Primavera Arabe

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La Primavera Arabe de 2011 como un elemento motriz del nuevo orden internacional multipolar José de Jesús López Almejo Daniel Efrén Morales Ruvalcaba Introducción El 17 de diciembre de 2010 el joven Mohamed Bouazizi, un joven desempleado de 26 años de edad que se dedicaba a la venta de frutas y verduras en las calles de Sidi Bouzid, se inmoló en protesta por el maltrato de la policía y las condiciones económicas de la sociedad tunecina (Rodríguez-Pina 2011). Mohamed Bouazizi –quien es visto como “iniciador de la Revolución tunecina”- murió 22 días después de su inmolación el 4 de enero de 2011; no obstante, un día después de su inmolación, se habían iniciado numerosas manifestaciones públicas que llevarían al derrocamiento del entonces presidente Zine El Abidine Ben Ali (quien gobernaba Túnez desde 1987) el día 14 de enero de 2011. Aunque las condiciones socio-culturales, económicas y políticas difieren en cada uno de los países del mundo árabe, las protestas en Túnez han tenido eco en Argelia, donde iniciaron algunas movilizaciones el 28 de diciembre de 2010, pero se generalizaron todo el país el 5 de enero de 2011; en Libia, los levantamientos populares comenzaron entre el 13 y el 16 de enero de 2011, siendo hasta el 17 de febrero cuando las masas convocaron al “día de cólera” en contra de Gaddafi, lo que provocó una represión violenta por parte de las fuerzas de seguridad libias; en Omán y Mauritania el 17 de

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La Primavera Arabe de 2011 como un elemento motriz del nuevo orden internacional multipolar

José de Jesús López Almejo

Daniel Efrén Morales Ruvalcaba

Introducción

El 17 de diciembre de 2010 el joven Mohamed Bouazizi, un joven

desempleado de 26 años de edad que se dedicaba a la venta de frutas y

verduras en las calles de Sidi Bouzid, se inmoló en protesta por el maltrato

de la policía y las condiciones económicas de la sociedad tunecina

(Rodríguez-Pina 2011). Mohamed Bouazizi –quien es visto como “iniciador

de la Revolución tunecina”- murió 22 días después de su inmolación el 4 de

enero de 2011; no obstante, un día después de su inmolación, se habían

iniciado numerosas manifestaciones públicas que llevarían al derrocamiento

del entonces presidente Zine El Abidine Ben Ali (quien gobernaba Túnez

desde 1987) el día 14 de enero de 2011.

Aunque las condiciones socio-culturales, económicas y políticas difieren en

cada uno de los países del mundo árabe, las protestas en Túnez han tenido

eco en Argelia, donde iniciaron algunas movilizaciones el 28 de diciembre de

2010, pero se generalizaron todo el país el 5 de enero de 2011; en Libia, los

levantamientos populares comenzaron entre el 13 y el 16 de enero de 2011,

siendo hasta el 17 de febrero cuando las masas convocaron al “día de

cólera” en contra de Gaddafi, lo que provocó una represión violenta por

parte de las fuerzas de seguridad libias; en Omán y Mauritania el 17 de

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enero, y en Yemen un día después; en Egipto el 25 de enero y en Siria el

26; en Bahréin el 4 de febrero, en Irak el 12 de febrero, en Yibuti el 18 y en

Marruecos el 20 del mismo mes.

Si bien es imposible pasar por alto la complejidad de cada uno de los casos

mencionados, esta serie de revueltas y manifestaciones sin precedentes en

el mundo árabe por su demanda democrática y mejora sustancial en las

condiciones de vida, ha comenzado a ser llamada como la “revolución

democrática árabe” o “primavera árabe” y comparada por su trascendencia

con la caída del Muro de Berlín (Valenzuela 2011) (Garton Ash 2011).

Estas revueltas que han surgido en forma de protestas civiles en sus modos

(Túnez y Egipto) y, posteriormente, con matices más violentos (como en los

casos de Bahréin, Yemen, Siria y Libia), representan un hito en la historia de

Medio Oriente, por su eficaz manera de contagiar a las sociedades de países

vecinos, para emprender sus propias revoluciones y generar un cambio en

sus realidades políticas, sociales y económicas. Sin duda alguna, todo esto

ha provocado que los poderes fácticos de la región resistan con toda

intensidad, como en los casos de Siria y Libia principalmente, para socavar a

sus opositores.

La primera parte de las revoluciones civiles árabes fue vista desde Estados

Unidos, Francia y Gran Bretaña, como algo positivo porque el reacomodo de

fuerzas, de redes económicas y de élites políticas podían favorecerles si lo

capitalizaban políticamente para sus propias causas. Sin embargo, en el caso

específico de Libia, los planes de derrocamiento del régimen del Coronel

Muammar el-Gaddafi, se fueron retrasando por la manera en la que éste (a

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diferencia de los presidentes Ben Ali de Túnez, y Hosni Mubarak de Egipto,

con 23 y 30 años en el poder respectivamente), resistió la embestida de las

masas no sólo libias, sino también extranjeras, en lo mediático, político,

comercial y militar.

Sin embargo, es preciso entender que las recientes protestas del mundo

árabe surgen en un contexto de transformación más amplio y profundo, que

es la configuración de un nuevo orden internacional multipolar. El nuevo

orden internacional multipolar que referimos muestra como sus principales

rasgos la desaceleración económica de Estados Unidos y una nueva política

exterior de la superpotencia, caracterizada por un nuevo multilateralismo y

el smart power; la emergencia económica y tecnológica de China; el

renovado protagonismo de las Naciones Unidas como institución encargada

de velar por la paz y la seguridad internacionales; y la creciente adaptación

de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) a los nuevos retos

del siglo XXI, entre otros rasgos. No se trata pues sólo de la disolución del

poder estadounidense, sino de la conformación de nuevos nodos de poder

en un Sistema Internacional-Regional-Global (Rocha Valencia y Morales

Ruvalcaba 2011: 2-12).

Frente a esta situación, nos preguntamos ¿por qué la revolución

democrática árabe –en un sentido genérico– es uno de los eventos

catalizadores del nuevo orden internacional multipolar? ¿Cuáles han sido las

políticas adoptadas por las potencias mundiales vigentes frente a la crisis del

mundo árabe? ¿Cuál ha sido el papel de las instituciones internacionales

encargadas de velar por la paz mundial? ¿Cómo se ve el mundo árabe a sí

mismo?

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La presente investigación se divide en cuatro partes, todas ellas en torno a

la crisis en el mundo árabe: en la primera se exponen algunos elementos

teóricos para la comprensión del sistema internacional de Posguerra Fría y el

surgimiento de un nuevo orden multipolar; en la segunda parte, se traza un

esbozo de la política exterior estadounidense bajo el gobierno de Barack

Obama, elemento importante para comprender la flexibilización de la

supremacía ejercida por la superpotencia desde las postrimerías de la

Guerra Fría; en la tercera parte, se analiza el nuevo protagonismo de las

Naciones Unidas y la OTAN; y, finalmente, se presenta un escenario regional

en el Medio Oriente y la importancia de su reconfiguración geopolítica como

elemento motriz del nuevo orden internacional.

I. La configuración del nuevo orden mundial y el sistema

internacional de Postguerra Fría

La humanidad entera se encuentra actualmente en un proceso de transición

histórica que ha sido nombrada como tiempo social tardo-moderno (Giddens

1993), sobremodernidad (Augé 2006), modernidad reflexiva (Beck 2007),

posmodernidad (Bauman 1999) o segunda modernidad (Rocha Valencia

2003). Todos estos conceptos intentan referenciar que el mundo se

encuentra ante una nueva experiencia de reorganización del tiempo y la

geografía.

Algunas de las características sociopolíticas de esta transición histórica han

sido el culto a la individualidad, la emergencia de la sociedad de consumo

frente a la sociedad de producción, los cuestionamientos a las “verdades

universales” y los procesos de constante cambio que van más allá de los

valores tradicionales apegados a sentimientos nacionalistas. Aún cuando en

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este escenario se hace más difícil que las personas construyan un nuevo

sentido colectivo, existen paradójicamente fuerzas antitéticas que generan

nuevas formas de acción colectiva y de resistencias. ¿A qué obedecen estas

tendencias contradictorias? Para Bauman, la globalización se organiza en

torno a centros de mando capaces de coordinar, innovar y gestionar las

actividades empresariales, de tal forma que los grandes cambios ocurridos

en este período posmoderno, están configurando una nueva polarización

social a nivel planetario que exhibe formas de dominación y explotación

nunca antes vistas, agudizando así las desigualdades sociales (Bauman

1999: 103-133).

Esta transición en curso se ha acelerado y profundizado a fines de la década

de los años noventa con la incertidumbre generada a partir de fin de la

Guerra Fría, la caída de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la

instalación de una única superpotencia, las recomposiciones política e

ideológica del Sistema Internacional, la permeabilidad de las fronteras

estatales por la tercera revolución científico-tecnológica y la reestructuración

del mercado para tener alcances globales. Además, se ha observado la

extinción de la bipolaridad de Guerra Fría y el paulatino surgimiento de un

nuevo orden hasta ahora denominado como de Posguerra Fría.

Es preciso subrayar que, tanto en el sistema internacional, existe una

estructura –o distribución jerárquica entre los Estados– que contribuye en

buena medida a la determinación del orden internacional. Kenneth Waltz ha

definido las estructuras internacionales a partir de tres funciones: “primero,

según el principio por el cual se organizan y ordenan; segundo, por la

diferenciación de las unidades y la especificación de sus funciones; y

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tercero, por la distribución de las capacidades entre las unidades” (Waltz

1988: 131); de tal forma que “las estructuras internacionales varían cuando

se producen cambios significativos en el número de grandes potencias”

(Waltz 2005: 38). Esto es fundamental al observar las mutaciones que

acontecen hoy en el sistema internacional de Post-Guerra Fría.

¿Cómo caracterizar este nuevo orden internacional contradictorio y aún

difuso? Dada la prevalencia y convivencia de una superpotencia (Estados

Unidos) con otras potencias y países emergentes, Samuel Huntington lo ha

calificado “uni-multipolar”: “Primero, con respecto a los asuntos

internacionales importantes, la superpotencia es usualmente capaz de vetar

las acciones de combinación de otras potencias mundiales. Segundo, la

superpotencia puede resolver asuntos internacionales clave sólo en

cooperación con alguno de los otros Estados mayores” (Huntington 2003:

8).

Estados Unidos –en colaboración con las potencias mundiales y las potencias

medias- logró definir desde los años ochenta un orden internacional que

respondía primordialmente a sus intereses estatales y aspiraciones

nacionales. Sin embargo, en los últimos años se ha observado el

estancamiento de la potencia hegemónica (así como de las otras potencias

mundiales) y el ascenso de nuevas potencias que se caracterizan –a grandes

rasgos- por trabajar en la delimitación geopolítica de una región y ejercer

supremacía en los espacios geográficos específicos, al tiempo que apuestan

por un orden internacional multilateral y multipolar a través de políticas

exteriores de mediación entre los Estados periféricos y los Estados centrales

(Rocha Valencia y Morales Ruvalcaba, 2010). Esta categoría de potencias ha

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sido denominada “potencias regionales” y las más importantes son: Brasil,

China, India, México, Rusia, Sudáfrica, Polonia, Arabia Saudita, Argentina y

Turquía.

II. Smart power y nuevo multilateralismo en la política exterior del

gobierno de Barack Obama

En 2004, el National Intelligence Council (NIC) de los Estados Unidos,

consideró que el Sistema Internacional se encontraba en medio de cambios

profundos y que como resultado de ello el mundo del 2020 diferiría

considerablemente del entonces conocido, subrayando características como:

las contradicciones de la globalización, el papel de las potencias

emergentes, los nuevos cambios en la gobernanza y un sentido más

dominante de inseguridad (NIC 2004: 25).

Al tiempo en que el NIC lanzaba su estudio prospectivo, George W. Bush se

encontraba al frente del gobierno de Estados Unidos desempeñando una

política internacional, caracterizada por la búsqueda del reposicionamiento

de su país como única superpotencia, a través un fuerte unilateralismo, un

mínimo de cooperación y dominación en ciertos asuntos, tales como los

políticos, económicos y militares, específicamente en la región de Medio

Oriente y Afganistán.

El documento que mejor expresa la Doctrina Bush es “The National Security

Strategy of the United States of America” (Bush 2002) publicado el 17 de

septiembre de 2002. En él, se reconoce a Estados Unidos como una gran

nación, excepcional, única por sus diferencias con el resto del mundo, por su

“superioridad” cultural, política, económica, social e ideológica ante cualquier

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otra nación, adjudicándose para sí la obligación moral de promover un

equilibrio de poder donde se favorezca la libertad, igualdad, populismo,

individualismo y laissez-faire (Lipset 1997: 17-23). Así, en el gobierno de

George W. Bush se proyecta a Estados Unidos como el único actor capaz de

garantizar la libertad político-económica, el respeto a la dignidad humana en

el mundo y unas relaciones internacionales pacíficas en los albores del siglo

XXI.

La estrategia consistiría en un inconfundible activismo internacional, en el

cual Estados Unidos se erigiría como paladín de los anhelos de la dignidad

humana, fortaleciendo alianzas y colaborando con otros para resolver

conflictos regionales, en miras a evitar que dichos conflictos crezcan y

puedan llegar a representar alguna amenaza para su pueblo o sus aliados.

Pero, ¿puede coexistir una gobernanza unilateral en un orden internacional

crecientemente multipolar? Ensayarlo fecundaría mucha tensión, misma que

se generó (con Naciones Unidas, la Unión Europea, Rusia, China y sobre

todo con los denominados países del “eje del mal”) hasta los últimos años

del gobierno de George W. Bush.

Si bien el poder estatal-nacional es fundamental para comprender el

posicionamiento estructural en el Sistema Interestatal-Internacional, en el

contexto de la Posguerra Fría y de la globalización “muchos de los dominios

tradicionales de actividad y responsabilidad estatal (defensa, gestión

económica, comunicaciones, sistemas administrativos y legales) no pueden

ser regidos sin recurrir a formas internacionales de cooperación” (Held 1997:

118-119), por lo cual el multilateralismo y colaboración con las

organizaciones internacionales se vuelve ineludible.

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La nueva administración de Barack Obama tuvo que dar un viraje categórico

a la política exterior estadounidense ejercida por su predecesor. La

Secretaria de Estado, Hillary Clinton, decretó ese cambio muy al inicio del

nuevo gobierno cuando declaró frente al Comité de Relaciones Exteriores del

Senado de los Estados Unidos:

El Presidente electo y yo creemos que la política exterior debe estar basada en la unión de principios y pragmatismo, no en ideología rígida. Sobre hechos y evidencia, no emoción y prejuicio. Nuestra

seguridad, nuestra vitalidad y nuestra habilidad de liderar en el mundo de hoy nos obliga a reconocer el aplastante hecho de nuestra interdependencia” (Clinton 2009).

Y para restaurar la demolida imagen e influencia de Estados Unidos en

los últimos años, cobra especial importancia el smart power.

Como concepto desarrollado por el Center for Strategic & International

Studies (CSIS), el smart power significa “desarrollar una estrategia

integrada, una base de recursos y un conjunto de herramientas para

alcanzar los objetivos estadounidenses, a partir de ambos, hard y soft

power. Éste es un enfoque que subraya la necesidad de una fuerza militar,

pero que también invierte fuertemente en alianzas, asociaciones e

instituciones en todos los niveles para expandir la influencia estadounidense

y establecer la legitimidad de la acción estadounidense” (CSIS 2007: 7).

Hillary Clinton vino a refrendar esta estrategia como parte de la nueva

política exterior al señalar:

Yo creo que el liderazgo estadounidense ha estado esperando, pero aún es buscado. Debemos usar lo que ha sido llamado como „smart power‟: de la gama completa de herramientas a nuestra disposición –diplomáticas, económicas, militares, políticas, legales y culturales- resulta la herramienta correcta o la combinación de herramientas para cada situación (Clinton 2009).

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En este sentido, es preciso subrayar que el poder de Estados Unidos no ha

desaparecido ni se ha diluido, sino que más bien la principal potencia

mundial ha comenzado a compartir y delegar algunos ámbitos de la

gobernanza del sistema internacional a actores emergentes con enormes

potencialidades en subsistemas regionales. Alain Gresh anota, “„ni con

Occidente ni contra él‟ podrían gritar los manifestantes de hoy a través del

mundo árabe, quienes afirman una voluntad de independencia y de

soberanía en un mundo que ellos saben multipolar” (Gresh 2011). De esta

manera, las repercusiones geopolíticas de la crisis en el mundo árabe se

podrían traducir como el anhelo de sepultar la tensa gobernanza regional

impulsada por Estados Unidos y sus aliados –a través de patrocinio de

dictadores- para la construcción de un orden regional más justo y equitativo.

III. La gestión de la revolución democrática árabe en la

Organización de las Naciones Unidas (ONU)

Durante los años de la Guerra Fría “el poder de veto se desplegó no sólo

para los temas importantes de seguridad internacional, los de la guerra y la

paz, sino también para los regateos estratégicos de la política cotidiana de

ambos bloques” (Bremer 2010: 299), de tal forma que “las tareas centrales

de seguridad de la ONU fueron mermadas e, incluso, se privilegió la vía

bilateral para tender puentes y llegar a acuerdos entre adversarios” (Bremer

2010: 302).

Con la caída del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría, la ONU ha

comenzado paulatinamente a desempeñar ese papel para el cual fue creada

en 1945. Quizá su primer gran éxito –en términos de diálogo y consenso-

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fue la Guerra del Golfo (1990-1991) descrita por Danilo Zolo como la

“primera guerra cosmopolita” (Zolo 2000: 49-88).

A pesar de funcionar en pleno siglo XXI con una estructura que sigue

respondiendo a una lógica de hace más de sesenta años, el quehacer de las

Naciones Unidas ha sido cada vez más destacado, hecho que le valió incluso

el Premio Nobel de la Paz en 2001 por su trabajo por un mundo mejor

organizado y más pacífico. No obstante, Naciones Unidas tuvo un fuerte

revés en 2003 cuando el gobierno de George W. Bush decidió pasar por alto

al Consejo de Seguridad para invadir Irak. Las consecuencias de esta

flagrante violación al derecho internacional contemporáneo prevalecen hasta

nuestros días. Como explica Manuel Becerra:

La ilegalidad de la guerra contra Irak ha producido una seria afectación a la credibilidad de la ONU y a su sistema de seguridad colectiva. […] Los intentos por reconstruir la legalidad dentro del CS

son bastante difíciles y se prestan a contradicciones evidentes ya que se trata de manejar una situación de facto (la invasión y la destrucción de un país) con la necesidad de que la ONU se mantenga al tanto en el control de la situación de Iraq y sin que se legalice (en retrospectiva) la guerra contra Irak. (Becerra Ramírez 2005: 72).

La política exterior de George W. Bush resultaba insostenible, motivo por el

cual la administración de Barack Obama tendría que introducir cambios

significativos. Y las revueltas en Medio Oriente y el norte de África fueron

una prueba de fuego. Le dan a su política exterior un respiro, realizando lo

que Bush se había planteado por la fuerza (el derrocamiento de gobiernos

que le estorbaran a Washington en Medio Oriente) pero sin comprometer los

recursos estadounidenses. Es decir, si el smart power considera el uso de la

fuerza en sintonía con la diplomacia y las instituciones internacionales, estas

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crisis tendrían que ser gestionadas precisamente en la máxima organización

internacional para la paz y la seguridad: Naciones Unidas.

Mario Marín Bosch explica que en el momento en que comenzaron las

manifestaciones en Libia, Muammar el- Gaddafi recurrió a la fuerza militar y

policiaca. Para Francia, Reino Unido y Estados Unidos (y, por ende, para la

OTAN), Libia se convirtió en un presunto culpable. Para asegurarse de que

actuarían conforme a la Carta de la ONU y evitar así los errores de Bush y

Blair cometieron hace una década en el caso de Irak, las tres potencias

militares occidentales acudieron al Consejo de Seguridad. El 26 de febrero

éste aprobó por unanimidad la resolución 1970, exigiendo un alto a los

ataques contra la población civil y remitiendo a la Corte Penal Internacional

a los culpables de esos ataques. También impuso sanciones, incluyendo un

embargo de armas (Marín Bosch 2011). Pero esto no bastó.

A pesar de la diferencia y magnitud de las revueltas en cada uno de los

países del mundo árabe, el Consejo de Seguridad logró dar una respuesta

clara y rotunda al caso de Libia –exorcizando quizá con ello los fantasmas y

temores derivados de la Resolución 1441– con la Resolución 1973 del 17 de

marzo de 2011 que fuera calificada como “histórica” por Herman van

Rompuy, presidente del Consejo Europeo, al contar con los votos favorables

de Bosnia y Herzegovina, Colombia, Estados Unidos, Francia, Gabón, Líbano,

Nigeria, Portugal, Reino Unido y Sudáfrica, y sólo las abstenciones de los

miembros permanentes, China y Rusia, así como de los no permanentes

Alemania, Brasil e India.

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La razón principal de esta decisión fue acotar los daños del gobierno libio en

contra de su población, pues tal y como lo pronosticara Saif al Islam (hijo

del dictador y aspirante a la sucesión del poder fáctico en Libia), en el

momento en que los grupos de opositores al sistema político libio

arrastraran tras de sí a las multitudes para derrocar a su padre Muammar el-

Gaddafi, el gobierno libio evitaría a toda costa su caída, y la guerra civil

empezaría (ELMUNDO.es 2011). Después de unos meses, cuando la guerra

civil en Libia se alcanzó niveles de violencia que los opositores libios no

habían previsto –y, mucho menos, sus socios en Occidente– este conflicto

internacional empieza a recordarle al mundo los fracasos de las

intervenciones de Estados Unidos en Afganistán e Irak, que tuvieron lugar

en la década que termina.

Muammar el-Gaddafi cortó –por largos meses– la racha del éxito derrocador

inmediato de los manifestantes árabes, que habían presumido en Túnez y

Egipto la eficiencia de las nuevas tecnologías de la comunicación para

organizar las protestas masivas que concluyeron con el cambio de los

regímenes. Se creó en el imaginario colectivo la idea de que era cuestión de

tiempo para que el gobernante longevo (quien por cierto domina Libia desde

1969 y es el líder con más tiempo en el poder en África), cayera sin siquiera

meter las manos. Confiadas en que las multitudes en Marruecos, Argelia y

Yemen harían lo propio con sus respectivos gobiernos, las masas libias

apoyadas mediáticamente y en el contexto de la también conocida como

“ola de democratización en el mundo árabe”1 salieron a las calles

convencidas de que en poco tiempo regresarían a sus casas con los mismos

resultados que los obtenidos por los manifestantes de Túnez y Egipto.

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Sin embargo no fue así, y Gaddafi, quien durante 42 de años de gobierno ha

lidiado en otras ocasiones con intentos de derrocamiento en su contra, sacó

a flote su experiencia como dictador, y en el momento en el que los

acontecimientos de la naturaleza (terremoto y tsunami) pusieron a Japón en

el centro de los reflectores de la prensa mundial –también por la amenaza

nuclear que representaron los daños a la central de Fukushima–, atacó a

diestra y siniestra sin la menor contemplación a sus opositores. Estos, bajo

el argumento de que Gadaffi atacaba con su flota aérea a la población civil

que “pacíficamente” protestaba, pidieron el apoyo de Estados Unidos,

Francia y Gran Bretaña, pues moralmente, los gobiernos de estos países

habían externado que Libia necesitaba un cambio político urgente y que

harían lo necesario para lograrlo. Es decir, el círculo de Occidente se vio

obligado por las circunstancias, a condenar al mutante que ellos mismos

contribuyeron a crear y fortalecer.

Una vez inmersos mediática y discursivamente en Libia desde que iniciaron

las protestas contra Gaddafi a inicios del año 2011, los también conocidos

como “miembros de la coalición internacional” (encabezados por Estados

Unidos) vieron la oportunidad de capitalizar a su favor lo que han anhelado

desde años atrás cuando Gadaffi no actuaba acorde a los intereses

regionales occidentales: derrocar al Coronel e instalar una nueva élite más

cooperativa a favor de sus intereses petroleros en la región. Obviamente, en

este contexto es más creíble su apoyo a una causa humanitaria que en las

incursiones en Afganistán e Irak.

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Aunque nuevamente el discurso se centra en ayudar a un pueblo árabe a

liberarse del yugo de su dictador que atenta contra los civiles y reprime todo

intento de democracia, a diferencia del 2001 y 2003, el contexto mediático

les favorece. Precisamente por eso, el ambivalente Muammar el-Gaddafi se

dio a la tarea de combatir de manera estratégica (aunque a fin de cuentas

sin éxito) tanto a la OTAN, que destruyó a la aviación Libia para imponer la

enmienda de la Resolución, como a sus opositores locales en todos los

frentes, ahora victoriosos.

La implementación de la Resolución 1973 se ha traducido en un éxito

relativo tanto para la política exterior de la administración Obama, como

para las Naciones Unidas, ya que ha sido resultado del uso del soft power

durante los diálogos que originaron las resoluciones 1970 y 1973, en las que

Estados Unidos actuó como protagonista (más no paladín ni adalid) en el

Consejo de Seguridad; junto con el hard power, aunque no de manera

directa, sino delegando responsabilidades a la OTAN en el momento de la

implementación de la Resolución del 17 de marzo.

Lo que nos importa destacar es precisamente la manera en la que, antes de

pasar a la fuerza militar para arreglar un asunto que compete a esta

organización internacional de alcance global, llamada ONU, los actores

centrales recurrieron a ella para apelar al multilateralismo y al consenso

antes de dar un paso tan importante como fue el de apoyar la intervención

en Libia. Esto ha sentado un importante antecedente para evaluar un

posible ataque contra el gobierno de Siria, todo en función de cómo se

desenvuelvan las hostilidades del régimen de Bashar el-Assad contra su

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pueblo, y de los equilibrios regionales o internacionales para la intervención

consensuada, de ser el caso.

IV. Escenario regional

Los manifestantes egipcios, los rebeldes libios y los activistas yemenís,

sirios, argelinos o hasta los jordanos, se han encontrado a sí mismos,

viéndose apoyados y siguiendo las huellas de manera explícita de sus

contrapartes árabes alrededor de toda la región.

Por mencionar un ejemplo de lo anteriormente dicho, recuérdese que las

protestas sirias fueron provocadas por situaciones y condiciones muy

parecidas a las tunecinas y egipcias (represión a manos de sus gobiernos

longevos, pésimas condiciones de vida y sofocamiento de sus libertades,

aunque cada una con sus propias y particulares reivindicaciones nacionales).

Esta coyuntura es precisamente la que ha beneficiado al gobierno de Obama

en Estados Unidos, pues pudiendo mantener su “carácter pacifista”, puede

capitalizar estas revueltas árabes –algunas convertidas en revoluciones- de

iniciativas locales, las cuales en su conjunto han recobrado el valor del

concepto de la “arabidad” pero ahora a la inversa de lo que Gamal Abdel

Nasser buscaba en los años sesenta con el panarabismo: la unión de los

pueblos árabes en contra de los tiranos (aunque ahora los objetivos son sus

mismos monarcas y no el Occidente).

En ese sentido, estas revueltas civiles han enterrado al nacionalismo árabe,

en los términos que era concebido por el panarabismo nasserista o, por lo

menos han iniciado seriamente con el proceso a partir de sus propias

reivindicaciones nacionales; no intentan crear una unión supranacional árabe

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para combatir contra el Occidente, por el contrario, el objetivo de las

mismas es reconquistar las libertades que les fueron arrebatadas por sus

mismos gobernantes árabes, quienes según sus intereses les han conducido

a odiar al Occidente liderado por Estados Unidos y Europa, pero que a la

vez, se han convertido en sus operadores en la región cuando la

circunstancia se los ha permitido y requerido. A ese tipo de gobiernos es al

que el arabismo callejero ha combatido durante el primer semestre del año

2011.

Ligados por el idioma, la geografía, la historia y, aún más, por su identidad,

los manifestantes promotores de la “arabidad” de estos movimientos locales

han proveído el contexto para las revoluciones. Estos factores se han

convertido en la fuerza que sostiene la ola beligerante contra los gobiernos

longevos, considerados como tiranos por sus mismos pueblos, quienes bajo

el slogan de “Si no es ahora, ¿cuándo?” parecen estar conscientes de que

las reglas del juego político en la región deben cambiar.

Históricamente, Egipto ha sido un ejemplo a seguir en el mundo árabe en

varios frentes. Sus movimientos religiosos, tales como la Hermandad

Musulmana de 1928, sus gobiernos nacionalistas como el de Nasser o el-

Sadat, o los filósofos Rashid Rida, Mohamed Abdu y el novelista Naguib

Mahfuz, son una prueba de ello. En diferentes momentos de la historia han

sido los íconos del mundo árabe en sus respectivos campos acción. Por otro

lado, el país se ha visto también favorecido por su ubicación geoestratégica

así como por su liderazgo en la Liga Árabe. En su conjunto, estos factores

hacen pensar que en este contexto probablemente lo que suceda en Egipto,

sea visto una vez más por sus vecinos como un modelo a seguir (por el

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derrocamiento de Mubarak), pero ahora ya no como una figura paternal,

sino como la punta de lanza de los cambios estructurales que se gestarán a

partir de 2011 en la región.

Es importante advertir que es difícil tener certeza acerca del porvenir de las

revueltas en países, tales como Yemen, Bahréin, Libia y Siria. El problema

consiste en que estos últimos, a diferencia de Egipto o el mismo Túnez, no

cuentan con una estructura sólida de sociedad civil con capacidad para

derrocar a sus líderes sin participar en los disturbios que pueden tornarse en

hechos cada vez más violentos. Los egipcios y los tunecinos cuentan con

estas estructuras capaces de recrear sistemas democráticos, y gracias a eso,

las mismas fuerzas armadas de estos países prefirieron convertirse en

mediadores entre los regímenes y las poblaciones en las revueltas, para al

final volcarse a favor de la gente.

A modo de conclusión

Las consecuencias más visibles de estas series de revueltas, en unos casos,

y revoluciones, en otros, tomarán más tiempo de lo esperado. Sin embargo,

vale la pena destacar algunas implicaciones de este momento histórico:

unas de carácter extra-regional y otras de carácter intra-regional.

Como parte de las implicaciones extra-regionales, es preciso subrayar que

las complejas transformaciones que acontecen en Medio Oriente y el Norte

de África auguran el fin de un orden geopolítico regional. Dicho orden

geopolítico había sido construido durante toda la Guerra Fría por Estados

Unidos y las potencias mundiales de Europa, pero con el respaldo de las

potencias regionales (entre las que destacan Arabia Saudita y Egipto). Con

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las revueltas sociales, las relaciones de poder en la región se han visto

alteradas profundamente y la última área del mundo con rezagos de un

orden definido durante de la Guerra Fría, ha entrado ineludiblemente en una

dinámica de Postguerra Fría.

Asimismo, las manifestaciones civiles del mundo árabe han sido vistas por

algunas potencias como una oportunidad, ya que al respaldar su salto a la

democracia (en el sentido occidental), se obtendrían réditos políticos

importantes. Sin embargo, uno de los aspectos más significativos, es que no

son solamente potencias mundiales y potencias medias las únicas potencias

implicadas en el desenvolvimiento de los hechos, sino que también algunas

potencias regionales (como los BRIC´s en la Cumbre de Sanya 2011) han

sido importantes observadores. De esta forma, encontramos que la

“Primavera Árabe” ha sido, al mismo tiempo, un evento de enorme

trascendencia para la región y un elemento motriz del nuevo orden

internacional multipolar.

Ahora bien, un rasgo paradójico de estos movimientos tunecinos, egipcios,

libios, sirios y yemenís, por mencionar algunos, es que tienen un

componente antiestadounidense, antieuropeo y antiisraelí muy marcado,

pero al mismo tiempo, ven de manera parcial a Estados Unidos y a Europa

(principalmente) como los medios que, por lo menos, no les han obstruido el

camino para derrocar a los líderes árabes en contra de quienes están

dirigidas sus protestas.

En contraste con el coraje de los manifestantes árabes, la comunidad

internacional liderada por Estados Unidos y Europa, ha mostrado timidez,

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incoherencia y lentitud, para responder a los eventos bélicos como en los

casos de Siria y Libia, aunque los pasos que ya se dieron, como se dijo

anteriormente, se fundamentan en las decisiones tomadas en el Consejo de

Seguridad de la ONU en la resolución 1973.

Mientras la intervención en Libia ayudó a la coalición internacional a ganar la

buena voluntad de los diferentes grupos de manifestantes árabes y otros

líderes de la Liga Árabe, que pretenden capitalizar políticamente también

estas revueltas, el no actuar de manera cuidadosa para no herir más las

susceptibilidades, como la muerte de civiles, o el exceso de la fuerza, puede

ser contraproducente y agudizar las ánimos locales en su contra.

Entre las implicaciones intra-regionales, la lección principal de este período

histórico en el mundo árabe es que las autocracias no duran para siempre.

Los gobiernos de la región fueron estables hasta que sus sociedades

oprimidas decidieron movilizarse y resistir. A partir de esto, Tarek Osman

considera que la década venidera en el mundo árabe verá la emergencia de

tres proyectos políticos diferentes en competencia en la mayor parte de la

región, en la que las revueltas han tenido lugar (Tarek 2011) y que podrían

marcar el hito de cambio estructural de la posguerra fría.

En primer lugar, se encuentra el de los liberales, quienes tratarán de

convertir y consolidar a los partidos políticos en figuras viables para

gobernar. Son caras nuevas, a las que no se les asocia con la corrupción o la

herencia política del pasado y sí con la modernidad y vanguardia intelectual.

En segundo lugar, otro proyecto político importante lo representa el

movimiento islámico que se ha visto favorecido en este contexto libre de las

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presiones a las que había estado sujeto por vinculársele con el terrorismo,

con el fanatismo, con el radicalismo. Su labor dinámica entre los sectores

populares en los que ha tomado los espacios que el Estado había dejado, ha

generado que su proyecto se convierta en uno muy exitoso y con muchas

probabilidades de triunfar en cuanto el sistema político dé un viraje a la

democracia.

En tercer lugar, y no por ello menos importante, la opción a la que se debe

prestar atención está en el frente empresarial que pretende competir

políticamente. A éste se le ubica también como el proyecto político de los

capitalistas. Los promotores de este frente han aumentado su popularidad

desde los 90‟s, se han estado reinventando como los agentes económicos

del desarrollo de la región y le han restado importancia a su alianza con los

antiguos regímenes corruptos que los protegían.

Como puede verse, estos aspectos podrían darles ventajas a los islamistas,

puesto que estos últimos representan la solidaridad, la cero corrupción y la

recta manera de vivir para la gente de estos países (más no para las élites

contra las que competirán por un mejor posicionamiento), mismas que

podrían aprovechar las divisiones que se puedan gestar al interior del

islamismo para reposicionarse.

En este sentido, la década por venir será muy importante en el mundo árabe

no sólo para las regiones vecinas como Asia Central y Europa sino para el

mundo en general, pero tampoco es exclusivamente substancial para los

políticos y empresarios de estas regiones, sino también y, especialmente,

para los académicos de todo el mundo, que se enfrentan día a día a

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dinámicas cada vez más difíciles de descifrar y entender y, sobre todo, de

explicar los acontecimientos que se suscitan en esa región del planeta.

Notas

1 Ver la sección sobre la crisis en Medio Oriente en el Diario El País: www.elpais.com

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