Meditacion Del Marco

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MEDITACIÓN DEL MARCO En EL ESPECTADOR III Ortega y Gasset (1921) BUSCANDO UN TEMA En esta habitación donde ahora escribo hay muy pocas cosas; pero entre ellas, dos grandes fotografías y un pequeño cuadro, que en las horas de forzado ocio, de enfermedad o de fatiga, atraen con preferencia mi atención. Las dos fotografías se hacen frente a dos paredes opuestas. Una reproduce la figura de la Gioconda que está en el Museo del Prado; la otra el "Hombre con la mano al pecho", que pintó el frenético griego de Toledo. Este personaje desconocido es una fisonomía apasionada e incandescente que modera con el peso de su mano una incurable exaltación cordial y mira el mundo con ojos febriles. La blanca gola emite una estelar fosforescencia; la barba aguda parece estremecerse, y sobre el negro traje, bajo el corazón, el puño de oro del estoque da un perpetuo latido de fuego. Siempre he pensado que esta figura es la más cabal representación de Don Juan, se entiende, Don Juan según mi manera de interpretarlo, que discrepa un poco de las usadas. A su vez, la Gioconda, con sus cejas depiladas y su elástica carne de molusco, con su sonrisa de doble filo, que es a la par de atracción y esquivez, simboliza para mi la extrema feminidad. Como Don Juan es el hombre que ante la mujer no es sino hombre –ni padre, ni marido, ni hermano, ni hijo-, es la Gioconda la mujer esencial que conserva invicto su encanto. Madre y esposa, hermana e hija son los precipitados que da la feminidad, las formas que la mujer reviste cuando deja de serlo o todavía no lo es. La mayor parte de las mujeres tienen de mujer solo una hora en su vida, y los hombres suelen ser Don Juan no más de unos momentos. Si dilatamos estos momentos, prolongándolos sobre toda una existencia, formaremos la ideal figura de Don Juan y de Doña Juana. Porque esto es la Gioconda; Doña Juana. Así, estas dos fotografías, desde sus paredes fronteras, son tal para cual. Victorioso de todas las demás mujeres, era interesante hacer sufrir a Don Juan la mayor experiencia sometiéndolo al influjo de Doña Juana. ¿Qué pasará? La habitación en que ahora escribo es el laboratorio psicológico donde se verifica el experimento. Al caer de la tarde sobre todo, cuando la retaguardia de la luz combate en los ángulos de la estancia con la tiniebla invasora, se dispara entre ambas fotografías un dinámico canje de energías. Yo me he complacido más de una vez en sorprender el tácito diálogo, la ofensiva y defensiva de los dos cartones simbólicos que, como castillos pirotécnicos, se lanzan mutuamente, a través de aposento, bengalas sentimentales. Ya que he de escribir un pliego más, a fin de colmar las dimensiones de este tomo ¿por qué no hacerlo sobre este tema? Hay, sin embargo, un inconveniente. Este grave tema de amor y de dolor no cabe en un pliego: requeriría docenas de ellos, y se trata de escribir uno solo. Busquemos un tema más humilde. Tal vez el pequeño cuadro que pende a la izquierda del "Hombre con la mano en el pecho". Es un paisaje de Regoyos, el más humilde de los pintores. Fra Angélico de las glebas y los sotos, que parecía ponerse de rodillas para pintar una col. Se trata de un rincón del Bidasoa: un área mansa de verdes hortalizas, vagos al fondo los montes plomizos de Francia, nubes ingrávidas en lo alto, curvas del río sinuoso, un pueblo refulgente que el sol orifica con su último rayo, y el puente internacional, sobre el que corre, única nerviosidad en medio de la vaporosa calma, un trencito apresurado. El humo de la locomotora se desvanece en el aire, y cuando ya va a borrarse, le vemos renacer de sí mismo, y así indefinidamente. Este continuado ritmo de la muerte y resurrección del humito dota al cuadro de una como vital pulsación que lo mantiene en inmarcesible actualidad. ¿No podría llenarse un pliego con todo lo que este

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MEDITACIÓN DEL MARCOEn EL ESPECTADOR IIIOrtega y Gasset (1921)

BUSCANDO UN TEMAEn esta habitación donde ahora escribo hay muy pocas cosas; pero entre ellas, dosgrandes fotografías y un pequeño cuadro, que en las horas de forzado ocio, deenfermedad o de fatiga, atraen con preferencia mi atención. Las dos fotografías se hacenfrente a dos paredes opuestas. Una reproduce la figura de la Gioconda que está en elMuseo del Prado; la otra el "Hombre con la mano al pecho", que pintó el frenético griegode Toledo. Este personaje desconocido es una fisonomía apasionada e incandescente quemodera con el peso de su mano una incurable exaltación cordial y mira el mundo conojos febriles. La blanca gola emite una estelar fosforescencia; la barba aguda pareceestremecerse, y sobre el negro traje, bajo el corazón, el puño de oro del estoque daun perpetuo latido de fuego. Siempre he pensado que esta figura es la más cabalrepresentación de Don Juan, se entiende, Don Juan según mi manera de interpretarlo,que discrepa un poco de las usadas. A su vez, la Gioconda, con sus cejas depiladas y suelástica carne de molusco, con su sonrisa de doble filo, que es a la par de atracción yesquivez, simboliza para mi la extrema feminidad. Como Don Juan es el hombre que antela mujer no es sino hombre –ni padre, ni marido, ni hermano, ni hijo-, es la Gioconda lamujer esencial que conserva invicto su encanto. Madre y esposa, hermana e hija son losprecipitados que da la feminidad, las formas que la mujer reviste cuando deja de serloo todavía no lo es. La mayor parte de las mujeres tienen de mujer solo una hora en suvida, y los hombres suelen ser Don Juan no más de unos momentos. Si dilatamos estosmomentos, prolongándolos sobre toda una existencia, formaremos la ideal figura de DonJuan y de Doña Juana. Porque esto es la Gioconda; Doña Juana. Así, estas dos fotografías,desde sus paredes fronteras, son tal para cual. Victorioso de todas las demás mujeres,era interesante hacer sufrir a Don Juan la mayor experiencia sometiéndolo al influjo deDoña Juana. ¿Qué pasará? La habitación en que ahora escribo es el laboratorio psicológicodonde se verifica el experimento. Al caer de la tarde sobre todo, cuando la retaguardiade la luz combate en los ángulos de la estancia con la tiniebla invasora, se dispara entreambas fotografías un dinámico canje de energías. Yo me he complacido más de una vezen sorprender el tácito diálogo, la ofensiva y defensiva de los dos cartones simbólicosque, como castillos pirotécnicos, se lanzan mutuamente, a través de aposento, bengalassentimentales. Ya que he de escribir un pliego más, a fin de colmar las dimensiones deeste tomo ¿por qué no hacerlo sobre este tema? Hay, sin embargo, un inconveniente.Este grave tema de amor y de dolor no cabe en un pliego: requeriría docenas de ellos,y se trata de escribir uno solo. Busquemos un tema más humilde. Tal vez el pequeñocuadro que pende a la izquierda del "Hombre con la mano en el pecho". Es un paisajede Regoyos, el más humilde de los pintores. Fra Angélico de las glebas y los sotos, queparecía ponerse de rodillas para pintar una col. Se trata de un rincón del Bidasoa: unárea mansa de verdes hortalizas, vagos al fondo los montes plomizos de Francia, nubesingrávidas en lo alto, curvasdel río sinuoso, un pueblo refulgente que el sol orifica con su último rayo, y el puenteinternacional, sobre el que corre, única nerviosidad en medio de la vaporosa calma, untrencito apresurado. El humo de la locomotora se desvanece en el aire, y cuando ya vaa borrarse, le vemos renacer de sí mismo, y así indefinidamente. Este continuado ritmode la muerte y resurrección del humito dota al cuadro de una como vital pulsación que lomantiene en inmarcesible actualidad. ¿No podría llenarse un pliego con todo lo que este

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menudo cuadro sugiere? Desgraciadamente, no. Nada más fácil que escribir sobre estecuadro varios pliegos, pero uno, uno solo, imposible. El lector no sospecha los apuros queun hombre pasa para escribir un solo pliego. ¡Son de tal suerte maravillosas las cosastodas del mundo! ¡Hay tanto que decir sobre la menor de ellas! ¡Y es tan penoso amputara un asunto arbitrariamente sus miembros y ofrecer al lector un torso lleno de muñones!Busquemos, pues, un tema todavía más humilde que el humilde cuadro del humildepintor. Por ejemplo: su marco dorado. Hagamos una breve meditación sobre el marco.Aun reducido así el propósito, es seguro que no podemos hacer más que despuntarlo.

MARCO, TRAJE Y ADORNOViven los cuadros alojados en los marcos. Esa asociación de cuadro y marco no esaccidental. El uno necesita del otro. Un cuadro sin marco tiene el aire de un hombreexpoliado y desnudo. Su contenido parece derramarse por los cuatro lados del lienzo ydeshacerse en la atmósfera. Viceversa, el marco postula constantemente un cuadro parasu interior, hasta el punto de que, cuando le falta, tiende a convertir en cuadro cuantose ve a su través. La relación entre uno y otro es, pues, esencial y no fortuita; tieneel carácter de una exigencia fisiológica, como el sistema nervioso exige el sanguíneo, yviceversa, como el tronco aspira a culminar en una cabeza y la cabeza a asentarse enun tronco.La convivencia de marco y cuadro no es, sin embargo, pareja a la que primeroocurriría comparársele: la del traje y el cuerpo. No es el marco el traje del cuadro, porqueel traje tapa el cuerpo y el marco, por el contrario, ostenta el cuadro. Es cierto que amenudo deja el traje al descubierto una parte del cuerpo, pero esto nos parece siempreuna pequeña locura que el vestido comete, una negación de su deber, un pecado. Siemprela cantidad de superficie corporal que el traje descubre guarda proporción con laque oculta, de suerte que al hacerse aquella mayor que ésta, deja el traje de ser traje yse convierte en adorno. Así, el cinturón del salvaje desnudo tiene carácter ornamental yno indumentario. Pero tampoco es el marco un adorno. La primera acción artística que elhombre ejecutó fue adornar, y ante todo, adornar su propio cuerpo. En el adorno, arteprimigenio, hallamos el germen de todas las demás. Y esa primera obra de arte consistiósencillamente en la unión de dos obras de la naturaleza que la naturaleza no había unido.Sobre su cabeza puso el hombre una pluma de ave, o sobre su pecho ensartó los dientesde una fiera, o en torno a la muñeca se ciñó u brazalete de piedras vistosas. He aquí elprimer balbuceo de ese tan complejo y divino discurso del arte. ¿Qué misterioso instintoindujo al indio a poner sobre su cabeza una lucida pluma de ave? Sin duda, el instinto dellamar la atención, de marcar su diferencia y superioridad sobre los demás. La biologíava mostrando cómo es aún más profundo que el instinto de conservación el instinto desuperación y predominio. Aquel indio genial sentía en su pecho una confusa idea de quevalía más que los otros, de que era más hombre que los otros; su flecha sibilante era enel tupido bosque la más certera e iba rauda a buscar el ala de la vida del ave con plumaspreciosas. Esta conciencia de superioridad yacía muda en su interior. Al poner sobre sucabeza la pluma, creó el indio la expresión de esa íntima idea que de si mismo tenía. Lapluma sobre él ¿era tan sólo para que los demás la mirasen? No; la pluma vistosa eramás bien un pararrayos con que atraer las miradas de los otros y verterlas luego sobresu persona. La pluma fue un acento, y el acento no se acentúa a sí mismo, sino a laletra bajo él. La pluma acentúa, destaca la cabeza y el cuerpo del indio; va sobre él comoun grito de color lanzado a los cuatro vientos. Todo adorno conserva ese sentido, quese hace patente en el trazo oblicuo e indicativo de la pluma sobre la frente del salvaje:atrae sobre sí la mirada, pero es con ánimo de hincarla sobre lo adornado. Ahora bien: elmarco no atrae sobre sí la mirada. La prueba es sencilla. Repase cada cual sus recuerdosde los cuadros que mejor conoce, y advertirá que no se acuerda de los marcos dondeviven alojados. No solemos ver un marco más que cuando lo vemos sin cuadro en casadel ebanista; esto es, cuando el marco ejerce su función, cuando es un marco cesante.

LA ISLA DEL ARTEEn vez de atraer sobre sí la mirada, el marco se limita a condensarla y verterla desdeluego en el cuadro. Pero no es ésta su principal eficacia. La pared donde cuelga la obra deRegoyos no tiene más de seis metros. El cuadro desplaza una mínima parte de ella, y sinembargo, me presenta un amplio trozo de la región Bidasotarra: un río y un puente, un

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ferrocarril, un pueblo y el curvo lomo de una larga montaña. ¿Cómo puede estar todo estoen tan exiguo espacio? Evidentemente, está sin estar. El paisaje pintado no me permitecomportarme ante él como ante una realidad; el puente no es, en verdad, un puente, nihumo el humo, ni campo la campiña. Todo en él es pura metáfora, todo en él goza deuna existencia meramente virtual. El cuadro, como la poesía o como la música, como todaobra de arte, es una abertura de irrealidad que se abre mágicamente en nuestro contornoreal.Cuando miro esta gris pared doméstica mi actitud es forzosamente de un utilitarismo vital.Cuando miro al cuadro ingreso en un recinto imaginario y adopto una actitud de puracontemplación. Son, pues, pared y cuadro dos mundos antagónicos y sin comunicación.De lo real a lo irreal, el espíritu da un brinco como de la vigilia al sueño.Es la obra de arte una isla imaginaria que flota rodeada de realidad por todas partes.Para que se produzca, es, pues, necesario que el cuerpo estético quede aislado delcontorno vital. De la tierra que pisamos a la tierra pintada no podemos transitar pasoa paso. Es más: la indecisión de confines entre lo artístico y lo vital perturba nuestrogoce estético. De aquí que el cuadro sin marco, al confundir sus límites con los objetosútiles, extraartísticos que le rodean, pierda garbo y sugestión. Hace falta que la paredreal concluya de pronto, radicalmente, y que súbitamente, sin titubeo, nos encontremosen el territorio irreal del cuadro. Hace falta un aislador. Esto es el marco. Para aislar unacosa de otra se necesita una tercera que no sea ni como la una ni como la otra: un objetoneutro. El marco no esya la pared, trozo meramente útil de mi contorno: pero aún no es la superficie encantadadel cuadro. Frontera de ambas regiones, sirve para neutralizar una breve faja de muroy actúa de trampolín que lanza nuestra atención a la dimensión legendaria de la islaestética. Tiene pues, el marco algo de ventana, como la ventana mucho de marco. Loslienzos pintados son agujeros de idealidad perforados en la muda realidad de las paredes,boquetes de inverosimilitud a que nos asomamos por la ventana benéfica del marco. Porotra parte, un rincón de ciudad o paisaje, visto a través del recuadro de la ventana, parecedesintegrarse de la realidad y adquirir una extraña palpitación de ideal. Lo propio acontececon las cosas lejanas que recorta la inequívoca curva de un arco.

EL MARCO DORADOConfirma esta manera de interpretar la función del marco el hecho indubitable del triunfo,confirmado durante siglos, del marco dorado sobre todos los demás. Si se pretendeinterrumpir nuestra ocupación con lo real, nada mejor que presentarnos algo remoto detoda semejanza con las cosas de la naturaleza, las cuales, más o menos, nos planteansiempre problemas prácticos.Ahora bien; toda forma, por estilizada que sea, conserva una alusión a los objetos realesde que ha sido aquitarada. El más puro y geométrico ornamento, el meandro o la voluta,guarda una indestructible resonancia de alguna forma natural, como en el viejo caracolpescado hace mil años repercute todavía el rumor de las resacas atlánticas. Sólo loinforme se halla libre de alusiones a lo real.El predominio del marco dorado se debe, tal vez, a que es la purpurina la materia demayor cantidad de reflejos, y el reflejo es aquella nota de color, de luz, que no lleva en síforma ninguna de cosa, que es puro color informe. Los reflejos de un objeto metálico ovidriado no son atribuidos a él por nosotros como le es atribuido el color de su superficie.El reflejo no es del que refleja ni del que se refleja, sino más bien algo entre las cosas,espectro sin materia. Por esta razón, porque no tiene forma ni es forma de nada, noacertamos a ordenar nuestra visión de él y suele producirnos deslumbramiento.Así, el marco dorado, con su erizamiento de fulgores agudos, inserta entre el cuadro y elcontorno real una cinta de puro esplendor.Sus reflejos, obrando como menudas dagas irritadas, incesantemente cortan los hilos que,sin quererlo, tendemos entre el cuadro irreal y la realidad circundante. Parejamente, a laentrada del paraíso se halla un ángel blandiendo una espada de fuego, es decir, con unreflejo en el puño.

LA BOCA DEL TELÓN

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La boca del telón es el marco de la escena. Dilata sus anchas fauces como un paréntesisdispuesto para contener una cosa distinta de las que hay en la sala. Por eso, cuanto másnulo sea su ornamento, mejor. Con un enorme y absurdo ademán nos advierte que en el"hinterland" imaginario de la escena, abierto tras él, empieza el otro mundo, el irreal, lafantasmagoría. No admitamos que la boca del telón abra ante nosotros su gran bostezopara hablarnos de negocios, para repetir lo que en su pecho y en su cabeza lleva elpúblico: solo nos parecerá aceptable si envía hacia nosotros bocanadas de ensueño, vahosde leyenda.

FRACASOEl intento de escribir un pliego sobre el marco fracasa, como era de prever. Tenemos queconcluir cuando empezábamos a empezar.Ahora deberíamos hablar del sombrero y la mantilla como marcos del rostro femenino.Tendremos que renunciar. Luego convendría plantearse el sugestivo tema de por qué elcuadro en China y Japón no suele tener marco. Pero ¿cómo tocar este asunto que implicala diferenciación radical entre el arte de Extremo Oriente y el occidental, entre el corazónasiático y el europeo?Para entenderlo sería preciso sugerir antes por qué el chino se orienta hacia el Sur y nohacia el Norte, como nosotros; por qué en los lutos viste de blanco y no de negro; por quéempieza a edificar sus casas por el tejado y no por el cimiento; en fin, por qué cuandoquiere decir que "no" mueve la cabeza de arriba abajo, como nosotros cuando queremosdecir si. __________________________________________