Mirko Lauer - Diario La República
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Mirko Lauer: “La cocina peruana es la idea bajo la cual el país ha decidido unificarse”Nació en Checoslovaquia en 1947. Es escritor, periodista y columnista principal de este diario. Es Doctor y Magíster en literatura peruana y latinoamericana (UNMSM) y Bachiller en letras (PUCP). A partir de 2006 empezó a publicar libros sobre la cultura gastronómica del país.
Escribe:Emilio Camach
Mirko Lauer es un fan del fast food, pero -aclara- no un vicioso. No dejaría a
medio terminar su columna diaria de La República para ir por un clásico hot
dog del Tip Top porque -entre otras cosas- es seguidor de esa máxima
marketera que dice: Hágalo usted mismo. Sí, el escritor, periodista e
investigador gastronómico también cocina. Y mucho. A veces algo sencillo,
como unos sanguchitos en pan de miga, “como el que se usa en los santos
de los niños” y que llevan pollo, cebolla, apio, nueces y mayonesa alemana.
A veces algo más elaborado, como los fideos Dan Dan Mian de China, que
se comen fríos, con salsa en base a satay; o unos tacos mexicanos que
prepara con chipotles y mole poblano, que siempre procura tener en la
nevera. Es como si estos gustos lo ayudaran a observar la vida política del
país con agudeza. Es como si, a través de estos sabores, recuperara
algoque se le ha perdido en la memoria.
Las cocinas nacionales se nutren un poco de la nostalgia, por eso
quería preguntarle, ¿qué sabores son los que más recuerda de su
niñez y adolescencia?
Bueno, los sabores de la cocina checoslovaca. Yo soy el hijo de una
cocinera, como se puede ver en uno de mis libros, en el que ella aparece
en una foto. Por lo tanto, mis primeros sabores son los de la comida
austrohúngara, que es la checa, son los sabores del pato, del chancho, del
comino, de la crema, de las salsas pesadas.
Yo le hablaba de la nostalgia porque siento que sus investigaciones
sobre gastronomía también tienen algo de eso.
No sé. Nostalgia por mi madre, que está en Canadá, claro que siento. Por la
comida de mi infancia, también. Pero qué otra nostalgia se puede haber
inmiscuido en mis libros.
Está la búsqueda que hizo sobre los primeros fast food que llegaron a
Lima.
Bueno, eso también es parte de la comida de mi infancia. Pero, a ver,
vamos al meollo de la cosa, ¿todo gusto gastronómico no es una nostalgia?
Toda persona de mi edad, gastrónomo o no, tiene que recordar el chocolate
Alí Babá, el chocolate Hawai, el helado Pibe, las carreterillas de Helados
Niza, con la campanita. Pensar en comida es recordar lo que se ha ido. Los
restaurantes están muy vacíos de todos los platos que una persona de 68
años, como yo, ha visto desaparecer. Han desaparecido, como en la novela
de Proust, la sustancia de lomo, los riñones...
...Las vísceras.
Claro, aunque algunos clubes las mantienen para los socios más viejos
(sonríe).
¿Y cuánto puede influir la nostalgia en el crecimiento de una cocina
nacional? Se lo digo porque la mayoría de restaurantes peruanos fuera
del país son negocios hechos por peruanos para peruanos, no
necesariamente son estos top, A1, que aparecen en las revistas.
Sí, pero esa es una nostalgia a dos bandas. El peruano va al restaurante
peruano de su localidad -Patterson, por ejemplo- no para recordar la comida
de su infancia necesariamente, sino para recordar el país que dejó.
Para recuperarlo todo.
Sí, porque hay casos que uno ve, en los que la comida ya no es el tema.
Hoy, muchos de esos sitios pueden estar sirviendo el ají de gallina con
huacatay o con cornflakes, y eso no es lo que importa. Lo que se está
sirviendo sobre esa mesa es el Perú.
En su libro, Cocinas Paralelas, usted dice algo que suena a sacrilegio:
“La cocina peruana está en incipiente proceso de macdonalización”.
Explíqueme eso.
Bueno, macdonalización es algo inventado por los sociólogos de la cocina.
Es una forma abreviada de definir el proceso por el cual una cocina se va
volviendo más rápida, más práctica y más popular. Por lo tanto, va
asumiendo las características de la forma de consumir comida iniciada por
los McDonalds. Y eso está sucediendo cada vez más.
Pero no es lo que estamos viendo. Últimamente pensamos en alta
cocina, en los restaurantes que reciben premios.
Eso pasa cuando sólo leemos los periódicos y no paseamos por la calle.
Lo que nos pasa mucho a los periodistas.
Sí (sonríe), porque en la calle hay muchos mostradores rápidos. Ahora, hay
muchos rasgos de la macdonalización que ya estaban desde antes. Las
cantinas siempre tuvieron un mostrador allí delante para que el trámite de la
comida no distrajera o no demorara el trámite de seguir chupando. Eso es lo
que había. Así se entendía que el Superba o el Juanito de Barranco tuvieran
un mostrador. Lo que pasa es que ahora el mostrador se usa, incluso, en
lugares en los que la comida es lo principal. Y más allá de lo que pueda
decir el gremio médico de estos lugares, este es un gran avance. Es la
democratización de la comida de la calle.
Qué bueno que menciona a los médicos. No le ha ido bien a quienes se
atreven a poner en duda lo saludable de la cocina peruana. ¿Usted se
atreve a decir si la comida peruana es o no saludable?
Depende de qué plato, de qué restaurante y qué sitio. Depende. Pero yo
diría que la cocina peruana tiene grandes bolsones de insalubridad de todas
maneras. Y allí viene el otro tema, ¿insalubre para qué y para quién? La
butifarra que fortalece al niño puede matar al viejo.
Hay quienes dicen que para darle más peso y variedad a la cocina
peruana que se quiere exhibir en el mundo habría que hurgar en las
recetas antiguas, que los restaurantes actuales se han llenado de
cebiches y saltados. ¿Usted qué piensa?
Yo pienso que uno de los dramas de la conquista del mundo por la cocina
es la transportabilidad. Para que una comida emergente como la peruana
salga al mundo tiene que llegar a sitios donde haya agentes peruanos
esperando, que son estas poblaciones de migrantes; tiene que tener
ingredientes y sobre todo tiene que tener platos que viajen hacia la
conciencia de los públicos extranjeros. Entonces, hay platos más difíciles de
vender que otros. El cebiche es fresco, es vistoso, es bonito, es pequeño. Y
por lo tanto, es casi tan fácil de vender como un sushi o un sashimi. Por eso
es el plato emblemático. En cambio, una amiga mía que hace semanas de
gastronomía peruana en San Francisco (Estados Unidos) me decía: “No hay
manera de venderle un ají de gallina a los gringos, porque nadie come algo
si no sabe qué hay adentro”. Si te preguntan “qué hay allí adentro”, ese es
un mal comienzo, al menos marketero. Entonces, para concluir, el número
de platos peruanos transables, como dicen en la economía, no es muy
grande.
En nuestro entusiasmo por la gastronomía peruana, ¿no nos hemos
llenado de tópicos que podrían ser falsos? Decimos: “En todo el Perú
se come bien”, y no necesariamente es así. O “El cebiche peruano es
el mejor del mundo”, sin conocer los de toda la región.
Ha pasado eso, sí. Eso es inevitable. Todas las regiones sienten que tienen
comida rica porque es la suya, los presidentes regionales financian libros y
cosas así, y no en todo el país se come por igual. Allí yo estoy con los
trabajos de Raúl Matta, que es este teórico peruano de la cocina, que
trabaja entre París y Berlín. Él insiste en el enorme peso ideológico que
tiene la cocina peruana, que es -además de una actividad cotidiana- una
idea. Es la idea bajo la cual el Perú, a partir de los 80, ha decidido
unificarse. Y entonces, que unos cocinen mejor que otros no importa. Lo
importante es que la cocina se ha convertido en esa cosa exitosa en la que
todos sentimos que tenemos algo que aportar y que sacar. En un momento
en que el país está dedicado a la acusetería, en una cantidad de
actividades, no sólo en la política, la idea de que haya una actividad a la que
todos concurren es muy buena. Y en ese sentido, Mistura dura todo el año.
Ahora, ¿el éxito de Mistura no puede marearnos? La feria es una idea
genial, pero a nivel de alimentación tenemos varios dramas. Somos un
país que tiene altísimos niveles de desnutrición en zonas como
Huancavelica y Cajamarca.
Sí. Pero ese no es un problema gastronómico, ese es un problema social.
Seguimos amarrados a un 20% de pobreza, y los que han salido de la
pobreza parece que sólo han salido a dar una vueltita. En todo caso, la
gastronomía también recoge esa frase que usted y yo hemos escuchado
tantas veces en la mesa: “Come lo que te sirvan”.
Es lo que hay.
Sí. Y el Perú está comiendo lo que hay, con mucho gusto. Hay un dato
adicional. Cuando digo que mi madre es cocinera, no sólo es cocinera. Es
hija de un hogar campesino, es hija de una especie de guardabosques, de
un hogar pobre finalmente. Y una parte importante de su cocina siempre fue
convertir lo modesto, lo mazacotudo, en platos comibles. Eso, creo yo, es
parte también de la revolución gastronómica que se da en el país. La
comida espantosa de los sectores más pobres también está cambiando,
está bajo otra luz.
Hay algo que debí preguntarle al inicio, ¿qué hace un analista político
como usted escribiendo sobre gastronomía?
Llegué aquí por un enorme interés por el tema. Es decir, yo estoy interesado
en la gastronomía desde que tengo edad. Y lo que apareció allí fue una
oportunidad. Johan Leuridan y la facultad que él dirige en la San Martín son
esta cosa rarísima, una institución dispuesta a pagar por el tiempo y el
esfuerzo de producir un libro de cocina. Y habiendo esta oportunidad, yo la
tomé.
¿Hay una fuerte relación entre política y comida o no tanto?
No mucha, no en el Perú en todo caso.
Pero hay aproximaciones, esloganes. Pienso en el Apra, en Luis
Alberto Sánchez, que decía “gobernar es nutrir” o en Haya de la Torre
y su “pan con libertad”.
Sí, pero si se fija usted, estos tantos lemas no tienen que ver con
gastronomía sino con el hambre. La política trabaja sobre el hambre de la
población para aprovecharlo, para tratar de solucionarlo. Yo diría que en los
espacios en los que se mueve la política, no hay mucho sitio para esa
estética, para el gusto gastronómico. Es más, los hábitos de comida de los
políticos que conozco, que son muchos, son muy sencillos.
¿No hay muchos sibaritas en la política?
No, no hay. Yo por lo menos no he conocido. Hay algunos que tienen
grandes colecciones de vino, pero eso es otra cosa. No hay sibaritas. Lo
que hay son muchos frugales.
¿No comen?
Comen poco. Comen sencillo.
Curioso. Los peruanos siempre nos preguntamos con quién come este
y con quién come el otro. Pensamos que en una mesa, o debajo de
ella, se resuelven cosas.
Sí, ¿no? En general, si usted se fija en Lima, nada se resuelve que no sea
alrededor de una mesa. Nadie dice: “Ven a la casa a tomar un café”. Y si lo
dice es una mentira, porque inmediatamente aparece un dulce o una
comida.
Y tenemos también la cultura de la sospecha sobre quién comparte
almuerzo con quién. A usted mismo lo ven como un hombre
permanentemente invitado a la mesa de Alan García.
Ojalá. Alan García es buen invitador. Pero a mí no me ha invitado mucho. Si
yo he comido diez veces en la mesa de Alan García, en una larga vida de
amistad, es mucho. Mire, acabo de salir en unas fotos con mi amigo Luis
Favre, estábamos comiendo un sancochado. Y eso ha sido visto como algo
malo. Yo creo, de todos estos comentarios sobre si uno come con García,
con Favre o con mengano, en realidad lo que parece estar chocando más
es, sin que lo sepa el crítico, el rajón, o el acusador, es que se está
presenciando algo antinatural, porque la política es vista como un acto de
servicio público y la gastronomía en torno a una mesa es un acto de
provecho privado. Además, invariablemente el crítico nunca ha sido invitado
a la mesa. Y eso siempre ayuda (sonríe).
Ahora, usted siempre ha dicho que es amigo de Alan García pero
alguna vez sostuvo que fue un poco más cercano a Valentín Paniagua.
No. Mi amistad con Alan García es muy antigua, viene de nuestros
dieciocho años, y a Valentín lo conocí tarde. Creo que ese comentario era
una alusión al primer gobierno de García, en el que lo vi creo que una sola
vez, mientras que a Valentín, cuando estaba en Palacio, lo vi muchos
martes, él se aburría y me hacía llamar. Comíamos unas comidas horrendas
que él mismo se hacía preparar.
¿Ah sí?
Sí. Comía mal y tengo testigos que pueden demostrarlo. Eso comprueba
esto que le decía de que política y gastronomía no van juntas
necesariamente. Y el propio García, y acá viene lo que usted quería, siendo
un gran comedor, tampoco tiene un paladar extraordinariamente fino. Es un
cultor del desayuno criollo a lo bestia. Es de comer cantidad, pero tirando a
lo simple. Espero que eso no afecte sus posibilidades como candidato
(sonríe).
Quiero preguntarle por otra de sus amistades. Recuerdo esta anécdota
con Susana Villarán, en el cine, fumando un porro de marihuana.
Pero eso ya no es comida, eso entra en el rubro de las sustancias
prohibidas.
¿Es correcta la anécdota?
Yo creo que no. No la recuerdo. Susana me ha increpado y me ha dicho:
“Mirko, tú sabes que es verdad”. Yo no la recuerdo.
El año pasado decía que postular a la presidencia a Gastón Acurio,
más que un proyecto político era un homenaje a la cocina peruana, ¿lo
sigue creyendo?
Lo sigo creyendo. Pero ahora que usted me la pone por delante, como una
idea recalentada, ¿qué tanto homenaje es para la cocina peruana querer
colocarla en la presidencia? (Se ríe). La presidencia es un lugar del que se
sale apaleado, investigado y hasta preso. ¿Queremos ese destino para
nuestra cocina? No. Y para Gastón menos.
Hablemos de literatura y comida. De lo que he revisado, los escritores
siempre se aproximan al tema con amargura. Pienso en La cena
miserable de Vallejo, un poema que usted cita en uno de sus libros.
Ese es otra vez el hambre más que la gastronomía. Y es también el tema de
las infancias pobres. La infancia pobre es un género sumamente socorrido.
Somos muchos los que hemos tenido una infancia pobre en este país,
algunos horrendamente pobre. En eso, yo diría que esa parte dramática de
la vida tiene la fuerza suficiente para motivar a un escritor. Nadie puede
imaginarse escribir sobre una infancia tipo El gran Gatsby.
¿Lo opíparo no sirve para hacer literatura?
No sirve. Porque incluso Bryce que explora su infancia con maestría, no se
detiene en lo que debieron ser unos cumpleaños infantiles mostros. Esas no
son el tipo de cosas que uno se lleva en el alma hasta la vejez.
Pedro Salinas lo entrevistó en su libro Rajes del oficio y ponía unos
adjetivos curiosos para describirlo. Lo llamaba “el cuco de la derecha”
y el “ogro que eriza a los liberales”. ¿Se reconoce en esas palabras?
Yo no lo diría así. Pero que no soy un personaje simpático para la derecha,
en términos generales, yo creo que es verdad. Ahora, cuco, en el sentido de
que los asuste, eso me parece un homenaje y una exageración, porque yo
tampoco creo que, a estas alturas, estoy tan claramente en la izquierda.
¿Ya no se siente tan socialista?
No, ya no. Ya no me siento tan izquierdista, socialista quizá. El otro día, un
periodista, con ánimo de atacarme, me dijo que yo era el ideólogo de la
neutralidad de La República. ¿Sabe? No me sonó mal. Yo creo que hay un
momento en que uno empieza a ver cosas en todas partes. Y ese tipo de
escritor, de periodista, de pensador no puede ser un cuco pues. Los cucos
son los que tienen un encargo de furia para toda la vida, del cual sólo se
lograrán deshacer con la muerte. No es mi caso. ¿Y la otra palabra cuál
era?
“El ogro que eriza a los liberales”.
Allí no sé. Quizá haya problemas de comprensión de lectura entre los
liberales, porque yo estoy cada vez más liberal. Aunque sea feo decirlo. Es
una palabra rara. En economía es equivalente a desalmado y antipopular…
Se asocia a neoliberal.
Es lo que digo. Suena feo. Pero en el norte, un liberal es un izquierdista.
¿Tiene un candidato para las próximas elecciones o todavía es
prematuro eso?
No, no tengo un candidato para las próximas elecciones. No porque la
pregunta sea prematura, sino porque esa pregunta va a tener respuesta
muy poco antes del desenlace. Creo que recién en enero se van a saber
cosas realmente sobre el tema electoral. Ahora, al margen de toda
consideración, a mí me gustaría que Alan García fuera presidente por
tercera vez, aunque sea por verle la cara a sus enemigos.
Sabe que con esta declaración se va a ganar otros tantos enemigos.
Ah, pero por supuesto que sí. Pero un periodista vive de sus enemigos,
nunca de sus amigos. Y ya que estamos en la gastronomía, decirle a esa
gente: que con su pan se lo coman.