María Elena Walsh

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María Elena Walsh Célebre por su literatura infantil, creó personajes conmovedores, como Manuelita la Tortuga, que inspiró la película “Manuelita” (1999), dirigida por Manuel García Ferré. Sus temas fueron musicalizados por personalidades como Mercedes Sosa y Joan Manuel Serrat y trascendieron las fronteras argentinas. María Elena Walsh nació en el barrio de Ramos Mejía, en Buenos Aires, el 1º de febrero de 1930. Su papá era un ferroviario inglés que tocaba el piano y cantaba canciones de su tierra; su madre era una argentina descendiente de andaluces y amante de la naturaleza. Fue criada en un gran caserón, con patios, gallinero, rosales, gatos, limoneros, naranjos y una higuera. En ese ambiente emanaba mayor libertad respecto de la tradicional educación de clase media de la época. Tímida y rebelde, leía mucho de adolescente y publicó su primer poema a los 15 años en la revista “El Hogar”. Poco después escribió en el diario “La Nación”. Un año antes de finalizar sus estudios en la Escuela Nacional de Bellas Artes publicó su primer libro (en 1947), “Otoño imperdonable”, que recibió el segundo premio Municipal de Poesía y fue alabado por la crítica y por los más importantes escritores hispanoamericanos. A partir de allí su vida dio un vuelco: empezó a frecuentar círculos literarios y universitarios y escribía ensayos. En el año 1949 viajó a Estados Unidos, invitada por Juan Ramón Jiménez. En los años ’50 publicó “Baladas con Angel” y se autoexilió en París, junto con Leda Valladares. Ambas formaron el dúo “Leda y María”: actuaron en varias ciudades como intérpretes de música folclórica, recibieron premios, el aplauso del público y grabaron el disco “Le Chant du Monde”. Por esa época comenzó a escribir versos para niños. Sus canciones y textos infantiles trascendieron lo didáctico y lo tradicional: generación tras generación sus temas son cantados por miles de niños argentinos. Realizó además recitales unipersonales para adultos. En 1962 estrenó en el Teatro San Martín “Canciones para mirar”, que luego grabó con CBS. Al año siguiente estrenó “Doña Disparate y Bambuco”, representada muchas temporadas en Argentina, América y Europa. En los años ‘60 publicó,entre otros, los libros “El reino del revés”, "Cuentopos de Gulubú", “Hecho a mano” y “Juguemos en el mundo”. En los ’70 volvió al país y en 1971 María Herminia Avellaneda la dirigió en el filme “Juguemos en el Mundo”. También escribió guiones para televisión y los libros “Tutú Maramba”, "Canciones para mirar", “Zoo Loco”, “Dailan Kifki” y “Novios de Antaño”. En 1985 fue nombrada Ciudadana Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires y, en 1990, Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional de Córdoba y Personalidad Ilustre de la Provincia de Buenos Aires. En 1994 apareció la recopilación completa de sus canciones para niños y adultos y, en 1997, “Manuelita ¿dónde vas?”. María Elena Walsh es una verdadera juglar de nuestros tiempos, cuando recita y canta sus versos, pero también, cuando denuncia subliminalmente diversas cuestiones sociales. Toda su rebeldía, su desencanto, su oposición, su amor a la naturaleza y a los niños han quedado reflejados en numerosos poemas, novelas, cuentos, canciones, ensayos y artículos periodísticos. Falleció el 10 de enero de 2011 en Buenos Aires.

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María Elena Walsh

Célebre por su literatura infantil, creó personajes conmovedores, como Manuelita la Tortuga, que inspiró la película

“Manuelita” (1999), dirigida por Manuel García Ferré. Sus temas fueron musicalizados por personalidades como Mercedes

Sosa y Joan Manuel Serrat y trascendieron las fronteras argentinas. María Elena Walsh nació en el barrio de Ramos Mejía, en

Buenos Aires, el 1º de febrero de 1930.

Su papá era un ferroviario inglés que tocaba el piano y cantaba canciones de su tierra; su madre era una argentina

descendiente de andaluces y amante de la naturaleza.

Fue criada en un gran caserón, con patios, gallinero, rosales, gatos, limoneros, naranjos y una higuera. En ese ambiente

emanaba mayor libertad respecto de la tradicional educación de clase media de la época. Tímida y rebelde, leía mucho de

adolescente y publicó su primer poema a los 15 años en la revista “El Hogar”. Poco después escribió en el diario “La

Nación”.

Un año antes de finalizar sus estudios en la Escuela Nacional de Bellas Artes publicó su primer libro (en 1947), “Otoño

imperdonable”, que recibió el segundo premio Municipal de Poesía y fue alabado por la crítica y por los más importantes

escritores hispanoamericanos. A partir de allí su vida dio un vuelco: empezó a frecuentar círculos literarios y universitarios y

escribía ensayos. En el año 1949 viajó a Estados Unidos, invitada por Juan Ramón Jiménez. En los años ’50 publicó

“Baladas con Angel” y se autoexilió en París, junto con Leda Valladares. Ambas formaron el dúo “Leda y María”: actuaron

en varias ciudades como intérpretes de música folclórica, recibieron premios, el aplauso del público y grabaron el disco “Le

Chant du Monde”. Por esa época comenzó a escribir versos para niños. Sus canciones y textos infantiles trascendieron lo

didáctico y lo tradicional: generación tras generación sus temas son cantados por miles de niños argentinos.

Realizó además recitales unipersonales para adultos. En 1962 estrenó en el Teatro San Martín “Canciones para mirar”, que

luego grabó con CBS. Al año siguiente estrenó “Doña Disparate y Bambuco”, representada muchas temporadas en

Argentina, América y Europa. En los años ‘60 publicó,entre otros, los libros “El reino del revés”, "Cuentopos de Gulubú",

“Hecho a mano” y “Juguemos en el mundo”. En los ’70 volvió al país y en 1971 María Herminia Avellaneda la dirigió en el

filme “Juguemos en el Mundo”. También escribió guiones para televisión y los libros “Tutú Maramba”, "Canciones para

mirar", “Zoo Loco”, “Dailan Kifki” y “Novios de Antaño”. En 1985 fue nombrada Ciudadana Ilustre de la Ciudad de

Buenos Aires y, en 1990, Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional de Córdoba y Personalidad Ilustre de la

Provincia de Buenos Aires. En 1994 apareció la recopilación completa de sus canciones para niños y adultos y, en 1997,

“Manuelita ¿dónde vas?”.

María Elena Walsh es una verdadera juglar de nuestros tiempos, cuando recita y canta sus versos, pero también, cuando

denuncia subliminalmente diversas cuestiones sociales. Toda su rebeldía, su desencanto, su oposición, su amor a la

naturaleza y a los niños han quedado reflejados en numerosos poemas, novelas, cuentos, canciones, ensayos y artículos

periodísticos.

Falleció el 10 de enero de 2011 en Buenos Aires.

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El reino del revés

Me dijeron que en el reino del revés

nada el pájaro y vuela el pez

que los gatos no hacen miau y dicen yes

porque estudian mucho inglés.

Vamos a ver como es el reino del revés

vamos a ver como es el reino del revés

Me dijeron que en el reino del revés

nadie baila con los pies

que un ladrón es vigilante y otro es juez

y que uno y dos son tres.

Me dijeron que en el reino del revés

cabe un oso en una nuez

que usan barbas y bigotes los bebés

y que un año dura un mes.

Me dijeron que en el reino del revés

hay un perro pequinés

que se cae para arriba y una vez

no pudo bajar después.

Me dijeron que en el reino del revés

un señor llamado Andrés

tiene 1.530 chimpancés

que si miras no los ves.

Me dijeron que en el reino del revés

una araña y un ciempiés

van montados al palacio del marqués

en caballos de ajedrez.

La Vaca Estudiosa

Había una vez una vaca

en la quebrada de Humahuaca

Como era muy vieja, muy vieja

estaba sorda de una oreja

Y a pesar de que ya era abuela

un día quiso ir a la escuela

Se puso unos zapatos rojos

guantes de tul y un par de anteojos

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La vio la maestra asustada

y dijo: "Estás equivocada"

Y la vaca le respondió:

"¿Por qué no puedo estudiar yo?"

La vaca vestida de blanco

se acomodó en el primer banco

Los chicos tirábamos tiza

y nos moríamos de risa

La gente se fue muy curiosa

a ver a la vaca estudiosa

La gente llegaba en camiones

en bicicletas y en aviones

Y como el bochinche aumentaba

en la escuela nadie estudiaba

La vaca de pie en un rincón

rumiaba sola la lección

Un día toditos los chicos

nos convertimos en borricos

Y en ese lugar de Humahuaca

la única sabia fue la vaca

Y en ese lugar de Humahuaca

la única sabia fue la vaca...

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Manuelita la Tortuga

Manuelita vivía en Pehuajó

pero un día se marchó.

Nadie supo bien por qué

a París ella se fue

un poquito caminando

y otro poquitito a pie.

Manuelita, Manuelita,

Manuelita dónde vas

con tu traje de malaquita

y tu paso tan audaz.

Manuelita una vez se enamoró

de un tortugo que pasó.

Dijo: ¿Qué podré yo hacer?

Vieja no me va a querer.

En Europa y con paciencia

me podrán embellecer.

En la tintorería de París

la pintaron con barniz.

La plancharon en francés

del derecho y del revés.

Le pusieron peluquita

y botines en los pies.

Tantos años tardó

en cruzar el mar

que allí se volvió a arrugar

y por eso regresó

vieja como se marchó

a buscar a su tortugo

que la espera en Pehuajó.

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Historia de una Princesa, su papá y el Príncipe Kinoto Fukasuka

Esta es la historia de una princesa, su papá, una mariposa y el Príncipe Kinoto Fukasuka.

Sukimuki era una princesa japonesa. Vivía en la ciudad de Siu Kiu, hace como dos mil años, tres meses y media hora.

En esa época, las princesas todo lo que tenían que hacer era quedarse quietitas. Nada de ayudarle a la mamá a secar los

platos. Nada de hacer mandados. Nada de bailar con abanico. Nada de tomar naranjada con pajita. Ni siquiera ir a la escuela.

Ni siquiera sonarse la nariz. Ni siquiera pelar una ciruela. Ni siquiera cazar una lombriz. Nada, nada, nada. Todo lo hacían

los sirvientes del palacio: vestirla, peinarla, estornudar por... –atchís–, por ella, abanicarla, pelarle las ciruelas. ¡Cómo se

aburría la pobre Sukimuki!

Una tarde estaba, como siempre, sentada en el jardín papando moscas, cuando apareció una enorme Mariposa de todos

colores. Y la Mariposa revoloteaba, y la pobre Sukimuki la miraba de reojo porque no le estaba permitido mover la cabeza.

–¡Qué linda mariposapa! –murmuró al fin Sukimuki, en correcto japonés.

Y la Mariposa contestó, también en correctísimo japonés:

–¡Qué linda Princesa! ¡Cómo me gustaría jugar a la mancha con usted, Princesa!

–Nopo puepedopo –le contestó la Princesa en japonés.

–¡Cómo me gustaría a jugar a escondidas, entonces!

–Nopo puepedopo –volvió a responder la Princesa haciendo pucheros.

–¡Cómo me gustaría bailar con usted, Princesa! –insistió la Mariposa.

–Eso tampococo puepedopo –contestó la pobre Princesa.

Y la Mariposa, ya un poco impaciente, le preguntó:

–¿Por qué usted no puede hacer nada?

–Porque mi papá, el Emperador, dice que si una Princesa no se queda quieta, quieta, quieta como una galleta, en el imperio

habrá una pataleta.

–¿Y eso por qué? –preguntó la Mariposa.

–Porque sípi –contestó la Princesa–, porque las Princesas del Japonpón debemos estar quietitas sin hacer nada. Si no, no

seríamos Princesas. Seríamos mucamas, colegialas, bailarinas o dentistas, ¿entiendes?

–Entiendo –dijo la Mariposa–, pero escápese un ratito y juguemos. He venido volando de muy lejos nada más que para jugar

con usted. En mi isla, todo el mundo me hablaba de su belleza.

A la Princesa le gustó la idea y decidió, por una vez, desobedecer a su papá.

Salió a correr y bailar por el jardín con la Mariposa.

En eso se asomó el Emperador al balcón y al no ver a su hija armó un escándalo de mil demonios.

–¡Dónde está la Princesa! –chilló.

Y llegaron todos sus sirvientes, sus soldados, sus vigilantes, sus cocineros, sus lustrabotas y sus tías para ver qué le pasaba.

–¡Vayan todos a buscar a la Princesa! –rugió el Emperador con voz de trueno y ojos de relámpago.

Y allá salieron todos corriendo y el Emperador se quedó solo en el salón.

–¡Dónde estará la Princesa! –repitió.

Y oyó una voz que respondía a sus espaldas:

–La Princesa está de jarana donde se le da la gana.

El Emperador se dio vuelta furioso y no vio a nadie. Miró un poquito mejor, y no vio a nadie. Se puso tres pares de anteojos

y, entonces sí, vio a alguien. Vio a una mariposota sentada en su propio trono.

–¿Quién eres? –rugió el Emperador con voz de trueno y ojos de relámpago.

Y agarró un matamoscas, dispuesto a aplastar a la insolente Mariposa.

Pero no pudo.

¿Por qué?

Porque la Mariposa tuvo la ocurrencia de transformarse inmediatamente en un Príncipe. Un Príncipe buen mozo, simpático,

inteligente, gordito, estudioso, valiente y con bigotito.

El Emperador casi se desmaya de rabia y de susto.

–¿Qué quieres? –le preguntó al Príncipe con voz de trueno y ojos de relámpago.

–Casarme con la Princesa –dijo el Príncipe valientemente.

–¿Pero de dónde diablos has salido con esas pretensiones?

–Me metí en tu jardín en forma de mariposa –dijo el Príncipe– y la Princesa jugó y bailó conmigo. Fue feliz por primera vez

en su vida y ahora nos queremos casar.

–¡No lo permitiré! –rugió el Emperador con voz de trueno y ojos de relámpago.

–Si no lo permites, te declaro la guerra –dijo el Príncipe sacando la espada.

–¡Servidores, vigilantes, tías! –llamó el Emperador.

Y todos entraron corriendo, pero al ver al Príncipe empuñando la espada se pegaron un susto terrible.

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A todo esto, la Princesa Sukimuki espiaba por la ventana.

–¡Echen a este Príncipe insolente de mi palacio! –ordenó el Emperador con voz de trueno y ojos de relámpago.

Pero el Príncipe no se iba a dejar echar así nomás.

Peleó valientemente contra todos. Y los vigilantes se escaparon por una ventana. Y las tías se escondieron aterradas debajo

de la alfombra. Y los cocineros se treparon a la lámpara.

Cuando el Príncipe los hubo vencido a todos, preguntó al Emperador:

–¿Me deja casar con su hija, sí o no?

–Está bien –dijo el Emperador con voz de laucha y ojos de lauchita–. Cásate, siempre que la Princesa no se oponga.

El Príncipe fue hasta la ventana y le preguntó a la Princesa:

–¿Quieres casarte conmigo, Princesa Sukimuki?

–Sípi –contestó la Princesa entusiasmada.

Y así fue como la Princesa dejó de estar quietita y se casó con el Príncipe Kinoto Fukasuka. Los dos llegaron al templo en

monopatín y luego dieron una fiesta en el jardín. Una fiesta que duró diez días y un enorme chupetín. Así acaba, como ves,

este cuento japonés.

Angelito

Había una vez un angelito que vivía en el cielo sin hacer nada, feliz entre los otros ángeles. Algunas veces tocaba el arpa y

otras cantaba una canción que decía así:

Un angelito canta y vuela.

No hace mandados ni va a la escuela.

Nadie lo reta, nadie le pega,

anda descalzo, juega que juega.

Una vez San Pedro lo llamó:

–¡Angelito!

–Mande –le contestó el ángel.

–Andamos con problemas allá en la Tierra –le dijo San Pedro.

–No me diga, San.

–Así es; ven, mira.

San Pedro lo llevó hasta su balcón de nube, donde se veía la Tierra como una manzana acaramelada toda cubierta de maíz

tostado.

–Allá hay un chico que nos está dando mucho dolor de halo, un tal Juancito.

–No me diga, San –le contestó Angelito, distraído.

–Travieso, el muchacho –siguió San Pedro, jugando con las llaves para descargar su preocupación–. Ya van cuatro ángeles

de la guarda que nos gasta. Ninguno puede con él.

–¿Quiere que pruebe yo, don San Pedro?

–Y, ya que estás aquí sin hacer nada...

–Ya me estoy yendo...

–Espera; no seas tan atropellado. Es una misión peligrosa. Mira que ese chico nos ha devuelto a un custodio con las alas

rotas, a otro con tres chichones y al Rafaelito con un ojo negro.

Angelito silba, impresionado.

–Claro que el chico no sabía que eran ángeles, pero qué le vamos a hacer, ese es nuestro secreto.

–Así es, San, no debemos decir nada –le dijo Angelito, que se moría por contarle a todo el mundo que era ángel.

–Vamos a intentar contigo –siguió San Pedro–. En primer lugar no vas a ir a la Tierra volando, como todos, sino en plato

volador, que es más rápido y seguro.

Angelito se puso a saltar de entusiasmo.

–Espera, Angelito, no seas tan atropellado...

Angelito salió corriendo, trepó a la cabina y...

–10... 9... 8... 7...

–Espera, Angelito, que no te di las instrucciones ...

–A la orden, mi comandante.

–Primero, vas a ir disfrazado.

San Pedro le plegó las alas y después lo vistió con una camiseta, un pantaloncito y unas zapatillas rotosas. También le dio

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una maletita con un guardapolvo y los útiles de la escuela. Ah, y una pelota de fútbol, claro.

–¿Y qué hacemos con el halo, don San Pedro?

–Cierto, brilla mucho... Por el halo te conocerán. Vamos a esconderlo adentro de la pelota.

San Pedro la descosió, guardó el halo adentro y volvió a cerrarla.

–Bueno, me voy. 6... 5... 4...

–Espera, Angelito, no seas tan atropellado... Todavía no te di las señas del chico que tienes que custodiar.

San Pedro le tendió un papel y esta vez sí Angelito trepó a su plato volador y...

–4... 3... 2... 1... ¡Cero !... ¡Hasta la vuelta, don San Pedro!

Juancito andaba por el campo, solo como siempre, triste y sin amigos. Había faltado a la escuela y se aburría.

Tenía ganas de jugar con alguien.

De pronto le pareció oír un zumbido, allá arriba... Quizás un avión... pero no. No vio nada por el cielo. Ni nube ni pájaro ni

máquina.

Angelito aterrizó muy despacio, escondiendo su OVNI tras un árbol, cosa bastante inútil pues el artefacto era

completamente invisible.

Se acercó a Juan, jugando con la pelota y silbando distraído. Juan lo miró con desconfianza.

–¿De dónde has salido? –le preguntó.

–De por ahí nomás.

–Dame esa pelota.

–No –le dijo Angelito–; tengo que ir a la escuela.

–No; mejor quédate aquí y juguemos –le contestó Juan.

–No; primero te acompaño a la escuela.

Y ahí nomás Juan lo atacó para robarle la pelota. El ángel no la soltaba. Juancito le pegaba y él, como era ángel, se dejaba

pegar hasta que se cansó y dominó a su contrincante con un buen pase de yudo.

Juan se quedó quieto, enfurruñado y lloriqueando. Angelito le tendió la mano:

–¿Somos amigos?

Juan no contestó.

Al día siguiente fueron a la escuela juntos; Angelito comprobó que era cierto lo que le dijeran en el cielo. Juan pasaba la

mañana molestando, chillando, haciendo borrones, arrojando tiza, tirándole del pelo a las niñas, rompiendo cuadernos y

dibujando monigotes con cola y cuernos que, desgraciadamente, causaban mucha gracia a sus compañeros.

Angelito le daba consejos y hasta trataba de sujetarle las manos. Inútil. Una tarde lo llevó a pasear al campo y allí trató de

sermonearlo: que tenía que portarse bien, y que patatín y que patatán. Juancito se tapó los oídos y le sacó la lengua.

Entonces el ángel se quedó triste y callado, y al fin dijo, por decirle algo bueno:

–Te regalo la pelota.

Juan se puso contento. Angelito no se acordaba para nada del tesoro encerrado en la pelota.

Jugaron los dos un buen rato, hasta que la pelota fue a parar a un alambrado y allí se desgarró toda contra las púas, que

nunca faltan en este mundo. Juan recogió la pelota y vio sorprendido que de adentro salía luz. No se animó a romperla del

todo pero la desgarró un poquito más y vio algo que brillaba...

Sacó delicadamente un círculo livianito como el aire... un aro de oro... un hilo redondo y como de miel.

–¿Y esto?

–Nada, es mi sombrero –contestó el ángel.

–¿A ver cómo te queda?

El ángel se puso el halo, que brillaba como una tajadita de sol.

–Entonces, ¿eres un ángel? –dijo Juan.

–Claro, tonto; soy tu ángel guardián.

–¿Y por qué no me lo dijiste?

–Porque es un secreto. Nosotros nunca decimos nada; ni siquiera se nos Ve.

–¡Qué lástima! –dijo Juan.

–¿Por qué qué lástima?

–Porque si yo hubiera sabido que tenía un ángel me habría portado bien.

–Ahora ya lo sabes.

–Ajá –dijo Juan.

Y se fue caminando despacito, abrazado a los restos de su pelota, mientras el ángel volvía a su OVNI para seguir cuidando a

Juan desde el cielo.

En las altas esferas lo esperaban para amonestarlo por haber revelado el secreto de su misión.

Juan oyó un zumbido, miró para arriba y no vio nada, pero se imaginó y dijo adiós con la mano. Después fue a su casa, abrió

el cuaderno y cuando se puso a hacer los deberes le salieron todos con letras de oro.

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Un angelito canta y vuela,

hace mandados y va a la escuela.

Nadie lo ve ni lo verá

y aunque se vaya se quedará.

La sirena y el capitán

Había una vez una sirena que vivía por el río Paraná. Tenía su ranchito de hojas en un camalote y allí pasaba los días

peinando su largo pelo color de miel, y pasaba las noches cantando, porque su oficio era cantar.

En noches de luna llena por el río Paraná

una sirena cantando va.

Por aquí, por allá, el agua qué fría está.

Juncal y arena del Paraná,

una sirena cantando va.

Alahí se llamaba la sirena y, como era un poco maga, sabía gobernar su camalote y remontarlo contra la corriente. A veces

iba hasta las Cataratas del Iguazú para darse una larga ducha fresquita llena de espuma.

Después tomaba sol en la orilla y conversaba con los muchos amigos que tenía por el cielo, el agua y la tierra. Ninguno le

hacía daño. Hasta los que parecen más malos, como los caimanes y las víboras, se le acercaban mimosos.

A veces, toda una hilera de mariposas le sostenía el pelo y los pájaros se juntaban en coro para arrullarle la siesta.

Hace muchos años de esto. América todavía era india: no habían llegado los españoles con sus barbas y sus barcos. Las

pocas personas que alguna vez habían entrevisto a Alahí, creían que era un sueño, y corrían a frotarse los ojos con ungüento

para espantar la visión de esa hermosa criatura mitad muchacha y mitad pez.

Una noche de luna, Alahí se puso a cantar como de costumbre, y tanto se entretuvo y tan fuerte cantaba recostada en la

orilla lejos de su camalote, que no oyó que por el agua se acercaba un enorme barco con las velas desplegadas. Los hombres

del barco también venían cantando.

Soy marinero y aventurero, vengo de España y olé.

Quiero gloria, quiero dinero y con los dos volveré.

Para mí será el dinero, la gloria para mi rey.

–¡Callad! –dijo el capitán, que era flaco y barbudo como Don Quijote– Callad, que alguien está cantando mejor que

vosotros.

¿Será quizás un pintado pajarillo cual la abubilla o el estornino, capitán? –le dijo un marinero tonto.

–Calla, que los pajarillos no cantan de noche. ¡Tirad las anclas!

–¿Vamos a tierra, capitán?

–No, iré yo solo.

El barco amarró suavemente muy cerca de Alahí, que al ver a los hombres extraños enmudeció y trató de deslizarse hasta su

camalote para huir. El capitán saltó a la orilla y la sorprendió.

Alahí se quedó quietita, muerta de miedo, mientras cundía la alarma entre todos sus amigos.

–¿Quién vive? –preguntó el capitán don Gonzalo de Valdepeñas y Villatuerta del Calabacete, que así se llamaba.

La sirena no contestó y trató de escapar.

–¡Alto allí!

El capitán alzó su farola y...

–¡Una sirena, vive Dios! ¿Estaré soñando? ¡Qué cosas se ven en estas embrujadas y patrañosas tierras!

–Más raro es usted, señor –dijo Alahí–, todo vestido de lata y más peludo que un mono, señor.

–Eres tan bella que paso por alto tu insolencia. Serás mi esposa y reina de los ríos de España.

–No, señor, lo siento mucho pero no... Y Alahí trató de escurrirse entre las hojas.

–¡Detente!

El capitán la ató al tronco de un árbol. En las ramas los pajaritos temblaban por la suerte de su querida sirena.

–Haré un cofre y te encerraré para que no te escapes.

El capitán sacó su hacha y allí mismo se puso a hachar un árbol para construir la jaula para la pobre sirena.

–Ay, tengo frío –dijo Alahí.

El capitán, que era todo un caballero, quiso prestarle su coraza, pero no se la pudo quitar porque se había olvidado el

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abrelatas en el barco.

A todo esto, los amigos de Alahí se habían dado la voz de alarma y cuchicheaban entre las hojas, mientras el capitán talaba el

árbol. Varios caimanes salieron del agua y se acercaron sigilosos. Muy cerca relampagueaban los ojos del tigre con toda su

familia.

Cien monitos saltaron de árbol en árbol hasta llegar al de Alahí. Un regimiento de pájaros carpinteros avanzaba en fila india.

Las mariposas estaban agazapadas entre el follaje. Las tortugas hicieron un puente desde la otra orilla para que los armadillos

pudieran cruzar.

Cuando estuvieron todos listos, un papagayo dio la señal de ataque:

–¡Ahora!

Los monitos se descolgaron sobre el capitán, chillando y tirándole de las orejas.

Los caimanes le pegaron feroces coletazos. Las mariposas revolotearon sobre sus ojos para cegarlo. Dos culebras se le

enredaron en los pies para hacerlo tropezar.

El tigre, la tigra y los tigrecitos le mostraron uñas y colmillos, porque no hacía falta más. Luego llegó el escuadrón blindado

de los mosquitos y obligaron al capitán a escapar despavorido y trepar por una escala de cuerda hasta la borda de su barco.

–¡Alzad el ancla, levad amarras, izad las velas, huyamos de esta tierra de demonios!

Mientras el barco soltaba amarras, los pájaros carpinteros terminaron el trabajo picoteando las cuerdas hasta liberar a la

pobre Alahí.

–¡Gracias, amigos, gracias por este regalo, el más hermoso para mí: la libertad!

Amanecía cuando la sirena volvió a su camalote, escoltada por cielo y tierra de todos sus amigos. Allá, muy lejos se iba el

barco de los hombres extraños. Alahí tomó el rumbo contrario en su camalote y se alejó río arriba, hasta Paitití, el país de la

leyenda, donde sigue viviendo libre y cantando siempre para quien sepa oírla.

La Plapla

Felipito Tacatún estaba haciendo los deberes. Inclinado sobre el cuaderno y sacando un poquito la lengua, escribía enruladas

“emes”, orejudas “eles” y elegantísimas “zetas”.

De pronto vio algo muy raro sobre el papel.

–¿Qué es esto?, se preguntó Felipito, que era un poco miope, y se puso un par de anteojos.

Una de las letras que había escrito se despatarraba toda y se ponía a caminar muy oronda por el cuaderno.

Felipito no lo podía creer, y sin embargo era cierto: la letra, como una araña de tinta, patinaba muy contenta por la página.

Felipito se puso otro par de anteojos para mirarla mejor.

Cuando la hubo mirado bien, cerró el cuaderno asustado y oyó una vocecita que decía:

–¡Ay!

Volvió a abrir el cuaderno valientemente y se puso otro par de anteojos y ya van tres.

Pegando la nariz al papel preguntó:

–¿Quién es usted señorita?

Y la letra caminadora contestó:

–Soy una Plapla.

–¿Una Plapla?, preguntó Felipito asustadísimo, ¿qué es eso?

–¿No acabo de decirte? Una Plapla soy yo.

–Pero la maestra nunca me dijo que existiera una letra llamada Plapla, y mucho menos que caminara por el cuaderno.

–Ahora ya lo sabes. Has escrito una Plapla.

–¿Y qué hago con la Plapla?

–Mirarla.

–Sí, la estoy mirando pero... ¿y después?

–Después, nada.

Y la Plapla siguió patinando sobre el cuaderno mientras cantaba un vals con su voz chiquita y de tinta.

Al día siguiente, Felipito corrió a mostrarle el cuaderno a la maestra, gritando entusiasmado:

–¡Señorita, mire la Plapla, mire la Plapla!

La maestra creyó que Felipito se había vuelto loco.

Pero no.

Abrió el cuaderno, y allí estaba la Plapla bailando y patinando por la página y jugando a la rayuela con los renglones.

Como podrán imaginarse, la Plapla causó mucho revuelo en el colegio.

Ese día nadie estudió.

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Todo el mundo, por riguroso turno, desde el portero hasta los nenes de primer grado, se dedicaron a contemplar a la Plapla.

Tan grande fue el bochinche y la falta de estudio, que desde ese día la Plapla no figura en el Abecedario.

Cada vez que un chico, por casualidad, igual que Felipito, escribe una Plapla cantante y patinadora la maestra la guarda en

una cajita y cuida muy bien de que nadie se entere.

Qué le vamos a hacer, así es la vida.

Las letras no han sido hechas para bailar, sino para quedarse quietas una al lado de la otra, ¿no?

El país de la geometría

Había una vez un amplio país blanco de papel. El Rey de este país era el Compás. ¿Por qué no? El Compás. Aquí viene caminando con sus dos patitas flacas: una pincha y la otra no. Jo jo jo jo jo, una pincha y la otra no. El Rey Compás vivía en un gran palacio de cartulina en forma de icosaedro, con dieciocho ventanitas. Cualquiera de nosotros estaría contento en un palacio así, pero el Rey Compás no. Estaba siempre triste y preocupado. Porque para ser feliz y rey completo le faltaba encontrar a la famosa Flor Redonda. Jo jo jo jo jo, sin la Flor Redonda no. El Rey Compás tenía un poderoso ejército de Rombos, una guardia de vistosos Triángulos, un escuadrón policial de forzudos Trapecios, un sindicato de elegantes Líneas Rectas, pero... le faltaba lo principal: ser dueño de la famosa Flor Redonda. El Rey había plantado dos Verticales Paralelas en el patio, que le servían de atalaya. Las Paralelas crecían, crecían, crecían... Muchas veces el Rey trepaba a ellas para otear el horizonte y ver si alguien le traía la Flor, pero no. Había mandado cientos de expediciones en su búsqueda y nadie había podido encontrarla. Un día el Capitán de los Rombos le preguntó: –¿Y para que sirve esa flor, señor Rey? –¡Tonto, retonto! –tronó el Rey–. ¡Solamente los tontos retontos preguntan para qué sirve una flor! El Capitán Rombo, con miedo de que el Rey lo pinchara, salió despacito y de perfil por el marco de la puerta. Otro día el Comandante de los Triángulos le preguntó: –Hemos recorrido todos los ángulos de la comarca sin encontrarla, señor Rey. Casi creemos que no existe. ¿Puedo preguntarle para qué sirve esa flor? –¡Tonto, retonto! –tronó el Rey–. ¡Solamente los tontos retontos preguntan para qué sirve una flor! El Comandante de los Triángulos, temeroso de que el Rey lo pinchara, salió despacito y de perfil por una de las dieciocho ventanas del palacio. Otra tarde la Secretaria del sindicato de Líneas Rectas se presentó ante el Rey y tuvo la imprudencia de decirle: –¿No le gustaría conseguir otra cosa más útil, señor Rey? Porque al fin y al cabo, ¿para qué sirve una flor? –¡Tonta, retonta! –tronó el Rey–. ¡Solamente las tontas retontas preguntan para qué sirve una flor! La pobre señorita Línea, temerosa de que el Rey la pinchara, se escurrió por un agujerito del piso. Poco después llegaron los Trapecios, maltrechos y melancólicos después de una larga expedición. –¿Y? ¿Encontraron a la Flor Redonda? –les preguntó el Rey, impaciente. –Ni rastros, Majestad. –¿Y qué diablos encontraron? –Cubitos de hielo, tres dados, una regla y una cajita. –¡Harrrto! ¡Estoy harrrto de ángulos y rectas y puntos! ¡Sois todos unos cuadrados! (Este insulto ofendió mucho a los Trapecios). ¡Estoy harrrto y amarrrgado! ¡Quiero encontrar a la famosa Flor Redonda! Y todos tuvieron que corear la canción que ya era el himno de la comarca: Sin la flor redonda no. Jo jo jo jo jo. Los súbditos del Rey, para distraerlo, decidieron organizar un partido de fútbol. Las tribunas estaban llenas de Puntos alborotados. Los Rombos desafiaban a los Triángulos. En fin, ganaron los Triángulos por 1 a 0 (mérito singular si se tiene en cuenta que la pelota era un cubo). El Capitán de los Rombos fue a llorar su derrota en un rincón. El Comandante de los Triángulos, cansado y victorioso, se acercó al Rey: –¿Y? ¿Le gustó el partido, Majestad? –¡Bah, bah!... –dijo el Rey, distraído, siempre con su idea fija–. No perdamos tiempo con partidos; mañana salimos todos de expedición. –¿Mañana? Pero estamos muy cansados, señor Rey. El partido duró siete horas; usted no sabe cómo cansa jugar con una pelota en forma de cubo. –Tonto, retonto, mañana partimos. A la mañana tempranito el Rey pasó revista a sus tropas. Había decidido salir él mismo a la cabeza de la expedición.

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Rombos, Cuadrados, Triángulos, Trapecios y Líneas Rectas formaban fila, muertos de sueño y escoltados por unos cuantos Puntos enrolados como voluntarios. Allá se van todos, en busca de la famosa, misteriosa y caprichosa Flor Redonda. La expedición del Rey Compás atravesó páginas y cuadernos desolados, ríos de tinta china, espesas selvas de viruta de lápiz, cordilleras de gomas de borrar, buscando, siempre buscando a la dichosa flor. Registraron todos los ángulos, todos los rincones, todos los vericuetos, bajo el viento, la lluvia, el granizo y la resolana. –Me doy por vencido –dijo por fin el Rey. Quizás ustedes tenían razón y la dichosa Flor Redonda no exista. Quizá no eran tan retontos como yo pensaba. Volvamos a casita. Cuando volvieron, el Rey se encerró en su cuarto, espantosamente triste y amargado. Al rato entró la señora Línea a llevarle la sopita de tiza y se preocupó mucho al verlo tan triste. –Señor Rey –le dijo para consolarlo–, ¿no sabe usted que siempre es mejor cantar y bailar que amargarse? Cuando la señorita Línea se hubo deslizado por debajo de la puerta, el Rey, que no era sordo a los consejos, dijo: –Y bueno, probemos: la la la la... Y cantó y bailó un poquito. Bailando, bailando, bailando, descubrió sorprendido que había dibujado una hermosa Flor Redonda sobre el piso de su cuarto. Y siguió bailando hasta dibujar flores y más flores redondas que pronto se convirtieron en un jardín. Jo jo jo jo jo, y la Flor la dibujó.

Don Fresquete

Había una vez un señor todo de nieve. Se llamaba Don Fresquete.

¿Este señor blanco había caído de la luna? –No.

¿Se había escapado de una heladería? –No, no, no.

Simplemente, lo habían fabricado los chicos, durante toda la tarde, poniendo bolita de nieve sobre bolita de nieve.

A las pocas horas, el montón de nieve se había convertido en Don Fresquete.

Y los chicos lo festejaron, bailando a su alrededor. Como hacían mucho escándalo, una abuela se asomó a la puerta para

ver qué pasaba.

Y los chicos estaban cantando una canción que decía así:

“Se ha marchado Don Fresquete a volar en barrilete.”

Como todo el mundo sabe, los señores de nieve suelen quedarse quietitos en su lugar.

Como no tienen piernas, no saben caminar ni correr. Pero parece que Don Fresquete resultó ser un señor de nieve muy

distinto.

Muy sinvergüenza, sí señor.

A la mañana siguiente, cuando los chicos se levantaron, corrieron a la ventana para decirle buenos días, pero...

¡Don Fresquete había desaparecido!

En el suelo, escrito con un dedo sobre la nieve, había un mensaje que decía:

“Se ha marchado Don Fresquete a volar en barrilete.”

Los chicos miraron hacia arriba y alcanzaron a ver, allá muy lejos, a Don Fresquete que volaba tan campante, prendido

de la cola de un barrilete.

De repente parecía un ángel y de repente parecía una nube gorda.

¡Buen viaje, Don Fresquete!

Martín Pescador y el delfín domador

Había una vez un pescador que, como todos los pescadores, se llamaba Martín. Pescaba unos peces que, como todos los

peces, andaban haciendo firuletes bajo el agua.

Y el agua era de mar, de un mar que, como todos los mares, estaba lleno de olas.

Unas olas que, como todas las olas, se empujaban unas a otras diciendo patatrún, patatrún, patatrún.

Un día Martín arrojó el anzuelo y, ¡zápate!, sintió que había picado un pez muy grande. Trató de enrollar el hilo, pero el

pez era fuerte y tironeaba como un camión. Tanto, tanto tironeó que arrastró a Martín por la arena de la playa. Pero

Martín era muy cabeza dura. No iba a dejarse pescar así nomás, y mucho menos por un pez. De modo que con una mano se

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sujetó el gorro y con la otra siguió prendido de su caña.

Cuando Martín quiso acordar, ya estaba metido en el agua, arrastrado a toda velocidad hacia el fondo del mar.

–¡Qué raro!, dijo Martín, yo debería tener miedo, y sin embargo este paseo me gusta... y lo más gracioso es que no me

ahogo... Lo que sucede es que, de tanto pescar, estoy “pescadizado” y puedo respirar bajo el agua.

Así pensaba cuando de pronto, ¡zápate!, su vehículo se detuvo en seco. Es decir, no tan en seco porque el mar está

siempre bien mojado.

–Parece que hemos llegado, pero ¿adónde?, se preguntaba Martín muerto de curiosidad.

Había llegado a una enorme gruta llena de peces de colores que tocaban el saxofón, de langostinos vestidos de payasos,

de pulpos con bonete y otras cosas rarísimas y marítimas.

Sobre la gruta había un gran cartel escrito en pescadés, que decía:

“Gran Circo del Delfín Pirulín.”

–¡Esto sí que está bueno!, pensó Martín, ¡un circo en el fondo del mar!

Inmediatamente llegaron un montón de pescadotes y arrastraron a Martín hasta la pista, en el fondo de la gruta.

Y un tiburón vestido de locutor anunció:

–¡Pasen señores, pasen a ver la maravilla del siglo, pasen a ver el fenómeno! ¡Por primera vez, en el fondo del mar, un

auténtico Martín Pescador pescado! ¡Pasen, señores, y vean como el gran Delfín Domador Pirulín va a domar a este

pescador salvaje!

–Eso sí que no, protestó Martín, yo quiero ver la función pero a mí no me doma nadie.

Los peces pekineses, los langostinos finos, los camarones cimarrones, el pulpo con la señora pulpa y los pulpitos, todos

hicieron cola para sacar entradas y ver al fenómeno.

A Martín, claro, no le gustaba que lo miraran con ojos de pez, y forcejeaba para escaparse, pero dos enormes tiburones

disfrazados de mamarrachos lo agarraron con sus aletas y no lo dejaron ni respirar, a pesar de que Martín respiraba bastante

bien bajo el agua.

Por fin, entre grandes aplausos, entró el Domador, un Delfín gordo como tres buzones, con chaqueta colorada,

charreteras de alga y botones de nácar.

Martín ya estaba enfurecido, y el Delfín se disponía a domarlo nada más que con una ballenita para cuellos de camisa,

porque en el mar no hay sillas. Y no hay sillas, parece, porque los peces nunca se sientan.

Desfilaron cientos de miles de millones de milloncitos de millonzotes de peces y bicharracos de toda clase para ver el

gran número del Circo.

Martín no se dejaba domar así nomás, pero ya se estaba cansando y tenía mucha sed, es decir, ganas de tomar un poco de

aire.

Peleaban duro y parejo, y Martín ya iba a darse por vencido cuando de pronto se oyó en el Circo la siguiente palabra

mágica:

–¡Pfzchztt!

A pesar de que esta palabra mágica había sido pronunciada muy bajito, su tono fue tan autoritario que el público hizo un

silencio impresionante. Las ostras se quedaron con la boca abierta, y todos miraron hacia la entrada.

El Delfín Domador Pirulín se quedó quieto, dejó de domar a Martín, se quitó la gorra e inclinó la cabeza. Martín se

preguntó:

–¿Y ahora qué pasa? ¿No me doman más?

Se escuchó otra vez una voz muy suave y chiquita que dijo:

–¡Pfzchztt!

Y todos, silenciosa y respetuosamente, le abrieron paso a la dueña de la voz.

Martín, que era muy educado, también se quitó el gorro y saludó.

Entraba en la gruta, lenta y majestuosa, una Mojarrita con corona de malaquita y collar de coral.

–¿Quién será ésta, que los deja a todos con la boca abierta?, se preguntó Martín.

El Delfín Domador Pirulín le adivinó el pensamiento y le dijo al oído:

–Es Su Majestad Mojarrita V, Reina del Mar, el Agua Fría y el Río Sam borombón.

–Ah, comentó Martín, ...me parece cara conocida.

La Reina Mojarrita se acercó a Martín y le dio un besito, ante el asombro y la envidia de todos. Martín se puso colorado

y no supo qué pensar de todo esto.

Después de un largo y misterioso silencio, la Reina habló, con una voz tan chiquita que tuvieron que alcanzarle un

caracol como micrófono.

Y dijo así:

–¡Pfzchzit! Yo, Mi Majestad Mojarrita V, Reina del Mar, el Agua Fría y el Río Samborombón, ordeno: ¡Basta de domar al

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Martín Pescador! ¡Basta, requetebasta, y el que lo dome va a parar a la canasta, y el que sea domador va a parar al asador!

–Gracias, Majestad, tartamudeó Martín emocionado.

–¡Pfzchztt!, prosigo, interrumpió la Reina; Martín me pescó una vez, hace un mes o cinco o tres, cuando yo era chiquita

y me bañaba en camisón en el Río Samborombón.

–Claro, dijo Martín, ya me acuerdo, con razón me resultaba cara conocida, Majestad...

–¡Pfzchztt!, prosigo, interrumpió la Reina; Martín me pescó, pero le di lástima y, sin saber que yo era Princesa, volvió a

tirarme al agua. Ahora yo quiero devolverlo a la tierra, y lo enviaré en mi propia carroza lleno de regalos y paquetitos.

Y así fue como Martín volvió a su playa en una gran carroza tirada por 25.000 tiburones disfrazados de bomberos,

mientras la banda de langostinos tocaba un vals, las ostras le tiraban perlas y el Delfín Domador Pirulín le hacía grandes

reverencias.

Martín volvió a su casa y, como no era mentiroso, todo el mundo creyó en su aventura.

Lo único que no le creyeron del todo fue que Su Majestad Mojarrita V, Reina del Mar, el Agua Fría y el Río

Samborombón no sólo le hubiera dado un besito al reconocerlo, sino que le había dado otro besito al despedirlo.

Y así llegamos al fin de la historia de Martín con el Delfín Pirulín.