Palabra de Dios y liturgia

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Revista de Espiritualidad 69 (2010), 33-50 Palabra de Dios y Liturgia Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír (Lc 4,21). Manuel Diego Sánchez Dentro de la génesis y configuración de los distintos libros litúrgi- cos podemos considerar que el leccionario bíblico ha sido el primero y el más antiguo en distinguirse para las necesidades de la celebración. Y se entiende, porque la Iglesia desde la etapa apostólica siempre ha leído la Escritura y esto afirmado, sobre todo, en el ámbito estrictamente litúrgico. Desde el códice de la Biblia anotado con indicaciones en sus márgenes, pasando por las listas de lecturas propias a cada momento, hasta aquel libro que contiene en forma íntegra el texto bíblico a leer dentro de la celebración, hallamos una continuidad en esa convicción de que sin Biblia no hay Liturgia; es algo que ha sido recibido como una ley vital y que, poco a poco, se ha ido entendiendo y explicando, pero siempre desde esa costumbre inveterada de celebrar proclamando las maravillas de Dios que se hallan consignadas en el texto sagrado. Hay que decir que no siempre se ha llevado a la práctica en la historia esta costumbre de forma adecuada, aunque nunca faltó —ex- plícita o implícitamente— la presencia bíblica dentro de la liturgia. Biblia y Liturgia es un binomio que marcó la teología litúrgica de la segunda mitad del siglo XX y que constituyó además un puntal del magisterio eclesial durante mucho tiempo, desde el acontecimiento del Concilio Vaticano II hasta el reciente Sínodo episcopal (octubre 2008) sobre la Palabra de Dios en la Iglesia. Por eso, nos podemos preguntar ahora si hemos entendido y puesto en práctica adecuadamente lo que fue una insistencia, una consecución

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Revista de Espiritualidad 69 (2010), 33-50

Palabra de Dios y liturgia

Hoy se cumple esta escrituraque acabáis de oír (Lc 4,21).

Manuel Diego Sánchez

Dentro de la génesis y configuración de los distintos libros litúrgi-cos podemos considerar que el leccionario bíblico ha sido el primero y el más antiguo en distinguirse para las necesidades de la celebración. Y se entiende, porque la Iglesia desde la etapa apostólica siempre ha leído la Escritura y esto afirmado, sobre todo, en el ámbito estrictamente litúrgico. Desde el códice de la Biblia anotado con indicaciones en sus márgenes, pasando por las listas de lecturas propias a cada momento, hasta aquel libro que contiene en forma íntegra el texto bíblico a leer dentro de la celebración, hallamos una continuidad en esa convicción de que sin Biblia no hay Liturgia; es algo que ha sido recibido como una ley vital y que, poco a poco, se ha ido entendiendo y explicando, pero siempre desde esa costumbre inveterada de celebrar proclamando las maravillas de Dios que se hallan consignadas en el texto sagrado.

Hay que decir que no siempre se ha llevado a la práctica en la historia esta costumbre de forma adecuada, aunque nunca faltó —ex-plícita o implícitamente— la presencia bíblica dentro de la liturgia.

Biblia y Liturgia es un binomio que marcó la teología litúrgica de la segunda mitad del siglo XX y que constituyó además un puntal del magisterio eclesial durante mucho tiempo, desde el acontecimiento del Concilio Vaticano II hasta el reciente Sínodo episcopal (octubre 2008) sobre la Palabra de Dios en la Iglesia.

Por eso, nos podemos preguntar ahora si hemos entendido y puesto en práctica adecuadamente lo que fue una insistencia, una consecución

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del Concilio y su reforma litúrgica posterior. Si ha calado en la expe-riencia litúrgica esta perspectiva, y su incidencia se nota suficientemen-te a nivel pastoral y espiritual, tanto entre ministros como entre fieles.

La liturgia como lugar de la Palabra

El ambiente litúrgico —es lo primero que hay que recordar— otor-ga una fuerza especial a la proclamación (lectura) de la Palabra dentro de su esquema celebrativo, como no ocurre en otras modalidades de lecturas (de estudio, meditación, lectio divina, catequesis…), éstas tam-bién legítimas. Y es el de la presencia —decimos real— de Cristo en su Palabra, dando vida al texto antiguo y poniéndolo en condiciones de verificación/actualización mediante los signos sacramentales. El texto bíblico se hace evangelio, buena noticia de la salvación que repercute en el hoy de la historia de la comunidad celebrante: Cristo está presente en su palabra, pues cuando se lee en la iglesia la sagrada escritura es él quien habla 1.

Es el soporte sacramental, el de la actuación de la salvación de Jesús en la liturgia, el que hace posible tal realidad y, a su vez, el que otorga la fuerza a esa palabra escrita que se convierte así en Palabra viva de salvación siempre nueva.

Y es aquí, sobre todo en este espacio celebrativo, donde se descubre y percibe aquello de que el tema y el centro de toda la Escritura (AT y NT) es Cristo, puesto que leyéndola en su integridad y abriéndose temáticamente desde toda la evolución de la historia de la salvación (como ocurre sobre todo en la lectura litúrgica), culminando siempre en la lectura evangélica, nos percatamos de que todo, ya desde el prin-cipio, está caminando a Cristo como centro y cumbre de la revelación divina y de la salvación prometida.

Como no podía ser menos, la Palabra dentro de la liturgia viene leída y entendida desde su unidad fundamental, desde la coherencia que corre por todas sus páginas en cuanto que toda ella es Cristo y habla de Cristo. Y esta es una característica de la lectura litúrgica no

1 Concilio Vaticano II, Constitución de Liturgia, sacrosanctum Concilium nº7b. Este documento lo citaremos de ahora en adelante mediante la sigla SC.

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despreciable, puesto que nos da siempre la posibilidad de recuperar o ser conscientes de esa visión unitaria y cristocéntrica que esencialmente le pertenece a la Biblia y que no es tan explícita en otras formas de acercamiento a ella.

Por eso, esta lectura litúrgica tiene no sólo una realización externa diversa, hecha mediante gestos y signos que denotan su propio carácter; demuestra sobre todo una realidad espiritual, sacramental que le es propia, que hace de este ámbito eclesial un lugar de revelación y de cumplimiento como no se da en ninguna otra actividad de la Iglesia. Nunca mejor dicho y con sentido más propio se puede afirmar aquello de que la Iglesia es el lugar propio de la Palabra, la Casa de la Palabra, sobre todo referido a ésta en posición litúrgica.

¿Cómo había llegado la Iglesia a esta convicción? La respuesta nos la ofrece el mismo NT testigo ya de la estrecha vinculación de la obra de Cristo a las viejas Escrituras.

Es el evangelio de Lucas el que ofrece más posibilidades de una verificación del fenómeno, a la par de una constatación de la existencia de esta lectura litúrgica ya en la primera comunidad cristiana.

lucas 4, 16-21 (Cristo en la sinagoga) nos pone en la pista de dónde la Iglesia ha recibido la costumbre de leer en sus asambleas la Escritura, del mismo culto sinagogal (todo hecho de lectura y oración) y que Jesús y los apóstoles frecuentaban con asiduidad. Pero sobre todo subraya la conexión que Cristo establece entre el texto leído (Is 61, 1-2) y su propia misión salvífica: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oir». El Hoy de Cristo en la Escritura que la liturgia romana ama resaltar en tantas festividades (canto del Alleluia y antífona del Magníficat) siempre es posible gracias a esa actualización ritual de la comunidad que proclama y escucha la Palabra de salvación.

lucas 24, 25-35.44-49 (Discípulos de Emaús y Cenáculo) es otro texto único en el evangelista Lucas y donde podemos adivinar hasta la estructura básica de una celebración cristiana mediante la lectura de la Palabra y el gesto sacramental. Incluso se vislumbra la función de la asamblea, la comunidad que celebra al Resucitado. En ambos casos (2 discípulos en camino + 11 apóstoles en el cenáculo), seguidos por lo que toca a personajes, aparece cómo la nueva lectura o la compren-sión integral del texto sacro es un don específico del Resucitado, es decir, este paso trata de la apertura de la mente y del corazón de los

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discípulos como disposición esencial para que el mismo libro se abra en toda su virtualidad profética. Y esto viene de la Pascua de Jesús. También en esta ocasión es Jesús quién explica el fenómeno que ocurre con su nueva presencia: «Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí. Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las escrituras» (vs. 44-45).

Esta convicción profunda, que a la comunidad creyente le viene desde el suceso de la Pascua, es la que le asegura de entrar en contacto con su Señor Resucitado, el cual se hace presente y encontradizo con ella que lo recuerda y celebra en asamblea. Por eso, nunca deja de leer la Escritura en la celebración, puesto que quiere experimentar la presencia del Señor a su lado, ya que es él que la explica y actualiza en todas y cada una de sus partes como texto que habla de sí mismo.

Orígenes (185-254) que predicaba a la comunidad semanalmente y que lo hacía siempre sobre el texto bíblico leído en la asamblea litúrgica (homilía bíblica), notaba entre los asistentes cierta despreo-cupación, cuando no falta de reconocimiento y de devoción hacia la Palabra proclamada, por lo que se siente llamado a advertirles: «sabéis, vosotros que soléis estar presentes en los misterios divinos, cómo, cuando recibís el cuerpo (sacramental) del Señor, lo conserváis con toda cautela y veneración, para que no caiga la mínima parte de él, para que no se pierda nada del don consagrado. Os consideráis culpables, y con razón, si cae algo por negligencia. Pues si tenemos tanta cautela para conservar su cuerpo, y la tenemos con razón, ¿por qué creéis que despreciar la Palabra de Dios es menor sacrilegio que despreciar su cuerpo?» (Hom. 13 Éxodo, nº 3). A la base de este razonamiento se halla la comprensión de esa presencia de Cristo en la Palabra leída dentro de la liturgia, como igual y a la par de la presencia en el pan eucarístico. No escuchar atentamente la Palabra, no prestarla atención sería como dejar caer alguna parte del cuerpo de Cristo, despreciarlo y no reconocerlo presente en su Palabra. Y habla así no sólo porque él sea un eminente biblista, sino porque ya en el siglo III la liturgia de la Palabra ocupa un lugar especial dentro de las celebraciones eclesiales, especialmente en aquella eucarística.

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El leccionario bíblico de la liturgia del Vaticano II

A este propósito es muy significativo el valor que otorga la misma liturgia a la proclamación de la Palabra dentro de su espacio celebra-tivo, que no es la de una lección catequética o moralizante, sino la de una auténtica celebración; este momento ya por sí mismo es también celebración, no una preparación o acto previo a lo que vendrá después, el rito sacramental, que es lo importante. una palabra celebrada.

Este reconocimiento le viene dado incluso en los libros litúrgicos desde la reforma llevada a cabo por el Concilio Vaticano II, donde se suele usar una terminología específica para denominar las dos partes de toda celebración: liturgia de la Palabra y liturgia sacramental; mesa de la Palabra y mesa del sacramento. De esta forma se da a entender que toda celebración se compone de dos partes iguales en dignidad e importancia; ambas son Liturgia, es decir, en ambas el creyente es santificado y se le da culto a Dios. Ambos movimientos (descendente y ascendente), o ese diálogo de salvación propio de la liturgia lo podemos encontrar en cada una de las partes que componen siempre cualquier celebración: Palabra y sacramento.

Ésta no es una denominación tradicional que encuentre respaldo en fuentes litúrgicas anteriores, nace más bien desde el movimiento bíblico y litúrgico del siglo XX, cuando se insiste tanto en la Palabra como punto que converge y camina necesariamente al momento ritual; una exige la otra; una no se entiende sin la otra. Además de solicitar el Concilio Vaticano II (1963) «que la mesa de la palabra de Dios se prepare con más abundancia para los fieles, ábranse con mayor amplitud los tesoros de la Biblia» (SC 51), explícitamente usaba esta terminología al hablar de la Eucaristía: «Las dos partes de que consta la misa, a saber: la liturgia de la Palabra y la Eucaristía, están tan íntimamente unidas que constituyen un solo acto de culto» (SC 56). Es aquí donde —notamos— que acepta el magisterio eclesial esta nueva denominación.

Este es el precedente más inmediato con el que se contaba para aplicar esta terminología que sustenta una forma distinta de entender la lectura bíblica dentro de la liturgia, una denominación que —diría-mos— tiene repercusiones teológicas, litúrgicas y pastorales. Puede ser que el no haber entendido esto por parte de pastores y fieles, aun

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aplicándose la reforma litúrgica en todas sus dimensiones, ésta no haya alcanzado a una comprensión integral de sus pretensiones.

Posteriormente, el mismo Concilio en la constitución sobre la divi-na revelación, hacía una afirmación de gran calado: «La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo en la sagrada liturgia, nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo» (DV 21).

Y esta mentalidad es la que sustenta esa diversidad de la lectura bíblica, con sus propias leyes, que se produce dentro de la liturgia.

Porque percibimos que las maravillas de Dios, aun consignadas y narradas desde el pasado, continúan teniendo su efecto en el hoy de la Iglesia, llegan y se acercan hasta nosotros; no son una simple evocación, un recuerdo; es hacer memoria, anamnesis, que se cumple en el misterio celebrado. De ahí que sea necesario proclamarlas, de forma que también ellas se revelen y concreticen 2.

Cuando se reorganizaron los ritos preparatorios de la Eucaristía, hubo quién pensaba que hubiera sido mejor p.e. en la Eucaristía el co-locar el acto penitencial después de las lecturas bíblicas, como si fuera una consecuencia de la conversión que siempre provoca la Palabra en el corazón humano; no estaba del todo desacertado. Pero siempre, dentro del conjunto eucarístico, hubiera quedado supeditada la primera parte a la segunda, con el peligro además de una interpretación errónea de aquella, como si fuera sólo una parte preparatoria. La solución adoptada (acto penitencial al comienzo, antes incluso de la Liturgia de la Palabra, parece ser decidida por el mismo Pablo VI) es mucho más adecuada y conforme al valor dado a la presencia bíblica dentro de la Eucaristía, la cual también necesita de una preparación del corazón para acoger, aceptar la Palabra divina, que es el mismo Verbo de Dios, y así llevarla a la práctica una vez alimentados con el cuerpo de Cristo hecho Palabra y hecho pan. Esta perspectiva ya la había señalado también Orígenes, el cual advierte también: «Si hay alguno que viene para escuchar la Palabra de Dios, oiga lo que manda Dios: debe venir santificado para escuchar

2 A este propósito conviene recordar que sirve también la comunicación, puesto que cuando se habla de la lectura de la Biblia en la liturgia, no se habla simplemente de leer, sino que se acude a otros verbos más significativos de la acción que se está llevando a cabo: proclamar, anunciar…

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la Palabra, debe lavar sus vestidos. Si traes vestidos sucios, tú también oirás: amigo, ¿cómo has entrado aquí sin tener vestido de boda? (Mt 22,12). Nadie puede oír, la Palabra de Dios si no es antes santificado, esto es, si no es santo en el cuerpo y en el espíritu (cf. 1 Co 7,34), si no ha lavado sus vestidos. En efecto, poco después ha de entrar a la cena nupcial, ha de comer la carne del Cordero, ha de beber la copa de la salvación» (Hom. 11 Éxodo, nº 7). Es sintomático que el exégeta aplica la parábola nupcial a este contexto, que lo considera banquete y, por lo tanto, merecedor también del vestido apropiado. Está claro por el contexto que se refiere a un ambiente plenamente eucarístico, por lo que sus palabras adquieren todavía más valor y fuerza.

Con todo lo dicho ya estamos percibiendo una diferencia o una calificación específica que tiene la Biblia dentro de la Liturgia, ocupan-do siempre un puesto imprescindible y necesario, la de ser una lectura que no sólo ilumina y forma la fe de la Iglesia celebrante, sino además la de tener una función propia, que es la de proclamar aquella misma salvación que se realiza en el sacramento, suscitando y alimentando la fe de los participantes, informando el gesto sacramental de aquel contenido que le da consistencia y valor. De lo contrario el signo sa-cramental estaría falto de referencia salvífica, no tendría sentido por sí mismo, y daría lugar a verlo y entenderlo como un gesto mágico o supersticioso, no lleno y cargado de la salvación que anteriormente ha sido proclamada.

De todas formas, podemos también añadir que la Liturgia, en este orden o esquema elemental de sus celebraciones, no hace más que reproducir la misma dinámica de la salvación llevada a cabo por Cristo en su vida terrena, repite o reproduce su forma de actuarla. Como Cristo anunciaba el reino y lo cumple mediante los signos de los milagros, así también la Iglesia, prolongación histórica de Cristo, sigue el mismo modo de actuar: lo proclama con la Palabra y lo concretiza mediante los gestos sacramentales. San León Magno lo había vislumbrado y así lo sintetiza en frase feliz: «Todo cuanto el Hijo de Dios hizo y enseñó para la reconciliación del mundo, no sólo podemos conocerlo por la historia de los acontecimientos pasados, sino también sentirlo en la eficacia de las obras presentes» 3. De igual modo el mismo autor, en

3 Sermón 12 de la Pasión del Señor, 3, 6-7 (O. Lecturas Miércoles 2 Pascua).

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otro contexto, para entender el sentido de la actual vida gloriosa de Cristo, sin descolgarnos de su vida pasada histórica, decía: «Todas las cosas referentes a nuestro Redentor, que antes eran visibles, han pasado a ser ritos sacramentales» 4. Es una buena afirmación de la continui-dad de toda la obra de Cristo a través del tiempo, pero ahora a través de su Palabra y de los gestos sacramentales, es decir, a través de la liturgia que prolonga la salvación de Cristo para todos los hombres y en todos los tiempos.

Criterios de la lectura bíblica dentro de la liturgia

Hay que decir que uno de los frutos más logrados de la reforma conciliar y en el que se discrepa menos, es el del leccionario bíblico, sobre todo el dispuesto para la Eucaristía que ha servido de modelo para otras liturgias cristianas, incluso fuera de la misma Iglesia católica. Nunca, a lo largo de su historia, la liturgia romana había conocido un replanteamiento tan amplio y profundo de este libro litúrgico destinado a la Eucaristía donde, a la vez, se combinan criterios nuevos y tradi-cionales. Pero es que además, por vez primera, ahora todos los sacra-mentos tienen su propio leccionario bíblico, cosa que anteriormente no ocurría en el caso de algunos (Bautismo, Confirmación, Penitencia, unción de enfermos). Toda esta disposición bíblica tan amplia responde a un mandato explícito conciliar que decía: «A fin de que la mesa de la Palabra de Dios se prepare con más abundancia para los fieles, ábranse con mayor amplitud los tesoros de la Biblia, de modo que en un periodo determinado de años, se lean al pueblo las partes más significativas de la Sagrada Escritura» (SC 51). Los resultados han sido magníficos, aunque a la distancia de tantos años y con un uso reiterado estamos ya en condiciones de juzgar estas medidas y, por eso, hasta podemos dudar de si se ha entendido y usado en toda su potencialidad la nueva disposición de lecturas bíblicas para la liturgia, y si la abundancia de las mismas ha calado y llegado hasta la misma experiencia litúrgica del Pueblo de Dios, no sólo de los ministros. Decimos esto porque nos parece han pasado desapercibidos los principios generales o la

4 Sermón de la Ascensión del Señor, 1-4 (O. Lecturas Jueves 6 Pascua).

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introducción al leccionario de la Misa que se publicó con la segunda edición del leccionario eucarístico (21.1.1981) 5. En realidad, como ocurre con los «praenotanda» que anteceden a los rituales de todos los sacramentos, ahí está la dimensión teológica, litúrgica y pastoral de esa nueva ordenación de lecturas bíblicas. En nuestro caso concreto, se explican además los principios que han regido para la elección y selección de textos bíblicos. Y es aquí donde podemos percibir el estilo o las notas típicas de esta lectura litúrgica, que nunca está pensada para el estudio y conocimiento histórico o literario, ni trata de constituir o favorecer círculos bíblicos. Enumeramos a continuación algunos de los principios más significativos e importantes.

Una lectura y comprensión bíblicas propias. Lo primero que hay que resaltar es la diferencia de contexto (celebración) y, por consiguien-te, de interpretación del texto sacro que existe dentro de la liturgia, dada la acción del Espíritu que entonces lo conduce al sentido pleno y lo convierte en revelación concreta e histórica del misterio de Cris-to. De ahí que el texto antiguo, abierto a esa acción especial de ese mismo Espíritu que lo inspiró en su origen, se abre ahora a un arco de posibilidades mucho más amplio, siempre de acuerdo a la situación de la comunidad celebrante que lo acoge y medita. Cada fiesta, cada sacramento, cada situación litúrgica de la comunidad, aun siendo un mismo paso bíblico, lo hace diferente (no contrario) y significativo en la fuerza y salvación que contiene y comunica. De ahí que no se pueda agotar/encerrar dentro de una fría consideración literal, sobre todo por parte del encargado de actualizarlo mediante la homilía. Se dice muy bien en esta introducción al leccionario eucarístico que «en las dis-tintas celebraciones en las diversas asambleas de fieles que participan en dichas celebraciones, se expresan de modo admirable los múltiples tesoros de la única palabra de Dios, ya sea en el transcurso del año litúrgico, en el que se recuerda el misterio de Cristo en su desarrollo, ya en la celebración de los sacramentos y sacramentales de la Iglesia, o en la respuesta de cada fiel a la acción interna del Espíritu Santo, ya

5 Se pueden leer en los diversos volúmenes del leccionario litúrgico, desde su 2ª edición; también están reproducidos en A. Pardo, documentación litúrgica. Nuevo enquiridion (Burgos 2006) doc. 17, pp. 392-427. Por aquí lo citamos en nuestro trabajo.

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que entonces la misma celebración litúrgica, que se sostiene y se apoya principalmente en la palabra de Dios, se convierte en un acontecimiento nuevo y enriquece esta palabra con una nueva interpretación y una nueva eficacia. De este modo, en la liturgia, la Iglesia sigue fielmente el mismo sistema que usó Cristo en la lectura e interpretación de las Sagradas Escrituras, puesto que él exhorta a profundizar el conjunto de las Escrituras partiendo del ‘hoy’ de su acontecimiento personal» (nº 3).

Según este criterio, no cabe duda de que la liturgia se convierte en un lugar propio y peculiar de comprensión del texto sagrado, que no se agota ni termina en la fría y desnuda consideración literal de un pasaje bíblico, sino que ésta lo proyecta dentro de la historia de la salvación, lo confronta al misterio pascual de Cristo y, de ahí el que lo actualice en la vida de la Iglesia y del creyente, y sea la celebración el momento de llenarlo de sentido y verlo desde la realización total de la obra de Jesús 6.

Una lectura bíblica ordenada y distribuida según las ocurrencias del año litúrgico y de los sacramentos. Esto es el resultado de un contacto secular y tradicional de la Iglesia con el texto sagrado, una relación vital basada en la fe y en la experiencia del misterio que se convierte en criterio de selección, lectura e interpretación. Es decir, ha sido el instinto eclesial el que ha determinado que tal texto y no otro sea el más adecuado para tal celebración. Quiere decir que, de ordinario, la Iglesia dentro de la liturgia nunca ha sido partidaria de una lectura libre de la Biblia, sin selección o determinación previa. Y esto, también, le viene de la costumbre litúrgica de la sinagoga, que incluso vinculaba determinados pasos o libros bíblicos a fiestas y conmemoraciones del año hebreo.

Esto desorienta a muchos (incluso ministros celebrantes) y no es conocido en todas sus formas y consecuencias, por lo que a veces la

6 A este respecto es muy ilustrativa la nota 7 del documento antes citado, nº3: «un mismo texto, por tanto, puede ser leído y usado bajo diversos aspectos, según las diversas ocasiones y celebraciones litúrgicas del año eclesial. Esto se ha de tener presente en la homilía, en la exégesis pastoral y en la catequesis. A través de los índices de los diversos leccionarios, ello resulta evidente para todos, por ejemplo, en cuanto al uso de los capítulos 6 y 8 de la carta a los Romanos, según se lean en los diversos tiempos del año litúrgico y en las diversas celebraciones de sacramentos y sacramentales».

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celebración queda privada de su potencialidad comunicativa y kerig-mática, dado que se priva a los fieles de la mente con que la Iglesia se sirve de unos textos en determinados días. Requiere, por tanto, un uso inteligente del leccionario que tenga en cuenta sus propias leyes, la tradición litúrgica que tiene detrás, los criterios que se han usado para su selección, etc. Y es que a veces se dan situaciones desconcertantes en cuanto que uno preferiría o usaría un determinado paso, mientras que la liturgia propone otro. El conocimiento desde dentro de la tradición litúrgica se puede adquirir por formación, pero sobre todo se logra a través del contacto asiduo e inteligente con la celebración, respetando sus leyes y criterios 7.

Lo dicho, por ejemplo, se puede aplicar incluso a la reserva de algunos libros bíblicos que practica la liturgia: la lectura continua del evangelio de Juan en el ciclo Cuaresma-Pascua; Hechos y Apocalipsis en el tiempo pascual; Isaías en Adviento; Éxodo en Cuaresma, la Carta 1 de Juan y Colosenses a Navidad, etc. La Iglesia cree que en estos contextos litúrgicos concretos ese libro se entiende mucho mejor y, a la vez, el libro bíblico es la mejor proclamación del misterio recordado.

Particularmente hallamos muy presente esta ley dentro de la actual distribución de los salmos bíblicos en el espacio de las 4 semanas de la liturgia de las horas como medida ideal de tiempo para rezar todo el libro davídico. No sólo días (domingos y viernes), sino algunas horas (Laudes y Vísperas), tiempos y fiestas piden la preferencia por un determinado salmo u otro. No es que se use el salterio tal cual viene en la Biblia (forma continua), sino distribuido de forma inteligente y de acuerdo a criterios que ayuden más a entenderlo y saborearlo mejor como oración de Cristo y de la Iglesia.

Una lectura bíblica en forma circular y continua, porque está or-ganizada de acuerdo a la estructura del año litúrgico (anni circuli,

7 A este respecto, se dice en la citada introducción al leccionario: «Es necesario que el que ha de presidir la celebración conozca perfectamente, él mejor que nadie, la estructura de la ordenación de las lecturas, para que sepa hacerla provechosa en el corazón de los fieles, y que además, mediante la oración y el estudio, perciba claramente la coherencia y conexión entre los diversos textos de la liturgia de la palabra, a fin de que, a través de esta ordenación de las lecturas, se comprenda adecuadamente el misterio de Cristo y su obra de salvación» (nº39).

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que decían los antiguos libros litúrgicos), distribuida a lo largo de esa medida ideal de tiempo que retorna una y otra vez. Es siempre una presentación, lo más completa posible, de todo el misterio de la salvación desde el AT, pasando por el hecho Cristo, hasta la vida de la primera Iglesia y de su esperanza futura. De tal forma que la liturgia en ese espacio temporal, organiza una especie de visión integral de toda la historia de la salvación, que es siempre el verdadero contenido del recuerdo litúrgico. De ahí que «la celebración litúrgica se convierte en una continua, plena y eficaz exposición de esta Palabra de Dios» (Introd. al leccionario, nº 4b).

La organización interna tiende no sólo a reiterar una panorámi-ca completa bíblica dentro de un tiempo determinado como medida pedagógica e instructiva, cuanto más bien como criterio de presentar en la forma más completa posible toda la historia de la salvación y esto, una y otra vez, para reafirmar el principio de que siempre esta-mos girando y dando vueltas al mismo misterio salvífico con el fin de profundizarlo y hacerlo vida propia, cada vez más. Es la misma ley de la reiteración litúrgica aplicada a la frecuencia de la Palabra de Dios dentro de ella.

Esto no debe constituir problema ni para el ministro celebrante ni para el fiel, porque siempre esa lectura es dinámica, abierta, hecha bajo la inspiración del Espíritu Santo, y, por lo tanto, viva y fundamental para el crecimiento espiritual del oyente.

Una lectura que siempre culmina en el evangelio como realiza-ción plena y cumplimiento de todo el plan de Dios. una ley siem-pre presente en el tratamiento litúrgico de la Biblia porque de alguna forma reproduce la misma dinámica del texto inspirado que camina indefectiblemente al momento culminante en Cristo, el cual, dentro del conjunto bíblico, viene representado por todo el NT, pero sobre todo y de forma expresa por los 4 Evangelios. De ahí que la liturgia de la Palabra culmina o acaba en la lectura evangélica, a partir de la preparación y profecía (AT), y de la lectura apostólica que nos da la experiencia histórica del hecho Cristo por parte de la primera Iglesia. Es decir, el orden mismo de proclamación de las lecturas bíblicas dentro de la celebración no es arbitrario ni tampoco indiferente, trata de respetar el proceso u orden interno de la Revelación divina que ha

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caminado desde el anuncio hasta el cumplimiento en Cristo, y este camino interior siempre se propone al Pueblo de Dios, de forma que capte y acoja siempre este plan de Dios y lo experimente como ac-tual desde Jesús. En forma sencilla se dice: «La lectura del Evangelio constituye el punto culminante de esta liturgia de la palabra; las demás lecturas que, según el orden tradicional, hacen la transición desde el Antiguo al Nuevo Testamento, preparan la asamblea reunida para esta lectura evangélica» (Introd. al leccionario, nº13).

Estas peculiaridades nos ponen en condición de entender aquello propio y exclusivo del ámbito litúrgico como lugar de recepción y aceptación de la Palabra divina, a la vez que de verificación y cum-plimiento mediante los signos sacramentales.

Una Palabra que viene actualizada y comentada. Las lecturas bí-blicas no bastan por sí mismas, están necesitadas de una actualización que le viene desde tantos frentes: oraciones, cantos, pero sobre todo desde la homilía de aquél que preside, el cual, como en el caso de Jesús en la sinagoga, ha de trazar entre el texto y los oyentes aquel puente que permita constatar la misma experiencia del Maestro: Hoy se cumple esta escritura (Lc 4,21). Y no menos ha de conducir a una activa participación dentro de la celebración e incitar a llevar a la vida lo que se ha celebrado.

Ya desde antiguo se ha percibido la dificultad de la Biblia como un texto literario que ha de ser leído y entendido adecuadamente, evitando las interpretaciones no dignas de un texto inspirado. La historicidad y la vinculación a una cultura y a un tiempo determi-nado de los libros sagrados dificultaba la comprensión del texto sagrado. En Israel y en la Iglesia la homilía-explicación ocupa un lugar primordial en el esquema de la reunión litúrgica, conscientes incluso de que se necesitaba la adecuada preparación para exponer y profundizar en el texto sagrado de acuerdo a la capacidad y exi-gencias de los oyentes. Orígenes se servía de dos imágenes bíblicas para resaltar la necesidad de esta operación hermenéutica: el cavar los pozos (Gen 26, 19) y el milagro de multiplicar los panes Mt 14,18ss.). Y, ayudado de su propia experiencia litúrgica y homilética, no dudaba en la necesidad de esta operación para disponer la Palabra a la capacidad de los oyentes:

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«Mientras los panes están enteros, nadie se sacia, nadie es restablecido, ni siquiera los mismos panes parecen aumentar. Y ahora considera el pequeño número de panes que partimos: las palabras que tomamos de las divinas Escrituras son pocas, mas ¡a cuántos miles de hombres sacian! Pero si estos panes no se hubieren partido, si los discípulos no los hubiesen reducido a pedazos, es decir, si la letra no hubiese sido minuciosamente examinada y analizada, su sentido no hubiese podido llegar a todos. Cuando nosotros empecemos a examinar a fondo y a tratar cada cosa en su singularidad, entonces las turbas se alimentarán de ello en la medida en que puedan; lo que no sean capaces de tomar, deberá recogerse y guardarse para que nada se pierda» (Hom. Génesis 12, 5).

El razonamiento origeniano se mueve precisamente dentro del análisis del texto bíblico, pero no sólo por razones de estudio, sino también para la exposición y utilidad de los oyentes, de acuerdo a su estado dentro del progreso espiritual de cada uno. Partir el pan de la Palabra, hacerlo masticable y digerible, esa es la función de la homilía, de forma que sea alimento provechoso para todos.

Una palabra eficaz que cambia el corazón y transforma la vida

No acaba aquí lo específico de la lectura litúrgica de la Palabra, porque nos hallamos ante una serie de disposiciones espirituales que favorecen y recrean una actitud de recepción y asimilación del mensaje. Porque es una Liturgia de la Palabra, es decir, un encuentro o diálogo de salvación hecho a base de palabras entre Dios y el hombre, ante la iniciativa divina éste debe responder de forma adecuada. Y la acogida o respuesta del oyente cristiano comienza aquí en la celebración, que es donde —al contacto con la fuerza de la palabra divina— se mueve y convierte el corazón.

a. En primer lugar hay que resaltar, dado el contexto específico en que se proclama (el de los sacramentos), la conciencia de la gracia de la audición de la Palabra que se le ha dado al creyente mediante el

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bautismo. Aquel gesto y aquella palabra evangélica del ‘Effeta’ de la iniciación cristiana ya nos ponen en condiciones de escuchar, atender, entender e interiorizar la Palabra de Dios. Es una capacidad que viene de Dios en vistas a preparar y disponer al hombre para su salvación. De este modo se ejercita el oyente en una especie de posición abierta y franca hacia Dios para poder llevar a cabo su voluntad que le viene expresada en la misma Revelación divina. Y no sólo eso, servirá además para hacer de la misma Palabra una oración cristiana, respondiendo a Dios con su misma Palabra, como es el caso de los salmos usados de ordinario como texto de respuesta, por lo que hay que lograr convertir estos textos, que son ya la oración de Israel, en la oración de la Iglesia.

Hay todo un proceso espiritual desde la buena audición externa hasta la acogida interior, pasando por la necesidad de la meditación o consideración de forma que cale en el corazón y produzca sus frutos. Por eso, no es extraño que cuando en la liturgia se habla del «silencio sagrado» (que forma también parte de la acción litúrgica) se insista en el valor que tiene éste para la meditación, pero no entendida ésta como un ejercicio autónomo y subjetivo de oración de acuerdo a la espiri-tualidad clásica, sino como acogida y recepción interior del mensaje de Dios para celebrar su salvación y llevarla a la práctica. Sería como el soporte de ese diálogo salvífico que ha de entablarse entre Dios y su pueblo. Así lo recoge la ya tantas veces citada introducción al leccionario eucarístico: «La liturgia de la palabra se ha de celebrar de manera que favorezca la meditación y, por esto, hay que evitar total-mente cualquier forma de apresuramiento que impida el recogimiento. El diálogo entre Dios y los hombres, con la ayuda del Espíritu Santo, requiere unos breves momentos de silencio, acomodados a la asamblea presente, para que en ellos la palabra de Dios sea acogida interiormente y se prepare la respuesta por medio de la oración» (nº28).

b. Y aquí no se puede por menos de hacer referencia a la acción del Espíritu Santo en esta parte de la celebración litúrgica imprescin-dible para lograr actualizar y fructificar la Palabra. El mismo Espíritu que inspiró a los autores del texto sagrado es el que ahora ayuda a los oyentes para conducirlos al misterio de Cristo, el sentido pleno de esa Escritura, y no menos para transformar el corazón de aquellos que la escuchan ahora. Que es una convicción fuerte en la liturgia el hecho de la presencia y acción del Espíritu Santo en medio de la asamblea

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que proclama las maravillas de Dios consignadas en la Biblia, lo de-muestra que en algunas liturgias orientales no sólo se le invoca para la consagración de los dones (epíclesis eucarística), sino que también se le invoca en este momento de la Liturgia de la Palabra.

Hoy existe una nueva mentalidad nacida de la conciencia del papel del Espíritu en la vida de la Iglesia, por lo que es bastante frecuente el mencionarle en los documentos litúrgicos, superando así la ausencia que había en los primeros documentos posconciliares, incluso en la misma constitución de liturgia «Sacrosanctum Concilium» 8.

En este caso concreto se le asigna un papel específico, el de hacer fructificar esa palabra para que llegue al corazón humano y produzca sus frutos en la vida ordinaria. Se trataría de asegurar, dentro del diá-logo salvífico de la liturgia, la fluidez de la respuesta humana. Así se expresa el mencionado documento: «Cuando Dios comunica su palabra, espera siempre una respuesta, respuesta que es audición y adoración ‘en Espíritu y en verdad’. El Espíritu Santo, en efecto, es quien da eficacia a esta respuesta, para que se traduzca en la vida lo que se escucha en la acción litúrgica, según aquella frase de la Escritura: ‘Llevad a la práctica la palabra y no os limitéis a escucharla’ [St 1,22] (nº6b). Muy bien dice que el Espíritu está en esa audición y adoración que posibilita el después de la acción litúrgica en lo concreto de la vida cotidiana.

En una forma más directa y explícita nos hallamos con un núme-ro específico que se dedica al papel del Espíritu Santo, pero siempre acentuando que es acción del mismo dentro del conjunto de toda la acción litúrgica a la que pertenece intrínsecamente la lectura bíblica como formando parte de la liturgia de la palabra:

«Para que la palabra de Dios realice efectivamente en los corazones lo que suena en los oídos, se requiere la acción del Espíritu Santo, con cuya inspiración y ayuda la palabra de Dios se convierte en fundamento de la acción litúrgica y en norma y ayuda de toda la vida.

Por consiguiente, la actuación del Espíritu no sólo precede, acompaña y sigue a toda acción litúrgica, sino que también va

8 Entre los lugares más significativos de la introducción al leccionario bíblico, donde se hace mención explícita del papel del Espíritu Santo en la lectura litúrgica de la Biblia, recordamos los nn. 2, 3a, 4c, 6b, 7b, 9 y 47b.

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recordando, en el corazón de cada uno, aquellas cosas que, en la proclamación de la palabra de Dios, son leídas para toda la asamblea de los fieles, y, consolidando la unidad de todos, fomenta asimismo la diversidad de carismas y proporciona la multiplicidad de actuaciones» (nº 9).

Es fundamental entonces esta presencia y actuación del Espíritu Santo para que la Palabra siga su curso dentro y fuera de la celebración litúrgica, estando presente en todo el proceso de su dinamismo espiri-tual (precede, acompaña y sigue), incluso hasta el momento de llevar a la praxis lo escuchado y celebrado. La Palabra, por tanto, que está a la base de la celebración, ejerce también su función fuera de ella, cuando el cristiano trata de recordar y llevar a la vida sus contenidos con la ayuda del Espíritu Santo.

c. Nos hallamos con esto ya en el campo propio de la espiritua-lidad litúrgica que trata de hacer vida, de apropiarse e identificarse con los contenidos de la celebración para orientar y dirigir la vida espiritual. Por eso, tampoco se puede excluir de este influjo a la Palabra bíblica, tal y como viene propuesta en la liturgia, de acuerdo a sus leyes y momentos, puesto que siempre ella nos da (no otros elementos externos de la liturgia) el matiz y sentido propio que tiene en tal ocurrencia o fiesta litúrgica. De ahí que, al contacto con ella, si va escuchada interior y externamente, necesariamente ha de favorecer el mayor crecimiento en la vida espiritual, como también una mejor comprensión del misterio recordado en la liturgia 9. En una forma más concreta se recuerda lo específico de esa espiritualidad litúrgica que busca apoyo en la Palabra proclamada dentro de la liturgia, cuando afirma:

«…habiendo escuchado y meditado la palabra de Dios, los cristianos pueden darle una respuesta activa, llena de fe, de esperanza y de caridad, con la oración y con el ofreci-miento de sí mismos, no sólo durante la celebración, sino también en toda su vida cristiana» (Introd. al leccionario bíblico nº48b).

9 Así lo reconoce expresamente el nº 45c de la introducción a leccionario bíblico.

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El puente entre Palabra y vida cristiana no puede dejarse aban-donado, porque nos encontraríamos ante los resultados que retrata magníficamente la parábola del sembrador (Mc 4,1-9.13-20). Esa pro-longación es necesaria, si no se quiere que se quede en una palabra fugaz, de massmedia, pero olvidada y relegada después del momento de la noticia.

De ahí que la Liturgia le dé esa carga de acontecimiento que se hace presente en el momento actual de la vida de la Iglesia, pero que además lo extiende y perpetúa en lo cotidiano de la vida del creyente en el mundo, de forma que toda la vida se transforme en un culto espiritual, en una ofrenda agradable a Dios. En este sentido, la Palabra se hace carne no sólo en el sacramento, sino además en el corazón de cada creyente.

Conclusión

Está claro que la lectura litúrgica de la Biblia, por tratarse de un lugar privilegiado de proclamación (el de la salvación en acto median-te signos) es diversa, no contraria, a otras tantas formas legítimas y necesarias de acercamiento al texto sagrado. Tiene unas propias leyes de comprensión, muy específicas, al hacerse siempre al lado y junto a aquellos gestos rituales que la dan veracidad y actualidad. La Palabra camina hacia ese momento ritual por un dinamismo interno que siempre la lleva a comunicar la salvación que contiene.

Esta situación especial que se verifica en la liturgia no sólo obliga a un cuidado especial de este momento bíblico dentro del esquema de la celebración (el cómo se celebra la Palabra), sino además a prestar atención al mensaje contextualizado que comunica (qué dice y cómo lo dice).

Podemos entender el por qué no se puede prescindir nunca de este momento interpretativo tan especial, mediante un acercamiento que aquí llamamos el de la «participación litúrgica» a cuanto se lee y se celebra, de modo que el creyente se introduzca de lleno dentro de esa salvación anunciada, hecha buena noticia, y comprenda que a él se dirige como oferta siempre nueva de la presencia salvadora de Jesús.