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ORACIÓN FÚNEBRE, EMBLEMÁTICA Y JEROGLÍFICOS EN LAS EXEQUIAS REALES: PALABRA E IMAGEN AL SERVICIO DE LA EXALTACIÓN REGIA José Javier Azanza López Universidad de Navarra «¿Qué es el Sermón? Díjolo Solino: pictura quedam, et imago objecti, una Pintura, un Retrato del Objeto. Porque Pintor, y Orador, en el pintar no se distinguen: diferencianse sí en los colores con que pintan. Pues lo que el Pintor estampa en el lienzo con muertos colores, procura el Orador dibujar en los corazones, con colores vivos» 1 . la oración fúnebre, punto culminante del ceremonial funerario La oración fúnebre, presente en cualquier época de la oratoria sagrada, adquiere especial relevancia en los siglos del Barroco, sobre todo cuando se trata de la muer- te de una persona importante en la jerarquía de los diferentes estamentos de la sociedad 2 . En este contexto, la oración fúnebre por los miembros de la familia real se construye en términos laudatorios a la vez que de cristiana instrucción de los fieles. Para componer su discurso, los oradores acudían a la consulta de las Sagradas Escrituras, así como a los Padres de la Iglesia y a los escolásticos medievales de ma- yor relieve; también los poetas clásicos, oradores, filósofos e historiadores forman parte del repertorio de obras citadas, y no faltan referencias simbólicas y emblemá- ticas, evidenciando así su erudición y vasta cultura literaria. El resultado es un texto hiperbólico y ampuloso, salpicado de epítetos grandilocuentes, en el que sutilezas literarias y combinaciones ingeniosas se ponen al servicio del halago monárquico. En la mayoría de las ocasiones, y con independencia de la persona real a que se dedique, la oración fúnebre participa de una estructura claramente definida que resume el sentido último del acto: invitación y lamento, reflexión acerca del poder igualador de la muerte, elogio de las virtudes del difunto, y elevación al reino de los justos, a los que se suma la mitificación del sucesor al trono. Desde este punto de vista, existe un evidente paralelismo con los programas iconográficos elaborados con destino a los aparatos fúnebres, en los que cada uno de los jeroglíficos que lo integran ocupa un lugar concreto, de manera que su significado particular debe entenderse a la luz del conjunto 3 . Es más, como tendremos oportunidad de com- probar en las exequias reales pamplonesas, se produce en muchas ocasiones una 1 Pérez, Sermones Panegyricos y Morales, 1745, p. 78. 2 Ver al respecto Cerdán, 1985, pp. 79-102. 3 Manifiesta en este sentido R. de la Flor que, en el contexto del ceremonial barroco, los jeroglíficos actuarían «como eslabones de un recorrido de piedad —próximo al Rosario, al Vía Crucis—, pensado para ser paseado y meditado y para que del mismo se extrajeran los efectos piadosos que habían arqui- tecturizado su programa». Rodríguez de la Flor, 1982, p. 92.

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ORACIÓN FÚNEBRE, EMBLEMÁTICA Y JEROGLÍFICOS EN LAS EXEQUIAS REALES: PALABRA E IMAGEN AL SERVICIO DE

LA EXALTACIÓN REGIA

José Javier Azanza López Universidad de Navarra

«¿Qué es el Sermón? Díjolo Solino: pictura quedam, et imago objecti, una Pintura, un Retrato del Objeto. Porque Pintor, y Orador, en el pintar no se distinguen: diferencianse sí en los colores con que pintan. Pues lo que el Pintor estampa en el lienzo con muertos colores, procura el Orador dibujar en los corazones, con colores vivos»1.

la oración fúnebre, punto culminante del ceremonial funerario

La oración fúnebre, presente en cualquier época de la oratoria sagrada, adquiere especial relevancia en los siglos del Barroco, sobre todo cuando se trata de la muer-te de una persona importante en la jerarquía de los diferentes estamentos de la sociedad2. En este contexto, la oración fúnebre por los miembros de la familia real se construye en términos laudatorios a la vez que de cristiana instrucción de los fieles. Para componer su discurso, los oradores acudían a la consulta de las Sagradas Escrituras, así como a los Padres de la Iglesia y a los escolásticos medievales de ma-yor relieve; también los poetas clásicos, oradores, filósofos e historiadores forman parte del repertorio de obras citadas, y no faltan referencias simbólicas y emblemá-ticas, evidenciando así su erudición y vasta cultura literaria. El resultado es un texto hiperbólico y ampuloso, salpicado de epítetos grandilocuentes, en el que sutilezas literarias y combinaciones ingeniosas se ponen al servicio del halago monárquico.

En la mayoría de las ocasiones, y con independencia de la persona real a que se dedique, la oración fúnebre participa de una estructura claramente definida que resume el sentido último del acto: invitación y lamento, reflexión acerca del poder igualador de la muerte, elogio de las virtudes del difunto, y elevación al reino de los justos, a los que se suma la mitificación del sucesor al trono. Desde este punto de vista, existe un evidente paralelismo con los programas iconográficos elaborados con destino a los aparatos fúnebres, en los que cada uno de los jeroglíficos que lo integran ocupa un lugar concreto, de manera que su significado particular debe entenderse a la luz del conjunto3. Es más, como tendremos oportunidad de com-probar en las exequias reales pamplonesas, se produce en muchas ocasiones una

1 Pérez, Sermones Panegyricos y Morales, 1745, p. 78.2 Ver al respecto Cerdán, 1985, pp. 79-102.3 Manifiesta en este sentido R. de la Flor que, en el contexto del ceremonial barroco, los jeroglíficos

actuarían «como eslabones de un recorrido de piedad —próximo al Rosario, al Vía Crucis—, pensado para ser paseado y meditado y para que del mismo se extrajeran los efectos piadosos que habían arqui-tecturizado su programa». Rodríguez de la Flor, 1982, p. 92.

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retroalimentación entre los contenidos de la oración fúnebre y de los jeroglíficos, de tal forma que aquélla encuentra su plasmación pictórica en las composiciones que decoran el túmulo, a la vez que éstas son explicadas en el discurso retórico del orador, que actúa casi como si de una «declaratio» se tratase. La idea de «predicar a los ojos», que como analiza G. Ledda promueve la presencia de la ausencia4, ad-quiere así pleno significado, merced a que la imagen —en este caso real— actúa como eco y caja de resonancia de la palabra, y viceversa.

Dolor y llanto por la muerte regia

La oración fúnebre comienza indefectiblemente por manifestar el dolor que embarga los corazones de sus súbditos al conocer la fatal noticia de la muerte del monarca. Así por ejemplo, en los funerales de Carlos III celebrados en enero de 1789 por el Regimiento pamplonés, don Domingo Balerdi exhortaba a cuantos se congregaron en la Catedral a «llorar la muerte de tal Rey tan querido, que para tener algún consuelo en la desgracia, éste es el único alivio que os queda»5. Es tan intenso el dolor por su pérdida que no existen palabras para manifestarlo, y sólo el llanto se convierte en expresión del sentimiento. Callen pues las bocas y hablen los ojos, y hágase presente en medio de las naves catedralicias el dios del silencio Har-pócrates, «aquel que reprime la voz y con el dedo aconseja silencio», lo describe Ovidio en sus Metamorfosis. La alusión a Harpócrates es una constante en las ora-ciones fúnebres pamplonesas, a la que acuden entre otros fray Miguel de Cárdenas en el sermón predicado en 1665 por el alma de Felipe IV6, fray Buenaventura de Arévalo en las exequias por la reina Luisa de Orleáns en 17427, o el mencionado Balerdi en los funerales de Carlos III8. En los tres casos, los oradores citaban el Libro XXXVI de los Hieroglyphica de Pierio Valeriano9 como fuente de inspira-ción de una imagen que también aparece recogida en la Iconología de Ripa10 y en diversos repertorios emblemáticos, caso de Quinti Horatii Flacci Emblemata de Otto Vaenius, que muestra en su emblema 28 una figura juvenil alada, sentada con los pies cruzados entre los símbolos del vino y la ira, que se lleva un dedo a los labios; lleva por mote «Nihil silentio utilius» (Nada más provechoso que el silencio)11.

4 Ledda, 1989, pp. 129-142; 1996, pp. 111-118; y 2003.5 Balerdi, Lamentos tristes, sentidas quejas, 1789, pp. 145-146. 6 «Los egipcios colocaron sobre una Urna a Arpocrates Dios del Silencio, con el dedo cerrando los

labios». Cárdenas, Oracion Fvneral en las Honras de la Catholica Magestad del Rey Nuestro Señor Don Felipe Quarto, 1665, p. 95.

7 «En día tan trágico sería el mayor acierto fiar a los sollozos el desempeño del discurso, ciñendo toda la elocuencia a la muda retórica del llanto. Que por esto los Atenienses discretos colocaron a Harpócrates Dios del silencio en los sepulcros, sirviendo el dedo de candado a los labios, porque más elocuentes que los labios, son los ojos, cuando son vivos los sentimientos». Arévalo, Threno Fidelísimo en que desahogó su amante pecho la Nobilísima Invicta Ciudad de Pamplona, 1742, p. 1.

8 «Qué discreta fue la atención de los egipcios. Colocaban a Harpócrates, Dios del Silencio, sobre los sepulcros de sus amados; porque hay unas desgracias, tan lastimosas al decirse, que aun mucho mejor se explican con callarse. Calle pues la lengua, pero no calle la pupila de los ojos». Balerdi, Lamentos tristes, sentidas quejas, 1789, pp. 149-150.

9 Valeriano, Hieroglyphica, 1575, fols. 260v-261r.10 Ripa, 1987, pp. 314-315.11 Sebastián, 1995, pp. 303-304. La virtud del Silencio, que en la Edad Media tuvo un sentido

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Esta llamada del orador al silencio y al llanto como manifestación de dolor tuvo igualmente su plasmación gráfica en los jeroglíficos destinados al túmulo pamplonés, por cuanto una de las com-posiciones para los funerales de Bárbara de Braganza en 1758 estaba protago-nizada por un joven que se llevaba el dedo índice a los labios, solicitando el silencio de cuantos lo contemplaban, y acompañado del mote «Occupat me dolor»12 (Fig. 1). De igual forma, el se-gundo de los emblemas destinados dos años más tarde al túmulo de María Amalia de Sajonia, insistía en la mis-ma idea que el anterior al representar a «una Matrona llorosa, con el dedo en la boca, intimando a todas las naciones al silencio, y haciendo mayor con el silen-cio su llanto»13.

En ocasiones, los fallecimientos de miembros de la familia real son tan seguidos que el dolor parece no tener fin; así aconteció con la muerte del Gran Delfín Luis de Francia, padre de Felipe V, en 1711, y de los Delfines el Duque de Borgoña, María Adelaida de Saboya, y el Duque de Bretaña al año siguiente. Tal circunstancia es comparada por fray Miguel de Lasaga en la oración fúnebre de estos últimos con las verdes ramas de amaranto que cubrían sin marchitarse la tumba de Aquiles, al igual que las lágrimas de los pamploneses reverdecen una y otra vez ante los trágicos sucesos14. Lasaga cita los Hieroglyplica de Valeriano y el Mondo Simbolico de Picinelli como sus fuentes de inspiración15. También Alciato recoge el tema en su emblema «Strenuorum immortale nomen», que muestra a Tetis, la madre de Aqui-les, ante la tumba de su hijo cubierta por ramos de amaranto, pues sus heroicas acciones merecieron fama eterna16.

El dolor por la muerte del monarca es universal, y afecta por tanto a todos sus súbditos; pero no resulta extraño que el orador lo «personalice» en sus leales vasallos pamploneses, acudiendo para ello a elementos que constituyen símbolos y señas de identidad de la ciudad, fácilmente identificables por los asistentes a la ceremonia religiosa. Es el caso del capuchino fray Tomás de Burgui, que en la oración fúnebre por Fernando VI llevó a cabo una emblematización de la medalla

fundamentalmente religioso, adquiere a partir del Renacimiento una mayor riqueza y variedad de significados aplicables al terreno religioso, político, militar o literario. Sobre el tema puede consultarse Pedraza, 1985, pp. 37-46; Egido, 1986, pp. 93-120; y Egido, 1989, pp. 229-244.

12 Azanza López y Molins Mugueta, 2005, pp. 211-213; Azanza López, 2008, p. 349.13 Azanza López, 2006, p. 440.14 Lasaga, Oración Fúnebre y Panegírica, 1712, pp. 3-4.15 Valeriano, Hieroglyphica, 1575, fol. 403v. Picinelli, Mondo simbolico, 1670, c.3.16 Alciato, 1993, pp. 175-176.

Fig. 1. Exequias de Bárbara de Braganza, jerog. 37, Occupat me dolor

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de oro que lucían en su pecho los regi-dores del Ayuntamiento que ocupaban los enlutados bancos junto al túmulo, con el león coronado entre cadenas en el anverso, y las Cinco Llagas rodeadas por la corona de espinas de la Pasión de Cristo en el reverso17. Por su parte, fray Buenaventura de Arévalo acudía tam-bién a la imagen del león para mani-festar el luto de los pamploneses ante la presencia del túmulo en las exequias de Luisa de Orleáns18. Esta «apropiación» del dolor no resulta ajena a los propios jeroglíficos del túmulo, de manera que uno de los diez emblemas compuestos para los funerales de Felipe II en 1598 mostraba «un león que con bramidos daba espíritu a sus hijuelos», metáfora del león de Pamplona que trataba de reanimar de esta manera al «león de Es-paña», imagen por otra parte que goza de tradición emblemática. Un león desfa-llecido y tendido en la selva, las Cinco Llagas de las que mana abundante sangre al ser golpeadas con un martillo, y las cadenas del escudo de Navarra fragmentadas por la huesuda mano de un esqueleto, protagonizan otros tantos jeroglíficos de los funerales de Bárbara de Braganza como muestra del dolor de los pamploneses y navarros ante la pérdida de la reina19; y en las exequias de Carlos III, al león que sufre el ataque del basilisco (Fig. 2) se une el río Arga para testimoniar el amor que profesaba la ciudad hacia su difunto monarca20.

Los despojos de la Parca y el poder igualador de la muerte

Una vez ha quedado constancia del dolor, la oración fúnebre avanza hacia el acontecimiento que lo ha provocado, que no es otro que la muerte del monarca: el tiempo y la muerte que todo lo consumen no pueden faltar en el ceremo-nial de exequias de la Edad Moderna, no sólo porque constituyen un destino

17 «Cabeza Regia, Imperial Pamplona, ya cayó tu Corona. Porque espiró el LEÓN CORONADO, que por amor vivía entre las CADENAS de tu pecho; y con desprenderse su Regio Espíritu de las cadenas de la mortalidad, convirtió en trofeos de la muerte las CADENAS de tu honor, dejándote viva con LLAGAS, y ESPINAS en tu Escudo; para que simbolicen las interiores, que martirizan a tu pecho». Burgui, El Salomon Catholico, 1759, p. 3.

18 «Porque si el León a nadie teme, como escribe Salomón en los Proverbios, no obstante cede su fortaleza generosa, si le ponen a la vista la llama. Esas llamas melancólicas del túmulo, no dudo, hagan rugir en quejidos de tristeza al fortísimo León de Pamplona, porque León que mucho llora, mucho ama». Arévalo, Threno Fidelísimo en que desahogó su amante pecho la Nobilísima Invicta Ciudad de Pamplona, 1742, p. 6.

19 Azanza López y Molins Mugueta, 2005, pp. 187-190; Azanza López, 2008, pp. 341-342.20 Azanza López, 2000a, pp. 551-586. Azanza López y Molins Mugueta, 2005, pp. 239-243.

Fig. 2. Exequias de Carlos III, jerog. 2, Circundederunt me dolores mortis

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común al hombre, sino también por el sentido trascendental que impregna el pensamiento cristiano21. Los oradores se sirven de diversas imágenes para hacer presente esta realidad, como el eclipse de sol o de luna, la guadaña o segur que cortan el tronco del árbol, la centella que reduce a pavesas la corona, el río cuyas aguas desembocan en el mar, o la flor que se marchita, ejemplos todos ellos que forman parte una y otra vez de los programas iconográficos com-puestos para el túmulo22. Pero si hay un elemento que adquiere el verdadero significado de la muerte, éste es el pro-pio catafalco que se aparece tétrico y lúgubre a los ojos de los asistentes, en-lutado de bayeta negra, decorado con tarjetas de esqueletos y calaveras, e ilu-minado por la trémula luz de centena-

res de velas que lo convierten en «ardiente y tembloroso Mongibelo». El catafalco, desde cuyo púlpito portátil predica el orador, sirve a éste para «pintar» la muerte de una manera directa y eficaz, que llega con nitidez a cuantos escuchan su de-clamación.

Muchos predicadores comienzan su exordio haciendo explícita alusión al tú-mulo que el auditorio tiene ante sus ojos. En las exequias por la reina Luisa de Orleans, fray Buenaventura de Arévalo enfrenta a los asistentes con el catafalco y su trágico significado: «¿Qué nos anunciáis melancólicas bayetas, opacas luces, más que de ese túmulo, de los corazones todos? Un susto, una congoja, una triste muerte»23. Por su parte, fray José Martínez Sicilia se refiere al catafalco levantado en los funerales de Bárbara de Braganza en los siguientes términos: «Bien entiendo, funesta tumba de lutos, trémulas luces de palpitantes llamas, lo que nos decís, en lenguaje tanto más significativo, cuanto menos locuaz, y más silencioso. Ya perci-bo, que en ese aparato expresáis la funesta noticia de la muerte de nuestra Reyna Doña Bárbara»24. En esta ocasión además, una representación del túmulo cubierto de bayeta negra y flanqueado por dos candelabros con cirios ardiendo a cada lado, protagonizaba uno de los jeroglíficos dispuestos en el cuerpo bajo de la máquina,

21 Ver al respecto Bialostocki, 1973, pp. 185-226. Obligada es también la cita a a Gállego, 1972, pp. 243-251.

22 Incluso el cinocéfalo, animal al que la progresiva muerte de cada uno de sus 72 huesos se con-vierte en premonición de su fin, es puesto como ejemplo del fallecimiento de Felipe IV en la oración fúnebre predicada por fray Miguel de Cárdenas, ejemplo que toma del Libro VI de los Hieroglyphica de Valeriano. Valeriano, Hieroglyphica, 1575, fol. 45.

23 Arévalo, Threno Fidelísimo en que desahogó su amante pecho la Nobilísima Invicta Ciudad de Pamplona, 1742, p. 1.

24 Martínez de Sicilia, Nombre bueno en el nacimiento, y vivir, 1758, pp. 1-2.

Fig. 3. Exequias de Bárbara de Braganza, jerog. 34, Terribile spectaculum

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de manera que la propuesta del catafalco como metáfora de la muerte redoblaba su significado (Fig. 3). Incluso entrado el siglo XIX, el catafalco como máxima expresión de la muerte sigue teniendo protagonismo, como pone de manifiesto la exhortación de don Ángel Carlos en los funerales de Isabel de Braganza oficiados en enero de 181925. En su discurso, establece un paralelismo entre la «Real Cuna» y el «triste féretro» de la reina difunta que en absoluto resulta gratuito si tenemos en cuenta que uno de los jeroglíficos del túmulo mostraba una cuna junto a un ataúd cubierto de bayeta, con el mote «Melior est dies mortis, die Nativitatis», en referencia a la muerte como el momento culminante de todo ser humano porque a través de ella se alcanza la vida eterna26.

A propósito de la muerte, una idea se repite constante en la mayoría de las ora-ciones fúnebres, como es su poder igualador, por cuanto a nadie perdona. La «gua-daña niveladora» de la muerte pone de manifiesto la condición perecedera de las glorias mundanas y permite extraer una clara lección moral de desengaño: la dig-nidad y el poder, la riqueza y el saber, son efímeras apariencias que se desvanecen ante su triunfo. Hasta los propios monarcas parecen ser conscientes de ello, según refiere don Domingo Balerdi a propósito de Carlos III, quien, viendo próximo el momento de su muerte, llamó a sus hijos «y les hizo este razonamiento breve en trémulas palabras: Mirad, a lo que vienen a parar todas las grandezas, y glorias de la tierra. Todo es vanidad de vanidades. De una misma manera morimos los Reyes más poderosos, y los Vasallos más humildes»27. Ahora bien, ¿qué sentimiento provo-caba en los asistentes a los funerales el mensaje del poder igualador de la muerte? Quizás ejerciera un efecto balsámico y reparador pues, a fin de cuentas, también los señores de la tierra que habían disfrutado de riquezas quedaban reducidos a polvo, como el más humilde de los mortales; o quizás los llenase de mayor temor, al comprobar que ni siquiera los poderosos escapaban a su afilada guadaña. Quién sabe si el predicador de la oración fúnebre no pretendía suscitar lo uno y lo otro, buscando aplacar y remover los corazones al mismo tiempo.

Uno de los ejemplos más significativos se encuentra en la relación de exequias escrita por el licenciado López de Cuéllar con motivo de los funerales celebrados en 1696 por Mariana de Austria; aunque no se trata de la oración fúnebre, parece oportuno incluirlo por la calidad visual de la imagen y su inspiración emblemática: «O muerte que a todos igualas! Para todos eres igualmente poderosa. Si eres cruel para los miserables, soberbia para con los humildes, y fuerte para con los flacos; estas mismas armas empleas contra los dichosos, contra los soberbios, y contra

25 «Mirad Cristianos que me escucháis, poned la vista en ese lúgubre y melancólico aparato, y en-contraréis en él tristes desengaños de la verdad que os anuncio: hallaréis entre las obscuras sombras de esa enlutada y majestuosa tumba derribada la más brillante corona del Universo, arrojado el cetro más ilustre, y convertida en triste féretro la Real Cuna de la más augusta de todas las Princesas: veréis tristes imágenes que os recuerdan la muerte de vuestra Reina María Isabel de Braganza. O muerte cruel! Qué golpe has dado tan funesto para la España!». Arvizu y Echeverría, Parentación y afectuoso sentimiento, 1819, pp. 66-67.

26 En realidad, el jeroglífico era reaprovechado de los que se confeccionaron para las exequias de Felipe V en 1746, inspirado a su vez en los que casi un siglo atrás adornaron los muros del convento de la Encarnación durante los funerales de Felipe IV. Azanza López, 2000b, pp. 33-55.

27 Balerdi, Lamentos tristes, sentidas quejas, 1789, pp. 198-199.

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los fuertes. No exceptúas a ninguno de alta, o baja calidad, sin que sirva de re-fugio a la Majestad venerada el trono, ni de escondrijo al humilde Pastor su cabaña. Permítaseme copiar la Epigra-ma de Othovenio, ya que me he valido de su concepto en esta exclamación…»28. En efecto, la imagen está tomada del emblema 99 de Quinti Horatii Flacci Emblemata de Vaenius que, con el mote «Cunctos mors una manet» (La muerte a todos iguala) muestra que ni siquie-ra los reyes que viven en sus palacios escapan a la muerte, a la que acaban rindiendo vasallaje el rico y el pobre, el monarca y el papa (Fig. 4). Debemos significar que, en su reflexión, López de Cuéllar copia literalmente la traducción al español que con el título Theatro mo-

ral de la Vida humana en cien emblemas vio la luz en Bruselas en 1672.La imagen igualitaria de la muerte se mantiene constante a lo largo del siglo

XVIII, y ya en 1711 fray Jacinto de Aranaz reflexionaba a este propósito en las honras fúnebres por el Delfín Luis: «Profundo desengaño dicta un Príncipe en el sepulcro, porque allí se mira sin el resplandor de la corona, que tanto deslumbra en la vida»29. El ejemplo nos recuerda uno de los jeroglíficos compuestos en 1766 para las exequias de Isabel de Farnesio, cuya pictura mostraba un sepulcro con la lápida entreabierta que permite contemplar en su interior un esqueleto coronado, en alu-sión a la muerte de la reina. Tampoco falta en la oración fúnebre predicada por fray José Martínez de Sicilia en 1758 por el eterno descanso de Bárbara de Braganza, cuando se lamenta por su temprana desaparición: «O rigores de la muerte! Cómo arrebatas de nuestra vida lo que nos es más amable! Aprende, hombre, desengaños, y advierte que lo más alto, lo más soberano del mundo, mira en términos abrevia-dos limitadas sus duraciones»30. A la vez que escuchaban estas palabras, los asistentes al funeral podían dirigir su mirada a sendos jeroglíficos que insistían en su poder igualador: las tres Parcas cortando el frágil hilo de la vida, con su explícito epigra-ma copiado de los Emblemas Morales de Sebastián de Covarrubias31, y el esqueleto que desde un sepulcro extiende sus brazos para alcanzar a la reina, quien sorprendi-da al no obtener el perdón de la muerte corre a refugiarse a la puerta de un palacio (Fig. 5). Todavía en una fecha tan tardía como 1829, fray Vicente de Santa Teresa,

28 López de Cuéllar, Batallas y Triumphos de la Serenissima Señora Doña Mariana de Austria, s.a., pp. 10-12.

29 Aranaz, Sermon funebre que en las reales Exequias del Serenissimo Señor Luis de Borbon…, 1711, p. 27.30 Martínez de Sicilia, Nombre bueno en el nacimiento, y vivir, 1758, pp. 34-35.31 En concreto del emblema 19 de la primera Centuria, que bajo el mote «Nulli sua mansit imago»,

está protagonizado por varios esqueletos tendidos sobre la tierra que forman un osario, rodeados de tiaras papales y coronas reales en clara alusión a lo efímero del poder terrenal.

Fig. 4. Vaenius, emblema 99, Quinti Horatii Flacci Emblemata

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en su oración fúnebre predicada en las exequias del Consejo Real por la reina María Josefa Amalia de Sajonia, insistía en el poder igualador de la muerte32.

Pero cuando el triunfo de la muerte parece inevitable y su poder destructor ha quedado de manifiesto, la oración fúnebre da un giro total a partir de la pregunta retórica: «¿Ubi est mors, vic-toria tua? », tomada de la Primera Carta de San Pablo a los Corintios33. En una sociedad como la barroca que cree en la inmortalidad, la muerte no puede triunfar si hay esperanza de una vida ulterior. Por tal motivo, ni el contenido de la oración fúnebre, ni el programa iconográfico destinado al túmulo, re-presentan el triunfo de la muerte como pudiera parecer en primera instancia, sino el triunfo sobre la muerte que su-pone el paso del monarca desde la es-

fera terrenal a la celestial; el rey no conoce sino dos coronas, la de la tierra y la de la gloria, y si abandona la una es para ingresar de inmediato en la otra34. Por eso entre los símbolos funerarios no faltan imágenes a las que F. Revilla se refiere acer-tadamente como «frustraciones de la Muerte», dado que pese a su poder no puede impedir que se alcance la eternidad, lo cual significa vencer a la muerte desde la misma muerte35.

Son varios los ejemplos recogidos en las oraciones fúnebres pamplonesas, pero sin duda uno de los más significativos es el de don José Gil de Jaz, quien articula gran parte de su sermón predicado en las exequias del Consejo Real por Felipe V en torno a la cita paulina, resistiéndose a proclamar la victoria de la muerte sobre el monarca: «No cuentes, cruel Parca, aún por Tropheo, el despojo que intentas de su vida, hasta que veas primero sus hazañas; y la misma admiración, y pasmo, hará que no cantes la victoria: Absorta est mors in victoria. Ubi est mors victoria tua? ¿Te admira-rás, horrible Parca, de las hazañas de este incomparable monarca, a quien en vano intentas perseguir con tu guadaña? Pues llegan más allá de la mortalidad los mere-

32 «¡Qué lección ésta, amados hermanos míos! Aun los Reyes, hasta esos adulados semidioses de la tierra, son mortales como nosotros. ¡O vanidad de las cosas humanas! Hoy brillan cercados de gloria y majestad, de todos los prestigios del poder; y mañana yacen en un féretro, rodeados de las sombras de la muerte. ¿Quién de vosotros duda de la certeza de este oráculo?». Santa Teresa, Oración Fúnebre de la Reina Nuestra Señora María Josefa Amalia de Sajonia, 1829, p. 9.

33 «Y cuando este ser corruptible se vista de incorruptibilidad y este ser mortal se vista de inmor-talidad, entonces se cumplirá lo que dice la Escritura: La muerte ha sido vencida. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?». 1 Corintios 15, 54-55.

34 Varela, 1990, p. 125.35 Revilla, 1983, p. 18.

Fig. 5. Exequias de Bárbara de Braganza, jerog. 24, Nemine parco

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cimientos de la Virtud»36. El asunto no sólo tendrá su reflejo en las oraciones fúnebres, sino que también los jeroglífi-cos del túmulo dan testimonio de ello. «Frustraciones de la muerte» serían la disputa mantenida entre María Amalia de Sajonia y la Muerte, en el transcurso de la cual la reina logra arrebatarle la corona de laurel que luce la Parca so-bre su cabeza37; o la flor de lis que, tras ser cercenada de su tallo por la afilada guadaña de la Muerte, asciende gloriosa al cielo, escena que recoge uno de los jeroglíficos de las exequias de Carlos III38 (Fig. 6). Precisamente esta última imagen sigue muy de cerca el mensaje de esperanza que transmitía fray Jacin-to de Aranaz en su oración fúnebre por el Delfín Luis, al afirmar que «era flor de Lys el señor Delfín; cortó la muerte esta azucena de la tierra de los vivientes, para colocarla en el cuadro de la eternidad»39.

Aludía don José Gil de Jaz en su oración fúnebre por Felipe V a los méritos contraídos por la virtud, por cuanto en la práctica y ejercicio de las virtudes radica precisamente el triunfo sobre la muerte. Será una vida virtuosa la que garantice al monarca la vida eterna y lo convierta en modelo de conducta para sus vasallos.

La conducta virtuosa como salvoconducto para la eternidad

En efecto, en esta nueva y triunfante dirección hacia la que encamina el pre-dicador su oración fúnebre, la vida virtuosa del monarca constituye la clave para alcanzar la eternidad. La muerte se convierte por tanto en triunfo a través de la virtud, como significa López de Cuéllar en la relación de exequias de Mariana de Austria: «Murió triunfando la Reyna, mejor diré: Triunfó muriendo Nuestra Real Heroyna. Pero, ¿con qué armas consiguió tan señalada victoria? No se extrañe el modo de hablar, que Armas llamó el Apóstol escribiendo a los Efesios, a las virtudes»40. Y en la oración fúnebre por la reina difunta, fray José de la Encarnación insiste en la misma idea: «Por sus ponderadas virtudes, pasó de los Palacios del Mundo, a los Alcázares del Cielo»41. Idéntica reflexión hacía fray Tomás de Burgui

36 Gil de Jaz, Sermón fúnebre de Phelipe Quinto el Animoso, s.a., pp. 1-9.37 Azanza López, 2006, p. 447.38 Azanza López y Molins Mugueta, 2005, pp. 246-247.39 Aranaz, Sermon funebre que en las reales Exequias del Serenissimo Señor Luis de Borbon…, 1711, p. 27.40 López de Cuéllar, Batallas y Triumphos de la Serenissima Señora Doña Mariana de Austria, s.a., p. 62.

Se refiere el orador a la Carta de San Pablo a los Efesios 6, 10-17.41 López de Cuéllar, Batallas y Triumphos de la Serenissima Señora Doña Mariana…, pp. 250-251.

Fig. 6. Exequias de Carlos III, jerog. 17, Ubi est mors victoria tua?

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a propósito de la muerte de Fernando VI, quien reinaba ya en reino de mayor ostentación, por cuanto «de un Rey tan soberanamente Virtuoso, gran consuelo es poder decir que murió, pero no del todo; que dejó de ser Rey, para reinar con mejor Corona obtenida con los méritos de su vida regiamente Cristiana»42.

Para llevar a cabo una vida virtuosa, la educación en la virtud desde la infancia resulta fundamental, más si cabe en las personas de alta dignidad. Así lo manifiesta fray José Martínez de Sicilia a propósito de Bárbara de Braganza, a quien sus padres proporcionaron una educación cristiana en las virtudes, siguiendo el ejemplo de los reyes de Persia que daban a sus hijos maestros ilustres para encaminarlos hacia el buen gobierno43. El predicador se sirve para su ejemplo del emblema XXV de los Emblemas Regio-Políticos de Juan de Solórzano, que bajo el lema «Educationis vis» hace referencia a la importancia de la educación del príncipe en la virtud desde temprana edad para poder acometer con garantía sus deberes como gobernante44.

A partir de aquí, la relación de virtudes cristianas a las que aluden los oradores resulta interminable. En algunos casos se trata de un compendio con carácter ge-neralista que personifica las virtudes siguiendo muy de cerca la Iconología de Ripa. Así por ejemplo, Fernando VI fue un monarca pacífico, misericordioso, verdadero y justo, virtudes sobre las que asentó su reinado, afirmaba fray Tomás de Burgui en su paralelismo fernandino con el rey Salomón45. Apenas un año más tarde, las in-terminables virtudes con que fray Francisco de San Miguel revestía a María Amalia de Sajonia le llevaban a concluir que «no hubo efigie de virtud que no se hallase esculpida en el Sagrario de nuestra difunta Reina»46.

Pero en otras ocasiones, los oradores abundan en alguna de las virtudes con-cretas del monarca. De esta manera, el amor y dedicación, ya sea hacia su familia, ya hacia sus súbditos, se convierten en prendas de incalculable valor cuando de desgranar sus cualidades se trata, lo cual les induce a establecer una comparación emblemática con el águila. Es el caso de fray José Martínez de Sicilia, quien pro-pone a la reina Bárbara de Braganza como maestra y protectora de sus vasallos, al igual que la reina de las aves lo es de sus crías, a las que enseña a volar y protege con sus alas47. La metáfora viene recogida en diversos repertorios emblemáticos como

42 Burgui, El Salomon Catholico, 1759, p. 7.43 «Fue de los primeros cuidados, que ocuparon la atención de sus Fidelísimos Padres, educarla al

nivel cristiano de las virtudes, que deben adornar a hijas de tan altos Señores. Y sin esta formación, que perfecciona a los Príncipes, sería tan difícil el logro de la felicidad, y salud pública en los miembros de la Monarquía, como tirar una línea derecha por una regla torcida. Aun por eso los Reyes de Persia daban a sus hijos Maestros insignes, y corriendo al cargo de unos el formarlos en las Artes, que los dirigiesen en las máximas, y operaciones del gobierno, y administración de la justicia; les señalaban otros, que amol-dasen sus afectos, y corrigiesen sus apetitos. Y esta educación cuidadosa fue la noble turquesa de que salió nuestra Reina tan primorosamente formada en las virtudes, que admiramos en España». Martínez de Sicilia, Nombre bueno en el nacimiento, y vivir, 1758, pp. 18-21.

44 Solórzano, 1987, pp. 72-74. 45 Burgui, El Salomon Catholico, 1759, p. 32.46 San Miguel, Sacrificio a Dios Inmortal, 1761, pp. 41-42.47 «Aquella Señora tan amante de sus Vasallos, que cual Águila generosa amante de sus polluelos,

que al mismo tiempo se les propone como Maestra, a quien imiten en volar sublimes a la esfera, y cual Madre amorosa extiende sus alas para la protección de ellos; se nos proponía a todos sus Vasallos como Maestra, y ejemplar de virtudes, a quien imitásemos en dar vuelos sublimes a la esfera de la inmortali-dad, y piadosa extendía las alas de su protección para amparo universal de toda la Monarquía». Martínez

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símbolo de los padres que se encargan de la recta educación de sus hijos, caso de Bargagli o Camerarius; este último, bajo el lema «Coelo ut se permittant», muestra al águila instalada en el nido y batiendo sus alas para enseñar a volar a sus polluelos, uno de los cuales aparece ya iniciando el vuelo48.

En el mismo terreno del amor y protección hacia sus súbditos, la ge-nerosidad fue una de las virtudes más apreciadas en príncipes y gobernantes, atendiendo tanto a las necesidades ma-teriales como espirituales de cuantos se encontraban bajo su protección. La caridad del monarca tuvo muchas re-presentaciones en los jeroglíficos de las exequias reales pamplonesas, desde la fuente que generosa distribuye sus aguas y riega las plantas del campo en las de Bárbara de Braganza y Carlos III, al sol que alumbra un paisaje con sus ra-

yos y permite crecer la vida, en el caso de Isabel de Farnesio (Fig. 7). Precisamente la metáfora solar es la más habitual en las oraciones fúnebres pamplonesas a la hora de significar la generosidad y desprendimiento del difunto monarca.

En las exequias por Mariana de Austria, fray José de la Encarnación alude en primer lugar al hecho de que el sol se convierte en símbolo del poder de la mo-narquía española, según sentencia recogida en el Mondo Simbolico de Picinelli49; y concluye que como sol actuó la reina en su liberalidad hacia sus súbditos50. La imagen solar encontraba además su correspondencia en uno de los jeroglíficos elaborados para la ocasión, dedicado al justo gobierno de la reina51. En la idea del sol que sale para todos sin esperar ruegos ni méritos insiste don Domingo

de Sicilia, Nombre bueno en el nacimiento, y vivir, 1758, pp. 6-7.48 El emblemista recurre a la Historia de los Animales de Aristóteles, y al Cántico de Moisés recogido

en el Deuteronomio, para ilustrar las enseñanzas que el águila ofrece a su prole, e insta a los padres a in-troducir a sus hijos en las virtudes que les elevarán paulatinamente hacia una vida mejor. García Arranz, 1996, pp. 208-211; y 2010, pp. 157-158.

49 En el libro I dedicado a los cuerpos celestes, significa Picinelli que «el inmenso poder del monar-ca español que rige muchas provincias con su cetro fue representado por el sol que gira alrededor de tierras, mares e islas, con el mote: “Unus ubique potens” (Uno y poderoso en todas partes)». Picinelli, 1999, p. 200.

50 «Nace para todos este grande luminar, sin esperar méritos para ser generoso, y liberal en sus influencias; muchos gozan de sus rayos, siendo indignos, de que el Presidente del día los alumbre. Sol nació la Reina Madre Nuestra Señora, que en la beneficencia fue singularísima, y siempre en su elogio quedará corta la mayor piedad». López de Cuéllar, Batallas y Triumphos de la Serenissima Señora Doña Mariana de Austria, s.a., pp. 190-191.

51 López de Cuéllar, Batallas y Triumphos de la Serenissima Señora Doña Mariana…, p. 94.

Fig. 7. Exequias de Isabel de Farnesio, jerog. 17, Omnibus

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Balerdi a propósito de la generosidad de Carlos III52; y para ilustrar el com-portamiento del monarca se sirve de la imagen del Mondo simbolico en la que con el mote «Non exoratus exorior», figura el sol que con sus fecundos ra-yos ilumina gratuitamente a todas las partes del mundo, como ejemplo de la gracia divina53. La metáfora solar sirve igualmente a Balerdi para abundar en la perseverancia del monarca y su ánimo siempre sereno ante las adversidades, merced a su vida piadosa y a su santo temor de Dios54; de nuevo una imagen de Picinelli se encuentra en el origen de la comparación, la que con el mote «Semper idem sub eodem», recogida en el capítulo VI del Libro I dedicado al sol en el Zodíaco, muestra al astro rey dibujado sobre la elíptica como ejem-plo de la perseverancia e inmutabilidad, pues su trayectoria siempre es fija y no vacila en su camino55.

Algunos monarcas se significaron por el valor y fortaleza con que se condujeron a lo largo de su vida. Es el caso de Felipe V, a quien don José Gil de Jaz compara, a propósito de las batallas libradas en Italia en los primeros años de su reinado, con la palmera cuyas ramas resisten el peso56, imagen que en Alciato y Valeriano se con-vierte en símbolo de la fortaleza ante la adversidad57. No estará de más recordar a este respecto que una de las empresas que adornaba el túmulo del monarca aludía igualmente a su fortaleza, si bien en este caso mostraba en su pictura «una Pieza de Artillería, nivelada para el acierto; símbolo de la Paz, y de la Guerra, que apuntando al blanco de la razón, con este Lema: Non solum armis»58. El mensaje que quería

52 «Era su bizarría tan sagradamente pródiga, que como sol, que sin ruegos, súplicas o peticiones de alguno, sale a beneficiar a todos con sus influjos, luces y reflejos, se anticipaba su generosidad al socorro, aun antes, que explicase su necesidad el mendigo. Fue el Padre de los pobres, el alivio, y remedio de los necesitados, el Monarca conocido por su excelente caridad». Balerdi, Lamentos tristes, sentidas quejas, 1789, pp. 189-90.

53 Picinelli, Mondo simbolico, 1670, p. 6. Picinelli, 1999, p. 140.54 Balerdi, Lamentos tristes, sentidas quejas, 1789, pp. 185-187. 55 Picinelli, 1999, pp. 208-209.56 Gil de Jaz, Sermón fúnebre de Phelipe Quinto el Animoso, s.a., pp. 19-20. 57 Valeriano trae por imagen de la fortaleza una palma de cuyas hojas pende un cocodrilo, sin que

el peso del animal llegue a doblegarla. Alciato recurre a la imagen de la palmera en su emblema «Ob-durandum adversus urgentia», para expresar que del sufrimiento de trabajos y dificultades se obtendrá gran provecho, pues no se pueden alcanzar grandes honras sin haber padecido antes grandes trabajos. Valeriano, Hieroglyphica, 1575, fols. 205-208. Alciato, 1993, p. 70-71.

58 Gil de Jaz, Sermón fúnebre de Phelipe Quinto el Animoso, s.a., p. 30.

Fig. 8. Saavedra Fajardo, Idea de un príncipe po-litico christiano, Empresa IV, Non solum armis

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transmitir era el de un monarca que empleó las armas cuando era preciso, pero también supo echar mano de otras cualidades como la magnanimidad y la pacien-cia para alcanzar la paz. En este caso, la imagen está inspirada en la empresa IV de Saavedra Fajardo, que con idéntico mote y dibujo que el jeroglífico pamplonés insiste en que la paz y la guerra se han de ajustar con prudencia para que no se aparten de lo que es justo y ambas miren al blanco de la razón59 (Fig. 8).

La fortaleza resulta a priori una cualidad varonil, pero también algunas reinas se distinguieron por poseer un comportamiento firme y valeroso; no en vano, un jeroglífico de Isabel de Farnesio nos hablaba de su fortaleza a través del diamante que se resiste a los golpes de martillo. Y en la oración fúnebre por Mariana de Aus-tria, fray José de la Encarnación compara la fortaleza de la reina con la resistencia del olivo, que ante los embates del viento hunde con mayor profundidad sus raíces en la tierra60, ejemplo tomado de una sentencia del jesuita Jacob Masen recogida en el Mondo Simbolico de Picinelli61. Conviene recordar que uno de los jeroglíficos elaborados para las exequias pamplonesas mostraba también una verde y hermosa oliva cargada de fruto, en alusión a la fecundidad de la reina; aunque el contenido no era el mismo, quedaba ya implícita a través de la imagen la identificación de la oliva con Mariana de Austria62.

La prudencia es otra de las virtudes que adornaron a nuestros monarcas, como queda de manifiesto en más de una ocasión en los jeroglíficos pamploneses desti-nados al túmulo, donde no resulta extraña la presencia de la serpiente siguiendo la cita evangélica de Mateo 10, 16: «Estote prudentes sicut serpentes». Fray Francisco de San Miguel asegura que la paz con que reinaron Carlos III y María Amalia de Sajonia fue fruto de los prudentes consejos de la reina, que siempre influyeron en su esposo a la hora de tomar una decisión; y para explicarlo establece una com-paración con la figura de Ganímedes, «cuyo nombre, dice Alciato, significa el que halla en el consejo alegría»63. En la elaboración de la imagen el orador recurre a las acepciones de Ganímedes recogidas en los Hieroglyphica de Valeriano y en el Thesoro de la Lengua Castellana de Covarrubias, así como al emblema alciatino «In Deo laetandum», que muestra el rapto de Ganímedes por el águila de Júpiter, in-terpretado por Diego López como imagen de la gracia que eleva al hombre hacia Dios64. También María Amalia de Sajonia actuó como águila que arrebató a Carlos III, quien como nuevo Ganímedes recibió con alegría los prudentes consejos de su esposa para elevarse a la alta esfera del acierto en sus decisiones que garantizaron el progreso del reino.

Precisamente el recuerdo de su esposa permaneció imborrable en Carlos III, de manera que tras su muerte en 1760 no quiso ofender la pureza de su recuerdo, acogiéndose siempre bajo el amparo y protección de la Virgen Inmaculada. Para don Domingo Balerdi, una de las grandes virtudes del rey fue su castidad, tal es

59 Saavedra Fajardo, 1999, p. 221.60 López de Cuéllar, Batallas y Triumphos de la Serenissima Señora Doña Mariana de Austria, s.a., pp.

226-228.61 Picinelli, Mondo simbolico, 1670, Lib 9.cap. 25.num. 328.62 López de Cuéllar, Batallas y Triumphos de la Serenissima Señora Doña Mariana de Austria, s.a., p. 93.63 San Miguel, Sacrificio a Dios Inmortal, 1761, pp. 48-51.64 Valeriano, Hieroglyphica, 1575, lib.50. Covarrubias, 2006, pp. 955-956. Alciato, 1993, pp. 30-32.

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así que «no se le pudo advertir acción alguna, ni palabra, que pudiese empañar el limpio y terso cristal de su pureza»65. El espejo como imagen de la pureza del prín-cipe, cuyo corazón no debe permitir vicios que lo empañen, cuenta con tradición emblemática, como podemos comprobar en Saavedra Fajardo, Solórzano o Mendo entre otros; pero además en este caso, la imagen resultaba visible a los asistentes a las exequias, pues protagonizaba uno de los jeroglíficos elaborados para la ocasión, que con el lema «In puritate decor», mostraba un reluciente espejo limpio de toda mancha como símbolo de la pureza y castidad del monarca (Fig. 9).

La religiosidad del monarca no puede faltar en las cuentas de su rosario de virtudes. Ésta se manifiesta de múltiples maneras, pero una de las más significativas es la devoción mariana, que viene a culminar una vida devota y se convierte en garante de la eternidad. Fray Miguel de Cárdenas ensalza el amor de Felipe IV hacia la Virgen que le asegura su salvación66; y don Domingo Balerdi no olvida que Carlos III se condujo con especial singularidad, como puso de manifiesto en la creación de la insigne Orden de Carlos III en honor de la Inmaculada, para premiar con ella la virtud y el mérito de sus vasallos, todo lo cual le hacía gozar ya de la patria celestial67. Precisamente uno de los jeroglíficos del túmulo corrobora-

65 Balerdi, Lamentos tristes, sentidas quejas, 1789, pp. 167-168.66 Cárdenas, Oracion Fvneral en las Honras de la Catholica Magestad del Rey Nuestro Señor Don Felipe

Quarto, 1665, p. 107.67 «Pero aún hallo otro nuevo fundamento para persuadirnos, vive ya nuestro amado Rey en la

celestial Patria. Porque si ésta se vincula a los verdaderamente devotos de María, ¿No se esmeró con singularidad en la devoción de esta Emperatriz Soberana? ¿No la tomó, aun desde niño, por su especial Madre, Protectora, y Abogada? ¿Quién, en fin, sino su filial, y tierno afecto a esta Señora, le movió, a que instituyendo el Orden de su Nombre, mandase llevar siempre impresa en la divisa la imagen de su Concepción Inmaculada? O Rey ejemplarísimo, no sólo provoca tu devoción a la ternura, sino

Fig. 9. Exequias de Carlos III, jerog. 33, In puritate decor

Fig. 10. Exequias de Carlos III, jerog. 6, Tutelae pignora certae

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ba las palabras del orador, pues con el mote «Tutelae pignora certae», mostraba a la Inmaculada Concepción en una gloria de nubes y aferrando con sus manos la banda de la Orden de Carlos III, de cuyos extremos pendía la Gran Cruz de cuatro brazos iguales y escudo ovalado en el centro; a su lado quedaba el escudo de armas de Castilla y León timbrado por corona real (Fig. 10).

La última travesía para renacer a la vida eterna

Tras el extenso recorrido por las virtudes del monarca, el predicador invita a los fieles a cambiar el sentimiento de tristeza y dolor con que empezó, por el de alegría y felicidad ante la seguridad de que el monarca goza ya de la vida eterna. Significativo resulta al respecto la exhortación de fray José de la Encarnación para concluir su sermón por Mariana de Austria, pues considera que «sólo es ya tiempo de darnos gustosos parabienes, y muy festivos plácemes, por haber conocido, y sido Vasallos de una Reyna de tan singulares Virtudes, y de prendas tan admirables»68.

La alegría por tanto debe ser el sentimiento que domine el corazón de los pamploneses al saber que el monarca ha emprendido ya el viaje definitivo que le conducirá al puerto eterno de la gloria. Para manifestar el descanso eterno del monarca, el orador acude con suma frecuencia a la metáfora de la vida enten-dida como navegación, de manera que el navío que surca el mar es la imagen del propio rey que, fijando el rumbo en su conducta virtuosa y en el temor de Dios, ha sido capaz de sortear las tem-pestades y borrascas ocasionadas por el pecado, para arribar así a buen puerto. Explícito se muestra en este sentido fray José Martínez Sicilia cuando, a pro-pósito de Bárbara de Braganza, afirma que «el bajel de esta vida, y los mor-tales que en él navegan fluctuantes en las olas de este mundo, solamente hallan sosiego cuando toman tierra a las orillas de la muerte; puerto que abre entrada a la tierra de los que viven sin temo-res de morir»69. Y en parecidos térmi-nos se expresa tres décadas más tarde don Domingo Balerdi en su oración por Carlos III, al entender igualmente la vida del monarca como navegación

que funda todo esto esperanza cierta, de que siendo la memoria de la muerte tan amarga, ha sido para vos María el antídoto, que ha servido a suavizarla, y el camino, que os dirigió a la deseada patria de la Gloria». Balerdi, Lamentos tristes, sentidas quejas, 1789, pp. 209-212.

68 López de Cuéllar, Batallas y Triumphos de la Serenissima Señora Doña Mariana de Austria, s.a., pp. 251-52.69 Martínez de Sicilia, Nombre bueno en el nacimiento, y vivir, 1758, pp. 30-31.

Fig. 11. Exequias de Carlos III, jerog. 7, Ut portu meliore quiescam

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que ha llegado a su destino final70. Ten-gamos presente en este último caso que los pamploneses podían ver «dibujadas» las palabras del orador en uno de los jeroglíficos que con el mote «Ut portu meliore quiescam», mostraba un navío con las velas desplegadas, significando la feliz bonanza con que navegó el mo-narca en confianza de sus virtudes has-ta descansar en el puerto de la gloria71 (Fig. 11).

Precisamente en el puerto de la glo-ria, libre ya de tormentas y tempesta-des, es donde el monarca renacerá a una nueva vida de gozo y contemplación divina. Por tal motivo, no resulta extra-ño que la oración fúnebre concluya en ocasiones con la idea de la necesidad de morir para vivir eternamente. Sin lu-gar a dudas, este mensaje de inmortali-dad y resurrección encuentra su mejor plasmación en la imagen del ave fénix, cuyo mito de resurgir de sus propias cenizas constituye una de las leyendas más universales y que mayor interés ha despertado en el mundo occidental desde que fuera importada de Egipto por los viajeros o geógrafos griegos72. El legado de los autores latinos es recogido por los Padres de la Iglesia y escritores eclesiásticos, y no tardará en pasar a los repertorios emblemáticos, que la muestran como símbolo del cristiano que ha de morir para vivir eternamente73. Por todo ello, la imagen del ave fénix goza de tradición en las exequias reales pamplonesas, pues ya protagonizaba uno de los jeroglíficos elaborados en 1598 para los funerales de Felipe II; y en el siglo XVIII es recogido en diversas honras fúnebres, como las de Felipe V (Fig. 12) y Carlos III, insistiendo en ambos casos en que la muerte del rey en el amor divino le permite renacer a la vida eterna74. De igual forma, los asistentes a las exequias de María Amalia de Sajonia pudieron «ver» con sus propios ojos el ave fénix que les proponía fray Francisco de San Miguel desde el púlpito, por cuanto el primer

70 «Los que creemos con cristiana confianza, que es la muerte embarcación venturosa para el más seguro puerto de la Gloria, encontramos en la ausencia de nuestro amado Carlos mayor motivo de gusto. Porque si el justo mientras vive en este mundo es, en frase de San Efrén, un navegante proceloso; falseará nuestro amor no expresando con gozosos aplausos, y alegrías verle ya libre de escollos, y borras-cas». Balerdi, Lamentos tristes, sentidas quejas, 1789, pp. 203-205.

71 Azanza López, 2000a, p. 563. Azanza López y Molins Mugueta, 2005, pp. 244-245. 72 Ver al respecto García Arranz, 1996, pp. 333-361; y 2010, pp. 358-375.73 Así por ejemplo, Ripa incluye el ave como atributo de las alegorías de la Inmortalidad y la Resu-

rrección, en tanto que Joachim Camerarius le dedica especial atención en su emblema «Vita mihi mors est», que muestra al ave en lo alto de un promontorio sobre la pira que acaba de construir, rodeada de llamas que aviva con sus alas mientras mira al sol.

74 Azanza López y Molins Mugueta, 2005, pp. 161-163 y 268-269.

Fig. 12. Exequias de Felipe V, Non moriar, sed vivam

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jeroglífico que decoraba el túmulo mostraba «un Fénix, abrasándose sobre unos corazones, orlados de cadenas, índice de las armas de Navarra», con el lema «Non morior, sed orior»75. Una vez más, imagen y palabra vuelven a tener feliz encuentro para clarificar mutuamente el mensaje de ambas.

El sucesor en el trono, garante de la continuidad dinástica

Una vez el monarca disfruta ya del descanso eterno, el predicador se dispone a concluir su oración, momento que aprovecha para introducir una alusión al suce-sor en el trono, que se convierte en garante de la continuidad dinástica y de la es-tabilidad política. Sin duda, una de las principales lecciones del ceremonial fúnebre consiste en mostrar el carácter imperecedero de la monarquía como institución; de ahí la necesidad de proclamar que la muerte del rey no supone quiebra alguna del sistema y de resaltar su lógica continuidad en la persona del heredero.

La sucesión dinástica resulta de obligada mención en la mayoría de las oracio-nes fúnebres. Así, a partir de la cita del Eclesiástico 30, 4: «Mortuus es Pater eius, et quasi non est mortuus»76, don José Gil de Jaz certifica que Felipe V nos deja a su amado hijo Fernando, semejante a su padre en comportamiento virtuoso y en espíritu heroico77. La idea sucesoria quedaba recogida igualmente en el programa iconográfico destinado al túmulo, por cuanto el jeroglífico núm. 12, bajo el lema «Abscissum Repullulat», mostraba una azucena que las Parcas cortaban con unas tijeras; pero a su vez, otra azucena ocupaba su lugar. El epigrama explicitaba el sen-tido de la imagen78. En fin, otras imágenes como el águila que vuela dejando en el nido a su cría, o el nuevo sol que ocupa el lugar del que se pone por el horizonte, deben ser interpretadas igualmente en clave sucesoria.

Concluye así la oración fúnebre, en la que la congoja inicial queda trocada en regocijo final merced a la erudición y elocuencia del orador, recursos a los que acude para «dibujar» una imagen del monarca virtuoso que triunfa sobre el poder destructor de la muerte y es propuesto como modelo de conducta a imitar para alcanzar la vida eterna. Muchos de los mensajes «pintados» desde el púlpito tienen origen emblemático, e incluso podían ser contemplados por los asistentes a la ce-remonia fúnebre en los jeroglíficos destinados al túmulo, que a su vez adquirían pleno significado en la disertación del orador. «De la palabra a la imagen, de la imagen a la palabra»; y, a través de ambas, la transmisión de un mensaje que debe quedar indeleblemente grabado en los fieles. Ésta es en última instancia la verda-dera esencia y significado de la ceremonia de exequias reales.

75 Azanza López, 2006, pp. 439-440. 76 «Muere el padre, y es como si no muriese, pues deja tras de sí un hijo como él». 77 Gil de Jaz, Sermón fúnebre de Phelipe Quinto el Animoso, s.a., p. 57.78 «La Lis en Felipe yace, / Cuando en Fernando florece, / y un solo momento hace, / que aquella

Flor, que fallece, / sea la misma, que nace».

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Bibliografía

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194 José Javier Azanza López

a diversos assumptos, y en las fiestas más solemnes del año, predicó el Rmo. Padre Maestro Fray Domingo Pérez (conocido por el nombre de Espanta Madrid), de la Orden de Predicadores… Tomo Segundo. Sermones de María Santísima, Dedicaciones, y Hon-ras. En Madrid: en la Imprenta, y Libre-ría de Manuel Fernández, Impressor de la Reverenda Cámara Apostólica, en la Caba Baxa. Año de 1745.

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