Paisaje Miguel

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El paisaje como tema artístico permite vislumbrar las relaciones del hombre con la naturaleza: en el arte chino surgió como una forma de reflexión y contemplación, mientras que en el arte egipcio y grecorromano cumplía una función decorativa, de contextualización; un telón de fondo que acompañaba lo más importante: el ser humano. Será apenas entre los siglos XVIII y XIX, cuando se cuestione la posición de la humanidad en el planeta, que el paisaje surja como tema autónomo, como muestra de la conciencia de lo sublime en la naturaleza que abordarán autores como Edmund Burke y Kant en la filosofía y Caspar David Friedrich y Piranesi en las artes plásticas. Extensiones ilimitadas de terreno pueblan los lienzos y papeles a medida que la figura humana sucumbe lentamente ante el poder de la naturaleza: el hombre ya no es necesario, la naturaleza ha reclamado su lugar, la relación del predominio humano se ha roto. Aunque el arte moderno intente recuperar esta supremacía la escisión es demasiado grande; para el siglo XX la relación con la naturaleza y el paisaje habrá cambiado tanto porque la naturaleza fue tomada como despensa, no parece haber equilibrio ni restauración posible. Sin embargo, en medio de los desastres causados por la humanidad, aparece en los últimos decenios una búsqueda por el equilibrio, el respeto y la conciencia con la naturaleza y el paisaje: movimientos que se toman las calles o las redes sociales, ciudadanos que buscan ir más allá de la urbanización desmedida o el consumo sin control; personas que reconocen, una vez más, nuestro ínfimo lugar en el universo y atienden a ese llamado cósmico que nos recuerda que somos menos que un grano de arena frente a su inmensidad. “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir,

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El paisaje como tema artístico permite vislumbrar las relaciones del hombre con la

naturaleza: en el arte chino surgió como una forma de reflexión y contemplación, mientras que en

el arte egipcio y grecorromano cumplía una función decorativa, de contextualización; un telón de

fondo que acompañaba lo más importante: el ser humano. Será apenas entre los siglos XVIII y

XIX, cuando se cuestione la posición de la humanidad en el planeta, que el paisaje surja como

tema autónomo, como muestra de la conciencia de lo sublime en la naturaleza que abordarán

autores como Edmund Burke y Kant en la filosofía y Caspar David Friedrich y Piranesi en las artes

plásticas.

Extensiones ilimitadas de terreno pueblan los lienzos y papeles a medida que la figura

humana sucumbe lentamente ante el poder de la naturaleza: el hombre ya no es necesario, la

naturaleza ha reclamado su lugar, la relación del predominio humano se ha roto. Aunque el arte

moderno intente recuperar esta supremacía la escisión es demasiado grande; para el siglo XX la

relación con la naturaleza y el paisaje habrá cambiado tanto porque la naturaleza fue tomada como

despensa, no parece haber equilibrio ni restauración posible.

Sin embargo, en medio de los desastres causados por la humanidad, aparece en los

últimos decenios una búsqueda por el equilibrio, el respeto y la conciencia con la naturaleza y el

paisaje: movimientos que se toman las calles o las redes sociales, ciudadanos que buscan ir más

allá de la urbanización desmedida o el consumo sin control; personas que reconocen, una vez

más, nuestro ínfimo lugar en el universo y atienden a ese llamado cósmico que nos recuerda que

somos menos que un grano de arena frente a su inmensidad.

“Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un

espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de

peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de

morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”. Esta narración de

Borges publicada en el epílogo de El hacedor (1960) bien puede condensar el espíritu de esta serie

de dibujos: hacerse paisaje, ser el paisaje.

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Extensiones ilimitadas de terreno pueblan los lienzos y papeles a medida que la figura

humana sucumbe lentamente ante el poder de la naturaleza en el romanticismo: el hombre ya no

es necesario, la naturaleza reclama su lugar, la relación del predominio humano se ha roto. Aunque

el arte moderno intente recuperar esta supremacía la escisión es demasiado grande; para el siglo

XX la relación con la naturaleza y el paisaje habrá cambiado tanto porque esta fue tomada como

despensa, no parece haber equilibrio ni restauración posible.

Sin embargo, en medio de los desastres causados por la humanidad, aparece en los

últimos decenios una búsqueda por el equilibrio, el respeto y la conciencia con la naturaleza y el

paisaje: movimientos que se toman las calles o las redes sociales, ciudadanos que buscan ir más

allá de la urbanización desmedida o el consumo sin control; personas que reconocen, una vez

más, nuestro ínfimo lugar en el universo y atienden a ese llamado cósmico que nos recuerda que

somos menos que un grano de arena frente a su inmensidad.

“Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un

espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de

peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de

morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”. Esta narración de

Borges publicada en el epílogo de El hacedor (1960) bien puede condensar el espíritu de esta serie

de dibujos: hacerse paisaje, ser el paisaje.