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EL SONIDO DEL SILENCIO

María González González

EL SONIDO DEL SILENCIO

Nací en un pueblo pequeño y gris de Castilla pero soy más de ciudad que un

semáforo. Mis padres, como tantos miles de familias de aquella España pobre y

franquista de los sesenta, se vieron obligados a dejar su pueblo y emigrar a la ciudad

en busca de pan.

Así crecí, viví y maduré siempre en ciudades, unas más grandes, otras más

pequeñas, pero todas llenas de contaminación, de aglomeraciones arquitectónicas y

humanas y de ruido, mucho ruido.

Mi contacto con lo rural se limitó a excursiones, fotos, documentales y lo que

una oye.

La vida, como tantos otros, la fui llenando de hermosas y enriquecedoras

experiencias, pero también de muchas frustraciones, fracasos, miedos, carencias,

desengaños, soledades y vacíos. Pero sobre todo, de ruido, mucho ruido.

A los cuarenta llegué agotada, saturada, desesperanzada, enferma, al límite de

mis fuerzas.

Un día un amigo me llevó a hacer un recorrido por algunos pueblos de la

Serranía del Turia, ya llevaba algunos años en Valencia pero no conocía nada de esa

comarca, me quedé en las bulliciosas y conocidas zonas playeras. Fue un amor a

primera vista, desesperadamente me agarré a ese enamoramiento como a una lancha

salvavidas. Busqué algún modesto lugar para vivir por esa zona, tenía que hacerlo,

Chelva, Gestalgar, Bugarra, Alcublas, acabé en Chulilla.

Era la primera vez en mi vida que salía a la calle y apenas veía y olía a coches y

empecé a respirar.

Que la puerta de mi casa se podía quedar abierta y empecé a tener menos miedo.

Que los vecinos te saludaban, te ayudaban, te preguntaban y empecé a sentirme

menos sola.

Que la montaña, la naturaleza era lo primero y lo último que veía, comenzaron

mis paseo diarios y empecé a sentirme más fuerte.

Que cada día me bañaba en su río o en el balneario y empecé a sentirme mas

limpia.

Que cada noche miraba las estrellas, la luna en sus distintas fases y empecé a

sentirme parte de algo.

Que cada día era distinto porque distintos eran los colores de cada árbol, de cada

atardecer, de cada estación del año y empecé a sentir la vida.

La paz, la armonía, la belleza de esta Serranía fueron alimentando, impregnando

mis desnutridas células. Un día subí a una de sus montañas, me senté en su cima,

después de un rato escuché y vi el sonido del silencio como jamás lo había oído, visto y

sentido. Ese silencio me llevó a escucharme, a verme tan profundamente como jamás lo

había hecho, ese silencio toco algo en mi alma desconocido, ignorado y comencé a

llorar como jamás había llorado, decidí dejarme llorar hasta el final, abandonarme en

ese llanto tan necesario hasta que mis lágrimas se agotaran o me agotaran a mí, lloré

tanto que por un momento pensé que moriría en ese llanto, de tanto dolor no llorado,

negado, no expresado.

Pero con la caída del sol paré, nunca había contemplado un atardecer tan limpio.

En ese instante, en ese silencio externo e interno, contemplé mi vida sin engaños, mis

fracasos, mis mentiras, mis carencias, mis heridas. Y supe todo lo que tenía que

cambiar, eliminar, todo lo que me impedía vivir, no era la primera vez que lo veía pero

si la primera que no sentía miedo, que no me ponía excusas, que la verdad de mi vida

estaba tan clara como ese atardecer, que el victimismo inútil, innecesario, dañino, daba

paso a la responsabilidad. Entonces me prometí que lo haría, ya no había más tiempo

que perder.

Bajé esa montaña, volví a la ciudad a comenzar esos cambios necesarios. No fue

nada fácil, todo lo contrario, los grandes e importantes cambios siempre resultan

difíciles y dolorosos para una misma y para los que más quieres, pero cuando uno se

pone en serio con la vida y mirando en la dirección correcta, parece que el universo se

alinea y alguna ayuda siempre llega y yo, en aquel lugar, había cogido la fuerza y la

vida que me faltaban.

Hoy, casi diez años después, la vida sigue siendo difícil pero la coherencia

conmigo misma, lo que pienso, lo que digo y lo que hago están en la misma línea, la

vida tiene un sentido, una alegría, una fuerza y mis ojos tienen un brillo totalmente

perdido en aquellos días.

Hoy sigo yendo de vez en cuando a esa Serranía testigo de mi metamorfosis, voy

a descansar, a disfrutar, a vaciarme de ruidos molestos y llenarme de nuevo de aquel

silencio y sobre todo agradecer a la vida la existencia de lugares así.