Mi familia y otros animales (3)

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n seguido descolgóse del hombro un saquito, lo abrió y, para mi deleite y asombro, sembró media docena de tortugas por el polvo del camino. Sus conchas estaban pulimentadas con aceite, y no se sabe cómo había conseguido adornar sus patitas delanteras con lacitos rojos.

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s le gustaba a Aquiles eran las fresas. Sólo con verlas se ponía auténticamente histérica, bamboleándose de un lado a otro, torciendo la cabeza por ver si se le iba a dar alguna, mirándonos suplicante con sus ojillos de botón.

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, con los pasteles aposentados sobre almohadones de crema, las tostadas envueltas en mantequilla derretida, las relucientes tazas, y un tenue hilillo de vapor escapándose del pitorro de la tetera.

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Nos tumbamos a comer en la playa. Al descorchar el vino al final de la cena y como a una señal convenida, unas cuantas luciérnagas aparecieron sobre los olivos a nuestra espalda, especie de obertura del espectáculo.

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nsul estaba situada en el laberinto de callejuelas estrechas y malolientes que componían la judería de la población. Era un barrio fascinante de recovecos empedrados llenos de puestos rebosantes de telas multicolores, montañas de dulces relucientes, objetos de plata martillada, frutas y verdura.

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ndose levemente las mantis: ligeras, cuidadosas, la quintaesencia del mal. Eran flacas y verdes, con rostros sin mentón y monstruosos ojos globulares de un dorado grisáceo, ojos con una expresión de intensa, agresiva locura. Los torcidos brazos, con sus orlas de dientes afilados, se elevaban hacia el mundo de los insectos en falso ademán de súplica tan humilde, tan fervorosa, con un leve temblor si una mariposa volaba demasiado cerca.

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Aquella noche la fosforescencia era especialmente intensa. Bastaba con pasear la mano por el agua para producir una ancha cinta verdidorada a lo largo del mar, y al zambullirse la sensación era la de arrojarse en un helado horno de luz. Cuando salimos, el agua que nos chorreaba emitía un resplandor de fuego.

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s que un leve movimiento de manos y pies para mantenerme a flote, contemplaba la Vía Láctea extendida a través del firmamento como un echarpe de gasa, y me preguntaba cuántas estrellas contendría.

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a de rojo cuando salimos bostezando a la puerta principal y el último coche se alejó renqueando por el camino. Ya en la cama con Roger a mis pies, un cachorrito a cada lado y Ulises todo hueco sobre la galería, vi por la ventana cómo el rojo se extendía sobre la copa del olivo, apagando las estrellas una a una