Presupuestos Antropológicos de La Ética Clásica

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Presupuestos Antropológicos de La Ética Clásica y El Argumento de la Falacia Naturalista Por Juan Bull Fernández 1. PRESUPUESTOS ANTROPOLÓGICOS DE LA ÉTICA CLÁSICA 1.1. El hombre: un ser abierto al mundo Quiero demostrar por qué el argumento de la falacia naturalista no constituye una crítica certera a los planteamientos de la ética clásica. Mi punto de partida remite a la idea de la dignidad de la persona humana. La dignidad de la persona es constitutiva, se vincula con su carácter racional y libre, de ser dotado de inteligencia y voluntad, y abierto a la totalidad de lo real. En este sentido, se puede afirmar que el hombre es el único de entre todos los demás seres vivientes que, en virtud de su inteligencia y voluntad, se encuentra abierto a la realidad como un todo; apertura que importa un abandono de la posición céntrica que caracteriza a todo ser vivo. En efecto, el hombre no está centrado, como el animal, en sí mismo. En el animal interviene la sensibilidad en el desencadenamiento de la conducta, de modo que éste refiere todo a sus estados orgánicos, y así, su conducta responde a los intereses biológicos del momento. El animal percibe todo desde sí mismo: se encuentra atado al aquí y al ahora de su propia situación y es, por tanto, su propio centro vital. El hombre, en cambio, se encuentra abierto al mundo. En su experiencia, no orienta solamente el mundo hacia sí sino que se orienta él también hacia el mundo, se sitúa en él y puede, desde allí, establecer su propia posición. De lo dicho hasta aquí se desprende que todo ser vivo capta el mundo desde sí mismo (su posición central), y en el marco de su autoafirmación y autorrealización. Sin embargo, en el hombre dicha centralidad se rompe por influjo de la razón. Esto hace de él un ser único, capaz de rebasar la propia centralidad, con lo que se enriquecen enormemente las posibilidades de su vida. Pero esto no está del todo exento de tensión, porque la racionalidad humana no anula la condición de viviente del hombre, sino que la reconduce desde y hacia los fines propios de su naturaleza: aquellos fines que otorgan identidad y especificidad a lo humano. Ello tiene indudables consecuencias éticas, ya que la calidad moral de la persona radica en su capacidad para rebasar la propia centralidad, poniendo entre paréntesis sus propios intereses, su particularidad. De esta manera, la posición del hombre en el mundo no es exclusivamente vital, pues puede trascender lo necesario, distanciándose de toda urgencia de satisfacción inmediata. Esto es así pues su percepción de la realidad no queda circunscrita a lo vitalmente necesario sino que lo trasciende. Pero esta trascendencia respecto a la naturaleza no puede ser entendida como un abandono de ella, fundamentalmente porque los fines humanos están referidos, como veremos, a esa misma naturaleza, de la que no puede prescindir. Lo propio del hombre es trascender la naturaleza, pero no abandonarla y/o dejarla atrás. La dignidad de la persona implica, por una parte, reconocer en el hombre a un ser simultáneamente natural y libre, en el que confluyen razón y vida, trascendencia y centralidad, razón y naturaleza, y, por otra, reconocer el carácter condicionado de la libertad, en cuanto disposición a asumir, secundar y completar los dinamismos naturales, a través de una praxis moral responsable. Con lo anterior, quiero decir que el hombre no es una subjetividad descarnada que dispone de un organismo natural. El cuerpo humano es el hombre mismo, pues él constituye una totalidad objetiva y subjetiva, una unidad de cuerpo y alma en sentido clásico. Ello posibilita que, en el ámbito de la praxis, el hombre se descubra a sí mismo como esa totalidad, al captar la realidad del otro, y la propia, como un sujeto y no sólo como un objeto. Esto último remite a la idea de trato, un modo de obrar que incluye la consideración del otro, en cuanto sujeto con el que se está en relación mutua, al mismo tiempo que abre paso a una cierta interioridad, una relación consigo mismo, que excluye una consideración meramente exterior u objetivista.

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Presupuestos Antropológicos de La Ética Clásica y El Argumento de la Falacia NaturalistaPor Juan Bull Fernández

1. PRESUPUESTOS ANTROPOLÓGICOS DE LA ÉTICA CLÁSICA

1.1. El hombre: un ser abierto al mundo

Quiero demostrar por qué el argumento de la falacia naturalista no constituye una crítica certera a los planteamientos de la ética clásica. Mi punto de partida remite a la idea de la dignidad de la persona humana.

La dignidad de la persona es constitutiva, se vincula con su carácter racional y libre, de ser dotado de inteligencia y voluntad, y abierto a la totalidad de lo real. En este sentido, se puede afirmar que el hombre es el único de entre todos los demás seres vivientes que, en virtud de su inteligencia y voluntad, se encuentra abierto a la realidad como un todo; apertura que importa un abandono de la posición céntrica que caracteriza a todo ser vivo.

En efecto, el hombre no está centrado, como el animal, en sí mismo. En el animal interviene la sensibilidad en el desencadenamiento de la conducta, de modo que éste refiere todo a sus estados orgánicos, y así, su conducta responde a los intereses biológicos del momento. El animal percibe todo desde sí mismo: se encuentra atado al aquí y al ahora de su propia situación y es, por tanto, su propio centro vital. El hombre, en cambio, se encuentra abierto al mundo. En su experiencia, no orienta solamente el mundo hacia sí sino que se orienta él también hacia el mundo, se sitúa en él y puede, desde allí, establecer su propia posición.

De lo dicho hasta aquí se desprende que todo ser vivo capta el mundo desde sí mismo (su posición central), y en el marco de su autoafirmación y autorrealización. Sin embargo, en el hombre dicha centralidad se rompe por influjo de la razón. Esto hace de él un ser único, capaz de rebasar la propia centralidad, con lo que se enriquecen enormemente las posibilidades de su vida. Pero esto no está del todo exento de tensión, porque la racionalidad humana no anula la condición de viviente del hombre, sino que la reconduce desde y hacia los fines propios de su naturaleza: aquellos fines que otorgan identidad y especificidad a lo humano. Ello tiene indudables consecuencias éticas, ya que la calidad moral de la persona radica en su capacidad para rebasar la propia centralidad, poniendo entre paréntesis sus propios intereses, su particularidad.

De esta manera, la posición del hombre en el mundo no es exclusivamente vital, pues puede trascender lo necesario, distanciándose de toda urgencia de satisfacción inmediata. Esto es así pues su percepción de la realidad no queda circunscrita a lo vitalmente necesario sino que lo trasciende. Pero esta trascendencia respecto a la naturaleza no puede ser entendida como un abandono de ella, fundamentalmente porque los fines humanos están referidos, como veremos, a esa misma naturaleza, de la que no puede prescindir.

Lo propio del hombre es trascender la naturaleza, pero no abandonarla y/o dejarla atrás. La dignidad de la persona implica, por una parte, reconocer en el hombre a un ser simultáneamente natural y libre, en el que confluyen razón y vida, trascendencia y centralidad, razón y naturaleza, y, por otra, reconocer el carácter condicionado de la libertad, en cuanto disposición a asumir, secundar y completar los dinamismos naturales, a través de una praxis moral responsable.

Con lo anterior, quiero decir que el hombre no es una subjetividad descarnada que dispone de un organismo natural. El cuerpo humano es el hombre mismo, pues él constituye una totalidad objetiva y subjetiva, una unidad de cuerpo y alma en sentido clásico. Ello posibilita que, en el ámbito de la praxis, el hombre se descubra a sí mismo como esa totalidad, al captar la realidad del otro, y la propia, como un sujeto y no sólo como un objeto. Esto último remite a la idea de trato, un modo de obrar que incluye la consideración del otro, en cuanto sujeto con el que se está en relación mutua, al mismo tiempo que abre paso a una cierta interioridad, una relación consigo mismo, que excluye una consideración meramente exterior u objetivista.

Ahora bien, es obvio que no es idéntico el trato que se dispensa a una persona del que se da a un animal, una planta o una cosa, porque son reales de diversos modos. Es el hombre el que merece un respeto absoluto, y por lo mismo, nunca puede ser reducido a objeto. De allí que la suprema dignidad humana esté fundamentada en su calidad de persona. Pero como el ser persona se manifiesta o representa en una naturaleza, no hay respeto a la persona sin respeto a su naturaleza.

1.2. Persona y naturaleza

Si la naturaleza es pensada de modo instrumental, como mera exterioridad, no puede ser entendida sino en oposición a la persona. El planteamiento dualista, propio de la modernidad, tiende a separar y oponer naturaleza y persona, naturaleza y libertad. Por esto mismo, el concepto de naturaleza como mera materia y sustrato de la acción humana conduce, inevitablemente, a su abandono. Ciertas concepciones modernas señalan que el fundamento de la dignidad humana radica en el hecho de que el hombre es un ser capaz de darse fines a sí mismo, esto es, es capaz de darse sus propios objetivos. Así, la autonomía constituiría el fundamento de la dignidad; ambos

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conceptos se hacen equivalentes, lo que implica un abandono de la naturaleza, su olvido. En esta perspectiva, el hombre resulta lo distinto a la naturaleza: se contrapone a ella como libertad, racionalidad, actividad.

Pero ya hemos visto que el hombre no puede actuar en olvido de su ser natural, una naturaleza abierta que manifiesta y expresa a la persona. De allí que sea necesario repensar su noción desde una perspectiva distinta, conciliable con una concepción del hombre como ser personal. Creo que ello es posible desde una noción teleológica de naturaleza.

Dicha noción indica que todo ser natural se desarrolla y despliega para el ejercicio de su operación propia, esto es, aquella operación que le otorga identidad y que da cuenta del fin que le es propio. Ese fin, como ampliamente lo vio Aristóteles, alienta y pone en marcha su dinamismo interno.

Con todo, es importante evitar toda concepción reduccionista de la noción teleológica de naturaleza, pues no cabe plantear un sentido único entre la teleología natural en el reino de la naturaleza y la teleología del hombre, que naturalmentees libre. Sólo en el caso del hombre, la naturaleza es un insuficiente principio de determinación en el orden operativo. Por encontrarnos con otra causalidad, la procedente del conocimiento intelectual al lado de la causalidad de la naturaleza, las acciones humanas no son ya pornaturaleza, sino segúnnaturaleza. Por lo mismo, damos a la voz naturaleza un sentido normativo. Distinguimos entre lo natural en sentido genético, que designa una determinada relación de origen, y lo natural en sentido normativo, que nombra un criterio de enjuiciamiento de deseos, acciones o estados –que es universal—, contrariamente al sentido genético –que es particular—. Así, hay que advertir que la naturaleza sólo puede ser normativa en sentido estricto para una libertad. La naturaleza libre del hombre exige la mediación de la racionalidad, a objeto de secundarla en la consecución de aquel fin que permite su pleno despliegue, su plenitud, y por consiguiente, su perfección.

En la tradición clásica, se distinguen dos significados del término naturaleza. Por un lado, dicho término da cuenta del principio inmanente del movimiento de los entes naturales, y por otro lado, apunta al conjunto de propiedades esenciales que poseen tales entes, su identidad entitativa. Así, la idea de naturaleza da cuenta del principio de movimiento y de reposo de los entes naturales, vinculada a la idea de potencias orientadas a su realización.

De este modo, si se reconocen fines y sentido en la naturaleza, la relación del hombre con ésta adquiere el carácter de trato. Ello importa la vigencia del principio de trato adecuado con aquello que es de una determinada manera o que posee una determinación específica (una naturaleza), esto es, aquel trato que hace justicia a lo que dicha naturaleza esencialmente es, y a sus disposiciones o despliegues naturales, al fin que le es propio y que la perfecciona. De allí que sea adecuado concebir la naturaleza como posible criterio normativo, en cuanto la idea de trato importa la consideración de la identidad específica del ente natural, acompañada de la captación del movimiento inmanente que produce el ente desde sí mismo, hacia el fin que le es propio y que le perfecciona.

Desde esta perspectiva teleológica, los entes naturales son en proceso, esto es, en movimiento hacia su plenitud o fin. Por lo mismo, la noción teleológica de naturaleza no es descriptiva: apunta a la aprehensión de la verdad del ente natural con arreglo al fin que le es propio, y que confiere plenitud (realización) a su identidad específica, ya que en la plena realización de las tendencias naturales de dicho ente, reside el fin y el bien del mismo. En este contexto, el fenómeno de las tendencias naturales del hombre no puede ser despojado de su dinamismo básico. Por lo mismo, no parece adecuado ignorar que en la base misma de la ética se sitúan las tendencias naturales del hombre, pues éstas constituyen potenciasorientadas a su realización, por mediación de la razón. Obrar bien es, en el contexto clásico, obrar según la razón, la que no opera en el vacío o arbitrariamente, sino en y desde las tendencias naturales del hombre, en cuanto potencias activas, intrínsecas y teleológicas.

2. EL ARGUMENTO DE LA FALACIA NATURALISTA Y LA RESPUESTA DESDE LA NOCIÓN TELEOLÓGICA (NORMATIVA) DE NATURALEZA

La falacia naturalista consiste en inferir principios normativos a partir de proposiciones descriptivas. En términos lógicos, la conclusión con fuerza normativa derivaría de premisas que carecen de esa fuerza, por lo que se estaría incurriendo en un error en el razonamiento, ya que de proposiciones puramente descriptivas (ámbito del ser) se derivarían principios normativos (ámbito del deber ser).

La noción teleológica de naturaleza, que hemos venido desarrollando, muestra que la idea de naturaleza, especialmente en cuanto refiere al hombre, no es en rigor descriptiva, sino normativa: importa una cierta interioridad, una estructura finalista.

En este orden de cosas, llamamos virtud a la prosecución armónica de las tendencias naturales humanas bajo la dirección de la razón. De este modo, la acción natural al hombre –la acción que trasciende la mera naturaleza en la misma medida en que la secunda y continúa—, es la acción virtuosa. Aquella en que a través de un acto de libertad, el hombre secunda sus inclinaciones naturales.

Importa recordar que la ética clásica es, ante todo, una ética de las virtudes, en la que el proceso de formación de adecuados hábitos del carácter cumple un papel fundamental. La comprensión de las normas y la formación del carácter son dos aspectos inseparables en un proceso único de formación en la virtud. En este sentido, el hábito

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virtuoso es siempre un hábito iluminado por la racionalidad práctica: no hay verdadera virtud del carácter que no vaya acompañada de la virtud intelectual práctica de la prudencia. El conocimiento de las normas morales exige correspondencia con adecuados hábitos del carácter, y un compromiso del núcleo íntimo de la persona.

La virtud produce una integración de las tendencias en el bien de la razón. Constituye una segunda naturaleza, producto de ese diálogo entre naturaleza y libertad. Pasa a constituirse en un principio habitual de acciones que son naturales con una naturalidad indirecta. Lo característico de esta segunda naturaleza, del hábito virtuoso, es que no produce su operación por necesidad, sino que es un poder o disposición que el hombre usa cuando quiere. Así, el comportamiento virtuoso, efecto de esa naturalidad indirecta, es siempre libre. No  cabe decir siempre lo mismo del vicio. Es por ello que la virtud constituye una prosecución racional y libre de las tendencias naturales propias de un ser abierto a la totalidad de lo real.

De esta manera, si el hombre está llamado a trascender la naturaleza, esa trascendencia significa crecimiento en la virtud. En este sentido, lo adecuado a la naturaleza y, en consecuencia, lo radicalmente normativo, es la virtud.

Se puede concluir, entonces, que proseguir y secundar nuestra teleología natural es una exigencia moral, en cuanto potencia adecuadamente la libertad humana, que sólo puede desplegarse en el contexto de unos fundamentos naturales sin los cuales no es viable. Si la naturaleza es recordada como medida de la acción, la libertad humana se realiza. Ello significa que la naturaleza humana es criterio moral porque es internamente teleológica y manifiesta a la persona, y por lo mismo neutraliza el argumento de la falacia naturalista.