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Nubes en el cielo mexicano Mario Molina, pionero del ambientalismo CARLOS CHIMAL

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Nubes en el cielo mexicanoMario Molina,

pionero del ambientalismo

CARLOS ChIMAL

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Introducción:La molécula maravillosa

Si eres una de esas personas que no necesitan aplicarse bloqueador solar del 90 cuando van a la playa y nunca se han sentido tentadas a usar una máscara antigases para cruzar la próxima calle, este libro podría interesarte. Si arrastras los pantalones y los zapatos tenis porque te fue mal en mate, y no sabes si tu equipo tiene el espíritu ato-rado o desinflado porque nadie da golpe, y cuando el profe-sor de física entra en el salón parece que ingresas a la hora del alienígena; si te gusta el rave o el reven, el house y el slam, si eres patineto y vegetariano o te encanta la carne roja, el rap, ser grunge, la meditación y el arte del movi-miento mínimo; si te gusta tronarte los dedos en el ballet, el tabique nasal en el karate y acabar con tus menis cos en el futbol, el beisbol, el basquet y el flamenco, o si odias a la maestra de química porque tiene no uno sino dos cor-tocircuitos, tal vez también te interese este libro.

Pues quienes sí están obligados a protegerse del sol y su sistema respiratorio se encuentra hecho una desgracia, con la boca a la pared, si es que no partieron ya de este mundo, no sólo encontrarán este relato interesante, sino

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íntimamente ligado al derecho de saber, al menos, por qué se forman nubes en el cielo, qué sucede cuando la capa de ozono que envuelve a la Tierra en la estratosfera se des-truye y cuáles son las consecuencias del industrialismo.

Incluso querrán saber quiénes han sido los actores principales de la epopeya por cuidar a Gea, la madre Tie-rra; en qué circunstancias nació el derecho ambiental, qué significa ser un inventor en nuestros días, cómo surgió la idea de un “átomo verde” y si existen límites para el cono-cimiento científico o sólo para la invención tecnológica.

Y es que la epopeya del ambientalismo pasa por una dramática carrera contra el tiempo, al descubrirse el peli-groso adelgazamiento de la capa de ozono en el Polo Sur. Se trata de una carrera por la vida; de una más alucinante que la que protagonizan los automóviles de la fórmula uno, pues sucede en el mundo de las moléculas químicas, a velocidades increíbles y en pistas sobre las que pocos se han aventurado.

Es el relato de un viaje insospechado hacia el Polo Sur y a las antípodas, hacia la estratosfera. Quienes lo han emprendido viajaron a pie y en globo, en avión supersó-nico y con la mente. Los personajes de nuestro relato son llamados a descubrir el invento del siglo y se vieron ten-tados a jugar con los harlem Globetrotters. haremos una visita a Tasmania, donde se encuentra el último aire puro de la Tierra (o casi).

Nuestra historia sucede en un escenario psicodélico, entre amenazas de extinción de las especies animales y vegetales, con el arco iris a la distancia, flores en el pelo, la libertad de expresión en la culata de la Guardia Nacional

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de Estados Unidos de América y las botas de sus soldados hundidas en el fango de Vietnam.

Por si fuera poco, este libro da inicio en el peor y, al mismo tiempo, el mejor de los lugares para hacer ciencia: México, D. F., continúa en Berkeley, California, y sigue por los pasillos del legendario Laboratorio de Propulsión a Chorro, localizado en Pasadena. El JPL (por sus siglas en inglés), al igual que los laboratorios Bell, serán recordados y forman parte de la escenografía en el gran teatro dedi-cado al descubrimiento de los fenómenos naturales y el origen del universo. Nuestro recorrido se remonta a Suiza, Alemania y Suecia hasta llegar a las orillas del río Charles, en el noveno piso del único edificio de quince que alberga al célebre Instituto Tecnológico de Massachussetts (MIT).

A mediados de la década de 1970, dos científicos pro-pusieron una conexión que parecía fantástica y que resultó más real que la visita de extraterrestres contada por Orson Welles a los aterrados neoyorquinos en el drama radiofó-nico “La invasión de Marte”. La necesidad de los científi-cos que animan nuestro relato por conocer ámbitos nuevos guarda un claro paralelismo con el arrojo y sagacidad de Welles. Es una forma de arte. Sin embargo, como el pro-pósito no es transmitir una idea estética sino dilucidar un hecho, el trabajo de los científicos que protagonizan este libro se acerca mucho más a la inteligencia de los conquis-tadores de los polos, John Cleves Symmes, William Parry, John Barrow y Roald Amundsen, quienes supieron dejar su primera huella en el paisaje violento. Lo mismo logra-ron nuestros personajes. A pesar del escepticismo y franca hostilidad hacia sus ideas, siguieron adelante y sentaron

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las bases para el desarrollo de un campo prácticamente inédito en 1970, como era la química de la estratosfera.

¿Cómo es que un gas tan noble, liberado en su mayor parte por aerosoles que se utilizaban en países del hemis-ferio norte, afectó la estratosfera en el hemisferio sur? ¿Cómo es que un compuesto de cloro, flúor y carbono (CFC) o, bajo su nombre comercial, freón, el refrigerante más se-guro que se había encontrado hasta ese momento, podía causar semejante calamidad? ¿Cómo es que un compuesto más pesado que el aire había llegado a la estratosfera?

Los descubridores y, al fin y al cabo, quienes enuncia-ron la teoría más sólida sobre este fenómeno fueron F. Sherwood Rowland y Mario J. Molina. No sólo eso. Puesto que se trataba de una ciencia comprometida, ambos cientí-ficos, junto con muchos otros investigadores y miembros de la sociedad en general, actuaron con valentía e inteligencia y lograron detener lo que parecía un desastre mundial, de consecuencias incalculables para la vida en la Tierra.

En este libro encontraremos algunas respuestas a du-das sobre el origen y papel de la ciencia en campos aún vagos y contradictorios, como son la ecología, el ambien-talismo y el derecho “verde”, así como los cambios dramá-ticos que han sufrido las sociedades industriales en los últimos treinta años y, por tanto, el salto espectacular de la innovación tecnológica. haremos notar los momentos, más frecuentes de lo que a veces pensamos, en que la cien-cia básica, pura, ha resuelto enigmas y arroja luces sobre asuntos que nos interesan a todos.

En 1970, mientras se celebraba el primer Día de la Tie-rra, aún se creía que los problemas ambientales serían

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mínimos con respecto a los beneficios socioeconómicos que estaban disfrutando amplios sectores de la población mundial, como nunca antes en la historia de la humani-dad. Sin embargo, el sueño terminó pronto.

Evaluar tan sólo las consecuencias que ha acarreado li-berar sustancias industriales tóxicas en el ambiente sigue siendo una tarea difícil aun hoy, a pesar de que las ciencias de la atmósfera cuentan ya con una química-física mucho más sólida de lo que era hace treinta años.

La química de la atmósfera que practica en la actuali-dad el grupo de Mario Molina en el MIT está basada en el nuevo programa de investigación de esta disciplina, puesto a prueba durante tres decenios. Se ha enfocado en una nueva química cinética, en los estudios recientes de fotoquímica, así como en promover entre los gobiernos y los organismos internacionales acciones concretas basa-das en políticas de largo plazo.

Antes de 1940 se trataba de un campo un tanto hí-brido, con un pie en la meteorología y otro en la química. A partir de entonces, y durante muchos años, se le in-yectaron enormes recursos financieros debido a otra ca-rrera, la carrera armamentista. Se sabía que las bombas atómicas y de hidrógeno introducían elementos radiacti-vos en la atmósfera. Las líneas de investigación en esta disciplina se vieron multiplicadas, puesto que era esen-cial para la seguridad de Estados Unidos medir con preci-sión la potencia de sus propias armas nucleares, así como la de los soviéticos. Años más tarde, el tratado interna-cional que prohibió las pruebas nucleares en la atmósfera provocó un descenso notable en los recursos destinados a

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esta disciplina, de manera que el interés de muchos cientí-ficos y tecnólogos se volvió hacia otras áreas. El renovado impulso a la química atmosférica, orientada a resolver problemas de la vida y no a complicarlos, fue posible gra-cias a una labor de síntesis que sólo la consiguen unos cuantos cada generación. Interpretar la realidad a nuestro rededor es una prerrogativa humana; hablarle y escuchar su respuesta es otra cosa. Puede ser a causa del carisma, como en los casos de Franklin D. Roosevelt y Vladimir I. Lenin, por citar sólo a dos personajes centenarios. Ellos hablaron a su gente y ésta les respondió. Puede suceder, como sabían Dimitri Mendéleyev, Charles Darwin y Louis Pasteur, porque la suerte favorece a los mejor preparados. Se distingue por la forma de reaccionar al elogio. Al igual que grandes químicos de este siglo, como Robert Burns Woodward, George Pimentel (quien nunca ganó el Premio Nobel, a diferencia de los otros mencionados aquí), Derek Barton, Louis Fraser, F. Sherwood Rowland y Roald hoff-mann, Mario Molina propuso un estilo, en un momento donde otros sólo tenían pedazos de relatos, y abrió con ello un campo.

La epopeya del ambientalismo dio inicio 45 años antes del hallazgo de Rowland-Molina. En 1928, el repartidor de hielo seguía siendo el favorito en Estados Unidos y en otras partes del mundo, pues nadie encontraba una alternativa para evitar que los refrigeradores fueran vistos como un complot del enemigo. Las sustancias “mágicas” refrigeran-tes eran tóxicas y se inflamaban en cualquier momento. Era como tener de invitados en la mesa de tu casa a un nazi y a un terrorista. En realidad, una necesidad, mantener los

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alimentos frescos, buscaba su solución tecnológica, un re-frigerador confiable.

Ese mismo año el estadounidense Thomas Midgley, in-geniero mecánico e hijo de inventores por generaciones, junto con su mecenas, el dueño de General Motors Re-search Corporation, Charles Kettering, dieron a conocer su “compuesto maravilloso”, el CFC, gracias a una lucra-tiva sociedad con el gigante de la química industrial Du Pont. En una proyección cinematográfica de gala, como se hacía en el hollywood privado de la Colina Encantada, propiedad del magnate Randolph hearst, Midgley y Ket-tering mostraron a los incrédulos espectadores cómo el gas compuesto de cloro, flúor y carbono era inerte y, por tanto, absolutamente seguro Estaba llamada a ser la mo-lécula del siglo.

Además, la producción de este producto era barata Du Pont estaba listo para fabricarlo a escala mayor. Apare-cieron, así, los enfants terribles de la industria, los inven-tores sublimados que, como gambusinos en la fiebre del oro, habían acudido a Daytona, Ohio, a mostrar sus ar-tefactos útiles e inútiles. Fueron laboriosos aprendices de brujo en una nueva era gótica, desde el siglo xix hasta nuestros días.

Vale la pena subrayar que la invención, más que cubrir una necesidad, intenta satisfacer un deseo. La historia de las patentes es muy ilustrativa. Albert Einstein trabajó va-rios años en la Oficina de Patentes de Berna, Suiza, y él mismo llegó a diseñar varios refrigeradores, en una época en que se tenían que traer enormes bloques de hielo de los lagos congelados y las sustancias refrigerantes eran

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amoníaco y dióxido de azufre, peligrosas para la salud. El número de solicitudes para registrar inventos creció expo-nencialmente y atrajo la atención de genios brillantes de la física, como el checo Nikola Tesla.

La radioquímica y la química atmosférica son disci-plinas tan polémicas como la física nuclear y la física de altas energías; todas ellas han padecido la sombra de los aprendi ces de brujo, del tecnólogo que no mide las conse-cuencias de los productos de su imaginación.

Una imaginación a veces enfebrecida, por lo general llena de obsesiones acerca de cómo pueden adaptarse uten-silios y herramientas, cómo puede dársele nuevo uso a los recursos naturales y a la cantidad cada vez mayor de ma-teriales artificiales. Martillos, cubiertos de mesa, cuchi-llos de cocina, automóviles, encendedores, medias, clips, paraguas, vehículos aéreos y espaciales, acero, anteojos de carbono, aeropuertos flotantes, torres y puentes lige-ros son materia del inventor. También lo son armas más precisas, selectivas o indiscriminatorias, virulentas y mi-croscópicas, invisibles, inodoras y teledirigidas.

Sin que nadie se dé cuenta, un día el agua se conta-mina, mueren los peces en el mar y las personas se intoxi-can; otro día se descubre que la delicada capa de ozono que envuelve la Tierra y nos protege de algunos rayos del sol está degradándose. El inventor pierde la mirada en el ho-rizonte, pone planos los ojos, alza los hombros y dice: “Yo sólo hice un invento”.

Thomas Midgley, quien también tuvo la brillante idea de agregar tetraetilo de plomo a la gasolina a fin de evitar su explosión violenta dentro de los motores, lo cual generó

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graves e incontables problemas en la salud de millones de personas, movía la cabeza y repetía: “Bueno, nunca fue mi intención cambiar al mundo”.

La comunidad científica tiene la costumbre de resolver enigmas y no sólo de adivinar acertijos. Éstos conducen a una solución inmediata y no nos dicen nada acerca del mundo. Los enigmas, en cambio, van acompañados nece-sariamente de una noticia sobre la realidad. En los tex-tos de Galileo Galilei, Isaac Newton y Albert Einstein, por ejemplo, esto se nota con claridad. Intentaron resolver enigmas de la naturaleza y el universo, acompañándolos siempre de una fuerte y vasta argumentación sobre la rea-lidad, ayer, hoy y mañana.

ha sido, pues, la forma abierta y sustentada en el ta-lento lo que ha hecho prevalecer a la ciencia como la ma-nera más confiable de interpretar el entorno que nos rodea y planear nuestro destino como individuos, como nación y como especie. Quizá sea porque la ciencia no busca la ver-dad ni persigue el poder político, busca explicar lo que su-cede de la manera más sencilla posible.

A lo largo del siglo vimos pasar las modas “del cora-zón y la mente”, desde el viaje astral, los sueños de opio, el psicoanálisis, los hongos, los ovnis y la realidad virtual. No obstante, para ir a Marte y para dar un salto cuántico la única condición es no violar las leyes físicas y químicas del universo con respecto a lo que somos, una partícula subatómica, un gas aparentemente inerte, una persona o una estrella masiva. Aprovechando la ignorancia y el tor-bellino de pobreza en el que se encuentran millones de personas, las cabezas “flacas” han difundido toda clase

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de fantasías apocalípticas sobre la genética experimental, por ejemplo. Un nuevo Frankenstein, igualito a ti, está es-perando a la vuelta de la esquina.

Desde tiempos inmemoriales, gran parte de la expre-sión cultural contestataria, rebelde, libertaria ha optado por retratar a una sociedad aturdida y paranoica y, entre otras cosas, detesta el conocimiento científico y el progreso tecnológico. En lugar de preguntarle en forma directa y aceptar el escepticismo inherente que permea la ciencia, los artistas de la revolución constante caen en circunlo-quios que los conducen a nuevos estados paranoides, en algunos casos esquizoides.

Yo también vi caer a algunas de las mejores cabezas de mi generación por ese obscuro comportamiento novohis-pano que, entrado ya el siglo xxi, no desaparece del todo. Queremos resolver nuestra pesadilla con Freddy Krueger en nuestro cuarto, sin darnos cuenta de que afuera, en el patio de la casa, la bolsa de la basura tiene un hoyo y se han formado dos columnas de hormigas, y pronto vendrán los perros callejeros.

¿hay una ciencia mala y otra buena? No: hay intereses y límites. Era del interés de las democracias occidentales, durante la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, poseer la bomba antes que las potencias del Eje Berlín-Roma-To-kio. Era del interés de Estados Unidos financiar la química de la atmósfera a fin de conocer con precisión su poderío atómico y el de sus rivales del bloque soviético; el interés público se impuso y prohibió, en 1963, los estallidos a cie-lo abierto. hoy en día el club necesita permanecer cerrado por complejas razones estratégicas. Sin embargo, Estados

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Unidos se enfrenta al dilema de continuar negociando un equilibrio basado en la cordura, o hacer valer su poderío militar para evitar la proliferación de armas nucleares.

¿Es del interés público reducir a mero combustible enormes cantidades de petróleo? ¿El límite nos alcanza-rá sin haber desarrollado fuentes alternativas tan “gene-rosas” como los combustibles fósiles? Era del interés de Francia instalar numerosas centrales nucleares para dotar de energía a una población exigente y vender al exterior. hoy, muchas de esas plantas han llegado al final de su vi-da útil. Es necesario desmantelarlas y pocos saben cómo, pues a nadie se le ocurrió prever una forma de hacerlo. Los recientes apagones en diversas regiones de los países más desarrollados son una nueva prueba a los límites de la imaginación humana.

La misma tecnología que las construyó debe recurrir a la ciencia, preguntar cómo se hace y actuar en consecuen-cia. No se trata, desde luego, de hacer prevalecer en forma autoritaria y absurda la razón de la ciencia, sino de acep-tar que, a falta de algo mejor, por ahora el método cientí-fico, el escepticismo como norma y una posición agnóstica frente a las “verdades eternas” son nuestras mejores pie-zas de navegación. El estudio de la naturaleza nos enseña que en este mundo no hay premios ni castigos, sólo con-secuencias.

Esta lección fue asimilada aparentemente por las so-ciedades en el primer decenio del siglo xxi. En cuanto a los científicos y tecnólogos, no pueden hacer otra cosa más que comportarse como cualquier ser humano, mostrando hasta qué límites pueden llevar su propia actitud ética.

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Algunos han vacilado y otros han sido honestos. Los in-tereses personales, políticos y religiosos intervienen en la decisión de los que se han involucrado en las guerras.

Por fortuna, la mayoría de las personas, hombres y mujeres que hacen alguna clase de investigación cientí-fica, han tenido el talento y las agallas de mantenerse del lado de la vida, de hacer lo correcto para no interferir más en los ciclos naturales. Limpiar las ciudades, reconver-tir la industria, disponer de la basura, recuperar el agua, desmantelar centrales nucleares viejas y suministrar la creciente demanda de fluido eléctrico, incorporar el dete-rioro ambiental como un factor que cuente en el momen-to de declarar el PIB de toda nación, son algunos de los desafíos que enfrenta el mundo, y en particular la ciencia en estos días.

Si hoy podemos hacer algo por la Tierra en la que vi-vimos es gracias al trabajo de los científicos que sentaron las bases de la química atmosférica, de los pioneros am-bientalistas, abogados revolucionarios y legisladores res-ponsables. En cierta forma, la epopeya del ambientalismo se parece a la de los exploradores del Polo Sur, inmortali-zada por Samuel Taylor Coleridge en su poema épico “La rima del viejo marinero”, de 1798, basado en la bitáco-ra de viaje del explorador George Shelvocke. Edgar Allan Poe también se aventuró en el continente antártico y su imaginación enfebrecida lo llevó a contarnos El relato de Arthur Gordon Pym, originario de Nantucket. Es aquí don-de ciencia y literatura se reúnen para emprender el viaje mayor hacia tierras ignotas, como quería Micro-megas, el personaje galáctico de Voltaire.

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Así que si aún crees que el próximo relato no tiene nada que ver con el rave de esta noche, no has entendi-do nada. Tal vez si echas un vistazo, descubrirás cómo la pasión por algo, ya sea crear música trance, ciencia o innovación tecnológica, puede conducirnos a la astucia extravagante o a la inteligencia creadora, a la locura y a la razón.

Cuando se dio la noticia en octubre de 1995 de que el Premio Nobel de Química ese año había sido concedido a Mario Molina, F. Sherwood Rowland y Paul Crutzen por su trabajo fundacional de la química atmosférica, mi pa-dre me dijo: “Si las aves y los animales, los árboles y el resto de las especies vivas pudieran aplaudir, el estruendo nos dejaría sordos por un buen rato”. Casi diez años des-pués, las especies vivas quisieran decir, con el poeta mexi-cano Xavier Villaurrutia, “vámonos inmóviles de viaje”, pero no pueden. Tienen ciclos ancestrales que cumplir.

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Un laboratorio… ¿en el baño?

En 1953 los grandes misterios de nuestro mundo no ha-bían sido explicados. había que hacer algo, y pronto. A los diez años de edad, Mario y su tía Esther llegaron a la casa de Campos Elíseos con algunas cajas en el automóvil de ella. En esos años apenas comenzaba a materializarse el sueño de los hombres fuertes del país por reproducir la ciu-dad de Los Ángeles en el valle de México, con sus viaduc-tos dobles y periféricos triples, estaciones para la venta de gasolina en cada esquina, sitios donde se servía comida en la ventanilla del vehículo y autocinemas en todas las colonias. Así que ir de Polanco al centro de la ciudad, ha-cer las diligencias del día y regresar en paz aún no era una misión imposible.

Cuando el padre de Mario vio a su hijo menor y a su her-mana dirigirse con sigilo hacia el baño que nadie usaba, se preguntó qué estaría pasando. Roberto Molina Pasquel enviudó cuando Mario tenía dos años; era un abogado co-nocido no sólo por su actividad profesional sino por su labor académica en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Años más tarde sería embajador de

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México en Etiopía, Australia y Filipinas. Su abuelo, por quien Mario lleva nombre, fue benefactor del puerto de Veracruz.

Según pudo percatarse el abogado Roberto Molina cuando vio pasar a Esther y a Mario, mientras él hacía una llamada telefónica, tía y sobrino no habían ido precisamen-te por un juego de química Plastimarx o por un mecano al Palacio de hierro sino que, gracias a los cono cimientos de química de la tía Esther y el especial interés de Mario por estos “juegos” desde muy chico, ahora se habían sur-tido en la farmacia París de un mechero, un mortero, un matraz de base plana, bitoques, un embudo con cabeza de cardo y otros enseres Parecía que un farmacéutico se estaba mudando a casa. Según la tía Esther, los grandes misterios se aclaraban respondiendo pequeñas preguntas.

Don Roberto se acercó a ellos mientras sacaban de las cajas todos esos tubos de vidrio, adminículos de porce-lana y artefactos de metal. había algunos frascos oscuros y bolsas de papel cuyo contenido podía adivinarse por el resto de los polvos y cristales, de colores brillantes, que habían quedado sobre el lavabo.

—¿Un aprendiz de brujo en casa?—Nada de eso —respondió la tía Esther—; vamos a

jugar a la química más en serio que antes.—Bueno, en ese caso…Y se dio la media vuelta. Los hermanos de Mario, Mar-

tha, Luis y Roberto tenían dos dudas: “¿Un laboratorio? ¿Y… en el baño?” Tampoco podían sacarse una pregunta de la cabeza: “¿Cuándo nos mudamos a la nueva casa?” Po-co a poco, los Molina se habituaron a percibir los olores

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fuertes, a veces picantes y nauseabundos, y a las peque-ñas explosiones en el “bunker” de Mario, un párvulo que no quiso ser aprendiz de brujo en la era del aerosol, sino aprender a resolver enigmas.

“Aún recuerdo la primera vez que vi paramecios y ami-bas con mis propios ojos en un microscopio de la escuela”, me dice Mario, “fue muy revelador. Eso me entusiasmó tanto que, ayudado por mi querida tía Esther, agoté todos los juegos de experimentos disponibles. Entonces decidi-mos montar nuestro propio teatro, un pequeño laborato-rio de química. Pasé horas formidables experimentando con diversas técnicas y marchas que se enseñan a los es-tudiantes universitarios en sus primeros cursos”.

El lugar era adecuado, pues tenía agua corriente y bue-na ventilación. Sin saberlo en forma cabal Mario buscaba sacar sus propias conclusiones acerca de la naturaleza de las cosas. Era muy chico aún para tomarse en serio. Pues-to que cada uno habría de cumplir su destino, las perso-nas queridas, las especies, todos vivíamos necesariamente en un mar de objetos y señales que flotaban ligeros en el mundo y nos servían para comunicarnos con los demás; por otro lado, estaba el mundo de los instrumentos óp-ticos, auditivos y térmicos, que nos permitían entender las cosas de una manera esencial y práctica.

Tal vez había que preguntarle a la realidad en forma di-recta sobre todas estas cuestiones. Quizá había entendido el truco de Immanuel Kant, que consiste en devolverle la confianza a uno en su existencia. Yo no soy mi madre, yo no soy mi padre, yo no soy una planta ni un ave. Soy un humano en mi circunstancia pasajera.

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