Republicanos Antes Del Republicanismo

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REPUBLICANOS ANTES DEL REPUBLICANISMO. ESPAÑA 1793- c. 1848. El republicanismo alcanzó, en España, su primera expresión como partido formal en el Sexenio Democrático (1868-1874). Fueron los trabajos previos a la Revolución de Septiembre de 1868 los que dieron origen al Partido Republicano Democrático Federal. 1 No obstante, para llegar a ese punto se habían dado, previamente, otros pasos. El de mayor relieve tuvo lugar en 1849 al constituirse, en pleno reflujo de las revoluciones europeas de 1848, el Partido Demócrata. 2 En el interior de esa plataforma convivían, todavía, monárquicos y republicanos. Les unía el anhelo de ensanchar los espacios de participación ciudadana y la voluntad de adecuar las modalidades de representación parlamentaria a dicha ampliación. Eran demócratas en tanto que deseaban conseguir el sufragio universal masculino y llegar a hacer realidad los principios de soberanía nacional y popular. Eran demócratas en la medida, pues, que esperaban forjar, sobre las glorias de una vieja historia, una nueva Nación de ciudadanos. En las páginas siguientes ensayaremos una reflexión sobre la prehistoria, si se permite la expresión, de un democratismo que acabó siendo republicano. Una cultura política de combate 1 Carmen Pérez Roldan, El Partido Republicano Federal, 1868-1874, Endymion, Madrid, 2001. 2 Antonio Eiras Roel, El Partido Demócrata Español (1849-1868), Rialp, Madrid, 1961. 1

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REPUBLICANOS ANTES DEL REPUBLICANISMO. ESPAÑA 1793- c. 1848.

El republicanismo alcanzó, en España, su primera expresión como partido formal en el

Sexenio Democrático (1868-1874). Fueron los trabajos previos a la Revolución de

Septiembre de 1868 los que dieron origen al Partido Republicano Democrático Federal.1

No obstante, para llegar a ese punto se habían dado, previamente, otros pasos. El de

mayor relieve tuvo lugar en 1849 al constituirse, en pleno reflujo de las revoluciones

europeas de 1848, el Partido Demócrata.2 En el interior de esa plataforma convivían,

todavía, monárquicos y republicanos. Les unía el anhelo de ensanchar los espacios de

participación ciudadana y la voluntad de adecuar las modalidades de representación

parlamentaria a dicha ampliación. Eran demócratas en tanto que deseaban conseguir el

sufragio universal masculino y llegar a hacer realidad los principios de soberanía

nacional y popular. Eran demócratas en la medida, pues, que esperaban forjar, sobre las

glorias de una vieja historia, una nueva Nación de ciudadanos.

En las páginas siguientes ensayaremos una reflexión sobre la prehistoria, si se

permite la expresión, de un democratismo que acabó siendo republicano.

Una cultura política de combate

A menudo se explica la gestación del republicanismo como un largo proceso de

decantación. En términos ideológicos, la izquierda del progresismo, desengañada por las

omisiones de sus líderes durante las décadas de liquidación del Antiguo Régimen,

evolucionó, dentro de la gran familia liberal española, hacia la democracia.3 En el plano

social, la mudanza fue señalada, ya a principios del Novecientos por un conocido

republicano, Nicolás Estévanez: “Sabido es que en el primer cuarto del siglo [XIX] no

había partido republicano, pero rendían culto al ideal los artilleros, los ingenieros, los

marinos, los hombres de ciencia en su totalidad, que eran francmasones cuando el

pueblo era realista”. A medida que pasan los años, recordará, esos sectores fascinados

por el ideal republicano acabarán desarrollando considerables prevenciones ante la

democracia, y ello porque “el pueblo se ha[bía] liberalizado”. La evolución llegó hasta

el punto de que, a principios del siglo XX, “todos los progresos de la democracia han

venido a estrellarse en las preocupaciones de origen y de fortuna; la lucha de clases la

mantienen con torpeza inconcebible, precisamente los mismos que sucumbirán en

1 Carmen Pérez Roldan, El Partido Republicano Federal, 1868-1874, Endymion, Madrid, 2001.2 Antonio Eiras Roel, El Partido Demócrata Español (1849-1868), Rialp, Madrid, 1961.3 Florencia Peyrou, “La formación del Partido demócrata español: ¿Crónica de un conflicto anunciado”, en Historia Contemporánea 2008 (II), pp. 343-372.

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ella”.4 Lo que empezó siendo un proyecto cultivado por segmentos de las élites

militares, políticas e intelectuales, se transformó en una cultura que se alimentaba de la

presencia de profesionales liberales en el espacio urbano, de la transición del mundo

gremial, menestral y artesano al de la fábrica y de la erosión de las solidaridades

agrarias tradicionales.

Que entre 1808 y 1849, o incluso antes de 1868, no se identifiquen estructuras

republicanas no quiere decir que no hubiese individuos y sociedades que deban ser

contemplados como los hilos conductores que permitirán, con el paso del tiempo, la

emergencia de aquellas. Los estudios recientes, en especial los llevados a cabo por

Florencia Peyrou y Román Miguel González, han dejado establecido que la forja del

republicanismo tiene lugar mediante tres procesos estrechamente conectados entre sí.5

En primer lugar, la recepción de ideas republicanas procedentes del exterior o el cultivo

de las que, a través del estudio de las sociedades de la antigüedad, surgieron en

ambientes eruditos. Cultivo y recepción imprecisos – no queda claro qué se entiende por

república- y facilitados tanto por las secuelas de la Ilustración como por la coyuntura

revolucionaria de la Europa de esos años. La interacción con las dinámicas europeas es

un hecho. Las convulsiones que desde 1789 tienen Francia por escenario conmueven a

España, una nación mucho menos cerrada al exterior de lo que pregonarán los

republicanos tardíos. La fluidez en el contacto se da en todas direcciones. Los

emigrados que huyen del Terror y recalan en comarcas próximas a la vertiente

meridional de los Pirineos facilitan, sea cual sea su intención, no poco del instrumental

teórico que permitirá al liberalismo exaltado leer los problemas de su tiempo. La

conflictiva dinámica del reinado de Fernando VII y la expansión bonapartista en la

península ibérica actuarán como catalizadores de un proceso que, en sus sucesivos

ciclos, expedirá hacia el norte de la frontera, o en dirección a Portugal e Inglaterra,

oleadas de exiliados liberales.6 Con las personas andan las ideas y los conceptos; y

escondido en el equipaje que trasiegan viajará la acepción moderna de república.

4 N. Estévanez, Mis memorias, 1838-1914, Tebas, Madrid, 1975, p. 46.5 F. Peyrou, El republicanismo popular en España, 1840-1843, Universidad, Cádiz, 2002 y Tribunos del Pueblo: demócratas y republicanos durante el reinado de Isabel II, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2008. R. Miguel González, La Pasión revolucionaria: culturas políticas republicanas y movilización popular en la España del siglo XIX, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2007.6 Luis Barbastro Gil, Los afrancesados. Primera emigración política del siglo XIX español (1813-1820), CSIC-Inst. de Cultura J. Gil-Albert, Madrid-Alicante, 1993. Rafael Sánchez Mantero, Liberales en el exilio, Rialp, Madrid, 1975.

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Los procesos de movilización en el interior del país también favorecieron la

siembra de la semilla republicana. De hecho, fueron las más fecundas de las simientes.

Estamos hablando de movilizaciones con diversos objetivos y de impacto desigual. De

entrada, del combate contra la reacción. Combate asociado a la labor de definir la

moderna Nación de ciudadanos. Las guerras entre liberales y legitimistas carlistas

radicalizaron las dinámicas de violencia y los conflictos de ideas, frenaron en ciertos

momentos, aunque coadyuvaran en otros, la deriva republicana de los elementos

progresistas más exaltados. La lucha contra las lógicas de exclusión política fue el

segundo de los empeños. Se trataba de acciones que rechazaban los mecanismos

creados por las corrientes más moderadas y doctrinarias del liberalismo a fin de

controlar un proceso, el de la transición a la sociedad liberal, que, en ocasiones, se les

iba de las manos. A la sombra de exaltados y progresistas, los republicanos propugnaron

las medidas más avanzadas, las recetas de choque contra el sufragio censatario y contra

las limitaciones puestas al ejercicio de libertades y derechos. En última instancia, ese

perfil propio culmina al pregonar la incompatibilidad radical entre Corona y Nación.

La movilización que alimentaría el republicanismo hispánico tendría un tercer

propósito en el rechazo a la hegemonía cultural del clericalismo y al poder que la Iglesia

Católica conservaba en España. Frailes y sacerdotes habían salido en masa a las calles y

a los caminos cuando las guerras contra los franceses; la de 1794 y la de 1808. De ahí

en adelante, la batalla que libran con la finalidad de recuperar el control sobre las

conciencias de los ciudadanos marcará las expectativas liberales y, más adelante, las

republicanas. La renovada presencia de eclesiásticos a finales del siglo XVIII y

primeros momentos del XIX hizo florecer los comportamientos y los escritos

violentamente anticlericales.7 Se había activado un mecanismo de interacción que

alcanzaría su plenitud a inicios del siglo XX: el activismo católico contra los progresos

del laicismo o en pro de las potestades eclesiásticas creaba la respuesta agresiva de los

círculos librepensadores y republicanos, y al revés.

Junto a la influencia exterior y a los combates políticos, hubo un último factor

que contribuyó al desarrollo de los primeros focos republicanos: las luchas sociales. Los

7 Emilio La Parra y Manuel Suárez Cortina (eds.), El anticlericalismo español contemporáneo, Biblioteca Nueva, Madrid, 1998, pp. 34-45. Jean-René Aymes, “Las repercusiones culturales de la Guerra gran y de la Guerra del francés: esbozo de una síntesis ordenada”, en Segon Congrés Recerques. Enfrontaments civils: postguerrres i reconstruccions, v.I, Lleida, Recerques/Universitat de Lleida/Pagès editors, 2002, p. 246. M. Suárez Cortina, “Secularización y laicismo en la cultura política del republicanismo español del siglo XIX”, en C. Cabrero Blanco, X. F. Bas Costales, V. Rodríguez Infiesta, S. Sánchez Collantes (coords.), La escarapela tricolor. El republicanismo en la España contemporánea, Oviedo, Universidad-KRK ediciones, 2008, pp. 55-85.

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núcleos democráticos nacen en la clandestinidad y se ven marcados por las

contradicciones surgidas de la industrialización y la urbanización. Los antagonismos de

clase que se hacen visibles en las comarcas fabriles, o en ciudades como Madrid,

Málaga o Barcelona,8 dan lugar a agitaciones del naciente obrerismo y de fracciones

nada desdeñables de las clases medias. Exigen democracia, federalismo y reforma

social. Esto resultó ser así, sobre todo, desde el momento en que los obreros vieron que

los progresistas, su primera opción hasta mediada la centuria, les dejaban en la estacada

en lo relativo a lo que Miguel González designa como “resistencia a la proletarización”.

La acumulación de desengaños hizo posible, en un breve lapso, que el obrerismo, el

socialismo utópico y el republicanismo acabasen compartiendo espacios y perspectivas.

Sería la variante española de lo que W.H. Sewell caracterizó como república obrera: el

espacio de encuentro, y enriquecimiento mutuo, entre los demócratas más avanzados y

los militantes más activos de las sociedades populares y obreras que habían tomado el

relevo a las tramas gremiales.9

Llegados a este punto hay que introducir, creo, un par de matices. El primero

para anotar que la conexión entre democracia política y mundo obrero es, en ambas

direcciones, instrumental. El demócrata de 1840, como el republicano de 1860, verá en

el trabajador de taller o de fábrica un componente del Pueblo. Es éste último, todo él, el

sujeto colectivo que debe protagonizar la transición a la modernidad. Los trabajadores, a

su vez, perciben en el republicano, como antes en el progresista y siempre en el liberal,

la llave que puede abrirles las puertas de la reforma social o un aliado que les defiende

ante los tribunales de justicia y, si se da el caso, en los plenos de los ayuntamientos o en

sede parlamentaria.

El segundo matiz que hay que contemplar es que la conexión democracia-

ambientes populares no se dio sólo en las ciudades. Una de las imágenes heredadas del

pasado es la de una dualidad que opondría la ciudad liberal al campo retardatorio y

obscurantista, a unas comarcas rurales que constituían, en toda España, el bastión de la

reacción. En realidad las cosas fueron más complicadas y las agitaciones agrarias

8 A esta problemática ha estado atenta la más reciente generación de historiadores catalanes. Conviene recordar, por ejemplo, a Genís Barnosell, Orígens del sindicalisme català, Vic, Eumo, 1999, a Juan José Romero, La construcción de la cultura de oficio durante la industrialización: Barcelona, 1814-1860, Barcelona, Icaria-Universida de Barcelona, 2006 y a Albert Garcia Balañà, La fabricació de la fàbrica: treball i política a la Catalunya cotonera, 1784-1884, Barcelona, Publicacions de l'Abadia de Montserrat, 2004.9 R. Miguel González, “La república obrera. Cultura política popular republicana y movimiento obrero en España entre 1834 y 1873”, en C. Carrero et alii, La escarapela tricolor, pp.22-54. W.H. Sewell, Gens de métier et révolutions: le langage du travail de l'Ancien Régime à 1848, Paris, Aubier Montaigne, 1983.

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tuvieron manifestaciones democráticas y republicanas. Conocemos, en sentido

contrario, de la capacidad de penetración tradicionalista en los ambientes urbanos. No

fueron pocas las gentes de oficio, los propietarios urbanos o los profesionales que

encontraron en don Carlos, el hermano de Fernando VII, y en sus herederos, una causa y

una promesa de solución a los males que padecían.

Además, conocemos que la práctica social del primerísimo liberalismo hispánico

veía en los militares, en los propietarios y en los profesionales a los agentes activos de

los proyectos de modernización. Al pueblo anónimo estos liberales podían adularlo,

pero el espanto que les despertaba la posibilidad de que actuase con autonomía les hacía

prescindir de él cuando diseñaban sus estrategias de acceso y, sobretodo, de gestión del

poder.10 Más adelante, ya mediada la centuria, el riesgo de las derivas autónomas de

sabor neojacobino -lo que Miguel González caracteriza como “república obrera”-

llevaría a los elementos conservadores del primer republicanismo a poner en cuestión la

validez de una construcción nacional tan decididamente partidaria de la incorporación

plena e inmediata del mundo del trabajo a la vida nacional. Sería la ocasión idónea para

recuperar el liberalismo político, el librecambismo económico y el idealismo

filosófico.11

Conceptos y primeros protagonistas

Los primeros pasos de las palabras república y republicanismo están relacionados con el

impacto de la República francesa de 1793. Alberto Gil Novales probó que con

anterioridad a ese momento hubo un uso intelectual y erudito de la idea de república. Se

establecía la equivalencia entre república y el sentido tradicional de nación como

colectividad humana definida por unos límites. Así mismo, de las repúblicas de la

antigüedad, y su universo discursivo, se tomaba el concepto de democracia como un

gobierno racional en donde los hombres tenían iguales derechos y en donde cualquiera

podía elevarse por sus méritos. De ese mismo universo procedía, también, la noción que

la democracia era un diálogo constante en el seno de la sociedad civil. Obviando todo

tipo de matices lo cierto es que Roma, y en ocasiones Atenas, Esparta y el conjunto de

la Hélade aportarían, a la cultura política de la izquierda española, “la perduración

10 Irene Castells, “Antonio Alcalá Galiano”, en Joan Antón y Miquel Caminal (comps.), Pensamiento político en la España contemporánea 1800-1950, Teide, Barcelona, 1992, pp. 123-131. François-Xavier Guerra, Modernidad e Independencias, Mapfre, Madrid, 1992, p. 362.11 R. Miguel González, Historia, discurso y prácticas sociales. Una contribución a los futuros debates sobre el republicanismo decimonónico y las culturas políticas”, en Historia Contemporánea 2008 (II)* 37, p. 394.

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admirativa de un concepto: el de virtudes republicanas, virtudes siempre austeras e

imponentes”.12

Con anterioridad a 1793 hubo una circunstancia que comportó que el término

república desbordase la mera significación filosófica. La independencia de los Estados

Unidos de América afinó el sustantivo. Habiendo colaborado Carlos III con aquellos

que debilitaban al Imperio británico, “propuso a sus nacionales en términos no hostiles

un concepto de República, casi diría, una utopía que al haberse ya realizado en una parte

de nuestro planeta, resultaba factible”. De la noción norteamericana de república se dirá

que influyó en los demócratas españoles en el sentido de llevarles a pensar en un

régimen basado en la soberanía nacional mediante la representación, en la división de

poderes y en un sistema de ordenamiento interior de tipo federal. Es cierto que, por

ejemplo, en 1836 el diario madrileño El Corsario, dirigido por Ramón Xaudaró,

anunció la publicación en cuadernos, y a precios especiales para sus suscriptores, de la

Esplicación de los principios del gobierno republicano tal cual ha sido perfeccionado

en los Estados Unidos de América; obra de Aquiles Murat traducida por Gabino Gasco.

Con todo, el caso norteamericano contribuiría poco, y sólo en ciertos aspectos, a fijar un

proyecto para España. Al tratarse de un mundo nuevo, distante de Europa, a esa

república se la podía admirar, pero “se la ve[ía] siempre como algo muy peculiar,

irrepetible, lejano, siempre en otro contexto”.13 La barrera no era sólo geográfica, ni de

distancia entre viejas y nuevas naciones. Mientras en Estados Unidos la idea de libertad

social se convirtió en el cimiento que sostenía el debate en el parlamento, la prensa o

entre la ciudadanía, en el continente europeo dicha idea era profundamente subversiva.

En Europa, escribirá Emilio Castelar, la revuelta es necesaria en la medida que hay que

cerrar el largo paréntesis de oscuridad en el que la historia sumió a sus pueblos y

naciones. El caso de América, en general, y de los Estados Unidos en particular,

razonará, es bien distinto. El ideal democrático que habría anidado en el corazón de los

individuos libres y de los filósofos pudo levantarse en un escenario incontaminado por

12 A. Gil Novales, “Del liberalismo al republicanismo”, en J. A. Piqueras y M. Chust (comps.), Republicanos y repúblicas en España, Siglo XXI, Madrid, 1996, p. 82; y “El primer vocabulario de la Revolución Francesa en España, 1792”, en Eluggero Pii, I linguaggi politici delle rivoluzioni in Europa, XVII-XIX secolo, Leo S. Olschki, 1992, pp. 285-298. Carmen Mc Evoy a la reedición de Juan Espinosa, Diccionario para el pueblo: republicano democrático, moral, político y filosófico (Lima, 1855), Pontificia Universidad Católica del Perú-Instituto Riva-Agüero/University of the South-Sewanee, Lima, 2001, p. 12.13 A. Gil, “Del liberalismo al republicanismo”, p. 85. F. Peyrou, El republicanismo popular, pp. 16-17. El Corsario, 18.X.1836. Anna M. García Rovira, “Radicalismo liberal, republicanismo y revolución (1835-1837)”, en Ayer 29 (1998), pp. 63-90, y “Republicanos en Cataluña. El nacimiento de la democracia (1832-1837)”, en M. Suárez Cortina (de), La redención del pueblo. La cultura política progresista en la España liberal, Santander, Universidad, 2006, pp.115-143.

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la historia. Ello comporta que se tenga “por la mejor de las sociedades aquella en que el

individuo puede manifestar libremente su pensamiento y su voluntad, encarnar su vida

en las instituciones, levantarse a la conquista del progreso por medios pacíficos,

llevando como lleva en su alma el eterno tipo de lo verdadero, de lo bello, es decir,

todas las dulcísimas armonías del mundo moral”.14 Definitivamente, algo muy lejano.

Los republicanos, salvo contadas excepciones, no defendieron la traslación de un

tipo de comunidad liberal como la estadounidense. Aquí, las condiciones de civilización

eran muy diversas y la noción norteamericana de libertad social resultaba explosiva:

“está cargada de dinamita”. Retengamos, no obstante, que la idea de la repartición de la

soberanía entre un gobierno federal y los Estados, mayoritaria en el republicanismo

español de las décadas centrales del Ochocientos, se desarrolló a partir del ejemplo

americano. Complementariamente, el modelo republicano francés dejará su huella -una

cierta impronta jacobina- en la importancia dada al sufragio universal, a las políticas

orientadas a obtener el mayor grado de nivelación social -sin atentar a la noción de

propiedad privada- y a la virtud cívica.15

Y no es que la entrada del referente galo fuese la mejor posible. En 1793,

durante la guerra que España sostuvo con la República francesa ésta contó con unos

pocos, y aislados, colaboradores. Guipuzcoanos o catalanes a los que se suele presentar

como figuras anticipadoras del republicanismo y que, para regocijo de sus censores,

nace con el estigma de la importación. Mala cosa, la de la raíz extranjera, en un siglo

presidido por los esfuerzos de nacionalización. Peor aún si se trata de un extranjero

ocupante. En las comarcas fronterizas con Francia los contactos con los soldados

republicanos no podían ser más que impopulares; como, de hecho, lo eran todos los que

procuraba un ejército que vivía sobre el terreno. La herida, convenientemente reabierta

por los elementos del clero hostiles a la revolución, no dejaría de sangrar durante mucho

tiempo. 16

Los primeros personajes cuyo nombre aparece asociado a una conspiración o

proyecto republicano no pueden calificarse de elementos populares. Los implicados en

14 Louis Hartz, La tradición liberal en los Estados Unidos. Una interpretación del pensamiento político estadunidense desde la Guerra de Independencia [1955]. México, Fondo de Cultura Económica, 1994, pp. 71-72. E. Castelar, prólogo a F. Garrido, La República democrática federal universal, Madrid, 1856, p. 19. 15 Demetrio Castro Alfín, “Jacobinos y populistas. El republicanismo español a mediados del siglo XIX”, en José Álvarez Junco (Comp.), Populismo, caudillaje y discurso demagógico, Madrid, CIS-Siglo XXI, 1987, pp. 181-217.16 Jean-René Aymes, La guerra de España contra la Revolución francesa, Alicante, Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, 1991. A. Gil, “Del liberalismo al republicanismo”, pp. 87-88.

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la Conspiración de San Blas, de 1795, por ejemplo, eran profesores, abogados y

comerciantes que se reunían en la logia La España. El manifiesto que dirigieron al

pueblo madrileño exigía reducir a sus justos límites la dignidad real; en otras palabras,

recuperar el horizonte de intervención de los súbditos. Las referencias republicanas eran

un argumento de presión en favor de la evolución constitucional de las instituciones

monárquicas. En el caso de que el monarca no emprendiera ese camino, los

complotados hacían constar que seguían con interés todo aquello que ocurría allende los

Pirineos.17 Estamos ante un tipo de republicanismo que o nace de la predisposición a

cooperar con los hijos de la revolución francesa o es entendido como una arma de

presión para forzar el cambio desde dentro. Un republicanismo instrumental, en fin, que

flaqueó con prontitud. El Terror, primero, la ascensión de Napoleón, más tarde, y, al fin,

la que más adelante se conocerá como Guerra de la Independencia, bloquearían las

afinidades retóricas y debilitarían el alcance de las simpatías.18

El exilio de 1814 o, tras la entrada de los Cien mil hijos de San Luis, el de 1823

facilitaron la revisión del bagaje cultural previo. Los liberales obligados a fijar su

residencia en el exterior perfilaron los rasgos de la democracia hispánica. En las décadas

de 1820 y 1830 personajes como el liberal gaditano Joaquín Abreu vivirán situaciones

germinales. Lo explicó Antonio Elorza. Abreu sale en 1817 y en 1823. En esta última

ocasión había sido incluido en el decreto de la regencia de 23 de junio, uno de los que

cerró el Trienio Liberal. Había votado la Regencia y ello le convertía en “culpable de

lesa majestad”. La confiscación de bienes y la condena a muerte eran las penas

previstas. De esta última se escapó viajando a Gibraltar, Tánger, Argel, Bélgica y

Holanda. El itinerario aclara cual será la puerta de salida, y las etapas, del exilio

meridional. El destino final pone de relieve las posibilidades de aprendizaje que ofrece

la expatriación. Fue en los Países Bajos donde Abreu pudo completar sus conocimientos

y ampliar sus perspectivas a propósito de las cuestiones agrarias. Cierto que ya en 1823

había tomado parte en la redacción de la Ley de reparto de bienes comunales, pero en

Holanda tuvo la oportunidad de conocer in situ modelos de gestión social y económica

de la tierra que le abren perspectivas de trabajo para cuando retorne a España. Del

17 A. Eiras, El partido demócrata, p. 47. D. Castro Alfín, “Orígenes y primeras etapas”, p. 36. Coincide, en líneas generales, con la evaluación de A. Elorza, La ideología liberal en la Ilustración española, Madrid, Tecnos, 1970. Enrique Rodríguez Solís, Historia del partido republicano español, Madrid, F. Cao y D. de Val, 1892-1893, t. I, p. 606.18 A. Alcalá Galiano, Recuerdos de un anciano, en Obras escogidas, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1955, t. I., p. 23. A. Gil Novales, “Del liberalismo al republicanismo”, p. 91. A ese tipo de republicanismo parece referirse Manuel Godoy en sus Memorias; cf. Javier Figuero, Si los curas y frailes supieran... Una historia de España escrita por Dios y contra Dios, Madrid, Espasa, 2001, p. 190.

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mismo modo, será en Marsella donde caiga en sus manos el periódico societario La

réforme industrielle, hoja que se ocupa de divulgar los proyectos de reforma social de

Charles Fourier.19

El exilio no sólo modifica los puntos de vista del liberal exaltado sino que crea

una categoría humana muy arraigada en el republicanismo español. El exiliado es

alguien al que se supone integrado en toda suerte de redes clandestinas, conspirativas.

Es así como conecta con el interior. Ahí nacen, crecen y mueren rápidamente las

sociedades de comuneros y carbonarios. Articuladas por elementos profesionales e

intelectuales, los miembros de dichas sociedades secretas procuraron, de forma

progresiva, la participación política de “la clase más infame de la sociedad”. Entendían

esas voces críticas por lo más ruin “un albañil, un zapatero, un tripero, un carnicero, un

relojero,...”. Esos habían sido los asistentes a una reunión de exaltados en la Zaragoza

del abril de 1822.20 Esos serían, más tarde, durante el reinado de Isabel II, el Sexenio o

la Restauración, las bases sociales sobre las que el republicanismo construirá un

movimiento de masas, integrado, como señalaban exageradamente diversas fuentes de

los años 1820, por decenas de miles de personas.

Era en los cafés madrileños donde los miembros de las sociedades secretas salen

a la luz. Como el audaz Juan Romero Alpuente dirigiendo la palabra a los congregados

clamando por la República y la repartición de bienes. En rigor, lo que se esconde tras el

gesto es un entramado oscuro de plataformas de vida breve que tenían por finalidad la

apología de la Constitución de 1812. Objetivo que, ciertamente, les situaba en abierta

oposición a Fernando VII, y, por ello, a esa monarquía. En febrero de 1823, la

comunería, que contó, incluso, con la aquiescencia de militares de prestigio, como los

generales Riego o Espoz y Mina, daría origen a dos líneas de desarrollo: la

confederación comunera El Zurriago y los comuneros constitucionales.21 Algunas de

estas sociedades cooperaron en los levantamientos exaltados que cuestionaban los

límites que Fernando VII imponía a las transformaciones liberales. Conspiraciones que

involucran, en abigarrada mezcolanza a emigrados piamoneteses, napolitanos o

franceses con gentes del país y aún con agentes al servicio de la monarquía absoluta

interesados en desacreditar y desestabilizar al conjunto del liberalismo. No es menos

19 Antonio Elorza, “Estudio preliminar” a El fourierismo en España. Selección de textos y estudio preliminar de..., Madrid, Revista de Trabajo, 1975, p. XV.20 Iris M. Zavala, Masones, comuneros y carbonarios, Madrid, Siglo XXI, 1971, pp. 74-75.21 I. Castells, “José María Torrijos (1791-1831). Conspirador romántico”, en Isabel Burdiel y Manuel Pérez Ledesma, Liberales, agitadores y conspiradores. Biografías heterodoxas del siglo XIX, Espasa, Madrid, 2000, p. 83.

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evidente que estos episodios respondían a un genuino malestar por las incertidumbres

políticas y, aún, por las condiciones de existencia de diversos grupos sociales.22

Tiempos difíciles

La última fase de la monarquía de Fernando VII, la Década Ominosa, pudo ser un

paréntesis en la historia del lento emerger del republicanismo; pero no un vacío. Cuando

en 1918 el republicano Josep Puig Pujades biografía a Narcís Monturiol, patriarca de la

democracia federal al tiempo que inventor y hombre de ciencia, pintará para sus lectores

un cuadro de época cuyas tonalidades cromáticas son transparentes: las persecuciones

políticas y religiosas se cebaban sobre los liberales sometidos a la férula del monarca

absoluto, toda propaganda impresa era imposible y el fuego sagrado de la idea se

mantenía en las logias masónicas o en reuniones privadas. Tanta precaución no impidió

que muchos inocentes expiaran, en patíbulos y presidios, sus delitos políticos y sociales.

Por lo demás, estas acechanzas generaron pobreza y miseria, la extensión de la

ignorancia y la agonía de la vida intelectual. La frontera era, ahora sí, una barrera física

que impedía conectar con las fuentes exteriores de progreso. La tiranía absoluta solo

podía dar de sí la creación de la Escuela Nacional de Tauromaquia.23 En otras palabras,

los diez últimos años de la vida de Fernando VII no fueron el mejor momento para el

progreso de la mentalidad republicana, aunque facilitaron muchas de las imágenes que,

después, permitirían a la democracia cobrar fuerza y dibujar su perfil.

Los contornos del republicanismo se definen en los años 1830 al hacerse

proclamas menos prudentes en este sentido, tanto en las sociedades secretas como en las

juntas municipales revolucionarias que emergen en las coyunturas de crisis políticas.

También las publicaciones, tanto en forma de periódicos como en hojas sueltas o

folletos, circulan prolijamente. De nuevo la influencia francesa resulta notable. En

septiembre de 1830 la más importante de las asociaciones republicanas, la Société des

amis du peuple, publica un llamado a sus conciudadanos en el que proclama que “En

Espagne, au Portugal, dans toute l’Allemagne, en Italie, à nos portes en Belgique, à

l’extrémité du continent en Russie même, la victoire du Peuple français a réveillé tous

les sentiments nationaux et populaires: partout les idées de liberté renaissent, se font

22 D. Castro Alfín, “Republicanos en armas. Clandestinidad e insurreccionalismo en el reinado de Isabel II”, en Bulletin d’Histoire Contemporaine de l’Espagne, n. 23, CNRS, VI.1996, p. 32. 23 J. Puig Pujadas, Vida d’heroi. Narcís Monturiol, Barcelona, L’Avenç, 1918, pp. 31-33.

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jour et dominent les intérêts ordinaires de la vie”.24 Algo exagerado el diagnóstico, sobre

todo en lo que se refería a España. Pero no inexacto del todo.

El efecto combinado de dinámicas internas e incentivos exteriores estimuló la

creatividad de los republicanos. En 1832 Xaudaró redacta las Bases de una Constitución

Política o principios fundamentales de un sistema republicano. La obra, conocida por

su edición de 1868, inauguraba una fecunda tradición de proyectos federales

encaminados a recrear la nación. Los ciudadanos que reunían las capacidades

correspondientes tenían que estar en contacto directo con un poder que había emanado

de ellos. La relación entre ciudadano e instancias de poder permite la libertad y la

representatividad. Ahora bien, la participación sólo se garantiza en estados de pequeñas

proporciones. El despotismo opera a sus anchas en las naciones extensas, mientras que

no logra imponerse en los distritos reducidos. Es, pues, por razones prácticas, y no con

argumentos de tipo histórico o étnico, que se propone que el país se organice como una

confederación de 25 estados uniprovinciales que contarían, cada uno, con medio millón

de habitantes.25 La fórmula no tuvo incidencia. El choque entre moderados y

progresistas, así como entre todos ellos y los carlistas marcaban la agenda política del

momento.

No obstante, de Xaudaró en adelante, demócratas y republicanos, desde la

oposición, el exilio o la clandestinidad, fueron enemigos del centralismo y partidarios de

un abanico de propuestas que iba de la descentralización al federalismo. En este orden

de cosas, debe recordarse que la adopción del federalismo lleva consigo la consigna de

la unión con Portugal, aconsejable “por el paralelismo histórico de ambos países y con

base social en las grandes masas de jornaleros y de pequeños propietarios que en los

dos reinos existen, y que continúan en el estado de miseria y de abatimiento en que las

puso la crueldad de los tiranos”.26 El Huracán, de Madrid, o El Nacional, de

Barcelona, serán algunos de los periódicos que dan a conocer, ya en la década de 1840,

diversos programas con el objetivo de la unidad peninsular. Los ejemplos se multiplican

hasta 1859, cuando Sixto Cámara publicaba en Lisboa A Uniao Iberica. El fascículo

contaba con un prólogo del iberista Manuel de Jesús Coelho, e incluía todo un plan

24 Société des amis du peuple à ses concitoyens (suivi du procès-verbal de la séance du 25 septembre 1830), p.3. 25 A. M. Garcia Rovira, “Los proyectos de España en la revolución liberal. Federalistas y centralistas ante la inserción de Cataluña en España (1835-1837)”, Hispania, Madrid, T. LIX, n. 203, 1999, pp. 1017-1020. 26 J. J. Trías Vejarano y A. Elorza, Federalismo y Reforma Social en España, 1840-1870, Seminarios y ediciones, Madrid, 1975, p. 150. El Peninsular, 15.III.1842.

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ideado para facilitar el lento e inexorable acercamiento de los dos pueblos: mejora de las

comunicaciones entre los dos países, progresiva asimilación de los derechos políticos a

un lado y otro de la frontera, suspensión de aduanas, fomento de instituciones de cultura

compartidas, enseñanza del idioma adyacente en las escuelas nacionales,... Un cúmulo

de propuestas que llevaban implícita la noción que sólo la común deriva republicana

podía facilitar un camino que de otra manera sería impracticable.27

El proyecto de Xaudaró no surge en el vacío, no es el resultado aislado de una

mente febrilmente imaginativa. En el Madrid de 1833, o en la Barcelona de las

bullangas (1835-1837), se lanzan octavillas en las que se alude a la República. En 1836

sale a la luz el periódico Sancho Gobernador en el que se deslizan argumentos de corte

republicano. El mismo Xaudaró se encuentra tras las páginas del periódico El Catalán y

de las de El Corsario. Allí refleja su noción de gobierno representativo, expresión de la

soberanía nacional y de la voluntad general; su ambigüedad en la definición del poder

moderador; su preferencia por una democracia basada en la clase media como motor de

la vida nacional; su interés por aportar soluciones a la problemática social que crece en

la Barcelona industrial y en sus alrededores. Esa Barcelona de las bullangas que

alimenta “espiritualmente” a un joven Francisco Pi y Margall que, tras dejar a los trece

años el Seminario, y junto a un amigo, se complace en acercarse a los barrios

revoltosos, visitar las barricadas y conversar con sus defensores. Esa Barcelona en la

que el cónsul francés podía hacer afirmaciones alarmantes a sus superiores.

Afirmaciones como que en las sociedades secretas se ocultaba un partido puramente

republicano que contaría con 1.800 exaltados que “revent la République Universelle”, o

como aquella otra que anunciaba una asonada, para la noche del 16 al 17 de diciembre

de 1836, en la que se procedería a “proclamer l’independance de la Catalogne et la

république”. Era en el ámbito de las agitaciones urbanas en donde, como anota García

Rovira, el liberalismo radical mostraba cuatro rasgos definidores: la continuidad del

modelo insurreccional moldeado por los liberales durante la Década Ominosa; el

acuerdo sobre la prioridad de acabar con el absolutismo; en consecuencia, la aceptación

del principio monárquico para no introducir más fisuras en el liberalismo; y la confianza

en la respuesta positiva de los sectores populares al llamado liberal.28

27 F. Garrido, Los Estados Unidos de Iberia, 2ª ed., Madrid, Imp. de Juan Iniesta, 1881. 28 A. M. Garcia Rovira, “Radicalismo liberal, republicanismo y revolución (1835-1837), en Ayer 29, 1998, pp. 63-91. María Cruz Romeo, “La sombra del pasado y la expectativa de futuro: «jacobinos», radicales y republicanos en la revolución liberal”, en I. Castells y L. Roura, Revolución y democracia. El jacobinismo europeo, Ediciones del Orto, Madrid, 1995. I. Castells, La utopía insurreccional del liberalismo. Torrijos y las conspiraciones liberales de la década ominosa, Barcelona, Crítica, 1989.

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Nos hallamos en el mismo camino que dejamos en 1823; aunque ahora algunas

leguas más adelante. Al margen de alguna toma de posición en la que el monarquismo

constitucional se presenta como una tránsito suave a la república, lo significativo será la

aparición de una retahíla de sociedades y de periódicos que forman, unas y otros, la

débil osamenta del primer republicanismo. Algunas de las sociedades tomaban nombres

que las relacionaban con entidades similares de la Europa romántica y revolucionaria -

así la Joven España-, otras de inequívoco gusto y, probablemente, vinculación franceses

optaban por titularse Defensores de los Derechos del Hombre, o Vengadores de Alibaud

y parecían responder a la voluntad de no dejar sin respuesta las agresiones que

precursores de la democracia y defensores de los intereses populares habrían padecido

en los años anteriores. No faltaban las modalidades más castizas como Santa

Hermandad o Lágrimas de Torrijos.29 Por lo que hace referencia a los periódicos

destacarán El Graduador, La Revolución, El Huracán, El Peninsular, El Correo de los

Pobres y Guindilla, en Madrid, El Republicano y El Popular, en Barcelona, el

Centinela de Andalucía, en Sevilla o el Demócrata y El Santo del Día, en Cádiz. El

diario pasa a ser consustancial al partido republicano: es su mecanismo de relación, el

espacio en el que maduran y se difunden los principios y los horizontes sociales

alternativos, el instrumento que hace visibles a quienes han de moverse con prudencia.

Un par de trabas: la guerra civil y la equiparación con la anarquía

Los tímidos progresos que la voz república hizo en el mercado de proyectos e ideales de

la España liberal se vieron limitados tanto por la centralidad que adquirió la guerra civil

entre liberales y carlistas como por la equiparación, muy prematura, entre república y

caos.

Es cierto que la coyuntura bélica dio origen, incluso, a episodios de colaboración

carlo-republicana. Se trataba de hacer frente, en un contexto de crisis social y

económica como la registrada a principios de la década de 1840, a las modalidades que

había adoptado la transición al liberalismo y al capitalismo. Con todo, lo relevante sería

lo que no llegó nunca a producirse, aquello que insinuaban los camaradas el otro lado de

la frontera: “La défaite du parti libéral hâtera la mise en place du parti républicain”.30 El

riesgo de una reacción pura y dura evitó el desplazamiento hacia el campo de la

democracia republicana federal de un número notable de liberales avanzados.

29 A. Eiras, “Sociedades secretas republicanas en el reinado de Isabel II”, en Hispania n.86, Madrid, CSIC, 1962, pp. 251-310. Le National, 22.I.1838.30 La Tribune, 9.XI.1834.

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Tampoco ayudo a deslindar el campo de la democracia la costumbre, usual entre

sus enemigos, de asociar república a caos, a opresión y a anarquía. Éste es un hábito que

viene de lejos. Mediante el rótulo republicano se estigmatiza a aquellos que, en 1814, se

muestran poco proclives a aceptar el retorno de un rey absoluto así como a aquellos que

han cooperado con los franceses. Se les presenta como demócratas, impíos y libertinos,

como gente que da vida a todo tipo de sectas: los republicanos, individuos que se

oponen al monarca o que manifiestan animosidad a las bases católicas que legitiman el

poder real, serían los agentes de una trama oculta al servicio de una agenda enigmática y

terrible. Los diputados absolutistas que firmaron el Manifiesto de los Persas, presentado

a Fernando VII en abril de 1814, unieron, sin matices, anarquía, impiedad y república.

Según los elementos absolutistas, que preconizaban el rechazo real a la Constitución de

1812, “Los más sabios políticos han preferido esta monarquía absoluta a todo otro

gobierno. El hombre en aquélla no es menos libre que en una república; y la tiranía aun

es más temible en ésta que en aquélla”.31

También en las décadas de 1820 y 1830 se constata el uso denigratorio de la

categoría republicana. Tanto los reaccionarios como los liberales moderados injuriarán a

los partidarios del liberalismo exaltado acusándoles de veleidades republicanas. Los

periódicos moderados atribuirán a los exaltados que se agrupaban en las sociedades

comuneras una intención republicana y federal, cuando no confederal. Aunque el epíteto

anarquista ganaba terreno al inicial de jacobino entre los detractores del republicanismo,

estos críticos continuaban achacando tales frivolidades a que los elementos más

avanzados del liberalismo español eran “serviles y servilones copiantes de la revolución

francesa”. De nuevo la acusación de forastero, que el republicanismo hispánico se

apresuraba a rechazar. Un año más tarde, en 1822, El Zurriago, órgano de los exaltados,

advertía contra quienes “Fingiendo huir del republicanismo” y “Hablando de facción, de

revoltosos” frenaban el desarrollo de los clubes y sociedades patrióticas, y conspiraban

en pro de una restauración moderada. En otras palabras, desmentía el carácter

republicano de la izquierda liberal y atribuía la acusación a un manejo propagandístico

tendente a desacreditarla.32

Carlistas y católicos utilizarán la visión catastrofista de la vida en república. No

fueron, sin embargo, los únicos en debelar a la República. Ésta era una amenaza, real o 31 Citado en F. Díaz-Plaja, La Historia de España en sus documentos S. XIX, Plaza Janés, Barcelona, 1971, p. 127. 32 I. Zavala, Masones, comuneros, p. 110. D. Castro, “Orígenes y primeras etapas del republicanismo”, en Nigel Townson (e.), El republicanismo en España (1830-1977), Alianza, Madrid, 1994, p. 38.

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ficticia, para muchos otros segmentos de la vida española en época de mudanza. Un

flanco desde el que emergieron críticas de naturaleza similar fue el de ciertas corrientes

societarias alarmadas por el radicalismo igualitarista de los movimientos sociales en los

que se hallaban implicados los republicanos. Acaso uno de los ejemplos más claros en

este sentido fue el del fourierista Abreu quien en marzo de 1841 escribía que los

republicanos “caminan, no ciertamente a obtener el bienestar de los doce millones de

españoles hambrientos, sino a la desolación de las masas que intentan proteger y al

exterminio de los capitales indispensables a la reproducción de la riqueza misma que

necesitan”.33 Poco antes, con ocasión de la bullanga del 13 de enero de 1837, el liberal

El Vapor hablaba de sus protagonistas como “maratistas en caricatura” y fijaba entre sus

fines la proclamación de la república federativa. Así lo deducían del hecho que los

manifestantes hubiesen gritado “¡Viva la constitución neta!”. Estos mismos medios, y

algunas comunicaciones consulares, enfatizaban las expectativas federales y la

existencia de redes que, de acuerdo con sociedades madrileñas -los Comuneros de la

Joven España, los Hermanos de la Gran Unión, la Sociedad de los Derechos del

Hombre de París o los Vengadores de Alibaud-, pondrían como condición la previa

independencia de las provincias catalanas para proceder a la posterior articulación

federal de la Península Ibérica. Cierto o no, que no lo era en estos términos, lo decisivo

es que parecía creíble. 34 De seguro se trató en la mayoría de ocasiones de intoxicaciones

encaminadas a descalificar, ante las clases acomodadas, no ya a los republicanos sino a

los elementos más radicales presentes en el debate liberal. Pero, en la medida que

reflejan los temores del liberalismo respetable, esos bulos ilustran a propósito de algo

que suena verosímil. El ideal republicano, que ha nacido entre las élites intelectuales

está creciendo con un fuerte matiz clasista. Aquellos que tomen el relevo, con el paso

del ecuador de la centuria, entenderán la república federal como un ideal de

organización del Estado que suponía, junto a un proyecto de modernidad, la subversión

de las jerarquías, tanto las tradicionales como las que cuajaban en la sociedad liberal.35

33 El Nacional, 26.III.1841.34 Pere Anguera, Els precedents del catalanisme. Catalanitat i anticentralisme: 1808-1868, Barcelona, Empúries, 2000, pp. 162-165.35 J. Álvarez Junco, “Cultura popular y protesta política”, en J. Maurice, B. Magnien et D. Bussy Genevois (eds.), Pueblo, movimiento obrero, cultura en la España contemporánea, Saint Denis, PUV, 1990, p. 160.

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Desmarcándose del progresismo

Los motivos que las corrientes radicales del liberalismo tuvieron para avanzar por el

camino de la democracia y del republicanismo estuvieron muy relacionados, a finales de

los años treinta y primeros cuarenta, con un par de decepciones. La primera fue la

provocada por el texto constitucional de 1837. Una vez más, la incapacidad para abrir el

juego político a un número amplio de actores estimulaba la radicalización. La

Constitución de 18 de junio de 1837 mantenía el principio de soberanía nacional, la

división de poderes y la declaración de derechos aprobada en Cádiz en 1812, pero

también introducía el bicameralismo, otorgaba la iniciativa legal a la Corona y adoptaba

criterios censatarios para regular el sufragio: poco más del 2% de la población tenía

derecho de voto. Los mecanismos de participación y de representación eran, pues,

restrictivos y muy alejados de las propuestas democráticas en favor del sufragio

universal para los hombres mayores de 25 años. La monarquía parecía incompatible con

la soberanía popular.36 Por si ello no fuera suficiente, vino, en 1839, la disolución de las

Cortes progresistas. La discusión y promulgación del código estimuló un nuevo ciclo de

insurrecciones que tendría su momento álgido en el alzamiento de 1º de septiembre de

1840 en diversos puntos de España.

Previamente, los esfuerzos conspirativos y propagandísticos de los demócratas

culminaron con un episodio de coordinación. La tendencia a agruparse en momentos de

grandes expectativas y a diseminarse en múltiples expresiones organizativas a renglón

seguido -para volver a empezar a la menor ocasión- fue una constante histórica del

republicanismo español. A diferencia del carlismo, por ejemplo, no hubo ni liderazgos

incontestados ni, excepción hecha de los años 1868-1873, un único partido. En fin, estas

dos circunstancias a las que aludía, para 1837 y 1839, permitieron que surgiera la más

importante de las sociedades secretas, La Federación, que fusionaba algunas de las

anteriores y que ha sido valorada como “el primer ensayo de creación de un partido

demócrata-republicano en la clandestinidad a escala peninsular”37 , o que, hacia 1840 y

alrededor de El Huracán, se coordinasen los notables republicanos: Abdón Terradas

Cuello, en Cataluña; Luis Reverter, Ample Fuster, Guerrero, Sorní y Ayguals de Izco,

36 Garrido, tras señalar que hasta 1837 la constitución de 1812 había servido de bandera al partido revolucionario, sostuvo que “la reforma llevada a cabo por las cortes constituyentes progresistas de dicho año, por la cual quedó convertida en una constitución doctrinaria, hizo que los progresistas dignos de este nombre enarbolasen la bandera republicana”; en Historia del reinado del último Borbón en España, Salvador Manera, Barcelona, 1868-1869, t. II, p. 1262. 37 J. Maluquer de Motes, El socialismo en España: 1833-1868, Crítica, Barcelona, 1977, p. 277.

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en Valencia; Pedro Méndez Vigo, el Conde de las Navas, Patricio Olavarria -fundador

de El Huracán el 10 de junio de 1840- y otros en Madrid.

La acción republicana de los años 1840-1843 tuvo, de nuevo, su expresión más

visible y eficaz en la red de periódicos. El segundo gran diario republicano madrileño,

El Peninsular, será fruto del empeño del diputado demócrata Manuel García Uzal. Por

su parte los hermanos Eduardo y Eusebio Asquerino, contando con la colaboración de

Francisco Javier Moya y de Sixto Sáenz de la Cámara -Sixto Cámara-, animan los

periódicos que surgen en la capital a raíz de la frustrada rebelión centralista de

septiembre de 1843. El Eco de la Revolución, El 1º de Septiembre y La Libertad pueden

ser catalogados de órganos del socialismo fourierista, pero dan cabida, también, a

artículos de clara orientación democrática. En paralelo, las hojas volantes proliferaban

en Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Málaga, Cartagena, Albacete, Teruel, Palencia,

Cádiz, Las Palmas de Gran Canaria y Pamplona. Según El Peninsular, estas hojas

servían para “ilustrar las grandes masas y combatir los torpes abusos de los

gobernantes”.38 La tarea organizativa y periodística, aunque embrionaria, originó una

junta que asumió la responsabilidad de dirigir las acciones a realizar.

La presión gubernamental no fue la menor de las razones por las que el

republicanismo de inicios de la década de 1840 se movió a remolque del progresismo.

Fue junto a los progresistas que los elementos democráticos y populares se levantan

contra la Ley de Ayuntamientos del 15 de Julio de 1840.39 Las Juntas que se

constituyen por todo el país pidiendo la dimisión del gobierno moderado no son ajenas a

la influencia del progresista Mendizábal. De todos modos, en Teruel parece que son

elementos republicanos los que inician la revuelta popular el 23 de septiembre de 1840,

o que la agitación callejera en Barcelona presenta rasgos de radicalidad que hacen

presumir que el movimiento contenga sectores situados a la izquierda del progresismo.

Ciertamente no puede hablarse de participación republicana, en sentido estricto, pero

como en tantas otras circunstancias del agitado primer tramo del Ochocientos, la

problemática del poder municipal o las prácticas juntistas posibilitarán más tarde una

lectura republicana de los acontecimientos. Del mismo modo que el bombardeo de

Barcelona, en noviembre de 1842, por parte de las tropas leales a Baldomero Espartero

con la finalidad de acabar con una Junta Central que sostenía un programa de

38 El Peninsular, 27.V.1842, citado por F. Peyrou, El republicanismo popular, p. 27.39 A. Eiras, El partido demócrata, pp. 93-94. J. Maluquer de Motes, El socialismo en España, p. 282.

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democracia y reforma será etiquetado, falsamente, como el momento de la gran ruptura

entre progresismo esparterista y movimiento popular.

En agosto de 1842 Wencesalo Ayguals de Izco levantará acta del nacimiento del

partido democrático-federal y lo presentará como el único que podía dar la felicidad a

las masas populares.40 La ciudad de Barcelona se verá inmersa en una dinámica de

agitaciones en la que los republicanos adquieren un protagonismo creciente, ya sea en la

Jamancia de verano de 1843 -el movimiento en favor de la Junta Central, apadrinado

por la Junta , y del que se pudo escribir que tuvo tonos revolucionarios “dando la

democracia un paso más avanzado que el precepto monárquico constitucional”- o en los

conflictos armados que se desarrollan en octubre y noviembre de ese mismo año. La

creciente distancia, que no ruptura definitiva, respecto de Espartero abre espacios para

la eclosión del republicanismo. Y aquí es donde encontramos la segunda de las grandes

decepciones, tras la de la Constitución de 1837, que llevan a sectores del liberalismo a

la deriva republicana. El prospecto anunciador del periódico El Porvenir, a finales de la

primavera de 1843, lo exteriorizará con una antinomia reconocible: “¡Abajo Espartero.

Viva el pueblo, el único soberano!”. La misma llamada a la subversión -más un

explícito “A las armas!!!”- que los republicanos catalanes Francisco Riera, Eduardo

Aviñón, Ignacio Montaldo y Juan Rovira firmarían en junio. Es el momento álgido de la

coalición antiesparterista.41 Entre los meses de mayo y julio de 1843 los republicanos se

alían con los moderados para echar del poder al caudillo militar progresista.

Iniciada en Andalucía la sublevación antiesparterista se extiende por Cataluña,

Aragón y Valencia. Juntas revolucionarias aparecen en distintas ciudades. Los

elementos demócrata republicanos adquieren visibilidad compartiendo protagonismo

con progresistas radicales y moderados. De hecho, serán estos últimos los únicos

beneficiarios. La caída de Espartero comporta la entrega del poder a los espadones

moderados y los demócratas pasarán de las Juntas a las sociedades secretas. El federal

Víctor Pruneda pasará de la Junta Superior de Gobierno Popular a la Sociedad Anónima

de Teruel, de dar “el grito de insurrección” a refugiarse en la clandestinidad y en las

hojas anónimas.42 De hecho, y ello será también un rasgo que sus enemigos

considerarán inherente al partido republicano, el proceder demócrata y republicano tiene

algo de errático. Cuando perciben, demasiado tarde, cual será el resultado de su 40 Guindilla, 21.VIII.1842.41 El Huracán, 9.VI.1843. M. Marliani, La Regencia de D. Baldomero Espartero y sucesos que la prepararon, Madrid, Imp. M. Galiano, 1870, p. 688. 42 José Ramón Villanueva, Víctor Pruneda, una pasión republicana en tierras turolenses, Rolde de Estudios Aragones, Zaragoza, 2001.

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confluencia antiesparterista, intentan dar marcha atrás. El 1 de septiembre de 1843,

diversas Juntas provinciales, partidarias de que al frente del país hubiese una Junta

Revolucionaria Central se levantan de nuevo. La derrota de los centralistas será

completa, pero pasará a ser uno de los hitos de la historia republicana.

El republicanismo español, un movimiento provincial

Es cierto que, más allá de la inevitable imagen madrileña y barcelonesa, las redes del

republicanismo español podían tener por epicentro alguna otra capital provincial. Los

reflejos del auge de la democracia valenciana no eran solo periodísticos: obreros y

campesinos participaban animadamente en las reuniones electorales que preparaban los

comicios del período, lo que facilitó que en las elecciones de 1841 las candidaturas

democráticas obtuvieran resultados notables en las ciudades de Valencia y Alicante.43

En Andalucía se daban, como mínimo, un par de focos notables. El primero, en la

ciudad y provincia de Málaga, había asomado en manifestaciones previas, como la que

recorrió la ciudad el 18 y 19 de marzo de 1835, clamando por la Constitución de 1812.

Obreros demócratas encabezaron esos movimientos, así como los que se registrarán un

año más tarde al pronunciarse la Milicia Nacional en favor de “la Pepa”.44 En marzo de

1841, de nuevo con motivo del aniversario constitucional y en vísperas de la

proclamación de Espartero como regente, tenían lugar una serie de agitaciones en

Málaga, Jerez y otras localidades andaluzas. En diciembre de ese mismo año se

presentaban a las elecciones municipales en Sevilla, Cádiz, Córdoba y Jerez, entre otras

localidades, candidaturas presentadas como filorrepublicanas que obtienen buenos

resultados. El siguiente paso sería la aparición, entre 1842 y 1843, de periódicos que,

aunque con similares imprecisiones, constituyen la osamenta republicana en la ciudad

de Cádiz: El Despertador, Diario del Pueblo, El Demócrata Gaditano.45

Cádiz resultó un escenario idóneo para que cuaje un primer republicanismo,

definido a sí mismo en interacción con el progresismo. Pero hubo más ejemplos, y con

vocación de articular territorialmente a la democracia en ciernes. Entre finales de 1841 y

principios de 1843, El Centinela de Aragón, periódico de Teruel, dispuso de

responsables de distribución y de puntos de suscripción en las nueve localidades más

importantes de la provincia -Albarracín, Alcañiz, Aliaga, Calamocha, Castellote, Híjar, 43 Ferran Archilés i Manuel Martí, “Satisfaccions gens innocents. Una reconsideració de la Renaixença valenciana”, en Afers n. 38, Catarroja, 2001, p. 163. 44 Manuel Morales, El republicanismo malagueño en el siglo XIX, Asukaría, Málaga, 1999, p. 46.45 F. Peyrou, “Republicanos en Cádiz: el Demócrata Gaditano. 1843”, en 1er Congreso: El republicanismo en la historia de Andalucía, Patronato Niceto Alcalá Zamora, Priego de Córdoba, 2001.

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Montalbán, Mora de Rubielos y Valderrobres-; en el resto de Aragón contó con cinco

enclaves -junto a Zaragoza y Huesca, Barbastro, Cariñena y Daroca- y, finalmente, en el

conjunto de España contactó con 18 ciudades, algunas de ellas capitales de provincia -

Alicante, Barcelona, Cáceres, Cádiz, Castellón, Huelva, Lérida, Madrid, Oviedo,

Pamplona, Santander, Sevilla, Valencia- pero también con otras administrativamente

menos relevantes aunque claves en el mapa del republicanismo -Consuegra, Figueres,

Jerez, Molins de Rey, Vinaroz.

Se trataba de un mecanismo de círculos concéntricos que permite la distribución

del periódico y opera como canal de contacto entre demócratas. Incluso podía llegar a

ser, cuando la represión caía con virulencia sobre los ambientes catalanes, andaluces o

madrileños, el entramado alternativo para el conjunto de la democracia española.46

Como El Huracán y La Revolución, El Centinela se benefició del clima

favorable propiciado con el ascenso de Espartero a la regencia. Como mínimo del

ambiente liberalizador que acompañó sus primeros tiempos. De hecho, El Centinela de

Aragón prolongará su existencia hasta el 13 de enero de 1843. Su salida a la calle se

producirá en dos etapas diferenciadas y separadas por una cesura. Como a tantas otras

publicaciones republicanas les ocurrirá en las décadas siguientes, la inestabilidad de las

garantías a la libertad de prensa genera lapsos. El periódico republicano, acaso más que

cualquier otro, solo crece en libertad. Tres conceptos centrales y dos sujetos sociales

aparecen en el folleto que da a conocer el periódico turolense. Tres voces recurrentes -

soberanía popular, economías y reformas- que remiten a la identificación entre república

y democracia, república y racionalidad en el gasto, república y emancipación social.

Afirmación genérica pero también, como muestra el segundo de los binomios,

adecuación a los grandes problemas nacionales: el de la administración y las economías

recorre el siglo XIX español hasta detonar como gran traca en el juego de artificios que

acompañó a la revisión de 1898. Los sujetos a los que aludía el prospecto aragonés

tampoco serán desconocidos en el futuro, aunque se encubran tras otros sustantivos;

ahora se pide la participación de los jóvenes y los humildes. Los primeros son los

protagonistas iniciales del combate democrático: los patriarcas republicanos se rodean

de una gavilla de jóvenes y entusiastas cooperadores. Al exaltar a la juventud se

identifica a la república con el porvenir, con las nuevas fuerzas a disposición de la

modernización del país y, especialmente, de los sectores populares. En 1841 el pueblo

46 J. R. Villanueva Herrero, El republicanismo turolense durante el siglo XIX, 1840-1898, Mira, Zaragoza, 1993, p. 44.

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es, ya, el protagonista de la historia. Entendiéndose por tal las masas sumidas en la

miseria y la ignorancia.

El federalismo del núcleo turolense es nítido, aunque se trata de una adscripción

a la lógica federal más moderada, alcanzable sin “motines ni asonadas”. En el seno del

republicanismo federal de los primeros años cuarenta, en particular entre los elementos

que con posterioridad se sentirán cómodos con Castelar y lo que éste representa, no son

raras afirmaciones del siguiente jaez: “Deseamos con toda nuestra alma el

establecimiento de la república federada, y como no somos demagogos aspiramos a

plantearla en España sin lágrimas, sin los horrores de la revolución francesa; por eso

quisiéramos pan y garantías para las masas; quisiéramos hacerlas virtuosas por medio

del trabajo para que cuando llegue el caso de una mudanza de instituciones, no se

entreguen furiosamente a excesos y a desórdenes lamentables”.47 Prevenir las derivas

catastróficas exige dar respuesta a la cuestión agraria. El Centinela de Aragón

desarrollará una campaña para que el pequeño campesinado turolense pueda acceder a

los bienes rústicos recién desamortizados. El 7 de diciembre de 1841 criticaba con

dureza la forma en que se había llevado a cabo la desamortización de Mendizábal. Esas

subastas que habían puesto en manos de la burguesía, de los ricos, la posibilidad de

concentrar la propiedad. Como consecuencia de ello, estimaban que sólo una tercera

parte, de los doce millones de españoles de la época, “disfrutan en nuestra nación de

goces y prerrogativas”. La alternativa consistiría en facilitar lotes pequeños a los

labradores pobres, artesanos y jornaleros. El objetivo, alcanzar una clase media agraria

compuesta por 4 millones de antiguos proletarios dotados de una propiedad regular. Un

tanto impreciso, pero orientador del sentido social último de la propuesta republicana:

alcanzar, como en Francia, una franja central de pequeños y medianos propietarios

agrarios prestos a defender con las armas de la moderación la estabilidad de una

democracia mesocrática.48

El republicanismo de provincias sostenía un programa “ilustrado” acorde con

sus bases humanas, con ese perfil de pequeña burguesía de carácter urbano, comercial y

funcionarial dispuesta a entenderse con los sectores sociales populares. Entre los

cuadros políticos del primer republicanismo turolense, como en los del coruñés,

alicantino o gaditano, abundaban los funcionarios. Unos funcionarios que eran

destituidos si asomaban la cabeza con reiteración y que eran exhibidos ante sus

47 El Centinela de Aragón, 7.XII.1841, en J. R. Villanueva, El republicanismo turolense, p. 48.48 J.R. Villanueva, El republicanismo turolense, pp. 50-51.

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conciudadanos como una amenaza social, como los portadores de la anarquía, debido a

la combinación de radicalismo político y reformismo social. Algunas de sus opciones, y

de sus presencias, daban pábulo a esas percepciones terribles.

En el caso de Teruel, por seguir con el ejemplo escogido, podrían aducirse tres

causas muy claras. La primera, el hecho de que mostraron abiertamente su sintonía con

la rebelión antiesparterista de Barcelona en noviembre de 1842. La segunda, que la

ciudad vivía con una cierta dosis de malestar social. Una crisis de subsistencias se

combina con una crisis de trabajo entre los jornaleros. Esto hizo, por ejemplo, que los

actos oficiales de celebración del bombardeo de Barcelona resultasen deslucidos. No se

trataba tanto de que los republicanos estimulasen la tensión social -que se desarrollaba

con autonomía- sino de que esta constituía el telón de fondo de la presencia republicana.

La tercera, y acaso más importante de las razones, era la sólida presencia republicana en

las filas y aún en los mandos electos de la Milicia Nacional. En las elecciones de

mandos que tuvieron lugar el 2 de septiembre de 1842, los republicanos federales

obtuvieron éxitos significativos.

En suma, aquello que, con razón o sin ella, constituirán las dos grandes

acusaciones a los republicanos en los primeros años 1840, aquello con lo que se les

intenta denigrar son acusaciones de igualitarismo social -aspirar a realizar la nivelación

de fortunas-, y de implicaciones conspirativas con el recurso a la Milicia Nacional. La

Milicia es, por entonces, un espacio en el que se hace factible una larga experiencia

política liberal. Es, por lo demás, una institución que recluta muchos tejedores, así como

trabajadores cualificados de otros sectores industriales y del comercio. Desde sus filas

viven de cerca la amenaza carlista y cultivan una serie de valores claves en el desarrollo

del republicanismo: la noción de ciudadanía (se ven a sí mismos como lo que son:

ciudadanos en armas), el carácter central del derecho de asociación (habrán de mantener

arduas batallas, normalmente perdidas, para la no disolución de la Milicia), y,

finalmente, irán asumiendo que su labor es un servicio a la patria llevado a cabo

voluntariamente por parte de la gente corriente, del pueblo sencillo. Lo cual, por cierto,

no deja de ser un factor decisivo en la nacionalización de amplios sectores sociales.

Para acabar: el republicanismo se concreta

Todo este abanico de realidades locales y sectoriales en las que emergía el primer

republicanismo llegó a dotarse de una estructura de coordinación. La Dirección central

provisoria de la Escuela Federal Ibérica articulaba las “escuelas”, embriones de lo que

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luego devendría en rico entramado de ateneos y casino republicanos. Algunos de los

servicios que esas otras formas complejas de sociabilidad facilitarían -hasta llegar a

configurar una contrasociedad republicana- ya se empezaron a dar en los primeros

cuarenta. También en ese momento, se aseguró, desde la prensa democrática, de la

existencia de una Reunión patriótica española de Amigos de la paz y libertad del país

que, con Calvo de Rozas, Calvo y Mateo y Antonio Gutiérrez Solana, banqueros y

comerciantes, al frente coordinaría las sociedades republicanas.49 Con estos núcleos

directivos de ámbito nacional se relaciona José María Orense, marqués de Albaida,

agitador liberal de origen aristocrático que deviene diputado desde octubre de 1844 y

que, al debatirse la Constitución de 1845, hizo una declaración que, recogida en

diversos medios, se presentara andando el tiempo como la primera enunciación

republicana. Como ha señalado Octavio Ruiz-Manjón, la actividad parlamentaria de

Orense facilita la articulación de un programa que integra la soberanía nacional y el

sufragio universal como principios fundamentales y manifestación suprema de los

derechos individuales, al mismo tiempo que, haciéndose eco de algunos elementos del

corpus teórico de Fourier o Saint-Simon y de la apertura al republicanismo de Pierre

Leroux, Philippe Buchez o Louis Blanc, anticipa medidas de carácter igualitario y

reformista en relación al servicio militar o a los impuestos.50 Ese programa trasciende

las paredes del parlamento para llegar a la calle a través de la prensa. De hecho, la

eficacia de la labor periodística en esa fase embrionaria del movimiento democrático es

tal que las autoridades procurarán cortar en seco la posibilidad de que la prensa

democrática derive en vocero de la república. La limitación de la libertad de imprenta se

plasma en las leyes de 10 de abril de 1844 y de 6 de julio de 1845. En ellas se

calificaban de subversivos “los impresos contrarios al principio y forma de Gobierno

establecido en la Constitución del Estado, cuando tienen por objeto excitar a la

destrucción o mudanza de la forma de Gobierno”.51

Al lado de los organismos de coordinación semiclandestinos, y de la labor de

diputados como Orense, hubo un último factor que procuró la coordinación nacional de

los embriones del republicanismo: la represión. Veamos un ejemplo. En 1844 el coronel

Pantaleón Boné, antiguo oficial carlista pasado al progresismo más exaltado, intentaba

acabar con la nueva hegemonía moderada mediante un levantamiento. En Alicante, 49 J. Maluquer de Motes, El socialismo en España, pp. 283-284.50 O. Ruiz Manjón, “La parti républicain espagnol au XIXe siècle”, en Les familles politiques en Europe occidentale au XIXe siècle. Actes du colloque international organize par l’École française de Rome…, Roma, École Française de Rome-Palis Farnèse, 1997, p. 239.51 F. Peyrou, El republicanismo popular, p. 26.

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contando con los efectivos de una compañía de infantería y con la milicia ciudadana

local, designa una Junta revolucionaria para Valencia, Aragón y Murcia. El llamamiento

sedicioso obtiene eco en lugares tan distantes como Figueres o Málaga. Sin embargo el

gobierno no tiene mayores dificultades para abortar la intentona. El fracaso de la

tentativa convirtió a Boné, fusilado junto a otros veintidós implicados, en un mártir a

recordar por los republicanos de las generaciones venideras, en particular los

alicantinos. Pero, por el momento, las represalias que desencadenó tuvieron unos

efectos singulares. Los hechos de Alicante provocaron detenciones en Huesca y en

Barcelona, llevaron a las autoridades gubernativas a vigilar a los demócratas de Madrid,

Cádiz o Málaga. El resultado de tales presiones era que se sucedían los confinamientos,

las expatriaciones y los destierros –en las Canarias o en Orán - lo que favorecía los

contactos y la forja de amistades. Las condenas a muerte, bastante abundantes, eran

revisadas en última instancia.

La estrategia, pensada no tanto para decapitar físicamente al enemigo como para

comerle la moral, acababa teniendo efectos contraproducentes: convertía a los

conspiradores -a los republicanos- en abnegadas víctimas. Daba realce a su presencia en

la España de mediados del siglo XIX.

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