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RBA

Traducción de Isabel Murillo y Montse Triviño

mentes poderosas

ALEXANDRA BRACKEN

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©Alexandra Bracken. RBA Molino, 2018

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para stephanie y daniel,que estuvieron en todas las furgonetas conmigo.

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PRÓLOGO

Cuando estalló el ruido blanco estábamos en el Jardín, arrancan-do malas hierbas.

Yo siempre reaccionaba mal. Daba igual si estaba en el exterior, comiendo en la Cantina o encerrada en mi cabaña. Cuando sonaba, sus tonos agudos me explotaban en los oídos como una bomba de fabricación casera.

Las demás chicas de Thurmond lograban serenarse pasados unos minutos y se olvidaban de las náuseas y de la sensación de desorien-tación con la misma facilidad con que se sacudían las briznas de hier-ba adheridas al uniforme del campamento. ¿Pero yo? Yo necesitaba horas para recomponerme.

Esta vez no tendría por qué haber sido distinta. Pero lo fue. No entendía qué podía haber pasado para provocar aquel castigo.

Estábamos trabajando tan cerca de la alambrada electrificada del campamento que olía incluso a chamuscado y percibía en los dientes las vibraciones del voltaje. Tal vez alguien se había hecho el valiente y había traspasado los límites del Jardín. O tal vez, con un poco de suerte, alguien había hecho realidad nuestras fantasías y le había lan-zado una piedra al soldado de las Fuerzas Especiales Psi más próxi-mo. En ese caso, habría valido la pena.

Lo único que sabía seguro era que los altavoces acababan de vo-mitar dos bramidos de advertencia: uno corto, largo el otro. Me in-

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cliné sobre la tierra húmeda con los pelos de punta, las manos en los oídos y los hombros tensos, dispuestos a recibir el envite.

El sonido que emitían los altavoces no era en realidad ruido blan-co. No era aquel siniestro zumbido que flota a veces en el ambiente cuando uno está sentado en silencio, ni el débil ronroneo de una pantalla de ordenador. Para el gobierno de los Estados Unidos y su Departamento de Juventudes Psi, era el hijo bastardo engendrado entre la alarma de un coche y la fresa del dentista, sintonizado a un volumen lo bastante elevado como para hacer sangrar los oídos.

Literalmente. El sonido desgarró los altavoces y me hizo añicos hasta el último

nervio del cuerpo. Se me abrió paso entre las manos, rugiendo por encima de los gritos de un centenar de monstruosos adolescentes, y se me plantó en el punto central del cerebro, donde era imposible alcanzarlo o arrancarlo.

Se me llenaron los ojos de lágrimas. Intenté aplastar la cara contra el suelo y el sabor a tierra y a sangre me llenó la boca. Una chica cayó a mi lado, con la boca abierta en un grito que no logré oír. Y todo a mi alrededor se desenfocó.

Sacudí el cuerpo al compás de las interferencias, enroscándo- me sobre mí misma como un pedazo de papel amarillento. Noté que unas manos me zarandeaban; oí a alguien pronunciar mi nom-bre —Ruby—, pero yo estaba demasiado lejos y no podía responder. Me iba, me iba, me iba, me sumergía en la nada, era como si la tierra me hubiese engullido de un solo trago. Luego la oscuridad.

Y el silencio.

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Grace Somerfield fue la primera en morir. O, como mínimo, la primera de la clase de cuarto, mi curso. Estoy

segura de que, para entonces, miles, tal vez cientos de miles de niños, debían de haberse ido igual que ella. A la gente le llevó tiempo encajar todas las piezas... al menos habían concebido la manera de mantener-nos en la inopia mucho después de que empezaran a morir niños.

Cuando las muertes salieron por fin a la luz, mi escuela de prima-ria prohibió estrictamente a los profesores y al personal que nos ha-blaran de lo que por aquel entonces se conocía como enfermedad de Everhart, en honor a Michael Everhart, el primer niño que había muerto víctima de la misma. Pero pronto, alguien decidió ponerle el nombre correcto: enfermedad neurodegenerativa idiopática aguda en adolescentes, o ENIAA. Y la enfermedad no había afectado úni-camente a Michael. Sino a todos nosotros.

Todos los adultos que conocía ocultaban la verdad detrás de son-risas y abrazos. Yo seguía aferrada a mi mundo de sol y ponis y a mi colección de coches de carreras. Si vuelvo la vista atrás, me cuesta creer lo ingenua que llegaba a ser, la enorme cantidad de indicios que pasé por alto. Incluso cosas notorias, como cuando mi padre, que era policía, empezó a trabajar muchas horas y no soportaba ni mirarme cuando por fin volvía a casa. Mi madre me sometió a un estricto ré-gimen de vitaminas y se negaba a dejarme sola, ni siquiera por unos minutos.

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Por otro lado, tanto mi padre como mi madre eran hijos únicos. Yo no tenía primos que hubieran muerto y encendieran con ello una señal de alarma, y la negativa de mi madre a permitir que mi padre instalara una «vorágine de basura y entretenimiento absurdo que te devora el alma» —esa cosa comúnmente conocida como televisor— aseguraba que mi mundo no se viese zarandeado por noticias espan-tosas. Esto, combinado con un control parental de acceso a Internet digno de la CIA, garantizaba que me preocupara mucho más la dis-posición de mis peluches sobre la cama que la posibilidad de morir antes de mi décimo cumpleaños.

Tampoco estaba en absoluto preparada para lo que sucedió el 15 de septiembre.

La noche anterior había llovido y mis padres me mandaron al co-legio con las botas de agua rojas. En clase estuvimos hablando sobre los dinosaurios y practicamos caligrafía en cursiva antes de que la señorita Port nos enviara a comer con su habitual expresión de alivio.

Recuerdo con claridad hasta el más mínimo detalle de la comida de aquel día, no porque estuviese sentada en la mesa justo delante de Gra-ce, sino porque ella fue la primera, y porque se suponía que aquello no tenía que suceder. No era vieja como el abuelo. No tenía cáncer como Sara, la amiga de mamá. Ni alergia, ni tos ni dolor de cabeza: nada. Murió de repente y ninguno de nosotros comprendió lo que ocurría hasta que ya fue demasiado tarde.

Grace estaba inmersa en un intenso debate sobre si en el interior de su gelatina había una mosca. Meneaba de un lado a otro la masa roja, que temblaba, y a punto estuvo de derramarse cuando Grace apretujó el vasito con demasiada fuerza. Naturalmente, todo el mun-do, incluida yo, quería dar su opinión sobre si se trataba de una mos-ca o era un trozo de caramelo que Grace había metido allí dentro.

—Yo no soy mentirosa —dijo Grace—. Solo... Se interrumpió. El vasito de plástico se le deslizó entre los dedos

y golpeó la mesa. Abrió entonces la boca y fijó la mirada en algo que quedaba por detrás de mi cabeza. Frunció el entrecejo, como si estu-

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viera prestando atención a alguien que intentaba explicarle una cosa muy complicada.

—¿Grace? —recuerdo que dije—. ¿Estás bien? En el segundo que tardó en cerrar los párpados, vi que tenía los

ojos en blanco. Grace exhaló un leve suspiro, tan suave que el aliento ni siquiera levantó los cuatro pelos castaños que se le habían pegado a los labios.

Los que estábamos sentados junto a ella nos quedamos paraliza-dos, aunque todos debimos de pensar lo mismo: se ha desmayado. Un par de semanas antes, Josh Preston había perdido el conocimien-to en el patio porque, según nos explicó más tarde la señorita Port, no tenía suficiente azúcar en el organismo... una cosa tan tonta como esa.

Una ayudante de comedor se acercó corriendo a la mesa. Era una de las cuatro señoras mayores con visera blanca y silbato que se tur-naban para vigilarnos en el comedor y en el patio durante la sema- na. No tengo ni idea de si tenía algún tipo de titulación médica más allá de unas vagas nociones de reanimación cardiovascular, pero de todas maneras depositó rápidamente en el suelo el flácido cuerpo de Grace.

El público quedó cautivado cuando la mujer acercó el oído a la camiseta rosa fucsia de Grace para escuchar un latido que ya no esta-ba allí. No sé qué pensaría aquella mujer, pero empezó a dar gritos y, de repente, nos vimos inmersos en un círculo de viseras blancas y caras de curiosidad. Pero solo cuando Ben Cho empujó con suavidad la mano flácida de Grace con la punta de su zapatilla deportiva, com-prendimos que estaba muerta.

Entonces todos los niños se pusieron a gritar. Una niña, Tess, rompió a llorar con tanta fuerza que se le cortó la respiración. Un montón de piececitos huyeron de estampía hacia la puerta de la ca-fetería.

Y yo me quedé sentada, rodeada de platos de comida abandona-dos, mirando fijamente el vasito de gelatina y dejando que el terror

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se apoderara de mí hasta que tuve la sensación de que las piernas y los brazos se me quedarían pegados a aquella mesa para toda la eterni-dad. De no haber venido el guardia de seguridad del colegio a sacar-me de allí, no sé cuánto tiempo me habría quedado.

«Grace está muerta», estaba yo pensando. «¿Grace está muerta? Grace está muerta».

Y la cosa fue a peor. Un mes más tarde, después de las primeras grandes oleadas de fa-

llecidos, los centros para el control y la prevención de enfermedades publicaron una lista de síntomas, resumida en cinco puntos, con el fin de ayudar a los padres a identificar si sus hijos corrían peligro de su-frir la ENIAA. A aquellas alturas, la mitad de mi clase había muerto.

Mi madre ocultó la lista tan bien que solo la encontré por casua-lidad, cuando me encaramé a la encimera de la cocina para buscar el chocolate que solía guardar detrás de los cacharros para preparar pasteles.

«Cómo identificar si su hijo corre peligro», decía el folleto. Reco-nocí enseguida el color naranja fuego del papel: era la nota que la señorita Port había mandado entregar en casa a los pocos alumnos que le quedaban. La había doblado por la mitad y cosido con tres grapas para impedir que la leyéramos. «SOLO PARA LOS PADRES DE RUBY», era la frase que se leía en el exterior, subrayada tres ve-ces. Un subrayado triple indicaba que se trataba de un asunto grave. Mis padres me habrían castigado de haberlo abierto.

Por suerte para mí, ya estaba abierto.

1. Su hijo/a se muestra repentinamente malhumorado/a y retraído/a y/o pierde interés por actividades que antes le gus-taban.

2. Empieza a mostrar una dificultad de concentración anormal o de repente se centra excesivamente en determinadas tareas, perdiendo como consecuencia la noción del tiempo y/o mues-tra ignorancia hacia sí mismo/a o hacia los demás.

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3. Experimenta alucinaciones, vómitos, migrañas crónicas, pér-dida de memoria y/o episodios de desvanecimiento.

4. Muestra propensión a arrebatos violentos, conducta atípica-mente temeraria o se autolesiona (quemaduras, golpes y cor-tes de origen desconocido).

5. Desarrolla conductas o facultades inexplicables, peligrosas o que provocan daños en ustedes o en otras personas.

SI SU HIJO/A PRESENTA CUALQUIERA DE LOS SÍNTOMAS MENCIONADOS, REGISTRE SUS DATOS EN ENIAA.GOV Y ESPERE A QUE SE LE COMUNIQUE EL HOSPITAL LOCAL AL QUE DEBE SER TRASLADADO/A.

Cuando acabé de leer el folleto, volví a doblar el papel con cuidado, lo guardé de nuevo donde lo había encontrado y vomité en el fre-gadero.

La abuela llamó por teléfono a finales de aquella semana y con su habitual estilo de ir directamente al grano, me lo contó todo. Los ni-ños morían a diestro y siniestro, todos de mi edad. Pero los médicos estaban trabajando para encontrar una solución y yo no tenía que temer nada, porque era su nieta y no me pasaría nada. Tenía que ser buena y avisar a mis padres si notaba algo raro, ¿entendido?

Rápidamente, la situación pasó de mala a horrorosa. Una semana después de que enterraran a tres de los cuatro niños de mi vecinda-rio, el presidente hizo un llamamiento a la nación. Mi madre y mi padre lo vieron en directo por el ordenador, y yo lo escuché desde el otro lado de la puerta del estudio.

«Ciudadanos norteamericanos», empezó el presidente Gray, «nos enfrentamos a una crisis devastadora, una crisis que amenaza no solo la vida de nuestros hijos, sino también el futuro de nuestra gran na-ción. Tal vez os sirva de consuelo saber que en este tiempo de necesi-dad, aquí en Washington estamos desarrollando programas de apoyo

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a las familias afectadas por esta terrible tragedia y a los niños que tengan la bendición de sobrevivir a ella». Ojalá hubiera podido verle la cara, porque creo que sabía —debía de saberlo— que esa amenaza, ese obstáculo en nuestro supuestamente glorioso futuro, no tenía nada que ver con los niños que habían muerto. Enterrados o reduci-dos a cenizas, ya no podían hacer otra cosa que atormentar los re-cuerdos de quienes los habían querido. Se habían ido. Para siempre.

¿Y aquella lista de síntomas, la que la maestra había mandado a casa doblada y grapada, que había aparecido centenares de veces en los noticiarios mientras las caras de los fallecidos desfilaban por la parte inferior de la pantalla? Nunca les habían dado miedo los niños que pudieran morir ni los espacios vacíos que pudieran dejar tras ellos.

Lo que les daba miedo éramos nosotros: los que habíamos salido vivos de aquello.

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