sirve como razón para desechar eseacercamiento, sino como impulso para aunar fuerzas en la bús-queda del respaldo; sólo que de una forma consciente nosenfrentamos con distancias inevitables, tales como la falta decoincidencia conceptual, diferentes prácticas de encuestas ysociedades estudiadas y distinta relación con el tiempo19. Se diría,con otras palabras, que la aproximación entre historia y antropo-logía cultural avanza a despecho de su respectiva inseguridad. Yque lo hace porque ambas simplemente responden a una mismademanda, que es de carácter y finalidad humanista: el afán decontar con un saber integrador de cuanto es necesario conocerpara comprender a los hombres y mujeres. Pero a todos los hom-bres y mujeres.

La aproximación de que hablo entre antropología e historiaequivale a advertir que los atisbos más profundos de esa nueva his-toriografía no se refieren tanto a los grupos sociales como a los indi-viduos. Lo que no sólo no se ajusta a la posibilidad de que el indi-viduo no exista, como afirman algunos antropólogos partidarios del«inconsciente colectivo», sino que no nos deja insistir en la conclu-sión, tan añeja, de que la sociedad es el objeto de la historia: lanaturaleza social de todos y cada uno de sus protagonistas hace queno sea posible conocerlos como seres aislados. Esto es, el estudiode un hombre o una mujer aislados tiene que ser necesariamentesocial porque todo hombre o mujer lo son, no porque no pueda ono deba ser un hombre o una mujer objeto de investigación.

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Desde el siglo XIX, en efecto, los sujetos colectivos han idodesplazando a los individuales del protagonismo histórico: nosólo en el sentido, lógico y necesario, de que las investigacionesse refieran principalmente a temas como la burguesía o el prole-tariado, sino en el más profundo de que el sistema de juicios queelabora cada historiador al efectuar sus trabajos se ha habituadosobremanera a tener como punto de referencia y de contraste esetipo de conceptos globalizadores: conceptos que no responden ahombres, sino a grupos humanos. Y no para resumir las accionesde muchos hombres afines, sino para poner de manifiesto lasacciones propias de esas realidades colectivas como si fueran lasmás importantes, si no las únicas, que existieron. Para subrayar,en definitiva, lo repetitivo y silenciar lo original. Mi propuesta—como puede extraerse fácilmente de todo lo escrito hastaahora— no consiste en erradicar el estudio de grupos, sino quepasa por la conjunción de ambos órdenes de actuación, priori-zando siempre lo individual.

El género

Occidente, como decía al principio, se había organizado sobreuna trilogía: raza (la blanca), género (el masculino) y clase (la máspoderosa). «Sométase, si no, a un examen gramatical sencillamen-te cualquier síntesis y se comprobará como hemos dado porsupuesto (y por tanto ocultado) todo lo referido a las mujeres ytodo lo concerniente a los demás... hasta el momento histórico enque los demás han irrumpido en la historia de los varones blan-cos más poderosos...»20 o realizadores de hechos llamé moslesextraordinarios.

Pero si bien el eurocentrismo está en gran parte superado enlas modernas síntesis históricas, y se ha dado cabida también enla historia a múltiples formas de la vida cotidiana encarnadas porla que podríamos llamar gente «poco importante», no puededecirse lo mismo del tema del género: no se ha llegado a haceruna buena síntesis histórica que sitúe a la mujer en su verdaderolugar: no se ha llegado a rehacer el conjunto como algo mascu-

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lino y femenino, obra de mujeres y hombres. Hace falta, portanto, estudiar cómo se ha manifestado y se manifiesta en la vidalo específico femenino, perdiendo esa especie de «estatuto deespecie protegida»21 que en la actualidad conlleva. Es precisa unanueva lectura de la historia que implique a la mujer, una nuevalectura en la que se vea cómo actúa la mujer —aunque ese actuarsea un poco soterrado—. ¿Quién puede medir la importancia delos latent events?22. Por tanto, se trata de hacer, no tanto una his-toria de la mujer, cuanto una historia que no se pueda leer sin lamujer. Es preciso dirigirse hacia un humanismo integral.

Ultimamente se ha dado en llamar al tema de la mujer pers-pectiva de género o estudios de género23, queriéndose destacarde forma prioritaria el carácter histórico del rol femenino y, portanto, su continuo cambio, frente al presuntamente ahistóricodel sexo. Pero más allá de esta «suposición» inicial, es lícito pre-guntarse a qué se debe este cambio en la nomenclatura: ¿espuramente verbal o responde a cambios más profundos, quizásconceptuales?, porque no sólo los hombres y los pueblos, tam-bién las ideas y los conceptos tienen historia. En muchas oca-siones, los conceptos no nacen de golpe, carecen de un origenclaro y delimitado. A veces, su origen es lento y su genealogíatan larga como borrosa. Se van formando poco a poco y su con-tenido se va delimitando paulatinamente, experimentando enconsecuencia cambios notorios. Seguramente «fuego» o «agua»han designado siempre al fuego y al agua, y su sentido y sureferencia han permanecido constantes. Pero «conceptos como‘sexo’ o ‘género’ se han ido constituyendo poco a poco e incor-porando progresivamente una materia hasta entonces difusa orepartida de otro modo. Su sentido y su referencia se han idomodificando. De esta manera, ni sexo ni género significan lomismo antes y después de que se comenzara a distinguirlos»24.Con lo que la génesis histórica del significado de un términocomo «sexo» depende, por lo menos, tanto de la historia de laconstitución de la Biología (pues no hay «sexo» antes que cien-cia biológica) como de sus cambiantes relaciones con el signifi-cado de «género», que, a su vez, se inscribe en la historia de laantropología sociocultural.

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Desde esta perspectiva, la aportación reciente más significa-tiva de la antropología a la reflexión sobre la sexualidad estribaen una nueva toma de conciencia de su carácter histórico. Encierto sentido, la antropología siempre había sido consciente dela historicidad de la sexualidad, pero en las dos últimas décadasse ha producido un giro considerable. Desde su fundación amediados del siglo pasado, la antropología cultural había adver-tido los diversos modos humanos de configurar la sexualidad ylas relaciones que origina. Pero, «mientras la antropología con-sideraba en su período clásico que la historia de la sexualidadera la historia de los muy diversos modos en que las socieda-des habían asumido la realidad natural de la sexualidad —conlo que ésta aparecía como un hecho bio-psicológico invariabley constante—, la antropología más contemporánea juzga queese presunto hecho bio-psicológico es en sí mismo un produc-to histórico»25.

Para entender mejor el tema, es preciso distinguir entre lasposturas de corte construccionista y los planteamientos esen-cialistas. Dentro de estos últimos se pueden enclavar el femi-nismo de la igualdad y el de la diferencia, que comparten unmismo supuesto: el concepto de esencia. El construccionismo26,por el contrario, sostiene que las diferencias varón-mujer sonculturalmente elaboradas para denunciar después, en sus ver-siones más duras, no sólo que las diferencias de género care-cen de fundamento natural sino más bien que el conceptomismo «diferencia natural» resulta ser una proyección culturallegitimadora de las diferencias de género socioculturalmentevigentes.

La frontera entre constructivismo y esencialismo es menos níti-da de lo que parece27. De hecho, cabe compatibilizar el esencia-lismo de la igualdad —hay una esencia humana común respectode la que las diferencias sexuales son accidentales— con el énfa-sis en la construcción cultural de las diferencias de género: man-tener la existencia de una esencia humana no compromete conla afirmación de que hay una esencia de qué es ser varón omujer. El esencialismo de la igualdad defiende una esencia huma-na común cuya modalización sexual es accidental, variable,

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modulada culturalmente. Este esencialismo —enraizado en la tra-dición metafísica aristotélica y en el iusnaturalismo moderno—prescinde de las diferencias individuales y las peculiaridades este-reotipadas de género y es la base de la igualdad de los sexos antela ley.

Las últimas investigaciones en biología diferencial se preo-cupan actualmente de algunas diferencias cerebrales que pue-dan quizá en el futuro dar cuenta de ciertas diversidades encapacidades lingüísticas y cognoscitivas no demasiado clarastodavía hoy. Estas investigaciones se limitan, prudentemente, aaspectos biológicos o psicofisiológicos salvando perfectamentela autonomía de los significados culturales. Una cosa es quepueda haber diferencias fundadas biológicamente entre varo-nes y mujeres en el desempeño de tareas verbales y visuales yotra mantener la existencia de misteriosos genes capaces dedeterminar el significado que culturalmente se atribuye a esasdiferencias.

En este sentido, habría que ser cauto con la tesis de la com-plementariedad cuyo origen ilustrado está muy claro. Resulta sor-prendente que los ilustrados, que desarrollaron los conceptosmodernos de naturaleza humana y de derechos del hombre, seana la vez quienes consagraron el sometimiento de la mujer alvarón. La causa puede encontrarse quizá en su naturalismo, enun biologismo que lleva a extrapolar la relevancia cultural de ladiferencia natural. De la complementariedad reproductiva losilustrados dedujeron la complementariedad de varón y mujer entodos los órdenes de la vida humana; de la diversidad funcionalde varón y mujer en la procreación dedujeron una diversidadfuncional en todos los ámbitos de la organización social. Aunqueparezca increíble —dada la modernidad de los ilustrados en otrosaspectos—, esta tesis de la complementariedad ha sido —a mientender— la forma más extendida y persuasiva de justificaciónpara el sometimiento unilateral de la mujer al varón, cuando larealidad es que las mujeres de épocas pasadas —al menos lasque yo he estudiado, que son ya bastantes— establecen —o sonobligadas a establecer— relaciones de dependencia, pero no desumisión.

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Algunas matizaciones

Interesa ahora recordar dos distinciones clave: la diferenciaentre los géneros naturales y los géneros funcionales, por unaparte y, por otra, la distinción entre esencia y estereotipo28. Conrespecto a lo primero, es nuestro lenguaje el que clasifica algo ypor ejemplo determina que algo es una mesa porque funcionacomo tal. Pero también es verdad que el agua es el agua porquesu composición química es una mezcla de oxígeno e hidrógeno,y esto es algo natural.

En segundo lugar, hay que distinguir explícitamente entre laesencia que es la misma para todos los miembros de la clase ysu estereotipo, que corresponde a un individuo normal de laclase, porque en el lenguaje cotidiano se decide así. Desde estaperspectiva, Nubiola29 puede concluir que «los estereotipos cultu-rales de género —que son constructos culturales convenciona-les— no constituyen una descripción esencial de lo que sea servarón o ser mujer, sino que se trata de descripciones relativas,compuestas de los rasgos contingentes empleados de ordinarioen esa comunidad para la identificación de los miembros norma-les de su clase». Los estereotipos de género son objetos cultura-les resultado de tradiciones concretas. Sin embargo, concluyeNubiola, «aunque los estereotipos culturales no reflejan ningunaesencia —porque los seres humanos, y en consecuencia nuestrolenguaje ordinario, no tenemos acceso inmediato ni a nuestraesencia como humanos ni a la esencia de ambos sexos— contie-nen elementos de verdad que no convendría despreciar sin unexamen previo. Como la masculinidad y la feminidad sólo se nosdan a través de los estereotipos de género, sólo nos cabereflexio nar críticamente sobre nuestros estereotipos para irlospurificando de todos los elementos que distorsionan la igualdadesencial entre varones y mujeres».

Ultimamente se ha aplicado con acierto la distinción entregéneros funcionales y géneros naturales al ámbito de las diferen-cias entre los dos sexos y de las diferencias de género: las clasi-ficaciones de género son géneros funcionales, mientras que lasdiferencias de sexo son géneros naturales. Si en el mundo de la

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vida usamos géneros funcionales, en el mundo de la observacióncientífica empleamos géneros naturales.

A menudo los géneros funcionales responden únicamente anuestros intereses o a nuestro modo de organizar la vida, pero enocasiones recogen también y a la vez características reales.Puesto que clasificamos algo como mesa basándonos sólo ennuestros intereses y prácticas —y no en ninguna de sus propie-dades intrínsecas—, decir que algo es una mesa es describir suuso. Pero, también dentro de los géneros funcionales que con-forman nuestro mundo de la vida, al clasificar algo como duro,por ejemplo, estamos poniendo esta realidad en relación connuestras acciones sobre ella, con su función respecto de nuestrasprácticas, pero estamos al mismo tiempo atribuyéndoles unos ras-gos físicos, una determinada estructura. Con lo que el mundo dela vida se compone de categorías, como es el caso de los géne-ros que nosotros, como seres activos en nuestro mundo, hemoslabrado para facilitar el intercambio con nuestro ambiente y queresponden no sólo a nuestros intereses, sino también a caracte-rísticas de la realidad.

A veces se puede tener la impresión —sobre todo en elámbito de la investigación universitaria— de que nuestros con-ceptos funcionales no son reales y de que deberían sustituirsepor conceptos científicos explicativos. Como si los conceptosque manejamos y las clasificaciones según las que vivimosnuestra vida ordinaria no fueran suficientemente reales y debie-ran reemplazarse por conceptos y clasificaciones científicos.Como si, a la vista de nuestros conocimientos sobre núcleos yelectrones, las mesas no fueran realmente sólidas y compactas.O como si tras el desarrollo de la Biología, nuestras clasifica-ciones de género no tuvieran realidad y fueran «meramente» cul-turales. Pero —dejando de lado ahora qué signifique «real» o«meramente cultural»— lo importante es advertir que la cienciano puede proporcionar sustitutos para los conceptos que orde-nan y dirigen nuestra experiencia cotidiana. Con palabras deScruton30: «No podemos sustituir nuestros conceptos más bási-cos cotidianos con nada mejor que ellos mismos, porque se handesarrollado precisamente bajo la presión de las circunstancias

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humanas y como respuesta a las necesidades de generaciones.Cualquier ‘reconstrucción racional’ —por obediente que sea a lasubyacente verdad de las cosas y a los requerimientos de laobjetividad científica— corre el riesgo de cortar la conexiónvital que liga nuestra respuesta al mundo, y el mundo a nuestrarespuesta, en una cadena de competencia humana espontanea».Es en esta línea —ruptura posmoderna del objetivismo moder-nista y apuesta por un sentido autorreferencial del trabajo his-tórico— donde se mueven los actuales criterios historiográficosa los que me refería de forma pormenorizada en las primeraspáginas de este estudio.

Scruton aplica la distinción entre el mundo de la vida —com-puesto de géneros funcionales— y el mundo de la observacióncientífica —articulado por géneros naturales— a la distinciónentre sexo y género. Como para Nubiola, para él, el concepto desexo pertenece a la ciencia, los dos sexos son géneros naturales ycorresponde a la ciencia positiva descubrir su esencia. Por suparte, el concepto de género, los estereotipos a que se refiereNubiola, Scruton los define como «una división perceptible dentrodel mundo de los fenómenos que incorpora no sólo las distintasformas observables de hombre y mujer, sino también las diferen-cias en la vida y la conducta que causan que nosotros responda-mos ante ellos selectivamente», pertenecen sin embargo al mundode la vida. El sexo, el referente de las ciencias biológicas, apare-ce así como la base material de una superestructura intencional.

La distinción entre sexo y género así trazada no responde a undualismo. No se trata de que haya una «cosa» que sea el sexo bio-lógico al que se añada otra que sea el género cultural. No es quela sexualidad humana se componga de un «elemento» biológico yde un «elemento» cultural. Porque la diferencia entre el mundo dela vida y el mundo de la ciencia no implica como el mismoScruton recuerda en su momento, la existencia de dos mundosdistintos: «Sólo hay uno descrito de dos modos»31. Sexo y génerono son, pues, «cosas» distintas: el género es el sexo interpretadopor el hombre.

«Frente al concepto científico ‘sexo’, ‘género’, por tanto, es unconcepto intrínsecamente intencional». Frente a los demás ani-

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males, el hombre se caracteriza por la necesidad de dar una inter-pretación de sí, de contarse a sí mismo, y establecer desde esainterpretación su pauta de conducta, el sexo en el hombre estámediado siempre por el género. Es así como se explica lasiguiente poesía de Mary Astell, una mujer inglesa del siglo XVII:

¿Qué haré? No pretendo ser rica o poderosani cortejada o admiradani elogiada por mi belleza ni exaltada por mi ingenio.¡Ay! Nada de esto merece mi empeño o mi sudor,ni puede contentar mis ambiciones;mi alma nacida para más, nunca se someterá a tales cosassino que seré algo de verdad grandeen sí mismo y no en el aprecio del vulgo[...]La naturaleza (su género) no me permite seguir la sendacomún de servir a la corte o al Estado para obteneresa nadería tan estimada, la Fama.

Antropólogos, como Geertz por ejemplo, lo han dejado bienclaro: «Lo específicamente humano es la pautación simbólica dela conducta: mientras los animales regulan su actuación desdepatrones biológicos, el ser humano lo hace desde patrones sim-bólicos»32. El género —la interpretación cultural de qué es sermacho o hembra— media necesariamente en el modo en quecualquier ser humano pertenece a uno de los dos sexos. Comola vida humana es reflexiva, como el ser humano es una inter-pretación de sí, no es, sin más, macho o hembra: es varón omujer según una pauta cultural determinada.

Así pues, las últimas investigaciones en antropología sexualconsideran el sexo y el género no como realidades naturales sinocomo símbolos enfocándolos bajo la perspectiva de la antropo-logía simbólica o hermenéutica33. Es decir, se trata de esclarecercómo son conceptualizados el sexo y el género en diversas socie-dades y cuáles son las fuentes y las consecuencias de esas dife-rentes conceptualizaciones. «El género, la sexualidad y la repro-ducción —escriben Ortner y Whitehead— se tratan como

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símbolos investidos con un significado por la sociedad en cues-tión, como lo son todos los símbolos. El planteamiento del pro-blema del sexo y del género es por consiguiente una cuestión deanálisis simbólico y de interpretación, un problema de relaciónde tales símbolos con otros símbolos y significados culturales, poruna parte, y de experiencia social, por otra»34.

En este sentido, adecuar el cuerpo al género es la significaciónque tienen todas las disposiciones que a lo largo de la EdadModerna legislan acerca de la moda, los tejidos y las joyas quehan de llevarse o prohibirse. Por ejemplo, a mediados del XVIIlos escotes alcanzaron tal generosidad, en clara oposición a loscuellos cerrados del siglo XVI, que una Real Orden acabó prohi-biéndolos. Más avanzado el siglo el guardainfante cayó en desu-so, en parte por la incomodidad de la prenda y en parte por lascríticas de los moralistas que lo consideraban un artificio paraesconder embarazos ilegítimos.

Y es que la moda puede ser y es de hecho una fuente histó-rica importante para aclarar este nexo sexo-género. Puedo detec-tar a través de los siglos XVI, XVII no tanto en el XVIII aunquetambién, una continuidad sustancial entre el «ser» y el «parecer»;entre la personalidad propia, la situación social, económica, cul-tural, etc., y la forma de vestir, hasta el punto de que ésta cons-tituya, como ya he señalado, materia concreta de legislación. Esdifícil desde la mentalidad actual entender este tipo de cuestio-nes, pero de todos es sabido que enfocar hechos pasados desdela óptica actual es un craso error histórico. La cuestión que ahorainteresa, pues, es constatar esa coherencia, esa continuidad entreel interior y el exterior de las personas que era sustancial en otrasépocas, aunque hoy goce de menos seguidores.

A lo largo de los siglos la forma de vestir ha respondido atodo lo que lleva consigo el ser persona, hombre o mujer, tantoen el ámbito individual como en el social, mientras que hoy seproduce una clara disociación entre el ser y el parecer. La modade hoy responde a veces a personas rotas, disociadas. La apa-riencia en otras épocas viene a constituir un segundo ser, unasegunda forma de ser. Así por ejemplo, el simbolismo del barro-co, su tendencia a lo teatral y ostentoso, su preocupación por

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la fachada, por lo que está a la vista, es una constante en lasactitudes mentales y vitales de la época, y puede estar en rela-ción con la validez que se concede a la apariencia como otraforma de ser.

El sentido del honor, por ejemplo, una de las actitudes más aflor de piel del diecisiete, cuida preocupadamente de la aparien-cia, porque «si honor es lo que reside en otro», no sólo importalo que se es sino lo que otros creen de uno mismo. La tendenciaal boato, la preocupación por los aspectos formales, el esfuerzodel hidalgo por esconder su miseria son otras tantas respuestasdel mismo espíritu. Y sin que ello suponga necesariamente insin-ceridad, ni mucho menos hipocresía como ha llegado a insinuaralgún historiador de nuestros días: si un hombre prefiere expo-ner gravemente su vida —o morir— antes que ver mancillado suhonor, semejante actitud no puede tener nada de frívola o depuramente teatral. Es consecuente con una mentalidad en la quevive inmerso y que le inculca que la apariencia es una formacomplementaria de la realidad tan importante, o casi tan impor-tante, como la realidad misma.

La historicidad del género y del sexo

«Nadie negaría la historicidad de los sistemas de género. Encuanto que son los diferentes modos de humanizar el hecho bio-lógico de la sexuación, presentan las características de las crea-ciones humanas, comenzando por la historicidad» (Arregui). En lamedida en que el género es una interpretación cultural del hechobiológico de la sexuación, los sistemas de género son productoshistóricos que admiten notables variaciones. Sin embargo, aun-que la existencia de los sistemas de género, la clasificación endos géneros, sea universal, no lo son sus contenidos: todas lassociedades atribuyen temperamentos, roles y estatus diferentes avarones y mujeres, pero no lo hacen del mismo modo.

Claro que hay una diferencia anatómica, pero consignarla nobasta para explicar la existencia universal de los sistemas degénero. También hay una diferencia anatómica entre los gordos

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y los flacos, o entre quienes tienen sólo un riñón y quienes dis-ponen de ambos. Hay zurdos y diestros, etc. Pero esas diferen-cias reales no fundan un sistema de clasificación culturalmenteuniversal35. Tampoco basta con acudir a los diversos papeles enla reproducción: clasificamos entre varones y mujeres, no entrefértiles e infértiles. La gente no cambia de género por llegar a lamadurez biológica sexual o por perderla. La cuestión no es negarla importancia de la anatomía; es simplemente advertir que labiología no da razón de los géneros. Ninguna consideración bio-lógica basta para comprender el significado humano de los géne-ros. Entre otras razones porque ser varón o mujer es la recreaciónhumana de ser macho o hembra.

No basta con nacer con unos determinados órganos genitales.El niño se aprende a sí mismo en un medio social —y gracias aél, y sobre todo a la adquisición del lenguaje— como varón omujer según precisos patrones culturales mucho antes de tener lamás mínima noción de anatomía. Al adquirir el lenguaje loscríos/as distinguen los niños de las niñas y se reconocen comoniños o como niñas sin preocuparse de órgano alguno. Comorecuerda F. López, a los dos años los niños se autoclasifican y dis-tinguen entre los géneros mientras que sólo basan generalizada-mente la distinción en elementos anatómicos en la edad escolarde los ocho o nueve años. Por último, sólo mucho después seconsolida una orientación sexual.

El problema no es la historicidad de las prácticas y conduc-tas sexuales humanas, sino del concepto mismo «sexualidad» y,por consiguiente, de la realidad designada por él. Los concep-tos «sexo» y «sexualidad» no designan una cosa o acontecimien-to, una realidad simple, sino una articulación de cosas o deacontecimientos: un conjunto de realidades anatómicas unidasa una serie de dinamismos psicológicos, de experiencias, ten-dencias y sensaciones, a las que se dota además de un fuertecontenido significativo. Y hace falta, además, un modo de con-siderar y de enlazar unos fenómenos, unas experiencias y unasprácticas, etc., con otros fenómenos, experiencias y prácticas deuna determinada manera; es precisa toda una interpretación,como decíamos antes, intencional. Porque cuando hablamos de

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«sexo», no estamos hablando sólo de órganos: fundimos la ana-tomía con unos deseos, experiencias y conductas. «Sexo» o«sexualidad» no designan una realidad simple sino una multipli-cidad de elementos y factores de muy diversa índole. No haymás que observar la pautación histórica del tema y las muy dis-tintas significaciones que tiene por ejemplo en las edadesMedia, Moderna o Contemporánea.

Bajo este enfoque, la sexualidad y el sexo son productos his-tóricos característicos de una situación precisa, de una sociedaddeterminada. Pero todavía más: cabe mantener que, mientras laclasificación en dos géneros es universal, la idea de sexo talcomo hoy la entendemos, incluso el concepto de «sexo biológi-co», son productos culturales específicos. Contra la lectura habi-tual en nuestra época que considera los dos sexos como realesmientras juzga los géneros como «meramente culturales», puededefenderse que el acento de realidad recae sobre los segundosy que los primeros no pasan de ser un referente abstracto de unaciencia desarrollada en un momento preciso de la historia. Si lapalabra mujer tiene sentido, si se puede emplear sin equívoco entodo el mundo y en todas las épocas, es porque significa algopermanente.

Así pues, no es la realidad biopsicológica del sexo la quefunda nuestras ideas culturales del género, sino la realidad cultu-ral de los géneros la que ha determinado la idea de dos sexosnaturales, en contra del planteamiento que algunos grupos femi-nistas han presentado y apoyado en las últimas ConferenciasInternacionales de Naciones Unidas, donde «adoptar una pers-pectiva de género es distinguir entre lo que es natural y biológi-co, y lo que es social y culturalmente construido, y en el proce-so renegociar los límites entre lo natural —relativamenteinflexible— y lo social —relativamente transformable—»36.

Laqueur37 sostiene que el concepto «sexo» deriva históricamen-te de los géneros, y no al revés: «La distinción entre naturaleza ycultura se desploma en cuanto que la primera se integra en lasegunda». En el planteamiento clásico, en la medida en que laconcepción de la naturaleza es finalista y, por tanto, significativade suyo, no cabe buscar un presunto momento inicial constituido

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por hechos biológicos sobre el que construir —como sobre unfundamento natural— los significados culturales. Tal intento—característicamente ilustrado— no cabía en el pensamientoanterior precisamente porque, como la naturaleza contiene ya desuyo significados, está inscrita en el orden simbólico cultural. Paraun clásico, un hombre de épocas anteriores a la Ilustración nadaes pura naturaleza, o pura materia inerte y sin sentido.

Este «viejo modelo», en el que los hombres y mujeres se orde-naban según su grado de perfección metafísica, su calor vital, alo largo de un eje de carácter masculino, dio paso a finales delXVIII a un nuevo modelo de diformismo radical, de divergenciabiológica. Una anatomía y una fisiología de lo inconmensurablesustituyó a una metafísica de la jerarquía en la representación dela mujer en relación con el hombre. La sustitución que laIlustración hace de una concepción metafísica, jerárquica y teleo -lógica de la naturaleza por una noción biologista y mecanicistade la naturaleza humana —que supone asimismo una interpreta-ción naturalista de la cultura— impregna también su noción delas diferencias entre varones y mujeres sustituyendo los génerosdotados de significados culturales por los hechos planos de lossexos naturales. La Ilustración inventa así el sexo como lo distin-to del género que ha de servirle de fundamento natural, o sea,como hecho desnudamente biológico.

La Ilustración crea así la idea de que hay una naturalezabiológica, una physis biológica, una especie de sustrato inicial,descubierto por las ciencias biológicas, que sustenta las dife-rencias culturales de género y que aparece como lo «real»mientras que los significados culturales pasan a juzgarse acci-dentales. La Antigüedad consideró las cosas más bien al revés.Con todo, lo sorprendente es que el nuevo modelo estableci-do por la Ilustración no se funda realmente en los descubri-mientos científicos. Los avances reales a estas alturas de laanatomía, la fisiología, etc., no bastaban para probar que losantiguos se equivocaran; la cultura ilustrada no basó su inven-ción del sexo femenino en el desarrollo real de ciencia algu-na: sucedió al revés. Paradójicamente la Ilustración no tuvo encuenta al progreso.

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Naturaleza y cultura: ¿disyunción o conjunción?

Aunque desde la Ilustración ha ido creciendo la polémicasobre el fundamento natural de la distinción cultural entre losgéneros, suele quedar en la oscuridad el concepto de naturaleza,pues la noción de naturaleza cambia de significado en laIlustración. La idea de que la naturaleza es algo distinto a la cul-tura no es la única concepción posible de la naturaleza. Si algopusieron de manifiesto Platón y Aristóteles, cuando calificaron alhombre de animal político, es que «la oposición abstracta entre lanaturaleza del hombre individual, asocial, y la convención socialde la realidad no era satisfactoria. Si se puede mostrar que eldeseo del hombre de sobrevivir y de vivir bien se puede cumplirsólo en una forma social de vida, entonces cabe afirmar que lasociabilidad pertenece a la naturaleza del hombre»38.

En los planteamientos aristotélicos, el concepto de naturalezatiene un sentido dinámico, lo natural es lo que tiene en sí mismoun principio de movimiento y de reposo, lo que regula desde síunas operaciones que pueden por ello calificarse en verdadcomo propias. La realidad es considerada por tanto dinámica-mente: las cosas tienden naturalmente a algo que es su perfec-ción. En su concepción clásica, la naturaleza tiene un sentidoteleológico. Como los procesos naturales se orientan de suyo aun fin, la naturaleza presenta una teleología intrínseca —de suyola bellota tiende a convertirse en encina, y la encina es el finnatural de la bellota, su perfección—. Para el pensamiento clási-co está dentro del ser lo que debe ser mientras que para el ilus-trado sólo está lo que es.

Al considerar la realidad de un modo dinámico y no estáti-co, en cuanto que la naturaleza es vida teleológicamente, en lamedida en que se admite la existencia de procesos naturalesdirigidos intrínsecamente a un objetivo, la clase o el tipo decosa que algo es pasa a definirse desde su fin. «La naturaleza—escribe Aristóteles— es un fin y una causa final» para especi-ficar que no todo lo que es término merece el nombre de «fin»sino sólo el óptimo. La naturaleza de algo no queda determina-da tanto desde su situación inicial cuanto desde su perfección

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final: las cosas son lo que serán cuando alcancen su plenitud;la realidad que algo es se define por la perfección que es capazde alcanzar.

El planteamiento ilustrado es diferente. En primer lugar, lavisión dinámica de la realidad ha sido sustituida por un plantea-miento mecanicista en el que ya no caben fines intrínsecos.Donde el pensamiento clásico ve seres que tienden intrínseca-mente a su perfección, ya que para él entra en el ser también loque «debe ser», el moderno advierte cuerpos físicos que se des-plazan en el espacio movidos por fuerzas extrínsecas. En segun-do lugar, y en consecuencia, la naturaleza de algo no queda fija-da por un presunto estado de plenitud sino por su modo fácticode ser. Las cosas son como son, y este modo de ser de las cosas,la forma en que de hecho funcionan y se organizan, constituyeahora su naturaleza. El pensamiento moderno que, desdeMaquiavelo, interpreta la naturaleza como el hecho de ser comose es, la desimboliza: las cosas son exclusivamente lo que son;no significan nada. Como donde había tendencias ahora hayhechos, las cosas se agotan en ser lo que son.

Para definir qué sea lo natural resulta preciso averiguar cuálsea esa perfección y esa plenitud a la que se tiende. Con otraspalabras: la concepción clásica de la naturaleza deja mucho espa-cio a la hermenéutica. La distinción entre las operaciones propiasde un ser y lo que meramente le sucede implica todo un contextode normalidad. Necesitamos un contexto de lo que es normal, delo que habitualmente sucede o de lo que debería ocurrir paraconsiderar que el crecimiento de un árbol es natural mientras quesu destrucción por un rayo es algo que accidentalmente le pasa.

La interpretación moderna de la naturaleza la presenta como un«sustrato» compuesto de hechos: las cosas ya no se definen por loque presuntamente significan sino por ser como son. Y como de«hecho» son como son, la hermenéutica puede sustituirse por laciencia positiva. La expresión «naturaleza humana» no significa, portanto, lo mismo antes y después de la Ilustración. Porque, mientrasen el enfoque clásico la naturaleza humana es sinónimo de la ple-nitud humana, en el planteamiento ilustrado se fija desde un fun-cionamiento presuntamente común a todos los hombres de todas

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las culturas. Si para Aristóteles lo natural es lo mejor de lo que elhombre es capaz, para los ilustrados es la manera de funcionarconstante al género humano. En consecuencia, mientras en la pers-pectiva clásica la noción de naturaleza humana incluye la de cul-tura —porque la conducta específicamente humana tiene comorequisito un proceso de aprendizaje sociocultural y el hombre nopuede realizar las actividades que le corresponden de suyo si noes en un medio cultural—, la Ilustración tiende a oponerlas.Aristóteles llega a pensar en la cultura como una «segunda natura-leza» que se explica, o puede explicarse, con las mismas categoríasque la naturaleza con la que parece estar en perfecta continuidad.Sólo en la razón se manifiesta la naturaleza como naturaleza.

Con respecto a nuestro tema, el sexo siempre es género, ydescribir el sexo es describir el género. Ambos conceptos se fun-den y lo que resulta natural es el género, y no un presunto sexobiológico. Puesto que lo natural es la perfección a la que tiende,lo mejor de que es capaz, la noción clásica de naturaleza resultaser un concepto intrínsecamente moral, por lo que no cabe des-cribirla con el lenguaje neutro de la ciencia positiva.

La Ilustración «decide», pues, un corte abrupto donde los clá-sicos veían una continuidad. En este sentido, la antropologíasocial tiene razón al mantener contra los planteamientos biologi-zantes que el orden cultural —configurado por la red de signifi-cados— y el ámbito biológico —entretejido por hechos biológi-cos— no coinciden. Y acierta también al sostener que el ordenespecíficamente humano de la sexualidad es el orden cultural:humanizar el fenómeno biológico de la sexuación, las prácticassexuales y las relaciones que de ella derivan —como son las deparentesco— significa asumirlas en una red de símbolos que lasdota de significado. Pero quizá la antropología social tradicionalse equivoque al mantener a veces que el orden simbólico se esta-blece casi contra el biológico. Resulta más razonable pensar queel significado, que el sistema simbólico cultural otorga a loshechos y características biológicas, desarrolla o explicita —opuede desarrollar o explicitar— algo que se encontraba implícitoen ellos. Quizá ni los hechos biológicos son tan «hechos», ni lossignificados culturales tan «significados», porque ni hay hechos al

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margen de sus interpretaciones culturales ni los significados cul-turales sobrevuelan los fenómenos biológicos.

Una de las enseñanzas más prácticas que recuerdo, me llegóde la mano de aquel gran filósofo y pedagogo que fue J.Guitton39 cuando me convenció de que «el hecho puro no existe»y que el esfuerzo intelectual consiste en encontrar «la idea encar-nada en el hecho»; en definitiva, el significado que encierra esehecho. De la misma manera, rechazaba la falaz dicotomía entrefondo y forma (atribuyendo el fondo a las ciencias y la forma alas Letras): sin palabras, sin composición, es imposible transmitirciencia, explicitar el pensamiento.

Jacinto Choza40 ha mantenido en diferentes trabajos que «lacultura es la verdad de la naturaleza», porque sólo mediante lacultura, a través del trabajo y de la actividad humana, la natura-leza llega a ser todo lo que puede ser, alcanza su última realidad,la perfección que la define. La naturaleza humana sólo se desve-la, sólo muestra su verdad en la cultura. Por su parte, Spaemann41

no deja de advertir en el mismo sentido que «lo racional es tam-bién, en primer lugar, llegar a descubrir la verdad de lo natural,y esta revelación radica en la teleología de la naturaleza». Lo queel hombre es, sólo queda patente tras el cuidado y el cultivo desí, y no mediante un presunto primitivismo espontáneo.

Como la naturaleza no está «antes de» la cultura, sino más biense desvela en los desarrollos culturales que son los que posibili-tan al hombre actuar como tal, no cabe una descripción de lanaturaleza humana que no asuma ya categorías culturales y mora-les. La concepción teleológica de la naturaleza excluye su com-prensión cuasimecánica. Lo natural no se desvela «fuera» de losdesarrollos culturales que posibilitan la conducta específicamen-te humana, sino justamente «en» ellos. Lo natural no es lo primi-tivo, es lo mejor. La relación entre naturaleza y cultura es, portanto, hermenéutica, como señalaba Carmen Segura en elCongreso sobre «El espacio social femenino»42.

«Humanizar es siempre dar sentido»43. El hombre humaniza elmundo externo en el que vive y su mundo interno: deseos, sen-timientos, tendencias, aspiraciones, etc., cuando los interpreta,cuando les adjudica un significado de modo que pueda orientar-

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