por Estefanía Contreras Tendidos en el tendedero por Zaira ... · tratando de tomar una decisión...
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El Cíclope por Estefanía Contreras
Tendidos en el tendedero... por Óscar Édgar López
Crisantemos por Zaira Gómez
Coordinación editorial:
Mario Eduardo Ángeles.
Imagen de Portada: Pedro M. Serrot.
Consejo Editorial: Miguel Escamilla, Salvador Huerta, Pedro M. Serrot, Erich Tang, Mo. Eduardo Ángeles,
Jesús Reyes.
Agradecimientos especiales a Roxana Jaramillo, Diana Isabel Enríquez, Cristian Padilla, Tzolquín Montiel,
Enrique Ibarra y David Morales.
Contacto:
latestadural i terar ia@gmai l .com
latestadurl i terar ia@hotmai l .com
México, Enero 2013.
Los derechos de los textos publicados pertenecen a sus auto-
res. Cuida el planeta, no desperdicies papel.
Viridiana Serna Reyes
(Ciudad de México 1988).
Escultora, pin-
tora, fotógrafa, caricaturista e
ilustradora.
Realizó, en
compañía del arquitecto Juan Velasco, las es-culturas del parque bicentenario
en el periodo 2008 -2009 y cuenta con varias exposiciones
dentro del estado de Querétaro.
CONTENIDO
El Cíclope Estefanía Contreras Cerón
Tendidos en el tendedero de
una tarde nunca atardecida Óscar Édgar López
Crisantemos Zaira Gómez
Estefanía Contreras
Cerón, (1988).
Estudió
Odontología en la U.A.Q.
Ha participado en tertulias litera-rias y publicado con La Charola, hecha con sacrificios humanos .
estef .contre ras@hotm ail .com
El Cíclope
Estefanía Contreras Cerón
Ilustración: Viridiana Serna Reyes
El Cíclope
Muchas vidas hay a nuestro alrede-
dor, indiferentes, lejanas la mayoría,
pero aún coinciden con nuestra breve-
dad.
Casualidad, una palabra muy acerta-
da para describir nuestras relaciones
personales, por lo general, gracias a
una, dos o más casualidades conocimos
a la gente que ahora figura adherida, co-
La Testadura 1
mo una estampa invisible, en lo que
llamamos corazón.
A veces pienso que las personas nos
resultan especiales no porque ellos indi-
vidualmente lo sean. Sino son especia-
les en la medida en que nosotros permi-
timos que se involucren en nuestra vida.
Podría confundirse con un ciclo: “los
dejamos entrar en nuestra vida porque
son especiales”.
Creo que su “especialidad” es pro-
porcional a cuanto tiempo les dedica-
mos del nuestro. Luego tan impercepti-
ble y natural como el agua de rio que
gota a gota ensancha su caudal, van en-
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sanchando su permanencia en nuestra
memoria. Cabe resaltar que en ningún
momento estas son cualidades de la
persona, no lo son. Y de aquí podemos
partir hacia muchas ramas resultantes
de la casualidad a largo plazo, como el
amor, los amantes, y todo lo que tenga
que ver con relaciones humanas.
Pero ¿qué pasaría si pudiéramos
intimar con todos los seres humanos y
no solo con quienes alcanza nuestro
radio social? ¿Realmente así podríamos
tomar una decisión objetiva y real de
con quien compartir nuestra efímera
existencia? Nunca lo sabremos.
La Testadura 3
Ese ensayo utópico nos llevaría la
vida entera y para entonces no habría
tiempo de tomar una decisión, de la-
mentarse quizá, por malgastar la vida
tratando de tomar una decisión que,
como todas, termina en dos vertientes:
lo correcto y lo equivocado. Las relacio-
nes humanas no caben en estas defini-
ciones.
Pero cuando alguna vez has estado
tan cerca de un rostro, que tus pestañas
acarician las pestañas de quien está
apoyando su frente contra la tuya, que
tu vista se acorta y sólo percibe los ojos
de tu pareja, que se aproximan tanto en-
La Testadura 4
tre sí que se desvanecen, hasta confun-
dirse en uno solo y te encuentras miran-
do a un ojo que te observa, te enfrentas
a un cíclope. Ese ojo no es perfecto,
puedes distinguir que son dos muy cer-
ca, si tu mirada o su mirada se desfasa,
rompe la ilusión. ¿Será esta una señal
de que esa persona no embona con tu
destino?
Los ojos siempre han representado
algo muy enigmático en nuestra espe-
cie. “Son la ventana al alma” reza el
dicho más popular. Para mí más que
ventana hacia al alma, son una ventana
al mundo, nuestra conexión más prác-
La Testadura 5
tica y eficiente con el exterior, una gran
ayuda para traducirnos este mundo,
pues basta con ver un mango para evo-
car también su olor y consistencia. Son
el lugar donde ocurre la mediación, la
batalla implacable de lo interno con lo
externo.
Es ahí donde apreciamos en nuestro
igual quién ha ganado, en esos constan-
tes intentos de fusión estampados en
nuestra retina que nos reprocha con
gotas; o un pasmo, indicio de la satura-
ción de tanto y tanto de lo exterior.
Son nuestros ojos quienes nos hacen
un boceto del futuro, son el imán que
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Foto: Abraham Cuevas
dirige nuestros pasos o el ancla que
detiene nuestro barco, son el lugar de
confusión.
¿Por qué tenemos dos si no pode-
mos dirigirlos en direcciones diferentes?
Y si fuera así, no sabríamos hacia donde
caminar.
Tal vez es para ayudarnos a encon-
trar a nuestro cíclope, tal vez debería-
mos andar como los perros, que su pri-
mer contacto es oler su cola, tal vez así
deberíamos saludarnos, tan cerca para
ver nuestro cíclope, hasta encontrar esa
perfecta unión que puede ahorrarnos
mucho tiempo y desgaste.
La Testadura 8
Pero ¿para qué querríamos encon-
trar a nuestro cíclope perfecto? A lo me-
jor seríamos más felices y a la primera,
pero caeríamos tantas veces a la tristeza
a razón de esos cíclopes hermosos que
no encajarían con esta referencia. Nos
restaría tantas páginas de locura, nos
quitaría el sazón de lo equivocado, no
habría resabios de otras bocas, ni con-
tracciones en el pecho, no habría poema
XX, ni batallas en el desierto, ni un prin-
cipito enamorado de una rosa.
Basta con que dejemos invadir un
poco nuestra burbuja para realmente
interactuar con nuestra especie, para
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dejar de buscar a uno y sentir la identifi-
cación con todo, la fusión extrasensorial
que te posibilita el quitar los juicios an-
ticipados, en este laberinto caótico, tan
excitante como aterrador, tan líquido y
compartido que es la vida.
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Foto: Macaria España
Óscar Édgar López
(Zacatecas, Zac., 1984)
Licenciado en Letras por la
UAZ. Ha publi-cado: Ella ama lo puerco que soy (Espacios
literarios 2005), Solo y sin bolsillos para meter las
manos antes de llorar (Tierra adentro 2006). Es el autor de Una Catedráti-ca que muerde (La Testadura no. 8) y Madame Píldoras (La Testadura no.
18).
Tendidos en el tendedero
de una tarde nunca atardecida
Óscar Édgar López
Foto: Viridiana Serna Reyes
Tendidos en el tendedero de
una tarde nunca atardecida
Soy manos de hielo desde el desier-
to, escribo para contenerme, para evitar
el estallido de las ventanas y los vasos,
para tragarme el ansia cabrona, estos
dientes que chirrían, ese desamparo
que me cuece. Y usted como si estuviera
viva, como si viniera del mercado y la
espera terminará en abrazo, quihubo
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mijo. Pero es la sombra de ese eucalipto
la que baña estas baldosas, la cal de los
callejones, la panza de los perros recos-
tados en el sopor de la tarde que es
cruel y lejana. La veo caminar y lloro;
son las ramas, pienso y repienso, son
las ramas a quienes el viento maldito no
da tregua. Difusa avanza, pero no me
acurruca, ni me dice ya no bebas. Fue su
mano ancha de señora tremebunda,
preocupada por la olla en el fuego, por
los dientes de los bebés. Así viene ahora
como venía siempre, pero es todas las
hojas secas en el pasto, es la botella a
medias, escondida entre mi ropa, un
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traguito para despistar a la memoria y
otro largo, largo para adormecer al cora-
je. Yo no la enterré con resoplidos, ni un
sollozo de pobre crío, ahora la veo acer-
case, ¿me traerá chocolate de metate y
patas de cerdo?, o vendrá triste por mi-
rar a la ciudad volcar los despojos de su
niñez. Esos autos y esas personas que
nada saben de los hermosos ríos, de las
espinosas nopaleras donde usted le
halló el gusto a la vida, ahora que nadie
encuentra el gusto por nada, ahora que
más vale llegar a tiempo, estarse las
horas metido en el dinero. Usted viró el
curso de las catalinas, bebió la jalea de
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las biznagas, correteó a la liebre cansina
por la vereda polvorosa. Y yo el inútil no
hago sino llorarla, aunque de nada val-
drá la ausencia invocada, el martirio de
no entender la multiplicación de su
cuerpo en las estrías de la hierba, en las
mismas criaturas que le hablaron: bruja
bonita, tierna tamalera, esclava del ajo y
la rodaja; ahí viene ya, casi me toca su
fantasma, casi voltea cuando la llamo,
pero es la sombra, las hojitas, el trago
largo, largo. Usted se vengó abuela, por
eso ha de volver tan seguido, por eso se
ha de esconder en brazos del viento.
Pero debe saber que la culpa es de los
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Foto: Mo. Eduardo Ángeles
santos, todos los monigotes a los que
adoró con ollas gigantes de mole y arroz,
ninguno de ellos estuvo el día de mi
muerte, ninguno detuvo sus manos, ni
frenó su rabia; arcángeles acuclillados
la vieron conjurar, invocar. Estoy sin voz,
y sin vos me siento, mudo de ti, silencia-
do mi tormento. No hay palabras que
domesticar, no muerdo a la vida vasta,
¿qué será querer si es lamento?, un
nudo desanudado, un laúd enronqueci-
do, un rosal herido en el centro por el
silencio. Si visto de negro de luto vestido
aparezco, ¿será el barullo o será la fe-
cha de mi sepelio? Y el tuyo. Amo a la
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noche helada que clausuró mi garganta,
amo la espuma de tu voz que brinca de
la bocina en el amanecer funesto. No te
puedo querer sin que me quieran muer-
to, si brindo danzas si danzas bailo, ami-
ga soñada: te espero despierto. Truhán y
mendicante a mi pecho siento ladrar
como un mástil furioso, curioso que le
ladre a mi sombra, ¿será que sabe como
rondo jorobado tu calle?, ¿conocerá de
la noche los mismos despojos?, dime
muerto si esta daga se guardó en tu cos-
tado, si fue la ventisca de Octubre o la
cereza madura del cansancio, ¿o qué
fue entonces el encanto? Limpia sigue
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tu tez de muchacha antigua, lívida dur-
miente de un denuedo ensortijado, do-
lorosa dueles a mi duelo, de ti espero
amor sin corona ni escapulario. Y a ella,
a la que usted nunca aceptó, hurgar en
sus cajones sin ningún resultado, sólo
tenía el dinero de la venta de suéteres,
¿y toda la feria de la herencia? Usted la
adivinó desde antes, cuando llegó a
tocar la puerta, esta viene a chingarme,
pensó camino a la cocina, cerró la entra-
da y las cortinas como hacía siempre
con las clientas de la quiromancia y las
limpias. Se tardó buen rato, tres o cua-
tro horas, pero muy calladas, apenas se
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oían murmullos, pegada la oreja a la
ventana de mi habitación escuché que
cerró la puerta, que arrastró el anunció
hasta el zaguán, salí para preguntarle
por qué cerraba temprano, pero no con-
testó, una mirada furiosa nada más,
para entonces ya tenias prisa por prepa-
rarlo todo. El amor es una ánfora donde
se esconden los lagartos, también una
jugada. Lo que fue de la especie es vi-
cio, aullido de la carne, culto al pellejo;
porque las pequeñas certezas van dis-
frazadas de verdades intachables, a
ellas sujetamos las anclas, guardamos
las velas. La higiene es para los ángeles,
La Testadura 22
porque no tienen sexo y jamás sabrán
como saben, como huelen y vuelan los
nuestros; aquella vorágine de vellos
sudados, tu flacura flotaba en el cuarto,
todo el olor del tabaco que nunca termi-
nas-té. Pero hay que construir la certeza,
no viene de ninguna parte, hay que
arrastrarla, hacerla entrar al pecho, de
ahí la dolencia, de no poderla domesti-
car, a esa verdad dolorosa, a ese payaso
absurdo que se ríe de uno. El amor es un
ánfora donde duermen los lagartos, sa-
lamandras de fuegos calmos ardidas en
sus pieles múltiples, camaleones que
rugen con sangre desde los ojos, una
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mordida en la nalga de esa puta que es
la vida, maldita farsante de caderas
malignas, burlarte del pobrediablo que
dilapida el salario, el sabio de cantina
que le recita a tus pechos velardinas
florituras, los idiotas de dedos felices,
teclea que teclea recibos. Ese lagarto ha
salido del ámpula, que se guarde, que
se meta el condenado, no lo veas ni le
creas el disfraz de santo, esa barba y el
báculo son ilusión, mira sus colmillos,
tan grandes como los de Cristo. En la
calle, camino a casa ella me alcanzó,
tenía bien fraguado el plan, comenzó
por hacerme creer que jugaríamos del
La Testadura 24
Foto: Mo. Eduardo Ángeles
mismo bando, mira, me dijo maliciosa,
tu abuela te trata muy mal, deberías
mostrarle que eres independiente, que
los tienes grandotes. Cohibido y excita-
do, pues aparte del cuerpo apetecible
se encimaba como una ardilla a un ár-
bol, le dije que no eras malvada, al con-
trario, recalqué cuando me soltó la ca-
misa, mi abuela es la única que me ayu-
da a sobrevivir. Ayer mantuve la aten-
ción en algo más que llenar el hueco
infinito y mortal de la impaciencia. Una
pareja que se besaba detrás de una
camioneta me hizo imaginarte recosta-
da sobre la cajuela. Las manos del
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muchacho eran las mías, los ojos tuyos
los de ella, de ella tu respiración de cria-
tura adolecente. Creciéndonos. Soy ma-
nos de hielo desde el desierto, escribo
para contenerme, para evitar el estallido
de las ventanas y los vasos, para tragar-
me el ansia cabrona, estos dientes que
chirrían, ese desamparo que me cuece;
nostalgia de tu sexo en donde caben
todos los cuentos, sin ser verdad ni ser
mentidos, y qué importa sin son menti-
ras, la verdad es que me hundo, confor-
me lo hago me separo de la raíz de la
vida. Qué es la raíz de la flor sino una
condena que aferra la dulzura del color
La Testadura 27
a la tierra, y qué el amor sino otra cara
del hambre de los cuerpos, y qué el
hambre de los cuerpos: nostalgia de lo
que no se dio, cosquillas arrepentidas
todo el día. Si observaras la flor de la
embriagues como abre y cierra los péta-
los y al traidor del sol doblegar la noble-
za de las sombras. Estas cosas cantaré
abrazado a ti en la montaña, haremos
como aquellos que se contentaron al
mirar la lluvia y un dejarse vivir como la
hojarasca bendijo su hogar, su cuerpo.
Escucha como se queja la carne hedion-
da de los que te montan, como ronca la
bestia del desconsuelo, del desconocido
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que se arrastra a tus pies, ten misericor-
dia, ten piedad de nosotros, los muy
solos, los muy gachos tipos, maravillosa
mujer danos la saciedad de tus muslos,
ten piedad de nosotros, insúltanos puer-
ca libertina, ten piedad de nosotros, a
eso hemos venido a tu templo. La nada,
esa nada sepulcral que vuelve todos los
días, que llama a nuestras puertas y se
aleja corriendo, la bromista nada de los
insanos, ella que es destino, a ella nos
debemos y nada más, luego del desen-
gaño, luego de las ortigas enmarañadas
del camino, no hay un lugar mejor para
el corazón de nadie. Denle un estirón de
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la cola a ese gato para que se destripe
lejos. Me convenció al fin, nunca fui cie-
go pero sí hipócrita, sabía muy bien que
usted me quería, pero ella dio en el cla-
vo con sus tretas, con sus tetas, instó mi
ser carnal, lo llamó desde la enferme-
dad perfumadora del coito. El plan era
simple y conocido: matar, robar, huir…
ser atrapados, pensaba, porque siempre
fui consiente que a nosotros nos atrapa-
rían pronto, aún si logramos escapar en
el momento de la persecución, nos
echarían el guante porque no éramos
criminales de sindicato, sólo dos avari-
ciosos desesperados como abundan. A-
La Testadura 30
brí la cerradura para dejar tras de mí la
presentida muerte que no te dejaba en
paz, tenías veladoras en toda la casa, el
bracero hacía espeso humo de copal,
escuché que rezabas; por una rendija
entre vidrio y cortina te observé hincada
orar delante de los veinte maniquíes que
vestías en la tienda, de la sorpresa me
dio risa, toda la vida rezaste a los san-
tos, a las vírgenes, no comprendí por
que de pronto te postraste ante aquellos
muñecos. Me sentí de vuelo pero soy
terrestre: me arrastro. Si vida y fortuna
jamás aparecen y si has posado tus la-
bios en la copa del hastío, sabrás enton-
La Testadura 31
ces que todo era un montaje, dolerá por
meses y años, es condición de la criatu-
ra adaptarse al fracaso. Y ya perdidos,
sólo aquellas creencias, aquellas certe-
zas consiguen asir los despojos al barro,
el festín de los gusanos, el milagro de
pudrirse y comenzar una vez más el ciclo
odioso de la gestación. Maldita humani-
dad, que libre sería el hombre sin ti, que
ufano, que maravilloso brillarían las
constelaciones sin el vaho asfixiante
que exhalan tus máscaras, maldita hu-
manidad, cierra esa llave que el gas se
está tirando. Entonces es verdad que la
mujer es un calvario para el lascivo tras
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Pintura: Vicente Guerrero Cruz
la persiana, un simulacro de verdadera
alegría, o la alegría verdadera tan seme-
jante a una muchacha que baila con una
pandereta alzada por sus brazos, qué
hermosa mentira, qué fabuloso espejis-
mo; no puedo atraparte como a las cria-
turas del aire, eres más etérea y alguien
llamado dolor nos separó en un tiempo
muy antiguo, cuando horadamos en el
alma desnuda, desnudos y quietos, pero
tienen semejanza nuestros cuerpos se-
mejantes y ni eso, él tuyo decrece en las
madrugadas para contraer el mío hasta
la nimia ternura de mi mano en tu pubis.
Me fui a la habitación a esperar que
La Testadura 34
fuesen las cuatro de la mañana, me
acosté con ánimos de dormir profunda-
mente, apenas cerré los parpados la vi a
ella montada en mí, sobándome encima
del pantalón con sus nalgas duritas;
como quisiera no haberle hecho caso,
decirle que yo también te quería, abue-
la, que mejor me estaba de niño en tus
faldas que de jodido entre sus piernas.
Me mandó un mensaje al teléfono y salí
para abrir la puerta de la calle, la hice
entrar y le ayudé con un costal donde
pensaba meterte, quizá en pedazos.
Creímos que dormías, entramos a tu
habitación y tú sabes el resto… ¿para
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qué te cuento lo que ya sabes?... los
maniquís se abalanzaron a nosotros,
aún recuerdo lo fuertes que eran, como
sus manos parecían tener la flexibilidad
y la fuerza de un humano. Saliste del
armario de tus santos, traías en brazos a
San Judas Tadeo y San Miguel Arcángel,
de los ojos de las figurillas salían rayos
de luz muy finos que iluminaron de azul
profundo la habitación; ella traía el mar-
tillo, golpeó a los maniquíes aunque con
muy poco tino, no logró derribarlos, sólo
los detenía, frenaba el ataque, yo en
cambio fui maniatado en pocos minu-
tos, me tenían contra el suelo, amarrado
La Testadura 36
con sogas; con una mejilla en el piso
helado la observé desaparecer por la
puerta, comprendí que el castigo sería
todo para mí, por creerle, por caer en la
fantasía del solitario, por la ceguera
lúbrica. El hado es traidor y se esmera
en atacarnos, guarda reposo en las es-
quinas, nos asalta de un salto, somos
tan infelices para creer sus falacias, de
un golpe quedará muerto, de un golpe
cierro este montón de hojas, la calle es
silenciosa, bulle un calor de lámparas
eléctricas, tengo mis pies y mis ojos,
tengo el peso de la historia y el mal sa-
bor de los años, quisiera hacer como
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aquel perro: escarbar un hueco a la me-
dida y dejarme morir, basta de este al-
boroto. Bajo las nubes, debajo del halito
sombrío de su peso, sentí la gravedad
hirsuta de la llovizna. Se mantenía cáli-
da la herida de la tierra, verano leímos
en rayados cuadernos de pasto y flores.
Una lombriz blanda es mi pie derecho,
depravado a voluntad ardió de dolor en
su tibia poquedad de cinco dedos. Mi
querida, espera a que baje la hinchazón
para que cierres la llave de la lluvia, dé-
jame respirar esta agua con mis bran-
quias, perdidas en la madrugada cuan-
do me fueron otorgados los inútiles
La Testadura 39
adoloridos bastones de hueso débil.
Recuperadas ahora que vienen las li-
mosnas del cielo, en el ocaso de mi ca-
rrera de joven, viejo a los veintitantos,
gestual y farsante, te escribo sin auspi-
cio de la lluvia. Escúchame amiga mía,
ligera amiga: estoy comiendo de tu re-
cuerdo trocitos de calma para las an-
sias, reventado de pastillas, sobado
como un chichimeca al sol de la estepa
tendido, y soy el ciudadano tal y tal, no
puedo regalarte un puma ni construir
una pirámide, cómo podría con el pique-
tazo recio del dolor de tobillo, cómo
podría si he bebido incluso el vino de las
La Testadura 40
ofrendas. Voy a los prados cantando
versos a las palmas, a los helechos, a
las gladiolas; perdido en el tiempo, aca-
riciado por sus lóbregas estaciones. La
gota sobre el parabrisas mantiene su
baile ejercitado en tintinear, lo mojado
tiene el peso de la relajación, mis vísce-
ras igual, por eso se callan, el rápido
adiós del colibrí que llegó montado en la
estrella de la mañana que es Satanás y
el fruto lacio de la luz que comienza,
reanima y comienza El amor es un ánfo-
ra donde rumian los lagartos. No sabía
que tú hicieras los maniquís para la tien-
da abuela, nunca entré al taller ni sospe-
La Testadura 41
ché nada. Sentí el baño ardiente de la
cera, mi piel fundirse como sebo a la
jalea hirviente, desmayado por el dolor
desperté en el cascaron tras el que aho-
ra comienza a morir mi cuerpo verdade-
ro, este muñeco que he sido por meses
está desgastado, las tripas empiezan a
inflarse, hace mucho que estoy muerto y
es mentira que los muertos se encuen-
tren en algún sitio, yo sigo atado a un
cuerpo falso, todas las mañanas asolea-
do en este balcón, no debió dejarme en
este lugar, desde aquí vi su funeral dos
días después, desde aquí veo su fantas-
ma columpiarse en brazos del viento y
La Testadura 43
usted como si estuviera viva, como si
viniera del mercado y la espera termina-
rá en abrazo, quihubo mijo. Pero es la
sombra de ese eucalipto la que baña
estas baldosas, la cal de los callejones,
la panza de los perros recostados en el
sopor de la tarde que es cruel y lejana.
La veo caminar y lloro; son las ramas,
pienso y repienso, son las ramas a quie-
nes el viento maldito no da tregua. Difu-
sa avanza, pero no me acurruca, ni me
dice ya no bebas; fue su mano ancha de
señora tremebunda, preocupada por la
olla en el fuego, por los dientes de los
bebés. Así viene ahora como venía siem-
La Testadura 44
pre, pero es todas las hojas secas en el
pasto, la botella a medias, escondida
entre mi ropa, un traguito para despistar
a la memoria y otro largo, largo para
adormecer al coraje. Qué es la raíz de la
flor sino una condena que aferra la dul-
zura del color a la tierra, y qué el amor
sino otra cara del hambre de los cuer-
pos, y qué el hambre de los cuerpos:
nostalgia de lo que no se dio, cosquillas
arrepentidas todo el día.
La Testadura 45
Gómez, Zaira.
Sigue viva, nació
el 27 de Marzo
del 1982 en
Guadalajara,
Jalisco.
Disfrutar el silencio y escribir por las
noches. Aprendí más que de ninguna
escuela, de mi abuela Nicolasa y su
hijo mi padre. Actualmente apren-
do a reparar mis partes rotas con la
ayuda de mi madre y mis hijos. Auto-
ra de La Luciérnaga y otros cuentos
(La Testadura no. 11).
Crisantemos
Zaira Gómez
Ilustración: Viridiana Serna Reyes
CRISANTEMOS
Josefina “la lluvias” entró corriendo
por el zaguán con un crisantemo entre
las manos y los ojos anegados en lágri-
mas. Su hijo Luis, la vio entrar esperan-
do la noticia que llevaba años deseando
escuchar.
-Se murió mijo, se nos murió.
Luis salió de la casa en dirección a
la florería. Aquel crisantemo de la buena
La Testadura 49
noticia le resultó insuficiente, y compró
varios ramos para llenar de su aroma la
casa que compartía con su madre.
Cada semana renovaba las flores sin
falta, extraño ritual; para quienes no
conocían la basura que había sido su
padre.
-Hijo mío, me hace falta tu padre…
-¿Para qué le hace falta? ¿Para que
se la madrié como acostumbraba el
viejo cabrón?
-No hables así de tu padre.
Luis se calló por el bien de su madre.
La rabia lo invadía cada que la veía llori-
queando su añoranza por las tardes.
La Testadura 50
-Ya no llore madre, que con lágrimas
no lo va a traer de vuelta.
-Es que me hace falta mijo…
-¿Y cómo es que mi hermana Azuce-
na no le hizo la misma falta?
-Es que tu hermana se nos murió
muy chiquita…
-¡Pues por eso madre!
Luis soportaba el estado de ella gra-
cias a los crisantemos; constante recor-
datorio de la muerte de su padre.
La presencia y aroma de las flores lo
ayudaba a tolerar el otro recuerdo, el del
día en que lo vio atravesando el cuer-
pecito de su hermana con la bestialidad
La Testadura 51
de un asno. Ése día, años atrás, su pa-
dre mató a su hermana recién nacida,
quien no resistió las embestidas del
animal que le dio la vida.
Luis, acorralado; testigo de la saña
que era capaz su padre, no tuvo armas
para defenderse.
-Tú te callas. Para todos, la verdad
será que Azucena rodó y se cayó de la
cama.
Luis con apenas once años no tuvo
otra alternativa más que callar bajo
amenaza de que si decía algo su padre
mataría a su madre.
-Era tan bueno hijo…
La Testadura 52
-No se engañe mamá, no le quiera
poner ropa de santo al demonio.
-En lugar de hablar pendejadas de tu
padre, deberías tirar todas estas pin-
ches flores que ya me tienen harta.
-Las flores no mamá, las flores se
quedan en la casa.
Por mucho tiempo consideró la op-
ción de confesarle a su madre los moti-
vos reales de la muerte de Azucena, pe-
ro al verla derrotada por las tardes; llo-
rando por un muerto a quien dotó de
virtudes extraordinarias, optó por dejar
pasar el tiempo. Quizá ella sola descu-
briría lo falso de sus ilusiones.
La Testadura 53
-Anoche soñé con él hijo. Estaba
vestido de blanco con su sonrisota y una
pajita entre los dientes. ¿Recuerdas
mijo la sonrisa tan franca que tenía?
-Sí madre, la recuerdo y también me
acuerdo de cómo se carcajeaba mien-
tras la veía a usted tirada en el suelo
molida de tanto chingadazo.
-Es tiempo de que perdones hijo, no
te hace bien guardar rencores ajenos,
habías de ir a ver al padre.
Más por insistencia de Josefina que
por otra cosa, Luis accedió a visitar al
cura. Pidió hablar con él en secreto de
confesión y le soltó la verdad que cono-
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cía.
-Y por eso señor cura, por eso odio a
mi padre. Por eso no soporto ver llorar a
mi madre por la bestia que mató a su
hija.
-No es cosa tuya juzgar ni odiar a tu
padre. Como penitencia vas a rezar un
rosario diario por quince días y vas a
tirar los crisantemos.
-No padre, los crisantemos no.
-No me discutas y retírate. En nom-
bre del Padre del Hijo y del Espíritu San-
to Amén.
Aquello terminó por matar a Luis.
Rezar por arrancarle un odio tan bien
La Testadura 55
merecido, no era algo que le cuadrara
en las ideas.
Todavía sobrellevó por varios meses
el luto de su madre, hasta que un día, al
llegar a su casa; notó de inmediato la
completa falta de crisantemos que ha-
bía repuesto aquella misma mañana.
-¿Dónde están las flores madre?
-Las tiré. Ya te dije que ese olor a
flores de muerto me tenía harta. Y tú
nunca me has explicado por qué esa
manía tuya de tener la casa llena de
esas cosas.
-Porque me recuerdan a diario la
muerte de la mierda con la que te casas-
La Testadura 56
te.
-Cállate Luis, tú no eres nadie para
hablar así de quien te dio la vida.
-Maldito el día en que ese bastardo
se convirtió en mi padre.
-Maldices tu nacimiento.
-Sí, lo maldigo madre. Y te maldigo a
ti por ser tan ciega y no darte cuenta de
quién verdaderamente era ese por el
que todavía lloras.
-Desgraciado que reniegas de tu
padre. Nunca te faltó nada, ni a ti ni a tu
hermana.
-Se equivoca madre, a mí me faltó el
alma desde que vi a mi padre matar a
La Testadura 57
mi hermana.
Josefina enmudeció.
Luis prosiguió:
-¿Qué no pensaste madre? ¿No se
te ocurrió que la sangre de mi hermana
no salía de su cabeza? ¿No te fijaste en
los calzones manchados de sangre de tu
marido?
Josefina se dejó caer en una silla.
-No, no puede ser, tu padre… impo-
sible.
Luis la dejó sola en la sala y se ence-
rró en su cuarto. Al día siguiente, Josefi-
na “la lluvias” amaneció afuera de la
florería. Se llevó todos los crisantemos
La Testadura 58
Foto: Mo. Eduardo Ángeles
de la tienda y los acomodó a lo largo y
ancho de la casa.
Cuando terminó fue a la recámara de
Luis.
-Hijo, ya traje los crisantemos de
vuelta, ábreme.
Luis no respondió. Josefina forzó la
puerta y lo encontró colgado de un ba-
rrote en la ventana.
Rogó con toda su fuerza que Luis
fuera enterrado en el lote que compró
del otro extremo del que ocupaba su
marido; pero el sepulturero y el padre no
cambiaron de opinión, ni los vecinos
permitieron que un suicida fuera sepul-
La Testadura 60
tado con el mismo honor que los muer-
tos por obra de Dios.
La señal para indicar quién había
ofendido a Dios quitándose la vida, era
enterrar medio cuerpo dentro de tierra
santa y medio cuerpo en tierra común.
Así enterraron a Luis, y fueron mu-
chos años los que los transeúntes vieron
la calla contigua al camposanto llena de
flores blancas.
Así fue, hasta el día en que encontra-
ron a Josefina “la lluvias” muerta en la
habitación de su hijo rodeada de cientos
de crisantemos.
La Testadura 61
de mano en mano
de pantalla en pantalla
¡¡¡Que la voz corra!!! La Testadura. Literatura de paso hecha para olvidarse en lugares
públicos y/o salas de espera
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