Philippe Muray

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DE LAS CATÁSTROFES Philippe Muray (1945-2006) Cuando no está esquiando por París, Homo festivus sale con sus barajones a pasearse por alguna montaña mediana; y provoca un avalancha de nieve que, con un ruido infernal, cae rodando para engullirlo. O bien participa en un pequeño puerto cualquiera en una fiesta del mar que termina en naufragio. Cuando no es su camping el que acaba anegado bajo un torrente de lodo. Todos estos horrores no tienen ninguna gracia. Pero lo singular es la cara de estupefacción infinita, la expresión de dolorosa sorpresa de Homo festivus cada vez que la naturaleza le juega una de sus malas pasadas: ¿Será malvada la montaña? ¿Peligroso el océano? ¿Pueden crecer las orillas hasta volverse ríos mortales? Ni siquiera la búsqueda sistemática de responsabilidades, las investigaciones, el acoso a los culpables llegarán nunca a consolar a Homo festivus de este género de traición. No hay más que ver, cada invierno, durante la habitual “ola de frío” que por lo general se las arregla para coincidir con las vacaciones de febrero, a todas esas gentes bloqueadas en las autopistas, naufragadas, atrapadas en trenes parados y condenando la negligencia de las autoridades, para comprender que de hecho, detrás de todas esas acusaciones, lo que, con la era hiperfestiva, retorna es el pensamiento mágico, aun cuando hayan cambiado un poco los términos en los que se expresa. Ya no se baila para que llueva o para convencer a la lluvia de que cese, pero se busca a los responsables si hay hielo en las carreteras; y de buena gana se les lincharía si se les tuviera a mano (en enero, tras la catástrofe de Orres (1), se metió en la cárcel a uno de los guías supuestamente culpable, y fue para “garantizar su seguridad”). Desde que lo concreto ya no existe, los decorados naturales, convertidos en terreno de juego, se han acercado vertiginosamente a las Ideas platónicas. Además se exige de ellos la misma transparencia que de los asuntos de Estado y que de la vida privada de las vedettes a la vista. Homo festivus tiene la creencia, dura como el berrocal, de que la montaña o el océano son sinónimos de la palabra felicidad; que fueron inventados para servir de joyeros a la perfección de su diversión. En esas condiciones, el menor accidente se convierte en un escándalo, y en un navajazo al contrato festivo. Que la montaña o el mar recuerden de vez en cuando su existencia independiente de la visión hiperfestiva es una especie de crimen. Como todos los niños, Homo festivus confunde su deseo con una realidad que ya no existe. No quiere considerar que la Naturaleza pueda ser tortuosa, engañosa, complicada. Cuenta con que su pueril religión le garantizará contra el azar y los accidentes, esos regolfos del Antiguo Régimen, esos espectros de un tiempo en el que no se había inventado aún el riesgo cero. (1) El 23 de enero de 1998, por debajo de la cresta del Lauzet, cerca de Orres (Altos Alpes), una avalancha sorprendió a un grupo de jóvenes excursionistas con bujarones de Montigny-le-Bretonneux (Yvelines), causando once muertos, de los cuales nueve adolescentes y dos de sus acompañantes. El guía de alta montaña que les acompañaba fue investigado y encarcelado en la prisión de Gap. Perseguido por “homicidios y heridas involuntarios”, fue condenado el 28 de octubre de 1998 a tres años de prisión con una suspensión parcial y a la prohibición de ejercer su oficio durante cinco años ( n.d.e.). [Traducción de Jesús María Ayuso Díez]

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DE LAS CATÁSTROFES

Philippe Muray (1945-2006)

Cuando no está esquiando por París, Homo festivus sale con sus barajones a pasearse por alguna montaña mediana; y

provoca un avalancha de nieve que, con un ruido infernal, cae rodando para engullirlo. O bien participa en un pequeño

puerto cualquiera en una fiesta del mar que termina en naufragio. Cuando no es su camping el que acaba anegado bajo un

torrente de lodo. Todos estos horrores no tienen ninguna gracia. Pero lo singular es la cara de estupefacción infinita, la

expresión de dolorosa sorpresa de Homo festivus cada vez que la naturaleza le juega una de sus malas pasadas: ¿Será

malvada la montaña? ¿Peligroso el océano? ¿Pueden crecer las orillas hasta volverse ríos mortales? Ni siquiera la búsqueda

sistemática de responsabilidades, las investigaciones, el acoso a los culpables llegarán nunca a consolar a Homo festivus de

este género de traición. No hay más que ver, cada invierno, durante la habitual “ola de frío” que por lo general se las arregla

para coincidir con las vacaciones de febrero, a todas esas gentes bloqueadas en las autopistas, naufragadas, atrapadas en

trenes parados y condenando la negligencia de las autoridades, para comprender que de hecho, detrás de todas esas

acusaciones, lo que, con la era hiperfestiva, retorna es el pensamiento mágico, aun cuando hayan cambiado un poco los

términos en los que se expresa. Ya no se baila para que llueva o para convencer a la lluvia de que cese, pero se busca a los

responsables si hay hielo en las carreteras; y de buena gana se les lincharía si se les tuviera a mano (en enero, tras la

catástrofe de Orres (1), se metió en la cárcel a uno de los guías supuestamente culpable, y fue para “garantizar su

seguridad”). Desde que lo concreto ya no existe, los decorados naturales, convertidos en terreno de juego, se han acercado

vertiginosamente a las Ideas platónicas. Además se exige de ellos la misma transparencia que de los asuntos de Estado y que

de la vida privada de las vedettes a la vista. Homo festivus tiene la creencia, dura como el berrocal, de que la montaña o el

océano son sinónimos de la palabra felicidad; que fueron inventados para servir de joyeros a la perfección de su diversión.

En esas condiciones, el menor accidente se convierte en un escándalo, y en un navajazo al contrato festivo. Que la montaña

o el mar recuerden de vez en cuando su existencia independiente de la visión hiperfestiva es una especie de crimen. Como

todos los niños, Homo festivus confunde su deseo con una realidad que ya no existe. No quiere considerar que la Naturaleza

pueda ser tortuosa, engañosa, complicada. Cuenta con que su pueril religión le garantizará contra el azar y los accidentes,

esos regolfos del Antiguo Régimen, esos espectros de un tiempo en el que no se había inventado aún el riesgo cero.

(1) El 23 de enero de 1998, por debajo de la cresta del Lauzet, cerca de Orres (Altos Alpes), una avalancha sorprendió a un

grupo de jóvenes excursionistas con bujarones de Montigny-le-Bretonneux (Yvelines), causando once muertos, de los

cuales nueve adolescentes y dos de sus acompañantes. El guía de alta montaña que les acompañaba fue investigado y

encarcelado en la prisión de Gap. Perseguido por “homicidios y heridas involuntarios”, fue condenado el 28 de octubre de

1998 a tres años de prisión con una suspensión parcial y a la prohibición de ejercer su oficio durante cinco años (n.d.e.).

[Traducción de Jesús María Ayuso Díez]

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DE LA ERA QUE COMIENZA

Un fantasma recorre la sociedad actual: el de una crítica en la que no había reparado. A fin de protegerse de esta amenaza,

segrega sin cesar sus propios contestatarios y los lanza de avanzadilla: objetores de reemplazo, rebeldes a tiempo parcial,

sucedáneos de perturbadores, placebos de subversivos, sediciosos sintéticos, agitadores en nómina, amotinadores postizos,

vociferantes de recambio, sublevados semi-oficiales, provocadores moderados, institucionales denunciantes de tabúes,

insurgentes del justo medio, promotores de disturbios gubernamentales, emancipadores subvencionados, comuneros bien

atemperados, energúmenos ministeriales. Con tales tropas suplentes, la época que comienza se ha propuesto entablar la

guerra contra la libertad.

De una manera más general, la civilización que se despliega ante nuestros ojos no logra un dominio y un control perfectos

más que a condición de incluir en ella el conjunto de lo que parece contradecirla. En adelante, ella -y sólo ella- es la que

custodia las protestas generales y los clamores indignados. Ella se ha atribuido lo negativo, que ella misma fabrica a todo

trapo, como lo demás, y con lo que satura el mercado, si bien lo hace para impedir que se use fuera de ella. El

“anticonformismo”, las “desviaciones”, la “trasgresión”, el “exilio interior” y la “marginalidad” ya no son, desde hace

muchísimo, otra cosa que productos domesticados. Y los peores “malos pensamientos” son criados como ganado en la vasta

zona de estabulación de cemento armado de la Corrección y el Consenso. De este modo, cualquier pensamiento verdadero

resulta proscrito por sus duplicados. En el reino de la malversación recuperadora, toda negación real debe ser eliminada.

Eso sí, estos agitadores normalizados se sublevan en rebaño. La civilización que comienza protege la “subversión”

siempre y cuando la haga entrar en la categoría de lo cuantitativo. Todas las críticas que ella favorece se parecen y por esto

es posible distinguirlas de la verdadera crítica, siempre aislada.

Si denomino hiperfestiva esta civilización en la que el anarquista es coronado y todas las diademas son libertarias es

porque se necesitan palabras que aún no hayan servido para intentar estudiar una vida cotidiana que se anuncia sin

antecedentes. Las fórmulas corrientes de análisis ya no pueden acceder a la nueva realidad humana que vemos extenderse

por doquier. Se precisan técnicas de desciframiento que carezcan, ellas mismas, de ejemplos, a fin de hacer que aparezca un

objeto de estudio tan complicado de captar como cierto en sus efectos. Como este método experimental desdeña recurrir a

los viejos pensamientos especializados, empezará pareciendo sin duda demencial, o por lo menos raro, hasta que los

desarrollos fatales de nuestra nueva era del mundo le aporten el lote de confirmaciones suficientemente impresionantes.

Hiperfestiva, pues, cabe llamar a esta civilización porque la festivización globalizada parece ser el trabajo propio de

nuestra época y su mayor novedad. Esta festivización intensiva guarda tan sólo lejanas relaciones con lo festivo de antes,

incluso con la ya vieja “civilización del ocio”. Lo festivo “clásico” y localizado (las fiestas populares de antaño, el carnaval,

etc.), como lo festivo doméstico garantizado más recientemente por la televisión, han quedado en adelante anegados en lo

festivo total, o hiperfestivo, cuya infatigable actividad modifica y transforma sin cesar los comportamientos y el entorno. En

el mundo hiperfestivo, la fiesta ya no se opone, o no entra en contradicción, con la vida cotidiana; es ella la que se convierte

en lo cotidiano mismo, en todo lo cotidiano y nada más que lo cotidiano. Ya no cabe distinguirla de aquélla (y, a partir de

este momento, todo el trabajo de los seres vivos consiste en mantener indefinidamente alguna ilusión de distinción). Las

fiestas cada vez más gigantescas de la era hiperfestiva, la Gay Pride, la Fiesta de la música, la Love Parade berlinesa no

pasan de ser unos síntomas entre otros de esa vasta evolución. La cercanía del año 2000 nos promete aún nuevas sorpresas.

El chusco catálogo de los proyectos contemplados por el Ayuntamiento de París con tal ocasión ofrece una lectura más

regocijante de lo que, sin duda, nunca lo será el espectáculo de su realización. En él las estupideces más lastimosas se

atropellan, embriagadas de una impotencia eufórica y senil: delante del Ayuntamiento se erigirá un libro de quince metros

de alto; falsos peces multicolores decorarán el Sena; se organizará una concentración gigante de Harley Davidson (la Harley

World Pride), y, para coronarlo todo, tendrá lugar una apoteosis fantástica: ¡justo a medianoche, el 31 de diciembre de 1999,

la torre Eiffel parirá un huevo gigante repleto de televisores centelleantes, también ellos, de imágenes del mundo entero! No

nos perdonaríamos perdernos este parto monstruoso, esta Navidad del infierno, esta abominable Natividad metálico-

catódica, este portal de Belén demoníaco, este espectáculo de una torre de chatarra pariendo, entre sus cuatro patas, una

camada de teles balbucientes de virtualidad, parloteantes de comunicación, soltando en vagidos ya todo ese follón de

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tontería simultánea de las emisiones del universo.

Dicho esto, una de las mejores maneras de no entender nada de la civilización que está abriéndose hueco es seguir

denunciando sus aspectos más viles y visibles; sus pormenores económicos, por ejemplo. Todas las indignaciones morales

no tienen otra función que la de ayudar al ciudadano de ahora a vivir con suavidad los mañanas vergonzosos de la

desaparición del mundo concreto. Resulta enteramente vano, por volver a tomar un ejemplo del mismo ámbito, quejarse de

la marea inédita de Halloween en Francia y de su recuperación “por la industria y el comercio asociados”, como

escribía Libération el 31 de octubre último. Igual que sería ya demasiado tarde para deplorar esa festividad suplementaria,

viendo en ella un indicio entre otros de la americanización de los espíritus. El repentino triunfo en Francia de esta fiesta

resulta interesante precisamente porque no corresponde a nada de la que, por pereza, se llama aún cultura francesa. De este

modo, participa pues con total libertad en la edificación de un nuevo universo privado de contenido en el que France

Télécom puede lanzarse sin provocar la risa de nadie, y disponer unas calabazas ridículas en los jardines de Trocadero

anunciando la transformación de “ese lugar prestigioso en huerta extraordinaria”.

Todas las fiestas de hoy se sitúan más allá de las fiestas. El universo hiperfestivo es, dicho con total precisión, ése en el

que ya no hay días de fiesta. Es también el universo del que desaparece ese abandonarse festivo al principio de placer que

era el uso del humor, de la extravagancia, de la palabra ingeniosa, de la risa crítica, del sinsentido, de las diversas formas

espirituales de problematización. Hiperfestivo es ese universo en el que cualquier broma es, más que nunca, objeto del

acecho del buitre virtuoso. La existencia actual debe ser amada como tal, y hasta llega a estar prohibido que uno haga

bromas de sí mismo. La sociedad hiperfestiva es una sociedad en la que no se ríe porque se trata de un mundo en el que

se combate. Con orgullo y sin descanso. Y, a fin de cuentas, se combaten tantas cosas que ni siquiera es necesario decir qué

y por qué. “Luchar” y “combatir” son intransitivos dichosos. E imperativos solteros. Y opciones solitarias. Y mónadas

disciplinarias. Nada les falta; o, si algo les falta, prescinden muy bien de ello. En este dominio, como en tantos otros, la

finalidad es una cuestión que siempre que se plantea resulta impertinente. Un día, en Libération, con un título

poderosamente significativo (“El Poseído”), pudimos ver retratado al eminente director de la redacción de Le Monde (1):

“Cree” –se nos decía-. ¿En qué? No hay respuesta. Por lo demás, ¿acaso es necesario precisar? “Su vocabulario –se nos

explicaba— está trufado de una palabra: combate”. Y no se nos indicaba contra qué. En fin, resumiendo, se trataba de la

descripción de “un fraile rojo lleno de virtud y fidelidad”. En cuanto al humor, como por azar, este personaje lo había

clavado “en la picota” –nos enseñaba elogiosamente para terminar--. Todo era perfecto. La resacralización titubeante del

mundo que opera la era hiperfestiva, y la divinización del ser humano que la acompaña, se acomoda mejor al sacerdocio que

a la revelación de la comedia de la existencia, y de la existencia como comedia. Por muy descuajeringada que se presente, la

Iglesia hiperfestiva nunca pierde el norte: no soporta la profanación. El régimen que impone progresivamente, la

festivocracia, es una teocracia posterior a la agonía de la era democrática y de los últimos conflictos. La fiesta de la era

hiperfestiva se extiende, literalmente y en todos los sentidos, post festum: llega al final de todo.

En este universo deshilachado, en el que se acumulan las catástrofes y la economía mundial apenas ya necesita hombres,

la humillación y el desasosiego se han vuelto tan grandes, tan alarmantes, que urge compensarlos con los medios que sean.

El sistema hiperfestivo es una alternativa a los azotes de la época porque se propone restaurar el narcisismo colectivo

gravemente malparado. Esta restauración se llama reconocimiento. La pasión del reconocimiento se manifiesta mediante

declaraciones de orgullo de repetición. Ese orgullo contemporáneo flota como una bruma de desdicha sobre las ruinas de

la soberanía de épocas pasadas, y sobre los vestigios hace mucho calcinados de lo que pudo ser la gloria como moral heroica

en la noche de los tiempos. Es un orgullo rampante cuantitativo y colectivo, una afirmación del yo tribalizado, después

globalizado y al fin universalizado. Es una altivez de rebaño, una glorificación gregaria, un narcisismo planetario.

La fiesta de la era hiperfestiva ya no es una fiesta, sino la afirmación de un orgullo, por tanto también la aprobación del

mundo en cuanto fiesta, y de la fiesta como divinización de los humanos contemporáneos en cuanto desindividuados. En

este sentido, no nos equivocamos tanto el verano último al hablar, a propósito de las Jornadas mundiales de la juventud,

de Catho Pride. Si la Iglesia y su historia han desaparecido de verdad, quizá haya sucedido durante ese episodio de aparente

euforia. Todo ello se disolvió en el orgullo de ser católico, en un contento de sí unánime y carnavalesco del que el concreto

humano (el desacuerdo con el mundo dado) sin duda ya se había retirado hacía mucho tiempo. La misa se la engulló la

verbena; y al antiguo catolicismo, como a todos los otros cultos, esa mística de los tiempos nuevos que, en lo sucesivo, hay

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que denominar panfestivismo. Por supuesto, la aparición de esta religión nueva se produce a expensas de todas las demás,

de las que por otro lado conserva algunos rasgos, a la par que les priva de su valor esencial (conflictivo). Con ocasión de

esas JMJ, la Iglesia reanudó relaciones con las masas tan poco como “aprendió sobre los medios de difusión” cuando el

episcopado decidió discutir de Internet con el académico seráfico Michel Serres, supremo dispensador de la cíber-pomada

de los tiempos multimedia. En ambos casos, esa especie deaggiornamento no ha representado más que el acto de sumisión

de una institución bimilenaria al nuevo amo hiperfestivo.

Cuando todos los que militan en pro de que, en las orillas del Sena, se organice una Parada tecno tan monumental como la

terrorífica Love Parada berlinesa, y prometen por las calles de París un millón de personas detrás de “camiones con sound

system”, para acabar declarando que “la tecno debe exhibirse en la calle”, lo que hay que entender es que ese pasmoso

imperativo categórico de exhibición es el nuevo deber de estado del honrado individuo de hoy, el habitante (también él sin

antecedentes) del nuevo planeta, y al que experimentalmente llamo Homo festivus (2).

* * *

NOTAS

(1) Edwy Plenel (n.d.e.).

(2) La primera Parada tecno será organizada en París el 19 de septiembre de 1998 (n.d.e.).

[Traducción de Jesús María Ayuso Díez]

La ciudad festivizada

Ya no hay ciudades. La fiesta las ha reemplazado. No se han vuelto por ello más divertidas. Una vez más, no son tanto las

fiestas propiamente dichas las que evoco, sino la festivización progresiva y totalitaria de la sociedad. Lo hiperfestivo no

podría resumirse en este o aquel festejo parcial, si bien la tendencia al gigantismo de la mayoría de ellos, la especie de

acromegalia galopante que les azota es también un buen síndrome que hay que descascarillar. Pero por ella misma ninguna

fiesta aislada permite acceder al concepto de hiperfestivo. Únicamente a través del estudio sistemático de la disolución de

los seres humanos en la animalidad festiva, sólo por el análisis de la reanimalización muy compleja y progresiva de la

sociedad, cabe esperar lograrlo. Esta reanimalización, inseparable ella misma de la hipótesis del final de la Historia, se

exhibe bajo múltiples máscaras. Y, si el fenómeno no lo constata todo el mundo, es porque lo festivo se ha ido infiltrando,

poco a poco, en cada uno de nosotros; por así decirlo, se ha colado en nuestro código genético, ha modificado el conjunto de

nuestras percepciones.

Ya no hay ciudades porque la separación clásica entre ciudad y fiesta se ha derrumbado, como se derrumban la mayoría de

las separaciones, como hace poco se desplomó en el teatro la separación entre la escena y el público, lo que de inmediato

trajo consigo la desaparición del teatro (pero no la del público, que al parecer aún no se ha enterado de nada). Ya no hay

ciudades porque ya no hay realidad urbana que pueda ser considerada algo distinto a una actividad turística. Todo lo que

vive se precipita hacia el horizonte hiperfestivo. Ni siquiera merece la pena ir a buscar, como síntomas de la festivización

absoluta, a esos parados de la metalurgia de Lorraine a quienes se les propuso, hace unos años, reciclarse como Pitufos en

un parque de entretenimiento, con lindos gorritos en la cabeza y rabitos de pompón; o, asimismo, a los empleados desafor-

tunados de la atroz Disneylandia. La Lunaparkisación es tan total que llegará un día en que incluso borre los parques de

entretenimiento: se habrán esfumado por no diferenciarse del resto del decorado. Homo festivus no tiene ya antagonista. Lo

vemos en todas partes, empinado sobre sus neo-patines, los rollers on line [patines en línea]. ¿Quién habría podido imaginar,

cuando se nos metió en la cabeza “reconquistarles” a los coches invasores el espacio peatonal a golpe de “mobiliario

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urbano”, que no iba a ser a los peatones a quienes se les devolviera el espacio, sino a los nuevos figurantes de la civilización

hiperfestiva, a esas bandas idílicas cada día más numerosas de patinadores celestiales? Aquí está, Homo festivus, en sus

pompas como en sus obras; es él, el planeador beatífico en las nubes de la era post-histórica. Hace sólo unos diez años, el

espectáculo nocturno de pandillas de jóvenes calzados con patines y sorteando los coches en un silencio paranormal como

duendes de ciencia ficción era únicamente una curiosidad americana. Pero sabido es que todo lo más dañino que se invente

al otro lado del Atlántico acaba atravesando el océano. Así, se han vendido en Francia tres millones de pares de neo-patines

en menos de tres años, según el semanario L’Express, que en enero se mostraba exultante por ello. “A medio camino entre

el esquí y el patín de hielo”, el patín en línea tiene todo lo necesario para convertir la ciudad en pista de patinaje de ensueño.

No sólo explotan las ventas de móviles: todo cuanto contribuya a borrar las antiguas fronteras, por tanto también, claro está,

las más elementales condiciones de inteligibilidad, se difunde a brazo partido. Cuanto menos se entiende, mejor se está. Con

el teléfono móvil, en pocos meses ha recibido un golpe mortal fulminante la distinción que aún quedaba entre vida privada y

espacio público. Con el patín en línea, lo ex-humano fusionado, flexible, asexuado y cefirado, accede al fin a la dignidad de

flujo. Habría además que cambiar el vocabulario: no se debería hablar más de multitudes, ni de masas, sino simplemente de

flujo. Civilización de flujo, en lugar de civilización de masas; cultura de flujo, en vez de cultura de masas. Para colmo

(sigue L’Express informándonos), el adepto al patín en línea tiene una moral. Y esta moral es excelente, si no, no se le haría

caso. Esta moral no está “en la línea”, como se decía antes, en los tiempos aquellos en que los partidos eran los que tenían

una línea; está en línea, sin más, como los patines mismos. Se nos informa de que la palabra preferida de los ungidos

adeptos del deslizamiento es el pegajoso pero tradicional vocablo “convivencia”. Al parecer, estos arcángeles se hacen “el

signo de la paz” cuando se cruzan por las aceras. Con lo que el patinaje urbano es un humanismo. Más aun: un humani-

tarismo. La guerra a la guerra avanza sobre patines. En el mundo post-histórico, así pues también post-guerrero, la batalla es

una fiesta y la fiesta una batalla. Por supuesto, unas intenciones tan dulces acaban volviendo indiscutibles a quienes las

propalan.

El individuo –-me estoy refiriendo al ancestro de Homo festivus--, ¿seguiría reconociendo como descendientes lejanos

suyos a los grupos de jóvenes mutados que, cada viernes por la tarde (esta vez es el diario Libération el que habla de esto),

se deslizan ritualmente por todo París sobre sus patines en línea como bancos de peces virtuales, y así acaban

de californiar la ciudad, es decir, de borrarla? Es preciso haberles visto una vez al menos pasar entre los coches una tarde de

verano, inmateriales y alucinatorios como los tenistas oníricos del final de Blow up, para tener una ilustración lo bastante

fiel y dulcemente comatosa de lo que Hegel llamaba “la vida, semoviente, de lo que está muerto”. Igual que es necesario, al

menos una vez en la vida, haberse hojeado las páginas de prosa laxativa de los Bodin, Coelho, Gaader, Delerm y otros

anodinos de grandes tiradas, especialistas clonados de la poesía de la proximidad, para saber qué es lo que reclama la era

hiperfestiva cuando de literatura se trata. Todas estas novedades son contemporáneas y patinan juntas, en conserva.

“Doscientos chiflados del patín en las calles de París”, proclama Libération, que matiza que el amante del patín en línea

tiene entre veinte y treinta años y va “pertrechado de protecciones múltiples, arropado como un jugador de hokey”. Y que su

“panoplia guai comprende un pantalón a cuadros y una sudadera ancha a la americana”. De modo que, por primera vez que

yo sepa, disponemos de una filiación completa de la indumentaria de Homo festivus, el Amigo público nº 1, el filoneísta que

sólo quiere hacerte el bien. En comparación, de golpe los joggers [1] se han vuelto viejos: una generación se entierra. Y al

lado de esto, hay personajes malhechores (en este caso, el presidente del grupo socialista en el Consejo de París, si bien él

sólo es un ejemplo entre mil) que encabezan su programa electoral con la superestupenda idea de “devolverle un puesto

central al niño” en París. Como si el niño no lo tuviera ya, ese puesto central; y como si París, debido precisamente a ello,

existiera aún; y como si los adultos siguieran siendo, en lo sucesivo, algo distinto a los niños [2].

Es fácil conocer las intenciones criminales de Homo festivus en período post-histórico y en materia urbanística. Basta con

mirar esos paneles desoladores que se multiplican por las esquinas de las calles, en los que se anuncia, con el arrogante tono

cómplice y fanfarrón tan peculiar de esta época de derrota en campo raso, que “la ciudad reinventa sus barrios”.

Pequeños bocetos lamentables ilustran ese hermoso proyecto y pretenden describir lo que será la vida urbana de los

próximos años. En ellos, vemos calzadas que no son ya más que presas de los coches de niños, imbéciles risueños, madres

de familia, patinadores-no-fumadores y otras categorías más de mongólicos y mongólicas satisfechos de sí. Nada de

conflictos, nada de antagonismos. Es ese domingo de la vida del que hablaba Hegel “que iguala todo y que aleja toda idea

del mal”. Parque de atracciones sin atractivos, pero obligatorio y sin retorno, sin exterior. La muerte, “semoviente”, lleva

una vida infernal. Es lo mismo que ha sido bautizado, de manera tan admirable cuanto sintomática, como operación “París-

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barrios tranquilos”. Aquí, por fin, podemos estar seguros de que, en efecto, estaremos tranquilos y ya no pasará nada. Y de

que nunca más nadie, en el futuro, tendrá la oportunidad de escribir, como Balzac al inicio inolvidable de La fille aux yeux

d’or: “Allá, todo humea, todo arde, todo brilla, todo bulle, todo se quema, se evapora, se apaga, se vuelve a encender,

centellea, chisporrotea y se consume. Nunca en ningún país hubo vida más ardiente, más chispeante e intensa”. En este París

post-histórico, se nos promete “un nuevo modo de compartir el espacio público para una coexistencia más armoniosa de las

funciones de la ciudad”; o también “una circulación más fluida a velocidad reducida”; y también “un acceso más fácil de los

vecinos a su inmueble”. Se trata también de “itinerarios con seguridad”, de “disposiciones que tienen como objetivo

disuadir de la circulación de paso”, de “mobiliario de protección transversal”, de “bordillos de granito” y de “rampas de

adoquines”. Tantas hermosas promesas y proyectos miríficos de los que es fácil deducir la aniquilación sistemática de las

ciudades en beneficio de una neo-población de muertos-vivientes, ciudades de cuyo aire nadie dirá ya, como antaño Marx,

que emancipa. En los años 20 ó 30, Giono, con cierta ingenuidad, soñaba con la destrucción de París, que describía como un

monstruo: “devorador, gruñidor, cavador de tierra, imbuido en la hediondez de sus sudores humanos como un gordo

hormiguero que exhala su ácido”. Con impaciencia aguardaba “el día en que los grandes árboles reventarían las calles, o el

peso de las lianas haría desmoronarse el obelisco y curvarse la torre Eiffel; el día en que, ante las taquillas del Louvre, ya no

se oiría más que el rumor de las vainas maduras abriéndose y de las granas salvajes cayendo; el día en que, de las grutas del

metro, saldrían jabalíes deslumbrados agitando trémulos su cola”. Sin embargo, lo que ha tenido lugar no es el retorno de

Natura, sino el triunfo de Cultura. Y lo único que por doquier vemos son patinadores deslumbrados que surgen agitando

derechos humanos.

La larga marcha semanal de las milicias volantes de la virtuosidad en patines pasa por lugares prestigiosos (Notre-Dame,

el Pont-Neuf, la Concorde, etc.) que Libération enumera como si se tratase de monumentos eternos de una ciudad no

cambiada, cuando ya han sufrido el más profundo de los reformateos, la más sanguinaria de las “rehabilitaciones”, la

purificación festiva más draconiana. Era preciso todo esto para transformarlos en marco habitable, es decir, en terreno de

juego para Homo festivus. “Las sensaciones pueden compararse con las del esquí –confía uno de ellos-. Esquiar en París; es

gracioso, ¿no?”.

En efecto, es gracioso. Y también es la razón por la que ya no hay ciudades, además de la mejor ilustración posible del

acabamiento de la Historia, es decir, de la desaparición de la dialéctica real.

“La historia se detiene –escribe Kojève- cuando el Hombre ya no actúa, en el sentido fuerte del término, es decir, ya no

niega, ya no transforma lo dado natural y social mediante una Lucha sangrienta y un Trabajo creador. Y el Hombre ya no lo

hace cuando lo Real dado le ofrece plena satisfacción, realizando plenamente su Deseo (que es en el Hombre un Deseo de

reconocimiento universal de su personalidad única en el mundo). Si al Hombre lo satisface verdadera y plenamente lo

que es, entonces no desea ya nada real y por lo tanto no cambia ya la realidad, dejando así de cambiar realmente él mismo”.

(Febrero de 1998; Après l'Histoire). [Trad. esp. de Jesús Mª Ayuso Díez]

[1] Practicantes de jogging: gente que, por deporte, corre por las calles.

[2] La misma tiranía metódica se aplica con una creciente ferocidad al medio rural, y ya no existe tampoco ninguna realidad

agrícola o campesina que pueda poner en pie otra cosa que no sea actividad festiva. Pocos meses después, pudimos

enterarnos de que las incansables asociaciones de persecución de los cazadores organizaban unas peticiones para prohibir la

caza el miércoles y el domingo, es decir, esos días de gran terror en que, cada semana, el niño y el adulto aniñado están en el

candelero (diciembre de 1998).

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MUERTE AL TAMAGOCHEn este mundo sin espíritu, lo que sucede es que el espíritu viene a los objetos; o, al menos, que éstos imitan el azar que se

ha eclipsado en todas partes. Bien que mal, y a su modo, recrean entonces esas “condiciones desfavorables” que el poder

autocrático de la Seguridad ha hecho desaparecer para mayor desdicha de los hombres, aunque por lo general se les haya

convencido de que era por su felicidad. Recomponen esa “selva” cuya ausencia -decía Nietzsche- hace que algunos

individuos “enfermen”, transformándolos entonces en “criminales”.

Por doquier celebrados, aplaudidos, pregonados como conquistas fundamentales de la época que empieza, los propios

fenómenos virtuales se ponen, ellos mismos, a producir efectos visibles. Aunque su éxito se deba al aspecto festivo que

desde el principio presentan (es decir, desprovistos de orígenes, de referencias, de dimensiones históricas, de riesgo de

conflictos y contradicciones), los fenómenos virtuales pueden incluso así, entre ciertas manos aún ineptas -todavía humanas,

pues-, convertirse en algo distinto de lo que estaban destinados a ser, y revolverse dialécticamente contra sus usuarios, los

cuales se imaginan, con la fe puesta en los folletos publicitarios y turísticos que alaban sus cualidades, no tener más que

disfrutar de ellos sin tener que hacer nada a cambio. Cuando Homo festivus, el hombre no problemático, triunfa e invade el

planeta, son las cosas que él utiliza las que se autonomizan y rebelan para ponerle un pleito (o incluso alienarlo, como se

habría dicho antes). De este modo, aún le es dado conocer algunas pobres aventuras y ciertas catástrofes que le ofrecen la

impresión de que nada ha cambiado en el reino de la irrealidad programada.

Entre otras tantas invenciones de nuestra época fecunda en hallazgos aberrantes, entre tantas pacotillas bricoleadas con

alborozo y adoptadas por todos con un buen humor igualmente destacable, el “tamagochi” parece tener una significación

especialmente rica. Creado en Japón, bautizado “tamagochi” debido a su forma ovoidea (literalmente “adorable huevecito”),

este enredo ridículo también causa furor en Francia desde hace meses [y en España]. Explota los últimos hallazgos de la

técnica electrónica y consiste en un minúsculo objeto en cuyo interior “vive” un pequeño personaje, un bebé dinosaurio, un

pollito o incluso un humano en la cuna, al que su propietario debe mantener, criar, alimentar, al que tiene el deber de poner

los pañales, acostar y mimar como si entre sus manos tuviera el destino de un recién nacido.

Empezó siendo concebido como un juguete reservado a las niñas pequeñas, sin duda porque nos obstinamos en

suponerles inclinaciones maternales especiales; pero enseguida conoció un éxito parecido entre los jóvenes, lo que

demuestra que los pequeños machos son en lo sucesivo mamás como las otras. Pero todavía ha seducido más a los adultos,

lo cual prueba perfectamente que éstos son asimismo unos niños como todo el mundo. Tras haber recorrido así todo el

campo de la indiferenciación contemporánea, es decir, el territorio propiamente acósmico por el que circula libremente

Homo festivus y en el que está decidido a que nada le perturbe cuando se dedica a las diversas operaciones que siempre se

reducen a actividades turísticas, los “tamagochis” subyugan el planeta en su calidad de bebés de reemplazo. Y no es azaroso

que esos “adorables huevecitos” triunfen al mismo tiempo que la infancia conoce una mutación sin precedentes. No es

azaroso si aparecen en el momento en el que la procreación se halla en el centro de un conjunto de extraordinarias

metamorfosis (que a toda prisa camuflamos sacralizando el nacimiento mismo, cosa que no cabe ejemplificar en el pasado);

en el momento en el que las familias “hechas añicos” intentan recomponerse en torno a niños que ya no lo son

verdaderamente; y en el que los medios de difusión hacen que crezca en potencia tanto como ponen de manifiesto el flagelo

“pedófilo”, cuyos negros prestigios extienden como una pantalla destinada a quitar de la vista de todos la debacle histórica

de las diferencias sexuales y a tornar imposible el análisis crítico de esta debacle, así como de sus consecuencias en todos

los ámbitos.

Convirtiendo en vedettes a sus enemigos es como Homo festivus saca la mejor tajada de su poder, y la más duradera. En

festivoesfera, es decir, en este Imperio que ha perdido a su Otro -a su opuesto, a sus oponentes, a sus antagonistas, a sus

contradictores- y en el que incluso las viejas nociones de distancia, de separación, de alejamiento apenas ya significan nada,

las discordancias hay que recrearlas, igual que todo lo demás. Deben ser reconstruidas en todas sus piezas, y después ser

conservadas cual peligros protegidos, pues este Imperio necesita birrias para ser apreciado en su justo valor, y también

márgenes lo bastante sórdidos como para disuadir a cualquiera de ceder a la tentación de criticarle desde el

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exterior: únicamente la crítica interna, solidaria con el “sistema”, le parece digna de fomento. Gracias a los pedófilos (entre

otros), y en contraste con éstos, Homo festivus puede estar seguro de que a él se le encontrará siempre más deseable, cosa

no muy difícil; y, sobre todo, nadie percibirá que sobre lo que él reina es sobre un sistema presa de la más virulenta y más

odiosa de las pedofilias: frente al muestrario de los siniestros crímenes de cualquier pervertido, ¿a quién se le va a ocurrir

preguntarse sobre la perversión legal de los publicistas, por ejemplo, y sobre la de los vendedores vorazmente propensos al

deleitoso fenómeno de los bebés prescriptores (esos insoportables neo-niños que, en número creciente, deciden qué deben

comprar sus padres, desde los potitos de papillas que incluso antes de saber hablar muestran con la mano a su madre en los

estantes de los supermercados, hasta la marca del coche que deberá elegir)? El mundo hiperfestivo es ante todo un reino

cuyo rey es Bebé (1).

Sucede igualmente que se convierte en su pesadilla. A los niños prescriptores les hacen entonces eco los babies

killers, esos homicidas en pantalón corto que, al parecer, los Estados Unidos vieron nacer, pero que ahora se extienden un

poco por todas partes. Hundido el principio de realidad (era el mundo adulto), al niño mutante no le queda ya ninguna razón

para intentar desprenderse del principio de placer, el cual tampoco es ya un momento de lo real –como antes-, sino un

universo coherente y permanente, un vasto dominio autónomo, encantado, en el que es posible habitar legítimamente a su

antojo tanto tiempo cuanto se quiera. ¿De dónde podría llegarle una refutación? ¿Desde qué lugar ajeno al país de las

maravillas de nuestra pedoesfera? Antes, algunas novelas sacaron a escena niños abandonados a sí mismos en islas

perdidas: El Señor de las moscas o Dos años de vacaciones. Sin olvidar, más recientemente, el cruel episodio de “la isla de

los niños” en Le livre du rire et de l’oubli de Kundera. Pero el fenómeno de la República de los niños, con sus

consecuencias generalmente dramáticas, ya no puede ser localizado ni quizá sea siquiera narrable, puesto que ya no queda

nada para divergir de él. En adelante, al niño al que, como nunca, sacralizan los falsos adultos de hoy tras, por lo demás,

haberlo fabricado según técnicas totalmente nuevas, replica punto por punto y golpe a golpe el niño criminal, como el pastor

a la pastora, y además en una especie de escalada mutua eufórica, signo también ésta de lo carnavalesco, aunque éste sea

sangriento. Hemos tenido al adolescente de Cuers, que asesinó a tres de sus allegados y a otras catorce personas pilladas al

azar en las calles. También a Véronique y a Sébastien, los famosos “asesinos natos” de Gournay-sur-Marne. Y muchos otros

más, como el estudiante de un instituto de Bar-le-Duc, brillante e incluso superdotado, lector de Nietzsche y de Rimbaud,

que había previsto liquidar a toda su familia pero que, finalmente, se limitó a sus dos jóvenes hermanos de trece y nueve

años, a los que masacró con una picadora de carne y un cuchillo de cocina, antes de ir a ver a su “psi” y rogarle que avisara

a la policía.

El niño ha cambiado de sustancia, de naturaleza, de psicología; pero como el adulto también ha cambiado, y en las

mismas proporciones, éste apenas se ha enterado. A ello se debe que todo el mundo hable de “niños” y de “adultos” sin

advertir que estas apelaciones ya no remiten a nada conocido; y que el Occidente, con la nueva forma de arrogancia imbécil

que le caracteriza, se empeña en exportar su “modelo” de niño (en adelante, por definición, criminal, aunque sólo sea en las

innobles condiciones publicitarias de su supervivencia actual) por todo el planeta; y, desde lo alto de su desastre general, se

afana en darles lecciones, intentando boicotearles, a los países en los que sigue existiendo el “trabajo infantil” (véase, en

algunas grandes tiendas, la grotesca campaña reciente “Libera tus trapos”, acompañada del siniestro eslogan “Pon ética en la

etiqueta”), sin, por supuesto, olvidar la guinda del “turismo sexual”.

A medida que el niño se iba transformando, la idea que los adultos se hacían de los niños se metamorfoseaba al mismo

ritmo. En el mundo de la desaparición de la realidad, en el mundo del no-aprendizaje de la vida concreta, el derecho a un

niño deriva también del principio de placer. Y el bebé es un combate, como lo proclamaba una emisión televisiva hace unos

meses. Lo cual prueba, una vez más, que hemos acabado de verdad con la Historia, el combate, las grandes “luchas a muerte

por el reconocimiento” (en festivoesfera, también los combates han de ser recreados pieza a pieza). Y si en lo sucesivo

existe un derecho al niño para el adulto, recíprocamente existen unos derechos del niño, cuya hilarante Declaración ha sido

cuidadosamente cocinada por la ONU. En circunstancias así, lo que desaparece es el tiempo mismo y su despliegue: ya no

tienen cabida ni la maduración ni el envejecimiento. La era hiperfestiva es la de un tiempo sin tiempo. Esta inmaterialidad

suplementaria es favorable, como las otras, para perpetuar el principio de placer, al que el principio de realidad no viene ya

a ponerle traba alguna. Y el niño que mata a sus padres o masacra a sus hermanos pequeños pone, a su manera, de

manifiesto que el principio de realidad se ha desmoronado y que ya no hay disensión entre el sueño (ser huérfano) y lo real

(adaptarse). Quizás el pedófilo –que también realiza un sueño (poseer el objeto de su deseo) y desprecia la ley (incluida la

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del tiempo)- lo único que hace sea avanzar en criminalidad.

En este clima general de irrealización ilimitada es en el que aparece el “tamagochi”, como revelador de lo que hoy es

cualquier niño concreto a los ojos de un adulto (a los ojos de alguien auto-anulado como tal adulto), y como síntoma de lo

que realmente tienen los sucedáneos de adultos de ahora cuando tienen hijos. También en estas condiciones especiales es en

las que puede acaecerle a este juguete virtual que produzca, “en lo real”, unos efectos que le costaría mucho inventar a lo

real mismo, desinfectado de la amenaza de lo negativo y presa de una asepsia radical. En adelante, y a condición de

frecuentar locales de empresa, podemos ya ver cómo unos empleados abandonan a toda prisa el monitor ante el que trabajan

y, con aire preocupado, precipitarse en un rincón para, lívidos, alimentar a su “adorable huevecito” porque éste acaba de

darle recuerdos lanzando unos bip-bip desgarradores. En esos momentos, sería ilusorio llamar la atención del salvador

angustiado sobre el hecho de que lo que tiene entre manos no es más que un vulgar trasto desprovisto de toda existencia, no

más que una quimera electrónica privada de vida, de identidad y, por supuesto, de destino. En nuestro mundo en proceso de

pacificación, si ya apenas queda diferencia entre el universo humano y el universo animal, no hay mucha más entre estos

dos y el universo virtual. Si la distinción entre humano y no-humano se borra, no se ve por qué los objetos –ellos también-

no habrían de beneficiarse de un reconocimiento pleno e íntegro (salvo que estemos dispuestos a correr el riesgo de hacerles

padecer un régimen de segregación de lo más abusivo). Y esto, tanto más cuanto que, como sucede en este caso, el

“tamagochi” es un objeto adecuado para enternecer, emocionar, sacudir a una humanidad que –hay que decirlo- ya no se

preocupa en absoluto de saber si es la gallina la que pone el huevo o es el huevo el que pone a la gallina. Por otro lado, ya ni

siquiera hay gallina ni huevo. A su manera, el “tamagochi” realiza casi idealmente el sueño de la reproducción asexuada, de

la procreación autista (sin padre y sin madre) que, quizás algún día, sea para todos el colmo de la festivofilia en lo que a

engendrar se refiere.

Es un juguete, pero no es sólo un juguete. También es una especie de pequeño “ser” al que le pasan cosas: tiene hambre,

tiene sueño, puede ser víctima de accidentes si nadie se ocupa de él. De esta manera, el azar, forzosamente erradicado en pro

de la seguridad general, resulta más o menos restaurado, de forma paródica, y todo el mundo está contento. Un minúsculo

suceso del último mes ilustra esta situación y le ofrece una prolongación novelesca que la mayoría de los novelista actuales

se las verían canutas para inventar.

La cosa sucede en una carretera del Mediodía francés, cerca de La Ciotat. Bruscamente, mientras está conduciendo su

coche, una joven es alertada por su “tamagochi”: éste, enganchado a su llave de contacto, se pone a lanzar gritos de agonía.

Instalado junto a ella, en el asiento del pasajero, el hombre que la acompaña se precipita para alimentar al bebé electrónico e

intentar arrebatárselo a una muerte segura. Sin dejar de circular, la conductora vigila esa delicada operación. Está

angustiada. Se alarma. El temor de perder a su “bebé” le hace olvidar que está conduciendo, y que no se trata de un bebé.

Por un instante, su propia presencia, en esa carretera a pesar de todo real, se borra de su mente. Ese “tamagochi” agonizante,

ese objeto que, por sí mismo, es la anulación de la realidad, anula su existencia en ese coche y a su volante. En esto, arrolla

a dos ciclistas que se equivocaron al circular a la vez que ella por la misma carretera, dos individuos que tenían la desgracia

de pertenecer aún al viejo mundo de los vivos o, más bien, al mundo de los vivos a la antigua.

El primero murió en el acto. El otro fue transportado al hospital en un estado grave.

Pero lo que la historia no dice –y bien que lo sentimos- es si el “tamagochi” pudo ser salvado.

(1) Este rey, por supuesto, está como todos los reyes rodeado de bufones. Pero la razón de ser de éstos no tiene nada de

contestatario, al revés de la función que desempeñaban ordinariamente los bufones de antaño. Los bufones del nuevo rey,

generalmente investigadores, profesores, asalariados del CSIC o de otros sitios, ya no tienen energía más que para

multiplicar las intervenciones aprobatorias. Inundan los periódicos con “tribunas” entusiastas cuyo único objetivo no es otro

que aplaudir a lo que viene. Así, en Le Monde, un director del Centro de investigaciones sociológicas de la familia, tras

haber criticado agriamente a los últimos nostálgicos de la familia a la antigua, sometida a una autoridad paterna central,

recordaba que el grupo familiar nunca tiene en suma más utilidad que la de preparar hoy a los niños para que evolucionen en

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la sociedad de mañana. “Ahora bien –proseguía-, todas las previsiones nos anuncian que el mundo de mañana requerirá

individuos autónomos, capaces de dar muestras de flexibilidad.” A este director del Centro de investigaciones le parece

pues urgente incitar a las familias para que privilegien la eclosión de ese nuevo individuo flexible, de ese maravilloso

hombre-chicle, de ese personaje elástico, maleable y plegable, al que está claro que no se le dejará la cualidad de

“individuo” más que como premio de consolación; y a título puramente simbólico (agosto de 1998).

[Traducción de Jesús María Ayuso Díez]

DEL ARTE CONTEMPORÁNEO

Los defensores del arte contemporáneo miran por encima del hombro a sus detractores, un poco a la manera como, hace

unos años, vimos a la ‘elite’ fustigar a las masas reticentes cuando se trataba de hacer que votasen por Maastricht bajo el

azote mediático y las ráfagas de insultos de los ‘intelectuales’ iluminados. La misma arrogancia destemplada, empapada de

buena conciencia y de devoción supersticiosa por lo ‘nuevo’ presentado siempre como ineluctablemente ganador, se

encuentra en ambos casos: lo que se le reprocha al público es que no quiere entender dónde reside su interés. Y, también en

ambos casos, lo más cómico resulta ser que la clase ‘superior’ es la que está en la vanguardia, y son las masas a las que se

trata de reaccionarias. También aquí, como por lo demás en todas partes en esta sociedad hiperfestiva que se revela como el

desarrollo hasta el infinito del principio antiguo de la Fiesta de los locos, el anarquista es coronado, el ‘anticonformista’ se

exhibe con el lomo dorado, a los ‘desviados’ se les reconoce por ser institucionales, y el ‘exiliado interior’ es el que, de toda

la jaula, grilla más alto. Y también es él, este ‘rebelde’ profesional, el que no cesa de oprimir al ciudadano de base y de darle

lecciones sobre cómo vivir, sobre estética o sobre moral. Por primera vez, los dominadores son los que hablan la lengua de

la trasgresión, porque quieren conservar lo que es y porque creen ellos que lo que ha logrado ser verdadero (la victoria

perpetua de la innovación sobre la tradición) también lo será mañana. También por primera vez, la trasgresión es el medio

esencial de dominación. Podría decirse incluso que el universo de la trasgresión ha ocupado el sitio de la producción: en él,

el consumidor es despreciado y vigilado como el trabajador era despreciado y vigilado en el antiguo universo. Sus gustos

regresivos son estigmatizados, y su reeducación forzada va camino de culminar.

Los defensores del arte contemporáneo nunca olvidan presentarse como perseguidos: no sólo tienen que hacer frente a la

caída de las subvenciones, a la crisis del mercado del arte, e incluso a las primeras ‘desregulaciones’, sino que además –

como hace unos meses gemía Le Monde llamado ‘de los libros’ - están expuestos a las ‘denuncias perentorias’ de los anti-

modernistas: verdaderamente es demasiada desgracia e ingratitud. A Dios gracias, tienen el futuro para ellos porque, al

parecer, Picasso y Matisse “siguen sacando de sus casillas a los bienpensantes”; lo que es –hay que reconocerlo- un

consuelo y hasta una excelente noticia: aún subsisten bienpensantes que no son defensores del arte contemporáneo.

De nuevo, de lo que aquí se trata es de forzar la creencia en que continúa la historia justo en el momento en el que su

insustancialidad se vuelve flagrante. En cambio, insistir sobre la hipótesis del final del arte no implica regocijarse por que

se acabe, menos aún dar muestras de nihilismo estético; es estudiar la manera en que vuelve a cerrarse lo que quizá no haya

sido más que un período entre dos paréntesis; y percibir que gritan como descosidos los que, en el momento de ese cierre, se

han visto pillados con los dedos posados en el portón automático. La desaparición del arte es un acontecimiento que aguarda

su sentido, pero cabe dudar de que algún día lo halle. Evocar ese final como una eventualidad seria no significa que ya

nunca más ningún individuo vaya a decirse artista; ni siquiera que no vuelva a haber en el futuro grandes artistas. La

hipótesis del final del arte concierne únicamente a la hipótesis del final de la historia del arte, es decir, al momento en el que

se agotaron las últimas posibilidades del arte, siendo los propios artistas (Picasso, Duchamp) los causantes; y en el que, por

lo tanto, desde el punto de vista de los artistas, ya sólo se plantea la temible cuestión de la deseabilidad del arte en términos

de supervivencia, inscrita en lo sucesivo en una historia enteramente distinta, aún inconsciente.

Si este final es verdadero, querer que el arte continúe, y quererlo sacudiendo anatemas contra quienes hoy dudan de su

necesidad, tratándolos de conservadores o de reaccionarios, es la manera más eficaz de privarse de una última posibilidad: la

de pensar este final, la de seguir teniendo contacto pues, por la meditación, con el secreto de esa historia; con Picasso, como

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con Duchamp, pero también con todos los que, mucho antes que los actuales detractores del arte, habían firmado

tranquilamente su acta de defunción; estoy pensando en Baudelaire hablando a Manet de la ‘decrepitud’ de la pintura; en

Hegel concluyendo que el arte es ‘algo del pasado’ (algo que ya no puede afirmar ninguna ‘necesidad efectiva’); en los

situacionistas que, muy pronto, detectaron la malhechora existencia del ‘dadaísmo de Estado’; en Debord, que constataba en

1985 que ‘desde 1945 no se había visto aparecer ya, en parte alguna, un solo artista verdaderamente interesante’. Pero en

quien sobre todo pienso es en Nietzsche y su feroz profecía de Aurora: “El arte de los artistas debe desaparecer un día,

absorbido enteramente por la necesidad que los hombres tienen de fiesta: el artista retirado aparte y exponiendo sus obras

habrá desaparecido”. La civilización de lo festivo sin orillas es precisamente la época de la disolución del arte y de los

artistas, expuestos a las radiaciones del imperativo del expansionamiento generalizado. Lo hiperfestivo es el momento de

la superación fatal y absoluta del arte. Todo el mundo debe estallar, brillar, pasárselo bomba. Todo el mundo debe ser

artista. Todo el mundo debe ser todo el mundo. La fiesta es lo que expulsa a lo concreto, y a cada cual le incumbe ser capaz

-como lo decretaba en 1981 el ex ministro Jack Lang, postillonero numérico y salivoso, trémulo todo él de inanidad

sonriente- de desarrollar sin descanso sus “capacidades inventoras y creativas”. Frase oscuramente imbécil a la que Kafka

parece haberle proporcionado por adelantado un admirable eco cómico en el último capítulo de América, aquél en el que

aparece ese “Gran Teatro de la Naturaleza” de Oklahoma gracias al cual todos los seres están destinados a expansionarse en

un mundo de comprensión recíproca, de legitimación creativa, de expansionamiento festivo, de ejercicio del libre albedrío y

de derecho a la felicidad. “¿Sueña usted con ser artista? –pregunta un cartel que lee Karl, el personaje principal de la

novela-. Venga. Nuestro teatro hace artista a cualquiera y coloca a cada cual en el puesto que le corresponde”.

Comentaristas poco advertidos han creído poder ofrecer de este episodio una interpretación mística o utópica, cuando de lo

que trata es de algo más horriblemente real, pero que no ha encontrado su verdadera figura hasta Lang, y los

espantosos pensadores del arte contemporáneo; y que además no podía encontrarla mientras la civilización no hubiera

descendido, al fin, hasta estas cuevas.

El magma de la Cultura absorbe al arte y a los artistas, igual que lo ha absorbido todo, en un sistema infinito de consumo

mutuo, interactividad, comunicación, creatividad y espontaneidad, en el que desaparecen las últimas significaciones. Todo

se disuelve en la efervescencia de la fiesta, es decir, en el escaparate de un “orgullo” unánime donde las individualidades

son eufóricamente abolidas. Aquí, como en otras partes, Homo festivus se lo pasa en grande; pero aquí más que en otras

partes, y aunque nadie ponga en duda sus buenas intenciones democráticas, se cree con el derecho a reivindicar aún un

privilegio heredado de los tiempos heroicos: el de ser considerado, a pesar de todo, un gran hombre, un individuo superior,

un mago, una lumbrera de masas, un faro de la humanidad. Ilusión de Antiguo Régimen, y hasta abuso flagrante, que sólo

sirven para que este asunto estético resulte un poco más confuso todavía.

Los representantes de la “elite enterada” no saben mucho, salvo que sería peligroso dejar que la cuestión del arte

contemporáneo se planteara en términos históricos, por el riesgo que entraña ver tomarse en serio la inconveniencia de

Hegel, la brutalidad de Nietzsche o la lucidez de Baudelaire. Por ello, la mayoría de cuantos han discutido recientemente

sobre el arte contemporáneo han dejado cuidadosamente de lado la eventualidad del final del arte. Como no disponen de

ninguna teoría que dé cuenta de este final, se les va la vida en ponerlo en duda. Aquello de lo que no pueden ofrecer ninguna

explicación no quieren en modo alguno que otros lo aborden. Niegan lo que no pueden comprender. Y ponen a escurrir a

quienes han tenido la desgracia de descifrar más que ellos. Su oscurantismo triunfal es muy particular. Es el enemigo exacto

de la libertad.

Toda esta querella postiza se ha desatado en plena atmósfera de euforia ahistórica y de complicidad para negar lo real,

peculiaridades de la era hiperfestiva. Los paladines del arte actual agotaron sus últimos cartuchos acusando a los que lo

denigran de ser tan obtusos como los espectadores del siglo XIX cuando se reían de Monet o de Cézanne y se oponían a que

se erigiera el Balzac de Rodin. Se han limitado a continuar una operación de chantaje y de intimidación que empieza a oler a

cerrado. En cuanto a los vanguardistas de antes (de la época ahora antediluviana en la que esa noción tenía sentido), si son

denunciados como sospechosos de no siempre haber estado donde deberían estar, es decir, en la punta del progreso y de la

lucha por la emancipación es que quienes hoy se ocupan de las vanguardias están primero y sobre todo en la punta del

poder. Progresistas en el vacío, emancipadores sin riesgo, vanguardistas conniventes, todos los altaneros examinadores de la

“recuperación” de los movimientos revolucionarios de antaño son unos recuperados de nacimiento o de vocación, cuyo

trabajo consiste en camuflar incesantemente esa recuperación. Quienes sostienen el arte contemporáneo lanzan una nueva

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guerra del opio para forzar a aceptar como obras de arte la pacotilla que bricolean desde hace casi cincuenta años unos

hombres y unas mujeres que si se intitulan artistas es por faltarles obra y ocupación. Ahora bien, toda esta propaganda va

dirigida a un público cuya reticencia crece. Son intentos de trasplantes, y, como tales, corren peligro de rechazos rotundos.

Claro que no existe odio al arte (1). En cualquier caso, existe menos entre quienes ponen en duda la pertinencia misma

del arte contemporáneo que entre los que se empeñan absolutamente en simular que creen que el arte del periodo

posthistórico sigue siendo arte. ¿Quién va a querer la muerte de esos desgraciados artistas a los que ya nada logrará sacar de

su miseria, salvo el más frío de los monstruos frío hoy, el Estado, cuyo apoyo cultural ha sido uno de los espectáculos más

obscenos que haya habido que soportar desde hace unos veinte años? Nadie. Y su martirio aun lo deseamos menos. Sólo

querríamos que dejaran de decirse artistas como habían podido serlo Miguel Ángel, Degas o Giotto durante el período

histórico; y que no sigan considerándose herederos suyos (nos sabemos la copla habitual de estos maestros-cantores: “Los

que escupen sobre mi obra son los descendientes de los que escupían sobre Manet”). No es pedirles demasiado que busquen

palabras nuevas para designar sus actividades en el espacio Arte. Podría servirles de inspiración el inimitable estilo en el que

se han propuesto los “empleos jóvenes” de Martine Aubry: les quedaría bastante bien intitularse agentes de ambiente

simbólico, coordinadores-pintura o mediadores plásticos. Aunque la verdad es que entran en arte como antaño se entraba en

religión: porque no se tenía ninguna esperanza de heredar de nadie. El despoblamiento del campo, y después el aumento del

paro, son las causas prosaicamente desoladoras y sociológicas de esta inflación de artistas, de la post-guerra, febrilmente

poseídos de su apostolado poético-mágico procedente de ningún sitio y transfigurado en misión creadora. Todavía las

“Treinta Gloriosas”, donde había trabajo para casi todo el mundo, nos ahorraron, qué duda cabe, algunas vocaciones

artísticas suplementarias, afortunadamente derivadas en su momento hacia profesiones más decentes. Esa época, ay, se

acabó del todo. Sobre el mantillo de la “exclusión” y del paro galopante, los artistas proliferan; y se nutren en circuito

cerrado de toda esa miseria cuyos parásitos son.

Sabiéndose injustificados, pretenden legitimarse haciendo gala de una bondad, una compasión, una dedicación a los

intereses de los más desfavorecidos con las que intentan desarmar una hostilidad creciente. Siempre al salir de la Historia se

invoca la moral, con la que aún se espera dar al presente apariencia de eternidad. En la jerga de nuestro tiempo, al arte

contemporáneo se le alabará por ser “ecléctico e híbrido”, o por “poner en práctica un pluralismo impuro”. Lo cual significa

que de entrada ya posee su etiqueta de indispensable, multicultural y mestizo. Convertido en una suerte de medicina

paralela, con el mismo título que la fitoterapia, la homeopatía, la acupuntura, la aurículoterapia, la litoterapia, la

aromaterapia o el hierbalismo, el arte pondera las virtudes milagrosas de sus plantas medicinales en el tratamiento o la

prevención de las enfermedades sociales. A partir de ahí, ¿quién podría atreverse a lanzar una mirada crítica o descarada a

los cromos neo-sulpicianos que puede prodigar? Tanto más cuanto que esos cromos reivindican, sin dejar de ser cromos, un

estatus de obras revolucionarias: quieren hacerse aceptar al mismo tiempo como “provocaciones” y como buenas acciones.

Consideran que el público los recibe a la vez como “chocs” y medicamentos. Hace unos meses, Libération les preguntaba a

unos artistas: “¿De qué, de quién os sentís contemporáneos?”. “Del multiculturalismo, de la victoria electoral de la

izquierda, de los sin papeles”, les respondió uno de esos buenos apóstoles. “De mis colegas, aborígenes o no”, replicó otro.

“De la familia del mundo”, ha encarecido un tercero. Tales camelos, que casi vuelven refrescantes, a posteriori, el

compromiso proletario del pintor realista-socialista Fougeron y sus cuadros tenebrosamente militantes que representaban

accidentes de trabajo. Sobre todo, tales profesiones de fe, que basta imaginarlas en la boca de Rubens, Cézanne, Renoir,

Velázquez o Delacroix para descacharrarse.

Ya no hay diferencia entre el discurso de los artistas, el de la elite ilustrada y los de la clase política. También aquí se ha

producido la fusión, se ha borrado la división sexual, han desaparecido las discriminaciones, se ha ahogado todo en una

misma y lamentable homilía sobre la necesidad de la tolerancia, el envilecimiento del racismo, la suavidad de la libertad de

expresión, la bajeza ante los “valores” de un tiempo demolido. Tampoco hay diferencia entre los artistas y lo que representa

hoy el extremismo festivo más antipático. Así es que, en Bellas Artes, tienda confitera de la buena conciencia vanguardista

desconfiturada, deshecha, es posible descubrir los turbadoramente conmovedores lazos que mantienen las “artes visuales”

con la cretinez festivísima de la “cultura tecno”; la cual –se nos dice, lo que tranquiliza mucho- “construye los modos de

vida de mañana”. Esta unión de dos artes tan incomible el uno como el otro, pero ambos rigurosamente ciudadanos, al

enterado no puede menos que regocijarle: estaban hechos para casarse. Les deseamos que sean felices y que terminen sus

días juntos, a condición de que sea lo antes posible.

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Recitando un catecismo que no cuesta nada, las bellas almas renuevan sin cesar su derecho a evolucionar en las esferas

superiores. El arte contemporáneo es así un charity-business. La representación que la sociedad hiperfestiva se ofrece a sí

misma de su unidad pasa por la exhibición de un tejido social desgarrado. Estos desgarros exhibidos son heridas que deben

ser curadas. Esas heridas justifican la defensa cada vez más febril de ciertos fenómenos supuestamente capaces de

cicatrizarlas: el deporte que favorece la integración y reabsorbe la violencia, la música como lenguaje universal, el arte

contemporáneo que ya no tiene otra legitimación que combatir las “fracturas”. Gracias a todas estas cruzadas, Homo

festivus consolida todas las negaciones por las que reina (negación del no-mundo, negación del final de la Historia,

negación del conjunto de diferencias aún existentes a pesar de todo). Esta sociedad que desconoce su nombre y que no sabe

ya adónde va, se apresura en asignar misiones para todo aquello que juzga indispensable conservar. Lo que ella no está ya

en condiciones de hacer, exige que, en su lugar, lo hagan ciertas instancias. Así el arte se encuentra al cargo del trabajo

caritativo y de los sobresaltos compasivos. Se le pide que esté en lucha, también él, como todo el mundo (en lucha contra el

sida, contra la fractura social, etc.). Hasta ahora, algo imperceptible y frágil lo había protegido de verse asignar pareja

misión. Esa protección arraigaba entera en la distinción, aceptaba por casi todos, entre lo real y lo simbólico, o entre la obra

y la existencia. Entre las “manifestaciones de los tiempos modernos” (la técnica, la ciencia, la huida de los dioses, etc.),

Heidegger alineaba la entrada del arte en el horizonte de la estética, y designaba como una novedad que el arte pasara en

adelante por ser expresión de la vida humana. Pero los artistas se presentan hoy más bien como intérpretes de todo

el pathos de la vida cotidiana. Aún le habría provocado una carcajada a cualquier aficionado de los años setenta el que se le

hubiera contado que el arte debería un día asumir el caos del desamparo social. Los modernistas actuales, que se atribuyen

sin consultar a nadie la cualidad de continuadores de las dos o tres últimas generaciones de verdaderos modernistas, se dan

prisa en olvidar en nombre de qué negatividad radical y amoral eran celebradas las realizaciones de la modernidad de

entonces. Para no coger más que un ejemplo, resulta divertido recordar lo que Barthes, en 1973, en Le Plaisir du texte, tenía

la franqueza de decir a propósito de “esas producciones del arte contemporáneo que agotan su necesidad tan pronto como

han sido vistas (pues verlas es comprender inmediatamente cuál es el fin destructivo al que están expuestas: ya no hay en

ellas ninguna duración contemplativa o deleitosa)”. Estas palabras han cumplido ya veinticinco años y, si se quiere medir

el desastre que intentan conservar los modernistas actuales cuando defienden el arte contemporáneo contra los malvados

ataques de los reaccionarios, basta compararlas con las declaraciones del ultramodernista Douste-Blazy, ex ministro de

Cultura, hoy perdido tras el balance pero que brilló un instante con todas sus llamaradas cuando defendía el arte como si

fuera una minoría perseguida: “Debemos ayudar a los creadores porque es la única respuesta colectiva e individual que hoy

podemos aportar al desasosiego social” (2). También a él le debemos esa aproximación fulgurante y memorable, en una

tele-noche de lucha contra el sida: “Hoy son necesarios nuevos aliados a la medicina: los valores de la cultura y la

civilización”. En el mismo registro edificante, no sé ya qué reportero del Monde evocaba a esos “músicos, actores,

escenógrafos, coreógrafos, bailarines, escritores, plásticos, que no han dejado de describir, de denunciar y de combatir todas

las ‘fracturas’ de la actividad de los hombres –las desigualdades sociales evidentemente, pero también el repliegue sobre sí,

la violencia, el resurgir de los nacionalismos y los fundamentalismos, los conflictos armados, las hambrunas-, tantos

sufrimientos que son la esencia misma de la creación artística en un país democrático”. Más recientemente pudimos leer

en Le Nouvel Observateur el panegírico de una coreógrafa que dio “una nueva prueba de su compromiso al instalarse en un

bloque de viviendas” de las afueras de Lyón. Alquiló veintiocho apartamentos destinados a acoger un Centro coreográfico.

¿Su objetivo? “Contribuir a que reviviese el barrio con el baile”. Pero lo evidente es lo contrario, que todo lo que intenta

hacer revivir era su arte muerto, la danza, trasfundiéndole un poco de sangre fresca de los barrios con dificultades. El nuevo

realismo-dolorismo se pretende el amigo de todas las miserias y no podríamos reprochárselo. Lo hiperfestivo incluye lo

humanitario y lo caritativo; y el arte no se puede apartar si quiere continuar haciéndose la ilusión de que perdura. De todos

modos, no le queda más que esta ilusión.

El retorno del arte (que no tenía su finalidad más que en la negación y que sólo evolucionaba por ella) como organismo

de beneficencia, como agente de los derechos humanos, cuando no como héroe anti-espectacular (existen profesionales de

lo “subversivo” y de lo “perturbador” que argumentan que el arte moderno está contra los medios de difusión, que el arsenal

de imágenes y técnicas que lo compone es una muralla contra la imbecilidad espectacular), representa una desaparición

mucho más fatal y mortal que todos los ataques que haya podido sufrir. La Historia, es decir, el proceso de “transformación

de la naturaleza en hombre” (Marx) no siempre existió. No hay ninguna garantía de que la negatividad que está en su

origen, y que ha seguido siendo su motor durante largo tiempo, sea inmortal. Esta negatividad es inagotable e

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inagotablemente creadora sólo mientras subsista en el hombre el miedo a recaer, sin ella, en la animalidad. Es probable que

el arte, su desarrollo histórico, proceda enteramente de este terror. Las obras de los grandes pintores a través de los siglos

son las voces de esta angustia: son la negatividad misma transformándose en cualidad. Pero cuando esta negatividad ya no

encuentra donde ilustrarse, cuando los grandes enfrentamientos (las “guerras a muerte por el reconocimiento”) han

desaparecido, cuando la realización de la igualdad, la búsqueda de la satisfacción de las necesidades y la demanda de la

seguridad se han convertido en las únicas preocupaciones del ser vivo, lo menos que cabe decir es que eso no crea un medio

muy favorable para proseguir con la creación artística. Nietzsche estaba convencido de que toda gran creación procedía del

deseo de hacerse conocer como superior a los demás. Si la negación desaparece (“la acción que niega lo dado”), entonces

los hombres vuelven a encontrarse con la animalidad (una animalidad totalmente nueva); y, en efecto, el arte como

realización de la negatividad se convierte en algo del pasado.

El único ejercicio crítico posible entonces, el único uso libre de la negatividad quizá se reduzca a constatar y a estudiar

esa situación desde fuera. Lo que, por supuesto, tratan de impedir los defensores del arte. Ellos, que dicen estar preocupados

por el destino del arte vivo, son ahora los peores enemigos de todo pensamiento crítico, y por tanto vivo. Se han convertido

en los conservadores de una supervivencia que incluso olvidó que había estado viva cuando era negación. Al no percatarse

de que han cambiado de época, de vocabulario y de sistema de referencias, traicionan aún más lo que pretenden

salvaguardar. Hasta su propio estilo no es ya más que el del consentimiento más servil. Como lo expresa un plumífero

de Bellas Artes: “Vivimos una época formidable y de una creatividad inaudita. Y esto es sólo el inicio de una larga

aventura.” Su lengua muerta no es sino la de la ratificación y el consentimiento; la de los esclavos encadenados y

encantados de estarlo.

Pero con el arte sucede como sucedió, no hace mucho, con la existencia de Dios: tan pronto como esta existencia se

convierte en un problema, todo está ya acabado y la causa perdida; hasta el sentido común la ha abandonado.

(1) Alusión al libro de Philippe Dagen, La Haine de l’art (Grasset, octubre de 1997), en el que el crítico de Le Monde se las

había con las críticas al arte contemporáneo emitidas por Marc Fumaroli, Jean Baudrillard, Jean Clair, Philippe Domecq, y,

en particular, con estos dos últimos, contra los cuales Le Monde y Art Press se habían movilizado los meses anteriores.

Ver infra, p. 259 [final del capítulo “E perpendiculoso sporgersi”, de noviembre de 1998].

(2) Algunos meses después, y como para permitir verificar que la unificación de los territorios del cretinismo no es

un mito, la insostenible Trautmann, ministra de los Estereotipos, hacía como es debido el elogio del arte

contemporáneo porque éste “participa en la noción de ciudadanía”. No se podría decir mejor. Y proseguía: “El arte

contemporáneo es un arte que innova, desestabiliza, subvierte las formas estéticas generalmente aceptadas”. En

cualquier caso, lo que en todo esto no corre peligro de ser desestabilizado ni subvertido son los lugares comunes, los

clichés, las trivialidades de la modernidad, repetidas una vez más en toda su chochez con igual adiposa simpleza

(noviembre de 1998).

[Traducción: Jesús María Ayuso Díez]

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| Philippe Muray El imperio del bien

La tiranía cordícola reemplaza muy ventajosamente, creo, a las viejas dictaduras agotadas y a sus dislocadas ideologías. El

Consenso ha desplazado al Comunismo sólo porque, por fin, lo realiza. De la misma forma, no se debe sólo a un rasgo de

humor descacharrante que el Partido Comunista Italiano, el PCI, acabe de ser rebautizado como PDS. O que el inmundo

concepto americano de lo politically correct se abrevie en los medios como PC. La colectivización se da el último retoque,

pero en colores y con música. Nos veo a todos muy comunistas, más comunistas que nunca, aunque todavía sea poco

demostrable. No comunistas visibles, evidentemente, siniestros gulaguistas de cromo de colores, guepeuistas

ensangrentados. No seré yo, que nunca me he mojado en ese charco ni el dedo chico del pie, el que vaya a afligirse por el

lastimoso final de los marxistas, aunque en esa historia haya habido, a pesar de todo, en lo recóndito de sus delirios, un

poquito de algo simpático, un vago foco de abominación por el cual, de vez en cuando, se escaparon unas modestas nubes

que apestaban mala voluntad para con los "poseedores", por ejemplo, los "burgueses", los "ricos", los "pudientes". Pero, en

fin, esa gente nunca ha sido mi "familia". No han resistido, hay que reconocerlo, frente a la ascensión de los Cordícolas.

Éstos han demostrado que se podía hacer lo mismo, alcanzar las mismas metas gregarias y solidarias, llevar a cabo la misma

aniquilación de la idea de propiedad privada de cualesquiera bienes (no sólo los de consumo y los de producción), pero con

menos costes y con alegría, lejos de toda perspectiva de desorden, de toda amenaza de baño de sangre. El telecolectivismo

filantrópico hereda a la perfección, y con toda suavidad, el despotismo comunista, así como los alardes virtuoso de su

edificante literatura, tanto sus pastorales aragonescas como sus idilios eluardianos.

Cada cerebro es un koljoz. El Imperio del Bien retoma sin modificarlos demasiado no pocos rasgos de la antigua utopía. La

burocracia, la delación, una adoración de la juventud que pone la carne de gallina, la inmaterialización del todo

pensamiento, la eliminación del espíritu crítico, el obsceno adiestramiento de las masas, la aniquilación de la Historia bajo

sus reactualizaciones forzadas, la apelación kitsch al sentimiento contra la razón, el odio al pasado y la uniformización de

los modos de vida. Todo ha ido rápido, muy rápido. Los últimos núcleos de resistencia se dispersan, la Milicia de la

Imágenes ocupa el terreno a fuerza de sonrisas. En el fondo, de las grandes ideologías colectivistas sólo han caído los

capítulos más ridículos (la dictadura del proletariado, en primer lugar). Lo invariante permanece, es gregario, no hay peligro

de que desaparezca. La fantasmada del gran retorno de la llama del individualismo, en un mundo de donde se ha eliminado

toda singularidad, es por tanto una de esas tartas de crema periodístico-sociológica consoladora que no acaba de divertirme.

¿En qué rincón perdido de este globo idiota? Si todo el mundo pudiera contemplar como yo, desde donde escribo en este

momento, los trescientos millones de bueyes que se aprestan, en todo el planeta, a coger sus vacaciones de verano,

reflexionaríamos antes de hablar. El individuo no va a volver ahora, si es que existió alguna vez. Salvo como artefacto, claro

está. Como robot para zonas peatonales. Como asalariado para pistas de esquí. El otro día salgo de mi caa. Cuando bajo los

escalones del metro, veo el titular enorme de un diario: "20 H: ¡FRANCIA SE PARA!" ¡Vaya!, me digo, por fin, ya era

hora, también ellos se han dado cuenta... A pesar de todo, me asalta la duda, me acerco al quiosco, nunca se sabe, quizás

haya una huelga general, voy a volver a quedarme bloqueado en un tren. Me acerco más. Leo. ¡Descubro entonces que se

trata de no sé qué partido de fútbol que todos los franceses, a partir de las ocho de la tarde, supuestamente iban a

vivir juntos ante sus aparatos de televisión! "¿FRANCIA SE PARA?" ¿Todo el mundo? ¿De verdad? ¿Toda Francia? ¿Lo

creemos? ¿Estamos seguros del todo?

Dos días después, muy de mañana, por la radio, una nueva consigna: "¡Hoy, jornada sin tabaco! ¡Fumadores, es vuestro

último cigarrillo! ¡Se acabó! ¡Excomulgados! ¡La OMS somete al planeta a un régimen sin nicotina!

Pero, ¿qué es la OMS? ¿Qué tengo yo que ver con la OMS? ¿Por qué se mete en esto la OMS? ¿Me han preguntado a mí la

OMS antes de elegir el color de mis días? ¿He firmado un contrato? Y además, ¿dónde se reúne una OMS? ¿Qué es eso?

¿Una secta? ¿Un consorcio? ¿Un Sindicato del Crimen todopoderoso? ¿Un grupúsculo mundial anónimo? ¿El nombre

verdadero del Gran Hermano? Todo el mundo se felicita por haber visto derrumbarse, a los largo de los años del siglo XX,

al Gran Hermano, bajo no pocas máscaras. Verdadero, enorme, sangriento. ¿Y si también él hubiera cambiado? ¿Y si se

hubiera convertido en un Gran Hermano amable, distendido y tranquilizador? ¿En un Gran Hermano protector de la

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naturaleza y también de la salud pública? ¿Saturado de filantropía, repleto de ofertas que no se pueden rechazar e hinchado

de proyectos irreprochables? ¿Más colectivista todavía que antaño, pero esta vez en el buen sentido, en el sentido

verdaderamente caritativo?