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Masculinidad y Paternidad. Del poder al cuidado. Péter Szil 1 En los últimos treinta y pico años he dado muchas vueltas personales y profesionales alrededor de los conceptos nombrados en el título de este artículo y las posibles maneras de combinarlos. Soy padre de dos hijas y un hijo (todos adultos ya) y el abuelo de dos nietas y un nieto. En mi trayectoria personal he pasado por diferentes etapas en la interpretación de lo que es ser hombre y padre. He tenido también la oportunidad de escuchar a muchos varones que compartían sus vivencias en ese tema en grupos de hombres o en mi consulta. Al mismo tiempo una gran parte de mi trabajo de ayuda a personas y a familias en crisis ha girado alrededor de los daños ocasionados por los malos tratos sufridos en la infancia. Mi compromiso con contribuir a la desaparición de los malos tratos ha sido un motivo más para las indagaciones cuyos resultados intentaré transmitir aquí a los lectores. Un paréntesis lingüístico En un artículo cuya finalidad declarada es romper con el modelo de paternidad arraigado en el patriarcado y la desigualdad entre los sexos, no es de recibo el manejo sexista del idioma. Sin embargo, voy a recurrir en este escrito al uso habitual en masculino de las palabras que designan personas de ambos sexos (por ejemplo “lectores”). Mi razón principal no es la pereza — aunque he de reconocer que en la práctica encuentro engorroso tener que duplicar esas palabras (“lectores/as”) o usar la formula surgida en la cultura de Internet (“lector@s”) a lo largo de un artículo entero. Más bien quiero manifestar de esta manera mi intención de llegar a un círculo de lectores predominantemente masculino con el fin de generar cambios en las prácticas cotidianas de muchos hombres. Ideas y prácticas Tal intención implica una contradicción, al menos aparente. Un escrito, por definición, sirve para aclarar ideas (las del autor), y su efecto deseado suele ser el repensar de las ideas (las del lector). Por consiguiente la puesta en práctica de las ideas suele quedar fuera de la esfera de influencia del autor, a no ser que el escrito en cuestión sea un manual de instrucciones. Por supuesto yo hubiera podido escribir un “Doce pasos para llegar a ser un padre cuidadoso e igualitario”. Esto será en otra ocasión, si es que será. De momento me quedo con el repensar de los conceptos, pero de una manera que anime a replantear también la práctica diaria de éstos. 1 Psicoterapeuta. 50

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Masculinidad y Paternidad. Del poder al cuidado. Péter Szil1

En los últimos treinta y pico años he dado muchas vueltas personales y profesionales alrededor de los conceptos nombrados en el título de este artículo y las posibles maneras de combinarlos. Soy padre de dos hijas y un hijo (todos adultos ya) y el abuelo de dos nietas y un nieto. En mi trayectoria personal he pasado por diferentes etapas en la interpretación de lo que es ser hombre y padre. He tenido también la oportunidad de escuchar a muchos varones que compartían sus vivencias en ese tema en grupos de hombres o en mi consulta. Al mismo tiempo una gran parte de mi trabajo de ayuda a personas y a familias en crisis ha girado alrededor de los daños ocasionados por los malos tratos sufridos en la infancia. Mi compromiso con contribuir a la desaparición de los malos tratos ha sido un motivo más para las indagaciones cuyos resultados intentaré transmitir aquí a los lectores.

Un paréntesis lingüístico

En un artículo cuya finalidad declarada es romper con el modelo de paternidad arraigado en el patriarcado y la desigualdad entre los sexos, no es de recibo el manejo sexista del idioma. Sin embargo, voy a recurrir en este escrito al uso habitual en masculino de las palabras que designan personas de ambos sexos (por ejemplo “lectores”). Mi razón principal no es la pereza — aunque he de reconocer que en la práctica encuentro engorroso tener que duplicar esas palabras (“lectores/as”) o usar la formula surgida en la cultura de Internet (“lector@s”) a lo largo de un artículo entero. Más bien quiero manifestar de esta manera mi intención de llegar a un círculo de lectores predominantemente masculino con el fin de generar cambios en las prácticas cotidianas de muchos hombres.

Ideas y prácticas

Tal intención implica una contradicción, al menos aparente. Un escrito, por definición, sirve para aclarar ideas (las del autor), y su efecto deseado suele ser el repensar de las ideas (las del lector). Por consiguiente la puesta en práctica de las ideas suele quedar fuera de la esfera de influencia del autor, a no ser que el escrito en cuestión sea un manual de instrucciones. Por supuesto yo hubiera podido escribir un “Doce pasos para llegar a ser un padre cuidadoso e igualitario”. Esto será en otra ocasión, si es que será. De momento me quedo con el repensar de los conceptos, pero de una manera que anime a replantear también la práctica diaria de éstos.

1 Psicoterapeuta.

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Los conceptos son definiciones de qué es qué, qué somos, las cosas que tenemos que hacer y cómo hemos de hacerlas. Muchas veces no llegan a formularse como pensamientos conscientes, pero no por eso dejan de definir nuestra manera de ser y actuar. Muchos de nuestros conceptos se perpetúan incuestionados porque hacemos las cosas como se suele (y, por consiguiente, se debe) hacer. Este proceso se llama tradición.

Al mismo tiempo nuevas ideas pueden servir de motor para nuevos procedimientos, y viceversa. La puesta en práctica de nuevos contratos y prácticas sociales crean indudablemente un terreno fecundo donde nuevos conceptos pueden crecer e ideas hasta entonces arraigadas se marchitan. Este proceso se llama (a posteriori) cambio histórico.

La tradición es como un argumento escrito con tinta invisible, seguido al pie de la letra por los personajes, aunque éstos para nada estén conscientes de la existencia del guión. El cambio se puede asemejar al proceso de un laboratorio de teatro donde nuevos papeles se ensayan hasta el punto en que el personaje ya puede identificarse con ellos. Para moverse con más seguridad en este terreno movedizo entre tradición y cambio hace falta hacer visible la tinta invisible del guión. Sólo así puede una persona elegir conscientemente si quiere seguir en el papel que se le ha asignado o si quiere reescribir el argumento.

Una de las intenciones primarias de este escrito es exponer las imágenes de las que se nutren estos papeles. “Imágenes” no se refiere solamente a representaciones visuales, sino también a cualquier producto de la actividad que nos hace tan humanos: la imaginación. Parte de esas imágenes nos han sido inculcadas, otras las creamos nosotros mismos, pero siempre a base de imágenes ya existentes. Éstas pueden venir indistintamente de los modelos personales que hemos tenido a lo largo de nuestro crecimiento, de leyendas ancestrales y de la publicidad moderna. Todas conjuntamente formarán nuestra mitología individual y colectiva de la paternidad.

La palabra “mitología”, igual que la palabra “masculinidad”, tiene varias lecturas. “Mito” es “alegoría”, “leyenda” o “fábula” por una parte, “tradición” por otra parte, y finalmente “mentira”, “engaño” o “ficción”. Joseph Campbell, el quizá más famoso estudioso en este terreno, dice: «La mitología es la música a la que todos bailamos, aunque desconozcamos la melodía.» Los mitos muchas veces se presentan como una herencia inalterable. Yo parto de que podemos elegir entre diferentes interpretaciones de los mitos. De esta manera nuestra imaginación no tiene que ser una mera reproducción de representaciones heredadas, sino una fuerza creativa que incluso puede cambiar realidades sociales.

¿Cuáles son esas realidades sociales? He aquí algunas noticias que reflejan las nociones que la mayoría de los hombres tiene actualmente de la paternidad: “Sólo en

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ocho de cada cien familias españolas se reparten las tareas domésticas”. “Un juez considera que dar un bofetón a un hijo es un derecho de los padres”. “1,4 millones de niños españoles son maltratados por sus padres”.

Un marco teórico e histórico

Considero que los malos tratos a los niños constituyen uno de los legados más arraigados del patriarcado como orden social y matriz cultural. Es una manifestación concreta y a la vez dramática de lo que ocurre cuando los valores básicos de la figura paterna tradicional impuesta por la sociedad patriarcal se convierten en valores pedagógicos de toda una cultura. Estos valores son “ley”, “autoridad” y “distancia” (aún estando presente físicamente).

Los malos tratos a los niños son producto histórico de la confluencia de varios aspectos del concepto de paternidad gestado por una visión patriarcal y sexista de las relaciones personales y sociales. Estos aspectos son:

— La paternidad patriarcal ha llegado a definirse como una prolongación de los valores derivados de la identidad de género (el rol socializado en función del sexo) de los hombres y del lugar ocupado por ellos en la división social del trabajo. De esta manera la función paternal derivada de la identidad sexual biológica (la posibilidad de hacerse padre) se ha disociado de la identidad de género, mientras en el caso de las mujeres la feminidad se delimita indistintamente según su capacidad reproductiva y su papel social.

— Como parte del establecimiento del orden patriarcal, la función paternal se ha subordinado a la identificación y a la asociación con el poder (entendido como poder sobre los demás en relaciones de subordinación). Esto, unido a la violencia como factor constituyente de la masculinidad, ha creado las bases para que las relaciones paterno-filiales se planteasen en términos dicotómicos (poder/subordinación, límites/encogimiento, castigo/obediencia), en lugar de términos complementarios (fragilidad/protección, dependencia/cuidado, crecimiento/apoyo).

— En la división social de labores patriarcal la crianza de los descendientes (y de las demás personas dependientes) se asignó como tarea femenina. En la escala de valores sexista lo “femenino” se ha convertido en sinónimo de “despreciable”, “inferior” e “indigno” (siempre según los hombres). Consecuentemente, el cuidado de las personas y de las cosas se ha identificado como discordante e incompatible con lo varonil.

— En el orden económico y social patriarcal el enfoque patriarcal y sexista se erige en el modo de funcionar y de pensar dominante de la sociedad y de la cultura. Esto se traduce entre otras cosas en que se da por sentado que las posiciones masculinas son representaciones neutrales de unos valores y de unas prácticas humanos universales. Al mismo tiempo queda invisible que son nada más que posiciones masculinas,

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impuestas a la fuerza como el marco de la convivencia social. La figura de la madre, en apariencia adulada, en realidad es venida a menos en el patriarcado. El papel de la madre es criar hijos para el padre. Ella es indefinible por sí misma pues son los hombres los que deciden cómo ha de ser y cómo ha de actuar. De esa manera el modelo de paternidad más arriba esbozado impone su sello distintivo en la visión de qué son los niños y cuál es el papel de los progenitores (de ambos sexos) y de todas las personas adultas respecto a ellos. Convertido en doctrina pedagógica dominante, apoyada por la tradición y reforzada por potentes instituciones con capacidad de formar valores culturales (iglesia, escuela, medicina, psicología, etc.), ese modelo de entender la crianza de los hijos pierde su signo de género y es practicado también por las madres. Incluso parece que más por ellas que ellos, ya que ellas no sólo tienen a su cargo todo el proceso vital de engendrar, gestar y parir, sino de forma muy generalizada también el de asistir a la infancia hasta un momento dado de su desarrollo. Así se transmite de generación en generación una cultura basada en la brutalización de la infancia.

El marco teórico e histórico aquí perfilado es mi punto de partida al invitar a los lectores a una exploración del vasto campo de tensión que surge entre los conceptos de masculinidad y paternidad, cada uno tremendamente amplio en sí. Para hacer esa investigación algo parecido a moverse en un terreno que en realidad ya conocemos, utilizaré más imágenes (antiguas y modernas) que discursos teóricos. Aún así, antes de entrar en ese campo de tensión, sería conveniente aclarar el significado de nuestros términos básicos.

¿Sexo o género?

¿De qué estamos hablando cuando decimos “masculinidad”? Según el diccionario de la lengua “masculinidad” es el “conjunto de las características consideradas propias del hombre”. Pero ¿cuáles son estas características? ¿Está tan claro a qué nos referimos cuando decimos “hombre”? De hecho en el uso cotidiano del idioma nos movemos (y nos confundimos) constantemente con dos significados del sustantivo “hombre”.

Uno de ellos está consagrado también por el diccionario de la lengua. La definición “persona de sexo masculino” se ilustra con la frase: “la anatomía del hombre es diferente a la de la mujer”. Lo mismo se desprende de la definición del adjetivo “masculino, -a”: “Se dice del ser que está dotado de órganos para fecundar”. Según estas dos descripciones ser hombre es tener un sexo, es nuestra identidad biológica, ésta que no se cambia sin intervenir en lo hormonal y lo anatómico. Hombre se nace y ya está. Por muy lógico que resulte, este significado no nos aporta gran cosa para nuestra indagación sobre qué es la masculinidad y cómo ésta se relaciona con la paternidad.

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El otro significado, el que resulta ser más relevante para el tema de este artículo, aparece cuando nos vamos a los sinónimos y los antónimos. “Masculinidad” es sinónimo de “virilidad, hombría”, “masculino” equivale a “varonil, viril”. Estos dos últimos adjetivos por su parte son sinónimos de “valeroso, valiente, enérgico, vigoroso, fuerte, recio, brioso, decidido, firme, resuelto”. “Hombría” a su vez no sólo equivale a las calidades ya mencionadas de un ser varonil y viril, sino también a “integridad, honradez, decencia y honorabilidad”. Todo esto contrapuesto al antónimo “feminidad”, que no sólo equivale a “suavidad, delicadeza, finura, ternura, gracilidad y timidez”, sino también a ser “cobarde, pusilánime y débil”.

O sea que ser hombre puede significar también una identidad que no se basa en la diferencia biológica, sino en la división de papeles entre ambos sexos y los diferentes valores que se le asignan a cada uno de ellos. A esta identidad se ha ido aplicando en las últimas décadas el término de género. ¿En qué se distingue esa identidad del sexo con que se nace? En los orígenes de la teoría feminista, Simone de Beauvoir acuñó una frase para describir la condición femenina, pero que sirve para definir la diferencia entre identidad de género e identidad biológica para ambos sexos: “No se nace mujer; se aprende a serlo.”

El aprendizaje de los diferentes roles asignados a cada sexo, llamado también socialización, ocurre directa e indirectamente desde la más pequeña infancia y se manifiesta en casi todos los aspectos de nuestra vida. De todo ese proceso complejo quisiera resaltar el factor que probablemente más relevancia tiene para el tema de la paternidad. La capacidad biológica de traer retoños al mundo lógicamente tendría que ir acompañada de un recurso que sin embargo tradicionalmente no pertenece al ámbito masculino: el cuidado (de las cosas y de las personas). Las diferencias entre los juguetes de los nenes y de las nenas, los modelos que se les ofrece en su hogar, las actividades estimuladas en ambos sexos en la juventud, y, más tarde, las expectativas del mercado de trabajo, van todas unidas por el mismo hilo conductor: de los varones se espera que asuman ser los creadores y los destructores, mientras que las mujeres tienen que encargarse del cuidado y el mantenimiento de todo lo que hay entre los dos extremos del inicio y del fin de la vida. Esa diferencia hay que construirla, ya que no nacemos así. El caricaturista argentino Quino, creador de la figura de Mafalda y de sus compañer@s impereceder@s, lo ilustra así:

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En esta tira la confrontación directa con el cometido de mujer ejemplificado por una madre sumida en los quehaceres domésticos hace que a Mafalda se le atragante la pregunta: «Mamá ¿vos qué futuro le ves a ese movimiento por la liberación de la muj... no, nada, olvídalo».

En la otra tira Mafalda se dirige a Manolito: «¡Qué lindo camión! ¿Te lo trajeron los Reyes?» «Sí», responde Manolito. «Cumplieron con su cometido de Reyes», constata Mafalda. «¡Sí, lástima que yo ya cumplí con mi cometido de chico!» contesta Manolito mientras se aleja con su juguete ya roto.

Quino pone en nuestro punto de mira el sexismo, ese conjunto de prejuicios basados en la pertenencia a uno u otro de los dos sexos, sobre el que se construye la discriminación desventajosa de las mujeres y su desigual participación del poder tanto a nivel de sociedad como en las relaciones personales. Pero ¿cómo afecta el sexismo a las relaciones entre los dos sexos en el terreno donde se supone que deberían de estar unidos, en el de la procreación?

¿Reproducción o producción?

Como seres biológicos, hombres y mujeres compartimos los mismos ciclos vitales. Al principio somos bebés, después niños, adolescentes, adultos, ancianos y finalmente morimos. Lo mismo pasa con los ciclos vitales que giran alrededor de la reproducción. Al principio somos infecundos, después podemos reproducirnos y luego hay una tercera fase, en las mujeres más temprano que en los hombres, en la cual de nuevo nos volvemos infértiles. Sin embargo esta misma capacidad de reproducción juega un papel muy diferente en la vida de una mujer y en la de un hombre según si se considera su sexo biológico o su rol sexual, su identidad de género.

En el caso de las mujeres los ciclos vitales reproductivos acarrean el mismo significado según ambas definiciones. Para que una mujer se pueda sentir autorrealizada es suficiente que se convirtiese en madre. De esta manera no sólo ha realizado su

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función biológica, sino al mismo tiempo ha cumplido con su cometido de mujer “plena”.

Aparentemente esto no es así en el caso de los hombres. En lo que atañe a su identidad de género, los ciclos vitales de un hombre no giran alrededor de la reproducción, sino de la producción. Un hombre puede tener veinte niños repartidos por todo el territorio nacional y como mucho se le va a considerar un Don Juan empedernido. Para lograr el reconocimiento como “hombre hecho y derecho” no es suficiente reproducirse, tener niños, ni siquiera ser un padre dedicado. Para eso uno tiene que producir algo “en el mundo” (entiéndese: fuera del hogar) y participar en hazañas (del tipo que sea: amorosas, bélicas o empresariales).

Cabe mencionar aquí el tema de la responsabilidad reproductiva de los hombres (o, para ser más precisos, la notoria irresponsabilidad reproductiva de los hombres). La realidad biológica une ambas partes involucradas en un acto sexual por igual. Cuando el concepto de (posible) paternidad se disocia de esa realidad y se une con el concepto

patriarcal de masculinidad, se forma una amalgama que contamina la convivencia, crea relaciones desiguales y, consecuentemente, malestar.

La identificación con la producción en lugar de la reproducción constituye sólo una cara del modelo de paternidad patriarcal. La otra cara es la identificación con la jerarquía de poder (en sus ambos aspectos de mando sobre los subordinados y obediencia a los superiores) encima del cuidado y la protección de la prole.

¿Poder o cuidado?

Voy a recurrir de nuevo a Quino para ilustrar esto. En esta caricatura el

escultor dice a los políticos consternados ante el trabajo que le encargaron: «Pero... ¡si ustedes mismos me pidieron destacar sus dotes de hombre de acción y padre ejemplar!».

La imagen del padre severo, maltratador está íntimamente ligada a la visión del hombre como guerrero, otro mito muy arraigado en nosotros. Es otra manera de combinar la identidad de género patriarcal con un concepto de paternidad que en lugar del cuidado se ha identificado con el poder.

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Lo mismo irrumpe también en el idioma cotidiano, por ejemplo cuando se habla de los niños que “dan guerra”. Es una proyección curiosa y una manera de culpabilizar a la víctima. Las niñas y los niños en realidad nunca dan guerra. Si es que están involucrados en una beligerancia, es para defenderse, con su vitalidad e inteligencia innatas, de la guerra de exterminio que los adultos y adultas libramos contra la infancia, contra la vida misma. Esta guerra tiene su expresión máxima en los abusos de poder (grandes y pequeños, físicos y no físicos) a los que los niños están sistemáticamente expuestos, pero no se limita a ellos. Su meollo es precisamente la incorporación a la convivencia cotidiana de un modo de organizar la sociedad a base de preceptos históricamente “varoniles” (productividad, control, etc.), inmutables ante las verdaderas necesidades de los niños, que con el tiempo se han convertido en valores a inculcar incuestionables, intemporales y sin signo de género. Precisamente por eso hace falta hacer visibles los orígenes de esos preceptos.

Para ilustrar el tema de la paternidad como vínculo con el poder me parece emblemático comenzar con una obra de Francisco Goya, hombre y artista que considero precursor en cuanto a romper con el corporativismo masculino. Cuando el rey Fernando VII vuelve a España, le encarga a Goya eternizar las hazañas gloriosas de la guerra contra Napoleón. Goya pinta entonces los cuadros «El 2 de mayo de 1808» y «El 3 de mayo de 1808», dos imágenes universales que muestran que en las guerras no hay héroes, sino tan sólo crueldad y víctimas.

El cuadro de Goya, titulado «Saturno devorando a su hijo», ilustra de una manera dramáticamente realista en la técnica de dibujo y en el uso de colores uno de los mitos más ancestrales que rigen nuestro concepto de la paternidad: la historia de Cronos en la mitología griega o de su alter ego romano, Saturno. Como todos los mitos, éste también tiene muchas posibles interpretaciones; por ejemplo lo de cómo el tiempo, Cronos, lo devora todo sin piedad.

En mi lectura el cuadro nos traslada a un punto central en la gestación del patriarcado, esa lucha por el poder de los padres a quienes –históricamente hablando– no mucho tiempo antes las madres les hicieron saber lo que a través de la domesticación de animales y la observación de su propio cuerpo descubrieron sobre el papel del varón en la fecundación. Las madres intentan todavía resistir la dominación por los padres y para ello se alían con los hijos. Pero los hijos varones, de niños y de jóvenes víctimas ellos mismos de los padres, llegados a adultos se vuelven como sus progenitores masculinos.

Nuestra figura central, Cronos/Saturno castró en su día a su propio padre en una revuelta de los hijos que su madre Gea/Gaia (la Madre Tierra, primera de los primeros

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dioses surgidos después del Caos original) había tenido con su padre. Éste, Urano (el Cielo) era de hecho hijo de Gea también, creado por ella sola, sin intervención de ningún padre. Urano al expandirse envolvió a su madre, quien se unió con él en varias ocasiones y procrearon a toda una serie de hijos e hijas, monstruosos muchos de ellos. Urano les odiaba precisamente por eso y abusó de su fuerza para arrojarles al fondo de las entrañas de la tierra, o sea les obligaba a permanecer en las entrañas de su madre. Gea amaba a sus hijos tal como eran y los alentaba a rebelarse.

Aunque Cronos/Saturno protagonizó esa rebelión cortándole los genitales a su padre (el imperio del falo todavía no tenía fuerzas para imponerse), cuando él sucede a su padre y se le augura que alguno de sus muchos hijos habidos con su esposa-hermana le quitará el poder, decide matarlos, pero no de cualquier manera: los canibaliza, los devora uno por uno. Sólo uno es salvado con engaños de la madre, que lo cambia por una piedra. Cronos/Saturno, ciego como es, no distingue a un hijo de una piedra. (¿Típico caso del padre ausente, ocupado en sus asuntos de poder en el mundo, cuyo contacto con los hijos se restringe a mirarlos de vez en cuando —o ni eso—, y que ni una sola vez los ha palpado, acariciado, tenido en las manos?)

Será ese hijo superviviente, Zeus o Júpiter, quien finalizará la obra de instalar el patriarcado. Una vez adulto destrona a su padre y se instala como dios supremo en el Olimpo. A lo largo de toda la mitología griega, a veces en el Olimpo, a veces bajando a los mortales, Zeus va raptando y violando a mujeres (diosas o no), y deja hijos e hijas por todas partes, de modo que las relaciones de adhesión para el futuro le queden garantizadas. En los mitos no hay ningún indicio de que se haya preocupado lo más mínimo por alguno de estos hijos, más bien seguía con sus hazañas. Como Victoria Sau constata en su Diccionario ideológico feminista, «su esposa es la madre vencida, dominada, engañada por un marido constantemente infiel, celosa; y Zeus es el padre por antonomasia que engendra los hijos por violación, cohecho, engaño y voluntad absoluta. […] con Zeus se afianza el mundo de los padres y las madres quedan relegadas al papel de vasijas vivientes obligadas a recibir el producto masculino, a “cocerlo” en su interior y a dar a luz para que los hombres se queden el fruto de este trabajo.»

(Entre paréntesis un salto a una representación moderna de ese mito: una de las formas en las que hoy en día se presenta la reacción a las reivindicaciones de igualdad de las mujeres y de un movimiento de hombres pro-feminista, antisexista y contra la desigualdad, es lo que se suele llamar el «movimiento de hombres para una nueva masculinidad». Para que nos hagamos una idea de qué hay de nuevo en esa masculinidad, cabe señalar que esa corriente, haciendo uso de un lenguaje mítico-poético, habla de recuperar la fuerza de Zeus en los varones.)

Si seguimos trazando la asociación trágica entre paternidad y poder (propio o superior), en lugar de la alianza del padre con el

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hijo, encontramos un ejemplo culturalmente todavía más cercano a nosotros en el Antiguo Testamento. Es Abraham quien, porque una autoridad se lo dice, está dispuesto a sacrificar a su hijo. Ha de ser un ángel quien le salve al hijo y no su intuición o su instinto paternal.

Todavía más cerca de nosotros en el tiempo hay imágenes que no sólo nos rodean diariamente, sino que pertenecen a la misma base de nuestra cultura. Estas mismas imágenes que, se supone, representan a un padre que por el bien de la humanidad sacrificó a su hijo, pueden también tener otra lectura (y espero no herir la sensibilidad religiosa de nadie): un hombre adulto, en aras de un

proyecto que él tiene en el mundo, sacrifica a su propio hijo, sin consultar a la madre, aunque después tiene que encargarse ella de ser la madre dolorosa al lado de la cruz, llorando, secándole las heridas, bajándolo de la cruz, esperando tres días a ver si resucita, mientras que el clamor de Jesús en la cruz (“Padre ¿por qué me has abandonado?”) no obtiene ninguna respuesta.

Más que de la religión como tal, estoy hablando de ciertas imágenes que están en la base misma de nuestra imaginación. Y precisamente en la misma religión hay otra imagen, también muy conocida por nosotros y que podría ser el arquetipo del padre cuidador.

Aquí tenemos a un padre a quien, aún no siendo el padre biológico, le mueve el cuidado del niño. José, como todos los demás hombres en Belén se entera de que Herodes va a matar a todos los niños primogénitos. Pero él es el único que dice: “dejo mi negocio y todo y nos largamos para proteger al niño”. En esta imagen José, en un acto de mucha humildad, hace el viaje largo detrás de María y del niño, cumpliendo su cometido de padre protector y cuidador.

Curiosamente tenemos culto a Dios, tenemos culto a María, tenemos culto a Jesús, pero no tenemos culto a José. (Excepto por el «Día del padre» en el día de San José, que es más bien un acto de devoción al comercio que una búsqueda común de nuevos conceptos y prácticas de la paternidad.)

¿Dónde están las imágenes del padre que sabe cuidar y nutrir? ¿Por qué asociamos nutrición y cuidado con la madre y no con el padre? ¿Por qué nos cuesta imaginar hombres con estas cualidades? Para responder a esta pregunta, aunque sea sólo parcialmente, primero tenemos que analizar los códigos visuales de lo masculino y de lo femenino. Para reconocer estos códigos no hay nada más clarificador que la iconografía establecida hace ya mucho tiempo para la mitología de nuestros días: la publicidad.

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Masculino y femenino

La iconografía publicitaria es profundamente sexista. Como hemos dicho antes, sexismo es un conjunto de prejuicios basados en la pertenencia a uno u otro de los dos sexos, sobre el que se construye la discriminación desventajosa de las mujeres y su desigual participación del poder tanto a nivel de sociedad como en las relaciones personales. En las claves visuales de la publicidad, masculino es el que mira hacia fuera, el que tiene contacto visual contigo cuando tú miras a la imagen, mientras femenina es la persona que enfoca su mirada en un punto dentro de la imagen. Estos códigos se usan constantemente, como por ejemplo en la campaña de telefonía móvil en dos partes que presentamos aquí.

Antes de leer el texto (que también es significativo), resulta interesante fijarse solamente en la diferencia entre las imágenes. Ella es mujer porque mira hacia adentro, tiene contacto con el interior. Él es hombre porque mira hacia fuera, tiene contacto con algo exterior. Éstos son códigos, muy potentes, que transmiten en sí un contenido sobre lo masculino y lo femenino, no como algo biológico, sino como rol, identidad de género. El texto sirve solamente para subrayar el mensaje de las imágenes.

Para ella: «¿Cuánto cuesta decir que sí?» y «Sólo con xxx te costará mucho menos decir lo que sientes». O sea: una mujer es alguien que está tan concentrado en percibir lo que siente que incluso le cuesta expresarlo. Como ella es objeto de la voluntad de otros y no sujeto de su propia vida, lo único que tiene que decir es un “sí”.

Sin embargo a él se le vende el teléfono así: «Estaba faenando el día que nació mi hijo. Pero le oí llorar.»

Estos dos anuncios no sólo refuerzan descaradamente viejas y opresivas divisiones de roles entre los sexos. Son también una llamativa representación de la contraofensiva que se lleva a cabo para contrarrestar los pocos avances que se hayan podido hacer en dirección de una conciliación más igualitaria de la vida laboral con las tareas relativas a la crianza y de un reparto más justo de las tareas domésticas.

En estas últimas décadas también en España se ha reivindicado el derecho de los padres a estar presentes en el nacimiento de sus hijos. Ahora, con el teléfono móvil se nos (re)vende la idea de que lo único que un hombre tiene que hacer es trabajar. ¿Será ésta la verdad detrás de otro mito moderno según el cuál tenemos que hacernos con todos estos aparatos porque acercan a las personas en lugar de alejarlas? Y de paso,

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después de muchos avances hacia partos menos violentos, se nos vende de nuevo el mito falso de que un niño tiene que llorar cuando nace, como si esto no tuviera que ver más con la posible violencia de un parto como el que se representa en el anuncio: la madre en un hospital, en una posición que induce a la pasividad, sin el apoyo físico y anímico del padre o de otras personas conocidas, rodeada de personas extrañas con disfraces estériles. Ahora a las luces y a los ruidos fuertes que esperan al que va a llegar a este mundo directamente del útero ¿se añadirá también el sonido del teléfono móvil? (No estoy hablando solamente de unas convicciones o de teorías. He tenido el privilegio de haber participado en el parto en casa de un hijo y una hija propios, y de varios niños más. De esta manera pude confirmar que los recién nacidos no han tenido ninguna razón para saludar al mundo con un llanto. Estos críos, aparte de un entorno lo menos violento posible, han tenido también el calor del cuerpo de sus padres como uno de los primeros contactos con este mundo.

He aquí un ejemplo de cómo los mismos códigos visuales se pueden usar para retratar un hombre con cualidades nutritivas.

Resulta interesante fijarse en la estructura del cuadro. Si lo “femenino” es fijar la mirada “dentro” (dentro de la casa, dentro de sí misma, dentro de lo que es la vida cotidiana), aquí tenemos a un hombre a quien le interesa lo que hay dentro de la imagen: su nieto, un niño. Me reconforta mucho ver que también desde siempre existe la posibilidad de que los hombres miren a los ojos de un niño de esta manera. Me alegraría mucho poder ver esta mirada en los ojos de muchos más hombres, y no sólo cuando los hijos están durmiendo, o cuando son muy pequeños o cuando el hombre en cuestión ya

ha dejado atrás la etapa “productiva” de su vida y se ha hecho abuelo. Imágenes como ésta podrían ser una de las bases de una imaginación masculina diferente sobre lo que es ser hombre y padre.

¿Un nuevo padre?

Pero aparentemente hay otros intereses que se mueven por allí. He aquí una imagen actual donde un hombre mira hacia dentro – y mirar bien que es lo que los creadores de la imagen nos sugieren.

Es un anuncio de la empresa Canon, en el cual también el texto es muy importante: “Desde que la GP215 está en la oficina llego a casa mucho antes que mi mujer”. El anuncio va claramente dirigido a

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los hombres. No explican lo que es una GP215, se supone que cualquier hombre lo sabe. Al mismo tiempo ese mismo hombre no sabe distinguir entre el culo y la cabeza de un niño o dar con un biberón en la boca. (¿Será que la buena puntería es una cualidad masculina necesaria solamente a efectos de la caza y no para hombradas de la casa, como cuando se trata de nutrir a un bebé o de mear — por lo menos mientras que los aseos sean limpiados por mujeres?).

Una vez más queda desenmascarado el mito falso de que los avances tecnológicos son para darnos más tiempo para las relaciones humanas. Pero en ese anuncio hay más que eso. El mensaje claramente es: «Macho, si te sobra una hora de tu trabajo porque hay una máquina que te ahorra tiempo, mejor que te vayas al bar de la esquina y hables de fútbol con tus compañeros, porque si llegas a casa antes que tu mujer, mira el desastre que montas». De esta manera se refuerza la imagen degradante del hombre como un ser incapaz de cuidar de cosas o de otros seres.

Una imagen así hoy en día molesta incluso a muchos hombres y se reclaman representaciones más halagadoras de los hombres en el terreno de los cuidados. De hecho en los últimos años ha aparecido en los medios de comunicación un fenómeno (más un fenómeno mediático o publicitario que un verdadero fenómeno sociológico) que se ha llegado adenominar el Nuevo padre. Este pariente cercano del Nuevo varón sensible y del Varón familiar sería un varón que es capaz de establecer vínculos emocionales con sus hij@s y dedicarse a ell@s. La figura del Nuevo padre se asienta en un hábil deslizamiento en el discurso mediático. Se da por sentado que, por una parte, amar a los hij@s es lo mismo que dedicarse a ell@s y compartir la responsabilidad práctica por la crianza de ell@s y que, por otra parte, el afecto alcanza como prueba de la habilidad en el cuidado y que de ésta se deriva dedicación. En realidad en muchos casos los nuevos padres más que hacer por l@s hij@s, están con ell@s. Hacen suyos segmentos específicos de la crianza, habitualmente aquéllos que son más placenteros. Algunas de estas actividades están sobredimensionadas y se ejecutan como rituales en los que se concentra “lo emocional” (asistir al parto, cambiar pañales, dar el baño vespertino, dar el biberón, jugar y acompañar a dormir). Al mismo tiempo no disminuyen ni la sobrecarga habitual de las mujeres, ni la desigualdad tradicional en el reparto de las tareas domésticas, ya que la rutina más engorrosa de la crianza sigue siendo casi exclusivamente ámbito de ellas y el número de hogares españoles donde el hombre participa en los quehaceres domésticos no pasa del diez por cien. Además no es infrecuente que las nuevas posiciones paternas vayan de la mano de la recuperación del antiguo poder de sentirse “experto” educativo y con el derecho de detectar y criticar severamente las “equivocaciones” maternas.

En general se puede decir que aunque en determinados varones o grupos selectivos de varones un nuevo modelo de paternidad refleje aproximadamente sus prácticas, la retórica optimista ha surgido no tanto por la proliferación de estos “nuevos

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varones”, sino por una serie de operaciones mediáticas sobre el imaginario social. Éstas, a su vez, se basan no tanto en el deseo de los varones por la igualdad o los datos de un verdadero cambio sociológico, sino en la autoglorificación masculina, los deseos femeninos, las estrategias de “modernización” del patriarcado o las necesidades del mercado. He aquí un ejemplo representativo de lo último.

Esta publicidad comercial de un biberón a primera vista parece ser una representación tierna del “nuevo padre”. Pero en realidad es una falacia. Y para saber que lo es, incluso antes de leer el texto, es suficiente fijarse una vez más en los códigos visuales.

Anteriormente he estado analizando los códigos visuales a través de los cuales la publicidad establece lo masculino y lo femenino. Este anuncio no sólo hace, aunque de una manera paradójica, pleno uso de éstos, sino va más allá e introduce los códigos visuales que maneja la pornografía.

En otro ensayo sobre las características y los efectos de ésta analizo extensamente estos códigos y establezco las diferencias entre la pornografía y el arte erótico. La idea básica de ese análisis precisamente es que a pesar de que las imágenes pornográficas están fuertemente sexualizadas (mejor dicho, genitalizadas), poco tienen que ver con la sexualidad, ya que lo esencial en la pornografía no es un tema o un contenido (en este caso la sexualidad) sino la relación de los personajes entre ellos mismos y con el espectador. El arte erótico representa a personas embarcadas en una experiencia propia y mutua. En la pornografía la experiencia es fingida, pero no es ésta la diferencia principal. La diferencia primordial es que los verdaderos protagonistas de la pornografía no son los personajes representados, sino los que forman el público siempre invisible que está mirando a los primeros. Consecuentemente la relación que importa no es la que pueda haber entre las partes representadas, sino la que se busca establecer entre la persona que está mirando y ese objeto en el que se ha convertido a una o a varias de las personas representadas. O sea, la misma relación que la publicidad establece entre el comprador y el objeto a vender. Cabe recordar que pornografía es un término de origen griego que significa “la descripción (grafia) de la prostituta (porné)”, o sea de una persona convertida en un objeto a vender. Por eso a la hora de caracterizar imágenes el término pornográfico denota cualquier representación de esa índole, independientemente de su posible connotación sexual.

El anuncio del biberón se sitúa precisamente en la intersección de estos dos modos de ver, el sexista y el pornográfico. Hemos dicho que en la iconografía publicitaria masculino es el que mira hacia fuera, el que tiene contacto visual contigo cuando tú miras a la imagen, mientras femenina es la persona que enfoca su mirada en

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un punto dentro de la imagen. El anuncio hace uso paradójico de este código visual: una figura con rasgos anatómicos que denotan masculinidad en cuanto a su sexo biológico se nos representa como femenino en cuanto a una conducta y una pose culturalmente adjudicadas. Ese hombre-madona musculoso tiene su mirada enfocada dentro de la imagen, en un niño que mira hacia mí, futuro comprador del biberón. El niño no tiene más contacto que el meramente físico con el hombre que le sostiene en brazos. Para las finalidades de la publicidad que hace uso de la iconografía tampoco hace falta que haya más vínculo entre ellos, ya que el personaje adulto en realidad no está en la imagen porque tenga que ver con el niño, sino para vendernos un producto.

Para ese mismo fin el hombre “Nuk” está provisto de otros tantos códigos adicionales que pueden provenir tanto de la publicidad como de la pornografía. (De hecho, en una cultura donde la publicidad no menos sexista que omnipresente ha sexualizado —mejor dicho, pornografizado— hasta el espacio público, se hace difícil hacer esa distinción.) Así nuestro hombre-madona está desnudo, lo cual sirve dos funciones. Por una parte vincula el producto a vender con ciertos cánones estéticos requeridos por la cultura dominante, en este caso un cuerpo musculoso, tallado en muchas horas de gimnasio. Por otra parte la desnudez de ambos personajes junto a la ausencia de cualquier entorno alrededor de ellos priva la imagen de referencias que pueden interferir con la idealización a través de la cual se intenta hacer la publicidad más sugerente. Todos los elementos de la imagen son reales, sin embargo nada en ella es verdad.

La falacia queda todavía más plasmada en el texto: «Ellos también pueden dar el pecho» y «Porque Nuk imita la perfección del pecho de la madre». En realidad ni ellos pueden dar el pecho, sólo el biberón, ni se puede imitar en plástico la naturaleza, cuya perfección consiste precisamente en que no es de plástico y que es diferente en cada mujer.

El anuncio responde sutil y simultáneamente tanto a las necesidades de los varones que aspiran a pertenecer al club de los nuevos padres, como a las de una industria que quiere aprovechar esas aspiraciones para vender sus productos. (Al fin y al cabo la industria va sobre seguro, aunque el club de los nuevos padres resultara demasiado selecto para rentabilizar la campaña publicitaria. Siempre quedan las mujeres a quienes, precisamente porque de todas maneras les toca a ellas encargarse de la compra del biberón, les hace ilusión la idea de algún día compartir con ellos por lo menos algo de la crianza.)

Todas las mujeres que hoy en día entran en el mercado de trabajo y el ámbito público saben que aún haciendo el mismo trabajo probablemente tendrán que conformarse con menos salario que sus compañeros. La vasta mayoría de ellas ni llegará a tropezar con el famoso techo de cristal que impide la carrera laboral y pública de las mujeres. Ya mucho antes sufrirán la incompatibilidad del “universo masculino” con el

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mismo hecho de ser mujer (¿cuántos lugares de trabajo están adaptados para mujeres que tienen la regla?). Y todas saben que haberse convertido en “mujer trabajadora” no significa que pueden dejar de lado la asignación tradicional a las mujeres de la crianza de los hijos y las labores domésticas.

Por contraste el anuncio del biberón sugiere a los hombres que ellos sí pueden superar hasta límites verdaderamente infranqueables entre masculino y femenino. Lo único que tienen que hacer para sustituir a las mujeres es comprar un artilugio y asegurarse de que sea de la marca correcta. El cuerpo supermasculino intacto simboliza al mismo tiempo que para llegar allí no tendrán que renunciar a su supuesta masculinidad y, consecuentemente, a ninguna de las ventajas y privilegios que el simple hecho de haber nacido varón implica. Lo único que podría pasar es que el mismo anuncio generara cierta incomodidad en la psique colectiva masculina al presentar un varón muy varón en una pose y con una actitud femeninas. Los creadores del anuncio se encargan de compensarlo en el acto, introduciendo en la parte derecha del anuncio y con un protagonismo visual destacado un símbolo fálico disfrazado de biberón.

Veamos ahora otra imagen con el mismo motivo: un niño y un hombre juntos. Esta es una publicidad no comercial para promover un reparto más justo en la conciliación de la vida laboral y privada, animando a los hombres a tomar parte en el cuidado de las personas dependientes. Más arriba he sostenido que el anuncio del biberón, además de manejar los códigos visuales de la publicidad sexista sobre lo que es masculino y femenino para transmitir un mensaje falaz, introducía también la “mirada pornográfica”. Por el contrario, esta imagen podría ser representativa para ilustrar las claves del auténtico arte erótico.

Observemos en primer lugar el código primordial de esta diferencia, el de la relación de los personajes entre ellos mismos y con el espectador. En esta imagen los dos personajes están sumidos en una relación íntima entre ellos, de la cual nosotros sólo somos testigos. En cuanto a los códigos adicionales, aquí tanto el hombre como el niño son personas ordinarias, nada de modelos, ambos vestidos de una manera y situados en un entorno que sugiere cotidianidad. De la misma manera el texto del anuncio («Están creciendo en igualdad») es simplemente una aplicación del lema de la campaña que pretende divulgar («Crecemos en igualdad») a la relación de las dos personas representadas en la imagen. El texto subraya el mensaje de la imagen: se trata de crecer juntos y la igualdad nos hace crecer. Ahora sólo falta cubrir el trecho que hay entre dicho y hecho.

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Disidentes del patriarcado

Al principio de este escrito he señalado la contradicción entre mi cometido de aclarar ideas y mi deseo de tener una influencia sobre la puesta en práctica de esas ideas. He presentado en imágenes los mitos, antiguos y modernos que sostienen la tradición de una paternidad aliada al poder y los privilegios patriarcales. He partido de que los mitos ni son algo acabado, ni son leyes, sino que podemos darles diferentes lecturas. He sostenido incluso que nuestras elecciones de hoy dependen precisamente de estas lecturas. Ahora, ¿qué es lo que podemos deducir en cuanto a qué hacer para romper con esta tradición?

No tenemos recetas claras y fáciles para lo que se tiene que hacer, pero sí podemos saber lo que no es justo seguir repitiendo. Dicho en otras palabras: un movimiento de hombres por el cambio en la paternidad y en la relación con las mujeres en primer lugar tiene que responsabilizarse con la posición de poder y control que la tradición patriarcal nos ha transferido. Nos toca ser disidentes del patriarcado, aunque sea menos grato y placentero que ser “nuevos varones sensibles” o “nuevos padres”, aunque perdamos privilegios y ganemos inseguridad. Porque los roles dan indudablemente cierta seguridad. Sabemos por ejemplo cómo hay jóvenes que optan todavía hoy en día por un rol supermasculino, en busca de la seguridad que les da pertenecer a un grupo con los papeles ya determinados, en vez de tener que buscar uno mismo la respuesta a la pregunta que entraña tanta incertidumbre: ¿Quién soy yo? ¿Qué soy yo?

Por eso, para terminar quiero mostrar dos imágenes que podrían ser los arquetipos de la certeza y de la duda aplicados directamente a nuestro tema.

He aquí la imagen de la certeza.

Aquí no cabe duda alguna. Éste es un “hombre”. Cualquiera de los detalles sugiere el macho: la boina, la mirada, la boca, el cigarrillo en la boca, las botas, el patrón de la ropa, el gesto del brazo con la manga subida. Alguien

podría pensar que todo esto es sólo un atuendo inocuo, una serie de símbolos distintivos con los que ciertos hombres expresan lo que les une (y que al fin y al cabo se reduce a que ellos no son mujeres). Pues si alguien dudaba de que la simbología denota una manera de actuar en el mundo y de relacionarse con los, mejor dicho las demás, aquí hay también dos elementos ya nada simbólicos. Uno es la revista pornográfica mostrando mujeres de carne y hueso convertidos en objetos. El otro es el falo, simbólico en cuanto es un cañon y, por supuesto, en su tamaño, y para nada simbólico en que de hecho es un arma que prolonga y multiplica el poder destructivo y violador de este tipo

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de masculinidad. No falta nada. Aquí no hay ninguna confusión. La imagen puede parecernos repugnante, pero es coherente y la coherencia da seguridad.

Y he aquí la imagen de la incertidumbre.

Esta imagen de hecho es igual de real que la del soldado en la guerra de los Balcanes (es la ilustración de un desorden hormonal). Pero ¿por qué no tomarlo como una representación de la confusión que debería acuciarnos? ¿Qué es esto? ¿Mujer barbuda? ¿Hombre que de hecho puede dar el pecho? ¿Y qué soy yo? ¿Qué quiero dejar de ser? ¿Qué quiero ser?

Es aquí donde prefiero acabar este escrito. No para terminar, sino para tomarlo como punto de partida. ¡Ojalá se nos confundiesen todavía más los límites entre masculino y femenino!

Los mitos no sólo no están acabados. Están por hacer, por lo menos el mito del varón no abusivo, del padre no devorador de sus hijos, del hombre cuidador. Nunca mejor que ahora citar los versos archicitados de Antonio Machado y leerlos como si fuera por la primera vez:

«Caminante, son tus huellas el camino, y nada más; caminante no hay camino, se hace camino al andar. Al andar se hace camino, y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar».

Relación de imágenes:

1. Quino: Mafalda 2. Quino: Mafalda 3. Quino: Potentes, prepotentes e impotentes; Lumen, 1989 4. Francisco de Goya: Saturno devorando a su hijo 5. Desconocido: Abraham sacrificando a Isac 6. Desconocido: Majestad 7. Fra' Beato Angelico: La fuga a Egipto 8. Anuncio de MoviLine 9. Anuncio de MoviLine 10. Domenico del Ghirlandaio: Un hombre viejo con su nieto 11. Anuncio de Canon

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12. Anuncio de Nuk 13. Anuncio del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales 14. Fotografía de Miguel Berrocal 15. José Ribera: La mujer barbuda

De todas las lecturas que durante treinta años han contribuido a formar en mi las ideas formuladas en este escrito quiero destacar dos: el libro About men de Phyllis Chesler (Simon and Schuster, New York, 1978) y el Diccionario ideológico feminista de Victoria Sau (Icaria, Barcelona, 1990 vol. I., 2001 vol. II). Gracias también a Bippan Norberg, Carmina Pinteño, Dyane Wan der Weyden, Esther Recio, José Ángel Lozoya, Lomi Szil, Luis Bonino y Vicente Barba por sus ideas y por su apoyo.