Primer Capitulo Locos Por El Futbol

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LA MOCHILA DE ASTOR Miguel Jiménez Locos por el fútbol Locos por el fútbol palabra

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libro infantil asociado a los locos del futbol

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Jugar en un equipo de primera división es el sueño de cualquiera. Para Kibo, sin embargo, perdido en un poblado africano era algo que ni le entraba en la cabeza: para él el fútbol consistía en disfrutar con sus amigos. Un día, el hermano del padre Bernabé vino de España a pasar con él las vacaciones y le vio jugar… ¡Era una estrella! ¡Había que llevarle a Europa! Entonces comenzó una verdadera aventura para Kibo, que ni se imaginaba lo que iba a ser convertirse en jugador profesional de fútbol.

Miguel Jiménez de Cisneros (Alicante, 1957) estudió Ciencias Biológicas en la Universidad de Valencia y en la actualidad es profesor de Instituto. Le encanta viajar, leer y escribir y fruto de esas afi ciones son sus libros sobre zoológicos y viajes… y por supuesto este sobre un chico africano.

Miguel Jiménez

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Locos por el fútbol

A través de los inocentes ojos de Kibo se entiende que el mundo del fútbol puede ser una auténtica locura si no se tiene la cabeza sobre los hombros.

Ilustrado por Jagoba Lekuona

Miguel Jiménez

A partir de 10 años

Locos por el fútbol

Locos por el fútbol

ISBN 978-84-9840-731-0

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Miguel Jiménez Cisneros

Locos por el fútbol

Ilustraciones de Jagoba Lekuona

EDICIONES PALABRA

LA MOCHILA DE ASTOR

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Colección: La Mochila de AstorDirector de la colección: Ricardo Regidor

© Miguel Jiménez Cisneros, 2012© Ediciones Palabra, S.A., 2012 Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España) Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 39 www.palabra.es [email protected]© Ilustraciones: Jagoba Lekuona

Diseño de portada: Marta TapiasISBN: 978-84-9840-731-0Depósito Legal: M. 26.078-2012Impresión: Gráficas Anzos, S. L.Printed in Spain - Impreso en España

Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento

informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos,

sin el permiso previo y por escrito del editor.

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Para mi pequeña Marta y para Alejandro, tan simpáticos y tan futboleros como Kibo.

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Me llamo Kibo, y soy el mayor de cuatro hermanos. En mi pueblo se asombran de los pocos que somos, pues todos mis amigos son más de familia, pero un día me dijo el anciano de la tribu que el ser tan pocos po-día deberse a que mi padre se declaró a mi madre una tarde tras la gran tormenta del verano. Todos sabemos lo importante que es buscar el momento preciso para tomar las decisiones más grandes de la vida, pero aquellos meses llovió y llovió día y noche, y no era cuestión de esperar la luna llena y el cielo despejado. Pero mis padres siempre han sido muy felices. Yo nací un año des-

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1. Mis orígenes

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pués de su boda, mi hermana Bonga lo hizo al verano siguiente y los más pequeños lo hicieron a la vez varias lunas después. No es muy normal entre nosotros tener gemelos, por lo que todos auguraron a mis padres una fértil descendencia... pero todos se equivocaron.

Mi casa es, para mí, la más bonita de la al-dea. Por dentro no es muy grande, porque pasamos casi toda la vida fuera, solo un par de estancias que podemos separar en más con unos biombos que nos regalaron nues-tros abuelos; pero lo mejor es el porche que utilizamos, aunque llueva mucho, porque mi padre es muy hábil y ha construido un entramado que resiste cualquier tipo de in-clemencia. Allí comemos casi todo el año, porque en mi pueblo nunca hace mucho frío. Realmente, lo peor son los mosquitos, que llegan en grandes bandadas porque la comida que prepara mamá huele muy bien, y yo creo que esos animales no son tontos. También tenemos un corral con gallinas, conejos y hasta una cabra que nos da leche todos los días. Y, cuando hay mercado, co-memos peces.

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El mercado se celebra cada dos semanas. To-davía me cuesta un poco hablar de semanas o de días, y no digamos de meses y de años... porque aquí siempre se ha hablado de lunas. Pero el padre Bernabé, del que luego contaré más cosas, no hace más que insistirnos en lo importante que es contar de la otra manera.

Estaba hablando del mercado, y diré que a mí me encanta. Primero, porque conseguimos todo lo que no tenemos de manera habitual, como los peces o algunos frutos extraños para nosotros pero que saben particularmente bien. También traen ropa, sandalias y hasta gorros. Por otro lado me gusta el mercado por el re-vuelo que se arma en el poblado...; con decir que algunos días hasta se suspenden las cla-ses... Pero lo que más me fascina de los días de mercado es ponerme a pensar de dónde pro-viene la gente que llega y a dónde se irá des-pués. Porque mi aldea es muy bella, pero a ve-ces me apetecería saber qué hay detrás de las segundas montañas que se ven detrás de las primeras montañas.

Mi padre fue un día, de joven, a la capital, pero, por más que se esfuerza en contarnos cómo es, yo no logro entenderlo.

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La misión es el orgullo de nuestro pueblo. El padre Bernabé la fundó cuando yo era muy niño, así que no recuerdo mi vida sin su presencia. Primero está la capilla, en la que, de vez en cuando, nos habla de su Dios –del que dice que hay que escribirlo con la pri-mera letra más grande–, y del que cuenta que amó tanto al mundo que entregó a su hijo para que muriera por nosotros. Yo, por ahora, no entiendo muy bien todo esto, pero me gusta oír las historias que nos cuenta a veces. Luego está el botiquín, en el que el pa-dre nos cura los rasguños, algunos muy gran-des, que nos hacemos con frecuencia. Tam-bién nos da pastillitas que dice que curan; nos pincha..., y, en alguna ocasión, hasta viene un doctor muy importante, que se llama doctor ONG, con un maletín negro del que me impresiona lo mucho que cabe den-tro, y llega en un coche, y eso sí que es un acontecimiento espectacular, porque todos nos pasamos el día mirando el vehículo y limpiándoselo. Uno frota las ruedas para po-nerlas más negras, aunque siempre nos dicen que eso no sirve para nada, y otros limpia-mos los cristales o los faros o la chapa.

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Y, por último, tenemos la escuela. Aquí sí que pasamos horas y horas cada día, porque el padre Bernabé dice que todo lo que poda-mos aprender nos va a ser muy útil para cuando seamos mayores; y yo tampoco en-tiendo esto, porque, por ejemplo, hasta se ha puesto a enseñarnos raíces cuadradas y logaritmos, a lo que yo no veo ninguna uti-lidad; o geografía de países a los que nunca iremos; o la historia de una lucha muy cruel que dice que se llama la segunda guerra mundial, por lo que debió de haber otra que fuera la primera, y yo me pregunto que, si ya ha acabado, para qué tanto esfuerzo en aprender lo que no volverá, pero él siempre dice que el saber no ocupa lugar. En reali-dad el padre Bernabé consigue de nosotros que aprendamos lo que él quiera por lo bueno que es.

Ahora tengo que deciros que el nombre de mi país, en vuestro idioma, significa «Te-soro entre las montañas». Es una expresión muy afortunada –como me han dicho que afirmaría quien busca la precisión en los términos– porque, realmente, es un territo-rio maravilloso. Bien es verdad que yo no

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conozco otros países, pero ¿quién no se enamoraría de un lugar en el que hay lo que los mayores de la tribu llaman las fuentes de la vida, y que son el sol, el agua, el viento, la selva y las montañas?

Yo todos los días me despierto con el canto del estrilda de cabeza negra, un pájaro abun-dante en mi zona. No necesito despertador ni otros artilugios, como requiere la gente que vive lejos de la naturaleza.

Me levanto de un salto y me lanzo co-rriendo a la pequeña cascada próxima al po-blado, donde me lavo y acabo de despe-jarme. Hay quien me ha hablado de las duchas e incluso de unos complicados luga-res llamados spas. ¿Qué necesidad tendría la gente de acudir allí si en mi cascada el agua cae a la velocidad adecuada para enja-bonarme y aclararme rodeado de aire puro, árboles increíbles y visitantes nuevos cada día? Me refiero, como imagino que ya ha-bréis adivinado, a los «amigos del bosque», como llamamos familiarmente a los anima-les que abundan por nuestra zona. Un día una suricata –de la que el padre Bernabé me comentó que ha sido protagonista de una

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conocida película–; otro día, un facocero, que algunos tachan de feo, aunque yo soy de los que opinan que en mi país nada hay que pueda calificarse así –si no, no sería un paraíso–; o bien un dik-dik, así llamado por el sonido que emite cuando está asustado, y que es el antílope más pequeño que existe; o una pequeña culebra, que, aunque a mu-chos occidentales les resultan repulsivas, también son seres de la creación, y, cuando las logro coger, parece que hasta agradecen las caricias.

Bueno, hablando, hablando… me olvidaba decir que el agua a veces está un poco fría, pero el anciano de mi tribu dice que ahí está el secreto de la longevidad y que curtirnos en la reciedumbre está pero que muy bien.

Y ¿qué deciros de los árboles que rodean la cascada? Los hay de todos los tipos: más altos y menos altos, muy verdes o más cla-ros, frondosos, tupidos o ligeros de ra-maje…, pero lo que todos tienen en común es la belleza y lo bien que desvían el viento, haciendo que este ulule de manera a veces misteriosa, a veces amenazante y, en ocasio-nes, hasta romántica –hay quien afirma que

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es así como un árbol declara su amor a otro, a la espera de que llegue la primavera y los granos de polen puedan completar su idi-lio–. Sus nombres locales, pues al no ser co-nocidos fuera de mi tierra no sé cómo lla-marlos en vuestro idioma, son guarea, lovoa, marantes y muchos más.

Bien. Pues, después de hablar del agua, del viento y de la selva, me falta contaros cómo son el sol y las montañas en mi tierra.

He oído que el sol es solo uno, el mismo para todos los países. Pero en mi tribu deci-mos que el sol siente predilección por noso-tros. Aparece por las mañanas, más o menos temprano según la estación, pero siempre radiante, esplendoroso. Lo hace por detrás de una de las montañas que limitan el valle donde vivimos. La luz que nos da es limpia, pura, auténtica en palabras del padre Ber-nabé, que aprovecha para hablarnos de los contaminantes, una palabra que dice que no puede entenderse en nuestra tierra. Nos acaricia con un calor delicioso los hombros, los brazos, la cara y las piernas. Hace crecer los árboles. Les da su color característico. Porque en mi tierra los colores son especia-

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les. Los verdes intensos, los rojos fuego, los amarillos, el azul… todo es diferente a los colores que vemos en los vídeos que nos proyectan en el colegio.

Y, por último, las montañas. Mi padre acostumbra a sentarse por las tardes a ob-servarlas. En alguna ocasión, nos hemos quedado hasta el amanecer tumbados sobre la hierba, contemplando las estrellas y escu-chando los sonidos de la noche. Tengo que decir que mi padre trabaja mucho en el campo y con nuestros animales de granja, y también en pequeños servicios para otras personas. Por eso, ese es un merecido des-canso. De hecho, mi padre es la persona del mundo a la que más admiro y que más ha influido en mí, aunque, si he de ser sincero, diré que a quien más quiero es a mi madre. Pero, volviendo a las montañas, diré que es al atardecer cuando mejor se observa su ma-jestuosidad y su belleza. Impresiona el ta-maño, los colores cambiantes según el sol va avanzando, la cúpula blanquecina por la nieve y las laderas verdes y grises según al-ternan unas especies de árboles con otras. La pendiente, a veces suave y con frecuen-

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cia importante, los cortados, y el agua que se adivina que avanza con fuerza, al encuen-tro de nuestra cascada de la que antes ya he hablado.

Ahora, de verdad…, después de contaros cómo es nuestro territorio, ¿alguien puede decir que esto no es el paraíso?

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El padre Bernabé es español y siempre nos habla de su pueblo, que es Alpedrete, aunque algunos niños del poblado dicen Al-pedete, y él se enfada porque dice que eso suena muy mal, pero ninguno de nosotros entendemos lo que quiere decir. También nos cuenta cosas de su familia, sobre todo de su hermano Germán, del que dice que es muy importante porque dirige un club de fútbol en su país, y por eso nos ha enseñado las reglas y todos los días que podemos ju-gamos en el campo. El padre Bernabé nos explica que el campo no es el campo, y siempre nos lía, porque según él el campo es un sitio de hierba muy cuidada con mu-

2. El padre Bernabé y su hermano

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chos asientos por todos lados, levantados hasta casi las nubes, donde la gente se sienta para ver jugar. Tampoco los porteros son los porteros, porque yo creo que los porte-ros son los que se tiran para parar los balo-nes, pero él nos dice que los porteros van con pantalón largo y a quien paran es a la gente para ver si tienen la entrada, con lo que nos lía más, porque yo creía que la en-trada era lo que hacían los defensas a los de-lanteros. La verdad es que en su país, que es España, el fútbol debe de ser muy raro, aun-que él nos dice que el juego es igual que aquí, y que lo único que cambia es lo que no es el juego, o sea, el fútbol, y aquí ya aca-bamos de hablar porque ya sí que no le en-tiende nadie.

Pues, como he dicho, tenemos mucho campo alrededor de la aldea, y un poco de campo es el campo, en el que hemos seña-lado con piedras unas líneas para no salir-nos mientras jugamos, y otras líneas, estas señaladas con bananas, para que el portero sepa hasta dónde puede tocar la pelota con las manos; y también hemos puesto unos troncos de árbol atados con lianas, que son

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las porterías, y yo soy el especialista en co-lar el balón por entre los troncos de árbol. Mgongo, que es un chico al que le falta una pierna porque un cocodrilo le atacó hace años junto al río, guarda el silbato en una caja, y cuando jugamos el partido se coloca encima de un montículo de madera situado hacia la mitad del campo, y dirige el en-cuentro. Pita mucho cuando los contrarios se acercan a mí, pero no por ser mi amigo, sino porque yo los vuelvo locos con mis ca-briolas y no tienen más remedio que po-nerme zancadillas para pararme. Así que yo, poco a poco, o sea, falta a falta, voy avan-zando hacia la portería contraria, y dice el padre Bernabé que de cada tres veces que llego en una consigo gol.

He contado un poco de mi vida, de mi fa-milia y de mis amigos. Como puede com-probarse el fútbol es lo que más me gusta, pero también en la escuela paso ratos bue-nos. Porque la nuestra es una escuela mo-derna. Esto lo digo porque nos cuenta el pa-dre Bernabé que no todas las escuelas de la selva tienen televisión, pero nosotros tene-mos, además, vídeo, y así podemos apren-

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der muchas cosas y, sobre todo, conocer lu-gares a los que nunca podríamos ir.

Recuerdo bien la tarde en que llegó el pa-dre con ese material. Regresaba de España, y se lo había regalado un señor que se llama igual que el doctor, o sea, el señor ONG. Nos reunió a todos los habitantes del po-blado, y después de enchufar cables por un lado y por otro, de empezar a tocar botones y encenderse muchas lucecitas verdes, puso junto al vídeo un paquete negro donde se leía Alpedrete y el vídeo se lo comió como si fuera un bocadillo. Y entonces salieron por la televisión los familiares y amigos del pa-dre, diciendo cada uno de ellos cómo se lla-maba y mandándonos saludos. Todos está-bamos sorprendidos, y nos preguntábamos cómo cabía tanta gente ahí dentro, pero so-bre todo nos asustaba lo pequeños que son en su pueblo, como un dedo nuestro, pero al final nos convencimos de que todos esta-ban metidos en el paquete negro, pero no de verdad, sino como en foto. Como trajo tam-bién otros paquetes con títulos distintos, la diversión del vídeo no se nos acaba nunca. Por ejemplo, hemos visto aviones, que pa-

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rece ser que vuelan aunque no tengan plu-mas, y es lo que usa el padre Bernabé cuando, muy de vez en cuando, se va a su casa una temporada. Un día me dijo, a mí solo, que el avión sí que es para él un miste-rio y que, si estudio mucho y voy a la uni-versidad, algún día podré visitar la estación de aviones, que él llama aeropuerto, de la capital de mi país.

Así transcurre mi vida en el poblado. Por eso cuando llega el correo, que es una vez cada cuatro semanas, la misión se revolu-ciona bastante. Sobre todo el día en el que se recibió una carta anunciando al padre Bernabé la llegada de su hermano Germán. Fue tal su emoción que nos reunió a unos cuantos y nos la leyó:

«Querido Bernabé: espero que al recibir esta carta estés perfectamente, deseo que también hago extensivo a todos tus amigos.

Como vienes por aquí muy de vez en cuando, aunque entiendo los motivos, he decidido darme una vueltecita por África para vernos por otras latitudes. Llegaré, Dios mediante, el día 12 del próximo mes;

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pero no te preocupes por nada porque en el aeropuerto alquilaré un todo-terreno y con las explicaciones que me has dado en otras ocasiones estoy seguro de que sabré llegar. Solo necesito que me tengas preparada una cama.

Aprovecho mi mes de vacaciones, por lo que es posible que prolongue mi estancia allí un par de semanas.

Hasta que nos veamos te envío un fuerte abrazo

Germán».

—Vais a conocer a mi hermano, que tiene un gran sentido del humor. Pero no sé si podrá soportar la dureza de la selva.

Yo eso no lo entiendo mucho, porque para mí la selva es el paraíso, y de ser algo duro lo serán esas grandes ciudades que hemos visto en algún vídeo.

Pero el padre Bernabé, conocedor de la realidad de la vida, se esmeró en acondicio-nar un rincón del almacén de la misión, porque no disponía de otro lugar, colocando una cama y una tabla de madera que haría de repisa.

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Y como el tiempo es más veloz que los guepardos, según un dicho de mi pueblo, pronto llegó el día esperado.

Yo conocía a Germán por el vídeo, pero al verlo llegar no supe reconocerlo. Un hom-bre rechoncho, calvo, con un bigotillo alar-gado, que descendió del vehículo en panta-lón corto y con calcetines blancos. Esto fue lo que más me llamó la atención, porque yo creía que los españoles vestían de otra ma-nera, aunque luego me enteré de que venía así porque pensaba que era lo normal para la selva. Empezó a saludarnos a todos como si nos conociera de toda la vida:

—Hola, hola... –decía sin cesar, repar-tiendo sonrisas a diestro y siniestro.

Se intentó fundir en un abrazo con su her-mano, pero la prominencia de su barriga se lo impidió.

—¡Cuánto tiempo...!, ¡cuánto tiempo...! –re-petía ahora.

Todos habíamos formado, espontánea-mente, un círculo alrededor de los dos her-manos, y mirábamos con curiosidad.

—Germán, voy a presentarte a la gente de mi pueblo –dijo el padre. Y empezó a nom-

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brarnos uno a uno, y, mientras tanto, íba-mos dándole la mano, a lo que él respondía apretando muchísimo, como si temiera que fuéramos a dejarle solo.

Me quedé sorprendido al observar la de macutos que traía. Él las llamaba maletas, y en una pude leer Samsonite y en otra Louis Vuitton, lo que me preocupó, pues él no se llamaba así, por lo que probablemente se la habría quitado a dicho señor Vuitton. Pero en el coche había mucho más equipaje. ¿Qué traería dentro de tanta bolsa?; porque, aunque hubiera regalos para todos, sobraría sitio.

—No vas a tener dónde colocar tantos ca-charros –le advirtió su hermano.

Pero como si la cosa no fuera con él fue introduciéndolo todo en el almacén.

La presencia de Germán alteró un poco la vida del poblado. Él solía pasear por los al-rededores mientras su hermano trabajaba, lo cual era la mayor parte del día, y lo hacía vestido de una manera que el hermano cali-ficaba de estrafalaria.

—Pero ¿es que te consideras un explorador a lo Livingstone? –le espetaba con frecuencia.

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Porque Germán se había traído una gorra blanca en forma de semicírculo, camisa verde con pañuelo a juego anudado al cue-llo, pantalones cortos también de safari... y hasta cazamariposas. Había decidido apro-vechar los días de estancia en África y co-menzó a recolectar insectos para su inci-piente colección.

Por las tardes, tras la comida, se servían el café a las puertas de la misión y, expulsando notables bocanadas de humo de su recién estrenada pipa, exclamaba:

—Hermanito, esto sí que es vida. Esto es calidad de vida. Esto es el paraíso.

Germán lo había entendido. Para mí sí que lo era, sobre todo cuando me ponía a jugar al fútbol con mis amigos, con un balón en el que ya, de tanto rodar, no podía leerse la pa-labra Madrid, que es lo que inicialmente po-nía en el mismo, por haber venido de España.

Aquella tarde, mientras regateaba a los contrarios y marcaba goles, comprobé que Germán había perdido su habitual locuaci-dad. Miraba fijamente el partido, sobre todo a mí, y no dejaba de hacer comentarios a su hermano. Llegué a sentirme espiado.

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Al día siguiente fue mucho peor. Germán se trajo una mesita plegable y se acomodó junto a ella en una silla. No me quitó ojo en todo el partido.

Y, cosa nada habitual, el padre Bernabé de-cidió organizar unos mini campeonatos de atletismo. Hubo pruebas de velocidad y de resistencia, saltos de vallas –en nuestro caso de tablones de madera– y también de lo que él llamaba de agilidad: teníamos que ir co-rriendo y sortear un montón de obstáculos puestos unos muy cerca de otros. Lo que más me llamó la atención fue el observar lo atentamente que seguía Germán todas las pruebas, utilizando un dispositivo de su re-loj llamado cronómetro, que pitaba en cuanto tocaba uno u otro botón.

Aquella noche vinieron los dos hermanos a nuestra casa. No sabía de qué estaban ha-blando con mis padres, pero la espera se me hizo larguísima. Al final me hicieron pasar.

—Kibo –comenzó el padre Bernabé–. ¿Te gustaría viajar, conocer otros lugares, ganar algo de dinero y, a lo mejor, hasta poder es-tudiar en la universidad?

Yo permanecí callado.

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—Mi hermano –prosiguió– ha visto en ti muchas cualidades y quiere saber si te inte-resaría viajar con él a España para probar allí de manera profesional.

—¿Qué es profesional? –pregunté.—Profesional es cobrar dinero por jugar y

vivir de eso. —¿Me van a pagar dinero por jugar?; eso

no tiene sentido, pagar por divertirse.—En España, y en toda Europa, mucha

gente vive del fútbol, cobrando por pasár-selo bien, porque otros pagan por verlo.

Ahora empecé a comprender lo de que en el país del padre Bernabé ni los campos eran campos ni los porteros eran porteros ni las entradas eran entradas.

Tanto Germán como su hermano acaba-ron convenciendo a mis padres. Al fin y al cabo solo serían unas semanas fuera de casa. Ellos pensaron que era una oportunidad única para que madurara –según me dirían luego–. El padre Bernabé les merecía abso-luta confianza y él la tenía en su hermano.

Así que tuve que mentalizarme de que, en pocos días, abandonaría mi poblado para... realmente, ni yo mismo lo sabía.