Plagiador
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Plagiador
Javier Velasco
El plagiador era un buen amigo mío que se dedicaba al cuento corto por, allá
por los días aburridos en que no éramos sino universitarios promedio; estaba gran
parte del día con una sonrisa boquiabierta y una libreta, estudiando con detenimiento
las conversaciones con que se cruzaba, tratando de obtener insumos de su entorno
próximo y de las inmensas redes de palabras que se cruzaban como zumbidos de
abejas en cada mesa, cada pasillo, cada calle, bus y rincón de la ciudad. Así fue como
poco a poco llegó a descubrir una fórmula casi infalible mediante la cual podía
convertir situaciones posiblemente inocuas en narraciones con una lógica identificable
y atractiva al lector, y que en algunos casos, sacaban más de una sonrisa. Nada
verdaderamente, podía llenarlo más que generar dos emociones: La identificación y la
risa. Por supuesto, es discutible si la risa es una emoción o si existe un denominativo
más apropiado.
El plagiador consiguió encumbrarse poco a poco gracias a su mecanismo de
producción literaria, llegando finalmente a publicar algunas letras en el suplemento de
fin de semana de un diario importante del país. Posteriormente el suplemento se
cambio a internet en busca de ampliar su público objetivo, lo cual desencadenó un
drástico cambio que obligó a todos los escritores ocasionales a formalizar su vínculo o
simplemente largarse del pasquín digital. En medio de ese recambio en el que varios
jóvenes quedaron desempleados, y otros conseguían jugosos contratos semestrales; el
plagiador, interesado en su futuro literario y sobre todo económico, comenzó a escribir
un cuento semanal para la edición del sábado, y la fama arribó llena de promesas y
luces de artificio. Hablamos claramente de una fama relativa, asentada en un pequeño
público; pero era fama al fin y al cabo. Tenía, para sostenerse a este ritmo
desenfrenado de productividad, dos años de cuentos cortos, los cuales empezó a
corregir para publicar de manera periódica, iniciando de esa forma una especie de
gotario literario, algo así como un sistema de especulación en su bolsa personal de
creatividad. El problema sobrevino cuando notó que esta jornada de trabajo le
quitaba, junto a su estudio universitario, casi todas las horas útiles del día, y por lo
tanto, no tenía tiempo para plagiar a nadie, puesto que prácticamente, no veía a nadie.
Estaba vacío de exterioridad, puesto que en general, era incapaz de generar aventuras
personales en su vida diaria de las cuales extraer alguna historia interesante, y sin las
del resto, la veta parecía agotada.
Trató entonces de plagiar a su madre, con quien vivía en Pudahuel sur, pero
verdaderamente era muy fome como para hablar de ella; dedicada todo el día a sus
insípidas labores de casa, cocinando, en la medida de lo posible, platillos diferentes
cada semana, algunos de las cuales tenía que inventar o copiar de matinales; así
mismo, se desvivía limpiando baño, cocina y living –porque con la habitación de su hijo
no se metía desde que encontrase fotografías de mujeres teniendo relaciones sexuales
con maquinaria agrícola- y cuidando a su hermano que tenía una extraña discapacidad
similar a la ceguera, pero a la inversa. La intrascendencia de esta vida, como la de las
vidas de todas las dueñas de casa en general, era evidente para el plagiador; el caso de
su madre era más aburrido que el promedio, además, dado que se veía obligada a
realizar todas estas labores utilizando tan sólo el antebrazo izquierdo, puesto perdió el
otro en un confuso accidente en las oficinas de Sernatur de Valparaíso, a mediados del
gobierno de Frei Ruiz- Tagle.
Pensó luego en plagiar algún momento de la vida de un micrero –ya que pasaba
bastante tiempo sobre los buses de la locomoción colectiva- pero eran hombres
verdaderamente insípidos, a los que no les ocurría nada. Una vez, a eso de las cuatro
de la mañana, el plagiador venía sobre uno de estos vehículos, cuando repentinamente
subió un tipo borracho pidiéndole al conductor que lo dejara en no sé que calle,
puesto que iba en busca de quien pensaba era la mujer de su vida. El micrero se limitó
a responder que se sentara y que él le avisaría. El pasajero le contó los detalles, como
que la había conocido horas antes en una borrachera masiva de fin de semestre en una
lejana facultad de la universidad a la que pertenecía, y que luego de pedirle su número
de teléfono, la vio desaparecer entre la multitud. El conductor lo interrogó acerca de
cómo había averiguado el lugar donde ella vivía, y él confesó que en el papel con el
número de teléfono ella había escrito también su dirección. A los pocos minutos, y
luego de un abrazo, el pasajero descendió en una calle desierta llena de edificios con
las luces apagadas, que como fantasmas enormes de concreto, lo juzgaban desde la
altura de sus ojos de vidrio.
No veía a sus amigos casi nunca, y reitero, verdaderamente casi nunca; apenas
una cerveza o dos en algún local ruidoso a mitad de la semana, con interrupciones
desagradables de todo tipo. Además, en apariencia, sus vidas se tornaban
progresivamente más aburridas, a tal punto que sacar usufructo de sus nuevas
experiencias -relativas al trabajo asalariado, el robo hormiga y el microtráfico de
estupefacientes- se volvía imposible. Con el tiempo, los que pololeaban empezaban a
vivir juntos, y los que estudiaban para los exámenes de grado eran ya profesionales.
Peor aun –el plagiador creía que esto era central en el problema- bebían poquísimo,
siendo por supuesto, cada vez menos sinceros y más decorosos. Aburrido entonces, el
plagiador se retiraba temprano de estas esporádicas reuniones, y se iba a casa, donde
se sentaba a contar los pocos cuentos sin publicar que quedaban en la carpeta “Mis
Documentos”, los cuales significaban sus últimos ingresos, tanto económicos como
personales. Una editorial capitalina le ofrecía por esos días, desconociendo su sequía
creativa, publicar una pequeña antología de tapas blandas, pero estaba igual de
complicado con eso, puesto que no podía repetir los ya publicados en el diario y
además, debían ser de una extensión mayor a la que estaba acostumbrado a producir.
Entonces, desesperado, el plagiador decidió inventar.
Primero, escribió la historia de una pareja de lesbianas, que vivía la tragedia del
desamor al caer flechada una de ella tras conocer a un trapecista callejero, que tendía
la cuerda floja sobre la que trabajaba, de un poste de semáforo al otro, en plena calle
Apoquindo. La joven que caía en este aventurezco amor heterosexual –por primera vez
en su vida- se iba con su amante a Tongoy, donde instalados en un sucucho oscuro,
concretaban físicamente sus pasiones, siendo descubiertos a mitad del acto por la otra
lesbiana, que procedía a cortar el miembro del trapecista, lo cual era una tragedia,
porque como es bien sabido, la amputación del miembro viril disminuye el equilibrio,
de igual forma que lo hacen las lesiones al oído medio, por lo que el mutilado
personaje se vio obligado dedicar su vida a ingratas labores de oficina propias de un
funcionario público sin título universitario. Las chicas se volvieron a enamorar, puesto
que la más femenina de ellas, que era la que se había arrancado con el trapecista, vio
en este acto de pasión de su mujer un condicionante brutal para volver a sus brazos. El
problema es que la extirpadora estaba aun enojadísima, por lo cual decidió acostarse
con el padre de su pareja, con el consentimiento de la otra, con tal de tenerla de
vuelta. Obviamente, como ya habrán predicho –no es una gran narración, entendamos
que es la primera en que este sujeto no se basaba en hechos reales- el amor surge
ahora entre el padre y la joven, y la otra niña se queda sola y profundamente
despechada. El desprolijo y evidente contenido moral de esta narración bizantina y
repulsiva, así como su desarrollo obvio y morbosidad absurda, motivaron al editor del
pasquín electrónico a rechazarla de inmediato. El plagiador, buscando una respuesta
que explicase el desahucio, acudió a las oficinas materiales del diario, donde le dijeron
“Los nexos psicoanalíticos obvios y el simbolismo evidente lo vuelven un cuento
sórdido, fome y nada de original… Freud no esta ya de moda amigo, ahora hay que
tratar de ir más lejos, como Gabriel García Márquez, que renueva el estilo a cada
libro”.
El plagiador estaba destruido.
Se puso de cabeza a escribir otra historia, que esta vez trataba de un hombre
enamorado de un buzón de Correos de Chile, ubicado cerca de la esquina de Larraín
con Javiera Carrera. La historia no era mala, el protagonista pasaba largas noches
abrazado del buzón, conversando con él y riendo jovialmente. La familia del joven
intentaba ponerlo en cuarentena psicológica, en el psiquiátrico de la universidad de
Chile, pero los médicos consideraban que no había una enfermedad real, sino apenas
una fijación juvenil, por lo demás, jocosa. Una de las doctoras incluso, se interesa
sexualmente en él, poniendo un walkie talkie dentro de una carta e ingresándola en el
buzón, para luego, desde un departamento arrendado cerca del lugar de los hechos,
justo sobre una peluquería, hablarle al protagonista. Gracias al pésimo sistema de
correos del país, la carta “cargada” permaneció varios días en el lugar, hasta que la
doctora sintió que era tiempo de dar la instrucción definitiva de que el joven fuese a
verla al departamento sobre la peluquería, con la excusa de que el buzón, a la noche
siguiente, reencarnaría en una mujer madura que se suicidaría sensualmente si no
recibía ayuda suya. El giro en la trama era que la psiquiatra, dándose cuenta de su
errático obrar, no es capaz de dar este paso y el joven, al volver al día siguiente y no
escuchar la voz de la doctora, se suicidaba por al desamor, con una tijera robada de la
peluquería, obtenida tras quebrar un vidrio de su vitrina con sus propias manos.
Está casi de mas decir que los editores consideraron que este cuento flojo, falto
de ritmo y de hecho, apenas la sombra de otras tantas narraciones que relatan la
misma historia casi arquetípica de la literatura latinoamericana; juzgándola una basura
que nada merecía del diario. Las autoridades del pasquín decidieron poner a prueba al
plagiador, a quien olían ya como un cadáver literario, a través de un ultimátum
terrible: “Necesitamos un cuento para este sábado, tan bueno, que olvidemos todos
los malos ratos que nos has hecho pasar con estas burlas a nuestra capacidad
cognoscitiva”. Mi amigo estaba destrozado, y casi no podía lidiar con su día a día,
enclaustrado con su hermano inversamente ciego y una madre parecida a un veterano
de Vietnam. Ser un escrito a pedido, o más bien, un escritor a plazos, cobrando
honorarios y sin previsión dental siquiera, lo tenía sumergido en una precariedad triste
y desdeñosa, que más aun, lo mantenía enajenado de toda posibilidad de encontrar
una historia buena a su alrededor, y visto que no podía generar una historia abstracta,
estaba, por decirlo al modo popular, entre la espada y la pared. Escaló entonces, una
tarde cálida de esa semana terrible, el árbol que desde su ventana podía alcanzarse
con una mano, y al llegar a su copa, a una altura en que todas las casas semisólidas de
dos pisos que conformaban la villa parecían de juguete, miró las calles sucias y los
automóviles descompuestos; los techos heridos y los niños jugando entre el polvo,
entrando y saliendo de sus bóvedas de intermit con los estómagos repletos de pan y
té. No había nada que contar. A lo lejos, las altas copas de agua daban un tono que
recordaba la mitológica ciudad del régimen militar, una ciudad muerta de polvorienta
gente triste e inarmónicos molinos de cemento encumbrándose por sobre la
sobredosis de semáforos y miedo. Su hermana, que se encontraba en un monasterio
budista en Lituania desde hacía unos diez años, le contó una vez antes de irse, que en
los ochenta la gente se vestía a diario como si se encontrasen en un enorme funeral de
la alegría; plomizos, cabizbajos; el centro, le decía, era ahora mucho más colorido, más
vivo, veloz, audaz, ruralmente cosmopolita… Era lo que se había transado a cambio de
borrar de la memoria activa la democracia y los sueños de libertad: un Santiago
integrado al ritmo mundial, a duras penas; con los perros y la iglesia de San Francisco y
el Santa Lucía, y los discapacitados arrastrándose entre celulares y sucursales de
multitiendas dispuestas como en un abrazo asfixiante, mezcla de olor a comida rápida
y cafetería nudista. Las copas de agua, así como la figura eterna de los gasómetros que
tejían desde el horizonte la figura gris del sur poniente de Santiago, hacían del
panorama nacional visible, desde la copa del árbol, un mundo de chatarra, el
resumidero, el lavaplatos de aquel planeta libre y desarrollado de afuera.
Nada que contar.
Se acercaba la fecha límite y el plagiador seguía mirando el techo, seguía sobre el
árbol, mirando estrellas, saludando a los minúsculos habitantes de su barrio que
pasaban allá abajo moviéndole la mano. La Mari, El Checho, La Pachi, El Carlitos; todos.
Ahí abajo, mitrando de vez en cuando hacia arriba y hablando aparentemente de él, se
fumaban un cigarro o dos; pero en la copa del árbol el aire era aparentemente más
delgado, así que al plagiador le costaba inhalar el humo, cansándose muy rápido. Por
eso prefería ahorrar los Belmont corrientes para cuando bajara, y tan sólo miraba a sus
espectadores con envidia de adicto al alquitrán, esa envidia lánguida, borrosa,
desvanecida. Una tarde de las pocas que duró la estancia en la cima, la Pachi subió
hasta donde él estaba encumbrado y le preguntó sus razones para permanecer ahí. Él
le contó todo, lo de los plagios, lo de las personas que lo rodeaban como sujetos y
objetos de sus cuentos, lo de la repentina fama, el éxito, el dinero. Luego, cómo todo
se acababa, como todo se disolvía y de repente no podía sino encerrarse rezando para
encontrar la veta perdida. La Pachi se ofreció a contarle una historia; él se negó, pero
ella insistió y finalmente comenzó a narrar sin permiso alguno.
Cuando tenía pocos años de edad, el sujeto que vivía con su madre comenzó a abusar
de ella. Debido al invierno, dormían los tres en una misma cama con ella en medio, en
el afán de su madre de proteger su salud de los maliciosos resfríos. Poco a poco, las
incursiones de este sujeto eran más avezadas, hasta que una noche se decidió a
sencillamente violarla y acabar el pegajoso y siniestro juego que se había alargado por
meses. Durante los años que siguieron a esto, ella sufrió física y psicológicamente, de
una manera inenarrable, hasta que la pubertad la alcanzó y su óptica de las cosas
cambió de un modo radical. El tipo, que se llamaba Don Vito, le invitaba helados y la
sacaba a pasear los domingos al centro. La defendía de los compañeros de curso que la
molestaban por su repentino y generoso desarrollo físico y hasta le ayudaba con las
tareas. A los catorce años, y obviamente a espaldas de su madre, ambos eran ya una
pareja. Lo amaba con todo su corazón y no podía, por lo demás, imaginar un placer
mayor que el que este tipo, Don Vito, le entregaba en cada encuentro sexual. Ella, con
el filtro de los años, imaginaba que eso ocurría por una especie de adaptación física de
su cuerpo al de su padrastro, o algo así. Cuando cumplió dieciséis años, conocieron al
señor Jesucristo y ambos ingresaron, con las risas de su madre zumbando
grotescamente en sus espaldas, a la iglesia pentecostal del barrio. Eran felices
saliendo, y ella quedó embarazada, teniendo a su primer hijo “de padre desconocido”
por el cual su madre le propinó varias palizas. Empezó a trabajar en un supermercado,
de cajera, y ocasionalmente trabajó de promotora en el barrio alto. Tenía en esos días
una bella figura y su metro ochenta de estatura le permitía fácilmente acceder a estos
puestos de trabajo. Terminó el colegio en un dos por uno y con ello estudió
secretariado bilingüe en un instituto técnico profesional. Su amante y ella se largaron
de la casa cuando cumplió diecinueve años y comenzaron a vivir juntos en una casita
en Renca, con un bebé que crecía y aprendía lo que en esos días era su pasión, el
fútbol. Ella impulsó su vida, y en la actualidad era la secretaria de un potentado
inversionista del barrio el Golf. Sobre todo, amaba a su marido, y él a ella; y ambos, a
su hijo nacido del amor y constancia de una relación de casi quince años.
El plagiador la miró boquiabierto.
- Pachi –le dijo- Tú tienes dieciocho, saliste del Carmela Carvajal y estudias Periodismo
en una importante universidad del barrio universitario (pujante núcleo intelectual del
país) no tienes ningún hijo y tus papás son médicos y viven juntos… de hecho estas hoy
día en este barrio únicamente porque tu pololo vive aquí, pero tú eres de Ñuñoa… y
sobre todo, no mides ni cagando más de un metro sesenta.
- … Mira –respondió- yo me ofrecí a contarte una historia; no hablé nunca de que fuera
cierta.