Memorias de La Casa de Los Muertos

208
Dostoievski: Memorias de la Casa de los Muertos FIODOR DOSTOIEVSKI MEMORIAS DE LA CASA DE LOS MUERTOS Primera Edición — 1860 Edición digital — Buenos Aires 2007 INDICE Reseña biográfica de Fiodor Dostoievski Memorias de la Casa de los Muertos Primera Parte Cap.I - La Casa de los Muertos Cap II. - Las primeras impresiones Cap III. - Continúan las primeras impresiones Cap IV. - Sobre el mismo asunto Cap V. - Los tres primeros días Cap VI. - Los primeros meses Cap VII. - Nuevos conocidos. Petrov Cap VIII. - Los hombres decididos. Luka Cap XIX. - Isaí Fomich. El baño. El relato de Bakuschin. Cap X. - La pascua de navidad Cap XI. - La representación Segunda Parte Cap I. - El hospital Cap II. - Los castigos corporales Cap III. - Todavía el hospital Cap IV. - El marido de Akulka Cap V. - Durante el verano Cap VI. - Los animales domésticos del penal. Cap VII. - Angustias y prejuicios Cap VIII. - Mis Camaradas Cap XIX. - La evasión Cap X. - En Libertad Reseña biográfica de Fiodor Dostoievski

Transcript of Memorias de La Casa de Los Muertos

Page 1: Memorias de La Casa de Los Muertos

Dostoievski: Memorias de la Casa de los Muertos

FIODOR DOSTOIEVSKI

M E M O R I A S D E L A C A S A

D E L O S M U E R T O S

Primera Edición — 1860 Edición digital — Buenos Aires 2007

INDICE

Reseña biográfica de Fiodor Dostoievski

Memorias de la Casa de los Muertos

Primera Parte Cap.I - La Casa de los Muertos

Cap II. - Las primeras impresiones

Cap III. - Continúan las primeras impresiones

Cap IV. - Sobre el mismo asunto

Cap V. - Los tres primeros días

Cap VI. - Los primeros meses

Cap VII. - Nuevos conocidos. Petrov

Cap VIII. - Los hombres decididos. Luka

Cap XIX. - Isaí Fomich. El baño. El relato de

Bakuschin.

Cap X. - La pascua de navidad

Cap XI. - La representación

Segunda ParteCap I. - El hospital

Cap II. - Los castigos corporales

Cap III. - Todavía el hospital

Cap IV. - El marido de Akulka

Cap V. - Durante el verano

Cap VI. - Los animales domésticos del penal.

Cap VII. - Angustias y prejuicios

Cap VIII. - Mis Camaradas

Cap XIX. - La evasión

Cap X. - En Libertad

Reseña biográfica de Fiodor Dostoievski

Page 2: Memorias de La Casa de Los Muertos

Fiódor Dostoievski, nacido el 11 de Noviembre de 1821, fue elsegundo de siete hijos nacidos del matrimonio entre MijailDostoyevski y su esposa María.

El ambiente familiar de la infancia de Dostoyevski estámarcado por un padre autoritario, médico en el Hospitalpara pobres Mariinski en Moscú, y una madre vista por sushijos como un refugio de amor y protección. La tempranamuerte de la madre por tuberculosis en 1831, sume al padreen la depresión y el alcoholismo, lo que produce quefinalmente Fiódor y su hermano Mijaíl, sean enviados ala Escuela de Ingenieros de San Petersburgo, lugar en el queel joven Fiódor comenzará a interesarse por la literatura.

En el año 1839, cuando contaba con 18 años, le llega lanoticia de que su padre ha fallecido. Mijaíl Dostoyevski,hidalgo de Darovoye al parecer, fue asesinado por suspropios siervos mancomunados que, enfurecidos tras uno desus brutales arranques de violencia provocados por la bebida,lo inmovilizaron y le hicieron beber vodka hasta que murióahogado. Otra historia sugiere que Mijaíl murió por causas naturales, pero que un terrateniente vecinosuyo inventó la historia de la rebelión para comprar la finca a un precio más reducido. En parte, Fiódorse culpa de este hecho a sí mismo por haber deseado la muerte de su padre en muchas ocasiones.

En 1843 acaba sus estudios de ingeniería, adquiere el grado militar de subteniente y se incorpora a laDirección General de Ingenieros en San Petersburgo. Durante esos años traducirá obras como EugeniaGrandet, de Honoré de Balzac, como muestra de admiración por este autor que había pasado unatemporada en San Petersburgo.

En el año 1844 deja el ejército y empieza a escribir funciones teatrales como la novela epistolar Pobresgentes, novela que le dará sus primeros éxitos de crítica. En esta misma época comienza a contraeralgunas deudas y a sufrir sus primeros ataques epilépticos. Pero las novelas que siguen a laprimera: Nietochka Niezvánova (1846), Las Noches Blancas, El marido celoso y La mujer de otro, notienen el de la primera y sufren críticas muy negativas, lo que sume a Dostoyevski en la depresión. Es enesta época cuando entrará en contacto con grupos de ideas utópicas que buscan la libertad del hombre,quizá intentando llenar el vacío que le habían producido sus fracasos literarios.

La policía del régimen vigila de cerca a este tipo de grupos en la Rusia de aquella época y el 23 de abrilde 1849 es arrestado y encarcelado bajo el cargo de conspirar contra el Zar Nicolás I. El 16 de noviembreserá condenado a muerte por actividades antigubernamentales y vinculación con un grupo radicalllamado el Círculo Petrachevski. El 22 de diciembre, los prisioneros son llevados al patio de la prisiónpara su fusilamiento, Dostoyevski tendrá que situarse frente al pelotón de fusilamiento e inclusoescuchar sus disparos con los ojos vendados, pero su pena ha sido conmutada por cinco años de trabajosforzados en Omsk, Siberia. Durante esta época los ataques epilépticos van en aumento. Es liberado en elaño 1854, y se reincorpora al ejército como soldado raso. Durante los siguientes cinco años estará en elSéptimo Batallón de línea acuartelado en la fortaleza de Semipalatinsk en Kazajstán.

Es un momento crítico en la vida del autor. Dostoyevski abandonará desde entonces sus pensamientosradicales y se convertirá en un hombre profundamente conservador y extremadamente religioso. Por esaépoca comienza a escribirMemorias de la Casa de los Muertos, basándose en sus experiencias comoprisionero. Conoce a su primer amor, María Dmitrievna, viuda de un maestro, con la que se casa en1857.

Page 3: Memorias de La Casa de Los Muertos

Tras meses de laboriosas gestiones, consigue ser licenciado y trasladarse en 1860 a San Petersburgo,donde fundará con su hermano la revista Tiempo, en cuyo primer número comienza aaparecer Humillados y ofendidos, obra inspirada también en su etapa siberiana. Para entonces, suobra Memorias de la Casa de los Muertos tiene un gran éxito al ser publicada por capítulos en larevista El Mundo Ruso.

Durante los años 1862 y 1863 realizará diversos viajes por Europa que le llevarán a Berlín, París,Londres, Ginebra, Turín, Florencia, Viena, etc. Durante el transcurso de estos viajes comienza unarelación con Paulina Suslova, una estudiante de ideas avanzadas, que le abandona poco después. Pierdemucho dinero jugando a la ruleta y regresa a Rusia a finales de octubre de 1863 solo y sin dinero.Durante este tiempo su revista ha sido prohibida por la publicación de un artículo sobre la revoluciónpolaca. El ánimo de Dostoyevski acaba de quebrarse tras la muerte de su esposa en 1864 seguida pocotiempo después por la de su hermano. Además, su hermano Mijaíl deja viuda, cuatro hijos y muchasdeudas a las que Fiódor tiene que hacer frente. Se hunde en una profunda depresión y en el juego, que lesigue provocando enormes deudas.

Para escapar de todos sus problemas financieros, huye al extranjero. Donde pierde el dinero que lequeda en los casinos. Allí, se reencuentra con Paulina Suslova e intenta volver con ella, pero ella lerechaza. En 1865 comienza la redacción de Crimen y Castigo, una de sus obras capitales, que empieza aaparecer en la revista El Mensajero Rusocon gran éxito. A la vez, y en sólo veintiséis días, dicta a sujoven secretaria Anna Snitkina su obra El jugador. La relación con Anna se va estrechando hasta que secasa con ella en 1867.

Juntos, continúan sus viajes por Europa y en Ginebra nace y muere poco después su primera hija. En1868 escribe El Idiota, inaugurando el periodo en el que escribirá lo mejor de su obra. A partir del año1873 publicará la revista Diario de un escritor, en la que escribirá él solo, recopilando historias cortas,artículos políticos y crítica literaria, cosechando también gran éxito. Esta publicación se veráinterrumpida cuando comience en 1878 la redacción de Los hermanos Karamazov, que aparecerá engran parte en la revista El Mensajero Ruso.

En 1880 participa en la inauguración del monumento a Aleksandr Pushkin en Moscú, dondepronunciará un memorable discurso sobre el destino de Rusia en el mundo. El 8 de noviembre de esemismo año, termina Los hermanos Karamazov en San Petersburgo. Muere el 9 de febrero de 1881.

Obras principales

Las Memorias de la Casa de los Muertos que se ofrece aquí constituyen una obra interesante desde másde un punto de vista. Su valor humano es indiscutido, estando este aspecto siempre en un delicadoequilibrio con su valor estético y artístico.

No obstante, aparte de sus méritos intrínsecos, Memorias de la Casa de los Muertos de Dostoievsky esun testimonio y como tal constituye prácticamente el antecedente casi obligado de El ArchipiélagoGulag de Alexander Solyenitzin. Poniendo estos dos testimonios, uno al lado del otro, se obtiene uncuadro — en parte escalofriante y en parte conmovedor — del drama por el cual tuvo que pasar Rusiadurante los últimos 200 años de su Historia.

Las demás obras principales de Dostoievski son:

Pobres gentes (1846)El doble (1846)Una novela en nueve cartas (1847)Noches blancas (1848)Nietochka Nezvanova (1849)

Page 4: Memorias de La Casa de Los Muertos

Humillados y ofendidos (1861)Memorias de la Casa de los Muertos (1862)Memorias del subsuelo (1864)Crimen y castigo (1866)El jugador (1867)El idiota (1868)El eterno marido (1870)Los endemoniados (1872)El adolescente (1875)Los hermanos Karamazov (1879)

(Ref: Wikipedia en español)

Dostoievski: Memorias de la Casa de los Muertos

Page 5: Memorias de La Casa de Los Muertos

Dostoievski: Memorias de la Casa de los Muertos

PRIMERA PARTE

En medio de las estepas, de las montañas y de los inextricables bosques de las más apartadas regiones dela Siberia, se encuentran de vez en cuando pequeñas ciudades de mil o dos mil habitantes, con edificiosde madera, bastante feas, y dos iglesias, una en el centro de la población y la otra en el cementerio; enuna palabra, ciudades que más bien parecen aldeas de los alrededores de Moscú que ciudadespropiamente dichas. La mayor parte de sus habitantes está compuesta de agentes de policía, asesores yotros empleados subalternos. Hace muchísimo frío en Siberia, es cierto, pero en cambio es muy lucrativoel servicio que allí prestan los funcionarios del Estado.

Son sus moradores gentes sencillas, sin ideas liberales y de costumbres antiguas que ha idoafianzando el tiempo. Los empleados, que constituyen con perfecto derecho la nobleza de Siberia, son, onaturales del país, indígenas siberianos, o procedentes de Rusia. Estos últimos llegan directamente de lacapital, seducidos por los elevados sueldos de que disfrutan, por las subvenciones extraordinarias paragastos de viaje, etc., y acariciando otras esperanzas no menos halagüeñas para el porvenir. Los queaciertan a resolver el problema de la vida, se establecen definitivamente en Siberia, resarciéndoles mástarde sobreabundantemente los copiosos frutos que recogen; en cuanto a los imprevisores que no sabenresolver aquel problema, se aburren bien pronto y reniegan de Siberia y de la idea que se les ocurrió desolicitar aquel empleo. Permanecen, devorados por la impaciencia, los tres años de su compromiso y seapresuran a repatriarse, hablando pestes de Siberia. Pero no tienen razón; es este país un verdaderoparaíso no sólo por lo que concierne al servicio público, sino por otros muchos motivos. El clima esexcelente; los comerciantes son ricos y hospitalarios y la población europea es muy numerosa. Lasmujeres jóvenes, de moralidad intachable, semejan capullos de rosas. La caza corre por las calles alencuentro del cazador; se bebe champaña en abundancia; el caviar es exquisito y la mies produce a vecesel quince por ciento; en una palabra, es una tierra bendita que basta saber aprovecharla, como suelenhacer muchos.

En una de estas ciudades -una ciudad alegre y muy satisfecha de sí misma, cuyos vecinos dejaron enmí un recuerdo imborrable- fue donde encontré al desterrado Aleksandr Petróvich Goriánchikov, exgentilhombre y propietario ruso. Había sido condenado a trabajos forzados de segunda clase por habermatado a su esposa. Cumplida su condena -diez años de trabajos forzados-, continuaba viviendo allítranquilo y olvidado, en concepto de colono, en la pequeña ciudad de K. Habíase inscrito en uno de loscantones de los alrededores, pero residía en K, donde se ganaba la vida dando lecciones a los niños.

Es frecuente encontrar en Siberia deportados que se ocupan en la enseñanza de la niñez. Se lestiene consideración porque enseñan bien, especialmente la lengua francesa, tan necesaria en la vida, y dela cual, a no ser por ellos, no se tendría la más ligera noción en las poblaciones más apartadas de laSiberia. La primera vez que vi a Aleksandr Petróvich, fue en casa de un funcionario, Iván IvánichGvósdikov, respetable y hospitalario anciano, padre de cinco muchachas en las que se podían fundar lasmás bellas esperanzas. Aleksandr Petróvich les daba sus lecciones cuatro veces por semana, a razón detreinta kopeks[1] de plata por lección. Era éste un hombre excesivamente pálido y flaco, joven aún, puesno pasaba de los treinta y cinco años, pequeño de estatura y vestido esmeradamente a la europea.

Page 6: Memorias de La Casa de Los Muertos

Cuando se le dirigía la palabra, miraba fijamente y escuchaba con aire meditabundo como si se lepropusiese la solución de un problema o creyera que se trataba de arrancarle algún secreto. Respondíacon claridad y concisión, pero pensando de tal modo cada palabra que, sin saber por qué, sentíase unomolesto y embarazado, deseando que acabase cuanto antes la conversación.

Pedí a Iván Ivánich informes acerca de un sujeto tan singular, y me contestó que Goriánchikov eraun hombre de conducta ejemplar, pues de lo contrario no le hubiese confiado la instrucción de sus hijas;pero que, no obstante, su misantropía había llegado al extremo que rehuía la sociedad de las personascultas, leía mucho, hablaba muy poco y no se prestaba jamás a una conversación en que fuera precisohablar con el corazón en la mano.

Aseguraban algunos que estaba loco, pero esto no era inconveniente para que hasta las familias másconspicuas utilizaran los servicios de Aleksandr Petróvich y no le escasearan sus atenciones, porquepodía ser muy útil para escribir solicitudes. Creíase que pertenecía a encumbrada estirpe rusa y era muyprobable que entre sus parientes hubiera alguno que ocupase elevada posición; mas era notorio quehabía roto toda relación de familia desde el día de su deportación. No tenía motivos para esto, puessabido era que había matado a su mujer por celos, en el primer año de su matrimonio, y habíaseentregado espontáneamente a la justicia, logrando así que la pena que se le impuso fuese menos severa.Los delincuentes como él son tenidos más bien como desgraciados dignos de compasión; sin embargo,Petróvich vivía obstinadamente retraído, sin aparecer en sociedad nada más que para dar sus lecciones.

Al principio no me llamó la atención; pero luego, sin que pudiese explicarme el motivo, comenzó ainteresarme sobremanera aquel hombre enigmático. Discurrir con él era completamente imposible.Respondía sí, a todas mis preguntas, y aun parecía que se consideraba obligado a hacerlo; pero encuanto me contestaba yo no me atrevía a seguir el interrogatorio. Después de esas tentativas deconversación, observaba yo en su rostro una extraña expresión de pesar y de agotamiento. Recuerdo queuna hermosa noche de verano salí con él de casa de Iván Ivánich, y se me ocurrió invitarlo a que entraseen mi vivienda para echar un cigarro juntos. Pues bien, no sabría describir el desasosiego que se apoderóde él: aturdido, desconcertado por completo, balbució algunas palabras incoherentes y, de pronto,después de haberme mirado con aire ofendido, huyó en dirección opuesta a la que llevábamos. Yo quedéclavado en mi sitio por la sorpresa. En lo sucesivo, cada vez que me encontraba, parecía que seapoderaba de él un invencible terror. Sin embargo, no me desanimé. Aquel hombre me atraía. Un mesdespués entré inesperadamente en casa de Goriánchikov. Era evidente que en aquella ocasión obraba atontas y a locas y sin pizca de delicadeza; pero...

Vivía Petróvich en un extremo de la ciudad, en casa de una vieja burguesa, cuya hija estaba tísica.Tenía ésta una niña, ilegítima, de diez años de edad, a la que, en el momento que yo entré, AleksandrPetróvich estaba dando lecciones de lectura.

Al verme, se turbó como si le hubiese sorprendido en flagrante delito, se levantó bruscamente y sequedó mirándome con ojos atónitos.

Nos sentamos, al fin, pero sin que él apartase sus ojos de mí, como si sospechara por mi parteaviesas intenciones. Comprendí que era excesivamente desconfiado, y en sus miradas recelosas se leía alas claras esta doble pregunta: «¿A qué has venido y por qué no te vas en seguida?»

Le hablé de nuestra pequeña ciudad y de las noticias del día, y él callaba y sonreía con sonrisa demal agüero. No tardé en comprobar que ignoraba en absoluto lo que sucedía en la población y que no leinteresaba el saberlo. Cambié entonces de conversación y le hablé de nuestro país y de sus necesidades;pero Aleksandr Petróvich me escuchaba en silencio, mirándome de un modo tan extraño, que me hizoarrepentir de haber abordado aquel tema.

Muy poco faltó para que le ofendiese ofreciéndole los libros, intonsos aún, y los periódicos queacababa de recibir por el último correo. Petróvich lanzó a los libros una mirada codiciosa, pero enseguida cambió de parecer y rehusó mi ofrecimiento, so pretexto de que no disponía de tiempo paradedicarse a la lectura. Finalmente me despedí de él, y al abandonar su casa sentí el corazón oprimido,

Page 7: Memorias de La Casa de Los Muertos

lamentando el haber atormentado a aquel hombre que rehuía obstinadamente la sociedad de sussemejantes.

Había notado, entretanto, que poseía muy pocos libros, y me separé de él, persuadido de que no eraun lector tan asiduo como me habían asegurado. No obstante, más tarde, en dos ocasiones distintas paséen carruaje por delante de su casa, a horas avanzadas de la noche, y me sorprendió que estuvieseniluminadas las ventanas de su cuarto. ¿Qué haría a semejantes horas? ¿Escribía, acaso? Y en casoafirmativo, ¿qué era lo que escribía?

Permanecí tres meses ausente en la ciudad, y supe con pena, a mi regreso, que Aleksandr Petróvichhabía muerto durante el invierno, sin llamar siquiera al médico, y que casi no se acordaban ya de él. Lahabitación que ocupó en vida había quedado desalquilada y no tardé en entablar conocimiento con supatrona, con objeto de saber por ella qué vida solía hacer su huésped y, sobre todo, si escribía. Leentregué veinte kopeks a cambio de un cesto lleno de papeles manuscritos que había dejado el difunto, yme confesó que había empleado dos cuadernillos para encender el fuego.

Era la patrona una anciana triste y taciturna, y nada interesante pude saber por ella acerca de suhuésped. Díjome, sin embargo, que no trabajaba casi nunca y que se pasaba meses enteros sin abrir unlibro ni tomar la pluma; en cambio paseaba toda la noche por su habitación, entregado a profundasreflexiones, hablando, a veces, en voz alta. Había cobrado mucho cariño a Katia, la nietecita de lapatrona, desde el momento en que supo su nombre. El día de santa Catalina mandaba celebrar una misade Réquiem por el alma de una difunta que jamás nombró. Detestaba las visitas y no salía de casa sinopara dar sus lecciones, y aun miraba con malos ojos a su propia patrona cuando, una vez por semana,hacía la limpieza de su cuarto. En los tres años que había vivido en su casa no le dirigió la palabra sinoen muy contadas ocasiones.

Pregunté a Katia si se acordaba de su profesor, y la niña volvió la cabeza hacia la pared para ocultarsus lágrimas. ¡Aquel hombre, pues, habíase hecho querer por alguien!

Me llevé los papeles y empleé casi todo el día en examinarlos. La mayor parte no tenía importancia,pues eran ejercicios escolares; pero al fin di con un legajo bastante voluminoso y escrito con letramenudísima.

Era un relato incoherente y fragmentario de los diez años que había pasado Aleksandr Petróvichcumpliendo su condena a trabajos forzados.

El relato interrumpíase a menudo con anécdotas y episodios horribles, escritos con mano convulsa,que denunciaban el estado de ánimo del escritor.

Leí repetidas veces aquellos fragmentos y casi llegué a persuadirme de que eran la obra de un loco.Pero aquellas memorias de un presidiario: Memorias de la Casa de los Muertos, como el autor titulabasu manuscrito, me pareció que no carecía de interés: un mundo completamente nuevo, desconocidohasta entonces, la singularidad de algunos hechos y las observaciones que se hacían sobre aquel pueblodecaído, encerraba algo que me seducía y leí el manuscrito con curiosidad. Tal vez me he engañado,pero, de todos modos, publico algunos capítulos.

El lector juzgará.

Page 8: Memorias de La Casa de Los Muertos

I

La Casa de los Muertos

Nuestro presidio estaba situado en un ángulo de la ciudadela; detrás de los baluartes. Si se mira por losintersticios de la empalizada con la esperanza de ver algo, no se divisa otra cosa que un jirón de cielo yotro baluarte de tierra cubierto de altas hierbas de la estepa. De día y de noche, constantemente, lorecorren en todas direcciones los vigilantes y centinelas. Se piensa entonces en que transcurrirán asíaños y años, mirando siempre por la misma hendidura y viendo el mismo baluarte, los mismoscentinelas y el mismo jirón de cielo, no del que se extiende sobre el presidio, sino de otro cielo lejano ylibre.

Figúrense un gran patio de doscientos pasos de largo por ciento cincuenta de ancho, rodeado deuna empalizada hexagonal, irregular, construida con vigas profundamente enclavadas, que forman, pordecir así, la muralla exterior de la fortaleza. En un lado de la empalizada, hay una puerta sólida, vigiladaconstantemente por un cuerpo de guardia, que sólo se abre para dejar paso a los presidiarios que van altrabajo. Tras de aquella puerta se encuentran la luz y la libertad: allí vive la gente libre.

Dentro de la empalizada no pensaba en aquel mundo que para el condenado tiene algo demaravilloso y fantástico como cuento de hadas; no era así el nuestro, excepcionalísimo, que no se parecíaa ningún otro. Aquí, los usos, las costumbres y las leyes especiales que nos rigen, son excepcionales,únicas. Es el presidio una casa muerta-viva, una vida sin objeto, hombres sin iguales.

Este es el mundo que me propongo describir.

Cuando se penetra en el recinto, se ven en seguida algunas construcciones de madera, toscamentehechas con tablones sin desbastar y de un solo piso, que rodean un patio vastísimo: son losdepartamentos de los condenados, que viven allí divididos en varias categorías. En el fondo se ve otroedificio: la cocina, dividida en dos piezas. Más allá aún existe otra dependencia que sirve a la vez decantina, de granero y de cobertizo.

El centro del recinto forma una plaza bastante amplia: Aquí es donde se reúnen los penados. Sepasa lista tres veces al día: por la mañana, a mediodía y por la noche, y aún más si los soldados deguardia son desconfiados y se les ocurre contar el número.

En derredor, entre la empalizada y las dependencias del presidio, queda un espacio muy anchodonde los detenidos misántropos y de carácter cerrado gustan de pasear, cuando no se trabaja,entregados a sus pensamientos favoritos, lejos de toda mirada indiscreta.

Cuando les encontraba en estos paseos, complacíame en observar sus rostros tristes y sombríos,tratando de adivinar sus pensamientos.

Uno de los penados se entretenía contando invariablemente las estacas de la empalizada. Había milquinientas y podía decir a ojos cerrados el lugar que ocupaba cada una.

Cada estaca representaba para él un día de reclusión: descontaba diariamente una, y así sabía deuna manera exacta los días que le quedaban todavía de encierro.

Se consideraba dichoso cuando acababa uno de los lados del hexágono, sin parar mientes eldesventurado en que habían de transcurrir muchos años hasta el día en que le pusieran en libertad.

Page 9: Memorias de La Casa de Los Muertos

¡Pero en el presidio se aprende a tener paciencia!

Cierto día vi a un recluso que, habiendo cumplido su condena, se despedía de sus camaradas. Habíasido condenado a veinte años de trabajos forzados y no se le rebajó ni un solo día. Alguno habíale vistollegar joven, despreocupado, sin pensar en su delito ni en el castigo; mas ahora era un viejo de cabellosgrises y de rostro triste y pensativo. Recorrió silenciosamente las seis cuadras: rezaba primero ante laimagen santa y se inclinaba luego profundamente ante sus camaradas, rogándoles que conservasenbuena memoria de él.

Recuerdo también que una tarde fue llamado al locutorio uno de los presos, un labrador siberianobastante acomodado. Seis meses antes había recibido la noticia de que su mujer se había vuelto a casar,y fácil es suponer el dolor que esto le causara. Aquella tarde, su ex esposa había ido a visitarle paraentregarle una limosna. Permanecieron juntos unos instantes, lloraron entrambos y se separaron parasiempre... Observé la extraña expresión del rostro de aquel preso cuando volvió a la cuadra…

¡Ah, se aprende allí a soportarlo todo!

Al iniciarse el crepúsculo, se nos obligaba a retiramos a nuestras cuadras respectivas, dondepermanecíamos encerrados toda la noche. ¡Cuán penoso me resultaba abandonar el patio! Era la cuadrauna sala larga, baja de techo, sofocante, débilmente alumbrada por algunas velas de sebo, en la que serespiraba un aire pesado, nauseabundo. No comprendo cómo pude pasar diez años en aquel lugarpestilente, en el que languidecíamos treinta hombres. En invierno, especialmente, nos encerraban muytemprano y era preciso esperar cuatro horas hasta que tocasen a silencio y durmiese cada cual, y eraaquello un tumulto continuo, una batalla de gritos, de blasfemias, de risotadas, de arrastrar de cadenas;un ambiente infecto, un humo espeso, una confusión de cabezas peladas al rape, de frentes ostentando eldenigrante estigma, de infelices harapientos, sórdidos, repugnantes. ¡Sí, el hombre es un animalindestructible! Se podría también definir diciendo que es un animal que se acostumbra a todo, y tal vezsería ésta la definición más adecuada que se haya dado hasta hoy.

La población de aquel penal ascendía a doscientos cincuenta presos. Este número era casiinvariable, pues los nuevos condenados substituían bien pronto a los que eran puestos en libertad y a losque morían.

Había allí gente de todos los países. Podía decirse que estaban representadas todas las comarcas deRusia. No faltaban tampoco extranjeros y algunos montañeses del Cáucaso.

Los penados estaban clasificados por categorías en razón a la gravedad de su delito y, porconsiguiente, de la duración de la condena. Todos, o casi todos los delitos, estaban representados en lapoblación de aquella penitenciaría, compuesta, en su mayor parte, de deportados civiles, condenados atrabajos forzados (gravemente condenados, como se decía en la jerigonza del presidio). Estosdelincuentes estaban privados de todos los derechos civiles, eran miembros corrompidos de la sociedadque los seccionaba de su cuerpo después de haberlos marcado en la frente con el hierro candente quedebía testificar perpetuamente y en forma visible su oprobio. Permanecían en el presidio por un espaciode tiempo que oscilaba entre los ocho y los doce años. Cumplida su condena eran enviados a un cantónsiberiano donde se les inscribía en concepto de colonos.

Los delincuentes de la sección militar no estaban privados de sus derechos civiles y el tiempo de suprisión era relativamente corto. Una vez terminada su condena se les enviaba al punto de suprocedencia, donde ingresaban como soldados en los batallones de línea siberianos.

Muchos de éstos volvían pronto, condenados por delitos graves, pero no ya por un periodo brevesino por veinte años lo menos.

Entonces formaban parte de una sección que se llamaba de perpetuidad. Sin embargo, alos perpetuos no se les privaba de sus derechos civiles.

Page 10: Memorias de La Casa de Los Muertos

Existía también una sección bastante numerosa; compuesta de los más terribles malhechores,veteranos casi todos del delito, llamada sección especial, y a ella eran enviados criminales de todos lospuntos de Rusia. Se consideraban, con sobrado motivo, condenados a perpetuidad, pues no se fijaba elperiodo de su reclusión. La ley les exigía un trabajo doble y aun triple del que ejecutaban los demás, ypermanecían en las cárceles hasta que se emprendían en la Siberia los trabajos forzados más penosos.

-Ustedes han venido aquí por un tiempo determinado -decían a sus compañeros de prisión-;nosotros, por el contrario, hemos de pasarnos en presidio, toda la vida.

Más tarde oí decir que aquella sección fue abolida. Al mismo tiempo retiraron también a loscondenados civiles para dejar únicamente en aquella penitenciaría a los condenados militares,organizados en una compañía disciplinaria.

La administración, naturalmente, ha cambiado y, por consiguiente, lo que yo describo son los usosde otra época, abolidos por completo hace ya mucho tiempo.

Sí, ha pasado mucho tiempo desde entonces. ¡Me parece un sueño!

Recuerdo mi ingreso en el penal una tarde de diciembre, a la hora del crepúsculo.

Los forzados volvían del trabajo: era el momento de la revista. Un bigotudo sargento me abrió lapuerta de aquella horrible vivienda donde tenía que permanecer tantos años y experimentar tantasemociones y de la cual no me hubiera podido formar ni una idea aproximada de no haberlo sufrido.¿Hubiera podido imaginarse, por ejemplo, el sufrimiento lancinante y terrible que ocasiona el hecho deno estar solo ni un minuto siquiera durante diez años? ¿Cómo hubiera podido suponer lo que era estarcontinuamente acompañado por la escolta, durante el trabajo, y por doscientos camaradas en el presidioy solo jamás?

Había allí homicidas por imprudencia, asesinos profesionales, simples rateros, capitanes debandidos y maestros consumados en el arte de pasar al suyo el dinero de los bolsillos de los transeúntesy de apoderarse de cuanto se ponía al alcance de sus manos. Sería, no obstante, muy difícil decir por quése encontraban algunos forzados en el presidio. Cada cual tenía una historia confusa y oscura, penosacomo el despertar de una borrachera.

Los presidiarios hablaban generalmente muy poco de su pasado. Lejos de contar sus hazañas, seesforzaban por olvidarlas.

Entre mis compañeros de cadena, había algunos homicidas tan alegres y despreocupados, que sepodía apostar, con seguridad de ganar, que nada les reprochaba su conciencia; pero había tambiénrostros sombríos y pensativos.

Era muy raro que alguno recordase su propia historia, porque esto se consideraba de mal gusto; y sialguna vez, para matar el tiempo, un presidiario contaba su vida a otro compañero, éste le escuchaba conaire distraído, como dando a entender que nada podía decirle que le asombrase.

-Aquí -solían decir con cínico orgullo- cada cual sabe dónde le aprieta el zapato y ha hecho tantocomo el más guapo.

Recuerdo que cierto día, un bandolero borracho (los presidiarios suelen emborracharse de vez encuando) contó que había matado y descuartizado a un niño de cinco años, al que había atraídoengañándole con un juguete y conducido a un cobertizo donde le asesinó. Sus compañeros celebrabansiempre con grandes risas sus relatos ingeniosos; pero en aquella ocasión le obligaron a callar, noporque una salvajada semejante excitase su indignación, sino porque no era permitido entre ellos que sehablase de tales hechos.

Debo hacer notar que los presidiarios poseían cierto grado de instrucción. La mitad de ellos, por lo

Page 11: Memorias de La Casa de Los Muertos

menos, sabía leer y escribir. ¿Dónde se podría hallar en Rusia, en cualquier grupo popular, doscientoscincuenta hombres que conozcan siquiera las primeras letras? Más tarde he oído decir y aun afirmar,fundándose en este hecho, que la instrucción desmoraliza al pueblo. ¡Qué error! La instrucción escompletamente ajena a esa decadencia moral. Fuerza es convenir en que desarrolla en el pueblo elespíritu de resolución; pero eso está muy lejos de ser un defecto.

Cada sección tenía indumentaria diferente: en una se llevaba chaquetilla de paño mitad colorchocolate y mitad ceniza y los pantalones los mismos colores cambiados en cada pernera. Cierto día, unamuchachita que vendía panecillos blancos (kalachi) se acercó a nosotros mientras trabajábamos y,después de mirarme largo rato, lanzó una carcajada exclamando:

-¡Qué feos están! No han tenido bastante paño ceniza ni chocolate para hacerse el traje de unmismo color.

Otros penados llevaban la chaquetilla toda color ceniza pero las mangas obscuras. El rasuradotambién era variado: algunos llevaban afeitada la cabeza desde la nuca hasta la frente, mientras otros latenían desde una oreja a otra.

Aquella extraña familia ofrecía semejanza tal, que a primera vista se le conocía. Aun los que másdescollaban, los que involuntariamente dominaban a los demás forzados trataban de adquirir el tonogeneral de la casa. Todos los reclusos, salvo raras excepciones, cuya alegría era inagotable, atrayéndosepor esto mismo el desprecio de sus compañeros, eran envidiosos, vanidosos hasta un grado indecible,presuntuosos, quisquillosos, formalistas con exceso y estaban constantemente tristes.

No asombrarse de nada constituía para ellos la cima de la dignidad, y por esto estaban siempresobre aviso. Pero a menudo trocábase la altivez en vileza.

No faltaban hombres verdaderamente fuertes, y eran éstos de carácter abierto y sinceros; pero, cosaextraña, su vanidad era a la vez excesiva, morbosa. La vanidad era siempre el vicio predominante.

La mayor parte de los presidiarios era pervertida y depravada y de aquí que las calumnias y losinsultos lloviesen como granizo.

Nuestra vida era infernal, insufrible, y, sin embargo, nadie se hubiera atrevido a sublevarse contralos reglamentos interiores del penal y las costumbres establecidas.

Por esta razón todos se sometían de buen o mal grado. Ciertos caracteres intratables no sedoblegaban fácilmente, pero acababan por doblegarse. Forzados que, mientras estuvieron en libertad,habían colmado todas las medidas e, impulsados por su vanidad sobreexcitada, habían cometido los máshorribles delitos, siendo la pesadilla, el terror y el espanto de comarcas enteras, quedaban domados enpoco tiempo merced a nuestro régimen penitenciario.

El novato que trataba de orientarse, descubría al punto que allí no se sorprendería a ninguno einsensiblemente se sometía poniéndose al mismo tono de sus compañeros. Los presidiarios estabanpenetrados de cierto sentimiento de dignidad personal, como si el título de forzado equivaliese a untítulo honorífico.

Por lo demás, no se notaba en ellos ningún signo de vergüenza o de arrepentimiento, sino unaespecie de sumisión exterior, oficial, por decir así, que a veces hacíales hablar cuerdamente de suconducta pasada.

-Somos gente perdida -decían-, no hemos sabido vivir en libertad, y ahora debemos recorrer a vivafuerza la calle verde[2] y pasar para que nos cuenten como a bestias.

-No has querido obedecer a tu padre ni a tu madre, y ahora tienes que prestar ciega obediencia alvergajo.

Page 12: Memorias de La Casa de Los Muertos

-El que no ha querido bordar tiene ahora que romper piedras.

Esto se decía y se repetía a guisa de sentencias morales o proverbios, pero sin que ninguno lostomase en serio.

¿Cómo había de confesar ninguno de ellos sus iniquidades? Si alguna persona ajena al presidio,intentase siquiera reprochar sus delitos a los forzados, habría de taparse los oídos y huir a todo correrdel aluvión de insultos y de amenazas que caería sobre ella.

¡Y de qué refinamiento hacen gala los presidiarios cuando de injurias se trata! Insultan con gusto,como artistas. La injuria es para ellos una verdadera ciencia; no se esfuerzan por ofender tanto con laexpresión como con el sentido ultrajante, con el espíritu de la frase envenenada; sus incesantes reyertascontribuían extraordinariamente al desarrollo de aquel arte especial.

Como sólo trabajaban bajo la amenaza del látigo, eran perezosos y depravados. Los que aún nohabían sido corrompidos por completo, éranlo en cuanto pisaban el penal. Recluidos a pesar suyo, eranenteramente extraños los unos a los otros.

-El diablo -decían- ha tenido que romper tres pares de lapli[3] antes de reunimos aquí.

Las intrigas, las calumnias, las frases picantes, la envidia y las reyertas eran lo que informabaaquella vida infernal.

No hay lengua maligna que pueda compararse con la de aquellos desdichados que tienen siempre lainjuria en los labios.

Como antes he dicho, había entre los presidiarios hombres de carácter de hierro, indómitos yresueltos, acostumbrados a dominarse a sí mismos. Estos eran también involuntariamente estimados,pues, a pesar de ser muy celosos de su fama, procuraban no hacerla pesar sobre ninguno y no seinsultaban entre sí sino por graves motivos. Su conducta ajustábase a la más estricta dignidad. Eranrazonables y casi siempre obedientes, no por principios o porque tuvieran conciencia de sus deberes,sino por mutuo acuerdo entre ellos y la administración, acuerdo de cuyas ventajas todos estaban bienpenetrados. Por otra parte, se les trataba con alguna consideración.

Recuerdo que cierto día fue llamado para ser apaleado un forzado valiente y decidido, conocido porsus tendencias de fiera.

Era en verano y no trabajábamos.

El ayudante, jefe directo y administrador del presidio, hallábase ya en el cuerpo de guardia situadoen la gran puerta de la empalizada, para asistir al espectáculo.

Aquel mayor era un ser fatal para los forzados, que temblaban como niños en su presencia. Severohasta la insensatez, se arrojaba sobre ellos, según decían; pero lo que realmente les imponía era sumirada, penetrante como la del lince. Nada se le escapaba. Veía hasta sin mirar, por decir así. Desde lapuerta del presidio decía lo que estaba ocurriendo en el lado opuesto del recinto: por eso le llamaban lospresidiarios Ocho ojos.

Su sistema era contraproducente, pues sólo conseguía irritar más y más a gente de suyo demasiadoirascible. A no ser por el comandante, hombre bien educado y juicioso que moderaba las intemperanciasdel director, no sé a cuántas desventuras hubiera éste dado lugar. No comprendo cómo pudo llegar sanoy salvo a la edad de la jubilación.

El forzado palideció cuando fue llamado. Por lo común; tendíase animosamente, sin dar muestrasde temor ni proferir palabra para recibir los terribles varazos y se levantaba sonriente. Soportaba aquelcontratiempo valerosa y filosóficamente. Verdad es que nunca se le castigaba sin motivo y se le infligía la

Page 13: Memorias de La Casa de Los Muertos

pena con toda clase de precauciones. Pero aquella vez se creía inocente.

Palideció intensamente, como he dicho, y acercándose poco a poco a la escolta, logró esconderse enla manga una cuchilla de zapatero.

Los registros eran frecuentes, inesperados y minuciosos; estaba terminantemente prohibido que losreclusos tuviesen consigo instrumentos cortantes, y las infracciones eran castigadas con inauditaseveridad; pero no es posible impedir que los presidiarios se procuren los objetos que considerannecesarios, y las armas blancas no escaseaban en la penitenciaría. Si a veces se conseguía quitarlas a lospenados, éstos no tardaban en procurarse otras nuevas.

Todos los forzados se precipitaron hacia la empalizada con el corazón palpitante, para mirarávidamente a través de las ranuras. Ninguno dudaba de que Petrov no se dejaría vapulear aquel día y quehabía sonado para el director su última hora. Mas, afortunadamente, en el momento decisivo, éstemontó en su carruaje y se marchó, confiando el mando de la ejecución a un oficial subalterno.

-¡Dios le ha salvado! -exclamaron los presidiarios.

En cuanto a Petrov, sufrió pacientemente el castigo, pues habiéndose marchado el director, sucólera se había extinguido.

El presidiario es sumiso y obediente hasta cierto punto; pero hay un límite que conviene notraspasar. Nada hay más curioso que estos arranques de ira y de desobediencia. A veces, un hombre queha tolerado durante largos años los más crueles castigos, se rebela por una bagatela, por una nimiedad.Se podría decir que es loco… Verdad que es esto lo que se dice.

He dicho que en los varios años que permanecí entre ellos, no observé en los presidiarios el menorsíntoma de arrepentimiento por los delitos que habían cometido, pues la mayor parte opinaba que teníaperfecto derecho para hacer lo que les viniera en gana. Ciertamente, la vanidad, los malos ejemplos y lafalsa vergüenza era lo que predominaba; sin embargo, ¿quién ha podido sondear la profundidad deaquellos corazones entregados a la perversidad, y los ha encontrado cerrados a todo noble sentimiento?

De todos modos, parece natural que en tanto tiempo descubriese yo algún indicio, por fugaz quefuese, de remordimiento, de pesar, de sufrimiento moral. Sin embargo, no fue así. No se puede juzgar eldelito con frases hechas y su filosofía es mucho más compleja de lo que se cree. Lo único cierto es que niel sistema de trabajos forzados logra corregir a los delincuentes: sirve sólo para castigarlos y asegurar ala sociedad contra nuevos atentados por parte de aquellos. La reclusión y los trabajos forzosos no hacenmás que fomentar en esos hombres un odio profundo, la sed de los placeres prohibidos y una espantosadespreocupación. Por otra parte, estoy persuadido de que el régimen celular no alcanza más que unobjeto aparente y engañador. Priva al delincuente de toda su fuerza y energía, enerva su alma, debilita yespanta, y presenta luego una momia disecada y medio loca como un modelo de arrepentimiento y decorrección.

Solamente en un presidio se puede oír contar con sonrisa infantil mal contenida los hechos máshorripilantes.

No podré olvidar jamás a un parricida, que había sido noble y funcionario público. Este joven fue ladesgracia de su padre, un verdadero hijo pródigo. En vano trataba aquél de contenerlo a fuerza de cariñopaternal, en la pendiente por la que resbalaba; y como el hijo estaba cargado de deudas y creía que supadre, además de sus bienes inmuebles, poseía una fortuna en metálico, le asesinó para entrar máspronto en posesión de la herencia.

Su crimen no fue descubierto hasta un mes después, y durante ese tiempo el asesino, que habíadado parte a la justicia de la desaparición de su padre, continuó su vida de desórdenes.

Finalmente, durante su ausencia, la policía descubrió el cadáver del anciano en una zanja, cubierto

Page 14: Memorias de La Casa de Los Muertos

de piedras.

La cabeza estaba separada del tronco y apoyada sobre una almohada que, para mayor escarnio, lehabía colocado debajo el asesino; el cuerpo conservaba todas sus ropas.

El joven no confesó su crimen, pero, sin embargo, fue degradado, despojado de todos susprivilegios de nobleza y condenado a trabajos forzosos.

En todo el tiempo que le traté hizo alarde de una despreocupación inconcebible.

Era el hombre más aturdido y ligero que he conocido, aunque no tenía nada de tonto. No observéjamás en él una crueldad excesiva. Los demás presidiarios le detestaban, no por razón de su delito, delque no se hablaba nunca, sino porque no sabía contenerse.

De vez en cuando hacía alguna referencia acerca de su padre, y cierto día, ponderando la robustacomplexión hereditaria de su familia, dijo:

-Mi padre, por ejemplo, no estuvo jamás enfermo hasta su muerte.

Era, pues, la suya una insensibilidad animal llevada a tal grado que parecía imposible. No hay dudade que debía haber allí un defecto orgánico, una monstruosidad física y moral desconocida hasta hoy porla ciencia y no un mero delito.

Yo no quería, naturalmente, prestar fe a un delito tan horroroso; pero me contaronminuciosamente la espantosa historia algunos paisanos del asesino; y hube de rendirme a la evidencia.

Los forzados le habían oído gritar en sueños:

-¡Sujétalo! ¡Sujétalo! ¡Córtale la cabeza! ¡La cabeza! ¡La cabeza!

Casi todos los presidiarios sueñan en voz alta o deliran, hablando de cuchillos, de puñales o dehachas, y profiriendo injurias y amenazas durante sus horribles pesadillas.

-Somos hombres sin entrañas -decían-, y por eso soñamos a voces.

Los trabajos forzosos no eran en el presidio una ocupación sino una obligación ineludible: cada cualrealizaba la tarea que le era impuesta o trabajaban las horas señaladas por el reglamento, y volvían a suencierro. ¡Pero cómo detestaban esta obligación! Si el forzado no tuviese un trabajo personal al quevoluntariamente pueda dedicar toda su inteligencia, la reclusión sería para él insoportable. ¿Cómohubieran podido vivir de una manera normal y natural aquellos hombres robustos, que deseaban unalarga vida y habían sido colocados juntos contra su voluntad cuando la sociedad los arrojó de su seno?

Bastaría que viviesen en perpetua holganza para que se desarrollasen en ellos los instintos másperversos, aun aquellos con que ni soñar hubieran podido.

El hombre no puede vivir sin trabajo, sin propiedad legal y normal: de lo contrario se pervierte y setrueca en fiera. Así, pues, cada presidiario, por necesidad natural y por instinto de conservación, teníaallí un oficio, una ocupación cualquiera.

Los interminables días de verano se pasaban distraídamente con los trabajos forzosos y la noche eratan corta que apenas había tiempo para dormir; pero en el invierno cambiaban las cosas, pues según elreglamento, los forzados debían retirarse a su encierro al anochecer.

¿Qué podían hacer sino trabajar durante aquellas noches inacabables? Así, las cuadras, a pesar desus rejas y cadenas, ofrecían el aspecto de un vasto taller. El trabajo realmente era permitido, pero seprohibía a los presidiarios que tuviesen en su poder los utensilios y herramientas sin los cuales no sepodía hacer ninguna clase de trabajo.

Page 15: Memorias de La Casa de Los Muertos

Se trabajaba, por lo tanto, a la chita callando, y los vigilantes hacían la vista gorda, como sueledecirse. Muchos detenidos entraban en el penal sin saber qué hacerse de sus manos, pero bien prontoaprendían un oficio de sus compañeros y resultaban excelentes operarios. Allí había zapateros, sastres,escultores, cerrajeros, y doradores. Un judío llamado Isaí Bumschtein era a la vez platero y prestamista.

Todos, pues, trabajaban con provecho, porque de la ciudad les hacían muchos encargos y podían,por consiguiente, disponer de un puñado de monedas.

El dinero es una libertad sonante y desbordante, un tesoro inapreciable para el que estáenteramente privado de la libertad verdadera. Si el presidiario tiene dinero en el bolsillo, se resigna consu situación, aunque carezca de facilidades para gastarlo. Aunque ocasiones para gastar dinero no faltannunca en ninguna parte, tanto más cuanto que el fruto prohibido es doblemente sabroso. En lospresidios también se vende aguardiente y tabaco, aunque esté prohibida la venta de ambos artículos.

El dinero y el tabaco preservan a los forzados del escorbuto de la misma manera que el trabajo lessalva del crimen; sin eso se destruirían recíprocamente como arañas encerradas en un vaso de cristal.

No obstante, según queda dicho, el trabajo y el dinero eran cosas ilícitas en el presidio y durante lanoche se practicaban frecuentes registros confiscándose todo lo que no estaba legalmente autorizado. Pormuy escondido que lo tuviesen, se descubría a menudo el peculio de uno y de otro, y ésta era la razónprincipal por la cual lejos de conservar el dinero se apresuraban a cambiarlo por aguardiente. Al que ledescubrían su peculio, no sólo se lo quitaban sino que, por añadidura, recibía un buen número de palos.

Mas a los pocos días del registro, los presidiarios recuperaban los objetos que le habían sidoconfiscados y se volvía a las andadas.

El que no se ocupaba en un trabajo manual, comerciaba de un modo u otro. Los procedimientos decompra y venta eran por demás originales. Unos eran baratilleros que revendían a veces objetos a los quesólo un presidiario podía conceder valor alguno. Hasta un jirón de guiñapo tenía su precio y podía serútil.

Merced a la pobreza de los forzados, el dinero adquiría para ellos un valor excesivamente superioral que tenía en realidad. Los más penosos y largos trabajos se pagaban a veces con unos cuantos kopeks.Varios reclusos prestaban dinero y sacaban buenas ganancias. El recluso entregaba al usurero objetos desu pertenencia a cambio de unos kopeks, y aquél se los devolvía cuando se le abonaba el capital acrecidísimos intereses. Si no los rescataba en el plazo establecido, el prestamista los vendíairremisiblemente en subasta. De tal modo se ejercía la usura en el presidio, que a veces se empeñabanobjetos pertenecientes al Estado, como ropa blanca, zapatos y otras cosas indispensables. Cuando elusurero aceptaba semejantes prendas, corría el riesgo de perder cuando menos lo pensaba el capital y losintereses, pues apenas recibía el propietario el importe de la pignoración, denunciaba el hecho alsubteniente (vigilante en jefe de presidio) y el prestamista se veía obligado a devolver los objetos, sin quea la superioridad se le diese jamás cuenta de estos pecadillos.

A veces se suscitaba una reyerta entre el propietario y el usurero, y entonces éste devolvía losobjetos empeñados, por temor de que, como tal vez hubiera hecho él en su lugar, aquél denunciase laindustria a que se dedicaba.

Los presidiarios se robaban mutuamente sin la menor aprensión. Cada cual disponía de uncofrecillo provisto de un pequeño candado, en el que guardaba los objetos que recibía de laadministración del penal; pero allí no había candados que valieran ni cofrecillo respetado. El lector nopuede imaginarse qué hábiles ladrones había entre nosotros.

Un forzado, al que, dicho sea sin vanidad, le fui simpático, me robó un día la Biblia, único libro quees permitido tener en el presidio, y el mismo día me lo confesó, no porque estuviese arrepentido, sinomovido a lástima al ver que la buscaba inútilmente.

Page 16: Memorias de La Casa de Los Muertos

Entre nuestros compañeros de cadena había algunos llamados cantineros, los cuales vendíanaguardiente, y con este comercio se enriquecían, relativamente desde luego. Más adelante hablaré deesto, pues semejante tráfico es tan lucrativo que vale la pena no pasarlo por alto.

Muchos de los reclusos habían sido condenados por contrabandistas. Esto explica la introducciónclandestina de aguardiente en el penal, a pesar de la estrechísima vigilancia que se ejercía y a despechode los centinelas. El contrabando constituye un delito especial.

¿Podría suponer alguien que el dinero, el único beneficio de su profesión, no tiene para elcontrabandista más que una importancia secundaria? Sin embargo, nada más cierto. El contrabandistatrabaja a menudo por vocación; en su clase, es un poeta. Arriesga todo lo que posee, se expone a terriblespeligros, derrocha astucia, se traza sus planes, sale del atolladero y opera en ciertas ocasiones con unaespecie de inspiración.

Esta pasión es tan violenta como la del juego.

He conocido a un presidiario de estatura colosal, que era el hombre más humilde, pacífico y sumisodel mundo. Todos se preguntaban por qué había sido deportada una criatura tan inofensiva. Era decarácter tan dócil y de tal modo sociable, que durante todo el tiempo de su condena no tuvo con ningúncamarada ni el más ligero rozamiento.

Oriundo de la Prusia occidental, en cuya frontera habitaba, había sido deportado por el delito decontrabando.

Naturalmente, no pudo resistir a la tentación de introducir clandestinamente aguardiente en elpenal. ¡Cuántas veces fue castigado por este motivo! Y bien sabe Dios que tenía un miedo cerval allátigo. Este negocio le reportaba un beneficio irrisorio; era un empresario que lo arriesgaba todo. Cadavez que le castigaban lloraba desconsoladamente como una vieja y juraba por Dios y los santos que no lovolvería a hacer. Manteníase firme en su propósito durante un mes, todo lo más, y volvía a dejarsevencer por su pasión…

Gracias a estos diletantes del contrabando, en el presidio no faltaba jamás el aguardiente.

La limosna era otra fuente de ingresos que si bien no enriquecía a los reclusos resultaba muybeneficiosa. Las clases elevadas de Rusia ignoraban cuánto se interesan el comercio, la burguesía y elpueblo por los desgraciados que gimen, en el destierro o en los presidios de Siberia.

La limosna no faltaba ningún día y consistía unas veces en panecillos blancos y, otras, las menos,en dinero contante y sonante.

Dividíase la limosna en partes iguales entre los presidiarios, y si no bastaban los panecillos separtían por la mitad y aun en trozos pequeños, con objeto de que hubiese para todos.

Recuerdo que la primera limosna que recibí fue una moneda de cobre.

A los pocos días de mi llegada, una mañana, al volver solo del trabajo, sin más compañía que unsoldado, tropecé con una mujer y su hija, una muchachita de diez años, preciosa como un ángel. Ya lashabía visto yo otras dos veces.

La madre era viuda de un pobre soldado que había sido condenado por un Consejo de Guerra ymurió en la enfermería del penal cuando yo me encontraba en él. ¡Qué lágrimas tan ardientesderramaron ambas al dar el adiós postrero al ser querido!

Apenas me vio, la niña se puso encendida como la grana y deslizó unas palabras al oído de sumadre. Esta se detuvo y entregó un cuarto de kópek a la pequeñuela, que se acercó a mí diciendo:

-Tome, pobrecito, este kópek, en nombre de Cristo.

Page 17: Memorias de La Casa de Los Muertos

Acepté la moneda, y la niña, alborozada, fue a reunirse de nuevo con su madre.

Conservé mucho tiempo aquel kópek.

II

Las primeras impresiones

Las primeras semanas y, en general, el principio de mi reclusión es lo que más vivamente recuerdo. Encambio, los años subsiguientes han dejado en mi mente huellas muy confusas; es más, algunas épocas demi vida de recluso se han borrado por completo de mi memoria: de ellas no conservo más que unaimpresión única, siempre la misma, penosa, monótona, sofocante.

Mas todo lo que vi y experimenté en aquellos primeros años, me parece que fue ayer.

No podía ser de otra manera.

Recuerdo perfectamente que al principio aquella vida me aturdía porque no ofrecía nada departicular, de extraordinario o, por mejor decir, de inesperado. Sólo más tarde, cuando hube vivido largotiempo en el presidio, comprendí cuán excepcional era aquella existencia y me quedé asombrado.

Y confieso que este estupor no me abandonó un solo instante en todo el período de mi condena; nopodía en modo alguno amoldarme a semejante vida.

Al entrar en el presidio, sentí una repugnancia invencible; pero luego, ¡cosa extraña!, la vida mepareció menos angustiosa de lo que me había imaginado.

En efecto, los forzados, aunque cargados de cadenas, paseaban libremente por todas lasdependencias del presidio, se insultaban mutuamente, cantaban, fumaban, bebían aguardiente (aunqueraras veces) y aun organizaban partidos de juego de naipes por la noche.

Los trabajos no me parecieron muy penosos, no los consideraba como un castigo excesivo, y tardémucho tiempo en convencerme de que si no resultaban dolorosos por sí mismos, éranlo sí, yextraordinariamente, porque había que ejecutarlos a fuerza y por miedo al látigo.

El muchik[4] trabaja, seguramente, más que el forzado, pues no tiene descanso de día ni de noche,en verano ni en invierno; pero trabaja por su propio interés y, por consiguiente, sufre menos que elpresidiario, el cual realiza un trabajo del que no ha de sacar ningún provecho.

Un día se me ocurrió la idea de que si se quería aniquilar a un hombre, castigarlo atrozmente yhacer que el asesino más empedernido retrocediese aterrado ante semejante tortura, bastaría dar altrabajo de este hombre un carácter de inutilidad perfecta, llevarlo, si se quiere, a realizar lo absurdo.

Los trabajos forzosos, tal como están hoy organizados, no ofrecen ningún interés a los condenados,pero tienen su razón de ser: el presidiario hace ladrillos, cava la tierra, blanquea, construye, y todas estasocupaciones tienen significación y objeto. A veces, se encariña con la obra que realiza y pone en ella

Page 18: Memorias de La Casa de Los Muertos

mayor destreza y hasta trabaja con verdadera fruición. Pero si se le condena, por ejemplo, a transvasaragua de una tinaja a otra y viceversa, o a transportar espuertas de tierra de un lugar a otro para volverluego a trasladarla al sitio mismo de donde la tomó, estoy persuadido de que se ahorcaría o cometeríamil crímenes, prefiriendo la pena de muerte a tal envilecimiento, a tortura tanta.

Se comprende, en efecto, que semejante castigo sería más bien un tormento, una venganza atrozque una corrección; sería absurdo, porque no tendría un objeto razonable.

Llegué yo en invierno, en el mes de diciembre, y a la sazón los trabajos del penal no teníanimportancia y, por consiguiente, no podía formarme idea de lo fatigosos que eran, sobre todo en verano.Los reclusos destruían entonces en el Irtich algunos pontones, propiedad del Estado, trabajaban en lasoficinas, limpiaban de nieve los tejados o rompían piedras, etc.

Como los días eran cortos, el trabajo terminaba pronto y los forzados volvían a su encierro dondenada tenían que hacer, a excepción de la tarea suplementaria que cada cual se imponía.

Una tercera parte de ellos trabajaba seriamente, otros permanecían ociosos y el resto iba de acápara allá por las cuadras tramando intrigas o provocando reyertas.

Los que tenían dinero se emborrachaban con aguardiente o perdían al juego sus ahorrillos paradistraer sus ocios y sobreponerse al aburrimiento.

Conocí otro sufrimiento que, aparte de la privación de la libertad, es el más agudo, el másinsoportable para el recluso: me refiero a la cohabitación forzosa.

La cohabitación es siempre y en todas partes más o menos forzosa, pero no tan horrible como en elpresidio.

Hay allí hombres de los que de ningún modo se quisiera ser conviviente. Estoy seguro de que todoslos condenados han sentido esta repugnancia y experimentado semejante martirio.

El rancho me pareció aceptable. Los reclusos afirmaban que era infinitamente mejor que el detodas las cárceles rusas. Yo no puedo asegurarlo, porque jamás había sido encarcelado antes.

Por otra parte, algunos estábamos autorizados para procuramos los alimentos que apeteciéramos;pero si bien el plato de carne no costaba más de tres kopeks, sólo los que tenían dinero se permitían estelujo. La mayor parte de los reclusos se contentaba con la ración reglamentaria.

El pan que nos daban era tan sabroso que en la ciudad lo codiciaban. Atribuíase su buena calidad ala esmerada construcción de los hornos del penal.

La menestra de coles (chitchi), cocida en grandes calderas y espesada con harina, no tenía nada deapetitosa. Ordinariamente era demasiado clara e insubstanciosa, pero lo que revolvía el estómago era laenorme cantidad de gusanos que se encontraban. Sin embargo, los reclusos no le hacían ascos.

Los tres primeros días no fui a los trabajos, porque se concedía algún descanso a los nuevosdeportados con objeto de que se repusiesen de las penalidades del viaje. El día siguiente al de mi llegadahube de salir del penal para que me pusieran los grilletes. Mi cadena, según oí decir a mis compañeros,no era de reglamento, pues se componía de eslabones que producían un sonido muy claro.

La llevaba exteriormente, es decir, sobre la ropa, mientras que mis compañeros, cuyas cadenasestaban compuestas por cuatro barras de un dedo de grosor y unidas por medio de tres anillas, debíanllevarlas debajo de los pantalones. De la anilla central partía una correa que se sujetaba a un cinturóncolocado sobre la camisa.

Me acuerdo como si fuese ahora de la primera mañana que pasé en el presidio. El tambor redoblófuriosamente tocando diana desde el cuerpo de guardia situado en la puerta del recinto, y a los diez

Page 19: Memorias de La Casa de Los Muertos

minutos se abrió la puerta de la cuadra y apareció el sargento de servicio.

Los reclusos abandonaron perezosamente y tiritando de frío sus camastros de tablas. Todos semostraban reacios, unos bostezaban horrorosamente, desperezábanse otros y sus frentes marcadas secontraían; algunos se hacían la señal de la cruz mientras el resto comenzaba a decir cuchufletas.

El tufo era horrible. El aire frío del exterior penetraba como una tromba en la cuadra apenas seabría la puerta.

Los reclusos se agrupaban en torno de los cubos de agua y uno tras otro se iban lavando. Esta aguala llevaba el día anterior el paraschnick, un forzado a quien estaban encomendados por disposiciónreglamentaria, el aseo y limpieza de la sala.

Era elegido por los mismos presidiarios, y estaba exento del trabajo forzoso porque había deexaminar los lechos para limpiarlos de insectos, llevar y traer los zambullos y llenar de agua los cubosque se utilizaban para el lavabo. La misma agua que servía por la mañana para las abluciones, eradurante el día la bebida ordinaria de los forzados. Aquella mañana se promovieron algunas reyertas acausa del agua.

-¿Qué haces, frente marcada? -barbotaba un recluso de elevada estatura, delgado y pálido, quellamaba la atención por las protuberancias de que tenía sembrada la cabeza. Y diciendo esto, rechazabaviolentamente a otro compañero, bajito y rechoncho, de rostro sonrosado y aire jovial-. ¡Aguarda y verás!

-¿Por qué chillas? ¿No sabes que la paga el que hace esperar a los otros? ¡Vamos, fuera de aquí!¡Miren qué monumento, muchachos…! A la verdad, no tiene pizca de farticultiapnost.[5]

Esta palabra hizo su efecto; los penados prorrumpieron en carcajadas, y esto era precisamente loque buscaba el presidiario que, por lo visto, representaba en la cuadra el papel de bufón.

El otro presidiario le miró con aire de profundo desprecio.

-¡Ah, qué tonel! El pan blanco del penal le ha hecho engordar.

-¿Pero por qué te tienes tú? ¿Quizá por un pájaro hermoso?

-Justamente.

-¿Y qué clase de pájaro eres?

-Ya lo estás viendo.

-¿Yo?

-Sí.

-Pues entonces confieso que estoy ciego.

Ambos se devoraban con los ojos. El pequeño esperaba una respuesta y apretaba los puñosdispuesto a la pelea, al parecer. Yo estaba seguro de que aquello acabaría en riña.

Todo aquello era nuevo para mí, por lo tanto, contemplaba la escena con curiosidad. Después supeque semejantes rencillas eran inocentísimas, y no tenían otro objeto que el de divertir a sus camaradascon una comedia. Por esto, el forzado alto y flaco envolvió a su adversario en una mirada despreciativa,esforzándose por exasperarlo examinándolo de pies a cabeza como hubiera hecho con un renacuajo yrepuso lentamente:

-Soy un kaghane.[6]

Page 20: Memorias de La Casa de Los Muertos

Quería decir que era un pájaro kaghane.

Una formidable carcajada acogió esta salida, y todos aplaudieron la agudeza del presidiario.

-¡Tú no eres un kaghane sino un canalla! rugió el otro, que se sentía vencido.

Y furioso por la derrota que acababa de sufrir hubiérase arrojado sobre su adversario de no haberlerodeado prontamente sus compañeros, separando así a los que disputaban.

-¡Dejen quietas las lenguas y que hablen los puños! -gritó uno de los espectadores.

-Sí, hombre, azúzalos -repuso otro-; no falta más que eso para que se devoren. Aquí nada nosintimida y somos capaces de pelear aunque sea uno contra siete.

-¡Oh, qué valientes! aquí hay uno por haber robado una libra de pan y otro que fue apaleado por elverdugo por robar un jarro de leche a una vieja.

-¡Vaya, basta! -exclamó un inválido, que era el encargado de mantener el orden en la cuadra ydormía en un rincón en cama especial.

-¡Agua, muchachos! ¡Traigan agua para nuestro hermano Neválido[7] Petróvich que al fin se hadespertado!

-¿Yo hermano tuyo, yo tu hermano? ¡Jamás nos hemos bebido juntos un rublo de aguardiente!borbotó el inválido metiendo los brazos en las mangas de su capote.

Se separó la gente para la revista, porque ya iba clareando; los presidiarios, abrigados con pellizas,se trasladaron a las cocinas donde recibieron en el casquete bicolor el pan que les distribuían loscocineros. Estos, como losparaschnik eran elegidos por los mismos reclusos: había dos por cada cocina ysu número no pasaba de cuatro.

Los cocineros disponían del único cuchillo que existía en el penal y les servía para cortar el pan y lacarne.

Los reclusos se reunían en torno de las mesas, con los gorros encasquetados, puestas las pellizas yceñida la correa, en disposición de salir para el trabajo, y comían alegremente el pan que iban mojandoen kvas.[8]

El estrépito y el vocerío eran ensordecedores; sin embargo, algunos discurrían reposadamente enlos rincones.

-¡Que aproveche, padre Antónich -dijo un joven, sentándose junto a un anciano desdentado yceñudo que estaba acurrucado en el suelo.

-Gracias, amigo -repuso el viejo sin levantar la cabeza ni dejar de masticar con sus huérfanasencías.

-¡Palabra de que te creía muerto, Antónich!

-Dios quiera que te sigas engañando por muchos años. Pero si en ello tienes empeño, muéretecuanto antes y me enseñas el camino.

Yo me senté junto a ellos. A mi derecha, dos presidiarios importantes habían entablado un animadodiálogo, esforzándose por conservar su gravedad mientras hablaban.

-No seré yo el engañado -dijo uno-, sino más bien el engañador…

Page 21: Memorias de La Casa de Los Muertos

-Te saldría mal la cuenta si lo intentaras siquiera -repuso el otro.

-¿Qué es lo que harías? Al fin y al cabo no somos más que presidiarios. Ya verás cómo te la pagarála bribona, lo mismo que ha hecho conmigo. Hace unos días que vino, yo no sabía cómo arreglármelaspara hablar con ella. Pedí permiso para ir a ver a Fedka, el verdugo. Este vivía aún en la casa que habíacomprado a Solomonka el leproso, ya sabes, el judío que se ahorcó no hace mucho.

-Sí, lo conocía; el que, tres años ha, hacía de posadero y se llamaba Grischka… El figón... lo sé, lo sémuy bien…

-¡Qué has de saber! En primer lugar, no es ésa la posada…

-¡Cómo que no! El que no sabe lo que se dice eres tú: yo te presentaré todos los testigos quequieras…

-¿Tú me presentarás esos testigos? ¿Pero tú sabes quién eres ni con quién estás hablando?

-¡Por Belcebú!

-Te he zurrado muchas veces, aunque me esté mal el decirlo; conque no alces tanto el gallo.

-¿Qué tú me has pegado a mí? El que me haya de zurrar no ha nacido todavía y uno que me zurróesta ya seis pies bajo tierra.

-¡Apestoso!

-Mala lepra siberiana te roa el cuerpo de úlceras.

-¡Así un turco parta tu cabeza maldita!

Las injurias se sucedían.

-¡Ea, acabemos! -gritó una voz- ¡Cuando no se sabe hablar tranquilos se está uno callado!

-¿No están ustedes satisfechos con haber venido a comer el pan del Gobierno? -terció otra.

Inmediatamente fueron separados los dos adversarios, que estaban a punto de venir a las manos.

Estaba permitido que se injuriasen cuanto les viniese en gana, pues esto divertía a los demáspresidiarios, pero ¡nada de luchar! Los adversarios no han de batirse sino en casos extraordinarios.

Si se originaba alguna riña, en seguida se ponía en conocimiento del director, el cuál ordenaba alpunto que se abriese una información de la que siempre resultaban maltrechos los que se peleaban y aunlos que no lo impedían; por esta razón se evitaban a toda costa las reyertas de obra.

Por otra parte, los adversarios se insultan más bien por distracción, por hacer ejercicios retóricos. Sise enardecen, la disputa toma un carácter violento, feroz, y parece que se van a degollar, pero no sucedenada.

Una vez que la cólera ha llegado a cierto grado, los separan en seguida y renace la calma.

Esto me sorprendía, y si cuento alguno de aquellos diálogos es para que el lector pueda formarseidea de tales escenas. ¿Cómo era posible suponer que se injuriasen por gusto? Sin embargo, es precisotener en cuenta las excitaciones de la vanidad; un dialéctico que sabe insultar con arte es respetado y casise le aplaudiría como a un buen actor.

Desde el momento que entré en el penal, observé que todas las miradas se posaban en mí conexpresión extraña. Algunos reclusos comenzaron a mariposear en seguida en mi derredor, suponiendo

Page 22: Memorias de La Casa de Los Muertos

que yo llevaba dinero, y trataron de ganarse mis simpatías, enseñándome la manera de llevar la cadenacon menos incomodidad y otras cosas parecidas. Me facilitaron, previo pago anticipado, naturalmente,un baúl provisto de cerradura, para guardar los objetos que me había entregado la administración y lapoca ropa blanca que me habían permitido llevar al penal.

Pero a la mañana siguiente los mismos reclusos me robaron el contenido del baúl y gastaron enaguardiente el importe de la pignoración. Uno de ellos, empero, me cobró verdadero cariño, lo que noimpedía, sin embargo, que me robase siempre que se le presentaba la ocasión. No se avergonzaba minuevo amigo de estos actos, pues los cometía inconscientemente o como si cumpliese un deber, y, por lotanto, no podía guardarle rencor.

Dijéronme los reclusos que era fácil tomar el té si me procuraba una tetera; es más, facilitáronmeuna, que habían alquilado.

Me recomendaron también un cocinero capaz de hacer todos los guisos que desease, si me decidía acomprar las provisiones por mi cuenta y a comer aparte.

Como es natural, me pidieron dinero prestado; el mismo día de mi llegada hube de complacer a tresde ellos.

Los que habían sido nobles eran mal quistos de los forzados, pues aunque habían sido despojadosde sus derechos y privilegios, éstos no los consideraban como iguales suyos. Para los presidiarios de bajaestofa seguían siendo señores y se burlaban despiadadamente de nuestra desgracia.

-¡Ay, se acabó! -decían-. Ayer iba el señorito en carruaje aplastando transeúntes por las calles deMoscú y ahora es carne de horca.

Gozábanse en nuestros sufrimientos, que tratábamos de disimular todo lo posible. Cuandotrabajábamos juntos teníamos que pasar por las más duras pruebas, porque nuestras fuerzas noigualaban a las suyas y no podíamos realmente ayudarles. Nada hay tan difícil como ganarse la confianzay el afecto del pueblo y con mucho más razón tratándose de gente de la calaña de nuestros compañerosde cadena.

Eran pocos los ex nobles que había en el presidio, y de éstos, cinco polacos, de los que más adelantehablaré detenidamente.

Los polacos -sólo me refiero a los condenados políticos- conservaban siempre en sus relaciones conlos demás forzados, una actitud de dignidad afectada y ofensiva, no les dirigían la palabra y nodisimulaban la repugnancia que semejante compañía les causaba. Los presidiarios comprendíanloperfectamente y les pagaban con la misma moneda.

No menos de dos años de paciencia hube de emplear para captarme la benevolencia de algunoscompañeros; pero la mayor parte de ellos me querían, declarando que era yo una excelente persona.

Entre todos los nobles rusos que estábamos en el penal sumábamos cinco, incluyéndome a mí eneste número. De uno de ellos había yo oído hablar, antes de mi llegada, como de una criatura ruin y baja,horriblemente corrompida, que ejercía el innoble oficio de espía; así, pues, desde el primer día me neguéa entablar relaciones con él. El segundo era el parricida, de quien ya he hablado. En cuanto al tercero,que se llamaba Akim Akímich era un hombre original, que no he podido olvidar aún la vivísimaimpresión que me causó.

Alto, delgado, débil de espíritu y terriblemente ignorante, era razonador y minucioso como unalemán. Los presidiarios se burlaban de él, pero le temían al mismo tiempo a causa de su caráctercojijoso y de pocos amigos. Desde su llegada habíase puesto a su nivel y les injuriaba atrozmente cuandono recurría a vías de hecho, de las que sus adversarios salían siempre muy mal parados.

Page 23: Memorias de La Casa de Los Muertos

Como era la rectitud personificada, en cuanto descubría algún chanchullo se apresuraba a meterse,como suele decirse, en camisa de once varas. Era, además, excesivamente ingenuo, y cuando disputabacon los presidiarios les reprochaba sus delitos, exhortándolos a no volver al robo ni al crimen. Habíaservido, con la graduación de subteniente, en el Cáucaso. El mismo día que trabé conocimiento con él mecontó su caso.

Ingresó en el ejército como junker (voluntario con el grado de suboficial), sirviendo en unregimiento de línea, y al cabo de no poco tiempo recibió el imperial despacho de subteniente y fueenviado a las montañas, donde le confiaron el mando de un fortín. Ahora bien, un principillo tributarioprendió fuego al fortín e intentó un asalto que no pudo llevar a cabo.

Akímich recurrió entonces a la astucia para atraérselo, y fingiendo ignorar quién era el autor de laagresión, la atribuyó a los insurrectos que merodeaban por las montañas.

Al cabo de un mes invitó cortésmente al primer reyezuelo a visitarle en el fortín, y aquél llegó acaballo, sin sospechar el lazo que le tendían.

Akímich formó a la guarnición en orden de batalla y les reveló la felonía y traición del visitante, almismo tiempo que recriminaba a éste por su conducta, le probaba que incendiar un fortín era un crimenvergonzoso y le explicaba minuciosamente los deberes de un tributario. Y como final de su arenga, fusilóen el acto al reyezuelo, dando cuenta inmediatamente a la superioridad de aquélla ejecución.

Se abrió sumaria y Akímich fue sometido a un Consejo de Guerra, que le condenó a muerte; peroesta pena fue conmutada por la deportación a Siberia y la condena de segunda categoría, esto es, a doceaños de trabajos forzados.

Akímich reconocía de buen grado que había procedido arbitrariamente, pues el reyezuelo debió serjuzgado por un tribunal civil y no sumarísimamente con arreglo a la ley marcial. Sin embargo, no podíacomprender que su acción fuese un delito.

-¿No había incendiado mi fortín? ¿Qué tenía yo, pues, que hacer, darle las gracias? -respondía atodas mis objeciones.

Aunque los presidiarios se burlasen de Akim y le tuviesen por loco, habíanle cobrado verdaderocariño.

El ex subteniente conocía todos los oficios: era zapatero, sastre, dorador y herrero.

Adquirió estos conocimientos en el penal, pues le bastaba ver un objeto para hacerlo en seguida conrara perfección; y vendía en la ciudad, o mejor dicho los hacía vender, cestos, lámparas y juguetes.

Gracias a su trabajo, tenía siempre algún dinero que empleaba en ropa blanca, almohadas, etc.También se había comprado un colchón.

Como dormía en la misma sala que yo, me fue utilísimo especialmente durante los comienzos de mireclusión.

Antes de salir del penal para dirigirse al trabajo, los forzados se alineaban en dos filas en el cuerpode guardia, donde les rodeaban los soldados a bayoneta calada. A los pocos instantes llegaba un oficialde ingenieros con el intendente y alguna fuerza más. El intendente contaba los reclusos y los enviabaluego por grupos a los puntos que les designaba.

Yo fui, como los demás, al depósito de los ingenieros, un edificio de mampostería, muy bajo detecho, situado en medio de un gran patio, y atestado de herramientas y materiales. Había allí una fraguay talleres de carpintería, de herrería y de pintura. Akim trabajaba en este último: preparaba los aceitespara los barnices, machacaba los colores y pintaba tableros imitando el nogal.

Page 24: Memorias de La Casa de Los Muertos

Mientras aguardaba a que me pusieran la cadena le comuniqué mis primeras impresiones.

-Sí -me dijo-, odian a los nobles, especialmente a los presos políticos, y disfrutan cuando les puedenocasionar algún daño. Esto se comprende: no son de su clase, pues todos los reclusos han sido soldados osiervos. Así, pues, ¿qué corrientes de simpatía pueden establecerse entre ellos y nosotros?

»La vida es muy dura aquí, ciertamente; pero esto es gloria, comparado con las compañíasdisciplinarias de Rusia. ¡Aquello es horroroso! Los que vienen de allí, hablan de este penal como de unparaíso, si lo ponen en parangón con aquel purgatorio: No es porque el trabajo sea muy penoso, pues sedice que la administración, que no es exclusivamente militar como aquí, trata a los reclusos de primeracategoría de un modo muy diferente que a nosotros. Allí cada cual tiene su celda -me lo han contado, yono lo he visto-, no llevan uniforme ni la cabeza afeitada; sin embargo, a mi juicio, el uniforme y lacabeza rapada no tienen nada de desagradables; al contrario, revelan orden y recrean la vista.Solamente ellos pueden odiar esto;

»En cambio, aquí, fíjese usted qué Babel: conscriptos, circasianos, viejos creyentes, ortodoxos,muchíks casados y con hijos, judíos, gitanos, en fin, gente salida Dios sabe de dónde y todos esosdesdichados deben vivir juntos en la mejor armonía, comer en el mismo plato, dormir en el mismotablado... No se dispone de un momento de libertad y sólo rápidamente y a escondidas puede uno hacer,lo que tenga por conveniente. Además, un presidio… siempre es un presidio. A veces me vienen ganas dehacer un disparate.

Yo sabía todo esto, y únicamente mostré curiosidad por saber algo acerca del director; y lo queAkim me dijo en su largo relato, me causó una impresión hondamente desagradable.

Dos años hube de vivir bajo la autoridad de aquel funcionario y tuve repetidas ocasiones decomprobar que era cierto todo lo que acerca del mismo habíame contado Akim.

Era un hombre de malos instintos y desordenado, tanto más temible cuanto que ejercía su podercasi omnímodo sobre doscientos seres humanos. Su principal error estribaba en considerar a lospresidiarios como enemigos personales suyos. Sus raras aptitudes y aun sus buenas cualidades,quedaban eclipsadas por sus intemperancias y sus crueldades. A veces entraba inopinadamente a medianoche en los dormitorios, y como observase que alguno dormía boca arriba o sobre el costado izquierdo,le despertaba violentamente para decirle: «¡Debe usted dormir en la postura que le he mandado!» Lospresidiarios le odiaban y le temían como a la peste. Su horrible cara de color escarlata imponía miedo.Era notorio, empero, que el jefe se dejaba dominar por su ordenanza Fedka y que estuvo a punto devolverse loco cuando enfermó Tresorka,[9] su perro favorito.

Cuando supo por Fedka que entre los forzados había un veterinario muy hábil, le hizo llamar enseguida y le dijo:

-Te confío a mi perro; si Tresorka se cura, te recompensaré largamente.

El presidiario, un muchik muy listo, era, en efecto, un veterinario habilísimo, pero a la vez un sacode malicias.

Mucho tiempo después, cuando ya no había nada que temer por este lado, refirió a sus camaradassu visita al jefe del penal.

-Examiné a Tresorka -dijo-, que estaba echado en un sofá y apoyada la cabeza en blanca almohada.El pobre animal tenía una inflamación, de la que seguramente hubiera curado con una simple sangría.Pero en seguida pensé: ¿y si reventase el amo de desesperación por la muerte de su perro? Y con estaesperanza me apresuré a decir al jefe: «Vuestra Nobleza me ha llamado demasiado tarde; si hubiera yovisto al perro ayer o anteayer, estaría fuera de peligro; ahora no tiene remedio.»

En efecto, Tresorka murió.

Page 25: Memorias de La Casa de Los Muertos

Me contaron también que un presidiario había intentado matar al jefe del penal.

Hacía varios años que aquel presidiario llamaba la atención general por su rara sumisión y, sobretodo, por su taciturnidad; le tenían por loco. Como era algo literato, se pasaba la noche leyendo la Biblia.Cuando todos dormían, él se levantaba, se encaramaba a la chimenea, encendía una vela y se ponía a leerel Evangelio. Así pasó un año entero.

Mas, de pronto, una mañana se salió de filas, negándose resueltamente a ir al trabajo. Apenas tuvoconocimiento de este acto de insubordinación, el jefe entró en la cuadra hecho una furia y comenzó aincrepar al presidiario; pero éste, rápido como el rayo, le arrojó a la cabeza un ladrillo que ya teníapreparado; mas, afortunadamente para el jefe, le falló el golpe.

En menos tiempo del que se emplea en referirlo, el presidiario agresor fue maniatado, juzgado ybárbaramente azotado, y tres días después dejaba de existir en la enfermería del penal.

Declaró en su agonía que no odiaba a nadie y que había hecho eso porque quería morir. Sinembargo, no pertenecía a ninguna secta religiosa disidente. Su nombre se pronunciaba siempre conrespeto en el penal.

Al fin me pusieron la cadena. Mientras la remachaban, entraron en la fragua algunas vendedoras depanecillos blancos. Eran, en su mayoría, muchachas de pocos años, a quienes sus madres encargaban laventa del pan que ellas mismas amasaban y cocían. Cuando llegaban a cierta edad, continuabanrondando por el penal, pero no ya para vender aquel artículo de primera necesidad.

A todas horas era fácil tropezar con alguna.

Entre ellas había también una que otra mujer casada que vendían a los reclusos los panecillos arazón de dos kopeks cada uno. Observé que un presidiario, carpintero, de cabeza entrecana y rostroencendido y risueño le gastaba bromas atrevidas a las vendedoras.

Antes de que llegaran éstas, habíase anudado al cuello un pañuelo encarnado.

Entró una mujer baja, regordeta y horriblemente picada de viruelas, puso el cesto sobre el bancodel carpintero y entablaron conversación.

-¿Por qué no viniste ayer? -preguntó el presidiario con una sonrisa de satisfacción.

-Vine, pero ya se habían ido ustedes contestó la mujer con desenfado.

-Es cierto, nos hicieron ir a otro sitio y no pudimos vernos... ¿Sabes quiénes vinieron a vermeanteayer?

-Si no me lo dices...

-Pues Mariaschka, Javroschka, Chekunda y la Dvugroschévaya.[10]

-¡Cómo! -exclamé, dirigiéndome a Akim Akímich-; ¿es posible que… ?

-Sí, alguna vez que otra... -repuso mi compañero bajando los ojos, pues era muy casto.

Sí, era cierto, pero raras veces y venciendo no pocas dificultades. Los presidiarios preferían elaguardiente a pesar del abatimiento de su estrecha vida. Para acercarse a aquellas mujeres era precisoponerse antes de acuerdo sobre el sitio y la hora, darse citas, escoger un lugar solitario, burlar lavigilancia de los centinelas, lo que en más de una ocasión resultaba imposible, y, sobre todo, gastarsumas relativamente enormes.

Sin embargo; más de una vez fui testigo de escenas galantes.

Page 26: Memorias de La Casa de Los Muertos

Cierto día estábamos ocupados en calentar una caldera situada bajo un tinglado a orillas del Irtich,cuando aparecieron dos jóvenes.

Los soldados que nos vigilaban eran buenos muchachos.

-¿Dónde habéis estado metidas tanto tiempo? -preguntó uno de los forzados que, sin duda, lasesperaba-. ¿Os han entretenido quizá en casa de los Zvérkov?

-¿Los Zvérkov? Esos tipos nos volverán a ver cuando las ranas críen pelo y las gallinas echen losdientes -repuso alegremente una de las jóvenes.

Era ésta la muchacha más puerca que se pueda imaginar. Se llamaba Chekunda y había llegadoacompañada de Dvugroschévaya, que valía bastante menos que ella.

-¡Hola! hace un siglo que no se te puede echar la vista encima -prosiguió el galanteador,dirigiéndose a esta última-. Parece que has adelgazado.

-Puede ser. Estaba bien metidita en carnes, mas ahora parece que como agujas.

-¿Y seguís dejándoos querer de los soldados?

-¡Cómo nos calumnian las malas lenguas! Sin embargo, aunque me moliesen a palos no podríadecir que me disgustan los soldados.

-Dejad en paz a la milicia; a los que tienen ustedes que querer es a nosotros, pues dinero no nosfalta…

¡El que así galanteaba era un hombre con la cabeza rapada, grillos a los pies y rodeado de soldadosque le custodiaban!

Pusiéronme, al fin, la cadena, me despedí de Akim y regresé a mi cuadra, acompañado de unsoldado.

Los que trabajaban a destajo eran los primeros que volvían al penal; así es que, cuando llegué a lasala, encontré ya a algunos que descansaban.

Como la cocina no hubiera podido contener a los forzados de todas las cuadras, la comida no sehacía en comunidad, sino a medida que regresaban del trabajo. Yo probé la menestra de coles, perocomo no estaba acostumbrado no pude comerla, me preparé el té y fui a ocupar un extremo de la mesa,junto a un ex noble.

Los presidiarios no cesaban de entrar y salir, a pesar de que no era sitio lo que faltaba, pues aúneran pocos. Cinco de ellos se sentaron aparte, cerca de la mesa principal, y el cocinero les sirvió dosraciones de menestra y una de pescado frito a cada uno. Celebraban la fiesta de uno de ellos y sepermitían el lujo de semejante banquete.

Entró luego uno de los polacos y tomó asiento a nuestro lado.

-¡Qué bien se tratan ustedes, amiguitos! -exclamó un presidiario de elevada estatura apareciendo enla cocina y paseando su mirada por toda la pieza.

Era un hombre de cincuenta años, delgado y musculoso. Su fisonomía revelaba a la vez astucia yalegría, y su labio inferior, carnoso y colgante, le daba una expresión muy cómica.

-Y bien, ¿cómo han pasado la noche? ¿Por qué no me han dado los buenos días, mis amigos deKurs? -dijo sentándose junto a los que banqueteaban-. Les traigo un convidado.

Page 27: Memorias de La Casa de Los Muertos

-No somos del gobierno de Kurs -le contestaron.

-Entonces serán de Tambovsk, que es lo mismo.

-Tampoco, y nada tienes que ver con nosotros. Si buscas una buena comilona, te has equivocado depuerta; llama a la de algún muchik rico.

-¿Dónde podría encontrarlo?

-¡Caramba! ¿Te olvidas de Gazin?

-Nada, que no estoy de suerte. A Gazin le ha dado hoy por gastar su capital en aguardiente.

-¡Qué ha de gastarlo todo! -replicó otro presidiario-. Tiene lo menos veinte rublos; el oficio decantinero es muy productivo.

-En resumidas cuentas, que para mí, no hay aquí de qué, ¿no es eso? Bueno, pues me resignaré conla comida que nos da el Gobierno.

-¿Quieres té? -repuso otro-. Pídelo a esos señores, que lo están bebiendo.

-¡Señores! Esos no son ya nobles y valen tanto corno nosotros -barbotó con voz ronca un forzadoque se hallaba sentado en un rincón y que hasta entonces no había dicho una palabra.

-Con gusto bebería una taza de té, pero me da vergüenza pedirlo, porque al fin y al cabo tambiénnosotros tenemos nuestro poquito de amor propio -repuso el recién llegado.

-Déjese de escrúpulos y venga a tomarlo, si quiere -dije yo entonces-; se lo brindo con gusto.

-¡Pues no faltaba más! No soy tan descortés para despreciarlo -contestó acercándose a la mesa.

Y añadió con aire sombrío:

-¿Lo están ustedes viendo? Cuando era libre, no comía otra cosa que un mal potaje, y ahora, en elpresidio, me permito el lujo de tomar el té como los grandes señores.

-¿Acaso aquí no toma nadie té? -pregunté a mi convidado, pero éste no se dignó contestarme.

-¡Panecillos blancos! ¡Panecillos blancos! -gritó una voz.

Y apareció un presidiario joven que llevaba colgado del cuello un cesto lleno de panecillos. Por cadadiez que vendía en el penal, la panadera le regalaba uno por toda recompensa.

-¡Panecillos! ¡Panecillos de Moscú, recién sacaditos del horno! -continuaba gritando-. ¡Con quégusto me los comería todos! Mas para eso sería menester mucho dinero… Vamos, hijitos, cómprenme lospanecillos. ¿Pero es que no tienen ustedes madre?

Este llamamiento al amor filial conmovió a todos, y el joven logró vender buena cantidad depanecillos.

-Pues bien -siguió diciendo-, Gazin se está obsequiando con una comilona que da miedo. ¡Y a fe queha tenido tino para escoger el momento! Si llega a venir Ocho ojos…

-Se esconderá y aquí no ha pasado nada. ¿Está borracho?

-Sí, pero ya se sabe que tiene muy mala bebida.

-Seguramente se irá a las manos con alguno.

Page 28: Memorias de La Casa de Los Muertos

-¿De quién hablan? -pregunté al polaco que estaba sentado a mi lado.

-De Gazin, un recluso que vende aguardiente -me contestó-. Cuando ha ganado algún dinero con sucomercio se lo gasta hasta el último kópek. Es atroz cuando está borracho; no es malo en su cabal juicio,pero en cuanto toma un trago de más, acomete con un cuchillo a los que se le ponen por delante, y a feque cuesta Dios y ayuda desarmarle.

-¿Cómo pueden lograrlo?

-Se arrojan sobre él diez personas y le están dando palos hasta que cae al suelo privado del uso delos sentidos, y luego le echan en el tablado, cubriéndole con su capote.

-¡Pero así pueden matarlo! -exclamé yo.

-Otro que no fuera él no sobreviviría a tan tremenda paliza; pero Gazin es, sin disputa, el másfuerte de todos los reclusos. Es de constitución tan robusta que a la mañana siguiente se levanta como sinada hubiese pasado.

-Dígame -continué, dirigiéndome al polaco-, ¿por qué me miran aquellos que comen en mesa apartecomo si envidiasen el té que estoy tomando?

-El té les tiene sin cuidado -me respondió-; le miran con aire sombrío porque usted es noble y nopertenece a su ralea. Darían cualquier cosa por armarle camorra e infligirle una humillación cualquiera.¡Ah, no puede usted imaginarse los sinsabores que le están reservados aquí! Para nosotros es un martiriovivir en este lugar, porque nuestra existencia resulta doblemente penosa y se necesita una voluntad dehierro para sobrellevarla. Su té y sus comidas le acarrearán a usted insultos sin cuento. Sin embargo, sonmuchos los que comen aparte y toman té diariamente: esos miserables creen que semejante derechosólo a ellos corresponde.

Dicho esto, el polaco abandonó la cocina, y momentos después comenzaron a realizarse suspredicciones.

III

Continúan las primeras impresiones

Apenas hubo salido M-tskii, que así se llamaba el polaco que había hablado conmigo, entró en la cocinaGazin, completamente borracho.

Ver a un presidiario ebrio en pleno día, cuando todos debían estar ocupados en los trabajos y apesar de la severidad conocida del jefe, que de un momento a otro podía caer como un rayo, y adespecho de la vigilancia del sargento de guardia, que no se apartaba diez pasos del recinto, era para míun espectáculo tan incomprensible, que destruía la idea que yo me había formado del presidio.

No sin trabajo y tiempo pude más tarde comprender y explicarme ciertos hechos que a primeravista me parecieron enigmáticos.

Page 29: Memorias de La Casa de Los Muertos

He dicho ya que todos los presidiarios dedicaban sus horas de descanso o de ocio a algunaocupación personal, y que este trabajo era para ellos una necesidad natural e imperiosa.

En efecto, el forzado ama el dinero sobre todas las cosas; casi tanto como la libertad. Diríase que seresigna con su suerte mientras tenga algunos kopeks en el bolsillo; mientras que, por el contrario, sicarece de dinero, por poco que sea, está siempre triste, inquieto, desesperado y dispuesto a cometer uncrimen con tal de procurárselo.

Sin embargo, a pesar de la importancia que dan al dinero, los presidiarios sólo lo tenían en supoder pocas horas, porque era muy difícil conservarlo: o se lo secuestraban o se lo robaban.

Cuando el jefe, en alguno de sus inesperados registros, descubría alguna cantidad penosamenteahorrada, la confiscaba sin remisión, y es de suponer que la emplearía en mejorar el rancho de losreclusos, puesto que quedaba en su poder sin que tuviera que dar cuenta de ella. Pero lo más frecuenteera que los mismos reclusos robasen a sus compañeros las economías que habían hecho.

Sin embargo, se descubrió un medio para preservar el dinero contra los registros y los rateros. Estemedio era un anciano, viejo creyente, oriundo de Staróduvo, el cuál se encargaba de esconderlo.

No puedo resistir al deseo de decir algunas palabras acerca de este individuo, aunque haya deapartarme de mi relato.

Aquel anciano de cabellos blancos, tenía sesenta años y era delgado y bajo de estatura. A primeravista me causó honda impresión pues no se parecía a ningún otro presidiario. Su mirada era tan dulce ytranquila, que no me cansaba de ver sus ojos claros y serenos, rodeados de ligeras arrugas. Departía amenudo con él, embriagado por el perfume de bondad y de benevolencia que se exhalaba de todo su ser.

Había sido condenado a trabajos forzados por un delito muy grave.

Un gran número de viejos creyentes de Staróduvo (provincia de Tchernigov) habíanse convertido ala fe ortodoxa.

El Gobierno había hecho todo lo posible para alentarlos a continuar por el camino emprendido yprocurar convertir a los disidentes. El anciano, empero, y otros fanáticos como él, habíanresuelto defender la fe a toda costa, y cuando estaba ya casi terminada en la ciudad la iglesia ortodoxa, leprendieron fuego.

Semejante atentado le valió a su autor ser deportado a Siberia.

Era nuestro hombre a la sazón un burgués bastante acomodado, que se dedicaba al comercio, ydejaba mujer e hijos amantísimos; sin embargo, separóse de ellos animosa-mente y partió para eldestierro persuadido de que adquiriría una gloria imperecedera sufriendo persecuciones por su fe.

Cuando se pasaba algún tiempo al lado de aquel venerable anciano, era imposible no preguntarsecon profunda extrañeza cómo pudo cometer el exceso que le condujo al presidio. Varias veces le hicealgunas indicaciones acerca de su fe, y aunque ésta había arraigado muy hondo en su corazón, jamássalió de sus labios una palabra de odio o de menosprecio para la doctrina contraria a la suya ni para losque la profesaban. Sin embargo, había incendiado una iglesia y de ello no se arrepentía. Parecíaconvencido de que su delito y lo que él llamaba su martirio, eran acciones gloriosas.

Existían en el presidio otros viejos creyentes, siberianos en su mayoría, muchíks inteligentes yastutos y dialécticos a su manera, que observaban ciegamente su Ley y gustaban de entablarcontroversias; pero tenían un defecto: eran altivos, orgullosos e intolerantes.

El anciano no se parecía a ellos en nada: aunque razonaba con precisión y era un polemista decuidado, evitaba toda discusión. De carácter alegre y expansivo, reía siempre, pero no con la grosería y

Page 30: Memorias de La Casa de Los Muertos

cinismo del resto de los presidiarios, sino con una risa dulce y bondadosa que reflejaba ingenuidadinfantil y armonizaba perfectamente con su cabeza plateada.

Quizá me equivoque, pero tengo por seguro que se puede conocer a un hombre por su modo dereír: si la risa de un desconocido nos resulta simpática, podemos afirmar que aquel hombre es bueno.

El anciano habíase conquistado el cariño y el respeto de todos los presidiarios, pero de ello no seenvanecía. Llamábanle abuelo y ninguno osaba ofenderle ni molestarle jamás. Por esta circunstancia mehice perfecto cargo de la influencia que pudo ejercer sobre sus correligionarios.

Mas a despecho de la firmeza con que parecía sobrellevar la vida de presidio, se adivinaba a simplevista que disimulaba una tristeza profunda, incurable.

Dormíamos en la misma cuadra. Una noche, ya casi de madrugada, me desperté y oí un sollozolento, ahogado. El viejo estaba sentado sobre la estufa, en el mismo sitio en que acostumbraba hacerlo elpresidiario que quiso matar al jefe del penal, y leía su eucologio manuscrito. Lloraba murmurando:«¡Señor, no me abandones! ¡Maestro, fortalece mi espíritu! ¡Adiós para siempre; hijos míos queridísimos!»

No podría decir lo que sufrí oyéndole.

Entregábamos, pues, nuestro dinero al anciano, pues había cundido la voz de que era imposiblerobárselo. Sabíase que lo escondía en algún sitio, pero resultó inútil todo lo que se hizo para descubrir susecreto.

Sin embargo, nos lo reveló a los polacos y a mí.

Uno de los troncos de la empalizada tenía una rama, fuertemente adherida, al parecer, pero que enrealidad era fácil de quitar y volver a poner en su sitio sin que se notara, y el hueco que dejaba aldescubierto servía de caja fuerte a nuestro tesorero.

Y ahora vuelvo a mi relato.

¿Por qué no conservaban los presidiarios el dinero? No era sólo por las dificultades que estoofrecía, sino también y principalmente por que la vida de presidio es demasiado triste. ¡El forzado tienenatural y constantemente tanta sed de libertad! Por su posición social es un ser despreocupado y tandesordenado que, aunque sólo sea para olvidar sus dolores, se le ocurre y halaga la idea de gastar todo sucapital en un festín y de aturdirse con el ruido y la música.

Era extraño ver a ciertos individuos inclinados sobre su trabajo con el único objeto de gastar en undía todas sus ganancias, hasta el último kópek, y volver de nuevo a su trabajo para regalarse con otracomilona al cabo de varios meses.

Algunos gustaban también de comprarse trajes nuevos más o menos raros, como pantalones defantasía, chalecos y abrigos; pero lo que más les entusiasmaba eran las camisas de indiana y loscinturones con hebillas de metal.

Los días festivos lucían los elegantes sus trajes flamantes, y había que verlos contentos comochiquillos pavoneándose por todas las dependencias del presidio. Pero aquellos trajes y aquellas prendastan codiciadas, iban a parar muy luego a manos del prestamista que daba unos cuantos kopeks por lapignoración.

Los festines y comilonas se celebraban en épocas fijas, coincidiendo con las solemnidades religiosasy las onomásticas.

El presidiario que festejaba su fiesta, encendía un cirio ante la imagen de su santo, oraba con más omenos fervor, disponía su comida, con las provisiones de carne, pescado y dulces que previamente había

Page 31: Memorias de La Casa de Los Muertos

comprado, y tragaba como un buey, casi siempre solo, pues era muy raro que convidase a algúncompañero.

Entonces aparecía el aguardiente: el forzado bebía como una esponja y dando trompicones ibaluego recorriendo una por una todas las cuadras, para demostrar a sus camaradas que era merecedor deespecial consideración, puesto que estaba borracho hasta el punto de no poder tenerse en pie sino aduras penas.

El pueblo ruso siente una especie de simpatía por los hombres ebrios, y entre los presidiarios laembriaguez era un mérito, una distinción aristocrática.

Si estaba en fondos, se procuraba también un rato de música.

Teníamos con nosotros un joven polaco, desertor, más feo que el pecado, el cual poseía un violínque tocaba aceptablemente. Como no tenía oficio, se le contrataba para que acompañase de cuadra encuadra a los camaradas que querían bailar y divertirse. A veces reflejaba su rostro el hastío y larepugnancia que le ocasionaba aquella música que era siempre la misma; pero la voz de algún presidiarioque le gritaba: «¡Toca hasta que revientes, que para eso te pagamos!» le volvía a la realidad, y rascaba elviolín con nuevas fuerzas.

Los borrachos estaban seguros de que alguien vigilaba sobre ellos y que les ocultarían a las miradasdel jefe, si éste tenía la mala ocurrencia de aparecer de improviso en el penal.

Este servicio, por su carácter de mutuo, era desinteresado.

Por otra parte, el subteniente y los inválidos encargados de mantener el orden dentro del recinto,hacían la vista gorda, pues sabían que si algún borracho se desmandaba, sus camaradas lo pondrían enseguida a buen recaudo, y no ignoraban que si en el penal faltase el aguardiente las cosas irían de mal enpeor.

¿Cómo se procuraban el aguardiente?

Lo compraban en el mismo presidio a los cantineros, como llamaban a los camaradas que sededicaban a esta lucrativa industria y que eran demasiados en proporción al número de bebedores yborrachos, porque este deleite resultaba, con todo y ser modicísimo, demasiado caro para los exhaustosbolsillos de los compradores.

El comercio se empezaba, continuaba y acababa de un modo muy original. El recluso que no teníaoficio o no quería trabajar pero en cambio ambicionaba el dinero, en cuanto disponía de algunos kopeksse dedicaba a la compra y reventa de aguardiente.

La empresa era ardua y exigía una audacia temeraria, pues se arriesgaba el pellejo, amén de lapérdida del género. Pero el cantinero no retrocede jamás ante ningún obstáculo. Al principio, cuandodispone de poco dinero, lleva él mismo el aguardiente al penal y lo vende realizando buenas ganancias.Repite esta operación dos o tres veces más, y si logra no ser descubierto, pronto hace una hucha que lepermite ampliar el negocio: se convierte en empresario, en capitalista. Entonces tiene agentes yayudantes, arriesga mucho menos y gana mucho más. Sus ayudantes son los que corren todos losriesgos.

En los presidios abundan siempre reclusos miserables y sin oficio, pero dotados de audacia ydestreza indecibles. Su único capital son sus espaldas y no reparan en ponerlo en circulación,ofreciéndose a los cantineros para introducir el aguardiente en el penal. En la ciudad tampoco faltaalgún soldado, algún burgués o una muchacha que, por una mezquina recompensa, compre aguardientepor cuenta del cantinero y lo oculte en el escondrijo que el presidiario-contrabandista únicamenteconoce, junto a la cantera donde trabaja.

Page 32: Memorias de La Casa de Los Muertos

El intermediario suele catar durante el camino el líquido y substituye con agua la cantidad quetrasiega al buche; pero es preciso resignarse: el cantinero no puede ser quisquilloso ni exigente sinotenerse por dichoso si no le roban el dinero y le llevan el aguardiente, de cualquier clase que sea.

Tras del portador llega al lugar indicado el ayudante del cantinero, provisto de una tripa de bueyperfectamente lavada y llena siempre de agua para que conserve su elasticidad.

Una vez llena la tripa, el contrabandista se la oculta en la parte más secreta de su cuerpo. Ésta es lamayor prueba de astucia y habilidad que pueden dar aquellos atrevidos presidiarios. Su honor estáempeñado y es preciso a toda costa burlar a los soldados de la escolta y del cuerpo de guardia, y lo hace.

Antes de llegar al penal, se coloca en la mano una moneda de quince o veinte kopeks, por lo quepudiera ocurrir, y espera en la puerta al cabo de guardia, el cual registra a los presidiarios antes dedejarles libre el paso.

Confía el contrabandista en que el cabo no será muy escrupuloso en su registro y se andará concuidado al tocar ciertas partes del cuerpo; pero si el cabo es listo y malicioso, echa mano en seguida... alsitio donde está oculto el contrabando. Entonces no le queda al cuitado ayudante del cantinero más queun medio de salvación: deslizar disimuladamente la moneda que lleva preparada, y así suele llegar sintropiezo a presencia de su principal.

A veces no le resulta el juego y entonces es cuando el contrabandista pone realmente su capital encirculación, pues se da conocimiento al jefe del penal, el cual ordena invariablemente que le suministrenun lluvia de palos y se decomise el género. El contrabandista sufre el castigo sin denunciar alempresario, no porque la delación le horrorice, sino porque de nada le serviría: de todas suertes serácruelmente azotado. El único consuelo que tendría en todo caso sería ver que el cantinero participaba desu castigo; pero, como tiene necesidad de aquél, no le denuncia.

La delación, sin embargo, en los presidios es cosa corriente. En vez de apartarse asqueados de unespía, procuran los forzados hacerse amigos suyos. Si alguno tratase de demostrarles la bajeza de ladenuncia recíproca, no sería comprendido.

El ex noble a quien antes me he referido, el vil y despreciable individuo con el que no quisesostener ninguna clase de relaciones desde mi llegada al presidio, era amigo de Fedka, el ordenanza deljefe, a quien contaba todo lo que sucedía. Fedka, naturalmente, se apresuraba a comunicarlo a su amo.Esto lo sabían todos los forzados, pero a ninguno se le hubiera ocurrido castigarlo por esto ni aunreprocharle su traición.

El contrabandista entrega el aguardiente al empresario y ambos ajustan cuentas; y como a éste leresulta siempre caro, lo mezcla con agua, por parte iguales y así se asegura la ganancia que desea.

El primer día de fiesta que llega, y a veces en los laborables, comparece ante el cantinero unpresidiario, que ha trabajado como un negro durante varios meses para ahorrar kópek a kópekunapequeña suma y gastársela en un solo día. Desde el día en que comenzó su trabajo, el presidiario hasoñado con esa francachela y sólo el pensamiento de poder realizada le ha sostenido.

Despunta, al fin, la aurora del día tan impacientemente esperado; el presidiario tiene ya en subolsillo un dinero que, por rara fortuna, no le ha sido substraído o confiscado, y puede derrocharlo en laforma que le plazca. Entrega, pues, sus ahorros al cantinero, el cual le da, al principio, aguardiente casipuro (no ha sido bautizado más que un par de veces); pero a medida que la botella baja él la va llenadode agua.

De este modo, el presidiario paga el aguardiente cinco o seis veces más caro que en una taberna.

Fácil es imaginarse las copitas que deben apurar el presidiario y el dinero que ha de gastar antes deembriagarse.

Page 33: Memorias de La Casa de Los Muertos

Sin embargo, como ha perdido la costumbre de beber, el poco alcohol que contiene el líquido leemborracha antes de lo que puede suponerse.

Y sigue bebiendo hasta que se queda sin el último kópek,y empeña hasta sus trajes.

El cantinero ejerce también de prestamista.

Pero, como su guardarropa particular es modesto, empeña también las prendas que le ha entregadoel Gobierno.

Y cuando el borracho se ha bebido hasta la camisa que lleva puesta, se acuesta a dormir la mona yal día siguiente se despierta con un dolor de cabeza horrible.

Suplica entonces inútilmente que le fíe una copita para que le pase aquel malestar, y soportando conhonda tristeza la negativa, el mismo día reanuda su trabajo y durante varias veces no levanta cabeza,soñando con la francachela que se promete cuando haya ahorrado lo suficiente.

Cuando el cantinero ha ganado una buena cantidad, una decena de rublos todo lo más, pide otraremesa de aguardiente.

Pero entonces no lo bautiza, porque… la reserva para sí.

Entonces come, bebe, se embriaga y paga al músico. Sus medios le permiten untar la mano a losempleados del presidio.

A veces dura esta diversión varios días.

Cuando se le acaba su provisión de aguardiente, recurre como un parroquiano cualquiera a losotros cantineros y gasta también su último kópek.

Por muy estrecha que sea la vigilancia que ejercen los presidiarios sobre sus camaradas quese divierten, para evitarles un mal tropiezo, sucede una vez que otra que los sorprende el jefe o elsargento. En este caso, el borracho es conducido al cuerpo de guardia donde le confiscan todo el dineroque lleva encima y por añadidura le obsequian con un buen número de azotes. Hecho esto, el recluso sesacude como perro apaleado, vuelve a su cuadra con las orejas gachas y la cabeza despejada, y… a lospocos días ejerce nuevamente de cantinero.

No es raro encontrar entre los presidiarios atrevidos enamorados del bello sexo. Mediante el pagode una cantidad relativamente importante, logran sobornar a algún soldado que les permite salir delrecinto o hacer alguna escapatoria durante las horas del trabajo.

No lejos del penal existe una casita de aspecto tranquilo, en la que se puede gastar alegremente unpuñado de rublos. El dinero del presidiario no es de despreciar, y los soldados suelen favorecer estasescapatorias, en la seguridad de que serán generosamente recompensados.

Naturalmente, estos soldados son, por lo general, futuros candidatos a los trabajos forzosos.

Estas salidas permanecen siempre secretas y, además, son muy raras, porque cuestan caras y losamantes del bello sexo prefieren recurrir a otros medios menos costosos.

Los primeros días de mi llegada al presidio, me llamó poderosamente la atención un joven de muycorrectas facciones. Se llamaba Sirotkin, contaba escasamente veintitrés años y era un ser enigmáticodesde todos los puntos de vista. Pertenecía a la sección especial, lo que equivale a decir que había sidocondenado a trabajos forzosos a perpetuidad. Debía ser considerado como uno de los delincuentesmilitares más peligrosos. Amable y tranquilo, hablaba poco y reía menos. Sus ojos azules, su blanca tez ysus cabellos rubios, le daban una expresión dulce que no hacía desmerecer la rapadura de su cabeza.Aunque no tenía ningún oficio, se procuraba de vez en cuando algunas pequeñas cantidades de dinero.

Page 34: Memorias de La Casa de Los Muertos

Era lo más haragán que pueda imaginarse y vestía con suma negligencia. Si alguno le regalaba unacamisa encarnada, no cabía en sí de gozo y se mostraba ufano por todas las dependencias del presidio.Sirotkin no bebía ni jugaba ni reñía jamás con sus camaradas. Paseaba siempre con las manos en losbolsillos, pacíficamente, con aire pensativo. Lo que pensaba es lo que no sé. Cuando se le llamaba parapreguntarle alguna cosa respondía con deferencia y concisión, mirando en los ojos con la ingenuidad deun niño de diez años. Si tenía dinero, no compraba jamás lo que los otros creían indispensable; le teníasin cuidado el traje y el calzado; ni los hacía remendar ni se compraba otros nuevos. Lo único que legustaba eran los panecillos y los dulces, y los comía con la fruición de un chiquillo. Si no se trabajaba,iba de acá para allá por las cuadras; y si los demás trabajaban, él permanecía tranquilamente con lasmanos en los bolsillos. Se burlaban de él, le dirigían bromas pesadas o cuchufletas picantes, y volvía lasespaldas sin despegar los labios, enrojeciendo vivamente si el chiste era subido de color.

Yome preguntaba a menudo qué delito podía haber cometido. Un día que me encontraba enfermoen el hospital, Sirotkin estaba tendido en un jergón junto a mi cama. Entablé conversación con él y mecontó, sin que yo le preguntara, que había sentado plaza de soldado, que su madre le acompañó llorandoy que había sufrido atrozmente en el ejército. Añadió que no había podido acostumbrarse a aquella vida,porque la disciplina era demasiado rígida, y los superiores, que se enfurecían por cualquier bagatela,estaban siempre disgustados con él.

-Mas, ¿por qué has sido enviado aquí y precisamente a la sección especial? -le pregunté.

-Porque al cabo de un año de estar en el regimiento, maté a mi capitán Grigorii Petróvich.

-Me lo habían dicho, pero me resistía a creerlo. ¿Por qué cometiste ese crimen, Sirotkin?

-Aquella vida era demasiado dura, Aleksandr Petróvich.

-Sin embargo, los demás quintos la soportaban -repliqué-. Ciertamente, al principio es algo dura,pero se acostumbra uno poco a poco y se acaba por ser excelente soldado. Tu madre ha debido echarte aperder con sus mimos. ¡Apostaría a que te ha alimentado con bizcochos y natillas hasta que cumpliste losdiez y ocho años!

-Es cierto, mi madre me quería entrañablemente. Cuando me separé de ella se metió en cama y novolvió a levantarse… ¡Cuán penosa se me hizo la vida militar! Se me castigaba incesantemente sin saberpor qué. Yo obedecía a todos, era exacto y nada negligente, no bebía ni pedía jamás dinero prestado,porque el contraer deudas es una cosa muy fea, y, sin embargo, todos eran conmigo a cual más cruel.Algunas veces me retiraba a un rincón y lloraba amargamente. Un día, o, mejor dicho, una noche, estabayo de centinela. Era en otoño; soplaba un viento fortísimo y frío y la oscuridad era tan densa que no seveía a un palmo de distancia. La tristeza me ahogaba... Quité entonces la bayoneta de mi fusil, la enfundéen la vaina, me descalcé y apoyando la barba en el cañón, apreté el gatillo con el dedo gordo del pie;pero el tiro no salió. Examino el fusil, lo vuelvo a cargar con pólvora nueva, dirijo el cañón contra mipecho, y de nuevo falla el tiro. ¿Qué hacer? me dije. Volví a calzarme, calé la bayoneta y echándome elfusil al hombro me puse a pasear de arriba abajo. «Pues bien -pensé-, que me manden adonde quieran,porque estoy resuelto a no ser soldado ni un día más.» Al cabo de media hora llegó el capitán que hacíala ronda, y encarándose airadamente conmigo exclamó: «¿Es así cómo deben estar los centinelas?» Envez de contestar, empuñé el fusil y le hundí la bayoneta en el vientre. A consecuencia de esa muerte mecondenaron a trabajos forzosos por toda mi vida, y después de hacerme andar a pie cuatro milverstas,[11] me inscribieron aquí en la sección especial.

El joven no mentía. Sin embargo, no comprendo por qué fue condenado. Semejantes delitos nodebían ser castigados con tanta severidad.

Sirotkin era el único presidiario verdaderamente hermoso. Sus quince camaradas de la secciónespecial eran horrorosos, de fisonomías odiosas y repugnantes.

Las cabezas grises eran numerosas: más adelante hablaré largamente de esos individuos.

Page 35: Memorias de La Casa de Los Muertos

Sirotkin estaba en buenas relaciones de amistad con Gazin, el cantinero de quien me he ocupado alprincipio de este capítulo.

Gazin era un hombre terrible. La impresión que producía a todos era espantosa. Parecíame que nopodía existir criatura humana más feroz ni más monstruosa que aquel presidiario. Sin embargo, heconocido a Tóbolsk Koménev, el bandido que se había hecho famoso por sus crímenes. Más tarde conocía Sokólov, presidiario evadido, antiguo desertor y feroz asesino; pero ni uno ni el otrome causó tantarepugnancia como Gazin. Este me hacía pensar en una araña enorme, gigantesca, del tamaño de unhombre. Era tártaro y no existía en el presidio quien le aventajase en fuerza muscular. Pero no era suelevada estatura y su corpulencia hercúlea lo que especialmente infundía terror, sino su cabeza enorme ydeformada. Se referían mil historias acerca de este monstruo: decían unos que había sido soldado; otrosafirmaban que era un evadido de Nerschinsk y algunos sostenían que había sido deportado a Siberiavarias veces, logrando escaparse otras tantas. Finalmente había sido encerrado en nuestro penal einscrito en la sección especial. Según parece, le gustaba asesinar a los niños que lograba atraer conengaños a algún lugar apartado, gozándose en el espanto, en el terror y el llanto desgarrador de aquellaspobres criaturitas a las que mataba lenta y bárbaramente, con verdadero ensañamiento y fruición.

Tal vez eran imaginarios estos horrores y sugeridos por la impresión indeciblemente penosa que lasola vista de aquel monstruo producía; pero eran, sin disputa, verosímiles tratándose de un hombresemejante. Sin embargo, cuando Gazin no estaba borracho era muy tratable. Estaba siempre tranquilo,no buscaba nunca camorra, evitaba las discusiones y despreciaba a los que le rodeaban, como si tuviesede sí mismo un concepto muy elevado.

Hablaba muy poco. Todos sus movimientos eran mesurados, tranquilos, desenvueltos. Su miradano carecía de inteligencia, pero su expresión era cruel e irónica como su sonrisa.

Era el más rico de todos los presidiarios que se dedicaban a la venta de aguardiente. Dos veces alaño se emborrachaba como una cuba, y entonces se mostraba tal cual era, en toda su espantosabrutalidad. Se alteraba poco a poco, zahiriendo a sus camaradas con punzantes cuchufletas y acababa enaccesos de furia rabiosa, acometiendo, armado de cuchillo, a cuantos se interponían en su camino. Lospresidiarios, que conocían sus fuerzas hercúleas, huían a la desbandada, hasta que, al fin, se descubrióun medio de reducirlo, propinándole sendos vergajazos en el pecho, en el estómago y en el vientre, hastaque caía al suelo privado de los sentidos.

A la mañana siguiente Gazin se levantaba, sin mostrarse resentido de la tremenda paliza que habíarecibido, e iba al trabajo taciturno y sombrío.

Cada vez que Gazin se embriagaba, sabían los presidiarios que sería preciso reducirle a fuerza depalos; y aunque el propio interesado no lo ignoraba, seguía bebiendo tranquilamente.

Así transcurrieron varios años, y al fin se notó que Gazin empezaba a decaer, pues se quejabaconstantemente de un achaque u otro y sus visitas a la enfermería eran frecuentes.

El día a que me refiero entró Gazin en la cocina seguido del polaco violinista. Se detuvo en mediode la estancia y paseó su mirada por todos sus compañeros, fijándola, por último, en nosotros. Sonrióhorriblemente, como celebrando de antemano el golpe que preparaba, y se acercó a nuestra mesatambaleándose.

-¿Se puede saber -dijo- de dónde sacan ustedes el dinero para tomar té en esta casa?

Cambié una mirada con mi compañero, y me hice cargo de que era mejor callar, pues la menorcontradicción podía irritar a Gazin hasta el paroxismo.

-Fuerza es -prosiguió- que tengan ustedes dinero, mucho dinero, para que se permitan ese lujo.Pero díganme, ¿han sido ustedes enviados a trabajos forzosos para que se recreen tomando el té? ¿Es

Page 36: Memorias de La Casa de Los Muertos

para esto para lo que han venido? ¡Ea, contesten!

Y comprendiendo que estábamos resueltos a no hacerle caso, se precipitó sobre nosotros lívido ytemblando de rabia. A dos pasos había una pesada caja de madera, que servía para colocar el pan cortadoque debía distribuirse en la comida y la cena a los reclusos, y cuyo contenido hubiera bastado para saciara la mitad del presidio. En aquel momento la caja estaba vacía. Gazin la tomó con ambas manos y lalevantó sobre nuestras cabezas. Aunque los homicidios o las tentativas de homicidio eran a la sazónfuente inagotable de tormentos para los reclusos, porque las inspecciones y registros se sucedían sininterrupción, seguidas de tremendos castigos a los transgresores; y aunque todos los reclusos seapresuraban a intervenir para evitar los altercados y riñas que podían tener graves consecuencias, nadiese movió de su sitio. No se oyó ni una palabra en nuestro favor, ni una exclamación para contener aGazin. Era tal el odio que los presidiarios alimentaban contra los nobles, que gozaban viéndonos enpeligro de muerte.

Afortunadamente, una circunstancia imprevista cambió el sesgo de aquella escena que pudo tenerun final trágico. En el momento en que el atleta blandía la pesada caja con el ánimo evidente deaplastarnos el cráneo, entró precipitadamente en la cocina su compañero de cuadra, gritando a voz encuello:

-¡Gazin, te han robado el aguardiente!

El bandido lanzó una horrible blasfemia y arrojando la caja al suelo, salió de la cocina como unaexhalación.

-¡De buena han escapado! -exclamaron varios reclusos-. ¡Ya pueden dar gracias a Dios!

Aquella misma tarde, antes de ser encerrado en la cuadra, paseaba yo a lo largo de la empalizada,invadido de una tristeza tan honda como jamás la había sentido. Nunca me tuve por tan desgraciadocomo en aquel momento.

El primer día de reclusión es siempre el más duro, sea en un presidio o en una cárcel…

El pensamiento que me agitaba, no me abandonó en todo el tiempo que duró mi deportación, niaun después de haber recobrado la libertad: era una cuestión no resuelta entonces y que parece no llevacamino de que se resuelva nunca.

Meditaba sobre la desigualdad del castigo en los mismos delitos. En efecto, no se podían compararunos delitos con otros ni aun por aproximación. Dos asesinos matan cada uno a un hombre, y el tribunalpesa yexamina detenidamente las circunstancias que concurren en ambos delitos; sin embargo, aplica lamisma pena, a pesar del abismo existente entre un delito y otro. Uno asesinó por una bagatela, por unacebolla: mató a un muchik con objeto de apoderarse de una cebolla, que era todo lo que la víctimallevaba encima.

-¡He sido condenado a trabajos forzados por una cebolla! -dice el criminal.

-¡Que burro has sido! -le contesta otro-. Una cebolla vale un kópek; debieras haber matado a cienmuchíks y así hubieras reunido otros tantos kopeks.

Otro recluso había matado a un libertino que ultrajaba a su esposa, a su hermana y a su hija.

Un vagabundo, medio muerto de hambre, perseguido y acorralado por la policía, mató en defensade su libertad y de su vida. ¿Merece por esto el mismo castigo que el bandido que asesina niños por elmonstruoso placer de ver teñidas sus manos con la sangre humeante de aquellas criaturitas, de vertemblar y estremecerse de terror a sus víctimas a la vista de la reluciente hoja del cuchillo que ha dedesgarrar sus carnes?

No, ciertamente; sin embargo, todos serán condenados a la misma pena, a trabajos forzosos.

Page 37: Memorias de La Casa de Los Muertos

La cadena no tendrá la misma duración, es cierto; pero las variedades de la pena son muy poconumerosas, mientras que las de los delitos son infinitas, no se perpetran dos crímenes en idénticascircunstancias.

Pero admitamos que sea imposible hacer que desaparezca esta primera desigualdad del castigo, quesea esto un problema insoluble y que, en materia penal, se haya descubierto ya la cuadratura del círculo.Admitámoslo.

Pero, si prescindimos de esta primera desigualdad, tropezamos al punto con la segunda: laconsecuencia de la pena.

He aquí un hombre que sufre, languidece y se consume como una bujía; véase allí en cambio, otroque antes de ser deportado no podía soñar siquiera con la existencia de una vida tan cómoda ydescansada, en compañía de alegres y simpáticos camaradas.

De estos últimos se encuentran muchos en los establecimientos penales.

A un hombre de corazón, de conciencia y de espíritu cultivado, lo matan más pronto lossufrimientos morales que todas las penalidades materiales, por duras que éstas sean.

La sentencia que él mismo ha pronunciado sobre su propio crimen, es más implacable que la delmás severo tribunal y la de las leyes más draconianas.

Está obligado a vivir junto a otro penado que no ha reflexionado un solo instante acerca del delitoque expía y del que, tal vez, se cree inocente.

¿No existen también desdichados que cometen un crimen con el único objeto de ser enviados atrabajos forzosos y substraerse a una libertad que es para ellos infinitamente más penosa que lareclusión?

La vida es para éstos insoportable; quizá no habían comido nunca hasta saciarse y en cambio semataban trabajando día y noche para enriquecer a sus amos…[12]

En el presidio el trabajo es menos penoso y se come mejor; los días festivos probará la carne, y laslimosnas y el trabajo nocturno facilitan algún dinerillo, cosas todas que antes no conocía, sin contar conla agradable compañía de hombres despreocupados y divertidos.

Los presidiarios son todos listos y astutos, y el recién llegado los contempla arrobado, admirandosus argucias y su talento para salir airosamente de los más graves apuros. Y como no ha visto en su vidacosa semejante, se cree, entre ellos, en el mejor de los mundos.

Mas, ¿para qué pensar en lo que no tiene solución posible?

Volvamos a nuestro encierro.

IV

Page 38: Memorias de La Casa de Los Muertos

Sobre el mismo asunto

Nos contaron una vez más, cerraron luego las puertas de las cuadras, cada una con un candado especial,y quedamos recluidos hasta el siguiente día.

La revista solía pasarla un sargento acompañado de dos soldados.

Cuando, incidentalmente, asistía algún oficial, los reclusos formábamos en el patio; pero deordinario se pasaba lista, o nos contaban, mejor dicho, en las mismas salas.

Si los soldados se equivocaban, como solía ocurrir a menudo, salíamos y entrábamos uno a unohasta que les resultaba bien la cuenta.

En cada cuadra, según queda dicho en otro lugar, dormíamos una treintena de reclusos, sobre lostablados que nos servían de lecho.

Como era aún temprano para acostarse, mis compañeros se pusieron a trabajar cada cual en suespecialidad.

Además del inválido de que he hablado, que dormía en nuestra cuadra y representaba, durante lanoche, a la autoridad del penal, había en cada sala un cabo de varas, elegido por el director entre los quese distinguían por su buena conducta.

No era raro, empero, que los cabos tuviesen algún desliz, y entonces eran privados de sucargo y sometidos al castigo de azotes, substituyéndolos otros compañeros de conducta recomendable.

Nuestro cabo de varas era precisamente Akim Akímich.

Observé con sorpresa que reprendía constantemente, y no en muy buenas formas, a los reclusos,los cuales le respondían con alguna cuchufleta. El inválido no se mezclaba jamás en estos dimes ydiretes, salvo que fuese de todo punto necesario para evitar que se alterase el orden, y permanecíasentado y silencioso junto a su cama, remendando un zapato.

Aquella misma noche hice una observación que más adelante pude comprobar como cierta.

Todos los que sin ser presidiarios están en contacto con ellos, especialmente los soldados de escoltay de guardia, considéranlos desde un punto de vista falso y exagerado. Suponen que por una nonada, porun capricho cualquiera o una frase que les disguste, los penados se les han de echar encima cuchillo enmano.

Y, naturalmente, los penados, conscientes del terror que inspiran, se muestran arrogantes ytemibles.

Por esta razón, el mejor director de un penal será siempre el que les demuestre que no les teme nise conmueve.

A pesar de su aire de perdonavidas, los reclusos prefieren que se tenga confianza en ellos.Haciéndolo así, se puede lograr que se sometan de buen grado.

En cierta ocasión observé que contemplaban atónitos, como si de un rasgo de heroísmo se tratase, aun jefe que entró sin escolta en el recinto del penal. Indudablemente, aquel estupor no tenía nada deadulación. Un hombre decidido y valiente impone respeto a los presidiarios; y si ocurre algúndesaguisado no será, por cierto, en su presencia.

Page 39: Memorias de La Casa de Los Muertos

El miedo que infunden los penados es general, y, sin embargo, no tiene razón de ser.

¿Será acaso porque produce repugnancia el aspecto del recluso y su repulsiva cara de facineroso?¿O será más bien porque al poner el pie en el presidio invade a uno el pensamiento de que es imposiblehacer de un hombre vivo un cadáver, sofocando sus ansias de venganza y de vida, sus pasiones y lanecesidad imperiosa de satisfacerlas?

Sea lo que fuere, yo afirmo que no hay razón para temer a los presidiarios. No se arroja un hombretan fácilmente sobre otro empuñando el cuchillo. Los casos que se dan son tan raros, que no vale la penade tomarlos en consideración.

Claro está que me refiero a los reclusos que están ya sufriendo condena, a los que, en cierto modo,están satisfechos de encontrarse, al fin, en el penal; pues una nueva forma de vida ejerce siempre algúnatractivo sobre los hombres. Estos viven tranquilos y sumisos.

En cuanto a los turbulentos, los mantienen a raya sus propios compañeros, que pronto acaban consus arrogancias.

Por audaz y temerario que sea un recluso, siempre tiene miedo en el penal.

No sucede lo mismo al que aún no ha comenzado a cumplir su condena.

Este es capaz de toda clase de crímenes, sin ningún motivo de odio, sino únicamente porque al díasiguiente debe ser apaleado. En efecto, si comete otro delito, su caso no se da por terminado, se prorrogay gana tiempo.

Esta agresión se explica, porque tiene un fin determinado. El imputado quiere a toda costa variarsu suerte en seguida.

A propósito de esto, referiré un hecho psicológico de que fui testigo.

En la sección militar había un soldado veterano, condenado a dos años de trabajos forzados.

Era un perdonavidas, un fanfarrón y a la vez un cobarde de marca mayor.

Generalmente, el soldado ruso no es jactancioso, y si alguno de éstos se encuentra en el ejércitopuede decirse que es un cobarde y un pillo.

Dútov, que así se llamaba el soldado a quien me refiero, extinguió su condena y fue nuevamenteincorporado a un regimiento de línea. Pero, como suele suceder a todos los que son enviados a unapenitenciaría para que se enmienden, volvió más pervertido y depravado que nunca. Estos “caballos devuelta”, al cabo de dos o tres semanas son enviados de nuevo al presidio, no ya por un períodorelativamente corto, sino por quince o veinte años.

Esto es lo que le ocurrió a Dútov: tres semanas después de su salida del penal, robó, con fractura, auno de sus compañeros y, por complemento, se insubordinó. Sometido a un proceso, fue condenado auna severa pena corporal.

Lleno de terror al pensar en la tremenda paliza que habían de propinarle, agredió con un cuchillo aloficial de guardia, en el momento que éste entraba en su celda, la víspera de la ejecución de su sentencia.

Sabía perfectamente que así agravaba su situación o aumentaba la duración de su condena; peroesto le tenía sin cuidado; lo único que le interesaba era aplazar por unos días o aunque sólo fuese porunas horas el momento del suplicio.

El cobarde no hirió al oficial con el cuchillo que blandía, pues su agresión no tenía otro objeto queañadir un grave cargo más a los que ya pesaban sobre él y dar ocasión a la reapertura de su proceso.

Page 40: Memorias de La Casa de Los Muertos

Los momentos que preceden al de la ejecución es horrible para los condenados al castigo de varas, ymuchos son los que se han ocasionado algún daño de importancia la víspera del suplicio para lograr unaplazamiento.

En la enfermería, adonde desgraciadamente era yo trasladado con frecuencia, encontraba siempre aalgunos de éstos.

En Rusia no hay quienes sean tan compasivos con los forzados como los médicos, los cuales nohacen jamás distinciones entre unos y otros. El pueblo es el único que, en esta compasión, puedecompetir con los médicos, pues no reprocha jamás al recluso el delito que haya cometido: se lo perdona,en consideración a la pena que le han impuesto.

No sin razón en Rusia se llama desgracia al delito y desgraciado al delincuente.

Esta definición es expresiva, profunda y tanto más importante cuanto que es inconsciente,instintiva.

Los médicos son, pues, el consuelo natural de los forzados, especialmente cuando deben sufrir uncastigo corporal.

El detenido que ha sido juzgado por un Consejo de Guerra, sabe poco más o menos qué día ha desufrir la pena que le han impuesto, y procura ser trasladado a la enfermería, con objeto de retrasar elterrible momento. Pero no ignora tampoco que al darle de alta no habrá remisión para él, y el díaanterior al en que ha de abandonar el hospital está visiblemente triste y pensativo. Algunos, por amorpropio, disimulan su emoción, pero a nadie engañan con su fingido valor, aunque todos se abstienen,por humanidad, de hacer la más ligera alusión a un castigo de cuya crueldad tienen pruebas imborrables.

Conocí a un penado muy joven, ex soldado, condenado por homicidio, que debía recibir el máximode varazos.

La víspera del día en que había de ser flagelado, se bebió una gran cantidad de aguardiente conpolvo de tabaco en infusión.

El forzado que ha de sufrir el castigo de las varas, bebe siempre, en el momento crítico, elaguardiente que se ha procurado de antemano a un precio fabuloso. Preferiría abstenerse durante medioaño de lo más necesario a no poder tragarse un cuarto de litro de aguardiente antes de ser azotado.

Los penados están persuadidos de que un hombre ebrio sufre menos semejante castigo que siestuviese en el pleno dominio de sí mismo.

Reanudemos el relato.

El pobre joven que se había bebido la infusión de polvo de tabaco y aguardiente, cayó enfermoapenas hubo tomado el terrible brebaje, vomitó sangre y fue preciso trasladarle a la enfermería, dondeen seguida se le declaró la tisis y murió a los pocos meses, sin que los médicos que le asistían hubieranpodido dar con la causa de su enfermedad.

Si bien los ejemplos de pusilanimidad no son raros en los presidios, fuerza es confesar que tampocoson escasos los de una intrepidez asombrosa.

Recuerdo varias pruebas de firmeza rayanas en la insensibilidad.

Pero la que me impresionó de modo tal que no he podido jamás borrar de mi memoria, fue la queofreció un terrible bandido que fue deportado a nuestro penal.

En un espléndido día de verano se esparció la noticia de que el famoso forajido Orlov debía ser

Page 41: Memorias de La Casa de Los Muertos

sometido al castigo de varas y enviado después a la ambulancia.

Los reclusos que estaban en la enfermería afirmaban que el suplicio sería muy cruel y, enconsecuencia, todos estábamos conmovidos. Yo mismo, lo confieso, esperaba con impaciente curiosidadla llegada de aquel bandido, del que se contaban cosas inauditas.

Era un malhechor como se ven muy pocos, capaz de asesinar a sangre fría a viejos y a niños. Estabadotado de una fuerza de voluntad indomable y se mostraba ufano y orgulloso de ella.

Al anochecer fue trasladado a la enfermería, que estaba envuelta en la oscuridad.

Cuando encendieron las luces observé que Orlov estaba intensamente pálido y casi privado de lossentidos. Inmediatamente le acostaron de lado y le suministraron los medicamentos prescritos por elfacultativo, prestándole los mismos cuidados que se hubieran tenido con un pariente o un protector.

A la mañana siguiente recobró por completo los sentidos y comenzó a pasear por la sala. Esto mellenó de estupor, pues cuando, algunas horas antes, le habían conducido allí, parecía extenuado y mediomuerto.

Le habían propinado únicamente la mitad de los golpes señalados en la sentencia, por haberopinado el médico que si continuaba el suplicio Orlov hubiera perecido en él irremisiblemente.

El doctor fundaba su parecer en que la prolongada vida de reclusión que llevaba el bandido le habíadebilitado extraordinariamente.

Orlov se restableció pronto, merced, sin duda, a su robusta complexión.

No era un hombre extraordinario.

Por curiosidad entablé relaciones con él, y así tuve ocasión de estudiarle detenidamente duranteuna semana. En mi vida había visto un hombre de voluntad más firme, inflexible.

Había yo conocido a Tóbolsk, una celebridad del mismo género, antiguo capitán de bandidos, unaverdadera fiera. Aunque no se le conociera, se adivinaba a simple vista que era un ser peligroso. Lo quemás me asombraba era su imbecilidad. La materia predominaba sobre su espíritu; se conocía al puntoque para él no existía más que la satisfacción de sus brutales necesidades físicas. Pues bien, estoy segurode que Koménev, que así se llamaba el bandido, hubiérase desmayado al oír la sentencia que lecondenara a una pena corporal igual que la de Orlov, a pesar de que hubiera descuartizado sin pestañearal primero que llegase.

Orlov, por el contrario, estaba orgulloso de que en él triunfase el espíritu sobre la carne.Despreciaba los castigos y no temía a nada ni a nadie.

Cuando se proponía conseguir un fin cualquiera, asombraba por su energía imponderable, por lasmanifestaciones de su sed de venganza, por su actividad y su voluntad indomable.

Su aire altivo me impresionó; nos miraba a todos desde la altura de su grandeza, no por vanaostentación sino por orgullo innato.

Creo que nadie ha podido ejercer influencia sobre él; contemplaba a quien le dirigía la palabra conmirada impasible, como si no existiese en el mundo nada que pudiera sorprenderle.

Sabía perfectamente que los demás penados le temían y respetaban, pero no se aprovechaba de ellopara darse más importancia de la que tenía; a pesar de que la vanidad y la jactancia son defectospeculiares a todos los presidiarios.

Era inteligente y su franqueza extraña en nada se parecía a la charlatanería. Respondía sin rebozo a

Page 42: Memorias de La Casa de Los Muertos

cuantas preguntas se le dirigían y me confesó que esperaba con impaciencia su completorestablecimiento para recibir el número de azotes que aún habían de propinarle y acabar de una vez.

-Ahora -me dijo guiñando el ojo-, nada tendré que temer. Recibiré el resto y me enviarán aNerschinsk en una expedición de reclusos. Pero aprovecharé la ocasión para evadirme, y no dudo de quepodré realizarlo si para entonces tengo las espaldas cicatrizadas.

Durante cinco días le consumió la impaciencia esperando que le dieran de alta. A ratos estaba debuen humor, y aproveché uno de aquellos momentos para interrogarle acerca de sus desdichas.

Orlov arrugaba ligeramente el entrecejo y me contestaba con sinceridad; pero al comprender quetrataba yo de sondear su corazón para descubrir en él algún indicio de arrepentimiento, me miró con airede altivez y menosprecio, como si fuese yo un niño o un necio a quien dispensaba el honor de suconversación. Sorprendí, no obstante, en su semblante, una especie de compasión hacia mí.

Al cabo de un instante se puso a reír estrepitosamente, pero sin la menor ironía, y me imagino lasveces que habrá reído de la misma manera al recordar mis palabras.

Finalmente obtuvo el necesario permiso para abandonar la enfermería, a pesar de que no tenía aúncicatrizadas las heridas de las espaldas, y como yo también estaba casi restablecido, pedí el alta y salí conél. Volví yo a la sala a que me habían destinado desde el principio, y Orlov fue nuevamente encerrado ensu calabozo.

Al despedimos me estrechó la mano, lo que, a su juicio, era una señaladísima prueba de afecto yconsideración. Pero tal vez hizo esto porque en aquel momento estaba de buen talante. En el fondo medespreciaría, seguramente, pues un ser débil y resignado con su suerte como yo, no podía inspirarle otrosentimiento.

Al día siguiente sufrió Orlov la segunda mitad de su castigo.

*

Cuando permanecíamos encerrados en nuestras salas, tomaban éstas a nuestros ojos otro aspecto, el delpropio domicilio, el del hogar doméstico. Sólo entonces veía yo a mis camaradas, a los penados, en suverdadera casa.

Durante el día, los suboficiales o cualquier otro superior podía entrar en el momento menospensado, y, por consiguiente, la actitud de los reclusos era muy diferente: revelaba inquietud.

Pero en cuanto corrían los cerrojos y echaban la llave al grueso candado, cada cual ocupaba supuesto, se comenzaban los trabajos y la cuadra aparecía iluminada como por encanto.

Cada recluso posee velas y un candelero de madera, a cuya luz unos dan puntadas a sus zapatosmientras otros remiendan sus ropas. El aire, ya mefítico, se corrompe más y más por momentos.

Algunos penados, agrupados en un rincón, juegan a las cartas.

En todas las salas se encuentra algún recluso que posea un tapete y un juego de naipes sucios ygrasientos, que alquila a razón de quince kopeks por noche.

Ordinariamente se jugaba a la garka, o sea a juegos de azar.

Cada jugador ponía delante de sí un montoncito de monedas de cobre -todo su capital- y no se

Page 43: Memorias de La Casa de Los Muertos

levantaba hasta que se quedaba a la última pregunta o hacía saltar la banca. Las sesiones durabanmuchas horas y a veces despuntaba el nuevo día antes que los jugadores diesen por terminada la partida.

En nuestra cuadra, como en todas las otras, no escaseaban los mendicantes arruinados por el juegoo la bebida, o, mejor dicho, mendicantes innatos.

Sí, mendicantes innatos, no retiro la frase. En nuestro pueblo existen, en efecto, y existirán siempreseres desgraciados cuyo destino es el de ser mendigos toda su vida y permanecer bajo el dominio o latutela de alguno, especialmente de los pródigos y de los ricos advenedizos. Todo esfuerzo y todainiciativa es un peso demasiado grande para ellos. Viven, pero a condición de que no han de emprendernada por su propia cuenta, de que han de servir y ser gobernados siempre por la voluntad ajena, de quehan de obrar en toda ocasión por impulso y por cuenta de otro. Nada puede hacerles cambiar desituación, ni aun las circunstancias más inesperadas y favorables: han de ser siempre pordioseros.

Estos desgraciados los he encontrado en todas partes y en todas las clases sociales hasta en elmundo literario, y se encuentran también en los establecimientos penales…

En cuanto se organizaba el juego, se llamaba a uno de estos pordioseros, y por cinco kopeks, debíatrabajar toda la noche ¡y de qué modo! Tenía que montar la guardia en el vestíbulo, con un frío de 30°Réaumur, en medio de la oscuridad más completa, durante seis horas (¡ni siquiera a kópekpor hora!),con la obligación de estar atento al más ligero rumor, pues los suboficiales y aun el mismo jefe solíanhacer la ronda a altas horas de la noche, y llegando silenciosamente sorprendían in fraganti a los quetrabajaban y a los que estaban entregados al juego. Las bujías que ardían dentro de la sala favorecíanesta sorpresa, y cuando se oía la llave en el candado, no había tiempo ya para ocultar el cuerpo del delito,apagar las luces y tenderse cada cual en su sitio del tablado que servía de cama.

Esto, sin embargo, ocurría pocas veces.

Cinco kopeks era una recompensa irrisoria aun dentro de nuestro penal; por eso me dejaba atónitola exigencia y la dureza inconcebible de los jugadores y de todo el que pagaba a otro con algún objetodeterminado.

¡Te pagamos para que nos sirvas bien!

Este era un argumento que no admitía réplica.

Bastaba pagar a uno, aunque sólo fuese un miserable kópek,para exigirle hasta lo imposible y que,por añadidura, se mostrase agradecido:

Más de una vez tuve ocasión de ver a los penados tirar su dinero a tontas y a locas, sin contarlosiquiera, y en cambio maltratar a sus criadospor un kópek.

Ya he dicho que, excepción hecha de los jugadores, todos los demás trabajaban. Únicamente cincoreclusos se acostaron en seguida.

Mi sitio estaba junto a la puerta, y del lado contrario dormía Akim Akímich, de suerte que, cuandoestábamos acostados, nuestras cabezas se tocaban.

Akim trabajó hasta cosa de las once en una lámpara de colores que un vecino de la ciudad le habíaencargado sin regatearle la mano de obra.

Terminada su tarea, guardó cuidadosamente sus utensilios del trabajo, tendió el colchón, hizo susoraciones y a los pocos segundos dormía como un bendito.

Llevaba el orden y el cuidado en todas sus cosas hasta la pedantería, y sin duda alguna se tenía porhombreinteligente, como suele suceder a todos los hombres de más cortos alcances.

Page 44: Memorias de La Casa de Los Muertos

A primera vista no me fue simpático, aunque me dio mucho que pensar aquel día. Me extrañabaque un hombre semejante hubiera ido a parar a un presidio. En el curso de estos recuerdos hablaré confrecuencia de Akim Akímich.

Pero antes de seguir adelante es preciso que describa el personal de aquella cuadra. Todos los queme rodeaban debían ser mis compañeros inseparables y era natural que los examinase con curiosidad.

A mi izquierda dormían unos cuantos montañeses del Cáucaso, deportados casi todos por bandidosy condenados a diversas penas.

Había también dos lezguínos, un circasiano y tres tártaros del Daguestán

El circasiano era un tipo perezoso y sombrío que no hablaba jamás y miraba a uno de pies a cabezacon sonrisa repulsiva.

Uno de los lezguínos, un viejo de nariz aguileña, largo y delgado, parecía un forajido; en cambio elotro, Nurra, me causó una impresión agradable. De mediana estatura, joven aún, musculoso, de cabellosrubios y finos rasgos disonómicos, caminaba, según acostumbran los jinetes, echando hacia fuera laspuntas de los pies. Tenía el cuerpo sembrado de cicatrices, huellas imborrables de bayonetas y de balas.Aunque montañés sometido del Cáucaso, habíase unido a los rebeldes, con los cuales realizabafrecuentes incursiones por nuestro territorio.

Era muy querido en la cuadra por la alegría de su carácter y su amabilidad; trabajaba sinmurmurar, siempre pacífico y sereno. Los hurtos, las bribonadas y las borracheras le disgustaban,crispábanle los nervios. En una palabra, no podía soportar lo que no fuese honrado, y evitaba todadisputa con sus camaradas, pero sin disimular su indignación: Durante el largo periodo de su reclusiónno robó jamás ni cometió una acción indigna. Sinceramente piadoso, rezaba sus oraciones antes deacostarse, observaba los ayunos mahometanos como un verdadero fanático y se pasaba noches enterasorando.

-¡Nurra es un león!- exclamaron los penados, y le quedó el sobrenombre de León.

Estaba convencido de que, una vez extinguida su condena, le enviarían nuevamente al Cáucaso.

A decir verdad, ésta era la única esperanza que le sostenía; creo que hubiera muerto si se lahubiesen quitado.

Me llamó la atención desde el momento que llegué al presidio. ¿Cómo no había de sorprenderme elver una figura tan noble y atrayente en medio de aquellos rostros tétricos, ceñudos y mal encarados?

Durante la primera media hora estuvo sentado junto a mí, tocándome familiarmente en el hombrode vez en cuando y murmurando unas frases que no pude comprender, porque hablaba pésimamente elruso.

Durante tres días seguidos repitióla operación a las mismas horas, o sea, cuando estábamos devuelta en la cuadra, y al fin, juzgando más bien por su afable sonrisa que por sus palabras, híceme cargode que me compadecía, y trataba de infundirme ánimos, brindándome con su simpatía y protección.

-¡Ah, qué bueno y generoso era Nurra!

Los tres tártaros del Daguestán eran hermanos; los dos primeros, hombres ya de cierta edad, y elpequeño, Alei, joven de veintidós años, aunque representaba menos edad. Este dormía a mi lado.

Su rostro inteligente y franco, ingenuamente bueno, me llamó la atención desde el primermomento, y agradecí al destino que me hubiese dado aquel compañero con preferencia a cualquier otro.En su hermoso rostro podía verse toda su alma. Su sonrisa eran tan dulce, tan llena de infantil sencillez,y sus grandes ojos negros tan acariciadores y tiernos, que se experimentaba un íntimo placer mirándolo,

Page 45: Memorias de La Casa de Los Muertos

y esto me consolaba en los momentos de tristeza y angustia.

Estando en su país, su hermano mayor (tenía cinco hermanos, dos de los cuales se encontraban enlas minas de Siberia) le mandó un día que tomase su yatagán,[13] montase a caballo y le siguiese.

Es tal el respeto de los montañeses a sus mayores, que Alei no osó preguntar adónde le llevaba, apesar de que no podía imaginarse siquiera cuál era el objeto de aquella expedición.

Sus hermanos tampoco creyeron conveniente decirle que iban a atacar la caravana de un ricomercader armenio.

En efecto, asesinaron al mercader, se apoderaron de su mercancía y pusieron en fuga a susacompañantes.

Pero, desgraciadamente para ellos, túvose conocimiento de su fechoría, y fueron juzgados, azotadosy condenados a trabajos forzosos que habían de cumplir en Siberia. El tribunal apreció algunasatenuantes en favor de Alei y le impuso el mínimo de la pena: cuatro años de reclusión.

Sus hermanos le querían entrañablemente; su afecto tenía más de paterno que de fraternal. Alei erasu único consuelo en el presidio; reservados y tristes con todos, a él sonreían siempre; cuando los otrosle hablaban, lo que sucedía raras veces, porque le tenían por un niño a quien nada serio se podía decir,su rostro nublado se iluminaba; conocían que conversaban con él en términos cariñosos, como seconversa con los niños, y cuando Alei respondía, los dos hermanos cambiaban una mirada y sonreían conaire de satisfacción. Alei no se hubiera atrevido a dirigirles la palabra, tal era el respeto que les tenía.

Cómo pudo aquel joven conservar su corazón puro, su sencillez, su franca cordialidad, sinpervertirse ni corromperse durante cuatro años de trabajos forzosos, es algo casi inexplicable.

Mas a pesar de toda su dulzura, estaba dotado de un carácter fuerte, de una naturaleza estoica,según eché de ver más tarde.

Pudoroso como una jovencita, toda acción baja, cínica, vergonzosa e injusta le llenaba deindignación, y sus bellos y grandes ojos hacíanse más bellos aún.

Sin ser de esos hombres que se dejan ofender impunemente, evitaba rencillas e injurias,conservando siempre su dignidad. Por otra parte, ¿quién hubiera podido reñir con él o insultarlo? Todosle querían y le mimaban.

De momento, conmigo se mostró nada más que atento y cortés; pero poco a poco entablamosconversación aquella noche. Pocos meses le bastaron para aprender el ruso a la perfección, mientras sushermanos apenas lo chapurreaban lo indispensable para hacerse entender.

Era Alei un joven inteligentísimo y a la vez modesto, delicado y circunspecto; un ser excepcional delque guardaré toda mi vida muy grato recuerdo.

Hay naturalezas tan espontáneamente hermosas y dotadas por Dios de tan excelsas cualidades, queparece absurda la idea de que algún día puedan pervertirse. Siempre se está tranquilo por lo que a ellasrespecta, y por eso nada temía por Alei. ¿Dónde se encontrará ahora?

Una noche, poco tiempo después de mi llegada al penal, estaba yo tendido en mi cama,atormentado por tristes pensamientos. Alei, siempre tan laborioso, no trabajaba, sin embargo, porquelos hermanos conmemoraban una fiesta musulmana. Aunque no era todavía hora de dormir, Alei estabatambién acostado, con la cabeza apoyada en ambas manos, en actitud meditabunda. De pronto, mepreguntó:

-Estás triste, ¿verdad?

Page 46: Memorias de La Casa de Los Muertos

Le miré sorprendido. Aquella pregunta, hecha por un joven tan delicado y circunspecto, me parecióextraña. Pero le examiné más atentamente y observé en su rostro tanto dolor, tan hondo pesar,despertado, sin duda, por los recuerdos que se presentaban a su memoria, que comprendí lo que pasabaen su alma y yo no pude por menos de preguntarle a mi vez.

Alei lanzó un profundo suspiro y sonrió melancólicamente.

Su sonrisa, siempre graciosa y cordial, me encantaba; cuando sonreía dejaba al descubierto doshileras de dientes que le hubiera envidiado la primera beldad del mundo.

-Estás pensando, seguramente en la fiesta que se celebra hoy en el Daguestán, ¿verdad, Alei? Dime,¿eras feliz en tu patria?

-¡Ah, sí! -exclamó con entusiasmo, y sus ojos brillaron de alegría-. ¿Cómo has adivinado lo quepensaba?

-No es difícil adivinarlo, amigo mío; ¿no se está acaso mejor allí que en este penal?

-Ciertamente; mas, ¿por qué dices eso?

-¡Qué hermosas flores debe de haber en tu país! Aquello será un paraíso, ¿no es cierto?

-Calla, calla, te lo ruego.

El joven estaba verdaderamente conmovido.

-Escucha, Alei ¿tienes alguna hermana?

-Sí, ¿por qué me lo preguntas?

-Debe ser muy bella si se parece a ti.

-¡Oh; no hay comparación posible entre ella y yo! No existe en el Daguestán una muchacha máshermosa que mi hermana. ¡Qué belleza! Estoy seguro de que nunca has visto nada semejante. Mi madreera también preciosa.

-¿Te quería mucho tu madre?

-¡Si me quería! Ha muerto de pena, pues me amaba con delirio. Yo era el preferido, me quería másque a mi hermana y que a todos los otros. Anoche soñé que había venido a verme, derramando ardienteslágrimas que me bañaron el rostro…

Se calló bruscamente y en toda la noche no volvió a despegar los labios; pero desde aquel momentobuscó siempre mi compañía, si bien, por respeto, no me dirigía la palabra antes de que yo lo hiciera. Mehablaba a menudo del Cáucaso y de su vida pasada. Sus hermanos no le prohibían que conversaseconmigo, al contrario, me parece que les agradaba, y cuando vieron que yo había cobrado cariño a Alei,mostráronse afabilísimos conmigo.

En los trabajos me ayudaba el joven y en la cuadra hacía todo lo que podía agradarme, con tal deprocurarme algún consuelo y distracción, sin que en las atenciones que me dispensaba hubiese nisombra de servilismo ni esperanza de recompensa de ningún género, sino únicamente un sentimientocaluroso y cordial que no trataba de disimular. Poseía aptitudes extraordinarias para las artes mecánicas:había aprendido a coser bastante bien la ropa blanca y a remendar los zapatos, y en ebanistería adquiriótodos los conocimientos que en un penal se pueden adquirir. Sus hermanos estaban orgullosos de él.

-Escucha, Alei -le dije un día-, ¿por qué no aprendes a leer y escribir la lengua rusa? Esto podíaserte muy útil más adelante en la Siberia.

Page 47: Memorias de La Casa de Los Muertos

-Con mucho gusto, ¿pero quién me enseñaría?

-No es precisamente gente que sepa leer y escribir lo que falta aquí -le contesté-. Si quieres, yomismo...

-Sí, sí -me interrumpió, juntando las manos en ademán suplicante-; enséñame a leer y escribir, te loruego.

Aquella misma noche pusimos manos a la obra. Yo tenía una traducción rusa del NuevoTestamento, único libro que no estaba prohibido en el penal, y en él aprendió Alei a leer en pocassemanas. Al cabo de tres meses conocía perfectamente el lenguaje escrito, porque ponía en el estudio unaaplicación rayana en pasión desbordante.

Un día leímos juntos todo el sermón de la montaña, y observé que algunos pasajes los leía conacento conmovido.

Le pregunté entonces si le gustaba aquella lectura, y con el rostro encendido y la mirada brillanteexclamó:

-¡Oh, sí! Jesús es un santo profeta que habla el lenguaje de Dios. ¡Qué admirable es esto!

-Y bien, ¿qué es lo que te ha gustado más?

-El pasaje en que dice: «Perdonad y amad a vuestros enemigos». ¡Ah, sublime doctrina!

Se volvió hacia sus hermanos, que escuchaban nuestra conversación, y comenzó a hablarlesanimadamente. Su conversación duró largo rato, aprobando ellos de vez en cuando con movimientosafirmativos de cabeza, y luego, con una sonrisa grave y benévola, sonrisa musulmana que me encanta porsu gravedad, afirmaron, dirigiéndose a mí, que Isle (Jesús) era un gran profeta, que había hecho grandesmilagros y creado un pájaro con un poco de barro al que con su aliento infundió la vida y el pájaro voló…Esto era lo que decían sus libros santos.

Los dos circasianos estaban persuadidos de que hablándome de Jesús y alabándole meproporcionaban un placer indecible, y Alei estaba radiante de alegría al ver que sus hermanos aprobabanlo que yo hacía y no me escatimaban una satisfacción que, a su juicio, me era debida.

El éxito que obtuve enseñando a escribir a mi alumno fue verdaderamente admirable. Alei se habíaprocurado, a su costa, pues no consintió que lo hiciese yo de mi peculio, papel, plumas y tinta. En menosde dos meses aprendió a escribir. Sus hermanos estaban asombrados de tan rápido progreso, y su orgulloy contento no tenía límites, pareciéndoles siempre poco lo que hacían para demostrarme suagradecimiento. Cuando nos correspondía trabajar juntos en la cantera, me ayudaban a porfía,asegurándome que no lo hacían por deber de gratitud sino por egoísta satisfacción. No hablo de Alei,porque él solo me quería más que sus dos hermanos juntos.

No olvidaré jamás el día en que fui puesto en libertad, pensando en nuestra despedida. Alei meacompañó hasta el patio y me abrazó sollozando. Nunca habíame abrazado ni le había visto llorar.

-¡Has hecho tanto por mí! -murmuraba-. ¡Te debo tanto! ¿Qué más hubieran podido hacer mipadre y mi madre? Gracias a ti soy un hombre de veras... Que Dios te bendiga; yo no te olvidaré jamás,¡jamás!

¿Dónde está ahora? ¿Dónde está mi bueno y querido Alei?

Además de los circasianos había en nuestra cuadra cierto número de polacos que hacían vida apartey apenas se trataban con los demás reclusos. Ya he dicho en otro lugar que, merced a su exclusivismo yal odio que demostraban a los deportados rusos, habíanse acarreado, en lógica correspondencia, el odio

Page 48: Memorias de La Casa de Los Muertos

de todos. Eran mentes enfermas, unos desgraciados. Había entre ellos hombres instruidos, de los quehablaré especialmente en el curso de este relato. Gracias a ellos, dispuse de algunos libros, en el últimoperíodo de mi reclusión. La primera obra que leí me causó una impresión extraña, profunda.

Hablaré detenidamente de estas sensaciones, que considero curiosísimas, aunque me hago cargo deque será difícil comprenderlas, porque sería necesario sentirlas. Baste decir que las privacionesintelectuales son más insoportables y penosas que los más espantosos tormentos físicos.

El hombre del pueblo enviado al presidio, se encuentra en su propia sociedad, o tal vez en unasociedad más elevada. Es mucho, ciertamente, lo que pierde: el país natal, la familia, etc., pero suambiente es el mismo. Un hombre instruido condenado por la ley a la misma pena que el hombre delpueblo, sufre incomparablemente más que este último, porque tiene que sofocar todas sus necesidades,tiene que descender a un nivel inferior, moverse en un ambiente distinto, respirar otros aires…

Es un pez arrojado a la playa. Elcastigo que sufre, igual para todos los delincuentes, según elespíritude la ley, es cien veces más doloroso y punzante para el intelectual que para el hombre delpueblo. Esto es una verdad indiscutible, aun prescindiendo de los hábitos sociales que debe sacrificar.

Como iba diciendo, los polacos formaban una sociedad aparte; vivían juntos, y de entre todos losforzados de nuestro pabellón sólo distinguían en su trato a un judío, que, por otra parte, erageneralmente estimado, aunque todos se burlaban de él. No había ningún otro judío en el penal; y hoymismo no puedo recordarle sin que la sonrisa acuda a mis labios. Cada vez que le miraba hacíamepensar en el judío Yankel que Gógol retrató en Tarás Bulba y que una vez desnudo y a punto deacostarse con su esposa en una especie de armario, parecía un gallo desplumado.

En efecto, Isaí Fomich, que tal era el nombre de nuestro judío, se parecía a un gallo desplumadocomo dos gotas de agua. Tenía ya cincuenta años, y era pequeño y débil, astuto y necio a la vez, atrevidoy truculento, a pesar de su pusilanimidad extraordinaria. Innumerables arrugas surcaban su rostro, y enla frente y las mejillas ostentaba el estigma infamante. No comprendo cómo pudo soportar los sesentapalos que le propinaron, pues había sido condenado por asesinato.

Guardaba cuidadosamente la receta de una pomada que a raíz de la ejecución habíale dado unmédico judío, y gracias a la cual desaparecían de su rostro las señales del hierro candente en menos deun par de semanas; mas esperaba la extinción de su condena -¡veinte años!- para usar el maravillosoungüento.

-Entonces, cuando sea colono -decía-, será preciso que me borre estas marcas, pues de lo contrariono me podría casar y es indispensable que me case.

Éramos muy buenos amigos; a juzgar por su inagotable buen humor, diríase que la vida de presidiono tenía para él nada de molesta. Orífice de profesión, no podía dar abasto a los encargos que le hacían,porque en la ciudad no había joyeros; así escapaba a los trabajos penosos. Naturalmente, prestabatambién dinero a interés crecido y sobre prendas.

Había ingresado en el penal antes que yo, uno de los polacos me contó su entrada triunfal, unespectáculo muy divertido del que me ocuparé más adelante cuando vuelva a hablar de Isaí Fomich.

En cuanto a los otros reclusos eran, en su mayoría, viejos creyentes, entre ellos el anciano deStaróduvo, dos o tres indígenas de la Pequeña Rusia, gente poco simpática, un joven de rostro delicado ynariz afilada que a los veintitrés años había cometido ocho asesinatos; un grupito de monederos falsos,de los cuales uno era el bufón de la cuadra, y, por último, algunos forzados sombríos y tristes, callados yenvidiosos, que miraban con recelo a todos los que les rodeaban.

Todo esto no pude más que entreverlo ligeramente la primera noche que pasé en el presidio através de nubes de humo, en una atmósfera viciada y en medio de chistes obscenos, blasfemias, insultos yrisotadas.

Page 49: Memorias de La Casa de Los Muertos

Me tendí sobre el duro tablado, apoyando la cabeza en mi chaqueta enrollada (aún no teníaalmohada) y me cubrí con mi gabán a falta de mantas; pero no me fue posible conciliar el sueño hasta lamadrugada.

Comenzaba mi nueva vida. El porvenir me reservaba muchas cosas que yo no había previsto nipensado en ellas jamás.

V

Los tres primeros días

A los tres días de mi llegada al presidio recibí la orden de ir al trabajo. La impresión que me ha quedadode aquel día es aún vivísima, a pesar de queno me ofreció nada de particular, si se exceptúa lo que misituación tenía en sí misma de extraordinario. En aquellos momentos lo miraba todo con curiosidad. Lostres primeros días fueron para mí, seguramente, los más penosos de mi reclusión.

-Se acabaron mis peregrinaciones -me decía a cada instante-; ya estoy en el penal; mi puerto únicodurante largos años. Este es el rincón donde he de vivir; entro con el corazón desgarrado y lleno dedesconfianza… ¡y quién sabe si lo echaré amargamente de menos cuando lo abandone! -añadía, llevadode esa alegría maligna que nos excita a ensanchar la herida como para saborear con deleite elsufrimiento-. A veces se experimenta un vivo placer conociendo toda la extensión de la propiadesventura. El pensamiento de que pudiera llegar a echar de menos aquella triste mansión meespantaba.

Presentía ya hasta qué grado increíble es el hombre un animal de costumbres.

Mas esto era el porvenir, mientras que el presente que me rodeaba era hostil y terrible. A lo menosasí me lo parecía.

La curiosidad salvaje con que me examinaban mis compañeros de cadena y la dureza con quetrataban a un ex noble que entraba a formar parte de su corporación -dureza que a veces se convertía enodio- me atormentaba de tal modo, que ansiaba ir al trabajo para medir de una sola ojeada toda laextensión de mi desdicha, para vivir como ellos y caer con ellos en la abyección.

Se me escapaban aún muchos pormenores; todavía no sabía discernir entre la hostilidad general yla simpatía compasiva que algunos me demostraban.

No obstante, la afabilidad y la benevolencia con que varios penados me trataron, diéronme algúnvalor, reanimaron mi espíritu.

Akim Akímich fue conmigo el más amable de todos. Observé también algún rostro simpático entretantas cabezas odiosas y repugnantes.

-En todas partes se encuentran malvados, pero aun entre los malvados -pensé- puede existir algomenos malo que me consuele y sostenga. ¡Quién sabe! Tal vez no son éstos peores que los otros queestán libres.

Page 50: Memorias de La Casa de Los Muertos

A pesar de estos pensamientos, movía la cabeza con gesto dubitativo. No sabía si llevaba razón.

A Suschilov, por ejemplo, no aprendí a conocerle sino al cabo de mucho tiempo, no obstantehaberle tratado muy de cerca desde el primer día que entré en el penal.

Este me servía, así como otro presidiario llamado Osip, recomendados de Akim. Por treinta kopeksal mes, Osip se comprometió a prepararme la comida por mi cuenta, en el caso de que no me gustase elrancho del establecimiento.

Osip era uno de los cuatro cocineros elegidos por los penados.

Entre paréntesis: estos cocineros podían aceptar y renunciar el cargo cuando lo tuviesen porconveniente.

Los cocineros estaban exentos de trabajos forzosos: sus funciones estaban limitadas a amasar ycocer el pan y preparar la menestra. Les llamaban furrielas, no por desprecio, pues escogían a lospenados más inteligentes y probos, sino por broma.

Osip había sido siempre cocinero; no renunciaba al cargo sino cuando estaba aburrido o veía unaocasión oportuna para introducir una partida de aguardiente en el penal.

Condenado por delito de contrabando, era Osip un hombre honrado a carta cabal y perezoso hastaun grado indecible; el castigo de varas le infundía un terror pánico.

De carácter pacífico, sufrido, afable con todos, no buscaba nunca querellas. Pero no hubiera podidovencer jamás la tentación de introducir clandestinamente aguardiente en el penal, pues le arrastrabaimpetuosamente su pasión por el contrabando, a despecho de su haraganería.

Como todos los furrielas, ejercía la industria de cantinero, pero en escala muy inferior a la deGazin, con el que estaba en buenas relaciones.

No era preciso ser rico para hacerse servir comida especial. Yo no gastaba más de un rublomensual, sin incluir, naturalmente, el pan, que me lo pasaba el establecimiento. A veces, cuando meapretaba el hambre, me decidía a comer la menestra de los reclusos, a pesar del asco que me producía;pero poco a poco fui venciendo esta repugnancia.

Ordinariamente compraba una libra de carne al día, que me costaba dos kopeks.Los inválidos queejercían vigilancia en el interior de las cuadras, se prestaban gustosos a hacer en la ciudad las compraspor cuenta de los reclusos, excepción hecha, como es natural, del aguardiente, aunque no desdeñaban devez en cuando una copita. Por estas molestias no percibían ninguna recompensa. Hacíanlo por amor a latranquilidad, pues su vida en las cuadras hubiera sido un continuo tormento si se hubiesen negado ahacer estos pequeños favores.

Durante muchos años Osip me preparó siempre el mismo plato. Lo que no he podido saber nuncaes cómo se las arreglaba para asar la carne. Verdad es que en todo aquel tiempo no cambié con él mediadocena de palabras. Era incapaz de sostener una conversación, no sabía más que sonreír y contestar conmonosílabos a las preguntas que se le dirigían. Aquel Hércules no tenía la inteligencia más desarrolladaque un niño de siete años.

Suschilov era otro de mis criados. No le llamé yo; fue él quien espontáneamente se puso a miservicio, no sé en qué ocasión.

Su ocupación principal era el cuidado de mi ropa blanca. En el centro del patio estaban emplazadoslos lavaderos que utilizaban los penados.

Suschilov encontró el medio de prestarme varios servicios: me preparaba el té, me cosía y limpiaba

Page 51: Memorias de La Casa de Los Muertos

la ropa y untaba de grasa mis zapatos cuatro veces al mes. Y hacíalo todo con un celo y cuidadoadmirables. De tal modo había ligado su suerte a la mía, que se mezclaba en todo lo que a mí se refería.Así, por ejemplo, no hubiera dicho jamás: «Tiene usted tantas camisas, es preciso dar unas puntadas asu traje», sino que pluralizaba descaradamente diciendo: «Tenemos tantas camisas; es preciso dar unaspuntadas a nuestros trajes».

Por lo demás, para él no había en el mundo nada más que yo; y aun llego a creer que era yo elobjeto único de su vida.

Como no conocía ningún oficio, no recibía más dinero que el que yo le daba, una miseria; sinembargo, estaba contentísimo, cualquiera que fuese la cantidad que le entregase en recompensa de susservicios.

Suschilov no hubiera podido vivir sin servir a alguien. Habíame preferido porque yo era másamable y, sobre todo, más equitativo que todos en cuestión de dinero.

Era un pobre tonto, dócil y atolondrado; cada vez que se le veía hubiérase dicho que acababa desufrir un castigo corporal. Siempre me inspiró lástima; no podía mirarle sin experimentar una profundacompasión que no acertaba a explicarme.

No podía hablar con él porque, como sucedía a Osip, era incapaz de sostener una conversación.Únicamente se animaba cuando, como final de mi discurso, le encargaba que hiciese esto o aquello o quefuese aquí o allí. Observé que le llenaba de contento el ejecutar mis órdenes.

Ni alto ni bajo, ni inteligente ni bruto, ni viejo ni joven; no era posible decir nada definitivo, nadacierto, acerca de este pobre hombre de cabellos rubios y rostro ligeramente picado de viruelas.

Lo indudable es que pertenecía, por su atolondramiento e irresponsabilidad, a la categoría deSirotkin.

Los reclusos se burlaban con frecuencia de él porque se había vendido camino de Siberia y, sobretodo, por haberse vendido por una camisa roja y un rublo.

Por venderse entendíase cambiar su nombre con el de otro compañero y, por consiguiente,comprometerse a extinguir la pena a que éste haya sido condenado.

Por increíble que parezca, el hecho es absolutamente auténtico.

Esta costumbre, consagrada por la tradición, existía entre los reclusos que me acompañaron a mideportación a Siberia.

Al principio me resistí a creer una cosa semejante; pero hube de rendirme a la evidencia.

He aquí cómo se realiza este cambio o venta.

Se pone en camino de Siberia un convoy de deportados de todas las categorías o grados de penas:colonos, mineros o forzados.

Un individuo, a quien llamaremos Mijaílov, condenado a trabajos forzosos por un delito grave,encuentra muy desagradable la perspectiva de pasarse largos años privado de libertad; pero, como eslisto, fértil en recursos y sabe dónde le aprieta el zapato, procura zafarse de la pena. Busca entre suscompañeros un bobalicón, de carácter pacífico que haya sido condenado a pocos años de trabajosforzosos o sencillamente al destierro o a las minas. Encuentra, finalmente, a Suschilov, antiguo siervo,deportado a título de colono. Suschilov lleva recorridas ya a pie mil quinientas verstas sin un kópeken elbolsillo y está rendido, extenuado, porque no ha podido alimentarse más que con la raciónreglamentaria; por añadidura todo su equipaje se reduce al uniforme de presidiario que lleva puesto ysirve a todo el que le necesita por unas monedas de cobre.

Page 52: Memorias de La Casa de Los Muertos

Mijaílov entabla conversación con ese desgraciado, se hacen amigos, simpatizan y, finalmente, enuna etapa cualquiera Mijaílov emborracha a su camarada y le propone cambiar mutuamente su suerte.

-Yo me llamo Mijaílov -le dice-; he sido condenado a trabajos forzosos, pero no deben ser talespuesto que me envían a la sección especial. Mas, admitiendo que sean trabajos forzosos, han de serdiferentes de los otros, es decir menos penosos, puesto que denominan especial la sección a la queperteneceré.

Antes de que esta sección fuese abolida, eran muchas las personas pertenecientes al mundo oficial ycon residencia en el propio San Petersburgo, que no sabían siquiera que existiese.

Se hallaba establecida en el rincón más apartado de una de las más lejanas regiones de la Siberia, yno es raro que se ignorase su existencia. Además era insignificante, si se juzga por el número depenados, que en mi tiempo no pasaba de setenta.

Más tarde tuve ocasión de hablar con funcionarios que habían servido en Siberia y desconocían porcompleto esa sección, a la que en la Compilación legislativa no se le concedían más que seis líneas en elapartado de un artículo:

“Dependiente del establecimiento penitenciario de... existe una sección especial para losdelincuentes más peligrosos, en espera de que se organicen los trabajos forzosos mas penosos.”

Los mismos reclusos no sabían una palabra acerca de su sección.

¿Era Perpetua o temporal? En realidad, no tenía término fijo. No era más que una interinidad quedebía prolongarse indefinidamente.

Así, pues, ni Suschilov, ni ninguno de los del convoy, incluso el propio Mijaílov, podían adivinar elsignificado de las palabras sección especial.

Sin embargo, éste último sospechaba el verdadero carácter de aquella sección, juzgando por lagravedad de su delito y por el hecho de que le hacían recorrer tres o cuatro mil verstas a pie. Suschilov,en cambio, iba destinado a las colonias; ¿qué más podía desear Mijaílov?

Suschilov está algo ebrio y, corazón sencillo, reconocido a su camarada por los regalos que le hace yque no se atreve a rehusar. Por otra parte, ha oído decir que entre los deportados son frecuentes estoscambios, y no tiene, por consiguiente, nada de extraordinaria o de inaudita su proposición.

Y cierran el trato.

El ladino Mijaílov, aprovechándose de la simplicidad de su camarada, le compra su nombremediante una camisa encarnada y un rublo que le entrega en presencia de varios testigos.

El día siguiente Suschilov no está borracho, pero se le convida a un trago y él acepta varios. Elrublo no tarda en pasar a manos del cantinero, así como la camisa encarnada.

-Si estás arrepentido del trato y quieres volverte atrás, devuélveme lo que te he dado -le diceMijaílov.

¿Pero dónde encontrar el rublo ni cómo rescatar la camisa?

Si no lo restituye, el artel[14] le obligará a hacerlo.

En este punto los presidiarios no transigen.

Es necesario, pues, que Suschilov cumpla su promesa, si no quiere habérselas con el artel y acabar

Page 53: Memorias de La Casa de Los Muertos

mal; porque si no le mataban le harían pasar un disgusto terrible.

En efecto, si el artel se mostrase débil o indulgente en un solo caso siquiera, no se podría verificaren lo sucesivo el cambio de nombres.

Si se pudiera retirar impunemente la palabra dada o faltar a lo tratado, después de haberse recibidola cantidad estipulada, ¿quién se creería obligado a observar las condiciones establecidas? Era, pues, éstauna cuestión capitalísima para el artel, pues interesaba por igual a todos. Es por esto por lo que losdeportados se muestran excesivamente severos en casos semejantes.

Suschilov se da cuenta, al fin, de que no puede retroceder, y consiente en hacer todo lo que se leexige.

Entonces se anuncia el cambio al resto del convoy; y si se teme alguna denuncia, se unta la mano alos sospechosos.

En la siguiente etapa se pasa lista.

Cuando es nombrado Mijaílov, contesta Suschilov: «¡Presente!»

Y viceversa. Ya no hay que hablar más del asunto.

En Tobolik se separa a los deportados. Mijaílov es enviado a colonizar el país, mientras Suschilov esconducido a la sección especial con doble escolta.

Sería inútil protestar o reclamar; ¿de qué le serviría? Aunque en principio le creyeran, el asuntotardaría largos años en resolverse. Además, ¿qué pruebas o qué testigos podría invocar? Los quepresenciaron el hecho callarían como muertos. No queda, pues, otro remedio que resignarse.

He aquí cómo se vendió Suschilov por un rublo y una camisa encarnada que tampoco supoaprovechar.

Los reclusos se burlaban de él, no por el cambio en sí sino porque desprecian a los tontos que poruna cantidad irrisoria cometen la barbaridad de cambiar un trabajo fácil y cómodo por otro penosísimo.Generalmente las ventasalcanzan precios relativamente elevados, en proporción con los recursos delcomprador, que suele dar hasta una decena de rublos. Pero Suschilov era tan nulo, tan impersonal, taninsignificante, que no valía siquiera la pena de burlarse de él.

Vivimos largos años juntos él y yo. Habíame acostumbrado a este hombre que me era tan adicto.Sin embargo, un día (¡no me lo perdonaré jamás!), que no cumplió la orden que le había dado y vino apedirme dinero, tuve la crueldad de decirle:

-Más valiera que pusieras tanto cuidado en hacer lo que te digo como pones en pedirme dinero.

Suschilov no replicó; pero desde aquel momento se puso sombríamente triste. Yo no podíacomprender que la causa de su tristeza fuesen las impensadas palabras que le había dirigido. Sabía yoperfectamente que un recluso, llamado Vasiliev, le exigía imperiosamente el pago inmediato de unapequeña deuda, y que Suschilov no tenía ni un kópeky no se atrevía a pedírmelo.

-Suschilov -le dije-, me parece que necesitas dinero para pagar tu deuda a Antón Vasiliev[15] y queesperas que yo te lo dé. Pues bien, aquí lo tienes.

Yo estaba sentado en mi cama. Suschilov permaneció parado delante de mí, asombrado de que leofreciese dinero y le recordase su apurada situación, tanto más cuanto que me había pedido ya variosanticipos y no esperaba que le hiciese otros.

Miró el billete que le entregué, me miró luego fijamente y desapareció luego, saliendo de la cuadra

Page 54: Memorias de La Casa de Los Muertos

como una exhalación.

Sorprendido por esta rápida desaparición que más bien parecía una huida, salí al patio tras de él yle encontré con la cabeza apoyada en los troncos de la empalizada.

-¿Qué te pasa, Suschilov? -le pregunté.

No me contestó en seguida y vi, con indecible estupor, que estaba llorando.

-Usted cree… -comenzó a decir al fin, con voz entrecortada- que yo... sólo por dinero... pero ¡ah!

Se volvió nuevamente, golpeando la empalizada con la cabeza, y continuó sollozando.

Era el primer hombre que veía llorar en el penal.

No me costó poco trabajo consolarlo. Desde aquel día me sirvió con más solicitud y mayor celo, sicabe; mas por ciertos indicios casi imperceptibles comprendí que jamás me perdonaría el reproche que lehabía hecho. Sin embargo, en el penal los demás reclusos se burlaban de él, le maltrataban a veces y leinsultaban siempre, sin que nunca se diera por ofendido ni les guardase rencor.

¡Ah! es muy difícil conocer a un hombre aún viviendo largo tiempo en su compañía.

He aquí por qué el penal no era para mí al principio lo que más adelante debía ser. He aquí porqué, a despecho de la atención que en ello ponía, no me era posible analizar ciertos hechos que serealizaban ante mis ojos.

Lo que entonces me impresionó fue lo más saliente, lo que saltaba a los ojos; pero mi punto de vistaera falso y por eso la impresión que me dejaba era pesada y desesperadamente triste.

Lo que contribuyó, sobre todo, a este resultado, fue mi encuentro con A-v, el deportado que habíallegado al penal conmigo y que desde el primer momento me fue repulsivo. El envenenó los primerosdías de mi reclusión y agravó mis sufrimientos morales, ya de suyo tan crueles.

Era el ejemplar más repugnante del envilecimiento y de la extrema cobardía en que puedeprecipitarse un hombre que ha perdido todo sentimiento del honor y es refractario al remordimiento.

Este joven, un noble, del que ya he hablado en otro lugar, refería al jefe del penal todo lo queocurría dentro del recinto, porque estaba unido a Fedka por estrechos vínculos de amistad.

He aquí su historia.

Antes de haber podido terminar sus estudios, y a consecuencia de una grave disputa con sus padres,que estaban horrorizados de su vida disoluta, A-v se trasladó a San Petersburgo y allí no vaciló en llegarhasta la delación con tal de procurarse dinero: vendió la sangre de diez hombres para satisfacer su sed deplaceres brutales.

Entregado luego a todos los vicios, pervertido hasta la depravación en las tabernas y en casas demala fama de la capital, se aventuró en una empresa insensata, de resultas de la cual fue condenado adiez años de trabajos forzados en la Siberia.

Estaba en los comienzos de la vida y parecía natural que el espantoso golpe que recibía hubieradebido sorprenderlo, excitar en él alguna resistencia, provocar una crisis. Sin embargo, aceptótranquilamente su nueva situación; lo único que le asustaba era el trabajo forzoso; no lamentaba otracosa que el tener que renunciar a sus costumbres licenciosas, a su vida de orgías y libertinaje. El nombrede presidiario disponíale a mayores bajezas, a villanías más odiosas aún.

-Ahora soy presidiario -decía- y puedo hacer lo que me venga en gana sin consideración alguna.

Page 55: Memorias de La Casa de Los Muertos

Así tomaba su horrible situación,

Me acuerdo de aquella criatura repugnante como de un fenómeno monstruoso.

He vivido varios años entre asesinos, disolutos y malvados de la peor especie; pero jamás heencontrado una degradación moral, una corrupción, una vileza tan completas.

Había entre nosotros un parricida, el ex noble que decapitó a su anciano padre; pero ese monstruoéralo mucho menos, tenía sentimientos más humanitarios, era más educado que A-v.

Éste no fue nunca para mí más que un pedazo de carne provisto de dientes y un estómago, ávido delos más asquerosos y feroces placeres animales, para satisfacer los cuales estaba dispuesto a asesinar aquien se presentase.

No exagero; A-v era el ejemplar más completo de la animalidad no frenada por ningún principio,por ninguna regla. ¡Cuánto me repugnaba su sonrisa siempre sardónica! Era, vuelvo a repetirlo, unmonstruo, un Cuasimodo moral.

Y era inteligente, listo, gracioso, bastante instruido y dotado de rara capacidad. Sin embargo, elincendio, la peste, la guerra, el hambre, todas las calamidades juntas eran preferibles a la presencia detales hombres en la sociedad.

He dicho en otro lugar que el espionaje y las denuncias son moneda corriente en los penales, comoproducto natural del envilecimiento, sin que los forzados se enfaden por eso. Al contrario, todos estabanen amistosas relaciones con A-v, se mostraban más afables con él que con nosotros.

Las consideraciones que el borrachín jefe del penal le dispensaba, dábanle cierto valor a los ojos delos forzados.

Algún tiempo después, este miserable se fugó, en compañía de otro presidiario y de un soldado dela escolta. Más adelante referiré esta evasión.

Desde el primer momento rondó en torno mío, suponiendo que yo no conocía su historia.

Lo repito, este individuo envenenó los primeros tiempos de mi reclusión, poniéndome al borde dela desesperación más insensata. Estaba asustado del innoble abismo de bajeza y de bellaquería a que mehabían arrojado. Suponía que todos eran igualmente viles y abyectos; pero me engañaba al creerlossemejantes al sin par A-v.

Los tres primeros días no hizo otra cosa que vagar por todas las dependencias del penal cuando noestaba tendido en mi cama.

Entregué a un recluso, del cual estaba seguro, la tela que me había dado la administración, para quese hiciese alguna camisa, y siguiendo los consejos de Akim Akímich me procuré un colchón, forrado delienzo blanco, delgado como una galleta y durísimo para quien no estuviese acostumbrado.

El mismo Akim se empeñó en facilitarme todos los objetos indispensables y me hizo con suspropias manos un cobertor con pedacitos de paño cortados de los pantalones de uniforme desechadospor los presidiarios, a quienes los había comprado.

Todos los efectos que entrega el Estado quedan de propiedad del forzado cuando los ha usado eltiempo fijado por el reglamento; y aquél los vende en seguida, porque hasta los andrajos tienen un valorpositivo en el mercado del penal.

Todo esto me llenaba de estupor, especialmente al principio, a mi entrada en aquel mundo nuevopara mí.

Page 56: Memorias de La Casa de Los Muertos

Después me hice tan plebeyo como mis compañeros, forzado como ellos. Sus hábitos, sus ideas, suscostumbres, todo lo suyo me lo apropié exteriormente, pero sin penetrar jamás su fondo. Yo estabasorprendido y confuso como si no hubiera oído hablar nunca de estas cosas ni sospechado nadasemejante; sin embargo sabía a qué atenerme, a lo menos por lo que me habían dicho. Pero la realidadproduce una impresión muy diferente de la que causan las referencias. ¿Cómo suponer siquiera queaquellos guiñapos tuviesen todavía algún valor para los presidiarios? Y, sin embargo, mi cobertor estabahecho de guiñapos.

Era difícil adivinar qué clase de tejido era el que se empleaba en los uniformes de los penados;parecía a primera vista igual al paño gris fabricado expresamente para el de los soldados; pero la tramase deshacía en seguida, deshilachándose lastimosamente.

Cada uniforme debía durar un año; pero nunca cumplía su tiempo, a causa de la clase de trabajosque debían realizar los penados. La duración de los capotes habíase fijado en tres años, aunque teníanque servir de abrigo, de manta y de cojín; pero eran fuertes y, aunque remendados, al tercer año sepodían vender en cuarenta kopekscada uno. Los mejor conservados se vendían a sesenta, cantidadexorbitante en un penal.

El dinero, vuelvo a repetido, ejerce un poder soberano en el presidio. Se puede asegurar que unpenado que dispone de algunos recursos, sufre mucho menos que el desgraciado que no posee nada.

«Puesto que el Estado provee a todas sus necesidades, ¿qué necesidad tienen de dinero lospenados?»

Así razonan nuestros jefes. No obstante, insisto en que si los reclusos estuviesen privados de lafacultad de poseer algo de su exclusiva propiedad, perderían la razón, morirían como moscas ycometerían crímenes inauditos, los unos por aburrimiento, por hipocondría, y los otros por cambiar susuerte, como decían.

Si el penado que ha ganado algún kópek con el sudor sanguinolento de su cuerpo y se haaventurado en empresas peligrosas para conseguirlo, derrocha locamente ese dinero, no es porquedesconozca su valor, como a primera vista se pudiera creer.

El penado codicia el dinero, hasta el punto de que lo adquiriría al precio de su sangre: y si lo tirapor la ventana es con objeto de procurarse lo que aprecia más que el dinero, esto es, la libertad, o, a lomenos, una ilusión, un sueño de libertad. Todos los penados son grandes soñadores. No entraré enlargos pormenores; me limitaré a consignar que algunos reclusos, condenados a veinte años de trabajosforzados, me han dicho gravemente:

-Cuando extinga mi condena, si Dios quiere, entonces…

El mismo vocablo forzado indica un hombre privado de su libre arbitrio. Ahora bien, cuando estehombre gasta su dinero, obra como le parece. A pesar de la marca del hierro infamante, a despecho de laempalizada del recinto que oculta a sus ojos el mundo libre y le encierra en una jaula como a una fiera,él puede procurarse aguardiente, hacer alguna escapatoria y sobornar a sus vigilantes inmediatos, losinválidos y aun a los suboficiales, que cerrarán los ojos ante alguna infracción de la disciplina; mástodavía, podrá dárselas de fanfarrón haciendo ver a sus camaradas y tratando de persuadirse a sí mismode que no existe en el mundo un hombre más libre que él.

En una palabra, el pobre diablo quiere convencerse de lo que sabe que es imposible, y por esto esjactancioso y exagera cómica e ingenuamente su personalidad, aunque ésta sea imaginaria; arriesga, enfin, todo lo que posee, sólo por una apariencia de libertad y de vida, que es el único bien que desea. Unmillonario que estuviese a punto de asfixiarse, ¿no daría toda su fortuna a cambio de un soplo de aire?

Un penado ha vivido pacíficamente varios años consecutivos; su conducta ha sido tan ejemplar, queha merecido ser nombrado cabo de varas; mas, de pronto, se rebela y no retrocede ante ningún crimen,

Page 57: Memorias de La Casa de Los Muertos

comoun asesinato, ni ante un delito grave, una violación, por ejemplo. Todos se hacen cruces en vista deun cambio tan radical como inesperado, y tratan de hallar la causa. Aquello no es más que lamanifestación angustiosa y convulsa de su personalidad; una melancolía instintiva, un deseo irresistiblede hacer valer su yo envilecido, sentimientos que nublan su mente. Es como un ataque epiléptico, unespasmo: el hombre sepultado vivo vuelve en sí de súbito, forcejea desesperadamente para levantar latapa de su féretro, aunque la razón le convenza de la inutilidad de sus esfuerzos; pero la razón no puededominar esas convulsiones.

Es preciso no olvidar que casi todas las manifestaciones voluntarias de la personalidad de losforzados son consideradas como un delito; por eso le tiene sin cuidado que esas manifestaciones sean ono insignificantes. Riesgo por riesgo, es preferible tirarse a fondo y llegar hasta el homicidio, si espreciso. Lo único que cuesta es el primer paso; luego, poco a poco, el hombre se exalta; se ciega y nadapuede contenerlo. Por esto, sería mejor no impulsarle a esos extremos.

Sí, ¿pero cómo conseguirlo?

[1][1] Moneda rusa equivalente a la centésima parte de un rublo.[2] Alusión a las dos filas de soldados armados de varas verdes, entre las cuales tenían que pasar los presidiarios condenados aeste castigo, que sólo se aplicaba a los que estaban privados de sus derechos civiles.[3] Ligeros choclos de corteza de tilo de que usan los muchíks de la Rusia central y septentrional.[4] Nombre que se les daba a los antiguos campesinos rusos. El nombre está documentado a partir del siglo X. Con lacolectivización agraria, el muchik desapareció como clase.[5] Esta palabra no significa nada; el forzado desfiguró el vocablo particularidad empleándolo sin razón en el sentido de sabervivir.[6] No existe ningún pájaro de este nombre; el presidiario lo inventó para salir del paso. Este diálogo es literalmente intraducible;pero en la forma que está puede dar una idea del original.[7] De la palabra inválido los penados hacían un pronombre de que se servían para burlarse del soldado anciano.[8]Especie de cerveza, un licor fermentado de malta y pan negro.[9] Diminutivo ruso de la palabra francesa trésor (tesoro).[10] La dos grosches.[11] Medida itineraria rusa, equivalente a 1,067 metros.[12] La emancipación de los siervos fue decretada por el Tzar Aleksandr II hasta 1861.[13] Alfanje de hoja ondulada.[14] Asociación cooperativa de artesanos que poseen un fondo común.[15] La terminación -vich se usaba sólo en el patronímico de los nobles.

Dostoievski: Memorias de la Casa de los Muertos

Page 58: Memorias de La Casa de Los Muertos

Dostoievski: Memorias de la Casa de los Muertos

VI

Los primeros meses

Cuando entré en el penal poseía una pequeña suma de dinero; pero encima no llevaba sino una cantidadinsignificante, por temor de que me fuese confiscada. En el lomo y las cubiertas de la Biblia ocultéalgunos billetes de Banco. Aquel libro me lo habían regalado en Tóbolsk algunas personas desterradasallí desde hacía años, las cuales veían un hermano en cada desgraciado.

Existe en la Siberia no poca gente que consagra su vida a socorrer fraternalmente alos desgraciados, y tiene por ellos el mismo afecto que un padre para con sus hijos: su compasión essanta y enteramente desinteresada. No puedo por menos que hablar, aunque a la ligera, de alguna deesas almas caritativas.

Residía en la ciudad donde estaba situado nuestro penal una viuda, llamada Nastasia Ivánovna.Naturalmente, ninguno de nosotros estaba en relaciones directas con aquella mujer que había dedicadosu vida a socorrer a los deportados y especialmente a nosotros los forzados. ¿Había ocurrido en sufamilia alguna desventura igual a la nuestra? ¿Había sufrido algún pariente suyo un castigo semejante alnuestro? Lo ignoro: el hecho es que ella hacía por nosotros todo lo que podía. Y podía muy poco porqueera pobrísima. Pero los que estábamos encerrados sabíamos que fuera teníamos una amiga afectuosa.Ella nos comunicaba con frecuencia noticias que nos interesaban y de las que tan ávidos estábamossiempre.

Cuando abandoné el penal y partí para otra ciudad, tuve ocasión de ir a verla a su casa, y deconocerla personalmente. Vivía en un barrio apartado, recogida por unos parientes.

Nastasia Ivánovna no era joven ni vieja, ni bella ni fea. Era difícil, mejor dicho, imposible, saber siera inteligente e instruida. Mas en todas sus acciones se notaba una bondad infinita, un deseo irresistiblede complacer, de consolar, de hacer algo agradable. Estos sentimientos se leían en su amable y dulcemirada.

Pasé en su casa toda la noche, con otros compañeros de cadena.

Nastasia nos miraba fijamente, reía si nosotros reíamos, se mostraba conforme con nuestrospareceres y se esforzaba por complacemos.

Nos sirvió té y algunas golosinas. Adivinábase que hubiera deseado ser rica sólo por tener lasatisfacción de aliviar la triste suerte de los penados.

Cuando nos despedimos de ella, nos regaló a cada uno una cigarrera de cartón, hechas por ellamisma y ribeteadas con papel dorado.

-Como ustedes fuman, quizá no les vendrán mal estas cigarreras -nos dijo, excusándosetímidamente de la modestia de su obsequio.

Hay quienes dicen -lo he oído y aun leído- que un vivísimo amor al prójimo no es, al fin y al cabo,

Page 59: Memorias de La Casa de Los Muertos

sino profundo egoísmo. ¿Pero qué egoísmo puede existir en esto? Confieso que no llegaré jamás acomprenderlo.

Aunque no tenía mucho dinero cuando entré en el penal, no podía, sin embargo, enojarme con lospenados que desde el momento de mi llegada me asediaron para que les prestase algo, ni aun con losque, después de haberme engañado una vez, volvían a pedirme otro préstamo. Pero, lo declarofrancamente, me disgustaba sobremanera que, con sus inocentes astucias, me tuviesen por tonto y seburlasen de mí precisamente porque les prestaba dinero por quinta vez. Creían sin duda los penados,que yo era víctima de sus patrañas y de sus engaños; si, por el contrario, me hubiese negado, seguroestoy de que me hubieran mirado con mucho más respeto; mas, si bien montaba en cólera una vez queotra, acababa siempre por ceder a sus ruegos.

Durante los primeros días me preocupaba el pensamiento de saber qué actitud debía adoptar, quelínea de conducta me convenía seguir con respecto a mis compañeros de cadena. Sentía y comprendíaperfectamente que aquel ambiente era del todo nuevo para mí, que caminaba a tientas en las tinieblas yque me sería imposible vivir diez años a oscuras.

Resolví, pues, obedecer ciegamente a lo que mi conciencia y mis sentimientos me dictasen. Pero noignoraba que esto era un aforismo excelente en teoría, pero ineficaz en la realidad.

-¡La casa de los muertos! -me decía a mí mismo, al caer la noche, contemplando desde el escalónde nuestra cuadra a los reclusos que, de vuelta del trabajo, paseaban por el patio. Examinaba susmovimientos y sus fisonomías, tratando de adivinar qué clase de hombres eran, sus inclinaciones y sucarácter.

Desfilaban por delante de mí, ceñudos unos, alegres otros -estos dos aspectos pueden caracterizarel presidio-, injuriándose o conversando tranquilamente, o bien paseando solitarios, absortos, al parecer,en profundas reflexiones, éstos con aire de cansancio y de apatía, aquellos con el sentimiento de unasuperioridad jactanciosa, el casquete inclinado sobre la oreja y el capote echado sobre los hombros,mirando con altivez, con imprudencia y sorna provocadora.

-¡He aquí mi ambiente, mi mundo actual! -pensaba-. El mundo en que no quiero pero en el queforzosamente he de vivir…

Quise preguntar algo acerca de los forzados a mi nuevo amigo Akim, que solía tomar el té conmigo,pero hube de desistir de mi propósito.

Diré, entre paréntesis, que, en los comienzos de mi reclusión, fue el té casi mi único alimento. Akimno se negaba a compartirlo conmigo y él mismo encendía el pobre samovar[i] de hojalata, hecho en elpenal, que yo había alquilado.

Akim bebíase, de ordinario, un vaso (porque él tenía vasos), reposadamente, en silencio, y,dándome las gracias cuando terminaba, volvía a su trabajo, es decir, a hacer mi cobertor.

No pudo, empero, decirme lo que yo deseaba saber, ni comprendía el interés que tenía yo enconocer el carácter de las personas que me rodeaban: me escuchó sonriendo con aire tan malicioso queno he podido olvidar jamás.

No -me dije-; soy yo el que debo averiguarlo sin interrogar a nadie.

Al amanecer del cuarto día de mi llegada, los penados formaron en dos filas en el patio contiguo alcuerpo de guardia, rodeados enteramente de soldados con los fusiles cargados y caladas las bayonetas.

El soldado puede disparar libremente sobre el penado que trata de huir, pero se depura luego si erade absoluta necesidad que hiciese fuego. ¿Pero, quién hubiese intentado siquiera la fuga a la vista detodos? El mismo derecho tenía en caso de sublevación de los reclusos.

Page 60: Memorias de La Casa de Los Muertos

Llegó a los pocos instantes un oficial de ingenieros, acompañado del conductor y de los suboficialesdel batallón con las fuerzas encargadas de la vigilancia de los penados que iban al trabajo. Se pasó lista yen seguida salieron los que trabajaban en la sastrería, situada en el mismo establecimiento, y losdestinados a los talleres. Por último llegó el turno a los que habían de realizar los trabajos más penosos.En este número, veinte en total, me contaba yo.

Detrás del presidio, sobre la superficie helada del río, había dos barcas, propiedad del Estado, queera preciso desmontar para aprovechar las maderas.

Realmente, no valía la pena que nos empleasen en ese trabajo, porque la leña la daban casiregalada, por razón de que todo el país estaba cubierto de bosques.

¡Pero no nos iban a dejar mano sobre mano!

Así, pues, todos mis compañeros iban al trabajo con disgusto, perezosos y apáticos.

Sucedía todo lo contrario cuando el trabajo valía la pena, tenía razón de ser o se podía pedir queseñalasen tarea. Entonces los forzados se animaban, y aunque ningún beneficio habían de redundarlessus afanes, se extenuaban por acabar cuanto antes, porque en ello estaba interesado su amor propio.

Empero cuando los trabajos se realizaban por cubrir las apariencias y no por necesidad, no eraposible pedir que señalasen tarea fija; era preciso continuar hasta que se oía el redoble del tambor queindicaba el regreso al penal, a las once de la mañana.

El día era templado y nebuloso, amenazando nevadas.

Nuestro grupo se dirigió a la orilla situada a espaldas del establecimiento, agitando ligeramente lascadenas que, ocultas debajo de los vestidos, producían un ruido seco y fuerte a cada paso.

Dos o tres penados fueron a buscar las herramientas al depósito.

Yo seguí a los demás bastante animado, porque deseaba ver y saber qué eran los trabajos forzados.¿Cómo trabajaría yo por primera vez en mi vida?

Recuerdo todos los pormenores de los incidentes ocurridos aquel día.

Nos tropezamos con un burgués de luenga barba que, al vernos, se detuvo, llevándose la mano albolsillo. Inmediatamente se destacó de nuestras filas un penado y presentó el casquete para recoger lalimosna -cinco kopeks- que aquél le dio. El recluso volvió a reunirse con nosotros y el burgués se alejólentamente, después de persignarse.

Los cinco kopeks se emplearon aquella misma mañana en panecillos blancos que fueronequitativamente repartidos entre todos.

Los individuos de mi escuadra estaban unos sombríos y taciturnos, indiferentes e indolentes otros, yalgunos conversaban negligentemente. Uno de ellos, empero, hacía alarde de un regocijo extraordinario,divirtiendo a sus compañeros con sus chistes y sus cómicos saltos. Grueso y corpulento, aquel forzadoera el mismo que, el día de mi llegada, habíase disputado con otro camarada a causa del agua de lasabluciones. Se llamaba Skurátov y acabó por entonar una alegre canción de la que recuerdo el estribillo:

Me casaron a la fuerza

Cuando estaba en el molino.

Page 61: Memorias de La Casa de Los Muertos

Sólo faltaba el acompañamiento de una balalaika.[ii]

Su inusitado buen humor molestó a algunos de sus compañeros, que no pudieron por menos deexteriorizar su disgusto.

-¡Miren cómo aúlla! -dijo uno con acento desdeñoso.

-El lobo no sabe más que una canción, y este tuliak (natural de Tula) se la ha pedido prestada -añadió otro.

-Cierto es que soy de Tula -replicó Skurátov-, pero ustedes, los de Poltava, no comen más quebellotas.

-¡Embustero! ¿Y tú qué comes? Cortezas de tilo con coles en vinagre.

-La verdad es, compañero, que soy un hombre muy delicado -repuso Skurátov, lanzando un suspiro,con aire afeminado-. Desde mis primeros años acostumbráronme al lujo y a las buenas comidas. Mishermanos poseen en la actualidad magníficos establecimientos comerciales, y sus negocios marchanviento en popa. Son comerciantes de sal al por mayor e inmensamente ricos.

-¿Y tú qué vendías?

-Cada uno su especialidad, cuando recibí los primeros doscientos…

-¿Rublos? ¡Vamos, hombre, no te hagas ilusiones! -interrumpió un penado haciendo una muecaburlona.

-Rublos no -contestó Skurátov sin desconcertarse-, sino doscientos palos, que quizá te vendríanahora como pedrada en ojo de boticario... ¡Eh, Luka!

-Es posible que haya quien se llame simplemente Luka; mas yo soy, para ti y para todo el mundo,Luka Kuzmich-[iii]replicó airadamente un penado pequeñito, delgado y de nariz aquilina.

-Pues bien, Luka Kuzmich, ¡vete al diablo! No vales ni la saliva que se gasta en nombrarte. Yhablando en serio, camaradas -añadió-, no pude permanecer largo tiempo en Moscú, porque al Gobiernose le ocurrió propinarme una carga de palos y enviarme aquí, creyendo, acaso, que este clima era mejor…

-¿Por qué delito fuiste deportado? -preguntó intencionalmente otro penado.

-¡No hagas preguntas tontas, hombre! La cuestión es que me deshicieron la combina: yo estabafirmemente resuelto a labrarme una fortuna… ¡pueden creerme por mi palabra, el dinero me gusta unabarbaridad! Y acostumbrado a la buena vida...

-Ya se conoce que eres de buena familia -observó Luka Kuzmich-; no hay más que mirar cómo vasvestido, de armiño de pies a cabeza. Lo menos vale doscientos rublos tu abrigo.

Skurátov llevaba la tulup[iv] más rota, sucia y remendada que se puede imaginar.

-No es mi traje lo que vale -repuso flemáticamente-, sino mi cabeza. ¡Oh, tú no sabes lo queencierra mi cabeza! Cuando tuve que decir adiós a Moscú, casi casi venía consolado porque mepermitieran traérmela sobre los hombros… Verdad es que con algo sano habíanme de dejar salir deMoscú después del tiempo que me albergaron en su horrible cárcel y de la tanda de palos con que meobsequiaban a menudo. Pues bien, a lo que iba, Luka, no es mi traje lo que debías haber mirado sino…

-¿Tu cabeza, verdad? -interrumpió el aludido.

Page 62: Memorias de La Casa de Los Muertos

-¡Si a lo menos fuera suya! -observó otro penado.

-¿El qué, mi cabeza? ¡Cáscaras! ¡Si me la habrán cambiado en Moscú sin mi consentimiento!

-No, me refiero a la ropa, que deshilachada y todo vale más que tu cabeza huera.

-¡Gracias!

-¿Pero es de veras que tenías un establecimiento, Skurátov?

-Sí -repuso prontamente un penado-; un chiribitil de zapatero remendón.

-Algo hay de verdad en eso -replicó Skurátov-; he batido mucho la suela, pero lo que se dice hacerzapatos, no he hecho más que un par.

-¿Y lo vendiste?

-Sí, gracias a un prójimo que no tenía temor a Dios y a quien el cielo castigó haciéndole comprar mipar de zapatos.

Una carcajada general acogió estas palabras.

-En el penal también he trabajado en ese oficio, pero una sola vez -continuó Skurátov conimperturbable aplomo- Hice una remonta a los zapatos de Stepán Fiodórich[v] Pomórtsev, ellugarteniente.

-¿Y quedó contento?

-Supongo que sí, porque era un trabajo acabadísimo; pero, como esa gente no acostumbraexteriorizamos sus verdaderos sentimientos, me colmó de insultos y maldiciones. Pero enmendóse enseguida y me acarició con vehemencia aplicándome repetidas veces la punta del zapato, que previamentese había calzado, en la parte más carnosa de mi cuerpo. ¡Ah, este pícaro me ha engañado! No es lo queyo me suponía…

Y de nuevo se puso a cantar y hacer piruetas.

-¡Qué tipo tan repugnante! -murmuró un penado que estaba a mi lado, lanzándole una mirada dedesprecio.

-¡Es un ser inútil! -apoyó otro sentenciosamente.

No podía comprender por qué la alegría de Skurátov crispaba los nervios de sus compañeros. Yo loatribuía a rencor personal o a injusto despecho porque no guardaba ese aire ceñudo de falsa dignidad deque se hace alarde en los establecimientos penales; o bien, a que, según su expresión, era un hombreinútil.

Sin embargo, no se encolerizaban de la misma manera con otros penados que no se mostrabanmenos alegres que Skurátov; a éstos, lejos de insultarles, reían sus agudezas y les respetaban.

En nuestra cuadrilla había precisamente uno de estos hombres, un joven de carácter jovial, deexpresión comiquísima pero bella e inteligente. Le llamaban el zapador porque había servido en estecuerpo del ejército. Estaba inscrito en la sección especial.

No todos los penados serios eran, empero, tan poco expansivos que se indignasen por el buenhumor de sus camaradas. En nuestro penal abundaban los reclusos que trataban de significarse por suhabilidad en el trabajo, por su talento, por su carácter o por su gracia.

Page 63: Memorias de La Casa de Los Muertos

Muchos de éstos no carecían de inteligencia ni de energías y lograban alcanzar el fin que se habíanpropuesto, es decir, la primacía y la influencia moral sobre sus compañeros.

Con frecuencia eran enemigos mortales entre sí y tenían muchos envidiosos; miraban a los demáspenados con aire de superioridad y nunca se quejaban sin motivo.

Como eran bienquistos de los superiores, dirigían en cierto modo los trabajos y sabían hacerserespetar sin descender a la discusión ni al ultraje. Todos éstos se mostraron siempre muy amablesconmigo durante todo el tiempo de mi reclusión, pero eran poco comunicativos.

Hablaré de ellos más detenidamente.

Llegamos, al fin, al río, en el que había una embarcación, aprisionada por los hielos, que era precisodesmontar y hacer luego astillas. Del otro lado se extendía la estepa, en el horizonte triste y desierto. Yoesperaba ver a todos mis compañeros acometer febrilmente el trabajo; pero me engañé por completo,pues, como si obedecieran a una consigna, sentáronse aquí y allá, sacó cada cual su bolsa de tabaco delpaís, que venden en hoja, a tres kopeks la libra, cargó su pipa de madera y caña corta y la encendió,mientras los soldados formaban un círculo, en torno de nosotros para evitar toda tentativa de fuga.

-¿Pero a quién se le habrá ocurrido echar al agua esa barca? -dijo un penado en alta voz, sindirigirse directamente a ninguno.

-Los que nos temen ¡voto a…! ésos son los que han tenido la bonita ocurrencia -observó otro.

-¿Adónde irán esos muchíks? -interrumpió el primero, señalando a lo lejos con la mano un grupode labriegos que caminaba en fila sobre la nieve virgen.

Todos los penados se volvieron negligentemente hacia aquella parte, comenzando a dirigir frases demal gusto a los viandantes, con objeto de pasar el tiempo.

Uno de los muchíks, precisamente el que iba cerrando la marcha, caminaba de un modo bastantecurioso, con los brazos abiertos y la cabeza inclinada sobre un hombro. Llevaba un gorro muy alto enforma de tubo, y su perfil se destacaba vivamente sobre la blanca nieve.

-¡Miren ustedes qué elegante va ese último, compadre Petróvich! -exclamó uno de mis compañerosimitando el acento rudo de los muchíks.

-¡Parece que va plantando coles!

-¡Quia! ¡Va sembrando dinero!

Era curioso ver cómo se burlaban los penados de los muchíks, y los miraban por encima delhombro, siendo ellos muchíks en su mayor parte.

En esto llegó una vendedora de pan, una joven graciosa y vivaracha y gastamos en panecillos loscinco kopeks que nos había dado de limosna el burgués con quien tropezamos en el camino.

Finalmente apareció el suboficial que había de dirigir el trabajo, llevando una vara en la mano.

-¿Y bien? ¿Qué hacen ustedes aquí sentados? ¡Vamos, arriba y listos!

-Señálenos tarea, Iván Matviéyevich -dijo entonces uno de los comandantes, levantándoseprontamente.

-¡Pero si la tienen señalada desde antes de llegar! -contestó el suboficial-. Deshagan esa barca, ésaes la tarea por hoy.

Page 64: Memorias de La Casa de Los Muertos

Los penados se levantaron, al fin, perezosamente y se internaron con dificultad en el río. Enseguida aparecieron varios directores, más listos de lengua que de brazos. Según éstos, había quedeshacer la barca con cuidado, esto es, desclavando y destornillando, con objeto de conservar el armazóny, sobre todo, el travesaño del fondo de la quilla.

-Ante todo, es preciso sacar esta viga. ¡Adelante, hijos míos! -gritó un penado que noera comandante ni directorsino sencillamente penado.

Este individuo, de carácter pacífico y un tanto bruto, no había despegado hasta entonces los labios.Se inclinó y tomando con ambas manos una gruesa viga esperó a que otros le ayudasen.

-Apostaría a que es capaz de sacarla solo. Este hombre tiene más fuerza que el oso que fue suabuelo -murmuró otro penado entre dientes.

-¿Qué, no me ayudan ustedes, hermanos? -dijo con cierta turbación y enderezándose el que habíadado el ejemplo para comenzar el trabajo.

-Vamos, hombre, no tengas tanta prisa, que no por mucho madrugar amanece más temprano.

-Sí, sí, tienes razón -balbució el pobre diablo desconcertado.

-¿Tendré que calentarles el cuerpo para que comiencen? -exclamó el suboficial, que empezaba aperder la paciencia-. ¡Pues a fe que no faltará leña! -añadió, blandiendo el palo que llevaba en la mano.

-Poco a poco hila la vieja el copo, Iván Matviéyevich.

-Y yo te voy a romper el huso de un estacazo, Saveliev, si no te pones a trabajar en seguida. ¿Quéhaces ahí con los ojos desencajados? ¿Los vendes, acaso? ¡Ea, más vivo!

-¡Distribuyamos el trabajo, Iván Matviéyevich!

-Ya he dicho que no quiero. Saquen la barca de los hielos y volveremos en seguida al penal.

Los reclusos pusieron, al fin, mano a la obra, pero a disgusto, indolentemente. Se comprendía lairritación de los jefes al ver la conducta de aquellos veinte hombres que no se decidían a obedecerles conresolución.

-¡Se ha roto solo! -exclamaron a una vez los primeros penados que comenzaron el trabajo, al mismotiempo que saltó hecho astillas un tablón.

A su entender, no se podía trabajar en aquellas condiciones, y al punto se entabló una vivadiscusión que amenazaba con degenerar en riña acerca de los medios que se debían emplear para acabarpronto y bien la tarea.

El suboficial comenzó de nuevo a gritar, agitando el palo, y saltó otro tablón roto.

Fue preciso enviar dos penados, convenientemente escoltados, al depósito del penal, en busca deherramientas, pues las hachas no servían; y mientras regresaban, los demás reclusos se sentarontranquilamente en la barca para fumarse otra pipa.

-Vaya, no les matará a ustedes el trabajo -gruñó el suboficial-. ¡Qué gente más haragana! -añadió, yvolviendo desdeñosamente las espaldas se encaminó hacia el penal.

Al cabo de una hora llegó el conductor, y después de escuchar las explicaciones y los ruegos de losforzados, les señaló la tarea de sacar intactos cuatro travesaños y hacer astillas una buena parte de labarca. Terminado esto, podrían volver al penal.

Page 65: Memorias de La Casa de Los Muertos

La pereza de los reclusos desapareció como por encanto, aunque la tarea era larga y penosa; lashachas se pusieron en movimiento, y saltaban los tornillos y clavos como si no fuera preciso más quetocarlos con los dedos para arrancarlos de su sitio. Los travesaños y los maderos salían intactos, a pesarde que se empleaban las mismas herramientas que al principio.

Ya no se oían burlas ni ultrajes; el silencio era completo y cada cual sabía perfectamente lo quetenía que hacer, sin que surgiera el menor entorpecimiento.

Media hora antes de que redoblase el tambor, la tarea estaba concluida y los reclusos volvían alpenal cansados pero contentos de haber ganado treinta minutos de descanso sobre el que concedía elreglamento.

Por lo que a mí se refiere, observé una cosa curiosísima: estorbaba en todas partes donde mearrimaba, y me enviaban con cajas destempladas a otro sitio.

-¿Qué has venido a hacer aquí? -me dijo uno de los más diestros en el trabajo-. ¡Para estorbar aquíno hace falta gente! ¡Ea, largo!

-Lo mejor que podías hacer -añadió otro, volviéndose hacia mí- sería tomar un balde y llevar agua ala casa que están construyendo; o bien encerrarte en el taller donde pican el tabaco. Aquí maldita la faltaque haces.

No tuve otro remedio que retirarme a un rincón, aunque no me parecía bien estar mano sobremano mientras los demás trabajaban.

Pero si mi laboriosidad despertaba la cólera de aquellos a quienes estorbaba, mi ociosidaddesencadenó sobre mi cabeza una tempestad de insultos y amenazas: mal, si quería trabajar; peor, si mecruzaba de brazos.

¡Cuanta razón tenía yo para preocuparme por la conducta que debía observar con aquella gente!

Presentía que estas escenas habían de ser frecuentes; pero decidí no cambiar mi actitud, aunquehubiera de ser el objeto único y constante de las burlas y de los insultos de mis compañeros de cadena.Era el mejor partido que podía tomar.

Vivir con sencillez e independencia, sin mostrar el menor resentimiento, sin tratar de acercarme alos demás reclusos, pero sin rechazarlos tampoco y sin que me desconcertaran sus ultrajes ni meintimidasen sus amenazas, era lo más conveniente y lo más cuerdo en semejantes circunstancias, pues delo contrario me hubieran despreciado seguramente.

Cuando regresé al penal, después del trabajo de aquella mañana, se apoderó de mí una tristezaindecible.

-¡Cuántos miles de días habré de pasar como éste! -pensaba.

Paseaba solo y meditabundo, al caer de la tarde, a lo largo de la empalizada, cuando vi, de pronto,que Schárik venía corriendo hacia mí.

Era Scháriknuestro perro, porque en el penal como en los cuarteles hay siempre un perro favorito:un mastín negro con manchas blancas, no muy viejo, de mirada inteligente y gruesa cola. Nadie leacariciaba ni le hacía caso.

Desde mi llegada me lo hice amigo echándole un pedazo de pan.

Cuando lo acariciaba permanecía inmóvil y me miraba con expresión de cariño, meneandosuavemente el rabo.

Page 66: Memorias de La Casa de Los Muertos

Como en todo el día no me había visto y era yo el primero que lo acarició después de muchos añosde abandono, el pobre animal me estuvo buscando por todas las dependencias del establecimiento, y alencontrarme, por fin, se puso a ladrar alegremente.

No podría decir lo que sentí en aquel momento; estreché su cabeza contra mi pecho y lo besé confruición. Schárikpuso sus patas delanteras sobre mis hombros y me lamió la cara...

-¡He aquí el amigo que el Destino me ha enviado! -pensé.

Y durante las primeras semanas, tan penosas y tristes, cada vez que volvía del trabajo,apresurábame a dar un paseo tras de las cuadras, precedido de Schárik, que iba dando saltos de alegría.Allí lo besaba y lo colmaba de caricias. Un sentimiento dulcísimo, pero al mismo tiempo perturbador yamargo, me oprimía el corazón.

Recuerdo que me era grato pensar -gozándome en cierto modo de mi tormento- que no me quedabaen el mundo otro ser que me amase, que fuese mi verdadero amigo, fuera de mi fiel Schárik.

VII

Nuevos conocidos. Petrov

Pasaba el tiempo y poco a poco me iba acostumbrando a aquella vida. Las escenas que diariamente sedesarrollaban ante mis ojos, no me afligían tanto: en una palabra, el presidio, sus moradores y suscostumbres me dejaban indiferente.

Amoldarse a esta vida era imposible, pero yo la aceptaba como un hecho inevitable. Habíaarrinconado en lo más profundo de mi conciencia las inquietudes que me turbaban. No vagaba ya comoextraviado en el recinto del penal ni me dejaba dominar por la angustia.

Habíase atenuado la salvaje curiosidad de los reclusos, que no me miraban ya con la descaradainsolencia del principio; yo era para ellos un ser insignificante, de lo cual me alegraba muchísimo.

Paseaba por mi cuadra como por mi propia casa; encontraba fácilmente mi sitio a ojos cerrados odurante la noche y habituéme a cosas que hasta el pensarlas me hubiera parecido imposible. Todas lassemanas invariablemente me hacía rasurar la cabeza. Nos llamaban el sábado al cuerpo de guardia, y auno tras de otro los barberos del penal nos desollaban el cráneo mal enjabonado con una especie desierra que allí denominaban navaja de afeitar. Cada vez que pienso en aquel martirio me estremezco.

Afortunadamente no duró mucho tiempo, gracias a que Akim Akímich me indicó un recluso de lasección militar el cual, por un kópek, afeitaba a los que querían utilizar sus servicios.

Page 67: Memorias de La Casa de Los Muertos

-Su clientela entre los reclusos era numerosa, a causa de lo mal que lo hacían los barberos militares.

Habían dado a nuestro rapabarbas el sobrenombre de el Mayor, sin que acierte a explicarme elmotivo, pues no tenía ningún parecido con el mayor, o jefe del penal.

Era un joven -me parece que le estoy viendo- demacrado, alto, silencioso, bastante estúpido yabsorto siempre en su ocupación. Veíase constantemente con el suavizador en la mano pasando yrepasando su navaja, que era una maravilla por lo resistente y cortante. Diríase que había hecho de suprofesión el objeto único de su vida. Se ponía, en efecto, radiante de júbilo cuando tenía la navaja bienafilada y alguno solicitaba sus servicios.

Enjabonaba escrupulosamente y tenía una mano tan suave que parecía que acariciaba. Estabaorgulloso de su habilidad y tomaba con aire indiferente el kópek que era precio de su trabajo, como siejecutara éste por amor al arte y no por dinero.

A-v se ganó cierto día un tremendo rapapolvo por haber llamado al barbero por su sobrenombrede Mayor en presencia del mayor verdadero del penal.

-¿Sabes tú, canalla -le decía éste rojo de ira-, lo que es un mayor? Di, ¿sabes lo que es un mayor? -repitió sacudiendo a A-v por un brazo y echando espuma por la boca, como siempre que se encolerizaba-, ¿Cómo te atreves a dar ese título a un recluso, a un presidiario, tan miserable como tú, y en mipresencia?

Únicamente A-v podía entendérselas con un hombre semejante.

Desde el primer día de mi detención comencé a soñar con mi libertad.

Mi ocupación favorita era contar mil y mil veces y en mil distintos modos el número de días quehabía de pasar en el presidio. No podía pensar en otra cosa y estoy seguro que a todos los condenadosque no lo hayan sido a perpetuidad les pasa lo mismo.

No puedo decir si los forzados pensaban como yo, pero la insensatez de sus esperanzas me llenabande estupor.

La esperanza de un preso difiere esencialmente de la de un hombre libre. Éste puede esperar unmejoramiento en su suerte o la realización de una empresa cualquiera, pero entretanto vive y obra, lavida le arrastra en su torbellino.

Nada de esto, empero, se encuentra en el forzado. Este vive, si se quiere llamar vida a la suya; perono existe ningún condenado, cualquiera que sea la duración de su pena, que admita su suerte como algopositivo, definitivo, como una parte de su verdadera vida.

Es un sentimiento instintivo.

El forzado sabe que no está en su casa, cree, por decir así, que es un simple visitante y considerasus veinte años de condena como dos a lo sumo. Está seguro de que cuando cumpla los cincuenta añoshabrá extinguido su pena y se encontrará tan fuerte y robusto como si sólo tuviese treinta y cinco.

-Todavía tengo tiempo por delante para vivir -piensa y desecha obstinadamente los pensamientosdesalentadores y las dudas que le asaltan.

El condenado a perpetuidad también alimenta la ilusión de que el día menos pensado llegará deSan Petersburgo una orden que diga: “Trasladen a N… a las minas de Nerschinsk y fijen un término a sucondena.”

Sería esto una delicia, porque se emplean seis meses en llegar a Nerschinsk, la vida de convoy esmil veces preferible a la del penal y una vez cumplida allí la condena, ¡ah, entonces…!

Page 68: Memorias de La Casa de Los Muertos

Más de un anciano de cabellos blancos razona de esta manera.

En Tóbolsk vi a más de un presidiario sujeto a la pared por una cadena que mide dos metros delargo, sin que en su calabozo haya más mueble que su miserable camastro. Castigan así a los que hancometido algún delito gravísimo después de su deportación a Siberia, y de ese modo han de pasar decinco a diez años. Ordinariamente son bandidos.

Uno solo de ellos tenía el aspecto de hombre educado. Había sido funcionario público y hablaba conacento melifluo y como arrastrando las palabras. Su sonrisa era empalagosa a fuerza de dulzura.

Este me dejó examinar su cadena y me enseñó la manera de acostarse con menos incomodidad,aunque de todos modos resultaba una cosa horrorosa.

Todos estos desgraciados guardan una conducta irreprensible, y aunque simulan que estánsatisfechos o resignados con su suerte, arden en deseos de que termine cuanto antes el tiempo de sucondena, para abandonar su calabozo de bajo techo en el que el aire es pesadísimo, sofocante, y respiraren el patio del presidio, y respirar en ellos equivale a la libertad.

No les dejarán salir jamás del patio, porque los condenados a su pena han de morir en el presidiosin traspasar nunca sus umbrales; sin embargo, ansían que llegue el momento de abandonar sucalabozo, pues sin este deseo, ¿cómo sería posible estar encadenados cinco o más años a una pared sinmorir o volverse locos?

Pronto comprendí que únicamente el trabajo podía salvarme y fortalecer mi salud y mi cuerpo,mientras la inquietud moral incesante, la exacerbación nerviosa y la atmósfera mefítica de la sala delpenal me hubieran matado irremisiblemente. El aire libre, el trabajo cotidiano y la costumbre deacarrear grandes pesos, tenían que vigorizarme necesariamente, y gracias a esto saldría, una vezextinguida mi condena, fuerte, robusto, rebosante de vida.

No me engañé: el trabajo y el movimiento me fueron beneficiosos en extremo.

Veía con espanto a uno de mis camaradas, un ex noble, consumirse como una vela, y no obstantehabía ingresado al mismo tiempo que yo en el penal, joven, varonilmente hermoso, fresco y robusto.Cuando recobró la libertad estaba horriblemente avejentado, las piernas se negaban a sostenerlo, el asmale oprimía el pecho.

-No -decíame a mí mismo, contemplándole-; yo quiero vivir, y viviré.

Mi afición por el trabajo me acarreó al principio el desprecio de mis compañeros de cadena, que memotejaban cruelmente, pero yo no les hacía caso e iba alegre y risueño adonde me mandaban.

Los ingenieros hacían cuanto estaba en sus manos para aliviar las penalidades del trabajo forzoso alos nobles; y eso no era indulgencia sino justicia.

¿No hubiera sido irracional exigir el mismo trabajo manual a un hombre de fuerzas físicas muylimitadas y que nunca había trabajado con sus propias manos? Esta parcialidad, empero, no erapermanente, sino a escondidas y en determinados casos, porque estábamos vigilados muyestrechamente.

Como los trabajos penosos eran frecuentes, sucedía, a veces, que la tarea era superior a nuestrasfuerzas, y entonces sufríamos el doble que nuestros compañeros.

Para hacer la cal se enviaban, ordinariamente, tres o cuatro hombres, débiles o ancianos, a los quese agregaba un obrero verdadero, diestro en el oficio. Durante varios años siempre fue el mismo.Almázov. Era éste severo, ya de edad avanzada, de bronceada tez, delgado, poco comunicativo ydescontentadizo. Almázov nos detestaba cordialmente; pero, como no tenía nada de expansivo, no se

Page 69: Memorias de La Casa de Los Muertos

tomaba siquiera la molestia de insultamos.

El cobertizo bajo el que calcinábamos el alabastro, estaba levantado en la margen empinada ydesierta del río. En invierno, en un día brumoso, el panorama que a la orilla opuesta se ofrecía a nuestravista, era triste, oprimía el corazón. Pero más triste era aún cuando brillaba el sol sobre aquella llanurablanca, infinita...

Se sentían vivísimos deseos de volar lejos, muy lejos de aquella estepa que comenzaba en la otraorilla y se extendía por más de mil quinientas verstas al sur, monótona y compacta como una inmensasabana.

Almázov se ponía a trabajar silencioso y ceñudo. Nos avergonzábamos de no poder ayudarleeficazmente, pero él continuaba impasible su trabajo sin reclamar nunca nuestra ayuda como si quisierahacer pesar sobre nosotros su superioridad y hacemos comprender que éramos seres completamenteinútiles.

Este trabajo consistía en calentar el horno para calcinar el alabastro que nosotros íbamosamontonando. Al día siguiente, cuando el alabastro estaba enteramente calcinado, cada cual tomaba unapesada machaca y llenábamos las cajas, hechas a propósito, del alabastro que íbamos triturando.

El trabajo, por lo tanto, resultaba agradable. Como el alabastro era frágil, quedaba fácilmentereducido a un polvo blanco y brillante, y blandíamos los pesados martillos asestando golpes formidablesque nos asombraban a nosotros mismos.

Cuando estábamos cansados nos sentíamos más ligeros, teníamos encendidas las mejillas, la sangrecorría más rápidamente por nuestras venas, Almázov nos miraba entonces con condescendencia, comohubiera mirado a unos muchachos, y fumaba su pipa con aire de indulgencia, pero sin dejar de barbotarcada vez que abría la boca. Por lo demás, lo mismo hacía con todos, y creo que en el fondo era un buenhombre.

Se nos daba también otro trabajo, que consistía en poner en movimiento la rueda del torno. Estarueda era alta y pesada y nos costaba esfuerzos inauditos hacerle dar vueltas, especialmente cuando eloperario (trabajábamos en los talleres) tenía que hacer la baranda de una escalera o el pie de una granmesa, porque entonces se necesitaban gruesos troncos de árboles, y como uno solo no hubiera sidobastante, nos enviaban a dos: B***, uno de los ex nobles, y yo.

Este trabajo nos lo reservaban ordinariamente y duraba largo tiempo, pues el torno paraba muyraras veces.

B*** era débil, vanidoso, joven aún y sufría del pecho. Había ingresado en el penal un año antesque yo, con otros dos compañeros, nobles también.

Uno de estos últimos, anciano, rezaba constantemente, noche y día -los reclusos le respetaban poresto- y murió en el presidio durante mi prisión. El otro, que era muy joven, fresco y rubicundo, fuerte yanimoso, había llevado a cuestas, por más de setecientas verstas, a su compañero B***, porque éste caíaextenuado a mitad de la etapa. De esto nació la amistad que les unía.

B*** era un hombre muy bien educado, de carácter noble y generoso, pero irascible y casi intratablea causa de su enfermedad. Ambos dábamos vuelta a la rueda con verdadero afán y, por mi parte, congusto, porque aquel ejercicio me parecía excelente.

Lo que más me divertía era barrer la nieve. En invierno estas tempestades son frecuentes, y la nievellegaba a la altura de las ventanas de las casas y en cuanto cesaba la nevada y brillaba el sol, nosenviaban a descargar de peso los tejados y limpiar los patios y todo el recinto penal.

Nos enviaban por grandes grupos y a veces toda la población penal, provistos de grandes palas, y

Page 70: Memorias de La Casa de Los Muertos

nos señalaban tal extensión de terreno que parecía imposible que pudiésemos terminar la tarea.

Todos poníamos alegremente manos a la obra. La nieve friable no se había endurecido aún, lasuperficie no estaba helada y la pala se hundía fácilmente en la masa blanca que brillaba a la luz del sol.

El aire frío del invierno y el movimiento nos animaban: el regocijo era general, por todas partes seoían risas y graciosas ocurrencias. Se arrojaban puñados de nieve a la cabeza, excitando la indignación delas personas graves,enemigas de la risa y del buen humor, y así, la alegría terminaba casi siempre enaltercados y las bromas se trocaban en insolencias.

Poco a poco se fue ensanchando el círculo de mis relaciones, aunque yo nada hacía por mi partepara hacerme de amigos, pues me mantuve siempre reacio y desconfiado.

El primero que procuró acercarse a mí fue el recluso Petrov, que vino a visitarme.

Sí, a visitarme, porque Petrov pertenecía a la sección especial y su pabellón estaba situado bastanteseparado del mío.

Evidentemente no podían existir entre nosotros relaciones de ninguna clase, ningún vínculo podíaunirnos. Sin embargo, durante el primer período de mi reclusión, Petrov se creyó obligado a visitarmecasi diariamente en mi pabellón, o a lo menos acompañarme cuando, después del trabajo, me retiraba apasear detrás de las cuadras, lo más lejos posible de mis camaradas.

Al principio me molestó sobremanera esta insistencia; pero Petrov supo conducirme de tal modoque sus visitas y su compañía fueran para mí una distracción que hubiera echado de menos, aunque sucarácter nada tenía de expansivo.

Era de mediana estatura, bien plantado y ágil y diestro, de rostro muy agradable, pálido, depómulos salientes, mirada atrevida, dientes blancos, pequeños y apretados.

Llevaba siempre una punta de cigarro entre las encías y el labio inferior; son muchos los penadosque tienen la costumbre de masticar el tabaco.

Petrov parecía más joven de lo que era en realidad, pues no representaba más de treinta años yhabía cumplido ya los cuarenta.

Me hablaba con desenvoltura, mirándome como a un igual suyo, pero siempre fue cortés y educadoconmigo y no me dio motivos de queja. Si, por ejemplo, observaba que yo prefería en aquel momento lasoledad, no prolongaba su visita más del tiempo necesario para dirigirme algunas frases, casi siempre deagradecimiento por la condescendencia con que le trataba, cosa que no hacía él con ningún otro recluso.

Debo añadir que estas relaciones no cambiaron jamás, no sólo durante el primer período de mireclusión sino en varios años aún, pero sin que llegasen a ser íntimas, a pesar de que Petrov me era muyadicto.

No podía adivinar qué es lo que esperaba de mí ni por qué me visitaba todos los días.

Alguna que otra vez me robó, pero siempre involuntariamente. No me pidió jamás ni un kópek;luego no era el dinero lo que le atraía a mí, ni tenía miras interesadas.

No sé por qué me parecía que este hombre no vivía en mi misma prisión, sino en otra casa, en laciudad, muy lejos. Diríase que visitaba el presidio por casualidad, para verme e informarse acerca denuestro modo de vivir.

Tenía siempre prisa, como si lo esperase alguien o hubiese dejado abandonados momentáneamentesus negocios; y, sin embargo, no se apresuraba.

Page 71: Memorias de La Casa de Los Muertos

Miraba fijamente, con una expresión de ligera ironía y de atrevimiento, a lo lejos, por encima de losobjetos, como si tratase de descubrir algo que hubiese detrás de la persona que tenía delante.

Parecía siempre distraído y a veces me preguntaba a mí mismo adónde iba Petrov cuando medejaba.

-¿Dónde le esperan con tanta impaciencia? -me decía para mi coleto.

Volvía con paso rápido a su pabellón o a la cocina, se sentaba cerca de los que hablaban, escuchabaatentamente e intervenía en su conversación, callando de pronto. Hablase o guardase silencio se leíasiempre en su rostro la preocupación por algún asunto que tuviese pendiente. Lo sorprendente era queno se dedicaba absolutamente a nada, y que, una vez terminado su trabajo forzoso, permanecía en lamayor ociosidad. No sabía ningún oficio y no tenía casi nunca dinero, lo que no le apuraba poco nimucho.

¿De qué me hablaba este sujeto?

Su conversación no era menos rara que él mismo.

Cuando me veía pasear solitario por detrás de las cuadras, daba media vuelta y se dirigía hacia mí apaso lento, y sin embargo parecíame que corría.

-Buenos días -me decía.

-Buenos días -le contestaba.

-¿Le molesto?

-No.

-Quisiera preguntarle algo acerca de Napoleón. ¿Es pariente del que vino a Rusia en 1812?

Petrov era hijo de militar y sabía leer y escribir.

-Sí -le contesté.

-Dicen que es presidente. ¿Qué es eso? ¿De qué es presidente?

Sus preguntas eran rápidas, vehementes, como si quisiera saber en seguida a qué atenerse.

Le expliqué lo que significaba la presidencia de Napoleón y añadí que quizá llegaría a seremperador.

-¿Cómo es eso? -interrogó sorprendido.

Se lo hice comprender lo mejor que me fue posible, me escuchó atentamente, se dio por satisfecho,y añadió, poniéndose una mano en la oreja:

-¡Ah! quería preguntarle otra cosa: ¿es verdad que existen monos que tienen manos en lugar depatas y son del tamaño del hombre?

-Sí.

-¿Cómo están hechos?

Se los describí, contándole todo lo que sabía sobre el particular.

-¿Dónde viven?

Page 72: Memorias de La Casa de Los Muertos

-En los países cálidos. Se encuentran en la isla de Sumatra.

-En América, ¿verdad? -añadió Petrov-. Dicen que en aquellos países camina la gente con la cabezahacia abajo.

-¡No, hombre! Usted se refiere a los antípodas.

Y le expliqué a la buena de Dios lo que eran América y los antípodas.

Petrov me escuchó con sorprendente atención, como si fuese aquello lo único que deseaba saber ensu vida.

-¡Oh! El año pasado leí una historia de la marquesa de La Vallière. Arefiev tomó el libro de labiblioteca del mayor. ¿Es verdad o invención? La obra es de Dumas.

-Es una historia inventada, una novela -le contesté.

-Bueno, adiós. Muchas gracias.

Y Petrov desapareció.

De este género eran, ordinariamente, nuestras conversaciones.

Pregunté algo acerca de este raro individuo, y M*** creyóse obligado a prevenirme en contra suya,pues, según decía, era el más peligroso de todo el establecimiento; ni el propio Gazin habíale producidouna impresión tan espantosa como Petrov.

-Es el más resuelto -me dijo-, el más temible de todos los presidiarios, capaz de los mayorescrímenes si se le mete algo entre ceja y ceja. Le asesinará con la mayor tranquilidad y sin el menorescrúpulo, si tal es su voluntad. Yo creo que no está en su cabal juicio.

Esta confidencia excitó mi curiosidad, pero M*** no supo decirme en qué fundaba la opinión quetenía sobre Petrov.

¡Cosa rara! Durante varios años conversé diariamente con este sujeto, que me era sinceramenteadicto, y si bien se conducía siempre con la mayor cordura y nada vituperable hacía, me convenció cadadía más de que M*** tenía razón, que Petrov era el hombre más atrevido y más difícil de contener detodo el presidio.

¿Por qué? No sabría decirlo.

Petrov era precisamente el forzado que intentó asesinar al jefe del penal un día que fue llamado asufrir castigo de varas, para él injusto en aquella ocasión; en otro lugar he dicho cómo escapó con vida eljefe, gracias a que se retiró oportunamente antes de que comenzase la ejecución.

Siendo soldado, su coronel le abofeteó durante las maniobras. Indudablemente, habíanle pegadoantes en otras ocasiones, pero aquel día no estaba Petrov de humor para soportar semejante ofensa y, enpleno día, ante el batallón que estaba formado, degolló a su coronel.

Claro está que estos estallidos de su ferocidad no se manifestaban sino cuando la naturalezahablaba demasiado alto en él, y no gustaba de provocar reyertas. Su único amigo era Sirotkin y sólo lehablaba con intimidad cuando necesitaba de sus servicios.

Un día, empero, le vi excitadísimo, porque le habían ofendido rehusándole un objeto que a todacosta quería poseer.

Disputaba acerca de esto con un forzado de elevada estatura y vigoroso como un atleta, llamado

Page 73: Memorias de La Casa de Los Muertos

Vasilii Antónov y conocido por su carácter violento y pendenciero. Pertenecía a la categoría decondenados civiles y no tenía nada de cobarde.

Gritaron durante largo rato, cambiando entre sí insultos y amenazas, y yo estaba segurísimo de quela pendencia terminaría yéndose a las manos ambos contendientes; pero tuvo un final inesperado.

Petrov palideció intensamente, y con los labios temblorosos y la respiración anhelante se levantócon los pies descalzos, porque así caminaba en verano, se acercó a Antónov, devorándolo con miradas defuego.

Súbitamente cesó todo ruido y a los gritos sucedió un silencio tan completo que se hubiera oído elvuelo de una mosca.

Antónov se puso vivamente en pie ante su adversario; no parecía ya un hombre sino una fiera…

No quise ser testigo de aquella horrible escena, y salí precipitadamente de la cuadra, persuadido deque antes de llegar a la puerta oiría el grito de angustia lanzado por la víctima que caería al suelodegollada, revolcándose en su propia sangre.

Pero me engañé, afortunadamente.

Antes de que Petrov hubiera podido venir a las manos con Antónov, éste le arrojó a los pies elobjeto que dio lugar a la pendencia, ¡un guiñapo, un trozo de forro!

Dos minutos después, Antónov reanudó los insultos y las amenazas, un poco para tranquilizar suconciencia y un mucho para demostrar que no había tenido un miedo excesivo.

Petrov, empero, despreció aquellos insultos, sin tomarse siquiera la molestia de contestarlos. Habíatriunfado y lo demás le importaba un bledo.

Estaba satisfecho con el andrajo que codiciaba.

Un cuarto de hora después se paseaba por el pabellón como si nada hubiera ocurrido, buscando ungrupo en que se hablase de algo, que le pudiera distraer.

Parecía que todo le interesaba, y, sin embargo, permanecía indiferente a todo lo que oía, y vagabacon los brazos cruzados sobre el pecho por los corredores. Se le podía comparar con un operariovigoroso, amantísimo del trabajo, pero que en aquel momento no tiene nada que hacer y esperabajugando con los niños.

No acertaba a comprender por qué se resignaba a permanecer en el penal sin intentar siquiera laevasión, pues estoy seguro que, de habérselo propuesto, hubiera conseguido fugarse. El razonamiento noejerce ninguna influencia sobre personas como Petrov sino cuando carecen de voluntad y nada desean.Pero si tienen algún capricho, no hay obstáculo que les haga retroceder.

No hay duda de que hubiera hallado un medio hábil de evadirse, que hubiera engañado a cuantos sepropusiera, y capaz de permanecer una semana entera sin comer oculto en el bosque o en loscañaverales.

Pero no se le había ocurrido aún esta idea. No descubrí en él ni raciocinio ni buen sentido.

Estos individuos nacen con una idea que les dirige toda la vida a derecha o izquierda y vagan de estemodo hasta que tropiezan con un objeto que despierta violentamente sus deseos: entonces nada hay quepueda contenerlos.

Como todos los que tenían un oficio de ocupación determinada, Petrov ejercía el contrabando deaguardiente. Si era descubierto, se dejaba azotar pacientemente, porque reconocía que habíase hecho

Page 74: Memorias de La Casa de Los Muertos

merecedor de semejante castigo; de lo contrario, antes le hubieran matado que poder aplicarle unlatigazo.

Más de una vez me llenó de estupor al ver que me robaba a pesar del afecto que me tenía.

Esto lo hacía por capricho. Así me robó la Biblia que yo le había entregado para que la llevase a misitio en el pabellón. La distancia era muy corta, pero, a mitad del camino, encontró un comprador, levendió mi libro, y gastó en seguida en aguardiente su importe. Probablemente sentía en aquel momentoun deseo vivísimo de echarse un trago, y cuando deseaba algo, forzoso era que lo consiguiese. Unindividuo como Petrov, es capaz de asesinar a un hombre por veinticinco kopeks, únicamente con objetode comprarse un cuarto de litro de aguardiente: y en otras ocasiones despreciaría centenares de miles derublos.

La misma tarde me confesó el hurto que había hecho, pero sin asomo de arrepentimiento niconfusión, como si se tratase de la cosa más natural del mundo. Quise reprenderle, como merecía,porque echaba muy de menos mi Biblia, y él me escuchó sin pestañear, conviniendo conmigo en que laBiblia era un libro precioso y utilísimo cuya pérdida era de sentir, por lo cuál acompañábame en misentimiento. Aproveché esta buena disposición para continuar mis reproches, pero observé en su miradatal fijeza que heló las palabras en mis labios.

Soportaba mis recriminaciones, porque las consideraba justas, porque las merecía y, porconsiguiente, me asistía el derecho de insultarle para desahogarme y consolarme de la pérdida que habíasufrido. Pero, en el fondo, creía que era aquélla una nimiedad indigna de personas formales.

Hasta llego a creer que me tenía por un niño que no comprende la vida ni las cosas más sencillasdel mundo. Si le hablaba de algo que no fuese de libros o de ciencia, me respondía; pero sólo por cortesíay lacónicamente.

Yo no podía adivinar por qué me preguntaba siempre sobre algo referente a los libros, y le miraba ahurtadillas, durante aquellas conversaciones, tratando de descubrir si se burlaba de mí. Pero no, meescuchaba seriamente, con marcada atención, aunque ésta no fuese muy prolongada, lo cual me irritabaa veces.

Las preguntas que me hacía eran siempre claras y concisas, y no parecía desconcertarse por lasrespuestas que exigían.

Indudablemente habíase persuadido a sí mismo de que conmigo no se podía hablar de otra cosa,porque, fuera de asuntos de libros, no entendía de nada.

Estoy seguro de que me quería, y esto me asombraba. ¿Me tenía, acaso, por un hombre incompleto?¿Sentía por mí esa compasión que suele experimentar el fuerte por los débiles? ¿Me tomaba por…? No losé. Aunque esta comparación no era óbice para que me robase, no hay duda de que me compadecía.

¡Pobre hombre! -pensaba, ciertamente, mientras se apoderaba de lo que me pertenecía-. No sabeguardar lo que posee.

Un día me dijo involuntariamente:

-Es usted demasiado bueno y un inocente que inspira lástima. No se ofenda usted por mi franqueza-añadió tras una breve pausa-, se lo digo sin mala intención.

-Se observa a veces en la existencia de las personas como Petrov que se producen y se manifiestantorbellinos y revoluciones, y entonces encuentran la actividad que les conviene.

No son oradores, ni servirían para ser inductores y jefes de una revolución, pero sí el brazo que lasejecutara.

Page 75: Memorias de La Casa de Los Muertos

Obran con sencillez, sin ruido, son los primeros en afrontar el peligro y vencer los obstáculos apecho descubierto, sin vacilaciones ni temores; y todos les siguen ciegamente hasta el pie de la murallaen donde sucumben.

No creo que Petrov haya acabado bien, porque estaba destinado a un fin desastroso; y si aún no hamuerto violentamente, será porque no se ha presentado la ocasión oportuna. Sin embargo, ¡quién sabe!

Quizá llegará a edad avanzadísima y morirá tranquilamente, después de haber pasado por el mundosin objeto alguno determinado.

Indudablemente M*** tenía razón: Petrov era el hombre más resuelto y temible de todo el penal.

VIII

Los hombres decididos. Luka

Es difícil hablar de gente resuelta. En el penal, como en todas partes, son raros estos hombres. Se lesadivina por el terror que inspiran y se les mira con recelo. Un sentimiento irresistible me impulsó alprincipio a alejarme de ellos, pero cambié en seguida de manera de pensar, aun respecto a los homicidasmás espantosos.

Existen individuos que no han cometido jamás un asesinato, y son, no obstante, más feroces que elque ha matado a seis hombres.

Ciertos crímenes no se conciben siquiera, tan extrañas son las circunstancias que han concurrido ensu ejecución. Digo esto porque, con frecuencia, los delitos perpetrados por el pueblo tienen causas queasombran.

Un tipo de homicida que no es raro de encontrar es el siguiente: un hombre vive tranquilo, es decarácter pacífico y está resignado con su ingrata suerte. Es muchik, siervo de la gleba, siervo doméstico,burgués o soldado. De pronto, siente que se desencadena una pasión violenta dentro de sí, e, incapaz decontenerse, hunde un cuchillo en el pecho de su opresor o de su enemigo.

Desde aquel momento cambia radicalmente, colma todas las medidas. Mató a su opresor o a suenemigo; esto es un crimen, pero se explica, porque algún motivo le indujo a cometerlo; mas ahoraasesina no sólo a sus enemigos sino a todo el que se le pone delante, mata por el placer de matar, poruna mirada, por una palabra mal sonante, por deshacerse de alguno.

Una vez traspasada la línea fatal, se asombra de que nada haya sagrado para él, desconoce todalegalidad, todo poder constituido, goza de una libertad ilimitada, exorbitante, que se ha creado él mismo;goza con los estremecimientos de su corazón, con el espanto que experimenta; sabe, no obstante, que leespera un castigo terrible.

Sus sensaciones son quizá las del que se arroja de lo alto de una torre al abismo abierto bajo suspies, por el deseo de acabar de una vez. Y esto sucede a los individuos más pacíficos, pues los hay

Page 76: Memorias de La Casa de Los Muertos

también que se hallan entre estos extremos opuestos; mientras más deprimidos están, más vivamentedesean que llegue la hora de enseñar los dientes y de sacudir el temor. Este desesperado goza con elterror que inspira, se complace en el disgusto que excita. Hace verdaderas atrocidades por desesperación,y espera a veces un inmediato castigo; está impaciente porque se decida su suerte, porque el peso de sudesesperación le parece demasiado grande para soportado él solo.

Lo más curioso es que esta sobreexcitación, esta actitud no le abandona hasta que llega al tabladodel suplicio; después todo encanto desaparece, se aplana, se extingue todo su ardimiento; se desmaya ypide perdón por sus crímenes.

Pero si le envían a presidio, sucede todo lo contrario. Nadie diría que aquel ser insignificante habíacometido cinco o seis asesinatos. Es que el presidio no doma tan fácilmente; y semejantes individuosconservan cierta fanfarronería y toman un aire insufrible de perdonavidas.

-¡Ah, ustedes no saben quién soy yo! He despachado para el otro mundo a seis prójimos que meestorbaban.

Pero, a la larga, acaba por someterse.

De vez en cuando se divierte recordando sus audacias, sus iniquidades cuando era un desesperado.Gusta de encontrarse con algún bobalicón ante el cual pueda ser jactancioso y darse importancia dehombre extraordinario, contándole sus hazañas, aunque disimulando, naturalmente, su deseo deasombrar, de aturdir con el relato de su historia.

-Ya verás qué hombre tienes delante…

¡Y con qué refinamiento de amor propio se escucha a sí mismo! ¡Con qué aire de indiferenciacomienza su relato! De todas y de cada una de sus palabras y aun del tono en que las pronuncia, setrasluce una presuntuosidad inconcebible.

Durante las primeras y largas horas de mi reclusión, escuché una de estas historias, y gracias a miinexperiencia, tomé al narrador por un malhechor terrible que dejaba tamañito al propio Petrov.

Era Luka Kuzmich el que me contaba que había suprimido a un comandante por puro pasatiempo.

Este individuo era el más pequeño y débil de todo mi pabellón. Nacido en el Mediodía, había sidosiervo, pero no de la gleba, sino de los que sirven a su amo en concepto de criado. Tenía algo de altivo ymordaz; un pajarillo, pero con pico y garras de ave de rapiña.

Los reclusos que por instinto husmean a los hombres verdaderamente resueltos, se burlaban de él yde sus baladronadas. Era Luka excesivamente quisquilloso y lleno de amor propio.

Aquella noche remendaba una camisa, pues se había dado a la costura, sentado en su cama.

A su lado se encontraba otro recluso joven, corto de alcances, bastante imbécil, pero bueno ycomplaciente, una especie de coloso llamado Kobilin. Luka disputaba a menudo con él y le trataba desdela cima de su grandeza con aire desdeñoso y despótico en el que Kobilin no reparaba, gracias a su propiacandidez. El joven remendaba unos calzoncillos y escuchaba negligentemente a Luka.

Este hablaba en voz alta y clara, pues quería que todos le oyesen, aunque fingía que se dirigíaúnicamente a su vecino.

-Pues bien, hermano mío, comenzaron enviándome de mi país por vagabundo -dijo Luka,interrumpiendo la costura.

-¿Hace mucho tiempo de eso? -preguntó Kobilin.

Page 77: Memorias de La Casa de Los Muertos

-Cuando las peras estén maduras se cumplirá un año. Pues bien, llegamos a K-v, y me encerraronen el penal. Me rodeaba una docena de infelices, naturales todos de la Pequeña Rusia, bien plantados,sólidos y robustos como toros. El rancho era pésimo, pues el mayor hacía lo que le venía en gana, sinque ninguno se atreviese a protestar.

»-¿Tienen ustedes miedo a ese bruto? -les pregunté.

»-Atrévete a hablarle, ya que te las das de valiente -me contestaron, riendo estrepitosamente.

»Yo guardé silencio. Había allí un tupé[vi] de lo más curioso que puedan ustedes imaginarse -añadióLuka, dirigiéndose a todos nosotros.

Luka hacía continuas digresiones, y Kobilin le interrumpió con impaciencia:

-¿Y qué pasó con el mayor?

Esto era precisamente lo que esperaba Luka; sin embargo, no quiso continuar en seguida su relato,como si Kobilin no fuese merecedor de semejante atención.

Enhebró, pues, tranquilamente su aguja, cruzó con toda comodidad sus piernas a la turca y repuso,al fin:

-Me las ingenié de manera que induje a los tupé a que reclamaran al director por medio de unplante. Aquella misma noche pedí prestado a mi vecino un alfiler (cuchillo) y me lo escondí en la manga,por lo que pudiera ocurrir. El mayor estaba peor que un perro rabioso y entró echando espumarajos porlaboca.

»-¡Muchachos -dije entonces a los Pequeños Rusos-, no es este momento a propósito parademostrar miedo!

»Pero ¡bah! prediqué en el desierto: todo su valor lo tenían escondido en la suela de sus zapatos, ytemblaban como chiquillos.

»-¿Quién es el temerario que se atreve aquí a rebelarse? -preguntó el mayor, paseando su miradairacunda por todos nosotros-. ¿No saben que yo soy para ustedes el Tzar y aun Dios?

»Cuando oí decir esto me deslice el cuchillo a la mano, y acercándome al mayor que, dicho sea depaso, estaba ebrio, respondí:

»-No puede ser, Alta Nobleza; es imposible que sea Vuestra Alta Nobleza ni nuestro Tzar ni nuestroDios.

»-¡Ah! ¿Con que eres tú el atrevido? ¡Eres tú el que ha soliviantado a estos miserables!

»-No, Alta Nobleza -proseguí, acercándome más aún-; todos sabemos, y Vuestra Alta Noblezatambién, que nuestro Dios omnipotente está presente en todas partes y es uno, que nos ve y juzga desdeel Cielo. Además, no tenemos más que un Tzar, puesto por el mismo Dios sobre nosotros. Él es elmonarca y Vuestra Alta Nobleza sencillamente un jefe nuestro por la gracia del Tzar, que así harecompensado sus merecimientos.

»-¿Cómo? ¿Qué estás diciendo?

»No podía ni hablar, balbucía, estaba desconcertado.

»Entonces me arrojé sobre él y le sepulté el cuchillo en el vientre. Fue cuestión de un momento. Elmayor se tambaleó y cayó desplomado al suelo. Yo arrojé lejos el cuchillo, y dije tranquilamente a miscobardes camaradas:

Page 78: Memorias de La Casa de Los Muertos

»-Vamos, muchachos, acérquense ahora a él sin miedo.

Debo hacer una pequeña digresión.

Las frases “yo soy el Tzar, yo soy Dios” las empleaban, por desgracia, en aquel entonces, muchoscomandantes. Justo es confesar, empero, que el número de éstos era muy limitado, y creo que en laactualidad no existe ya ninguno que siga esa costumbre.

Debo advertir también que los que de tal modo eran jactanciosos y empleaban semejantesexpresiones, procedían todos de la clase de tropa, a quienes su encumbramiento al grado de oficial lesproducía vértigos. A causa de la falta de costumbre y el orgullo que les poseía después de haber llevadotanto tiempo el fusil y la mochila, exageraban su poder y pretendían pasar por omnipotentes ante sussubordinados. En cambio, eran serviles en presencia de sus superiores, y los más rastreros seapresuraban a recordar a los jefes que habían servido a sus órdenes de simples soldados.

El recuerdo de su antigua humildísima posición no era óbice para que trataran con la punta del piea sus subordinados y fueran déspotas hasta un extremo inconcebible. Y sus abusos, naturalmente,enfurecían a los reclusos hasta la locura.

La excesivamente alta opinión que se tiene de sí mismo y tal exagerada idea de impunidad, generael odio en el corazón del hombre más sumiso y lleva a cometer verdaderas atrocidades al más pacífico ypaciente.

Afortunadamente me refiero a un tiempo ya casi olvidado, y aun entonces la autoridad superiorcastigaba severamente a los culpables. Conozco más de un hecho sobre el particular.

Lo que, sobre todo, exaspera a los subordinados, es el desprecio, la repugnancia que se exteriorizaen el trato con ellos. Se engañan de medio a medio los que suponen que así deben ser tratados lospenados. El hombre, por mucho que haya descendido, exige instintivamente el respeto debido a sudignidad de hombre. El penado sabe perfectamente que es recluso, que es un réprobo y conoce ladistancia que lo separa de sus superiores; pero ni el estigma, ni las cadenas, ni el presidio le haránolvidar que es hombre. Es preciso, pues, tratarles humanamente. Un tratamiento humanitario, puedelevantar al hombre más envilecido. Y con los desgraciados, sobre todo, es preciso comportarse conhumanidad, porque esto es su salvación y su alegría. He conocido comandantes de carácter noble ygenerosos sentimientos que me han ofrecido ocasión para observar la influencia benéfica que ejercíansobre aquellos hombres humillados. Una palabra afable que se les dirija, resucita moralmente a lospresidiarios, los cuales se ponen contentos como niños y aman y respetan a sus superiores.

Otra observación para concluir: a los penados no les gusta que sus superiores se muestren o seandemasiado familiares y bonachones en su trato con ellos. Quieren respetarlos y semejante conducta lesembarazaría. Los penados se envanecen de que sus superiores ostenten numerosas condecoraciones, quetengan aspecto imponente, que sean severos, serios y justos y posean el verdadero sentimiento de ladignidad de que están investidos.

Estos son los comandantes que los forzados prefieren; y si el comandante sabe lo que vale y noofende jamás a ninguno, miel sobre hojuelas.

*

-Supongo que te habrás arrepentido -dijo tranquilamente Kobilin.

-¡Eh, Alei, dame las tijeras! ¿Qué, no se juega a las cartas esta noche? -preguntó Luka,

Page 79: Memorias de La Casa de Los Muertos

desentendiéndose de la observación de su vecino.

-¡Oh, hace tiempo que se bebieron la baraja! -repuso Vasia-. Si no la hubieran cambiado poraguardiente ahora podríamos jugar.

-¿Y cómo te pagaron aquel golpe? -interrumpió Kobilin.

-Demasiado generosamente, amigo mío: con ciento cinco latigazos. La verdad es, camaradas, queno sé cómo escapé con vida -prosiguió Luka, sin querer contestar directamente a su vecino Kobilin.

Y luego dijo:

-Cuando me propinaron los ciento cinco azotes, no había probado aún el látigo. El pueblo en masaacudió para ver cómo castigaban al bandido, al asesino. ¡Qué estúpido es el pueblo! Timoschka (elverdugo) me desnudó de la cintura para arriba y me tiró al suelo, diciéndome: «¡Estate quieto en laparrilla!» Yo esperé impasible. Cuando el primer latigazo me arrancó un jirón de piel, quise gruñir, perono pude: yo abría la boca en vano, las palabras se ahogaban en mi garganta. Cuando me arreó el segundoviaje, pueden ustedes creerlo, no oí siquiera que decía dos. Me desmayé, y, al recobrarme, oí contar diezy siete. Cuatro veces me levantaron de la tajuela, para dejarme respirar media hora y rociarme con aguafría. Yo les miraba desencajado, y decía para mis adentros: «¡De ésta no escapo!»

-¿Y moriste, realmente? -preguntó ingenuamente Kobilin.

Luka le envolvió en una mirada despreciativa, mientras resonaban en el pabellón estrepitosascarcajadas.

-¡Es tonto! -exclamó una voz.

-¡De remate! -apoyó Luka, como arrepentido de haberse dignado hablar con semejante imbécil.

-Le falta algún tornillo -repuso Vasia por su parte.

A pesar de haber cometido Luka seis asesinatos, nadie le temía en el penal.

Sin embargo, ardía en deseos de pasar por un hombre terrible.

IX

Isaí Fomich. El baño. El relato de Bakluschin

Se acercaban las pascuas de Navidad. Los penados esperaban con cierta ansiedad, y al verlos se excitó micuriosidad, en la creencia de que ocurría algo extraordinario.

Cuatro días antes de las fiestas debían llevarnos al baño de vapor, y esto era precisamente lo quesobre todo les entusiasmaba, pues, además del baño, que lo tomábamos después de comer, no se

Page 80: Memorias de La Casa de Los Muertos

trabajaba por la tarde.

Pero el que estaba más contento era Isaí Fomich Bumschtein, el judío de que ya he hablado en elcapítulo IV de mi narración. Le gustaba permanecer en el baño hasta que caía privado de los sentidos.

Cada vez que evoco mis recuerdos, lo primero que acude a mi memoria es el baño del penal (vale lapena no olvidarlo), y la primera fisonomía que se ofrece a mi imaginación es la del glorioso e inolvidableIsaí Fomich, mi compañero de cadena. ¡Cielos, qué hombre tan raro era el judío! Ya he esbozado suretrato: cincuenta años, vanidoso, lleno de arrugas, con horribles estigmas en las mejillas y en la frente,cabellos blancos, delgado, débil, pálido, un pollo desplumado. Su semblante expresaba una presunciónperpetua y firme, casi diría de felicidad. Creo que le importaba un bledo haber sido enviado a presidio.

Como en la ciudad no existía ningún platero, y éste era su oficio, estaba siempre cargado de trabajo,que no ejecutaba siempre con mucha escrupulosidad. No carecía de nada, se daba vida de granseñor, sin que por esto gastase todas sus ganancias, pues hacía buenas economías y prestaba dinero ainterés a toda la población penal.

Tenía almohada, un buen colchón, mantas y vajilla. Los judíos de la ciudad le tenían bajo suprotección, e iba todos los sábados a la sinagoga (esto no lo prohíbe la ley) acompañado de una escolta.Vivía rodeado de comodidades y, sin embargo, esperaba impacientemente el último día de su condena...¡para casarse!

Era una rara mezcla de sencillez, de comicidad, de estupidez y de malicia, de osadía y de timidez, devanagloria y de imprudencia.

Lo más curioso era que los penados no se mofaban de él aunque, por oírle disparatar, hacíanleobjeto de sus cuchufletas. Isaí Fomich era, en suma, la distracción y la alegría del penal.

-Tenemos que cuidarle mucho, porque en el mundo no hay más que un Isaí Fomich -decían losreclusos.

Aunque el judío se hacía cargo de lo que significaban estas palabras, se envanecía de suimportancia, lo cual divertía sobremanera a los penados.

Su ingreso en el presidio tuvo todos los caracteres de un acontecimiento extraordinario, según mecontaron los testigos presenciales.

Una noche cundió la voz de que había llegado un judío a quien en aquel momento estabanrasurando en el cuerpo de guardia y sería pronto conducido al pabellón respectivo. Como en el penal nohabía ningún judío, los reclusos le esperaban con viva impaciencia y le rodearon en cuanto puso pie en elrecinto.

El suboficial de guardia le acompañó al pabellón de la sección civil y le indicó el sitio en que debíadormir.

Isaí Fomich llevaba un saco que contenía los efectos de su pertenencia y los que la administración lehabía entregado. Depositó el saco y se sentó en el tablado con las piernas cruzadas a la turca, sinatreverse a levantar los ojos.

Los forzados le rodearon al punto desternillados de risa y lanzando epigramas sobre su origenisraelita. De pronto, un joven se abrió paso entre el grupo, llevando en la mano sus pantalones de veranosucios y remendados por todas partes, se sentó junto a Isaí Fomich, y le dijo, dándole unos golpecitos enel hombro:

-Hace ya seis años que te espero, amiguito. Mira; ¿cuánto me prestarás sobre esto?

Y así diciendo extendió los pantalones delante de sus ojos.

Page 81: Memorias de La Casa de Los Muertos

Era Isaí tan tímido, que ni siquiera se atrevía a mirar los rostros mutilados y espantosos de lachusma que le rodeaba, y guardaba un silencio demasiado revelador del miedo de que estaba poseído.Pero cuando vio la prenda que le ponían ante las narices se puso a examinarla por todos lados.

-¿Qué, no me das por ellos un rublo de plata? -preguntó el vendedor, en vista de que el judío no sedecidía a desplegar los labios.

-¡Un rublo de plata! ¡Siete kopeks, y gracias!

Fueron las primeras palabras que pronunció en el penal.

En el pabellón resonaron carcajadas homéricas.

-¿Siete kopeks?Bueno, ¡vengan! ¡Mira que eres hombre de suerte! Pero mucho cuidadito conenajenar la prenda: me respondes de estos pantalones con tu cabeza.

-Añadiendo tres por intereses, son diez los kopeks que me debes -repuso el judío metiéndose lamano en el bolsillo para sacar la cantidad convenida y mirando a los reclusos con ojos despavoridos.

El miedo le hacía temblar, pero le venció el deseo de realizar un buen negocio.

-¿Cómo? ¿Tres kopeks de interés al año…?

-No -interrumpió vivamente Isaí-, al mes.

-Tú eres un bribón redomado. ¿Cómo te llamas?

-Isaí Fomich.

-Pues bien, Isaí Fomich, tú harás carrera. Adiós.

El judío volvió a examinar el andrajo por el que había prestado siete kopeks, lo dobló luegocuidadosamente y lo guardó en su saco.

Los penados seguían desternillándose de risa.

Realmente, todos le querían, y aunque no había uno solo del que no fuera acreedor, ninguno leofendía.

Por otra parte, Isaí era inconmovible, y en cuanto observó que era bienquisto de sus compañeros,tomó un aire de superioridad que le perdonaron por lo cómico que resultaba.

Luka, que había tratado con varios judíos mientras estuvo en libertad, era el que le gastaba másbromas, pero no por malicia, sino por diversión, como se juega con un perro, un papagayo u otro animalinteligente.

Isaí Fomich no lo ignoraba, y lejos de darse por molestado, le seguía la corriente.

-¡Con qué gusto, judío, te daría una tanda de palos! -le decía.

-Por cada uno te restituiré diez -contestaba arrogantemente el judío.

-¡Roñoso!

-Todo lo roñoso que quieras.

-¡Judío sarnoso!

Page 82: Memorias de La Casa de Los Muertos

-Estoy cubierto de sarna desde la cabeza hasta los pies, si así lo quieres. Sarnoso, pero rico; roñosopero con la bolsa bien repleta.

-¡Tú has vendido a Cristo!

-Como gustes.

-Eres un bribón, Isaí, todo un calavera. ¡Ah, que nadie le toque, pues no hay otro igual en elmundo!

-Oye, judío, toma un látigo, pues tú irás a la Siberia.

-Ya estoy en ella.

-Pero te mandarán todavía más lejos.

-¿Allí no está también Dios?

-¡Hombre, eso no se pregunta!

-Entonces, todo me tiene sin cuidado. Mientras Dios me asista y no me falte dinero, todo irá a pedirde boca.

-¡Qué talento tiene este bruto! -exclamó un recluso, y de nuevo resonaron las carcajadas.

El judío sabía que se burlaban de él, pero no por eso se desanimaba y se las daba de bravucón.

Las alabanzas que le prodigaban le llenaban de júbilo y con voz aguda se ponía a cantar una canciónestúpida, de lo más ridículo que se puede imaginar. Fue el único canto que le oí todo el tiempo que letuve de compañero de cadena.

Cuando entablamos conocimiento, me aseguró formalmente que era aquél el himno que cantaronlos seiscientos mil hebreos que pasaron el Mar Rojo, y que están obligados a cantar todos los judíosdespués de alcanzar una victoria sobre sus enemigos.

La vigilia de cada sábado todos los penados se apiñaban a la puerta de nuestro pabellón para ver aIsaí practicar las ceremonias de su culto.

Era su vanidad y su jactancia de tal modo inocente, que esta curiosidad le halagaba.

Cubría con un paño su mesita, situada en un rincón, con aire de importancia pedantesca yexagerada, abría un libro, encendía dos velas y mascullaba algunas palabras misteriosas, revestido conuna especie de dalmática de varios colores, que conservaba celosamente en el fondo de su baúl. Seadornaba las muñecas con brazaletes de cuero, y, finalmente, se sujetaba a la frente, por medio de unacinta, una cajita cúbica que parecía un cuerno brotado en su cabeza.[vii]

Y comenzaba su oración.

Leía, arrastrando las palabras, gritaba, escupía y hacía mil gestos y contorsiones que hubiesenhecho reír a un guardacantón.

Todo esto estaba prescrito en el ritual de su culto y en ello no había nada de ridículo ni raro, si seexceptúa la manera como lo ejecutaba Isaí Fomich.

Así, por ejemplo, se llevaba bruscamente ambas manos a la cabeza, y comenzaba a leer sollozando;su lloro era cada vez más agudo, y en la exaltación de su dolor apoyaba la cabeza, sin apartar las manos,sobre el libro, lanzando aullidos. De pronto trocaba su llanto en ruidosas carcajadas y entonaba luego un

Page 83: Memorias de La Casa de Los Muertos

himno triunfante con acento de compunción y de enternecimiento, como poseído de una felicidadsobrehumana.

-¡Vaya usted a entenderlo! -se decían los reclusos.

Cierto día le pregunté qué significaban aquellos sollozos y por qué pasaba bruscamente deldesconsuelo a la alegría y a la dicha.

A Isaí le agradaban estas preguntas, si era yo el que se las hacía, y me explicó que el llanto y losgemidos los arranca la pérdida de Jerusalén, y que su ley ordena que se llore dándose golpes de pecho;pero que, en el momento culminante de su mayor pena, debe recordar el creyente, como por casualidad,la profecía que asegura la devolución de Jerusalén al pueblo hebreo, y, en consecuencia, debe exteriorizaruna alegría infinita, cantar, reír y rezar sus oraciones con expresión de júbilo dando al rostro toda ladignidad y solemnidad posible.

Esta transición repentina, la obligación absoluta de observarla, agradaban sobremanera a IsaíFomich, el cual me explicaba con satisfacción no simulada esta ingeniosa regla de su ley.

Una noche, en el momento más solemne de la ceremonia, entró en el pabellón el mayor, seguidodel oficial de guardia y de una escolta de soldados. Todos los reclusos formamos inmediatamente enlínea ante nuestras camas: únicamente Isaí Fomich continuó gritando y gesticulando, pues sabíaperfectamente que su culto estaba autorizado y nadie podía interrumpirlo.

El mayor avanzó hasta colocarse a un paso de distancia del judío, y éste, vuelto de espaldas a sumesita, erguido ante el jefe del penal, comenzó a cantar su himno de triunfo, gesticulando de un modoatroz y recalcando las palabras. Cuando tuvo que dar a su rostro una expresión de alegría y nobleza, lohizo entornando los ojos, riendo e inclinando la cabeza hacia el mayor. Este, al principio, se quedó unmomento sorprendido, lanzó luego una carcajada y llamándole repetidas veces estúpido abandonó elpabellón, mientras el judío seguía gritando a voz en cuello.

Una hora después, mientras cenábamos, le pregunté qué hubiera hecho si al mayor se le hubieseocurrido la idea de mostrarse enojado.

-¿Qué mayor? -repuso.

-¡Cómo! ¿No ha visto usted al mayor?

-No -me contestó.

-Sin embargo, estaba a un paso de usted.

Pero Isaí Fomich me aseguró con la mayor seriedad del mundo que no había visto al jefe del penal,porque en el momento de la oración estaba en éxtasis y no se daba cuenta de lo que pasaba en suderredor.

El sábado no trabajaba, observando fielmente los preceptos de la ley judaica, y se entreteníacontándome las anécdotas más inverosímiles. Cada vez que volvía de la sinagoga, me traía noticias deSan Petersburgo, recogiendo rumores absurdos que me aseguraba que eran verdades indiscutibles, pueslos había oído de labios de sus correligionarios, los cuales, según decía, bebían en buenas fuentes.

Pero bastante he hablado ya de Isaí Fomich.

*

Page 84: Memorias de La Casa de Los Muertos

En la ciudad no había más que dos baños públicos. Uno estaba dividido en compartimientos por los quese pagaban cincuenta kopeks. Estos sólo los utilizaban las clases acomodadas de la ciudad. El otro baño,sucio y reducido, era el destinado al pueblo, y allí nos llevaban.

Hacía frío y el tiempo era sereno; los reclusos ardían en deseos de salir del presidio y recorrer lascalles de la ciudad.

Durante el trayecto las risas y las bromas no cesaban un instante.

Nos acompañaba un piquete de soldados con el fusil cargado y calada la bayoneta.

Para los habitantes de la ciudad constituía nuestra llegada un espectáculo extraordinario.

Una vez en el establecimiento de baños, en vista de la estrechez del local, que no permitía entrar atodos de una vez, nos dividieron en grupos, cada uno de los cuales esperaba en el gabinete frío, a lapuerta de la estufa, a que el otro se lavase.

A pesar de esto, la sala era tan estrecha que parecía imposible que hubiera podido contener lamitad de los que entraban.

Petrov no se separó de mí; y sin que yo se lo pidiera ni le diese a entender que me sería grato, seofreció a lavarme. Bakluschin, otro recluso de la sección especial, me brindó también sus servicios.

Este último, apellidado el Zapador por sus compañeros, era el más alegre y simpático de miscamaradas y estábamos en amistosas relaciones.

Petrov me ayudó a desnudarme porque yo hubiera empleado demasiado tiempo en esta operación,a la que no estaba acostumbrado; por otra parte, en el gabinete hacía tanto frío como en la calle.

Para un novato en el presidio, resultaba muy difícil la tarea de desnudarse, porque es preciso sabersoltar hábilmente las correas que sostienen a las cadenas. Estas correas de cuero miden diez y sietecentímetros de largo y se abrochan sobre la ropa interior, debajo de la anilla que se lleva sujeta a lapierna. Un par de correas cuesta sesenta kopeks, y cada forzado debe procurárselas por su cuenta, puessin ellas no podría andar.

La anilla no se ajusta exactamente a la pierna; se puede pasar un dedo entre el hierro y la carne; así,pues, la anilla toca en la rodilla y al que camina un solo día sin correas se le forman llagas.

Desprenderse las correas no es difícil; mas, para despojarse de la ropa blanca, es preciso hacerprodigios de habilidad. Una vez sacado el pantalón izquierdo hay que hacerle pasar entero entre eleslabón y la pierna misma y volverle hacer pasar en sentido contrario bajo el eslabón; quédase entoncesenteramente libre la pierna, y en seguida debe hacerse deslizar el pantalón derecho por el lado deleslabón de la pierna derecha y volverlo a pasar todavía una vez hacia atrás con el pantalón de la piernaizquierda. Igual maniobra hay que verificar al ponerse ropa limpia.

El primero que me lo enseñó, en Tóbolsk, fue un tal Koménev, antiguo capitán de bandidos,condenado a cinco años de cadena. Los penados están acostumbrados a estos ejercicios y se desnudanenteramente en un santiamén.

Di a Petrov diez kopekspara que me comprase jabón y una rodilla de tasco de que se usa en laestufa para frotarse. Bien es verdad que nos daban un pedacito de jabón a cada detenido; pero tanpequeño y delgado que parecía una lonja de queso servido como entrée en las soirées de poca monta.

En el mismo gabinete vendían el jabón, junto con el sbiten (bebida hecha de miel, hierbasaromáticas y agua caliente), bollos de pan blanco y agua hirviendo, porque cada soldado no recibía másde un cubo, según lo convenido entre el propietario del baño y la administración del penal.

Page 85: Memorias de La Casa de Los Muertos

Los reclusos que deseaban lavarse esmeradamente podían comprar por dos kopeks otro cubo deagua que el propietario les entregaba a través de una ventanilla abierta en la pared con este objeto.

Cuando estuve desnudo, Petrov me advirtió que no podría andar con las cadenas.

-¡Levánteselas! -me dijo, sosteniéndome por debajo de los brazos como a un viejo-. Tenga cuidado,hay que pasar por esta puerta.

Me avergoncé de tantas advertencias y cuidados y le aseguré que podía andar sin ayuda ajena; peroél no me hizo caso y continuó tratándome como una niñera que enseña los primeros pasos a la criaturaque le ha sido confiada.

Petrov era conmigo un criado afectuoso y testarudo, y Dios sabe si me hubiera hecho pagar caracualquier ofensa que aun impensadamente le hiciera.

Yo no le había ofrecido nada por sus servicios ni él me lo había pedido. ¿Qué era, pues, lo que leinspiraba tanta solicitud por mí?

Cuando abrieron la puerta de la estufa me pareció que entraba en el infierno. Figuraos un aposentode diez pasos de largo por otros tantos de ancho, donde nos apiñábamos cien hombres cada vez, o por lomenos ochenta, porque en total éramos doscientos, divididos en dos grupos.

El vapor nos cegaba; el hollín, la inmundicia y la angustia eran tales, que no sabíamos dónde ponerel pie. Confieso que me llené de espanto y quise huir; pero Petrov me contuvo al punto.

Con gran dificultad, como pudimos, llegamos a los bancos dando con nuestras piernas en lascabezas de los compañeros, a los que rogábamos que se inclinasen para dejamos pasar.

Pero todos los bancos estaban ocupados. Petrov me dijo que tenía que comprar un sitio, einmediatamente entró en tratos con un penado que estaba junto a una ventana. Este accedió a cedermesu sitio por un kópek, pero no antes de que Petrov le pusiese esta moneda en la mano queprudentemente había tendido como medida de precaución, y fue a refugiarse en un rincón oscuro ysucio, precisamente debajo de nosotros, en el que había por lo menos un dedo de suciedad. Por debajode las gradas se apiñaban también los forzados produciendo un ruido sordo de colmena espantada; encuanto al piso de la estufa no había sitio que no ocupasen los presos, quienes hacían que el agua saliesede sus cubas. Los que estaban en pie se lavaban teniendo en la mano su cubo de madera; el agua sucia,corriendo por sus cuerpos, caía sobre las cabezas de los que estaban sentados.

Aquí y allá, en la galería y la escalera que a ésta conducía, estaban amontonados otros reclusos quese lavaban mutuamente, pero eran los menos.

La plebe no gusta de lavarse con agua y jabón; prefieren calentarse horriblemente e inundarsedespués en agua fría; así es como toman el baño.

Sobre el entarimado se veían cincuenta escobas de juncos levantarse y bajarse rápidamente; todosse azotaban con embriaguez. El vapor aumentaba por momentos, de tal suerte que no era ya calor lo quese sentía sino quemaduras como de pez hirviente.

Los gritos y las exclamaciones se confundían con el ruido producido por el arrastrar de cadenassobre tablas… Los que querían pasar de un sitio a otro enredaban sus hierros con otras cadenas ychocaban en la cabeza de los detenidos que estaban más bajos que ellos, caían y rodaban, arrastrando ensu caída a aquellos a quienes se agarraban. Todos se hallaban en una especie de borrachera, de locaexcitación, y se cruzaban gritos y aullidos. La aglomeración en la ventana por la que servían el aguacaliente era tal que los cubos se derramaban sobre las cabezas de los que estaban apiñados o sentados enlos bancos antes de que llegase a su destino, aumentando así la confusión y los gritos.

Page 86: Memorias de La Casa de Los Muertos

Hubiérase dicho que estábamos libres, de no aparecer de vez en cuando a través de la ventana o dela puerta entreabierta el rostro barbudo de un soldado, que nos vigilaba en previsión de cualquierdesorden.

Los reclusos parecían verdaderos monstruos con sus cabezas rapadas y sus cuerpos de colorsanguinolento a causa del calor y de las flagelaciones. Sobre las espaldas enrojecidas por el calor sedestacaban netamente las cicatrices producidas por la vara o el látigo, de suerte que parecían reciénmarcadas. ¡Me estremezco al sólo pensar en aquellas horribles cicatrices!

El vapor seguía aumentando y la sala del baño estaba llena de una nube densísima, abrasadora,envueltos en la cual los penados se agitaban, lanzaban agudos chillidos y se estremecían. A través de estanube se veían espaldas marcadas, cabezas sin pelo, brazos y piernas desnudos. Para completar el cuadro,Isaí Fomich grita a voz en cuello, sobre el escaño más elevado, saturándose de vapor. Cualquiera otro sehubiera desmayado, pero no había temperatura bastante elevada para el judío que ora paga a uncompañero para que le frote, ora da un kópek a otro para que le flagele; pero al cabo de un momento suscriados arrojaban la bruza o el flagelo y se precipitaban en el agua fría.

Isaí Fomich no se desanimaba por esto y asalariaba al punto a otros penados, pues en semejantesocasiones no reparaba en gastos, y aquel día hubo de pagar cinco o seis frotadores.

-¡Lo que es Isaí Fomich se aprovecha bien del baño! -decían los reclusos que estaban abajo.

Y el judío, que se cree en aquel momento superior a todos, goza lo indecible y entona con vozestridente su himno de triunfo.

Yo pensaba que si debíamos ir a parar todos al infierno, nos encontrábamos ya en la antecámara.No pude resistir el deseo de comunicar esta mi idea a Petrov, el cual paseó su mirada por la sala y…guardó silencio.

De buena gana hubiera alquilado para él un sitio a mi lado, pero se sentó a mis pies, asegurandoque estaba allí perfectamente. Entretanto Bakluschin nos iba comprando el agua caliente quenecesitábamos.

Petrov me anunció que con gusto me lavaría desde los pies hasta la cabeza “para ponerme comouna patena” y me exhortó a lanzarme al baño frío. Yo vacilaba, y entonces me enjabonó todo el cuerpo.

-Ahora -dijo- para concluir le lavaré los piececitos.

Quise responderle que me los podía yo lavar sin su ayuda, pero no me atreví a contradecirle y ledejé hacer. El diminutivo piececitos que había empleado no tenía ningún torcido significado. Petrov nopodía llamar a mis pies por su nombre, porque los otros, los verdaderos hombres, tenían piernas, peroyo nada más que piececitos.

Cuando hubo terminado me condujo al gabinete, advirtiéndome a cada paso que daba, como si yofuera de porcelana y al caerme pudiera convertirme en añicos. Me ayudó a vestirme e inmediatamentevolvió al baño para estufarse a su vez.

De vuelta en el penal le ofrecí una taza de té que él aceptó gustosísimo, y en vista de ello le compréuna copita de aguardiente, que no me fue difícil encontrar en la misma cuadra.

-¡Ah, con esto me ha dado usted la vida! -exclamó, paladeando con fruición la bebida alcohólica.

E inmediatamente se dirigió a la cocina, como si allí fuese indispensable su presencia.

A los pocos momentos apareció Bakluschin, a quien también había invitado yo a tomar el té.

No he conocido un carácter más simpático que el de aquel joven penado. A decir verdad, Bakluschin

Page 87: Memorias de La Casa de Los Muertos

no perdonaba la menor ofensa a los demás y buscaba pendencia a menudo, para evitar que se mezclasenen sus asuntos; en una palabra, sabía defenderse; pero su irritación no duraba mucho rato y creo que erageneralmente estimado en el penal.

Dondequiera que se presentaba era bien acogido y aun en la ciudad se le tenía por el hombre másdivertido del mundo.

Era un joven de treinta años, de elevada estatura, fisonomía ingenua y resuelta, muy bien parecidoy elegante con su barba recortada. Poseía tan a la perfección el arte de caricaturizar y de dar a su rostrola expresión de los que veía, que hacía desternillar de risa a cuantos presenciaban sus transformaciones.Era un bromista perpetuo que no se dejaba imponer por los que se mostraban refractarios a lajovialidad, y así nadie osaba llamarle “inútil, bufón ni tonto”.

Entablé amistad con él desde los comienzos de mi reclusión y me contó su historia militar desdeque empezó a servir como soldado en el regimiento de zapadores, citándome las personas de elevadaposición que le habían protegido.

Me hizo al punto mil preguntas sobre San Petersburgo, manifestándome que era muy aficionado ala lectura de buenos libros.

Cuando vino a tomar el té divirtió a toda la cuadra contando que el lugarteniente Ch*** había dadoaquella misma mañana un rapapolvo a nuestro mayor y me anunció con aire satisfecho queprobablemente se daría una representación teatral en el penal.

Los reclusos proyectaban dar ese espectáculo durante las fiestas de Navidad; ya estaban designadoslos actores, se hacían los preparativos para montar el escenario, algunas personas de la ciudad habíanofrecido el vestuario y contaban con que no había de faltarles un uniforme completo de oficial delejército, con cordones y todo.

Esto en el caso de que el mayor no diese en la flor de prohibir la representación, como habíaocurrido el año anterior. Verdad es que entonces estaba fuera de sí, porque había perdido al juego unabuena cantidad y desahogó su cólera privando a los reclusos, de los que tampoco estaba muy satisfecho,de aquella inocente diversión.

Bakluschin estaba exaltado: evidentemente era uno de los promotores del futuro teatro. Yo leprometí mi asistencia, conmovido por la alegría infantil que el joven manifestaba hablando de estaempresa.

Poco a poco se desvió la conversación yendo a recaer sobre el pasado de Bakluschin, quien meconfesó entonces que no había servido sólo en San Petersburgo sino también en Riga, con el grado desargento, en un regimiento de aquella guarnición.

-¡Y de allí me enviaron a este presidio! -añadió el joven.

-¿Por qué?

-¡Ah! no podría usted adivinarlo: ¡porque estaba enamorado!

-Vamos, hombre, no se manda a nadie a trabajos forzados aunque esté loco de amor -repusesonriendo.

-Pero es el caso -repuso gravemente Bakluschin- que ese enamoramiento me impulsó a matar a unalemán. ¡Mire usted que mandar a presidio a un hombre porque mate a un alemán! ¡Es el colmo!

-¿Cómo sucedió el hecho?

-¡Ah! es una historia divertida.

Page 88: Memorias de La Casa de Los Muertos

-Mejor que mejor; cuéntemela, pues sin duda será curiosa.

-¿De veras quiere usted saberla? Pues escuche.

Y me dispuse a oír la historia de un homicidio, que no tenía nada de divertida.

-Me enviaron a Riga, una ciudad preciosa, pero que tiene un defecto, demasiados alemanes. Yo eraentonces un muchacho muy bien visto y apreciado de mis jefes. Llevaba el casquete inclinado sobre laoreja, pasaba alegremente el tiempo y me divertía lanzando miradas incendiarias a las alemanas jóvenesy bellas. Una de éstas me gustó más que las otras, e inmediatamente puse sitio a la plaza. Comencé porpasar y repasar por delante de las ventanas de su casa, y muy pronto me puse en contacto con elenemigo. Era una joven preciosa, encantadora, sin igual en Riga. Intenté al punto el asalto, pero Luiza,que así se llamaba mi bello tormento, contuvo mis arranques impetuosos, diciéndome:

»-No esperes de mí, Sascha, semejantes anticipos, que se suelen pagar muy caros; quieroconservarme pura para ser luego una esposa digna de ti.

»Y al mismo tiempo la picaruela me acariciaba riendo como deben reír los ángeles. ¡Qué hermosaera! En mi vida había visto otra igual. Me arrancó, al fin, promesa de casamiento, y ya me disponía adirigir la correspondiente solicitud a mi coronel, cuando Luiza faltó por primera vez a una de nuestrasacostumbradas citas.

»Sus ausencias se prolongaron y, no pudiendo contenerme, le envié una carta, que no mereció laatención de una respuesta. Yo no sabía qué pensar. Si me hubiera engañado -pensaba-, ladina como todamujer, hubiera tratado de desvanecer mis sospechas acudiendo a mi cita.

»Pero no, Luiza era incapaz de mentir: había roto sencilla y definitivamente sus relacionesconmigo.

»A la verdad, no se me hubiera ocurrido jamás que pudiera llegar ese caso.

»-Esto es cosa de su tía -me dije.

»Pero no me atrevía a visitar a la vieja, pues aunque ésta estaba al corriente de lo que pasaba entresu sobrina y yo, fingía no saber nada.

»Estaba desesperado, y volví a escribirle a mi amada, diciéndole:

»-Si no vienes, iré a ver a tu tía.

»Luiza tuvo miedo y esta vez acudió a la cita.

»Debo advertir que su tía, con la cual vivía, era planchadora de ropa fina, y poseía una buenahucha.

»En cuanto estuvo en mi presencia prorrumpió en llanto y me dijo entre sollozos que un alemán,llamado Schultz, pariente lejano suyo, relojero de oficio y ya entrado en años, había manifestado susdeseos de casarse con ella para hacerla feliz y tener una compañera que le cuidase en su vejez. AsegurabaLuiza que el relojero la amaba con delirio desde hacía mucho tiempo, aunque hasta entonces no se habíadecidido a pedir su mano,

»-Ya ves, Sascha -decíame mi amante-; que se trata de mi felicidad; ¿es que no quieres que yo seafeliz?

»Yo la miraba sorprendido; ella lloraba y, para consolarla, la estreché contra mi pecho, sin quehiciera la menor resistencia...

Page 89: Memorias de La Casa de Los Muertos

»-Tiene razón -decía entretanto para mis adentros-; porque, al fin y al cabo, ¿qué va a ganarcasándose con un soldado, aunque sea sargento? Bueno, Luiza -añadí en alta voz-, que Dios te proteja.No tengo el derecho de privarte de tu felicidad. Y dime, ¿qué tipo es tu futuro esposo? ¿Es guapo, a lomenos?

»-¡Quia! Además de ser viejo, tiene una nariz como un pimiento morrón.

»Y se puso a reír.

»Me separé de ella con sentimiento, pero resignado, pensando que no estaba de Dios que fuéramosesposos.

»Al día siguiente pasé por delante del establecimiento de Schultz, pues Luiza me lo había indicado,y mirando a través del escaparate vi a mi hombre, un vejete de cincuenta y cinco a sesenta años, feo silos hay y envuelto en un levitón de cuello altísimo, que componía un reloj. ¡Se me pasaron unas ganas dehacer añicos los cristales y caer sobre mi sucesor como una bomba! Afortunadamente me contuve y, devuelta en el cuartel… ¡me puse a llorar como un chiquillo!

»Transcurrieron varios días sin que volviera a ver a Luiza. Entre tanto supe por una vieja comadre,planchadora también, a la que solía visitar mi amante, que el relojero estaba al corriente de nuestrosamores y precisamente por eso anticipaba la fecha del casamiento, pues, de no ser así, hubiera esperadoun par de años más, conforme a sus deseos repetidas veces manifestados. Había hecho jurar a Luiza queno me volvería a ver. Parecía que, por causa mía, había apretado los cordones de su bolsa y ponía malacara a la tía y a la sobrina, y tal vez no seguiría la cosa adelante, pues aún no se había llegado a unadeterminación irrevocable.

»La misma comadre me dijo que el alemán había convidado a tomar café en su casa a mi amante ya su tía el domingo próximo, o sea dentro de dos días, y que a la reunión asistiría también otro parienteque había sido rico negociante, y a la sazón, pobre y viejo, era dependiente de una taberna.

»Esta noticia me sacó, al fin, de mis casillas. Al día siguiente no pude pensar en otra cosa; creo quesi el alemán se hubiese puesto al alcance de mis manos le habría triturado.

»El domingo por la mañana no había tomado aún ningún partido; mas, terminada la misa, meencaminé a casa de mi rival, pensando que encontraría reunidos a todos los convidados.

»Maquinalmente me eché una pistola en el bolsillo. Era un arma vieja que no valía un kópek,con laque de niño me entretenía tirando al blanco. No obstante, la cargué, suponiendo que el alemán no seríaavaro conmigo de palabras gruesas y podría intimidarlo con la pistola.

»Llegué a casa del relojero, en la que no vi alma viviente, pues todos estaban en la trastienda, losoficiales no trabajaban y la única criada que tenía el alemán había sido enviada a hacer varios encargos.Atravesé la tienda y observé que la puerta del aposento en que se hallaban los reunidos estaba cerradapor dentro. El corazón me latía con inusitada violencia. Me puse a escuchar, pero en vano, porquehablaban en alemán. ¿Qué hacer? No lo pensé mucho: de un tremendo empujón abrí la puerta de par enpar y me precipité como un alud en la pieza. Sobre la mesa había una gran cafetera colocada sobre unalamparilla de alcohol, que hacía hervir el agua, una bandeja con pastas, una botella y algunos vasos.

»Luiza y su tía, ambas en traje dominguero, estaban sentadas en el sofá; y frente a ellas,arrellanado en una butaca, mi alemán, se pavoneaba, acicalado como un novio. Junto al sofá, tímido ysilencioso, se hallaba el otro pariente, algo más viejo que el dueño de la casa.

»Luiza palideció intensamente; su tía saltó como impulsada por un resorte y volvió a caer sobre suasiento.

»El relojero, congestionado de ira, se levantó, preguntando con los dientes apretados:

Page 90: Memorias de La Casa de Los Muertos

»-¿Qué se le ha perdido a usted aquí?

»-Calma, buen hombre -contesté, refrenando la cólera que se había apoderado de mí-. Recibe comose merece todo huésped que viene a hacerte una visita, y convídame a aguardiente.

»El alemán reflexionó un instante y repuso:

»-Siéntese usted.

»Yo obedecí.

»-He aquí el aguardiente: beba usted, se lo ruego.

»-No me vayas a dar gato por liebre -repuse cada vez más provocador-; quiero aguardiente, perodel bueno.

»-Este es del mejor.

»Me crispaba horrorosamente los nervios que me mirase de arriba abajo con aire desdeñoso; y lopeor era que Luiza contemplaba esta escena, en la que por nada del mundo hubiera consentido yo enhacer un papel ridículo. Apuré, pues, la copa y repliqué:

»-Vamos a ver, alemán ¿por qué me miras de ese modo insolente y me preguntaste tangroseramente por el objeto de mi visita? He venido a verte como amigo.

»-No podemos ser amigos; no es usted más que un soldado.

»Entonces no pude contenerme más.

»-¡Ah, miserable! ¿Qué has querido decir? Voy a demostrarte que nadie se puede burlar de míimpunemente, alojándote una bala en la cabeza.

»Y esto diciendo, saqué la pistola del bolsillo y apunté a su frente a boca de cañón.

»Las mujeres estaban más muertas que vivas, no se atrevían ni a respirar; el viejo temblaba como lahoja en el árbol, pálido como un cadáver.

»El relojero se quedó como petrificado; pero recobró en seguida su sangre fría.

»-No le temo -me dijo-, y le ruego, como a hombre educado, que acabe con estas bromas pesadasque a nada conducen.

»-¡Cómo que no! Si estás temblando con sólo ver la pistola. Miren ustedes, no se atreve a levantarla cabeza.

»-El que no se atreve a disparar es usted.

»-¿De veras? ¿Lo crees así?

»-Creo que sabe usted a lo que se expondría y teme el castigo.

»¡Maldito alemán! Si hubiera sido más corto de lengua a estas horas quizá viviría aún y yo nohubiese pisado el presidio.

»-¿De manera que no me atrevo? -insistí.

»-No.

Page 91: Memorias de La Casa de Los Muertos

»-Mira que voy a disparar.

»-¡Quia!

»-Pues bien, tú lo has querido.

»Y apreté el gatillo.

»El relojero cayó desplomado y los demás comenzaron a gritar. Me guardé tranquilamente lapistola y de vuelta al cuartel la arrojé al foso y me tendí en mi cama pensando:

»-Ahora vendrán a arrestarme a tambor batiente.

»Mas pasó una hora, y otra y otra, y no pudiendo dominar mi agitación salí del cuartel. Quería vera toda costa a Luiza.

»En la puerta del relojero se agolpaba la gente, que a duras penas podía contener la policía.

»Me encaminé, pues, a casa de la vieja comadre y le dije:

»-Vé a llamar a Luiza.

»Mi amante no se hizo esperar.

»-La culpa la tengo yo por haber hecho caso a mi tía…

»Y me contó que su tía, después de la trágica escena, se había retirado en seguida a su casa presa deun miedo tal que había caído enferma sin despegar los labios. La vieja no me había denunciado, antes alcontrario, ordenó a su sobrina que no dijera una palabra sobre el particular, porque me temía de unamanera atroz.

»-Que hagan lo que les parezca -dije yo.

»-Nadie nos ha visto -observó Luiza.

»El relojero había alejado a su criada porque le temía más que a la peste y no hubiera escapado suamo muy bien de haber conocido los proyectos matrimoniales del que consideraba como su esposo. Losdependientes tampoco estaban en la casa, y en cuanto al anciano pariente que fue testigo del hecho, nohabía que temer, porque habiendo callado toda su vida no era de esperar que quebrantase en aquellaocasión una costumbre tan arraigada.

»-Puedes estar seguro de que no dirá ni esta boca es mía -concluyó Luiza.

»Transcurrieron dos semanas sin que recayera la menor sospecha sobre mí, y creí que todo habíaacabado y podía dormir tranquilo.

Aquellas dos semanas fueron los días más felices de mi vida. Veía muy a menudo a Luiza, que nofue ya esquiva conmigo, antes bien procuraba exteriorizarme de mil modos su cariño, y me decía entreuna y otra caricia:

»-Si te deportan, me iré contigo, todo lo abandonaré por seguirte.

»Pero al cabo de esas dos semanas, cuando menos lo esperaba, me arrestaron. El viejo y la tía deLuisa se pusieron de acuerdo para denunciarme, y aquí me tiene usted.

-Pero -contesté- por ese delito no le podían imponer más de diez o doce años de trabajos forzados,de ninguna manera enviarle a la sección especial.

Page 92: Memorias de La Casa de Los Muertos

-Ese es otro asunto -me replicó Bakluschin-. Cuando comparecí ante el Consejo de Guerra, elcapitán relator empezó a insultarme en el mismo tribunal, y no pudiendo contenerme exclamé: «¿Porqué dices tantas insolencias? ¿No ves, canalla, que a tu lado soy un espejo de honradez?» Con motivo deestas palabras me formaron nuevo proceso y por ambos delitos fui condenado a cuatro mil azotes y a lasección especial. Y el mismo día que hube de pasar por lacalle verde, condujeron también al capitán, quehabía sido despojado de graduación y enviado al Cáucaso como simple soldado.

Bakluschin hizo una pausa y poniéndose en pie, añadió:

-Hasta la vista Aleksandr Petróvich, y no falte usted a nuestra función de teatro.

X

La pascua de navidad

Por fin se acercaban las fiestas. La víspera del gran día, los penados no iban a trabajar. Los quetrabajaban en la sastrería y algunos otros que fueron como de ordinario, volvieron en seguida al penal yauno a uno, ya por grupos; después de comer nadie trabajó.

Desde por la mañana, los reclusos sólo se habían ocupado en cosas propias y no en las de laadministración.

Algunos se ingeniaban por introducir en el establecimiento nuevas partidas de aguardiente,mientras otros solicitaban permiso para ver a sus amigos y conocidos y cobrar el importe de lostrabajillos que habían hecho por su cuenta.

Bakluschin y los reclusos que debían tomar parte en la representación estaban atareadísimostratando de obtener de sus conocidos, casi todos asistentes de oficiales, los trajes que necesitaban.Algunos iban y venían como atareados, únicamente porque los otros lo estaban y andaban de prisa;ningún dinero tenían que recibir y, sin embargo, parecía que aguardaban un pago; en una palabra, todoel mundo se hallaba a la expectativa de un cambio, de algún extraordinario acontecimiento.

Por la tarde, los inválidos que hacían en el mercado las compras por cuenta de los reclusos,volvieron cargados con toda clase de comestibles, carne, lechones y ánades. Hasta los penados mássencillos y económicos que durante el año se privaban aun de lo más necesario por espíritu de ahorro, secreían obligados ese día a echar la casa por la ventana.

El día siguiente era para los penados una verdadera fiesta, a la que tenían perfecto derecho porhabérselo otorgado el reglamento. Tres únicamente eran las fiestas reconocidas en todo el año.

¡Quién sabe los recuerdos que en tal solemnidad agitaban aquellas almas depravadas!

Desde la infancia el pueblo conserva vivamente la memoria de las grandes fiestas, y los penadosdebían evocar con profunda pena los días felices en que descansaban de sus trabajos en el seno de la

Page 93: Memorias de La Casa de Los Muertos

familia. El respeto de los presidarios por semejante festividad tenía algo de imponente; los borrachoseran muy escasos, todos estaban serios y, por decir así, ocupados aunque no tuvieran nada que hacer.Hasta los amigos de las algazaras y francachelas conservaban cierto aire de gravedad. Parecía que el reírestaba prohibido. Reinaba en el penal cierta susceptibilidad intolerante, y si alguno turbaba, aunquefuese involuntariamente, la calma general, era llamado en seguida al orden por sus mismos compañeros.

Esta disposición de los reclusos era notable y conmovedora.

Además de la veneración innata que tienen por la santidad del día, sienten que, observando esafiesta, se ponen en contacto con el resto del mundo, no son ya enteramente réprobos, perdidos yexpulsados de la sociedad, puesto que en el penal se celebra la solemnidad lo mismo que fuera. Estesentimiento lo he observado en todos mis compañeros de cadena.

Akim Akímich hacía también sus preparativos. No tenía recuerdos de familia, porque, huérfano,había sido recogido de pequeñín y criado en una casa extraña, y a los quince años de edad sentó plaza desoldado. Tampoco había experimentado grandes alegrías porque vivió siempre regular y uniformemente,en el temor de faltar a los deberes que le habían sido impuestos, ni era excesivamente religioso, porquesu formalismo había extinguido en él todo sentimiento, todas sus pasiones y todas sus tendencias,buenas, o malas; disponíase, pues, a celebrar la pascua de Navidad sin grandes entusiasmos nipreocupaciones; no le entristecía ningún recuerdo ni echaba nada de menos; hacía todo aquello con laescrupulosidad que ponía en el cumplimiento de sus deberes, como una obligación más impuesta por latradición.

Por otra parte, no era amigo de profundizar las cosas y, por lo tanto, no había recapacitado jamássobre la importancia de aquel hecho aunque se sujetaba a la costumbre con minuciosidad religiosa. Si lehubiesen mandado al día siguiente hacer todo lo contrario, hubiera obedecido con la misma sumisión yel mismo escrupuloso cuidado que el día anterior.

Una vez en su vida, sólo una vez, quiso obrar de por sí, y le costó ir a presidio.

Esta lección no había caído en saco roto.

Aunque estuviese escrito que jamás comprendería que había delinquido, sin embargo habíaescarmentado en cabeza propia y se trazó una línea de conducta juiciosa y saludable: no discutir nirazonar sobre nada ni en ninguna circunstancia, porque su espíritu no estaría nunca a la altura delasunto sobre el que se había de juzgar.

Fiel observador de la tradición, miraba el lechón que había rellenado de harina de cebada y asado élmismo (pues tenía nociones culinarias), no como un lechón ordinario que se podía comprar y asar comotodos, sino como un animal especial, nacido expresamente para las fiestas de Navidad.

Tal vez se había acostumbrado a ver en su mesa desde su más tierna infancia y en tal día un lechón,y sacaba la consecuencia de que para celebrar dignamente aquella fiesta era indispensable un lechónasado. Estoy seguro de que si no hubiese comido de esta carne, le habría atormentado constantemente elremordimiento por haber dejado incumplido su deber.

Hasta el día de Navidad, Akim llevó invariablemente el mismo uniforme viejo, remendado y raídohasta la trama; pero supe que guardaba cuidadosamente en el fondo de su baúl el nuevo traje que leentregaron cuatro meses antes y que de ninguna manera hubiera estrenado antes de ese día.

La vigilia de Navidad, sacó, en efecto, su flamante uniforme, lo examinó cuidadosamente y se loprobó. El traje le sentaba perfectamente; todas las prendas eran proporcionadas; la chaqueta seabotonaba hasta la garganta, el cuello, derecho y tieso como si fuera de cartón, sostenía alta la barba; eltalle recordaba de lejos el corte militar; así es que Akim sonrió satisfecho mirándose y remirándose en elespejito, al que había puesto un marco dorado, y notando que un botón no estaba exactamente en susitio, se apresuró a corregir la falta, después de lo cual volvió a probarse la chaqueta.

Page 94: Memorias de La Casa de Los Muertos

Tenía la cabeza bien afeitada; pero, como observase que despuntaban algunos pelos, fueinmediatamente a ver alMayor para que le rasurase conforme a lo dispuesto por la ordenanza.Realmente a nadie se le hubiera ocurrido mirarle al siguiente día, pero obraba para tranquilidad deconciencia y cumplimento de todos sus deberes. Esta veneración por el botón más pequeño, por la másinsignificante franja de cadeneta del hombro y por la menor presilla, estaba fija en su espíritu como undeber imperioso y en su corazón como la imagen de la más acabada belleza que puede y debe alcanzar unhombre que se precie algo. En su cualidad de “anciano” de la cuadra hubo de cuidar de que se extendieseheno sobre el tablado, conforme a lo que se practicaba en los otros pabellones.

No sé qué significado tenía ese heno en la mesa el día de Navidad.

Cuando Akim terminó su trabajo, hizo sus oraciones y se tendió en su camastro, no tardando endormirse con el tranquilo sueño de la infancia, para despertarse a la mañana siguiente antes de la horade costumbre.

Los demás reclusos le imitaron, pues esa noche no se trabajaba, y en cuanto a jugar, nadie sehubiera atrevido a proponerlo siquiera.

Amaneció, finalmente, el deseado día, los tambores saludaron con alegres redobles la aparición dela aurora, y el suboficial de guardia recorrió inmediatamente todos los pabellones deseando felicesPascuas a los reclusos, los cuales contestaban en tono afectuoso expresando los mismos votos.

Akim y todos los que habían comprado lechones o ánades, corrieron a las cocinas, después de rezarprecipitadamente sus oraciones, para vigilar el asado.

A través de las ventanillas del pabellón, medio cegadas por la nieve, veíanse las encendidas espiralesde humo que salían de las siete chimeneas de las cocinas.

En el patio, envuelto aún en la oscuridad, veíanse los reclusos, vestidos de punta en blanco, que sedirigían también a las cocinas. Fueron muy pocos, los más impacientes, los que dedicaron su primeravisita a los cantineros.

Todos se portaban con decoro, pacíficamente, como en ningún otro día del año. No se oíanaltercados ni injurias, pues todos comprendían que era aquélla una fiesta de amor y de paz.

Algunos reclusos iban de pabellón en pabellón felicitando a sus compañeros; parecía que serestablecían entre ellos corrientes de amistad hasta entonces interrum-pidas.

Haré notar, sin embargo, que entre los penados no existen verdaderos vínculos de amistad: es muyraro que un forzado, pertenezca a la sección común o a la militar, estreche relaciones con otro. Éramos,en general, duros y despegados en nuestro mutuo trato, salvo raras excepciones.

Yo también salí del pabellón.

Empezaba a clarear; palidecían las estrellas, la niebla era densa y el humo de las chimeneas seelevaba al cielo en largas espirales.

Varios reclusos a quienes tropecé en el patio me auguraron felices pascuas y yo les correspondí enla misma forma. Entre ellos había algunos a quienes jamás había dirigido la palabra.

Cerca de la cocina me alcanzó un individuo de la sección militar, llamándome por mi nombre.

Corría apresuradamente. Yo me detuve para esperarle. Era un jovencito de cara redonda, ojos deexpresión dulce y suave, y poco comunicativo con todos. No me había hablado aún desde mi ingreso enel penal y hasta entonces no reparó en mí ni yo en él; no sabía cómo se llamaba.

Page 95: Memorias de La Casa de Los Muertos

-¿Qué quiere usted? -le pregunté con cierto estupor, al notar que me miraba con tamaños ojos yriendo estúpidamente pero con expresión de júbilo.

-¡Qué he de querer! ¡Pues que hoy es día de fiesta! -contestó.

Comprendí que no tenía nada más que decirme y le dejé, entrando en la cocina.

Después de aquello casi nunca nos volvimos a encontrar, y hasta el día que salí del penal no le dirigíla palabra.

En torno de las llameantes chimeneas se apiñaban los reclusos, vigilando cada cual sus guisos yasados. Los cocineros preparaban el rancho diario, porque la comida se anticipaba algunas horas.

Nadie, empero, había comido aún, porque se guardaban las conveniencias, y el ayuno no cesabahasta la llegada del pop,[viii] que era esperado de un momento a otro.

No era todavía el día claro cuando oí gritar al cabo de guardia de servicio en la puerta del recinto:

-¡Eh, cocineros!

Estas llamadas se repitieron sin interrupción durante dos horas.

Los cocineros acudían a la puerta para recibir las cuantiosas limosnas que casi todos los vecinos dela ciudad nos enviaban, consistentes en panecillos blancos, hogazas, rosquillas, galletas y otras pastasdulces.

Entre estos regalos había numerosos panes de flor de harina; pero no escaseaban tampoco los decalidad más inferior y changhi negros recubiertos ligeramente de crema agria. Era éste el regalo delpobre al pobre, por el cual gasta el primero su último kópek.

Todo se aceptaba con profundo reconocimiento sin hacer distinciones entre los donantes y el valorde sus obsequios.

Los forzados que recibían los regalos se quitaban los casquetes, daban las gracias a los donantes,augurándoles felicidades sin cuento, y llevaban inmediatamente la limosna a la cocina, dondelos decanos las repartían a los individuos de sus cuadras respectivas, sin que surgiera la menorreclamación; tal era la equidad que presidía la distribución.

Cuando Akim hubo terminado su tarea en la cocina, procedió diligentemente a su tocado, y seatavió con aire solemne, abrochándose todos los botones de su traje, sin exceptuar uno.

Hecho esto, hizo sus oraciones, que duraron más que de costumbre.

Eran muchos los penados que cumplían las prácticas religiosas, pero ancianos en su mayor parte;los jóvenes eran poco aficionados a la plegaria; todo lo más, se persignaban al levantarse de la cama, yaun esto los días festivos.

Terminada su oración, Akim se acercó a mí para felicitarme, y le invité a tomar el té conmigo;aceptó el convite, pero a condición de que había yo de compartir con él su lechón asado.

Poco después llegó Petrov, también para felicitarme. Creo que ya había bebido y no prolongó suvisita más allá de cinco minutos.

Entretanto se hacían en el pabellón militar los preparativos de rigor para recibir al pop.

Este pabellón no estaba construido como los demás y las camas se extendían a lo largo de lasparedes y no en medio de la cuadra como en los nuestros, de manera que era el único cuya parte central

Page 96: Memorias de La Casa de Los Muertos

no se hallaba obstruida. Probablemente la habían construido de aquel modo para poder reunir a lospresos en caso necesario. En medio de la sala se colocó una mesita, sobre ella una imagen santa y anteésta una pequeña lámpara encendida.

Llegó, finalmente, el pop con la cruz y el agua bendita; y se puso a rezar y a cantar delante delicono, después de lo cual roció a todos con el agua bendecida y dio a besar la cruz uno por uno. Así,recorrió luego todos los pabellones, asperjándonos constantemente. Cuando llegó a la cocina, elogió elpan del penal, que, por su elaboración excelente y su cochura insuperable, era muy codiciado en laciudad.

Los reclusos le ofrecieron en seguida, y él los aceptó, dos panes recién salidos del horno, que uninválido se encargó de llevar a casa del cura inmediatamente.

Los presidiarios acompañaron la cruz con el mismo respeto con que la habían recibido.

Momentos después llegaron el mayor y el comandante de la plaza.

Este último era muy querido y respetado. Acompañado del primero, recorrió todos los pabellones,deseando felices pascuas a los reclusos, y después pasó a la cocina y probó el rancho, que aquel día erainmejorable. Cada preso tenía derecho a una libra de carne; habíanse preparado, además, unas tortas deharina de mijo, y no se había economizado la manteca.

El mayor despidió al comandante en la puerta del recinto, después de ordenar que nos sirviesen lacomida. Pero los reclusos se esforzaban por huir de su vista; no gustaba su mala mirada, siempreinquisidora detrás de sus anteojos, vagando a derecha e izquierda, como si buscase un desorden quereprimir o un culpable que castigar.

Nos sentamos a la mesa.

El lechón preparado por Akim Akímich estaba muy bien asado.

No acertaba a explicarme cómo a los cinco minutos escasos de haberse marchado el mayor habíatantos reclusos borrachos, siendo así que en su presencia no se notó en ninguno síntoma de embriaguez.

No tardaron en hacer su aparición varios tocadores de balalaika.El pequeño polaco hacía ya ratoque seguía, rascando su violín, a un penado que le había contratado por todo el día para que ejecutasebailables.

La conversación hacíase por momentos más ruidosa y desordenada. Todos estaban ahítos y nopocos alegres en demasía.

Algunos ancianos, penados serios, se retiraron a dormir la siesta, que no perdonaban jamás los díasfestivos.

El viejo creyente de Staróduvo, después de haber descabezado un sueñecito, se encaramó a lachimenea, abrió su libro y estuvo orando todo el resto del día y buena parte de la noche, sin un minutode interrupción.

Un espectáculo de tanta vergüenza le afligía, según dijo.

Los cherqueses fueron también a sentarse junto al hogar, mirando con curiosidad no exenta deprofundo disgusto a aquella gente ebria.

-¡Aman, Aman! -me dijo Nurra en un arranque de justa cólera y moviendo tristemente la cabeza-. ¡Aman, Alá estará indignado!

Isaí Fomich encendió con aire arrogante una vela en un rincón y se puso a trabajar con objeto de

Page 97: Memorias de La Casa de Los Muertos

hacer patente que la Navidad no era para él día de fiesta.

Aquí y allá se formaron partidos de juego. Los penados no se cuidaban de los inválidos, peroestablecieron centinelas para evitar una sorpresa del suboficial de guardia que parecía tambiénpreocupado mucho aquella noche por lo que pudieran hacer, pues sólo hizo tres rondas y los reclusos,avisados oportunamente por sus espías, en un abrir y cerrar de ojos guardaban las cartas mientras losborrachos se escondían con no menos rapidez.

Creo, sin embargo, que el oficial estaba decidido a cerrar los ojos ante ciertos pecadillos.

Aquel día no era una falta grave estar borracho. Poco a poco se fueron enardeciendo los ánimos ycomenzaron los altercados; no obstante, la mayor parte estaba en su cabal juicio y se divertía viendo alos ebrios, que bebían sin medida.

Gazin triunfaba. Paseaba con aire satisfecho por delante de su cama, bajo la cual tenía elaguardiente que ocultó hasta aquel día cuidadosamente en un escondrijo situado detrás de los pabellonesy enterrado por la nieve.

Estaba tranquilo y no había bebido, porque se reservaba esa satisfacción para el último día de lasfiestas, cuando hubiera ya vaciado los bolsillos de todos los parroquianos.

En todas las cuadras se oían canciones. La bacanal se hacía por momentos infernal. Algunosreclusos paseaban formando grupos haciendo vibrar constantemente las cuerdas de sus balalaikas, conlas que acompañaban el canto de sus compañeros.

Un coro de ocho o diez penados se detuvo ante el pabellón de la sección militar y entonó variascanciones populares, alegres unas, humorísticas otras y algunas excesivamente tristes.

Sólo recuerdo una, admirablemente cantada:

Era ayer la fiesta

De mi juventud.

En el penal oí una variante, desconocida para mí hasta entonces. Al fin del canto se habían añadidounos versos.

Lo que cantaban especialmente, eran las canciones llamadas de los “presidiarios” Una de ellas,“Acontecía”, muy humorística, refiere de qué modo cierto individuo se daba la gran vida y cómo habíasido enviado al penal. Antes rociaba con champaña sus exquisitos manjares, mientras ahora,

Las coles y la aguacha

Devoro con placer.

También estaba de moda la canción siguiente, muy conocida:

¡Adiós los felices días

Page 98: Memorias de La Casa de Los Muertos

De mi juventud primera

Transcurridos en orgías

Que ninguno contuviera!

La fortuna, de niño, he perdido

Y tras tanto prodigar el dinero

Y gozar libremente, he venido

Viejo y pobre a ser prisionero.

También las había melancólicas. Una de ellas, creo que bastante conocida, era una verdaderacanción de galeotes:

La luz del cielo ya brilla,

El tambor toca diana,

El anciano abre la puerta,

El escribano nos llama.

Como estamos detrás de los muros

Nuestro modo de vivir no ven.

Dios, celeste Creador, con vosotros

Está, y no podemos morirnos aquí.

Otra canción, todavía más triste, pero cuya melancolía era estupenda, la cantaban con letra insulsay bastante incorrecta:

Ya no más volverán a ver mis ojos

La tierra en que nací;

Y por toda la vida me condenan

A tormentos que nunca merecí.

El búho llorará sobre los techos,

Y hará al bosque su canto repetir;

Mas yo, embriagado el corazón de pena,

Page 99: Memorias de La Casa de Los Muertos

No estaré por allí.

Las cantan muchas veces, mas no en coro, siempre en solo. Así, cuando terminan los trabajos, salede la cuadra un detenido, se sienta sobre el escalón, se pone a reflexionar, apoyada la barba en la mano,y canta indolentemente con aguda voz de falsete. Al escucharle parece que hay algo que se destroza en elcorazón. Entre los presos había muchos que poseían una voz magnífica.

Entretanto, caía la noche, y el fastidio, el tedio, el abatimiento pusieron fin a la algazara. Reclusoque momentos antes se desternillaba de risa, tarareaba una triste canción que parecía un sollozocontinuado.

Otros, que se habían venido a las manos repetidamente, vagaban de pabellón en pabellón, ávidos dearmar camorra.

Los que tenían la borrachera melancólica buscaban amigos para consolarse y llorar juntos en eldolor de su embriaguez.

Todos querían divertirse y pasar la fiesta en medio del mayor regocijo; pero, en cambio, aquel díafue en extremo penoso y turbulento. Nuestras ilusiones habíanse desvanecido.

Petrov vino a verme dos veces. Como no había bebido en exceso, conservaba todo su aplomo; pero,hasta el último momento, abrigó la esperanza de que había de ocurrir algo extraordinario y divertido.Cierto es que no dijo una palabra sobre el particular, pero se le conocía en los ojos.

Sirotkin, que lucía una camisa encarnada nueva y flamante, recorría, como Petrov, todos lospabellones, y él esperaba también algún hecho resonante.

Dos penados disputan únicamente por saber cuál de ellos hará un regalo al otro. Llevan largo ratodiscutiendo y han estado a punto de llegar a las manos.

Uno de ellos guarda profundo rencor a su contrincante y se queja de que éste hubiese escondido eldinero que le dieran por el capote que vendió un año antes. Según él, había hecho muy mal y llovía sobremojado.

El que así se queja es un individuo bastante robusto, musculoso, tranquilo y sin pelo de tonto; perocuando está embriagado gusta de hacerse de amigos para desahogar en su seno el dolor que le embarga,y les insulta, pretextando cualquier desatención, con el único objeto de reconciliarse luego con ellos.

El que le escucha, un hombrón bien plantado, de cara llena y astuto como una zorra, ha bebido talvez más que su compañero, pero no lo demuestra. Es todo un carácter y pasa por rico. Probablemente notiene ningún motivo para excitar la cólera de su camarada y le conduce ante un cantinero.

Allí el amigo quejumbroso jura y perjura que el otro le debe algún dinero y que, siquiera por elbuen parecer, le debe pagar unos tragos de aguardiente.

El cantinero, no sin un poco de respeto y mucho desprecio hacía el amigo que pretendeemborracharse a costa del otro, toma un vaso y lo llena de aguardiente.

-Stepán, ponte en lo justo: debes pagar, puesto que me adeudas lo que sabes…

-No tengo ganas de gastar saliva contigo -responde aquél.

-No, Stepán, te engañas -insistió el otro, tomando el vaso que le presenta el cantinero-; tú me debesun poquito y es preciso que no tengas ni tanto así de conciencia para que te atrevas a negarlo… Hasta losojos que usas no son tuyos… los has pedido prestados y en adelante no te van a prestar ni el saludo…

Page 100: Memorias de La Casa de Los Muertos

porque eres un miserable, un canalla, Stepán…

-¡Pero qué estás ahí gimoteando! ¿No ves que derramas el aguardiente? -exclama el cantinero-. Yaque te lo regalan, aprovéchalo y acaba en seguida, que no voy a estar aquí todo el día esperando a queapures el vaso.

-Beberé, pero no porque te tenga miedo, ¿sabes? -responde el interpelado-. Felicísimas Pascuas,Stepán Doroféyich -añade dirigiéndose al que acababa de llamar canalla-. ¡Ojalá vivas cien años sincontar los que ya tienes!

Bebe, da un chasquido con la lengua, respira con satisfacción, se sienta y prosigue en tono serio ygrave:

-La verdad es que he trasegado a mis tripas demasiado aguardiente, pero se acabó ya la broma.Dame las gracias, Stepán Doroféyich.

-No hay de qué.

-¿De manera que no me quieres dar las gracias? Eres un canalla y voy a contar a todo el mundo loque me has hecho. Escucha…

-El que me va a escuchar eres tú, pedazo de bruto -exclama, al fin, Stepán, perdida la paciencia-.Dividamos el mundo en dos partes, tú te tomas una y yo otra y me dejas en paz por todos los días de tuvida, y ¡ay de ti si te vuelves a interponer en mi camino!

-¿Luego no me restituirás mi dinero?

-¿Qué dinero ni qué niño muerto? Ea, ya estás estorbando aquí.

-Cuando me lo quieras devolver en el otro mundo… yo no lo tomaré. El dinero es el sudor denuestra frente y los callos de nuestras manos, y por cinco kopeksarderás en el infierno...

-Allí es adonde te voy a mandar ahora mismo si no te quitas de mi vista, ¡borracho! -interrumpeStepán-. ¡Arre!

-¿Por qué me espoleas? ¿Soy acaso caballo?

-¡Ea, largo de aquí, y pronto! -¡Canalla!

-¡Galeote!

Y las insolencias y los insultos menudean más agresivos por momentos.

*

Otros dos individuos están sentados juntos en la cama. Uno de ellos es de elevada estatura, robusto,carnoso, un toro por la fuerza. Llora o poco menos, pues está muy conmovido. El otro, vanidoso, ágil,delgado, de nariz descomunal, que parece constantemente helada, y ojos azules, pequeños, y fijossiempre en el suelo. Es un hombre de buena familia, bien educado, ex secretario y trata a su amigo conaltivez, lo cual desagrada a éste.

El primero, que ha estado bebiendo aguardiente todo el día, chilla sacudiendo con fuerza la cabezade su camarada, que tiene asido con ambas manos:

Page 101: Memorias de La Casa de Los Muertos

-¡Se ha tomado una libertad conmigo!

Tomar una libertad, significa haber propinado una paliza.

-Repito que te engañas -responde el ex secretario en tono dogmático sin dignarse levantar los ojospara mirar a su interlocutor.

-¡Qué he de engañarme! -continuó el atleta bajando las manos a los hombros de su amigo yatrayéndole aún más hacia sí-. Tú eres el único ser amado que me queda en el mundo y por eso he dichoque te has tomado una libertad conmigo…

-Vuelvo a repetir de una vez para siempre que te engañas y te ruego que vayas a dormir laborrachera y me dejes en paz.

El amigo corpulento retrocede tambaleándose, mira al ex secretario con aire socarrón y,acercándose de pronto, le descarga una bofetada terrible.

Así acaba la amistad de aquel día: el ex secretario desaparece como por arte de encantamiento,refugiándose debajo de la cama.

*

Uno de mis conocidos entra en el pabellón. Es un penado de la sección especial, extraordinariamentebueno y alegre, nada tonto, de carácter sencillo y chancero, sin mala intención: es cabalmente aquel quea mi llegada al penal andaba en busca de un aldeano rico, declaró que tenía amor propio y acabó porbeber de mi té. Tenía cuarenta años, labios enormes, nariz colosal, carnosa y granujienta.

Lleva una balalaika,de la cual destroza las cuerdas. Le acompaña otro recluso de baja estatura yenorme cabeza que trabajaba en la sastrería y se esforzaba por vivir solitario, rehuyendo por sistema lacompañía de sus camaradas. Mas ahora que estaba borracho, habíase pegado a Varlámov, como si fuesesu sombra, siguiéndole excesivamente conmovido, gesticulando y dando tremendos puñetazos sobre laspuertas, las camas y las mesas.

Varlámov le hacía tanto caso como si no existiese.

Lo más curioso es que estos dos hombres no se parecían en nada, pertenecían a seccionesdiferentes, no tenían el mismo oficio, vivían en distintos pabellones y sus caracteres eran opuestos.

El forzado de baja estatura se llamaba Bulkin.

Varlámov sonrió al verme sentado en mi sitio junto a la estufa, se detuvo, reflexionó un instante,avanzó luego resueltamente hasta dos pasos de distancia del sitio que yo ocupaba, volvió a detenerse,templó su guitarra y cantó en tono de recitado:

Tiene mi amada

El rostro blanco y lleno

Y es lo mismo que un pájaro si canta.

Con su ropa de satén

Page 102: Memorias de La Casa de Los Muertos

Brillantemente adornada

Está la hermosa muy bien.

Esta canción puso a Bulkin fuera de sí: agitó los brazos y exclamó, dirigiéndose a todos:

-¡Miente, hermanos, miente como un sacamuelas! ¡Es mentira todo lo que dice!

-Presento mis respetos a nuestro viejo Aleksandr Petróvich -dijo Varlámov inclinándose ante mícon sonrisa amable.

La frase “mis respetos al viejo” la emplea el pueblo bajo de Siberia, aun dirigiéndose a los jóvenes.La palabraviejo, signo de respeto, de veneración y de cortesía, encierra también reconocimiento desuperioridad.

-¿Cómo vamos, Varlámov? -le pregunté por decir algo.

-Así, así -me contestó-; trampeando, como siempre. Los verdaderamente afortunados en esta fiestason los que están borrachos desde el amanecer. ¡Dispénsame!

-¡Miente! ¡Miente! -repitió Bulkin, golpeando furiosamente la cama con el puño cerrado.

Diríase que Varlámov había empeñado su palabra de honor de no hacer caso de su acólito; y lo máscurioso del caso era que Bulkin no le había dejado ni un minuto siquiera desde la mañana, exclamandoinvariablemente apenas desplegaba aquél los labios:

-¡Miente! ¡Miente!

Le seguía como su sombra, trataba de armar pendencia con él a cada palabra que decía, descargabapuñetazos sobre las paredes y los objetos que tenía a su alcance, hasta ensangrentarse las manos, y sufríavisiblemente por estar convencido de que Varlámov “mentía como un sacamuelas”.

Si hubiese tenido pelos en la cabeza se los habría arrancado en un acceso de desesperación.

Diríase que había asumido la responsabilidad de todos los actos de Varlámov y que los defectos deéste le atormentasen la conciencia.

Y lo divertido era, repito, que Varlámov no le hacía caso por más que dijese o hiciese.

-¡Embustero! ¡Embustero! ¡Embustero! -insistía Bulkin-. No dice ni una palabra que sea verdad.

-¿Y a ti qué te importa? -decíanle los reclusos.

-Pues bien -comenzó a decir Varlámov bruscamente, dirigiéndose a mí-, cuando joven era yo unbuen mozo y las muchachas se despepitaban por mis hechuras…

-¡Mentira! -interrumpió Bulkin-, ¡Ahí le tenéis mintiendo todavía!

Los presos soltaron la carcajada.

-Por mi parte me pavoneaba delante de ellas; poseía una camisa roja, pantalones anchos de felpa,me acostaba cuando lo tenía a bien, como el conde de la Botella; en una palabra, hacía cuanto me veníaen ganas.

-¡Miente! -declaró Bulkin resueltamente.

Page 103: Memorias de La Casa de Los Muertos

-Había heredado de mi padre una casa de piedra, de dos pisos, y en dos años no quedó de aquellacasa más que las puertas, sin montantes ni columnas. ¡Qué le hemos de hacer! El dinero es como laspalomas, que se van y vuelven…

-¡Mentira! -repitió Bulkin más enfurecido aún.

-A los pocos días de llegar aquí, escribí una carta a mi familia, pidiéndole dinero. Pero dicen que yohe obrado contra la voluntad de mi familia, que le he echado un borrón no sé dónde y… hace ya ochoaños que mandé aquella carta.

-¡Sí que tarda la contestación! -observé, sonriendo.

-Pero es el caso -repuso Varlámov, acercando cada vez más su nariz a mi cara- que tengo aquí unaamante…

-¿Una amante? ¡Usted...!

-Sí, yo mismo. El otro día me decía Onufriyev: la mía es delgada como una aguja y más fea que eldemonio, pero no es mendiga como la tuya.

-¡De manera que su amante es mendiga?

-¿Pues qué pensabas que era, princesa real? -me respondió-. Es una mendiga.

Y reía estrepitosamente, haciéndole coro los demás, pues todos sabían que, en efecto, teníarelaciones con una pordiosera, a la que daba en junto diez kopekscada seis meses.

-Bueno, ¿qué quiere usted? -pregunté, deseando que me dejase en paz.

-¿No me pagarás por esto medio litro? En todo el día no he bebido más que té -añadió alegremente,tomando el dinero que yo le daba-, y el té me sienta muy mal… se me está revolviendo el vientre… comosi fuera una botella de agua.

La desesperación de Bulkin no tuvo límite al ver que yo entregaba dinero a Varlámov.

-¡Pero qué loco! -exclamó, mirando con los ojos desencajados en su derredor-. ¡No conoce que todolo que dice este hombre es mentira!

-¡Te quieres callar! -exclamaron, impacientes, algunos reclusos-. ¿Qué te puede importar lo quehagan los demás?

-Es que no le puedo permitir que falte a la verdad -contestó Bulkin, golpeando furiosamente elsuelo con el pie-. ¡No quiero que mienta!

Varlámov se despidió de mí y apresuróse a hacer una visita al cantinero. Sólo entonces pareciófijarse en su sombra.

-¡Ven conmigo! -dijo a Bulkin, deteniéndose en el umbral, como si aquél fuese indispensable para laejecución de algún proyecto.

Y dándole un empellón le hizo pasar delante, desapareciendo ambos de nuestra vista seguidos de lascarcajadas de mis compañeros de cadena.

Mas, ¿para qué seguir describiendo escenas semejantes? Al fin terminó, afortunadamente, aquel díatan pesado y azaroso. Los reclusos no tardaron en dormirse profundamente, delirando aún más que lasnoches anteriores. Aquí y allá continuaban, empero, algunos grupos jugando a las cartas. A la mañanasiguiente debía reanudarse la vida del presidio y volver todos a los trabajos forzados…

Page 104: Memorias de La Casa de Los Muertos

XI

La representación

La anunciada función de teatro se celebró el tercer día de Pascua por la tarde.

No fueron escasas ni insignificantes las dificultades que fue preciso vencer, y los actores, encargadosademás de su organización, habían procedido con tales reservas, que se ignoraba hasta el sitio dondehabía de tener lugar la representación y el título de las obras.

Durante aquellos tres días, los actores que iban al trabajo se las ingeniaban de mil maneras parareunir el mayor número posible de trajes.

Cada vez que me encontraba con Bakluschin, hacía éste crujir los dedos en señal de satisfacción,pero nada me comunicaba.

Creo que el mayor estaba de buen humor; sin embargo, ignorábamos si había oído hablar delespectáculo y si lo autorizaría.

Supongo que sí, porque si llegaba a prohibirlo exponíase a que los soldados lo tomasen a mal, seinsubordinaran o embriagasen; por lo tanto, era mejor que se entretuviesen con algo.

Atribuyo este razonamiento al mayor porque es el más lógico. Por otra parte, si los penados nohubiesen organizado este espectáculo, la administración hubiera tenido que procurarles algunasdistracciones con motivo de las fiestas.

Mas, como nuestro mayor se distinguía por sus ideas diametralmente opuestas a las del resto delgénero humano, debo advertir que mis suposiciones son del todo gratuitas, y que tal vez no estabadispuesto a autorizar la función, si de ella tenía conocimiento.

Un hombre como él tenía siempre que aplastar, ahogar a alguno, arrebatar alguna cosa, privar deun derecho; en una palabra, poner orden en todas partes: éste es el concepto en que toda la ciudad letenía. Nada absolutamente le importaba que sus vejaciones causasen rebeliones, pues para estos delitoshabía sus castigos correspondientes (existe quien razona como nuestro mayor); con esos pícarosforzados no procedía otra cosa que emplear una severidad inflexible y atenerse a la aplicación estricta dela ley y nada más. A estos ineptos ejecutores de la ley no se les alcanza más que aplicarla sin comprenderque su espíritu conduce derechamente a los desórdenes.

-“La ley lo dice, ¿qué más queréis?”

Hasta se asombran sinceramente de que se exija de ellos, además de la ejecución de la ley, buensentido y cabeza sana. Sobre todo la última condición se les antoja superflua; es, en concepto de ellos, deun lujo escandaloso; les parece hasta una vejación, pura intolerancia.

Sea como fuere, lo cierto es que el mayor no se opuso a la organización del espectáculo, y esto era lo

Page 105: Memorias de La Casa de Los Muertos

que más interesaba a los penados. Es más, atreveríame a asegurar que si durante las fiestas noocurrieron desórdenes en el penal, ni riñas sangrientas, ni robos, fue porque contaban con que el jefe delestablecimiento haría por lo menos la vista gorda respecto a la proyectada función.

El suboficial exigió a los reclusos su palabra de honor de que se portarían con cordura y evitaríantoda clase de excesos, y halagados aquéllos por la fe que se prestaba a su palabra de honor, mantuvieronescrupulosamente su promesa, obligando a los levantiscos a dominarse y a los borrachos a que seocultaran.

La función debía durar hora y media y estaba todo de tal manera dispuesto que si llegaba el aviso desuspenderla las decoraciones hubieran desaparecido en un abrir y cerrar de ojos.

Los trajes guardábanlos cuidadosamente los actores en el fondo de sus baúles.

Antes de describir nuestro teatro, hablaré del programa y de sus principales ejecutantes.

Realmente, programa no hubo más que uno que escribió Bakluschin para la segunda y tercerarepresentación en honor de las distinguidas personas que nos honraron con su presencia: el oficial deguardia, que vino una vez, el oficial de servicio, el comandante de los guardias y un teniente deingenieros.

Suponían los reclusos que la fama de nuestro teatro se extendería por la ciudad, en la que, porcarecer de salón de espectáculos, daban los aficionados algunas representaciones en las casasparticulares.

El más insignificante éxito regocijaba a los presos como a verdaderos niños, y con él se envanecían.

-¡Quién sabe! -llegaron a decir-. Acaso se enteren de esto los jefes y vengan a la función; entoncesse enterarán de lo que valen los presos; porque no se trata de un espectáculo dado por los soldados, conbarcos flotantes, osos y machos cabríos, sino de actores, de verdaderos actores que hacen comediascompuestas para los señores. ¡A buen seguro que en la ciudad entera no hay un teatro igual! Segúndicen, el general Abrocimov ha dado en su casa una representación y va a dar otra; pues bien, respecto atrajes, posible es que nos ganen, pero en cuanto al diálogo ¡habría que verlo! Puede ser que hasta lleguea noticia del mismo gobernador, y quién sabe si le dará por venir. ¡Como en la ciudad no tienen teatro!

En una palabra, la fantasía de los presos, a partir, sobre todo, del primer éxito, llegó aun aimaginarse que se les distribuirían recompensas y que se disminuiría el número de trabajos forzados, sinperjuicio de ser ellos los que, un instante después, se reían de todo corazón de sus quimeras. Eran, pordecirlo de una vez, verdaderos niños, aunque tuviesen ya cuarenta años.

El título de la obra que se pondría en escena era Filatka y Miroschka, rivales. Bakluschin sevanagloriaba conmigo, desde una semana antes, de que desempeñaría el papel de Filatka, que se habíareservado de propósito, como jamás se hubiera visto en los mejores escenarios de San Petersburgo,asegurándome que los demás actores no le irían a la zaga.

El papel de Miroschka lo desempeñaría Sirotkin.

-¡Ya verá usted qué bien le sienta el vestido de mujer! -me decía guiñando el ojo maliciosamente ala vez que con la lengua producía un ligero chasquido, haciéndola chocar con el velo del paladar.

La propietaria bienhechora tenía que sacar un vestido con muchos volantes y un quitasol, en tantoque el propietario llevaría traje de oficial con cordones, y un bastón en la mano.

La obra que se representaría en segundo lugar era un drama titulado El glotón Kedril. Este títulome llamó la atención; pero a pesar de las preguntas que hice, nada pude saber anticipadamente. Sólosupe que dicha pieza no se había impreso; era una copia manuscrita proporcionada por un cabo retiradoque vivía en el arrabal, quien, con seguridad, habría en otro tiempo tomado parte en su representación

Page 106: Memorias de La Casa de Los Muertos

en alguna función de militares.

Efectivamente, en las ciudades y gobiernos lejanos se encuentran numerosas producciones literariasde esta clase que, según creo, permanecen completamente ignoradas, sin imprimir, pero que aparecen atiempo en el repertorio del teatro popular de ciertas zonas de Rusia,

“Teatro popular” he dicho; y por cierto que sería muy conveniente que nuestros investigadores de laliteratura popular se ocupasen en hacer algunas cuidadosas investigaciones acerca de este teatro, queexiste y que quizá no es tan insignificante como se piensa, No me es posible creer que todo lo que vi en elpenal fuera obra de nuestros presos, pues para este resultado se requieren tradiciones anteriores,procedimientos establecidos y nociones transmitidas de generación en generación que hay que buscarentre los soldados y obreros de fábricas, en las ciudades industriales y aun entre los burgueses de ciertaspoblaciones pequeñas. Estas tradiciones se han conservado en aldeas y cabezas de distrito, así comoentre la baja servidumbre de algunas grandes propiedades rústicas. Llego a creer que, gracias a esaservidumbre de los hidalgüelos, se han multiplicado las copias de esta clase de producciones. Losantiguos propietarios y los señores moscovitas tenían sus teatros propios en los que representaban sussiervos: de ahí proviene nuestro teatro popular, el sello de cuyo origen es indiscutible.

Respecto a El glotón Kedril nada llegué a averiguar, no obstante mi viva curiosidad, sino que losdemonios salían a escena y se llevaban al infierno a Kedril. Mas, ¿qué significa este nombre de Kedril?¿Por qué se llamaba Kedril y no Kidril? ¿La acción era rusa o extranjera? No pude poner en claro estacuestión.

Se anunciaba que terminaría el espectáculo con una “pantomima con música”. Todo prometía sermuy curioso.

Los actores eran quince, gente toda animada y decidida; movíanse mucho, repetían los ensayos, loque solían efectuar detrás de las cuadras, recatábanse y adoptaban aires de misterio; en una palabra, sequería sorprendemos con algo extraordinario e inesperado.

Los días laborables se cerraban las cuadras muy temprano, al oscurecer; pero en las fiestas deNavidad se hacía una excepción: durante esos días no se corrían los cerrojos hasta la hora de retreta (lasnueve), favor concedido, especialmente, en atención al espectáculo que se iba a celebrar.

Mientras duraron las fiestas, se enviaba cada noche una comisión a rogar muy humildemente aloficial de guardia que “permitiese la representación y no cerrase todavía el penal”, alegando que lavíspera había habido representación, sin que se produjera el menor desorden. El oficial de guardia sehacía el siguiente razonamiento: Ayer no hubo ningún desorden ni infracción de la disciplina: y puestoque dan su palabra de que la velada de hoy transcurrirá de igual modo, ellos mismos serán su propiapolicía, que es, después de todo, la más rigurosa que puede haber.

Además, sabía perfectamente que si prohibía la representación, aquellos hombres, presidiarios alfin y al cabo, podrían hacer alguna barbaridad que diera que hacer a la guardia.

Por último, la tercera razón que le movía a prestar su consentimiento, era que el servicio de guardiaera en extremo fastidioso, mientras que, permitiendo la comedia, disponía de un espectáculo dado, nopor soldados, sino por reclusos, gente curiosa, que sería con toda seguridad interesante y al que teníapleno derecho de asistir.

En caso de que llegara el oficial de servicio y preguntara por el de guardia, se le respondería queéste había ido a contar los presos y cerrar las cuadras, respuesta exacta y de fácil comprobación.

He aquí por qué nuestros vigilantes autorizaron el espectáculo durante todas las fiestas y no secerraban las cuadras hasta las nueve de la noche.

Como los presos sabían de antemano que la guardia no se opondría a su proyecto, estaban

Page 107: Memorias de La Casa de Los Muertos

tranquilos sobre este punto.

A cosa de las seis vino Petrov a buscarme a mi pabellón para acompañarme al en que se celebrabael espectáculo.

Allí estaban reunidos ya todos los individuos de mi sección, excepto el viejo creyente de Staróduvo yalgún polaco. Estos no quisieron asistir hasta la última representación, la del 4 de enero, cuando se lesconvenció de que no había que temer ningún desorden y de que la cosa valía la pena. El retraimientodespreciativo de los polacos irritaba a los reclusos; sin embargo, les recibieron con las mayoresdeferencias, señalándoles los primeros puestos.

En cuanto a Isaí Fomich y los cherqueses no cabían en sí de gozo. El judío depositó el último díadiez kopeksen el tapete, pues los organizadores de la fiesta habían acordado que todos los reclusoscontribuyeran voluntariamente, a medida de sus recursos, a los gastos del espectáculo y a animar unpoquito a los actores.

Petrov me aseguró que me dejarían ocupar uno de los primeros sitios, no sólo porque siendo yo elmás rico de todos tenían la esperanza de que daría más que ningún otro, sino también porque, era elúnico competente en la materia. Su previsión se realizó. Paso a describir, antes de todo, la sala y laconstrucción del teatro.

El pabellón de la sección militar, que se había convertido en sala de espectáculos, medía quince piesde ancho, y como, según he dicho en otro lugar, las camas estaban adosadas a la pared, quedaba en elcentro un espacio bastante amplio.

La primera parte del pabellón se había reservado a los espectadores, y en la otra, que comunicabacon otra sala, se levantó el escenario.

Lo primero que me sorprendió fue el telón que dividía la sala en dos. Mi sorpresa estaba bienjustificada, pues el telón era realmente admirable: pintado con verdadera maestría al óleo, representandoárboles, lagos y estrellas. Habíanlo construido con pedazos de telas nuevas y viejas cedidas por lospenados, unido todo lo mejor posible, y donde no llegó el lienzo lo substituyó el papel, mendigado pliegopor pliego en las oficinas. Nuestros pintores, entre ellos Brulov,[ix] lo decoraron primorosamente y elefecto era sorprendente.

Este aparato de lujo llenaba de júbilo a los reclusos, aun a los más sombríos y exigentes.

La iluminación consistía en algunos cabos de vela diseminados aquí y allá. Habían llevado de lacocina un par de bancos y unas cuantas sillas, pedidas éstas en el cuerpo de guardia, y las colocarondelante del escenario, reservando aquéllos para los suboficiales y jefes inmediatos de los penados y lassillas para los superiores que asistiesen al espectáculo.

Esta previsión fue muy atinada pues la tarde de la última representación estuvieron ocupados todoslos sitios de preferencia.

Los reclusos llenaban el resto de la sala, encaramados algunos en las camas, en la estufa y en todolo que ofrecía un punto de apoyo, sin que les importase que la posición fuese más o menos incómoda,descubiertos por respeto a los visitantes, y con chaqueta o pelliza corta, a pesar del calor sofocante queallí hacía.

Nos abrieron paso a Petrov y a mí hasta cerca de los bancos, porque yo era para ellos un buen juez,un conocedor profundo de la materia, como lo confirmaba el hecho de que Bakluschin me hubieseconsultado repetidas veces y seguido siempre mis consejos. Por esta razón se creyeron obligados acederme uno de los mejores sitios.

Aquellos individuos no eran vanidosos ni ligeros, sino superficialmente. Se burlaban de mí en el

Page 108: Memorias de La Casa de Los Muertos

trabajo porque era un obrero torpísimo. Almázov tenía razón para despreciar a los nobles y hacerostentación de su destreza para calcinar el alabastro. Las vejaciones y las burlas de que éramos objeto,provocábalas nuestro origen, puesto que, por nuestra cuna, pertenecíamos a la casta de los antiguosseñores, de los cuales no podían ellos guardar recuerdos muy gratos.

Pero allí, en el teatro, esos mismos individuos eran los que me cedían la preferencia y confesabanque en aquella materia era yo más competente que todos ellos. Aun los que más cordialmente medetestaban, deseaban oírme elogiar su obra y eran deferentísimos conmigo; así es como ahora juzgo,ateniéndome a la impresión entonces recibida.

Comprendí que en aquella decisión equitativa no había, por parte de ellos, ningún servilismo, sinomás bien el sentimiento de su propia dignidad.

El rasgo más característico de nuestro pueblo es su conciencia y su sed de justicia. Nada de falsadignidad y necio orgullo que sin títulos aspire a escalar los primeros puestos; el pueblo desconoce estedefecto. Si apartáis la grosera corteza que la cubre, descubriréis, mirándole sin prevención, atentamentey de cerca, cualidades inesperadas. No es gran cosa lo que nuestros sabios tienen que enseñar a nuestropueblo, mejor dicho, son aquéllos, por lo contrario, los que deben aprender en la escuela de éste.

Petrov me había dicho llanamente que me colocarían delante porque daría más dinero. Los asientosno tenían precio fijo; daba cada cual lo que quería y podía. Casi todos pusieron una moneda en suasiento al hacerse la colecta. Aun dado que me hubieran dejado pasar adelante por la esperanza de quedaría más que cualquiera otro, ¿no había también en esto un sentimiento profundo de dignidadpersonal?

-¡Tú eres más rico que yo, vete, pues, al primer sitio; cierto que aquí todos somos iguales, pero túpagas más, y por consiguiente, un espectador como tú agrada a los actores; ocupa el primer puesto, yaque no estamos aquí por nuestro dinero, y nosotros mismos debemos saber sacrificamos!

¡Qué altiva fiereza en este modo de proceder! No es esto rendir culto al dinero, que lo es todo, sino,en último análisis, el respeto de sí propio. Entre nosotros no se concedía demasiada estima a la riqueza;así es que, aun cuando pasé revista a todo el penal, no recuerdo que ninguno de nosotros se humillarajamás por tener dinero. Si me hacían socaliñas, más bien era por pillería y bribonada, que por esperanzadel beneficio mismo; era aquello un rasgo de buen humor, de ingenua sencillez. No sé si me expreso conclaridad. Pero me he olvidado del teatro y es cosa de volver a él.

Antes de levantarse el telón, el espectáculo de la sala era extraño y animado. En primer término elmontón, hollado, aplastado doquiera pero aguardando llenos de impaciencia, con caras radiantes, quecomenzara la representación. En las últimas filas hervía una masa confusa de presidiarios; muchos deellos habían llevado de la cocina troncos que apoyaban en la pared y sobre los cuales se encaramaban,pasando en esta postura tan incómoda horas enteras, apoyándose también con ambas manos en loshombros de sus camaradas, y completamente satisfechos de sí mismos y de su sitio. Otros apuntalabancon sus pies la estufa, puestos sobre la última grada, y permanecían todo lo que duraba la representaciónsostenidos por los que se hallaban delante de ellos, en el fondo, cerca de la pared. Al lado, amontonadasobre los camastros, había también una masa compacta, porque aquéllos eran los mejores puestos. Cincopresidiarios, a quienes cupo en suerte uno de estos sitios preferentes, se habían subido y tendido sobre laestufa, desde donde miraban hacia abajo: éstos se anegaban en felicidad. Al lado opuesto hormigueabanlos rezagados, que no hallaron buenos puestos. Todos se mantenían decorosamente y sin mover ruido,queriendo a cuál más aparecer dignos ante los señores que nos visitaban. La más ingenua expectativa sedibujaba en aquellos rostros rojos y húmedos de sudor a causa del calor sofocante.

De pronto se hizo un silencio absoluto: la orquesta empezó a tocar…

Esta orquesta merece párrafo aparte.

Los artistas eran todos de casa, y la instrumentación se componía de dos violines (propiedad uno

Page 109: Memorias de La Casa de Los Muertos

del recluso polaco de que he hablado y el otro pedido prestado a un conocido residente en la ciudad), tresbalalaikas, construidas por los mismos penados, dos acordeones, dos guitarras y una pandereta. Losviolines no hacían más que gemir y rechinar y las guitarras corrían parejas con los violines; pero, encambio, en las balalaikasrealizaban los artistas verdaderos prodigios. Más de un prestidigitador hubieraenvidiado la agilidad de sus dedos No tocaban más que bailables, y en los compases más vivaci dabanun papirote en las cajas de sus instrumentos. El tono, el gusto, la ejecución, el motivo, todo era original,personalísimo. Uno de los guitarristas conocía a fondo su instrumento. Era precisamente el ex noble quehabía asesinado a su padre. La pandereta hacía también muy buen papel. El artista la manejaba de unmodo admirable, y cuando resbalaba el dedo pulgar sobre el parche, producía sonidos repetidos, claros,monótonos, que a menudo se deshacían en multitud de notas breves y sordas que saltaban susurrando.Los dos acordeones completaban la orquesta: la armonía, el sonido, la expresión y la concepción mismadel motivo resultaban admirables.

Finalmente se levantó el telón y aparecieron en escena los primeros personajes.

Yo estaba sentado cerca de Alei, al que rodeaban sus hermanos y otros cherqueses.

Observé que los musulmanes, los tártaros, etc., son muy aficionados a los espectáculos escénicos.

A mi lado resplandecía Isaí Fomich, quien desde el momento en que se levantó el telón fue todoojos y oídos: su cara reflejaba un ansia vivísima de sorpresa y de placer.

Hubiera sentido yo muy de veras que se defraudaran sus esperanzas.

La graciosa carita de Alei brillaba con una alegría tan infantil y tan pura, que gozaba yo lo indeciblesólo con mirarle. Cada vez que una carcajada general respondía a un chiste oportuno, volvía la cabezainvoluntariamente para ver a Alei. Este no reparaba siquiera en mí: algo más interesante atraía toda suatención. A mi izquierda se sentaba un forzado ya viejo, siempre tétrico, malhumorado y gruñón.También éste se fijó en Alei y observé que más de una vez le miraba a hurtadillas y en sus labios sedibujaba una sonrisa de satisfacción.

Comenzó el espectáculo con la representación de Filatka y Miroschka.

Filatka (Bakluschin) estaba sencillamente admirable, representaba su papel a la perfección.

Se echaba de ver que había estudiado cada frase, cada movimiento. Sabía dar a las palabras y a losgestos un significado que correspondía perfectamente al carácter del personaje. Añádase a esto unentusiasmo no fingido, sino real, sentido; sencillez y naturalidad. Evidentemente Bakluschin era unverdadero actor, un actor de vocación y de gran talento artístico.

Más de una vez he visto Filatka en los escenarios de San Petersburgo y de Moscú, y declaro queningún actor de esas capitales estuvo nunca a la altura de Bakluschin.

La emoción excitaba a éste, pues sabía que el recluso Potsiéyikin tenía que hacer el papel de Kedrilen la segunda función.

No sé por qué me parecía que este último debía tener más talento que Bakluschin, el cual sufríacomo un chiquillo por esta preferencia. ¡Cuántas veces se me había acercado aquellos últimos días paraconfiarme sus sentimientos! Dos horas antes de la representación, le abrasaba la fiebre, y cuando losaplausos premiaban su exquisita labor, su rostro resplandecía de júbilo, la inspiración brillaba en susojos.

La escena de los besos entre Miroschka y Filatka, en la que éste dice a la muchacha “enjúgate”enjugándose él al mismo tiempo, resultó de una comicidad perfecta, Y las carcajadas fueron generales,estrepitosas.

Lo que más me interesaba de todo aquello eran los espectadores.

Page 110: Memorias de La Casa de Los Muertos

Todos habían depuesto su actitud de gravedad y se abandonaban francamente a su alegría. Losaplausos eran cada vez más ruidosos. Un forzado tocaba con el codo a su compañero de asiento y lecomunicaba apresuradamente sus impresiones, sin preocuparse por saber con quién hablaba. Cuando seiniciaba una escena cómica, veíase a otro levantarse agitando los brazos, como invitando a suscamaradas a reír, mientras otro daba chasquidos con la lengua y no podía estarse quieto. Hacia el final,la alegría general llegó al paroxismo.

No exagero. Represéntense con la imaginación el presidio, las cadenas, los largos años de reclusión,de trabajo, la vida monótona que se desliza, por decir así, gota a gota, los días tristes del otoño... Depronto se permite a los infelices forzados que se distraigan, que respiren libremente una hora, queolviden por breves momentos sus angustias, que organicen un espectáculo ¡y qué espectáculo! unespectáculo tal que excita la admiración en toda la ciudad y hace exclamar: “¡Oh, bravos penados!”

Todo les interesaba. Parecíales algo excesivamente curioso ver a Vanka, Nietsviétayev o Bakluschin,con vestidos diferentes a los que llevaban ya tantos años.

Es un forzado, ciertamente; sus cadenas resuenan cuando anda, pero ved ahí que aparece en escenavestido elegantemente como gran señor. Su cráneo rasurado desaparece bajo la peluca, y los bigotespostizos le transforman por completo. Saca del bolsillo un pañuelo rojo y lo desdobla con supremaelegancia, como pudiera hacerlo el caballero más distinguido.

El “rico protector” aparece con uniforme de ayudante de campo, bastante deslucido, es cierto, perocompleto, con charreteras y todo. El efecto producido es indescriptible.

Los dos estaban enamorados de aquel traje y ¡parece increíble! habíanse desafiado como chiquillospara decidir a cuál de ellos correspondía aquel papel, pues ambos querían aparecer en escena vestidoscon el uniforme de ayudante de campo…

Los demás actores separaron a los contendientes y por mayoría de votos se confió el disputadopapel a Nietsviétayev, no porque fuese más apuesto que el otro, sino porque había confesado poseer unbastoncito y saber manejarlo como el caballero más elegante de la alta sociedad; mientras Vanka Ospietino era capaz de hacer cosa semejante por no haber estado jamás en contacto con el gran mundo.

Y, en efecto, cuando Nietsviétayev se presentó en escena, no hizo más que trazar rápidamentecírculos en el suelo con su fina caña de bambú, creyendo, sin duda, que era esto signo de exquisitaeducación, de suprema elegancia.

Probablemente en su niñez, siendo desarrapado siervo, habíale seducido de tal modo la gracia conque algún señor manejaba su delgado junco, que treinta años después intentó seducir y admirar a suscompañeros de cadena.

Nietsviétayev estaba tan absorto en esta ocupación, que no miraba a nadie y respondía sin levantarlos ojos del suelo: lo único importante para él eran los círculos que iba trazando con su bastoncillo debambú.

La “dama bienhechora” también era sorprendente. Compareció con un raído vestido de muselina.Parecía un espantapájaros, con los brazos y el cuello desnudos, sombrero enorme, en la garganta largoslazos que semejaban bridas, una sombrilla en la mano izquierda y armada la derecha con un abanico depapel encarnado con el que no dejaba un momento de hacerse aire.

Las carcajadas generales que provocó su presencia fueron tan contagiosas, que la propia grandama perdió su gravedad y soltó el trapo a reír.

Este papel lo desempeñaba el recluso Ivánov. En cuanto a Sirotkin, estaba graciosamente vestido demuchacha.

Page 111: Memorias de La Casa de Los Muertos

En resumen, todos los actores desempeñaron discretamente su cometido, la satisfacción fuegeneral, y no se oyó una frase de censura ni de crítica acerba.

Durante el entreacto la orquesta volvió a tocar “Sieni moï sieni” y se levantó de nuevo el telón.

Ahora se representaba El glotón Kedril.

Kedril es una especie de Don Juan, pero únicamente porque al final de la comedia los demonios sellevan a los infiernos al amo y al criado.

El manuscrito que sirvió para los ensayos y para la representación, era indudablemente unfragmento de la obra, pues aquello no tenía pies ni cabeza.

La escena se desarrolla en una posada rusa.

El posadero introduce en la habitación que le ha destinado a un caballero de larga capa y anchosombrero. Kedril sigue a su amo llevando una maleta y un pollo asado envuelto en papel azul. Vistepelliza y sombrero de lacayo.

El penado Potsiéyikin, el rival de Bakluschin, desempeñaba el papel de criado glotón, y el de amoIvánov, el mismo que tuvo a su cargo el de dama en la pieza anterior.

El posadero (Nietsviétayev) advierte al caballero que el cuarto está habitado por los demonios, y seretira.

El caballero le contesta en tono destemplado que eso le tiene sin cuidado y manda a su criado quedeshaga los paquetes y le sirva la cena. Kedril es glotón, pero esto no impide que a la vez sea cobarde, yal oír hablar de demonios palidece y tiembla como la hoja en el árbol. Quisiera huir, pero teme a su amoy además tiene hambre. Es voluptuoso, bruto, astuto a su manera, y pusilánime. A pesar de que teme asu amo como al fuego, le engaña a cada paso. Es un notable tipo de criado en el que se encuentran losrasgos principales del carácter de Leporello, pero indistintos y confundidos. Este carácter hacíalo resaltarPotsiéyikin de un modo realmente admirable; su talento artístico era indiscutible y superaba muy muchoal de Bakluschin, a quien me guardé de comunicarle esta mi impresión.

Por el contrario, el penado que hacía el papel de amo, era sencillamente un botarate, aunque sudicción era clara y sus gestos adecuados.

Mientras Kedril deshace los paquetes, el caballero pasea por la habitación, asegurando que estáresuelto a sentar la cabeza y renunciar a sus aventuras por esos mundos de Dios.

Kedril escucha haciendo muecas y divirtiendo lo indecible a los espectadores con susocurrentísimos apartes. No le importa que los diablos carguen con su amo; pero, como no los ha vistonunca, le pregunta cómo son. El caballero le contesta que hallándose en cierta ocasión en un gravísimoapuro, pidió auxilio al infierno y Satanás le ayudó; pero que, según los pactos, la última hora de su vidaestaba al caer y sospechaba que los demonios se presentarían en el momento menos pensado parallevarse su alma.

Kedril está más muerto que vivo, pero su amo no ha perdido su sangre fría e insiste en que le sirvaal punto la cena.

Al oír hablar de comer, Kedril resucita, desenvuelve el paquete del pollo y saca una botella de vino,y la cata, a escondidas, antes de ponerla sobre la mesa.

El público ríe a mandíbula batiente; pero en aquel momento cruje la puerta y las ventanas se abrenbruscamente a impulsos del viento. Kedril se pone a temblar como un azogado y, como sin darse cuentade lo que hace, se lleva a la boca un pedazo de pollo, que en vano trata de tragarse.

Page 112: Memorias de La Casa de Los Muertos

-¿Estamos? -pregunta el amo que continúa midiendo a largos pasos la habitación sin reparar en sucriado.

-En seguida, señor… Ya ve usted que lo estoy preparando -contesta Kedril al mismo tiempo que sesienta y comienza a devorar la cena.

Continúan las risas. El público está encantado de la astucia del criado que de una manera tangraciosa se burla de su señor. Justo es, empero, confesar que Potsiéyikin era merecedor de ésaadmiración, pues trabajaba como un actor cómico consumado.

Sentado a la mesa, come ávidamente, y cada vez que su amo se vuelve, apresúrase a ocultarse detrásde la silla, con expresión de terror, pero sin soltar el pollo.

Calmado un tanto su voraz apetito, es preciso pensar en el de su amo.

-¿Has acabado, Kedril? -le pregunta éste sin mirarlo.

Me queda muy poco -contesta el criado, mirando con desconsuelo los restos del pollo-. ¡Y tan poco!-añade, dejando sobre la mesa el alón que no ha devorado-. Cuando guste el señor.

El señor, que está demasiado preocupado para darse cuenta de la jugarreta de su criado, se sienta ala mesa y éste se coloca en pie detrás de su silla con una servilleta debajo del brazo, haciendo muecas deburla y gestos grotescos, que hacen desternillar de risa a los espectadores.

En el momento en que el caballero se dispone a cenar aparecen los demonios en el aposento.

Estos demonios no tienen nada de humano ni de terrestre: son fantasmas enteramente vestidos deblanco, que llevan un farol encendido en el lugar de la cabeza y en la mano una guadaña.

Nadie supo explicarme la razón de haber adoptado semejante disfraz para imitar a los demonios.Verdad es que a todos les tenía sin cuidado la propiedad del vestuario. Les habían dicho que losfantasmas blancos eran demonios, y esto les bastaba.

El caballero permaneció impávido ante los gritos y la presencia de los que iban a apoderarse de élpara llevarle al infierno; pero Kedril, más cobarde que una liebre, se acurruca debajo de la mesa. A pesarde su espanto no se olvida de tomar la botella.

Desaparecen los demonios y el caballero empieza a comerse el alón del pollo; mas, antes de quepudiera masticar el primer bocado, vuelven tres de sus infernales enemigos y le arrastran consigo.

-¡Kedril, sálvame! -grita, al fin, desesperado.

-¡En seguida! -responde el criado, apoderándose también del resto del pollo y del pan ocultándosede nuevo debajo de la mesa.

Cuando se convence de que en la habitación no hay ya amo ni demonios, sale de su escondite, miraen su derredor, sonríe satisfecho, guiña el ojo y, haciendo una mueca comicísima, se sienta a la mesaexclamando:

-¡Ahora soy yo mi señor!

Y añade en tono confidencial, volviéndose hacia la sala:

-Al otro se lo han llevado los demonios…

El entusiasmo de los espectadores es indescriptible.

Page 113: Memorias de La Casa de Los Muertos

Dijo esta frase con tal picardía y una mueca tan cómica, que era imposible no aplaudir.

Pero la dicha de Kedril duró poco.

Apenas había escanciado un vaso de vino y se lo llevaba a los labios, entraron de nuevo los tresdemonios y se apoderaron de él.

Kedril aúlla como un poseído, pero no se atreve a volver la cabeza. Quisiera defenderse, mas nopuede, porque tiene ocupadas las manos con el vaso y la botella, de la que no quiere desprenderse, y así,con los ojos desencajados y de par en par abierta la boca por el terror; se queda mirando al público unminuto con tan cómica expresión de cobardía, que era verdaderamente digno de ser pintado. Por últimole arrastran, se lo llevan, y él, gritando desaforadamente, agita sin cesar piernas y brazos, mientrasaprieta cada vez más la botella. Todavía se oyen sus aullidos desde más allá de los bastidores, cuandobaja el telón.

Toda la concurrencia ríe, verdaderamente encantada…

La orquesta preludia la famosa danza Kamarinskaya.[x]Principia muy suavemente, pianísimo, peropoco a poco se desarrolla el tema, se refuerza, se acelera el compás, y sobre las tablillas de las balalaikasresuenan atrevidos castañeteos.

Aquello era la Kamarinskaya con todo su arrebato; hubiera sido bueno que Glinka la oyera tocar ennuestro penal.

Empieza la pantomima con música, y mientras dura se toca la Kamarinskaya.

La escena representa el interior de una isba.[xi]Un molinero está sentado junto a su mujer que hilael copo afanosamente.

Sirotkin hace el papel de molinera y Nietsviétayev el de marido.

Nuestras decoraciones eran pobrísimas. Así en esta pieza como en las anteriores, había que suplircon la imaginación lo que faltaba de realidad. En vez de la pared en el fondo se veía un tapete o unamanta, a la derecha unos malos biombos y a la izquierda el escenario sin cerrar dejaba ver los camastros.Pero los espectadores no son descontentadizos, y con gusto se imaginan todo lo que se echa de menos;cosa fácil, porque todos los detenidos son grandes soñadores. Se dice: ¿esto es un jardín? ¡Bueno, puesun jardín! ¿Un aposento? ¿Un molino? ¡Perfectamente; no hay que andarse con exigencias!

Sirotkin estaba delicioso con su traje femenino.

El molinero acaba su trabajo, toma el gorro y el látigo, y acercándose a su mujer, le da a entenderpor medio de gestos muy expresivos que se guarde de recibir a algún amigo durante su ausencia,amenazándolacon el látigo.

La molinera hace signos afirmativos. Evidentemente conoce la resistencia de aquel látigo. Masapenas vuelve la espalda el marido y desaparece de la escena, le amenaza con los puños apretados.

A los pocos momentos oye llamar a la puerta, corre a abrir y deja libre el paso a un muchik, vecinosuyo y uno de sus amantes, el cual le regala un pañuelo encarnado.

La joven esposa ríe y el muchik se dispone a abrazarla cuando de nuevo llaman a la puerta. ¿Quéhacer? La molinera obliga a su vecino a que se esconda debajo de la mesa y, tomando el huso, va a abrir.Se presenta otro de sus adoradores, el furriel, vestido de uniforme.

Hasta aquel momento la pantomima iba muy bien; los gestos eran apropiadísimos, y al ver aaquellos actores improvisados, no podía uno por menos de decirse:

Page 114: Memorias de La Casa de Los Muertos

-¡Cuántos talentos pierde Rusia, aniquilándolos en los presidios y el destierro!

El recluso que hacía el papel de furrie1 había visto, sin duda, alguna representación en un teatro deprovincias o de aficionados, y pareciéndole que ninguno de nuestros actores sabía lo que traía entremanos, entró en escena como los héroes clásicos del antiguo repertorio, a zancadas. Antes aun delevantar la otra pierna, echó la cabeza y el busto hacia atrás, lanzó una fiera mirada en su derredor yavanzó luego majestuosamente con paso mesurado.

Semejante manera de andar es ridícula en extremo; sin embargo, no se oyó entre los reclusos unafrase de censura.

Acaba de entrar el furriel cuando por tercera vez se oyen golpes en la puerta. La molinera pierde lacabeza, no sabe qué partido tomar. Al fin se decide e indica a su segundo adorador que se escondadentro del arcón de la harina.

El recién llegado es también un enamorado como los otros dos, pero viste de brahmán.

Una carcajada general acoge su aparición en la escena.

El supuesto brahmán es el recluso Kochkin, que representa muy bien su papel, pues sabecaracterizarse maravillosamente.

Por medio de gestos expresa su amor a la molinera, levantando los brazos y cruzándolos luegosobre el pecho...

Por cuarta vez llaman a la puerta con tal violencia que no deja lugar a dudas acerca de quién puedeser el nuevo visitante.

La molinera, aterrada, no sabe qué hacer y el brahmán corre desesperado de un lado para otro,suplicándole que le esconda.

La fiel esposa ayuda a su tercer amante a ocultarse detrás del armario y se pone a hilar, sin hacercaso de los golpes que su marido descarga furiosamente en la puerta.

Sirotkin representaba su papel a la perfección; en su rostro afeminado se reflejaba el mayorespanto.

Desesperado, al fin, el molinero, de un tremendo puntapié abre la puerta de par en par y se acerca asu mujer con el látigo levantado.

Lo ha observado todo, pues estaba en acecho, y pregunta por señas a la enamoradiza joven que lediga dónde se han escondido sus amantes. No logra su deseo y se pone a registrar toda la pieza.

Encuentra primero al muchik, su vecino, y le hace salir de debajo de la mesa a puntapiés y de lacasa a fuerza de latigazos. El furriel, asustado, trata de huir y levanta la tapa del arcón, denunciándose así mismo, y el apuesto militar ha de salir del molino con pasos menos majestuosos y mesurados de lo quea su gallardía convenía, por la acción del látigo.

No es tan afortunado en su busca del brahmán, pero al fin le encuentra detrás del armario, lesaluda cortésmente y asiéndole luego por la luenga barba le lleva al centro del escenario.

El brahmán quiere defenderse y grita:

-¡Maldito! ¡Maldito!

Son las únicas palabras que se pronuncian durante la pantomima.

Page 115: Memorias de La Casa de Los Muertos

El marido no le escucha y trata de ajustarle las cuentas a su mujer, que viendo que le ha tocado lavez, arroja torno y huso y se pone a salvo fuera del aposento. Oyese entonces rodar un puchero, y lospresos sueltan la carcajada. Alei, sin mirarme, me coge de la mano y grita: «¡Mira! ¡Mira! ¡El brahmán!»Ríe con tanta gana, que no se puede tener en pie.

Cae el telón y comienza otra escena.

Todavía hubo dos o tres más, todas muy divertidas. No las habían compuesto los presidiarios, peroalgo pusieron en ellas de su cosecha. Cada actor improvisaba y morcilleaba con tal destreza, que venía adesempeñar el mismo papel de diferente modo cada noche.

La última pantomima, que pertenecía al género fantástico, terminaba con un baile, durante el cualse enterraba a un muerto. El brahmán verifica diversos encantamientos sobre el cuerpo del difunto, peronada consigue. Por último se oye el canto: “El sol poniente”, y el muerto resucita. El brahmán baila conel muerto, y se acaba el espectáculo con esta escena.

Los reclusos se retiran a sus pabellones respectivos radiantes de júbilo, elogiando a los actores ydeshaciéndose en frases de agradecimiento ante el suboficial que les había permitido llevar a cabo elespectáculo.

No se oyen discusiones ni altercados. Todos están satisfechos, son felices en lo que cabe, y seduermen con un sueño tranquilo que en nada se parece al de las noches anteriores.

No es esto ilusión mía sino la realidad. Se ha permitido a estos pobres hombres que vivan unmomento como han querido, que se diviertan humanamente, que se sustraigan por una hora a sucondición de forzados y se cambiaran moralmente aunque fuese por unos minutos…

Es ya noche avanzada. Tengo un sobresalto y me despierto bruscamente. El viejo devoto continúarezando encaramado en la estufa, y allí estará hasta que amanezca. Alei duerme beatíficamente a mi lado,y recuerdo que, al acostarse, reía aún y hablaba de la representación con sus camaradas… Miscompañeros de cadena también duermen a la oscilante luz del farol.

Miro sus rostros de triste expresión, sus pobres lechos, la desnudez y la miseria que nos rodea… lesmiro y me esfuerzo por convencerme de que aquello no es una pesadilla angustiosa sino realidad. Oigoun gemido. Alguno extiende el brazo y hace resonar las cadenas sobre las tablas. Otro se agita y sueña envoz alta, mientras el viejo creyente ruega “por los cristianos ortodoxos”.

Oigo su plegaria regular, dulce, un poco lánguida: “Señor mío Jesucristo, ten piedad de nosotros…”

-No estoy aquí para siempre sino por algunos años -murmuro y vuelvo a reclinar la cabeza en laalmohada.

Page 116: Memorias de La Casa de Los Muertos

[i] Especie de tetera en la que se calienta el agua gracias a un infiernillo de carbón dispuesto en un tubo interior.[ii] Especie de guitarra pequeña.[iii] Llamar a uno por su nombre de pila únicamente, era en Rusia grave descortesía. Se agregaba siempre el patronímico.[iv] Abrigo de piel de cordero.[v] Fiodórich en lugar de Fiodórovich, reproduce la pronunciación corriente.[vi] Apodo que daban los de la Gran Rusia a los de la Pequeña Rusia, porque éstos usaban en el siglo XVII un mechón de cabellos en eloccipucio, mientras el resto del cráneo lo llevaban pelado.[vii] La filacteria. Esta cajita cúbica, llamada tephil en hebreo, representa el templo de Salomón, y en ella están escritos los diezmandamientos de la ley mosaica.[viii] Sacerdote de la iglesia ortodoxa.[ix] Célebre pintor ruso de la primera mitad del siglo XVIII.[x] Esta danza, compuesta por el célebre maestro Glinka, autor de La vida por el Tzar, es una de las más animadas que se conocen. Es ladanza rusa por excelencia.[xi] Casa de madera muy pobre, usualmente habitada por muchíks. Compuesta de una sola habitación con una gran estufa en el centro.

Dostoievski: Memorias de la Casa de los Muertos

Page 117: Memorias de La Casa de Los Muertos

Dostoievski: Memorias de la Casa de los Muertos

SEGUNDA PARTE

I

El hospital

Pocos días después de las fiestas de Navidad caí enfermo y fui conducido al hospital militar, situado auna media versta del penal.

Era un edificio de un solo piso, vastísimo y pintado de amarillo. Todos los veranos se empleabannumerosos sacos de ocre para enjalbegarlo.

En su inmenso patio existen varias dependencias, destinadas a oficinas, habitaciones para losmédicos, etc.; el cuerpo principal del edificio constituía el hospital propiamente dicho. Las salas de ésteeran numerosas; pero como sólo había dos reservadas para los penados estaban siempre llenas y a vecesera preciso juntar las camas.

Ocupaban estas salas del hospital los desgraciados de todas las categorías, desde los arrestados ylos condenados por la jurisdicción militar hasta los forzados de la sección militar y los procedentes de lascompañías disciplinarias.

¡Triste institución en la que se recogía a los soldados de mala conducta para corregirlos y de la cualsalían, sin embargo, al cabo de un año o dos, los seres más depravados y los pillos más redomados quesustenta la superficie de la tierra!

Los penados que se sentían indispuestos comunicábanlo al suboficial, inscribía éste su nombre enun libro de registro y los enviaba al hospital, con la escolta suficiente para impedir una evasión. Llegadosal hospital y si estaban realmente enfermos, les hacía quedar en el benéfico establecimiento.

A su llegada los reconocía un médico, el cual los autorizaba para quedarse en el hospital, si estabanrealmente enfermos.

Por la mañana pedí ser inscrito, y a la una de la tarde, mientras todos mis compañeros se hallabanen el trabajo, me trasladé al hospital, acompañado de un soldado, ocultándome en los zapatos (segúnhabía visto a los demás penados en iguales circunstancias) el dinero y varios objetos que me podían sernecesarios.

Atravesé los umbrales del hospital, excitada mi curiosidad por conocer esta nueva fase de la vidadel presidio.

El día era templado, nebuloso y triste, uno de esos días en que ciertos edificios como el hospital

Page 118: Memorias de La Casa de Los Muertos

toman un aspecto tétrico, oprimente, antipático.

Entré, con el soldado que me acompañaba, en la sala de espera, donde se hallaban otros dosreclusos, con sus guardianes respectivos, que habían de ser reconocidos por los doctores.

Un feldscherr[1] pasó por delante de nosotros, mirándonos despreocupadamente y con lento pasoanunció nuestra llegada al médico de guardia, Este se presentó en seguida, nos examinó con afabilidad ydetenimiento y nos entregó una hoja con nuestros nombres para que fuéramos admitidos en las salasdestinadas a los forzados, donde el médico que las tenía a su cuidado había de hacer el diagnóstico denuestras enfermedades, recibir las medicinas, determinar el régimen alimenticio que debíamos seguir,etc.

En repetidas ocasiones había oído hablar a mis compañeros de cadena agotando el diccionario delos elogios refiriéndose a los médicos.

-Son verdaderos padres -me dijeron cuando entré en el hospital.

Y no me engañaron.

Nos despojaron de todas nuestras ropas para que vistiésemos las del establecimiento: calzonesanchos, babuchas, gorros de algodón y una bata de un tejido de tupida trama y forrada de tela y de…emplastos.

La bata estaba horriblemente sucia, pero no tardé en comprender su utilidad.

Nos condujeron a una de las salas de los penados, situadas al final de un corredor de altas bóvedasy bien aireado.

La limpieza exterior nada dejaba que desear; todo brillaba como patenas, o a lo menos así me loparecía, recordando la horrible suciedad del penal.

Los dos detenidos que me acompañaban penetraron en la sala de la izquierda y yo fui introducidoen la situada a la derecha del corredor. Por delante de la puerta, cerrada con grandes cerrojos ycandados, paseaba un centinela fusil al hombro y bayoneta calada. El sargento de guardia del hospital leordenó que me dejase libre el paso, y al punto me encontré en una sala larga y estrecha en la que habíadispuestas veintidós camas, tres o cuatro de ellas desocupadas aún.

Las camas estaban pintadas de verde, eran de madera y sin duda las chinches habían tomadoposesión de ellas antes que los enfermos.

Me señalaron una, colocada en un rincón, junto a 1a ventana.

Enfermos graves que no pudiesen abandonar el lecho había muy pocos; en su mayoría mis nuevoscompañeros eran convalecientes o padecían ligeras dolencias, y mientras unos se hallaban tendidosnegligentemente en sus camas, otros paseaban a lo largo de la sala por el centro de ella. El aire erapesado, sofocante, impregnado del olor peculiar de los hospitales y de otras emanaciones más ingratasaún al olfato que las medicinas, a pesar de que la estufa funcionaba día y noche.

Levanté las ropas de mi cama y no quedé muy satisfecho de la limpieza de las sábanas ni de lacolcha de algodón. Junto a la cama había una mesita con un jarro, un vaso de hojalata y un remedo deservilleta. Sobre la mesita había también una alacenita, en la que el enfermo que tuviese la costumbre detomarlo podía guardar los utensilios del té, y un recipiente de madera para el kvas.

Pero los enfermos que se podían permitir estas gollerías eran pocos.

Las pipas y las bolsas del tabaco, puesto que todos los reclusos fumaban, aun los enfermos delpecho, las ocultaban entre los colchones.

Page 119: Memorias de La Casa de Los Muertos

Ni el médico ni los vigilantes ordenaban ni hacían jamás registros, y si sorprendían a alguno con lapipa en la boca volvían la cabeza hacia otro lado para darle tiempo a ocultarla. Por otra parte, losenfermos eran prudentísimos y fumaban siempre detrás de las estufas y raras veces en la cama y aunéstas de noche.

Era la primera vez en mi vida que había entrado en un hospital en concepto de enfermo y, porconsiguiente, todo lo que me rodeaba resultaba nuevo para mí.

Observé que mi llegada excitó la curiosidad general y que me miraban descaradamente con eseligero aire de superioridad de que hacen alarde ante un novato o un infelizote los habitués de las salas deaudiencias y de juzgados.

A mi derecha estaba tendido sobre su cama un ex secretario, hijo ilegítimo de un capitán retirado,acusado de monedero falso. No estaba enfermo, pero aseguraba a los médicos que tenía una aneurisma yse dio tal maña para persuadirlos, que se libró de los trabajos forzados y del castigo corporal a que habíasido condenado. Al cabo de un año fue recluido en un asilo de T-k.

Era un joven de veintiocho años, vigoroso, de mediana estatura, avispado más enredador que unabogado; inteligente y de finos modales, pero presuntuoso hasta lo inconcebible. Convencido de que noexistía en el mundo un hombre más honrado que él, no se creyó nunca culpable, y en esta persuasiónvivió y exhaló su último suspiro.

Este fue el primero que me dirigió la palabra, interrogándome con curiosidad. Naturalmente, loprimero que me dijo fue que era hijo de un capitán, pues gustaba de que le tuviesen por gentilhombre.

Inmediatamente se me acercó un enfermo de las compañías disciplinarias con el único objeto dedecirme que conocía a muchos nobles deportados, y para convencerme me citó algunos por sus nombresy apellidos. Pero bastaba fijarse en su cara para no dudar de que mentía desvergonzadamente.

Se llamaba Chekúnov, y me bailaba en derredor porque suponía que mi bolsa estaba bien repleta.En cuanto vio sobre mi mesita un cartucho de té y otro de azúcar, se brindó espontáneamente a hervir elagua y facilitarme una tetera.

M-tskii habíame prometido que me enviaría la mía al día siguiente por conducto de uno de losreclusos que trabajaban en el penal, pero Chekúnov no consintió que esperase, y al punto se procuró losutensilios necesarios para hacer la infusión, y aquella misma tarde pude tomar mi acostumbrada taza deté. El celo extremado que por servirme mostraba, le valió las burlas punzantes de los demás enfermos y,sobre todo, del tuberculoso Ustíantsev, el soldado que para substraerse al castigo de la flagelación ingirióun litro de aguardiente con polvo de tabaco, acarreándose así la tisis que en breve tiempo le llevó alsepulcro.

Ustíantsev no había despegado los labios desde que yo entré en la sala, y permanecía recostado ensu cama respirando con dificultad, pero sin dejar de examinarme de pies a cabeza con aire desdeñoso, ysiguiendo con la mirada todos los movimientos de Chekúnov, cuya servidumbre le irritaba. Su gravedadextraordinaria hacía cómica la indignación que se había apoderado de él.

Finalmente, no pudo contenerse más y exclamó con voz entrecortada y débil, porque sus díasestaban ya contados:

-Miren ustedes qué satisfecho está ese lacayo porque ha encontrado amo.

Chekúnov se volvió rápidamente.

-¿A quién llamas lacayo? -le preguntó con acento despreciativo.

-Aquí no se puede dar ese nombre nada más que a ti -repuso Ustíantsev con aire de superioridad,

Page 120: Memorias de La Casa de Los Muertos

como si tuviera el derecho de mandar a Chekúnov y éste la obligación de obedecerle.

-¡Que yo soy un lacayo!

-Sí, tú. ¿Eso te sorprende? ¡Tendría gracia que trataras de negarlo!

-¿Ya ti qué te importa? ¿No ves que estos señores están acostumbrados a que se lo hagan todo suscriados y sin ellos no saben valerse? ¿Y por qué no he de servirle yo? Mejor harías en callarte, cara deperro.

-¿Yo cara de perro?

-U hocico de mastín, como mejor te acomode.

-¡Mira quién habla! ¡Pero si a ti te han enviado a presidio por feo!

-Y tú vas a reventar de tonto ¡y ojalá sea pronto!

-¿De veras? Pero a lo menos moriré sin haberme rebajado ante ningún hombre. El hijo de mimadre no... no...

Un acceso de tos violentísimo le impidió continuar. El desdichado esputaba sangre, y no pudiendohablar, agitaba la mano con gesto amenazador, aunque Chekúnov le había vuelto las espaldasencogiéndose desdeñosamente de hombros.

¡Ah! no era la aversión que le inspiraba Chekúnov sino el odio que sentía hacia mí lo queencolerizaba al pobre tísico. No se le hubiera podido ocurrir la idea de enojarse con Chekúnov ni dedespreciarle porque me sirviese, pues aquél sabía perfectamente que no lo hacía por mi cara bonita sinopor mi dinero. Lo que le exasperaba hasta el delirio era que yo, a pesar de ser un recluso cargado decadenas, continuaba siendo un señor que podía permitirme el lujo de tomar té y tener un criado. Sinembargo, yo no deseaba ni buscaba sirvientes.

Realmente, yo procuraba hacer por mí mismo todo lo que necesitaba, con objeto de no parecermelindroso ni darme aires de gran señor. No obstante, a despecho de esta mi resolución en la queentraba de por mucho mi amor propio, veíame siempre asediado por personas serviciales ycomplacientes que acababan por dominarme, de tal modo que más bien era yo su servidor, aunque a losojos de todos pasara por un señor que no podía prescindir de criados y gustaba de darme importancia.Esto me desesperaba.

Ustíantsev padecía del pecho y por eso era irascible. Los demás enfermos se limitaban a mirarmecon indiferencia no exenta de desprecio. Verdad es que todos estaban a la sazón preocupados por unhecho que ahora acude a mi memoria. Escuchando sus conversaciones, vine en conocimiento de queaquella misma noche habían de conducir a nuestra sala un forzado que en aquellos momentos debíaestar sufriendo el castigo de las varas, y los enfermos esperaban con cierta ansiedad a su nuevocamarada, aunque se decía que la pena era suave: ¡quinientos varazos!

Examiné rápidamente con la mirada a los enfermos y observé que casi todos padecían el escorbutoo afecciones a los ojos, enfermedades muy comunes en aquel país. Otros eran tísicos o anémicos, y comono existían salas para evitar contagios, los reclusos enfermos estaban en contacto con los sanos en lamisma sala.

Existían, en efecto, forzados sanos de cuerpo que iban al hospital con el único objeto de teneralgunos días de descanso. Los médicos los admitían por compasión, cuando había camas disponibles. Lavida de los cuerpos de guardia y del presidio era tan dura en comparación con la del hospital, quemuchos preferían meterse en cama a pesar del aire sofocante y de la absoluta prohibición de salir de lasala.

Page 121: Memorias de La Casa de Los Muertos

Casi todos los aficionados a este género de vida pertenecían a las compañías disciplinarias.

Examiné también con curiosidad a mis nuevos compañeros. Uno de ellos, especialmente, atrajo miatención. Estaba tísico y casi moribundo. Su cama estaba algo separada de la de Ustíantsev y frente a lamía. Se llamaba Mijaílov. Le había visto dos semanas antes en el penal y ya me pareció que estaba muygrave. Hubiera debido ponerse en cura mucho tiempo antes, pero se burlaba de su enfermedad, y hastalas fiestas de Navidad no ingresó en el hospital, donde murió tres semanas después de tisis galopante.

En la cama contigua yacía un soldado del disciplinario, un viejo mal encarado, repulsivo.

Recuerdo a este anciano porque me causó impresión a primera vista y fue el que me inició en lasparticularidades de la sala de reclusos.

Tenía un fortísimo resfriado de cabeza y estornudaba a cada momento: estornudó durante unasemana entera, aun en el sueño, cinco o seis veces seguidas, repitiendo invariablemente:

-¡Dios mío, qué castigo!

Sentado en la cama, se tapaba ávidamente la nariz con rapé para estornudar más fuerte y conmayor regularidad, y hacíalo sobre un pañuelo de su propiedad, grande y a cuadros y de color dechocolate a fuerza de... del uso que se hacía de él. Cada vez que estornudaba, miraba cuidadosamente loque había salido de su nariz pequeña y remangaba y limpiaba aquél en la bata.

Hacía esto, porque el pañuelo era suyo y precisaba mirar que el continuo lavado no lo estropease,mientras que la bata se la endosaría a otro enfermo sin pasar previamente por la lejía.

Nuestro pueblo bajo no es muy escrupuloso en esto; pero, en cuanto a mí, sentí revolvérseme elestómago al ver las asquerosas operaciones de aquel viejo y me puse a examinar con curiosidad yrepugnancia la bata que me habían entregado, y… preferible es hablar de otra cosa.

Los condenados a castigos corporales eran conducidos al hospital sangrándole aún las espaldas, ycomo los curaban con compresas y ungüentos, la bata que se ponían sobre sus húmedas camisas, seimpregnaban de olores que no eran nada gratos al olfato.

Cada vez que durante el tiempo de mi prisión hube de ingresar en el hospital (y por desgracia era amenudo), me endosaba siempre con instintiva desconfianza la ropa que me entregaban.

A los pocos momentos de haberme servido el té Chekúnov (entre paréntesis, el agua de nuestrasala, llevada el día antes, se corrompía en seguida bajo la influencia del aire fétido que allí reinaba), seabrió la puerta y, vigilado por doble escolta, entraron al penado que acababa de sufrir el tremendocastigo corporal.

Fue aquélla la primera vez que vi a un hombre recién apaleado; en lo sucesivo tuve ocasión de verconducir a muchos.

Los enfermos acogían a aquellos desgraciados con simulada gravedad, que era mayor o menorsegún la importancia del delito cometido, y, por consiguiente, del número de varazos que le habíansuministrado.

Los condenados que habían sido apaleados cruelmente y tenían reputación de terribles bandidos,gozaban de un respeto y consideración de que no eran merecedores un desertor o un simple recluta comoel que acababa de entrar. No obstante, en ambos casos se manifestaba una simpatía especial; absteníansetodos de hacer observaciones mortificantes, se cuidaba al desgraciado con solicitud y se le ayudaba ahacerse la cura, en caso de que se la supiera hacer por sí mismo.

Los mismos practicantes sabían que ponían a los pacientes en manos hábiles y ejercitadas y notenían por qué preocuparse. La cura principal consistía en aplicarles muy a menudo en las espaldas

Page 122: Memorias de La Casa de Los Muertos

paños empapados en agua fría, lavar cuidadosamente las heridas y extraer las astillas que se hubieranclavado al romperse las varas.

Esta última operación era en extremo dolorosa para los pacientes; sin embargo, la soportaban sinexhalar un quejido, con un estoicismo asombroso. Únicamente se echa de ver que sus sufrimientos sonatroces observando su rostro demudado, sus ojos medio salidos de las órbitas, sus labios temblorosos ysus dientes apretados y la espuma sanguinolenta que sale de sus bocas.

El soldado que habían conducido tenía veintitrés años, era musculoso, apuesto, bien formado, deelevada estatura, y tez morena. Sus espaldas desnudas ostentaban huellas imborrables del castigo queacababa de sufrir, y todo su cuerpo abrasado por la fiebre temblaba bajo la empapada sábana en que lehabían envuelto. Durante cerca de una hora no hizo más que pasear de arriba abajo por la sala.

Le miré el rostro. Parecía que no pensase en nada; sus ojos, de expresión salvaje, no se detenían enningún objeto ni en ninguna persona; no obstante creí que miró con avidez la humeante taza de té quehabía sobre mi mesa, y como el desgraciado temblaba de pies a cabeza y le castañeteaban los dientes, ledije que podía bebérsela si gustaba.

Al oír mi invitación, se volvió rápidamente, acercóse a la mesita, tomó la taza y, sin ponerle azúcarni probar antes la temperatura del líquido, lo apuró sin pestañear, esforzándose por no mirarme.

Cuando hubo bebido, dejó la taza en silencio, sin hacerme siquiera un ademán con la cabeza yreanudó su paseo. Evidentemente le atormentaba la idea de tener que hablarme y darme las gracias.

En cuanto a los detenidos, se abstuvieron de interrogarle: después de haberle aplicado lascompresas, no se ocuparon de él, pensando, sin duda, que era mejor dejarlo tranquilo y no fastidiarle conpreguntas ni demostraciones de compasión.

El soldado parecía satisfecho de la conducta de sus compañeros.

Caía la noche. Encendieron el farol, y los enfermos que las tenían, sus bujías; el médico hizo supostrera visita aquel día; el suboficial de guardia contó los enfermos y cerró la puerta, después de hacerentrar un enorme zambullo que no habían de retirar hasta la mañana siguiente. Esta trasgresión de lasmás elementales leyes de la higiene, me sorprendió sobremanera, pero así lo había establecido lacostumbre. De día no se dejaba salir a los enfermos más que un minuto; de noche no había ni quepensar en ello.

El hospital de los forzados no se parecía en nada a los hospitales ordinarios: también allí era unrecluso y sufría el castigo a que había sido condenado. Ignoro quién estableció esta regla; pero sé que eracompletamente inútil y que jamás se manifestó de un modo tan evidente el formalismo absurdo ypedante. Esta regla no fue impuesta por los médicos, pues, lo repito, los reclusos no tenían más queelogios para ellos, a quienes miraban y respetaban como a padres cariñosos.

Los médicos tenían siempre alguna frase amable, alguna palabra cariñosa que les animaba, eranbuenos con nosotros por sentimientos humanitarios, porque comprendían que un forzado enfermo tienederecho a respirar el aire puro como cualquier otro paciente por encumbrado que estuviese.

Los convalecientes de las otras salas podían pasear libremente por los corredores, hacer ejercicio,respirar un aire menos infecto que el de nuestra enfermería, corrompido o saturado siempre deexhalaciones deletéreas.

Durante varios años, otro hecho inexplicable me atormentó como un problema insoluble del quetodavía no he podido hallar la solución.

Me refiero a las cadenas de las que no libran a ningún enfermo por grave que sea su estado. Lostísicos expiran con los grillos en los pies…

Page 123: Memorias de La Casa de Los Muertos

Todos empero, están habituados a esto y lo admiten como un hecho natural, inevitable.

Creo que a nadie, ni aun a los médicos, se les hubiera ocurrido la idea de solicitar que librasen delas cadenas a los reclusos gravemente enfermos; a lo más hubieran hecho una excepción en favor de lostuberculosos.

A decir verdad, las cadenas no eran excesivamente pesadas, pues oscilaba su peso entre ocho o docelibras, fardo que puede soportar muy bien un hombre sano. Me dijeron sin embargo, que al cabo dealgunos años, las piernas se adelgazan horriblemente y se debilitan a causa de las cadenas. No sé si serácierto, pero me inclino a creerlo. Un peso, por pequeño que sea (pongamos diez libras, que es elordinario), llevado siempre en la pierna, aumenta de un modo anormal la pesadez general de laextremidad y a la larga debe ejercer una influencia desastrosa sobre su desarrollo…

Para un forzado que goce de buena salud, esto no es nada; mas, ¿se puede decir lo mismo de unoenfermo? Para los que tienen alguna afección al pecho y cuyas piernas y manos se adelgazabanespontáneamente, hasta el peso de una paja les resulta insoportable. Si los médicos reclamasen estaliberación, aunque sólo fuese para los tísicos, harían una verdadera, una gran obra de misericordia.

Se me objetará, tal vez, que los forzados son malhechores, indignos de compasión. Mas, ¿es precisoredoblar la severidad para con aquellos cuya desventura es tanta? No puedo creer que esta agravacióntenga por objeto castigar al penado. Los tribunales dispensan a los tísicos de los trabajos forzosos. Debehaber en esto una razón misteriosa, importante; una precaución saludable, ¿pero de que clase? He aquílo que no alcanzo a comprender.

¿Es posible suponer que el tísico trate de evadirse? ¿A quién se le puede ocurrir semejantepensamiento, especialmente cuando su enfermedad ha llegado a cierto grado? No es fácil engañar a losmédicos ni que éstos tomen por tísico a un hombre de salud envidiable. Es ésta una enfermedad que seconoce al primer golpe de vista. Por otra parte (digámoslo, ya que se presenta ocasión), ¿pueden loshierros impedir que un penado se fugue? Los hierros son una difamación, una vergüenza, un peso físicoy moral, pero nada más: a lo menos éste es mi parecer, puesto que no pueden imposibilitar la evasión. Elforzado más inhábil y menos inteligente sabrá limar o romper los eslabones sin más instrumento queuna piedra y con poco esfuerzo.

Las cadenas son, pues, una precaución inútil; y si se le ponen a los forzados por vía de castigo, ¿nosería humanitario eximir de semejante tormento a un agonizante?

Al escribir estas líneas se presenta a mi imaginación la fisonomía de un moribundo, de un tísico, lade aquel Mijaílov que yacía frente a mi cama y junto a la de otro tísico, Ustíantsev, y que murió, si malno recuerdo, cuatro días después de su ingreso en el hospital.

Conocía muy poco a Mijaílov. Era un joven de veinticinco años todo lo más, de alta estatura, flaco yde bellísimo rostro. Pertenecía a la sección especial y se distinguía por su taciturnidad extraña, perodulce y triste. Diríase que se había disecado en el penal, según la gráfica expresión de los reclusos, queconservaban de él grato recuerdo.

Murió a las tres de la tarde de un día claro y seco; el sol lanzaba sus rayos vívidos y oblicuos através de los empañados y verdosos cristales de la sala; un torrente de luz inundaba a aqueldesventurado, que había perdido ya los sentidos y expiraba tras larga agonía. Desde por la mañanaempañáronse sus bellísimos ojos y no pudo reconocer a los que se le acercaban… Su respiración eralenta, penosa, profunda, interrumpida; el pecho levantábasele violentamente como si ansiase el aire.Primero arrojó al suelo las ropas de la cama y luego comenzó a arrancarse a jirones la camisa, queresultaba para él un peso insoportable. Sus compañeros se la quitaron. Causaba horror ver aquel cuerpodesmedidamente largo, de manos y piernas descarnadas, de vientre hundido y pecho levantado en el quese dibujaban netamente las costillas como las de un esqueleto. Sobre este esqueleto no quedaba más queuna cruz con un pequeño escapulario y las cadenas de las que fácilmente hubieran podido librarse lasdisecadas piernas que aherrojaban. Un cuarto de hora antes de la muerte se extinguió todo rumor en la

Page 124: Memorias de La Casa de Los Muertos

sala: los demás reclusos enfermos hablaban muy quedo y andaban en puntillas, cautelosamente, para noturbar aquel silencio lúgubre, sepulcral.

De vez en cuando se comunicaban sus expresiones y dirigían furtivas miradas al moribundo, cuyosestertores eran más débiles por momentos.

Finalmente, con mano temblorosa e insegura tocó la cruz que tenía sobre el pecho e hizo ademánde desprendérsela; también le pesaba, le oprimía. Se la quitaron y diez minutos después era cadáver elinfeliz forzado.

Inmediatamente dieron sus compañeros unos golpecitos en la puerta para comunicar el hecho alcentinela y al punto entró un vigilante que miró con aire distraído al difunto y fue a llamar al practicante.Era éste un joven, demasiado pagado quizá de sí mismo, pero muy simpático. Vino en seguida, se acercóal cadáver, turbando con el ruido de sus pasos fuertes y ligeros el silencio reinante en la sala, le pulsócon aire desenvuelto que parecía haber tomado para aquella circunstancia, hizo un gesto con la mano ysalió. Sin pérdida de momento se dio parte a las autoridades para que se llenasen las formalidades derigor en estos casos, y mientras llegaban los empleados del hospital, uno de los reclusos dijo en voz bajaque era preciso cerrarle los ojos al difunto. Otro, siguiendo este consejo, se acercó en silencio a Mijaílov,le cerró los ojos, y al ver en la almohada la crucecita que le habían quitado, tomóla reverentemente, labesó y se la puso de nuevo sobre el pecho.

La cara del muerto se osificaba; un rayo de luz blanco temblequeaba sobre ella haciendo brillar doshileras de dientes a través de los labios exangües.

El suboficial de guardia llegó, al fin, acompañado de dos soldados y avanzó a pasos lentos hacia ellecho mortuorio, examinando de reojo a los penados que le miraban con aspecto triste. A dos pasos delcadáver se detuvo bruscamente, con visible turbación.

Aquel cuerpo desnudo y disecado y cargado de cadenas le impresionó hondamente, y, aunque a ellono estuviese obligado, se descubrió, haciéndose la señal de la cruz.

Tenía el rostro severo y la cabeza entrecana; era un soldado que contaba muchos años de servicio.

A su lado estaba Chekúnov, de cabellos grises como él, que le miraba fijamente siguiendo todos susmovimientos con extraña atención.

Sus miradas se cruzaron y observé que le temblaba a Chekúnov el labio superior. El viejo forzado selo mordió, rechinó los dientes e, indicando al cadáver con un movimiento de cabeza, exclamó:

-¡También él tenía madre!

Estas palabras me llegaron al alma. ¿Por qué se le había ocurrido y exteriorizado esta idea?

El cadáver fue levantado junto con su jergón; crujió la paja de maíz y las cadenas tocaron el sueloproduciendo un ruido seco.

Las recogieron, echándolas sobre el cuerpo del difunto y desapareció la fúnebre comitiva.

Al punto se rompió el silencio y todos se pusieron a hablar en alta voz.

No obstante, oí la voz del suboficial que, en llegando al corredor gritó a un soldado que fuese enbusca del cerrajero.

¡Había llegado la hora de quitar las cadenas al muerto!

Page 125: Memorias de La Casa de Los Muertos

II

Los castigos corporales

Los doctores visitaban la sala por la mañana.

A cosa de las once aparecían todos juntos, acompañando al médico en jefe. Hora y media antes elnuestro hacía su visita reglamentaria. Era muy joven, afable y apuesto, ducho en su ciencia yqueridísimo de los reclusos. No le encontraban más que un defecto: “demasiado amable”. Efectivamenteera poco comunicativo y hasta parecía confuso ante nosotros; se le demudaba el rostro o enrojecía comola grana a la menor reclamación de los enfermos. Creo que hubiera consentido en recetar a los pacienteslas medicinas que éstos le indicaran; por lo demás, era una excelente persona.

Muchos médicos gozan en Rusia del afecto y del respeto del pueblo, y muy justamente, según hepodido observar.

Sé que mis palabras parecerán a muchos una paradoja, sobre todo si se considera la desconfianzacon que este mismo pueblo mira la medicina y en específico a los extranjeros. Prefiere, en efecto, aun enlas enfermedades más graves, dirigirse a cualquier curandero y emplear remedios caseros (que, por otraparte, no se deben despreciar) a consultar un doctor o ir a un hospital. Mas esta prevención debe seratribuida a una causa íntima, que no tiene relación alguna con la medicina, es decir, a la desconfianzaíntima del pueblo por todo lo que tiene un carácter administrativo, oficial. No hay que olvidar que elpueblo está asustado y mal prevenido sobre los hospitales, a causa de los relatos, a menudo absurdos, dehorrores fantásticos que suponen ocurren en ellos… aunque, por desgracia, en el fondo, esos relatosencierran algo de verdad.

Pero lo que más repugna al pueblo es el que habrá de estar cuidado por gente extraña durante suenfermedad. Añádase a esto la severidad de la dieta, lo que se refiere de la dureza de corazón de losenfermeros y doctores, de la autopsia de los cadáveres, etc. El bajo pueblo piensa, también, que lecurarán señores, ya que para él los médicos no son más que señores; mas una vez que los ha conocido(salvo excepciones, que son muy raras) se desvanecen sus temores. Este triunfo se debe atribuir anuestros doctores, especialmente a los jóvenes, los cuales, por regla general, saben ganarse el cariño y laconfianza del pueblo.

Hablo de lo que yo mismo he visto y experimentado, y no creo que en otras partes ocurra locontrario.

En ciertas poblaciones lejanas, los médicos admiten propinas, abusan de sus hospitales y descuidana los enfermos y, aun a veces, se olvidan de su propia ciencia. Mas esos apóstatas, esos lobosintroducidos en el aprisco, tratan en vano de excusarse echando la culpa al ambiente que les rodea y losha corrompido; su proceder no tendrá jamás justificación posible, especialmente si han perdido todosentimiento humanitario.

Y la humanidad, la afabilidad, la compasión fraternal son precisamente los remedios más eficacespara el enfermo. Hora sería ya de que cesáramos de lamentamos apáticamente de las circunstancias quenos han infiltrado la gangrena. Hay en esta excusa un fondo de verdad, pero el bribón astuto que sabesalir de todos los aprietos, lo primero que hace es disculparse con el ambiente en que se halla y logra

Page 126: Memorias de La Casa de Los Muertos

conseguir el perdón, sobre todo si maneja bien la lengua o la pluma.

Pero me he separado de la cuestión; quería únicamente decir que el pueblo bajo es desconfiado ysiente profunda antipatía más bien hacia la medicina administrativa que hacia la persona de los médicos.

Cuando los ve y trata de cerca, se desvanecen todos sus prejuicios.

Nuestro médico se detenía generalmente ante la cama de cada enfermo, le interrogaba seria yatentamente y recetaba después con la misma simpática gravedad. A veces notaba que el pretendidoenfermo gozaba de completa salud y que había ido allí con el doble objeto de descansar de los rudostrabajos forzados y dormir sobre un jergón en una habitación caldeada, preferible siempre a los bancosdel cuerpo de guardia donde se aglomeraban los procesados en pésimas condiciones, pues en Rusia sonpeor tratados los que sufren prisión preventiva que los condenados a las más graves penas.

En estos casos el médico inscribía en su lista al supuesto enfermo como afectado de “fiebre catarral”y le permitía estar en el hospital una semana. Todos reíanse de esta “fiebre catarral”, porque sabían queera la fórmula admitida en una conspiración entre el doctor y el paciente para indicar una enfermedadfingida.

A veces el enfermo imaginario abusaba de la complacencia del doctor y prolongaba su permanenciaen el establecimiento hasta que le arrojaban a viva fuerza. Entonces había que ver al bueno del médicoluchando con la testarudez del forzado y aconsejándole que solicitase ser dado de alta en el penal,aunque podía hacerlo por su cuenta escribiendo sencillamente en la hoja respectiva esta única palabra:“curado”.

-Tienes que marcharte -le decía afablemente-; estás ya curado y debes hacerte cargo que faltancamas, que el local es reducido y esperan otros enfermos.

Y al fin, el obstinado recluso, herido en su amor propio, accedía a los ruegos del que tenía derechoa mandar sin contemplaciones.

El médico en jefe, aunque compasivo, honrado y muy querido de los penados, eraincomparablemente más severo y resuelto que nuestro doctor. En ciertas ocasiones empleaba unaseveridad implacable que le granjeaba el respeto de mis compañeros. Llegaba a nuestra sala acompañadosiempre de los otros médicos cuando el nuestro había verificado sus visitas, y diagnosticaba cada casoparticular, deteniéndose especialmente con los enfermos graves, a los que dirigía frases de aliento yconsuelo.

No despedía nunca a los fingidos pacientes; pero si alguno se obstinaba en permanecer más tiempodel debido en el hospital, le daba de alta, diciéndole con sequedad:

-Vaya, amiguito, ya has descansado bastante; vete y no abuses de nuestra complacencia.

Los que se obstinaban en no marcharse eran, por lo general, reclusos extenuados por el trabajo enlos interminables días de verano, o bien los condenados que habían de sufrir el castigo corporal.

Recuerdo que fue preciso emplear una severidad implacable y cruel para expulsar a uno de éstos.Había ingresado para que le curasen una afección a los ojos y se quejaba de agudísimos dolores en lospárpados. Le sometieron a diversos tratamientos: vejigatorios, sanguijuelas, inyecciones de solucionescorrosivas, etc., etc., pero todo en vano: el mal permanecía estacionado, la inflamación no aumentaba nidisminuía y los ojos continuaban encendidos. Los médicos comprendieron, al fin, que su enfermedad erafingida.

Tiempo hacía que los demás reclusos sabían perfectamente que éste estaba representando unacomedia y que engañaba a los doctores, aunque él nada hubiera confesado. Era un joven robusto y bienhecho, pero que no produjo desde el primer momento una impresión muy agradable a sus compañeros

Page 127: Memorias de La Casa de Los Muertos

pues era además, disimulado, sombrío, desconfiado e insociable.

Muchos temían que diese un golpe de mano, porque había sido condenado a recibir mil varazos eingresar después en las compañías disciplinarias, pues era soldado. Su delito fue un robo concircunstancias agravantes.

Este temor era muy fundado, pues, como he dicho en otro lugar, los condenados a los castigoscorporales, no vacilaban en cometer un asesinato con tal de diferir la ejecución de la sentencia.

El ladino se frotaba los ojos con cal todas las mañanas antes de la visita, y por esta razón los teníasiempre enrojecidos cuando le examinaban los médicos.

Finalmente el médico en jefe le amenazó con emplear las ortigas para curarle, como si se tratase deun caballo.

No por esto se desanimó el fingido enfermo: era demasiado tozudo o demasiado cobarde. Por muydolorosa que fuese la operación no podía comparársele con el castigo que le esperaba.

Y los doctores llevaron a cabo su amenaza. Asieron la piel del cuello del paciente y tirándola haciaatrás cuanto era posible, le practicaron una doble incisión a lo largo y a lo ancho, introduciéndole luegouna torcidita de algodón del grosor de un dedo. Cada día, a hora fija, tiraban del algodón adelante y atráspara levantar más la piel con objeto de que la herida supurase y no se pudiera cicatrizar.

El pobre diablo soportó varios días este tormento, que le ocasionaba dolores horribles; pero al finse decidió a pedir el alta.

En menos de veinticuatro horas tuvo los ojos completamente curados, y apenas se le cicatrizó laherida del cuello fue trasladado al cuerpo de guardia donde sufrió al día siguiente el temido castigo.

Penosos son los momentos que preceden al suplicio; tan penosos, que he hecho mal en llamarcobardía el temor que experimentan los condenados. Preciso es que sea terrible este castigo para que losforzados cometan las mayores atrocidades, agravando su pena, con tal de aplazar su ejecución.

Sin embargo, tal vez recuerde el lector que he hablado de reclusos que han solicitado ser dados debaja en el hospital antes de estar completamente curados de sus heridas, con objeto de recibir cuantoantes el resto de golpes señalados en la sentencia. Para éstos, la vida del cuerpo de guardia eraciertamente peor que para cualquier otro forzado. La costumbre de ser apaleado contribuye a darintrepidez y resolución a los condenados. Los que han sido apaleados a menudo tienen las espaldas y elalma encallecidas, y acaban por considerar tan tremendo castigo como un ligero contratiempo y, porconsiguiente, no lo temen.

Uno de nuestros forzados de la sección especial, un calmuco convertido al cristianismo, llamadoAleksandr, o Aleksandra, según le denominaban en chanza sus compañeros (un tipo raro, más vivo queel diablo, intrépido y audaz, pero bueno en el fondo), me dijo en cierta ocasión que había recibido cuatromil palos.

Hablaba de este castigo riendo y tomándolo a chacota, pero me aseguró muy seriamente que, de nohaber estado acostumbrado a los palos desde su infancia, pues en su tribu se los propinaron a granel,según demostraban las cicatrices de que tenía cubiertas las espaldas, no hubiera podido soportar loscuatro mil varazos que le suministraron en el presidio.

Bendecía esta educación que tuvo por base los azotes.

-Me pegaban -me decía, sentado en su cama junto al fuego- por la cosa más insignificante. Mepegaron sin motivo varias veces al día durante quince años, y me pegaba el que quería, por lo cual meacostumbré perfectamente a los palos.

Page 128: Memorias de La Casa de Los Muertos

Había sido soldado, y otro día me habló del miedo cerval que se apoderó de él al saber que lehabían condenado a recibir cuatro mil varazos por haber matado a un superior.

-Pensaba -me decía- que el castigo era excesivo, y que, por muy habituado que estuviese a los palos,moriría en la operación. ¡Demontre! ¡cuatro mil varazos no son una bicoca! Por añadidura, todos misjefes estaban de un humor de mil diablos y deseaban descuartizarme por aquel asuntillo. Nada, que yoestaba persuadido de que no escaparía con vida. ¿Cómo impedirlo? Se me ocurrió hacerme cristiano,creyendo que así me perdonarían. Mis compañeros me aseguraban que nada adelantaría; sin embargo,yo me decía: «¡Quién sabe! Tal vez serán más compasivos con un bautizado que con un mahometano.»Recibí, pues, el bautismo, y me impusieron el nombre de Aleksandr. Pero ¡que si quieres! no merebajaron ni un palo de la cuenta a pesar de mi conversión.

»Esto, naturalmente, me llenó de indignación, y juré que había de burlarme de todos, y me burlé nouna, sino varias veces. Yo sé perfectamente hacerme el muerto, o, mejor dicho, si me empeño, no hayquien dude de que estoy agonizando.

»Pues bien, me condujeron ante el pabellón y recibí los primeros mil palos. Se ensañabanterriblemente en mí, y me propinaron el segundo millar. Era llegado el momento: caigo al suelodesplomado y privado de lossentidos, arrojando espuma por la boca. No respiraba siquiera. Llega elmédico y declara formalmente que estoy agonizando y me llevan al hospital donde en seguida recobro lossentidos.

»Dos veces más hiciéronme pasar bajo las varas. ¡Qué furiosos estaban! Pero volví a burlarme deellos. Recibí el tercer millar de palos, y de nuevo me hice el muerto. En el cuarto, juro por mi fe que cadagolpe hubiera debido contarlo por tres. ¡Qué manera de apretar la mano! Aquéllas no eran varas, sinoafilados cuchillos que se me hundían en las carnes, y si no hubiera vuelto a morirme cuando aúnfaltaban doscientos palos para liquidar la cuenta, creo que me hubieran matado de veras.

»Pero no perdonaron ese pequeño saldo: cuando los médicos que por segunda vez habían caído enla trampa me declararon solvente, tomaron mis acreedores un desquite tremendo, porque los últimosdoscientos varazos valían por sí solos más que los tres mil ochocientos que llevaba descontados. Yo mereía, empero, de todo aquello, porque yo estaba acostumbrado a esas caricias. Eso sí, si no llego aestarlo, dejo la piel para siempre.

-¡Bueno me pusieron, sin embargo! -añadió con aire pensativo, terminando su relato.

Parecía que repasaba la cuenta de los golpes que había recibido.

-¿Sabe usted -prosiguió tras una breve pausa- que sueño siempre que me están apaleando?

En efecto, durante el sueño lanzaba alaridos que despertaban sobresaltados a los demás penados.

Este hombre robusto, de pequeña estatura, de cuarenta y cinco años de edad, ágil y jovial, estaba enbuena armonía con todos, aunque dispuesto siempre a apoderarse de lo que no le pertenecía.

Por este motivo le castigaban a menudo. ¿Pero quién era el forzado que no robaba, sin que fueraapaleado por sus raterías?

Añadiré sobre este particular que me asombraba la resignación extraordinaria y la absoluta carenciade rencor de aquellos desgraciados cuando hablaban del suplicio y de los jefes encargados de suejecución. En sus relatos, que a veces me oprimían el corazón; no se notaba ni sombra de odio.

No sucedía lo mismo a M-tskii, el cual sólo había recibido quinientos azotes. Este no me habíahablado nunca de ello, y cuando le pregunté si era cierto me contestó afirmativamente con airedesabrido, que denunciaba todo el rencor que encerraba su alma. Se puso rojo como la grana, y cuandolevantó los ojos, que mantenía fijos en el suelo, vi brillar una llamarada de odio y sus labios temblaron

Page 129: Memorias de La Casa de Los Muertos

de indignación. Comprendí que no podría olvidar jamás aquella negra página de su historia.

Mis compañeros, por el contrario, consideraban de un modo muy diferente su desventura, sin queesto quiera decir que no hubiese alguna excepción.

-Es imposible -pensaba yo a veces- que tengan conciencia de su culpabilidad y de la justicia de supena, especialmente cuando han obrado no contra sus compañeros sino contra sus jefes. La mayoría deellos no se considera culpable.

He dicho ya que no observé nunca en los forzados ni sombra de remordimiento cuando habíanperpetrado su crimen sobre personas de su misma condición. Cuando las víctimas habían sido sus jefes,no había que pensar siquiera en la posibilidad de ese remordimiento. Me parecía que en estos casostenían un modo de ver perfectamente práctico y empírico. Se atribuía el hecho al destino, a la fatalidad,al arrebato y a la obcecación, considerándolo como una acción inconsciente.

El forzado se da siempre la razón a sí mismo en todos los delitos cometidos contra sus superiores.La lucha entre la administración y el recluso es igualmente encarnizada. Lo que contribuye a justificar aldelincuente a sus propios ojos es la certidumbre de que su sentencia será juzgada con criterio diferenteen el medio en que ha vivido, y sabe que el pueblo bajo no le considerará definitivamente perdido, amenos que el delito lo haya cometido precisamente contra personas de su misma esfera, de su mismacondición.

Sobre este punto está tranquilo: conoce que pisa sobre terreno firme y no odia el knut que se lesuministra. Lo considera únicamente como inevitable, se consuela pensando que no es el primero que lohaya recibido, ni será el último; y esta lucha sorda durará mucho tiempo. ¿Detesta, acaso, el soldado alturco contra el cual combate? No por cierto; sin embargo, éste le atraviesa de parte a parte con subayoneta, le aplasta, le mata.

No se crea, empero, que estos relatos los hacían siempre con indiferencia y sangre fría. Cuandohablaban del lugarteniente Cherebiátnikov, hacíanlo siempre con indig-nación mal reprimida.

Conocí al lugarteniente Cherebiátnikov durante mi primera permanencia en el hospital, por medio,naturalmente, de las conversaciones que oía a los reclusos. Le vi más tarde una vez que mandaba lafuerza destacada en el penal. Tenía treinta años, era de elevada estatura, grueso y corpulento, de rostroencendido y labios salientes. Sus dientes eran blanquísimos y su sonrisa horrible como la de Nosdriev.[2]

Al verle se adivinaba en seguida que era un hombre incapaz de reflexionar. Cuando era designadopara dirigir la ejecución de una sentencia de apaleamiento o flagelación, gozaba lo indecible, con locapasión.

Justo es hacer constar que los demás oficiales tenían a Cherebiátnikov por un monstruo y que losforzados eran de la misma opinión.

Hubo un tiempo, no tan lejano que haya podido ser olvidado, en que ciertos ejecutores de laJusticia estaban enamorados de su horrible profesión. Generalmente, los que presidían las ejecuciones,hacíanlo tranquilamente, sin enardecerse. Mas el oficial a quien me vengo refiriendo, era una excepción,un verdadero sibarita en materia de suplicios. Era apasionadísimo por su arte, lo amaba por sí mismo.

Cual corrompido patricio de la Roma imperial, pedía a este arte cierto refinamiento, ciertos placerescontra naturaleza, para excitar sus sentidos y experimentar nuevas sensaciones.

Llevan un penado a sufrir el castigo que le ha sido impuesto: el oficial de servicio esCherebiátnikov. La sola vista de la larga fila de soldados armados de gruesas varas le enajena de placer.Les pasa revista con aire satisfecho y les exhorta a todos y a cada uno a cumplir a conciencia con sudeber, pues de lo contrario… los soldados ya saben lo que significa este modo adverbial.

Page 130: Memorias de La Casa de Los Muertos

Adelanta el reo. Si no es conocido aún de Cherebiátnikov, le hace éste objeto de sus sangrientasburlas, en lo cual experimenta un vivísimo placer.

Todo condenado, cuando ha sido despojado de sus ropas, de cintura para arriba, y conducido apresencia del oficial, atado a la culata de un fusil, para recorrer así la calle verde, esto es, la fila desoldados armados de varas, suplica con voz débil y lastimera al oficial ejecutor que dulcifique en cuantosea posible la sentencia y no emplee una severidad superflua.

-Vuestra Nobleza -le dice- es bueno, le suplico que tenga compasión de mí. Toda mi vida rogaré aDios por Vuestra Nobleza... no me mate... sea compasivo…

Cherebiátnikov, que espera precisamente esto, suspende la ejecución y entabla un diálogo con elreo, empleando un acento conmovedor y sentimental:

-Pero, amigo mío -le dice-, ¿qué quieres que yo le haga? No soy yo el que te castiga, sino la ley.

-Vuestra Nobleza puede hacer todo lo que quiera en estos casos. ¡Tenga piedad de mí…!

-¿Pero crees tú que yo no te compadezco? ¿Supones que disfruto yo viendo cómo te apalean? ¡Yotambién soy hombre, caramba!

-Ciertamente, Nobleza. Ya se sabe que los señores oficiales son para nosotros como padres, que nosmiran como a sus hijos... ¡Sea para mí un padre, Nobleza! -exclama el desventurado reo, entreviendo unaprobabilidad de substraerse al castigo.

-Así, pues, amigo mío, juzga por ti mismo, ya que Dios te ha dado un cerebro para reflexionar. Yosé muy bien que por humanidad debo ser condescendiente y misericordioso con los pecadores…

-Dice muy bien Vuestra Nobleza -interrumpe el condenado abriendo el pecho a la esperanza.

-Sí, yo debo ser misericordioso contigo, por muy culpable que seas. ¡Pero, lo repito, no soy yo quiente castiga, sino la ley! Es preciso que lo tengas en cuenta. Yo sirvo a Dios y a la patria y, por consiguiente,cometería una grave falta y un pecado si atenuase la pena que te han impuesto…

-¡Oh, Nobleza...!

-Veamos, ¿qué quieres que haga? Bueno, pase por esta vez. Sé que cometo una falta, pero voy adarte gusto... Suavizaré el castigo… ¡Quién sabe, sin embargo, si este favor redundará en perjuicio tuyo!No importa, así te acordarás siempre de mí y no harás en lo sucesivo nuevas barbaridades. No obstante,mi conciencia…

-¡Oh, Nobleza... yo le juro que…!

-Bueno, bueno, ¿me juras que te portarás bien en lo sucesivo?

-Que el Señor me mate en este trance, y en el otro mundo…

-No jures, que a veces el Señor escucha los ruegos que se le dirigen y acaso te convenga que no oigatus juramentos.

-¡Ah, Nobleza!

-Pues bien, escucha: me compadeceré de tus lágrimas de huérfano, porque supongo que ereshuérfano, ¿no es cierto?

-Huérfano de padre y madre Nobleza; estoy solito en el mundo.

Page 131: Memorias de La Casa de Los Muertos

-Bueno, tus lágrimas de huérfano me han enternecido. Pero ten entendido, que será la primera vez yla última.

Y añadía con acento tan conmovido que el reo no sabía cómo expresar su agradecimiento.

-Llévenselo.

La terrible comitiva se ponía en marcha, al redoble del tambor; los soldados levantaban las varas.

-¡Duro! -gritaba Cherebiátnikov-, ¡No le dejen hueso sano! ¡Arránquenle a tiras el pellejo! ¡Háganlotrizas! ¡Duro! ¡Más duro todavía! ¡Denle con todas sus fuerzas a ese pobrecito huérfano!

Los soldados, enardecidos por estas excitaciones, descargaban las varas con todas sus fuerzas sobrelas espaldas de aquel desgraciado cuyos ojos despiden llamas, mientras Cherebiátnikov corre en pos delos apaleadores desternillándose de risa. ¡Cómo goza el malvado! Aquel bárbaro espectáculo le divierte,ríe a carcajadas estrepitosas y con bien timbrado acento repite:

-¡Duro! ¡Duro! ¡Háganme pedazos a ese bribón! ¡Acaricien como se merece a ese desdichadohuérfano, que está muy necesitado de cariño!

Su programa era variado en estos casos.

Llevan otro penado para que sufra el mismo castigo, y suplica al teniente que tenga compasión deél. Esta vez no se las da Cherebiátnikov de misericordioso, y dice con brutal franqueza al condenado:

-Quiero castigarte con todo rigor porque lo tienes muy merecido; sin embargo, voy a hacerte unagracia: no serás atado a la culata del fusil, sino que correrás con toda la agilidad de tus piernas delantede los soldados. Claro está que no escaparás de rositas, porque esos amiguitos no son mancos ni lasvaras cortas; recibirás, pues, más de un palo, pero recorrerás la calle en menos tiempo. Vamos a ver,¿qué te parece?

El condenado le ha escuchado con desconfianza y recelo, pero se ha dicho: «¡Quién sabe! Tal vezeste procedimiento me resulte más ventajoso, pues si corro con todas mis fuerzas, malo ha de ser que nome ahorre algún palo.»

Y añade en voz alta.

-Pues bien, Nobleza, acepto.

-Y yo no me desdigo. ¡Mucho ojo, pues, con no distraerse -prosigue, dirigiéndose a los soldados-:que no les falle ningún golpe!

Cherebiátnikov sabe perfectamente que huelga la recomendación, pues al soldado que no diese enblanco no le salvarían ni los padres de gracia.

El forzado arranca a correr como si llevase el diablo a los talones; mas a los primeros pasoscomienza a caer sobre sus espaldas una lluvia de palos formidables y rueda por el suelo como fulminadopor el rayo.

-¡Ah, Nobleza -exclama, con voz temblorosa-, prefiero atenerme al reglamento!

Cherebiátnikov le escucha riendo a mandíbula batiente.

Sería muy prolijo referir todo lo que se contaba de aquella fiera con figura humana.

Hablábase también en nuestra sala de un lugarteniente llamado Smekálov, que ejercía las funcionesde comandante de la plaza antes de la llegada de nuestro mayor actual. Su nombre se pronunciaba

Page 132: Memorias de La Casa de Los Muertos

acompañado siempre de los más subidos elogios.

Aquel lugarteniente no era un enamorado del castigo de flagelación, pues su carácter y sussentimientos diferían completamente de los de Cherebiátnikov. Sin embargo, no era nada clemente conlos condenados.

Sus ejecuciones se recordaban con satisfacción. Había conseguido captarse la simpatía de losreclusos y hacerse popular entre ellos. ¿Cómo realizó este milagro? Del modo más sencillo.

Nuestros camaradas olvidan fácilmente todos los tormentos si el que se los inflige les dirige despuésalguna palabra afectuosa. Smekálov no ignoraba esto, pues es condición natural del bajo pueblo ruso, ysupo aprovecharse de esas buenas disposiciones.

-Era tan bueno como el mejor de los padres -decían a veces los reclusos, especialmente cuandocomparaban a su antiguo director con el actual-. Tenía un corazón de oro.

Smekálov era un hombre sencillo, bueno, quizá a su manera. No obstante, hay jefes que son no sólobuenos sino también compasivos, y los reclusos les detestan, se burlan de ellos y únicamente les respetanpor temor. Smekálov supo, empero, conducirse con tanto tino, que los penados le tenían por suhombre. Es ésta una cualidad innata, un mérito excepcional del que no suelen darse cuenta los que loposeen.

Existen muchos hombres que, sin tener nada de buenos, logran hacerse de una bien cimentadareputación de bondadosos. Atribuyen la causa de esta fama al hecho de no despreciar a los humildes queestán bajo sus órdenes, y creo que tienen razón. No parecen grandes señores, tratan con amabilidad alpueblo, se amoldan a sus costumbres, respetan sus usos, y el pueblo daría con placer su vida por ellos.Gustosos cambiarían un gobernante o un jefe que fuese la bondad personificada, por otro, rígido yseverísimo, que tuviese ese aire de pueblo que tanto les encanta. Y si, por añadidura, este jefe ogobernante es amable, miel sobre hojuelas.

El lugarteniente Smekálov, como he dicho, castigaba a veces con excesiva severidad, pero lo hacíacon tal aire de pesar, que los reclusos no le guardaban rencor, antes al contrario, celebraban como unespectáculo divertido las ejecuciones que presenciaba o dirigía.

Smekálov divertíase también gastando bromas a los que sufrían el castigo, pero en forma muydistinta de Cherebiátnikov y siempre de la misma manera, o sea haciéndole preguntas sobre cosas que novenían a cuento y que regocijaban a los que le oían. Se hacía llevar una silla y examinaba una por una lasvaras que se habían de emplear en el suplicio. La víctima le imploraba que tuviese compasión de él.

-Lo siento mucho, amiguito -le contestaba con afabilidad-, pero nada puedo hacer por ti, sino esaconsejarte que te tiendas en seguida para acabar cuanto antes este enojoso asunto.

El condenado lanzaba un suspiro y se echaba al suelo.

-Dime, buena pieza -decíale entonces Smekálov-, ¿sabes leer de corrido?

-Sí, Nobleza, he sido bautizado y desde la infancia me enseñaron a leer.

-Pues bien, lee…

El condenado sabe de antemano qué es lo que ha de leer y cómo acabará esta lectura, porque labroma se ha repetido ya treinta veces y no hay penado que la ignore.

Los soldados, con las varas levantadas, esperan la señal para descargarlas sobre las desnudasespaldas de la víctima, y ésta empieza a leer. Al llegar a la palabra piedad, el lugarteniente se quita lapipa de la boca y con gesto inspirado grita a los ejecutores:

Page 133: Memorias de La Casa de Los Muertos

-Sean ustedes piadosos.

Y suelta el trapo a reír.

Los soldados que rodean al lugarteniente le hacen coro y la víctima sonríe también, aunque a la vozde mando convenida: Sean ustedes piadosos, silban las varas y caen sobre sus espaldas como navajas deafeitar.

El lugarteniente se marcha satisfecho de su jugada, y media hora después el pobre apaleado vuelveal penal para contar, riendo a carcajadas, la trigésima repetición de la feliz ocurrencia de Smekálov.

-¡Qué gracia tiene ese hombre! ¡Qué buen corazón! -exclaman a una los que le oyen.

-No le dejarán estar mucho tiempo aquí, porque es el hombre que nos conviene -observaba otro-.Los jefes buenos no hacen los huesos duros en el penal.

III

Todavía el hospital

He hablado ahora de los castigos corporales y de los que los ejecutaban, porque no tuve una idea exactade estas cosas hasta que ingresé en el hospital. Lo que sabía era sólo de oídas.

En nuestra sala estaban recluidos todos los condenados de los batallones que habían de recibirlosschipitzruten.[3]Había también algunos pertenecientes a secciones militares de la guarnición y de losdestacamentos que dependían de la misma.

Durante los primeros días yo no hacía más que observar lo que sucedía en mi derredor, con tantamás curiosidad cuanto que estas costumbres extrañas y aquellos presos apaleados, o a punto de serlo, mecausaban una impresión terrible. Estaba conmovido, asustado. Escuchando sus conversaciones o losrelatos de los otros detenidos sobre este tema me forjaba problemas que trataba luego de resolver.

Quería conocer absolutamente todos los grados de las condenas y de las ejecuciones y los pareceresde los penados sobre el particular. Trataba de figurarme el estado psicológico de los castigados.

Ya he dicho que era muy raro que un detenido conservase toda su sangre fría antes del momentofatal, aunque ya supiese por experiencia cuán terrible era semejante castigo.

El condenado experimentaba un miedo horrible, pero simplemente físico, un miedo inconscienteque atrofiaba todo otro sentimiento. Durante los varios años que permanecí en el penal, tuve ocasión deestudiar detenidamente a los condenados que solicitaban ser dados de baja en el hospital, adonde habíansido conducidos para que curasen sus espaldas destrozadas, con objeto de sufrir la segunda parte de sucastigo.

Esta interrupción del suplicio es casi siempre solicitada por el médico que asiste a las ejecuciones.

Page 134: Memorias de La Casa de Los Muertos

Si el número de golpes que han de recibir es demasiado grande para que pueda ser suministradoimpunemente de una sola vez al detenido, se divide en dos o tres secciones, según el parecer del médicoque presencia la ejecución. Generalmente se suministran quinientos, mil o mil quinientos de una solavez; pero, si se trata de dos mil o tres mil, se reparten en dos o tres veces. Los que tenían ya las espaldascuradas y debían recibir aún el resto de la pena, estaban tétricos, melancólicos, taciturnos el día antes desu salida del hospital.

Notábase en ellos un embobamiento muy visible que trataban de disimular con unadespreocupación extremada. Estos no entablaban jamás conversación con ninguno y permanecían casisiempre silenciosos. Y, cosa rara, los reclusos se abstenían sistemáticamente de dirigir la palabra a losque habían de ser castigados y, sobre todo, no hacían ninguna alusión al castigo que habían de sufrir.Nada de consuelos ni de palabras superfluas; no se les hacía caso, y esto era seguramente lo quepreferían los condenados;

Se contaba, no obstante, alguna excepción como, por ejemplo, Orlov, del que ya he hablado.

-Este se desesperaba porque su espalda tardaba en curarse y no veía llegar la hora de salir delhospital para acabar de una vez con el resto de su castigo de varas, ser incorporado a una expedición depenados y tener ocasión de fugarse durante el viaje.

Era un viejo zorro, una naturaleza ardiente y apasionada, atento únicamente al objeto que sehubiera prefijado.

En el momento de su llegada parecía contentísimo y en un estado de excitación anormal, aunquedisimulaba sus impresiones.

Antes de pasar bajo las varas, había temido sucumbir a mitad del castigo. Había oído hablar de lasmedidas que a su respecto tomara la administración cuando estaba aún pendiente de las resultas delproceso, y, por lo tanto, habíase preparado a morir. Mas apenas hubo recibido la mitad de los varazos aque había sido condenado, recobró todo su valor.

Cuando llegó al hospital, yo no había visto aún llagas semejantes; no obstante, estaba radiante dejubilo; ahora no dudaba ya de que sobreviviría al resto de la pena; los horrores que le habían contadoeran, a su juicio, purainvención, puesto que habían consentido en interrumpir el suplicio.

Tras de su larga prisión preventiva, comenzaba a soñar en el viaje, en la evasión, en la libertad, enlos bosques, en los campos…

Sin embargo,dos días después de haber salido del hospital, volvía a él para morir en el mismo lechoque había ocupado durante su primera permanencia; no pudo soportar la segunda mitad del castigo.

Todos los penados, sin excepción, aun los más pusilánimes, atormentados antes de la ejecución porel pensamiento del castigo que les esperaba, lo soportaban luego animosamente; era raro que se oyesengemidos la noche misma de la ejecución.

Pregunté a varios de mis compañeros de cadena sobre la intensidad de este dolor, con objeto dedeterminarlo exactamente y saber con cuál sufrimiento se podía comparar; no era la curiosidad lo queme impulsaba a hacer estas preguntas, sino, lo repito, la conmoción y el espanto.

Pero en vano interrogaba; no pude obtener una respuesta satisfactoria. Todos me contestabaninvariablemente:

-¡Quema como el fuego!

El primero a quien pregunté fue a M-tskii, el cual me contestó:

-Quema como el fuego, como el infierno. Parece que se tienen las espaldas en contacto con un

Page 135: Memorias de La Casa de Los Muertos

horno encendido.

Todos absolutamente decían lo mismo.

Hice otro día una extraña observación, que tal vez no fue bien fundada, aunque la confirmara laopinión de los mismos penados, esto es, que es el de las varas el más terrible de los suplicios que seaplican en Rusia.

A primera vista parece esto absurdo, imposible; sin embargo, es de tener en cuenta que quinientosvarazos y aun cuatrocientos, son suficientes para matar a un hombre; más de quinientos, la muerte escasi segura. Un hombre de complexión ordinaria, soporta mil azotes sin peligro; dos mil pueden acabarcon un hombre de mediana fuerza, bien constituido.

Todos los penados aseguran que las varas son peores que el látigo.

-Las varas queman más y hacen sufrir incomparablemente más -dicen ellos.

Que torturan más es evidente, porque irritan y obran sobre el sistema nervioso, que sobreexcitanextraordinariamente. No sé si existen ya (no hace mucho tiempo eran numerosos) algunos de aquellosseñores para quienes el apalear a una víctima constituía un placer inefable, un placer digno del marquésDe Sade y de la Brinvilliers. Creo que este placer estriba en una carencia absoluta de corazón, y que esosseñores deben gozar y sufrir al mismo tiempo.

Existen personas que dejan tamañitos a los tigres en ferocidad y avidez de sangre. Los que hanposeído este poder ilimitado sobre la carne, sobre la sangre y sobre el alma de sus semejantes, de sushermanos, los que han ejercido este poder y están facultados para envilecerse a sí mismos con elenvilecimiento supremo de otro ser; son incapaces de resistir a sus propios deseos y a su sed insaciablede sensaciones. La tiranía es una costumbre susceptible de desarrollo y a la larga se convierte enenfermedad incurable. Sostengo que el mejor hombre del mundo se puede endurecer y embrutecer hastael extremo de no distinguirse en nada de una fiera.

La sangre tiene el poder de embriagar y favorecer el desarrollo de la dureza del corazón y deldesenfreno. El espíritu y la razón son entonces accesibles a los fenómenos más anormales, que parecengoces inefables. El hombre y el ciudadano desaparecen para siempre en el tirano, y entonces se haceimposible la vuelta a la dignidad humana, el arrepentimiento, la resurrección moral. Añádase que laposibilidad de ejercer semejante poder influye contagiosamente sobre la sociedad entera, porque esavasalladoramente seductor.

La sociedad que mira estas cosas con indiferencia, está ya inficionada hasta la medula. En unapalabra, el derecho concedido a un hombre para infligir castigos corporales a un semejante suyo, es unade las peores llagas de nuestra sociedad y el medio más seguro de extinguir el amor al prójimo. Estederecho contiene los gérmenes de una descomposición inevitable, inminente.

La sociedad desprecia al verdugo de profesión, pero no al verdugo-señor.

Todo encargado de fábrica y todo capataz deben sentir un placer irritante al pensar que el obrerosujeto a sus órdenes depende de él, junto con toda su familia.

Estoy seguro de que en una generación no se extirpa tan fácilmente lo que tiene de hereditario. Elhombre no puede desprenderse de lo que lleva en la sangre, de lo que ha mamado del seno materno.Estas revoluciones son difíciles de realizar. No consiste todo en confesar la propia culpa y el pecadooriginal. Esto es poco, demasiado poco, es preciso arrancarlo, desarraigarlo, lo cual no es obra de unmomento.

He hablado del verdugo.

Los instintos de un verdugo se encuentran, generalmente hablando, en todos nuestros

Page 136: Memorias de La Casa de Los Muertos

contemporáneos; pero los instintos animales del hombre no se desarrollan uniformemente: cuando éstossofocan todas las otras facultades, el hombre se convierte en un monstruo odioso.

Existen dos clases de verdugos: los que lo son por espontánea voluntad y los que ejecutan pordeber, por oficio.

El verdugo espontáneo vale, en todos conceptos, mucho menos que el verdugo pagado, que inspirauna aversión profunda, una repugnancia invencible, un miedo irreflexivo, casi místico.

¿De dónde procede este horror casi supersticioso hacia el verdugo profesional, mientras se mira conindiferencia y compasión a los otros?

El verdugo obligado es un recluso elegido para estas funciones. Hace su aprendizaje con un ejecutorveterano y queda adscrito a un penal determinado, ocupando un departamento especial,convenientemente vigilado.

Un hombre no es una máquina. Aunque azote a un semejante suyo en cumplimiento de su deber, seenardece a veces y aprieta la mano bárbaramente por puro placer, sin que tenga motivos para odiar a suvíctima. Anímale a obrar así únicamente la vanidad, el deseo insano de hacer alarde de su destreza;trabaja enamorado de su arte y pone todo su amor propio en que la obra resulte irreprochable y admire alos inteligentes. Sabe perfectamente que es un réprobo, que infunde un terror supersticioso, y esimposible que esta consideración no excite sus instintos bestiales.

Hasta los niños saben que este hombre no tiene padre ni madre. ¡Cosa extraña! todos los verdugosque he conocido eran hombres de mente desarrollada, inteligentes y dotados de un amor propioexcesivo.

El orgullo se desarrolla en ellos a consecuencia del desprecio que en todas partes encuentran, y talvez se fortalece por la conciencia que tiene del terror que infunde y del poder que ejerce sobre losdesventurados.

El aparato teatral de que se revisten sus funciones públicas, contribuye quizá a hacerlespresuntuosos.

He tenido ocasión de conocer y examinar de cerca a un ejecutor de estatura ordinaria. Era unhombre de cuarenta años, musculoso, delgado, de semblante simpático y abundante y rizada cabellera.Sus andares eran graves, acompasados: su porte elegante. Contestaba a las preguntas que se le hacíancon claridad y concisión y un no sé qué de condescendencia, como si valiese infinitamente más que yo.

Los oficiales de guardia le dirigían la palabra con cierto respeto que no pasaba inadvertido alverdugo, el cual, precisamente por esto, mostrábase más ufano y altivo en presencia de sus superiores.

Estoy seguro de que se consideraba muy por encima de sus interlocutores: esto se leía en sus ojos.

A veces, en el verano, cuando el calor era excesivo, le enviaban a la ciudad para matar a los perrosvagabundos, que constituían un peligro para los habitantes, y era de ver la gravedad con que recorría lascalles y el placer bestial con que llevaba a cabo su cometido, vigilado de cerca por el soldado encargadode su custodia personal y espantando con su mirada a las mujeres y niños que osaban levantar los ojos ala cima de su grandeza.

Los verdugos hacen una vida comodísima: poseen dinero, viajan como príncipes y tienen cuantoaguardiente pueden desear. Las propinas que reciben de los condenados civiles les producen una muysaneada renta. Ordinariamente se aceptan sus pretensiones, pues, de lo contrario, cargan la mano concrueldad inaudita, sin que valgan protestas, porque así no hacen otra cosa que ejercer un derechoinherente a su profesión.

Page 137: Memorias de La Casa de Los Muertos

Ocurre a veces que exigen una suma considerable a un condenado pobrísimo, y entonces todos losparientes y amigos de éste se ponen en movimiento para reunirla y ¡ay de la víctima si no lo consiguen!

Me refirieron dos actos de barbarie.

Afirmaban los penados que el verdugo puede matar a un hombre de un solo golpe.

-¿Es posible? -pregunté yo, sorprendido.

-¡Y tanto! -me respondieron.

Era tan firme el tono de su voz, que no dejaba lugar a dudas. El propio verdugo me asegurodespués que era facilísimo.

Me dijeron también que podía recorrer a estacazos las espaldas de un condenado sin causarle dolory sin que quedasen huellas del castigo.

Aun en los casos en que era recompensado con esplendidez para que no pegase con ensañamiento,el primer golpe lo descargaba con todas sus fuerzas, aunque los siguientes fuesen tan ligeros que apenaslos sentía el condenado. No sé por qué obraba así. ¿Era para acostumbrar al paciente a los golpessucesivos, que le parecerían caricias si los comparaba con el primero, o para hacerle comprender que nohabía gastado en balde su dinero? ¿Quería, acaso, demostrar la pujanza de su brazo o su fuerza brutal,por satisfacer únicamente su vanidad? De todas suertes, el verdugo está siempre excitado antes de laejecución, tiene conciencia de su fuerza y de su poder. En aquel momento es un actor. El público leadmira y tiembla. Es sin duda por esto por lo que dice a su víctima: «¡Cuidado, que te escocerá!»,palabras de ritual que preceden al primer golpe.

Es difícil imaginarse hasta qué punto puede el hombre desnaturalizarse.

Durante los primeros días de mi estancia en el hospital escuchaba atentamente los relatos de losenfermos, que rompían la monotonía de los días pasados en el lecho.

Cada mañana la visita colectiva de los médicos nos proporcionaba alguna distracción. Luego nosservían la comida.

Naturalmente, el comer era un asunto capital en nuestra vida monótona. Las raciones erandiferentes, según la naturaleza de las enfermedades. A ciertos detenidos dábanles sopa de caldo, a otrosde vegetales y a varios de sémola, que era la más codiciada. A los convalecientes servíanles cocido.

Los escorbúticos eran los que mejor comían, pues les daban carne asada con cebollas, rabanillos y,a veces, aguardiente. El pan era, según las enfermedades, de harina o de maíz.

La exactitud observada en la distribución de las raciones hacía reír a los enfermos. Algunos noprobaban siquiera la que les correspondía y la cambiaban por la de otro compañero al que habíanprohibido aquel género de alimentación.

Los que estaban a dieta, compraban su ración a algún escorbútico, y otros se procuraban, por sudinero, desde luego, dos o tres raciones de carne, que vendían muy baratas, a cincokopeks,generalmente.

Si en nuestra sala no había ninguno que tuviese carne para vender, enviaban a nuestro vigilante acomprarla a las enfermerías militares libres, como solíamos apellidarlas.

El momento más pesado era el que seguía al de las comidas. Algunos dormían para pasar el tiempo,otros charlaban, discutían o referían cuentos en alta voz. Si no llevaban nuevos enfermos, elaburrimiento resultaba insoportable. La entrada de algún compañero nos distraía un tanto, sobre todo sino era conocido. Todos le examinaban atentamente y querían conocer su historia.

Page 138: Memorias de La Casa de Los Muertos

Los más interesantes eran los enfermos que llegaban de tránsito, pues éstos tenían siempre algo quecontar. Claro está que no hablaban jamás de sus asuntos personales. Si el propio detenido no iniciaba laconversación, nadie le tiraba de la lengua: limitábanse a preguntarle de donde venía, con quiénes hacíael viaje, adónde le conducían, etc.

Animados por la relación de los recién llegados, los otros contaban a su vez lo que habían hecho uoído.

Se hablaba especialmente de las expediciones de presos, del jefe de aquéllas y de los ejecutores.

Al atardecer conducían a los reclusos que habían sido vapuleados y su entrada era para nosotros,como ya he dicho, otro motivo de distracción. Cuando ninguna novedad rompía nuestro tedio, parecíaque a los enfermos desesperaba hasta la vista de sus vecinos de cama y a menudo se producíanpendencias.

Lo que sobre todo divertía a mis camaradas era la presencia de algún demente, que era conducido anuestra sala para someterle a observación.

Sucedía a veces que los condenados a la flagelación fingíanse locos para substraerse a la pena queles había sido impuesta, y llevados al hospital eran desenmascarados al punto o renunciabanespontáneamente a su estratagema. Hubo detenidos que dos o tres días antes cometieron milextravagancias, fingiendo accesos furiosos, y de pronto recobraron el juicio, mostráronse cuerdos,sensatísimos y pidieron con insistencia que les diesen de baja en el hospital.

Ni los forzados ni los médicos les reprochaban su astucia ni les recordaban sus locuras: lesinscribían sin decir palabra, conducíanles en silencio al cuerpo de guardia y volvían al poco rato con lasespaldas ensangrentadas y recobrada la razón.

En cambio, la llegada de un alienado auténtico, era una verdadera desventura para toda nuestrasala. Los que gritaban, bailaban y cantaban, eran acogidos al principio con entusiasmo.

-¡Esto sí que es divertido! -decían contemplando al desgraciado que hacía muecas y contorsiones.

Pero el espectáculo era demasiado penoso y triste: jamás pude mirar a un demente con indiferenciay sangre fría.

Durante tres semanas tuvieron a uno en nuestra sala, y no sabíamos ya dónde ocultarnos paralibrarnos de él, cuando llevaron otro alienado.

Este me causó honda impresión. Durante el primer año, o, para ser más exacto, durante losprimeros meses de mi condena, iba a trabajar, con una cuadrilla de estufistas, a la fábrica de tejas yladrillos situada a dos verstas del penal. Trabajábamos en la reparación del horno de cocer los ladrillos ylos demás objetos de barro.

Una mañana M-tskii y B*** me presentaron al suboficial encargado de la vigilancia de la fábrica, untal Ostrojski, polaco de origen, de sesenta años de edad, por lo menos, de elevada estatura, flaco y deaspecto imponente. Hacía largos años que servía en la Siberia, y aunque procediese de la clase baja delpueblo, había sido un campeón de la insurrección de 1830.

M-tskii y B*** le apreciaban y respetaban mucho. Era asiduo lector de la Biblia. Le hablé; suconversación era amable y sensata, y contaba con amenidad extraordinaria los episodios de su vida.

No le volví a ver en dos años; pero supe que le habían formado expediente, y cuando menos loesperaba, le condujeron a nuestra sala. Se había vuelto loco.

Entró mayando y riendo estrepitosamente y se puso a bailar con movimientos indecentes, que

Page 139: Memorias de La Casa de Los Muertos

recordaban la danza llamada kamarinskaya.

Los enfermos estaban entusiasmados, pero yo me sentía oprimido por la tristeza...

Tres días después no sabíamos qué hacer. Ostrojski armaba continuas pendencias, se pegaba a símismo, gemía y cantaba aun en el corazón de la noche, y sus extravagancias nos producían lástima yrepugnancia.

Sus accesos furiosos eran frecuentes. Le pusieron la camisa de fuerza, pero nuestra situación nomejoró, pues continuó gritando a voz en cuello día y noche.

Al cabo de tres semanas, todos los enfermos pidieron unánimemente al médico en jefe que letrasladasen a otra sala. Así se hizo, pero, dos días después, accediendo a las súplicas de los enfermos dela sala a que había sido trasladado, el médico le hizo volver a la nuestra. Y como había dos enfermos a lavez y ambos furiosos, no hacían más que pasar constantemente de una sala a otra de las destinadas a losreclusos.

Me acuerdo también de otro demente originalísimo.

Era un condenado de aspecto imponente, robusto, vigoroso. Contaba a la sazón unos cincuenta ycinco años, tenía los ojos pequeños, rojos y salientes y el rostro, tétrico y sombrío, desfigurado por lasviruelas.

Se sentó en la cama contigua a la mía. Era pacífico, no hablaba con nadie y reflexionabaincesantemente como si algún grave asunto le preocupase.

Avanzaba la noche cuando, de improviso, se dirigió a mí y con aire misterioso, confidencial, me dijoque había sido condenado a recibir mil varazos, pero que nada tenía que temer, porque la hija delcoronel G*** intercedía en su favor.

Le miré sorprendido y traté de hacerle comprender que, en semejantes casos, la hija de un coronelnada podía hacer en pro ni en contra. Aún no había adivinado yo quién era aquel individuo, puesignoraba que habíanle llevado al hospital no por enfermedad física sino por loco.

Le pregunté de qué padecía y me contestó que no existía en el mundo quien gozase de salud taninmejorable como la suya, añadiendo que la hija del coronel se había enamorado locamente de él. Lajoven, según decía, pasó dos semanas antes en carruaje por delante de la reja a que estaba asomado, yverlo y prendarse de él fue una misma cosa. Desde entonces había ido al cuerpo de guardia tres veces,con el objeto exclusivo de contemplar de cerca a su galán: la primera fue acompañando a su padre, sopretexto de ver a su hermano, oficial de servicio a la sazón; la segunda, acompañando a su madre paradistribuir limosnas a los presos, y al pasar junto a él le confesó su amor, asegurándole que obtendría sulibertad.

El desdichado estaba persuadido de que le perdonarían la pena a que había sido condenado yhablaba con la mayor tranquilidad y firmeza de la pasión que había inspirado a la señorita.

Esta invención novelesca, el amor de una muchacha bien educada, por un hombre cincuentón,horrorosamente feo y, por añadidura, presidiario, demostraba a las claras que el temor al castigo que leesperaba era lo que había hecho perder el juicio a aquel hombre excesivamente miedoso.Indudablemente vio algo mientras estaba asomado a la ventanilla de su calabozo y la locura que elmiedo cada vez mayor hacía germinar en su mente dio forma humana al objeto que viera.

Yo le escuché silencioso y cuando hubo terminado conté su historia a mis compañeros; pero,cuando éstos le interrogaron con curiosidad, el infeliz calló obstinadamente.

A la mañana siguiente le examinó el doctor, y como no hallase en él ni síntomas de enfermedad,ordenó que saliese del hospital. Cuando el buen médico se dio cuenta de su error, esto es, cuando supo

Page 140: Memorias de La Casa de Los Muertos

que había sido conducido allí no por enfermedad del cuerpo sino por desequilibrio mental, era yademasiado tarde para evitar el cumplimiento de la pena. Culpa fue de la administración, que no se tomóla molestia de advertir oportunamente las razones en que se fundaba para recluirlo en el hospital. Estanegligencia imperdonable fue causa de que dos días después el pobre demente corriera la calleverde. Parecía asombrado de que osasen infligirle tal castigo, pues hasta el último momento creyó quesería indultado, merced a la influencia de la señorita que creía perdidamente enamorada de él. Cuando sevio delante del batallón formado para ejecutar la sentencia, prorrumpió en gritos pidiendo socorro einvocando a su protectora. Como en nuestra sala no había camas disponibles le condujeron a laenfermería, donde permaneció ocho días sin despegar los labios, absorto y triste, y cuando tuvo curadaslas espaldas, se lo llevaron no sé adónde. No he vuelto a saber de aquel desventurado.

Por lo que se refiere a los remedios y al tratamiento médico, los que sólo estaban ligeramenteindispuestos no tomaban ninguna clase de medicinas ni observaban las prescripciones facultativas.

Pero, en general, los enfermos obedecían escrupulosamente al médico, aunque preferían losremedios externos: vejigatorios, sanguijuelas, cataplasmas, etc.

Estos remedios, únicos en que el pueblo ignorante tiene fe, eran los que más se aplicaban ennuestro hospital.

Observé un hecho bastante curioso.

Algunos individuos que soportaban sin exhalar un gemido los horribles dolores que les producíanlos castigos corporales de varas o de látigo, hacían muecas espantosas y gritaban desesperados,sollozando, cuando les aplicaban una ventosa.

Las ventosas de nuestro hospital eran especiales. Como el aparato con que se practican lasincisiones instantáneas en la piel estaba algo estropeado, era preciso recurrir a la lanceta. Para unaventosa es preciso hacer doce incisiones, que no resultan, empero, dolorosas cuando se emplea elaparato a propósito, porque las hace instantáneamente; pero la lanceta corta con lentitud y el pacientesufre de un modo atroz.

Si las ventosas son diez, las punzaduras ascienden al respetable número de ciento veinte, y laoperación resulta dolorosísima. Lo he experimentado yo mismo.

Pero el dolor no es tan agudo que impida contener los quejidos.

Era ridículo ver a aquellos individuos fuertes y robustos chillar como mujerzuelas y retorcersedesesperadamente.

Hubiérase podido compararles con los que son resueltos y tranquilos cuando se trata de asuntosimportantes, pero que, en casa, se ponen furiosos por una nonada, porque no le sirvan la comida a lahora de costumbre. Entonces se enfurecen, blasfeman, todo lo encuentran mal, les irrita y les ofende.

Semejantes caracteres son comunes en el pueblo bajo y eran numerosas en el penal, a causa de lacohabitación forzada.

A veces los detenidos se burlaban y aun insultaban a estos delicados, que cesaban al punto en susquejas, como si sólo hubieran esperado aquellos insultos para callar.

Ustíantsev no podía tolerarlos y en seguida llamaba al orden al escandaloso. Verdad es querecriminaba también a los insultadores. Era esto una necesidad engendrada por su enfermedad y aunpor su estupidez.

Nos miraba primero fijamente y comenzaba en seguida una tremenda filípica, como si fuese elllamado a guardar el orden y vigilar por la moralidad de todos.

Page 141: Memorias de La Casa de Los Muertos

-No puede pasarse sin meter la nariz en todas partes -decían riendo los reclusos, porque le teníanlástima y evitaban cuestiones con él.

-¿Has charlado ya bastante? Tres carros no bastarían para cargar todo lo que has dicho.

-No hay razón para gritar tanto por un puntazo de lanceta. ¡Calla, hombre, que te vas a desgañitar!

-¿Por qué se quejará de esa manera? ¡Vaya un hombre!

-Y cuenta -añadía otro- que las ventosas no valen la pena. Yo las he probado y les aseguro que loúnico fastidioso en el mundo es que le tiren a uno de las orejas…

-¿Te han tirado a ti?

-¡Claro está!

-Ahora se comprende que las tengas como esportillas.

En efecto, el forzado a quien fue dirigida la pregunta, Schapkin, tenía unos apéndices auricularesenormes. Antiguo vagabundo, joven aún, inteligente y pacífico, hablaba siempre jocosamente, aunquedisfrazando sus burlas con cierto aire de seriedad.

-¿Cómo podía yo sospechar que te habían tirado de las orejas, cabeza de chorlito? -proseguíaUstíantsev, dirigiéndose, indignado, a Schapkin.

Pero éste no le hacía caso.

-Vamos, cuenta -añadía otro-, ¿quién fue el que te hizo esa caricia?

-¡Qué caricia ni que ocho cuernos! -exclamaba Schapkin con cómica indignación-. Los jefes depolicía no tienen nada de cariño, y a fe que no era manco el que de poco me dejó desorejado. Pues bien,escuchen ustedes, que es buena:

»Habíamos llegado a K. . . Efim, otro vagabundo que no tenía apellido, y yo. Por el camino nosrefocilamos de lo lindo en una aldea llamada Tolmina. Llegamos a la ciudad y en seguida tanteamos elterreno para ver si podíamos dar un buen golpe y salir de naja a escape. Ya saben ustedes que a campoabierto es uno libre como el aire, pero no así en las ciudades. Entramos a la primera taberna que vimos ynos sorprendió encontramos con un hombrón que daba miedo, de mala catadura y vestido pobremente aluso tudesco, el cual se acercó a nosotros y, tras cuatro vulgaridades, nos espetó esta pregunta:

»-¿Llevan ustedes sus pasaportes?

»-No -le contestamos.

»-¡Caramba, ni yo tampoco! -repuso contrariado-. Lo peor del caso es que me acompañan dosamigos que están al servicio del general Cucú.[4] Hasta ahora hemos ido tirando más que pasablemente,pero la plata comienza a escasear… No obstante, puedo ofrecerles aún un litro de aguardiente, si loquieren ustedes partir conmigo.

»-¡Con mil amores! -nos apresuramos a responder-. Beberemos todo lo que usted quiera.

»Entonces ellos nos indicaron el sitio donde se podía dar el golpe. Se trataba de una casa sita en unextremo de la ciudad, residencia de un opulento burgués, de donde no saldríamos seguramente con lasmanos vacías, y decidimos realizar la operación aquella misma noche. Pero ¡ay! mientras discutíamos elprocedimiento, cayeron sobre nosotros los sabuesos de la policía, nos llevan a la delegación, y el propiojefe dice que se encarga del atestado y, por consiguiente, del interrogatorio.

Page 142: Memorias de La Casa de Los Muertos

»Era un hombre alto, corpulento y de enormes bigotes.

»Además de nosotros cinco, había otros tres vagabundos en su despacho.

»Ya saben ustedes, camaradas, que nada hay tan divertido como el interrogatorio de un vagabundo, pues al punto pierde la memoria y ni aun dándole martillazos en la cabeza se la haríanrecobrar. ¡Cuando cierra el pico no hay quien le haga hablar!

»El jefe de policía encendió su pipa, apuró una taza de té, y dirigiéndose a mí comenzó apreguntarme:

»¿Quién eres tú?

»Yo contesté, como suelen responder todos mis compañeros:

»-¡Aseguro a Vuestra Alta Nobleza que no lo sé!

»-¿Ah, sí? Bueno, espera, que luego ajustaremos cuentas, pues tu hocico no me es desconocido. Ytú, ¿quién eres? -pregunta a otro.

»-Hijo del país, Nobleza.

»¿Te llamas Hijo del país?

»-Sí, Nobleza.

»Está bien, quedamos en que eres hijo de todo el país. ¿Y tú? -añade, dirigiéndose a otro detenido.

»-Soy lo mismo que éste, Alta Nobleza.

»-Bien, ¿pero cómo te llamas?

»-Como él.

»-¿Quién te ha puesto ese nombre, bribón?

»-Personas de bien, señor. Vuestra Alta Nobleza sabe que no falta en este mundo esta clase degente.

»-¿Quiénes son esas personas de bien?

»-Lo sabía, pero se me ha olvidado. Perdone Vuestra Alta Nobleza, no es culpa mía.

»-¿Pero has olvidado a toda esa gente honrada?

»-Por completo, Nobleza.

»-Sin embargo, tendrás familia, hermanos, padres, alguien, en fin, de quien puedas acordarte.

»-Posible es que los haya tenido, pero no me acuerdo de nadie, lo aseguro a Vuestra Alta Nobleza.

»-¿Dónde has vivido hasta ahora?

»-En el bosque.

»-¿Siempre en el bosque?

»-Siempre en el bosque.

Page 143: Memorias de La Casa de Los Muertos

»-¿También en el invierno?

»-No sé lo que es eso.

»-¡Eres un pillo de siete suelas! y tú, ¿cómo te llamas? -prosigue, encarándose con otro detenido.

»-Toparofi, Nobleza.

»-¿Y tú?

»-Aguza, Nobleza.

»-¿Y tú?

»-Afila, Nobleza.

»-¿Y tampoco se acuerdan de nada?

»-De nada absolutamente.

»-Llévenlos a todos a la cárcel -añade el jefe de policía, dirigiéndose a sus agentes-. Más tarde verélo que se ha de hacer. Tú, desmemoriado -me dice-, siéntate ahí delante de la mesa.

»Le miro con aire embobado, veo papel, pluma y tintero y vacilo, diciéndome: ‘¿Qué me querrá estetío?’

»-¡Siéntate -repite-; toma la pluma y escribe!

»Y esto diciendo, me dio tal tirón de las orejas, que le miré como el diablo puede mirar a un curaechando bendiciones, seguro de que se las había llevado entre los dedos.

»-¡No sé escribir, Nobleza!

»-¡Escribe, te digo!

»-¡Tenga compasión de mí, Alta Nobleza!

»-¡Escribe o te desnuco!

»Y esta vez no se contenta con tirarme de las orejas, sino que me las retuerce despiadadamente. Lesaseguro, camaradas, que hubiera preferido recibir quinientos azotes. ¡Oh, qué dolor más horrible!

»-¡Escribe! ¡escribe! -seguía diciendo el maldito policía.

»¿Se había vuelto loco? No; escuchen la razón de su insistencia. Pocos días antes, un empleadohabía dado un golpe en Tóbolsk, apoderándose de cuanto contenían las cajas de las oficinas y tomando alpunto las de Villadiego con el importe de su operación. El dichoso empleado tenía también unas orejasrespetables y sus señas personales convenían malhadadamente con las mías, y de aquí que el jefe depolicía quisiera averiguar a toda costa si sabía yo escribir.»

-Era un viejo zorro el tal policía. Y dime, ¿te dolían los tirones?

-¡No me lo recuerden siquiera!

Resonó una carcajada unánime.

-¿Y escribiste?

Page 144: Memorias de La Casa de Los Muertos

-¡Qué había de escribir! Dejé correr la pluma por el papel haciendo garabatos hasta que el policía secansó de retorcerme las orejas, me propinó la docena de pescozones de rigor y me dejó ir…a la cárcel.

-Pero tú sabes escribir, ¿verdad?

-Sí, pero se me olvida apenas veo la pluma en la mesa de un jefe de policía.

*

Gracias a estas conversaciones se pasaban menos aburridas las horas en el penal.

¡Dios mío que fastidio! Los días eran inacabables, sofocantes, horriblemente monótonos. ¡Si a lomenos hubiese tenido un libro!

Sin embargo, entraba con frecuencia al hospital, sobre todo al principio de mi condena, ora porqueestaba realmente enfermo, ora para descansar, o bien para salir por unos días del penal, donde la vidaresultaba aún más penosa especialmente desde el punto de vista moral.

En el presidio encontrábanse siempre las mismas envidias, la misma hostilidad pendenciera, lasmismas burlas, las mismas provocaciones y las mismas caras amenazadoras que denunciaban el odio queinspirábamos a aquellos desalmados los que pertenecíamos a una clase social más elevada que la deellos.

En el hospital, a lo menos, vivíamos como iguales, éramos camaradas.

El momento más triste del día era el del anochecer. Nos acostábamos muy temprano. En el fondode la sala se percibía una vieja estufa como un punto brillante. El resto del departamento permanecíaenvuelto en una oscuridad casi completa. El aire infecto, sofocante; algunos enfermos no podíanconciliar el sueño y se pasaban horas enteras incorporados en la cama y la cabeza apoyada absortos ensus pensamientos.

Yo les miraba tratando de adivinar en qué pensaban para matar el tiempo y también poníame afantasear soñando con el pasado que se ofrecía prepotentemente a mi imaginación. Recuerdopormenores que en cualquier otro tiempo hubiera olvidado y no me habrían causado una impresión tanhonda como entonces.

Soñaba también con el porvenir. ¿Cuándo saldría del penal? ¿Qué sería entonces de mí? ¿Volvería ami país natal?

Pensaba, pensaba y sentía renacer en mi alma la esperanza… Me ponía luego a contar, uno, dos,tres, cuatro, etc., confiando en que así me dormiría, pero llegaba a veces hasta tres mil sin conseguirlo.De vez en cuando oía que Ustíantsev tosía, con voz de tísico, gemía luego y balbuceaba:

-¡Dios mío, he pecado!

¡Qué espantoso era escuchar aquella voz enferma, débil y entrecortada en medio del silencioabsoluto que reinaba en la sala!

En un rincón, conversaban algunos enfermos que tampoco podían conciliar el sueño. Uno de elloscontaba su pasado, hablaba de cosas lejanas y desvanecidas; de su vida de latrocinios, de sus hijos, de sumujer, de sus antiguas costumbres…

Se oía una vez que otra un susurro ligero como de agua que cayera en un recipiente allá lejos, en el

Page 145: Memorias de La Casa de Los Muertos

fondo de la sala…

Recuerdo que en una de esas interminables noches de invierno, oí un relato que al principio mepareció un sueño contado bajo la angustia de una fuerte pesadilla, soñada en un momento deperturbación febril, de delirio.

IV

El marido de Akulka

Eran las once de la noche. Rato hacía que dormía yo profundamente en mi cama, cuando me despertésobresaltado.

La luz débil y oscilante del farolillo apenas alumbraba una parte de la sala. Todos dormían, inclusoUstíantsev.

En el corredor resonaban los pasos de la patrulla que se acercaba: oyóse el ruido seco producido algolpear en el suelo con la culata de un fusil y en seguida el chirrido de los cerrojos de la puerta que seabría. Entró el cabo de guardia, contó a los enfermos y abandonó la sala, en la que volvió a reinar el másprofundo silencio.

Únicamente entonces eché de ver que, cerca de mí, hablaban en voz baja. No oí el principio de suconversación y perdí muchas frases; pero poco a poco me fui acostumbrando a aquel murmullo y loentendí todo.

Sucede a menudo que dos detenidos que tienen las camas juntas y no se han cambiado una palabraen semanas y aun en meses enteros, entablan de improviso una conversación animada en el corazón dela noche y se cuentan mutuamente sus historias y sus cuitas.

Uno de ellos hablaba con calor incorporado en su lecho e inclinada la cabeza hacia su interlocutor.Estaba visiblemente sobreexcitado. Su compañero, sentado con aire triste y apático en su cama, balbucíade vez en cuando alguna frase en respuesta al que hablaba, tomando repetidos polvos de rapé. Cherevin,el oyente, era soldado de la compañía disciplinaria, malhumorado siempre, frío y calculador, un imbécillleno de amor propio, mientras que Schíshkov, su interlocutor, era un joven de treinta años, de la clasemedia privilegiada, en el que apenas había yo reparado.

Durante el tiempo que llevaba en el penal, no me había inspirado jamás interés, porque eraexcesivamente vanidoso y atolondrado. A veces guardaba silencio por semanas enteras y permanecíaceñudo y desdeñoso. Repentinamente se animaba e iba de pabellón en pabellón contando las historiasmás extrañas, calumniando a mansalva, desafiando a todos y promoviendo alborotos y pendencias;parecía fuera de sí por la exaltación. Le castigaban entonces con unos cuantos azotes y volvía a guardarsilencio por otros cuantos días, hasta que volvía a las andadas. Como era haragán y rastrero, le mirabantodos con profundo desprecio. Era de pequeña estatura, muy delgado, y cuando no estaba absorto en suspensamientos miraba con ojos espantados. Cuando refería algo se exaltaba, gesticulaba como un loco, se

Page 146: Memorias de La Casa de Los Muertos

interrumpía, perdíase en mil digresiones y acababa por olvidar el objeto de la conversación.

Se enojaba por cualquier futesa, insultaba al adversario, hablaba con aire sentimental y casilloraba...

Su pasión era la balalaika,que tocaba bastante discretamente y bailaba también con mucha destrezalos días de fiesta, incitado por sus compañeros. Se podía hacer de él lo que se quisiera, no porque fueseobediente sino por su afán de hacerse de amigos y complacerlos.

Durante largo rato, repito, no pude entender bien lo que Schíshkov contaba; parecíame que seapartaba a menudo del tema para hablar de otra cosa. Quizá había notado que Cherevin no prestabaatención a su relato, pero no se daba por advertido y continuaba impertérrito.

-Cuando iba al mercado, todo el mundo le saludaba, porque era un ricachón, un labrador…

-¿No has dicho que se dedicaba al comercio?

-Sí, era tendero también. Entre nosotros, los labradores están siempre arruinados, parecendesposados con la miseria; las mujeres han de ir al río para tomar el agua que necesitan para regar lashuertas, se matan trabajando y se afanan inútilmente, porque luego apenas pueden recoger para unaensalada. Pero el individuo de quien te hablo poseía un magnífico predio, muy bien cultivado ynumerosas colmenas que producían abundante miel. Además, era tratante en ganados. En una palabra,en el pueblo era un personaje temido y respetado. Sesenta años bien contados llevaba ya sobre susespaldas en la época a que me refiero y tenía los cabellos grises. Cuando se presentaba en el mercadotodo el mundo le saludaba.

»-¡Buenos días, compadre Ankudim Trofímich!

»-Buenos días -contestaba-. ¿Cómo vamos?

»Porque debes saber que no despreciaba a nadie.

»-Que Dios le conceda aún muchos años de vida, Ankudim Trofímich.

»-¿Como van tus negocios?

»-Muy bien, ¿y los suyos, compadre?

»-Hombre, no puedo quejarme; la tierra me va dando todo lo que puede.

»-Que Dios aumente sus bienes…

»Repito que no despreciaba a nadie, por humilde que fuera.

»Sus consejos eran buenos; cada palabra suya valía un rublo. Leía mucho, porque era muyinstruido, pero siempre libros religiosos, llamaba a su esposa Maria y le explicaba minuciosamente loque acababa de leer.

»Maria Stepánovna, joven aún, era su segunda mujer. Habíase casado con ella esperanzado entener hijos, que no pudo haber en su primera esposa, y en efecto, aquélla le hizo padre de dos, que eranmuy jóvenes aún, porque Vasia, el menor, nació cuando Ankudim Trofímich llegaba a los sesenta años yAkulka, la menor, no contaba arriba de diez y ocho.»

-Esa Akulka es tu mujer, ¿verdad? -interrumpió Cherevin.

-Espera, ya hablaremos de eso. Filka Morosov comienza a hacer el tonto y dice a Ankudim:

Page 147: Memorias de La Casa de Los Muertos

»-Separémonos, devuélveme mis cuatrocientos rublos, pues ni quiero continuar este tráfico nicasarme con Akulka, sino divertirme. Puesto que mis padres han muerto, estoy decidido a darme buenavida, y cuando haya derrochado el último kópekme haré soldado y llegaré a general.

»Ankudim le restituyó su dinero, pues en otro tiempo negociaba asociado al padre de Filka.

»-¡Eres un perdido! -le dijo al entregárselo.

»-Si yo soy un perdido, viejo insolente -le contestó Filka- tú eres el mayor ladrón que me he echadoa la cara. En tu afán de acumular una fortuna no reparas en los medios, y no quiero tener que ver nadacontigo, y, sobre todo, no me casaré jamás con Akulka, porque me ha dado de antemano lo que lasmujeres no entregan al hombre hasta que es su marido...

»-¿Cómo te atreves, miserable, a insultar las canas de un anciano y mancillar el honor de una jovencomo mi hija? ¡Mientes, miserable, víbora, perro sarnoso! -exclamó Ankudim, rojo de ira.

»-No sólo no me casaré con ella aunque me dieses montañas, sino que nadie querrá por esposa auna mujer deshonrada -insistió Filka al tiempo de abandonar la casa del anciano.

»Después de esto se dedicó a propalar la especie por todo el pueblo valiéndose de varios amigos aquienes pagaba con este objeto.

»Vendió todas sus propiedades e iba diciendo a cuantos querían oírle:

»-Quiero ver el fondo de mi bolsa, venderé luego la casa y sentaré plaza en el ejército o me echaré alcampo.

»Estaba ebrio desde por la mañana hasta la noche y paseaba en un coche tirado por dos caballosatalajados con grandes colleras sembradas de cascabeles. Entre las muchachas del pueblo tenía un granpartido…»

-¿Pero era cierto que había tenido algo que ver con Akulka? -volvió a interrumpir Cherevin.

-Ya llegaremos a eso, ten paciencia. Mi padre había fallecido. Mi madre amasaba y cocía pan porcuenta de Ankudim, y esto nos daba para ir viviendo, pero muy mal. Poseíamos, además, una parcela detierra, que sembrábamos de trigo o cebada, pero en cuanto murió mi padre la vendí y derroché suimporte, y para obligar a mi madre a que me diese dinero llegué a pegarle…»

-Hiciste muy mal -interrumpió Cherevin-; una madre es sagrada para los hijos.

-A veces estaba ebrio todo el día y no me daba cuenta de lo que hacía. Poseíamos también unacasucha, todo lo pobre y miserable que quieras, pero que al fin y al cabo era nuestra y algo nos hubierandado por ella. Padecíamos hambre, pues a veces nos pasábamos semanas enteras comiendo raíces. Mimadre me atormentaba a todas horas diciéndome simplezas, pero yo no le hacía caso, y me convertí enla sombra de Filka Morosov.

»-Tócame la guitarra -me decía- y yo te escucharé tendido en la cama. Te pagaré bien porque soy elhombre más rico del mundo.

»No sabía ya qué inventar, pero no tomaba jamás nada que fuese de dudosa procedencia, porque sepreciaba de honrado.

»-Vamos a embadurnar de pez[5] la puerta de Akulka -me dijo un día-. No quiero que se case conMikita Grigórich. Ahora estoy más empeñado que nunca en impedirlo.

»Tiempo hacía ya que el viejo Ankudim Trofímich quería casar a su hija con Mikita Grigórich,hombre ya entrado en años, con los anteojos calados siempre y comerciante; pero cuando oyó hablar de

Page 148: Memorias de La Casa de Los Muertos

la mala conducta de Akulka, dijo a Ankudim, sin andarse por las ramas:

»-Haría un papel muy ridículo si tomase a su hija por esposa; además, ya soy demasiado viejo paracasarme y renuncio al matrimonio.

»Embadurnamos, pues, con humo de pez la puerta de la muchacha, y desde aquel momentocomenzaron sus padres a propinarle tales palizas que la dejaban por muerta. Maria Stepánovna gritaba:

»-¡Eso será mi muerte!

»Y el viejo Ankudim añadía:

»-Si estuviéramos en los tiempos patriarcales la sacrificaría sobre un altar; mas en este mundo todoes ahora podredumbre y corrupción.

»Los vecinos oían chillar de vez en cuando a Akulka, pues le pegaban atrozmente a todas horas.

»En cierta ocasión me la tropecé en el momento que salía de su casa para ir a la fuente, ydeteniéndome le dije:

»-Buenos días, Akulka Ankudímovna, -¿con quién vives y de dónde sacas el dinero para ir tanelegante?

»No le dije más: ella se limitó a mirarme con sus ojazos negros. Estaba más delgada que un huso.

»Su madre, creyendo que estaba chicoleando conmigo, le gritó desde la puerta:

»-¿Qué tienes que ver con ése, desvergonzada?

»Y volvieron a pegarle desde aquel día con más furia que nunca, si cabe.

»-Le pego -decía su madre-, porque ya no es mi hija.»

-¿Luego era, en efecto, una mujer de mala vida? -preguntó, intrigado, Cherevin.

-Todo lo sabrás, no te impacientes. No hacía más que emborracharme con Filka.

»Un día que estaba yo acostado, llegó mi madre, y sin más ni más comenzó a llenarme deimproperios y me dijo:

»-¿Qué haces ahí tendido, sinvergüenza, haragán? Cásate con Akulka; te la darán gustosos, contrescientos rublos de dote.

»-¿Pero no sabes que está deshonrada? -respondí.

»-¡Bah! Esas manchas desaparecen bajo la corona matrimonial. Tú vivirás como un rey, ellatemblará delante de ti y nos daremos la gran vida con su dinero. Ya he hablado de este casamiento conMaria Stepánovna y estamos de acuerdo.

»-Denme en seguida veinte rublos y me caso -contesté.

»Así lo hicieron, pero desde aquel momento salía de empalmar una borrachera con otra.

»Filka Morosov, por otra parte, no hacía más que amenazarme:

»-¡Te voy a romper las costillas, prometido de una tal! -me decía-. Cuando estés casado, tu mujer loserá mía más que tuya.

Page 149: Memorias de La Casa de Los Muertos

»-¡Mientes, perro! -exclamé yo indignado.

»Volví a mi casa y dije resueltamente:

»-No me casaré jamás, si no me dan ahora mismo cincuenta rublos.»

-¿Y te casaste, al fin?

-Por fuerza -contestó Schíshkov a la pregunta de Cherevin-, e hice mal, porque nosotros no éramosgente deshonrada. Mi padre quedó arruinado, poco antes de su muerte, a causa de un incendio, perohabía sido más rico que Ankudim Trofímich.

»-¡Miserable descamisado -me dijo éste-, debieras tenerte por muy honrado siendo el marido de mihija!

»-Si no hubieran embadurnado su puerta con alquitrán, quizá; mas ahora...

»-¡Calla, imbécil, que no sabes lo que dices! ¡Demuéstrame que mi hija ha sido deshonrada! Sinembargo, las puertas de mi casa están abiertas de par en par para que te marches, pero me has dedevolver el dinero que te he entregado.

»No hubo más remedio que pasar por el yugo matrimonial.

»Yo seguía empalmando borrachera con borrachera, pero en cuanto estuvimos en la iglesia medespejé por completo.

»El viejo Ankudim no hacía más que llorar.

»Yo me había metido un látigo en el bolsillo al ir a la iglesia, y estaba resuelto a emplearlo para quese supiese por medio de qué abominable engaño había sido yo víctima y demostrar que no era tan tontocomo suponían-…»

-Y que a la vez comprendiese tu esposa lo que podía esperar de ti, ¿no es cierto? -interrumpióCherevin.

-Lo has adivinado, compadre. Pero me contuve. Terminada la ceremonia, nos condujeron a Akulkay a mí a la cámara nupcial, mientras los demás bebían en celebración de la boda.

»Akulka estaba pálida como la cera. Era muy linda, en verdad, de cabellos finos, de un rubio clarocomo el lino, y ojos grandísimos que miraban con espanto el látigo que yo había colocado sobre la cama.

»No despegaba los labios; diríase que se había vuelto muda de repente. En fin, me conmoví, no hiceuso del látigo y... ya te puedes imaginar la escena que se desarrolló. Pero lo que no llegarías ni asospechar siquiera es que Akulka era inocente, que nada vituperable tenía yo que reprocharle.»

-¡Es posible!

-Lo que oyes, Cherevin. Era honrada, como pudiera serlo la muchacha más pura. ¿Por qué, pues,había sufrido sin chistar tales tormentos? ¿Por qué la había difamado Filka Morosov?

-Eso es precisamente lo que yo me pregunto.

-Salté entonces del lecho y arrodillándome ante ella junté las manos y exclamé: ‘Perdóname,querida mía, por haber sido tan bestia prestando oídos a las calumnias que han propalado en contratuya. ¡Perdóname, soy un canalla!’

»Ella estaba sentada en el borde de la cama y me miraba sin pestañear. Luego me puso ambas

Page 150: Memorias de La Casa de Los Muertos

manos en los hombros y soltó el trapo a reír, a pesar de que las lágrimas rodaban por sus pálidasmejillas. Reía y sollozaba al mismo tiempo.

»Yo salí de la alcoba rojo de ira, y dije con voz estentórea, dirigiéndome a los convidados a la boda:

»-¡Ay de Filka Morosov en el momento que le eche la vista encima! ¡Es un vil calumniador!

»Mis suegros no podían articular palabra, embargados por la emoción, y Maria Stepánovna estabapara arrojarse a los pies de Akulka y pedirle perdón, cuando a Ankudim se le ocurrió exclamar:

»-¡Pobre hija de mi alma! Si hubiéramos sabido esto, no sería hoy tu marido ese animal.

»Yo no contesté, porque me hice cargo que el pobre viejo no sabía lo que se estaba diciendo enaquel momento.

»Había que ver lo bien ataviados que íbamos el primer domingo, después de nuestra boda, al salirde la iglesia. Todos se paraban para mirarnos.

»Yo,a la verdad, no hacía mala pareja con Akulka, que estaba monísima. Pero no hay quevanagloriarse, ni humillarse tampoco, porque personas como nosotros se encuentran a docenas y…»

-No jures, te creo por tu palabra -volvió a interrumpir Cherevin.

-No digas simplezas y escucha -prosiguió Schíshkov-. El día después de mi casamiento, logréescaparme de casa de mi suegro, y más borracho que una cuba me planté en medio de la plaza gritandocon todas las fuerzas de mis pulmones: ‘¡Que venga ese ganapán de Filka Morosov! ¡Que venga ese vilcalumniador de muchachas honradas, que le voy a arrancar la lengua!’

»Yo gritaba como un energúmeno, y tres hombres hubieron de apelar a todas sus fuerzas parallevarme primero a casa de Vlasov y luego a mi domicilio. En el pueblo no se hablaba de otra cosa. Lasmuchachas se decían unas a otras en el mercado:

»-¿Sabes la noticia?

»-¿Sobre qué?

»-¡Pues sobre que Akulka... había sido calumniada! ¡Que no había razón para señalar su puerta conalquitrán!

»Algunos días después me tropecé con Filka Morosov, el cual me dijo delante de varias personas:

»-Vende tu mujer, y así no te faltará para aguardiente. El soldado Yaschka se casó únicamente poreso. No ha compartido el lecho ni una sola vez con su mujer, pero en cambio ha tenido siempre dineropara emborracharse y ya hace tres años…

»-¡Canalla ! -le interrumpí.

»-¡Imbécil! -me contestó. Cuando te casaste no estabas en tu cabal juicio y, claro, como no sabías loque te pescabas, te dieron gato por liebre.

»Estas palabras me abrieron los ojos y vuelto a casa grité desesperado:

»-¡Me casaron ustedes estando borracho!

»La madre de Akulka iba a arrojarse sobre mí con la sana intención de arrancarme los ojos, pero yola contuve a tiempo diciéndole:

»-Maria Stepánovna, tú no entiendes más que de dinero. Que venga mi mujer.

Page 151: Memorias de La Casa de Los Muertos

»Aquel mismo día le propiné la primera paliza de la serie que no había de tener interrupción. Entréen la alcoba y no dejé de azotarla hasta que, rendido, se me cayó el látigo de la mano. Durante tres díasno pudo abandonar el lecho.»

-¡Magnífico! -dijo Cherevin con flema-; si no se les pega a las mujeres, ellas se anticipan... ¿Lasorprendiste algún día con su amante?

»-No, nunca me dio el más ligero motivo ni aun para abrigar sospechas -repuso Schíshkov tras unabreve pausa-. Pero estaba fuera de mí, porque era el blanco de las burlas generales, especialmente deFilka Morosov, el cual me decía cada vez que me encontraba:

»-Tu mujer está destinada a serlo al mismo tiempo de los otros.

»Un día nos invitó a su casa, y a las primeras de cambio dijo, dirigiéndose a los demás convidados:

»-He aquí un marido dichoso. Tiene una mujer hermosa, noble, bien educada, afectuosa y, sobretodo, muy complaciente con nuestro sexo. ¿Te has olvidado, amiguito -añadió volviéndose hacia mí-,que nos ayudaste a embadurnar su puerta con alquitrán?

»Estaba borracho, como de costumbre, y asiéndome por los cabellos me echó a rodar por el suelo.

»-Vaya -me dijo-, baila un poco, esposo de Akulka; yo te tendré por el pelo para que no te caigas.

»-¡Canalla! -rugí encolerizado.

»-Déjate de palabras gruesas -me contestó-. Te aseguro que iré a tu casa con unos cuantos amigosalegres y daré una tunda de latigazos a tu mujer, porque eso me divertirá.

»¿Lo creerás? durante un mes no me atreví a salir de casa, temiendo que Filka llevase a cabo suamenaza. Entretanto, menudeaban las palizas a mi mujer.»

-Perdías el tiempo lastimosamente -repuso Cherevin-; a las mujeres se les puede atar de manos ypies pero no de la lengua. No conviene hacer uso del látigo más de lo necesario. Primero se les pega,luego se les sermonea y, por último, se les acaricia. Para esto ha sido creada la mujer.

Schíshkov guardó silencio unos instantes.

-Estaba furioso -prosiguió-. Volví a mi antigua costumbre y le pegaba desde la mañana hasta lanoche por cualquier futesa; si no le descargaba unos cuantos latigazos me aburría. A veces la sorprendíasentada en el hueco de la ventana llorando amargamente. Daba lástima verla llorar y me acercaba a ellapara consolada, y al punto exclamaba:

»-¡Eres un infame que mereces ir a presidio!

»-¡Si no cierras la boca te estrangulo! -respondía yo-. ¿Te olvidas de que me casaron contigoaprovechándose de mi embriaguez? ¿No tienes presente que me engañaste?

»Al principio el viejo Ankudim quiso mezclarse en nuestros asuntos y me dijo un día:

»No te creas que infundes miedo a nadie y que si me obligas te haré entrar en razón.

»Pero no le dejé continuar.

»Maria Stepánovna habíase vuelto afabilísima.

»Cierto día vino a verme deshecha en llanto.

Page 152: Memorias de La Casa de Los Muertos

»-No puedo más, Iván Semiónich -me dijo-. Tengo el corazón destrozado y lo que voy a pedirtenada te cuesta. ¡Déjala que se vaya!

»Y prosiguió entre sollozos, arrojándose a mis plantas:

»-¡Ten compasión de ella, perdónala! Los malvados la han calumniado; tú sabes muy bien que erahonrada cuando te casaste con ella.

»Yo no hice caso de sus lágrimas ni de sus ruegos.

»-¡Basta, ni una palabra más! -le contesté-. Yo sé lo que tengo que hacer. En cuanto a FilkaMorosov, sabe que es uno de mis mejores amigos…»

-¿Habían vuelto ustedes a emborracharse juntos? -preguntó Cherevin.

-¡Quia! Ya no se podían hacer migas con él. Habíase bebido hasta el último kópek y, conforme a suspropósitos, se vendió para sustituir en el servicio militar al hijo de un rico burgués del pueblo. Entrenosotros, cuando un joven se decide a ser sustituto de un soldado, es el dueño de la casa y de susmoradores hasta que es llamado a incorporarse al cuerpo que le designen. La cantidad estipulada no larecibe hasta el día de la marcha; pero entretanto vive en la casa del sustituido, a veces durante seismeses. No hay horrores que esa gente no cometa. Es como para sacar de la vivienda las imágenessagradas. Desde el momento en que consiente en reemplazar al hijo de familia, se considera como unbienhechor y cree que todo le está permitido. Así, pues, Filka Morosov era el amo, el déspota de aquellacasa.

Cohabitaba con la hija; no respetaba a la madre, y al padre le llevaba de aquí para allá tirándole dela barba. Exigía que diariamente le preparasen el baño a vapor, que produjesen éste con aguardiente yque las mujeres de la casa le llevasen al baño sosteniéndole por debajo de los brazos.[6]

»Cuando volvía a casa del burgués, después de una de sus orgías, deteníase en la acera gritando:

»-¡No quiero entrar por la puerta! ¡Que abran una brecha en la pared de cerca del jardín para quepueda yo pasar!

»Y era preciso obedecerle.

»Llegó, finalmente, el día en que fue llamado a incorporarse a su regimiento. Desde aquelmomento le hicieron pasar la borrachera.

»Todo el pueblo se apiñaba en las calles, para verle pasar exclamando con pesar:

»-¡Se llevan a Filka Morosov!

»Akulka volvía del huerto, y apenas la vio Filka saltó del carro, y arrodillándose ante ella, exclamó:

»-Hermosa mía, bastoncito de rosa hace dos años que te amo locamente. Ahora me llevan alregimiento, y quién sabe si nos volveremos a ver. Perdóname, hija honrada de un padre honradísimo, yosoy el causante de todas tus desventuras. ¡Soy un miserable, un canalla!

»Akulka estaba espantada, pero se rehizo prontamente, le saludó con una inclinación tan profundaque de poco no se rompe el espinazo, y replicó:

»-Perdóname tú también, hermoso y querido joven; no te guardo rencor.

»Entré en casa en pos de ella.

»-¿Qué le has dicho a ese hombre, perra maldita? -le pregunté echando espumarajos por la boca.

Page 153: Memorias de La Casa de Los Muertos

»¿Lo creerás? mi mujer, ni se inmutó siquiera, y mirándome con aire de desafío me contestó:

»-¡Pues que le amo con toda mi alma!

»-¡Oh!

»Me quedé como petrificado. De momento no le dije palabra ni en todo el día hice la más ligeraalusión a lo ocurrido: únicamente al tiempo de ir a acostarnos, le susurré al oído:

»-Akulka, tengo que matarte.

»No pude pegar ojo en toda la noche. Apenas fue de día salí de la alcoba para beberme el kvas y alcabo de un rato volví para decirle:

»-Akulka, prepárate para venir conmigo.

»Ya había combinado mi plan.

»-Tienes razón; hay que recoger la cosecha y me han dicho que desde hace días el trabajador quetenemos está enfermo y no hace nada -me contestó, disponiéndose a seguirme.

»Enganché el rocín al carrillo sin decir palabra.

»A la salida del pueblo hay un bosque que mide quince verstas de extensión, y al fondo estabasituada nuestra parcela de tierra de labor; mas apenas hubimos recorrido tres verstas a través delbosque, paré el caballo y dije a mi mujer.

»-Apéate, Akulka, que ha llegado tu última hora.

»Ella me miró con expresión de espanto.

»-Me has hecho sufrir demasiado y quiero acabar de una vez -añadí-. Encomienda tu alma a Dios.

»Dicho esto la agarré por sus largas y abundosas trenzas, la hice caer al suelo, la sujeté entre mispiernas, saqué el cuchillo, le eché la cabeza atrás, y le di una puñalada en la garganta... Gritó ella, lasangre brotaba a chorros de su herida... Entonces la tendí en el suelo y la abracé con todas mis fuerzas,para que fuera mía por última vez... Yo aullaba, ella gritaba, se revolvía... la sangre, su sangre, mesalpicaba el rostro, me teñía las manos … Tuve miedo entonces, y la dejé… Abandoné también elcaballo y el carricoche, atravesé el bosque como si llevase el diablo a los talones, y entrando en la casapor la parte posterior, me escondí en el cuarto de baño que estaba medio derruido y nadie lo utilizaba.»

-¿Y Akulka? -preguntó Cherevin.

-Se levantó también con ánimo de volver a casa. Más tarde la encontraron a cien pasos del sitiodonde yo la había herido.

-¿De manera que no la remataste?

-No.

Schíshkov guardó silencio.

-Sí -prosiguió Cherevin-, indudablemente no le cortarías una vena que llaman yugular, y sin eso,aunque arrojase torrentes de Sangre, escaparía…

-Pues no escapó. La encontraron muerta al atardecer. Inmediatamente sospecharon de mí y sepusieron a buscarme. A media noche me descubrieron en el baño... y ya hace cuatro años que estoy aquí

Page 154: Memorias de La Casa de Los Muertos

-añadió Schikof tras una breve pausa.

-Ciertamente -prosiguió sentenciosamente Cherevin-, si no se les pega no se puede sacar partido deellas... Sin embargo, amiguito, has obrado como un solemnísimo burro. Yo sorprendí a mi mujer con unamante: tomé un ronzal y doblándolo en dos le pregunté: «¿A quién juraste fidelidad? ¿A quién jurastetu fe en la iglesia?» Y sin esperar la respuesta, le estuve dando gusto a la mano durante una hora, hastaque, medio destrozada por las caricias del ronzal, exclamó: «Te lavaré los pies y me beberé después elagua.» Se llamaba Avelotia.

[1] Viejo practicante militar.[2] Personaje de Las almas muertas de Gógol.[3] Los schipitzruten eran varas de las que se hacía mucho uso en Alemania, donde fue inventado esta castigo.[4][4] Quiere decir del bosque donde canta el cucú.[5] Embadurnar de pez la puerta de una muchacha significa que ésta ha perdido su inocencia.[6] Era una muestra de respeto que se daba antes en Rusia.

Dostoievski: Memorias de la Casa de los Muertos

Page 155: Memorias de La Casa de Los Muertos

Dostoievski: Memorias de la Casa de los Muertos

V

Durante el verano

Estamos en abril; la Semana Santa se avecina y se da comienzo a los trabajos de la época de loscalores.

El sol es cada día más cálido y esplendoroso; el aire está impregnado de los efluvios primaverales einfluye sobre el sistema nervioso.

El recluso que está encadenado siente también el influjo de los días espléndidos que engendran enél nuevos deseos, vivas aspiraciones y nostálgica tristeza.

Creo que siente mayor añoranza de libertad en un día de sol que en los lluviosos y grises del otoño ydel invierno.

Observé un hecho notable en todos los penados: si experimentaban algún placer en un día hermosoy claro, se volvían impacientes, irascibles. Noté, además, que en la primavera las disputas y laspendencias eran más frecuentes, mayor el estrépito, las riñas casi todas cruentas.

Durante las horas de trabajo sorprendíase una mirada que otra pensativa, obstinada, perdida en ellejano horizonte azul, a la otra orilla del Irtich, donde comenzaba la llanura que se extendíauniformemente por centenares de verstas, la libre estepa de los cherqueses.

Sentíanse hondos suspiros, exhalados de lo más profundo del pecho, como si aquel aire lejano ylibre invitase a los forzados a respirar a plenos pulmones y aliviar su alma oprimida y prisionera.

El pobre forzado trata, al fin, de sacudir su arrobamiento, de substraerse a los tristes recuerdos quele embargan y empuña furiosamente el pico o carga con los ladrillos que ha de transportar de un sitio aotro.

Al cabo de un momento ha olvidado aquella sensación fugaz y se pone a reír o a borbotar, según sucarácter.

Acomete la tarea que le han señalado con ardor insólito, como si tratase de sobreponerse,sofocándole, el dolor que le atormenta. Son todos individuos vigorosos, en la flor de su vida, en el plenogoce de sus fuerzas... ¡Qué pesadas son las cadenas en esta estación! No hago alardes desentimentalismo; garantizo la exactitud de mis observaciones.

Durante la estación calurosa, bajo un sol de fuego, cuando se siente con todas las fuerzas del alma ydel corazón y la naturaleza renace en nuestro derredor exuberante de vida, resulta mucho más penosa laprisión, la vigilancia constante de la escolta, la tiranía de una voluntad ajena.

Además es en la primavera cuando, con el primer canto de la alondra, comienza la vagancia en todala Siberia y en todas las Rusias. Los presos se evaden de las cárceles y buscan un refugio en los bosques.Después de la prisión sofocante, de los calabozos lóbregos, de las cadenas, de las varas y de los azotes,

Page 156: Memorias de La Casa de Los Muertos

vagabundean donde mejor les parece, a la ventura, en los parajes en que suponen que la vida es másagradable y más fácil. Beben y comen lo que encuentran, duermen tranquilos en el bosque o a campoabierto, sin pensamientos tristes, sin las angustias de la cárcel, como los pajarillos del aire, dando lasbuenas noches sólo a las estrellas del cielo, bajo la mirada única de Dios.

Pero no es todo dicha; a veces se padece hambre “al servicio del general Cucú”. A menudo noencuentra el vagabundo un pedazo de pan que llevarse a la boca, tiene que ocultarse, se ve obligado arobar y, a veces, perseguido, a asesinar también.

«El deportado es un niño que se precipita sobre todo lo que ve», se dice en Siberia.

Pero este dicho puede y debe aplicarse en toda su extensión al vagabundo. Casi todos son ladrones yforajidos, más por necesidad que por vocación.

Los vagabundos desalmados son numerosos. Existen forzados que se evaden, una vez extinguida sucondena, cuando ya son colonos y están en condiciones de ser felices y asegurarse el pan de cada día.

La vida de los bosques, miserable y triste pero libre y aventurera tiene, para los que la conocen, unatractivo fascinador y misterioso. Nos sorprende encontrar entre esos fugitivos individuos ordenados ypacíficos que prometían convertirse en excelentes agricultores y maridos modelos.

No obstante, el forzado se casa, tiene hijos, vive tranquilamente cinco o seis años en el mismolugar, y de improviso, desaparece y abandona mujer, hijos y hacienda, para acabar, a la larga, por volveral presido.

En el penal me indicaron a uno de estos desertores del hogar doméstico.

No había cometido ningún delito, o, por lo menos, no se le imputaba, pero había desertado...desertado para siempre. Había residido en la frontera meridional del Imperio, del lado de allá delDanubio, en la Kirghizia, en la Siberia oriental, en el Cáucaso, en todas partes.

¡Quién sabe! en otras condiciones, este hombre, llevado por su afición a los viajes, tal vez hubierallegado a ser un Robinson Crusoe.

Estos pormenores los supe por otros penados, pues el interesado no despegaba los labios sino porabsoluta necesidad.

Era un muchik de cincuenta años, tosco, pacífico, de aspecto sencillo, casi imbécil. Gustaba depermanecer horas y horas sentado al sol, tarareando entre dientes alguna canción, pero tan quedamenteque no se le oía a cinco pasos de distancia. Comía poco, preferentemente pan moreno, y no comprabajamás pan blanco ni aguardiente. Yo creo que no tenía jamás dinero ni lo deseaba, Pues todo lo mirabacon indiferencia. De vez en cuando solía dar de comer con sus propias manos a los perros del penal, locual no hacían los otros jamás, porque, generalmente, en Rusia no se siente inclinación por dar decomer a esos fieles amigos del hombre. Decíase que habíase casado, no una, sino dos veces, y que teníahijos residentes no recuerdo dónde.

Ignoro por qué le enviaron a presidio.

Todos estábamos persuadidos de que se evadiría más tarde o más temprano, pero, sea porque aúnno hubiese llegado la hora o porque ya no fuese tiempo, lo cierto es que extinguía tranquilamente, sucondena…

No tenía relaciones de ninguna clase en el ambiente en que vivía; era demasiado concentrado en símismo para tenerlas. No había, empero, que fiarse de su calma aparente, ¿mas qué hubiera ganadofugándose?

Comparando su vida errante por los bosques con la del penal, esta última resultaba una felicidad

Page 157: Memorias de La Casa de Los Muertos

paradisíaca. El destino del vagabundo es muy desgraciado, pero al menos es libre. He aquí por qué todopreso, cualquiera que sea el punto de Rusia en que radique su cárcel, se siente inquieto apenas leacarician los sonrientes rayos de la primavera, sin que por esto piensen todos en la evasión; es más, portemor a los obstáculos y al castigo que les aguarda si de nuevo son cogidos o fracasan sus tentativas, hayuno entre ciento que se decida; pero los otros noventa y nueve no hacen más que soñar cómo y adóndepodrían escaparse.

Este deseo, la sola idea de una esperanza, por remota que sea, les consuela.

Me refiero a los que ya han sido condenados; pues los detenidos que no han comenzado aún aextinguir su pena, se deciden más fácilmente.

Los reclusos se evaden, ordinariamente, al principio de su encierro. Cuando llevan dos o tres añosen el penal, lo piensan mejor y prefieren pagar legalmente su cuenta y trocarse luego en colonos aarriesgarse en empresas cuyas consecuencias pueden ser terribles.

No hay un penado de cada diez que logre “cambiar de suerte”.

Y los que lo intentan son, por lo general, los condenados a reclusión por tiempo indefinido.

Cambiar suerte es un término técnico en los penales.

Si un forzado es sorprendido en flagrante delito de evasión, responde, al ser interrogado, quetrataba de “cambiar de suerte”.

Esta expresión, un sí es no es literaria, describe perfectamente el acto que designa.

Ningún evadido espera llegar a ser completamente libre, pues sabe que esto es imposible; peroquiere que le envíen a otro establecimiento, que le hagan colonizar el país, que le juzguen nuevamentepor un crimen cometido durante su vagancia. En resumidas cuentas; no le importa el lugar adonde leenvíen, con tal que no sea al presidio en que haya estado anteriormente, pues su estancia en el mismo leresulta insoportable.

Si estos fugitivos no encuentran en el verano un lugar a propósito para pasar el tiempo o nocuentan con personas interesadas en ocultarles, o si no encuentran, al fin, la manera de hacerse de unpasaporte, aunque sea perpetrando un asesinato que le permitan vivir sin inquietudes en todas partes, seaglomeran en la ciudad o en las cárceles. Confiesan su condición de vagabundos y pasan la estación delos fríos en las prisiones del Estado, esperanzados con evadirse el próximo verano.

La primavera ejerció también su influencia sobre mí.

Mi angustia y mi tristeza aumentaban por momentos; el penal se me hacía odioso. La aversión quemi cualidad de hidalgo inspiraba a los forzados durante los primeros años de mi condena meenvenenaba la vida, y esto hacíame pedir con frecuencia que se me permitiera pasar al hospital, sin tenerninguna dolencia, sencillamente para librarme de ese odio obstinado e implacable.

-Ustedes, los nobles -me decían-, son aves de rapiña. ¡Bien clavaron sus garras y sus picos ennuestras carnes cuando éramos siervos!

¡Cómo envidiaba a los individuos de baja condición social que ingresaban en el presidio! Estos, a lomenos, eran al punto compañeros y amigos de todos los demás.

Así, la primavera, el fantasma de la libertad medio vislumbrado, la alegría de la naturaleza, todocontribuía a aumentar mi tristeza y mi exacerbación nerviosa.

La sexta semana de la gran cuaresma hubo de cumplir con los preceptos religiosos, pues dividían lapoblación penal en siete secciones, conforme al número de semanas cuaresmales, y por riguroso turno

Page 158: Memorias de La Casa de Los Muertos

hacía cada sección sus devociones.

Aquellos días respiré más libremente, como si me hubieran quitado un gran peso de encima.

Íbamos dos o tres veces cada día a la iglesia, que no estaba lejos del penal. Hacía mucho tiempo queno ponía yo los pies en ningún templo; pero desde mi infancia conocía perfectamente los oficioscuaresmales, por haberlos practicado con mis mayores, las plegarias de ritual, las genuflexiones,prosternaciones, etc., y todo esto hacía revivir en mí un pasado lejano, muy lejano, y despertaban misantiguas impresiones.

Recuerdo que experimentaba una satisfacción hondísima cuando por la mañana íbamos a la iglesia,caminando sobre la tierra helada durante la noche y acompañado de una escolta de soldados con losfusiles cargados y caladas las bayonetas. Esta escolta se quedaba a la puerta de la iglesia.

Nosotros permanecíamos junto al cancel, de suerte que apenas oíamos la voz del diácono. De vez encuando percibíamos una dalmática negra y el cráneo pelado del pop.

Me acuerdo de cuando, siendo niño aún, la masa del pueblo se aglomeraba a las puertas del temploy retrocedía servilmente ante unas charreteras, un señor barrigudo o una dama vestida con provocativaelegancia, pero devotísima, disputándose los primeros puestos y llegando a las manos por formar lasprimeras filas.

Era allí, a la puerta de la iglesia, donde me parecía entonces que se oraba con fervor, con humildad,prosternándose hasta tocar con la frente en el suelo, con la plena conciencia de nuestra nulidad.

Y ahora yo ocupaba el sitio del pueblo, es decir, estaba detrás del pueblo, cargado de cadenas ymenospreciado. Todos se apartaban de nosotros, huían de nuestro contacto, y nos temían; algunos,empero, nos daban limosna.

Los forzados oraban fervorosamente. Cada cual llevaba su pobre kópek para una velita o para lacolecta en favor de la iglesia, y decían para sí al depositar su óbolo:

-También yo soy hombre... ante Dios todos somos iguales.

Recibimos la comunión en la misa de las seis.

El sacerdote, con el copón en la mano, recitó la plegaria de ritual: «Ten piedad de mí como latuviste del ladrón que salvaste.»

Los forzados se arrodillaban prontamente, haciendo resonar sus cadenas. Creo que suponían quepor ellos se hacía aquella oración.

Llegó la Semana Santa. La administración nos dio un huevo de Pascua por barba y un pedacito depan de harina de trigo.

La ciudad fue con nosotros pródiga en limosnas, y, como en Navidad, se repitieron las visitasdel pop, que asperjaba los pabellones, y la de los jefes; nos sirvieron la menestra con buen caldo,repitiéronse las fiestas y algazaras y menudearon las borracheras, todo exactamente igual que en lapascua de Navidad, con la única diferencia de que podíamos pasear por el patio y lucía un sol espléndido.

Todo parecía más claro, más amplio que en el invierno, pero también más triste. Los interminablesdías de verano resultaban más angustiosos aún cuando eran festivos: a lo menos, en los laborables, sepasaban las horas sin sentir, distraídos por la tarea que debíamos acabar.

El trabajo en el verano era incomparablemente más fatigoso que en el invierno. Se nos ocupabaespecialmente en las construcciones que disponían los ingenieros. Los forzados realizaban todas lasobras, desde los cimientos hasta el tejado, y hacían también las reparaciones de albañilería, carpintería y

Page 159: Memorias de La Casa de Los Muertos

pintura en los edificios de propiedad del Estado.

Otros eran enviados a los tejares para cocer ladrillos. Esta era la ocupación que considerábamosmás penosa. La fábrica estaba enclavada a unas cuatro verstas del penal, y durante toda la estación delos calores enviaban, a las seis de la mañana, una cuadrilla de cincuenta forzados, elegidospreferentemente entre los que no tenían oficio conocido ni servían en las oficinas del establecimiento.Les entregaban el pan de todo el día, que era su único alimento hasta la terminación de la jornada, puesa causa de la distancia no podían volver a la hora de la comida de los demás ni ellos hubieran queridohacer ocho verstas más diarias con este único objeto. Así, pues, tomaban la menestra al anochecer.

Les señalaban tarea para toda la jornada, pero tan penosa que a duras penas podían terminarla.

Era preciso ante todo azadonar la arcilla, transportarla luego, formar el barro y, por último, hacerdoscientos o doscientos cincuenta ladrillos.

Yo sólo estuve dos veces en el tejar.

Los forzados que hacían este trabajo volvían al atardecer rendidos de cansancio y recriminabanacerbamente a sus compañeros, como si éstos tuvieran la culpa de que los eligiesen para las faenas máspenosas. Creo, empero, que esas recriminaciones no eran más que un desahogo natural.

Algunos, sin embargo, preferían esta corvée, porque era necesario atravesar la ciudad e ir a lasorillas del Irtich, a un lugar abierto y cómodo. Los alrededores eran mucho más agradables a la vista quelos tétricos edificios del Estado. Allí se podía fumar libremente y aun tenderse media hora para echar unasiestecita.

Por lo que a mí se refiere, trabajaba en las oficinas o triturando alabastro o bien transportandoladrillos a los edificios en construcción. Esto último hube de hacerlo durante dos meses seguidos.

Tenía que transportar mi carga de ladrillos desde la margen del Irtich a una distancia de cientocuarenta metros próximamente, y atravesar los fosos de la fortaleza antes de llegar al pabellón que seestaba construyendo.

Este trabajo convenía a mi salud y me agradaba, a pesar de que la cuerda de que me servía parallevar los ladrillos me rozaba lastimosamente el hombro. Al principio sólo podía transportar ocholadrillos, de un peso total de ochenta o cien libras, en un solo viaje; pero con gran satisfacción mía,porque sentía que se vigorizaban mis fuerzas, llegué a transportar doce y aun quince ladrillos de una vez.

No se necesitaba menos fuerza física que moral para soportar aquella existencia maldita, y yo queríavivir mucho tiempo una vez extinguida mi condena.

Experimentaba un vivo placer transportando ladrillos, no sólo por lo que acabo de decir, sinotambién porque tenía que ir a orillas del Irtich.

Hablo a menudo de este sitio porque era el único desde donde se veía el mundo, el espacio puro yclaro, las estepas libres y desiertas cuya desnudez producía siempre una extraña impresión.

Todas las otras canteras estaban en la misma fortaleza o en los alrededores, y a la fortaleza habíalecobrado odio desde el primer momento.

La casa del mayor de plaza me parecía un lugar maldito, repugnante, y la miraba con odioinvencible cada vez que pasaba por delante de ella, mientras que en la orilla del río, podía olvidar,contemplando aquel espacio inmenso y desierto como un preso olvida mirando el mundo libre a travésde las rejas de su cárcel.

Todo me era caro en aquel sitio: el sol que brillaba en límpido cielo, la canción lejana de losCherqueses.

Page 160: Memorias de La Casa de Los Muertos

Fijo mi mirada en la humeante chimenea de un baiguch, contemplo el humo que se remontaformando espirales y la kirghiza que guarda sus ovejas. Este espectáculo es salvaje, pobre, pero libre.Sigo con los ojos el vuelo de un pájaro que hiende el aire transparente y puro: el pájaro pasa a ras delagua, se remonta luego en el espacio azul y bruscamente reaparece como un punto negro apenas visible...También la florecilla que languidece en una hendidura de la ribera y que veo al principio de la primaveraatrae mi atención y me enternece.

La tristeza de este primer año de trabajos forzados era intolerable, enervante.

Esta angustia me impedía observar en los comienzos lo que me rodeaba: cerraba los ojos, no queríaver.

Entre los hombres corrompidos con quienes a mi pesar vivía, no distinguía uno solo capaz depensar y de sentir. No podía entrever ni una palabra afectuosa en medio de las ironías venenosas quellovían por todas partes. Sin embargo, esta palabra habíala pronunciado, sin segundas, un hombre quehabía sufrido y soportado muchos más dolores que yo. Mas, ¿para qué extenderme sobre estospormenores?

El trabajo era para mí fuente de satisfacciones, porque me hacía esperar un sueño reposado ytranquilo. Durante el verano, el sueño era un tormento aún más intolerable que las infecciones delinvierno. Se disfrutaba, a decir verdad, de noches deliciosas.

El sol, que no cesaba de inundar en todo el día el patio del penal, acababa por ocultarse, el aire eraentonces más fresco y durante la noche, noche de las estepas, se sentía un poco de frío.

Los forzados, en espera de que les encerrasen en sus respectivas cuadras, paseaban formandogrupos, especialmente por la parte de las cocinas, porque era allí donde se discutían las cuestiones deinterés general, allí donde se recogían los rumores de afuera; absurdos con frecuencia, pero que atraíansiempre la atención de aquellos hombres separados del mundo.

De pronto anuncian, por ejemplo, que nuestro mayor ha sido destituido. Los penados son créduloscomo niños. Saben que esta noticia es falsa, inverosímil, y que su inventor, Kvásov, es un embusteroempedernido. Sin embargo, la toman a pecho, la discuten, gozan con esto, se consuelan y, finalmente, setienen por dichosos de haber sido víctimas de semejante engaño. Celebran aquella mentira como unaocurrencia afortunada.

-¿Quién le destituirá? -exclama un forzado -. ¡A ese hombre no hay quien le eche de aquí!

-Tiene superiores que mandan en él -replica otro, amigo de contradecir.

-Los lobos no se comen unos a otros -dice un tercero con aire apático, como hablando consigomismo, un viejo que está devorando su ración de menestra.

-¿Crees tú que esos jefes vendrán a consultarte sobre si conviene o no destituirle? -observa otropenado, rasgueando su balalaika.

-¿Y por qué no? -grita el que había hablado en segundo lugar-. Y si nos preguntaran debiéramoscontestar con entera franqueza. Pero ¡quia! chillamos mucho y, cuando llega la hora, nos quedamosmudos de repente.

-Ciertamente -repone el de la balalaika-. Por algo somos forzados.

-Estos últimos días -prosiguió aquél sin hacer caso de la observación - había sobrado un poco deharina, una tontería que apenas valía un puñado de kopeks. Querían venderla, pero en cuanto lo supo elmayor, se apoderó de esos miserables restos y los vendió por su cuenta, porque aquí el único que sepuede comer la sopa boba es él. ¿Qué les parece?

Page 161: Memorias de La Casa de Los Muertos

-¿A que no cuentas eso a quien corresponde?

-¿A quién?

-¡A quién ha de ser! Al inspector que se espera de un día a otro.

-¿Un inspector?

-Lo que ustedes oyen, y la noticia es cierta, porque no la debemos a Kvásov -tercia un joveninteligente que había leído La Duquesa de La Vallière o algún otro libro del mismo género y había sidofurriel de un regimiento.

El joven es un perfecto bufón; pero, como demuestra poseer algunos conocimientos de los quecarecen los otros, sus camaradas le tratan con cierto respeto.

Y sin preocuparse por la discusión que tanto interesa a los forzados, se vuelve hacia el cocinero y lepide una ración de ánade.

Nuestros furrielas solían vender esta clase de guisos, de los que sacaban saneadas ganancias, puesde un ánade hacían numerosas raciones.

-¿De dos o de cuatro kopeks? -pregunta el cocinero.

-De cuatro, hombre, para que rabien los demás.

En el grupo continúa la conversación cada vez más animada.

-Sí -dice uno de los que presumen de bien enterados-, un general, y de los gordos, viene desde SanPetersburgo para inspeccionar todos los presidios de la Siberia. Lo han dicho en casa del comandante.

La noticia produce honda sensación.

Durante un cuarto de hora no se hizo otra cosa que preguntarse mutuamente quién era ese general,qué título tenía y si era de mayor graduación que los generales residentes en la ciudad.

Los penados gustan de hablar de graduaciones y de jefes, de saber quién manda más y obliga a losotros a inclinarse ante él.

Disputan acaloradamente sobre este asunto, y a veces llegan a las manos por sostener cada cual suopinión.

¿Qué les puede importar esto? Oyéndoles hablar de generales y de jefes se puede apreciarexactamente el grado de desarrollo de sus inteligencias y de su instrucción cuando vivían en la sociedad,esto es, antes de ingresar en el penal.

Preciso es tener en cuenta, por otra parte, que el hablar de generales y de elevados funcionarios, seconsidera entre los penados como signo de distinción.

-¿Ven ustedes cómo pondrán al mayor de patitas en la calle? -insistió Kvásov, un hombrecillo rubio,exaltado y algo bobalicón.

-¡Le untará la mano al general y aquí no ha pasado nada! -replicó el viejo que se estaba comiendosu plato de rancho.

-¡Vaya si se la untará -apoyó otro-. ¡Pues no a robado mucho ese bribón! Se dice que ha sido mayorde un batallón antes de venir aquí, y no hace mucho que pidió la mano de la hija del arcipreste.

Page 162: Memorias de La Casa de Los Muertos

-Pero no se la dieron, lo que demuestra que es pobre. ¡Vaya un partido para la hija de un pop! Unnovio que no posee más que la ropa que lleva puesta -dice Skurátov, interviniendo en la conversación.

-¿Quién te ha dado vela en este entierro? -replicó desdeñosamente el ex furriel-. En cuanto a ti,Kvásov, sólo tengo que decirte que eres un grandísimo animal. Si crees que el mayor puede untar lamano a un general-inspector, te equivocas de medio a medio. ¿Supones que le envían desde SanPetersburgo nada más que para entenderse con tu mayor? Vamos, hombre, es preciso ser tonto decapirote.

-¿Y te imaginas tú, mastuerzo, que porque sea general va a rehusar el dinero que le ofrezcan? -observa uno del grupo.

-¡Claro está que no! Pero si se vende no será por poco.

-Desde luego ha de estar en proporción con su jerarquía.

-Los generales se dejan siempre untar la mano -dice sentenciosamente Kvásov.

-¿Se la has untado tú a uno, para que puedas hablar con tanta seguridad? -interviene Bakluschin entono de desprecio-. ¡Si en tu vida has visto a un general!

-Sí.

-¡Embustero!

-¡El embustero eres tú!

-Bueno, camaradas, ya que dice que ha visto a un general, que nos diga a cuál, pues yo los conozco atodos.

-El que yo conozco se llama Zibert -responde Kvásov en tono indeciso.

-¿Zibert? No hay ningún general de ese apellido. Probablemente ese Zibert te miraba la espaldamientras te apaleaban y no era más que teniente coronel; pero el miedo te hizo confundirlo con ungeneral.

-Escúchenme ustedes con la consideración que merece un hombre casado -dice Skurátov-.Efectivamente, en Moscú había un general que se llamaba Zibert. Era alemán, pero súbdito ruso. Seconfesaba todos los años con el pop para contarle los pecadillos que había cometido con las muchachas,que se pirraban por él, y bebía más que una esponja. Se tragaba tranquilamente, después deemborracharse de aguardiente, más de cuarenta vasos diarios de agua del Maskva, para curarse de no séqué enfermedad. Su mismo asistente me contó.

-¿Y no le nadaban los peces en el estómago? -pregunta el forzado que toca la balalaika.

-Eso no lo vio el asistente. Pero déjate de bromas, que estamos hablando en serio.

-¿Qué inspector es el que va a venir? -interroga otro penado, Martinov, Un viejo que está siempreatareado y sirvió en húsares.

-¡Pero si es una mentira de a folio ¡Quién sabe de dónde han sacado esa peregrina noticia!

-No es mentira, sino la verdad pura -replicó con tono dogmático Kulíkov, que hasta entonces haguardado silencio.

Kulíkov es un personaje de importancia en el penal. Tiene cincuenta años, facciones regulares yaspecto soberbio, despreciativo, vanidoso. Es gitano y albéitar de profesión y gana muy buena plata

Page 163: Memorias de La Casa de Los Muertos

curando caballos en la población y vendiendo aguardiente en el penal. No tiene pelo de tonto, alcontrario, es inteligente, astuto y de una memoria privilegiada, y deja caer las palabras lentamente, comosi cada frase suya valiese un rublo.

-Es cierto -prosigue-; lo oí decir la semana pasada. Se trata de un general de muchos fueros, queviene a hacer una visita de inspección a la Siberia. Puede ser que le unten la mano, pero no Ochoojos. Sin embargo, aseguro a ustedes que nuestro mayor continuará en su puesto. Nosotros no tenemoslengua, no tenemos derecho a hablar, y en cuanto a nuestros superiores inmediatos, no serán ellos losque denuncien las fechorías de su jefe. El inspector vendrá aquí, nos dará una ojeada y afirmará que todolo ha encontrado en el más perfecto orden. ¡Y si no, al tiempo!

-Sí, pero lo cierto es que el mayor tiene miedo. Está borracho desde la mañana hasta la mañanasiguiente en que vuelve a cargar la cuba.

-Anoche se ha hecho traer dos carros… Lo ha dicho Fedka.

-Ya pueden ustedes lavar a un negro cuanto quieran, que no lo volverán blanco. ¿Le han vistoalguna vez que no estuviera ebrio?

-Será una injusticia tremenda si el general-inspector no le sienta la mano -dijeron a una voz variospenados.

La noticia de la visita de inspección se propagó como reguero de pólvora por todo el penal. Losforzados vagan impacientes por el patio repitiendo la extraordinaria nueva.

Algunos callan y permanecen impasibles, para darse aire de importancia; otros fingen indiferencia.

A cosa de las nueve nos contaron, después de lo cual nos encerraron en nuestras cuadrasrespectivas.

Era una noche de verano muy corta. Nos despertaban a las cinco de la mañana y, sin embargo, nose podía conciliar el sueño hasta las once, pues sólo a esa hora cesaban las ruidosas conversaciones.Algunos jugaban también a las cartas como en el invierno.

El calor era sofocante, insoportable. La ventana abierta deja pasar el fresco de la noche, pero losforzados no hacen más que revolverse en sus camas y agitarse como presas del delirio.

Las pulgas nos levantan en vilo. En el invierno no escaseaban, pero en cuanto llegaba la primaverase multiplicaban de una manera tan asombrosa que yo no lo hubiera creído de habérmelo dicho antes decomprobarlo por mí mismo. Y a medida que el verano avanza, más pican las condenadas.

Es posible que se pueda uno acostumbrar a esos insectos, pero el tormento que dan es taninsoportable que produce la fiebre. Se nota aun en el sueño, pues no se duerme, se delira.

Finalmente, hacia el alba, cuando el implacable enemigo se ha cansado y nos dormimos con sueñode plomo, el redoble, no menos implacable que las pulgas, nos despierta.

Nos vestimos a regañadientes e involuntariamente pensamos en que lo mismo será mañana, y elotro y durante varios años aún, hasta que recobremos nuestra libertad.

¿Cuándo llegará ese día?

Los penados, soñolientos, se dirigen al trabajo, pensando en la hora de siesta que podrán dormir amediodía.

La noticia de la visita de inspección era cierta. Los rumores se confirmaban de día en día; seaseguraba que el general, enviado de San Petersburgo a inspeccionar toda la Siberia, se encontraba ya en

Page 164: Memorias de La Casa de Los Muertos

Tóbolsk.

Diariamente se sabía algo nuevo. Se decía en la ciudad que todos tenían miedo y que cada cualhacía los preparativos necesarios para que no se notase ninguna deficiencia. Las autoridades organizabanbailes, recibimientos y variados festejos.

Se enviaron cuadrillas de forzados a reparar los desperfectos de los caminos que conducían a lafortaleza, a pintar postes y vallas, revocar fachadas y poner en orden todo lo que saltaba a la vista.

Nuestros compañeros comprendían perfectamente lo que semejante ajetreo significaba y susdiscusiones se animaban, eran cada vez más ardientes y fogosas. Sus fantasías no reconocían límites.Disponíanse también a formular quejas y reclamaciones al general-inspector, y para ponerse de acuerdono encontraban otro procedimiento más adecuado que el de injuriarse mutuamente y promoverpendencias entre ellos.

El mayor estaba sobre ascuas. Menudeaba sus visitas a nuestro penal, gritaba, se enfurecía, y poruna nonada enviaba a cualquier desgraciado recluso al cuerpo de guardia para que le suministrasen uncentenar de azotes.

En aquel entonces ocurrió un suceso que, lejos de conmover ni irritar a las autoridades del penal,les produjo vivísima satisfacción: un penado hirió a otro con una lezna, en el pecho, casi en el corazón, alque iba dirigido el golpe.

El delincuente se llamaba Lomov, y la víctima era conocida en el establecimiento por Gavrilka, quesin duda no era su verdadero nombre; uno de los vagabundos impenitentes de que he hablado.

Lomov era un labrador acomodado del gobierno de T***, distrito de K***. Eran cinco individuos dela misma familia: dos hermanos Lomov y tres hijos, todos muy ricos.

Decíase por todo el distrito que poseían más de trescientos mil rublos. Su profesión era la decurtidores, pero se dedicaban especialmente a la usura, a recoger a los vagabundos; comprarles losobjetos robados y a otros negocios de la misma índole. La mitad de los muchíks del distrito les debíanalgunas cantidades y, por consiguiente, estaban en sus garras.

Pasaban por inteligentes y astutos y se daban aires de grandes señores.

Un elevado funcionario hospedóse cierto día en su casa, y entusiasmado por la excelente acogidaque le dispensaron y las raras cualidades de activos, listos y emprendedores que le pareció descubrir enlos Lomov, dio en protegerlos, alentándolos así a proseguir en mayor escala con sus negocios de más quedudosa legalidad.

La aversión que toda la población y sus contornos sentían por ellos era bien visible; sin embargo, sedesentendían de ella, y a medida que aumentaba el odio que inspiraban crecían sus audacias, a ciencia ypaciencia del jefe de policía y de los asesores del tribunal.

Finalmente, la suerte les volvió las espaldas y fueron condenados a presidio, no por sus delitos, sinoen virtud de una abominable calumnia.

A diez verstas del pueblo poseían una alquería en la que, durante el otoño, trabajaban seis obreroscherqueses,que desde hacía largo tiempo habían reducido a la esclavitud.

Cierto día aparecieron asesinados los seis trabajadores, e inmediatamente se abrió sumaria que sacóa relucir cosas nada limpias e indicios inequívocos de que los Lomov eran los autores de aquelloscrímenes; en consecuencia fueron condenados a quince años de trabajos forzados dos de los Lomov, tío ysobrino.

Ellos mismos habían contado su historia y, por lo tanto, era conocida en todo el penal. Pero

Page 165: Memorias de La Casa de Los Muertos

sostenían obstinadamente que eran inocentes de los delitos que se les imputaban.

Y, en efecto, un bribón de siete suelas llamado Gavrilka, conocido por ladrón, de carácter jovial, ymuy avispado, se confesó en cierta ocasión autor de la muerte alevosa de los seis infelices obreros,víctimas, según se creía, de la avaricia de los Lomov, que de esta manera quisieron librarse de pagarleslas cantidades que les adeudaban. No sé realmente si aquella confesión fue sincera; pero los penados, sinexcepción, la tenían por tal, y así lo hacían suponer las circunstancias del hecho.

Durante su vida de vagabundo, Gavrilka había tenido una cuestión con la familia Lomov, con la quehabía vivido poco tiempo, perseguido por el de1ito de deserción. Para vengarse, pues, del ultraje recibidoy con la esperanza de dar un buen golpe saqueando la alquería, Gavrilka y otros cuatro bandidos amigossuyos degollaron traidoramente a los seis trabajadores.

Los Lomov eran malquistos en el penal, no sé por qué razón. Uno de ellos, el sobrino, era un jovenvigoroso, inteligente y muy sociable. En cambio su tío, el agresor de Gavrilka, era un muchik exaltado,que por un quítame allá esas pajas armaba camorra con todos los penados, los cuales le cascaban lasnueces que era un primor.

Gavrilka era muy estimado en el penal por su carácter franco y jovial.

Los Lomov sabían perfectamente que era aquél el autor del delito que estaban ellos expiando, perono fue ésta la causa de la riña, sino una muchacha repugnante que Gavrilka disputaba al viejo. El antiguovagabundo se jactaba de la condescendencia que la joven le había demostrado, y el muchik, cegado porlos celos, acabó por clavarle una lezna en el pecho.

Aunque el proceso había reducido casi a la miseria a los Lomov, se les tenía por muy ricos, y así lodaban a entender, pues siempre disponían de dinero, tenían colchones y almohadas en sus camas ytomaban té a todo pasto.

Esta era la causa del odio con que les distinguía nuestro mayor, que no había vejación que lesahorrase para obligarles, según decían los penados, a aflojar la mosca.

Si la lezna de Lomov hubiese profundizado media pulgada más, Gavri1ka habría muerto en el acto;pero, en cambio, sólo le produjo una herida insignificante.

Inmediatamente se dio conocimiento del hecho al mayor, el cual se presentó en el penal gritandocomo un poseído pero sin lograr disimular su satisfacción.

Se dirigió a Gavrilka y con tono afectuoso, casi paternal, le dijo:

-Dime, amigo mío, ¿puedes ir por tu pie al hospital, o prefieres que te conduzcan en una camilla?Pero no, será mejor otra cosa. ¡Que preparen en seguida un caballo para trasladar al herido! -ordenó,dirigiéndose al teniente…

-¡Pero si no tengo nada, Nobleza! Ha sido un puntazo insignificante que ni siquiera...

-Tú no entiendes de eso -le interrumpió el mayor-. Te ha herido en muy mal sitio, al lado delcorazón. ¡Ah, miserable bandido! -añadió, amenazando con el puño a Lomov-; ¡ya te ajustaré lascuentas! ¡Llévenlo en seguida al cuerpo de guardia!

Esta orden fue obedecida en el acto. Sin pérdida de tiempo se instruyó el proceso y el tribunalpronunció su sentencia aumentando a varios años la condena que estaba extinguiendo Lomov, einfligiéndole, además, el castigo corporal de mil varazos.

Llegó, finalmente, el general-inspector un domingo a primera hora, y tras breve descanso en laciudad se trasladó al penal para realizar su visita.

Page 166: Memorias de La Casa de Los Muertos

Desde hacía varios días, en el establecimiento brillaba la limpieza, tanto en las personas como enlos objetos. Habíamos sido cuidadosamente rasurados, la ropa blanca podía competir con la nieve y, deconformidad con lo dispuesto, vestíamos el uniforme de verano, o sea pantalones y chaquetilla de tela decolor claro y ostentando en la espalda un círculo negro, cosido a la ropa, de ocho centímetros dediámetro.

Durante una hora habían estado dando lecciones a los penados sobre lo que habían de contestar, enel caso de que el elevado funcionario que se esperaba se dignase hacerles algunas preguntas, y comoalgunos se mostraron torpes, les destinaron repetidores para que el examen resultase brillante.

Una hora antes de la visita, los penados ocupábamos nuestros sitios respectivos en formación casimilitar, inmóviles, como estatuas, graves y silenciosos.

Finalmente, a mediodía, llegó el comisario imperial.

Era un general de aspecto tan imponente, que no sería de admirar que todos los funcionarios de laSiberia temblasen en su presencia.

Entró con aire severo y majestuoso, seguido de una numerosa comitiva de generales, coroneles yotros jefes residentes en la ciudad, y acompañado de un caballero de elevada estatura, fisonomíasimpática y aire aristocrático y desenvuelto, vestido de levita con suprema elegancia.

El general le trataba con tanta deferencia, que intrigó sobremanera a los penados aquel caballero,mucho más que el inspector y que su visita. Más tarde supimos quién era y el cargo que desempeñaba.

Nuestro mayor, vestido de punta en blanco, no causó una impresión muy agradable al general, acausa de sus ojos sanguinolentos y su cara violácea, su nariz aborrachada y granujienta.

Por respeto a su superior jerárquico habíase quitado los anteojos y, derecho como un huso, semantenía a cierta distancia, esperando febrilmente que Su Excelencia le diese alguna orden paracumplirla en el acto.

Pero no fueron necesarios sus servicios.

El general recorrió en silencio los pabellones y dio una ojeada a la cocina en la que probó el rancho,que, como es natural, era inmejorable.

Me presentaron a él, dándole a conocer mi posición social y el motivo de mi reclusión.

-¡Ah! -exclamó el general-. ¿Y qué tal se porta aquí?

-Su conducta no deja nada que desear -le contestaron.

El general me saludó con una ligera inclinación de cabeza y abandonó el penal a los pocos minutosde haber llegado.

Los reclusos se quedaron embobados, desorientados, perplejos.

En cuanto a formular alguna reclamación o queja, no había ni qué pensar en ello.

El mayor estaba tranquilo por esta parte.

Page 167: Memorias de La Casa de Los Muertos

VI

Los animales domésticos del penal

La compra de Gniedko,[i]un caballo bayo, que se verificó pocos días después, fue para los forzados unadistracción mucho más agradable e interesante que la visita del elevado personaje de que acabo dehablar.

En el penal teníamos necesidad de un caballo para transportar el agua, las basuras, etc.

Un presidiario debía cuidarlo y conducirlo, bajo escolta, como es de suponer.

A nuestro caballo no le faltaba trabajo desde por la mañana hasta la noche; era un magníficoanimal, aunque ya en decadencia porque llevaba muchos años de servicio.

Cierto día, la víspera de San Pedro, Gniedko, que llevaba una cuba de agua, cayó y murió a lospocos minutos. Los penados, hondamente conmovidos, rodearon el cuerpo exánime de la pobre bestia,comentando y discutiendo su muerte.

Los que habían servido en caballería, los gitanos, los albéitares y otros, demostraban poseerprofundos conocimientos sobre los caballos en general, y eran los que disputaban con más calor.

Pero todo esto no valió para resucitar a nuestro bayo, que yacía tendido inerte y con el vientrehinchado. Todos se creían obligados a tocarlo con el dedo.

Por último se dio cuenta de lo ocurrido al mayor, quien mandó comprar otro inmediatamente.

El día de San Pedro, después de la misa, cuando todos los presidiarios se hallaban reunidos,llevaron al penal varios caballos para verlos. El cuidado de elegir uno estaba confiado a los penados,porque entre ellos había muchos peritos en la materia, y hubiera sido difícil engañar a doscientoscincuenta hombres que habían sido tratantes en ganados.

Llegaron los gitanos, cherqueses, albéitares y menestrales. Los forzados esperaban con impacienciala aparición de un nuevo caballo, y estaban contentos como chiquillos.

Lo que más les halagaba era el que podían comprar como hombres libres, por sí mismos, como si eldinero saliera de sus bolsillos.

Los tratantes de caballos miraban con cierto estupor y timidez a los soldados de escolta que nosacompañaban. Verdad es que doscientos hombres con la cabeza rasurada, marcados algunos de ellos conel hierro infamante y llevando todos cadenas a los pies, debían inspirar cierto temor, sobre todo estandoen su propia casa, en su vida de presidiarios, donde nadie que no lo fuese podía entrar.

Los nuestros hacían gala de su malicia y recurrían a mil argucias para demostrar que entendían elnegocio.

Los cherqueses montaban el caballo; sus ojos brillaban, y en su dialecto ininteligible bisbisabanciertas palabras mostrando sus blancos dientes y dilatando las ventanillas de su nariz morena y adunca.

Los rusos les observaban con gran atención y parecían dispuestos a caer sobre ellos. Nocomprendían las palabras que los cherqueses cambiaban entre sí, pero se veía que hubieran querido

Page 168: Memorias de La Casa de Los Muertos

adivinar por la expresión de sus ojos si el caballo era bueno o no.

¿Qué podía importar, sin embargo, a un forzado, sobre todo a un forzado deshonrado y estúpido,que no hubiera podido pronunciar dos palabras seguidas delante de sus compañeros, que se compraseeste o aquel caballo, como si la operación se hiciese por su cuenta o como si no le fuese indiferente quese eligiese un animal u otro?

Además de los cherqueses, a quienes los presidiarios daban la preferencia en este asunto,intervenían los gitanos y los que habían sido tratantes.

Hubo una especie de duelo entre dos forzados, el gitano Kulíkov y un cuatrero y veterinario porafición, astuto muchik siberiano que había sido condenado hacía poco tiempo a trabajos forzados y habíalogrado quitarle toda la clientela de la ciudad a Kulíkov.

Preciso es decir que se tenía mucha confianza en los veterinarios sin título que había en el penal, yque no sólo los menestrales y comerciantes de la ciudad, sino también los altos funcionarios de la ciudadrecurrían a ellos para que curasen sus caballos, con preferencia a los veterinarios titulados.

Hasta la llegada de Yolkin -que así se llamaba el muchik siberiano de que he hablado- Kulíkov habíarecibido señaladas muestras de reconocimiento por parte de sus clientes. No tenía rivales y procedíacomo un gitano, engañando y embrollando, porque no entendía de su oficio tanto como aparentaba. Eramuy jactancioso, pero estaba dotado de verdadera energía. Sus ganancias habíanle creado una especie dearistocracia dentro del penal; se le escuchaba y obedecía, pero él hablaba poco y sólo se declaraba en lasgrandes ocasiones.

Era un hombre entrado en años, de bello aspecto y muy inteligente. A nosotros, los nobles, noshablaba con exquisita complacencia, pero conservando una perfecta dignidad.

Estoy seguro de que si le hubieran vestido decentemente y llevado a un club de la capital,haciéndole pasar por conde, habría mantenido su propio decoro, jugado al whist y hablado de un modoencantador, como hombre de mundo que sabe callar cuando conviene. Nadie hubiera adivinado que eraun vagabundo.

Probablemente había visto muchas cosas.

Su pasado nos era desconocido en absoluto. Formaba parte de la sección especial.

Mas en cuanto llegó al penal Yolkin, simple muchik, pero listo y astuto en extremo, comenzó aeclipsarse la gloria del veterinario Kulíkov. En menos de dos meses el siberiano le quitó casi todos susparroquianos de la ciudad, porque curaba en muy poco tiempo los caballos que Kulíkov habíadesahuciado, lo mismo que los veterinarios de la ciudad.

Este muchik había sido condenado a trabajos forzados por monedero falso. ¿Cómo se le habíaocurrido dedicarse a semejante industria?

Él mismo nos contó, riendo, cómo se necesitan tres monedas de oro legítimas para fabricar unafalsa.

Kulíkov estaba muy contrariado por los éxitos de su rival. Él, que había vivido hasta entonces a logran señor y usaba camisa de franela, chaqueta de terciopelo y elegante calzado, viose obligado a ponerun tenducho. Por estas razones, todos esperaban que se promoviese una riña con motivo de la compradel caballo.

La curiosidad estaba vivamente excitada, cada uno de los dos albéitares tenía sus partidarios, yentre los más exaltados comenzaron a cruzarse injurias.

Yolkin tenía contraído su malicioso rostro por una sonrisa sarcástica, pero sucedió todo lo contrario

Page 169: Memorias de La Casa de Los Muertos

de lo que se esperaba. Kulíkov no tenía ganas de cuestiones e hizo todo lo posible para evitarlas.

Al principio cedió y escuchó con deferencia las opiniones de su rival, pero le contuvo con una solapalabra, haciéndole observar, con aire tranquilo y modesto, que se engañaba.

Y antes que Yolkin hubiese tenido tiempo de reponerse y rectificar, su rival le demostró que habíacometido un error. En suma, Yolkin fue derrotado en toda la línea, de un modo tan inesperado y hábilque los partidarios de Kulíkov quedaron contentísimos.

-Amiguitos -decían a sus contrarios-, hay que confesar que nadie puede con él y que sabe lo que sehace.

-¡Ese no le llega a la suela de los zapatos a Yolkin!

Pero los dos partidos hablaban en tono conciliador y estaban dispuestos a hacerse mutuasconcesiones.

-Y no sólo sabe más, sino que tiene la mano más ligera que el otro… En cuestión de ganados,Kulíkov no teme la competencia de nadie.

-Tampoco la teme Yolkin.

-¡No hay quien iguale a Kulíkov!

Finalmente se eligió el caballo que se quería comprar.

Era un magnífico animal, húngaro, joven, vigoroso y de agradable aspecto: un caballo irreprochableen todos conceptos. Comenzó el regateo. El dueño pedía treinta rublos y los forzados no querían dar másde veinticinco.

-¿Pero es que has de sacar el dinero de tu bolsillo? -preguntó uno, riendo-. ¿A qué viene tantoregatear?

-¿ Quieres hacer economías en favor del Estado? -añadía otro.

-Sin embargo, camaradas, se trata del dinero de todos.

-¿De todos? ¡Ya se ve que no hay necesidad de sembrar los tontos! ¡Brotan espontáneamente!

Por último se cerró el trato en veintiocho rublos.

El mayor aprobó la compra e inmediatamente, después de darle el pan y la sal, se condujo entriunfo al penal al nuevo pensionista de cuatro patas.

Creo que no hubo forzado que no le pasara la mano por la grupa o por el cuello.

El mismo día le hicieron transportar agua, y los presidiarios le contemplaban con curiosidadcargado con las cubas; pero el que estaba más entusiasmado era nuestro aguador, el penado Roman.

Este ex muchik, de unos cuarenta años de edad, era serio y taciturno como casi todos los cocherosturcos, como si el continuo roce con los caballos les imprimiese esa gravedad de carácter.

Roman era apacible y afable con todos, pero hombre de pocas palabras. Desde tiempo inmemorialtenía a su cuidado los caballos del penal; el que se había comprado aquel día era el tercero que leconfiaban desde su llegada al presidio.

Page 170: Memorias de La Casa de Los Muertos

El empleo de carrero y aguador le correspondía de derecho a Roman, y a ningún camarada se lehabría ocurrido la idea de disputárselo.

Cuando murió el caballo bayo, nadie, ni siquiera el mayor, pensó en acusar a Roman deimprudencia: Dios había decretado la muerte del pobre animal, sin que para nada interviniese elencargado de su custodia.

Bien pronto fue aquel caballo el favorito de la penitenciaría, y los forzados, pese a la dureza de sucorazón, iban con frecuencia a acariciarlo.

A veces cuando, de vuelta del río, Roman cerraba el portón que el sargento había abierto, Gniedkose quedaba inmóvil esperando a su guardián, al que miraba de soslayo.

-¡Vete solo! -le gritaba Roman.

Gniedko seguía andando tranquilamente hasta la cocina, donde se paraba, para que los rancherosllenasen de agua los cubos.

-¡Qué listo es nuestro Gniedko! -exclamaban-. Ha traído las cubas solo. Da gusto ver lo obedienteque es a todo lo que se le manda.

-¡Como que entiende todo lo que se le dice!

Gniedko sacudía entonces la cabeza y relinchaba como si quisiera dar a entender que agradecíaaquellos elogios.

Alguno le llevaba sal y pan, y Gniedko volvía a sacudir la cabeza como diciendo:

-Te conozco. Yo soy un buen caballo y tú un hombre excelente

Yo también acostumbraba dar pan a Gniedko. Me gustaba mirar su hermosa cabeza y sentir en lapalma de mi mano sus belfos blandos y calientes que cogían con avidez lo que yo le ofrecía.

Los forzados querían tanto a los animales que, si se lo hubieran permitido, hubieran llenado elpenal de pájaros, perros, etc.

¿Qué otra ocupación mejor que ésta hubiera podido ennoblecer y dulcificar el carácter salvaje de lospresidiarios? Sin embargo, no se les concedía el permiso necesario, porque lo prohibía el reglamento.

Sin embargo, en mi tiempo, había varios animales domésticos en el penal. Además de Gniedko,teníamos perros, patos, un macho cabrío, Vaska, y un águila, que perdimos pronto.

Nuestro perro, como ya he dicho, se llamaba Schárik, y era un animal inteligente, al que pusemucho cariño; pero, como el pueblo considera a los perros como seres impuros, nadie hacía caso de él.

Schárik vivía en el recinto penitenciario, dormía en el patio, comía las sobras de la cocina y nohacía nada por captarse las simpatías de los forzados, aunque los conocía a todos y los consideraba comoamos suyos.

Cuando los hombres de servicio volvían del trabajo y gritaban “¡Cabo de guardia!” el perro corríahacia la puerta y acogía alegremente a los que llegaban, saltando delante de ellos y mirándoles a la cara,como si esperase alguna caricia. Pero, durante años, sus esfuerzos fueron inútiles; nadie, excepto yo, lehacía caso, y por eso me quería más que a los otros.

No recuerdo cómo fue que compramos otro perro, Chuschka. En cuanto al tercero, Kultiapka, lollevé yo al penal, recién nacido.

Page 171: Memorias de La Casa de Los Muertos

Nuestro Chuschka era un perro singular. Habíale cogido un carro y tenía la espina dorsal dobladahacia dentro. Al verle correr desde lejos, hubiérase dicho que eran dos perros gemelos, que habíannacido pegados el uno al otro. Además, era sarnoso, de ojos legañosos y rabo largo y pelado que llevabasiempre entre las piernas.

Maltratado por la fortuna, había decidido permanecer impasible en todo y por todo; no ladraba anadie, como si temiera que le acabaran de estropear. Estaba siempre detrás de los pabellones, y si algunose le acercaba tendíase patas arriba, como diciendo:

-Haz de mí lo que quieras; yo no pienso defenderme.

Y cada forzado que veía a Chuschka tendido de aquella forma le propinaba un tremendo puntapié,murmurando:

-¡Qué animal tan asqueroso!

Pero Chuschka no se atrevía siquiera a quejarse; a lo más, exhalaba un gemido sordo y ahogado.

El pobre animal se tendía panza arriba ante cualquier otro perro que iba a disputarle las sobras dela cocina. Los perros gustan de que los otros sean humildes y sumisos; así es que el mastín furioso que seprecipitaba sobre él ladrando y enseñando los dientes, se calmaba inmediatamente y permanecía quieto,reflexionando, ante aquel humilde suplicante, y le olfateaba después por todas partes.

¿Qué pensaría en esos momentos el pobre Chuschka, que temblaba como un azogado?

-¿Me morderá este bergante? -se preguntaría, lleno de terror.

Luego de haberlo olfateado, el mastín lo dejaba en seguida, probablemente por no haberdescubierto en él nada extraordinario.

Chuschka echaba a correr al punto tras una larga fila de compañeros suyos que daban caza a unaperra cualquiera.

De sobra sabía Chuschka que aquella perra no se rebajaría hasta él, que era demasiado orgullosapara eso; no obstante, el correr tras de ella, cojeando, era un consuelo para sus desventuras.

En cuanto a honradez, Chuschka tenía una noción muy vaga.

Habiendo perdido toda esperanza en el porvenir, no sentía otra ambición que la de tener la barrigallena, y de ello hacía gala con el mayor cinismo.

Traté una vez de acariciarlo. Esta fue para él una novedad tan inesperada, que al punto se tendiósobre sus cuatro patas aullando de placer. El pobre animal me daba lástima y lo acariciaba confrecuencia; por eso, cada vez que me veía se ponía a gañir con tono plañidero. Murió en los fosos delpenal, destrozado por los otros perros.

Kultiapka era muy diferente.

No sé por qué lo recogí de una cantera donde había nacido y lo llevé al penal. Experimentaba unverdadero placer en alimentarle y verle crecer.

Schárik tomó en seguida bajo su protección a Kultiapka y dormía con él, y cuando el perrito crecióllegó a sentir verdaderas debilidades por él: le permitía que le mordiera las orejas y el rabo y jugaba conel perrillo como suelen jugar los perros viejos con los pequeños.

Lo más curioso era que Kultiapka no se hacía más alto: crecía de largo y engordaba a ojos vistas.Tenía un pelo muy espeso y brillante, del color del de los ratones, y llevaba una oreja caída y la otra

Page 172: Memorias de La Casa de Los Muertos

enhiesta.

De temperamento ardiente y entusiasta, como todos los perros jóvenes que ladran alegremente alver a su amo y le saltan a la cara para lamerlo, no disimulaba a los otros sus sentimientos.

-Con tal que sea notada mi alegría, las consecuencias me importan un comino -decía para sí.

Dondequiera que yo estuviese bastaba que gritase “¡Kultiapka!” para que saliese de cualquier rincóncomo si brotase de bajo tierra y corriera hacia mí con ruidoso entusiasmo rodando como una pelota ohaciendo cabriolas.

Yo quería mucho a aquel perrillo, para quien parecía que el destino sólo tenía reservadas alegría ysatisfacción en este bajo mundo.

Mas un día, el forzado Neustroyev, que fabricaba zapatillas de señora y preparaba por sí mismo laspieles, reparó en Kultiapka, e indudablemente algo le llamó la atención, porque lo llamó, le tendió en elsuelo y se puso a examinarlo acariciándole la piel.

El perro, que no sospechaba nada, ladraba de placer… y al día siguiente le llamé en vano repetidasveces.

Lo busqué por todas partes, pero hasta al cabo de dos semanas no pude saber qué había sido delpobre animal: su piel había seducido a Neustroyev, el cual lo desolló para hacer unas zapatillas, queluego me enseñó ufano.

Eran muchos los forzados que se ocupaban en trabajos de tenería y llevaban al penal perros dehermoso pelaje, que desaparecían inmediatamente. Aquellos perros los adquirían por compra o losrobaban de sus dueños.

Recuerdo que un día sorprendí a dos presidiarios que discutían acaloradamente detrás de la cocina.Uno de ellos tenía sujeto con un lazo un magnífico perro, negro, de buena raza.

Un ganapán lo había robado a su amo y vendido a nuestros curtidores por 30 kopeks.

Disponíanse éstos a ahorcarlo. Esta operación era muy fácil. Luego desollaban al pobre animal yarrojaban el cadáver a un foso-letrina que despedía un hedor insoportable, sobre todo en verano, porquelo vaciaban muy de tarde en tarde.

Creo que el perro adivinaba lo que iban a hacer con él, porque miraba con aire inquieto yescrutador a uno y a otro. De vez en cuando movía también su lanuda cola como para movernos a piedadcon la confianza que demostraba tener en nosotros.

Me apresuré a separarme de los forzados, los cuales llevaron a cabo su obra sin el menor obstáculo.

En cuanto a las ocas que había en el penal, habíanse establecido allí por casualidad. ¿Quién lascuidaba? ¿A quién pertenecían?

Lo ignoro; pero lo cierto es que divertían a los forzados y eran famosas en la ciudad.

Habían nacido en el presidio y tenían su cuartel general en la cocina, de donde salían a bandadasen el momento que los penados iban al trabajo.

Cuando redoblaba el tambor y los detenidos se aglomeraban en la puerta, los ánades corrían haciaellos graznando y agitando las alas, saltaban después por el huerto uno detrás de otro, y, mientras lospresidiarios trabajaban, las aves picoteaban a su lado.

-¡Mira, los penados van con las ocas! -decían los transeúntes.

Page 173: Memorias de La Casa de Los Muertos

-¿Cómo las habéis amaestrado para que os sigan? -nos preguntaba alguno.

-Tomad, para las ocas -decía otro entregándonos unas monedas.

Mas a pesar de todo el cariño que se les tenía, hubiéraseles retorcido el cuello de buena gana, paracelebrar alguna fiesta.

En cambio nadie se hubiera atrevido a matar; sino en circunstancias excepcionales, a Vaska,nuestro macho cabrío.

No sé por qué se hallaba en el penal ni quién lo había llevado. Era blanco y de espeso y largo pelaje.A los pocos días todos pusieron en él especial cariño; llegó a ser un objeto de diversión y de consuelo.

Y como se necesitaba un pretexto para conservarlo en el penal, se dijo que era indispensable tenerun chivo en la cuadra.

Empero no era en la cuadra sino en la cocina donde vivía, y al cabo del tiempo tenía por casa todoel presidio.

Era un animal divertidísimo: saltaba sobre las mesas, hacía equilibrios, luchaba con los forzados yacudía adonde se le llamaba, siempre alegre y retozón.

En suma, todos queríamos a Vaska, que tenía unos cuernos muydesarrollados. Cuando llegó a laépoca de la pubertad, tras de larga y seria deliberación de los presidiarios, se le sometió a una delicadaoperación que le hicieron con el mayor cuidado los veterinarios del establecimiento.

-Por lo menos no se acordará de que es cabrón -decían los detenidos.

Vaska comenzó entonces a engordar de una manera sorprendente, a lo que contribuía mucho elpasto que se le daba hasta verle saciado. Nos acompañaba también a los trabajos, lo cual divertíatanto a los penados como a los transeúntes, porque todos conocían al macho cabrío del presidio.

Si se trabajaba cerca del agua, los penados cortaban hojas de sauce y flores para adornar a Vaska, elcual, cuando ostentaba guirnaldas sobre el lomo y floridos ramos en los robustos cuernos, volvía al frentede la comitiva pavoneándose como si quisiera lucir su atavío.

Este cariño hacia el macho cabrío llegó a tal extremo que algunos detenidos trataron muyseriamente la pueril cuestión de si convendría dorarle los cuernos.

Pero no pasó de simple proyecto.

Pregunté a Akim Akímich, que era el mejor dorador del penal, y después a Isaí Fomich si se podíarealmente dorar los cuernos de Vaska, y ambos, tras detenido examen, me contestaron afirmativamente;pero que sería trabajo perdido a causa de la escasa duración del adorno.

Vaska hubiera vivido aún largos años en el penal y muerto de asma o de algún atracón de pasto, siun día, al volver del trabajo, a la cabeza de la cuadrilla de penados, como de costumbre, no hubiesetropezado con el mayor, que paseaba en carruaje. Aquel día fatal, el macho cabrío iba adornado conguirnaldas y flores.

-¡Alto! -gritó el mayor-. ¿De quién es ese animal?

Se lo dijeron, y replicó, furioso, el mayor:

-¡Cómo! ¡Un macho cabrío en el penal, sin permiso mío! ¡Sargento!

Y el sargento recibió la orden terminante de matar y descuartizar a Vaska. La piel se vendería en el

Page 174: Memorias de La Casa de Los Muertos

mercado y su importe ingresaría en la caja del presidio. En cuanto a la carne ordenó que se sirviera a losforzados cocida con el rancho.

Se habló mucho de aquel suceso en el establecimiento penitenciario, compadeciéndose la tristesuerte del querido Vaska, pero nadie se hubiera atrevido a desobedecer al mayor.

El macho cabrío fue sacrificado junto al albañal. Un penado compró la carne, y el rublo y cincuentay cinco kopeks que dio por ella, se empleó en panecillos blancos para todos. Al cabo de un minuto, elcomprador de Vaska vendía sus pedazos cuidadosamente asados.

Tuvimos también, por poco tiempo, un águila de las estepas, de una especie muy pequeña.

La llevó un forzado, herida y medio muerta, y todos los demás le rodearon para contemplar la pobreave de rapiña, que no podía volar porque tenía rota una pata y el ala derecha. Miraba con expresión ferozy el adunco pico abierto a la curiosa multitud, dispuesta a vender cara su vida.

Cuando nos separamos, después de haberla contemplado largo rato, el águila fue a refugiarse en unrincón, saltando sobre la pata sana y arrastrando su ala herida.

Durante los tres meses que permaneció en nuestro patio, no salió jamás de debajo del poyo dondese había refugiado. Al principio, los forzados iban a verla con frecuencia y azuzaban a Schárik contra lapobre ave; mas el perro limitábase a ladrar furiosamente, sin atreverse a ponerse al alcance del pico desu enemiga, lo cual divertía sobremanera a los detenidos.

-¡Qué bicho tan arisco! -decían algunos-. ¡No se deja acariciar!

Pero Schárik acabó por perder el miedo y atormentaba constantemente a la desdichada ave. Cuandole azuzaban, mordíale furioso en el ala quebrada, y el águila defendíase con las garras y el pico y volvía aacurrucarse en su escondrijo con aire altivo y salvaje, cual rey herido, mirando fijamente a los curiososque la rodeaban.

Afortunadamente para ella, los penados se cansaron pronto y la dejaron olvidada bajo el poyo.

Sin embargo, alguien le llevaba cada día trozos de carne y le cambiaba el agua del bebedero.

Los primeros días el águila no quería comer; pero al fin devoraba lo que le ofrecían, aunque nuncalo tomó de las manos de quien la cuidaba ni comió ante testigos.

Yo pude observarla varias veces desde lejos. Cuando no veía a nadie y se creía sola, se arriesgaba asalir de su nido, andaba unos cuantos pasos a saltitos sobre su patita sana a lo largo de la empalizada yvolvía a encerrarse, precisamente como si le hubieran recomendado un paseo higiénico.

En vano traté de acariciarla; no había medio de domesticarla. En cuanto se le tocaba, aleteabafuriosamente e intentaba clavarme su pico en la mano.

Solitaria y rencorosa, esperaba la muerte, desafiando a todos con la mirada. Finalmente lospenados se acordaron de ella, tras dos meses de olvido, demostrándole un cariño inesperado.

Decidieron echarla fuera.,

-¡Que reviente -decían-; pero a lo menos que muera en libertad!

-En efecto, un pájaro libre e independiente como ella no se habituaría jamás a la vida del presidio -añadía otro.

-No se parece a nosotros -replicaba un tercero.

Page 175: Memorias de La Casa de Los Muertos

-¡Qué descubrimiento! ¡El águila es un pájaro y nosotros somos hombres!

-El águila, compañeros, es la reina de las montañas… -comenzó a decir Skurátov, pero nadie 1e hizocaso.

Una tarde, cuando redobló el tambor para reanudar los trabajos, cogieron al águila, atáronle el picopor si intentaba defenderse y la llevaron fuera del penal, a la explanada. Los doce forzados quecomponían la cuadrilla estaban deseosos de ver lo que haría el ave y adónde se dirigiría.

¡Cosa curiosa! Estaban tan contentos como si fueran ellos mismos los que recobrasen su libertad.

La echaron a la estepa, por encima de la muralla.

Era un día frío y agrisado de últimos de otoño.

El viento silbaba en la llanura desnuda y gemía entre la hierba amarillenta y seca.

Escapó el águila en línea recta, arrastrando su ala quebrada, como si tuviera prisa por ocultarse anuestras miradas.

-¿La veis? -dijo un forzado con apesadumbrado acento.

-¡Ni una vez siquiera ha mirado hacia atrás! -observó otro.

-¿Creías que iba a volver para darnos las gracias?

-Es ya libre y goza con su libertad.

-¡Ay, sí! ¡La libertad!

-No la volveremos a ver, compañeros.

-¿Qué hacéis ahí? ¡En marcha! -gritaron los soldados de la escolta y todos echaron a andarlentamente…

VII

Angustias y prejuicios

Al comenzar el presente capítulo, el editor de este libro, escrito por el hoy difunto Aleksandr PetróvichGoriánchikov se cree obligado a hacer una advertencia a los lectores:

En el primer capítulo de La Casa de los Muertos, se hace mención de un parricida, noble denacimiento, presentado como ejemplo de la insensibilidad y despreocupación con que los forzadoshablan de los crímenes que han cometido. Decíase también que este individuo había negadoterminantemente ser el autor del horroroso delito que se le imputaba, que sostuvo obstinadamente suinocencia ante los tribunales y que fue, no obstante, condenado porque las declaraciones de numerosostestigos demostraron su culpabilidad hasta la evidencia.

Page 176: Memorias de La Casa de Los Muertos

Caritativas personas fueron también las que contaron al autor de La Casa de los Muertos quedicho delincuente era un individuo de vida disoluta, agobiado de deudas y desalmado que asesinó a supadre con el único objeto de entrar cuanto antes en posesión de su herencia.

Por otra parte, toda la ciudad en cuyo penal estaba recluido el asesino, hablaba del hecho en losmismos términos que los empleados por el autor del manuscrito y, por consiguiente, no cabía la menorduda de que era cierto.

Se ha dicho también que el parricida hacía alarde en el penal de un buen humor y de unadespreocupación que helaba la sangre en las venas, pues semejante cinismo era inconcebible; mas apesar de esto, no observó jamás que revelase instintos de crueldad; el autor de este libro no le creyójamás culpable.

Ahora bien, hace poco, el editor de La Casa de los Muertos recibió de Siberia la noticia de que elsupuesto parricida era inocente y que había extinguido, sin merecerla, una condena de diez años detrabajos forzados. Su inocencia fue oficialmente reconocida.

Los verdaderos delincuentes se hallaban convictos y confesos, y la desdichada víctima del errorjudicial fue puesta en libertad. No es posible dudar de la autenticidad de esta noticia.

Huelgan los comentarios. El trágico hecho habla por sí solo demasiado alto.

Si semejantes errores son posibles, su propia posibilidad añade a nuestro relato una nota muysaliente que ayuda a completar y caracterizar las escenas que llevamos descritas.

Ahora, continuemos.

*

He dicho ya que habíame acostumbrado finalmente a mi situación; pero este “finalmente” había sidomuy penoso y me costó no poco llegar a él.

En realidad necesité casi un año, y siempre he considerado ese lapso de tiempo como el másespantoso de mi vida entera. De tal manera está grabado en mi memoria, que recuerdo todos lospormenores y podría referir, hora por hora, en qué lo empleé.

He dicho también que tampoco los otros reclusos podían habituarse a la vida que hacían.

Durante ese primer año yo me preguntaba a menudo si realmente estaban tan tranquilos comoparecía. Esta cuestión me preocupaba sobremanera.

Conforme también dejo dicho en otro lugar, todos los reclusos se encontraban en el penal comofuera de su centro; no era aquél su propio domicilio, sino una posada o una venta donde se hallaban depaso en una etapa de su viaje.

Estos hombres desterrados por toda su vida, parecían unos, agitados; otros, abatidos; pero todossoñaban con algo imposible.

Esta inquietud constante, que rara vez dejaban traslucir pero que con facilidad se sorprendía, elardor y la impaciencia de sus esperanzas, involuntariamente exteriorizadas, pero de tal manera absurdasque más bien parecían manifestaciones del delirio, daban un aspecto y un carácter tan extraordinarios aaquel lugar siniestro, que constituían, a no dudar, toda su originalidad. Se echaba de ver al punto que no

Page 177: Memorias de La Casa de Los Muertos

podía existir en el mundo nada semejante.

Todos fantaseaban allí, esto era evidente. Era esta sensación una verdadera hiperestesia, pues elcontinuo fantasear daba a la mayor parte de los forzados un aspecto tétrico y perezoso, un aireenfermizo. Casi todos eran taciturnos e irascibles; no gustaban de manifestar sus secretas esperanzas.

Se despreciaba la ingenuidad y la franqueza. Mientras más imposibles eran las esperanzas, más seconfesaba el penado a sí mismo su imposibilidad y más celosamente las ocultaba en las más profundastinieblas de su corazón, sin renunciar a ellas.

¿Se avergonzaba, acaso?

¡Es el carácter ruso tan positivo y sobrio en su modo de ver, tan escarnecedor de los propiosdefectos...!

Tal vez este descontento de sí mismo era lo que engendraba la intolerancia en el trato cotidiano delos forzados y la crueldad sarcástica. Si uno de ellos, más ingenuo o menos paciente formulaba en altavoz lo que otros se dicen para sus adentros y exponía sus sueños y sus castillos en el aire, le hacían callarinmediatamente abrumándole con burlas y sarcasmos.

Creo que sus más encarnizados perseguidores eran precisamente los que les sobrepujaban ensueños insensatos y en esperanzas locas. Ya he consignado que, en el penal, los individuos sencillos eingenuos eran tenidos por imbéciles y se les hacía objeto del desprecio general.

Eran los forzados tan huraños y cojijosos que odiaban a sus compañeros dotados de carácter jovialy exentos de vano amor propio.

Además de estos ingenuos habladores, los penados se dividían en buenos y malos y en alegres ymalhumorados. Los últimos estaban en mayoría. Si por casualidad se encontraban entre los expansivos,mostrábanse invariablemente sarcásticos, maldicientes y envidiosos, metiéndose, como vulgarmente sedice, en camisa de once varas y fiscalizando los actos de sus compañeros. Guardábanse, empero, deexponer en público sus íntimos pensamientos. Esto era de mal gusto.

Los buenos -en número muy reducido- eran pacíficos y ocultaban en silencio sus esperanzas.Tenían más fe en sus ilusiones que sus compañeros huraños y descontentadizos.

Creo que existía también otra categoría de reclusos: la de los desesperados como el viejo deStaróduvo, pero eran escasísimos.

Aparentemente este anciano estaba tranquilo, pero ciertos indicios autorizaban a suponer que suestado moral fuese intolerable, horrible. Tenía un refugio, un consuelo; la oración y la idea de que era unmártir de su fe.

El penado absorto siempre en la lectura de La Biblia, del que ya he hablado, y que en un acceso dedemencia trató de asesinar al mayor arrojándole a la cabeza un ladrillo, era, probablemente, uno de losque también había perdido toda esperanza. Y como es de todo punto imposible vivir sin esperanzas,buscó la muerte en un martirio voluntario, como lo demuestra el hecho de haber declarado que agredióal mayor, no por resentimiento ni odio personal, sino sencillamente por deseo de sufrir.

¡Quién sabe el proceso psicológico que se había realizado en su alma! Únicamente el hombre sinideales ni esperanzas puede caer en semejantes accesos. Una vez que la esperanza o el ideal se handesvanecido, el hombre se convierte en monstruo... Nuestro ideal, nuestro fin único, era común a todos:la libertad, salir del presidio.

He tratado de subdividir a los penados en diferentes categorías.

¿Es esto posible?

Page 178: Memorias de La Casa de Los Muertos

La realidad es tan infinitamente variada que se substrae a las deducciones más ingeniosas delpensamiento abstracto; no admite clasificaciones netas y precisas. La realidad tiende siempre alfraccionamiento, a la variedad infinita.

Cada uno de nosotros tenía su vida propia, interior y personal, fuera de la vida oficial yreglamentaria. Pero, como ya he dicho, al principio de mi reclusión, no sabía penetrar esta vida interna,porque todas las manifestaciones exteriores me impresionaban, llenándome de indecible tristeza.

Ocurríame entonces que odiaba a estos mártires que sufrían ante mis ojos, y les odiaba por envidia,porque se encontraban bien juntos y se comprendían recíprocamente.

Realmente, este espíritu de compañerismo, bajo el látigo y la vara, esta comunidad forzada, lesinspiraba tanta repugnancia como a mí, y cada cual procuraba vivir aparte.

La envidia que me agitaba en los momentos de sobreexcitación, tenía motivos muy legítimos, pueslos que afirman que un hidalgo, un hombre culto y educado no sufre en los trabajos forzados más que unsimple muchik, no saben lo que se dicen.

He leído y aun he oído sostener el aserto contrario al mío.

En teoría, la idea parece justa y generosa: todos los forzados son hombres; pero es una ideademasiado abstracta.

Conviene no olvidar un cúmulo de circunstancias que no se pueden comprender si no se pasa porellas en la vida real.

No quiero decir con esto que el hidalgo, el hombre culto sienta más delicada y vivamente porquesus sentidos están más desarrollados. Colocar todas las almas a un mismo nivel es imposible.

Yo puedo asegurar que entre estos mártires, en medio de los menos instruidos, entre los másabyectos, he encontrado trazas de un desarrollo moral.

Existían en nuestro penal algunos individuos a los que conocía de varios años y tenía por fieras delbosque, despreciándoles como a tales, y de pronto, en el momento más inesperado, su alma se explayabainvo1untariamente con tal riqueza de sentimiento y de cordialidad y comprensión tal de los sufrimientosajenos, que parecía caérseles, al fin, la venda de los ojos.

Al principio el estupor hacía dudar sobre lo que se había visto y oído.

Sucedía también lo contrario. El hombre culto se significaba con actos de barbarie, con un cinismoque producía náuseas, y por mucho empeño que en ello se pusiera no se le podía hallar excusa nijustificación.

Pasaré por alto lo que al cambio de costumbres, de alimentación y género de vida se refiere. Estecambio es doblemente penoso para un hombre perteneciente a la alta sociedad que para un muchik, pueséste, a veces, cuando está libre perece de hambre y en el penal está ahíto.

No discutiré sobre este punto. Admitamos que para un hombre dotado de cierta entereza decarácter sea esto una bagatela con relación a cualquier otro castigo. Pero quedará siempre el hecho deque un cambio radical de costumbres no es cosa fácil ni de poca importancia.

La vida del forzado tiene horrores ante los cuales todo palidece, hasta el fango que nos rodea, aun laescasez del inmundo alimento, aun las cadenas que nos aherrojan y cortan las carnes.

El punto capital es que al cabo de una hora todo recluso recién llegado se encuentra al nivel de losotros. Está en su casa, goza de los mismos derechos que sus compañeros, él comprende a los demás y

Page 179: Memorias de La Casa de Los Muertos

por los demás es comprendido y considerado como uno de ellos.

No sucede lo mismo con el hidalgo. Por justo, bueno e inteligente que sea, le odian y despreciandurante años enteros y, sobre todo, no le creen jamás. No llega a ser nunca el amigo ni el camarada y silogra, al fin, que no le ofendan, no por eso dejará de ser un extraño y habrá de resignarse a vivir siempreen la soledad y el aislamiento en medio de tantas personas con las que forzosamente ha de cohabitar.

Este vacío en torno suyo, hácenlo a menudo sus camaradas sin mala intención, inconscientemente,sólo porque no es de su esfera.

Nada hay tan horrible como no vivir en el propio ambiente.

El muchik que es deportado de Taganrog al puerto de Petropovlovsk, encontrará allí otros muchíkscon los cuales se entenderá y se pondrá de acuerdo. En menos de dos horas habrán intimado, se reunirány vivirán pacíficamente en la misma, isba, en la misma choza.

No se puede decir lo mismo de los nobles. Un abismo sin fondo les separa del pueblo bajo. Esto seve en cuanto pierden sus derechos primitivos y de hidalgos se convierten a la vez en plebeyos. Y aunqueesté durante toda la vida en relaciones diarias con el labriego, aunque durante cuarenta años esté encontacto del muchik teniéndole, por ejemplo, a su servicio, nunca jamás llegará a comprender a fondo alhombre del pueblo. Todo lo que crea saber serán ilusiones.

Los que me lean dirán, quizá, que exagero; pero estoy convencido de que mi observación es exacta.

Desde los primeros días los sucesos confirmaron mis observaciones e influyeron morbosamente enmi organismo. Durante el primer verano vagaba solitario por el penal. Repito que me encontraba en talescondiciones morales que no me permitían juzgar ni distinguir a los penados que más adelante podríancobrarme afecto, ni poder colocarme a un mismo nivel. Tenía, es cierto, algunos camaradas ex hidalgoscomo yo, pero su compañía no me convenía; hubiera preferido no ver a ninguno. ¿Dónde refugiarme?He aquí uno de los incidentes que me hizo comprender mi soledad y situación en el presidio.

Era la una de la tarde de un calurosísimo día de agosto. Los penados, que a esa horaacostumbraban dormir la siesta después de la primera parte del trabajo, se levantaron como un solohombre para reunirse en el patio del penal.

Yo no sabía aún nada. Estaba tan absorto en mis pensamientos, que no echaba de ver lo quesucedía en mi derredor.

La agitación había comenzado, probablemente, mucho antes, a juzgar por ciertas frases quellegaron a mis oídos, por el visible descontento de los reclusos y por la sobreexcitación que desde hacíatiempo se observaba en todos ellos.

Yo atribuía todo esto a los trabajos penosos del estío, a los días largos y aplastantes, a las locasilusiones que se forjaban pensando en los bosques y en la libertad y a las noches demasiado breves paradar al cuerpo el descanso necesario.

Quizá produjeron todas estas cosas la irritación que estalló al fin con motivo del rancho.

Desde hacía algunos días, los penados se quejaban en alta voz y rondaban por los pabellones,especialmente cuando se hallaban en las cocinas, a la hora de las comidas, y aun habían logrado quefuese reemplazado uno de los cocineros, pero al cabo de dos días el nuevo tuvo que dejar su puesto alque había sido despedido. Esto produjo cierta efervescencia que no había de tardar en manifestarse enforma violenta.

-Nos reventamos trabajando y nos dan de comer unas porquerías que hasta a los perros daría asco -decía alguno en la cocina.

Page 180: Memorias de La Casa de Los Muertos

-Si no te gustan, encarga tus platos favoritos, que aquí no hay más que pedir -replicaba otro.

-Es menestra de coles, pero yo la encuentro, si no exquisita, por lo menos suculenta -observaba untercero en discordia.

-Y si te dieran de comer otra cosa que no fuera siempre tripa de buey, ¿no estarías más contento?

-¡Claro está que nos debieran dar de vez en cuando un poquito siquiera de carne, pues bien lamerece el que está medio muerto de tanto trabajar! -observaba otro de los descontentos.

-Cuando se les ocurre darnos algo mejor, lo condimentan con porquerías,

-Es cierto; estas comidas no hay estómago que las resista.

-Algo sale ganando con ello el mayor…

-¡Eso no te importa!

-¡No me ha de importar! ¡Es mi estómago el que lo paga! Si no nos quejamos, cualquier día acabanpor suprimimos hasta el rancho.

-¿Crees tú que nos debemos quejar?

-¡Qué duda cabe!

-¿Te olvidas de que cada vez que alguno se ha quejado le ha contestado con una tanda de palos?¡No seas burro, hombre!

-Tienes razón. “Vísteme despacio, que estoy de prisa” -dice sentenciosamente un amigo de refranes-. “Poco a poco hila la vieja el copo”. Caminemos, pues, con pies de plomo. Vamos a ver, ¿de qué tequieres quejar?

-Hombre... ¿de qué ha de ser…? Si todos lo hacen, yo no me quedaré a la zaga... Los que comen porsu cuenta pueden echarse atrás, pero los que no tenemos más remedio que apechugar con lo que nosquieran dar…

-Pues bien, camaradas, hay que decidirse. ¡Bastante hemos aguantado ya! ¡Esos bribones estánabusando de nosotros! ¡Adelante!

-¿Pero qué adelantaremos? ¿No estamos condenados a trabajos forzados?

-¡Precisamente por eso! Aquí, como en todas partes, el pez grande se come al pequeño, y los únicosque comen en el penal son los jefes, que cada día echan más barriga.

-Es verdad. El mayor ha engordado de un modo atroz. Además, se ha comprado un tronco decaballos tordos.

-¡Y lo que le gusta empinar el codo al alma mía! ¡No le hace ascos a la botella, como hay Dios!

-Hace unos días se desafió con el veterinario a una partida de naipes, y estuvo jugando dos horassin llevar un kópek en el bolsillo, lo ha dicho Fedka. ¡Como fresco, sí que lo es!

-¡He aquí por qué sólo nos da menestra de coles con caldo de tripas de buey!

-Son ustedes un atajo de imbéciles. ¿Qué les importa eso?

-¡Calla tú, mastuerzo! Sí, reclamaremos, y ya veremos cómo se justifica. ¡Decidámonos!

Page 181: Memorias de La Casa de Los Muertos

-¿Justificarse? Puede ser. ¡Con un par de morradas en las narices y una puntera en lo tierno!¡Buenas las gasta el hombre para que le vayan con reclamacioncitas!

-Si es que no le forman expediente a pesar de sus humos.

Todos los penados estaban agitadísimos, y no sin razón, pues el rancho era verdaderamentedetestable. Lo que colmaba la medida del descontento era la angustia, el sufrimiento continuo, laansiedad.

El forzado es pendenciero y rebelde por temperamento, pero raras veces busca compañeros parasublevarse, porque jamás están de acuerdo unos con otros. Esto lo sabíamos todos y, por consiguiente,estábamos seguros de que las palabras no se traducirían en hechos.

Sin embargo, esta vez nos equivocamos. En los pabellones se formaban grupos que comentaban,discutían, maldecían y criticaban acerbamente la pésima adminis-tración del penal, sondeando susmisterios.

En tales casos se ponen de manifiesto en seguida los instigadores y los agitadores.

Los agitadores suelen ser en semejantes ocasiones individuos que se distinguen o sobresalen de suscompañeros no sólo en el penal sino en todas las cuadrillas que se forman de trabajadores, en lospabellones, en las cocinas, etc. Estos tipos son en todas partes los mismos.

Son individuos fogosos; ávidos de justicia, excesivamente ingenuos y honradamente convencidos dela posibilidad absoluta de realizar sus deseos.

No son más tontos que los otros, pero sí demasiado entusiastas para ser prudentes y astutos.

Se encuentran fácilmente personas que saben dirigir las masas y conseguir lo que quieren; peropertenecen a otro tipo diverso del de los agitadores populares, que son muy raros entre nosotros.Aquellos a quienes me refiero, obtienen casi siempre lo que desean, pero acaban por ir a aumentar elcontingente de los que pueblan los presidios y las cárceles, para que allí se enfríen sus entusiasmos deinstigadores y revoltosos.

Merced a su impetuosidad, llevan siempre la peor parte, pero a esta impetuosidad debenprecisamente su ascendiente sobre las turbas.

Les siguen todos gustosos, hasta los más irresolutos, porque los arrastra con su palabra de fuego ysu honrada indignación. Su ciega confianza en el éxito de su empresa seduce aun a los más reacios yescépticos, si bien esta seguridad tiene, con frecuencia, fundamentos tan débiles e infantiles que causanverdadero estupor.

El secreto de su influencia estriba en que van siempre a la cabeza de los más decididos, sin quenada les arredre ni les haga retroceder, sin pensar ni saber lo que hacen, sin ese jesuitismo práctico conque el hombre abyecto y vil vence todos los obstáculos, consigue su objeto y sale limpio y sin mancha deun barril de tinta.

Estos individuos sienten una necesidad imperiosa de que les rompan la fe de bautismo. En la vidaordinaria son biliosos, irascibles, intolerantes, desdeñosos y aun excesivamente cortos de entendimiento;en lo que, por otra parte, radica su fuerza.

*

Page 182: Memorias de La Casa de Los Muertos

El suboficial que desempeñaba las funciones de sargento mayor, llegó en seguida despavorido, y apenasse puso al habla con los penados le pidieron éstos que avisase al mayor, pues deseaban hacerle algunaspreguntas.

La comisión que se le encargaba al suboficial era de tal modo extraordinaria, que llenó de espantoal pobre hombre, suponiendo, tal vez, que iban a ocurrir sucesos horribles. El miedo que los penadosinfundían a nuestros jefes tocaba los límites de lo inverosímil, y de aquí que el suboficial, pálido ytembloroso, se apresurara a poner el hecho en conocimiento de su superior, sin intentar siquiera hacerentrar en razón a los revoltosos.

Comprendía que esto hubiera sido perfectamente inútil, porque los forzados no se hubieranentretenido en discutir con él.

Ignorando yo de qué se trataba, me puse en fila, y hasta más tarde no supe los pormenores de estahistoria.

Se me figuraba que iban a pasarnos revista, pero no viendo a los soldados de la escolta, que solíanhacer el recuento, miré, sorprendido, en mi derredor. Mis compañeros tenían el rostro pálidos unos,rojos, otros, de indignación, y algunos lívidos.

Preocupados y silenciosos cada cual pensaba lo que habían de decir al mayor.

Observé que sorprendía a muchos forzados mi presencia entre ellos. No podían creer que mepusiese yo de su parte para apoyar las reclamaciones que se proponían hacer en forma imperiosa al jefedel establecimiento.

Finalmente, no pudiendo contenerse, comenzaron a interrogarme, colmándome de injurias.

-¿Qué se le ha perdido a usted aquí? -me dijo groseramente y en alta voz Basilii Antónov que, no sépor qué razón, jamás me tuteaba.

Yo le miré perplejo, esforzándome por adivinar lo que su pregunta significaba.

Entonces adiviné que ocurría en el penal algo extraordinario.

-Sí, hombre, sí, ¿qué se le ha perdido aquí, maula? ¡Váyase ahora mismo a su pabellón! -añadió unjoven, perteneciente a la sección militar, que hasta entonces no había reparado en él y parecía decarácter pacífico-. Esto no va con usted -añadió.

-¿Pero no están ustedes formados? -repuse-. ¿No van a pasar lista?

-¿Quién le ha dado vela en este entierro? -insistió otro.

-¡Entremetido! -apoya éste.

-¡Farsante! -exclama aquél.

-¡Matamoscas! -dice graciosamente esotro.

Este chiste provocó una carcajada general.

-Estos señoritos están entre nosotros como gallina en corral ajeno.

-¡Quia! -interrumpe otro-. Están como en la propia gloria. Comen pan blanco, lechoncitos cuandoles acomoda y todo lo que desean. ¿Quién les mete, pues, en este guisado?

-¡Este no es su sitio, váyase! -me dijo entonces Kulíkov y, cogiéndome de una mano, me hizo salir

Page 183: Memorias de La Casa de Los Muertos

de las filas.

También él estaba palidísimo; sus negros ojos lanzaban destellos de ira y habíase mordido los labioshasta hacerse sangre.

No era de los que podían esperar con calma al mayor.

Me gustaba ver a Kulíkov en semejantes casos, es decir, cuando se revelaba tal como era, con todassus cualidades y sus defectos. Creo que hubiera ido al encuentro de la muerte con cierta elegancia.Cuando todos me tuteaban u ofendían, él redoblaba sus atenciones conmigo; pero su acento era tanfirme y resuelto qué no admitía réplicas,

-Lo que nos ha reunido, Aleksandr Petróvich, no le concierne, es asunto exclusivamente nuestro -me dijo luego- Váyase adonde le parezca, mire, sus compañeros están en la cocina, reúnase con ellos,que eso será lo mejor.

-¡Esos se curan en salud! -barbotó un penado.

En efecto, a través de la ventana se veía a los ex nobles y otros forzados que se habían refugiado enla cocina. Y allí me dirigí, acompañado de las burlas, los insultos y los maullidos, que simulaban unasilba, de los reclusos que quedaban en el patio.

-¡Parece que no le gusta! -dijo uno.

-¡Cógele! ¡Cógele! -exclamaron varios-. ¡Ahí va un ratón asustado!

Era la primera vez, desde que ingresé en el penal, que me insultaban de aquella manera tandespiadada. Aquel momento, que sin embargo hubiera debido esperarlo, fue para mí uno de los másdolorosos de mi vida.

Los ánimos estaban demasiado excitados.

En la antesala encontré a T-tskii, joven hidalgo de escasa instrucción pero de carácter firme ygeneroso.

Los penados hacían una excepción de él en su odio por los nobles. Casi le querían, pues hasta ensus gestos más insignificantes revelaba un alma bien templada, un valor a toda prueba y una resoluciónque infundía respeto.

-¿En qué piensa, Goriánchikov? -me dijo-. Venga usted acá, hombre, que en eso no debemosmezclarnos.

-¿Pero qué pasa?

-Quieren reclamar al mayor contra el rancho, esto es, perder el tiempo y ganarse una palizasoberana. Ya van buscando a los instigadores del plante, y si nos vieran entre esa gente cargaríamos conla culpa y, lo que es peor, con la pena también, que no será suave. No olvide usted nunca que somoscondenados políticos y que el mayor nos detesta cordialmente a causa de nuestra condición de nobles.Los forzados escaparán con unos centenares de azotes, pero a nosotros nos someterían a un remedo dejuicio para agravar nuestra condena.

-Los forzados nos entregarían atados de pies y manos -añadió M-tskii cuando llegamos a la cocina.

-No se compadecerían de nosotros -apoyó T-tskii.

Además de los nobles se encontraban en la cocina una treintena de forzados que no querían tomarparte en el motín, unos por cobardía y otros porque lo consideraban perfectamente inútil.

Page 184: Memorias de La Casa de Los Muertos

Akim Akímich -enemigo natural de todo lo que pudiese ofender a la disciplina y el servicio-esperaba tranquilamente el desenlace de aquella escena, persuadido de que al fin triunfaría en orden y laautoridad administrativa.

Isaí Fomich, con la cabeza baja, confuso y perplejo, escuchaba lo que se decía con curiosidad yespanto. Estaba agitadísimo.

A los polacos hidalgos habíanseles reunido algunos plebeyos de la misma nacionalidad y variosrusos, de natural tímido, que jamás habían hecho buenas migas con el resto de sus camaradas, yesperaban tristes y silenciosos la solución del conflicto.

Se encontraban también allí, finalmente, algunos forzados perezosos y descontentos, que se habíanabstenido de tomar parte en la rebelión, no por timidez, sino por estar plenamente convencidos de quenada se conseguiría. Sabían que les faltaba razón y que las consecuencias de aquello serían las quehabían previsto; pero estaban desasosegados e inquietos, como si con su actitud pasiva hicieran traicióna sus compañeros.

El viejo de Staróduvo era otro de los que se abstenían.

Los cocineros tampoco abandonaron sus puestos, probablemente porque se consideraban parteintegrante de la administración y no les parecía bien tomar partido contra ella.

-Sin embargo -observó M-tskii- excepto los que están aquí no falta un forzado en el patio. La cosava tomando mal cariz.

-¿Y qué nos importa? -replicó B***

-Nosotros hubiéramos arriesgado mucho más que ellos. ¿Por qué habíamos de mezclarnos en losasuntos de esos bandidos? ¿Creen ustedes que, llegado el momento, se atreverán a protestar? ¡Vaya ungusto de ir a meterse en la boca del lobo!

-Eso no conducirá a nada -dijo un viejo de carácter avinagrado en tono desabrido.

Almázov, que se encontraba entre los abstenidos, se apresuró a manifestarse del mismo parecer.

-Azotarán a una cincuentena de infelices, y aquí no ha pasado nada.

-¡El mayor! -gritó una voz.

Todos nos precipitamos hacia las ventanas.

El mayor, en efecto, acababa de llegar, hecho una furia, y avanzó resueltamente hacia las filas depenados, pues en semejantes casos demostraba un valor acreditado y no perdía jamás su presencia deespíritu.

Verdad es que estaba casi siempre ebrio.

Le acompañaba Diátlov, personaje importantísimo en el penal, pues en realidad era él quienadministraba el establecimiento. El mayor no veía más que por sus ojos ni tenía más voluntad que la deDiátlov, que era un joven de excelentes disposiciones y muy astuto, que había logrado conquistarse lassimpatías de los penados.

Seguían al mayor nada más que cuatro soldados y el suboficial, que había recibido ya una fuertereprimenda, preludio de los malos ratos que le aguardaban.

Los forzados, que desde la llegada del suboficial permanecieron con la cabeza descubierta mientrasaquél iba a dar parte al mayor de lo que ocurría, se irguieron prontamente, pero ninguno osó dar un

Page 185: Memorias de La Casa de Los Muertos

paso adelante ni despegar los labios, esperando, sin duda, que otro rompiese el hielo.

Verdad es que el mayor tampoco les dio tiempo, pues al punto se puso a gritar como unenergúmeno. Nosotros le veíamos recorrer las filas hecho una furia, gesticulando con aire amenazador;pero, como estábamos lejos, no podíamos oír las preguntas que dirigía a los reclusos ni las respuestasque éstos daban. Finalmente, le oímos gritar con voz estentórea:

-¡Rebeldes! ¡Todo el mundo al cuerpo de guardia para ser apaleados!... ¿Quiénes han sido lospromotores de este motín? ¡Ah, eres tú uno de los cabecillas! -añadió encarándose con alguno quemurmuró unas palabras que no llegaron a nuestro oídos.

Pero al cabo de un minuto vimos salir de filas al penado y dirigirse con las orejas gachas al cuerpode guardia. Otro le siguió en seguida, y después otro y otro.

-¡A todos se les formará sumaria! ¡A todos, no quiero que escape ni uno! -prosiguió el mayor-. Aver, ¿quiénes son los que están en las cocinas? -añadió, al divisamos asomados a las ventanas-. ¡Quesalgan inmediatamente!

El furriel Diátlov se dirigió hacia nosotros, y en cuanto le dijimos que no teníamos nada que ver conlos revoltosos ni formular ninguna reclamación, volvió inmediatamente para comunicarlo a su jefe.

-¡Ah, conque nada tienen que reclamar -gritó, pero dulcificando la voz y en tono satisfecho-. ¡Noimporta, traédmelos aquí a todos!

Salimos de la cocina. Yo estaba avergonzado y, como mis compañeros, caminaba con la cabeza baja.

-¡Hola, Prokófiev! Yolkin, Almázov, vengan ustedes acá -nos dice algo más calmado-. ¿Tú también,M-tskii?... Diátlov, toma los nombres de todos, de los descontentos y de los que no han tomado parte enel motín, pero en lista aparte. ¡Que no se te pase ni uno siquiera!... ¡ Los bribones la han de pagar cara!

La lista produjo su efecto.

-Nosotros tampoco reclamamos -gritó uno de los amotinados con voz sorda e insegura.

-¿Ahora nos salimos con ésas? -replicó el mayor-. Pues bien, los que estén satisfechos, que den dospasos adelante.

Así lo hicieron varios reclusos.

-¿De manera que nada tienen ustedes que decir en contra del rancho? ¿Así, pues, han sidoarrastrados a este conato de motín por los eternos agitadores? Pues bien, peor para éstos. El Consejo deguerra les asentará la mano… Peor para ellos...

-¿Pero qué significa esto? -gritó una voz de los que permanecían en las filas.

-¿Quién ha sido ese temerario? -rugió el mayor precipitándose hacia el lado de donde partió la voz-.¡Ah, eres tú, Rastórguyev! ¡Al cuerpo de guardia en seguida!

Rastórguyev, un joven corpulento y de elevada estatura, se apresuró a obedecer. Él no había dichosiquiera esta boca es mía durante toda aquella escena y, por consiguiente, no era el autor de aquel grito,al parecer subversivo; pero no se atrevió a contradecir al irascible jefe.

-El tener la barriga llena es lo que les hace ser exigentes -prosiguió el mayor-, pero yo les quitaréesos humos, bribones. ¡No ha de escapar de rositas ni siquiera uno! Los que estén conformes con laadministración, que salgan de las filas.

-¡Nosotros, nosotros! -exclamaron varios penados, uniendo la acción a la palabra.

Page 186: Memorias de La Casa de Los Muertos

Los demás permanecieron obstinadamente en sus puestos.

Pero el mayor había conseguido su objeto, que era el de dominar por completo el conato de motín,dividiendo a los revoltosos. Le interesaba muy mucho resolver en seguida y de la mejor manera unconflicto del que acaso hubiera salido mal parado, por bien que le viniesen las cartas, si llegaba a oídosde sus superiores.

-¿De manera que ninguno se queja ya? -añadió-. ¡Bien lo sabía yo! Son esos malditos instigadores.Es preciso, Diátlov, averiguar quiénes son. Y ahora... al trabajo todo el mundo. ¡Tambor, redobla!

Presenció la formación de las diferentes cuadrillas con aire de triunfo.

Los penados se separaron tristemente, en silencio, pero contentos en su interior del desenlace quehabía tenido aquella escena que amenazó con ser trágica y acabó siendo cómica.

Una vez formadas las cuadrillas, el mayor se dirigió al cuerpo de guardia, donde tomó susdisposiciones contra “los instigadores”, pero no fue demasiado cruel.

Más tarde contó uno de los penados que en el momento de ir a sufrir el castigo corporal, pidióperdón y le dejó marchar impune el suboficial.

Evidentemente el mayor no las tenía todas consigo. Había tenido miedo, pues al fin y al cabo setrataba de un asunto muy espinoso, pues una rebelión en el penal hubiera podido acabar mal para todos.

Lo que le alarmó especialmente fue la unanimidad de los penados en amotinarse. Era preciso, porlo tanto, satisfacer a toda costa sus reclamaciones, y como primera providencia, envió a los instigadoresa sus pabellones respectivos.

Al día siguiente se notó una mejora muy notable en el rancho, pero esto duró poco. El mayormenudeaba sus visitas al penal, hallando siempre pretexto para castigar a uno y otro. El suboficial quedesempeñaba las funciones de sargento mayor iba y venía desorientado, como si no pudiera sacudir suestupor.

En cuanto a los forzados, transcurrió largo tiempo antes de que se calmaran por completo, pero suagitación en nada se parecía a la de los primeros días.

Estaban intranquilos y cohibidos; algunos bajaban la cabeza sin despegar los labios; otros hablabandel pasado movimiento, pero de mala gana, con reconcomio. Muchos se burlaban de ellos como paracastigarlos por haberse amotinado.

-¿Verdad, camarada, que somos tremendos? Cuando nos proponemos una cosa, hacemos temblarhasta los cimientos del penal… con los palos que recibimos en las espaldas. ¡Aquí no se hace más que loque queremos!

-¿Dónde está el ratón que ha querido poner el cascabel al gato?

-Las varas y el látigo son argumentos de peso, los únicos que nos convencen. Menos mal quealgunos han escapado de rositas...

-Piensa más y habla menos -interrumpe uno de los castigados, en tono desabrido-. Es lo mejor quepuedes hacer.

-¿Pretendes darme una lección? ¿Eres maestro de escuela?

-¡Y falta que te hace!

-¡Tú no eres más que un cobarde y un sinvergüenza!

Page 187: Memorias de La Casa de Los Muertos

-Lo serás tú, m…

-¡Vaya, basta! ¿Se van ustedes a pelear ahora? -gritan varias voces al mismo tiempo, poniendo final altercado.

La misma tarde de la rebelión encontré a Petrov detrás de las cuadras, después del trabajo. Mebuscaba.

Al acercarse a mí masculló unas frases que no pude comprender; pero se calló en seguida y mesaludó con una inclinación de cabeza. Yo estaba aún con el corazón encogido por la escena de que habíasido víctima, y esperaba que Petrov me diese algunas explicaciones.

-Dime, Petrov -le pregunté-, ¿tus compañeros están indignados contra nosotros?

-¿Por qué?

-Los forzados... parece que no miran con buenos ojos a los nobles y…

-Bueno, ¿y qué?

-Como no los hemos secundado hoy...

-¿Por qué habían ustedes de secundarnos? -me interrumpió bruscamente-. Ustedes comen aparte ynada tienen que ver con nosotros.

-¡Oh! Algunos de los nuestros se han amotinado con ustedes, a pesar de que tampoco comen elrancho del penal. Nosotros hubiéramos debido secundar a ustedes, aunque sólo fuese porcompañerismo.

-¡Vamos, hombre! ¿Los nobles son acaso compañeros nuestros? -replicó con estupor.

Le miré fijamente. No alcanzaba él a comprender el sentido de mis palabras, pero yo sí comprendíperfectamente las suyas.

Por fin veía con toda claridad una idea que turbaba confusamente mi cerebro y me atormentabadesde hacía mucho tiempo; comprendí entonces lo que sólo había adivinado de un modo imperfecto, osea, que jamás llegaría a ser camarada de los forzados, aunque entre ellos pasase todo el resto de mivida, ni aun perteneciendo a la sección especial.

La expresión del rostro de Petrov en aquel momento me quedó grabada en la imaginación, para noborrarse jamás.

Su pregunta: «¡Vamos, hombre! ¿Los nobles son acaso compañeros nuestros?» encerraba taningenua franqueza, tan ingenuo estupor, que no pude por menos de sospechar que se burlaba de mí.

Pero no, había dicho la verdad: los forzados no podían tenerme por camarada; todo lo máspodíamos caminar por senderos paralelos; pero juntos y por el mismo, ¡jamás!

Creía realmente que, después de la rebelión, nos habrían insultado y encarnecido como nunca;haciendo de nuestra vida un infierno, pero me engañé.

No se nos hizo el menor reproche ni la más ligera alusión a nuestra conducta. Continuaronburlándose de nosotros, como antes, cuando se les ofrecía ocasión, pero nada más.

Ninguno guardó rencor a los que se negaron a amotinarse y permanecieron en la cocina, mientraslos demás desafiaban la cólera del mayor, como tampoco a los que en el momento culminanteabandonaron las filas declarando que nada tenían que reclamar contra la administración del penal.

Page 188: Memorias de La Casa de Los Muertos

Sobre esto, con gran sorpresa por mi parte, no se dijo jamás una palabra.

VIII

Mis camaradas

Naturalmente, los que me atraían más eran mis iguales, esto es, los nobles, especialmente en losprimeros años de mi reclusión. Pero de los tres nobles rusos que había en nuestro penal -Akim Akímich,A-v, el espía y el que se tenía por parricida- sólo tenía tratos con Akim Akímich. A los otros no leshablaba siquiera.

A decir verdad, sólo me dirigía a aquél por desesperación, en los momentos de tristeza másinsoportables, cuando creía que no me hubiera podido acercar a ninguna otra persona.

Akim Akímich constituía una categoría especial de forzados, la de los indiferentes, para los cuales eslo mismo vivir en libertad que condenado a trabajos forzados.

Estos son, realmente, una excepción, y Akim Akímich el más vivo ejemplo de la misma. Habíaseestablecido en el penal como si allí hubiera de pasar toda su vida. Debía extinguir aún varios años decondena; pero aseguraría que no pensaba jamás en su liberación. Más que por buen corazón habíaseamoldado a aquella vida por espíritu de subordinación.

Era un hombre excelente. Con frecuencia vino en mi ayuda con sus consejos y sus servicios, sobretodo en los comienzos de mi reclusión, pero me infundía una indecible tristeza que agravaba mipropensión a la melancolía.

Cuando estaba desesperado, le buscaba porque gustaba de oírle hablar, pues lo hacía con lentitud,reposadamente, con voz tranquila y acompasada, como agua que cae gota a gota. No se animaba ni auncuando le hablaba del hecho que le valió ser condecorado con la orden de Santa Ana: únicamente su vozse hacía más grave y bajaba de tono al pronunciar el nombre de Santa Ana y guardaba silencio por dos otres minutos.

Durante el primer año, tenía yo momentos horribles en los que odiaba, sin saber por qué, a AkimAkímich y maldecía al Destino que habíame llevado a dormir en un entarimado en que mi cabeza setocaba con la de aquél. Pero muy luego me enojaba conmigo mismo por no haber sabido dominar esosaccesos de desesperación.

Afortunadamente, de esos ímpetus sólo fui presa el primer año de mi prisión. Más tarde meacostumbré al carácter de Akim Akímich y me avergonzaba de mis sentimientos de otro tiempo.

No recuerdo haber reñido jamás con él ni que tuviésemos el más ligero altercado.

Además de estos tres nobles, había en el penal otros ocho, con alguno de los cuales estrechérelaciones de amistad, pero no con todos. Los mejores eran enfermizos, egoístas y en extremo

Page 189: Memorias de La Casa de Los Muertos

intolerantes.

Me abstuve aun de hablar a dos o tres d ellos.

Sólo había tres que fuesen instruidos: B-kii, M-tskii y el anciano J-skii, el cual había sido profesorde matemáticas, un hombre excelente, originalísimo y de mediana inteligencia, a despecho de suerudición.

M-tskii y B-kii eran muy diferentes. Desde el primer momento, nos entendimos M-tskii y yo, yjamás tuvimos una rencilla; pero no le quise nunca de veras ni pude intimar con él. Esto me resultabaimposible, porque era excesivamente áspero, desconfiado, muy pagado de sí mismo y reservado comouna tumba. Esto último era lo que más me desagradaba, comprendiendo que era incapaz de abrir supecho a quienquiera que fuese.

Sin embargo, mi apreciación podía ser injusta... Estaba dotado de un carácter noble y firme. Suescepticismo inveterado traslucíase en su habilidad extraordinaria y en la prudencia y circunspección conque hablaba aun a sus más íntimos amigos. El dualismo de su alma era manifiesto, pues a la vez queescéptico era profundo creyente y tenía una fe inquebrantable en ciertas esperanzas y convicciones.

Mas a pesar de toda su habilidad estaba en guerra declarada con B-kii y su amigo T-skii.

El primero era un pobre enfermo, propenso a la tisis, irascible y nervioso, pero generoso y bueno.

Su misma irritabilidad nerviosa le hacía caprichoso como un niño. Yo no podía soportar un caráctersemejante y rompí toda clase de relaciones con B-kii, pero sin dejar de quererlo. Era todo lo contrario deM-tskii, con el cual no disputaba jamás, pero no le quería. Rota mi amistad con B-kii hube de romperlatambién con su inseparable T-skii. Esto lo sentí sobremanera, porque a su ilustración no superficial uníaun corazón de oro y, como he dicho en el capítulo anterior, un valor a toda prueba.

Quería y respetaba de tal modo a B-kii, que los enemigos de éste no podían ser amigos suyos. Poresta razón riñó con M-tskii.

Todos estos individuos eran biliosos, susceptibles, desconfiados, padecían de aguda hiperestesiamoral.

Esto se comprende. Su situación era penosísima, mucho más dura que la nuestra pues habían sidodesterrados de su patria y condenados a diez o doce años de deportación. Su estancia en el penalhacíanla aún más dolorosa los prejuicios que habían arraigado en sus mentes y la opinión que tenían delos forzados. A su juicio, éstos no eran más que fieras y no debían ser tratados como criaturas humanas.

El penal era, pues, para esos polacos, un verdadero infierno.

Eran amables con los circasianos, con los tártaros y con Isaí Fomich; mas para el resto de lospenados no sentían más que desprecio. Hacían una sola excepción: el viejo y mojigato creyente.

No obstante, durante todo el tiempo que estuve en el presidio, no observé jamás que ningúnforzado se burlase de su origen, de sus creencias religiosas ni de sus convicciones, a lo que tan propensaes la plebe de Rusia en sus relaciones con los extranjeros, especialmente si son alemanes. En el fondo, nohace más que burlarse de los tudescos, porque para el pueblo ruso son seres bufos y grotescos. Losforzados tenían mucha más consideración para con los polacos nobles que para sus compatriotas, losrusos hidalgos. Mas, al parecer, los polacos no querían notar esta conducta ni tenerla en cuenta paranada.

Volvamos a hablar de T-skii.

Cuando, en compañía de su camarada, abandonó su lugar de destierro para ingresar en nuestropenal, llevó sobre sus hombros, casi todo el viaje, a su amigo B-kii, tan débil éste de constitución y de

Page 190: Memorias de La Casa de Los Muertos

salud tan delicada que no podía hacer por su pie ni la mitad de la etapa.

Fueron desterrados primero a Y-gorsk, donde estaban relativamente bien. Su vida era mucho máscómoda que en el penal. Mas a causa de la correspondencia que mantenían con los deportados de otraciudad, se consideró necesario trasladarlos a nuestro penal, para que allí fuesen más estrechamentevigilados.

Hasta su llegada, M-tskii había estado completamente solo. ¡Cuánto hubo de sufrir durante elprimer año de destierro!

J-skii era el viejo de que he hablado que consagraba la mayor parte de la noche a la oración. Todoslos condenados políticos eran muy jóvenes, casi niños, mientras que J-skii pasaba de los cincuenta años.Por esto le llamo viejo.

Era ciertamente un hombre excelente, pero raro si los hay. Sus camaradas T-skii y B-kii leaborrecían y no le hablaban jamás. Decían, y con razón, según pude comprobar, que era tozudo ycaviloso.

Creo que en un penal -como en cualquiera otro lugar donde las personas viven reunidas a la fuerza,contra su voluntad- se odia y se riñe más fácilmente que estando en libertad.

Son muchas las causas que contribuyen a estas continuas querellas.

J-skii era realmente antipático y corto de luces; no podía congeniar con ninguno de suscompatriotas. Conmigo no pudo reñir ni una sola vez, porque jamás fuimos amigos. Supongo que era unbuen matemático. Cierto día me explicó en su jerigonza, medio ruso, medio polaco, un sistemaastronómico de su invención. Se me dijo que había publicado sobre el mismo argumento un libro quehizo las delicias de los hombres de ciencia. Dados su estrecho criterio y su limitado talento, no me costótrabajo creerlo.

Oraba de rodillas durante días enteros, y esto le conquistó el respeto de los forzados, respeto que leguardaron hasta la muerte, pues yo le asistí hasta sus últimos momentos y puedo atestiguarlo.

Cuando les condujeron, a cortas jornadas, de Y-gorsk a nuestro penal, no se cuidaron de afeitarlesjamás, por lo cual tenían las barbas y los cabellos excesivamente crecidos, y esto enfureció a nuestromayor, como si los infelices fuesen culpables de esta transgresión del reglamento.

-¡Miren qué facha! -exclamó, rojo de ira-. ¡Son vagabundos o bandidos!

J-skii, que presumía entender algo el ruso, creyó que les preguntaban si eran vagabundos obandidos, y contestó:

-Somos condenados políticos, y no bandidos.

-¡Cómo se entiende! ¿Te atreves a replicar a tu superior? ¡A ver, que le lleven al cuerpo de guardia yle den cien azotes en seguida! ¡Habráse visto el insolente!

La orden del mayor se cumplió sin pérdida de tiempo. J-skii ofreció, tendido en tierra, sus espaldasa las varas, sin oponer resistencia y soportó el suplicio, mordiéndose la diestra mano sin lanzar unquejido ni estremecerse siquiera.

B-kii y T-skii llegaban en aquel momento al penal. M-tskii les esperaba en la puerta con los brazosabiertos, aunque no les había visto en su vida.

Indignados por la acogida que les había dispensado el mayor le contaron al punto la horrible escenaque acababa de desarrollarse.

Page 191: Memorias de La Casa de Los Muertos

-Al saberlo -me decía más tarde M-tskii-, me quedé primero como petrificado y en seguida seapoderó de mí una rabia salvaje. Esperé a J-skii junto al portón por donde había de pasar a su salida delcuerpo de guardia, después de sufrido el castigo. La puerta se abrió, al fin, y vi aparecer a J-skii con elrostro pálido y los labios temblorosos y exangües. No miró a ninguno y atravesó por en medio de losgrupos de forzados como si el patio hubiese estado desierto.

M-tskii se exaltaba a medida que iba hablando.

-Aquellos forzados -prosiguió- sabían que acababa de sufrir un noble el infamante castigo de lasvaras... J-skii entró en el pabellón, postróse de hinojos y se puso a orar tranquilamente. Los penados sequedaron estupefactos y aun se sintieron conmovidos. Cuando vi a aquel hombre de cabellos blancos,desterrado de su patria, en la que le lloraban su mujer y sus hijos, después de haber pasado por tanvergonzoso castigo, arrodillado y absorto en la oración, huí como loco, de la cuadra... Desde aquelmomento, los forzados tuvieron para con J-skii las mayores atenciones y el más profundo respeto. Loque les admiraba, sobre todo, era que no hubiese lanzado un gemido bajo los tremendos golpes que lehabían asestado.

Mas es preciso ser justos y decir la verdad. No se deben juzgar por este ejemplo las relaciones de laadministración con los deportados nobles; sean rusos o polacos.

La anécdota que acabo de referir demuestra únicamente que podemos tropezar con un malvado, y sieste malvado es comandante de un penal donde tengamos la desgracia de ser encerrados, nuestra suerteno tendrá nada de envidiable.

Pero la administración superior de los trabajos forzados que da la palabra de orden y confiere ladirección a los comandantes subalternos, es muy diferente con los deportados nobles y a veces;muéstrase más indulgente con ellos que con los forzados de baja condición. Las causas son evidentes.

En primer lugar, los jefes son también nobles.

Además, citábanse casos de nobles que se habían negado resueltamente a tenderse para recibir elcastigo de varas y habían agredido a los ejecutores, y las consecuencias de esas rebeliones son siempre detemer.

Por último, y creo que es ésta la causa principal, mucho tiempo antes, treinta y cinco años, si noestoy equivocado, habían sido deportados a Siberia una multitud de nobles,[ii] los cuales supieronportarse y recomendarse tan bien, que los sobrestantes de los trabajos forzados hubieron de tratar a losnobles de muy distinta manera que a los demás condenados.

Los comandantes subalternos habían seguido el ejemplo de sus jefes y obedecían ciegamente a estesistema. Muchos de ellos criticaban y deploraban estas disposiciones de sus superiores, y seconsideraban dichosos cuando podían hacer su gusto, pero no solían extralimitarse.

La segunda categoría de trabajos forzados, a la cual pertenecía yo, compuesta de penados siervos,sometidos a la autoridad militar, era mucho más dura que la primera (minas) y que la tercera(construcciones).

Y era más dura no sólo para los nobles sino también para los demás forzados, porque laadministración y la organización eran militares y se asemejaba mucho a la de los presidios de Rusia.

Los jefes eran más severos y las costumbres más rigurosas que en las otras categorías. Se llevabasiempre la cadena, vigilábanos constantemente la escolta y estábamos a todas horas encerrados, lo cualno sucedía en otras partes, a lo menos así lo aseguraban forzados que tenían motivos para saberlo.

Mis compañeros hubieran ido gustosos a las minas, aunque, según la ley, éstas eran el mayorcastigo.

Page 192: Memorias de La Casa de Los Muertos

Los que habían estado en los presidios rusos, hablaban de ellos horrores, asegurando que no hayinfierno peor, y que la Siberia era un paraíso, comparado con las fortalezas de Rusia.

Por esta razón se nos tenía alguna consideración a los nobles en nuestro penal, que estabadirectamente vigilado por el general gobernador y cuya administración era militar; debíase a labenevolencia con que se trataba a los forzados de la primera y tercera categoría.

Puedo hablar con conocimiento de causa de lo que pasaba en Siberia. Los relatos que me han hecholos deportados de la primera y tercera categoría confirman mi aserto. Nos vigilaban más estrechamenteque en cualquiera otra parte, no escapábamos a ninguno de los rigores del trabajo y la reclusión,llevábamos los mismos hierros y sufríamos iguales penalidades que los otros detenidos.

Era absolutamente imposible que nos protegieran, porque yo sé que en fecha no remota, mejordicho, en fecha muy reciente, las denuncias y las intrigas que amenazaban con la destitución de losfuncionarios, habíanse multiplicado de tal modo, la administración temía las delaciones, y en aqueltiempo, el mostrar un poco de indulgencia con cierta clase de forzados, se consideraba como un delito.

Y así, como cada cual temía por sí, habíamos llegado al mismo nivel que los forzados por delitoscomunes.

La única excepción que existía en nuestro favor era la de no aplicarnos castigos corporales. Noshubieran vapuleado, de haber cometido un delito cualquiera, porque el reglamento exige que, respecto alcastigo, seamos todos iguales; pero se guardaban de azotarnos sin motivo o por simples faltas, como sehacía con los demás penados.

Cuando nuestro comandante tuvo conocimiento del castigo infligido a J-skii, montó en cólera yreprendió severamente al mayor, para que en lo sucesivo fuera más cauto y menos impetuoso.

La noticia de esta reprimenda cundió velozmente por el penal, llenando de júbilo a los forzados,que odiaban al mayor; y la alegría no tuvo límites cuando se supo que al rapapolvo del comandante habíaseguido una admonición mucho más severa del general gobernador, a pesar de que éste tenía granconfianza en el mayor por sus excelentes cualidades como funcionario y fidelidad en el cumplimiento dela ley.

Nuestro mayor no echó en saco roto la advertencia de sus superiores pero soñaba con el desquite ybuscaba la ocasión de volver a azotar a J-skii, haciéndole incurrir en alguna de las faltas previstas en elreglamento. Pero no lo consiguió.

El asunto de J-skii se supo también en la ciudad, y la opinión pública se mostró unánimementecontraria al mayor, y no fueron pocas las personas de elevada posición que le manifestaron su desagradoen forma demasiado ostensible y sobrado humillante.

Recuerdo mi primera entrevista con el mayor. En Tóbolsk nos habían espantado ya, a otrocompañero y a mí, refiriéndonos anécdotas referentes a la crueldad inaudita de este hombre abominable.

Los viejos desterrados -nobles como nosotros, que habían sido condenados a veinticinco años detrabajos forzados- que vinieron a visitarnos a nuestra cárcel de tránsito, nos previnieron en contra deljefe del penal adonde nos conducían, prometiéndonos al mismo tiempo interceder cerca de sus amigosinfluyentes para substraemos, en lo posible, a sus persecuciones.

En efecto, escribieron a las tres hijas del general gobernador, las cuales, según creo, intercedieronen nuestro favor.

¿Pero qué podían hacer?

El general se limitó a decir al mayor que fuese justo en la aplicación de la ley.

Page 193: Memorias de La Casa de Los Muertos

A cosa de las tres de la tarde llegamos mi camarada y yo a la ciudad, y la escolta nos condujodirectamente a presencia del tirano.

Quedamos en la antesala mientras avisaban al suboficial de guardia, y apenas llegó éste entró elmayor... Su cara pavonaza, granujienta y de expresión feroz, nos causó una impresión muy dolorosa.Parecía que una terrible araña trataba de aprisionar en su tela a una pobre mosca.

-¿Cómo te llamas? -preguntó a mi compañero.

Este le dijo su nombre y apellido.

-¿Y tú? -añadió, mirándome fijamente a través de sus gafas.

Contesté a su pregunta.

-¡Sargento! -exclamó-. Llévelos al penal, haga que les rasuren la mitad de la cabeza en el cuerpo deguardia y que ingresen en el departamento civil… ¿Pero qué capotes son éstos? -añadió bruscamente alver los que llevábamos y que nos habían sido entregados en Tóbolsk-. ¡Este es un nuevo uniforme! Cadadía se ven novedades… cosas de San Petersburgo… ¿Traen algún equipaje? -prosiguió, dirigiéndose alguardia que nos acompañaba.

-Sus trajes ordinarios, Alta Nobleza -repuso el guardia cuadrándose como un quinto.

-Eso no puede entrar en el penal. Déjeles sólo la ropa blanca y el resto lo vende a un ropavejero. Elforzado no puede poseer nada -añadió mirándonos severamente-. Ahora mucho cuidado, pórtense bien,pues a la menor falta les infligiría un castigo corporal. Las varas y los azotes no están jamás ociosos en elpresidio. Conque ya están ustedes advertidos. Ea, ¡marchen!

No estaba acostumbrado a ser tratado con semejante descortesía, y aquel grosero recibimiento, depoco no fue causa de una enfermedad, pues sentía que la fiebre se iba apoderando de mí. Cuando pasélos umbrales del penal, parecióme que acababa de entrar en el infierno.

Ya he dicho que a los nobles no se guardaba ninguna consideración ni se tenían preferencias conellos, por lo que al trabajo se refiere; sin embargo, se trató de aliviar en lo posible nuestra situación,enviándonos a B-kii y a mí como amanuenses, pero en secreto, a las oficinas de ingenieros.

Nadie, empero, ignoraba el favor de que habíamos sido objeto, pero todos fingían no haberlonotado. De esta buena suerte éramos deudores al jefe de ingenieros, y duró todo el tiempo que el tenientecoronel G-kov fue nuestro comandante.

Este jefe (que sólo permaneció seis meses en Siberia) nos pareció un bienhechor enviado del Cielo,y causó honda y agradable impresión a todos los forzados. No le amaban sino que le adoraban, si puedoemplear esta frase.

-Es un padre para nosotros -decían a cada momento los deportados, mientras G-kov dirigió lostrabajos.

¿Por qué amaba a mis desgraciados compañeros? No sabría precisarlo, pero el hecho es que nopodía ver un detenido, sin dirigirle una palabra cariñosa y gastarle alguna broma para hacerle reír. Notenía nada de autoritario; para los penados era un camarada más.

A pesar de esta condescendencia, no recuerdo que algún forzado se extralimitase ni fuese jamásirrespetuoso con él. Sucedía todo lo contrario: al ver al comandante, en los labios del recluso dibujábaseuna sonrisa y gorra en mano y sin cesar de sonreír esperaba tranquilo y dispuesto a cumplirlas almomento las órdenes del querido jefe.

Los penados le amaban por la confianza que tenía en ellos y por el horror que demostraba contra la

Page 194: Memorias de La Casa de Los Muertos

tacañería y la mezquindad. Estoy seguro de que, si hubiese perdido un billete de mil rublos y loencontrase el ladrón más empedernido de todo el penal, se lo hubiera devuelto en seguida radiante degozo.

La simpatía de los forzados por el teniente coronel G-kov aumentó, si cabe, cuando se supo queodiaba a muerte a nuestro mayor, del que había sido compañero de armas.

La marcha de tan querido jefe fue sentidísima en el penal.

G-kov fue quien, como dejo dicho, hizo que nos destinaran a las oficinas de ingenieros, y cuandopartió él, no varió nuestra situación, pues había un ingeniero que nos demostraba mucha simpatía.

Pero ¡ay! llegó, al fin, la hora de denunciarnos, y por orden superior hubimos de cesar en nuestrocargo de amanuenses, para formar en las cuadrillas de los trabajadores.

En el fondo, este cambio no nos afligió gran cosa, porque ya estábamos cansados de hacer copias ymás copias, aunque con ello se perfeccionaba nuestro carácter de letra.

Durante dos años enteros trabajamos B-kii y yo en las oficinas, charlando y discurriendo sobrenuestras esperanzas y nuestras convicciones. Las del buen B-kii eran extrañas, exclusivistas. Existenpersonas inteligentísimas cuyas ideas son, a veces, demasiado paradójicas; sin embargo, han sufridotanto por ellas, de tal modo han perseverado en ellas y las han conservado a costa de tantos sacrificios,que sería una crueldad arrancárselas, aun en el caso de que esto fuese posible. B-kii no podía soportaruna objeción y contestaba con violencias intolerables. Quizá tenía razón; mucha más razón que yo, peroal fin hubimos de distanciarnos, con gran sentimiento por mi parte, pues ya teníamos muchas ideas quenos eran comunes.

M-tskii, a medida que pasaban los años, se ponía más triste y sombrío. La desesperación habíaseapoderado de él. Al principio de mi reclusión era más comunicativo, dejaba entrever mejor suspensamientos, se interesaba más por las noticias que yo le llevaba, pues nada sabía de lo que ocurríafuera del penal, me interrogaba, escuchaba y se conmovía. Poco a poco se concentró en sí mismo, y nohabía medio de adivinar lo que pensaba.

Se exasperaba cada vez más y no cesaba de lanzar invectivas contra los forzados, a los que ya habíacomenzado a comprender. Los argumentos que yo empleaba en defensa de ellos, no tenían ningunaeficacia.

No prestaba siquiera atención a lo que le decía, y si alguna vez se mostraba de acuerdo conmigo, alsiguiente día volvía a las andadas. Hablábamos siempre en francés, y sin duda por esto el soldado deingenieros, Draníschnikov, dio en la flor de llamarnos los dos sacamuelas.

M-tskii sólo se animaba hablando de su madre.

-Es vieja y está enferma -me decía-, me ama sobre todas las cosas del mundo, y no sé si vive aún, sile han dicho que he sido azotado, pues esta noticia la mataría.

M-tskii no era noble y había sufrido castigos corporales antes de ser deportado. Cuando lorecordaba, poníase furioso, rechinaba los dientes, parecía que los ojos se le iban a salir de las órbitas.

En los últimos tiempos de su reclusión paseaba casi siempre solo.

Una mañana le ordenaron que compareciese ante el comandante, el cual le recibió con la sonrisa enlos labios.

-Vamos a ver, M-tskii -le dijo-, ¿qué soñaste anoche?

-Cuando oí esta pregunta me estremecí -nos contó luego M-tskii-. Me dio un vuelco el corazón,

Page 195: Memorias de La Casa de Los Muertos

como si presintiese el anuncio de una gran desgracia.

Y contestó al comandante:

-Soñé que había recibido una carta de mi madre.

-El sueño fue agradable, pero lo es más la realidad. Desde este momento eres libre, M-tskii. Tumadre ha suplicado al Tzar. . . y su ruego ha sido escuchado. Así, pues, abandonarás hoy mismo el penal.

Volvió a reunirse con nosotros, pálido como la cera, sin atreverse a creer que era verdad tantadicha.

Le felicitamos cordialmente, estrechando sus manos frías y temblorosas.

Convertido en colono, M-tskii se estableció en la ciudad y venía con frecuencia al penal paracomunicarnos, cuando podía, las noticias políticas que circulaban, que eran las que nos interesaban más.

Además de los cuatro polacos, condenados políticos de quienes ya he hablado, había otros dos, muyjóvenes, deportados por breve tiempo, poco instruidos pero honrados, francos y leales; otro, llamado A-chukovskii, bastante simple, y un tal B-m, hombre ya entrado en años, que me causó pésima impresión.

No sé por qué había sido deportado este último, aunque él no tenía empacho en decirlo a quien lequisiera oír. Era su carácter mezquino, con ideas y costumbres groseras, como las de un tenderoenriquecido. Carecía absolutamente de cultura y sólo se interesaba por lo que a su oficio de pintorconcernía.

Forzoso es reconocer que era un pintor de valía; su fama cundió pronto en la ciudad, donde leencargaban la decoración de techos y paredes, que era su especialidad. En dos años decoró las viviendasde los funcionarios públicos, que le pagaron con relativa esplendidez, y gracias a esto podía darse buenavida.

Le acompañaban en sus trabajos tres penados, dos de los cuales, sobre todo uno llamado T-jvskii,aprovecharon tan bien sus lecciones, que en poco tiempo no desmerecieron sus pinturas de las de sumaestro. El mayor, que vivía en un edificio propiedad del Estado, quiso que B-m decorase todas lasparedes y techos, y el pintor se esmeró tanto en este trabajo, que las habitaciones del general-gobernadorparecían pobres y mezquinas al lado de las del jefe del penal.

El mayor se frotaba las manos con orgullo mal disimulado, anunciando que las mejorasintroducidas en su domicilio obedecían a que en breve había de casarse.

-¿Quién no se casa teniendo una casa como la mía? -decía con la mayor seriedad del mundo.

Cada día estaba más contento de B-m y de los que le ayudaban. Aquel trabajo duró un mes.

En ese tiempo el mayor cambió de parecer respecto a nosotros, y comenzó a proteger a loscondenados políticos.

Un día hizo comparecer a J-skii en su despacho.

-J-skii -le dijo-, te he ofendido, haciéndote azotar injustamente. Pues bien, estoy arrepentido,¿oyes? yo, yo, estoy arrepentido. ¿Entiendes?

J-skii contestó que entendía perfectamente.

-Pues bien, quiero reconciliarme contigo, pero es preciso que te hagas cargo del favor que te hago alllamarte para que me perdones. ¿Qué eres tú respecto a mí? Un gusano, menos que un gusano de latierra. Tú eres un forzado y yo, por la gracia de Dios, soy un mayor. ¡Mayor! ¿Lo entiendes?

Page 196: Memorias de La Casa de Los Muertos

J-skii volvió a repetir que le entendía,

-¿Comprendes la grandeza de mi acción? ¿Sabes apreciarla? Fíjate, yo, yo, un mayor, te pideperdón…

J-skii me contó esta escena. ¿Luego, aquel bruto, ebrio, desordenado y tacaño era susceptible desentimientos humanitarios?

Si se tienen en cuenta sus ideas y su desarrollo intelectual, preciso es convenir en que aquellaacción era verdaderamente generosa.

¡Tal vez había contribuido a esto su perpetuo estado de embriaguez!

El sueño del mayor no se realizó: no pudo casarse, aunque estaba resuelto a ello en cuantoterminase la decoración de su domicilio, pues se le formó expediente y, a pesar de sus ruegos y lágrimas,no tuvo otro remedio que pedir el retiro.

La gran noticia celebráronla los forzados con las mayores demostraciones de júbilo.

El desdichado mayor tuvo que vender su tronco de caballos y cuanto poseía, y no tardó en caer enla mayor miseria.

Más tarde le encontramos una vez que otra pobremente vestido de paisano. Miraba a los penadosde través, pero ya no infundía miedo. Mientras fue nuestro jefe era un dios vestido de uniforme; ahoraparecía un lacayo.

IX

La evasión

Poco tiempo después de la destitución del mayor, se reorganizó completamente nuestro penal.

Fueron abolidos los trabajos forzados y el presidio trocóse en una penitenciaría militar, semejante alas de Rusia. En lo sucesivo no se envió ningún penado de segunda categoría, puesto que sólo debíacontener detenidos militares, esto es, personas que conservan sus derechos civiles.

Eran soldados como todos los demás, pero habían sido azotados, y su condena era de escasaduración, seis años todo lo más. Una vez extinguida la sentencia, volvían a los batallones, como soldadosrasos.

Los reincidentes eran condenados a veinte años de reclusión.

Hasta entonces había habido en nuestro penal una sección militar, pero sólo porque no se sabíadónde meter a los soldados presos.

En cuanto a los forzados paisanos que habían perdido sus derechos o estaban marcados con el

Page 197: Memorias de La Casa de Los Muertos

hierro infamante y rasurados, debían permanecer en el presidio hasta la completa extinción de sucondena; pero, como no llegaban otros nuevos y a los antiguos los iban poniendo en libertad poco apoco, al cabo de diez años no quedaría en el establecimiento ningún recluso de esta clase.

No cambió, empero, nuestro género de vida; sólo la administración había sido cambiada,haciéndola más complicada.

Fue designado jefe del penal un oficial superior, comandante de una compañía, y tenía a susórdenes cuatro oficiales subalternos, que hacían la guardia por turno.

Los inválidos fueron reemplazados por doce sargentos y un celador del arsenal.

Dividiéronse las secciones de reclusos en decenas, para cada una de las cuales fue nombrado uncabo de varas, Akim Akímich, como era justo, fue uno de los elegidos.

La vida que se hacía era la misma, pero se nos había librado del mayor y se respiraba…

Por lo demás, tampoco podría yo describir minuciosamente esa vida: al evocar tales recuerdos, lospasados sufrimientos me oprimen el corazón y paralizan mi mano.

Sé que los años transcurrían lenta y tristemente y que los días eran interminables, fastidiosos, y quelas horas se deslizaban como gotas de agua…

Recuerdo también que lo único que me daba fuerzas para resistir, esperar y confiar, era un ardientedeseo de resucitar, de renacer a una nueva vida.

Me acostumbré, al fin, y contaba los días. Y aun cuando me quedaban aún mil, era dichoso alsiguiente al pensar que al cabo de 999 días abandonaría para siempre el penal.

*

Alguien se preguntará si era posible evadirse del presidio y si durante mi permanencia en él hubo algunatentativa de fuga.

Ya he dicho en otro lugar que el recluso que lleva tres años en un penal, reflexiona que le tiene máscuenta extinguir sin tropiezos su condena y convertirse en colono una vez que haya recobrado sulibertad. Mas, los que hacen estos cálculos son los que han sido condenados por un tiempo relativamentecorto; pero los que han sido sentenciados a muchos años, no reparan en riesgos. Sin embargo, lastentativas de evasión son raras.

Esto se debe atribuir a la cobardía de los forzados, a la severidad de la disciplina militar y a lasituación de nuestra ciudad, que no favorecía las evasiones, porque se encontraba en plena estepa abiertapor todas partes.

En mi tiempo, empero, trataron de evadirse dos presidiarios de cuidado.

Desde el momento en que fue destituido el mayor, quedó solo y sin amigos A-v, el espía del penal.Joven aún, su carácter iba adquiriendo con la edad cierta firmeza. Era descarado, resuelto y astuto,

Si lo hubiesen puesto en libertad, de seguro que habría vuelto a acuñar moneda falsa, pero con laexperiencia adquirida en el penal, difícilmente se le hubiera podido coger de nuevo.

A la sazón se ejercitaba en falsificar pasaportes.

Page 198: Memorias de La Casa de Los Muertos

Tuve ocasión de penetrar en su alma y verla en toda su horrible fealdad. Su frío cinismo erarepugnante, producía náuseas. Creo que por satisfacer un capricho no hubiera vacilado en cometer unasesinato, siempre que su crimen no pudiese ser descubierto.

Había estudiado a fondo a todos los penados, y comprendió que ninguno era más a propósito queKulíkov, individuo, como él, de la sección especial.

Ya he hablado de este sujeto en otro lugar.

No era joven, pero sí lleno de ardimiento y de energía y poseía cualidades extraordinarias. Sentíasefuerte y quería vivir mucho tiempo todavía.

Así, pues, Kulíkov no valía menos que A-v; el uno completaba al otro. Sospecho que el primerocontaba con que A-v le facilitaría un pasaporte, falsificado, desde luego. En seguida estuvieron deacuerdo. Mas era imposible huir sin tener de su parte a un soldado de la escolta.

En uno de los batallones que guarnecían la fortaleza, había un soldado polaco, hombre ya de edadmadura, enérgico y digno de mejor suerte, serio y valeroso.

Llegado a Siberia, muy joven aún, desertó, presa de mortal nostalgia. Fue, empero, aprehendido yazotado e incorporado por dos años a la compañía disciplinaria.

Extinguida la pena, volvió a su batallón, distinguiéndose de tal modo por su celo en el servicio ypor su intachable conducta, que le agraciaron con el empleo de cabo.

Le vi una vez que otra entre los soldados que nos vigilaban, y observé que la nostalgia habíasetrocado en odio sordo, implacable, y que no hubiera retrocedido ante ningún obstáculo.

Kulíkov estuvo, pues, muy acertado, eligiéndole para que secundase sus planes de evasión.

Este cabo se llamaba Kóler. Nos encontrábamos a la sazón en el mes de junio, la época de losgrandes calores. El clima de nuestra ciudad, bastante igual, sobre todo en el verano, era favorable paralos vagabundos.

No había que pensar siquiera en huir directamente desde el penal, pues estando situada lapoblación sobre una colina, dominaba en toda su extensión la llanura y parte del bosque.

Además, necesitaban ropas con que sustituir sus uniformes de presidiarios, y para procurársela erapreciso ir al suburbio, donde Kulíkov tenía, desde hacía tiempo, un refugio.

Ignoro si sus amigos del suburbio estaban en el secreto, pero creo que sí, aunque este extremo nose ha podido poner en claro.

Un año antes habíase establecido allí una joven de vida ligera, bastante agraciada, llamada Vanika-Tanika, a “Fuego y llama”, que por este nombre era más conocida.

Supongo que estaba de acuerdo con Kulíkov, porque, durante todo el año, aquél hizo verdaderaslocuras por ella.

Llegó, finalmente, el día convenido para dar el golpe.

Cuando, por la mañana se formaron las cuadrillas, los dos amigos se las ingeniaron de manera queles designasen para acompañar al forzado Schilkin, fumista de oficio, encargado de hacer algunasreparaciones en los cuarteles que habían desocupado los soldados en las afueras de la población.

Kóler, por su parte, consiguió ser designado para escoltarles, y como el reglamento disponía quecada tres forzados debían ir acompañados de dos soldados, le agregaron un joven recluta, al que, en su

Page 199: Memorias de La Casa de Los Muertos

calidad de cabo, debía imponer en el servicio de escolta.

Preciso era que los fugitivos ejercieran gran influencia sobre Kóler para inducirle a seguirlos, a élque era tan calculador, inteligente y serio, y que sólo le faltaba algún año para cumplir.

A las seis de la mañana llegaron a los cuarteles. Estaban completamente solos.

Después de una hora de trabajo Kulíkov y A-v dijeron a Schilkin con la mayor tranquilidad delmundo que fuese al depósito por una herramienta que necesitaban.

Como no estaba en el secreto, era preciso alejarlo.

Kulíkov, para despistarle, le dijo al oído que entretanto ellos irían a la cantera para recoger elaguardiente que el día antes había ocultado uno de los proveedores.

Schilkin cayó en el lazo y se quedó solo con el recluta, mientras Kulíkov, A-v y Kóler se dirigían, noa la cantera, sino a casa de “Fuego y llama”.

Transcurrió media hora sin que los ausentes dieran señales de vida. Schilkin se puso a reflexionar, yde pronto una sospecha vehementísima cruzó por su mente, y atando cabos y recordando ciertospormenores no dudó de que sus sospechas no eran infundadas.

Sin poder contenerse un momento más, estuvo tentado de comunicar sus impresiones al soldadoque le acompañaba.

Schilkin comprendía toda la gravedad de su situación, pues podían considerarle como cómplice delos evadidos y su piel corría serios peligros. Todo retardo en dar conocimiento del hecho redundaba enperjuicio suyo. Así, pues, so pretexto de que había de volver al penal para recoger del arsenal unaherramienta del depósito, se hizo acompañar de su vigilante y en cuanto hubo llegado al cuerpo deguardia comunicó al sargento sus sospechas. Este se apresuró a dar la novedad al mayor, quien a su vezfue corriendo a poner el hecho en conocimiento del comandante.

Eran ya las nueve de la mañana. Un cuarto de hora después habíanse tomado todas las medidasnecesarias para apresar a los fugitivos y se había dado parte del suceso al general gobernador.

El miedo que se apoderó de todos los jefes y oficiales no es para ser descrito, pues se trataba de dosindividuos de la sección especial, o sea de los que debían ser más estrechamente vigilados, hasta el puntode que cada uno de ellos había de ser escoltado por dos soldados, y la responsabilidad que sobre losprimeros pesaba era tremenda.

Inmediatamente se enviaron correos a todas las cabezas de partido de la provincia y a las ciudadescircunvecinas, para advertir a las autoridades la evasión de dos presidiarios y remitirles su filiación y loscosacos salieron en persecución de los evadidos.

La noticia corrió por el penal como reguero de pólvora, y huelga decir que a todos agradó y que sehacían votos porque los fugitivos se pusieran fuera del alcance de sus perseguidores.

El corazón de todos los penados daba saltos de emoción.

Una especie de esperanza, de audacia repentina, les agitaba; les parecía entrever la posibilidad decambiar de suerte.

-Ellos se han fugado, ¿por qué no hemos de poder hacerlo nosotros?

Todos asumieron un aire altanero y miraban desdeñosamente a los sargentos desde la cima de sugrandeza.

Page 200: Memorias de La Casa de Los Muertos

Como es de suponer, todos los oficiales acudieron prontamente al penal, y con ellos nuestrocomandante.

Los forzados le miraban con atrevimiento, desprecio y severa gravedad a la vez.

-¡Por vida de Lucifer! -murmuraban algunos-. Cuando nos lo proponemos de veras, salimos delpaso a toda costa.

Era de esperar una visita de todos los jefes, registros, interrogatorios, recuento, etc. Así sucedió, enefecto, pero nada se pudo poner en claro.

Por la tarde nos acompañó al trabajo doble escolta, y por la noche los oficiales y sargentos iban acada instante con objeto de sorprendernos. Se nos contó una vez más que de ordinario; y como por dosveces se equivocaran, se produjo una nueva alarma y nos hicieron salir al patio para hacer mejor elrecuento; operación que volvió a repetirse cuando entramos en nuestros pabellones respectivos.

Era evidente que se sospechaba que los fugitivos contaban con cómplices dentro del penal; pero,aunque se extremó la vigilancia, se nos espiaba incesantemente y escuchaban nuestras conversaciones,sin que de ello pudiéramos darnos cuenta, el resultado fue el que forzosamente debía ser: nulo.

-No son tan necios para dejar aquí cómplices que pudieran denunciarlos -observaba uno.

-El juego no se descubre cuando se trata de semejantes empresas apoyaba otro.

-Kulíkov y A-v son demasiado listos. Se han portado como verdaderos maestros; no han dejado nirastro. ¡Se han evaporado! ¡Como que son capaces de pasar a través de los barrotes de una reja comopájaros!

En una palabra, la gloria de Kulíkov y de A-v había crecido de cien codos. Todos estaban orgullososde haberlos tenido por compañeros. Se preveía que su hazaña pasaría a la posteridad y que sobreviviríaal penal.

-¡Son unos valientes! -exclamaba uno.

-Se decía que era imposible fugarse; sin embargo, ellos han tomado las de Villadiego -añadían losotros.

-Sí -observaba un tercero, midiendo con los ojos a sus compañeros-; ¿pero hay aquí alguno quepueda hombrearse con los evadidos? ¿Quién de nosotros sería digno de atarles los cordones de loszapatos?

En cualquiera otra ocasión, el forzado a quien le dirigieran semejante pregunta, hubiera contestadocon un reto en defensa de su honor; mas ahora todos enmudecieron.

-Es cierto; no todos se llaman Kulíkov ni A-v...

-Después de todo, ¿qué hacemos nosotros aquí? -interrumpió bruscamente un detenido que estabaa horcajadas en el alféizar de la ventana de la cocina.

-¿Que qué hacemos? Vivimos sin vivir, hemos muerto antes de morir. ¿No es así?

-¡Pardiez! no se puede dejar el penal como un par de zapatos viejos... Nos estrecha los pies y... ¿Quéestás ahí murmurando?

-Fíjate en Kulíkov, por ejemplo -comenzó a decir uno de los más soliviantados-; un hombre queparecía no valer nada…

Page 201: Memorias de La Casa de Los Muertos

-¡Kulíkov! -repuso otro, poniendo la mano en el hombro del que hablaba-. ¿Hay muchas docenas deKulíkov?

-¿Y A-v? ¡Ese sí que vale!

-¡Ah! ése se meterá a Kulíkov en el bolsillo cuando le parezca. ¡Buen punto está hecho!

-¿Estarán ya muy lejos? ¡Cómo me gustaría saberlo!

La conversación se iba animando.

-¿Se hallarán muy lejos de la ciudad? ¿Qué camino habrán tomado? ¿Cuál es el cantón que estámás cerca?

Como había forzados que conocían los alrededores del penal, eran escuchados con la mayoratención.

Cuando se habló de los habitantes de las aldeas vecinas; se convino en que no había que fiarse deellos, pues lejos de favorecer la evasión hubieran salido en persecución de los fugitivos.

-¡Si supieran ustedes qué malitos y qué bestias son los aldeanos!

-¡Bah! ¡Son unos cobardes!

-¡Qué han de serlo! El siberiano es malo por naturaleza y mata a un hombre como quien se bebe unvaso de agua.

-¡Oh! pero los nuestros…

-Es cierto, no temen a nadie, pero ya veremos quién puede más.

-De todos modos, si no revientan, oiremos hablar de ellos.

-¿Crees tú que los cogerán?

-¡Yo sostengo que no se dejarán coger jamás! -repuso uno de los más exaltados, dando un tremendopuñetazo sobre la mesa.

-¡Hum! ¡Quién sabe!

-Pues bien, amigos míos… -dijo Skurátov-, si yo tuviese la suerte de escapar, aseguro que no mevolverían a poner la mano encima.

-¿Tú?

Y prorrumpieron todos en sonoras carcajadas. Pero Skurátov estaba en vena de hablar, y replicócon énfasis:

-¡Sí, yo! Me lo digo a mí mismo con frecuencia, y no debéis asombraros. Sería capaz de pasar por elojo de una cerradura antes que dejarme coger.

-¡Quia! En cuanto te acosara el hambre irías a pedir un pedazo de pan a cualquier muchik.

Nuevas carcajadas.

-¿Yo mendigar pan? ¡Embustero!

-¿Pero a qué tanto charlar? Tu tío Vaska y tú cometisteis un asesinato bovino,[iii] y por eso habéis

Page 202: Memorias de La Casa de Los Muertos

sido enviados a presidio.

Resonaron nuevas carcajadas. Los forzados serios estaban indignados.

-¡Embustero! -rugió Skurátov-. ¿Ha sido Mikitka el que les ha venido con el cuento? Me hanconfundido con mi tío Vaska. Yo soy moscovita y vagabundo desde la infancia. Cuando el cura meenseñaba a leer la liturgia, tirábame de la oreja y me hacía repetir: «¡Oh, Señor, por tu infinita bondad,ten piedad de mí, etc.»; pero a mí sólo se me ocurrió murmurar: «Por tu infinita bondad me han llevadoa la cárcel». He aquí lo que he hecho desde mi infancia.

Nuevas carcajadas acogieron esta salida, dejando satisfecho a Skurátov, que presumía de gracioso.

Y volvió a hablarse en serio, especialmente entre los viejos y los que eran prácticos en materia deevasiones. Los otros forzados más jóvenes, o de carácter más apacible, les escuchaban con placer.

En la cocina había una gran aglomeración. Claro está que no andaban por allí los sargentos, puesen su presencia no se hubiera hablado con tanta libertad.

Entre los reunidos se hallaba un tártaro, bajo de estatura, de abultadas mejillas y de rostro enextremo cómico.

Se llamaba Mametka, no hablaba el ruso y difícilmente podía comprender lo que decían los otros;sin embargo, alargaba cuanto podía el cuello entre los demás y escuchaba con no menos atención.

-Pues bien, Mametka, iakchi.

-Iakchi, oukh iakchi -respondía el tártaro sacudiendo su grotesca cabeza.

-¿No los cogerán, iok?

-¡Iok! ¡Iok!

Y Mametka volvía a sacudir la cabeza, levantando los brazos.

-¿Has mentido, o yo no te he podido entender?

-Así es, así es, iakchi -contestaba el tártaro.

Skurátov le encasquetó, de una manotada, el gorro hasta las orejas, y se marchó alegremente,dejando a Mametka aturdido.

Durante una semana la disciplina fue excesivamente severa en el penal; las patrullas no cesaban unmomento por los alrededores.

No sé cómo sucedía, pero es lo cierto que los presidiarios tenían conocimiento de todas lasdisposiciones que la administración iba a tomar para dar con el paradero de los evadidos.

Los primeros días las noticias eran favorables a ellos, pues no habían dejado huella de sus pasos.

Los reclusos se burlaban casi descaradamente de los jefes y estaban seguros de la buena suerte desus compañeros.

-No encontrarán nada -decían con íntima satisfacción-. ¡Ya veréis cómo no vuelven a cogerlos!

Se sabía que todos los habitantes de los lugarejos de las cercanías estaban prevenidos y que lavigilancia era extremada en todos los sitios sospechosos, especialmente en los bosques y barrancos.

-¡Tiempo perdido! -decía uno, guiñando el ojo-. Se habrán escondido en casa de algún amigo de

Page 203: Memorias de La Casa de Los Muertos

confianza.

-¡Claro está! No se habrían aventurado a escaparse de no haberlo tenido todo preparadopreviamente.

Las suposiciones fueron más allá todavía. Decíase que permanecerían escondidos en algún sitio delsuburbio hasta que cesara el pánico y les creciera el pelo, después de lo cual, es decir, cuando hubierantranscurrido cinco o seis meses, se irían tranquilamente muy lejos.

En una palabra, cada penado forjaba una novela y daba rienda suelta a su fantasía.

Ocho días después de la evasión, corrió la voz de que se estaba sobre la pista de los fugitivos.

Este rumor fue desmentido al principio, desdeñosamente, pero como al atardecer se repitiera coninsistencia, los penados comenzaron a preocuparse.

Por la mañana se decía en la ciudad que los presidiarios evadidos habían caído, al fin, en manos desus perseguidores, y que pronto serían conducidos al penal.

Por la tarde se conocieron algunos pormenores.

Habían sido detenidos a sesenta verstas de la población, en una mísera casucha.

Finalmente se tuvo una noticia auténtica.

El sargento mayor, que venía del domicilio del comandante, aseguró que serían conducidos aquellamisma tarde al cuerpo de guardia.

Sería imposible traducir la impresión que semejante anuncio causó a los forzados; primero seirritaron sobremanera y luego se desanimaron.

No tardé en observar cierta tendencia a la burla, pero no ya hacia la administración, sinomofándose de los fugitivos.

Al principio fueron pocos, pero bien pronto les hicieron coro los demás, excepto algunos forzadosserios e independientes, a quienes nada conmovía.

Estos permanecieron silenciosos, observando con desprecio a las masas ignorantes.

Las alabanzas prodigadas hasta entonces a Kulíkov y A-v, trocáronse en dicterios y se les denigrabacon placer, como si dejándose prender hubieran cubierto de oprobio a sus compañeros.

Se decía despreciativamente que, acosados por el hambre e incapaces de resistirla, habían ido amendigar un pedazo de pan a la miserable vivienda de algún aldeano, lo cual se tiene como la mayorabyección en que puede caer un vagabundo.

Pero esta versión era completamente falsa. Los fugitivos habían sido perseguidos siguiendo lashuellas que iban dejando de su paso, y como éstas se perdían en un pequeño bosque, los rodearon portodas partes y fueron estrechando el cerco hasta que aquéllos no tuvieron otro remedio que entregarse.

Al caer de la noche fueron conducidos al penal atados de pies y manos y custodiados por loscosacos.

Todos los forzados apiñábanse junto a la cancela para verlos; pero los fugitivos sólo repararon enlos carruajes del mayor y del comandante, que esperaban a la puerta del cuerpo de guardia.

Inmediatamente fueron encerrados en un calabozo, donde les remacharon las cadenas, y al día

Page 204: Memorias de La Casa de Los Muertos

siguiente comparecieron en juicio.

Las burlas y vituperios de sus compañeros cesaron como por ensalmo en cuanto fueron conocidostodos los pormenores del arresto.

Cuando se supo que habíanse visto obligados a rendirse, porque estaban completamente cercados,todos se interesaron cordialmente por su suerte.

-¡Ah! -decían-. ¡No escaparán con menos de mil!

-Los azotarán hasta hacerles morir.

-A-v recibirá, probablemente, los mil palos, pero el otro dejará la piel, porque pertenece a la“sección especial”.

Pero los penados se engañaron. A-v fue condenado a recibir únicamente quinientos varazos: suconducta anterior fue considerada como una circunstancia atenuante, y aquélla era su primera falta.

El castigo, pues, no fue muy severo.

Como hombres de buen sentido, no quisieron comprometer a nadie y declararon con firmeza quedurante su fuga no habían entrado en ninguna casa.

A quien yo compadecía especialmente era a Kulíkov: había perdido su última esperanza, y fuecondenado a dos mil vergajazos.

Al poco tiempo fue trasladado a otro penal.

A-v apenas fue castigado, gracias a la intervención de los médicos; pero en cuanto estuvo en elhospital empezó a echárselas de fanfarrón, diciendo que no retrocedería ante ningún obstáculo, y queaun daría mucho que hablar de sí.

Kulíkov siguió tan reservado y grave como siempre. De vuelta en el penal, una vez recibido elcastigo, parecía que nunca se había separado de nosotros.

Pero sus compañeros no le tenían ya la consideración de antes; aunque él no había cambiado ennada, le trataban como a un igual, como a un, simple camarada.

Desde el fracaso de su evasión, palideció sensiblemente la estrella de Kulíkov.

El éxito lo es todo en la vida.

X

En libertad

Page 205: Memorias de La Casa de Los Muertos

Esta tentativa de evasión se verificó en los últimos días de mi condena y la recuerdo tan bien como elprimer período de mi reclusión.

Mas, ¿de qué serviría extenderme en pormenores?

A pesar de la impaciencia que me devoraba por recobrar mi libertad, el último año pasado en elpresidio fue el menos doloroso de mi deportación.

Tenía muchos amigos y conocidos entre los penados, los cuales no se recataban para afirmar queera yo un hombre de bien. Muchos de ellos me profesaban sincero cariño.

El zapador pudo a duras penas contener las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos cuandonos acompañó -conmigo fue puesto en libertad otro camarada- hasta la puerta del recinto; y desde queestuvimos completamente libres, nos visitó a menudo en la habitación que ocupamos en un edificio delEstado durante el mes que permanecimos en la ciudad.

Había, empero, algunos rostros severos y desdeñosos de individuos a los que no pude cautivarme yde los cuales me separaba una barrera infranqueable.

En aquel año se me concedieron algunos favores, y entre los oficiales de la guarnición de la ciudadencontré varios amigos y condiscípulos, que reanudaron sus relaciones conmigo.

Gracias a ellos pude recibir libros y dinero y establecer correspondencia epistolar.

Hacía muchos años que no llegaba un libro a mis manos; y me sería imposible describir la emociónque me embargó la vez primera que leí uno en el penal. En cuanto cerraron la puerta del pabellóncomencé a devorarlo y me sorprendió el nuevo día absorto en mi lectura.

Aquel ejemplar de una revista me pareció un mensajero enviado del otro mundo.

Trataba de adivinar si yo me había atrasado excesivamente y si en Rusia habíase vivido muchodurante mi ausencia. Mi vida pasada se dibujaba netamente ante mis ojos. Ahora me preguntaba a mímismo qué cuestiones eran las que agitaban o preocupaban a mi pueblo. Estudiaba cada frase, leía entrelíneas, me esforzaba por encontrar algún sentido misterioso, alguna alusión al pasado que conocía, a loque habíame conmovido en mis días de libertad.

¡Cómo me apenó echar de ver que era ajeno a la nueva vida desde que me convertí en miembroabyecto de la sociedad! Sí, habíame atrasado con exceso, tenía que aprender a conocer una nuevageneración.

Me detenía en un artículo firmado por un amigo mío; pero todos los otros nombres me erandesconocidos; nuevos operarios habían aparecido en la escena. Apresurábame a conocerlos y sentía tenertan pocos libros y haber de vencer tantas dificultades para procurármelos.

Antes, en tiempos del terrible mayor, se consideraba como un grave delito introducir o retenerlibros dentro del penal.

Si en uno de los frecuentes registros encontraban los superiores, aunque sólo fuera una hoja depapel, los castigos y las molestias eran inauditos.

-¿Quién te lo ha dado? -era la primera pregunta que hacían al poseedor del cuerpo del delito.

-Sin duda tienes cómplices -añadían.

¿Qué se les podía contestar?

Es por esto por lo que me resigné a vivir sin libros, concentrado en mí mismo y proponiéndome

Page 206: Memorias de La Casa de Los Muertos

arduos problemas que trataba de resolver y cuya solución me preocupaba.

Pero jamás podré expresar debidamente estas diversas impresiones.

Como yo había ingresado en el penal durante el invierno, en invierno también debía ser puesto enlibertad.

¡Con qué impaciencia esperaba la estación de los fríos!

¡Con qué placer veía alejarse el verano, amarillear las hojas de los árboles y secarse las hierbas delos campos!

Pasó al fin el verano... silbó el quejumbroso viento del otoño... cayeron los primeros copos denieve... ¡El invierno tanto tiempo esperado llegó, al fin!

Mi corazón latía con inusitada violencia al pensar en mi libertad. Mas, cosa rara, a medida que seacercaba el término de mi detención, más tranquilo estaba, aumentaba más mi paciencia. Sorprendíamea mí mismo mi frialdad e indiferencia.

Algunos de los forzados a quienes, después de los trabajos, encontraba en el patio, me deteníanpara felicitarme.

-Vaya, querido Aleksandr Petróvich -me decía uno de ellos-, pronto será usted puesto en libertad,mientras que aquí quedaremos muchos infelices…

-¿Y a usted, Martínov, le falta mucho para cumplir? -le pregunté, interrumpiéndole.

-¡Ay! siete años aún de vida perra, insoportable.

Sí, muchos de mis compañeros me felicitaron sincera y afectuosamente; aun me llegó a parecer quejamás habían estado tan afables y deferentes conmigo.

No era ya más que ellos ni su igual tampoco; por eso me saludaban.

A K-tchinskii, noble y joven polaco, le gustaba, como a mí, pasear por el patio de la prisión.Esperaba conservar su salud haciendo ejercicio y respirando el aire fresco que le compensaba delmalestar que le producía durante la noche la pestilente y sofocante atmósfera del pabellón.

-Espero con impaciencia que pongan a usted en libertad -me decía una tarde que paseábamosjuntos-, porque entonces sabré que sólo me queda un año de trabajos forzados.

Digamos de paso que a fuerza de fantasear parecíanos la libertad más libre de lo que es realmente.Los forzados exageraban la idea de libertad; esto es común a todos los prisioneros.

El harapiento asistente de un oficial parecíanos un soberano, el tipo ideal del hombre libre, conrelación a los penados; él no llevaba cadenas ni rapada la cabeza y podía ir y venir, sin escolta, adonde lepluguiese.

El día que precedió al de mi liberación di mi última vuelta, a la hora del crepúsculo, por el recintodel penal. ¡Cuántas veces había hecho lo mismo en el espacio de diez años!

Aquí había ido errando, detrás de las cuadras, el primer año, solitario y triste. Recuerdo quecontaba los días y que eran varios millares... ¡Cuánto tiempo había pasado!

En tal punto se escondía el águila herida y en tal otro se me reunía Petrov, el cual ahora no meabandonaba jamás y paseaba a mi lado, silencioso siempre, cabizbajo y como atontado sin saber porqué...

Page 207: Memorias de La Casa de Los Muertos

Saludaba también las negras vigas de nuestra cuadra. ¡Cuánta juventud, cuántas fuerzas útileshabíanse agotado y perdido entre aquellos muros sombrios! Allí languidecían los hombres más robustosy más fuertes, quizá, de nuestro pueblo. ¡Y estas fuerzas poderosas se perdían irremisiblemente!

¿Pero de quién es la culpa? Sí, ¿de quién es la culpa?

A primera hora de la mañana siguiente, antes que tocasen llamada para formar las cuadrillasdestinadas a los trabajos, recorrí todos los pabellones para saludar a los forzados y despedirme de ellos.

Estreché con fruición muchas manos callosas y nervudas que se me tendieron con benevolencia.Algunos apretaban la mía como camaradas, pero eran los menos; los demás se hacían perfecto cargo deque mi situación había cambiado, de que no podían considerarme como compañero y se mostraban untanto retraídos y respetuosos.

Sabían éstos que yo contaba con muchos amigos en la ciudad, que dentro de pocas horas seríahuésped de losseñores, que me codearía con ellos y me sentaría a su mesa, porque era su igual. Así,aunque el apretón de manos de los forzados fue cariñoso, se diferenciaba del que se da a un compañero;para ellos, había recobrado mi condición de señor.

Otros me volvían groseramente las espaldas, sin dignarse contestar a mis saludos, y algunos memiraban con expresión de odio y de desprecio.

Redobló el tambor y todos los penados se dirigieron al trabajo. Yo solo quedé en el penal…

Suschilov habíase levantado antes que todos, con objeto de prepararme la última taza de té quepodía servirme en el penal.

¡Pobre Suschilov! No fue dueño de contener las lágrimas cuando le regalé mi uniforme de penado,mis camisas, mis sujetadores de cuero para las cadenas y un puñado de monedas.

-No, no es esto... -me decía con voz temblorosa, mordiéndose los labios para contener los sollozos-.Se va usted, Aleksandr Petróvich, no le volveré a ver... ¿qué será de mí, sin usted, en el presidio...?

Saludé también a Akim Akímich.

-También para usted llegará el día de su liberación -le dije.

-¡Oh! Yo he de estar aquí mucho tiempo todavía... -murmuró, estrechándome la mano.

Me arrojé a su cuello y nos abrazamos cordialmente.

Diez minutos después de haberse marchado los forzados al trabajo, abandonaba yo el penal, parano volvernunca jamás.

Fuimos a la fragua para que nos quitasen las cadenas, acompañados de un soldado, pero sin armas.

Los penados que trabajaban en la fragua nos hicieron pasar al taller de los ingenieros. Esperé a quelibrasen a mi compañero de sus grillos y luego me acerqué al yunque.

Volviéronme de espaldas, levantáronme la pierna y comenzó la operación, en la que quisieron ponertoda su destreza para terminar cuanto antes.

-¡En el remache! -ordenó el maestro herrero-. Busque el remache... así... ahora un martillazo dadocon fuerza y tino... ¡Ajajá!

Cayeron mis cadenas. Las recogí del suelo; quise tenerlas. una vez más en mis manos,contemplarlas por última vez…

Page 208: Memorias de La Casa de Los Muertos

Parecíame mentira que momentos antes aprisionasen mis piernas.

-¡Adiós, pues, adiós! -me dijeron los forzados con su voz ronca y desagradable, pero que, sinembargo, parecía jubilosa.

¡Sí, adiós!

¡La libertad, la vida nueva, la resurrección de entre los muertos...!

¡Momento inefable!

[i] Gniedko, diminutivo de gniedoi: bayo.[ii] Los Decembristas.[iii] Quiere decir que habían matado a un campesino y a una mujer por sospechas de que hubieran hecho mal de ojo a sus rebaños. En el penalhabía un condenado por este delito.

Dostoievski: Memorias de la Casa de los Muertos