Primeras Paginas Neuronas Shakespeare

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1. Para empezar, Shakespeare

Nadie ha podido demostrar que existe alguna clase de conciencia antes de nuestro nacimiento, tan individual en cada caso de cada especie que ha existido y existirá, ni tampoco en la interpretación de nuestros sueños ni mucho menos de los animales. Lo que sucede después de la muerte es asimismo una tierra desconocida. Pero en cada uno de estos estados ubicados en los extremos de la vida de cualquier organismo hay incursiones, como la del poeta y dramaturgo inglés William Shakes­peare (1554­1616), quien insertó en su drama El merca­der de Venecia el inicio de una canción de la época que, a propósito del acontecer cotidiano, refiere el enigma siguiente: “Tell me where is fancy bred / Or in the heart or in the head?” (Dime dón de se encuentra el aliento de la ilusión/ ¿En la cabeza o en el corazón?)

Shakespeare alude a un enigma planteado desde la antigüedad. Puesto que el que trata de identificar la ubicación de la conciencia es un humano, un organismo que tiene conciencia, ésta insiste en desconocer su pro­pio lugar. En los extensos poemas épicos del mundo an­tiguo, en las tragedias griegas, en las ideas de Lao Tse, a lo largo de las crónicas y ensayos de los historia dores romanos y hasta en las lápidas de las tumbas mayas, fi­gu ran variadas argumentaciones y reflexiones en torno a la elusividad del aliento y la ilusión shakespearianos.

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La pregunta del dramaturgo isabelino no es una pauta aislada en su obra. Tanto en sus tragedias como en sus comedias nos muestra ese juego sutil de la mente consciente, despiadado y con una buena dosis de intros­pección del yo que ha sido importante en la literatura de las islas británicas desde tiempos antiguos.

Estímulos y respuestas

Ha sido largo el camino para empezar a entender al ser que somos, al yo interno capaz de hablarse a sí mismo. Apenas ahora comenzamos a encontrar las explica­ciones materiales de lo que adquiere cualidad como ha bitante de la cabeza y operador del cuerpo. Un ente que, mientras no se le fijen límites demostrados, pudie­ra tener alcances muy amplios y ser la suma de las par­tes. Por ello una cualidad de la mente conscien te es la posi bi lidad de ponernos “en los zapatos de otros”, es decir, de compartir e intercambiar conciencias para for­mar una colectiva, un yo colectivo.

Muchas de las especies vivas, y la humana entre ellas, tenemos reacciones aprendidas, adquiridas por imitación, sea o no el caso de que lo hagamos de mane­ra autónoma después del aprendizaje y de que seamos capaces de heredar la habilidad a nuestros descendien­tes en el sentido propuesto por Jean­Baptiste Lamarck (1744­1829), hoy descartado.

Según sus posibilidades, cada organismo vivo pue de inferir o al menos darse una idea de lo que le ocu­rre a otros. Es un fenómeno neurofisiológico que involu­cra complejas reacciones bioquímicas en los organismos unicelulares y que en los pluricelulares se da en los te­jidos nerviosos, cualquiera que sea su condición evolu­

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ti va. En el caso de los mamíferos, hay evidencias de que se desarrolla en grupos de células nerviosas muy dife­renciadas, entre ellas las llamadas neuronas especulares o espejo.

Neuronas espejo

El mecanismo de espejo en el que participan grupos de neu­ronas fue descubierto en 1966 por Giacomo Rizzolatti y sus colaboradores en la Universidad de Parma, Italia, en pruebas hechas con cerebros de macacos.

La observación fue que este grupo de neuronas se activa­ba cuando los animales ejecutaban un movimiento y también al ver a otros hacer lo mismo.

Esta evidencia marca una pauta para comenzar a explicar la manera como la información sensorial —en este caso vi­sual— llega al cerebro y se traduce en movimiento. También arroja alguna luz en torno de los posibles elementos neurofi­siológicos de las conductas gregarias o sociales.

Una ameba contrae sus seudópodos ante la presencia cercana de una partícula de un cloruro fuerte (sodio o potasio). Una lombriz de tierra manifiesta fototropismo y huye de la luz intensa para buscar la sombra. Hay ti­burones que reposan sobre el suelo de una caverna por la que circula una corriente que les permite respirar sin moverse. Y hay humanos que, expuestos a los rayos del sol en un grado que puede amenazar sus vidas, no bus­can refugio porque deciden que la amena za no es in­mediata ni de corto plazo.

En materia de explicar la conciencia, para los filósofos y científicos no ha sido fácil discernir las cua­lidades subjetivas de las objetivas. Se añade el hecho

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de que entre los años 1950 y el presente, el conocimien­to humano se ha multiplicado de manera que hay más elementos de juicio que en todos los siglos anteriores. Es un caudal de información que rebasa toda posibili­dad selectiva y de síntesis, a pesar de que contamos con medios científicos especializados y recursos de almace­namiento y ordenamiento de datos como la Internet, las intranets y centenares de miles de publicaciones men­suales de cada disciplina científica. No hay vida que al­cance para revisar todas las investigaciones ni mucho menos para concatenarlas de manera metódica y luego estar en capacidad de producir resultados concretos y demostrables.

Aun así, hay un cuerpo coherente de conocimien­to sobre el que trabajan neurocientíficos como el mexi­cano Pablo Rudomín (1934­ ), investigador reconocido en el ámbito inter nacional, con más de 50 años de vida profesional en el Cinves tav, dedicados al estudio sis­temático de las fisiologías de los sistemas nerviosos y en particular de la neurofisiología humana. El trabajo de Pablo incluye observaciones experimentales rela­tivas a la naturaleza de las respuestas de animales y humanos a estímulos externos, manifiestas en movi­mientos. Durante años he trabajado cerca de él y jun­tos escribimos un panorama ensayístico sobre las neurociencias del siglo XX para El Colegio Nacional. Entre las premisas propuestas para emprender las prue­bas, nos dice, se cuenta la de que todos los seres vivos responden a tales estímulos con el propósito primario de sobrevivir en un mundo en constante cambio. Otra es que de esas res pues tas, las observadas como movi­mientos espontá neos, mues tran un patrón que puede o no tener éxito en una situación dada. Es decir, el sólo

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hecho de reaccionar an te un es tí mu lo externo no de­termina el resultado final sino meramente modifica la distribución de probabilidad entre los resultados posibles.

Para ilustrar las variaciones de las respuestas y sus con secuencias valga utilizar un par de ejemplos teó­ri cos, respal dados por incontables casos reales.

Experimento teórico 1

Escenario: un camino oscuro, en mitad de la noche. Épo­ca: actual. Sujeto: un adolescente o adulto joven, sano, sin proble mas de visión y apto para desplazarse.

Lo que ve esa persona a la distancia es una luz que se aproxima a gran velocidad. Primer diagnóstico: se tra ta del fanal de un vehículo. Puede tratarse de una bici cleta de pedales o de una motocicleta, o bien de un vehículo mayor —auto o ca mión— que tenga descom­puesto el fanal gemelo. Segundo diagnóstico: la rapidez con la que se aproxima descarta la opción de que sea una bicicleta de pedales. Se trata de un vehículo motori­zado. Ahora es preciso decidir puesto que el peligro de la colisión es inminente.

Si el sujeto tiene aptitud y experiencia suficien­tes para hacer los dos diagnósticos previos, lo más pro­bable será que ejecute el mejor movimiento posible para ponerse a salvo fuera de la trayectoria de colisión. La probabilidad de sobrevivir es máxima a menos que el sujeto cometa un error o sufra un accidente como trope­zar o algo parecido.

En la misma situación, un animal —por ejemplo, un venado adulto— que posea información análoga aun­que no conceptual en términos de bicicleta, motocicleta

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o camión pero que haya sobrevivido a situaciones si­milares o, mejor, que además de haber sobrevivido haya visto sucumbir a otros venados ante retos equiparables, con cierta probabilidad podemos afirmar que reaccio­nará bien para ponerse a salvo.

Si el sujeto humano fuese un niño pequeño, de unos cuatro años de edad, y el animal un venado de 30 días, quizá aumentará la probabilidad de una reacción inadecuada, seguida por el atropellamiento. La intui­ción dice que habría mayor riesgo en el caso del niño porque el venadito es más rápido. ¿Se rá? El niño tam­bién tiene instinto y es más inteligente. Ahora que… la inteligencia del niño pudiera actuar en su contra al mo­dificar su conciencia mediante una fantasía; por ejem­plo, la de asumir que detrás del fanal hay otro humano y, como el niño está condicionado a ser protegido en gra do superlativo por los humanos adultos, confíe en la de cisión del conductor del vehículo y permanezca in­móvil. El instinto del niño está matizado por su concien­cia de una sociedad civilizada. El venadito está también condicionado a la protección de su madre y otros adultos de su especie pero cuenta con un instinto que preser va el aprendizaje de miles de generaciones en el sentido de que el mundo es un lugar hostil en el que más vale cuidarse uno mismo. Si no se trata de un venado domés­tico, dará una respuesta instintiva.

La situación se complica si en el camino se en­cuentran varias personas o varios animales, porque la reacción de cada individuo del grupo se verá afectada por las de otros, incluida la posibilidad de comunica­ción entre ellos. Puede ocurrir que todos se desplacen en direcciones exitosas o bien que unos reaccionen de esa manera en tanto que otros lo hagan menos bien o

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mal, y en las imitaciones selectivas de unos por otros puede también darse una reacción caótica.

Falta un elemento a considerar: el conductor del vehículo, que a partir del momento en que perciba al su­jeto o sujetos en el camino, también recibirá un estímulo y dará una respuesta. Sin importar cuáles sean las res­puestas de los sujetos, el resultado final no dependerá solamente de ellas sino también de la reacción del conduc­tor, que pudiera invertir las consecuencias, por ejemplo, si desvía el vehículo. O anularlas si frena a tiempo.

Por último habría que incluir los elementos de sesgo, relacionados con las intenciones que pueden darse en la conciencia humana: frenar o desviarse no son las únicas opciones que tiene el conductor. Para sobrevi­vir él mismo puede tomar la decisión de arrollar al su­jeto o sujetos con o sin alteraciones en la trayectoria.

Experimento teórico 2

Escenario: un jardín cualquiera. Época: actual. Sujetos: un grupo de personas que incluye desde niños lactantes hasta ancianos, y un pequeño enjambre de avispones.

Llegado de alguna parte, penetra en el jardín el enjambre de avispones y estos animales se dispersan en­tre las personas. Unos sobrevuelan a la manera caracte­rística de esos insectos, otras se posan aquí y allá. Cada insecto se convierte en un estímulo para una o más per­sonas según la proximidad, y cada respuesta humana funciona en el mismo sentido hacia cada insecto.

La picadura de un avispón en general puede reducirse a un instante muy doloroso seguido por 20 minutos de ardor y sin más consecuencias. Los niños pequeños y los ancianos pudieran correr mayor peligro.

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Y cualquiera que sea alérgico al veneno podría sufrir una reacción grave o fatal. El peligro aumenta en la me­dida que lo hace el número de piquetes y la consecuen­te cantidad de veneno.

Quien haya tenido la experiencia de que un avis­pón se pose sobre su piel, sabrá que en esos momentos no es fácil recordar que las avispas, aunque omnívoras, no matan humanos para alimentarse con ellos. Tampo­co es fácil reflexionar a propósito de que un enjambre de avispones entrará en un jardín lleno de personas sólo por accidente o porque fue atraído por los alimentos ahí dispersos, pero que no se trata de un ataque. Lo que cuenta más cuando uno percibe al avispón es el instin­to, respaldado por el conocimiento del peligro que en­cierran las picaduras de esos bichos.

Las madres o padres de los bebés, u otros adultos, tratarán de ponerlos a salvo o se plantarán junto a ellos y se armarán para matar o ahuyentar a las avispas sin im­portar que éstas lleguen a picarles.

Unos huirán a toda prisa. Otros se armarán para combatir o ahuyentar a los insectos. Otros más tirarán ma­notazos, y algunos apelarán a la estrategia de no agredir a las avispas y quedarse razonablemente quietos para no asustarlas. Y habrá quienes queden paralizados por el mie­do. En medio de todas esas reacciones posibles, habrá comunicación en muchos lenguajes, incluidos los men­sajes verbales.

Entre tanto, los avispones reaccionarán ante los movimientos de los humanos: unos lograrán su propó­sito de llegar a la comida; otros sobrevolarán la escena en espera de tal oportunidad; otros más, agredidos di­rectamente, huirán o atacarán. Entre los avispones tam­bién se intercambiarán mensajes.

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Durante un lapso muy breve se multiplicará el número de secuencias estimulo­respuesta­estímulo y es muy probable que las diferentes respuestas del co­mienzo tiendan a uniformar se hasta que los individuos de cada especie se conduzcan co mo un grupo ocupado en un solo propósito. Para las avispas, sin du da el de sobrevivir, y para los humanos, lo equiparable o, si acaso alguno logra imponer mejor ejemplo, deshacerse del pe­ligro o de la molestia por la vía más sencilla, que sería la de no alterar demasiado a los insectos y esperar a que se marchen, como siempre lo hacen en sus excursiones cotidianas. Un avispón no reflexiona pero sí percibe, y tiene un instinto que le induce a no mantenerse al al­cance de “cualquier cosa que sea eso” 15 mil veces más grande. Y no lo atacarán en grupo a menos que de ello dependa la supervivencia general.

A lo largo de la “batalla”, en la intimidad neu ro­fisioló gica de cada uno de los dos grupos habrá incal­culables procesos bioquímicos traducidos en impulsos mecánicos de diversa complejidad que darán forma a la distribución de frecuencia de los resultados posibles. Si no se insertan elementos de sesgo —una nube de in­sec ticida o un lanzallamas—, habrá individuos que re­sulten ilesos, maltrechos o muertos.

Componentes

En los movimientos de respuesta de los animales que tienen tejidos nerviosos de cualesquier tipos, hay tres componentes: la primera se refiere a los receptores de información o sentidos (visión, tacto, olfato, etc.), que, in­dependientemente de los tejidos especializados que for­men los órganos sensoriales, tienen conexiones con los

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centros nerviosos. La segunda componente es la de los centros nerviosos, donde se procesa la información para después devolver una respuesta que se ejecuta en la tercera componente, que son los órganos motores, entre ellos los músculos. El funcionamiento consecutivo y casi simultáneo de esas tres componentes representa in­teracciones bioquímicas muy complejas, se trate de un animal con un sistema nervioso central apoyado por uno periférico con ganglios nerviosos, como en el caso de los mamíferos, o de un insecto que sólo posee ese tipo de ganglios.

Por ejemplo, en los estudios cibernéticos para construir robots, se ha analizado el movimiento de las cucarachas al sortear obstáculos mientras corren, y se ha descubierto que cada pata tiene su propio centro ner­vioso regulador; es decir, no hay un órgano central y en esa medida la respuesta de cada pata parece autónoma, lo cual explica entre otras cosas la rapidez con la que esos animales resuelven cada obstáculo.

A juzgar por la observación de las respuestas con las que reaccionan las diferentes especies, algunas pa­recen provenir de una memoria genética en tanto otras son adquiridas por imitación o aprendizaje y no se here­dan a la generación inmediata siguiente. Por ejemplo, es muy improbable que un in secto avance de manera es­pontánea hacia el fuego hasta el grado de someter su cuerpo o una parte del mismo a la acción directa de las llamas, mientras que no es raro que un cachorro de perro intente olfatearlo o que un niño pequeño intente tocar­lo y sufran la quemadura. Ahora han aprendido lo que el fuego hace.

Se define como instinto al “conjunto de pautas de reacción que, en los animales, contribuyen a la con­

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servación de la vida del individuo y de la especie”, e incluye a todas las respuestas que provienen de una me­moria genética, combinadas con las adquiridas y mati­zadas por éstas pero no sumadas, a juzgar por las evidencias de respuestas contra el instinto, como serían el suicidio o el autosacrificio, reacciones que no son sólo humanas.

Las conductas instintivas dependen menos de experiencias previas del individuo, aunque sí de las de su especie. Para procurarse alimento, procrear y de­fenderse cada especie utiliza sus órganos según rutinas específicas, casi sin necesidad de someterse a un pro­ceso de aprendizaje: la araña teje su red alrededor de su presa, el ave construye un nido y captura a un pez, la hormiga corta la hoja y lucha hasta la muerte con un intruso, el cocodrilo protege a sus crías dentro del ho­cico, así como el ratón mata a las suyas porque no hay suficiente alimento. Cada especie hace y aprende en la medida del alcance de su naturaleza y, como parte de ésta, con base en los centros o sistemas nerviosos con los que cuenta.

Por diferentes motivos, científicos o recreativos, por perversión y hasta de manera inconsciente los hu­manos provo camos en los animales —y también en otros humanos— toda clase de conductas aprendidas y atípi­cas con base en estímulos que conlleven en algún gra­do la satisfacción de una necesidad típica relacionada con la supervivencia. Por ejemplo, la de alimentarse o la de tener goce y así “elevar el espíritu”. Las focas en­trenadas aplaudirán a cambio de un trozo de pescado, y las fo cas silvestres recién capturadas, al entrar en con­tacto con las entrenadas, aprenderán con mayor rapidez a hacerlo, como si fueran pupilas de las primeras. Del­

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fines, orcas, elefantes, perros, guacamayas y hasta pul­gas tienen conductas similares.

“Al país que fueres, haz lo que vieres”, dice un refrán que tiene que ver con la supervivencia humana en un entorno humano. Si el de al lado se inclina, tú in­clínate; si aplaude, tú aplaude, y si se cubre los ojos, cu­bre los tuyos. De no hacerlo así alguien se percatará de que eres un extraño, y en la naturaleza priva una regla terrible: lo diferente es, por principio, algo que debe considerarse como una amenaza. O una ventaja, de ma­nera que los demás la adoptan con prontitud. Es cues­tión de decidirse.

Conciencia y propósito

Shakespeare creó personajes que descubrieron las ven­tajas implícitas de poseer una mente que duda y encuen tra soluciones, que propone y anticipa el futuro. Ventajas re lativas, si uno recuerda el caso de Romeo la noche en que se dirige a la fiesta en la casa de los Capuleto, don­de entrará de incógnito, cubierto con un antifaz. Aún está en la calle y a salvo pero presien te que se encuentra por dar un paso que será funesto. Sha kespeare lo privi­legia con la conciencia premonitoria de la fatalidad pero no lo detiene. De hecho lo conduce con angustiante fa­talidad hasta la muerte.

Romeo es un personaje pero Shakespeare fue un hombre real. Y si decidió no detener ni salvar a Romeo fue para plantear, en el entorno de su época, situaciones y enigmas que otros muchos escritores plantearon en las suyas desde la antigüedad. Si vivir conlleva la nece­sidad de tomar una decisión tras otra, y en cada ocasión,

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en cada uno de esos momentos que llamamos “el pre­sente”, además del instinto concursa una mente capaz de incorporar elementos pretéritos —memoria, expe­riencia, conocimiento— y de evaluar las posibles con­secuencias, es decir, atisbar hacia el futuro, no es un disparate extender los límites de la conciencia más allá de uno mismo, en el sentido de decidir a favor de hacer o dejar de hacer lo que otros hicieron antes, cualesquiera que sean las consecuencias. Un hombre puede abste­ner se de ingerir cianuro por saber que otros han muer­to tras hacerlo, o puede ingerirlo precisamente porque puede anticipar el resultado.

Entre los escritos de Shakespeare y los poemas épicos atribuidos a Homero median 24 siglos, un lapso considerable en términos de las transformaciones de la cultura. Sin embargo, los dos autores coinciden en las visiones del devenir, de los actos humanos y de sus con­secuencias, aunque uno llama destino a lo que el otro llama Hado.

Aquiles y Héctor son guerreros poderosos. Si al entablar el combate cada uno contase solamente con sus habilidades, el resultado sería impredecible. Sin em­bargo, el Hado ya seña ló a Héctor como perdedor, y sin importar lo que haga, habrá de morir. Los dioses no pue­den alterar los designios del Hado pero sí los conocen; es decir, pueden ver con cierta claridad el futuro y en esa medida intervenir, como lo hace Atenea al ayudar a Aquiles. Cuando Héctor está moribundo le ruega a éste que respete su cadáver pero el mirmidón se niega. En­tonces Aquiles escucha de labios de Héctor el designio del Hado: “Las flechas de Paris, por Apolo dirigidas, te matarán frente a la Puerta Escea.” Y después Homero ubica a Aquiles como gobernante de los muertos, duran­

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te la visita de Odiseo al Averno, y pone en sus labios una triste conclusión: Aquiles dice que preferiría ser el esclavo de un hombre pobre, que lo golpeara y que apenas lo alimentara, en vez de gobernar a los que ya no existen. Es decir, ya en la irremediable forma de es­pectro que habrá de beber el agua de la Estigia y olvi­dará quién fue, Aquiles manifiesta conciencia y reconoce que pudo ser mejor el resultado de sus deci­siones. Si no hubiese ido a Troya, si no hu biese regre­sado al combate para vengar a Patroclo, si no hubiese matado a Héctor… tal vez no habría alcanzado la fama eterna pero viviría. Pero, ¿vivir en la ignominia?

En Romeo y Julieta, Shakespeare pasa sobre las vidas de Mercucio, Teobaldo y Paris para conducir a Romeo a la muerte, y después toma la vida de Julieta para consolidar una larga secuencia de decisiones to­madas a favor del amor aunque contra toda prudencia. En El rey Lear destruye, erosiona la esperanza en la sucesión de desventuras de ese monarca y su familia, nacidas de una decisión ingenua, y en Otelo Desdémo­na es estrangulada con las manos de los celos, al seña­lar cuán fútil puede resultar la vida si la conciencia se somete a las apariencias.

La conciencia es mucho más que un tema propio de ejercicios o divagaciones literarias o de charlas de café o de discursos moralizantes a cargo de filósofos o abuelas. Es la experiencia existencial, el conjunto for­mado por el ser, el estar, el haber sido o estado, el poder haber sido o haber estado, la obligación fortuita o dis­ciplinada de ser y estar aquí y ahora, allá y mañana o algún día, en un tránsito que sin duda rebasa los límites de todas las vidas individuales. Por añadidura estamos en un universo físico en el que no opera el determinis­

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mo si no considera lo aleatorio, el número de posibili­dades que crece al infinito conforme pasa el tiempo.

Tal vez un reptil no padece úlceras pépticas, ya que goza de la paz de una conciencia limitada a lo inme­diato, al instinto, y no sufre angustia por saber que co­menzó como huevo y terminará como calcio disperso. Le tiene sin cuidado la posición de su linaje en el pa­norama evolutivo y aunque su instinto lo hace capaz de procurar la supervivencia de sus crías, también le per­mite alimentarse con ellas. En los lagartos, la visión her­menéutica coincide con la positivista.

No ocurre lo mismo en otras especies. Hoy se sabe que los genomas de chimpancés y gorilas no difie­ren mayor cosa del humano. Entonces cobra sentido esa sensación que experimentan los Homo sapiens al perci­bir, en los lenguajes corporales de esas especies y, de ma­nera muy notoria en sus miradas, que ahí hay alguien. No algo, alguien.

Más de Shakespeare

En la obra del “bardo del río Avon”, pues nació en el poblado de Stratford, que se localiza sobre ese río, es frecuente encon­trar, del brazo de los argumentos, canciones cuyas letras ponen énfasis sobre el poder que la poesía y la música ejercen sobre la mente, unas veces aclarándola y otras confundiéndola.

Además de compositores y cineastas, las letras de las can­ciones isabelinas de Shakespeare han inspirado a científicos que reconocen en los aforismos, retruécanos, juegos de palabras y sentencias un tesoro rico en materia de comprender y medir la complejidad de la conciencia humana a través de la que pu­diera llamarse “música de la mente”, gestada en un ór gano “gris, blando, húmedo y ruidoso”, como se ha calificado el cerebro.

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