Ni ideal ni desastre. Colombia: entre el mito de la robustez democrática y el estereotipo de...
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Ni ideal ni desastre. Colombia: entre el mito de la robustez democrática y
el estereotipo de nación violenta
José Fernando Flórez1
Sumario. I. ¿Historia de la democracia o democracia en la historia? II. La feria de los adjetivos. A. ¿Estado, régimen o gobierno ilegítimo? B. ¿Una democracia “disminuida”? III. El mito de la robustez democrática. IV. Necesidad de un modelo de análisis transversal.
“Los verdaderos problemas no tienen solución sino historia”
Nicolás Gómez Dávila, Escolios I
I. ¿Historia de la democracia o democracia en la historia?
En la historia universal del galimatías, pocas trayectorias causan tanta
perplejidad como la descrita por la palabra democracia2. Debido a su capacidad
milenaria de supervivencia y el margen de ambigüedad tan amplio que ha
podido soportar el mismo vocablo, la multiplicidad de objetos que ha servido
para designar tal vez no conoce parangón en la historia de la ciencia política:
1 José Fernando Flórez Ruiz es profesor e investigador de la Universidad Externado de Colombia. Abogado (2005), especialista en Derecho Constitucional (2006), Magíster en Administración y Políticas Públicas (2007) y candidato a Doctor (PhD) en Ciencia Política por la Universidad París II Panthéon-Assas. Ha sido investigador invitado de la Universidad de Buenos Aires (2008), la Universidad Autónoma de México (2008) y Visiting Scholar de Columbia University, NY (2009-2010). Es el autor de numerosos artículos sobre Estados fallidos, democracia, políticas públicas, presidencialismo, sistemas electorales, regímenes y partidos políticos latinoamericanos, publicados en revistas de Colombia, Panamá, México y Francia. Su actividad científica ha sido auspiciada por becas de la Universidad Externado de Colombia y el Programa de Excelencia Eiffel del gobierno francés. Además de columnista de Semana.com, es colaborador habitual de la revista virtual Razón Pública, blogger de La Silla Vacía, crítico de cine en el portal www.ochoymedio.info y representante para América Latina de la tecnología Urtak. [email protected] @florezjose en Twitter http://iuspoliticum.blogspot.com 2 JOHN DUNN. Democracy: A History, New York, Atlantic Monthly Press, 2005.
COLLIER y LEVITSKY identifican 550 “subtipos” nominales de democracia,
algunos confeccionados para señalar arreglos institucionales con
características específicas que deben considerarse “plenas” democracias, y
otros utilizados para enmarcar formas “disminuidas” de democracia3.
Por esta razón, aproximarse a la historia de la democracia colombiana no
equivale a abordar la noción de democracia en la historia de Colombia. La
distinción no es anodina si se tiene en cuenta que la democracia, antes que un
ideal tipo metafísico, es un problema en permanente construcción histórica
cuyo contenido viene determinado por las circunstancias fácticas y los
desarrollos intelectuales de cada época. En esta medida, una teoría de la
democracia lo suficientemente ambiciosa debería integrar en su cuerpo de
análisis, de un lado la filosofía concebida en torno a las formas de organizar el
“gobierno del pueblo”, y del otro las prácticas experimentadas en el campo
político para el efecto.
SORENSEN considera que el debate sobre la democracia tiene una “dinámica
integrada” (a built-in dynamic)4. Se refiere a que las reflexiones sobre la
democracia son elaboradas con respecto a un contexto social específico, que
incorpora nuevos aspectos y dimensiones tanto cuando las prácticas, como la
percepción que los analistas tienen de ellas, varían.
PLATÓN consideraba la democracia una forma de gobierno intrínsecamente
inconveniente y la contaba entre las principales causas del declive de Atenas.
En su entender, la derrota de la ciudad-estado en la guerra contra Esparta se
explicaba en buena medida por la decadencia de la moral y del liderazgo
favorecida por el gobierno de la “pobre mayoría”, uno donde ya no había
respeto por la familia, la escuela, ni las demás estructuras de autoridad.
Llegaría el momento en que ya ni las leyes serían respetadas puesto que se
les vería como ataques a la libertad del pueblo, situación que terminaría por
3 DAVID COLLIER y STEVEN LEVITSKY. “Democracy with Adjectives”, World Politics, Vol. 49, No. 3, 1997, p. 430-451. 4 GEORG SORENSEN. Democracy and Democratization: Processes an Prospects in a Changing World, Third Edition, Boulder, Westview Press, 2008, Kindle Version, Locations 99-106.
conducir a la anarquía y el caos propicios para la tiranía. De ahí que la solución
propuesta por PLATÓN para sustituir el gobierno de los incapaces, fuera el
gobierno de los filósofos, de los más sabios, entrenados y educados5.
ARISTÓTELES, otro gran crítico de la democracia, la juzgaba una forma de
gobierno consagrada exclusivamente al bienestar de los pobres y por lo tanto
esencialmente sesgada en favor de un sector específico de la sociedad. Por
esta razón, el Estagirita se inclinaba por una asamblea con participación
popular para la discusión de las leyes, pero combinada con elementos de
monarquía y aristocracia, que dieran lugar a un “Estado mixto” donde la
separación de poderes garantizara el balance fuerzas entre los principales
grupos de la sociedad6.
Después de la caída de Roma, el debate sobre la democracia entró en período
de hibernación. La rígida estructura jerárquica del feudalismo propio de la Edad
Media aplazó cualquier discusión sobre el ejercicio del poder que no estuviera
basado en el rango, que para la época provenía de la herencia o la fuerza.
Un nuevo cuerpo de pensamiento sobre la democracia comenzó a tomar forma
durante el Renacimiento. La obra de MAQUIAVELO, en especial la publicación de
El Príncipe en 1513, supuso una recuperación del debate en torno a la idea
democrática, que se intensificó a finales del siglo XVIII para acompañar los
procesos revolucionarios en Estados Unidos y Francia. Sin embargo, al
contrario de lo que de corriente se piensa, ambas revoluciones en sus inicios
vehicularon una visión negativa de la democracia, donde se le consideró una
amenaza para la República, que podía degenerar en demagogia u oclocracia, e
incluso conducir a la anarquía.
Tanto MADISON como SIEYÈS vieron en la democracia un enemigo del buen
gobierno. El primero distinguió las “repúblicas”, fundadas en el principio de
gobierno representativo, de las “democracias puras” inspiradas en el modelo
5 ROBERT DAHL. La democracia y sus críticos, Madrid, Paidós, 1992, p. 22. 6 DAVID HELD. Models of Democracy, 3ª ed., Cambridge, Polity, 2006, p. 26
antiguo griego, a las que describía como “espectáculos de turbulencia y
disputa”, incompatibles con la seguridad personal y el derecho de propiedad, y
de poca duración: “tan cortas en sus vidas como violentas en sus muertes”7.
Por su parte, SIEYÈS advirtió que el tamaño de los Estados modernos era un
obstáculo insalvable para la democracia directa al modo ateniense, y por lo
tanto consideró que su ejercicio por medio de representantes, que “son mucho
más capaces que los ciudadanos para conocer el interés general”8, era más
conveniente. En suma, aunque hoy el gobierno representativo es uno de los
corolarios de la democracia, a finales del XVIII la acepción arcaica del concepto
como gobierno directo que aún prevalecía, suponía su negación.
Esta concepción peyorativa de la palabra democracia fue retomada durante el
período postrevolucionario y solo será desvirtuada más tarde, una vez
superada la disociación entre democracia y representación, gracias al intento
temprano de conciliación conceptual iniciado por ROBESPIERRE en 1794, para
quien los términos “gobierno democrático” y “gobierno republicano” debían
entenderse como sinónimos “a pesar de los abusos encontrados en el habla
vulgar”9.
Este esfuerzo será completado en Francia desde una perspectiva sociológica
por PIERRE-PAUL ROYER-COLLARD, quien para 1822 ya entendía la democracia
no como una forma de régimen político, sino un “tipo de sociedad” donde
estaba consagrada la igualdad de derechos ante la ley, resultado cardinal de la
emergencia de las clases medias y la reducción de la brecha que alguna vez
las separó de las clases altas (la aristocracia, en particular)10. En un texto
célebre publicado 1837, GUIZOT terminará de caracterizar la “democracia
moderna”, en oposición a la democracia de las antiguas repúblicas, como un 7 JAMES MADISON. The Federalist, No. 10, “The Union as a Safeguard Against Domestic Faction and Insurrection”, from the New York Packet, Friday, November 23, 1787. (http://www.foundingfathers.info/federalistpapers/fed10.htm). 8 ABBÉ SIEYÈS. Dire sur la question du veto royal, p. 14. 9 ROBESPIERRE. Discurso del 5 de febrero de 1794 “Sobre los principios de moralidad política que deben guiar la Convención Nacional en la administración interna de la República”, en Textes choisis, París, Editions Sociales, 1974, Tomo 3, p. 113. 10 PIERRE ROSANVALLON. “The History of the Word «Democracy» in France”, Journal of Democracy, Vol. 6, No. 4, 1995, p. 145-149.
“movimiento social” que entraña “la limitación de todos los poderes por el
gobierno representativo, la igualdad civil, la igualdad en la admisibilidad a todos
los puestos oficiales, y la extensión de las libertades individuales”11.
Sólo a partir de la década de 1830 se consolida la democracia como ideal
positivo de gobierno, “gobierno del pueblo”, desde luego, pero que utiliza la
representación como principal instrumento de materialización. ALEXIS DE
TOCQUEVILLE completó el salto semántico en 1835 con la publicación del primer
volumen de La Democracia en América. Allí invirtió la lógica hasta entonces
imperante de identificar la democracia con el gobierno directo, al adoptar la
extensión del sufragio como criterio definitivo, y señaló que incluso en la
antigua Atenas, de corriente considerada como la “cuna histórica” de la
democracia, ésta no existió. Con apenas 20.000 ciudadanos (de entre 350.000
habitantes) habilitados para votar, Atenas “no era entonces, después de todo,
sino una república aristocrática donde todos los nobles tenían un derecho igual
al gobierno”12. No deja sin embargo de causar asombro el contexto social en
que la palabra democracia en su versión electoral empezó a ser usada para
definir la sociedad moderna, puesto que en Francia, para 1820, el voto era
censitario y apenas sufragaban 100.000 personas de una población que ya
superaba los 30 millones13 (apenas el 0,3 %).
Más recientemente, JOHNATAN SUNSHINE estableció dos criterios para
determinar en qué momento un país debía considerarse democrático en el
contexto del siglo XIX: 1) Cuando el 50% de los adultos hombres son aptos
para el voto y 2) cuando existe un ejecutivo responsable que debe mantener el
apoyo mayoritario en un parlamento elegido (régimen parlamentario), o bien él
mismo es elegido popular y periódicamente (régimen presidencial). Bajo esta
lente, la democracia en Estados Unidos sólo habría comenzado a partir de
11 FRANÇOIS GUIZOT. “De la démocratie dans les sociétés modernes”, Revue Française, noviembre de 1837, p. 224. 12 ALEXIS DE TOCQUEVILLE. De la démocratie en Amérique, Volume 2, Première Partie, Chapitre XV (« Pourquoi l’étude de la littérature grecque et latine est particulièrement utile dans les sociétés démocratiques »), p. 67. El texto en francés está disponible en Google Books. La versión inglesa se encuentra en: http://xroads.virginia.edu/~Hyper/detoc/toc_indx.html 13 Según el censo de 1821, Francia contaba para la época con 30.461.875 habitantes.
184014.
Si se hiciera un ejercicio similar con respecto a Colombia, tendríamos que el
sufragio universal masculino directo fue adoptado en 1853, fecha que con
respecto al contexto latinoamericano denota precocidad ya que junto con
Argentina, Colombia fue el primer país de América continental en hacerlo,
seguido de Venezuela y México. Solo a partir de 1957 el sufragio se hizo
extensivo a la mujer a nivel nacional, aunque la legislatura de la provincia de
Vélez, en Santander, ya lo había reconocido desde 1853, convirtiéndose en el
primer lugar del mundo en otorgar el voto femenino, al adelantarse 16 años a
Wyoming, el más precoz de los estados estadounidenses en la materia15. Sin
embargo este ejercicio, a pesar de su interés histórico, hoy carece de
relevancia teórica porque una visión de la democracia reducida a la falacia del
electoralismo está mandada a recoger16.
Los anteriores son apenas algunos ejemplos, más bien lejanos en el tiempo, de
la enorme heterogeneidad de aproximaciones que ha inspirado la idea
democrática en su devenir histórico como aspiración política ideal, y en su
proceso de consolidación como modelo global de ejercicio del poder.
Revisaré aquí algunas de los enfoques académicos que han hecho carrera
sobre la democracia colombiana, para cotejarlos con las prácticas que se
pueden verificar en la práctica histórica con miras a evaluar su poder
explicativo. El objetivo principal es desvirtuar los dos estereotipos extremos que
14JONATHAN SUNSHINE. Economic Causes and Consequences of Democracy, Ph.D. Dissertation, Columbia University, 1972, pp. 48-58. WILLIAM CHAMBERS adelanta la fecha de operatividad del criterio a 1828 (“Party Development and the American Mainstream”, en WILLIAM CHAMBERS y WALTER DEAN BURNHAM. The American Party Systems: Stages of Political Development, New York, Oxford University Press, 1967, p. 12-13). Ambos ejercicios son reseñados por SAMUEL HUNTINGTON. The Third Wave: Democratization in the Late Twentieth Century, Norman, University of Oklahoma Press, 1993, p. 16. 15 DAVID BUSHNELL. Colombia. Una nación a pesar de sí misma, Bogotá, Planeta, 2010, p. 163: “Infortunadamente, los adherentes de la emancipación de las mujeres todavía eran una reducida minoría… La Corte Suprema procedió a anular el decreto de Vélez con el argumento de que ninguna provincia podía otorgar a nadie más derechos de los que la Constitución nacional le garantizaba; y aparentemente la anulación llegó antes de que ninguna veleña pudiera ejercer el derecho al sufragio”. 16 Ver PHILIPPE SCHMITTER y TERRY LYNN. “What Democracy Is… And Is Not”, Journal of Democracy, Vol. 2, No. 3 (verano 1991), p. 78.
han primado sobre nuestra experiencia democrática. De un lado, el de
Colombia como la democracia “más antigua de Latinoamérica” e ideal de
apego democrático, que encontraría su principal manifestación en una fuerte
tradición electoral de más de doscientos años de vida republicana durante los
cuales los golpes de Estado y las dictaduras militares han brillado por su
ausencia (visión democrática optimista). Y de otro lado el estereotipo que
caracteriza a Colombia como una “nación criminal”17, un Estado
“endémicamente débil” que aún no ha terminado de formarse18, y donde la
violencia política desvirtúa cualquier posibilidad de legitimidad democrática
(visión democrática pesimista). En lugar de aventurar respuestas definitivas,
pongo en evidencia falacias argumentativas, al tiempo que sugiero derroteros
conceptuales y estrategias de investigación.
II. La feria de los adjetivos
Es corriente hablar en ciencia política de la “paradoja latinoamericana”, esto es,
el hecho de que los países de la región se caracterizan por un descontento de
la mayoría de sus ciudadanos con la democracia, que contrasta con la
perdurabilidad de las instituciones democráticas19. Sin embargo, una
perspectiva opuesta señala que la “originalidad latinoamericana” es más bien el
resultado de una “imposible conciliación entre la afirmación de una voluntad de
apego al ideal democrático y las realidades que la desmienten”20. Pareciera
entonces que a la ambivalencia de la vida política de América Latina, hubiera
que agregar otra específicamente académica de quienes la estudian.
17 La mejor disección de la caracterización de Colombia como “nación criminal”, recurrente en la historiografía colombiana, la hace EDUARDO POSADA. La nación soñada. Violencia, liberalismo y democracia en Colombia, Bogotá, Norma, 2006. Ver en especial el primer capítulo, titulado “Retratos de un «país asesino»”, p. 19-43. 18 Para esta visión, con respecto al siglo XIX se puede leer a BERNARDO VELA. Contribución al debate sobre la formación del Estado colombiano en el siglo XIX, Bogotá, UEC, 2010 y a GERARDO MOLINA. La formación del Estado en Colombia y otros textos políticos, Bogotá, UEC, 2004. Ver también, a escala latinoamericana, LAURA TEDESCO. El Estado en América Latina. ¿Fallido o en proceso de formación?, Madrid, Fundación para las Relaciones Internacionales y el Diálogo Exterior (FRIDE), 2007. 19 TRICIA OLSEN. “A Latin American Paradox? Democratic Quality and Endurance”, Conference delivered at the meeting of the Latin American Studies Association, Rio de Janeiro, Brazil, junio 11-14, 2009. 20 JACQUES LAMBERT y ALAIN GANDOLFI. Le système politique de l’Amérique latine, París, PUF, 1987, p. 13.
En lo que concierne a Colombia, el lugar común indica que su sistema político
se singulariza por la presencia de dos fuerzas en permanente tensión histórica:
de un lado, una tradición democrática con fuerte arraigo en las instituciones
electorales, cuya manifestación esencial es la estabilidad política que exhibió a
lo largo del siglo XX, muy alta con respecto a los demás países de la región
donde en cambio cundieron los golpes de Estado y las dictaduras militares. Y
del otro, el flagelo de un conflicto armado interno particularmente largo, intenso
y descarnado. En suma, el contraste entre democracia y conflicto armado, o
entre legitimidad y violencia21.
Desde esta perspectiva, KISSINGER considera a Colombia “un país lleno de
ambigüedades”22 debido a sus tres rasgos históricos principales: en primer
lugar, la estabilidad de las políticas macroeconómicas y el prudente manejo
fiscal, que se tradujo en tasas comparativamente elevadas de crecimiento
económico a lo largo del siglo XX y en el pago cumplido de la deuda externa;
en segundo lugar, la estabilidad política, que la convirtió, junto con México,
Costa Rica y Venezuela, en uno de los pocos países de Latinoamérica que
logró escapar a la oleada dictatorial de los años sesenta y setenta, con apenas
una interrupción de la democracia electoral en cien años (1953-1957); y en
tercer lugar, el padecimiento de uno de los conflictos internos más antiguos y
violentos del mundo.
Esta “situación paradójica” que causa perplejidad internacional, constituye para
ZULETA la nota distintiva de la realidad colombiana, donde la violencia se
explica por la confluencia de tres factores: los antecedentes históricos de la
violencia política, la debilidad “endémica” del Estado y, más recientemente, el
auge del narcotráfico.
“Es frecuente asociar la violencia política a la existencia de un régimen que trata de
imponer a toda costa un determinado modelo de sociedad o de impedir toda forma de 21 MARCO PALACIOS. Entre la legitimidad y la violencia. Colombia 1875-1994, Bogotá, Norma, 1995. 22 HENRY KISSINGER. Does America Need a Foreign Policy? Toward a Diplomacy for the 21st Century, Nueva York, Simon & Schuster, 2001, p. 89.
oposición. Esto es verdad en casi todas partes, pero no corresponde a nuestra realidad.
Es probablemente este curioso fenómeno el que desconcierta a algunos organismos
internacionales encargados de la protección de los derechos humanos, cuando se
enfrentan a una situación tan compleja e inédita como la nuestra: tratan de asimilarla a
las situaciones políticas que están acostumbrados a encontrar en otros países, piensan
por analogía y son incapaces de reconocer la especificidad y la particularidad del caso
colombiano. No es fácil, en efecto, entender la yuxtaposición de instituciones
democráticas vigentes y violencia política en gran escala”23.
Sin embargo, el respeto por la democracia formal se ve menguado para ZULETA
de facto puesto que las libertades civiles y las institucionales democráticas se
encuentran “socavadas por el temor, y la violencia política y de otros tipos es
mucho mayor que en aquellos países del continente en los que se encuentran
suprimidas por un régimen dictatorial”24.
Tal vez esta ambigüedad hace que Colombia no escape a la tentación
sistemática de utilizar indiscriminadamente adjetivos para intentar discernir su
especificidad democrática. HARTLYN y DUGAS la describen como un país difícil
de categorizar25. Y sin embargo, en lo que concierne a su democracia, ningún
país de Latinoamérica ha sido objeto de más categorizaciones: durante el
período del Frente Nacional (1958-1974) se le calificó, en razón de las
restricciones electorales que impuso la alternancia bipartidista pactada en el
poder y el abuso de la figura del Estado de sitio, como una democracia
“controlada”26, “oligárquica”27, “elitista bipartidista tradicional”28, “próxima a la
23 ESTANISLAO ZULETA. Colombia: violencia, democracia y derechos humanos, Bogotá, Altamir Ediciones, 1991, p. 140. 24 Ibídem, p. 141. 25 JONATHAN HARTLYN y JOHN DUGAS. “Colombia: The Politics of Violence and Democratic Transformation”, en LARRY DIAMOND y al. (Eds.). Democracy in Developing Countries. Latin America, 2nd Edition, Boulder, Lynne Riener, 1999, p. 249. 26 MILES WILLIAMS. El Frente Nacional: Colombia’s Experiment in Controlled Democracy, PhD dissertation, Vanderbilt University, 1976. 27 ALEXANDER WILDE. “Conversations among Gentlemen: Oligarchical Democracy in Colombia”, en JUAN LINZ y ALFRED STEPAN. The Breakdown of Democratic Regimes. Latin America, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1978, p. 28-81. 28 FERNANDO CARDOSO y ENZO FALETTO. Dependency and Development in Latin America, Berkeley, University of California Press, 1979, p. 179.
poliarquía”29, “restringida”30, “inclusiva autoritaria”31 y un “régimen consocional
democrático limitado”32.
Ulteriormente, mientras para algunos la Constitución de 1991 “reforzó” el
carácter democrático del régimen y aceleró el tránsito hacia la consolidación
aún inalcanzada33, para otros la democracia se vio “erosionada” en los últimos
años como resultado de factores exógenos al régimen político, en especial la
resistencia de los grupos de extrema izquierda (guerrillas) y extrema derecha
(paramilitares) a integrarse a la sociedad civil y el debate político legal34.
Ni siquiera desde un punto de vista meramente jurídico resulta pacífico el
carácter presidencial35 del régimen político colombiano. Debido al proceso de
paulatina “parlamentarización” que han venido experimentando sus
instituciones36, algunos autores lo clasifican como una hipótesis de
“presidencialismo parlamentarizado”37, en tanto que otros lo consideran, debido
a la inoperancia práctica de la moción de censura contra ministros, apenas un
caso de presidencialismo “con matices parlamentarios”38.
A. ¿Estado, régimen o gobierno ilegítimo?
29 ROBERT DAHL. Polyarchy: Participation and Opposition, New Haven, Yale University Press, 1971, p. 84. 30 FRANCISCO LEAL. Estado y Política en Colombia, Bogotá, Siglo XXI, 1984. 31 BRUCE BAGLEY. “National Front and Economic Development”, en ROBERT WESSON (Ed.), Politics, Policies and Economic Development in Latin America, Stanford, Hoover Institution Press, 1984, p. 124-160. 32 JONATHAN HARTLYN y JOHN DUGAS (1999), cit., p. 252. 33 Ibídem. 34 ANA BEJARANO y EDUARDO PIZARRO. “From «restricted» to «besieged». The Changing Nature of the Limits to Democracy in Colombia”, en FRANCES HAGOPIAN y SCOTT MAINWARING (Eds.). The Third Wave if Democratization in Latin America. Advances and Setbacks, New York, Cambridge University Press, 2005, p. 235 y 243. 35 CATHERINE FAIVRE. “La Colombie, un régime présidentiel en trompe-l’oeil”, Revue Internationale de Droit Comparé, No. 3, julio-septiembre de 2006, p. 861-883. 36 JOSÉ FERNANDO FLÓREZ. “Rudimentos del régimen parlamentario : ¿una opción para Colombia ?”, Revista Derecho del Estado, No. 22, junio de 2009, p. 245-291. 37 JORGE CARPIZO. Concepto de democracia y sistema de gobierno en América Latina, México, UNAM, 2007, p. 205. 38 JOSÉ DE JESÚS OROZCO. “Tendencias recientes en los sistemas presidenciales latinoamericanos”, en PEDRO PABLO VANEGAS (Coord.). La democracia constitucional en América Latina y las evoluciones recientes del presidencialismo, Bogotá, UEC, 2009, p. 59 y 62. Atribuye el autor el matiz a HUMBERTO DE LA CALLE, pero sin precisar en qué escrito.
La tensión entre democracia y violencia característica del caso colombiano
encuentra especial expresión en las distintas percepciones de los analistas en
el plano de la legitimidad democrática. Mientras algunos la descartan, otros
resaltan la fuerte legitimidad histórica del régimen político colombiano, el peso
de sus instituciones y la “resiliencia” de la democracia albergada por un Estado
lleno de vicisitudes, donde “lo que necesita ser mejor explicado y entendido no
es su fracaso, sino su fuerza”39.
Si algún concepto resulta particularmente problemático para la ciencia política y
el derecho es la legitimidad. Para evitar caer en el legalismo reductor de la
noción de legitimidad que propició el positivismo jurídico, SCHMITT recuerda que
la legalidad desde su origen fue un producto del racionalismo occidental y
apenas una “forma de legitimidad”, pero no la única, ni menos aún su sinónimo,
pudiendo además conducir la aplicación extrema de la lógica legalista al
establecimiento de un absolutismo del “Estado legislativo”, que supondría la
negación de la legitimidad y la renuncia a cualquier derecho de resistencia ante
la tiranía, fundado en motivos políticos:
“Si se priva al concepto de ley de toda relación de contenido con la razón y la justicia,
conservándose al mismo tiempo el Estado legislativo con el concepto de legalidad que le
es específico, el cual concentra en la ley toda la dignidad y la majestad del Estado,
entonces toda ordenanza de cualquier especie, todo mandato y toda disposición, toda
orden a cualquier oficial o soldado y toda instrucción concreta a un juez, en virtud de la
“soberanía de la ley”, puede hacerse legal y jurídica mediante una resolución del
Parlamento o de otra instancia que participe en el proceso legislativo”40.
Como se ve, SCHMITT prefiguró las aberraciones legales del régimen nazi que
después irónicamente terminaría por apoyar como militante del partido
nacionalsocialista, es decir, las leyes inhumanas que el nacionalsocialismo
aprobó con respeto del procedimiento legislativo previsto en la Constitución
para la época.
39 EDUARDO POSADA. “Colombia’s Resilient Democracy”, Current History, Vol. 103, No. 670 (febrero de 2004), p. 68-73. 40 CARL SCHMITT. Legalidad y legitimidad, Madrid, Aguilar, 1971, p. 31-32.
El concepto de legitimidad desborda entonces el de legalidad, aunque sin
poder abandonarlo porque en el contexto moderno del Estado de Derecho lo
presupone como principal herramienta de materialización. La legitimidad
encuentra además diversas manifestaciones según el tipo dominación al que
se refiere. Es así como la legitimidad aristocrático-monárquica, basada en la
exaltación de la herencia, o la legitimidad maquiavélica del Príncipe, cimentada
en la gloria del hombre que construye el Estado, difieren sustancialmente de la
legitimidad democrática.
La legitimidad democrática se descompone en dos tipos de procesos, que
hacen referencia a la legitimidad de origen (legitimidad secundum titulum) y la
legitimidad de ejercicio (legitimidad secundum exercitium). En el primer
componente caben la teoría del Poder Constituyente y todo el cuerpo de
pensamiento en torno a la idea de representación, esto es, la realización de
elecciones periódicas, libres y pacíficas para la elección de gobernantes por un
tiempo limitado. El segundo componente abarca aspiraciones exigibles en el
ejercicio del poder democráticamente elegido, tales como la existencia derecho
de oposición, la libertad de expresión y prensa, la separación y equilibrio de los
poderes y, sobre todo, el principio de legalidad y constitucionalidad, que se
traduce en “la imperiosa obligación que se impone a los poderes públicos de
actuar conforme a las formas jurídicas que proclama la letra de la ley”41. De ahí
que ningún gobierno que violente la ley, aunque cuente con una enorme
popularidad y lo haga de la manera más sutil y discreta, pueda considerarse
legítimo.
Desde una perspectiva sociológica, el concepto de legitimidad debe ampliarse
a la aspiración de aceptación por el conglomerado social del aparato de
dominación estatal y el acatamiento pacífico de sus normas jurídicas. La
legitimidad sería desde esta óptica ante todo “una forma de obtener obediencia
cuando el consentimiento permite conjurar el recurso al miedo” o, en otras
palabras, “una forma de obediencia construida en el consentimiento, en la
41 ELOY GARCÍA. Legitimidad y democracia. La democracia ante su momento maquiavélico, Vigo, Universidade de Vigo, 1998, p. 20.
aceptación pacífica del gobernante por el gobernado”42. En esta línea, la
definición que trae el Diccionario de Política de BOBBIO, MATTEUCCI y PASQUINO,
es una de la más ponderadas. Allí, en su sentido específicamente político-
sociológico, la legitimidad se entiende como:
“El atributo del Estado que consiste en la existencia en una parte relevante de la
población de un grado de consenso tal que asegure la obediencia sin que sea necesario,
salvo en casos marginales, recurrir a la fuerza. Por lo tanto, todo poder trata de ganarse
el consenso para que se le reconozca como legítimo, transformando la obediencia en
adhesión. La creencia en la legitimidad es, pues, el elemento integrante de las relaciones
de poder que se desarrollan en el ámbito estatal”43.
POSADA avanza un análisis en defensa de la legitimidad del Estado colombiano,
con base en las tres variables que considera determinantes para delimitar el
concepto: la validez general del sistema electoral y sus instituciones, que
refutaría la supuesta falta de representatividad del sistema político; los
resultados del Estado en el cumplimiento de sus funciones, los cuales
desvirtuarían la alegada inefectividad de la acción gubernamental; y, por último,
la confianza ciudadana en las instituciones, cuya contracara serían las
percepciones y creencias negativas de los gobernados respecto de quienes los
gobiernan y las instituciones . En su opinión:
“Bajo cada uno de los tres criterios el Estado colombiano puede, y debe, reclamar sus
condiciones legítimas. Su poder central se orienta y reconstituye regularmente en
procesos electorales cuyos resultados, en general, no se disputan. Algunas de sus
instituciones funcionan de manera efectiva. Y algunas de sus instituciones reciben
significativos respaldos ciudadanos”44 .
42 Ibídem, p. 9 y 15. 43 NORBERTO BOBBIO, NICOLA MATTEUCCI y GIANFRANCO PASQUINO. Diccionario de Política, décima edición en español, Madrid, Siglo Veintiuno Editores, 1997, p. 862. 44 EDUARDO POSADA. “Ilegitimidad” del Estado en Colombia. Sobre los abusos de un concepto, Bogotá, Cambio, 2003, p. 25.
Conviene a este respecto, siguiendo a EINSIEDEL45, avanzar una aproximación
diferenciada para no confundir la legitimidad del Estado con la del régimen
político, ni con la del gobierno, puesto que se trata de distintas unidades de
análisis.
En primer lugar, un gobierno específico puede perder la legitimidad mientras el
régimen y el Estado que lo enmarcan la conservan, como ocurrió con la
administración de NIXON en 1974 o, para no ir tan lejos, con el gobierno de
ERNESTO SAMPER en 1995 cuando inició el proceso 8.000 y después se probó
que su campaña presidencial había sido financiada con dineros del Cartel de
Cali. Otro tanto sucedió durante el segundo mandato de ÁLVARO URIBE, cuando
se demostró en 2008 que la reforma constitucional que permitió su reelección
en 2006 fue comprada con dádivas otorgadas por el ejecutivo a varios
parlamentarios a cambio de su voto favorable (escándalo de la yidispolítica).
Tan grave resultó este episodio para la legitimidad de la democracia
colombiana, que la Corte Suprema de Justicia decidió compulsar a la Corte
Constitucional copias de la Sentencia No. 173 de 26 de junio de 2008,
condenatoria de la destituida parlamentaria YIDIS MEDINA por el delito de
cohecho, con el fin de que el alto tribunal revirtiera los efectos del fallo C-1040
de 2005, el cual había declarado con anterioridad la constitucionalidad de la
reforma a la Carta (Acto Legislativo No. 2 de 2004) que autorizó la reelección
presidencial inmediata. Para el efecto, la Corte Suprema de Justicia constató
que:
“(i) La Congresista acusada apoyó decididamente el proyecto de reforma (Acto
Legislativo No 2 de 2004); (ii) tal respaldo definitivo para su aprobación no surgió como
fruto de su libre examen y convencimiento sobre las bondades de la propuesta, sino
gracias a las canonjías impúdicas que le ofrecieron y recibió; entonces, deviene ilegítima
la actividad constitucional desplegada”.
Por lo tanto:
45 SEBASTIAN VON EINSIEDEL. “Policy Responses to State Failure”, en SIMON CHESTERMAN y al. (Eds.). Making States Work: State Failure and the Crisis of Governance, Nueva York, United Nations University Press, 2005, p. 19.
“Las circunstancias de factum y de iuris que sirven de fundamento a la presente
sentencia indican que la aprobación de la reforma constitucional fue expresión de una
clara desviación de poder, en la medida en que el apoyo de una congresista a la
iniciativa de enmienda constitucional se obtuvo a partir de acciones delictivas.”
A partir de lo expuesto, la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de
Justicia concluyó que “el delito no puede generar ningún tipo de legitimación
constitucional”, motivo por el cual consideró necesario “ordenar la remisión de
copia de esta sentencia al Tribunal Constitucional y a la Procuraduría General
para los fines que estimen pertinentes”46.
Sin embargo, la Corte Constitucional no tomó en consideración las nuevas
pruebas de que la reforma constitucional que permitió la reelección había sido
el fruto del delito de cohecho, ilícito cuya comisión, según lo estableció la Corte
Suprema de Justicia, fue “definitiva y determinante” para la aprobación de la
reforma en el Congreso puesto que sin la compra del voto de MEDINA no se
habría producido. Por el contario, el máximo tribunal constitucional se abstuvo
de revisar la Sentencia C-1040 de 2005 por considerar que ya había hecho
tránsito a cosa juzgada constitucional al no haberse presentado la solicitud de
nulidad de la misma dentro de los tres días siguientes a su notificación, término
perentorio establecido por la jurisprudencia constitucional para el efecto, y
porque en su entender, frente al Acto Legislativo No. 2 de 2004, ya había
operado también el término perentorio de un año previsto en el numeral 3 del
artículo 242 de la Carta para alegar la nulidad por vicios de forma de los actos
reformatorios de la Constitución:
“En materia de actos reformatorios a la Constitución, la propia Carta ha puesto dos
condiciones para el ejercicio del control de constitucionalidad por la Corte, la primera que
dicho control sólo procede por vicios de forma o de trámite, y la segunda es que tales
vicios deben ser planteados ante la Corte Constitucional dentro del año siguiente a la
expedición del respectivo acto.
Se trata, pues, de que en la oportunidad prevista por la Constitución, la Corte va a juzgar
si el trámite de la reforma cumplido por el Congreso se ajustó a los parámetros
46 Sentencia de junio 26 de 2008, Sala de Casación Penal, Corte Suprema de Justicia.
constitucionales y legales. Una vez cumplido ese juicio y concluido el proceso con
sentencia, la misma, por expresa disposición constitucional, queda revestida de
autoridad de cosa juzgada, sin que, como se ha visto, frente a ella quepa interponer
ningún recurso y sin que sea posible que el asunto decidido sea nuevamente planteado
ante la Corte.
Se trata de un asunto de seguridad jurídica, plasmado en la misma Constitución, que
quiso, precisamente, evitar la inestabilidad jurídica e institucional que se produciría si se
deja abierta la posibilidad de que los actos del Congreso sean revisados por vicios de
forma años después de haber sido expedidos y de, por consiguiente, haber generado un
sin número de efectos jurídicos y prácticos en la vida del país.
Por eso el constituyente fue expreso en establecer, en el numeral 3º del artículo 242 de
la Carta, que las acciones por vicios de forma caducan en el término de un año, contado
desde la publicación del respectivo acto. Dicha disposición fue reiterada en relación con
los actos reformatorios de la Constitución por el artículo 379 Superior, a cuyo tenor, «[l]a
acción pública contra estos actos sólo procederá dentro del año siguiente a su
promulgación».
Y por eso es claro que una vez que la Corte Constitucional ha emitido su fallo, el mismo
es definitivo, y los actos del Congreso, si la Corte los declara ajustados a la Constitución
y vencido el término de caducidad para las acciones por vicios de forma, quedan dotados
de certeza sobre su conformidad con la Constitución, sin que quepa, en ningún caso, un
nuevo examen sobre el particular”47.
Así las cosas, en el Auto 156 de 2008, la Corte Constitucional desconoció el
hecho de que el Acto Legislativo No. 2 de 2004 estaba viciado de una nulidad
absoluta insubsanable y respecto de los actos nulos de pleno derecho no
puede existir la cosa juzgada, razón por la cual el argumento del alto tribunal
en favor de la seguridad jurídica resulta falaz, toda vez que la seguridad
jurídica no puede utilizarse para refrendar delitos. De otra parte, la Corte
desconoció en esta providencia el principio elemental del derecho que
establece que el delito, bajo ninguna circunstancia, puede ser fuente de
derecho. Únicamente el magistrado JAIME ARAÚJO salvó el voto al Auto 156 de
2008 por considerar que con él la Corte había:
47 Auto 156 de 2008, Sala Plena de la Corte Constitucional.
“Hecho posible lo imposible desde el punto de vista del Estado constitucional de
Derecho: que el delito pueda más que la Constitución, que esté por encima de ella, esto
es, se ha convalido un delito; se ha refrendado el crimen, la inconstitucionalidad y la
corrupción”.
ARAÚJO puso además de manifiesto que en este auto la Corte contradijo su
jurisprudencia anterior, de la que se desprende que la nulidad de sus fallos
tanto de constitucionalidad como de tutela, procede, incluso de oficio, cuando
se verifican irregularidades formales o sustanciales, e invitó a la ciudadanía a la
desobediencia civil, en los términos propuestos por HENRY THOREAU48, al
considerarla legitimada:
“De lo anterior se concluye que el actual gobierno se encuentra usurpando el poder político y jurídico, y que por tanto, se encuentra justificada y legitimada la
desobediencia civil, ya que los ciudadanos no estamos obligados a obedecer a un
Gobierno que fue elegido gracias a un DELITO, violando las reglas básicas del juego de
la Democracia y del Estado constitucional de Derecho.
Así las cosas, no sólo el presidente y el Vicepresidente sino todo el Gobierno, toda la
rama ejecutiva, comenzando por los ministros y todos los que han sido nombrados,
designados, ternados o candidatizados por el ejecutivo actual, se encuentran en una
situación de inconstitucionalidad e ilegalidad y están usurpando el poder político y
jurídico, ya que estos últimos han derivado su poder político y jurídico de un Gobierno
ilegitimo, y en consecuencia todos los actos de gobierno que realicen tanto el presidente,
como sus ministros y su equipo de gobierno se encuentran viciados de
inconstitucionalidad e ilegalidad; razón por la cual se encuentra justificada desde el punto
de vista iusfilosófico la desobediencia civil”49 (negrillas y mayúsculas en el texto).
Recapitulando, en términos weberianos resulta claro que aunque ÁLVARO URIBE
durante su segundo mandato aún contaba con legitimidad carismática por sus
altos niveles de popularidad y aceptación social, su gobierno había perdido
cualquier viso de legitimidad legal50 puesto que había tenido origen en el delito,
48 HENRY THOREAU. Walden and Civil Disobedience, New York, Penguin Books, 1983, p. 383-314. 49 Salvamento de voto al Auto 156 de 2008 de la Corte Constitucional, Magistrado JAIME ARAÚJO RENTERÍA. 50 En el esquema de WEBER la legitimidad emana del carisma, la tradición y la ley (MAX WEBER. Economía y sociedad, México, FCE, 1992, p. 170-173). La legitimidad legal “se basa en la creencia en la legalidad de las normas del régimen, estatuidas ex professo y de modo racional,
como se comprobó colmadamente una vez estalló el escándalo de la
yidispolítica.
En segundo lugar, puede suceder también que el régimen político carece de
legitimidad en tanto que el Estado la mantiene, como en el caso en 2001 del
gobierno del PRI en México, el régimen militar argentino en 1982 y el contexto
colombiano en 2010, cuando la tercera parte de los puestos de elección
popular estaban ocupados por funcionarios procesados judicialmente por
vínculos con los paramilitares51, situación que sumada a la usurpación del
poder presidencial durante el segundo período de URIBE (2006-2010),
deslegitimó las dos principales emanaciones del principio democrático en el
régimen político presidencial, a saber, el Presidente y el Congreso, ambos
elegidos popularmente.
En tercer y último lugar, los casos de pérdida de legitimidad del Estado son de
más extraña ocurrencia y se confinan a hipótesis que suponen el derrumbe de
todo el aparato estatal e incluso ponen en entredicho su supervivencia como
entidad internacional soberana. Es el caso de Somalia, ejemplo típico de
Estado colapsado52 que durante los últimos 20 años se ha visto reducido a una
mera expresión geográfica, donde el control del territorio y la fuerza están
fragmentados entre señores de la guerra y distintos actores que dominan
fracciones del país53: un gobierno central que controla apenas algunas
manzanas de la capital, Mogadiscio, en forma conjunta con un fideicomiso
compartido entre la Unión Africana, la ONU y Estados Unidos como país
mediador; una feroz insurgencia islámica y dos Estados de facto: Somalilandia,
territorio ubicado al noroeste del país que desde 1991 se declaró independiente
pero aún no es reconocido internacionalmente como soberano a pesar de que
y del derecho de mandar de los que detentan el poder basado en tales normas” (NORBERTO BOBBIO, NICOLA MATTEUCCI y GIANFRANCO PASQUINO (1997), cit., p. 863). 51 CLAUDIA LÓPEZ. “«La refundación de la patria», de la teoría a la evidencia”, en CLAUDIA LÓPEZ (Ed.). Y refundaron la patria… De cómo mafiosos y políticos reconfiguraron el Estado colombiano, Bogotá, Debate, 2010, p. 30. 52 JEAN-BERNARD VÉRON. “La Somalie: cas d’école des Étas dits «faillis»”, Politique Etrangère, No. 1, Vol. 76 (febrero de 2011), p. 45-57. 53 JAMES TRAUB. “In the Beginning, There Was Somalia”, Foreign Policy, julio-agosto de 2010.
su economía y estabilidad política superan las del gobierno central54; y
Puntlandia, territorio del noreste de Somalia autoproclamado autónomo en
1998, que sin embargo no ha sido reconocido por ningún país ni por
organización internacional alguna como soberano. La situación actual en Libia
con la caída del régimen dictatorial de GADAFI, que dividió el país en dos al
acarrearle la pérdida del control de la mitad del territorio a manos de los
rebeldes del este, hoy apoyados por la mayor parte de la comunidad
internacional, y la proclamación de independencia de la República de Sudán
del Sur después de la secesión del norte el pasado 9 de julio, seguida de su
reconocimiento como miembro número 193 de la ONU el 14 de julio, también
son ejemplos de ilegitimidad del Estado, que en ocasiones puede producir su
extinción y dar nacimiento a nuevas entidades soberanas.
B. ¿Una democracia “disminuida”?
En 2004, PIZARRO consideró que la democracia colombiana se encontraba
“asediada”55 por las tensiones que generaba el complejo conflicto armado
interno que la asolaba, pero estaba experimentando un punto de inflexión en el
desarrollo de la guerra en virtud de la política de Seguridad Democrática
implementada por el gobierno de URIBE.
Hoy, a pesar del nuevo equilibrio en favor del Estado que significaron los
últimos ocho años de la guerra contra los actores armados ilegales, el régimen
colombiano aún ofrece para GARCÍA claros visos de una democracia de baja
calidad o “delegativa dotada de un proyecto político conservador”56 que,
durante los dos períodos de gobierno de ÁLVARO URIBE, se concretó en un
desbalance general aún más pronunciado del sistema de pesos y contrapesos
en favor del ejecutivo, provocado por la reforma constitucional que permitió la
reelección presidencial. Este escenario se vio además agravado por el déficit
54 TABEA ZIERAU. “State Building without Sovereignity: The Somaliland Republic”, Mondes en développement, Vol. 123, No. 3 (2003), p. 57-62 . 55 EDUARDO PIZARRO. Una democracia asediada: balance y perspectivas el conflicto armado en Colombia, Bogotá, Norma, 2004. 56 MAURICIO GARCÍA. “Caracterización del régimen político colombiano (1956-2008)”, en MAURICIO GARCÍA y JAVIER REVELO (Cod.). Mayorías sin democracia. Desequilibrio de poderes y Estado de derecho en Colombia, 2002-2009, Bogotá, Dejusticia, 2009, p.75.
de institucionalidad que generó el aumento desmedido de la corrupción y la
captura del Estado por parte de las estructuras narcoparamilitares, fenómeno
conocido como la “parapolítica”.
El derroche de epítetos pone de manifiesto el modelo reduccionista que ha
primado en el estudio del régimen político colombiano. Enfoque que COLLIER y
LEVITSKY denominaron “democracia con adjetivos”57 porque recurre a la
utilización de “subtipos disminuidos” de democracia que intentan ubicar los
estudios de caso con respecto a una definición específica de democracia.
Esta metodología resulta deficiente porque implícitamente sitúa a los países en
un continuum histórico de realización democrática, casi evolucionista, donde se
supone que existe una línea teleológica que van recorriendo, una “maduración
gradual” de su democracia hasta alcanzar un nivel de democratización
deseable que coincide con los criterios aplicables a los Estados industriales
avanzados.
Se trata de un proceder que erige en teoría política una experiencia
democrática determinada, fabricando un ideal tipo en contravía de la realidad
sociológica, donde no puede existir la sino solo las democracias. Antes que
derivar de un proceder hipostático o esencialista donde lo que importa es el
grado de acercamiento al tipo puro, el poder explicativo del análisis
democrático varía en función de su capacidad para discernir histórica y
funcionalmente cómo las dinámicas, tanto institucionales como no
institucionales, se forman y conservan en sus contextos, sus componentes e
interacciones específicas.
Particularmente en el caso colombiano, esta metodología resulta inconveniente
porque exacerba el mito del apego democrático colombiano (Colombia como la
democracia históricamente más estable de Latinoamérica) por medio de un
análisis ideal típico institucionalista que en lugar de integrar aísla las dos
57 DAVID COLLIER y STEVEN LEVITSKY, “Democracy with Adjectives”, World Politics, Vol. 49, No. 3, 1997, pp. 430-451.
características fundamentales que configuran la realidad política colombiana,
esto es, la coexistencia del conflicto armado y la democracia electoral más
antiguas del subcontinente, dando lugar a caracterizaciones que más parecen
caricaturas: resulta aberrante que muchos analistas comparen Colombia con
Estados Unidos, otorgándole un muy próximo segundo lugar en el continente
americano en su compromiso histórico con la democracia, por el simple hecho
de que ROJAS PINILLA haya sido el único dictador militar en apropiarse del poder
durante el siglo XX, y apenas el segundo en toda la historia de un país cuya
tradición democrática se remonta hasta 181058.
Un buen ejemplo de este tipo de aproximación es la de VANEGAS, para quien
las democracias “todas son iguales”, y por ende esencialmente comparables:
“Si de manera rigurosa y sin complejos, la historia democrática colombiana es puesta en
relación con las experiencias de gobierno popular antiguas y modernas, tal indagación
puede sin duda ser enriquecida. Se trata, en este sentido, de abandonar la enervante
idea según la cual la democracia colombiana no puede ser comparada con la de Francia
o Estados Unidos, por ejemplo, porque supuestamente se trata de algo
«incomparable»”59.
VANEGAS identifica ocho puntos60 que en su sentir permitirían “delinear” la
democracia colombiana mediante una confrontación con sus “análogas” de
Francia y Estados Unidos, a saber:
1. La naturaleza del enemigo contra el cual se realizó la revolución
democrática. En el caso colombiano, al igual que en el estadounidense,
se trató de una potencia colonizadora, esto es, de un conglomerado
separable de la comunidad política que se intentaba fundar, y no de un
grupo social privilegiado que era portador del poder en el antiguo
58 MICHAEL MCCARTHY. “Problematizing Views of Colombian Democracy”, documento presentado en la 13th Annual Illinois Conference for Students of Political Science, 1 de abril de 2005, p. 8. 59 ISIDRO VANEGAS. Todas son iguales. Estudios sobre la democracia en Colombia, Bogotá, UEC, 2010, p. 13. 60 Ibídem, pp. 35-46.
régimen absolutista, además de símbolo de la desigualdad, que se erigió
como la gran antagonista ideológica de la revolución en Francia.
2. La gran velocidad con que se impuso el principio de soberanía popular.
Tanto en Francia como en la Nueva Granada, la realeza fue
rápidamente excluida como fuente de cualquier legitimidad. Sin
embargo, a diferencia de lo que ocurrió en Francia, tanto en Estados
Unidos como en la América hispánica la idea abstracta (“monista”) de
soberanía del pueblo que obsesionó el proceso europeo no estuvo
presente, sino que se vio sustituida por una visión “sociológica” del
pueblo.
3. La variedad de concepciones de soberanía popular entre las que osciló
la experiencia colombiana se tradujo en la imposibilidad de consolidar un
mito revolucionario fundador de un modelo político exitoso, como sí
ocurrió en la experiencia francesa, donde se impuso la soberanía
pensada como un bloque identificado con el poder legislativo en tanto
representante de la nación.
4. Al contrario de lo que sucedió en Francia, en Colombia no hubo tensión
entre gobierno representativo y democracia directa como forma de dar
vida a la soberanía popular. Desde el comienzo se optó, de manera casi
natural, por un modelo de democracia representativa exacerbada.
5. La violencia política y la inestabilidad democrática, que en opinión de
VANEGAS no son exclusivas de las “democracias inmaduras”
latinoamericanas, de lo cual rendiría cuenta la historia de Europa hasta
mediados del XX. Sin embargo, el fenómeno de la violencia en el caso
colombiano respondería específicamente a la incapacidad para
“comprender el pluralismo propio de la democracia como un rasgo
positivo”.
6. La necesidad de construir no solo democracia sino también Estado y
nación en el caso colombiano, en oposición al caso francés, donde la
monarquía ya había desarrollado durante el ancien régime una
estatalidad robusta.
7. La visión negativa de la revolución fundadora neogranadina (1810) que
predominó en la experiencia democrática colombiana, a diferencia de lo
que ocurrió en Francia y Estados Unidos, países que asumieron el
rompimiento con la monarquía y la potencia colonizadora como algo
afortunado.
8. La referencia injustificada y reduccionista a América Latina como una
realidad democrática homogénea capaz de englobar diversos países.
Esta tendencia tendería a reducir las exigencias de exhaustividad local
frente al investigador del Latinoamérica, en contraste con el historiador
de Europa, a quien se le exigen análisis más focalizados.
Lo más interesante de la reflexión de VANEGAS es que de los ocho puntos
avanzados, al menos con respecto a Francia solo aparece uno (el segundo),
donde los destinos democráticos logran “coincidir”, aunque en forma matizada,
razón por la cual la comparación no hace sino resaltar la especificidad del
proceso revolucionario democrático neogranadino. Es además un grave error
perder de vista la prominente singularidad de la independencia estadounidense
que, en realidad, fue una revolución británica en el sentido de que no se originó
en América sino en Gran Bretaña, toda vez que fue la reacción de los
pobladores americanos, provocada por las repentinas pretensiones
metropolitanas de disminuirles su tradicional autonomía a las colonias, y de
negarles a sus habitantes los reclamos de identidad británica en términos de
goce de las mismas libertades que habían tenido hasta 1776. Sin embargo, la
independencia estadounidense no alteró la estructura social y económica
precedente. Por el contrario, la economía de explotación esclavista se mantuvo
y el proceso de expansión colonial, aparejado al exterminio de los grupos
amerindios, se vieron agudizados con la financiación renovada del gobierno
nacional de los Estados Unidos a los estados federales, que superó con creces
la que había brindado con anterioridad el Estado británico a las colonias. En el
campo político, la independencia modificó la forma mas no la sustancia del
gobierno, puesto que los nuevos estados federales siguieron disfrutando
durante otro siglo de la misma autonomía que tuvieron en el período colonial
con respecto a la metrópoli, ahora frente al incipiente Estado federal. En otras
palabras, lejos de un rompimiento con el pasado colonial, la revolución de los
Estados Unidos supuso la agudización del proceso colonizador y el
afianzamiento de las estructuras sociales y económicas que lo sostenían,
circunstancia que conduce a GREENE a afirmar que la revolución
estadounidense fue “profundamente conservadora”61.
Una heterogeneidad todavía más pronunciada se advierte al confrontar las
revoluciones inglesa y francesa. Mientras la primera se desarrolló en medio de
un ambiente político de conciliación entre las viejas prácticas monárquicas y las
nuevas prácticas democráticas, que desde el siglo XVII evolucionó a partir de
ajustes lentos y progresivos hacia el parlamentarismo moderno, que se
consolidó en 1782 con la célebre dimisión colectiva del gabinete entero de Lord
NORTH62; en Francia, al igual que en la mayoría de países de Europa
continental, la transición fue el fruto de una violenta revolución donde la
construcción democrática se identificó con la eliminación de la realeza63.
Aunque la metodología comparatista de VANEGAS reviste utilidad didáctica
durante el período de gestación revolucionaria porque precisa ciertos
derroteros que a pesar del desfase temporal (1776, 1789 y 1810) entre los
acontecimientos de ruptura en los tres países pueden extrapolarse para
resaltar diferencias, en el discurrir democrático posterior los destinos de cada
nación se alejan fundamentalmente: sería más que arriesgado intentar discernir
puntos comunes entre, por decir algo, las crisis democráticas europeas
marcadas por las dos guerras mundiales, el período de La Violencia
colombiana (1948-1960) y la guerra de secesión en Estados Unidos (1861-
1865).
En el caso colombiano, cualquier perspectiva meramente institucionalista con
respecto a la democracia del último medio siglo desconocería una importante
capa social de la realidad donde los actores armados ilegales, tanto los que
quieren derrocar al Estado (guerrillas, FARC y ELN) como los que le son
funcionales (paramilitares), y las mafias (narcotraficantes), que 61 JACK GREENE. “La primera revolución atlántica: resistencia, rebelión y construcción de nación en los Estados Unidos”, en MARÍA CALDERÓN y CLÉMENT THIBAUD (Coord.). Las revoluciones en el mundo atlántico, Bogotá, Taurus/UEC, 2006, p. 38. Para un estudio más amplio ver también JACK GREENE. Understanding The American Revolution: Issues and Actors, Charlottesville y Londres, The University Press of Virginia, 1995. 62 PHILIPPE LAUVAUX. Le parlementarisme, París, PUF, 1997. 63 YVES MÉNY e YVES SUREL. Politique comparée, París, Montchrestien, 7.ª ed., 2004, p. 12.
alternativamente lo instrumentalizan o lo combaten, han ejercido y aún ejercen
buena parte del poder económico y político, a veces en contra de las
instituciones y a veces gracias a ellas mediante su captura. Ningún enfoque
que desconozca la interrelación que existe entre las instituciones, los actores
estatales y los no-estatales estará en capacidad de descifrar la singularidad de
la democracia colombiana. Sólo un modelo de análisis integrado permitirá
hacerlo.
III. El mito de la robustez democrática
La creencia en la excepcionalidad democrática colombiana debe
problematizarse. Sin duda, la buena lectura de la realidad no se encuentra en
ninguno de los dos extremos. Colombia no es un ideal de apego democrático
pero tampoco una pseudodemocracia o democracia empobrecida,
históricamente equiparable a los peores regímenes autoritarios del contexto
latinoamericano.
De un lado, existe una resistencia institucional democrática comparativamente
importante a pesar de todas sus deficiencias. Del otro, el conflicto armado
reviste una dinámica propia pero que se entrelaza con las instituciones y
evoluciona según los momentos y gobiernos que se van sucediendo (y
viceversa).
Tanto institucionalidad como guerra son, para ponerlo en términos de PÉCAUT,
“complementarias”64. En palabras de MCCARTHY:
“Las aproximaciones a Colombia desde la ingeniería institucional y la democracia
entendida solo como ·«las reglas del juego» necesitan las condiciones complementarias
del conflicto armado y la política de exclusión para ser inteligibles. La perspectiva
formalista institucional schumpeteriana de que las elecciones y las instituciones le
64 “La imagen de un orden formado desde arriba nunca se logra imponer en Colombia. La violencia expresa la complementariedad entre el orden y el desorden sólo en la medida en que la sociedad y sus tensiones se despliegan sin que el Estado tenga la capacidad de controlarlas”. DANIEL PÉCAUT. Orden y violencia. Evolución socio-política de Colombia entre 1930 y 1953, Bogotá, Norma, 2001, p. 38.
confieren a Colombia la estatura de una democracia, ignoran otra realidad que brama
por fuera de los pasillos del gobierno y no está en lo más mínimo desconectada del
Estado”65.
Con todo, la supuesta robustez de la democracia colombiana se ha visto
matizada por algunos estudios históricos que no se restringen a la dimensión
formal institucional. Según la teoría de PALACIOS, el fracaso del populismo en
Colombia impidió la realización de los cambios sociales cruciales que sí se
dieron en Venezuela por vías institucionales, permitiéndole al país vecino el
tránsito hacia una democracia pactada que le ahorró el padecimiento de la
violencia política durante la segunda mitad del siglo pasado.
Mientras el Frente Nacional colombiano habría excluido el reformismo de
izquierda del espectro político, el Pacto de Punto Fijo venezolano, celebrado
también en 1958 con base en la unidad nacional, habría logrado canalizarlo a
través de organizaciones sindicales y populares para superar la dictadura de
MARCOS PÉREZ JIMÉNEZ (1952-1958). Al decir de PALACIOS:
“Las guerrillas revolucionarias y diversas modalidades de contrainsurgencia parecen
arraigar mejor en países como Nicaragua, Guatemala o El Salvador que, al igual que
Colombia, se caracterizaron por la inexistencia o fracaso de los populismos”66.
Dentro de este esquema, los populistas se quieren opuestos a los
revolucionarios por cuanto son demócratas, es decir, reformistas pero
respetuosos de las instituciones. Y esta condición, en términos estratégicos, los
acerca a sus enemigos ideológicos, los “oligarcas”, puesto que ambos repudian
la revolución marxista-leninista.
En esta ecuación, mientras el populismo venezolano realizó las reformas por
medios legales evitando la confrontación armada, su fracaso rotundo en
Colombia después del asesinato de GAITÁN condujo, por medio de un discurso
65 MICHAEL MCCARTHY (2005), cit., p. 19. 66 MARCO PALACIOS. “Presencia y ausencia de populismo: un contrapunto colombo-venezolano”, Analisis Político No. 39, enero-abril de 2000, p. 58.
autoritarista y antiliberal67, a la marginalidad de todas las iniciativas de reforma
con contenido social inclusivo, exclusión política que se convertirá en el
germen de las guerrillas revolucionarias. Mientras en Venezuela una “base
reformista y populista” deslegitimó la violencia, la ausencia de reformas
sociales impulsadas por líderes populistas en Colombia se volvió su caldo de
cultivo.
La disyuntiva populismo o violencia, según PALACIOS, se vio además reforzada
por los factores económicos subyacentes. La economía política venezolana,
basada en las rentas del petróleo, contribuyó a la apuesta por un modelo de
Estado nacionalista y proteccionista (petroestado). En contraste, el auge del
café en Colombia propició un modelo internacionalista marcado por el
liberalismo económico, que luego la economía del narcotráfico reforzó al
obstaculizar aún más el control del campo económico por parte del Estado. En
otras palabras, la disyuntiva política se desdobló en una económica (y, desde
luego, a la inversa): “nacionalismo populista” o “internacionalismo liberal” .
La importancia de esta perspectiva radica en que permitiría, si no desvirtuar,
por lo menos matizar el mito de la robustez institucional democrática
colombiana, porque plantea la posibilidad de que la estabilidad del régimen
haya sido en realidad el resultado de la exclusión política. La compleja relación
causal entre populismo, reformas sociales, ausencia de violencia política y
proliferación de los golpes de Estado por el lado venezolano, que vivió bajo la
dictadura una buena parte del siglo XX68. Y, por el lado colombiano, el fracaso
del populismo y el reformismo social, su correlación con el aumento de la
violencia política y la escasez de golpes de Estado, plantea un interrogante
inquietante : ¿el "respeto” por las instituciones democráticas colombianas
podría interpretarse como el síntoma del callamiento violento de las opciones
67 MARCO PALACIOS. Parábola del liberalismo, Bogotá, Norma, 1999, pp. 266-283. 68 Los dos dictadores venezolanos del siglo XX, JUAN VICENTE GÓMEZ y MARCOS PÉREZ JIMÉNEZ, gobernaron respectivamente durante los períodos 1908-1935 y 1952-1958. El Caracazo, que estalló a finales de febrero de 1989 como reacción a las medidas neoliberales implementadas por CARLOS ANDRÉS PÉREZ, fue seguido, tres años después, de un intento golpista encabezado por los tenientes coroneles HUGO CHÁVEZ FRÍAS y FRANCISCO ARIAS CÁRDENAS el 4 de febrero de 1992. Más recientemente, se registra el intento fallido de golpe de Estado contra CHÁVEZ de PEDRO CARMONA en abril de 2002.
reformistas como opción política (su exclusión incluso por vías institucionales,
como ocurrió durante el Frente Nacional) y su confinamiento a las vías de
hecho?
ROLL parece confirmar esta hipótesis en su trabajo sobre la dinámica del
cambio político en Colombia. En su entender, el principal problema del régimen
colombiano es la “crisis de legitimidad”, cuya causa estructural es el
“continuismo político” característico del sistema, que se manifiesta en la
capacidad del régimen para incorporar elementos tradicionales en las
instituciones modernas. Continuismo político que en su entender es una forma
de conservadurismo que hace que las relaciones tradicionales de dominación
sean capaces de adaptarse a los grandes cambios sociales, aun a pesar de
resultar abiertamente incompatibles con las condiciones socioeconómicas
subyacentes, y por ende frustráneas del desarrollo político. La persistencia de
esta estructura arcaica de dominación, cuya principal manifestación durante el
siglo XX fue el bipartidismo, sería la explicación de los dos procesos de cambio
más importantes experimentados por el país en el siglo XX antes de la
Constitución de 1991: el fracaso del impulso modernizador de “La Revolución
en Marcha” que quiso adelantar el Presidente LÓPEZ PUMAREJO, pero se vio
fuertemente limitado a mediano plazo debido a la férrea oposición de los
sectores más retardatarios del sistema político: el Partido Conservador, la
Iglesia, las élites económicas y el ala conservadora del partido Liberal; y el
Frente Nacional, acuerdo de alternancia en el poder entre las élites políticas
para reemplazar el gobierno militar y ponerle freno a la violencia bipartidista.
En lo que concierne al fracaso del gaitanismo, ROLL considera que:
“No puede afirmarse que debido al asesinato del entonces principal líder y jefe del
partido mayoritario se frustró nuevamente un proceso de modernización política que ya
estaba en curso, porque Gaitán nunca llegó a gobernar como presidente. Pero su
desaparición, y la ola de violencia que generó la misma, supusieron el fin de la única
alternativa de cambio político innovador que pretendía adecuar las instituciones al
acelerado proceso de modernización económica y social, que entonces estaba entrando
en una segunda y más intensa etapa de expansión”69.
Desde una perspectiva que privilegia la democracia material, podría sostenerse
por ejemplo que la dictadura de GUSTAVO ROJAS PINILLA (1953-1957) fue
“menos antidemocrática” que el desastroso “régimen democrático del terror”
impuesto previamente por LAUREANO GÓMEZ (1950-953). En otras palabras, que
el disfraz democrático formal institucional colombiano pudo esconder
realidades autoritarias aún más despóticas que la única “dictadura populista”
que padeció el país durante el siglo XX.
Ciertamente, el golpe militar perpetrado el 13 de junio de 1953 por el general
ROJAS PINILLA, según las célebres palabras de DARÍO ECHANDÍA no fue un golpe
de Estado sino un “golpe de opinión”, bien recibido por amplios sectores de la
sociedad y el estamento colombiano. Tanto los liberales como los
conservadores de oposición encabezados por MARIANO OSPINA, la Iglesia, el
Ejército, los gremios empresariales y la ciudadanía en general decidieron
apoyar el cuartelazo, que enhorabuena frustró el proyecto de Estado fascista
que estaba impulsando GÓMEZ mediante una Asamblea Nacional Constituyente
cuyo objetivo era aprobar una Constitución corporativista calcada del modelo
español franquista, objeto de su admiración más profunda. Para la época,
GÓMEZ era objeto del repudio de casi toda la sociedad colombiana, motivo por
el cual la sucesión pudo hacerse en forma pacífica, enviándolo al exilio en la
España fascista.
ABELLA narra el episodio como sigue:
“El general ROJAS PINILLA marchó hacia Palacio. Las puertas estaban celosamente
abiertas. Los ministros reunidos lo recibieron como una solución afortunada. Con la
presencia de MARIANO OSPINA, fue aclamado presidente de la República y el país oyó la
conocida frase: «¡No más sangre, no más depredaciones en esta Colombia inmortal!» La
Asamblea Constituyente legitimó el golpe (…) El pueblo se movilizó unánime, en favor
del mandatario con charreteras. Durante los primeros meses, gozó de amplio prestigio
69 DAVID ROLL. Inestabilidad y continuismo en la dinámica del cambio político en Colombia, Bogotá, ICFES, 1999, p. 16.
popular. Después fue decayendo la adhesión y tomando forma un movimiento decidido a
derrumbarlo”70.
El gobierno del general fue desde el comienzo legitimado por la Asamblea
Nacional Constituyente (ANAC), que consideró la presidencia vacante desde el
13 de junio, legalizando así temporalmente el título de ROJAS hasta agosto de
1954, mientras se lograban las “condiciones de orden público” necesarias para
realizar elecciones, y luego se lo extendió hasta marzo de 1957. De ahí la
necesidad de matizar los alcances de su mandato en términos de legitimidad:
“El término «militar» que califica el gobierno de ROJAS requiere aclaraciones. La
legitimidad inicial del régimen provino de su proyecto de pacificación y reconciliación
nacional. ROJAS, el alto mando militar y la coalición ospino-alzatista controlaron el Estado
y hasta mediados de 1955 contaron con el apoyo liberal y de la jerarquía eclesiástica. Si
bien, en los últimos meses de la dictadura la oposición trató de separar al «usurpador»
de las Fuerzas Armadas, durante todo el mandato gobernó en su nombre, con su estado
mayor de generales y con su respaldo (…) El régimen no fue endureciéndose con el
tiempo. La prensa, por ejemplo, gozó de libertad autocontrolada hasta mediados de 1954
y de nuevo desde octubre de 1956 hasta la caída del general (…) Hasta su
«autodisolución» en marzo de 1957, la ANAC legalizó todos los actos del gobierno”71.
Por su parte, el gobierno precedente de LAUREANO GÓMEZ72 no se caracterizó
por su inclinación hacia la democracia. Durante su mandato, que inició bajo la
marca del Estado de sitio, se suspendieron las Cortes y se redujeron las
libertades civiles. Las denuncias de la oposición por abusos, asesinatos y
masacres cometidos por el oficialismo fueron una constante. La sistemática
violación de los derechos humanos por parte de la fuerza de civiles armados,
auspiciada secretamente por el gobierno y conocida como “Policía Chulavita”,
encargada de perseguir, asesinar y destruir las propiedades de los liberales
radicales y los comunistas (apodados “bandoleros”), en suma, la
implementación de un esquema general de represión contra los miembros del
70 FÉLIX ABELLA. “Gustavo Rojas Pinilla. Indignidad y contrabando ganadero”, Revista Credencial Historia, No. 19 (julio de 1991). 71 MARCO PALACIOS (1995), cit., p. 213. 72 En octubre de 1949, seis semanas antes de las presidenciales, GÓMEZ proclamó: “Permitamos que la nación sea salvada, aunque la democracia perezca en el intento”. Ver ALEXANDER WILDE (1978), cit., p. 56.
liberalismo y el Partido Comunista, desvirtuaron cualquier viso de democracia
material que hubiera podido tener ese gobierno.
Pero ni siquiera desde una óptica meramente electoral podría considerarse
democrático el período presidencial de LAUREANO GÓMEZ. Las elecciones que lo
llevaron al poder el 27 de noviembre de 1949 se vieron viciadas por la renuncia
del candidato del liberalismo DARÍO ECHANDÍA debido a la falta de garantías
para su seguridad personal73 y su partido, dejando a GÓMEZ sin oponente y
como el único candidato que se presentó al sainete comicial.
Resulta entonces apresurado reivindicar sin matices “la validez general del
sistema electoral y sus instituciones”74 como prueba del gran apego
democrático colombiano cuando, primero, un concepto tan rico y complejo
como la democracia mal puede agotarse en los avatares del sufragio sin caer
en el electoralismo y, segundo, los procesos electorales y las sucesiones en el
poder han estado llenos de fraudes, restricciones y equívocos.
En un texto de valor por su crítica sistemática de la visión pesimista que ha
primado en la historiografía local, POSADA se propone “examinar la larga
trayectoria de la tradición electoral del país como una forma de reivindicar las
tradiciones democráticas colombianas”75, y de contera derrumbar el estereotipo
reinante sobre la precariedad de nuestra democracia. El problema de este
trabajo es que, a pesar de su permanente esfuerzo de ponderación, no evita
caer justamente en el estereotipo contrario de la corpulencia democrática
colombiana, basado en la errónea identificación de lo que se denomina una
fuerte “cultura electoral” (“una serie de prácticas alrededor del ejercicio del voto
con el fin de formar gobiernos”76) con la calidad substantiva democrática.
73 El 25 de noviembre cayó asesinado en Bogotá su hermano VICENTE ECHANDÍA en una balacera (probablemente un atentado dirigido contra el líder liberal) contra la manifestación liberal pacífica que tuvo lugar a lo largo de la carrera 13, en protesta por la farsa electoral que se celebraría dos días después. Mientras para PALACIOS (1995, cit., p. 204) se trató de un ataque de “la fuerza pública”, según la versión de APOLINAR DÍAZ (“Memorias actualizadas de un colombiano sentenciado a muerte”, Nueva Sociedad, No. 100, marzo-abril de 1989) un “pelotón de chulavitas” abrió fuego contra DARÍO ECHANDÍA y sus acompañantes. 74 EDUARDO POSADA (2003), cit., p. 20. 75 EDUARDO POSADA (2006), cit., p. 152. 76 Ibídem, p. 155.
Desde esta óptica, la imagen de un país con una intensa actividad electoral
desde 1830, donde los ciudadanos han acudido a las urnas para elegir
presidente de la república y demás representantes populares más de 48 veces,
bastaría para probar las bondades de la democracia.
Se sostiene para defender la misma línea, por ejemplo, que:
“A pesar de las repetidas guerras civiles del siglo diecinueve, sólo en una ocasión, como
bien lo ha subrayado DAVID BUSHNELL, el gobierno constitucional fue derrocado como
resultado de esos conflictos MARIANO OSPINA RODRÍGUEZ, tras el levantamiento de
1859. Y sólo en una ocasión los militares se tomaron el poder en el siglo veinte bajo el
corto período de 1953-1957”77.
Sin embargo, este tipo de afirmaciones no supera el valor de un repaso
superficial de las estadísticas más escuetas de democracia formal. Urge
escudriñar las condiciones específicas reales de acceso al poder (elección
democrática) y ejercicio de la democracia durante cada mandato (gobierno
democrático), para poder formular generalizaciones bien fundamentadas.
Para empezar, el conteo de BUSHNELL78, retomado en forma optimista por
POSADA79, carece de rigor. En su sentido amplio y genuino, esto es, sin
reducirlo al golpe militar o cuartelazo, el Golpe de Estado80 (al igual que su
corolario necesario: el derrumbe del “gobierno constitucional” cuya supuesta
continuidad se defiende como signo distintivo de la fortaleza democrática
colombiana), debe entenderse como cualquier sucesión en el poder que se
produce sin respeto de las reglas constitucionales previstas para el efecto. Bajo
esta definición, es posible contar al menos once golpes de Estado durante los
dos siglos de vida republicana colombiana:
77 EDUARDO POSADA (2003), cit., p. 15. 78 DAVID BUSHNELL. “Politics and violence in nineteenth-century Colombia” en CHARLES BERGQUIST et al. Violence in Colombia: The Contemporary Crisis in Historical Perspective, Wilmington, Scholarly Resources, 1992, p. 11-30. 79 Esta visión “positiva” de la democracia colombiana se encuentra en casi todos los trabajos del mismo autor. 80 La expresión viene del francés “Coup d’État”, que el Petit Robert define como “conquista o tentativa de conquista del poder por medios ilegales, inconstitucionales”.
1. El que dio SIMÓN BOLÍVAR (27 de agosto de 1828), después del fracaso
de la convención de Ocaña, cuando se le proclamó dictador en el Acta
de Bogotá.
2. El del General venezolano RAFAEL URDANETA (enero 10 de 1831)
después del retiro de BOLÍVAR del Palacio de San Carlos.
3. El que le propinó el General JOSÉ MARÍA MELO (abril 17 de 1854) al
General JOSÉ MARÍA OBANDO, su jefe y amigo, y desencadenó la guerra
civil entre Gólgotas y Draconianos.
4. El que tuvo lugar el 23 de mayo de 1867, impulsado por MANUEL
MURILLO TORO a la cabeza de los liberales radicales, contra TOMÁS
CIPRIANO DE MOSQUERA, para instalar en el poder a su segundo
designado, el General SANTOS ACOSTA.
5. El de RAFAEL NÚÑEZ, el 10 de septiembre de 1885, cuando siendo ya
Presidente de Colombia salió al balcón del Palacio de San Carlos y
declaró: “La Constitución de 1863 ha dejado de existir”.
6. El que JOSÉ MANUEL MARROQUÍN le dio el 31 de julio de 1900 al anciano
presidente titular MANUEL ANTONIO SANCLEMENTE.
7. El del General RAFAEL REYES, quien a partir del 13 de diciembre de 1904
hizo a un lado la Constitución y las leyes, y comenzó a gobernar por
decretos.
8. El golpe militar del General GUSTAVO ROJAS PINILLA contra LAUREANO
GÓMEZ el 13 de junio de 1953
La anterior enumeración de ÁLVAREZ81 hay que completarla con la precisión de
que para la época del golpe a TOMÁS CIPRIANO, éste ya se había convertido en
dictador tras haber cerrado el Congreso en abril de 1867, “autogolpe” que debe
por lo tanto sumarse al conteo de exabruptos políticos de la república. Igual
ocurrió con el autogolpe que se dio MARIANO OSPINA en 1949 (cuyo período
presidencial en la mayoría de anales aún se registra como inmaculadamente
democrático) con el fin de evitar el juicio político que intentó adelantarle la
81 ANTONIO ÁLVAREZ. Los Golpes de Estado en Colombia, Bogotá, Banco de la República, 1982. De los ocho golpes que registra, ÁLVAREZ considera que solo 5 pueden considerarse estrictamente tales pues, en su opinión, lo que él llama la “suspensión” de la Constitución que llevaron a cabo Bolívar, Núñez y Reyes, “pertenece a otro tipo de cambio político” (p. 27).
mayoría liberal en el Congreso, que lo llevó a disolverlo junto con las
Asambleas Departamentales, a modificar el sistema interno de votaciones en la
Corte Suprema de Justicia y a censurar la prensa. Más recientemente hay que
agregar el segundo período de ÁLVARO URIBE al catálogo de vergüenzas
antidemocráticas, puesto que la reforma constitucional que permitió su
reelección se consumó con la compra del voto a dos parlamentarios, es decir,
mediante la comisión de los delitos de cohecho, enriquecimiento ilícito y
concusión, circunstancia que como se vio anteriormente sumió en la ilegalidad
el mandato presidencial 2006-2010.
Para terminar de desvirtuar el mito del apego democrático, en lo que concierne
al siglo pasado, es menester recordar los regímenes de fachada democrática
pero de tinte abiertamente autoritario como el de LAUREANO GÓMEZ, y observar
con ojo crítico la democracia restringida de dieciséis años en el papel pero
que alcanzó las tres décadas en la práctica que supuso la “democracia
pactada” del Frente Nacional, carente de oposición, auténtica expresión de la
“exclusión política constitucionalizada” y el gobierno oligárquico:
“El período llamado del «frente nacional», previsto inicialmente para dieciséis años (entre
1958 y 1974) y luego prorrogado en su espíritu hasta 1990, no es propiamente un
modelo aceptable de democracia, sino más bien un pacto de coalición permanente entre
los dos partidos mayoritarios, para no competir por el poder, sino disfrutarlo por mitades
y excluir del mismo a todas las opciones diferentes”82.
Infortunadamente, los ejemplos de este tipo abundan a lo largo de la cacareada
“tradición democrática” colombiana. Podría alegarse que una concepción
material tan amplia conduciría a la adopción de definiciones maximalistas de
democracia bastante discutibles83, pero justamente el estado actual del arte en
materia de análisis democrático así lo exige. Si en pleno siglo XXI siguiera
primando la concepción procedimental minimalista schumpeteriana84 que hizo
82 NÉSTOR OSUNA. “Democracia y presidencialismo en Colombia en los primeros años del siglo XXI”, en PEDRO VANEGAS (Coord.). La democracia constitucional en América Latina y las evoluciones recientes del presidencialismo, Bogotá, UEC, 2009, p. 134-135. 83 Es justamente el reparo de Posada (2003), p. 20 y ·(2006), p. 151-154. 84 JOSEPH SCHUMPETER definió la democracia como un sistema "for arriving at political decisions in which individuals acquire the power to decide by means of a competitive struggle for the
carrera desde los cuarenta, toda la teoría democrática material desarrollada en
los últimos años, que busca llenar de contenidos el proyecto global llamado
democracia, no habría servido de nada. Mal habría hecho por ejemplo
Freedom House si en su última medición anual de los niveles globales de
libertad y democracia hubiera considerado el Egipto de MUBARAK (donde se
realizaban periódicamente elecciones) o la Venezuela de CHÁVEZ como
“democráticos”. De ahí la distinción clave que prevalece en sus índices entre
meras “democracias electorales” y países realmente “libres”85. Según el
informe de 2011, 25 países sufrieron retrocesos en el 2010, mientras apenas
11 mostraron avances en sus niveles de libertad. La cantidad de países
calificados como “libres” pasó de 89 a 87, y la de democracias electorales se
redujo de 116 a 115 (del total de 194 países), cifra que no resulta alentadora
teniendo en cuenta las 123 que había en 2005. Se trata del quinto año
consecutivo durante el cual la libertad global sufrió un declive, el período más
largo de reflujo democrático en la historia del reporte, que se realiza desde
1972. Aunque Colombia no cambió de estatus, recibió una “flecha ascendente”.
Esto significa que a pesar de considerarse aún un país “parcialmente libre”, se
le reconoce una tendencia hacia el perfeccionamiento democrático debido a un
“equilibrio mejorado entre las tres ramas del poder público, y el fin de las
operaciones de vigilancia que habían alcanzado a la sociedad civil y figuras del
gobierno”86. Por otra parte, la elección del nuevo presidente JUAN MANUEL
SANTOS propició un “declive en la polarización política después de que el
presidente saliente ÁLVARO URIBE aceptó la decisión de la Corte Constitucional
que frustró su intento por alcanzar un tercer mandato”87.
Por último, otros análisis sugieren que la “resistencia” de la democracia formal
colombiana se debe en buena medida a la delegación histórica implícita, e
incluso a veces abiertamente consentida por el Estado, de la función de
people's vote" (Capitalism, Socialism and Democracy, 2nd ed., New York, Harper, 1947, p. 269). 85 Freedom House aclara en su website que la metodología del informe anual “no mide explícitamente la democracia o el desempeño democrático”, sino los derechos y libertades que integran las instituciones democráticas. 86 FREEDOM HOUSE. “Freedom in the World 2011. The Authoritarian Challenge to Democracy”, p. 19. 87 Ibídem, p. 7.
provisión de seguridad en actores privados. Las “comisiones mixtas de policías
y civiles” durante el período 1947-1953 y los “pájaros” entre 1953 y 1957, son
buenos ejemplos de esta connivencia entre la fuerza pública y actores privados
al margen de la ley88, pactos ilegítimos de “pacificación” que redundaron en
favor de la estabilidad del régimen.
El Frente Nacional, diseñado primordialmente para pacificar el país, si bien
produjo una reducción de los índices de violencia gracias a logros parciales en
los intentos de institucionalización, en otras palabras de “desprivatización” del
uso de la fuerza, soportados en buena parte en el fortalecimiento de las fuerzas
armadas, fue también el germen de una nueva etapa de violencia debido a la
exclusión, en el pacto bipartidista, de fuerzas políticas distintas de los dos
partidos tradicionales.
Fue así como después de un período de relativa baja violencia que corroboran
las estadísticas (1958-1978), desde fines de los setenta el germen pelechó,
creció la amenaza de los actores armados y la efervescencia social, y entonces
revivió la estrategia de delegar la seguridad en los actores privados: el
contubernio entre fuerzas legales e ilegales que esta vez, empero, no estarían
organizadas dentro de partidos sino dentro de carteles del narcotráfico, con un
escandaloso flujo de dinero y una enorme capacidad corruptora; ese
narcotráfico también alcanzará luego a los grupos subversivos.
Esta compleja tensión entre la institucionalidad y la delegación en actores
privados del ejercicio de la fuerza, podría además interpretarse como el
antecedente histórico del fenómeno paramilitar.
IV. Necesidad de un modelo de análisis transversal
A esta altura ya debe estar claro que no utilizaré adjetivos para calificar la
democracia colombiana, ni buscaré posicionarla con respecto a un ideal tipo
88 Para esta tesis se puede leer a CARLOS MIGUEL ORTIZ. Estado y subversión en Colombia: la violencia en el Quindío, años 50, Bogotá, Fondo Editorial CEREC, 1985.
inspirado en los estándares de los países desarrollados. Sin caer en un
particularismo extremo como el propuesto por GEERTZ89, que al recuperar la
singularidad irreductible del estudio de caso anula la posibilidad de cualquier
comparación, hay que reconocer que aunque es pertinente medir ciertos
indicadores de problemas comunes a las democracias contemporáneas (como
lo hace Freedom House en su informe anual sobre niveles de libertad y
democracia en el mundo), el mayor potencial descriptivo de las ciencias
sociales emana de la aproximación interdisciplinaria a las particularidades
democráticas de cada Estado.
Democracia y violencia: ¿cómo se entrelazan estas dos realidades? ¿Cómo
discernirlas y luego relacionarlas sin caer en generalizaciones gratuitas ni
caricaturas? Desde un punto de vista metodológico, el reto consiste en lograr el
perfecto balance entre el peso del componente institucional democrático y el
sociológico violento para incorporarlos en un análisis con alto valor explicativo.
Más que imponer epítetos, la tarea fundamental del investigador debe ser
preguntarse por las condiciones que han permitido esta dinámica de
coexistencia entre democracia y conflicto armado, bajo un marco de análisis
necesariamente pluridisciplinario. Con excepción de algunos trabajos, como el
de PALACIOS, que aunque resulta altamente especulativo (¿cómo demostrar
científicamente el vínculo causal entre ausencia de populismo y proliferación de
la violencia política? ) por lo menos incorporaneconomía, política e historia en
la dialéctica democrática, el grueso de los estudios sobre la democracia
colombiana ha soslayado la tarea de diseñar un modelo de análisis integrado
de todos los factores en juego. Juristas, economistas, politólogos, sociólogos e
historiadores suelen confinarse a los límites y herramientas de su disciplina,
dando versiones obligatoriamente miopes de un objeto difícil de observar. Para
solo mencionar dos vicios recurrentes: el déficit de aparatos analíticos en los
historiadores se corresponde con la ausencia de anecdotismo en los
politólogos.
89 CLIFFORD GEERTZ. “Thick Description: Toward an Interpretive Theory of Culture”, en The Interpretation of Cultures: Selected Essays, Nueva York, Basic Books, 1973, p. 26.
En lugar de un sendero lineal, un carrefour abierto a la confluencia de distintas
disciplinas se insinúa ahora como espacio propicio para lograr aproximaciones
con alto poder explicativo. Aunque no completamente desprovista de adjetivos
y marcos analíticos (las palabras y las comparaciones siguen siendo las
herramientas esenciales), esta nueva estrategia de investigación debe ser muy
cautelosa en la confección de definiciones, y consagrarse al reconocimiento de
las condiciones históricas específicas colombianas en tanto realidad única, solo
subsidiariamente comparable a patrones foráneos de configuración
democrática.
El cambio general de enfoque que se está operando en los estudios
historiográficos sobre democratización apunta a suplir esta necesidad. Se trata
de un “giro histórico” que recupera la naturaleza conflictiva y caótica de los
procesos de nacimiento y consolidación de la democracia, allí donde fue
apareciendo.
El previo enfoque “anti-histórico” motivado por las numerosas transiciones que
se produjeron en el período post-1990, marcadas por un cambio rápido y
dramático que exigía análisis de corto término, hoy, con el decaimiento a
finales de los noventa del entusiasmo post Guerra Fría por la democracia, cede
el paso a análisis de más largo alcance donde no importa tanto amojonar en
rígidas y repentinas “oleadas” al mejor estilo de HUNTINGTON los procesos
de aparición de la democracia, como resaltar la especificidad irreductible de las
variables en juego en cada contexto, durante lapsos históricos mucho más
representativos del desarrollo democrático, que lejos de ser “linear” describe
una trayectoria de “líneas torcidas” (crooked lines90).
En palabras de CAPOCCIA y ZIBLATT:
“Históricamente, la democracia no emergió como un todo coherente y singular sino más
bien como un conjunto de instituciones diferentes, que fueron el resultado de conflictos a 90 GEOFF ELEY. A Crooked Line: From Cultural History to the History of Society, Ann Arbor, University of Michigan Press, 2005.
través de múltiples líneas de divisiones políticas y sociales que tuvieron lugar en
diferentes momentos en el tiempo. La ventaja teórica de esta perspectiva es ilustrada al
subrayar el rango de nuevas variables que resultan pertinentes para explicar la
emergencia de la democracia”91.
Analíticamente, concebir la democracia como la suma de condiciones que
deben verificarse progresivamente hasta configurar en forma evolutiva un tipo
ideal abstracto, sin atender a las especificidades históricas contextuales;
resulta tan inconducente como restringir su definición a la mera competición
electoral, despojándola de sus demás contenidos. En especial, esta última
opción reduccionista conduciría a la adopción de una perspectiva que puede
enunciarse como sigue:
Democracia formal: todo pueblo tiene el derecho a elegir periódicamente y
en forma pacífica sus propios dictadores.
91 GIOVANNI CAPOCCIA y DANIEL ZIBLATT. “The Historical Turn in Democratization Studies: A New Research Agenda for Europe and Beyond”, Center for European Studies Working Paper Series, No. 177 (2010), p. 2.
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