Pdel Dragón. Madrid. 1986. · los entresijos de la gran música ne gra, la Biblia digna de ser...
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MODA QUE PASA EN -
ESPANA
Rosa María Pereda. Vestir en España. Ediciones del Dragón. Madrid. 1986. P or fortuna, a los delitos
de lo efímero, a las tropelías del furioso presente, les salen a veces, desde las hondas callejas de
otros ámbitos, desde la umbría de otros lenguajes, voluntarios a hacer común la culpa.
Me temo no somos demasiados los que solemos confiar en la embriaguez del propósito, acaso lo más bello -y cierto- de todo viaje. Cuando Rosa Pereda disponía su viático, fraguaba, siempre atenta, fundaba matices para su libro sobre moda, algunos ya habíamos puesto oído a la decisión, a la travesía. Ahora, mientras a la vista del ejemplar -hermosamente impresas sus páginas, aleteantes de espacio y cuidados- comienzan a curiosear desdeñosos, a uno no le queda sino reiterarse cómplice.
Cierto es que en torno al fulgente navío de la moda se han ido despertando críticas, recelos, loas, a veces desmedidas, a sus banderas. Textos y artículos se han derrochado, revistas incluso que, con insobornable fervor y encendido énfasis, se han ocupado de sus virages. Información sí había, sí hay, pero no bibliografía.
Se iba echando en falta, bailando como estamos todos bajo esa insistente lluvia, algo, solidez o cobijo, a lo que acceder mientras el temporal prosigue arreciando. De tan actualísima inclemencia sólo salva, sólo podía salvarnos un libro. Obvio es que, en este sentido, Vestir en España goza, en su aparición, de un más que oportuno momento.
Obra pionera, primer trabajo sobre el tema con gravidez de libro, no sólo por ello atrae, merecida la atención, sino que, en rigor, y ante la inexistente herencia a la que acudir, eso mismo es lo que acentúa su arrojo.
Citando a Eliot: «Ningún terreno de exploración es terreno prohibido». La cobardía es, pues, el mejor aliado para empobrecerse, para limitarse.
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A Rosa, sin embargo, aparecida de pronto al frenesí de las texturas y su diseño, abismada de súbito a la procela de la moda, extranjera, desde el periodismo y las comarcas del ensayo -recordemos aquí su Antología Joven Poesía Española o Guillermo Cabrera Infante- en los cielos de la moda, su audacia le ha traicionado. En dejarse engañar por la propia valentía, en permitirse sorprender por las trampas que uno ha extendido está el mérito.
Al tomar, desde el periodismo y la literatura, el legado de sus lenguajes, para adentrarse en un territorio (la moda) que aún no los tiene, Rosa ha sorteado el peligro de un libro que, a priori, podía suponerse tedioso catálogo de apellidos y abundancia en fechas.
Le ha traicionado la audacia -cosa que ya ella sospechaba-. Erael mejor -y único-modo de afrontar el duelo: «No hay discurso objetivo, no hay texto inocente», escribe la autora en el prólogo. Así y,sin abandonar a Barthes en que especificar ciertas referencias a lo largo del discurso es obligación dehonestidad, cierra, contra sí, abiertamente, el riesgo que ha de ser todo texto, señala su condena o suconquista, se erige, al fin y al cabo.En creadora. Esto donde mejor seresuelve es en la Justificación (prólogo) y en el primer apartado de loscuatro que arbolan el libro. Es, estalarga entrada, un corpus teórico sobre la moda. Summa cultural de undesperezado mundo que comienzaa padecer la necesidad -y muchotiene ya de alivio en estas páginasde reclinarse sobre la palabra, dereforzar su ademán del único modo posible: el discurso, el cuerpodel verbo. Una urgencia de explicación, sí, pero además una justiciade afirmación: quieren los diseñadores una inserción en lo cultural,
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hallar un discurso intelectual a su presencia.
Ahí ha residido la porfía de Rosa Pereda. Los frutos -y en esto quizá mi brevedad vaya en detrimento de sus concéntricos rastreos- se suceden escarchados por la luz varia de los más varios ámbitos: se establecen paralelismos entre el verso libre y la prenda desestructurada, se formulan simetrías entre los pases, o mejor presentaciones, con el ofrecimiento público de otros objetos culturales: libros, cuadros, series. Acercando, por tanto, materias, ritos, productos incluso, se postulan, vicariamente, cuando menos, muy próximas categorías, universos semejantes.
El resto del libro, armonioso de contrastada fotografía, aireado de pamelas, lejanías, tocados y túnicas, transcurre fragmentado: una galería-retrato de diecisiete representativos diseñadores españoles (Andreu, Benarroch, Adolfo Domínguez, Purificación García, Pedro del Hierro, Roser Mareé, Manuel Piña, Del Pozo, Verinno, y Agatha Ruiz de la Prada, entre otros) más una sección de marca y diseño (Loewe, Santos Montes, Teja, Cara! y Roberto Torretta) y una final guía de cien nombres de la moda en España, páginas que, sin el frondor de las que las preceden, no pierden de vista el espacioso bosque de nuestros diseñadores en cuyas ramas se reúnen, en viva pujanza, las savias de la tradición y las vanguardias.
Angel-Antonio Herrera
REGRESO AL PASADO
Miles Davis: Kind of Blue. Miles Davis (trumpet), Julian Adderly (alto sax), John Coltrane (tenor sax), Bill Evans (piano), Wyn Kelly (piano en Freddie Free/oader), Paul Chambers (bass) y James Cobb (drums). 2 de marzo y 22 de abril de 1959. CBS 8163.
A hora que el bueno de Miles Dewey Davis anda por ahí luciendo sicodélicos atuendos a medio camino entre lo pop, lo tecno y lo
hortera, una ruinosa efigie de decrépito sesentón apuntalado por el mito y una incipiente calva mien:
Miles Davis.
tras interpreta, entre tímido y arrogante, soberbio y ausente, monocordes temas en los que su muy personal e intransferible sonoridad, opaca y sin vibrato, ajena al registro alto y a los malabarismos del virtuoso, deviene en aislados retazos del genio que fue sobre una repetitiva caja de ritmos funky cimentada por obreros de lujo como Jhon Scolfield o Al Foster, con el consabido deleite de cuantos neófitos de última hora han accedido -devotos- a la música actual deltrompetista de Illinois procedentesde yermos nada jazzísticos (y esque ese zombie andante sobre la escena que es el Miles de los ochentasigue congregando a miles de atónitos beatos que encuentran en laenrarecida y peculiar atmósfera dela música de Davis la esencia porantonomasia de la ambigua y hueca modernidad), conviene vindicargozosamente esta joya sin igual detodo buen adicto al jazz, el Talmudindiscutido donde leer entre líneaslos entresijos de la gran música negra, la Biblia digna de ser auscultada a diario, la fuente inexcusabledel placer sonoro, el disco inevitable que uno se llevaría a una isladesierta: Kind of Blue.
Y es que, aunque Miles es siempre Miles, sesentón, calvoreta, sicodélico y funky, en la música todavía hay clases y a los amantes de
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las más puras esencias nos gusta aplicarnos la dosis más intensa, la ración más suculenta, el néctar más seductor, los condimentos más genuinos. Y ese plato, ajeno a la mezcla de sabores y olores del Davis que graba un 18 de febrero de 1969 ese bodrio titulado In a Silent Way para encandilar a un público rockero y de paso incrementar su cuenta corriente en dólares, es ante todo Kind of Blue. Miles Davis es, desde aquella fatídica sesión, persona casi non grata para quienes paladeamos y conocemos de memoria, como si de un catecismo o un rito de iniciación se tratara, cada uno de los compases de cuantos vinilos grabara este trompetista, entonces treintañero y guapetón, criado a los pechos de Parker y alumno aventajado y heterodoxo de Clark Terry y Dizzy Gillespie, para sellos como Prestige y Columbia/CES, desde Walkin' hasta Four & More pasando por diamantes en bruto como Milestones, Workin' & Steamin, My Funny Va/entine, Porgy & Bess o esa maravilla que se llama Somethin' E/se, suscrita por Cannobal Adderley pero con Miles en primer plano, es decir, los surcos grabados por este sin par músico de jazz en la década que va desde 1955 a 1965.
Celebremos la reedición y su precio. Era el año 1959 y Miles entraba en el estudio dispuesto a explicar a sus colegas (nada más y nada menos que Coltrane, Adderley, Evans, Chambers, Wynton Kelly, Jimmy Cobb ... ) el nuevo modo de abordar musicalmente los temas sobre los que el trompetista venía trabajando desde hacía ya tiempo. Se trataba de dar un giro copernicano en torno al concepto de improvisación en jazz a partir de lo que George Russell había definido años antes como improvisación modal. Pese a Parker y al innovador trabajo de Rollings y Silver, la mayoría de los músicos sucumbía al fácil camino de repetir las líneas de los solos conforme a los clichés de la época. Pero en esto llegó Miles con su prioridad introvertida, etérea, concentrada, llena de contenido fervor y controladísima pasión, rebosante de dramatismo y «duende», valga el símil flamenco (no en vano Miles supo captar, bien es verdad que con desigual fortuna, el quejío de la música andaluza en grabaciones como Sketches OJ Spain).
El bebop corría el peligro de con-
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vertirse en una ilimitada y mecánica repetición de acordes y en un viaje sin retorno a lo largo de los pentagramas hasta el agotamiento armónico. Miles Davis, en Kind of Blue, trabaja desde otros presupuestos: cada solista ha de pensar en términos de escalas, en clave de eslabones de notas consecutivas, cada una de las cuales tendrá un mundo propio, una atmósfera emocional.
Cuando este reto se asume con un aval de la garantía del sexteto citado el margen de riesgo es mínimo. El espíritu del blues aletea sobre la sesión y mientras Miles interpreta genialmente de forma lineal y escasamente armónica, Coltrane muestra ya una madurez indiscutible entroncada en una línea de investigación sonora y técnica que avala al hombre inquieto y a la vez fiel a la tradición que fue. Adderley hace lamentar, con su exuberancia parkeriana y su airada dulzura en el registro alto, sus posteriores incursiones en la bossa y el funky-soul, más aplaudidos pero más deleznables. Bill Evans es quizá quien mejor sintoniza con el reto lanzado por Miles: sobra todo adorno, todo modernismo inútil, todo artificio, todo ropaje. Sólo la esencia permanece en un contexto austero y fuertemente emotivo.
Cinco de los seis temas son primeras tomas. ilncreíble pero cierto! Miles escribió los arreglos horas antes de la grabación y apuntó sobre el pentagrama las ideas necesarias para indicar al grupo lo que debía tocar. Sin ensayos, a la primera, con Chambers y Cobb como sólida red sobre la que cualquier salto mortal no entraña mayor riesgo, se grabó esta auténtica joya del vinilo que nos hace añorar, nostálgicos, al Miles que fue entonces y
no es hoy por mucho que la elección de las masas le sitúe en el hit parade y en los referendos anuales, merced a la tiranía de la aritmética electoral (Borges dixit), como el número uno de la trompeta en el jazz de hoy.
Carlos Lomas
LA SOLEDAD
SONORA EN
«EL DUO DE
LA TOS»
Sabido es que Clarín es uno de los mejores autores de relatos breves del siglo XIX. Entre sus cuentos extremadamente
originales destacan los que tienen como protagonistas a animales sabios: El gallo de Sócrates, La mosca sabia o El Quin por ejemplo; o aquéllos que tratan el tema de la corrupción administrativa y de la burocracia, El rey Baltasar o Avecilla; otros, sin dejar de ser una conmovedora reflexión sobre la existencia humana, El Torso o El entierro de la sardina, pueden adquirir un tono marcadamente irónico: Zurita o Cuanto futuro. Pero ninguno tan excepcionalmente original como El dúo de la tos, cuento que trata de forma exquisita dos temas muy frecuentes en la obra clariniana: la soledad y la música (1).
Si al decir de H. James «el arte es todo discriminación y selección», Clarín en este relato elige un elemento singular -la tos- motivo que le sirve para crear una atmósfera sensitivo-amorosa que se refleja a través de una lente naturalista.
El cuento se sustenta en una serie de oposiciones binarias: oscuridad, luz; música, muerte; soledad, compañía. Las dos primeras aparecen, sobre todo, en la primera y segunda parte y la tercera es el leitmotiv presente a lo largo de todo el relato, que la voz del narrador resuelve definitivamente en el epílogo final del dúo. Dúo que comienza en un inmenso hotel, «falansterio del azar», cuya sombra se proyecta sobre las aguas dormidas de una dársena. En los balcones de este inhóspito caserón, dos perso-
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najes, hombre y mujer, denominados «bultos», nota que acentúa más, si cabe, su carácter anónimo, entablan un primer diálogo sordo a través del único punto de luz que se percibe en una noche nublada de agosto: la brasa de un cigarro encendido (2). Como contrapunto a esta visión luminosa, a esta chispa de luz, el personaje masculino, bulto del 36, advierte la presencia de «otro» a través de una tos seca, repetida tres veces, que le recuerda su desesperada situación de enfermo. Hábilmente el narrador empareja una reflexión irónica del personaje sobre su suerte -permitirse fumar un cigarro era como celebrar una fúnebre orgía- con el paso de un espacio exterior a otro interior. De nuevo, una sensación auditiva, el triste rechino metálico del cerrar de unos balcones advierte al personaje femenino, bulto del 32, de la desaparición de su ausente «compañía» y hace que ella, como fuego fatuo, desaparezca también. Así mismo se apaga la posible compañía que supone un faro de luz, alumbrador fugaz de la noche, en un pueblecito costero. Imperceptibles imágenes visuales y auditivas cobran vida al huir este último rayo luminoso. El lector atento percibe el valor simbólico de la oscuridad ambiente y lo asocia a la profunda soledad anímica que envuelve a los personajes.
Justamente será el vaivén de otros rayos de luz que penetran, alternativamente, en el interior de la habitación de ambos huéspedes, el que iniciará acompasadamente el segundo binomio del dúo. La muerte aletea a través de las campanadas solemnes de los varios relojes de la ciudad, cuya música recuerda, implacable, a los dos «bultos» el paso del tiempo; incluso su propia tos se va a convertir en un amenazante reloj más. Tiempo, en-
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fermedad y soledad se entrelazan armoniosamente en un compás de espera trágico que conducirá a la muerte.
En esta segunda parte desaparecen las imágenes visuales; lo que en un principio ha sido una intuición de compañía se intensifica hasta convertirse en un delirio amoroso, que constituye el clímax del relato. El dúo comienza de un modo brusco, la audición de una tos enérgica se contrapone al ritmo tenue y armónico de una tos femenina. El modo de toser, siQécdoque de los personajes, evidencia dos actitudes extremas, como si de una composición paralela, pero escrita en diferentes tonos se tratara. La tos, signo inequívoco de una cercana muerte, va a «trasportarse» al país de los ensueños -«les mots en amassant songes deviennent réalités»- (3) donde se transformará gradualmente por medio de esta ensoñación nocturna, en Música, en Belleza, en Arte.
Un discurrir atropellado de breves interrogaciones en tono ascendente, que son contestadas, de modo afirmativo, por el propio protagonista del monólogo, comienza el delirio amoroso. Por medio de ellas, el autor acaba de perfilar las cualidades morales de ambos personajes. Nótese que su descripción física no aparece en ningún momento; contrariamente, el espacio que ocupan algunos de los objetos que los rodean están minuciosamente dibujados e incluso llegan a personificarse.
El alto nivel de estilización del amor que refleja el relato es tal, que el autor prescinde de cualquier tipo de presentación mediata. Los personajes a lo largo del cuento cantan un dúo que se oye a través de una sintaxis ágil, rápida, in crescendo que se trunca por la amarga y última observación que concluye el delirio del personaje femenino, preanuncio de la coda final del dúo. A modo de réplica, el protagonista masculino responde caballerosamente a esta iniciativa de compañía en soledad, a este amor que el bulto del 32 conoce sólo por libros y conjeturas.
Como ya hemos observado, el narrador se vale de los sucesivos golpes de tos para describirnos la personalidad de los dos enfermos, y además, en este fragmento, toma la palabra desde un punto de vista omnisciente para ponernos en antecedentes sobre la prehistoria de
ambos. Rasgos deterministas acentúan la vida sórdida de los dos «bultos». Ambos están solos en el mundo, ambos, peregrinos del sepulcro, deambulan y tienen un triste pasado. Ambos desean remediar su soledad. Pero aparece una notable diferencia: el bulto del 36, rebelde ante su destino, acusa a la sociedad de la poca consideración que presta a los sectores marginados. Este es uno de los escasos fragmentos del relato en el que Clarín critica a la sociedad de su tiempo. Con mordacidad, Leopoldo Alas utiliza el famoso verso final del Canto a Teresa de Espronceda: «Que haya un cadáver más, iqué importa al mundo!» para retratar por medio del contraste que ofrece este endecasílabo romántico una época realista y pragmática.
Un vendaval irónico sacude la última parte de este nocturno. Las primeras luces desvanecen este idilio amoroso, olvidado por completo, al amanecer, por el bulto del 36. «En estos tiempos, ni siquiera los tísicos son consecuentes románticos» dirá el autor. Como contrapunto, el bulto del 32 no olvida el sueño. El narrador coherente con el modelado anterior de la tos femenina hace que ésta guarde el decoro hasta el último momento. Es
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�� vela con mayor fuerza. Es muy significativo que el innominado personaje viva unos años más, que el también innominado personaje masculino, que muere sólo en un balneario, sin jamás volver a acordarse de la tos del dúo. En cambio la protagonista muere en un hospital en compañía. En el segundo caso 'el narrador deja entrever la posibilidad de que tal vez sus últimos instantes se vieran mitigados por el vago consuelo de aquel lejano delirio enfebrecido.
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Este epílogo final concluye de forma definitiva la reiterada alternancia de toses cuya música entrelazó, momentáneamente, a dos amantes que, simplemente, se habían oído. Un entramado de imágenes visuales -luz, oscuridad-sonoras -música, muerte- y sensitivas -soledad, compañía- sostienen este rítmico y evanescente dúo nocturno.
Montserrat Jofre y Neus Samblancat
NOTAS (1) En el cuento de Las dos cajas
(1883) se había asociado ya la idea de lamúsica con la de la muerte, en contraposición a lo que ocurre en otras novelas o relatos breves de Clarín. Piénsese en el papel que juega la música en LaRegenta y en Su único hijo.
(2) Magistralmente Gonzalo Sobejano en su célebre comentario del capítulo XVI de La Regenta, «La inadaptada», ha señalado el valor simbólico delcigarro puro que había dejado apagadoy a medio fumar, Quintanar. En El dúode la tos ocurre todo lo contrario, la brasa del cigarro es sinónimo de amor,de vida.
(3) Bachelard, G., La poétique de laréverie, PUF, París, 1974.
LA NOVELA DE
LA TRANSICION
Juan Luis Cebrián, La Rusa. Ediciones Alfaguara. Madrid, 1986.
L o primero que sorprende en esta muy atractiva novela es su título seco, directo, quizás sí chocante, que no cuadra ni a la his
toria que cuenta ni mucho menos al tono en que está escrita. lDeli-
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berada intención del autor por molestar desde el principio? Después de releerla estoy convencido de que mucho más adecuado habría sido llamarla Esas hojas podridas o Amor, política y todo lo demás, o cualquier otra designación huxleyana semejante. El hecho de que Baltushka sea la protagonista no justifica que su apodo de prontuario policíaco se estampe en la portada.
También pudiera achacarse a una suerte de advertencia del narrador a sus postulables lectores: «Atención, que van a enfrentarse no con un relato almibarado, sino duro y con un cargado sabor amargo». lComo escrito por quien desde hace muchos años es un brillante periodista y dirige uno de los periódicos más seductores de España? Otra trampa, un nuevo ardid. Pues la novela poco tiene que ver
con el periodismo si entendemos por esto superficialidad, anecdotismo, mera información. En este sentido La rusa (casi me niego a poner este nombre) poco tiene que ver con ese medio de comunicación masiva. Ahora bien, si para Juan Luis Cebrián como para García Mázquez, periodismo es el uso de «ciertos recursos legítimos para que los lectores crean la historia», entonces la ficción que nos entrega tiene ribetes francamente periodísticos. ¿ Y cuáles son esos recursos legítimos (periodísticos) utilizados por Cebrián? De nuevo nos socorremos de García Márquez: nos remite él a un «apoyo en elementos de la realidad inmediata». Esto le otorga credibilidad a la historia. Y La rusa (no hay más remedio que identificarla así) se nutre de elementos (hechos, medio, conceptos) de una realidad tan inmediata que uno está tentado a preguntarse si no se trata de una crónica íntima e intelectual de la transición democrática en España. Hay más, inclusive uno se pregunta si el presidente del cual es ayudante o consejero Juan Altamirano, el protagonista de la saga, no será Adolfo Suárez. Hay guiños para inducirlo así: por
ejemplo, su «cara infantil de ojos saltones», además de que la data de la acción de la novela se corresponde con su período presidencial. Pero son celadas del autor para inquietar o hacer sucumbir al lector, como decenas de ambiguas pistas semejantes entre las que despunta la posible relación de la ficticia revista Más con la verídica Cuadernos
para el diálogo, tan significante en el mundo intelectual-político de los años póstumos del franquismo. Todas estas asechanzas de que está plagada la narración no tienden sino a conferirle la medular actualidad que posee y su asentamiento en un terreno fronterizo entre lo supuesto y lo fáctico. No soy muy ducho en la novelística española contemporánea, pero tengo para mí que se adentra tan abierta y descaradamente en los días casi presentes que este bautismo de Cebrián en el relato largo lo inscribe entre los adelantados o rastreadores de este género. lQuiere eso decir que La rusa (me niego a justificarme más) es una novela realista? No, si por realismo se entiende el traslado crudo de la realidad a la literatura; sí, si acordamos, como lo postula Jorge Ruffinelli, que «el realismo es la más mañosa de todas las escrituras literarias». Quizás sin conocerla, Juan Luis Cebrián ha aplicado puntualmente esta definición para entregarnos un producto que cae dentro del campo neto de la creación literaria: una novela no real, sino posible; no veraz sino creíble.
Esto nos devuelve a su vinculación (o no) con el periodismo, pero ahora desde la vertiente del lenguaje. En El grado cero de la escritura Rolan Barthes apreciaba la escritura periodística como «blanca, sin estilo». Con entera seguridad la consideración es injusta y peca de soberbia. La escritura periodística no tiene por qué ser blanca ni carecer de estilo. Todo depende del periodista, aunque, por otra parte, también es verdad que el medio, como las estrellas, inclinan. Pero ninguna prosa más alejada de cualquier peyorativa albura que la que Cebrián despliega en su ficción. Por el contrario, es un lenguaje de suma riqueza, lleno de aciertos idiomáticos, cuyo registro abarca por igual párrafos de absoluta poesía hasta el uso desafiante de la jerga más zafia, sin desdeñar la acidez del humor. Hay en él una transparente voluntad de estilo. Tanto es así que Baltushka acusa a Juan de estar siempre haciendo frases. Y si yo tuviera que definir a la novela con una, no vacilaría en decir que es una novela sobre un intelectual escrita por otro intelectual que en más de una ocasión parece funcionar como alter ego.
Y el intelectual Juan Altamirano descrito por el intelectual Juan
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Juan Luis Cebrián.
Luis Cebrián es en cierto modo arquetípico del que formó o se forjó en la lucha un tanto legal, o sólo veladamente clandestina, contra el franquismo; un intelectual de procedencia católica y, por supuesto, de extracción social no proletaria, pero que se sintió tentado por «el Partido», «el único», que se escribía con mayúscula. Pero a estas alturas, cuando lo toma el autor de la novela, Juan es un ser pensante ya con una gran fatiga encima y decepcionado, quizás justamente a causa de su lucidez. Ya sabe, por ejemplo, que no es la verdad sino la duda «lo que ha hecho siempre libre al hombre»; ya sabe que detrás de la violencia revolucionaria (de ETA en su caso) no está el idealismo sino el fanatismo, y con obsesión se cuestiona: «lCuál es la frontera que los separa (a los idealistas) de los fanáticos?» Se debate entre su pertenencia al poder, que rechaza, y el retorno (ya imposible para él) a sus tal vez ingenuas pero nobles aspiraciones juveniles, reprochándose lo que en palabras un tanto crípticas de Lezama Lima sería el «haber cambiado la fede por la sede», doliéndole hondamente no poder ya «construir siempre desde cero, que es la mentira hermosa de los jóvenes, su condición inocente de bastardos engañados». (Entre paréntesis, he aquí una muestra del estupendo estilo en que está construida verbalmente esta novela). Se ha dado cuenta, Juan, de que el intelectual es un incapacitado no sólo para ejercer el poder, sino hasta para girar en su órbita: el sayo de funcionario no le ajusta. «Los intelectuales no servimos para esto -le confiesa a su amigo el periodista Julián García Hurtado, el único a quien guarda una sentida amistad y por ello es capaz de confiarse a él-... no servi-
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mas porque se nos llena la boca de explicaciones que desconocemos y se nos vacía el cerebro cuando la realidad sobrepasa nuestra alucinación».
Desde el principio la novela tiene este tono, reflexivo, analítico, perennemente conceptual. No es una obra que roza la epidermis sino que cala el cuerpo, pero que por su sagaz manejo del presente histórico se lee con el interés informativo de la primera edición de un diario, en busca de la noticia de última hora, con el sabroso olor y la temperatura de un pan recién sacado del horno.
Dos impertinencias: quizás Cebrián debió diferenciar más las voces de Juan y Baltushka, que se alternan la narración de los capítulos, pues el timbre conceptual de ambos los emparenta excesivamente; y dos, la novela realmente concluye en el capítulo XV, cuando Begoña regresa desencantada de Cuba y se entera de que Juan ha sido víctima de un atentado. La cercana muerte de su amante -en la más efectiva acepción del término- que presiente, y su regreso como derrotada de la isla en la cual un día depositó su anhelo de futuro y se retrató con un machete al viento como una bandera de permanente victoria, mas donde ahora «sólo se hace lo que quiere Fidel» y donde su amiga Beatriz ha sido violada por «un mulato brutote y espeso» (la adjetivación de Cebrián es otro de sus aciertos lingüísticos) que era el jefe de su brigada, y ella, Begoña Aizpuru, vasca de origen, sutilmente ha tratado de ser captada por la Seguridad (si bien este Gulag «no es tan malo», en palabras de Baltushka, y el tratamiento que recibe a manos de la Seguridad española como presunta implicada en el asesinato de Juan, no es precisamente cortesano).
En fin, la novela termina aquí, en este capítulo conducido con mano maestra, y poco importa saber si Juan fue asesinado por ET A, por Ricardo o mandado a eliminar por oscuras fuerzas del propio poder al que servía. Todo eso carece de importancia y remite a una anécdota policíaca de la cual la obra de Cebrián carece por completo, pese a lo que en contrario intente vendernos la solapa del libro. La novela no tiene por qué ser explícita ni explicativa. Su terreno es la sugerencia. Mucho más en un rornan a cié como ésta lo es en más
de una oportunidad ( o en muchas oportunidades). Felizmente.
En suma, y en contra de lo que podría suponerse dado el poderoso historial periodístico que acarrea su autor, Juan Luis Cebrián ha escrito una absoluta novela.
César Leante
EL INTERIOR
DE LA EDAD
Antonio Gamoneda. Descripción de la mentira, Colección Barrio de Maravillas. Consejería de Cultura de la Junta de Castilla y León. 1986. E n alguna ocasión, Anto
nio Gamoneda ha definido Descripción de la mentira como «un canto de perplejidad». Así, desde
el principio, la lectura, conducida por un ritmo versicular que se mueve en oleadas, sigue el ir y venir del pensamiento y las imágenes desde el presente impreciso en que se escribe, hasta la profundidad oscilante de la memoria o de la reflexión sobre el futuro.
El poema parece iniciarse al término de un largo período de silencio e impotencia. Lo que, durante ese plazo, ha ido madurando en el interior del poeta es lo que ahora impone su formulación. Es la vuelta a la palabra, la ira fértil frente al retiro extremo. Desea sumergirse en el mundo: sólo en su suciedad hay aliento. Un cierto presagio de lucha abre el poema.
Sin embargo, cuando el lector se prepara a recorrer ese camino recién presentado, el texto quizá lo abandona; antes de partir, una mirada hacia atrás entrecruza con la
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decisión actual las imágenes de las épocas que precedieron a éstas; antes de que empiece el viaje, su sentido se torna borroso. Los ámbitos se intercambian sin dejar que crezcan certezas duraderas sobre ellos. No hay conceptos unívocos, sino zonas conceptuales que funcionan como manchas de color mezclándose en grados diversos sobre un papel húmedo. La superficie del poema parece mostrar sólo algunas crestas de una narración sumergida, cuya trayectoria perseguiría las formas de los conceptos para fijarlas. Las anécdotas y personajes del recorrido se transforman en mitos de sentido oscuro, mientras el paisaje de objetos y palabras tiene algo de ciénaga, de escenario sonámbulo, de irrealidad temporal y espacial. unas pocas palabras claves se repiten constantemente con una sensación de laberinto, como si en cada recodo se tuviera que hacer siempre la misma elección.
De lo aportado por aquella recurrente mirada hacia atrás, dos presencias van perfilando su relieve a medida que se deambula por el laberinto: la verdad y el tiempo. La verdad era el idioma de la juventud; su contenido airado parecía próximo a la esperanza, pero conducía forzosamente a la traición. Ahora la juventud ha desaparecido; las palabras son brotes extraños de un idioma ya fuera de lugar.
Sin duda, así se habría originado también la opacidad anterior al poema. Pero, asumido lo que el transcurso del tiempo supone, desde este nuevo mirador no resulta ya horrible el silencio: es un pacto con lo irremediable, «salud que sucede a la desesperación». En ningún caso las derrotas de la juventud se hacen victorias en la madurez; pero al llegar a ésta se comprende su necesidad existencial. «En los manjares previos a la muerte hallo mi lucidez»: de este modo se constituye una forma superior del entendimiento, la mentira: la contemplación de la vida no cara a cara, sino a través del espejo de la muerte.
Pero si el paso del tiempo aporta esta nueva lucidez, hace del «silencio maldito» «ciencia del silencio», lpor qué se abrirían otra vez los ciclos de regreso de la palabra?, lpor qué, en el libro, tras las reiteradas conclusiones, persisten las preguntas y los actos en que la conducta se mantiene inestable? La mentira es, sí, la mayor exactitud que la ra-
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zón alcanza; pero la conciencia sigue estando perpleja ante las formas de la vida: todo aquí es fingir existencia; el más espontáneo gesto del hombre más sencillo es sólo «una prueba exquisita de la inexistencia» y, no obstante, el miedo nos empuja a ello. La lucidez invita a conformarse en la inutilidad; el miedo procura la alegría y el heroísmo de los imbéciles. los senderos del libro aparecen tenazmente bifurcados.
En Descripción de la mentira coexisten de modo singular la claridad y la ambigüedad, que brotan desde un vigor verbal desusado. La palabra de Gamoneda, de raro espesor y siempre necesaria, se escinde entre la sentencia y la imagen; en la sentencia, todo es rotundidad, peso definitivo de los nombres abstractos; en la imagen la fuerza plástica se apoya en elementos de gran poder evocador, siempre en el filo entre lo irracional y la cifra minuciosa. Lenguaje, ritmo, itinerario: el mundo de Descripción de la mentira es único en la poesía española de las últimas décadas y su autor representa el caso de un poeta excepcional largamente olvidado por la crítica y el mercado literario. Tal vez esta reedición ayude a reconocerlo así.
Miguel Casado
EL OJO EXTER
MINADOR
Carlos Barbachano. Buñuel. Biblioteca Salvat de Grandes Biografías. Barcelona, 1986.
H a llegado, por fin, la hora de un libro conciso y completo sobre la figura de Luis Buñuel. Sorprende comprobar cómo su
autor ha conseguido hacer fluir un estudio biográfico del hombre si-
multáneo a un análisis de su obra. Hasta ha encontrado espacio para describir con minucia los filmes. No todos, pero sí los más importantes que, dígase lo que se diga, fueron los primeros hechos por el realizador. No ha olvidado el crítico subrayar la base moral de Surrealismo sobre la que se irguió la obra de tan complejo creador cinematográfico -un aspecto casi siempre soslayado por sus exegetas- ni destacar al Buñuel poeta, filósofo y figura clave de la Generación del 27 y sus implicaciones. Todo esto en 221 páginas y bajo los condicionamientos editoriales de una colección de libros de divulgación.
Salta a la vista que estamos ante un escritor habituado a la investigación literaria, además de estudioso del cine. Barbachano escribe muy bien, con la limpidez y precisión exigida por todo buen ensayo. Frases breves, ricas en imágenes, vocabulario concentrado. Ha dispuesto, eso sí, de una bibliografía abundantísima, torrencial, sobre el tema, y la ha utilizado. Esta labor, cuando bien hecha, no es menos puntillosa que el trabajo de Sherlock Holmes que, en mi caso y para mi viejo libro, fue preciso llevar a cabo durante años con el fin de destrañar la materia, ya que Buñuel no era nada propicio a desvelar los aspectos no conocidos de su actividad. Escoger bien, transcribir lo mejor de cada crítico predecesor, requiere una seguridad previa sobre el asunto del trabajo y no poco equilibrio. Yo diría que la virtud maestra del libro es el equilibrio: lejos de los fetichismos variopintos con que se ha cargado la personalidad de Buñuel y de los pedantescos símbolos y claves ocultas que se le atribuyen. Barbachano, además, no ha prescindido de dar su propia visión del hombre e interpretación personal de la obra, que estimo acertadas.
Fue Freddy Buache quien publicó el primer libro importante de la serie: era, en esencia, una sucesión de muy buenas críticas a los filmes de Buñuel conocidos en Francia -que no eran muchos- vistos bajo una estricta ortodoxia marxista. Vino después el del desmelenado crítico greco-francés Acto Kyrou, que destacó la otra vertiente de Buñuel, la surrealista. Contribución simpática, pero de escaso contenido. Mi primer libro sobre ijuñuel era de 1960, aunque por problemas de Censura sólo se publicó
Los Cuadernos de la Actualidad
Luis Buñuel.
en el 69. En él quise rendir cuentas, de una mera exhaustiva, de toda su labor creadora ( de ahí el subtítulo de «biografía crítica»), aunque más tarde tuve que ampliar en nuevos libros las secciones poética y literaria. Lo intenté, pero no conseguí un libro equilibrado. Por un lado, mi fidelidad a Luis y mi cariño a su familia me impidieron adentrarme en los aspectos más conflictivos de su carrera; por otro, trabajé bajo la presión emocional de escribir sobre uno de los muchos españoles eminentes injustamente exiliados, injustamente ignorados o infravalorados. Esto era inevitable entonces, hoy resulta desfasado. Buñuel se enfadaba mucho cuando lo censuraban, pero tampoco aceptaba halagos, y me acuerdo que cuando vio mi texto exclamó, con esa manera de hablar suya tan divertida: «Hombre, ihas hecho un libro tan elogioso que los lectores van a pensar que estamos liados!
Max Aub sí que tenía talento y sorna para darnos un Buñuel transparente, sin paliativos, pero murió antes de redactar su libro y la edición de su yerno, Federico Alvarez, con la documentación y borradores de Aub, aunque muy valiosa, no alcanzó la meta. Después ha habido muchas publicaciones, hasta una gigantesca en Japón. Algunas deleznables, otras con aportaciones monográficas o contribuciones importantes. Obras globales, con intuitos de obra conclusa, ha habido algunas, como la editada por la Fundación Gulbenkian. Con todo, creo que este volumen de Barbachano es el primero que consigue
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examinar el caso Buñuel con todos los datos ya clasificados y estudiados con la distancia que facilita el tiempo transcurrido desde la desaparición del este creador avanzadísimo a nivel mundial que ha sido Buñuel, convertido hoy en un clásico.
F. Aranda
NOTAS AL
MARGEN DEL
ATLANTICO
Ana Listé, Atlántico. Esquío, Ferro!, 1986.
N o sin un cierto sentidodel humor, Agustín García Calvo, que prologa ellibro Atlántico, de AnaListé, ganador del V Pre
mio Esquío de Poesía, acuña los términos, más bien los ruidos, espofcont y galaicofcont, para referirse a las hablas del Estado, impuestas de arriba a abajo y no de abajo a arriba, frente a las literarias o las del pueblo. De estas últimas dice que no son de nadie porque pertenecen a todos. En cuanto a la lengua literaria, que no tiene por qué ser otra que la del pueblo -entiéndase lo que quiere decir con este término-, añade que si ésta no se puede manifestar en libertad mal podríamos llamarla de creación.
Galicia tiene una tradición soberbia, a la que no debe renunciar, en este difícil menester de la expresión literaria creadora. Sin hacer distinción de idiomas, me refiero a obras como las de Valle-Inclán y Cela, Cunqueiro y Dieste por no citar a muchos más. Pedro Salinas, en su discurso «Aprecio y defensa del lenguaje», pronunciado en Puerto Rico en 1944, afirmaba que el hombre se posee a sí mismo en la medida en que posee su lengua. «Está el hombre junto a su lengua -dice-, como en la margen de unagua en estanque que tiene en elfondo joyas y pedrerías, misteriosotesoro celado». La mirada no alcanza a ver el fondo, pero el quehunde su mano más allá y másadentro nunca la sacará sin premio.Un idioma, cualquier idioma, sobre todo si es poético, es la únicaforma de conocimiento del mundoy del hombre.
De la lengua poética de Atlánti-
co, libro al que deseo, como a los de todos los jóvenes gallegos que en uno y otro idioma han publicado en Esquío, un lugar en esa soberbia tradición a la que me he referido, lo que más me llamó la atención fue el silencio. En los poetas jóvenes actuales -me refiero también, por ejemplo, a Pilar Rubio-, no está representado, como en generaciones anteriores, por la brevedad del poema, a veces epigramático, sino por el valor de sus connotaciones: cada término sugiere, y parece envuelto en una riqueza mucho mayor que la representada por sus acepciones usuales.
En la poesía de Ana Listé aparecen muy definidos dos planos de comunicación: el de lo dicho con la palabra y el de lo expresado con el silencio. El primero tiene la urgencia emocional de la conciencia que se materializa en formas. El plano del silencio es parte del tejido del primero, lo suaviza y borra la más remota posibilidad de anecdotario.
Cercano al silencio, que a veces en Ana, como en su paisano Vallelnclán, se esconde tras un tumulto de palabras, está el vacío. Los poemas de Atlántico toman forma en el vacío, no en el tiempo. El concepto de tiempo sirve para quitarnos el miedo al vacío, que el poeta mide con el ritmo poético. Ana puebla su vacío -el de todos- esbozando, con la palabra, realidades que son, figuras que fueron o serán.
Atlántico es, además, un libro permeado de una actitud que había ido desapareciendo de nuestra poesía, pero a la que jóvenes poetas independientes se inclinan con decisión: me refiero a una actitud ética, mucho más revolucionaria que el modo estético, frecuentemente conformista. Encuentro esta actitud en la tendencia general del libro y especialmente en el «Poema intitulado», «Retrato de mujer abo-
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gada» y «Estadísticas». La actitud ética es el «alma» del libro.
El «cuerpo», la protagonista, es el agua. La encontramos en forma de lágrimas, de hielo, de río, de mar, de niebla, de sal, de lagos, de fuentes, de charcos, de nubes ... El agua tiene prestigio universal. Según una filosofía muy antigua, de ella procede todo lo viviente. Laotse dice que «el agua sobresale en hacer el bien. Si se le pone un dique, se detiene. Si se le abre camino, discurre por él. He aquí por qué se dice que no lucha. Y sin embargo nada le iguala en romper lo fuerte y lo débil». Simboliza la vida terrestre, la vida natural. Nunca la metafísica. A las de Atlántico, Gaston Bachelard las llamaría claras y primaverales -ésta es su característica más repetida-, y reflejan la singularidad, incluso en «Retrato de mujer ahogada» que nos da la imagen cristalizada de la autora de Orlando.
lCómo puede haber en los poemas de Ana tal abundancia inconsciente de aguas? Las de estos poemas no son las en cierto modo clausuradas aguas de los modernistas. Son naturales e inmediatas. Son amigas y entrañables, testimonio de un lugar del que se es. Y se demuestra que a la tierra a la que Ana pertenece, y que ha nacido y vive de las aguas, se puede llegar por muchos caminos y por muchas lenguas.
Julia Uceda
LUIS ANTONIO DE VILLENA, ENTRE LA PASION Y EL DESENGAÑO
Luis Antonio de Villena, En el invier
no romano. Plaza & Janés, 1986.
En su úHimo libro, Luis Antonio de Villena construye, como ya va siendo habitual en él, una metáfora con diferentes ros
tros. Cada personaje es otro y el mismo, al igual que las diferentes caras de un cubo son distintas y a
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la vez idénticas. Tanto el Osear Wilde decrépito y último del primer relato como el muchacho ruso de «Retrato de la noche interminable» van en busca de un solo fin, la vida, el concepto absoluto de la vida como total intensidad. «Empezar por las cosas bellas de este mundo teniendo como fin esa belleza en cuestión y, valiéndose de ellas como de escalas, ir ascendiendo constantemente, yendo de un sólo cuerpo a dos y de dos a todos los cuerpos bellos. Y llegar a conocer, por último, lo que es la belleza en sí. Ese es el momento de la vida». Oigamos, después de escuchar a Diotima instruyendo a Sócrates en «El banquete», al narrador del relato «El héroe de nuestro tiempo»: «Eso era lo que anhelaba atrapar. La escurridiza vida, su intensidad de pez dorado y cálido, escapándose de los dedos deslizantes a un oscuro mar de nadas. La princesa (pensó) puede ser el comienzo. Así es que acudió y se prestó a la cita» (pág. 65).
Sí, es la búsqueda de la intensidad a cada instante, de la belleza ª?soluta que, «según sabemos, e!11-p1eza por un cuerpo». Como dice en una imagen bellísima el autor, «la necesidad de estar siempre en el instante en que la ola va a romper, pero todavía no lo ha hecho» (pág. 80). Y para eso es necesario plantearse la existencia como pasión, como riesgo, porque la vida, como sabemos por Baudelaire, «no tiene más que un encanto verdadero: el encanto del juego» (Cohetes), de la apuesta, pero sabiendo de antemano el precio estipulado, la derrota, aunque eso sí, una derrota relativa, y sobre todo elegan-
te. Porque esta es, una vez más, la historia del perdedor, y así todos los personajes ostentan esa elegancia última del príncipe destronado.
La vida es despreciable pero al mismo tiempo brillante, llamativa como un canto de sirena y por ello se trata de convertirla, en lo posible en una sucesión ininterrumpida de instantes plenos. Ese es el reto. Y el fracaso. No existe Haca, aunque es hermoso imaginarla, mas como en el poema de Kavafis mejor es no apresurar el viaje y llegar en la vejez hasta la isla, entonces «aunque pobre la encuentres, no te engañará Haca. / Rico en saber y en vida, como has vuelto, / comprendes ya qué significan las Hacas».
Pero Luis Antonio de Villena no comparte, al menos en este _li1?ro,la concepción idealista de V1lhers en su drama, cuando Axe! exclama mientras va a suicidarse con su amada: «lVivir? Nuestros criados vivirán por nosotros», ni el Liebestod Wagneriano, no, la belleza hay que encontrarla en la vida, conseguir hacer, como intenta Tristán en «Oreibasia», un arte de ella. Una especie de Des Esseintes pero cargando las tintas en la vertiente estética más vitalista, el culto a los cuerpos bellos, el sexo, la pasión frente a las piedras preciosas o las esencias orientales, pero claro está, sin desdeñar éstas.
«Mientras vivimos nunca registramos / que ya estamos viviendo. Nos parece / que la vida vendrá, será otra cosa ... » (son versos de Gil-Albert) y por tanto se nos hace difícil disfrutar del momento concreto. La felicidad es una mano silenciosa que no sentimos nunca acariciar, pero nos produce un anónimo placer.
Un libro abarrotado de personajes que viven, y nos hacen vivir, entre la pasión y el desengaño porque han apostado, absolutamente libres y rebeldes, por el intento de materializar su deseo, aunque sepan que el deseo se convierte siempre, como la inolvidable Sara Gonzaga de «Para los dioses turcos», en un inmenso alcaraván negro que huye graznando hacia el cielo oscuro de la noche. Un libro donde todos y cada uno de los personajes van en busca de un mundo ideal, «lejos de la grosería y la estupidez de nuestros contemporáneos, de todos los contemporáneos de todas las épocas ... » (pág. 52), un mundo del que aquí y allá entrevemos algún deste-
Los Cuadernos de la Actualidad
llo de luz «una imagen diáfana de un día m�y claro y muy azul» (pág. 177), pero que enseguida se oculta entre la mediocridad más desesperante. Situación ante la cual se impone, como quiere Martín Bác�nas cultivar, «naturalmente, la d1-fer�ncia. Y más al fondo, también la soledad» (pág. 128), aunque haya ocasiones en que el ser desclasado y solitario siente nostalgia de lo que pudo ser, esa nostalgia, tan �umana del hombre por su contrario.
Un� colección de relatos de cuidadísimo lenguaje con momentos realmente hermosos ( como aquel en que Oiga masturba a Octavio mientras éste conduce una moto a gran velocidad para, seguidamente, desdeñarlo), narrados desde un entorno cultural y vital perfectamente definido y asumido. El autor nos habla desde una tradición actualizada por él mismo (un estilo que no pocos han intentado imitar sin éxito) desde unos personajes que apuestan, en un gesto singular y dandy (que casi es decir lo mismo), por encima de lo posible, de lo comúnmente establecido como límite tanto por los «otros» como por u�a vida que no es la que esperábamos. Y ahí reside su victoria y suabatimiento. «El final no es lamuerte (míticamente hablando),sino el acabamiento y la derrota.perder caer del arriesgado vuelo»(pág. 143), mas, como dice Vill�mediana «derrita el sol las atrevidas alas,'/ que no podrá quitar al pensamiento / la gloria, con caer, de haber subido».
Vicente Gallego
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JOVELLANOS Y ASTURIAS
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LA VOZ DEL
ESPEJO
Blanca Alvarez. Eres el hermano de
mi voz. Cuadernos Cálamo, 3. Gijón, 1986.
B!anca Alvarez, joven poeta asturiana, se sienteatraída por el poder decisivo de lo intuido, de loimplícito, de lo induda
blemente cierto, pero rara vez explicitado.
La poesía de Blanca Alvarez surge de esa dimensión humana en la que el deseo se manifiesta dueño y regidor de sus propias leyes. Fluye de la pasión libremente:
... «mi sangre corre tus mejillas, tu vientre reposa en mi corazón. Dos lunas en un cielo sin plane-
[tas»,
o del sueño que pugna por librarsede las interpretaciones. Los versosacotan un mundo erótico de aparente serenidad, de tan asumido ensu espontaneidad animal, sin normas, suave ... «como una hoja quealetea ... y se deja romper por tusbrazos ... »
Pero el juego textual no puede -o no quiere- dejar al margen elposo de una larga tradición. Sonmuchos siglos de pensamiento judeocristiano los que han relegadoel deseo, los que le han arrinconado al cuarto oscuro de lo indecible.El sistema de signos elusivos, deeufemismos, de símbolos y retórica, tan lejos de las imágenes naturalistas del arte oriental, es la tradición literaria y artística que lospoetas occidentales han podido irconstruyendo. Su respuesta poéticaagazapaba tras la metáfora la sublimación de un universo oculto, apenas entrevisto por los velos de laconciencia.
Aunque hubo poetas que no respetaron las reglas «convenidas» y con su voz salía a la luz el gesto íntimo, sospechado, temible y, en ocasiones, su palabra tenía la fuerza de las rebeliones infernales. Entonces las máscaras hablaban frente a la máscara, dejándola desnuda, como hacía García Lorca con «El Público», que no pudo ser.
Pero la tradición siguió vigente y su código funcionando. El clasicismo sensual a lo Pierre Loüis, el modernismo orientalizante o las
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chinerías de estirpe «Fin de Siécle» nutren, aún, buena parte de la poesía y narrativa erótica actual.
«Eres el hermano de mi voz» no desdeña ninguna de esas herencias. Hay en él, la asunción maldita del transgresor, que fagocita la simbología pretendidamente perversa de las brujas, los vampiros y las oscuras manifestaciones de la sexualidad medieval. Hay, también, el lujo sensual del «Collar de la Paloma», el canibalismo exquisito de «Justine» y las pedrerías modernistas. Todo confluye, como imagen paradigmática, de la variabilidad, · del poliformismo, esencial a la libertad del deseo. Es precisamente la mutación, el cambio de tono lo que mejor explicita esa pasión que pretende ser total hasta el aniquilamiento:
« ... En ese segundo de dioses te mataría. Con tu sangre limpiar mi cuerpo, tan lleno de tus manos, hacer con tu piel una túnica, así dejaría que el tiempo viniera a
[buscarme.» Gilles de Rais, la condesa Batho
ri hacían realidad la imagen terrible del deseo, Blanca Alvarez, al menos, poetiza la espontaneidad consentida del «fuego del cuerpo». Sólo el tiempo de los clásicos pone freno, «el tiempo como un anillo», paralizando los movimientos.
A ese tiempo quizá sobreviva la voz y no el espejo que ha figurado la historia. Al fin y al cabo los lechos siguen en penumbra.
José Bolado
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ESTE
MILAGRO DE
LA NOCHE
ENCENDIDA
María de los Reyes Fuentes, Jardín
de las revelaciones. Colección Esquío de Poesía. Ferro!, 1985.
A hora que una antología ha endiosado a tantas poetisa� bueno será de�ir,para guiarnos por ese cielo, que estrellas hay en él,
con luz y nombre propios, brillando incontrastables, sin marcos ni trasfondos. Son, sencillamente, mujeres con una obra lírica seria, sustancial, auténtica. Y, entre otros nombres -podrían ser los de Carmen Conde, Julia U ceda, Acacia Uceta-, damos el de María de los Reyes Fuentes quien, con quince libros en su haber, nos permite valorar amplia y conjuntamente su poesía, a toro pasado, y subrayar de ella las raíces humanas y cordialísimas que la sostienen. Poesía en clave personal.
De 1957 es Actitudes, la primera entrega de María de los Reyes Fuentes, seguida de De mí hasta el hombre (1958) y Sonetos del corazón adelante (1960) que quedaría finalista en el Premio Nacional de Literatura. Por estas fechas, precisamente, la generación del 50 había publicado sus primeros libros. Si no fuera porque María de los Reyes se basta por sí sola para ir de libre por la Poesía diríamos que, en parte, está en consonancia con su grupo generacional. Motivos para un anfiteatro o Apuntes para la composición de un drama, por su cosmovisión, pudor lírico del poeta, palabra solidaria, naturalidad y responsabilidad con lo vivido y sentido, interfieren con las circunstancias del grupo. E, incluso, con Aire de amor, aunque 1977 sea una fecha muy posterior, las extrema. Quede, pues, la advertencia como nota y envío para estudiosos y vayámonos ahora, como lector, a ese Jardín de las revelaciones que tan feliz impresión nos ha causado.
Hay a lo largo del libro -el título igualmente lo plantea- una estructuración paralelística que contrapone, sintetiza y refrenda con las propias vivencias la realidad exte-
rior: aroma y recuerdo, siembra y amor, pétalos y libertad, flores y caducidad, árboles y permanencia, soledad y poesía. Estos seis apartados, alegóricamente reflejando el orden y la bellea del jardín, sosteniendo en el fondo una tensión espiritual creciente, configuran un ámbito lírico de extremada belleza. Se respira emoción, se palpan asombros; se adivinan nostalgias: «Jardín en abandono / donde un aroma, un pétalo / persisten como gritos en un valle».
No hay patetismos en esta obra. Discurre clara, reflexiva sin agobios, interrogante sin apremio, sencilla siempre y emocionada la poesía de María de Los Reyes. Todos los poemas figuran en la tercera persona gramatical o la primera del plural escudándose, pues, en lo impersonal y en el genérico nosotros el protagonista poemático. Es un decir, un sentir en «off», que si enmascara el acento personal es para potenciar el grito universal, y hacer copartícipe al lector de una creación que parece nacida de la propia conciencia. En Plazoleta del sueño, sin embargo, hay una aparición de la primera persona, en una de las seguidillas que componen el poema, pero que responde más a la cadena emotiva que a la dependencia sintáctica: «Redondel de los juegos / y de las risas, / aro de jubilosas / horas sin prisa. / Círculo mágico, / cuando menos te espero / vuelves girando». Aunque, bien mirado, lno podría la autora significar que en esa vuelta a la infancia, en ese «su rincón de la memoria», está y es como una realidad única e inolvidable? Sería una explicación. (Algo, por supuesto, que la Poesía no merece. La Poesía se siente).
Hemos mencionado las seguidillas. Y sí: esta voz sevillana la tren-
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RY 1 za con una gracia y encanto admirables. Las intercala con frecuencia en sus libros. En dos ocasiones lo hace en Jardín de las revelaciones: la ya citada antes, para bajar hasta la niñez Y, Con silbos de suspiros, para levantarse hasta el cielo del sueño creador. Contrasta esta aireada aspiración con la reflexión que se desprende de esta estrofa. «Con tristeza los cisnes / miden el lago. / Y es que el agua refleja / ese mal trago / que es no salirse / del mismo sitio nunca, / y allí morirse».
Son, digamos, las seguidillas la anécdota. El conjunto viene sellado con cuño personal; los versos libres alternando metros varios ,con predominio de heptasílabos y endecasílabos; justa la palabra en su significado, verbal y sustantiva, siempre; sin altibajos el tono, fluyente, encabalgando con frecuencia los versos en busca de una unidad de sentido; el tiempo «único», en presente, como en un continuo fluir del alma. Voz, al fin, con estilo.
Como que, a la vista de estos resultados, el coro de las diosas de la poesía se nos antoja pretencioso, desmesurado. Son sus guiños luminosos, por el momento, reflejos de satélite. Oportunismos de la moda. Para alcanzar el «singular sonido», que dice María de los Reyes Fuentes, bueno sería tener en cuenta lo que ella apunta en estos versos: «nadie más fuerte nunca / que quien, con la certera / magnitud de sí mismo, / alcanza ese milagro/ de la noche encendida / en que el pleno del mundo / sólo una estrella canta».
Para llegar al cielo hay que tener, a veces, una generosa vocación de sombra. Ser, quizá, una mujer de alma revelada.
Eugenio Bueno
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Leviatán
REVISTA DE HECHOS E IDEAS
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Editada por la Fundación Pablo Iglesias.
Redacción y Administración:
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Madrid-4. Telfs. 410 28 39 - 410 24 55.
LA SABIDURIA
DE LO
SENCILLO
El viento en los árboles, de Angel Guache. Madrid, Ed. Grieste, 1986.
En estos tiempos tocados por la pedantería y la erudición literaria, ha aparecido un libro que nos devuelve la frescura, la ele
gancia de la sencillez, la fuerza de lo auténtico.
El viento en los árboles, de Angel Guache, es un conjunto de piezas poéticas que nos hablan de sentimientos, de vivencias personales de impresiones reales, profundas: de sensaciones esenciales.
El marco que da pie a esta expresión intimista y emotiva es un viaje que permite al poeta un reencuentro con su infancia y juventud, «con aquellos días de soledad y sil�ncio. La playa solitaria, las viejas vtllas de veraneo, los hoteles con terraza sobre el mar, la hiedra en los muros callados, los vetustos salones adormecidos fuera del tiempo, con ventanales al mar, los jardines umbríos poblados de árboles y vient?, las grandes palmeras; los acanttlados, las rocas, las algas marinas y el olor a salitre, el rumor de los veleros, los barcos que se hunden en el horizonte, los estados del mar; las p�rgolas, los cenadores, los pueblecitos de la costa a esa hora del atardecer en que se encienden las luces, el paseo marítimo; las casas de montaña, las bicicletas, los paseos, los senderos espesos ... » son los retazos del pasado que configuran el mundo personal e insistentemente acotado del poeta.
Ese entorno no sólo es escenario de un conflicto, de la lucha del yo con el tiempo que pasa, sino que va adquiriendo importancia pues por un lado provoca el conflicto, y por otro lo refleja. Esos fragmentos perdidos, esas vagas sombras son lo que queda en este bellísimo libro de ese viaje en busca del pasado. El poeta ha elegido el espacio te11;poral más auténtico, aunque este desmoronado ya.
La mirada de Angel Guache ( el poeta y pintor ha escrito un libro visual) busca viejas imágenes a las que asirse, algo que le recuerde un mundo donde fue feliz -los paraí-
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sos perdidos de la infancia y la adolescencia- y encuentra que todo ha cambiado, y que «en las huellas de ese mundo perdido sólo hay sombras fugitivas y vacío». Es un vacío que se contempla con una mirada añorante, vulnerable, llena de ternura, con un aguijonazo, a veces, algo misterioso e inquietante, a veces también con un irreprimible desasosiego.
Y ahí está «la descripción poética como algo eterno, alzándose contra lo fugitivo, contra el instante que pasa irremediablemente, contra la muerte del pasado», y recobrando el recuerdo en expresión real, en lenguaje bello, en el estilo ya inconfundible, de Angel Gua� che.
Baudelaire dijo que «la poesía es la infancia reencontrada y el verdadero poeta es el que ve el mundo con la frescura y la intensidad de la infancia». Y aquí tenemos un libro basado en la pureza de los sentimientos, en las primeras sensaciones, en la fidelidad a unos recuerdos primeros y a una tierra que le provoca melancolía. Hay cierto amor a la naturaleza, a las cosas hermosas del pasado que se van deteriorando, destruyendo, olvidando. Y también hay aquí, como el poeta francés quería «un lenguaje autónomo, personal, de gran plasticidad expresiva y sugestiva», algo antiguo, pero con técnicas renovadas, un lenguaje muy visual vibrante, claro, profundo, intuitivo'. Una expresión bella, hecha con frescura, con sencillez, con la soltura de la frase divertida y conversacional, pues al lado de la melancolía· está el humor, un humor travieso, distinto, ajeno en cierta medida a la literatura española. «He pensado en ti y se me ha dormido
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una pierna. / Ya debe de ser hora de cenar». Las relaciones imprevisibles que, sin embargo, nada tienen que ver con las imágenes del surrealismo.
Cada uno de esos fragmentos poéticos (ya los consideremos prosas poéticas, poemas en prosa, recuerdos novelados ... ) se puede entender como pieza autónoma, independiente, válida por sí sola, o como fragmento disperso, como parte de un todo, de un posible relato en el que la trama, el dibujo, se ve mejor después de encajar unas piezas con otras, de complementarse entre ellas para definir un mundo absolutamente personal y vivido.
Para terminar decir que un libro que nos muestra emoción y sentimiento, ya sea a través de la melancolía, o del humor o del misterio un libro con tan refinado poder d; evocación y que tan fuertemente se acerca a la belleza de las cosas merece ser leído y mirado como' pintura muchas veces.
Juan Manuel Bonet, crítico y poeta, ha sido el primero en descubrir estas piezas líricas y en un texto esclarecedor ya resaltó en el autor de El viento en los árboles «su punto de vista hondo y sensible
( ... ) fundamentalmente contemplativo». A propósito de este libro dijo: «En prosas añorantes Guache nos ha contado sus vacaciones sus terrores nocturnos de niño, su¿ primeros amores de adolescencia.( ... ) Una sensibilidad aguzada, un ahondar en la memoria, un carácter reflexivo. Perplejidad, vértigo ante el misterio del mundo. Un misterio ya intuido en los tiempos en la patria perdida, oscura y clar� a la vez, de la infancia».
Julia Altares