Mejorando Lo Presente

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El reinicio de la historia y el siguiente hombre Martín Rodríguez-Gaona: Mejorando lo presente. Poesía española última: posmodernidad, humanismo y redes. Ed. Caballo de Troya, Barcelona, 2010. Humanismo y posmodernidad son dos conceptos que a menudo han sido vistos como contrarios. De hecho, se suele considerar la posmodernidad como una superación del humanismo moderno, al que se tendría como excesivamente ingenuo (e incluso malintencionado) en su intento de liberar al hombre mediante “grandes relatos”, siendo el comunismo el último de sus fracasos. Así, hemos asistido a un gran auge de teorías deconstructivas que, en mayor o menor medida, aspiraban no sólo a la muerte del humanismo, sino incluso a la “muerte del hombre”. Una tendencia a la muerte que, por cierto, resulta en parte coincidente con los deseos de Fukuyama en su famoso intento de acabar con la Historia. Sin embargo, parece obvio que el cuestionamiento radical de los pensadores posmodernos no se puede entender sin considerarlo parte de la espíritu crítico humanista, como reconoce el propio Derrida en su reflexion sobre Marx. Y, más allá de cuestiones teóricas, importa analizar las consecuencias que está teniendo en nuestra sociedad una versión acomodaticia y mayoritaria de la posmodernidad, donde un relativismo malentendido y una consecuente falta de compromiso dejan el campo abierto a los intereses de los más poderosos, perjudicando a la mayoría de la población de una manera muy poco relativa. Muerto el hombre, se acabó la rabia, y ya es posible imponer sin reservas la dictadura de los números más altos en todas las áreas de la vida, hasta llegar a un tiempo, el nuestro, donde la escasa

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El reinicio de la historia y el siguiente hombre

Martín Rodríguez-Gaona: Mejorando lo presente. Poesía española última: posmodernidad,

humanismo y redes. Ed. Caballo de Troya, Barcelona, 2010.

Humanismo y posmodernidad son dos conceptos que a menudo han sido

vistos como contrarios. De hecho, se suele considerar la posmodernidad como una

superación del humanismo moderno, al que se tendría como excesivamente ingenuo

(e incluso malintencionado) en su intento de liberar al hombre mediante “grandes

relatos”, siendo el comunismo el último de sus fracasos. Así, hemos asistido a un gran

auge de teorías deconstructivas que, en mayor o menor medida, aspiraban no sólo a

la muerte del humanismo, sino incluso a la “muerte del hombre”. Una tendencia a la

muerte que, por cierto, resulta en parte coincidente con los deseos de Fukuyama en su

famoso intento de acabar con la Historia.

Sin embargo, parece obvio que el cuestionamiento radical de los pensadores

posmodernos no se puede entender sin considerarlo parte de la espíritu crítico

humanista, como reconoce el propio Derrida en su reflexion sobre Marx. Y, más allá de

cuestiones teóricas, importa analizar las consecuencias que está teniendo en nuestra

sociedad una versión acomodaticia y mayoritaria de la posmodernidad, donde un

relativismo malentendido y una consecuente falta de compromiso dejan el campo

abierto a los intereses de los más poderosos, perjudicando a la mayoría de la

población de una manera muy poco relativa. Muerto el hombre, se acabó la rabia, y ya

es posible imponer sin reservas la dictadura de los números más altos en todas las

áreas de la vida, hasta llegar a un tiempo, el nuestro, donde la escasa sección cultural

de los telediarios consiste en hacer publicidad gratuita de los productos más vendidos.

“Estamos en derrota, nunca en doma”, dijo Claudio Rodríguez en un famoso

verso que hoy nos suena algo optimista. Y es que el triunfo absoluto (y absolutista) del

capitalismo avanzado (un triunfo que se hace tristemente evidente en la falta de lucha

por las alternativas ante su estruendosa crisis global) ha supuesto la asunción de sus

valores incluso en campos que parecían del todo ajenos, e incluso contrarios, como la

poesía.

Ya no se trata tan sólo del divorcio entre el arte y la sociedad (un divorcio que

se remonta a los orígenes del mundo moderno, con el ascenso de los valores

burgueses, como refleja magistralmente Baudelaire), o de la especial marginación de

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la poesía en relación a otras disciplinas artísticas (como el cine, la música o la novela)

que, convenientemente simplificadas y estandarizadas, resultan más fácilmente

aprovechables por la llamada “industria cultural” (valiente oxímoron al nivel del “dolce

amaro” petrarquista).

Más preocupante resulta el hecho de que el poco espacio público que se le

reserva a la poesía sea convertido en una suerte de simulacro donde el llamado

“periodismo cultural” (en camino de convertirse en un nuevo oxímoron) se ocupa de

los poetas como si de una mercancía más se tratara (primando lo joven y reluciente, lo

fácilmente digerible y olvidable, el espectáculo fugaz, cuando no se reproducen

estereotipos decimonónicos1), con muchos críticos convertidos en pregoneros

laudatorios de previsibles novedades (recordando al inefable José Luis Moreno en

“Noche de fiesta”), una industria editorial muy limitada por las exigencias del mercado

y por el habitual clientelismo, y un sistema institucional de premios y subvenciones

que, además de corrompido, resulta poco imaginativo y completamente ineficaz (no se

entiende, por ejemplo, la gran cantidad de premios de poesía joven consistentes en

dar propina al autor y editar un libro que, en la inmensa mayoría de los casos, resulta

inmaduro e innecesario, cuando sería más útil estimular a los jóvenes con becas,

estancias y talleres con los que pudieran desarrollar sus potencialidades).

Pero quizás la más triste consecuencia sea la rendición de los propios poetas

a los valores dominantes. Es curioso observar cómo incluso los poetas más valiosos,

si quieren tener resonancia (y siempre se escribe para los demás), se ven obligados a

entablar una continua lucha por la visibilidad (el poeta convertido en anuncio de sí

mismo). Lo que llega al ridículo en los numerosos casos de aspirantes a poeta que

han cambiado el sistema de referencia de su narcisismo: del tradicional deseo de crear

una obra inmortal al actual empeño de lograr ser reconocido como poeta al margen de

la poesía, queriendo copiar el modelo “Operación Triunfo” y, en ocasiones,

pretendiendo sonar infantilmente provocadores. Cuando la auténtica rebeldía ya no

consiste en contradecir los consejos de nuestros entrañables padres y abuelos, sino

más bien en lo contrario: el esfuerzo, la constancia, la fidelidad, la austeridad, la

discreción, son, hoy en día, valores completamente revolucionarios y antisistema, en el

1 Ambos extremos han sido llevados a un punto de insuperable ridículo en un reciente reportaje de “El País semanal” (13/06/2010) firmado por Jesús Ruiz Mantilla donde, bajo el titular “Poetas de aquí y ahora”, se pretende presentar a “una brillante generación de jóvenes poetas” que posan en un paisaje bucólico (porque “de vez en cuando escapan al campo a por las musas”) con elegantes vestimentas que los pies de foto se encargan de exaltar (así, vemos a estos buscadores de la “autenticidad poética” con ropa de Armand Basi, Lacoste, Tommy Hilfiger...).

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pleno sentido de la palabra. Sólo desde estas premisas se puede llegar a cambiar el

rumbo, o deriva, de la cultura.

De muchos de estos asuntos se ocupa el ensayo de Rodríguez-Gaona, un libro

nada complaciente con el estado actual de las cosas pero que, lejos de quedarse en

una simple denuncia, nos aporta la ilusión de que no toda la poesía española está en

doma, ni siquiera en derrota, y que, de hecho, el camino de la renovación (de la poesía

y de cuanto la rodea, si es que se puede establecer una distinción) ya está abierto. El

propio ensayo, sólidamente argumentado, de carácter humilde y constructivo, sin caer

en excesos espectaculares, es una buena muestra de ello. A su lado, el famoso

Postpoesía, de Fernández Mallo (un gran novelista y poeta, por otra parte), muestra

una enorme endeblez teórica y un excesivo deseo de epatar (si bien es cierto que este

libro se entiende mejor como artefacto literario, en la estela del manifiesto

vanguardista, que como ensayo).

La obra de Rodríguez-Gaona se divide en tres partes, claramente

diferenciadas, aunque la tercera (y, a mi juicio, la más interesante) guarda una

estrecha relación con la primera, a modo de conclusión y apertura desde la poesía

hacia otros campos del presente, mientras que la segunda (una serie de críticas a

libros recientes) viene a ser una especie de interludio donde se desciende a lo

concreto antes de volver a tomar el vuelo. El objetivo principal del conjunto es, sin

duda, mostrar que otra poesía (y, en última instancia, otro mundo) es posible. Y,

además, necesario.

La primera parte, la más amplia, nos ofrece una caracterización detallada de

este nuevo grupo de poetas atendiendo no sólo a criterios estéticos sino también a

cuestiones históricas y socio-culturales. En cuanto a las primeras, se propone un

repaso a la poesía española desde la época de las vanguardias, con especial énfasis

en las últimas décadas, interpretando el conservadurismo español no como una

ausencia de propuestas renovadoras sino como una continua lucha por su visibilidad

en un entorno francamente hostil, coronado por el dominio de una corriente tan

reaccionaria como la llamada “poesía de la experiencia”, en cuyos años de mayor

auge empezarían a asomar las primeras señales de la necesaria renovación.

Una renovación silenciosa que realiza un grupo crecido en unas condiciones

materiales y culturales muy diferentes de las de sus padres. Son personas que se han

desarrollado ya en democracia, en años de bonanza económica y, lo que resulta más

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influyente, en pleno auge del consumismo globalizado y tecnológico, del triunfo de los

productos “pop” y los “mass media”. Sus referentes culturales ya no son los del

marxismo, sino los diversos discursos posmodernos, notándose también una notable

apertura y multiplicación de sus fuentes. Por último, destaca su relativo

posicionamiento al margen del mercado, intentando aprovechar las oportunidades de

Internet para crear un sistema de comunicación con los lectores más horizontal y

democrático (como veremos, este punto será clave en la tercera parte del ensayo).

Su poesía (que se analiza de forma general en el cuarto apartado de la primera

parte, y de manera más concreta en las reseñas de la segunda) resultaría demasiado

heterogénea para ser unitariamente definida, una opinión muy repetida entre los

diversos analistas pero que, sin embargo, no resulta del todo cierta. De hecho, el

propio Rodríguez-Gaona acierta a extraer algunos rasgos que, en mayor o menor

medida, caracterizan a casi todos los autores, y los distinguen de otros grupos

anteriores, como la preferencia por lo fragmentario, lo indeterminado, la polifonía, el

humor irónico, la intertextualidad, el pastiche, la desconfianza en el lenguaje, el

cosmopolitismo o el interés por la obra de Ashbery. Todos testimonian la confusión del

hombre en la era posmoderna, pero con un espíritu moderado y reflexivo que, por lo

general, les hace más sutiles que radicales.

Sin entrar a valorar la oportunidad y acierto de la clasificación que realiza el

ensayista de estos nuevos poetas, es necesario polemizar con el hecho de que dos de

estos grupos se definan por el uso de formatos no convencionales para la difusión, e

incluso creación, de poesía. Del primero de estos grupos, los “poetas preformativos”,

se podría replicar que, lejos de mostrar una forma de “disconformidad”, como afirma el

ensayista, podrían suponer lo contrario, es decir, una manera de plegarse a las

exigencias del mercado proponiendo productos más espectaculares y accesibles2. En

cuanto al uso de las nuevas tecnologías (en los “poetas del diálogo interdisciplinario”)

hay que decir que, si bien es indudable que suponen una gran oportunidad de explorar

nuevas formas de creación, y que estas formas podrían alcanzar una excelencia no

inferior a la de la poesía, conviene no confundir los términos. Incluso disciplinas más

2 En este sentido resulta estimable un artículo de Alberto Santamaría en su blog donde, bajo el título “No me mola tu teatrillo”, afirma: “en estos espectáculos poéticos, como en una perfecta táctica de distracción, se tiende a incidir más en el soporte que en el lenguaje. Parece que poco importan lo que digan sino a través de lo que lo dicen. Así podemos observar verdaderas atrocidades pasadas de moda, verdaderas ridiculeces cursis que, filtradas a través de una pantalla, gritadas a pleno pulmón, u ocultas bajo una guitarra eléctrica, disimulan su escaso interés literario”, y continúa: “no son más que fórmulas de sometimiento al mercado desde la idea -vaga y ridícula- de querer reflejar lo contrario” (http://albertosantamaria.blogspot.com/2010/05/no-me-mola-tu-teatrillo.html).

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estrechamente emparentadas, que también tuvieron una confusa convivencia inicial,

como el teatro y el cine, han demostrado ser dos opciones creativas por completo

independientes e irreductibles.

Resulta especialmente llamativa esta confusión en un ensayista que, en otros

momentos, se muestra tan cauto con la alianza de la poesía y de otros campos más

espectaculares, como sería “la tradición pop”. En este sentido, destaca su

recuperacion de la Escuela de Frankfurt para mostrar los peligros de la celebrada

unión de alta y baja cultura que caracteriza a la posmodernidad. Claro que la literatura

debe estar atenta a la “cultura pop”, pero no para alabarla o para seguirle el juego con

obras igualmente superficiales y olvidables, sino precisamente para mostrar las

debilidades y las amenazas que conlleva, aprovechando alguno de sus recursos de

forma creativa y paródica3. Hay que ser muy cuidadoso con esto, porque incluso desde

el mundo académico, con la supremacía de los “Estudios Culturales”, se está

procediendo a una deconstrucción de la “alta cultura” que, en la práctica, permite la

igualación (e incluso entronización) de los productos industriales y, de este modo,

favorece doblemente al poder mercantilista, por aumentar las ventas y, sobre todo, por

embrutecer a la sociedad y, en consecuencia, debilitar la resistencia.

No debe pensarse por esto que Rodríguez-Gaona se sitúe entre lo que Eco

llamaba los “apocalípticos”, puesto que su propuesta de futuro está basada,

precisamente, en potenciar las posibilidades de las nuevas tecnologías para construir

un sistema cultural más plenamente humanista. Y es que, según el autor, la presente

crisis de las humanidades no está directamente relacionada con el auge de las

tecnologías, sino con una clara voluntad política, y son las “redes”, precisamente, la

mejor oportunidad de cambiar las cosas, aprovechando el dinamismo horizontal e

interactivo que las caracteriza.

Así, en la tercera parte del ensayo, el autor defiende la posibilidad de mejorar

el sistema poético a través de redes sociales de creadores y lectores, en la línea de

algunos proyectos incipientes. Lo más interesante de esta iniciativa, desde mi punto de

vista, es que supondría poner en práctica una suerte de “poder distribuido” donde se

pudieran negociar consensos sobre la calidad de las obras, oponiéndose así tanto al

3 En una entrevista muy reciente con Vicente Luis Mora, Diego Doncel afirmaba: “creo que la cultura debe ser un medio para vigilar la realidad que quiere crear ese hipercapitalismo, no para convertirse en su portavoz o en su cómplice”, agregando de forma significativa: “por cierto, el hipercapitalismo no es sólo una concepción económica, es una concepción social y una cosmovisión” (http://vicenteluismora.blogspot.com/2010/06/entrevista-diego-doncel-sobre-mujeres.html).

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“poder autoritario” de la crítica tradicional como al “no poder” (o, mejor dicho, “poder

del mercado”) del relativismo radical. Es estimulante imaginar una aplicación de esta

misma idea al campo de la política tradicional, con lo que estaríamos ante la

oportunidad de profundizar (o de descubrir) la democracia.

De esta manera podríamos caminar hacia “la construcción de un imprescindible

Humanismo digital” (p.230), como concluye el autor. “Humanismo”, sí, siguiendo la

línea de los ilustrados, pero con una necesaria ampliación del concepto de

racionalidad. Un humanismo, en palabras del ensayista, “más tolerante, con espacio

para la duda y que no se fundamente exclusivamente en la razón lógica (…), un

humanismo transcultural” (p.214). Por tanto, un humanismo que aprenda de los

errores del pasado pero se enfrente sin complejos al futuro, con un proyecto colectivo

y optimista que pueda hacer frente al mercantilismo dominante hoy en día. Y, como

decíamos, un humanismo “digital”, pero sin olvidar la necesidad de la lectura

tradicional, sea en libro de papel o en libro electrónico, ya que no podemos prescindir

ni de la herencia de siglos de cultura letrada ni de los beneficios que nos aporta la

práctica de una lectura vertical, reflexiva y profunda.

Se puede comprobar, por tanto, que los objetivos que plantea Rodríguez-

Gaona resultan suficientemente ambiciosos e ilusionantes. Sin embargo, peca de

ingenuo a la hora de proponer los medios para lograrlo. Centrándonos en la poesía,

podemos conceder que el establecimiento de comunidades virtuales sea una buena

manera de cambiar los medios de difusión y de crítica, pero no parece que sea

suficiente para crear nuevos lectores de poesía. El plegarse a “teatrillos” para

estimular la recepción de la poesía, bajando así el nivel de exigencia con el ánimo de

seducir a más personas, tampoco parece ser una opción adecuada. Ni los hipócritas

planes de fomento de lectura de las instituciones (de los empresarios mejor ni

hablamos), con un “Ministerio de la Culpa” (como brillantemente lo denominó David

Trueba) que reparte limosnas y bonitas palabras como tiritas y parches que sólo sirven

para acallar su propio remordimiento.

Lo que necesitamos es una sociedad que por fin se decida a ser egoísta. Con

un egoísmo tan radical que no permita que le roben sus posibilidades de pleno

desarrollo humano, siendo la poesía, el arte, y la cultura en general, medios

irrenunciables para alcanzarlo. Que cada persona, egoístamente, reclame su derecho

a realizarse como persona, lo que sólo será posible formando parte de una sociedad

realmente culta y democrática. La idea de un “humanismo digital”, como el que

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propone el autor, es un buen aliciente para reiniciar el camino. Hoy, más que nunca, la

utopía es necesaria.

Guillermo Molina Morales