Mientras Esther leía un libro y escuchaba música en su ... · El agua estaba tibia, cristalina, y...

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Otro dia de playa

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Otro dia de playa

Mientras Esther leía un libro y escuchaba música en su ipod, Javier se

perdió por ese limpio y exquisito Mediterráneo, observando esos

fondos de roca que tan bien conocía.

El agua estaba tibia, cristalina, y numerosos peces acompañaron su

nadar. Una vez más volvió a disfrutar como cuando era joven y todo

su mundo y sus anhelos se encontraban en el submarinismo.

Su sorpresa llegó cuando salió del agua y se encontró, tumbados

junto a Esther, a Carlos y a Marga.

Una sensación de desasosiego invadió su cuerpo. Las gafas se le

escurrieron entre los dedos, y sintió casi que se caía al suelo.

Marga y su escultural cuerpo descansaban junto a Esther. Llevaba un

biquini blanco, resaltando el bronceado de su húmeda piel, y

dibujaban una silueta difícil de dejar de mirar.

Intentando apartar la mirada de su cuerpo observó cómo varios

vecinos de playa no podían hacer como él y la devoraban

literalmente.

No supo reaccionar. No se atrevía a mirarla por miedo a descubrir

unos aterradores sentimientos que le empezaban a volver loco y que

sabía que no conseguía aún dominar.

Era tan hermosa que dolía a la vista. Y cada día dolía más… y ella ya

lo sabía.

Oculto tras sus gafas de sol observó cada parte de ese cuerpo que ya

pronto le pertenecería.

Esther, robando miradas de los furtivos que vigilaban a su amiga, se

deshizo del sujetador del biquini mostrando sus preciosas tetas. Los

hombres allí congregados no pudieron mas que sucumbir ante el

magnetismo de su peso y forma.

Le encantaba que la miraran.

Después pidió a Javier que le untara crema sobre su reseca piel,

castigada por un sol que caía sobre ellos con mucha fuerza.

Javier, sentado sobre las piernas de Esther, derramó la crema blanca

sobre su espalda, perdiendo el líquido viscoso sobre su piel aún

blanquecina.

Mientras sus dedos paseaban por el atlas de su espalda, sus ojos –

siempre ocultos tras las gafas – grababan cada parte del cuerpo de

esa diosa que ya había hechizado su alma y que dormitaba a su lado.

A pesar de las gafas el brillo del sol hizo que pudiera ver los ojos de

Marga con claridad. No le quitaba ojo, y miraba disimuladamente su

torso y su cuerpo. Eso le emocionó tanto como le descompuso.

- ¿quieres que Javier te eche crema, Marga? – preguntó Esther,

dejando a ambos descolocados, y sin saber qué decir

- ¿qué?

- Venga Javier, échale crema a Marga. Aprovecha ahora que Carlos

no está y no se pondrá celoso.

Además, chica – le dijo a su amiga – tiene unas manos que son una

auténtica delicia… Ya lo verás

- no sé – Marga seguía aún descolocada, como el propio Javier

- venga hombre, échale crema a mi amiga – le dijo Esther, dándole la

crema, mientras cogía sus auriculares y buscaba sus canciones

favoritas.

Sin mediar palabra alguna Marga se giró colocando su cara sobre la

toalla roja con el escudo del equipo de la ciudad. Con sus manos

temblorosas desabrochó el sujetador dejando su espalda libre. Sus

turgentes senos se aplastaron sobre la toalla. Era toda suya por fin.

Fue cuando Esther se dejó caer sobre su toalla mirando para otro

lado, cuando ambos se sintieron mejor, y dispuestos para el masaje.

Javier se sonrojó de nuevo.

Hacía mucho tiempo que no le pasaba, pero volvía a no dominar

todas las partes de su anatomía.

Marga estaba tumbada, casi desnuda, ante él, tal y como había

estado soñando las últimas semanas...

Mirando ese precioso cuerpo sólo quería dejarse llevar, dar libertad a

sus manos, y que fueran ellas quienes hablaran… que fueran ellas

quienes le hicieran el amor sin hacer parada alguna hasta conseguir

llevarla al goce máximo.

Allí, sobre ese lecho de carne dejaría de pensar, y olvidaría quienes

eran, si es que eran… porque él, allí, sentía que era sin ser…

Su pelo recogido sobre una cola enseñaba un cuello sedoso y que

besaría encantado.

Su espalda era plana, rota su planicie por dos paletillas sobresalidas,

un costado de seda y huesos, y una espina que se dibujaba para

perderse bajo una braga blanca incapaz de ocultar esos mofletes

redondeados bajo los cuales nacían sus muslos y piernas.

Javier, con cuidado, se puso de rodillas a su lado y dejó caer la crema

sobre su espalda.

El dibujo era inmenso. Sus manos se deslizaron rápidamente por

entre la crema, tímidamente, pero sus ojos se perdían en el dibujo de

esos dos senos apretados contra el suelo.

Ella no se atrevía a mirarle.

Lentamente la crema cayó sobre su piel, y Javier comenzó a aplicar el

amasamiento con ayuda de toda la mano, cogiendo y estrujando cada

parta de su cuerpo por donde extendía la crema.

Ella, al recibir el primer contacto de sus dedos, se estremeció. Tanto

que no pudo pasar desapercibido para Javier, que intentaba poner en

orden unas ideas que iban y venían, desconcertándole más.

Estar con ella era como estar sin ella, y todo por culpa de ese amor

que él creyó imposible, pero que empezaba a desenredarse y a verse

con menor oscuridad.

Con ayuda de las dos manos, dibujó letras imaginarias en esa espalda

a la que tenía tanto que decir. Con claridad escribió un “te amo”, y

ella pareció entenderlo.

- No podía ser – pensó aún convulsionada por ese maravilloso

contacto.

Alternando continuamente la labor de presionar y soltar, siempre con

sumo cuidado de no lastimar su piel, ni sus músculos, la hizo

disfrutar de ese secreto que Esther había compartido siempre con

ella.

- Las manos de Javier son mágicas – le decía siempre su amiga.

Con Javier sentado sobre sus muslos ella podía sentir toda su fuerza,

notando perfectamente el aumento de su flujo sanguíneo y el propio

despegue de las diferentes capas de su piel.

Con ayuda de las yemas de sus dedos Javier iba dibujando pequeños

círculos en diferentes sentidos, y fue ahí donde el placer empezó a

dejar de ser meramente físico.

Cuando giraba los dedos hacia la derecha podía notar como se

difuminaban las pequeñas molestias, y cuando lo hacía hacia la

izquierda notaba cómo tonificaban.

- ¡Dios! – exclamó sin apenas poder controlarlo. Se sonrojó.

Javier sonrió y se emocionó.

Sus manos eran rodillos circulantes ejerciendo una ligera aspiración

sobre la piel, y poco a poco fueron adentrándose en zonas delicadas

con dermis fina como la cara interna de los muslos.

Suave y homogéneamente sus dedos siguieron dibujando extrañas

gráficas sobre su baja espalda, paseando también por su costado

desnudo, lo que hizo que Marga se ruborizara porque el cosquilleo

que tenía en el cuerpo ya no era solo físico. Iba más allá.

- Ya está bien – dijo muy seria, colocándose el sujetador,

levantándose y corriendo hasta el agua.

Javier no dejó de mirarla mientras caminaba hasta el agua.

Ella nadó, y tampoco podía dejar de mirarle desde el agua.

Para tranquilizarse prefirió esconderse tras unas rocas.

Allí, apoyada y descansando, notó la fuerza de su respiración, cómo

se le hinchaban los pechos, y cómo sentía un extraño latigazo en su

vientre… de excitación.

- ¿Qué te está pasando Marga? – se preguntaba temblando – tienes

que olvidar todo lo que estás pensando. Es el marido de tu amiga…

de tu mejor amiga.

Para su sorpresa unas manos conocidas acariciaron su espalda desde

atrás.

Había nadado hasta ella y no le había escuchado.

No sabía qué hacer. Sentía tanto miedo como excitación… y prefirió

no darse la vuelta para no romper el maravilloso momento.

Las manos acariciaban su espalda, en silencio, y ella luchaba contra

su deseo de alejarse de allí, y contra el de girarse y dejar que le

besara y le hiciera el amor allí mismo.

La excitación era tal que podía notar como el agua cambiaba de

temperatura a su alrededor.

Fue cuando sintió sus labios sobre su espalda cuando se sintió morir.

Ella seguía con los ojos cerrados, temerosa, excitada como nunca…

- ¿Qué haces aquí guapa? ¿me estabas buscando?

- sí – dijo más asustada aún, incluso algo defraudada.

Por suerte – o por desgracia - ese su amante que había nadado hasta

ella no era el principesco marido de su amiga.

- ¿Volvemos a la orilla?

- Carlos… - intentó convencerle para que se quedara un poquito y

calmara sus extraños nervios

- ¿qué? – preguntó inocentemente, no esperando que su esposa, esa

mujer fría y casi asexuada, estuviera dispuesta a jugar con él en un

sitio como ese

- nada… nada…

y, para su desgracia, eso hicieron. Nadar.