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RETÓRICA FORENSE Y LITERATURA: EL ORATOR PERFECTUS Y LA OBRA LITERARIA COMO INSTRUMENTO DE DEFENSA JURÍDICA María de Hoces Lomba

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RETÓRICA FORENSE Y LITERATURA: EL ORATOR PERFECTUS Y LA OBRA

LITERARIA COMO INSTRUMENTO DE DEFENSA JURÍDICA

María de Hoces Lomba

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RETÓRICA FORENSE Y LITERATURA:

EL ORATOR PERFECTUS Y LA OBRA

LITERARIA COMO INSTRUMENTO DE DEFENSA

JURÍDICA

Tesis doctoral bajo la dirección

del Dr. Antonio Cortijo y del Dr. Vicent Martines

María de Hoces Lomba Licenciada en Derecho

Master Universitario en Literaturas Hispánicas en el contexto europeo

Alicante 2019

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A mis hijos, Nando y Mateo.

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AGRADECIMIENTOS

Escribir una tesis doctoral es una tarea solitaria que pone a prueba la resistencia mental

y, en cierto modo, el grado de masoquismo de su autor, al que ni siquiera le queda el consuelo

de un final cierto o seguro, no digamos ya cercano.

Sin embargo, a pesar de su marcado individualismo, es imposible su culminación sin la

colaboración de otros. En mi caso, he tenido la tremenda suerte de contar a mi lado con valioso

grupo de personas, que tanto en la cercanía como en la distancia, han sabido hacerme llegar en

el momento justo aquello que más necesitaba. Escribía Silvio Rodríguez en una canción: “la

palabra precisa, la sonrisa perfecta”… A veces no se necesita más que eso. Una palabra de

ánimo, un correo alentador, el relato de una experiencia parecida de la se puede sacar alguna

enseñanza, tiempo, contactos, el acceso a una biblioteca donde espera el ese manual imposible

de conseguir…

Cada una de las siguientes personas ha tenido algo de eso para mí. Han estado ahí

cuando se lo he pedido, y la mayoría de las veces, sin necesidad de pedirlo. Esta tesis, vista

desde esa perspectiva, ya no resulta un ejercicio tan solitario, pues veo en ella la mano tendida

de cada uno de ellos.

En primer lugar, hubiera sido del todo imposible sin la ayuda y la colaboración de mi

familia. Por eso, antes que nada, quiero darles las gracias a ellos. A mi marido, Fernando,

gracias por su apoyo y comprensión con este largo proceso de escritura; gracias también por

brindarme su experiencia y buenas prácticas en la práctica profesional de la abogacía. A mi

madre, Maria del Carmen, y mi hermana, Cristina, porque este trabajo no hubiera sido posible

sin su colaboración, que en el caso de mi madre se ha traducido en muchas horas ocupándose de

mis hijos. Junto a ellos, el resto de mi familia –en especial mis suegros, Aurelia y Fernando— y

amigos. Estos últimos, algunos de ellos también doctorándose o doctores ya, han sido una

fuente importante de ánimos cuando las fuerzas flaqueaban. A los amigos juristas les debo

también muchas horas de preguntas sobre aquellos aspectos de la práctica legal que no me eran

tan familiares. A todos, les doy las gracias por no aburrirse con mis interminables preguntas (o

por disimularlo muy bien).

Ya en el plano docente, quiero destacar la figura de tres personas importantísimas sin

cuya intervención este trabajo nunca hubiera visto la luz.

En primer lugar, gracias al Profesor Dr. Antonio Cortijo Oliva, que tuvo la enorme

paciencia de dirigir mi Trabajo de Fin de Máster y, aun así, le quedaron ganas de continuar con

esta tesis doctoral. A pesar de la distancia que nos separa —de California a Cádiz— siempre ha

tenido para mí el tiempo y los consejos que mi inexperiencia en estas lides necesitaba.

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La misma paciencia, tiempo y consejos que me ha dedicado mi otro director, el Profesor

Dr. Vicent Martines Peres, sin duda una de las personas más amables y cercanas con las que he

tenido la suerte de encontrarme en mi larga experiencia como estudiante universitaria a

distancia. Cualquiera que se haya tenido que enfrentar a los innumerables trámites burocráticos

de una titulación online sabe la cantidad de frustración que puede llegar a generar, lo cual hace

aún más valiosa la presencia siempre serena y eficiente del Dr. Martines, que ha estado

dispuesto a echar una mano desde el primer día, sin fallar ni una sola vez. Le agradezco en el

alma su constancia y su buen hacer. Y no miento si aseguro que buena parte del mérito de haber

terminado esta tesis se la debo a su empeño y eficacia. Aprovecho igualmente para agradecer a

todos los miembros de la Universidad de Alicante con los que he tenido que interactuar en algún

momento su atención impecable y su amabilidad. No tengo más que buenas palabras para esta

Universidad y su programa de doctorado.

Por último, agradecerle a la Profesora Dra. Juliá Butinyà su intervención, casi

proverbial, en este proceso de doctorado. En primer lugar, fueron sus clases las que me dieron a

conocer la figura de Bernat Metge, un personaje que desde el primer momento despertó en mí la

mayor curiosidad e interés y que me inspiró esta idea de explorar la retórica forense escondida

en las obras literarias. También, de manera casi proverbial, fue la Dra. Butinyà quien me puso

en contacto con el Dr. Cortijo, y más adelante, me encaminó hacia la Universidad de Alicante y

el Dr. Martines. Le agradezco también su amabilidad y cercanía, y me siento afortunada de

haber seguido su consejo.

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ÍNDICE DE CONTENIDOS

INTRODUCCIÓN

1. Letras y letrados: en busca del ideal ciceroniano ……………………………………....... 9

1.1 Exposición de motivos ……………………………………………………………….15

1.1.1 Marco teórico: teorías generales relacionadas con el estudio ………………15

1.1.2 Antecedentes …………………………………………………………………..…21

1.1.3 Hipótesis del trabajo …………………………………………………………….23

1.1.4 Interrogantes de la investigación …………………………………………...….23

1.1.5 Objetivos ……………………………………………………………………...….25

1.2 Metodología aplicada …………………………………………………………...……………..27

1.2.1 Tipo de investigación ………………………………………………………...…27

1.2.2 Diseño de la investigación ………………………………………………………28

1.2.3 Método de trabajo ………………………………………………………………29

PARTE I:

Estudios acerca de la Retórica forense y su interacción con otras disciplinas

CAPÍTULO I. Breve introducción acerca de la Retórica …………………………………………………30

1.1. Concepto ………………………………………………………………………………………..30

1.2. Géneros …………………………………………………………………...……………………39

1.3. Fases o elementos de la construcción retórica ………………………………………………40

CAPÍTULO II. Elementos característicos e identificadores de la Retórica forense …………………….41

2.1. La Retórica forense ……………………....................................................................................41

2.1.1.) Una visión general desde los inicios de la Retórica forense hasta nuestros días ……….41

2.1.2.) Retórica forense y Oratoria ………………………………………………………………...47

2.1.3.) El discurso retórico judicial………………………………………………… …………….52

2.1.3.1) El rol de parte y su importancia dentro de las características lingüísticas y

argumentativas del discurso jurídico………………………………………………………57

2.1.3.2.) Elementos argumentativos y oratorios en el discurso forense…………………..58

2.1.3.3.) Disciplinas involucradas en el estudio del discurso retórico forense…………….59

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2.1.3.4.) Partes del discurso retórico judicial…………………………………………....…….60

2.1.3.5.) Narración y peroración como partes fundamentales del discurso………………....63

2.1.3.6.) El discurso jurídico y sus efectos …………………………………………………...65

2.1.4.) Retórica y argumentación: la argumentación jurídica…………………...…………………67

2.1.4.1.) Importancia de los componentes retóricos y dialécticos en la argumentación…...69

2.1.4.2.) Géneros y tipos de argumentación…………………………………………………71

2.1.4.3.) La refutación………………………………………………………………………...73

2.1.4.4.) La justificación jurídica……………………………………………………………..74

2.1.4.5.) Nuevos retos y perspectivas de la argumentación jurídica………...………………74

2.2. Medios de persuasión y distintos tipos de destinatarios en el discurso jurídico. …………76

2.2.1. Convencer y emocionar: una visión clásica de la prueba como recurso persuasivo...77

2.2.2. El orador y su relación con los distintos tipos de auditorio…………………………….78

2.2.3. Persuadir y convencer……………………………………………………………………..81

2.2.4. Clases de auditorio…………………………………………………………………………81

2.2.5. El orden del discurso y su importancia para la persuasión. El exordio……………….84

2.2.6. Recursos argumentativos que ayudan al poder persuasivo del discurso………………86

2.2.7. Cualidades de la elocutio. El decorum……………………………………………………..….87

2.3. Nociones de lógica formal. La lógica jurídica…………………………………………………89

CAPÍTULO III. El lenguaje jurídico y su papel en las relaciones entre Derecho y Literatura………………95

3.1. Funciones y formas del lenguaje: el lenguaje jurídico como lenguaje de especialidad………95

3.1.1.) El léxico jurídico. Vocablos propios y “prestados”……………………………………………..96

3.1.2.) La teoría de los actos de habla…………………………………………………………………….98

3.1.3.) Lenguaje forense como punto de encuentro entre Lingüística y Derecho…………………….100

3.1.4.) La traducción como tarea fundamental del abogado………………………………………….102

3.1.5.) La estética del lenguaje jurídico. ………………………………………………..………………104

3.2. Derecho y Literatura: el abordaje interdisciplinario. Usos y formas del Derecho

en textos literarios. …………………………………………………..…………………………….107

3.2.1.) La escritura y el oficio del abogado……………………………………………………………..107

3.2.2.) Similitudes y diferencias entre Derecho y Literatura…………………………………………..111

3.2.3.) El movimiento Derecho y Literatura: evolución histórica y representantes principales…….112

3.2.4.) Justificación de los estudios interdisciplinares entre Derecho y Literatura……………….....116

3.2.5.) Distintos tipos de relación entre Derecho y Literatura…………………………………………118

3.2.5.1.) Derecho como Literatura………………………………………………………………118

3.2.5.2.) Derecho en la Literatura………………………………………………………………..119

3.2.5.3.) El Derecho de la Literatura ……………………………………………………...…….120

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3.2.6.) La literatura al servicio del Derecho en los textos jurídicos………………………………….121

3.3. Derecho y Literatura en España: estudios, obras y autores ……………..……………………123

PARTE II:

El abogado-escritor y la obra literaria como escrito de defensa

CAPÍTULO IV. El abogado-escritor y la figura del orator perfectus…………………………………………152

4.1. Abogado y escritor………………………………………………………………………………152

4.2. El Humanismo y Retórica………………………………………………………………………156

4.2.1. Humanismo: qué es y de dónde viene………………………………………………………...156

4.2.2. Características del movimiento humanista: luces y sombras………………………………162

4.2.3. La Retórica humanística………………………………………………………………………167

4.2.4. Petrarca…………………………………………………………………………………………170

4.3. Hombres de Estado y de letras: El orador perfecto de Ciceron y su versión humanista……171

4.3.1. Formación y vida profesional de los humanistas……………………………………………171

4.3.2. El humanista frente al texto ………………………………………………………………….174

4.3.3. Cicerón como modelo………………………………………………………………………….175

4.4. La obra literaria como arma de defensa. La Apología y la defensa literaria como subgéneros

4.4.1. La apología……………………………………………………………………………………..187

4.4.2. La defensa literaria……………………………………………………………………………192

CAPÍTULO V. El escrito de defensa literario……………………………………………………………………192

5.1. Lo Somni y el Llibre de Fortuna e Prudéncia, de Bernat Metge ……………………………….192

5.1.1.) Lo somni, o como el fantasma de Juan I acude en defensa de Bernat Metge…………………203

5.1.2.) El Llibre de Fortuna e Prudencia………………………………………………………………..211

5.2. The Complain of Chaucer to His Purse, de Geoffrey Chaucer…………………………………..222

5.2.1.) Chaucer, el humanismo, el Derecho y los clásicos………………………………………………228

5.2.2.) Lenguaje y narración …………………………………………..…………………………………231

5.2.3.) Complain of Chaucer to His Empty Purse………………………………………………………..232

5.3. Juan Rodríguez de Pisa y su traducción de las Duodecim regulae de Pico della Mirandola,..238

5.3.1.) Las Doce Reglas de Pico della Mirandola………………………………………………………239

5.3.2.) Letrado y Humanista……………………………………………………………………………..240

5.3.3.) Una vida al servicio del Estado ……………………………………………………..…………..241

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5.3.4.) Origen Converso ………………………………………………………………………………..241

5. 3. 5 ) La traducción como vehículo de expresión personal………………………………………..242

CAPÍTULO VI. Conclusiones………………………………..…………………………………………………..245

BIBLIOGRAFÍA………………………………………………………………..………………………………....248

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INTRODUCCIÓN

1. Letras y letrados: en busca del ideal ciceroniano Existe una relación compleja entre el lenguaje y el contexto en el que éste se

desarrolla que hace prácticamente imposible un análisis eficaz del primero sin tener en

cuenta lo segundo. Este camino en paralelo resulta aún más interesante –por no decir

necesario- cuando se trata del lenguaje literario.

La expresión escrita, cualquiera que sea su forma y destino, es un reflejo certero

de muchos condicionantes que van más allá del mero gusto estilístico y talento del autor

en cuestión. La personalidad misma de éste, sus antecedentes y condicionantes

personales, el entorno histórico y social en el que se produce la obra y el impacto que

causa entre los que la reciben… todo cuenta a la hora de realizar un análisis completo y

convincente. Incluso el motivo del autor para darle nacimiento, que puede o no puede

ser conocido por el público receptor, es importante a la hora de estudiar cuestiones en

un principio consideradas puramente filológicas, y por tanto, ajenas a todo lo que no sea

la expresión literaria.

La articulación del lenguaje en formas discursivas diversas, y las maneras

distintas en las que estas formas operan en la sociedad, permiten una interacción de

disciplinas que en algunos casos resulta evidente pero que a menudo pasa desapercibida.

Por ejemplo, mucho se ha discutido acerca del valor literario de algunos textos

filosóficos, y viceversa. Tras la forma literaria, a menudo se esconden rasgos

pertenecientes a otras disciplinas que pueden llegar no sólo a dotarla de características

particulares que van más allá de lo estilístico, sino incluso a comprometer su mismo

sentido y significado. Esta interacción, que se produce a todos los niveles y de las

maneras más insospechadas, constituye precisamente el objeto de estudio de este

trabajo. Concretamente la interacción entre el Derecho y la Literatura, y de cómo

términos y procedimientos tradicionalmente pertenecientes al lenguaje y estilo legal

pueden encontrarse hábilmente insertados en textos cuya aparente única premisa es la

expresión artística, comprometiendo de manera fundamental su apariencia y significado,

y por tanto, la forma en que son recibidos por el lector.

Antes de empezar esta singular búsqueda -textos que admitan esta dualidad

literaria/legal-, hay que superar el escepticismo que provoca la mera idea de que algún

elemento proveniente del mundo del Derecho, árido, cuadriculado, y carente de toda

imaginación, pueda tener cabida en una obra literaria destinada principalmente al

entretenimiento. Más aún, lo que este estudio se propone no sólo es demostrar esta

conexión e interacción, sino la influencia mutua de ambos mundos –legal y literario- y

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su decisiva presencia en las obras en las que confluyen. Las primeras preguntas que surgen son

las siguientes: ¿Qué podría aportar el estilo forense a un texto literario? ¿Y al revés? ¿Tienen

cabida en los documentos legales de hoy en día los recursos estilísticos que normalmente

asociamos a géneros tan dispares como la poesía o la novela? ¿Aquellos elementos de la retórica

destinados a agradar y enganchar al lector, producen los mismos efectos si el receptor es un juez

en ejercicio, o un jurado popular?

Antes de buscar respuesta a las preguntas anteriores, quizás sería conveniente desmentir

algunos mitos relacionados con el Derecho y, más concretamente, con la tarea de impartir

justicia.

Existe la idea generalizada de que el juez se limita a aplicar las normas previamente

elaboradas por el legislador. Se trata, sin embargo, de una concepción un tanto simplista de la

función del juzgador; una tarea que implica una serie de decisiones e interpretaciones que la

sitúan muy lejos de la idea anterior. Los casos sometidos al arbitrio judicial provienen

directamente de la vida real, y son tan variados y complicados como ésta. La aplicación de

reglas que los solventen no siempre depende de encontrar la ley adecuada en el catálogo legal y

utilizarla. Para empezar, puede que esta “ley adecuada” ni siquiera exista, o, en el caso de

existir, no esté tan clara su adecuación al caso concreto como para que el juez, con una mera

búsqueda, resuelva el conflicto.

Elegir la regla aplicable, interpretarla, determinar los hechos… ninguna de estas tareas

puede realizarse de manera automática. En todas ellas, el juez analiza, aplica su propio criterio,

toma decisiones, sopesa pros y contras, y por último, llega a una decisión y la pone por escrito.

En todo este proceso es evidente que ha intervenido un cierto grado de libertad por parte del

juez. Y también, aunque a priori parezca imposible, de creatividad. La mayoría de las veces,

incluso existiendo leyes claras y perfectamente aplicables a un caso concreto, pueden

encontrarse sentencias que decidan ir contra la norma general, o que opten por la aplicación de

otra norma diferente. Se puede concluir perfectamente, a este respecto, que el juez no se limita a

aplicar la ley; en muchos de los casos, la crea.

Sin duda conocedores de cómo se producen estas operaciones mentales en los que

tienen que impartir justicia, los abogados no descuidan la importancia del uso adecuado del

ethos y pathos en sus argumentaciones. Si bien es cierto que en el caso del derecho español —

que da pocas oportunidades a los letrados para que exhiban sus proezas oratorias—, si el letrado

quiere hacer uso del ethos y pathos, ha de insertarlos hábil y discretamente en los escritos

procesales, poco dados por otra parte a florituras y sentimentalismos. En cambio, lo que sí

permite un texto jurídico, aunque trate del tema más árido y aséptico que se pueda imaginar, es

un hábil desarrollo de las tres tareas del orador más relevantes en la comunicación escrita:

invención, disposición, y estilo.

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Siguiendo a Frost, nada mejor que retroceder hasta los autores clásicos para

comprender el papel que factores como la emoción o la credibilidad del abogado

jugaban en la argumentación legal1. En Roma, los jurados consistían en

aproximadamente cincuenta jueces, inicialmente pertenecientes a la nobleza, que habían

sido adecuadamente instruidos en Derecho y Retórica, y que por tanto eran

perfectamente capaces de entender y apreciar los discursos de los abogados.

Con el paso del tiempo, el número de integrantes del jurado provenientes de

otras clases sociales aumentó, disminuyendo al mismo tiempo su formación y también

sus posibilidades de entender complicados discursos jurídicos. En consecuencia, los

abogados romanos se vieron obligados a recurrir a otro arte para poder convencer con

sus argumentos no sólo a auditorios cultos, sino a todo tipo de oyentes: el arte de la

persuasión. Había que recurrir a otros recursos y argumentos para convencer del

discurso propio tanto a aquellos que sabían de leyes como a los que no. Las

posibilidades de esta nueva argumentación jurídica, pues, aumentaron

considerablemente.

Para Cicerón, que hoy día sigue siendo modelo del dominio de la oratoria y la

retórica jurídica, la justicia iba más allá de un mero intercambio de argumentos ante un

tribunal en pos de la decisión favorable de los componentes de éste. Se trataba de un

teatro, un particular escenario donde cada participante tenía su papel. Según esta

concepción, cada parte tiene permitido ser tan parcial como desee o crea conveniente,

estando sujetos únicamente los jueces a aquello que en conciencia consideren

verdadero. Entra aquí de lleno la máxima de lo verosímil frente a lo verdadero en los

argumentos de defensa. Según esta teoría defendida y practicada por Cicerón, pueden

los abogados defender aquello que les beneficie y tenga apariencia verdadera, incluso

sabiendo que en el fondo no se corresponde totalmente con la verdad. ¿Hasta dónde

llegarían las consecuencias de esta práctica? ¿Justifica la tergiversación y el engaño en

informes legales? ¿Y si estas tergiversaciones se incluyen en un texto literario, sin

utilidad procesal? ¿Se las puede seguir llamando engañosas, entonces? ¿O quedarían

disculpadas simplemente por entrar en el campo de la ficción?

Lo cierto es que la jurisprudencia actual parece tendente a admitir la ética

ciceroniana siempre y cuando se respeten ciertos límites. Es decir, el abogado puede

hacer valer única y exclusivamente aquellos puntos de vista que jueguen a favor de su

cliente, obviando los demás.

1 En su interesante —y también muy criticada— Introduction to Classical Legal Rhetoric. A Lost Heritage

(2005).

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Lo que no necesita pruebas ni discusión es la innegable conexión entre Derecho y

Teoría de la argumentación, ya que el ejercicio del primero, a lo largo de la Historia, ha

permitido y favorecido el desarrollo del segundo.

Todo esto conduce al siguiente paso, una reflexión acerca de la argumentación jurídica

jurídica y de la lógica que se sigue en este tipo de razonamientos. ¿Se pueden identificar y aislar

y aislar elementos propios del discurso jurídico cuya presencia sea determinante para el sentido

y propósito de éste? Durante la primera parte de este trabajo se intentará resolver esta cuestión.

El enfrentamiento entre aquellos autores que defienden una lógica jurídica basada en la

lógica deductiva, frente a los partidarios de una teoría de la argumentación que bebe de los

Tópicos y la Retórica de Aristóteles, justifica un recorrido por todas aquellas teorías que han

permitido el desarrollo de la argumentación legal, identificando y analizando aquellos aspectos

que puedan considerarse más característicos de ésta, y estableciendo luego una comparación con

otros géneros literarios. Esta comparación iría más allá de la simple búsqueda y señalización de

elementos del discurso forense en dichos géneros, identificando su presencia como necesaria o

innecesaria para el significado último de la obra en cuestión; también puede realizarse la prueba

de añadir algunos de estos rasgos a un texto que inicialmente carezca de ellos, para ver si,

efectivamente, su sentido cambia de manera significativa o por el contrario resulta indiferente o,

simplemente, inaplicable.

Una vez identificados y analizados estos elementos propios del discurso y la

argumentación jurídica, el siguiente paso consiste en comprobar si es posible la confluencia —e

influencia mutua— de disciplinas tan dispares como el Derecho y la Literatura de forma que

ésta se convierta en arma e instrumento de la primera, y sin perder su forma y condición natural

de obra artística, cumpla un evidente fin jurídico con plenos efectos en la situación y

circunstancias de quien la emplea. También se analizará si esta trascendencia jurídica se

produce por la mera inclusión de elementos de una en otra, o es necesaria a su vez la

confluencia de otros factores.

Esta interacción de Derecho y Literatura no es en absoluto novedosa, sino que viene

produciéndose desde hace siglos en otros campos, como por ejemplo la Retórica y la Poética —

entendida esta última como como la disciplina propia del discurso literario que encuentra sus

cauces de expresión a través de los distintos géneros—, y que desde el Renacimiento mantienen

una relación de influencia mutua y paralelismo.

Aristóteles, que definía la retórica como el arte de extraer de todo tema el grado de

persuasión que éste comporta, señalaba que la unión entre poética y retórica se encontraba en

los efectos lógicos o sentimentales que producían tanto la acción trágica como el discurso

retórico. Mientras que la retórica se centra en la comunicación de ideas, la poética desarrolla

una evocación a través de imágenes. Esta evocación imaginaria, a través del lenguaje, se

convierte en literatura, pero no por ello está exenta de cierto grado de persuasión. El lector ha de

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convencerse de lo que lee, aun sabiendo de la imposibilidad de su existencia en el

mundo real, y para ello el autor emplea la fuerza persuasora de la retórica, que opera

tanto en el campo de la comunicación cotidiana, con fines puramente prácticos, como en

el de la evocación imaginaria o artística.

El modelo retórico dominará durante todo el periodo medieval y condicionará la

forma y el contenido mismo de los discursos. Pero también existe cierta continuidad

real entre Retórica y Poética, y correlativamente el tratamiento de una y otra materia

puede entrar en una u otra disciplina. Además, tanto la poética renacentista como la

retórica fueron aplicadas a lo vernáculo, gracias en parte al gran impulso llevado a cabo

por los humanistas, que desarrollaron las lenguas vernáculas de acuerdo con el modelo

del latín, adaptándolas mejor al campo literario.

Un discurso jurídico, por muy atento a los modelos procesales que parezca,

siempre contiene elementos de ambas disciplinas. Por un lado, su intención inequívoca

es la de convencer al lector u oyente. Hay un afán de persuasión que responde

perfectamente a todo lo que la Retórica forense comporta. Por otra parte, los escritos

jurídicos no son meras elucubraciones puestas por escrito. Hay una historia detrás de

cada uno de ellos, unos hechos que hay que dejar plasmados, procurando que resalten

aquellos aspectos de los mismos que parezcan más beneficiosos a la parte que suscribe.

En este sentido, utilizan plenamente aquella evocación imaginaria de la que se hablaba

anteriormente, pues necesitan situar al lector/juez en el contexto deseado, despertando

su interés y curiosidad por los hechos destacados en el escrito, guiando su imaginación

y conciencia por el camino de razonamiento deseado, y por último, convenciéndolo

plenamente por encima de argumentos contrarios.

Como objeto de estudio, desde principios del siglo XX podemos encontrar una

corriente académica, cada vez más popular, que bajo el título Derecho y Literatura se

encarga de estudiar y analizar todas y cada una de estas posibles interacciones entre

ambas disciplinas, corroborándose pues que no sólo esta reunión e influencia mutua

existe y es fácilmente reconocible, sino que además ofrece una serie de perspectivas y

análisis que son objeto de estudios por los diferentes teóricos de esta corriente. A ella

nos referiremos también más adelante, con un breve repaso por sus teorías más

relevantes y el eco que las mismas han encontrado en nuestro país.

El significado de cualquier obra hay que analizarlo desde el punto de vista

filológico o literal, y además en referencia al mundo objetivo con el que se relaciona, en

tanto y en cuanto se trata de un discurso surgido en un marco histórico concreto y sólo

en él podrá quedar completamente entendido.

Ningún autor es inmune a su época, a sus circunstancias personales y a la

formación que ha recibido. Esos tres condicionantes calan en su obra con tanta

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intensidad como puedan hacerlo los caprichos de su talento o las invenciones de su imaginación.

Metge, Chaucer y Rodríguez de Pisa son hombres de su tiempo, participantes activos en

la vida política y social que les ha tocado vivir y espectadores privilegiados de la historia de sus

respectivos conciudadanos. Sus biografías guardan algunas similitudes que se verán más

adelante, pero no son completamente coincidentes, tampoco sus épocas y situaciones

geográficas. Se trata de hombres de Estado o cercanos al poder —real o eclesiástico—, dotados

al mismo tiempo de un talento singular, que les permite no sólo practicar sus inquietudes

literarias, sino también exceder en ellas.

Esta dualidad entre el hombre de Estado y el literato no es extraña a los humanistas, y

son muchos, por no decir la mayoría, los ejemplos que pueden encontrarse de encumbrados

cortesanos y altos administrativos que no sólo firman documentos legales sino también las

grandes obras literarias de la época. Funcionarios y poetas, escribas y narradores, diplomáticos y

autores de discursos, proclamas y ensoñaciones oníricas, beben de las fuentes de la cultura

clásica, en la que todos han sido formados, para expresar otras facetas de sus personalidades

que, a la larga, terminarán cobrando más relevancia que el importante papel que juegan en la

vida sociopolítica de su época.

De los cuatro autores mencionados se han seleccionado cuatro obras —dos de Metge—

en las que se observa una interesante particularidad: la intención del autor al escribirlas y el

propósito que con ellas persiguen.

Como todas las obras literarias, imaginación y talento juegan un papel imprescindible;

pero quizás en éstas más que en ningunas otras, la formación legal y política de sus autores, sus

profesiones cercanas al poder y a la administración real, el momento histórico en el que son

concebidas, y sobre todo, la situación personal de cada uno de ellos en el momento de

redactarlas, les confieren un interesante matiz que es imposible ignorar. Matiz que, a la larga, se

convierte en la piedra angular sobre la que gira toda la narración.

Los cuatro autores mencionados son hombres acostumbrados al poder o a la cercanía de

éste. Y en un momento determinado de sus vidas, se encuentran en una situación complicada

que pone en peligro su situación de privilegio, en algunos casos acabando con ella para siempre.

Las posibilidades de una defensa real ante quien puede redimirles son escasas o imposibles.

Bien porque sus peticiones no son oportunas, no son escuchadas, o incluso han sido ya

desechadas y se encuentran en situaciones de verdadero desahucio. La Literatura, ese otro

talento que tan bien saben ejercitar, parece entonces la única alternativa.

¿Son estas obras nacidas de circunstancias tan particulares defensas encubiertas de sus

propios autores? ¿Están escritas con un propósito que va más allá de la mera expresión artística?

El análisis de cada una de ellas desde esta doble perspectiva desvelará si efectivamente

existe en ellas un uso de la Retórica en su definición más básica: la de persuadir al lector de

algo que conviene o interesa especialmente al autor. Es más, si esta persuasión tiene que ver

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directamente con su situación personal o con algo que le afecta directamente. Son obras

nacidas con un propósito práctico evidente que condiciona el estilo empleado en ellas,

entre otras cosas.

Una vez finalizado este estudio, la puesta en común de aquellos elementos

relevantes encontrados en cada una de ellas será necesaria para establecer patrones de

repetición y similitudes entre todas. Se trata de averiguar si este propósito práctico, esta

necesidad de defensa de sus autores o de redención pública de sus personas domina las

obras hasta el punto de hacerlas sustancialmente diferentes a otras en las que no se

observe este propósito.

Si son casos literarios aislados o por el contrario el modelo que proponen puede

encontrarse en otras obras de distintos autores también resulta un interesante objeto de debate.

Por último, el hipotético uso del lenguaje literario y de los recursos estilísticos que le son

propios en escritos jurídicos también merece un breve análisis. En el fondo, supone una

comprobación más de cómo la Retórica no sólo sigue muy presente en nuestros días, sino que es

capaz de funcionar en múltiples niveles a la vez, desplegando sus efectos en el fondo y la forma

de los escritos incluso en los textos más insospechados.

1.1. Exposición de motivos 1.1.1. Marco teórico: teorías generales relacionadas con el estudio

Las teorías escogidas como punto de partida para este trabajo forman parte de un

catálogo mucho más amplio que el puramente literario, ya que la interacción entre Derecho y

Literatura que condiciona la base del mismo implica la necesidad de explicar conceptos teóricos

relacionados con ambas disciplinas. Al mismo tiempo, resulta casi inevitable traer a colación,

quizás con un protagonismo mayor del esperado, teorías filosóficas, ya que Retórica,

Argumentación, Derecho y Filosofía aparecen frecuentemente relacionadas.

Conceptos como justicia, verdad, verosimilitud, persuasión, son de vital importancia

para el análisis de cada una de las obras estudiadas, en las que el contexto implica claramente

una situación personal que el autor considera injusta y que pretende cambiar, bien de manera

fáctica con un resultado preciso; o si esto resulta imposible, al menos provocando un cambio en

la manera en la que su imagen es percibida por el público general.

Esta investigación parte directamente de los trabajos de diversos autores que han

centrado sus esfuerzos en el estudio de la retórica y la argumentación. No todos encuentran un

detenido análisis en este trabajo, ya que ni se trata el presente estudio de una obra compilatoria,

Page 17: Retórica forense y Literatura: el orator perfectus y la ...causa entre los que la reciben… todo cuenta a la hora de realizar un análisis completo y convincente. Incluso el motivo

ni todas las teorías desarrolladas a lo largo del último siglo son pertinentes o necesarias para

nuestro estudio. Aún así, no será extraño encontrar a lo largo de estas páginas una seríe de ideas

y referencias más o menos desarrolladas que van desde la tópica de Viehweg, pasando por la

Nueva Retórica de Perelman y la lógica informal de Toulmin; hasta llegar a las teorías de

MacCormick y de Alexy, hoy en día considerados como los autores fundamentales de la actual

argumentación jurídica. Todo ello hubiera resultado mucho más enrevesado y difícil de

comprender sin los excelentes estudios de Manuel Atienza acerca de este tema.

En lo que concierne a la lingüística, también imprescindible en nuestro estudio, planea

sobre éste la sombra alargada de las Teorías de los Actos de Habla de Austin y Searle, a los que

se unen otros nombres imprescindibles tales como Habermas, Grice y Escandell, entre otros.

En general, juristas, teóricos del derecho, lingüistas e historiadores de diversas épocas

han ido aportando su granito de arena en la configuración de este estudio que no pretende, ni

mucho menos, explicar o ir más allá de las teorías por ellos aportadas, sino simplemente valerse

de ellas para intentar mostrar —y comprender— otros aspectos del lenguaje forense.

Se muestra a continuación un pequeño resumen de aquellas ideas que con más

frecuencia aparecen a lo largo de esta investigación:

1. La visión clásica. Tratados de Quintiliano y Cicerón: el orador perfecto y el oficio

de abogado

Verdad y verosimilitud son palabras clave en este estudio, y la diatriba entre ambas, así

como los diferentes efectos que ocasiona el uso de una u otra en los textos jurídicos es un tema

recurrente a lo largo del mismo. Presente en los estudios de Retórica, especialmente Retórica

forense, desde tiempos de Cicerón y su De Oratore, presume que lo verosímil puede sustituir a

lo verdadero, e incluso encubrirlo, si esto ayuda a la parte. Si la discusión se traslada al campo

estrictamente literario, nos encontramos con obras de ficción que, aun relatando hechos reales,

optan por destacar determinadas circunstancias e ignorar otras si con ello benefician al mensaje

que pretenden transmitir. Las teorías ciceronianas y sus reflexiones acerca del orador perfecto y

el oficio de abogado resultan, pues, un punto de partida imprescindible para esta tesis.

2. El Positivismo jurídico y la Jurisprudencia analítica

El iuspositivismo supone una separación radical entre derecho y moral. No sólo la

legalidad no tiene que corresponderse con ninguna concepción moral vigente, sino que tampoco

debe depender de ella. Al no atar normas jurídicas a fundamentaciones morales, se puede

establecer que justicia, en su sentido más aséptico y desprovisto de toda visceralidad, tampoco

depende de lo que es moralmente aceptable. En este sentido, puede haber decisiones judiciales

perfectamente aplicables desde el punto de vista legal que sin embargo choquen con lo que es

moralmente aceptable. Igualmente, la presentación de determinados hechos y argumentos

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“cuestionables” por parte de un abogado defensor, con vistas a conducir el veredicto de un

tribunal a su favor, puede parecer inmoral desde el punto de vista estrictamente ético, pero

sigue siendo perfectamente justo desde el punto de vista procesal. Si se considera todo esto

como aceptable en un foro judicial, mucho más lo será en el campo de la literatura, donde la

libertad de creación y alteración de la realidad de la que goza el autor pesa más que ninguna

consideración ética o moral respecto de la autenticidad de los hechos que narra.

Partiendo de las teorías de los iusracionalistas de los siglos XVII y XVII, basadas en los

principios de la razón y por ende en el razonamiento deductivo; y también brevemente en

aquellas contrarias a las mismas tales como la de Hobbes, Montesquieu y Rousseau, la

concepción del Derecho y del razonamiento jurídico experimenta un fuerte cambio que

encuentra su manifestación histórica en la Revolución Francesa. Más tarde, a partir del Código

de Napoleón, el razonamiento jurídico seguiría ocupando las mentes de los pensadores en forma

de nuevas teorías como la de la escuela de la exégesis, que concibe el Derecho como un sistema

deductivo.

Siguiendo este hilo de pensamiento, resulta especialmente interesante el giro que a

mediados del siglo XX Bentham y Austin dan al iuspositivismo con su teoría de la

jurisprudencia analítica, según la cual el derecho no es más que un instrumento para conseguir

ciertos fines, más que un garante de la justicia en el sentido amplio de la palabra (legal y moral).

Esta concepción de Derecho como instrumento de persuasión para conseguir determinados fines

prácticos resulta perfecta para el análisis de obras literarias con un fuerte contenido jurídico, ya

que esa misma finalidad práctica y deseo de persuasión –más allá del mero entretenimiento o de

la expresión artística— puede observarse en ellas.

Según Perelman, la concepción que domina en el panorama teórico-jurídico de los

países occidentales a partir de 1945 es la denominada tópica del razonamiento jurídico, llamada

así por la importancia que otorga a los principios generales del Derecho y a los tópicos

jurídicos. Se trata de encontrar soluciones conformes a la ley que además sean justas y

razonables (Perelman, 178)

Hoy en día, son las teorías de Hart acerca del positivismo jurídico las que se consideran

como prototipo de esta línea de pensamiento. Precisamente su inclusión dentro de la llamada

corriente de la jurisprudencia analítica permite considerar al lenguaje como arma e instrumento

decisivo a la hora de una mejor comprensión y aplicación del Derecho. Esta comunión entre

Derecho y lenguaje resulta imprescindible para el desarrollo de las hipótesis del presente

trabajo.

3. Nueva Retórica y Teoría de la Argumentación de Perelman.

Como puede adivinarse, buena parte de este trabajo gira en torno a la argumentación

jurídica, sus características principales y sus aplicaciones fuera de los estrados legales. Para ello

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se parte de la teoría de la argumentación de Perelman, basada fundamentalmente en la forma

en que se argumenta delante de un auditorio y el comportamiento ante un grupo de personas a

las que se intenta persuadir, a la que se suman algunas conclusiones extraídas de la Retórica de

Aristóteles y de las obras de Cicerón, hasta llegar a un análisis de la Retórica actual; más

concretamente, de aquella que aplican los abogados durante sus razonamientos jurídicos.

La estructura de la argumentación que Perelman desglosa está enfocada además al

discurso escrito, lo que resulta perfecta para intentar su aplicación a las obras literarias

seleccionadas. De la misma manera que un abogado elabora un discurso con vistas a la adhesión

del auditorio que le escucha, los autores estudiados elaboran estas obras en concreto con el fin

de que, no sólo el público lector se adhiera a su causa o comparta su opinión, sino también

obtengan un resultado práctico concreto que es el fin último de todas ellas. Conceptos utilizados

por Perelman como el del lenguaje común, la adaptación del orador al auditorio —universal o

no— y a su estado anímico, y las verdades plausibles, resultan muy útiles en estos análisis

literario-jurídicos.

Beristáin define el discurso argumentativo del fundador de la Nouvelle Rhétorique como

una especie de retorno a la tradición clásica, concretamente a Aristóteles, en la que se

profundiza en las relaciones entre Retórica y Lógica y se devuelve a la argumentación a un

papel principal (1998: 442).

Escrito en colaboración con Olbrecht-Tyteca, La nouvelle rhetorique. Traité de

l’argumentation2 fue publicada en 1958 y en ella se eleva al razonamiento jurídico al estatus de

paradigma del razonamiento práctico.

Se centra, pues, en las estructuras argumentativas para desarrollar los postulados de esta

nueva Retórica que parte «de la teoría clásica del conocimiento, de la demostración y de la

definición de la evidencia» (Perelman,1989:17).

Partiendo de la idea de que toda teoría de la argumentación jurídica debe basarse en el

análisis de los razonamientos empleados por políticos, jueces y abogados, elige para su teoría el

nombre de retórica por el papel primordial que otorga a la noción de auditorio (Atienza, 2005:

47 y ss.). Es especialmente interesante para nuestro estudio, en lo referente al concepto de

auditorio, las precisiones que establece en referente a los términos persuadir y convencer, así

como su distinción entre la Retórica general y la específicamente aplicada al Derecho. A pesar

de englobar las técnicas y razonamientos jurídicos bajo el nombre de lógica jurídica, sostiene

que estos razonamientos no se encuadran en una rama de la Lógica formal aplicada al Derecho,

sino a la Retórica.

2 En adelante nos referiremos a esta obra por su nombre en castellano. La versión traducida manejada en esta tesis es la

publicada en 1989 por Editorial Gredos.

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En este Tratado de la argumentación el estudio de la misma se presenta dividido en tres

partes: los presupuestos o límites de la argumentación, las tesis o puntos de partida y, por

último, las técnicas argumentativas.

Destaca el Prof. Manuel Atienza que la importancia de la obra de Perelman radica sobre

todo en su intento de introducir la razón —racionalidad— en discusiones que giran en torno a la

moral, el Derecho, la política, estableciendo por tanto un puente entre la razón teórica propia de

las ciencias experimentales y la «pura y simple irracionalidad». De igual modo concede gran

importancia a la visión pragmática del lenguaje —hablaremos de la Pragmática lingüística más

adelante— al contexto social y cultural, así como al principio de universalidad, anticipando

elementos esenciales de otras teorías posteriores (Atienza 65).

No obstante, como también señala Atienza, se trata de una obra no exenta de críticas,

muchas de ellas referentes a su inclusión de nociones confusas, a su conservadurismo y a la falta

de un esquema que permita un análisis adecuado de los argumentos jurídicos. Todo ello no

impide que se le otorgue el interés que merece, sobre todo porque muchos de sus postulados sí

son válidos y han tenido gran repercusión en teorías posteriores aún vigentes en el campo de la

argumentación jurídica como son las de MacCormick y Alexy, respectivamente, las cuales

también aparecerán mencionadas en más de una ocasión a lo largo de estas páginas.

4. Pragmática lingüística

María Victoria Escandell define la pragmática como «el estudio de los principios que

regulan el uso del lenguaje en la comunicación, es decir, las condiciones que determinan tanto el

empleo de un enunciado concreto por parte de un hablante concreto en una situación

comunicativa concreta, con su interpretación por parte del destinatario» (Escandell 13-14).

Se trata, por tanto, de una disciplina que abarca un gran número de fenómenos

extralingüísticos, ya que analiza las comunicaciones que se dan en todos los contextos

imaginables y sin limitarse a lo estrictamente gramatical. Esto se debe a que existen conceptos

de gran influencia en el significado de los enunciados y que, debido a ello, deben ser tenidos en

cuenta a la hora de analizar los mismos. Estos conceptos que se encuadran fuera de lo

puramente gramatical serían el emisor, el destinatario, la intención con la que se establece la

comunicación, el contexto, y otros del mismo tipo tales como la situación personal de emisor y

receptor y el grado de conocimiento que ambos posean.

Así pues, emisor, destinatario, enunciado y entorno son considerados por Escandell

como componentes materiales, es decir, que pueden ser sometidos a un análisis por medio de los

sentidos. Éstos, junto a los componentes inmateriales, resultarían imprescindibles para la

comprensión total de las distintas situaciones comunicativas.

El emisor construye su mensaje a partir de los conocimientos que posee, y lo hace

pensando en un receptor determinado. Es decir, lo construye especialmente para él, lo que

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condiciona necesariamente la forma y contenido del mensaje. Es especialmente curioso que

Escandell no establezca límites fijos al enunciado, sino que éste «puede ser […] una simple

interjección, como un libro entero, tanto un sintagma nominal como un párrafo». Basta con que

haya sido emitido por el emisor en una situación concreta y con una intención determinada.

Igualmente, el entorno en el que tiene lugar el proceso comunicativo resulta fundamental para la

construcción gramatical del mensaje emitido. Si el entorno es conocido, es más fácil establecer

el verdadero significado del enunciado, ya que muy a menudo se trata de construcciones

complejas con más de una interpretación —a veces incluso sin intención del emisor— y

reveladoras de interesantes detalles concernientes a los participantes en la comunicación.

(Escandell, 27 y ss.)

En cuanto a los componentes inmateriales, se sitúan dentro de esta categoría la

información pragmática, por la que se comparten ciertas partes de información que contienen

una visión del mundo determinada —a la que contribuyen desde posibles conocimientos

científicos hasta estereotipos—; la intención, ya que el emisor siempre tiene en mente, de

manera más o menos consciente, determinados objetivos; y la relación social, por la que se

analiza la relación existente entre emisor y receptor (véase Escandell 34 y ss.).

Beristáin la describe como una «visión de la retórica tradicional enriquecida por las

aportaciones de la pragmática y la semiótica» (442), destacando las aportaciones de otros

autores como Hartmann, Schmidt, Grice, Pratt y Teun Van Dijk a la misma.

Se trata pues, de una teoría que tiene en cuenta fundamentalmente factores no

lingüísticos y que otorga al contexto histórico-social en el que la comunicación tiene lugar un

papel fundamental a la hora de emprender un análisis de ésta. En un trabajo interdisciplinar

como el nuestro, en el que además se parte del estudio de obras literarias concretas cuyo

significado depende sustancialmente del momento histórico y las peculiaridades personales de

sus autores, el uso de esta teoría es especialmente necesario. De hecho, el pragmatismo de las

obras seleccionadas, y por tanto del lenguaje empleado en sus redacciones, es un elemento

esencial sin el cual la interacción Derecho-Literatura quedaría desprovista de su principal

significado y utilidad.

5. El principio de cooperación y las máximas conversacionales.

Aunque ya se ha mencionado esta teoría de Paul Grice como enmarcada dentro del

campo de la pragmática lingüística, algunas de sus peculiaridades merecen ser comentadas

aparte puesto que resultan especialmente determinantes para el presente estudio. Como su

mismo nombre revela, parte de un principio cooperativo entre los participantes de la

comunicación del que depende el éxito de la misma. Por lo tanto, para que el mensaje completo

—y no sólo parte de él, o incluso nada— llegue plenamente al receptor, debe existir un esfuerzo

mutuo por cooperar, entendido como una cierta capacidad de los sujetos participantes para

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comprender el mensaje emitido en su totalidad. Para que dicha cooperación se produzca es

necesaria la presencia de terminadas condiciones o máximas conversacionales, que son las de

cantidad, cualidad, relación y modalidad; y que aluden a la cantidad de información que es

necesario emitir, a la certeza o veracidad de lo transmitido, a la relevancia del mensaje y a su

claridad, respectivamente.

Como ya se adelantaba, este principio resulta especialmente interesante cuando se

analizan obras que, a pesar de que por su naturaleza principalmente literaria estén destinadas a

un conjunto de lectores de naturaleza universal, su trasfondo jurídico, o si se quiere la

intencionalidad con la que fueron escritas — que al fin y al cabo es lo que las dota de sus

características forenses—, requiere la presencia de esta comprensión mutua entre emisor y

destinatario. Es decir, para que aflore el significado completo de las mismas es necesario que

entre emisor y receptor —en este caso bien el conjunto de lectores o bien un receptor concreto

de entre todos estos al que la obra se dirige especialmente— exista esta cooperación mutua, que

no es otra cosa más que la facultad y posibilidad de entenderse en todos los niveles

comprendidos en un mensaje.

6. El movimiento Law and Literature y las teorías que lo sustentan.

No vamos a detenernos ahora en un comentario extenso acerca de este movimiento, el

cual será convenientemente analizado y discutido al dedicársele más de un epígrafe a lo largo

de la investigación. Baste ahora señalar que al tratar un tema en el que el Derecho y la

Literatura han de caminar forzosamente juntos, era obligado acudir a los postulados de este

movimiento de corte internacional en el que las diferentes relaciones entre ambas disciplinas se

estudian desde distintas perspectivas.

En conclusión, el modelo de análisis normalmente seguido en los estudios acerca del

discurso servirá de guía para los llevados a cabo en este trabajo, partiendo de la lingüística para

buscar su sentido y su relación con el contexto en el que nace, y sumando además el aporte de

otras disciplinas afines que ayuden a su mejor interpretación.

1.1.2. Antecedentes

Aunque los epígrafes 3.2 y 3.3 se dedican exclusivamente a un largo y extenso

comentario acerca de los principales autores y obras del movimiento llamado Derecho y

Literatura, tanto en su versión anglosajona como en la española, aprovechamos ahora para

avanzar que efectivamente el punto de partida para la presente investigación se encuentra en

este movimiento y en sus postulados.

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Al fin y al cabo, se trata del análisis de una obra literaria bajo la perspectiva del

Derecho, no sólo en lo tocante a su significado e intencionalidad, sino también en sus aspectos

puramente lingüísticos y filológicos, ya que la búsqueda de elementos y estructuras forenses

también alcanza al lenguaje empleado por los autores en cuestión. A este respecto, de todas las

obras que se irán mencionando ha habido algunas especialmente determinantes para este

trabajo, cuyas consultas han sido tan frecuentes como esclarecedoras. A pesar de que se

comentarán con más profundidad cuando corresponda, es necesario mencionarlas también ahora

ya que de algún modo han supuesto un punto de partida o antecedente sobre el que construir

esta investigación.

En primer lugar, ya que se trata de un estudio que parte de obras literarias para dotarlas

de significado jurídico, han sido particularmente esclarecedoras otras obras anteriores que, al

igual que ésta, analizaban los aspectos forenses presentes en la literatura, bien de forma general

o bien en alguna obra en concreto.

Así pues, han sido cruciales las lecturas de estudios como el de François Ost («El

reflejo del Derecho en la Literatura»), James Boyd White (The Legal Imagination: Studies in

the Nature of the Legal Thought and Expression, 1985), Calvo González (Derecho y narración,

1996), Faustino Martínez («Derecho común y Literatura: dos ejemplos de los siglos XVI y XVII

2005), María José Falcón y Tella (Derecho y Literatura, 2015), Pedro Talavera (Derecho y

Literatura: el reflejo de lo jurídico, 2006), así como la tesis doctoral de la Dra. Teresa Arsuaga

dedicada a las figuras de James Boyd White y Richard Weisberg (2015).

Si bien el concepto de defensa literaria como subgénero interdisciplinar que bebe de las

fuentes de lo legal y lo literario es asunto exclusivo de la presente investigación, la idea de

Bernat Metge —uno de los autores cuyas obras se analizan en este trabajo— como representante

humanista del ideal ciceroniano del orator perfectus ya fue previamente estudiada por mí en un

trabajo anterior titulado Bernat Metge, orator perfectus: retórica forense y arte dictaminal en

«Lo somni»3 y el posterior artículo «Retórica forense y ars dictaminis en Lo somni»4.

Tomando pues como antecedente esta investigación previa, se inició esta otra en la que

la condición de orador dotado de todas las características ciceronianas, unida a otra serie de

condicionantes, se reunIan en una serie de autores que, en un momento determinado de sus

vidas, producían unas obras de características muy particulares. En ellas, la combinación de

elementos retóricos, literarios y jurídicos —en mayor o menor medida dependiendo de la obra y

autor— las dotaba de una peculiar doble naturaleza: a su condición literaria se sumaban sus

posibilidades apologéticas de su autor, a cuyo servicio actuaban como claros instrumentos de

defensa o redención. 3 Trabajo de Fin de Máster en Literaturas Hispánicas (catalana, gallega y vasca). UNED 2014

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1.1.3. Hipótesis del trabajo

Tomando como base obras literarias de reconocido prestigio, así como la formación

académica y vivencias personales de sus autores, es posible establecer una relación real y

plenamente útil entre Derecho y Literatura, de manera que se constate que el primero es capaz

de influenciar una obra literaria más allá de la mera ficción. Estas obras, a las que llamaríamos

defensas literarias serían capaces de alcanzar plenos efectos en el mundo real, afectando

directamente a la vida de sus creadores, cumpliendo de ese modo la intención con la que fueron

escritas. Se trataría de una vertiente más del conocido movimiento Derecho y Literatura, ya que

se produce una doble interacción entre ambas disciplinas. Por un lado, el Derecho, a través de la

presencia de elementos y estructuras jurídicas, es capaz de condicionar el sentido de una obra

literaria mientras se beneficia de una serie de instrumentos que le permiten alejarse de la rigidez

del lenguaje jurídico; a su vez, al tratarse de obras de naturaleza literaria, puede extender la

Literatura su ámbito de actuación a otras esferas distintas de la ficción, tradicionalmente

influenciadas por otras disciplinas. Se trataría pues, de un subgénero en el que la inserción total

del Derecho en la Literatura origina una obra literaria en fondo y forma, que a su vez es capaz

de desplegar efectos asimilables a los de un documento de naturaleza jurídica y procesal como

es el escrito de defensa.

1.1.4. Interrogantes de la investigación

Numerosas preguntas han ido surgiendo a lo largo de la investigación, las cuales han

encontrado respuesta a medida que se producía el análisis de fuentes y se avanzaba en el

desarrollo de los temas. No obstante, he aquí una relación con las más relevantes:

¿Qué podría aportar el estilo forense a un texto literario? ¿Y al revés?

¿Tienen cabida en los documentos legales de hoy en día los recursos estilísticos que

normalmente asociamos a géneros tan dispares como la poesía o la novela?

¿Hasta dónde llegarían las consecuencias de esta práctica? ¿Justifica la tergiversación y

el engaño en informes legales?

¿Y si estas tergiversaciones se incluyen en un texto literario, sin utilidad procesal? ¿Se

las puede seguir llamando engañosas, entonces, o simplemente entraríamos en el campo

de la ficción?

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¿Si es posible una unión entre retórica y poética, lo es también entre derecho (retórica

forense) y poética, no sólo de forma, sino de manera que los efectos de uno se

desplieguen de forma eficaz a través del otro?

¿En este sentido, podría darse una “conversión” forense de otros

géneros literarios, como por ejemplo, la novela, la poesía o el

teatro, convirtiéndose así en instrumentos jurídicos?

¿Y la retórica forense, podría “poetizarse” y seguir siendo útil y

aplicable ante un tribunal?

¿Cuáles son estos elementos propios de la retórica forense susceptibles de ser insertados

y utilizados en otros géneros literarios?

¿Es posible establecer una clasificación general que permita su

identificación en cualquier tipo de escritos?

¿Qué propósito tienen cada uno de estos recursos forenses?

¿Conservan estos propósitos una vez se insertan en otro tipo de

obras, o por el contrario sufren algún tipo de cambio una vez

movidos a otro ámbito que les es, en principio, ajeno?

Bajo la premisa de que, efectivamente, esta comunión entre Derecho y Literatura, de

manera que la una se convierta en instrumento útil de la otra, es posible y además se ha dado en

determinadas obras literarias:

¿Cuáles son los comunes denominadores de estas obras?

¿Comparten un mismo género literario, o por el contrario puede

darse esta unión o interrelación de la retórica forense con géneros

literarios distintos?

¿Esta inclusión de elementos retórico forenses en las obras es una decisión plena y

consciente por parte del autor?

¿O por el contrario es el tono y el tema de la obra el que demanda tal

inclusión, y por tanto puede que los efectos desplegados no hubieran

sido buscados de forma consciente por el autor en un primer momento?

Los autores de estas obras ¿Presentan rasgos comunes? ¿Poseen biografías similares,

formación, profesiones, comparten un mismo ambiente y una misma clase social?

¿A qué periodos pertenecen estas obras y cómo influye el contexto histórico y social en

el que son escritas en su recepción?

¿A qué tipo de público están destinadas?

¿Existe un público específico para ellas?

¿O por el contrario, al elegir la vía de transmisión de una obra literaria

y no un escrito legal se quiere llegar al mayor número posible de

lectores y de las clases más variadas?

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¿Por tanto, pueden las obras literarias ser concebidas como escritos de defensa de sus

autores, dando además los resultados propios de éstos?

1.1. 5. Objetivos

1. Realización de un estudio preliminar del lenguaje y estilo jurídico, con especial

interés en la retórica forense clásica. Se trata de un breve recorrido por la histórica de la

Retórica, con especial interés en la retórica forense y en su relación con la epistolografía, la

oratoria y la teoría del discurso. Partiendo de la retórica ciceroniana, las teorías iuspositivistas y

la nueva retórica de Perelman, se elaborará un resumen centrado en los elementos retóricos que

los clásicos consideraban más importantes, sobre todo relacionados con escritos jurídicos o

discursos procesales.

2. Comparación de rasgos y elementos de la retórica clásica con el estilo forense

imperante en la práctica jurídica actual, analizando cuántos de ellos han persistido en el

tiempo, cómo se han adaptado a otros marcos histórico-sociales y si la función que

cumplen dentro de los escritos jurídicos sigue siendo la misma. Para llegar a una conclusión

al respecto, es necesaria una comparación de estilos y, sobre todo, un análisis de textos jurídicos

actuales. En este análisis se buscará la presencia de los elementos anteriormente mencionados,

así como la de recursos estilísticos —más propios del campo de la Literatura que del Derecho—

que ayudarían no sólo a conseguir esa persuasión que estos textos pretenden, sino también a la

captación de la atención del lector/juez, manteniendo su interés a lo largo de su lectura.

3. Elección de los que, a juzgar por el resultado del estudio, puedan considerarse

elementos identificativos de este tipo de escritos y de la función que persiguen. Partiendo de

las reglas de la Retórica clásica y más tarde de la nueva Retórica de Perelman, se trataría de

depurar al máximo las características, elementos, propiedades y estilo del lenguaje forense, de

manera que queden condensadas en una serie de principios aplicables a todo tipo de escritos y

discursos jurídicos. Idealmente, estos principios o elementos característicos resultantes de los

apartados anteriores podrían acomodarse tanto a textos clásicos como a escritos legales vigentes

en la práctica actual.

4. Análisis de las cuatro obras seleccionadas para su estudio. Lo Somni, Llibre de

Fortuna e Prudència, The Complain of Chaucer to his Empty Purse y la traducción al castellano

de las Doce Reglas de Rodríguez de Pisa son cuatro obras escogidas por dos razones

principales: la temática sobre la que giran y las características personales de sus autores.

Respecto a lo primero, se trata de obras escritas con cierto deseo de reivindicación o defensa.

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Sus autores se encuentran en un momento concreto de sus vidas en el que sienten la necesidad

de, a través de la Literatura, defenderse a sí mismos de unos hechos que consideran injustos. En

algunos casos, el autor se ha fijado una meta o recompensa que va más allá del derecho al

pataleo. Se espera o anhela un resultado práctico que cambie a mejor su situación personal. En

otros, no hay esperanza real de que esta defensa literaria vaya a ir más allá de un simple brindis

al sol, pero al menos siempre queda el consuelo de limpiar su imagen pública y cambiar la

opinión que sus coetáneos y generaciones futuras puedan tener de él. No son obras que nazcan,

pues, tras el deseo de la mera expresión artística, hay algo más, un fin práctico, una necesidad

real, que las impulsa a nacer. Han sido concebidas en todo momento con el lector al que van

destinadas en mente. Necesitan llegar a éste de la manera más eficaz, pues de esta conexión y

entendimiento depende el grado de persuasión que se consiga.

En cuanto al segundo factor, las características personales de sus autores, se trata de

hombres de Estado, que han ejercido el poder o han vivido muy cercanos a él. Han recibido una

formación abundante y conocen bien a los autores clásicos, además de tener conocimientos

legales y administrativos gracias a sus profesiones como consejeros, secretarios o altos

administrativos. La Literatura no es pues su principal oficio, sino más bien un talento que

ejercen de manera independiente a su vida profesional. En cualquier caso, se trata de una

dicotomía fascinante que no era extraña a los que ejercían el poder durante Edad Media y

Renacimiento y que sería interesante comparar con la de aquellos políticos y jefes de Estado que

hoy en día deciden escribir obras literarias –en su mayoría libros de memorias o

autobiografías— una vez han cesado en sus funciones.

5. Búsqueda de elementos comunes a todas ellas, entre los que se incluyen no sólo

los anteriormente referidos de estilo y lenguaje, sino también referentes a sus autores,

propósito y contexto en el que fueron escritas. Una vez se ha realizado el análisis de cada una

de las obras mencionadas, se procede a la puesta en común de los resultados de los mismos.

Resulta imprescindible para este estudio comprobar en cuántas de ellas aparecen los elementos

de Retórica forense señalados en los apartados anteriores, y en caso de aparecer, si se emplean

de la misma manera y surten los mismos efectos. De igual manera, aunque más brevemente,

resultaría interesante una comparación de las características personales de sus autores y del

momento vital en el que escriben cada una de las obras.

6. Reflexión acerca de si estos elementos comunes (en caso de encontrarlos) pueden

extrapolarse a otras obras, de manera que se considere que constituyen un subgénero

propio (si existiera un número considerable que permitiese poner en valor este tipo de

obras híbridas); así como acerca de las ventajas y aportaciones (de haberlas) de la

interacción entre Derecho y Literatura tanto en el campo literario como en el de la

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práctica jurídica. Se trata de la última parte del estudio, y en cierta manera, la que lo dota de

sentido práctico y justificación. Si bien la existencia de obras literarias con un fin claro defensa

y reivindicación personal de sus autores no pasará de ser una mera anécdota curiosa en la

mayoría de los casos, y una singularidad que se produce tan sólo de cuando en cuando y bajo las

circunstancias oportunas, resulta interesante desde el punto de vista de los estudios retóricos

encontrar esos elementos característicos provenientes del Derecho o la Retórica forense que las

dotan de esa condición tan especial.

Por otra parte, un fin mucho más práctico hoy en día tendrán las conclusiones extraídas

acerca de la hipotética influencia de la Literatura en el Derecho actual. Concretamente, la de los

recursos estilísticos en los escritos procesales de abogados, jueces y fiscales.

1.2. Metodología aplicada Tipo de investigación:

Este trabajo se inserta dentro de un análisis comparado de la interacción de las estructuras

legales y literarias en el entramado de la construcción retórica de textos literarios.

Desde la aparición de las artes notariales, fruto de la relevancia de esta profesión en la

sociedad tardomedieval —a su vez fruto de la burocratización del estado—, se observa una

revalorización de la retórica forense, que llega a auparse a un puesto de relevancia en las

universidades del período. Dentro de este contexto legalista (la retórica es base de la formación

del abogado que debe defender o atacar posturas enfrentadas, como se observa en las Suasoriae

y Disputationes), las cinco obras estudiadas en este trabajo, escritas por humanistas educados en

las artes forenses, retóricas y dictaminales del periodo, pueden estudiarse desde el punto de vista

de la adecuación de dichas formulas retóricas a la literatura.

Los métodos de investigación que se han utilizado son el inductivo y el hipotético-

deductivo.

Método inductivo: Se analizan solo casos particulares, en este caso las cinco obras literarias

seleccionadas, y los resultados de dichos análisis son tomados para extraer conclusiones de

carácter general. A partir de las observaciones sistemáticas del lenguaje y el estilo de cada una

de ellas, en relación a la Retórica forense, se descubre la generalización de un hecho y una

teoría: la posibilidad de que conceptos y estilos provenientes del campo del Derecho se inserten

con total naturalidad en obras pertenecientes a distintos géneros literarios, condicionando así su

sentido y significado. Se emplea la observación y la experimentación para llegar a las

generalidades de hechos que se repiten una y otra vez, pues lo que se pretende es comprobar si

estos rasgos retórico-forenses son comunes a estas obras escogidas, y si juegan papeles

semejantes dentro de cada una de ellas. La conclusión sería considerar estos rasgos o elementos

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retóricos como los más significativos de este tipo de lenguaje, indicadores además de que

estamos ante obras de marcado carácter apologético o de autodefensa de sus autores.

Método hipotético-deductivo: A través de observaciones realizadas de un caso particular —

elementos provenientes de la Retórica forense en obras literarias no relacionadas aparentemente

con el Derecho— se plantea un problema: el de descubrir si estas inclusiones son intencionales

por parte del autor, que efectivamente concibe la obra como una suerte de autodefensa ante sus

lectores y la posteridad; o si por el contrario se trata de casos aislados y meramente accidentales

en las que el tono y el estilo de la obra obligan a la inclusión de determinados elementos

extraños al género al que pertenecen, pero sin que haya otra ulterior intención por parte de su

autor. A través de un proceso de inducción, el problema se transforma en una teoría, con la que

posteriormente se formula una hipótesis. Una vez se ha dado forma a una hipótesis que pueda

servir de punto de partida, se intenta su validación empíricamente mediante un razonamiento

deductivo.

Diseño de la investigación

El éxito de toda investigación académica depende de la elección adecuada del diseño de la

misma, ya que éste será el que permita la búsqueda de respuestas a las preguntas planteadas.

Para alcanzar los objetivos deseados deben establecerse unos pasos concretos que marquen una

guía o mapa de estudio que finalmente culmine en la consecución de los objetivos marcados.

Fase I: Planteamiento del problema. La Retórica forense y su interacción con otras disciplinas.

• Módulo 1:

o Búsqueda de fuentes bibliográficas y académicas relacionadas

con la Retórica, y en especial la Retórica forense, así como los

diferentes momentos históricos en los que dicho arte

experimenta un mayor desarrollo.

o Establecimiento de un marco teórico en el que encuadrar la

discusión

o Búsqueda de estudios anteriores que puedan servir como

antecedentes al tema

o Redacción de conclusiones en torno al objetivo perseguido:

identificar los elementos lingüísticos y de estilo más relevantes

de la retórica forense clásica.

• Módulo 2:

o Análisis y reflexión acerca de la práctica forense actual.

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o Constatación de posibles nuevos elementos, y seguimientos de la

evolución de los pertenecientes a la Retórica clásica.

• Módulo 3:

o Puesta en común de los elementos pertenecientes tanto a la Retórica

forense clásica como a los documentos procesales actuales. Búsqueda

de similaridades y disonancias.

o Reconocimiento de características y elementos comunes que sean

aplicables a todas las épocas, y por tanto, puedan considerarse como

intrínsecos al fin de persuasión que se presupone a este tipo de textos.

Fase II: Análisis de obras literarias

• Módulo 1:

o Búsqueda de obras que respondan a unas determinadas características,

de forma que puedan ser sometidas a un doble análisis: legal y literario.

o Análisis de cada una de ellas

o Comparación de los resultados

o Identificación de rasgos comunes a todas ellas.

o Redacción de conclusiones a la vista de los resultados obtenidos.

Fase III: Conclusiones del trabajo

o Descripción de los logros obtenidos

o Formulación de otras ideas que hayan surgido de las ideas iniciales

Método de trabajo

En primer lugar, se partirá de una investigación bibliográfica: Se trata de la fuente de

información dominante a lo largo de todo el trabajo, pues casi todos los datos que se manejan

provienen de ahí. Mediante la revisión bibliográfica de los distintos temas tratados se puede

conocer el estado de la cuestión. La organización y valoración de esta información bibliográfica

permite una visión panorámica del problema.

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Cuadros resúmenes: eventualmente se introducirán cuadros resumenes en los que pueda

apreciarse mejor la evolución de los estudios de Derecho y Literatura en nuestro país, tanto por

autores como por orden cronológico.

Por último, es imprescindible en este tipo de estudios aplicar el método analítico. En

este caso, además, se va a proceder al análisis detallado de cuatro obras literarias en las que se

pretende identificar elementos no sólo pertenecientes a la Retórica forense, sino al mundo del

Derecho en general. La descomposición en partes de estas obras y su observación detallada es

pues necesaria para llegar a conclusiones acerca de las causas, naturaleza y efectos de las

mismas.

———————————————————————-

PARTE I:

Estudios acerca de la Retórica forense y su

interacción con otras disciplinas

CAPÍTULO I. Breve introducción acerca de la Retórica

1.1. Concepto El concepto de Retórica parece condenado desde siempre a una ligera confusión. Ya

desde la Antigüedad venía rodeado de una serie de connotaciones y asociaciones que a menudo

influían en el significado que el pensador de turno quisiera darle, sin poder señalar de manera

contundente una acepción como la más acertada frente a las demás. Quizás por ello autores

como Kristeller (1982: 284) la han relacionado con la lógica y la dialéctica a la vez que con la

poética y la crítica literaria, según se la sitúe en el contexto de la teoría del debate o de la

composición en prosa. Lo que está claro que es la discusión acerca de su significado, naturaleza,

y sobre todo alcances, ha traído de cabeza no sólo a filólogos sino también a filósofos, juristas,

y hasta doctores de la Iglesia.

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¿Se trata de un concepto puramente subjetivo, influido por poderosas connotaciones

personales de carácter ético y moral? ¿O más bien es una rama filosófica? ¿O simplemente un

recurso literario sin mayor alcance que el del texto escrito en el que se inserta?

Aristóteles, sin duda su teórico más antiguo, señala en el Libro I de su Retórica que este

es un arte que no pertenece a ningún género específico, siendo su principal tarea no la de

persuadir, sino la de «reconocer los medios de convicción más pertinentes para cada caso»,

siendo su definición la de «facultad de teorizar lo que es adecuado en cada caso para

convencer»5.

Por su parte, Elena Beristáin, en su Diccionario de Retórica y Poética recoge la

siguiente definición (426): «Arte de elaborar discursos gramaticalmente correctos, elegantes, y sobre todo, persuasivos. Arte

de extraer, especulativamente, de cualquier asunto cotidiano de opinión, una construcción de carácter

suasorio relacionada con la justicia de una causa, con la cohesión deseable entre los miembros de una

comunidad y con lo relativo a su destino futuro».

En pocas palabras y sin mayores rodeos, puede describirse como el arte de escribir y

hablar correctamente. Es una definición que a primera vista no parece complicada siempre y

cuando no se entre en detalles. ¿Qué se entiende por correctamente? ¿Escribir cualquier cosa?

¿Hablar acerca de cualquier cosa y en cualquier contexto? De nuevo la Filosofía viene a

complicar nuestra aparentemente sencilla definición. La filosofía, que ha venido dándole vueltas

al concepto de la verdad desde el principio de los tiempos, inevitablemente se ve ligada con esta

otra disciplina que, al fin y al cabo no tiene otra finalidad más que la de convencernos de que

aquello que se escribe y que se habla es probable, verídico, justo, y por tanto, cierto.

En este sentido, las implicaciones mutuas de una y otra disciplina son innegables y hasta

necesarias, por mucho que desde siempre estudiosos de una y otra se hayan esforzado por

separarlas. Este rifirrafe histórico entre filósofos y retóricos a menudo ha terminado con una

imagen de la Retórica cuanto menos poco amable. Ampulosa, artificial, cursi y afectada son

adjetivos que forman parte de esa mala fama que la Retórica ha ido cosechando a lo largo de los

siglos, con mayor o menor inquina según a quién le tocara estudiar la cuestión. Lo que está claro

es que ya desde tiempos de Platón se la ha mirado con recelo. Platón, muy ocupado en discutir

con los sofistas acerca de si era posible o no determinar la verdad en todas las situaciones,

encontraba la Retórica como una práctica poco recomendable que daba cabida a todo tipo de

engaños y falsedades.

No fue hasta la llegada de Aristóteles cuando la Retórica se vio un poco menos

vapuleada y pudo encontrar un hueco entre las disciplinas más formales y comúnmente

5 En el presente trabajo se maneja la traducción de Quintín Racionero para la Editorial Gredos (1999), y

todas las citas de dicha obra se referirán a esta edición en particular. Esta cita en concreto se recoge en el Libro I (pp. 172-173).

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aceptadas, tales como la dialéctica o la lógica. Aristóteles, que ya había mediado entre Platón y

los sofistas en el peliagudo tema de la verdad pura, admitiendo las teorías de uno y otros según

las circunstancias y las premisas de las que se tratara, reconoció que aunque no tenía un ámbito

de acción claramente determinado, estaba vinculado a la política y la ética y estaba relacionado

con lo probable y lo plausible y su forma de transmisión de estos conceptos a un auditorio

determinado. Es decir, con la persuasión.

Hay situaciones en las que la verdad no requiere mayor discusión. Por la naturaleza del

hecho en discusión puede resultar que su evidencia sea algo generalmente aceptado y por tanto

innegable. Esto sucede pocas veces, sin embargo. Es raro que a un hecho lo rodeen estos

condicionantes de veracidad absoluta. Sucede en campos como las matemáticas y la física, pero

poco más. La mayoría de las situaciones en las que los seres humanos nos vemos inmersos

pueden ser observadas desde distintas percepciones, y por tanto, suscitan opiniones diferentes.

Precisamente en esta diferencia de opiniones, todas acerca de un mismo hecho, es donde entra

en juego de manera determinante la Retórica, pues es la que permite que podamos persuadir a

los demás que nuestra percepción del hecho discutido es la verdadera.

Cicerón, por su parte, opta por situarse en la línea moderada de Aristóteles. Define la

inventio, parte indispensable de la Retórica, como “el acarreo de puntos de vista verdaderos o

verosímiles que hagan plausible el caso”6, y por tanto no es ni buena ni mala, sino que depende

de la responsabilidad y honradez del orador.

Parece evidente que la naturaleza persuasoria de la Retórica es su rasgo más definitorio,

y por tanto el más utilizado por sus detractores a la hora de criticarla. El simple hecho de

persuadir implica un acto no del todo desprovisto de segundas intenciones. Si hay que persuadir

a alguien de algo, es que su certeza no es tan evidente como se pretende hacer creer (de lo

contrario no haría falta la persuasión, sería inmediatamente aceptado como cierto). Autores de la

talla de Kant y Goethe se suman a esta corriente de desconfianza, pues ambos encuentran

peligrosa la forma en la que la Retórica puede ser empleada en la consecución de objetivos

puramente egoístas. En ambos casos la Retórica se vale de artificios poéticos en pos de esta

persuasión, que Kant tacha de engañosa y astuta y Goethe de abusiva (Furhmann :361).

Hoy en día, sin embargo, ha vuelto a ponerse en valor la utilidad y la importancia de la

Retórica. Se trata de una disciplina presente en todos los estratos de la vida diaria, en la que la

libre expresión hablada o escrita ostenta la categoría de derecho fundamental. Esta expresión, y

su natural finalidad de agradar y convencer a aquellos a quienes va dirigida, está inmersa de

reglas y elementos retóricos, y por tanto precisa de una cuidada apariencia y corrección que

forman parte asimismo del sentido más básico de la Retórica.

6 “excogitatio rerum verarum aut veri similium, quae causam probabilem reddant” (Cicerón, De Inventione, 1,9)

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A pesar de su innegable importancia, su posición subordinada al resto de las disciplinas

es defendida por autores de la talla de Kristeller, quien asegura que, al partir la Retórica de la

simple opinión, debe estar al servicio de aquellas otras ciencias que por el contrario partan del

conocimiento, como un instrumento eficaz para expresar y transmitir los mismos. Como técnica

de corrección lingüística y persuasión, nunca debe estar colocada en el centro, sino por debajo

de la filosofía y el resto de las ciencias (Kristeller, 1982: 343-344).

Asegura Manfred Furhmann que la Retórica es hija de la libertad (362). Se trata de una

poderosa afirmación que trae consigo todo tipo de evocaciones positivas, pero que también nos

sirve para explicar algunas de las características negativas que con tanto empeño se han

asociado a esta disciplina a lo largo de los siglos.

Efectivamente, el simple hecho de escribir, y más tarde de compartir aquello que se ha

escrito, comporta un acto de libertad que no puede ignorarse. Los hombres libres de cualquier

tiempo y sociedad manifestaban lo que querían y como querían. Si además se trataba de

hombres libres instruidos, también lo escribían. Este acto de comunicar a los demás el propio

parecer acerca de alguna cuestión es por tanto, un acto libre, que además, nació como

consecuencia de otro acto intrínsecamente ligado a la libertad del ciudadano: la de defender sus

derechos.

Alberto Bernabé, en su introducción a la Retórica de Aristóteles señala a Sicilia como

la cuna de la oratoria y la Retórica, debido fundamentalmente a necesidades prácticas. El fin de

la tiranía a mediados del siglo V propicia una situación en la que los antiguos propietarios de las

tierras usurpadas quieren recuperarlas, lo que provoca una multiplicación de los litigios —ante

un amplio jurado popular— acerca de la propiedad de éstas.

No obstante, el impulso definitivo a esta disciplina se producirá en Atenas, donde

gracias a su sistema democrático el pueblo tiene una importancia significativa en el desarrollo y

manejo de las instituciones públicas en forma de asambleas y consejos, haciendo por tanto

imprescindible un dominio absoluto de las técnicas de persuasión. Destaca Bernabé la gran

afición de los atenienses a los pleitos, en los que denunciante y acusado actuaban personalmente

y en nombre propio (Bernabé 12-13)7.

La Retórica nace pues, asociada al Derecho, y más concretamente, a los procesos

judiciales. Los primeros manuales de Retórica de los que se tiene constancia, firmados a

mediados del siglo V por Corax y Tisias, recogen toda clase de reglas y prácticas que los

abogados pueden utilizar ante los tribunales sicilianos. Se trataba de discursos orales de corte

obviamente judicial, a los que posteriormente se irán uniendo otros pertenecientes a los otros

dos géneros retóricos: los discursos deliberativos y los epidécticos.

7 En su edición de la Retorica de Aristóteles para Alianza Editorial (1998)

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Ante los órganos encargados de impartir justicia por aquel entonces, que eran unas

asambleas formadas por representantes de las polis griegas de mayoría bien aristocrática o bien

democrática, actuaban oradores que defendían ante la asamblea los pros y los contras del asunto

en discusión.

El primer teórico importante de la Retórica fue Gorgias, que como buen sofista era

escéptico y no creía en las certidumbres irrefutables sino en probabilidades más o menos

plausibles, sostenía por tanto que la verdad no era accesible al hombre y que, por tanto, el objeto

de la Retórica como disciplina formal no era otro que el éxito del fin perseguido, sin darle

mayor importancia al método empleado. Contó con opositores de la talla de Sócrates y Platón.

Este último propone en Fedro otra visión de la Retórica de corte muy diferente, ya que se

trataría más bien de una visión idealizada de la misma en la que un orador virtuoso podría

conducir a los demás hacia la verdad a través de estas técnicas (Bernabé 15)

En realidad, en el centro de la polémica de Platón contra los sofistas se encontraba la

rivalidad entre filósofos y retóricos, ambos defendiendo la universalidad de sus respectivas

disciplinas. Esta rivalidad continuará durante los siglos posteriores hasta la época romana y la

primera etapa de la Edad Media, en la que la tradición retórica sería mucho más fuerte que la

filosófica, que no tuvo tanto auge.

Antes de comenzar con la importantísima aportación aristotélica al arte retórico merece

la pena recordar la aportación de Isócrates, que aunque también sostiene la idea del orador como

hombre ejemplo de virtud y civismo, aporta una perspectiva más literaria, centrada en la

elegancia de estilo y la composición del texto. De todos los tratados de Retórica anteriores poco

sabemos, y los testimonios que de ellos nos han llegado son escasos cuando no de dudosa

imparcialidad, como el del propio Aristóteles que los considera apenas unos esfuerzos tentativos

o incompletos. La otra fuente, el Fedro de Platón, tampoco parece muy fiable. Sí coinciden

ambos en su naturaleza judicial, con un claro fin persuasivo. Aristóteles, consciente de las obras

de todos los que le han precedido, decide abordar su Retórica desde otra perspectiva,

construyendo un método preciso que se preocupa en primer lugar por el objeto de la Retórica y

luego por la naturaleza y las formas del razonamiento que le es propio (Bernabé 16 y ss).

Propone en definitiva un análisis de la mejor de la posibilidades dadas en cada caso,

configurando una lógica retórica que no rehúye de la ética, la política y la dialéctica en el

desarrollo de sus procesos racionales.

Platón y Aristóteles definirán el panorama retórico a lo largo de los siglos siguientes.

Roma adopta sus enseñanzas y convierte a la Retórica en un instrumento didáctico

imprescindible ya no sólo en la formación de sus jóvenes sino también en el desenvolvimiento

de la vida política y social. Uno de sus mayores valedores, Cicerón, le dedica varias de sus

obras en las que incluye muchas de las enseñanzas heredadas de la tradición griega. A su vez, el

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otro gran maestro retórico romano, Quintiliano, recoge en su Institutio oratoria todo un

compendio docente acerca de esta materia que será de gran influencia en la Europa medieval.

Antonio Alberte, en sus estudios de Retórica clásica, destaca el objetivo principal de los

tratados retóricos latinos, que no es otro que el de la creación literaria. Así, «el De inventione, la

Rhetorica ad Herennium o las Particiones oratoriae atienden prioritariamente al carácter fáctico

del arte retórica, esto es, a la preceptiva sobre la función persuasiva». Sin embargo, en otros

tratados ciceronianos como De oratore, Brutus y Orator, encontramos un planteamiento

diferente, con algunas indicaciones relativas al ejercicio retórico como tal, pero en general

atendiendo a otros aspectos de la oratoria como su valor literario, su defensa frente a la censura

aticista o su adecuación a los principios platónicos. Quintiliano, por el contrario, se centrará en

su Institutio oratoria en la práctica estricta del ars bene dicenci, siguiendo la doctrina

ciceroniana pero ocupándose de aspectos no recogidos por el primero y contribuyendo con su

ingente labor docente al asentamiento de la Retórica romana como uno de los pilares de la

educación ciudadana. Se trataría de un planteamiento fáctico frente al analítico desarrollado por

Cicerón (Alberte, 2005:2-3).

Durante la época imperial también se presta especial atención a otros géneros literarios

que se entendían comprendidos dentro de la oratoria, como el diálogo, la historia, la epístola, la

fábula, etc. En este sentido, Alberte apunta a la función de preceptiva literaria que asumirá la

Retórica en este periodo (2005: 7-8).

Como se puede apreciar, Roma no dudará en apropiarse de los modelos griegos, sobre

todo gramáticos y retóricos, generando así una notable literatura en poesía y prosa, así como

una importantísima contribución original en el campo del Derecho. En contraste, no hubo por su

parte aportaciones significativas a la tradición filosófica, a pesar de que desde tiempos de

Aristóteles los filósofos habían tendido a incluir a la Retórica como una parte más de la

filosofía8. No se producirá un resurgimiento de los estudios filosóficos hasta la Edad Media,

dando lugar durante el Renacimiento a una encarnizada competición entre el humanismo y la

tradición escolástica de la filosofía aristotélica (Kristeller, 1982:56).

A partir del siglo II d.C. surge un nuevo género, el epistolar, y aunque la carta se

convertirá en un género muy cultivado por los romanos, el primer tratado no aparecerá hasta el

s. IV d.C. —Julius Victor— y mantendrá su apogeo desde el reinado de Carlomagno hasta el

siglo XII.

8 «Para complicar más las cosas, ya desde tiempos de Sócrates los retóricos habían comenzado a interesarse por las

cuestiones morales y a llamarse a sí mismos filósofos, y a su vez, con las teorías aristotélicas, los filósofos empezaron a incluir a la

retórica como una parte más de la filosofía» (Kristeller, 1982:42).

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Una vez desaparecida la Antigüedad, se fue con ella el discurso público, por tanto fue la

composición en prosa la rama retórica que mayor atención requirió de los estudiosos

medievales. El ars dictaminis y el ars notaria experimentaron un considerable desarrollo, a la

par que el clero se ocupaba de que el ars praedicandi no sufriera el mismo destino que el

discurso público. Después del siglo XII, sin embargo, encontramos una tímida reaparición de la

oratoria en Italia, y con ello también la aparición de su vertiente secular, el ars aregandi.

Comienzan a cobrar relevancia las diferentes variedades del discurso, así como se elaboran

manuales que recogen modelos y reglas para hablar, ya no sólo en latín sino también en lengua

vernácula (Kristeller, 1982:320).

Tras la aparición de las universidades en los siglos XII y XIII, comienza el interés por

materias como la teología, filosofía, medicina y jurisprudencia, a las que se unían la lógica y la

dialéctica en una clara superación de la gramática y la retórica que conformaban el trivium

medieval. Aunque eran materias que siguieron manteniendo su peso e importancia en los studia

humanitatis, durante los dos siglos siguientes.

Durante toda la Edad Media la retórica cumplirá principalmente un papel educativo —

como parte del trivium— que será esencial sobre todo en la formación cristiana. De hecho a

partir del siglo IV, con la reinterpretación de Platón, Aristóteles y Cicerón por parte de San

Agustín, se empezará a unificar la filosofía platónica y el dogma cristiano. Según Alberte, tiene

lugar un cierto reconocimiento de la fenomenología retórica en los textos sagrados que se verá

retratado en los comentarios a la Biblia y otros escritos medievales; igualmente, será de

importancia vital en la génesis y desarrollo del sermón (Alberte, 2005:22). Esta utilización de la

Retórica al servicio del cristianismo tiene lugar durante todo el siglo IV y hasta el XII, aunque a

partir del siglo XI ya se pueden encontrar los primeros signos de decadencia. Ello no impide, no

obstante, que siga siendo materia de estudio en escuelas y universidades hasta el siglo XVIII.

En cuanto al género epistolar, éste continúa su auge debido a las nuevas necesidades

surgidas con la aparición de Cancillerías y otras administraciones al servicio de los gobernantes.

Convirtiéndose el dominio del ars dictaminis en un recurso imprescindible para todo hombre de

Estado, no tardan en aparecer los primeros manuales o compilaciones de formularios que, al

igual que sucedió con los de la última época romana, se ocupaban exclusivamente en este tipo

de comunicaciones. Así, en el siglo XI Alberico de Montecasino escribe su Radii Dictaminum

(Flores rhetorici) y su Breviarium, en los que se ocupa de discernir las reglas retóricas del

dictamen y posteriormente a formalizarlas (Alberte, 2005: 43 y ss.).

Otras contribuciones al dictamen son las de Hubo de Bolonia con su compendio

Rationes dictandi prosaice —donde reconoce la aportación de Alberico y aplica la teoría de los

tres estilos a los distintos tipos de epístola según su destinatario: supremae, infimae y

mediocres— y el Ars dictandi de Rodolfo de Tours. Su definición teórica y desarrollo

continuarán durante todo el siglo XII y XIII, con aportaciones significativas como las

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Introductiones dictandi, de Transmundus. Alberte señala la ausencia de carácter público de las

epístolas, lo que explica la ausencia en ellas de aspectos propios de la Retórica clásica como la

actio o la memoria, que sí pueden encontrarse en las artes predicatorias. Sin embargo la elección

de sus temas sí era mucho más variada, pudiendo ir más allá del mensaje bíblico o los asuntos

políticos o jurídicos. En realidad, aunque desde el siglo XII las artes dictaminum artes

dictaminum y praedicandi son las que alcanzan una mayor repercusión, los usos retóricos

encaminados a la persuasión siguen de algún modo presentes en la vida social y académica —

donde continua siendo un pilar básico— llegando a grados de gran complejidad en las obras de

Dinante, Bouncompagno y Brescia (Alberte, 2005:47 y ss.).

En cuanto a la Retórica forense, en el siglo XIV había comenzado a decaer debido a los

cambios en la práctica jurídica y política. En 1416 tiene lugar el descubrimiento del manuscrito

íntegro de la Institutio oratoria de Quintiliano, de la que hasta el momento sólo se conocían

partes. Años más tarde, en 1421 tiene lugar otro descubrimiento importante, esta vez de un

ejemplar completo de De oratore, de Cicerón. El conocimiento completo de ambas obras

contribuye a ampliar la perspectiva que hasta entonces se tenía de la Retórica clásica y también

sirve para adaptar el modelo impuesto por Cicerón y Quintiliano del orador como hombre

dotado de todas las virtudes y aptitudes para la vida civil. Así, la Retórica pasa a tener un papel

imprescindible en la formación de príncipes, gobernantes y estadistas en general, ya que se

considera que es fundamento de la diplomacia y de la vida en paz y en comunidad. (Comellas,

1998).

Los retóricos humanistas del siglo XVI retomaron la Retórica de Aristóteles, que ya en

la Edad Media había sido muy utilizada por los retóricos de la época, e incluso considerada un

apéndice de la Ética y la Política por los escolásticos.

También reaparece la oratoria, que había desaparecido tras quedar obsoletas las

instituciones políticas y legales a las que acompañaba, y que vuelve a emplearse al mismo

tiempo que las nociones del Derecho Romano. Aunque no han sobrevivido tantos tratados sobre

ars aregandi y discurso como los dedicados al dictamen, el hecho es que ponen de manifiesto

que su enseñanza era parte de los estudios medievales tanto de forma teórica como práctica.

Como Kristeller apunta (1982:162) todas las variedades importantes de oratoria surgieron en la

Italia medieval, habiendo un nexo innegable entre la oratoria medieval y la humanista. De

hecho, en la Edad Media se utilizaron especialmente fuentes de origen romano y latino, y ya

sabemos la importancia que la Retórica alcanzó en Roma con autores de la talla de Cicerón y

Quintiliano dedicando algunas de sus obras más relevantes al tema. Lo poco que llegó a la Edad

Media de la retórica griega fue a través del filtro de la retórica romana, que adoptaron en su

totalidad. Kristeller hace especial hincapié en esta herencia retórica romana por parte de la

medieval, en cuya base pueden encontrarse obras como De inventione, de Cicerón, Rhetorica ad

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Herennium, y escritos de Marciano Capella, todas ellas estudiadas de un modo intensivo durante

distintos momentos.

La evolución que experimentó la Retórica durante el Renacimiento no había tenido

precedente en los siglos anteriores. Aunque es cierto que su dominio no alcanzó las cotas que

tenía en la antigüedad clásica, donde ésta disciplina no tenía la competencia de la filosofía y la

teología escolásticas u otras disciplinas en claro auge como el Derecho, la Medicina y las

Matemáticas. Sin embargo, la imitación de todo lo clásico que se hacía durante el Renacimiento

provocó una lógica promoción de esta disciplina que los clásicos tanto habían cultivado.

Imitación que, no obstante, no impidió que la Retórica renacentista tuviera una

identidad propia, diferente en muchos sentidos de la Clásica. Influenciada a su vez por la

Retórica medieval y por los estudios contemporáneos. No tuvo tanto interés en el discurso

público y en el judicial como la Retórica clásica, pero en cambio acaparaba todas las formas de

composición en prosa, situándose muy cerca de la poética, a la que consideraban una forma

alterna de la prosa (Kristeller, 1982: 320 y ss.). De hecho, la revitalización de la poética

favorecerá el desarrollo y la importancia de la electio y compositio como partes imprescindibles

para proveer al escritor de recursos lo suficientemente sugestivos. La elocutio se vuelve así más

intricada y original, favoreciendo a su vez la aparición de una literatura de corte cada vez más

libre en oposición a las todavía rígidas reglas académicas.

Lo que sí parece claro es que la Retórica renacentista era dominio de los humanistas,

ocupando una posición importante en sus obras y dentro de los studia humanitatis. Grandes

estudiosos de la literatura clásica, copiaban, revisaban, traducían e interpretaban textos griegos y

latinos, alimentando su propia producción literaria de la vasta erudición clásica. Su propia

producción literaria, además, frecuentemente en latín, reflejaba esta innegable influencia

grecolatina tanto en prosa como en verso.

En cierto sentido, estos humanistas eran los sucesores de los dictatores medievales, ya

que como ellos se dedicaban a las cátedras de gramática y retórica. Con la introducción de la

poesía como materia d estudio especial a partir del siglo XIV, de la gramática y la retórica

pasaron a ocuparse los profesores de los primeros niveles, quedándose los humanistas,

especialistas en la materia, con la enseñanza de poesía y elocuencia.

Esta enseñanza de poesía y elocuencia era teoría y práctica, y se impartía mediante

reglas y modelos fijos en los que las obras de los autores latinos ocupaban un papel primordial.

Kristeller explica que los humanistas del XIV y XV preferían llamar poesía a su campo de

estudio y se consideraban a sí mismos poetas, aunque hoy en día sus obras no respondan al

concepto que actualmente tenemos de poesía (1982: 135-136).

En cuanto a la Historia, ya se encontraba unida a la retórica desde la Antigüedad,

considerándosele una rama de la literatura en prosa. En los cursos de literatura grecolatina de la

Edad Media era frecuente encontrar obras de historiadores clásicos, y estudiar a éstos era una

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de las tareas preferidas de los humanistas, que a menudo se lanzaban a escribir sus propias obras

históricas siguiendo los modelos marcados por sus antecesores clásicos. No era raro encontrar

que estos humanistas combinaban cargos de Canciller o Maestro con el de historiador o cronista

oficial de príncipes y ciudades. Incluso llegaban a insertar discursos ficticios, a la manera de

Tucídides, en sus obras de carácter históricos, donde podían esmerarse en la aplicación de las

reglas retóricas. En la aplicación de estas reglas, la gramática jugaba un papel fundamental,

incluso situándose por debajo de la retórica, a la que servía de instrumento. Se consideraba que

no podía tenerse un dominio absoluto del latín, y por tanto de la composición literaria, sin

dominar a su vez la gramática (Kristeller, 1982:322).

A pesar de esto, la Retórica quedaría irremediablemente relegada al discurso literario

con el transcurso del tiempo, sobre todo durante la época en la que impera la razón por encima

de todo lo demás (Alvarez, 2008:141). No en vano, durante todo el Romanticismo la opinión

que predominará acerca de la Retórica es la de arte del discurso lineal y lógico, «incapaz de

expresar los sentimientos y las pasiones románticas» (Alberte, 1985:391). Se la tratará pues con

el desdén de un recurso encorsetado y rígido, desprovisto de toda libertad y originalidad.

Apunta Alvarez que a partir de 1950 vuelve una perspectiva de la Retórica similar a la

que se tenía en la Antigüedad clásica, acompañada de la Lingüística, la Filosofía y el Derecho.

Todas las operaciones que integran la Retórica recuperan su importancia, recibiendo especial

atención las teorías de la argumentación, centradas en el razonamiento y la estructura

argumentativa del discurso (141)

La Nueva Retórica ya no se limita al campo de la oratoria propiamente dicha, sino que

se aplica a toda la producción literaria, constituyendo su base e incluso solapándose con la

Poética y la Estilística, y sobre todo la Lingüística, que como ciencia del lenguaje englobaría

también a la lengua literaria en particular.

Destaca Alberte (1985:394) que la «la proyección que los estudios actuales de Retórica

dan a su campo de trabajo es la misma prestada por los clásicos, especialmente los latinos», y

que el principio sintagmático o composicional del que hablaron los formalistas rusos y que

luego ha seguido la Nueva Retórica ya había sido tenido en cuenta por los autores clásicos

(1985:398).

1.2. Géneros En función de su destinatario, Aristóteles distinguía varios géneros retóricos (Rhet. I,

1358b), siendo esta clasificación la que ha llegado hasta nuestros días:

El género deliberativo es aquel destinado a las asambleas, por tanto de contenido

principalmente político. El discurso que emplea centra su poder persuasor en función de lo que

es más útil o por el contrario perjudicial para el interés público. Por ello, Beristáin apunta que su

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su tono varía entre el del consejo y la disuasión (1998:427). Siempre está relacionada con

eventos futuros puesto que los oyentes son impelidos a tomar una decisión determinada o, por el

contrario, a no hacer algo. Los ejemplos son un recurso de frecuente uso en este tipo de

discursos, cuya estructura puede ser más simple y breve que la de otros géneros debido

principalmente a la ausencia de una “parte contraria” que pueda rebatir los argumentos

presentados.

Otro género sería el llamado judicial o forense, empleado en los tribunales, que no está

destinado al pueblo en general sino a un grupo reducido de oyentes, muchas veces poseedores

de una instrucción más elevada y conocimientos más específicos que los destinatarios del

género deliberativo, en el que se mezclan todas las clases sociales. En este discurso es donde

aparecen con más frecuencia los conceptos de verdad y justicia, y normalmente la persuasión

tiene como finalidad la obtención de un objetivo particular, no del interés general como en el

caso anterior. Se refiere a hechos pasados y prefiere para la obtención de sus fines el

razonamiento deductivo y el silogismo. Se trata, obviamente, del género en el que se enfoca este

estudio y el que vamos a desarrollar más profusamente en los siguientes epígrafes.

Por el último, el tercer género, conocido como epidíctico o epideíctico, se centra más en

las normas sociales y morales, prefiere la narración y amplificación y su objetivo es menos la

persuasión de algo concreto como la evocación de algo ya conocido por el público espectador o

la celebración de determinados hechos o valores. Utilizado sobre todo en honras fúnebres,

efemérides y sermones de todo tipo, la exaltación por medio del elogio o por el contrario la

crítica mordaz al enemigo son sus principales instrumentos. El cristianismo utilizará este

discurso para la exhortación religiosa.

1.3. Fases o elementos de la construcción retórica

Desde la Antigüedad ya se diferenciaban cinco etapas diferentes en la construcción

retórica.

La primera etapa o elemento retórico es el de la inventio, en la que se buscan y recopilan

argumentos e ideas que puedan ayudar a construir un discurso coherente que beneficie a la

causa y obtenga el resultado de persuasión esperado. Por razones obvias es una fase inicial, que

se produce al principio del proceso de construcción del discurso. En los manuales de Retórica

antiguos era frecuente encontrar técnicas que permitían encontrar esas ideas que se van a

desarrollar más adelante.

La siguiente fase es la dispositio, en la que los argumentos encontrados durante la

inventio se ordenan de acuerdo a una estrategia encaminada al éxito del discurso, es decir, a

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producir una impresión favorable en el receptor. Es en esta fase cuando se reparten a lo largo del

texto los diferentes argumentos que se van a manejar, teniendo presente cuando surtirá cada uno

de ellos el mayor efecto posible. La dispositio, por lo general, sigue un plan de proemio,

narración, confirmación, digresión y peroración.

La elocutio o tercera fase es aquella en la que se le da forma a los argumentos elegidos,

una vez que se ha decidido en que parte concreta se van a insertar. En esta etapa el discurso

toma forma y adquiere un estilo determinado, siempre acorde a las características del receptor al

que va dirigido. Es aquí donde se emplean las diferentes técnicas de redacción y donde se

recurre a la inclusión de adornos y recursos estilísticos, siempre tendentes a provocar en el

destinatario la reacción deseada. La elocutio se atendrá por lo común a la teoría de los tres

estilos, que el autor debe dominar y tener siempre presente: bajo, claro y preciso, para informar

y explicar hechos y circunstancias: medio, con más adornos y atractivo, para el exordio y la

digresión; y por último el más elevado, con fuerte ornamentación y tono vibrante y majestuoso,

utilizado sobre todo en la peroración y supone el punto culminante ya que es cuando se produce

la conexión emocional con el auditorio (Vián Herrero 164).

De las distintas partes que componen una argumentación es el exordio la más

importante a la hora de influir en el receptor. Se trata de una parte introductoria destinada a la

obtención de varios fines: captar la atención del receptor, atrayendo su curiosidad e interés así

como conseguir un recibimiento benevolente por su parte, y por último, una vez se ha

establecido este vínculo o conexión con el auditorio, se le hace partícipe del plan principal en la

fase denominada partitio o divisio.

Las dos últimas etapas se dan únicamente en aquellos textos concebidos para ser leídos

en voz alta o representados. La memoria y la actio engloban los procesos correspondientes a la

memorización del discurso y a su reproducción oral. Aquí intervienen diferentes técnicas

nemotécnicas y dramáticas. El trabajo con la voz, el tono, los gestos e incluso la apariencia

externa del orador es imprescindible en esta última fase (Vián Herrero 180 y ss).

CAPÍTULO II. Elementos característicos e

identificadores de la Retórica forense

2.1. La Retórica forense

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2.1.1) Una visión general desde los inicios de la Retórica forense hasta nuestros

días

Asegura Atienza que la práctica del Derecho consiste fundamentalmente en argumentar,

y que es la capacidad de para idear y manejar argumentos lo que define al buen jurista (Atienza

1).

Pero la relación entre Derecho y argumentación no es un camino unidireccional sino

una carretera de doble sentido. Al igual que la argumentación es fundamental para la práctica

del Derecho, el Derecho también ha influido considerablemente a lo largo de la historia en el

arte de la argumentación. Se trata de dos disciplinas a menudo conectadas. No sólo se valen de

herramientas comunes –la palabra, ya sea oral o escrita- sino también de actores comunes.

Desde la Antigüedad ya aparecen oradores dedicados profesionalmente al derecho,

concretamente a la actuación ante los tribunales, tarea para la que algunos se preparaban a

añadiendo a sus estudios retóricos una importante formación en Derecho.

Lo cierto es que las primeras noticias que tenemos de la Retórica aparecen

relacionadas con el género forense. No en vano se trataba de un conocimiento que, si bien en un

principio no se utilizó en la elaboración del Derecho como tal, si resultaba muy útil en la

aplicación directa de éste, es decir, en la defensa y argumentación de causas judiciales.

Durante toda la Antigüedad, la Retórica toma un papel fundamental al convertirse en el

instrumento más poderoso en una sociedad que funciona política y legalmente a través de

Asambleas populares. Así, el orador será el instrumento imprescindible de los terratenientes de

la antigua Grecia deseosos de reclamar los títulos de propiedad de las tierras de las que habían

sido despojados por los tiranos. Estos primeros discursos judiciales eran elaborados por

especialistas o logógrafos y, tras ser memorizados, se presentaban ante el tribunal.

La Retórica representa pues, en aquel momento más que nunca, el arte de la persuasión

a través de la palabra. Sobre todo una vez que la composición de estas Asambleas va cambiando

y aceptando a miembros de clases sociales más bajas, no tan instruidas ni con conocimientos ni

capacidad para entender complicadas formulaciones jurídicas. El orador, si quería seguir siendo

convincente, tenía que adaptar su discurso a cualquier tipo de oyente, consiguiendo su atención,

comprensión y aceptación incondicional cualquiera que fuese su cuna o formación académica.

El arte de la persuasión alcanza aquí sus cotas más altas, pues se da cuenta el orador-letrado que

es necesario conocimientos más allá de los puramente jurídicos para alcanzar esta meta9. La

Retórica tal y como la entendemos ahora alcanza su sentido más pleno.

9 Así, dice Perelman (op.cit.:228): “No hay que olvidar que las decisiones de la justicia deben satisfacer a tres auditorios

diferentes, que son: de un lado, las partes en litigio, después, los profesionales del derecho, y, por último, la opinión pública, que se

manifiesta a través de la prensa y de las reacciones legislativas que se suscitan frente a las sentencias de los tribunales”).

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No obstante, la conexión entre el Derecho romano y la Retórica es más complicada de

lo que parece. En Roma, los tribunales consistían en aproximadamente cincuenta jueces, todos

pertenecientes a la clase alta. Como tales, habían recibido la mejor educación, la cual incluía

nociones de Derecho y Retórica, y eran por tanto perfectamente capaces de entender y apreciar

los alegatos de los abogados. Por tanto, una vez resuelto el escollo de las dificultades técnico-

jurídicas, a menudo la clave del éxito de los letrados era el uso que hicieran del ethos y el

pathos. La inclusión de las emociones del auditorio entre los factores a tener en cuenta, incluso

hasta llegar a la manipulación de éstas si era necesario, no estaba pues en absoluto descartada

entre las técnicas de persuasión forense. No es extraño que, a la vista de esto, para Cicerón el

sistema judicial no fuera más que una especie de representación teatral en la que cada

participante representaba un papel distinto determinado por la naturaleza de sus intereses

(Furhmann: 366). En ese sentido, tanto las partes como aquellos que los representaban podían

permitirse el lujo de ser parciales, sin que por ello la validez y justicia del proceso se viera

comprometida. La única condición imprescindible era que los jueces tuvieran como única guía a

la ley y la verdad.

Esta primacía de lo verosímil incluso en aquellas ocasiones en las que el abogado sabía

perfectamente que esta verosimilitud o apariencia de verdad no se correspondía totalmente con

la verdad real, explica según Furhmann las pequeñas tretas que Cicerón se permitía en algunos

informes y discursos. Estas estratagemas a menudo consistían en tergiversaciones y engaños a

los que tan sólo ponía un límite, su plausibilidad. En el momento en que estas triquiñuelas

traspasaban el límite de lo posible o probable, dejaban de ser una ayuda para su cliente. Los

discursos de Cluentio y Milón pueden servir de ejemplo del empleo de estas estratagemas más o

menos cuestionables, con diferentes resultados (op.cit.:366).

Esta llamada “moral o ética de abogado ciceroniana” no sólo parece plenamente

aceptada en la práctica jurídica de hoy en día, sino que podemos encontrar ejemplos de ella

constantemente en demandas, contestaciones y alegatos de los letrados actuales. El abogado

contemporáneo tiene como misión principal construir una línea argumental en la que sólo

aparezcan aquellos puntos favorables a su parte, o al menos, resalten más y sean más numerosos

que los no favorables. Obviamente, —cita el mismo autor— todavía existen límites, que si bien

no son muy efectivos cuando solamente se refieren a primacía y defensa de la verdad

propiamente dicha, sí resultan más convincentes cuando se articulan en la prohibición de falso

testimonio por parte de testigos y, sobre todo, en la amenaza de encubrimiento punible.

¿Pero tuvo lugar realmente una primera influencia de la Retórica griega en el Derecho

romano? Hoy sabemos de algunos juristas que bien pudieron haber recibido dicha influencia,

aplicándola efectivamente en sus obras. A este respecto, García Garrido (97 y ss.) nombra al

jurista Mucio, el cual debido a su relación con el círculo de Escipión y Panecio, —en el que

eran tema común las doctrinas filosóficas de Platón y Aristóteles—, pudo haber tenido acceso

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con cierta facilidad a las fuentes de la retórica y la dialéctica. Bien puede deberse a esta

circunstancia el hecho de que fuera el primer jurista romano en estudiar el Derecho civil

mediante la distinción de Géneros.

Igualmente, Servio Sulpicio Rufo, contemporáneo de Cicerón, es otro jurista sobre el

que la doctrina romanista ha prestado especial atención en orden a determinar el grado de

influencia de la retórica griega. Precisamente es Cicerón quién nos aporta mayores noticias

sobre él, otorgándole el mérito de haber creado la «dialéctica jurídica». Cicerón, que pretendía

sistematizar él mismo el derecho, no encontró sin embargo, ni en Rufo ni en ningún otro colega

de su época, una organización del derecho lo suficientemente perfecta. Lo cierto es que sus

teorías y sugerencias fueron seguidas más por los oradores que por los jurisconsultos.

No obstante, sí es cierto que en las obras de los juristas republicanos hubo cierta

tendencia a la abstracción y al empleo de máximas y generalizaciones. Así como cierta

influencia de la tópica. García Garrido cita a Viehweg y su estudio del método tópico en la

jurisprudencia10 (García Garrido: 99).

Al inicio de la Edad Media, el estudio del Derecho, en su mayoría civil y canónico, se

llevaba a cabo casi en su totalidad como una más de las siete artes liberales, y por tanto su

estudio se encontraba un tanto diluido dentro del marco de las mismas. Tanto derecho canónico

como derecho civil recibieron a partir del siglo XI una aplicación que se ajustaba a métodos

dialécticos. En el primer caso, se ordena y sistematiza en colecciones canónicas de diversa

importancia, como el Decretum de Graciano; en el segundo, se instaura el Corpus Iuris romano

como principal texto didáctico en las principales escuelas de leyes, pasando además a ser un

código aplicable tanto en Italia como en otros lugares.

Durante el Renacimiento la enseñanza del Derecho continúa impartiéndose, y por tanto

acrecentándose el número de comentarios y consilia, sobre todo pertenecientes a las

universidades italianas. Esta preminencia de la tradición legal italiana es conocida como mos

italicus, al que más tarde en el siglo XVI se le une el mos Gallicus. Kristeller (1982:168)

atribuye a la innegable influencia del humanismo en la jurisprudencia el olvido del método

dialéctico abstracto empleado por los medievales para dar paso a un estudio en profundidad de

las fuentes legales romanas, consistente sobre todo en su interpretación filosófica e histórica.

Mercedes Comellas, durante su estudio de la obra del humanista Baltasar de Céspedes

tiene la oportunidad de analizar un interesante manuscrito de su probable discípulo Antonio de

Toledo y del Águila —Discurso de las buenas letras humanas o studia de humanidad, dedicado

al príncipe Felipe, heredero de Felipe II— del que destaca la originalidad de su planteamiento y

10 Cuando Cicerón escribe su famosa Tópica incluye tanto los tópicos relacionados directamente con el problema como

aquellos considerados externos, que no proceden directamente de aquel. Esta importancia excesiva que concede Viehweg al uso de

la tópica en la jurisprudencia ha encontrado numerosas críticas desde los romanistas.

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contenido. En lo que a nuestro estudio interesa, resulta interesante señalar como Toledo

denuncia y lamenta la progresiva caída en desgracia de la Retórica dentro de los estudios de

humanidades, y en especial en la jurisprudencia. Pues una vez que se establece una separación

clara entre los estudios de Derecho y la formación retórica clásica, los abogados se alejan

progresivamente del estilo del pasado para pasar “a un juego de aparentes verdades y mentiras

con el que confundir a la auténtica justicia”. Lejos queda ya el orador perfecto de corte

ciceroniano, ese ideal virtuoso y modélico. Ahora se denuncia la habilidad engañosa con la que

se limita el buen estilo al servicio de la habilidad oratoria, lo que se considera una falta de

consideración por parte de la disciplina que con más tradición y esmero se había estado

sirviendo del arte retórico. Y ésta no es más que una de las muchas críticas que se sumaban en

contra de la Retórica, apuntando Comellas a Santo Tomás y Rodrigo Sánchez de Arévalo entre

otras voces (Comellas, 1998). Kristeller, sin embargo, cita entre otros autores a Jovio y Bruni,

en cuyas obras podemos encontrar algunos discursos judiciales, lo cual prueba que no estuvo la

retórica forense tan falta de interés y dedicación por parte de los humanistas (op.cit.: 130).

En el siglo XIX, la Retórica continúa impartiéndose en las universidades, repartida

entre distintos departamentos y disciplinas, pero con una evidente primacía de la Retórica

escrita frente a la oral. El Derecho moderno también ha redescubierto la Retórica forense,

aunque como veremos a continuación, hay autores que consideran que tienden a aplicar sólo los

principios clásicos sin tener en cuenta el resto del sistema clásico general.

¿Pero son los manuales clásicos directamente aplicables a la práctica legal de hoy en

día? Esta es una de las preguntas a las que nos enfrentamos a lo largo de este estudio, a la que

no pocos autores han intentado responder. Frost (2005) afronta esta cuestión desde la

perspectiva de un clásico imprescindible como es La Institutio oratoria de Quintiliano, tratado

que ofrece consejos prácticos y detallados para casi todos los aspectos del discurso forense y de

la práctica legal, abarcando desde la relación entre cliente-abogado hasta la práctica de la prueba

ante el tribunal.

Según Frost, los autores clásicos proporcionan al jurista moderno instrumentos de los

que a menudo carecen: por un lado, un marco de referencia teórico claro y basado en la

experiencia, a partir del cual analizar y crear argumentos legales; por otro, un análisis

exhaustivo del papel que la emotividad del discurso y la credibilidad del abogado juegan en

estos mismos argumentos. Para este autor, la capacidad de persuasión de un discurso depende

de tres elementos: lógica (logos), emoción (pathos), y la credibilidad (ethos) (57-84). En la obra

también se analiza el hecho ya mencionado anteriormente de que durante los siglos XVII y

XVIII el interés creciente en la ciencia empírica y la lógica formal provocaron una reacción

negativa a la retórica, a la que se consideraba dependiente de opiniones subjetivas,

probabilidades y argumentos destinados a despertar distintos grados de emotividad.

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Tellegen-Couperus, sin embargo, en la reseña que realiza de esta obra de Frost para el

Rethorical Review (7-12) alude a uno de los libros de retórica con más autoridad en el tema, De

oratore de Cicerón, donde se asegura repetidamente que los manuales de retórica no tienen

gran utilidad en sí mismos, ya que es la práctica la que origina la retórica jurídica, y no al revés.

Tellegen-Couperus también aborda el problema es la aplicación directa de las normas de

retórica legal clásica a la práctica jurídica moderna. En primer lugar, sería necesario conocer

perfectamente cuándo y cómo se aplicaban estas normas en la retórica jurídica clásica.

El tipo de persuasión que se emplea en la retórica forense o judicial no trata de

condicionar asuntos futuros sino algo todavía más difícil, hechos pasados. Por tanto, juega con

un difícil equilibrio de percepciones y subjetividades en torno a unos hechos determinados. En

estas percepciones y opiniones subjetivas es donde entran en valor los conceptos de verosímil,

plausible y emociones como la empatía. En el género forense, el auditorio está en la mayoría de

las veces constituido por un número reducido de personas, los jueces o en su caso, miembros del

jurado, y el discurso puede o no puede llegar a declamarse en voz alta, depende del tipo de

procedimiento de que se trate, y sobre todo, del tipo de sistema judicial imperante. Hay casos,

como el sistema judicial español, en el que la oralidad tiende a quedar reducida a un segundo

plano, y las intervenciones orales de los letrados, cuando son permitidas, se prefieren breves y

concisas, directas al grano y sin grandes alardes retóricos. Muchas veces, por muy buen orador

que sea un abogado, es preferible ceñirse a lo esperado y no enfadar a un juez que no tiene ni la

menor intención de pasarse la mañana escuchando peroratas de letrados. La habilidad retórica,

pues, ha de demostrarse en estos casos en el texto escrito, lo cual tan poco es fácil. Hace falta

mucho dominio del arte de la escritura y de los recursos estilísticos al alcance del Derecho para

no dormir al juez con un escrito procesal que en la mayoría de los casos puede reconocer como

un corta-pega de otros ya vistos mil veces antes. Hay, por supuesto, excepciones a esta regla:

procesos en los que la oralidad juega un papel determinante en nuestro sistema judicial, el más

importante siendo sin duda los procedimientos ante el Tribunal del Jurado, y otros más de los

que hablaremos más adelante.

Ya sea por escrito u oralmente, es importante que el orador, en este caso abogado,

conozca y domine ciertos elementos que le ayuden a defender su causa. Entran a escena los

famosos topoi de Aristóteles, tópicos aplicables en la retórica judicial (Retórica, I, 10, 1368 b),

cuyo conocimiento facilita la argumentación en tanto que la ayuda a que cubra todas las dudas

que pueda suscitar acerca del hecho, sus circunstancias y la naturaleza de las partes implicadas,

resaltando aquellos aspectos positivos que sean favorables a la parte y enterrando los que

pudieran resultar perjudiciales.

En la comunicación escrita, —continúa Frost— el orador dispone de tres instrumentos

principales: invención de estos argumentos, su disposición en el texto, y el estilo elegido.

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Cuando hablamos de inventio, a menudo manejamos conceptos como la inducción y la

deducción, que son las dos formas de razonamiento aristotélicas, así como la stasis de

Hermagoras, una manera metodológica de analizar los argumentos disponibles. También es

imprescindible el conocimiento y uso de los topoi, que engloban las líneas de argumentación

más comúnmente utilizadas. No todos los topoi son apropiados para la práctica forense, pero sí

muchos de ellos.

Sí resultaría interesante estudiar cómo recursos empleados por los retóricos clásicos,

tales como el ethos —por la que el orador creaba una imagen personal, a través de su discurso,

en la que aparecía ante los ojos de la audiencia como un hombre bueno, justo, e inteligente al

que fácilmente estaban dispuestos a escuchar diligentemente— y la metáfora —cuyo valor e

impacto en los diferentes textos legales en los que se insertaba fue estudiado en profundidad, no

sólo en cuanto a significado sino también en referencia a su poder persuasivo y estético, para lo

que crearon diferentes categorías según su efecto, idoneidad, situación en el texto y valor

persuasivo— podrían ser aplicados en la práctica del derecho actual, y en caso de que lo sean,

determinar sus formas y condiciones (Frost: 85-108).

Otros instrumentos que pueden ser utilizados en la argumentación legal, y cuyo empleo

recomiendan retóricos tanto clásicos como modernos, son la antítesis y el paralelismo. En la

Antigüedad, se consideraban estrategias que podían hacer los argumentos más coherentes,

memorables y emocionalmente atractivos. Tellegen-Couperus los considera igualmente

efectivos en la argumentación legal moderna (9).

Otro autor al que citaremos repetidamente a lo largo de este capítulo dedicado a la

retórica forense propiamente dicha es Perelman, cuyas teorías acerca de la Retórica y

argumentación jurídica revolucionaron el panorama académico aunque tampoco se vieron

exentas de detallados análisis a menudo seguidos de críticas más o menos demoledoras.

Atienza, en un cuidadoso estudio acerca de la argumentación jurídica, comenta largamente el

impacto de las teorías perelmanianas —y de otras más— en el campo de la argumentación

jurídica e indica, entre las críticas realizadas, que al centrar Perelman la importancia del

discurso jurídico en el discurso judicial, sobre todo de aquellos jueces que por pertenecer a

instancias superiores crean jurisprudencia, parte de una perspectiva distorsionada del derecho

moderno, en el que en realidad el elemento retórico no tiene tanto peso como Perelman le

presupone. A este respecto, Atienza se sitúa más en línea con Bonaventura de Sousa al excluir el

“factor tópico-retórico” de las características fijas del discurso jurídico.

Es interesante comentar este aspecto porque efectivamente, tal y como presenta Atienza,

el derecho de hoy en día se caracteriza más por su institucionalización —lo que implica una

mayor burocratización de actos y comunicaciones— y por unos instrumentos de coacción

omnipresentes que en cierta medida sustituyen a las labores suasorias de la retórica jurídica, al

menos en determinadas líneas de actuación, como veremos más adelante (Atienza 76).

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2.1.2) Retórica forense y Oratoria

La Real Academia de la Lengua define Oratoria como «el arte de hablar con

elocuencia»; mientras que se refiere a la Retórica como «arte de bien decir, de dar al lenguaje

escrito o hablado eficacia bastante para deleitar, persuadir o conmover». Aunque hoy en día una

gran parte de la población consideraría equiparados ambos conceptos, lo cierto es que estás

someras definiciones que nos ofrece la Real Academia ya sirven para hacerse una idea de dónde

estarían las posibles diferencias —en caso de haber más de una— entre ambas acepciones.

Parece por tanto que la Retórica es un concepto que engloba tanto al lenguaje escrito como

hablado, ordenándolo y sistematizándolo para lograr una apariencia bella y armónica y un

sentido encaminado a la persuasión y deleite del oyente o lector. Dicho arte enseña las reglas de

todas las composiciones y géneros que en él se engloban, tanto las destinadas a permanecer en

papel como las concebidas para declamarse ante una audiencia. Éstas últimas, en las que el

enunciado de lo previamente escrito y la declamación más o menos teatralizada son elemento

fundamental, pertenecerían sin duda a la llamada Oratoria.

La Oratoria, por tanto, puede considerarse a la vez como dentro del arte Retórico, ya

que se sirve de las mismas reglas, y al mismo tiempo, separada y señalada de manera

independiente, ya que para que cumpla su fin y sentido precisa necesariamente de un escalón

más: el de la palabra hablada.

Sin embargo, realmente fue la Oratoria la primera en surgir, ya que como se ha visto

anteriormente el nacimiento de la Retórica en la Antigüedad clásica se debe indudablemente a

necesidades prácticas. Nace en un contexto y en el seno de una sociedad —la griega—

predominantemente oral, y por si fuera poco, unida a una actividad de corte judicial y político,

ya que la toma de decisiones a la que va encaminada se practica tanto en los asuntos públicos

como en los litigios privados, en la que la palabra es el arma fundamental que va a decantar la

opinión de un grupo de personas determinado en un sentido o en otro. Por tanto, primero se

produce un nacimiento espontaneo de la Oratoria, provocado por necesidades inherentes a la

peculiar naturaleza de la sociedad griega, y más tarde, su formulación como estudio y arte

técnico, esto es, la Retórica.

Hay por tanto numerosos puntos en común entre Retórica y Oratoria. Tantos, que la

mayoría de las veces, en determinados contextos, está justificada su equiparación, y hasta

diríamos que carecería de importancia. Pero en el fondo, hablar y escribir son dos modos de

comunicación distintos, y por tanto, requieren de necesidades y técnicas diferentes que dotan a

ambos conceptos de diferencias intrínsecas que tampoco deben ser obviadas. Mientras que

encontramos rasgos prosódicos semejantes tanto en el discurso escrito como en el oral —tales

como signos de interrogación o exclamaciones— hay una cierta limitación en los recursos

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destinados a la comunicación escrita, mientras que la Oratoria gozaría de un repertorio más

extenso (Fernández, Vela y Dueñas 21)

Lo cierto es que oralidad y escritura están innegablemente unidos en el lenguaje,

conformando una relación de difícil determinación. Tal y como apuntan Vega y Olmos, no se

puede tener conciencia de la dimensión real del lenguaje sin la escritura, del mismo modo que el

contraste con el lenguaje oral nos ayuda a comprender estas aportaciones de la escritura.

Afirman estos autores que la escritura hace posible, al reducir el sonido —un

acontecimiento temporal— a formas visibles y permanentes, ofrecer una visión diferente de lo

lingüístico. Igualmente, posibilita presentar de forma diferente los elementos lingüísticos (436-

437).

Por tanto, si una equiparación de ambos términos en sentido general es para cualquier

lingüista imposible, ¿qué sucede en el plano de la retórica y oratoria forenses? En este caso sí

podemos afirmar que existía una diferencia clara y contundente en los orígenes del Derecho,

puesto que en la antigua Roma, la oratoria no estaba ni mucho menos indisolublemente unida al

Derecho, aunque sí se situaba a su servicio.

El jurista o jurisconsulto romano no era un abogado o un profesional del Derecho tal y

como podemos entenderlo hoy día. Lejos de actuar en juicios o formular leyes, estos ciudadanos

de clase noble recibían bien en su casa o bien en el mismo foro a aquellos necesitados de algún

consejo de tipo jurídico o sobre negocios privados. Sí sabía de leyes y documentos legales, pues

una de sus misiones era precisamente la de aconsejar cuáles eran los más adecuados al pleito o

negocio en cuestión, pero su intervención terminaba justo ahí, sin preocuparles demasiado la

manera en que más tarde otros convertirían estos consejos en discursos y construcciones

jurídicas concretas. Cicerón, en su De oratore, nos deja algunos apuntes sobre esta emblemática

figura de la vida romana11.

García Garrido ofrece una extensa explicación de las tareas de uno y otro, dentro y fuera

del foro. La prudencia y la simplicidad eran las notas dominantes del trabajo del jurista romano,

al que le gustaba trabajar siempre bajo el paraguas protector de la obra de sus antecesores. Con

la experiencia de éstos y la suya propia elaboraba su propia doctrina en la que había una mezcla

de tradición y modernidad. Esta misma prudencia era empleada a la hora de elegir sus palabras,

medidas al milímetro y sin florituras ni adornos, dando lugar a soluciones simples, realistas y

prácticas.

Una vez el atribulado ciudadano romano con problemas legales había consultado al

jurisconsulto y obtenido su dictamen, llegaba el turno de actuación de otra notable figura, la del

abogado u orador. Los resultados obtenidos tras la consulta al jurista había que presentarlos de

algún modo ante el juez o tribunal, bien mediante informes, discursos, pruebas y cualquier otra

11 Cicerón, De oratore, 3.33.133; 1.45)

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forma procedente. El jurisconsulto indicaba el camino, pero era el abogado orador quien

acompañaba al cliente a lo largo del mismo (García Garrido 84 y ss.).

Eran, pues, dos funciones claramente separadas, situándose el ámbito de cada una en las

dos fases, in iure y apud iudicem, en la que se dividían los juicios privados. En la primera,

desarrollada ante el pretor, se fijaban los términos de la controversia y el derecho aplicable;

mientras que en la segunda ya entraba el juez en acción, examinando y valorando circunstancias

y pruebas con el fin de condenar o absolver al demandado. Normalmente, cuanto más

competente era un orador, más nociones de Derecho poseia, siendo muy extraño, aunque no

totalmente imposible, que hubiera oradores que de Derecho no supieran más allá de las pautas

que el jurisconsulto le marcaba para cada caso en cuestión. Igualmente, juristas de reconocido

prestigio como Paulo podían actuar alguna vez como abogados. Lo habitual, sin embargo, era

que cada figura permaneciera en su terreno, estando cada abogado asistido por un jurista que lo

guía y aconseja hasta que ambas, funciones, con el transcurso del tiempo, comienzan a fundirse

en una sola (con la tramitación ante el juez magistrado de la cognitio extra ordinem) (García

Garrido 100).

Aunque hoy en día nos pueda parecer que la función del jurisconsulto, que al fin y al

cabo era el experto en Derecho, sobresalía con creces sobre la del orador, versado en Retórica,

no estaba tan claro para los profesionales de aquella época. El mismísimo Cicerón, sin duda el

orador más famoso que ha pasado a la Historia, se consideraba muy superior a los

jurisconsultos, según él dedicados a una ciencia inferior ya que no poseían las cualidades para

dedicarse a la oratoria12. De esta descalificación no se libraba ni sus amigos. Al mismo Servio

Sulpicio Rufo lo consideraba un orador de segunda fila, sin por ello negarle que fuera el mejor

orador entre los jurisconsultos13.

Añade García Garrido que a su vez los jurisconsultos parecían poco o nada interesados

en el arte de la Retórica, y al no ocuparse de las cuestiones de prueba, su presencia ante el

tribunal era bastante inusual. Su desdén por los juegos de palabras y su búsqueda de la verdad

les obligaba a un estilo donde imperaban la claridad y la sencillez. Las argumentaciones no eran

necesarias ya que la auctoritas se encontraba en la fuente misma de la que brotaba el dictamen.

Empleaban sentencias de terminología fija y simple, con la claridad y objetividad como patrón

(102).

Vemos pues, que en la antigua Roma no necesariamente un profesional del derecho se

sentía obligado a dominar el arte de la persuasión, al menos no al principio. Más tarde, con la

evolución de los sistemas jurídicos y procesales, esta necesidad aparece y unos y otros, juristas

y oradores, funden sus conocimientos dando lugar al desarrollo de la Retórica forense. Incluso

hoy en día, en un sistema judicial como el nuestro en el que las oportunidades de perorar ante el

12 Cicerón, Brutus, 41.151. 13 Cicerón, Brutus, 41.151 y 39.145

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tribunal son escasas y limitadas a determinados delitos y procedimientos, un abogado que no

sepa expresarse con claridad y ordenar de tal manera sus argumentos que convenza al juez o

tribunal no es considerado un buen profesional14.

Lo cierto es que el procedimiento oral permite la discusión en torno a normas generales

para adaptarlas a casos específicos, posibilitando por tanto una aplicación de la ley más justa y

una aplicación de la pena más adecuada a la infracción. Supone por tanto, junto con el principio

de publicidad, una garantía del buen funcionamiento del Estado de Derecho (Galeote,

2002:266).

La oralidad de los debates, sobre todo en materia criminal, está recogida y garantizada

en la actual Constitución española15, y es además un elemento esencial en la fase preparatoria,

también llamada sumario, donde tienen lugar los interrogatorios llevados a cabo por el Juez

instructor. No obstante es en la audiencia donde la oralidad toma un papel absolutamente

protagonista, con las declaraciones, informes y peroraciones de los letrados.

Ya hemos visto como desde la Antigüedad clásica —primero en Grecia pero sobre todo

en Roma— la Retórica había constituido uno de los pilares de la formación intelectual. Como

parte fundamental de la actividad académica pasaría al resto de Europa, y específicamente en las

facultades de Derecho se estudió de manera consistente hasta el siglo XX. Cuenta Manuel

Olivencia como la obra Elementos de elocuencia forense (1828) del jurista andaluz Pedro Sáinz

de Andino, fue declara texto para las universidades por R. O. de 22 de agosto de 1846

(Olivencia, 1998: 11).

La Retórica forense no se libró de compartir el mismo destino que la Retórica en

general y empezó un fuerte declive al final del siglo XIX y en los primeros años del XX. Su

desprestigio y desconocimiento le afectó no sólo como asignatura independiente, sino también

como parte del Derecho procesal, en el que resulta imprescindible dominar la técnica de

redacción de informes tanto orales como escritos.

Como resultado, muchas de las acusaciones y defensas que se escuchan hoy en los

estrados están lejos de asemejarse a los grandes discursos de los oradores clásicos —tampoco

muchos jueces tendrían la paciencia necesaria de escuchar discurso tras discurso en una larga

jornada atiborrada de juicios, muchos de los cuales llevan meses, cuando no años, de espera

para celebrarse. Al contrario, no es extraño encontrar informes —orales o escritos— con ideas

desconectadas, a veces incluso incoherentes, y con incorrecciones gramaticales y léxicas de las

14 Como señala Manuel Olivencia, uno de los géneros de la elocuencia es el forense, y es un género no desprovisto de

peculiaridades, entre ellos su carácter de arma en el debate judicial y de instrumento para presentar el petitum e intentar convencer

de su procedencia. Como ciencia del “saber pedir”, lógicamente tiene su preceptiva, sus principios y sus reglas. (Olivencia, 1998:11

y 12). 15 Artículo 120.2 CE

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que probablemente es ignorante el propio autor16. ¿Pero hasta qué punto es esto reprochable a

los abogados, si todo ello forma parte de una materia que no se enseña en la facultad donde

supuestamente les preparan para ejercer su profesión? Recordemos que al abandonar la

Retórica, también se abandonó el estudio de la composición lingüística, la teoría de la

argumentación y la disposición de las ideas en el discurso. Recordemos que la “invención

oratoria” consiste precisamente en la elección de los argumentos e ideas del discurso y en su

disposición y orden dentro de él (Olivencia, 1998:12). Por tanto si los abogados no saben

construir, disponer y ordenar sus alegatos, como se las arreglan para que resulten convincentes?

Afortunadamente la tendencia está cambiando y en las últimas décadas no sólo hemos

presenciado la aparición de nuevos estudios acerca de la argumentación y la lingüística del

Derecho, sino también a un nuevo aprecio general por el arte de hablar y escribir bien, o lo que

es lo mismo, de comunicarse con eficacia. No es extraño pues encontrar en librerías y

bibliotecas manuales al efecto, aunque en su mayoría destinados a ejecutivos y a profesionales

de la comunicación en general. En el ámbito jurídico, sobre todo el académico, su inclusión

como asignatura de la carrera todavía no está generalizada. Algunas facultades sí han empezado

a ofrecer a sus alumnos la posibilidad de estudiar retórica y oratoria como asignatura optativa.

Las menos, han empezado a incluirla como materia obligatoria, pero se trata de casos aislados.

En la mayoría de los casos, sobre todo en lo que respecta a la redacción de escritos procesales y

en el ejercicio de la destreza oratoria en juicio, su enseñanza depende de la propia iniciativa y la

buena voluntad del profesor, y más concretamente, de su propia experiencia profesional como

abogado en ejercicio (lo cual es menos frecuente de lo que sería deseable para una asignatura

como esa, eminentemente práctica). Retórica, Gramática y Semántica deberían ser asignaturas

presentes en la carrera de Derecho, pues siendo la palabra el principal aliado del abogado

¿Cómo no enseñar a usarla con eficacia?

El abogado se ha identificado completamente con el profesional que tiene la palabra

como instrumento principal de su oficio. De hecho, de llamarse inicialmente “vocero” —el que

habla— pasó a tener el nombre de “letrado”, es decir, hombre de letras. De hecho la palabra, ya

sea hablada o escrita, define esta profesión: «No sólo los abogados hablan y escriben como

forma de ejercicio profesional; y sin embargo, nuestra lengua ha reservado para ellos estas

denominaciones, vinculando el uso de la palabra al concepto mismo del oficio forense».

(Olivencia, 1983: 144).

16 “El arte de la elocuencia forense, género literario, sin duda, pero denostado en la actualidad hasta el límite del

desprecio”; “pese al mandato constitucional, recogido en norma orgánica, lo cierto es que la oralidad procesal está en regresión y la

oratoria forense, arrumbada en el desván de los trastos inútiles”; “pese a la proclamación constitucional y orgánica del principio de

oralidad, la pieza del informe forense sigue en franco declive” (Manuel Olivenza Ruiz, Catedrático de Derecho Mercantil, “Sobre

una preceptiva del lenguaje jurídico”, Revista del Ilustre Colegio de Abogados de Sevilla La Toga, nº 102, dic 1998)

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2.1.3) El discurso retórico judicial

Terminábamos el epígrafe anterior mencionando el recorrido etimológico que Manuel

Olivencia hacía de los términos con los que a lo largo de la Historia se ha identificado al

abogado. Curiosamente, todos relacionados con la palabra, primero hablado, más tarde escrita.

Pasando de “vocero” —el que habla o vocea— a “letrado”, la designación del abogado

experimenta también un salto de calidad. El letrado originariamente se identificaba con un

hombre sabio, docto en letras —entendiéndose por “letras” materias de contenido intelectual.

Posteriormente, la palabra “letrado” experimentará un cambio de significado y pasará a

designar, igualmente, a hombres sabios e instruidos, pero esta vez en Derecho (Olivencia,

1983:148). El letrado pasa a ser así abogado, término con el que ha llegado hasta nuestros días.

Si el anterior epígrafe se ocupaba en mayor medida de la oratoria forense, es decir, el

discurso judicial hablado —ya sea en calidad de informe final, afirmaciones o contestaciones a

la demanda, alegaciones previas, o interrogatorios—, en este epígrafe se centrará principalmente

en el discurso escrito judicial, sus peculiaridades y características. Es un tema especialmente

interesante para el presente estudio, ya que los textos que analizaremos durante la segunda parte

de este trabajo son obras literarias escritas, destinadas a ser leídas de forma individual, no

declamadas ni representadas. Por tanto, las ya mencionadas características y peculiaridades que

podamos encontrar resultarán esenciales en el análisis que se realice posteriormente.

Aunque como se ha destacado anteriormente los orígenes del Derecho son

esencialmente orales, la palabra escrita es sin duda, hoy en día, el instrumento principal con el

que trabaja esta disciplina. La escritura presta al Derecho unas garantías de las que carece la

palabra hablada. Lo hablado se olvida, se pierde, cambia su forma y significado, aún sin

pretenderlo, de un interlocutor a otro. Lo escrito permanece. Puede analizarse, estudiarse,

explicarse, y por tanto, también comprenderse por todos y aceptarse, manteniendo una forma

permanente (lo del significado permanente ya es, lamentablemente, harina de otro costal). No

obstante, aunque no evite las diversas interpretaciones de una misma frase o norma, sí las

reduce considerablemente, puesto que la forma, el momento y el contexto en el que han sido

escritas no varía, y todos ellos son elementos que contribuyen a su entendimiento, como

veremos más adelante.

Volviendo a Olivencia, sostiene muy razonablemente que el continuo uso de la escritura

por parte del Derecho ha contribuido de forma innegable a su identificación con “papeleo”

(op.cit.: 165 y ss.)17 y la imagen que se tiene hoy en día del jurista es la del profesional rodeado

de papeles en los que quedan reflejados toda clase de hechos y actos (incluso los esfuerzos, de

17 «En materia de fuentes, la primacía de la norma escrita sobre la no escrita; en el proceso, el predominio del principio

de escritura sobre el de oralidad; en el ámbito de los actos administrativos, el régimen general de la forma escrita, y en el de los negocios jurídicos privados el evidente retorno a esta, aun dentro del sistema de libertad, constituyen, desde el punto de vista de la técnica jurídica, los condicionantes de ese fenómeno que desde fuera capta el profano (…)» (Olivencia, 1983:65)

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momento estériles, por informatizar y digitalizar la profesión no erradicarían la palabra escrita,

pues seguiría siendo el instrumento principal, sólo cambiaría el soporte) . Por tanto, la condición

de abogado, de letrado, debería venir aparejada no sólo con la de entendido en leyes, sino

también docto en palabras, sobre todo en la palabra escrita. Es más, debería exigírsele este

dominio de la expresión escrita, en definitiva de la Retórica.

La misma ley prescribe esta “claridad y precisión”, y ello se destaca especialmente en

uno de los documentos más recientes relativos a este tema que ha visto la luz tras el reciente

Pacto de Estado para la Reforma de la Justica (28 de mayo de 2001), ha sido precisamente la

Carta de Derechos de los Ciudadanos ante la Justicia18, documento que en sus propias palabras

«atiende a los principios de transparencia, información y atención adecuada». Dividida en un

Preámbulo, 41 reglas y un apartado dedicado a su eficacia, señalamos a continuación algunos de

los puntos de este documento más interesantes para nuestro tema:

En la Parte Primera, la regla 4 indica expresamente la obligación de autoridades y

funcionarios a exponer por escrito «al ciudadano que lo solicite los motivos por lo que se le

deniega el acceso a una información de carácter procesal».

Regla 5: «el ciudadano tiene derecho a que las notificaciones, citaciones,

emplazamientos y requerimientos contengan términos sencillos y comprensibles, evitándose el

uso de elementos intimidatorios innecesarios».

Regla 6: «el ciudadano tiene derecho a que en las vistas y comparecencias se utilice un

lenguaje que, respetando las exigencias técnicas necesarias, resulte comprensible para los

ciudadanos que no sean especialistas en derecho».

Regla 7: «el ciudadano tiene derecho a que las sentencias y demás resoluciones

judiciales se redacten de tal forma que sean comprensibles por sus destinatarios, empleando

una sintaxis y estructura sencillas, sin perjuicio de su rigor técnico».

Todo ello no hace sino ratificar la intención de la Justicia —por ende, del Derecho— de

dejar de ser un ente de comprensión oscura y enrevesada, términos incomprensibles y párrafos

interminables plagados de términos arcaicos para convertirse en un servicio accesible a todos

los ciudadanos y por tanto, comprensible para ellos. Es destacable como en todo el documento

encontramos una y otra vez la palabra “eficacia”, uniendo inequívocamente este concepto con el

de “claridad”, “sencillez” y “comprensión”.

Éstos son, pues, los objetivos que la Justicia moderna se ha impuesto para los próximos

años, entendiendo con ello su admisión de que, hoy por hoy, carece de los mismos. La claridad

deja de ser mera cortesía del jurista para convertirse en obligación. Olivencia cita al maestro

Garrigues «el Derecho es el arte de trazar límites y el límite no existe cuando no es claro», y

18 Aprobada en forma de Proposición no de Ley en el Pleno del Congreso de los Diputados por unanimidad el 16 de abril

de 2002.

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señala que la “claridad” es la que fija exactamente el alcance del concepto «al que sirve de

vehículo de expresión» (Olivencia, op.cit: 166).

Es por tanto, el lenguaje escrito el instrumento necesario del jurista, y para su eficacia y

plenitud de efectos dicho lenguaje necesita guiarse por unas normas determinadas que en mayor

o menor medida lo que garantizan es su comprensión por todos. Si es comprensible, es eficaz. Y

si es eficaz, puede surtir sus plenos efectos y conseguir sus objetivos. ¿Y cuáles son los

objetivos de un escrito forense? Casi siempre, persuadir. Volvemos pues a la Retórica, esta vez,

puesta al servicio de los escritos judiciales.

Helena Beristáin define el discurso como un conjunto de enunciados que dependen de la

misma formación discursiva y distingue siete tipos: directo, propio del diálogo; indirecto y el

referido, relacionados con la narración; el interior, que se asocia al monólogo; el teatral; y por

último el lingüístico y el oratorio, para los que Beristáin remite directamente al apartado que

dedica a la Retórica (154 y ss).

El discurso retórico es el que ahora nos ocupa, aunque como se verá más adelante, no de

manera exclusiva, pues la confluencia del discurso forense con otros tipos de discurso es una de

las premisas de este trabajo, y su despliegue de eficacia plena como instrumento de persuasión

en una causa judicial una de las hipótesis que se quieren demostrar.

Hay quien sostiene, como Robert Alexy, que el discurso jurídico es un caso especial del

discurso general práctico que se refiere a situaciones prácticas determinadas por lo que se puede

o no se puede hacer conforme a derecho, con la peculiaridad de que el debate que se establece

tiene como fin alcanzar la verdad (Alexy 207).

Además, como todo discurso encaminado a un fin concreto debe seguir unas normas o

reglas lingüísticas, que en este caso además estarán determinadas por las características jurídicas

del objetivo que persiguen. Los juristas están pues obligados a aprender este código lingüístico

para que sus discursos desplieguen los efectos deseados. Al mismo tiempo que se observan

estos códigos lingüísticos especiales, los argumentos que con ellos se expresan deben ser lo

suficientemente convincentes —o si se quiere persuasivos— de acuerdo al tipo de auditorio al

que se dirijan. Recordemos que no siempre los discursos jurídicos están dirigidos a un juez o

tribunal, personas que conocen las normas jurídicas y están acostumbradas a ellas y a su

terminología. Estos discursos también pueden dirigirse a un jurado popular, compuesto de

personas totalmente ajenas a esta disciplina, o incluso a la sociedad en general. En estos casos,

el discurso jurídico, tanto desde el punto de vista lingüístico como desde el argumentativo, no

será igualmente recibido a menos que se adapte lo suficientemente a ellos. Debe seguir siendo

un discurso judicial, pero tanto en su forma de expresión como en los argumentos utilizados

debe adaptarse a las peculiaridades de un auditorio más general.

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Por esta razón la elección de los argumentos es tan importante y las teorías de la

argumentación siempre han acompañado a los estudios jurídicos, porque son sin duda el

fundamento del discurso judicial.

Otra peculiaridad del discurso judicial estriba en las reglas de participación a las que

someten tanto emisor como receptor, ya que al ejercer ambos un papel determinado dentro de la

situación jurídica de que se trate, están condicionados por ésta a realizar su intervención dentro

de unos límites y con unas reglas precisas. Estas reglas y límites, además, no son arbitrarios,

vienen señalados expresamente en normas legales que especifican cuándo y cómo debe

intervenir cada participante. Recordemos no obstante que el debate judicial cambia según el

estrado ante el que se lleve a cabo y el procedimiento judicial a través del cual se desarrolle.

Puede haber mayor o menor libertad — entendida como menos reglas de forma y contenido—

según se trate de un procedimiento o de otro. No todo son demandas, contestaciones e informes

de letrados y fiscales, a veces los jueces admiten formularios rellenados directamente por los

particulares litigantes o incluso escritos de su puño y letra. Lo más común, sin embargo, son los

escritos de profesionales del derecho de los que se espera una determinada forma y contenido.

De todo ello se deduce que la presentación del discurso jurídico, es decir, la forma en la

que se expone lo que se quiere decir, es determinante a la hora de que aquel despliegue o no

todos sus efectos. La forma en la que un discurso se presenta debe llegar directamente al

receptor predisponiéndole para aceptar los argumentos presentados. Al tener cada interviniente

un rol distinto dentro del proceso, los objetivos que persiguen son diferentes, y por tanto

también lo serán los argumentos presentados.

Ya se ha mencionado anteriormente como los discursos judiciales pueden dirigirse a

auditorios de características muy diferentes. Al tratarse, ante todo, de discursos retóricos, su

objetivo principal es el de persuadir. Y para persuadir el conocimiento del auditorio —sus ideas,

intereses, su trayectoria vital, su nivel intelectual y formación académica, etc— es fundamental.

El discurso ha de ser coherente con el público al que va dirigido para que las ideas que expresa

puedan calar en él. Si además hablamos de un discurso retórico judicial, este conocimiento del

auditorio es igual de importante o incluso más.

Asimismo es necesario mencionar la importancia de la pragmática en este campo, ya

que como disciplina que usa el lenguaje como herramienta principal, el análisis de los elementos

no estrictamente lingüísticos que rodean a los intercambios comunicativos es imprescindible

para comprender en su totalidad las distintas situaciones contextuales y sobre todo las

intenciones detrás de las mismas, que como sabemos no siempre se corresponden con la

literalidad de los enunciados.

En los discursos judiciales, la intención de cada parte está fuertemente condicionada por

el rol que desempeña en el proceso. Y aunque esta intención parece clara en las actuaciones

procesales, no tiene por qué serlo en otro tipo de situaciones alejadas de los estrados judiciales

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pero que por sus características pueden ser igualmente clasificadas como jurídicas. Esto puede

ser directamente aplicable a las obras que serán analizadas en la segunda parte de esta tesis, en

la que la intencionalidad, unida a otras peculiaridades de tipo argumentativo y lingüístico, será

la que nos indique precisamente la naturaleza forense de las mismas.

Por tanto, la influencia de la pragmática dentro del discurso retórico judicial puede

considerarse como fundamental, permitiendo que cada una de las comunicaciones emitidas

despliegue con eficacia todos los beneficios para los que ha sido pensada.

Al considerarse el discurso jurídico como un instrumento de la práctica profesional a

través de la cual se obtiene un efecto sobre la realidad, debe estudiarse su composición y

redacción precisamente desde esta perspectiva instrumental. Para ello, habrá que distinguir entre

el discurso utilizado en la redacción de leyes, llamado normativo; el parlamentario, que tiene

lugar en el seno del poder legislativo; y el forense o judicial, cuya estructura típica y

características es de la que nos vamos a ocupar principalmente, y que abarcaría los discursos de

los abogados, los fallos y sentencias. (Alvarez 139). Todo ello teniendo siempre en mente que

se trata de un discurso con finalidad eminentemente persuasiva, es decir, con una innegable

presencia de elementos retóricos.

2.1.3.1) El rol de parte y su importancia dentro de las características lingüísticas y

argumentativas del discurso jurídico.

Ya se ha mencionado en la introducción a este epígrafe como el rol que cada parte

desempeña en un contexto judicial —sobre todo en las actuaciones procesales— condiciona

necesariamente la forma y contenido de los discursos que ésta emite.

Aunque algunos de los participantes puedan coincidir en sus pretensiones, siempre

habrá diferencias en la forma en que las exponen debido precisamente a estos distintos roles que

representan. Por ejemplo, el Fiscal y la defensa del actor civil es posible que coincidan en

solicitar la condena del acusado, pero al no coincidir exactamente sus intereses, tampoco lo hará

la forma en que pidan esta resolución condenatoria. El Fiscal, se limita a exponer los hechos y a

solicitar la aplicación de la ley, pero sin un interés especial en la causa ya que actúa como

representante del Estado y de aquellas partes que puedan tener una mayor situación de

vulnerabilidad, como menores o incapacitados. El representante del actor civil, por su parte,

tiene como objetivo la reparación del daño causado y la indemnización de perjuicios, con el

consiguiente énfasis en la situación de la víctima y todo lo que rodea a ésta. Su exposición se

verá reforzada por la del Fiscal, por lo que muchos abogados simplemente resuelven este papel

con un “me adhiero a lo solicitado por el Ministerio Fiscal. Su intervención suele ser más fácil

por la tendencia natural del oyente a identificarse con el lado que cree más débil y, por tanto

favorecerlo. En cuanto al abogado del procesado, que ejerce la posición de defensa, su papel le

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sitúa en una situación mucho más precaria que le exige actuar con brillantez. Es aquí donde el

discurso jurídico debe desplegar sus mejores efectos, recurriendo por ello a todos los recursos y

estratagemas a su disposición. Ya sea negando los hechos de que se le acusan o la oportunidad

de aplicar la calificación del Fiscal por las diferencias del caso específico, debe convencer a un

tribunal o jurado, bien mediante demostraciones innegables, bien mediante la apelación a otros

factores que hayan podido influir en los hechos que se juzgan. En cualquier caso, su papel, más

que el de ningún otro, es el de convencer y obtener así el veredicto más favorable posible

(Galeote 267 y ss.)

Menciona Álvarez en su artículo citado anteriormente “La enseñanza del discurso oral y

escrito en la carrera de abogacía”, que en estos casos se trata de dos posturas enfrentadas que

basan su discurso en la construcción verosímil de los mismos hechos, con distintas

interpretaciones de los mismos y propuestas de solución opuestas. Además, ambos intentan

influir en el destinatario mediante argumentos en los que deben tener en cuenta no sólo su

posición sino también la de la parte contraria (Álvarez 141).

En cuanto al rol de juez, no es un papel determinante para el presente estudio, por lo que

no se entrará en profundidad a analizarlo. Tan sólo destacar, como curiosidad, una mención que

el mismo Álvarez realiza de una obra de Ángel Osorio, en la que se presenta a la persona del

juez como la reunión de tres escritores en la misma persona: el historiador, el novelista y el

dialéctico19. Es un buen ejemplo de la dificultad que entraña la redacción de una buena

sentencia judicial, que a menudo no sólo está destinada a las partes y sus letrados, sino también

a los medios de comunicación —que pueden hacerse eco de ella si el caso es lo suficientemente

mediático—, y por ende a toda la sociedad.

2.1.3.2.) Elementos argumentativos y oratorios en el discurso forense:

Podríamos decir que los discursos de los abogados se componen de dos tipos de

elementos, los elementos oratorios propiamente dichos y los elementos argumentativos.

Respecto a estos últimos, son de gran importancia porque sientan las bases de la eficacia del

discurso. Todos los elementos materiales de los que disponga el abogado para establecer la

verdad judicial deben estar presentes en la argumentación, y dispuestos con un orden y lógica

especial que ayude a conseguir el resultado al que se aspira. Una parte fundamental de este

material serían, por supuesto, los elementos de prueba, los cuales no basta con que aparezcan

listados en el discurso, cada uno de ellos hay que argumentarlos a su vez para que puedan ser

interpretados de la manera que mejor convenga a la parte. 19 «Hay un historiador porque el primero de los cometidos del juez consiste en hacer historia para saber cómo ocurrieron

los hechos, con todos sus episodios y circunstancias. Hay un novelista porque cada conflicto contiene la expresión de las pasiones, ya que el drama del pleito se construye con personajes y sucesos, y hay también un dialéctico porque se afronta una tesis, se interpreta la ley y se fundamenta una solución a través de la lógica discursiva y de la teoría de la argumentación». (Osorio, A. El alma de la toga. Buenos Aires: Ediciones Jurídicas Europa – América, 1974, p. 155)

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Cuenta Galeote como en tiempos de Cicerón, el jurado se enfrentaba a la causa que

tenía que juzgar desconociendo por completo los hechos hasta el momento en que se cedía la

palabra a la acusación y a la defensa. Es decir, que la fase oratoria no sólo constituía un

momento crucial de debate y argumentaciones contrarias, también significaba el auténtico

comienzo de la causa (266). Hoy en día, en que como hemos señalado en epígrafes anteriores

los escritos en el proceso judicial son abundantes, los elementos retóricos que aparecen tanto en

un discursos jurídicos destinados a permanecer en papel y aquellos otros propios de la oratoria

judicial —entendido como los momentos “hablados” de los abogados en el proceso (alegatos,

interrogatorios, etc)—, presentan variaciones esenciales. La oralidad de los últimos exige la

presencia de determinados elementos que van a contribuir de manera decisiva a la brillantez y

amenidad de lo pronunciado; al igual que el carácter escrito de determinados documentos exige

la presencia de otros recursos que sustituyan precisamente lo que la voz, el tono y los gestos del

abogado son capaces de lograr en un discurso oral.

Esta presencia o ausencia de los códigos no verbales presentes en la actio debe tenerse

en cuenta sobre todo a la hora de anticipar las reacciones de los oyentes, que reciben primero

estos códigos no verbales —gestos, tono de voz— y luego el mensaje propiamente dicho.

Resulta un dato interesante a la hora de preparar estas intervenciones orales que, sin embargo,

hoy en día a menudo no se tiene en cuenta.

Este componente oratorio también puede entenderse no directamente relacionado con la

oralidad, sino como un equivalente a la elocuencia. Es decir, no basta con recopilar argumentos

de peso, hay que expresarlos con las palabras adecuadas. Dado que la Real Academia de la

Lengua incluye tanto la palabra hablada como la escrita en su definición de elocuencia, se puede

entender también en esta otra perspectiva del componente oratorio que no se refiere

exclusivamente a los elementos y recursos intervinientes en la actio, sino a todos aquellos

propios de la Retórica que están encaminados a la expresión más bella y eficaz para persuadir o

convencer.

A este respecto, Galeote advierte del uso mesurado de la retórica, evitando abusar de

figuras y recursos de estilo que sobrecarguen inútilmente el informe. «La brillantez de la

oratoria forense no estriba en el abundante ornato sino en la precisión de las palabras

pronunciadas» (op.cit.: 270).

2.1.3.3.) Disciplinas involucradas en el estudio del discurso retórico forense:

Encontramos fundamentalmente tres disciplinas que se ocupan del estudio del discurso

forense, cada una de las cuales con una aportación relevante al análisis del discurso y de su

significado y efectos.

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Filosofía del lenguaje: Su aportación viene determinada al considerar el lenguaje como

acción, y desde ese punto de vista lo estudia. Ésta cualidad del lenguaje como acción es

especialmente significativa en el discurso jurídico por su cualidad natural de provocar efectos en

la vida no sólo de las partes implicadas, sino también de toda la sociedad. Es decir, dentro de los

enunciados “constatativos” y “performativos” que pueden encontrarse en la Teoría de los actos

de habla de Austin y Searle, podríamos encuadrarlo dentro de los “performativos” precisamente

por esta cualidad creadora o modificadora de situaciones.

Pragmática: se interesa por los fenómenos lingüísticos siempre que se tenga en cuenta el

contexto y las aportaciones que de él se derivan para su significado final.

Retórica clásica: Fue una de las primera disciplinas que realmente se planteó el estudio

del texto con relación a los interlocutores (orador/audiencia). Por este motivo puede

considerarse como el primer antecedente de los estudios discursivos. Además, su finalidad

innegablemente persuasiva hace imposible dejar atrás los estudios relativos a esta disciplina, tan

presente ahora como lo estaba en época clásica.

Un discurso jurídico, al fin y al cabo, es el resultado de la interacción de todas estas

disciplinas, cada una de las cuales le aporta un elemento esencial para que su significado llegue

íntegro al destinatario. Todo ello, además, implicando el uso de un lenguaje especializado,

plagado de tecnicismos, términos latinos y expresiones ligeramente arcaicas que ya han quedado

prácticamente relegadas a las prácticas jurídicas. A su vez, como ya se ha visto, es preceptiva

legal que este lenguaje se presente al destinatario de la forma más breve y clara posible, sin

olvidar la verosimilitud y características persuasivas de los argumentos que se empleen.

Precisamente en el estudio de los argumentos nos centraremos en el epígrafe siguiente,

como parte fundamental de este discurso retórico judicial, que no es ni más ni menos que el

esqueleto que hace posible que el discurso se mantenga por sí mismo.

2.1.3.4.) Partes del discurso retórico judicial:

De los tratados pre-aristotélicos acerca de Retórica apenas han llegado noticias hasta

nuestros días, pero sí parece cierto que, como el nacimiento de la Retórica misma, tuvieran un

fuerte componente jurídico. Este enfoque judicial puede observarse en la primitiva división del

discurso que establecieron los primeros tratadistas griegos, para los que el discurso estaba

pensado para ser pronunciado frente a una asamblea, provocando en esta la adopción de una

determinada decisión. Esta división primitiva incluía las siguientes partes:

- Proemio (prooimion). Su finalidad era captar la atención de la audiciencia y

centrar la cuestión.

- Narración (diegesis). Es el relato de los hechos desde el punto de vista del

orador. Se trataría pues de una perspectiva parcial de los hechos.

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- Prueba (pisteis): Es la parte del discurso en la que se trata de convencer al

auditorio de que no es posible otro relato distinto del que ha ofrecido el

orador, y por tanto las cosas no podrían haber sucedido de otra manera. No se

corresponde pues, con lo que hoy en día entendemos por fase de prueba en un

procedimiento.

- Conclusión (epílogo). Es la fase en la que se apela a los sentimientos y

emotividad de la audiencia, provocando su actitud favorable u hostil, depende

de la naturaleza de la petición (Bernabé, 1998: ).

Por su parte, Galeote establece otra división de la oratoria forense basada en las

divisiones de Aristóteles, Cicerón y Quintiliano; sin que la autora encuentre muchas diferencias

con el plan acorde al cual los abogados actuales preparan sus discursos (269). Según esta

división, el discurso forense, sobre todo el penal, tendría las siguientes fases:

- Exordio: inicio del discurso. Fundamental pues prepara la adhesión del

auditorio llamando su atención.

- Narración: Exposición de los hechos que se someten a juicio. Aquí es donde

entran en juego los elementos de verdad y verosimilitud.

- División: supone la separación de aquellos puntos sobre los que no cabe

ninguna duda, quedando por tanto confirmados, de los que sí pueden ser

sometidos a discusión.

- Confirmación: Fase esencial donde tiene lugar la argumentación y el

enunciado de las pruebas.

- Refutación: Momento en el que se trata de anular los argumentos de la parte

contraria.

- Peroración: También de gran importancia, pues es donde se utilizan más

libremente todos los recursos de persuasión con el fin de conmover al

auditorio en beneficio de la propia parte.

Esta ordenación de las distintas fases del discurso forense no es más que la ya estudiada

dispositio, en la que se tiene que poner en orden todos los elementos descubiertos durante la

fase de inventio. Giambattista Vico20 distinguía a este respecto una doble disposición de las

fases del discurso, una procede del “arte” y la otra de la “prudencia”:

- La que procede del arte: Vico observa como la mayoría de las personas, desde

las instruidas hasta las de mentalidad más simple, se comportan de manera

20 La obra de Vico resulta especialmente interesante por su defensa de la necesidad de añadir el método antiguo,

centrado en la tópica y la retórica, al nuevo método crítico que se imponía en su época, el cartesianismo. Vico prefiere el análisis tópico, que permite una multiplicidad de perspectivas, y toma como punto de partida al sentido común y a lo verosímil. Esto supone un contrapunto al modo de pensar deductivo y una reivindicación de la tópica, que desde la llegada del racionalismo y el método cartesiano había perdido casi toda su influencia en Occidente.

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similar al ser acusadas: «empiezan por decir algo para conciliarse la

benevolencia, luego presentan la narración de la causa, más tarde prueban los

argumentos propios, después refutan los contrarios, y por fin, concluyen y

piden clemencia».

- La que procede de la prudencia: Puede suceder que para obtener un mejor

resultado se decida la variación del orden tradicional del discurso, bien

cambiando este orden —«de modo que si los argumentos del adversario han

causado impresión en el ánimo del juez, podamos primero refutar sus

objeciones»- o bien omitiendo completamente alguna de esas partes, ya que su

presencia, incluso alterada, puede resultar fatal para la causa.

Tal y como indica Vico, la dispositio requiere de una mayor inteligencia y astucia que

incluso la inventio, ya que a cualquiera puede ocurrírsele en un momento de lucidez un

argumento eficaz, pero ordenarlo junto a los demás de la manera que mejor destaque y más

provecho se le saque es algo que no depende de la suerte, sino para lo que se debe haber

recibido una instrucción adecuada (Vico 44). Por su parte, propone una división y ordenación de

las partes del discurso forense similar a las que se han visto anteriormente: “exordio”,

“narración”, “proposición”, “confirmación”, “refutación” y “peroración”.

Vico destaca la “benevolencia” como el objetivo más difícil de conseguir en el exordio,

siendo los otros dos la atención y la docilidad de los oyentes. También menciona los dos

géneros de exordio, a los que añade un tercero (Vico 49 y ss.):

- Principio (principium): es aquel que se emplea cuando la causa es totalmente

honesta, por lo que la benevolencia del auditorio llega directamente.

- Insinuación (insinuatio):cuando la causa es vergonzosa, la benevolencia del

auditorio que no puede lograrse de forma directa y abierta se obtiene mediante

un rodeo.

- Ocupación (ocupatio): se da en las causas dudosas, en parte honestas y en

parte vergonzosas. Primero se atiende a la parte vergonzosa, previniendo y

desvirtuándola, y más tarde, con la parte honesta, se termina de atraer

fácilmente la benevolencia del auditorio.

Asimismo, define a la narración como la «exposición del hecho con todas sus

circunstancias útiles para salir victorioso del proceso». Se permite la digressio o digresión

después de la narración, pero Vico aconseja sólo divagar concretamente si existe algo externo a

la causa cuya inclusión le beneficia. En la propositio distingue dos tipos, simple y con

disyunción: simple sería la que propone brevemente lo que se pretende probar y lo que debe ser

el objeto de la sentencia del juez; la proposición con disyunción, en cambio, es en la que

aparece separado aquello en lo que se coincide con el contrario de la otra parte que es motivo de

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controversia. La partitio se puede anexar a la proposición, y así enumerar todos los puntos de

que va a hablarse, y en qué orden. Vico aconseja que sea breve —tres o cuatro partes— y

precisa. En la confirmatio es cuando tiene lugar la exposición de los argumentos (Vico 56 y ss.).

Como se puede comprobar, cada fase está pensada para cumplir una misión, y por tanto

debe incluir una serie de pasos que garanticen su éxito. Por ejemplo, el exordio resulta el

momento perfecto para que el abogado, de paso que reafirma la legitimidad de su defensa,

anuncia la tesis sobre la que basará su discurso. En la narración, que como ya se ha visto es una

exposición de los hechos de manera que la posición de su cliente se vea favorecida, es necesario

que estos hechos se ajusten en todo momento a la tesis defendida, sin dispersarse ni divagar. La

división, que es cuando se exponen ordenadamente los diferentes puntos sobre los que se va a

argumentar, debe plantearse siempre desde una perspectiva que podríamos llamar unitaria. Es

decir, cada uno de estos puntos deben estar relacionados de algún modo y sucederse unos a

otros de manera lógica. Esto ayuda a que en la mente del juzgador, los puntos o cuestiones así

presentados sean los más aceptables pues aparecen revestidos de sentido común.

Durante la confirmación o exposición de los argumentos resulta conveniente que tenga

lugar la prueba de los hechos, bien mediante medios materiales o bien, de nuevo, mediante una

explicación razonada. Y por último en la peroración es donde tiene lugar el resumen de todo lo

anteriormente expuesto, evitándose en lo posible una mera repetición de todo lo anterior. Es el

momento en el que se produce la auténtica persuasión, luego es aquí donde se introducen la

mayoría de los medios de persuasión de los que se dispone en Derecho.

2.1.3.5.) Narración y peroración como partes fundamentales del discurso:

Mediante una narración, del tipo que sea, exponemos una serie de hechos, ficticios o

reales, con la esperanza de provocar en el destinatario una reacción deseada. Según sea esta

reacción buscada de un tipo o de otro, la narración estará construida con un estilo determinado

que ayude al afloramiento de un estado emocional deseado en el receptor. Por ejemplo, la

narración en una obra de suspense o terror buscará provocar miedo y tensión; en una obra

cómica, risa; y así con todos los géneros y estilos imaginables.

En el discurso forense el concepto de narración no varía significativamente de lo

anterior. Básicamente se trata de la exposición de unos hechos cuyo conocimiento le resulta útil

a la parte que los aporta para salir victorioso en el proceso judicial.

En cierta medida, la causa se asienta sobre la narración, ya que el juez o tribunal

necesitará conocer esos hechos para poder llegar a una conclusión sobre los mismos. Por eso

mismo es fundamental la manera en que estos hechos se presenten.

Igualmente, el rol de parte que el narrador represente será determinante para la

exposición de los hechos. No es lo mismo exponer unas determinadas circunstancias por

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primera vez, cuando el receptor de los mismos aún desconoce lo ocurrido o tiene una idea muy

vaga, que hacerlo cuando somos la parte que debe “contestar” a los hechos expuestos por otro

anteriormente. El receptor de los mismos ya tiene un conocimiento de ellos, ahora lo que

conviene es resaltar aquellos que nos beneficien, anular los anteriormente expuestos que nos

resulten desfavorables, y en general hacer todo ello de manera que sea nuestra narración, y no la

del contrario, la que quede fijada en la memoria del destinatario.

Aún así, tenga el sentido y la intención que se le quiera dar, toda narración debe contar

con una serie de características que serán la llave para que surta todos los efectos que de ella se

esperan: estas son brevedad, claridad, verosimilitud y, por último, ser agradable o entretenida.

Casi todos los autores en distintas épocas coinciden en señalar estas virtudes como

necesarias a la narración, con variaciones mínimas. Por ejemplo, Giambattista Vico menciona

todas estas características o virtudes, sólo que habla de narración “diáfana” en lugar de clara, y

también utiliza el término “deleite” (Vico 52).

La necesidad de brevedad estriba en la de no atosigar a quien debe tomar una decisión

que nos incumbe con datos y hechos irrelevantes y que no aportarán nada a nuestro objetivo,

que es el de convencer a este destinatario que su decisión debe ser aquella que le sugerimos. Un

discurso largo y atiborrado de datos termina necesariamente por aburrir o confundir al auditorio.

Lo único que se consigue es que aquellos hechos más convenientes a nuestro interés queden

ocultos en una maraña de irrelevancias. Y eso es precisamente lo contrario al objetivo de la

narración. Los hechos, en un discurso forense, se “narran” precisamente para que destaquen. Es

por ello que esta narración se realiza siguiendo una estrategia y con un objetivo concreto en

mente. Esta estrategia puede consistir en realzar, destacar, ocultar o incluso disfrazar, pero en

todo caso debe llevarse a cabo en una narración que mantenga la atención del receptor desde

principio a fin, pues sin la atención de éste todos los esfuerzos del narrador caerán en saco roto.

Esta brevedad no afecta sólo a la longitud del texto, también a la cantidad de hechos

expuestos. Se recomienda por tanto la inclusión únicamente de aquellos importantes a la causa,

y cuanto más cercanos temporalmente a los hechos centrales, mejor.

En cuanto a la claridad, sobran las explicaciones acerca de la necesidad de su presencia.

Si el receptor del discurso no nos entiende, no puede verse influido por él mismo, y por tanto su

decisión probablemente no será acorde con lo que solicitamos. A la claridad contribuye el

empleo de palabras adecuadas, comprensibles para el receptor, y un orden de los hechos que

facilite el entendimiento de los mismos.

La verosimilitud es un concepto del que se hablará largo y tendido más adelante. El uso

de lo verosímil en Derecho, casi por encima de lo verdadero, es un debate que lleva teniendo

lugar casi desde el mismo tiempo en que empezaron los primeros debates acerca de la ética o

moral de la Retórica —nos remontamos a la antigua Grecia, con los sofistas, Sócrates, Platón y

Aristóteles— y al que contribuiría profusamente Cicerón y sus escritos acerca de la Retórica y

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el oficio de abogado21. En realidad y a efectos prácticos, un hecho verdadero que no puede

constatarse o que no resulta creíble es tan inútil como uno manifiestamente falso. El

convencimiento viene de la mano de la credibilidad, y para creer un hecho o un dato, éste debe

tener apariencia de verdad. No sólo debe ser verdadero, debe parecer verdadero. Es más, y ahí

es donde han surgido siempre los debates morales en Derecho, si no es verdadero, pero lo

parece, también resulta útil a la causa. Qué sea o no ética su utilización es otra cuestión.

Lo complicado es que no sólo los hechos aislados que se presenten deben ser

verosímiles, también ha de serlo la narración en su conjunto. Es decir, todos los hechos,

encadenados uno detrás de otro y combinados entre sí deben resultar creíbles, y su secuencia

lógica y comprensible según «la naturaleza de las cosas, las costumbres de los hombres y el

sentido común» (Vico 53).

Por último, esta exposición de los hechos ha de resultar entretenida, “agradable” al

receptor. Esto es especialmente útil puesto que en un discurso jurídico, el receptor del mismo

suele ser una persona totalmente ajena a los hechos, sin interés particular en los mismos, luego

no partimos de una situación de atención o adhesión incondicional. En el mejor de los casos, un

juez o tribunal va a atender varios procedimientos a lo largo de una jornada, escuchando para

cada uno de ellos discursos que le incitarán a tomar una u otra decisión, sin tener especial

interés en ninguno de ellos. Que recuerde los hechos que el letrado le expone, tal y como se los

expone, es un signo claro de que éste ha conseguido captar su atención y de que sus palabras

destaquen por encima de las demás. Al fin y al cabo la persuasión también se consigue mediante

la predisposición favorable del receptor, procurando que el mensaje sea agradable y entretenido.

El hecho de que esta sea una de las características esenciales de esta parte del discurso ya

justifica por sí sola su calificativo como “discurso retórico”.

A la innegable importancia de la narración se le añade la no menos importante

peroración (peroratio), que no es otra cosa más que un resumen del discurso entero. En este

sentido, Vico apuntaba que al igual que el discurso se sustentaba en “argumentos y afectos”,

también el epílogo se divide en dos partes que son «la enumeración de los argumentos» y la

«moción de los afectos» (Vico 71-72).

Esta enumeración de los afectos no debe ser ni mucho menos tan exhaustiva y completa

como la realizada anteriormente en la parte central del discurso. Se trata de un resumen, luego

bastará con una exposición sucinta de lo anterior, procurando que las palabras y expresiones

utilizadas dejen una impresión perdurable en el receptor, puesto que será esta parte final la que

con más probabilidad recuerde. La parte que Vico denomina “moción de los afectos” se refiere a

la apelación de las emociones del receptor. Puesto que en principio, como ya se ha visto en el

discurso forense, los receptores de los mismos son personas ajenas a los hechos, la única forma

21 El artículo de Manfred Furhmann, Manfred, “Cicerón y la Retórica. La moral de abogado de Cicerón y su evaluación

en los siglos XIX y XX” es especialmente interesante y se cita varias veces a lo largo de esta tesis.

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de buscar sus emociones es buscando su compasión o su empatía. De esta “moción de los

afectos” se hablará más detenidamente en el epígrafe dedicado a los medios de persuasión.

2.1.3.6.) El discurso jurídico y sus efectos

Al comienzo de este epígrafe dedicado al discurso retórico judicial se comentaba la

influencia de una serie de teorías o disciplinas en el estudio del mismo, siendo una de ellas la

Teoría de los actos de habla. Según esta teoría de Austin y Searle los enunciados pueden ser

constatativos o performativos, siendo el discurso jurídico clasificado dentro de esta segunda

categoría, pues se considera que, como representación escrita o hablada de un acto de Derecho,

produce unos efectos, y por tanto, genera una acción.

En realidad, lo más interesante del discurso jurídico no es tanto su lenguaje entendido

como tal sino su pragmatismo, es decir, los efectos prácticos que provoca tal discurso tanto en el

receptor, como en las partes que dependen de la decisión de éste, como en la sociedad en

general, que en algún momento puede verse afectada por la misma. Podríamos resumirlo de la

siguiente manera: el discurso jurídico provoca una reacción, esta reacción a su vez una acción

individual, y ésta, en un futuro, puede convertirse en una acción de alcance general que afecte a

una pluralidad de personas en lugar de sólo a una o a unas pocas.

Tamayo y Salmorán se refiere al lenguaje jurídico como un “metalenguaje” de acuerdo

al cual es leído e interpretado y también se construye la “realidad jurídica” (Tamayo 195). Si

partimos de que ciertamente el Derecho se expresa en un lenguaje muy particular, claramente

diferenciado del que se emplea en la vida ordinaria, no así sucede con esta llamada “realidad

jurídica”, que está estrechamente ligada, cuando no completamente identificada, con la vida

real. Básicamente, somos capaces de funcionar en sociedad —y como sociedad— gracias a los

efectos de esta realidad jurídica en nuestras vidas.

Esto se debe a dos factores principalmente:

El Derecho otorga efectos a sus actos. Ya sea por escrito u oralmente, un acto jurídico

produce inmediatamente una consecuencia en la vida de las personas involucradas en él. Ya sea

cambiar una propiedad de uno a otro, crear o romper un vínculo matrimonial, privar de libertad,

hacerlo garante de alguna prebenda… Si hay un acto “performativo” por excelencia, es el acto

jurídico. Basta con un firma en un documento, o incluso a veces con un simple consentimiento

oral prestado de forma determinada, y la vida de las partes participantes cambia en la medida en

que ese acto comienza a surtir efectos.

El segundo factor es consecuencia directa del primero: Esos efectos provocados por el

acto jurídico son plenamente aceptados por las partes, lo que implica una creencia anterior en

que, efectivamente, el Derecho ostenta un poder creador o modificador de la realidad canalizado

a través del acto jurídico, su instrumento principal. Es importante insistir en que esta “creencia”

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debe ser tanto anterior como posterior al acto: los sujetos que someten su controversia a

Derecho deben creer que éste tiene la potestad para solucionar su problema, y por tanto deciden

dejar que éste cambie su realidad; igualmente, una vez producido el acto, estos mismos sujetos

creen que los efectos de éste se han producido, y por tanto, ha alterado para siempre su realidad.

Tamayo y Salmorán, que en un interesante artículo acerca de los efectos del lenguaje

jurídico compara este lenguaje con los actos mágicos y los procedimientos y fórmulas legales

con frases sacramentales, establece esta comparación para explicar la fuerza creadora de ciertos

actos jurídicos, sobre todo aquellos que tienen lugar siguiendo unas fórmulas y procesos

prefijados sin los cuales esos efectos no se producen. También se remonta al origen clásico del

Derecho, sobre todo en Roma, para reforzar esta idea de la relación entre el acto jurídico y el

acto mágico y sacramental. Lo más importante es que el instrumento a través del cual se realiza

esta “magia creadora” es el lenguaje. O como dice el autor «palabras, sólo palabras». (Tamayo,

200).

Tamayo y Salmorán se remonta a las investigaciones de Hägerström22 sobre las ideas

jurídicas de griegos y romanos. El filósofo y jurista sueco se remonta a una combinación de

análisis conceptual e investigación histórica, llegando a la conclusión de que es la única manera

de entender el significado completo de determinadas ideas. Es así como nace su idea de afinidad

entre Derecho romano y sus creencias religiosas y mágicas, entendiendo como creencia mágica

aquella capaz de producir efectos mediante medios distintos a la causalidad natural (por ejemplo

mediante palabras sacramentales).

Toda esta identificación que Tamayo y Salmorán rescata del Derecho como ente creador

—demiurgo— y por tanto de su naturaleza suprasensible (212 y ss.) es precisamente una de las

cualidades más importantes con las que se va a trabajar en esta investigación. Sobre todo con la

idea de que el lenguaje es el instrumento principal mediante el que toda esta “magia” se canaliza

y surte sus efectos, y que por tanto cuando leemos y entendemos un acto jurídico, estamos

leyendo y entendiendo mucho más allá del mero enunciado (semántica y sintácticamente), y que

el ya mencionado “metalenguaje jurídico” comienza a funcionar sembrando en nuestra mente

ideas y conceptos que sobrepasan lo puramente dicho o escrito. Esto se debe a que,

subconscientemente, entendemos y aceptamos los efectos que los actos jurídicos provocan en la

realidad, y que por tanto entra en juego una sensación, asimilable en cierta medida a la fe, que

acompaña en todo momento a los actos jurídicos y a los participantes en él.

La cuestión que en esta tesis se va a discutir deriva en cierta manera de todo esto, ya que

se parte de que la “formalidad” de determinados actos jurídicos podría verse rota si éstos se

insertan —o si se quiere, se esconden— en formas textuales no propiamente jurídicas, como

pueden ser obras literarias de cualquier género. La hipótesis de la que aquí se parte es que sí

22 El autor remite a la obra de Hägerström Inquiries into the Natural Law and Morals (ed. por Karl Olivecrona, Trad. por

C.D. Broad, Stocolmo, Almquist & Wiksell, 1953.

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podrían seguir surtiendo efectos, a pesar de no seguir el “ritual jurídico” propiamente dicho.

Quizás no en todas las situaciones y entre todos los sujetos. Pero en determinados casos, la

“magia” seguiría produciéndose y por tanto, serían actos capaz de alterar la realidad de la misma

manera que la alteraría el acto jurídico al que pretenden, de alguna manera, sustituir.

El elemento “mágico” que aquí seguiría funcionado, descartando ya la formalidad

ritualista y el procedimiento legal, sería la fuerza creadora del metalenguaje jurídico y su

comprensión y aceptación por parte de emisor y receptor, ambos perfectamente conscientes del

significado completo de lo escrito.

2.1.4.) Retórica y argumentación: la argumentación jurídica.

Señala Manuel Atienza en el prólogo de su libro Las razones del Derecho (2005) que,

puesto que la argumentación es una práctica consustancial a la práctica jurídica, debería ser algo

natural para los juristas preocuparse por conocerla mejor. Cuestiones como qué significa

argumentar, diferencias entre la argumentación jurídica y otros tipos de argumentación, o

incluso cómo justificar las decisiones jurídicas, surgen entonces a la palestra.

Por su parte, Helena Beristáin define la argumentación como una cadena de

razonamientos o una discusión razonada. Al concentrar y resumir los puntos centrales del

discurso, puede entenderse también como su parte más importante. Asimismo, engloba los

llamados probationes o argumenta, es decir, las pruebas deductivas basadas en los datos de la

causa (Beristáin 64 y ss.). De hecho, ha sido llamada también “confirmación”, “comprobación”

o “prueba”.

Su objeto es, obviamente, los razonamientos o argumentación que se producen en

contextos jurídicos. Manuel Atienza señala tres campos de acción: el de la creación o

producción de normas jurídicas, el de su aplicación para resolución de casos concretos, y por

último, el campo más complejo de la dogmática jurídica, sobre todo en relación a una de sus

funciones, la de suministrar criterios de aplicación del derecho (Atienza 1-3).

Como vemos, la argumentación forma parte fundamental del discurso forense, pero no

es exclusiva de él. En cualquier situación en que se quiera respaldar o defender una tesis o

postura determinada, se recurre a la argumentación como vehículo principal de esta defensa. De

hecho, su objetivo principal es lograr la recepción favorable o adhesión por parte del auditorio

de las ideas o puntos de vista expuestos. Si la argumentación realizada es eficaz, despertará el

interés del auditorio e incluso puede lograr que este actúe de acuerdo a los intereses del que

argumenta. Sus efectos persuasivos son, pues, más que evidentes, así como su íntima relación

con la Retórica y todo lo que ésta representa en cuanto a arte de expresarse con corrección y

amenidad y finalidad persuasiva.

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No obstante, no sólo la forma en la que se expresen estos argumentos ha de ser la

adecuada, también ha de serlo el fondo. Es decir, los argumentos empleados han de ser los

apropiados, y expuestos en el momento apropiado: «Quien trate de ejercer una influencia concreta, iniciada en el momento oportuno,

deberá, por el contrario, excitar las pasiones, emocionar a los oyentes, de manera que determine

una adhesión suficientemente intensa, capaz de vencer a la vez la inevitable inercia y las fuerzas

que actúan en sentido distinto al deseado por el orador» (Perelman y Olbrechts-Tyteca, 1989:

94).

Siguiendo con Perelman, autor al que vamos a citar bastante en este epígrafe, los

estudios acerca de la argumentación habían adolecido de una gran negligencia por parte de los

teóricos del conocimiento. Él, por su parte, los describe como «medios de prueba utilizados para

obtener la adhesión», y sitúa su campo en el de lo «verosímil, lo plausible, lo probable, en la

medida en que este último escapa a la certeza del cálculo» (Perelman y Olbretchs-Tyteca, 1989:

30). Quizás por eso mismo la argumentación supone un elemento tan importante dentro de la

Retórica forense, puesto que en Derecho aquellas cuestiones susceptibles de ser probadas a

través de medios científicos que no dejen lugar a dudas —ya sea cálculo o cualquier otro

mecanismo— son escasas. La mayoría de los hechos sometidos a juicio rara vez ostentan una

única interpretación, y ésta casi siempre suele tener un alto grado de subjetividad.

Anteriormente a éstos autores, Giambattista Vico había retrocedido hasta la Escolástica

y retomaba conceptos como “término medio”, “extremos”, “la mayor” y “la menor”, para

ofrecer su punto de vista acerca de la argumentación. Para Vico, la argumentación era «la

exposición del propio argumento», constituyendo éste «la razón a partir de la cual se configura

la cuestión» (o “término medio”). Luego argumentación sería «la forma y figura por la que el

término medio se une con los dos puntos más prominentes de la cuestión propuesta

(“extremos”) en la proposición y la asunción (“la mayor” y “la menor”, de forma que los

propios extremos de la cuestión propuesta se unan en la conclusión (…)» (Vico, op.cit.: 57).

Otro rasgo característico de la argumentación jurídica, precisamente vinculado al de su

carácter limitado, es que se encuentra vinculado al Derecho vigente. Así, mientras que en las

argumentaciones de otros tipos pueden defenderse todo tipo de propuestas, en las de carácter

jurídico esas propuestas no podrán ser nunca contrarias a la ley. Alexy trata el tema de las

limitaciones de la argumentación jurídica y explica cómo se trata de un proceso limitado

temporalmente y sujeto a las reglas procesales. Por ello la diferencia de la argumentación

práctica general, aunque la engloba dentro de la misma como un caso especial. (Alexy 206).

Beristáin menciona la discusión acerca de si la argumentación puede adoptar la forma de

diálogo o de monólogo (64-65), señalando la opinión de algunos de que la argumentación en

forma de diálogo podría ser reducida a monólogo. También apunta a su vinculación con la

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obtención y el uso de poder, así como su empleo como método de conocimiento e instrumento

para la controversia.

Al igual que sucede con el discurso, dentro el cual se engloba, exige una cierta ordenación

de sus componentes (en este caso, argumentos). Los más fuertes al comienzo, pues son los que

se oirán con más atención; a la mitad de la argumentación se usarán los argumentos más

entretenidos o incluso humorísticos, si los hubiera, para reavivar un interés que quizás ha

empezado a decaer; y por último, se terminará con aquellos argumentos que resulten más

susceptibles de mover la emoción, recurriendo a esta última estratagema persuasiva por si acaso

quedara algún resquicio de duda.

2.1.4.1.) Importancia de los componentes retóricos y dialécticos en la argumentación.

Lo que se puede sacar en claro de las distintas interpretaciones de argumentación es que

coinciden en que se trata de una sucesión de razonamientos acerca de un tema sobre el que

existe controversia, por lo que necesariamente deben incluir elementos persuasivos que adhieran

al auditorio a la tesis defendida. Por ese motivo, la argumentación ha de estar pensada y

construida pensando en a) la contraparte, concretamente, en los posibles argumentos en

contrario que emitirá; y b) el auditorio al que se debe convencer (en el caso de la argumentación

jurídica, el juez o tribunal). Una argumentación que no tenga en cuenta ambos factores

difícilmente tendrá éxito.

Otra particularidad de la argumentación jurídica es su limitación. No puede alargarse

indefinidamente, ya que existe un tercero que con su decisión pondrá fin a la controversia. Al

razonamiento jurídico tampoco le interesa la búsqueda de la verdad, no es una discusión

filosófica. Bastará con que los enunciados que contenga resulten verosímiles, es decir, creíbles y

aceptables para el receptor. Tiene por tanto, un innegable carácter práctico. A este respecto,

Alexy admite que las partes puedan guiarse según sus propios intereses, sin importar que la

sentencia sea justa o injusta, sino ventajosa (op.cit.: 206). Por ello mismo su fuerza reside en el

conjunto de pruebas, teniendo que defenderlas y explicarlas durante su desarrollo.

Insistiendo en el tema del carácter práctico del razonamiento jurídico, lo esencial no es, por

tanto, la forma que presenten los enunciados —formas que se verán más adelante— si no

aquello que los hace verdaderos o correctos. Si no soluciona el problema práctico de en qué se

debe creer, o qué se debe hacer, el razonamiento es inútil. Es por ello que los criterios por los

que se califica a un razonamiento de correcto o incorrecto no pueden tener carácter formal, y

también por lo que el razonamiento jurídico puede considerarse un razonamiento práctico,

enfocado en la acción más que en la teoría.

En este sentido, Manuel Atienza define el razonamiento desde la perspectiva pragmática

como «un tipo de actividad (la realización de una serie de actos de habla) dirigida a lograr la

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persuasión de un auditorio (retórica) o a interactuar con otro u otros para llegar a algún acuerdo

respecto a cualquier problema teórico o práctico (dialéctica)». Así, Perelman, que organiza su

teoría del razonamiento en torno al orador, el discurso y el auditorio, representaría el punto de

vista retórico; mientras que Toulmin, que trabaja con las nociones de ponente y oponente, y que

define al razonamiento como una interacción en la que se recogen pretensiones, razones y

garantías, representaría el punto de vista dialéctico. Lógicamente, como apunta Atienza, los

criterios a los que se someterían los razonamientos retóricos se enfocan principalmente a la

capacidad persuasiva del discurso (al fin y al cabo, a su eficacia), mientras que para el

razonamiento dialéctico se aplicarían reglas procedimentales como las que pueden encontrarse

en el desarrollo de un juicio (Vega y Olmos 334-337).

Prosigue Atienza señalando la dificultad que a veces presenta la separación de

componentes retóricos y dialécticos. Explica cómo los elementos dialécticos no son tan

evidentes en una sentencia judicial, tratándose básicamente de modelos útiles para averiguar la

mejor forma de argumentar en favor de una tesis determinada, o prever las objeciones a las que

tendría que hacer frente. En cambio, los elementos retóricos continúan siendo imprescindibles a

la hora de construir los discursos jurídicos, ya que aunque su fin no sea exclusivamente el de la

persuasión, de alguna manera hay que idear y presentar el discurso para que resulte persuasivo

(Ídem).

2.1.4.2.) Géneros y tipos de argumentación.

Menciona Giambattista Vico en sus obras de Retórica que para los filósofos existían tres

géneros principales de argumentación: el silogismo, la epagoge, el sorites y el dilema.

Describe el silogismo (syllogismus o ratiocinatio) como una argumentación perfecta.

Consta de tres partes: proposición, asunción y conclusión, a las que la Escolástica llamó

vulgarmente mayor, menor, y consiguiente. Las ideas que en ellas se contienen se llaman

términos, de forma que la idea en la que se concentra la fuerza probatoria se une con cada uno

de los puntos o extremos de la proposición y la asunción, para más tarde reunirse todos estos

puntos relevantes en la conclusión. Añade Vico que la proposición puede ir acompañada de una

breve prueba y la asunción de una confirmación con amplificación formando un “epiquerema en

cinco partes”. Cuando por el contrario, se omite, por ser conocida, una de las premisas, se

produce un silogismo imperfecto llamado “entimema” o “silogismo mutilado”.

Estos silogismos admiten gran número de variaciones. Bien sea para evitar reiteraciones

o simplemente para resultar más ingeniosos, pueden omitirse las proposiciones genéricas,

invertirse las partes de los epiqueremas o incluso cambiar su distribución.

Por último, añade Vico a este respecto como en Retórica el “entimema” por excelencia

es aquel que consta de proposiciones contrarias, y que adopta la forma de interrogación para

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parecer más agudo. Por último, aconseja Vico a aquellos que quieran emular a Demóstenes que

adopten este sistema, y serán conocidos como oradores entimemáticos; mientras los que quieran

aplicar el género de confirmación de Cicerón deben usar a menudo los epiqueremas de cinco

partes y añadir amplificaciones a las confirmaciones de las asunciones (op.cit.: 57-61).

En cuanto a la epagoge (o inducción,en latín inductio), se trata de otro género de

argumentación muy conocido gracias a su empleo por Sócrates y sus seguidores. Se conoce

como inducción a aquella forma de argumentación que, tras haber aducido muchas cosas

indudables, logra captar el consenso para otra parte de la propuesta sobre la que cabían dudas.

Tiene un carácter doble: inducción de las partes e inducción de los semejantes.

Inducción de las partes: Vico la define como aquella dada con la enumeración de todas

las especies que integran un todo, logrando así confirmar el todo.

Inducción de los semejantes: aquella que primero propone diversas cosas semejantes

sobre las que no cabe duda, para así captar el consenso sobre otra cosa semejante acerca de la

que sí existían dudas.

Aunque Sócrates usaba mucho este género argumentativo, no es el preferido por los

oradores porque las continuas interrogaciones y respuestas interrumpen la continuidad del

discurso. En todo caso, se preferiría una inducción oratoria dividida en tres partes en la que se

parte de la comparación entre semejantes indudables y al que se le añade otro dudoso (op.cit.:

61-64).

El sorites era empleado sobre todo por los estoicos, y resulta de la consecución de

varios silogismos. Se va encadenando la conclusión del silogismo precedente con la premisa del

siguiente hasta que se produce la conexión entre el antecedente del primero con la conclusión

del último. Según Vico, los oradores posteriores prefirieron la gradación, por la que se

amplificaba el asunto partiendo de una serie de causas.

Por último, el dilema, que era la forma de argumentación preferida por los escépticos,

«quienes con frecuencia hacían precipitarse a sus adversarios de una u otra forma» (op.cit.: 65).

Se trata de una argumentación por la que el adversario se ve obligado, al final, a elegir entre dos

alternativas de las que se ha ido demostrando anteriormente que conducen a la misma

conclusión.

En cuanto al uso que se le da a estos géneros de las argumentaciones, según Vico en las

de tipo forense o judicial es la más común es el entimema o epiquerema. En el discurso

deliberativo predomina la inducción y en el demostrativo la amplificación. Vico aconseja no

abusar de ejemplos y testimonios en el discurso, sino que éstos se añadan a los argumentos

como un reforzamiento. Y cuándo sea necesario “influir sobre el ánimo”, se empleen las

amplificaciones, haciendo el desarrollo más lento (op.cit.: 66).

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Hoy en día en materia forense, tras los avances generados por las nuevas teorías en

relación con la Retórica, y más concretamente con la argumentación, se reconocen los

siguientes tipos de argumentos jurídicos:

- Silogismo subjuntivo (o judicial): se le considera la forma básica del razonamiento

jurídico, y se estructura de forma que la premisa mayor es la norma aplicable, la

premisa menor son los hechos que se considera probados, y la conclusión, una

norma concreta.

- Razonamiento a sensu contrario: utilizado para evitar aplicar una determinada

consecuencia jurídica a un caso que no ha sido previamente previsto por una norma.

- Razonamiento a simili o por analogía: su función es opuesta a la anterior, ya que

precisamente se usa para aplicar una consecuencia jurídica a un caso que no ha sido

previsto en una norma pero que guarda una especial semejanza con los que sí están

recogidos en ella.

- Argumentos a fortiori (a maiore ad minus y a minore ad maius): cuando se aplica a

un caso la solución prevista para otro, ya que se entiende que la razón que se

encontró en este caso previsto se encuentra también en el primero, incluso en mayor

grado.

- Argumento por reducción al absurdo: empleado principalmente para descartar

normas, ya que llevaría a tener que aceptar soluciones absurdas.

- Argumentos de causalidad: muy útiles cuando hay que discutir si un hecho

determinado ha tenido o no lugar (Vega y Olmos, 2011: 334).

2.1.4.3.) La refutación.

No está demasiado claro que la refutación forme parte de la argumentación como tal, o

se trate de una figura independiente. Su objeto es rebatir los argumentos aducidos en contra de

lo que se quiere probar (Beristáin 65).

Su empleo requiere cierta destreza y planificación, pues es necesario anticipar si será

más eficaz atacar sólo el elemento principal, o varios a la vez, o sólo de uno en uno. A este

respecto, Vico aconsejaba atacar el elemento principal si de él dependían los demás; enfrentarse

a todos a la vez si eran débiles, y de uno en uno cuando eran fuertes; aparte de toda una serie de

estrategias dependiendo de cómo sean los argumentos que se pretendía vencer23. Las vías para

23 (…) que el orador se indigne antes los falsos argumentos, desprecie los dudosos, les dé la vuelta a los desfavorables, se asombre

ante los absurdos, combata los presuntos, atraiga a su causa los comunes, se ría de los ineptos, ataque los extraños, desdeñe los

vanos, se burle de los débiles, demuestre la inconsistencia en otros y exponga al ridículo los maliciosos. Que debilite los verdaderos

con los verosímiles, si ello no es posible, que les oponga otros igualmente verdaderos; si tampoco estos están a su disposición, que

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refutar las acusaciones eran tres: negación, defensa y transferencia, a la que se añadía la súplica

cuando se trataba con Príncipes y otros superiores. En todo caso, habrá que estar a lo que la otra

parte haya aducido y elegir la forma más acorde para rebatirla.

Otro consejo que ofrece Vico a este respecto es que mejor se alabe la elocuencia del

contrario que su torpeza, así todo lo que diga quedará bajo sospecha de haber sido producto del

artificio de su oratoria y no de la realidad (71).

En cuanto a los contra-argumentos, se trata de argumentos en los que todas sus premisas

son verdaderas pero su conclusión es falsa, y que mantiene la misma forma que el argumento al

que busca rebatir. Estos contra-argumentos sólo despliegan eficacia si el auditorio sabe de su

invalidez, ya que sólo conociendo que se trata de un contra-argumento podrá captar su auténtico

fin, que es el de anular, por contraste, el argumento contra el que se lanza.

2.1.4.4.) La justificación jurídica.

La justificación jurídica o razonamiento jurídico justificativo es aquel realizado en

Derecho con el fin de aportar razones para justificar o validar una hipótesis. Atienza restringe su

sentido más estricto al razonamiento práctico, es decir, el destinado a establecer la validez o

necesidad de una acción, y coloca al razonamiento jurídico dentro de esta línea más estricta de

razonamiento justificativo.

La forma de justificar igualmente varía según la dificultad de los casos. Para los casos

fáciles basta con un razonamiento deductivo, también llamado silogismo subjuntivo o silogismo

judicial. Este tipo de justificación debe estar siempre presente, pero puede no ser suficiente si el

caso es complicado. Existen casos más difíciles que pueden presentar dudas acerca de qué

norma es la aplicable o cómo ha de interpretarse, o bien dudas acerca de si el hecho ha tenido

lugar o no, o si debe calificarse de tal o cual manera. Estos casos necesitan de la llamada

“justificación externa” —en contraposición a la “justificación interna” que bastaría para los

llamados casos fáciles—, en la que los razonamientos atienden no sólo a la lógica sino también

a la “razón práctica”.

La justificación interna consistiría, pues, en averiguar las posibles soluciones al problema

jurídico, normalmente dos, pudiendo ser cualquiera de ellas la correcta. Por ello la forma más

usada es la del silogismo hipotético y no categórico. En cambio, la justificación externa sería la

que proporciona argumentos para justificar la afirmación o negación del antecedente desde el

oculte los que le resultan desfavorables y se demore en lo que le pueda ayudar. En caso de que ni siquiera esta ayuda esté a su

alcance, que vea si puede disipar con la risa lo que no puede vencer en serio, (…) (Vico, op.cit.: 70-71).

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mayor número de puntos de vista posibles (o lo que Alexy denomina “cánones” —semántico,

sintáctico, pragmático, genético, histórico y teleológico—) de manera que se pueda determinar

así cuál es la solución más probable (Berumen 53-54).

Diferencia también Atienza esos criterios desde la perspectiva de dos autores considerados

como los teóricos de la teoría de la argumentación más aceptada hoy en día: MacCormick y

Alexy. Para el primero, serían aplicables los principios de universalidad, consistencia,

coherencia y aceptabilidad de las consecuencias. Alexy, por su parte, defiende el respeto a las

reglas del discurso práctico general puesto que entiende a la argumentación jurídica como un

caso especial de éste; y a esas reglas generales añade otras especiales propias del discurso

jurídico. Aún con diferencias de planteamiento, ambos autores coinciden en los criterios que

proponen y en la aceptación de que es necesaria la utilización de normas y principios morales

en la justificación jurídica (Atienza para Vega y Olmos 345-346).

2.1.4.5.) Nuevos retos y perspectivas de la argumentación jurídica.

Antes de cerrar el epígrafe dedicado a la argumentación jurídica, convendría dedicar siquiera

unas breves líneas a la utilidad ya no de la argumentación jurídica como tal —lo cual ha sido

comentado repetidas veces a lo largo del epígrafe— sino más bien a la utilidad de su estudio, es

decir, de las teorías que la representan, así como de aquellos puntos flacos que convendría

subsanar.

Como apunta Atienza en el último capítulo de Las razones del derecho, uno de los fallos de

la teoría estándar de la argumentación jurídica es que se ocupa principalmente de problemas

normativos, ignorando que la mayor parte de la argumentación que se produce en derecho tiene

como causa hechos, no normas. Además, esta teoría también olvida la argumentación que se

produce en el ámbito de la creación de las normas, no sólo en la interpretación y aplicación del

derecho o en la dogmática jurídica. Por otro lado, Atienza defiende la necesidad de crear una

teoría de la argumentación jurídica que tenga en cuenta la cada vez mayor incidencia de la

resolución de conflictos por medio de negociación o mediación, en una fase anterior a la

procesal. En estos contextos no estrictamente procesales también se produce un tipo de

razonamiento que habría que considerar, ya que al tratar cuestiones relacionadas con el derecho,

seguiría considerándose argumentación jurídica (Atienza 204-206).

En cuanto al estudio de la justificación, sería necesario ampliarlo hasta incluir la fase que

podría llamarse de “descubrimiento”. Esto es, no sólo se trata de comprender cómo justifican y

fundamentan los juristas sus decisiones, sino también el camino — entendido como proceso

argumentativo— que les ha llevado hasta allí. (op. cit. 207)

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Por tanto, una teoría de la argumentación jurídica que subsanara todas las deficiencias de las

teorías anteriores debería cumplir tres funciones: una de carácter teórico o cognoscitivo, otra de

naturaleza práctica o técnica y otra política o moral.

La de carácter teórico serviría para estudiar la contribución de la teoría de la argumentación

jurídica a otras disciplinas, pues desde esa perspectiva más amplia, podría comprenderse mejor

tanto la práctica jurídica como la argumentativa. De hecho, los estudios acerca de la

argumentación jurídica no pueden realizarse a espaldas de aquellos que se realizan en otras

disciplinas como la lógica, la lingüística o la filosofía, e igualmente, éstas disciplinas en

principio ajenas al Derecho deberían estar al tanto de los estudios acerca de la argumentación

jurídica.

En cuanto a la función práctica o técnica, respondería a la necesidad de ofrecer una

orientación útil en los procesos de creación, interpretación y aplicación del derecho mediante un

método para analizar el proceso real de argumentación y criterios para juzgar su corrección

(op.cit. 216-217).

Por último, la función política o moral es aquella que tiene en cuenta la realidad práctica del

ejercicio del derecho, en los que a menudo, incluso en la aplicación más estricta y escrupulosa

de la ley, la solución ofrecida crea una situación que podríamos llamar “trágica”. Recordemos

que en la justificación de casos fáciles y difíciles de la que se parte en la teoría estándar, el

ordenamiento prevé una respuesta única e indiscutible en caso de los fáciles, mientras que para

los difíciles hay más de una respuesta correcta. Pero esta clasificación olvida los llamados

“casos trágicos”, es decir, aquellos imposibles de solucionar sin sacrificar algún elemento que

represente un valor fundamental jurídico o moral (op.cit. 219).

2.2. Medios de persuasión y distintos tipos de destinatarios

en el discurso jurídico.

La finalidad persuasiva es innata a todo texto retórico, pero sin duda adquiere una

importancia especial en el contexto del Derecho, encontrándose con mayor o menor intensidad

según el tipo de discurso jurídico de que se trate. Por ejemplo, las normas legales se caracterizan

más por su tono obligatorio y prescriptivo que por el persuasivo; sin embargo, no surtirían

ningún efecto si no persuadieran al conjunto de la ciudadanía de la obligatoriedad de su

cumplimiento. Esta obligatoriedad también alcanza a las decisiones judiciales en aquellas

controversias sometidas a jueces y tribunales; aun así, éstos se esfuerzan por que dichas

decisiones queden lo suficientemente explicadas en las sentencias, de manera que resulten

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convincentes no sólo a las partes implicadas sino, en muchas ocasiones, también a la opinión

pública. Pero sin duda es en el discurso de los abogados —y en cierta manera también de los

fiscales en sus informes—, donde esta finalidad persuasiva aparece de manera más evidente,

condicionando no sólo el contenido del texto sino también la forma.

Manuel Olivenza, en su artículo «Sobre una preceptiva del lenguaje jurídico» habla del

elemento patético de la Oratoria y de su procedencia forense. Este patetismo, entendido como

aquello que “impresiona, mueve y agita el ánimo y le infunde vehemencia”, no puede aplicarse

al discurso jurídico de cualquier manera, sino que también tiene su preceptiva, sus principios y

reglas de uso, ya que se trata de armas del “combate dialectico”, mediante las cuales se influirá

en el ánimo tanto del contrario como de la audiencia presente, provocando distintas reacciones.

(Olivencia, 1998:12).

Ya en la Antigüedad los estudiantes de Retórica practicaban ejercicios de persuasión en

las escuelas, las llamadas suasoriae y controversias, éstas últimas pertenecientes al género

judicial y ejercitadas por los alumnos de más edad. Esto nos indica que desde el inicio mismo de

este arte se sabía que no podía hablarse de Retórica sin tener en cuenta que su finalidad

principal era la persuasión del otro, su convencimiento. Por tanto, era inútil pretender dominarla

sin conocer este peculiar “modo de empleo” de los recursos persuasivos al servicio de la

misma.

2.2.1. Convencer y emocionar: una visión clásica de la prueba como recurso persuasivo.

Según Barthes, estos elementos y recursos al servicio de la persuasión aparecen en el

discurso jurídico desde el mismo momento de la inventio, a través de dos líneas principales: una

de ellas buscaría convencer (fÍdem facere), mientras que la otra lo que pretende es emocionar

(animus impellere). El convencimiento se llevaría a cabo a través de la prueba (probatio),

tratándose de elementos que disponen de su propia fuerza persuasiva independientemente de las

características de su receptor. Emocionar, en cambio, sí supone tener en cuenta el ánimo de éste,

ya que pretende influir directamente en él para facilitar así una recepción del mensaje favorable.

(Barthes 45).

La Retórica clásica dividía las pruebas en dos categorías:

Aquellas que no necesitan ninguna elaboración por parte de quien las hace valer, ya que

han sido extraídas directamente de la realidad y por tanto basta con resaltarlas, sin necesidad de

transformación alguna. Normalmente era la propia parte quien las traía a la causa para su

defensa, o bien directamente formaban parte del legajo. Barthes enumera las siguientes:

1. Los praeiudicia: Los juicios anteriores que pudieran tener alguna relación con el

caso y la jurisprudencia aplicable.

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2. Los rumores: mejor si se presentaban en forma de testimonio público, pues era una

prueba difícil de consignar y valorar. Se entendía que el rumor representaba el

consenso de toda la ciudad respecto al tema en cuestión.

3. Las tormenta quaesita o confesiones bajo tortura. La Antigüedad sí reconocía este

medio de prueba, pero sólo afectaba a los esclavos, no a los hombres libres.

4. Las piezas o tabulae: contratos, acuerdos, transacciones, etc.

5. El juramento.

6. Los testimonios o testimonia, de entre los cuales Aristóteles sólo reconocía a los

procedentes de los nobles o pertenecientes a un estrato social superior, o bien de

poetas antiguos y proverbios.

Por otra parte, existía otra categoría que reunía a las pruebas que dependían de las

facultades y destrezas del orador, siendo esta capacidad la que dotaba al material de fuerza

persuasiva. Para ello, el orador utilizaba una operación lógica que a su vez, tenía doble

naturaleza: inductiva y deductiva. La inducción daba lugar al exemplum —que proporciona una

persuasión más suave—y la deducción al entimema —al que Barthes describe como “la prueba

en toda la fuerza de su pureza”, con un efecto más poderoso y perturbador que el exemplum.

Ambas vías eran de carácter necesario, pues se consideraba que no se podía persuadir usando

otros medios que no fueran ejemplos y entimemas (op.cit.:46-47).

A través del exemplum se establecía una similitud, un argumento por analogía. Podía ser

real o ficticio. El real podía valerse de ejemplos históricos e incluso mitológicos; El ficticio,

dada la naturaleza narrativa del exemplum, daba lugar a fábulas y parábolas (Ibid). Más

adelante, aparecería la imago, figura o personaje ejemplar en la que se encarnará una

determinada virtud. Desde el siglo I a.C. y durante toda la Edad Media fue un recurso

persuasivo de enorme éxito, sobre todo en la poesía culta, de la que provienen un catálogo de

personajes arquetípicos que nos persuaden a alcanzar una virtud determinada a través de la

imitación de su ejemplo.

Frente a esta persuasión inductiva se encuentra la deductiva, en la que el instrumento

principal son los argumenta, a los que Barthes define como “un razonamiento […] impuro,

fácilmente dramatizable, que participa a la vez de lo intelectual y de la ficción, de lo lógico y de

lo narrativo”. Estos argumenta se inician con el entimema, al que Barthes califica de “pieza

maestra” y “tabernáculo de la prueba deductiva” (Ibid) y que también recibe el nombre de

commentum o commentatio (op. cit.:49).

El entimema, que permite partir de un punto que no necesita ser probado para llegar a

otro que sí necesita serlo, es una de las razones por las que en Derecho a menudo lo verosímil

tiene más valor que lo verdadero, ya que se funda precisamente en signos de verosimilitud y

probabilidad, siendo un tipo de argumento idóneo para su presentación —y posterior

aceptación— ante el público general. Puede quedarse en la superficialidad puesto que no

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pretende demostrar nada, tan solo persuadir. Desde Quintiliano y durante toda la Edad Media,

gozará de una gran aceptación y presencia, permitiendo una articulación elíptica acortada, en la

que se han suprimido una de las dos premisas o la conclusión.

El silogismo retórico presenta una serie de variaciones tales como el prosilogismo, el

sorites, epiquerema, la máxima o sententia, etc., que no se van a desarrollar en este epígrafe

porque realmente no forman parte del objeto de la investigación y no harían más que alejarnos

del tema en cuestión. Algunas de estas variaciones ya han sido mencionadas en epígrafes

anteriores. Por el momento, basta con saber la existencia de las mismas y remitir a otros

estudios específicos del tema donde podrán encontrarse explicaciones mejores que las que aquí

pudieran ofrecerse.

2.2.2. El orador y su relación con los distintos tipos de auditorio

Una argumentación no es efectiva sin la atención de aquellos a quienes está destinada.

Perelman, en su Tratado de la argumentación ([1958] 1989:53), califica esta necesidad de

captar la atención de «condición imprescindible» para toda argumentación. De hecho, la

argumentación es más efectiva cuando se dirige a un auditorio conocido por el orador que

cuando ésta es indeterminada o muy heterogénea. El saber a quién irán dirigidos los argumentos

posibilita una elección más certera de éstos, surtiendo plenos efectos las dos líneas principales

que regían la inventio: convencer y emocionar.

El conocimiento del auditorio es mucho más útil si este tiene lugar antes de que se

produzca la argumentación misma, de manera que en su composición y redacción ya se tengan

presentes estas características particulares. Éstas serán, sin duda, la clave que indique al orador

qué argumentos utilizar, qué pruebas (en su caso) incluir y cómo se presentarán unos y otras a

este auditorio, de manera que se capte su atención durante el mayor tiempo posible. Perelman,

que dedica buena parte de su Teoría de la argumentación al estudio del auditorio, indica que

este contacto entre orador y auditorio no solo es importante en el momento previo a la

argumentación, sino que también es importante para su desarrollo (op.cit.:54).

Conocer al auditorio, en el sentido de poder escoger y desarrollar argumentos que lo

convenzan y lo muevan, implica necesariamente poder catalogarlo o clasificarlo de alguna

manera. Esta tarea, que no es fácil cuando se trata de auditorios físicos, resulta aun más difícil

en los casos en los que la audiencia no está presente, por ejemplo lectores, oyentes o

televidentes, en los que además de desconocida a priori, puede abarcar una gran cantidad de

personas con la consiguiente heterogeneidad de las mismas. Aún así, incluso cuando el discurso

está dirigido a una de estas audiencias imposibles de clasificar, el orador no puede dejar de

tenerla en mente, como si esta consideración fuera inherente al mismo acto de argumentar. De

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hecho, la definición de auditorio que Perelman ofrece es “conjunto de aquellos en quienes el

orador quiere influir con su argumentación” (op.cit:55), evidenciando así la relación

inseparable entre argumentación y auditorio.

A este respecto, Perelman señala que no son lo mismo los ejercicios retóricos sin

alcance real, en los que se realiza un mero ejercicio argumentativo —y por ello sólo tiene en

cuenta una visión estereotipada o convencional del auditorio—, de aquellas argumentaciones

dirigidas a individuos concretos, en las que la imagen del auditorio que haya construido el

orador debe ser lo más fiel posible a la realidad. Sólo entonces tendrá lugar lo que Perelman

entiende como una argumentación efectiva. Si no se conoce previamente a aquellos frente a los

que se va a argumentar, puede ser que razonamientos que se hayan concebido con intención

persuasiva tengan justamente el efecto contrario, porque no sean los adecuados, en fondo o en

forma, para ese tipo de auditorio. Es por ello que la Retórica, ya desde la Antigüedad, incluye

una serie de conocimientos y pautas en lo referente a este auditorio que se acercan más a la

psicología que a la lingüística.

Aristóteles, por ejemplo, realiza una clasificación según su edad y condición

económica; Cicerón distingue según el grado de educación; mientras que Quintiliano, por su

parte, se centra en las diferencias de carácter. A estas características personales que el auditorio

ya posee previamente al momento de la argumentación, hay que sumarle lo que Perelman

considera que es una nueva personalidad que se adquiere una vez el auditorio toma conciencia

de su nuevo rol o función. Estos roles son tan determinantes que incluso la clasificación de los

distintos géneros oratorios que nos ha llegado desde la Retórica clásica está realizad en función

de ellas. Obviamente no es lo mismo juzgar que deliberar o disfrutar como mero espectador; el

ánimo y la atención de los auditorios varía considerablemente según la tarea que se espere de

ellos. Además, incluso en auditorios muy heterogéneos, esta misión o función común sirve de

alguna manera como aglutinador, pudiendo dar algunas pautas al orador a la hora de

argumentar, independientemente de la variedad de perfiles y caracteres de sus componentes. No

obstante, Perelman apunta muy certeramente que esta consideración de la audiencia según la

función que realice es, si bien práctica, claramente insuficiente. La heterogeneidad del auditorio

es algo con lo que el orador debe contar de antemano si quiere tener éxito con su

argumentación, incluso si para ello ha de trabajar con múltiples argumentos (56-58).

La multiplicidad de argumentos es asimismo un recurso importante incluso si no se

cuenta con una audiencia que en principio parezca muy extensa o heterogénea. Puede que

incluso tratándose de unos pocos oyentes —o uno sólo— no puedan conocerse de antemano sus

características, y por lo tanto, tampoco cuáles son los argumentos más convincentes. Perelman

insistirá repetidas veces acerca de este punto, llegando a considerar la adaptación del discurso al

auditorio como la “única regla”, y cita a Richard D. Whately para explicar que los argumentos

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81

que pueden parecer en fondo y forma apropiados para ciertas circunstancias, también pueden

resultar ridículos en otras24 (63).

Conocer al auditorio es, pues, una de las tareas fundamentales señaladas por Perelman,

quien además vincula la naturaleza del auditorio a su condicionamiento, de manera que el

conocimiento del auditorio y el de los medios susceptibles de influir en él irían unidos.

Perelman apunta también algunos medios por los que puede producirse este condicionamiento,

como la música, la iluminación, el tono del orador, etc. Se trataría en este caso de condiciones

extrínsecas, en oposición al otro que deriva del propio discurso. A través de este último, es

debido precisamente a la influencia del texto que la audiencia experimenta un cambio, de

manera que no es la misma al finalizar éste. Si en el primer caso —condicionamiento

extrínseco— era importante conocer al auditorio, en este segundo tipo de condicionamiento lo

es aún más, pues implica necesariamente una adaptación del orador a éste. (op.cit: 60).

Esta adaptación del orador a su audiencia supone que lo realmente importante a la hora

de la persuasión no es lo que el orador considere verdadero o convincente, sino lo que la

audiencia opine a este respecto. Si bien el buen orador se caracteriza por la gran influencia que

su discurso tiene sobre el auditorio, no puede dejar de realizar el esfuerzo de adaptarse al

mismo. Ni siquiera en el caso de oradores consagrados, como bien apunta este autor (62).

De todas formas, una cosa es adaptarse en lo posible a la heterogeneidad del auditorio a

través de múltiples argumentaciones, y otra muy distinta tratar de abarcar todas las

particularidades que el auditorio pueda ofrecer, ya que la variedad de estos es casi infinita.

Perelman aquí apunta a la necesidad de alcanzar una objetividad que trascienda las

particularidades históricas o locales, de forma que a todos puedan llegar los argumentos

esgrimidos.

2.2.3. Persuadir y convencer

Según Perelman, la diferencia entre persuadir y convencer dependerá de si el foco se

sitúa en el resultado o por el contrario en el carácter racional de la adhesión. Si el resultado es lo

importante, persuadir será una acción más potente que convencer, ya que esta última se

considera como una fase inicial a partir de la cual comienza la acción. En cambio, parece que

racionalmente el convencimiento tenga raíces más profundas que la persuasión. El

convencimiento necesita de una aceptación del individuo, una transformación íntima, mientras

que la persuasión es un acto que se produce siempre por la influencia de otro, y por tanto parece

más volátil, menos permanente, que el convencimiento.

Perelman, por su parte, califica de persuasiva a la argumentación que sólo es útil para

un auditorio en concreto, mientras que la argumentación convincente podría obtener la adhesión 24 Cf. Richard D. D. Whately, Elements of Rhetoric, parte III, pag 174

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de cualquiera. Aunque el mismo autor se pregunta más adelante si este tipo de argumentos

válidos para cualquier ser racional pueden llegar a darse realmente. En todo caso, será la

naturaleza del auditorio la que determine el tono, el carácter y el alcance de la argumentación.

(65-70)

2.2.4. Clases de auditorio

Se ha mencionado anteriormente los peligros que entrañan los auditorios demasiado

heterogéneos, que deben ser descompuestos previamente de manera que el orador pueda

elaborar argumentaciones destinadas a convencer a cada parte en la que se haya dividido. Si

enfoca determinadas argumentaciones para convencer a un sector concreto del auditorio, llegará

un momento en que el orador exponga alguna tesis que resulte extraña o incluso rechazable a

aquellas partes a las que no se esté dirigiendo en ese preciso momento. Por ello, los argumentos

sólo admitidos por auditorios particulares —entendidos como más pequeños y homogéneos—

son considerados más débiles que aquellos que han recibido una aprobación unánime. ¿Pero

existe algún tipo de auditorio “neutral”, que permita saber de manera objetiva si un argumento

es convincente o no independientemente de a quien se le presente? Perelman aborda esta

cuestión estableciendo una clasificación con tres tipos de auditorios.

El primero, el que más relevancia ha obtenido de toda su teoría, es el auditorio

universal, aquel que como su nombre indica está constituido por toda la humanidad. Es un

concepto un tanto esquivo ya que el propio Perelman admite que el concepto de auditorio

universal varía en cada cultura y casi en cada individuo, pues está constituido por lo que cada

uno conoce de sus semejantes. El segundo es aquel que queda constituido en el diálogo, y lo

forma el único interlocutor de éste. El tercero sería el propio individuo en su reflexión interna.

(70-75).

Los argumentos dirigidos al auditorio universal no pretenden realmente el asentimiento

de todos los hombres, sino de todos aquellos que reconozcan los datos de la experiencia y el

raciocinio. Son afirmaciones de hechos objetivos, y por tanto, evidentes e intemporales,

independientes de circunstancias sociales o históricas. Por tanto necesita de una retórica que

base su poder persuasivo en la prueba racional o lógica.

Este empleo de la lógica como prueba en la argumentación provoca que estas

argumentaciones dirigidas al auditorio universal se consideren evidentes, y por tanto, pueda

descalificarse a aquellos que no queden convencidos por ellas. En oposición al concepto de

auditorio universal que representa al conjunto de los hombres, Perelman sitúa el auditorio de

élite, que como su propio nombre indica, posee unos medios excepcionales de conocimiento y

representa la vanguardia a la que todos quieren seguir, y por tanto su opinión es la única

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83

importante. El auditorio de élite puede representar el papel de auditorio universal para aquellos

que lo reconozcan como un modelo. (op.cit: 75-76).

En cuanto a la argumentación ante un único oyente, desde la Antigüedad se venía

considerando a este tipo de argumentación como de superior alcance filosófico frente a la

destinada a auditorios más amplios. Pero incluso ante un único oyente hay que tener en cuenta

las reacciones que éste vaya teniendo, y mientras éstas se producen ir amoldando el discurso en

consecuencia. De esta manera, —apunta Perelman—, el discurso devenía en diálogo, y la

adhesión a la tesis del orador se producía tras una confrontación de su discurso con el de éste.

Cuando el diálogo es escrito, el auditorio único puede quedar asimilado al auditorio

universal. Hay cierta pretensión de universalidad en el diálogo escrito, sobre todo en el de corte

filosófico. El orador, que encarnaría a uno de los interlocutores, al intentar persuadir al otro

interlocutor está en realidad intentando lograr el asentimiento de mucha más gente, de todo el

conjunto de lectores. Los razonamientos que emplea, pues, están más cercanos a la lógica que a

otra cosa, pues recordemos que el auditorio universal tan solo responde a verdades indiscutibles,

hechos que la razón no puede negar y ante los que no cabe más que asentir.

Esta adhesión del interlocutor no se obtiene simplemente por la habilidad dialéctica del

orador, pues entonces el diálogo se asemejaría al debate, en el que no importa tanto llegar a un

resultado verdadero y eficaz como presentar los propios argumentos con brillantez y

contundencia, y rebatir los argumentos contrarios hasta el punto de anularlos. La discusión por

tanto debería terminar en un acuerdo, en la búsqueda de la verdad, incluso si eso supone el

triunfo de la tesis contraria (81-82). Aun así, lo cierto es que la distinción entre discusión y

debate no es fácil de realizar, pues las intenciones de los interlocutores no siempre están

definidas, y si lo están, pueden cambiar. Perelman señala aquellas situaciones de regulación

institucional como las únicas en las que las intenciones de las partes están claras desde el

principio. Es justamente lo que sucede con los procedimientos judiciales, donde la solución al

conflicto pasa por el triunfo de una de las dos posturas enfrentadas, no por establecer ninguna

verdad incuestionable. A este diálogo que tiene por objeto dominar al adversario Perelman lo

califica como diálogo erístico, frente al heurístico, en el que el lector, representando al auditorio

universal, sólo será persuadido por la verdad y los razonamientos lógicos. El autor concluye que

ambos son la excepción, pues en la mayoría de los casos el fin del diálogo es más práctico que

filosófico: decidir qué hacer en relación a una acción inmediata o futura (82-83).

Más adelante, Perelman indica que esta encarnación de un auditorio por parte del único

interlocutor en el diálogo no siempre tiene que ser universal. También es posible que con el

diálogo el orador se esté dirigiendo a un auditorio particular encarnado en la persona del oyente.

Esta calificación de los auditorios en el diálogo escrito resulta especialmente interesante

para esta tesis, ya que si bien sólo una de las obras analizadas presenta la forma de diálogo, en

todas ellas encontramos un auditorio que podríamos llamar de “doble naturaleza”. Por un lado,

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como obras literarias, fueron concebidas y redactadas para su difusión al mayor número de

lectores posibles, siendo estos en aquel momento únicamente los pertenecientes a la clase noble,

con acceso exclusivo a la cultura y la educación. Representarían por tanto a un auditorio

particular. A la vez, esta clase noble e ilustrada es en realidad la única que cuenta para los

autores a la hora de imponer una opinión y convencer acerca de algo, asimilando la persuasión

de éstos a la persuasión general (luego representaría al auditorio universal). Además, son obras

por lo general dirigidas a obtener la atención de un personaje concreto, de quien realmente el

autor pretende la adhesión. Encontramos aquí, por tanto, de nuevo al auditorio particular

encarnado en el oyente/lector único.

En este sentido, Perelman lo establece claramente: los objetivos que en cada caso se fija

el orador determinan la elección del oyente único, e influye en la argumentación. Por tanto, este

oyente único designado por el orador revela qué tipo de auditorio está en la mente del orador y

los objetivos que pretende (84)

En las obras escritas, además de diálogos, a menudo pueden encontrarse ejemplos de

deliberación con uno mismo, en los que el orador, en esta reflexión interna, encarna a su vez al

auditorio universal. Perelman distingue la controversia con un individuo o grupo determinado,

que se dirime a través de la dialéctica, del discurso dirigido a una mayoría, que identifica con

retórica; y del proceso en el que se desenvuelve el propio pensamiento del autor/orador, al cual

identifica con la lógica. Obviamente se parte de un pensamiento lógico, que busca sinceramente

y en conciencia los pros y los contras de la cuestión sometida y que decidirá honestamente la

mejor solución; no de un pensamiento empeñado en favorecer únicamente un punto de vista

concreto. Es por ello que Perelman identifica esta deliberación íntima con una deliberación

sincera y auténtica, que es la que se supone dirigida al auditorio universal, y la considera

además una especie particular de argumentación (85-86).

En algunas ocasiones, el análisis íntimo de un tema que nos preocupa es una actividad

preparatoria previa a la discusión de este mismo tema con otro interlocutor, o a la exposición

pública de determinadas conclusiones respecto al mismo. Cuando se expone al auditorio una

deliberación personal, ésta cambia forzosamente de significado, pues en su intención ya no se

encuentra la reflexión íntima sino la adhesión del auditorio –el que sea- a esta reflexión. El

hecho de que esta siga manteniendo las cualidades de sinceridad, honestidad y ecuanimidad que

se le presumen a aquella que no ha sido sometida a la luz pública es un acto que depende del

orador y, sobre todo, de los objetivos que persiga mostrando esta reflexión a los demás.

Perelman menciona especialmente el caso de las sentencias dictadas por los jueces.

Éstos primero realizan una reflexión personal en la que valoran los datos a él ofrecidos, y

después de llegar a una conclusión al respecto, deben poner esta por escrito con la consabida

motivación. Es posible que las razones últimas que hayan impulsado a un juez a tomar una

decisión concreta no sean estrictamente jurídicas, ni siquiera traducibles a derecho, sino que

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85

otros factores hayan influido en inclinar la balanza de un lado o de otro, contando siempre con

el que juez busque la equidad y no otra cosa. Pero no es suficiente con que el juez comunique su

decisión y ya está. Las sentencias han de ser motivadas. Por tanto, un segundo paso es construir

un camino racional, conforme a Derecho, que justifique plenamente la solución acordada. En

este caso, la reflexión personal y la reflexión pública posterior llegan al mismo punto, pero los

caminos son muy diferentes. En uno, la reflexión íntima da lugar a la solución; en otro, es la

solución la que determina el camino que ha de seguir la reflexión pública, de modo que ésta sea

totalmente comprensible y aceptable. En este caso, la reflexión no ha dado lugar a la solución,

aunque mantenga esa apariencia.

2.2.5. El orden del discurso y su importancia para la persuasión. El exordio

Si el primer paso que todo buen orador debe realizar a la hora de concebir y desarrollar

una argumentación es conocer a su auditorio y adaptarse a él, lo siguiente que el orador debe

tener en cuenta, si quiere que la acogida de su discurso sea exitosa, es el orden en el que va a

desarrollar los argumentos. Orden y persuasión están, pues, inevitablemente conectados.

Perelman señala tres puntos de vista que se pueden tener en cuenta a la hora de

establecer un orden determinado a los argumentos. Éstos son la situación argumentativa, la

preparación del auditorio y las reacciones que suscite el discurso. Por tanto, habrá que tener en

cuenta las premisas que se quiere que sean aceptadas, los posibles efectos que puede originar el

discurso en los oyentes y por último, el orden del mismo (742-743).

Lo normal es que para defender una tesis determinada se emplee más de un argumento

—recordemos la conveniencia ya mencionada de disponer de múltiples argumentos que

abarquen los distintos perfiles que pueden existir dentro de un mismo auditorio—; cuando este

es el caso, surge la necesidad de disponerlos en el texto en un determinado orden, permitiendo

así que el efecto persuasivo de los mismos se despliegue con toda su potencia.

Para ello existen tres órdenes: el de la fuerza decreciente, el de la fuerza creciente, y por

último, el orden homérico o nestoriano, en el que los argumentos más débiles se encontrarían en

la mitad del discurso. Este último es el que Perelman destaca como el más eficaz, ya que con él

destacan fácilmente los argumentos más fuertes. En los otros dos casos, la utilización de

argumentos débiles tanto al principio del discurso como al final puede indisponer al auditorio en

contra de la tesis defendida. En el primero porque no se logra despertar su interés; en el

segundo, porque esta última idea, que con frecuencia es la única que se recuerda o, al menos, la

que se recuerda mejor, sea decepcionante (752-753). Conviene pues, antes de comenzar a

planificar el orden de los argumentos, identificar cuáles son los más fuertes y convenientes no

sólo al caso, sino también al auditorio, siendo esta identificación una parte clave de todo el

proceso argumentativo.

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Una vez que se ha producido esta identificación y ya conocemos cuáles son los mejores

argumentos, puede suceder que se identifiquen otros que, si bien no pertenecen a este grupo, sí

son susceptibles de mejorar su poder de convicción simplemente situándoles antes otra serie de

argumentos que los refuercen. Aun así, éstos seguirían siendo secundarios respecto a aquellos

cuya fuerza no depende de ningún otro. Perelman recomienda colocar estos últimos al principio

(753).

Otro punto que conviene dominar referente al tema del orden es el de las refutaciones,

sobre todo si se trata de refutar objeciones que se sospeche puedan poner en peligro el discurso

entero. Aquí Perelman recomienda empezar por esta refutación, de forma que deje el campo

libre a argumentos más favorables, incluso antes de que se produzca la acusación propiamente

dicha. Si esta refutación anticipada lo es a una objeción que se hace el propio orador, surge la

llamada prolepsis, a la que Perelman califica como «argumentativa en grado sumo». Otras

formas de refutación anticipada sería la concesión, que según la posición en la que vaya puede

ser compromiso o defensa anticipada (755)

Por último, y colocada al final del discurso de acusación, hay oradores que recurren a la

descalificación del adversario. Este recurso no siempre produce los efectos deseados, aunque sí

obliga al adversario a comenzar con una defensa.

Pero si hay una parte del discurso que influye directamente en el ánimo del auditorio,

esa es el exordio (747). Al ser su finalidad la de granjearse la simpatía y adhesión del auditorio,

resulta del todo imprescindible si se quieren logran plenos efectos persuasivos. En un exordio

hábilmente desarrollado, el orador aparece revestido de las mejores virtudes, tales como

honestidad, erudición e imparcialidad. Muchas veces estos elogios no se le suponen gracias a

sus propias palabras sino que es otra persona la encargada de realizar esta introducción

laudatoria. Además, el orador, una vez realzada su imagen ante el auditorio, debe reafirmar una

vez más, si cabe, su objetividad y respeto absoluto por la veracidad de todo lo acaecido.

En general, el exordio debe adaptarse a las características del propio discurso en el que

se inserta, además de al propio orador —no todos los estilos son convenientes para todo el

mundo— y por supuesto, al auditorio, a los contrincantes, si los hubiera, y por último al asunto

objeto de la diatriba (749).

Teniendo en mente al auditorio, en el exordio se puede intentar acrecentar la autoestima

de aquel, resaltando aquellas cualidades que lo hacen susceptible de tomar una buena decisión,

tales como el sentido común y la buena voluntad. También debe incluir algún punto que

destaque el singular interés del tema tratado.

En cuanto a la tesis o postura que el orador va a defender, Perelman ofrece dos

posibilidades, de acuerdo a las circunstancias del caso. Si la tesis no presenta ningún escollo o

tema extraordinario que pudiera suscitar recelo, se puede empezar directamente por su

enunciación, sin necesidad de preparar al auditorio para ello. La otra posibilidad es comenzar a

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87

desarrollar una discusión en la cual poco a poco se introduzca esta tesis, que quedará como

surgida del intercambio de ideas e impresiones que allí ha tenido lugar. Al presentarse como el

final inevitable de un razonamiento lógico, se espera que el auditorio la acepte sin problemas

(752).

Por lo demás, en los tratados clásicos como Rhetorica ad Herennium, se califica de

ordo artificiosus a aquel que se aparta del orden que el arte retórico considera como “normal” o

también llamado “natural”. Así, el ordo naturalis sería la ordenación normal de las partes del

discurso y el ordo artificialis sería la modificación del anterior. Mencionado también por otros

autores clásicos, entre ellos Quintiliano25, la utilización de un orden u otro dependerá de las

circunstancias de la causa; las cuales pueden determinar que un momento u otro se altere este

orden normal para así resaltar o esconder algún elemento. Vuelve a quedar probado así que el

orden del discurso tiene un marcado carácter pragmático, afectando directamente a la capacidad

persuasiva de éste (cf. Albaladejo, 1991: 122-123).

2.2.6. Recursos argumentativos que ayudan al poder persuasivo del discurso

La amplificación (amplificatio): Mediante la amplificación determinados elementos del

discurso retórico experimentan un aumento en su desarrollo o intensidad, de manera que se

influye en el ánimo y disposición del auditorio Es decir, mientras que la argumentación simple

beneficia el crédito del discurso, la amplificación, además, es capaz de mover los sentimientos

del auditorio.

Relacionado con la inventio, la dispositio y la elocutio, Vico señalaba cinco formas de

amplificación: comparatio, ratiocinatio, incrementum, congeries y pulimento (expolitio)

(2004:67). Mediante la comparatio se añadían al discurso ejemplos con los que comparar los

hechos de la causa. Según Vico, se emplea aquí no para probar, sino para acrecentar o atenuar,

consiguiendo que el objeto de la misma parezca mayor o menor. La ratiocinatio o silogismo es

una inclusión de las circunstancias que rodean al hecho para que así el auditorio desarrolle un

razonamiento que le permita conocer mejor los hechos. Vico define el silogismo como

«partiendo de aquello que acrecentamos, dejamos aún por conjeturar algo mucho mayor». El

incrementum permite que el discurso crezca gradualmente, pasando de lo menos a lo más, a

través de las continuas menciones del orador, con expresiones que cada vez lo presentan como

algo con mayor importancia. La congeries,o acumulación, consiste en la suma de expresiones

sinónimas relativas al elemento que se quiera amplificar, haciéndolo parecer más de lo que es en

realidad (cf. Lausberg, 403-406). Vico menciona como ejemplo las aglomeraciones de diversos

hechos en uno sólo, «como en un montón», para así sugerir la idea de virtud o vicio —según se

25 Institutio oratoria, 4, 2, 83-84

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trata de acumulación de acciones positivas o negativas—, despertando así sentimientos de

admiración o desprecio en el auditorio (Vico, 68-69).

Pero sin duda es la figura del “pulimento” o expolitio la más original, pues permite

presentar una misma cosa con distintas formas discursivas, de modo que cada una de las veces

parezca una cosa diferente. Resulta muy útil cuando se quiere grabar en la mente del auditorio

algún dato; necesitando mencionarlo muy a menudo pero evitando caer en la pura repetición, a

menudo desaconsejable tanto desde el punto de vista estilístico como psicológico.

Tomás Albaladejo, en su Retórica (108), menciona también dentro de los recursos

argumentativos a la sermocinatio, por la que se añaden al discurso expresiones de estilo directo

—dichos, pensamientos o monólogos— o incluso fragmentos de diálogos de personajes reales o

de ficción, creando una estructura dialogística

2.2.7. Cualidades de la elocutio. El decorum

Explica Albaladejo (1991) como a través de la elocutio los clásicos buscaban una

microestructura que, al tiempo que permitía que el destinatario comprendiera la totalidad del

texto, desplegando éste todos los efectos deseados, fuera a su vez bella y atractiva como para

atraer su atención y mantenerla a lo largo de todo el discurso. Así pues, la elocutio permite

captar el interés del interlocutor, siendo este uno de los objetivos principales de la Retórica,

pues no es posible persuadir a quien no presta atención o no está interesado.

Señala también este autor como las normas de elaboración de esta microestructura del

texto que propone la Retórica clásica pueden aplicarse perfectamente en la actualidad, siendo

una de estas normas la exigencia de que el texto posea las llamadas “cualidades elocutivas”, sin

las cuales no podría desplegar sus efectos persuasivos. Estas cualidades serían la puritas,

perspicuitas, ornatus y urbanitas. (Albaladejo124 y ss).

Puritas o pureza lingüística se refiere a la utilización correcta y adecuada de la lengua,

observando las reglas gramaticales y empleando una expresión correcta. Es imprescindible,

pues, un orador que domine la lengua en la que se va a redactar el texto.

Perspicuitas hace alusión a la claridad expresiva, cualidad imprescindible para que el

texto sea comprensible, y por tanto, se pueda lograr el fin persuasivo que se pretende. Su

opuesto sería la obscuritas, que a su vez originaría que la elocutio careciera de claridad y no

fuera comprensible.

Por su parte, la urbanitas responde a la elegancia estilística, que posibilita que el

discurso sea recibido con agrado y provoca una buena impresión general en el auditorio.

Depende de la puritas en la medida en que un correcto dominio de la lengua facilita la

consecución de una expresión bella y elegante.

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89

La última cualidad, el ornatus, está directamente relacionada con la teoría de los tres

estilos que desde la Antigüedad clásica se viene repitiendo, con defensores de la talla de

Cicerón, Quintiliano y Virgilio. Estos tres estilos —alto, mediano y bajo (gravis, mediocris,

humilis) forman el genera elocutionis o genera dicendi, y están directamente relacionados con

las tres funciones clásicas de la Retórica, movere, delectare y docere, respectivamente. El

ornatus, pues, es una cualidad importante si se quiere lograr este movere, delectare y docere del

discurso retórico, ya que se trata de la elaboración artística mediante la cual se provocará en el

receptor del discurso un deleite estético. Resulta también imprescindible para vencer el tedio y

el hastío que pueden embargar al auditorio una vez el discurso lleva un tiempo de desarrollo. Si

el auditorio pierde el interés, pierde también la atención y por tanto habrá partes del mismo que

no lleguen, dificultando su comprensión total. El ornatus permite que la parte elocutiva del

texto resulte agradable e interesante, provocando una actitud positiva en el auditorio y

facilitando la recepción del mensaje. Al mismo tiempo, responde a otra de las necesidades de la

elocutio como es el conmover, tocar el ánimo del receptor, tornándole favorable al orador y a su

pretensión (Albaladejo, op.cit: 129).

Por tanto, tal y como indica Lausberg, el éxito persuasivo se garantizaría a través del

adorno, la excelencia de la expresión, y de la eficacia artística (538 y ss).

Por último, otro elemento importante que se debe tener presente a la hora de asegurar el

efecto persuasivo del discurso, es el decorum, también llamado accomodatum o aptum. El

decorum responde a la adecuación necesaria entre las ideas y las palabras del discurso, es decir,

entre su fondo y su forma. Chico Rico (2002) indica que esta adecuación también comprende a

la que debe existir entre el discurso y el contexto en el que se produce. Esto a su vez se

relaciona con la actividad recopiladora que se realiza en la inventio, la actividad organizativa de

la dispositio y por último la actividad constructora de la elocutio, las cuales han de adecuarse

igualmente unas a otras, y más tarde todas entre sí con el acto final de la actio o pronuntiatio. Es

por tanto, «un principio de estructuración de la textualidad y de la comunicación retórica», que

afecta a la coherencia del texto retórico y del que dependen su conveniencia y efectividad

(Chico Rico184-185).

Por tanto, siguiendo las premisas de la Retórica clásica, el objetivo persuasivo que todo

texto retórico pretende dependerá de la construcción adecuada del texto, con la presencia de las

cualidades de la puritas, perspicuitas, ornatus y decorum. Esta exigencia sigue siendo válida en

la actualidad.

2.3. Nociones de lógica formal. La lógica jurídica.

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En los epígrafes anteriores se ha estado tratando el tema de la argumentación jurídica

como parte fundamental del discurso jurídico, ya que engloba tanto la causa del mismo —cuáles

son las razones por las que dicho discurso tiene lugar— como la forma que reviste.

Concretamente esta última parte parece incluso más importante que la primera, ya que se ha

comprobado que de razonamientos que a priori podrían considerarse “débiles” desde el punto de

vista argumentativo, y simplemente a través de la forma en la que son presentados, se puede

extraer argumentos muy útiles para los objetivos finales del discurso jurídico, presididos en todo

caso por la necesaria capacidad persuasiva de éste.

Pero de dónde proviene este razonamiento previo a la argumentación jurídica? ¿Se trata

de los mismos resortes que se ponen en marcha para extraer razonamientos en otras ciencias

menos “inciertas”, como las matemáticas o la física? ¿O tal vez hay que partir de una manera de

pensar y obtener conclusiones completamente diferente y única para la ciencia jurídica? Tal vez

sea conveniente detenerse un momento en los conceptos de lógica y lógica jurídica y analizar

los procesos mentales que se esconden tras una argumentación, pues siendo el objeto de esta

tesis el estudio de determinadas obras literarias que entre sus fines y ulteriores motivos

esconden una intención jurídica o relacionada con el Derecho, identificar estas argumentaciones

y los razonamientos de los que parten resulta imprescindible.

Una vez más, se trata de un breve comentario acerca de un tema mucho más amplio y

complicado. Mucho podría escribirse acerca de lógica y lógica jurídica, pero eso daría lugar a

otro tipo de disertación y se desviaría del tema central. Se ofrecen a continuación, por tanto,

unos apuntes mínimos, esperando con ellos poder explicar, o al menos dibujar una línea de

conexión entre las motivaciones que se esconden tras determinados argumentos, y si es la

naturaleza de estas motivaciones lo que determina el carácter de los mismos. Es decir, si la

calificación de argumento jurídico proviene de la naturaleza de la motivación de la que parte, o

por el contrario son otros factores los que deciden si una argumentación es jurídica o no.

Para hablar de lógica y razonamiento jurídico, —como una actividad previa necesaria

de la que se parte para llegar a la fase de argumentación—, resulta útil comenzar con una breve

diferenciación entre lógica jurídica y lógica formal. Los tres autores que se consideran fueron

precursores de la teoría de la argumentación jurídica hoy vigente –Viehweg, Perelman y

Toulmin26— partieron de la base de rechazar la lógica formal deductiva como punto de partida

sobre el que se desarrollaba dicha teoría de la argumentación.

Manuel Atienza (6) distingue entre aquellas disciplinas que estudian la justificación

formal de los argumentos, es decir, las condiciones bajo las cuales un argumento puede

considerarse justificado, y la lógica material o informal, que estudia aquellas otras condiciones

bajo las que un argumento, en un campo de estudio concreto, se considera aceptable. Dentro de

26 Tópica de Viehweg, Nueva retórica de Perelman y Lógica informal de Toulmin.

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esta segunda lógica material se encontrarían precisamente tanto la retórica como la teoría

estándar de la argumentación jurídica, que estudia cómo se justifican de hecho las decisiones

jurídicas y cómo se deberían justificar.

Remite este autor a la definición de argumentación lógica deductiva que ofrece

Quesada: «Tenemos una implicación o una inferencia lógica o una argumentación válida

(deductivamente), cuando la conclusión necesariamente es verdadera si las premisas son

verdaderas”27, añadiendo además que la lógica deductiva, presentada como un sistema de reglas

de inferencia, es la que mejor se ajusta a la manera natural de razonar, ya que frecuentemente se

parte de enunciados con un valor de certeza indeterminado o incluso declaradamente falso,

pudiendo llegar con ellos a enunciados que pueden ser tanto verdaderos como falsos. Siendo lo

único determinante para una regla de inferencia la necesidad de llegar a una conclusión

verdadera si las premisas a su vez lo son (12).

Los problemas surgen cuando hay que aplicar esta lógica formal deductiva en el campo

del Derecho, situado fuera del alcance de las llamadas ciencias formales. Los criterios de

corrección que suministra la lógica formal pueden entonces no ser aplicables. Atienza señala el

problema entre la distinción de argumentos válidos y aquellos que pareciendo válidos, no lo son

—falacias—, algo que no consigue realizar del todo la lógica deductiva, que sólo proporciona

instrumentos necesarios para hacer frente a falacias formales. A esto se le añade que en Derecho

no tiene sentido aplicar los conceptos de verdadero o falso a las normas, que son fuente de

buena parte de las argumentaciones que en este campo se realizan. Por tanto, las reglas de la

lógica se aplicarían a los actos de pensamiento, pero no a los actos de voluntad normativos

(op.cit.: 13-14).

Si uno de los límites de la lógica deriva precisamente de su carácter formal, otro deriva

de la necesidad del paso de las premisas a la conclusión. En Derecho, además de manejar la

llamada justificación interna28, que parte de la validez de una inferencia a partir de premisas

dadas, también tiene cabida la justificación externa, que es aquella que “somete a prueba el

carácter más o menos fundamentado de sus premisas” y que, a diferencia de la justificación

interna, va más allá de la lógica en sentido estricto (Atienza, op.cit.: 26).

Por tanto, Atienza concluye que la tanto la argumentación jurídica va más allá de la

lógica jurídica, pues existen otras perspectivas desde las que analizar los argumentos jurídicos

como la psicología o sociología; como la lógica jurídica es mucho más que el simple estudio de

la argumentación jurídica, con un campo de actuación mucho más amplio. Para ello utiliza una

distinción de Bobbio acerca de la lógica jurídica, constituida tanto por la lógica del derecho

27 Quesada, Daniel, La lógica y su filosofía. Introducción a la lógica, Barcelona: Barcanova, 1985, p. 9. Aquí citado por

Atienza en 2005: 12 28 Aquí Atienza maneja la terminología de Jerzy Wróblewski en «Legal Decision and its Justification», Le raisonement

juridique, Actas del Congreso Mundial de Filosofía Jurídica y Social, Bruselas 1971, pp. 409-419; y “Legal Syllogism and Rationality of Judicial Decision”, Rechstheorie, núm. 5, 1974, pp. 33-34.

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como por la lógica de los juristas29, así como la «Teoría de la consecuencia lógica» de Klug, por

la que se distingue la validez o invalidez de los argumentos desde una perspectiva lógico-

formal. Para Klug, la lógica jurídica sería una parte especial de la lógica general, elaborada a

partir de las modalidades deónticas de obligación, prohibición y permisión. Klug distingue entre

el silogismo jurídico —o forma básica del razonamiento jurídico—, que sería una aplicación al

campo del Derecho del silogismo tradicional modus barbara; y los argumentos específicos de

la lógica jurídica, entre los que se incluyen la analogía, el razonamiento e contrario, a fortiori,

ab absurdum y los argumentos interpretativos30. A ellos se les suma Kalinowski, que califica de

razonamientos jurídicos a aquellos que vienen exigidos por la vida jurídica, distinguiendo entre

los argumentos lógicos, los retóricos y los propiamente jurídicos31; y separando los

razonamientos normativos, en los que al menos una de las premisas y la conclusión son normas,

de aquellos que sólo serían jurídicos “por accidente” (op.cit.: 26-28).

Así pues, una vez que la actual teoría de la argumentación jurídica parte del rechazo de

la lógica formal como medio para explicar y analizar el razonamiento jurídico, es necesario

adentrarse un poco más a fondo en el concepto y alcances de la denominada lógica jurídica, ya

bien se la considere una parte de la lógica formal o completamente independiente de ésta.

Como ya se vio anteriormente, la lógica jurídica sigue el camino opuesto a la lógica

formal en el sentido de que no trata de verificar las conclusiones obtenidas sino las premisas a

partir de las cuales el juez extrae las conclusiones, con la peculiaridad añadida de que

desaparece la relación de necesidad entre premisas y conclusiones, ya que un conflicto puede

tener distintas soluciones y todas válidas, sin que ninguna de ellas se imponga a las demás como

necesaria (Martínez 286).

Si se considera, pues, a la lógica jurídica, como el conjunto de operaciones intelectuales

que realizan los juristas en el desarrollo de su actividad profesional, hay que adentrarse en

identificar estas operaciones, o más concretamente, su singularidad, lo que las hace diferentes

—según su esquema argumentativo— de otras operaciones —razonamientos— que no se

consideran jurídicas.

En primer lugar, hay que establecer una definición de razonamiento jurídico, ya que, al

igual que sucedía con la lógica, puede verse de dos maneras distintas: por un lado, como una

aplicación a la ciencia jurídica del concepto general de razonamiento; por otro, como un tipo

29Norberto Bobbio distingue entre la lógica del derecho, que se ocuparía del análisis de la estructura lógica de las normas,

de la lógica de los juristas, que estaría centrada en los razonamientos realizados por los juristas teóricos o prácticos, en Bobbio, N. y Conte, A., Derecho y lógica. Bibliografía de la lógica jurídica (1936-1960), México, UNAM, Centro de Estudios Filosóficos, 1965..

30 Según Atienza, esta teoría resulta insuficente porque Klug no tiene en cuenta la lógica de las normas, o deóntica. La obra de Klug citada por Atienza es Juristische Logik (Lógica Jurídica, trad. de Gardella, J.C. de la 4ª ed. alemana de 1982, Bogotá: Temis, 1990).

31 Atienza desarrolla esta distinción de los razonamientos jurídicos de George Kalinowski según la cual los razonamientos lógicos serían los de coacción intelectual, los retóricos responderían a la persuasión, y los propiamente jurídicos serían aquellos basados en presunciones, prescripciones, ficciones, etc, establecidas por ley. La obra citada es Introducción a la lógica jurídica. Elementos de semántica jurídica, lógica de las normas y lógica jurídica (trad. de Casaubón, J.L., y supervisión de Vernal, J.L., de la ed francesa de 1965), Buenos Aires: Eudeba, 1973.

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especial y diferenciado de razonamiento, con sus propias características. Esta segunda acepción

parece la más utilizada entre los juristas y también es la base sobre la que los autores de las

nuevas teorías de la argumentación construyeron éstas en los años 50.

Estas teorías, como ya se vio anteriormente, se separaban de la lógica formal deductiva

como base del razonamiento y la argumentación jurídica. Viehweg partió de la noción

tradicional de tópica como peculiaridad del razonamiento jurídico; siendo la contraposición

entre lógica y tópica una de las ideas centrales de su obra (Atienza 30). Viehweg afirmaba que

lo racional excedía a la lógica formal, y que lejos de ser antagónicas, lo que existía era dos tipos

de lógica, formal y dialéctica, en la que la segunda incorporaba aspectos de la primera. La

tópica, que presentaba como una técnica de la retórica, era lo que posibilitaba encontrar

fundamentos para la argumentación (Garate 210). Perelman enfrentó los argumentos lógico

deductivos a los retóricos, muy apropiados para el Derecho ya que, en vez de tratar de asentar

verdades evidentes, intentan demostrar que una determinada acción o decisión es plausible o

razonable, centrando sus esfuerzos en la persuasión del auditorio. Consideraba que la

argumentación jurídica era el paradigma de la argumentación retórica (Atienza, 2005: 62). En

cuanto a Toulmin, su concepto de argumentación se aleja de la perspectiva puramente formal,

prefiriendo un enfoque procedimental y dialéctico, lo que llamó “lógica operativa”, construida

por y para el Derecho, llegando incluso a equipar a la lógica con una jurisprudencia

generalizada.32

Más adelante, en la década de los sesenta, se deja de oponer razonamiento jurídico y

razonamiento deductivo y se considera que el primero es de tal complejidad que necesitaría de

otros recursos además de la lógica formal. MacCormick33, por ejemplo, afirma que en los casos

difíciles en los que existan problemas de prueba o de interpretación de la norma, el

razonamiento deductivo no sería suficiente para justificar las decisiones judiciales. Alexy34, por

su parte, considera a la argumentación jurídica como un caso especial de discurso práctico

general, definido por una serie de reglas que van más allá de lo formal y deductivo (Vega y

Olmos 333).

Lo cierto es que no pueden entenderse las peculiaridades de la argumentación jurídica

sin una visión general del contexto en el que esta argumentación tiene lugar, que es,

32 Theodor Viehweg reinvindica el uso del modo de pensar tópico o retórico para el mundo del Derecho, su obra Topik

und Jurisprudenz vio la luz en 1953 y tuvo un gran éxito entre los teóricos del derecho europeos, pasando a formar parte de las conversaciones acerca del método jurídico. Chaim Perelman publica en 1985, en colaboración con Olbrecht-Tyteca La nouvelle rhetorique. Traité de l’argumentation, como obra cumbre de una serie de estudios acerca del papel de la retórica en la argumentación jurídica. Por último, las ideas fundamentales de Toulmin están expuestas en su libro The Uses of Argument, de 1958, en el que recoge trabajos anteriores acerca de la lógica como modo de pensar, argumentar e inferir de los hombres, en contraposición a la ciencia de la lógica, autónoma y despreocupada de la práctica, por lo tanto no puede explicar la mayor parte de los argumentos de ningún ámbito, incluido el científico y con la excepción de las matemáticas puras. Propone pues un modelo de lógica practica y operativa, no teórica, con la jurisprudencia como modelo.

33 MacCormick, Neil, Legal Reasoning and Legal Theory, Oxford University Press, 1978. 34 Alexy, Robert, Theorie der juristischen Argumentation, 1978. Existe una version castellana, Teoría de la

argumentación jurídica, trad. M. Atienza e I. Espejo, Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1989.

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principalmente, la actividad judicial y jurídica desarrollada por los profesionales del Derecho en

el entorno de juzgados y tribunales.

La labor estos profesionales del Derecho, no obstante, difiere mucho según el tipo de

trabajo que realicen, y por tanto también difiere su forma de argumentar. Los abogados,

partiendo de una situación inicial dada, tratan de obtener un resultado concreto a través de los

medios legalmente disponibles, que son las leyes y la jurisprudencia aplicable. Lo fundamental

de su tarea, lo que los convierte en buenos o malos profesionales, es el modo en que utilizan, y

sobre todo, que presentan estos medios. Las leyes están ahí al alcance de todos, pero el buen

abogado sabe identificar la que mejor pueda venir a la causa, y después presentar tanto esta

causa como la norma o jurisprudencia que la pueda beneficiar del modo más persuasivo posible,

de modo que quien tenga que decidir se convenza de que los hechos fueron como él dice y la ley

aplicable es la que él le presenta.

Los jueces, por su parte, parten de normas generales para llegar a conclusiones

concretas e individuales, siendo el puente entre una y otra la argumentación. Como se puede

apreciar, ambos profesionales recurren al Derecho de fondo para argumentar, siendo ésta una de

las peculiaridades de la argumentación jurídica: la intervención necesaria de un conjunto

normativo de reglas, ya sea escritas o consuetudinarias. A su vez, todos los actos humanos

pueden ser vistos desde la perspectiva de un profesional de la justicia, y por tanto considerarse

jurídicamente significativos (Garate 210). Por tanto, otra peculiaridad del razonamiento jurídico

sería que puede partir de varias perspectivas diferentes, según el campo del derecho del que se

trate, la institución jurídica o el tipo de profesional (jueces, abogados, fiscales,etc) (Vega y

Olmos 2011).

La lógica que se emplea en el razonamiento filosófico tiene una función instrumental o

técnica, ya que al establecer las reglas de la correcta reflexión racional, se preocupa sólo por la

forma en que ésta se instrumenta, no por su contenido. Así, un razonamiento puede ser

elaborado de forma correcta y sin embargo llegar a una conclusión falsa. Solamente la presencia

de premisas verdaderas nos llevará, junto a un correcto razonamiento, a una conclusión

verdadera. Por tanto este razonamiento correcto puede considerarse válido porque nos permite

llegar a conclusiones, al menos, verosímiles, aproximándonos a lo verdadero pero sin la fuerza

de la evidencia (Garate 211). Esto es importante porque a la hora de emplear el razonamiento

dialéctico, propio del Derecho, hay que partir de premisas verosímiles, que aunque no sean

verdaderas, sí al menos parezcan probables y puedan ser generalmente aceptadas (196). Esta es,

pues, otra de las peculiaridades del razonamiento jurídico, su necesidad de premisas

verosímiles, probables y susceptibles de ser aceptadas de forma general, sin importar realmente

el concepto de verdad, que aquí es sustituido por el de utilidad. Antes de proseguir, indicar que

no se puede confundir el concepto de verdad con el de justicia, ya que aunque en derecho las

premisas auténticas no son imprescindibles, sí se intenta que, al menos, la conclusión sea justa.

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Es más, es frecuente que se alcancen conclusiones perfectamente justas a partir de premisas

meramente verosímiles. A esto se volverá un poco más adelante.

Aparte de esto, otra característica peculiar de la lógica jurídica reside en la noción de

consenso, siendo el Derecho un sistema perfectamente capaz de funcionar aún sin que exista

acuerdo entre todos los actores, y en su capacidad de dar sentido a lo ambiguo (Atienza 31). Lo

cierto es que la argumentación jurídica parte de una controversia, luego el acuerdo entre las

partes siempre es difícil. En la mayoría de los casos, el fin de la controversia sólo se alcanza a

través de la vía de autoridad, en este caso la autoridad judicial (a diferencia de otras ciencias en

las que las controversias no se resuelven sino que las partes permanecen en sus posiciones,

como la filosofía). Esta autoridad judicial presenta un papel central en la teoría de la

argumentación de Perelman, que considera al procedimiento judicial el contexto perfecto para la

manifestación del razonamiento jurídico (Atienza 62-63).

Precisamente, esta distinción entre razonamiento analítico y dialéctico al que aludíamos

antes es uno de los punto de partida de Perelman, situando a este último como el apropiado para

deliberaciones y controversias, y fijando al discurso retórico como su arma principal. Por tanto,

mientras que la lógica formal se ocuparía del razonamiento analítico, la lógica jurídica

estudiaría el razonamiento dialéctico, dentro del que se ubica la argumentación jurídica.

Resulta especialmente interesante la conexión que establece Perelman entre el

razonamiento jurídico y el concepto de justicia, entendiendo que este tipo de razonamiento no

puede desentenderse de la justicia del resultado. Al contrario, afirma que desde siempre, los

juristas han intentado que a través de las técnicas empleadas en el razonamiento jurídico se

llegue a un resultado lo más justo posible, o al menos socialmente aceptable (Perelman, [1976]

1979: 20).

Asimismo, al partir la solución al conflicto jurídico de una decisión, se establece otra

diferencia importante con el proceso lógico que lleva de las premisas a la conclusión. En éste, el

paso de uno a otro es necesario; mientras que para la decisión, que suele ser el medio a través

del que finalizan los conflictos en Derecho, no existe esta necesidad, pues en la naturaleza de la

decisión está la posibilidad de que ésta sea en un sentido o en otro, o incluso la posibilidad de

no tomar decisión alguna (Perelman, op.cit.: 11).

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CAPÍTULO III. El lenguaje jurídico y su papel en las

relaciones entre Derecho y Literatura.

3.1. Funciones y formas del lenguaje: el lenguaje jurídico

como lenguaje de especialidad

Pocas cosas a la vez tan simples y tan complejas como el lenguaje. Signos y sonidos a los

que se les otorga un significado específico y que son intercambiados en un contexto

determinado para transmitir información concreta. Ésta, aunque no lo parezca, es la parte

simple. Porque el lenguaje, incluso el más rudimentario y básico, va más allá de la mera

transmisión de información. O al menos, la información que con él se transmite va más allá de

los signos y sonidos que lo representan.

A través del lenguaje tienen lugar manifestaciones de índole personal, colectiva, histórica

y social. Un lenguaje puede representar a un grupo étnico, una época histórica, una moda socio-

cultural o un colectivo científico. Y todo ello permaneciendo en su nivel más superficial, porque

una vez se ha desentrañado la primera capa de información que el lenguaje nos proporciona, aún

hay más niveles de información encriptada que, consciente o inconscientemente por parte del

emisor, ha sido transmitida junto al mensaje principal. Incluso las reglas por las que se ordenan

los signos lingüísticos, y que nos permiten hablar de corrección o incorrección, varían según

estemos hablando ya no de una lengua u otra, sino de diferentes etapas históricas o situaciones

geográficas.

Además, tampoco se puede obviar el hecho de que la misma expresión en diferentes

contextos puede tener diferentes significados. Todas estas circunstancias evidencian una

complejidad que merecería mucho más que un epígrafe, por lo que como ocurría en anteriores

ocasiones, se comentarán aquellos aspectos más relevantes relacionados con el lenguaje

jurídico, pero sin entrar en profundidad en ninguno de ellos.

3.1.1.) El léxico jurídico. Vocablos propios y “prestados”

Después de todo lo visto anteriormente, si se opta por considerar al lenguaje jurídico

como un lenguaje técnico, diferenciado del lenguaje común —y de otros lenguajes técnicos

existentes— y dotado de características especiales propias, éste podría definirse como aquel que

regula las relaciones humanas en una sociedad civilizada, bien conformando principios, normas

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y reglas de comportamiento en las que predomina un tono de obligatoriedad o autoridad; o bien

simplemente permitiendo el desarrollo de actividades de corte jurídico necesarias para el

desenvolvimiento de la vida cotidiana.

Esta última parte de la definición merece una breve reflexión aparte, ya que el lenguaje

jurídico abarca, por supuesto, todos aquellos vocablos con significado jurídico, que nacieron por

y para el Derecho, pero también es el lenguaje que emplean los profesionales que al Derecho se

dedican, y en esta última categoría, como se verá más adelante, el espectro de lo que puede

considerarse “lenguaje jurídico” se amplía considerablemente.

Los términos que integran el vocabulario jurídico presentan una gran variedad, sobre todo

en lo que respecta a su procedencia. La mayor parte del lenguaje jurídico que se emplea en

lengua castellana proviene del latín, lógico por otra parte al ser ésta una lengua romance

(abogado, usufructo, delincuente). Por ello, muchos de los vocablos jurídicos en castellano son

iguales o parecidos al de otras lenguas romances. También, aunque en menor medida, se

pueden encontrar términos procedentes del griego (hipoteca).

No puede obviarse el ingente desarrollo que el Derecho experimentó durante la época

romana, siendo una de las disciplinas a la que más y con más fervor se dedicaron, y que más

tarde ha constituido uno de sus mayores legados a la humanidad. Muchos regímenes legales

occidentales sientan sus bases en el derecho romano, y el sistema jurídico español no es una

excepción. Al contrario, todavía hoy en día se pueden identificar fácilmente en cualquier texto

de corte jurídico una fuerte presencia de vocablos procedentes del latín, cuando no directamente

latinos, y de tecnicismos del mismo cuño.

A medida que la ciencia jurídica ha ido desarrollándose, ha necesitado incorporar nuevos

vocablos, recurriendo para ello casi automáticamente a la fuente inagotable del derecho romano.

Cuando esta incorporación se producía apropiándose directamente del término latino, sin

ninguna transformación fonética para adaptarlo al castellano, se producía lo que se denomina un

“cultismo”. Estos cultismos proliferan en el lenguaje forense, dotándolo de una apariencia muy

característica que lo hace inconfundible (ab intestato, referéndum). Junto a ellos, encontramos

los aforismos y sentencias, todavía hoy frecuentemente empleados en su versión latina (non bis

in ídem; pacta sunt servanda).

Pero sin duda otra particularidad del lenguaje jurídico es el empleo de palabras propias

del vocabulario de la lengua común, que al emplearse en Derecho adquieren un significado

especial (auto, sala, vista). Actualmente, son muchas las ciencias y disciplinas que aportan

nuevos vocablos al Derecho, produciéndose estas incorporaciones cuando el Derecho entra a

regular las mismas.

Ya fuera del léxico jurídico propiamente dicho, existe lo que podría denominarse como

cierto “argot” forense, o forma de hablar peculiar que denota la pertenencia a la profesión

jurídica. Se trata de vocablos cuyo significado no tiene nada que ver con el Derecho, pero que

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de alguna manera, al entrar en contacto con el contexto judicial, adquieren otro significado que

sí está relacionado con lo jurídico, siendo este segundo significado sólo conocido por quienes se

dedican habitualmente a esta práctica. Se trata de expresiones tales como “tocar el piano”,

“entrar al trullo”, “cantar”, etc.

Como puede verse, el lenguaje jurídico presenta una gran variedad y riqueza, y por ello su

empleo se ve también frecuentemente sometido a errores e incorrecciones, en su mayoría

originados por el desconocimiento del verdadero significado de los vocablos o su empleo

irreflexivo en contextos que no le son propios. Estos errores, en su mayoría inocuos y que pasan

desapercibidos, pueden dar lugar también a controversias de mayor o menor alcance. Por

ejemplo, no es lo mismo licencia, que autorización, que concesión. El empleo indiscriminado e

indistinto de cualquiera de estos términos podría dar lugar a un conflicto de corte

administrativo, cuyas consecuencias fueran la interposición de recursos, sanciones, o incluso la

generación de nueva doctrina o jurisprudencia. Muchas veces, el error proviene del uso de

términos propios de una rama del Derecho en otra rama distinta, ya que la misma palabra puede

tener significados ligeramente distintos en derecho administrativo que en derecho civil, por

ejemplo. Esta ligera diferencia, que puede parecer pequeña a simple vista, puede dar lugar en

Derecho a resultados completamente diferentes, ya que en esta disciplina un ligero cambio de

matiz puede implicar, por ejemplo, la libertad de una persona o su privación de libertad, que sea

llamado como testigo o imputado, o simplemente que pueda considerarse autorizado o no para

realizar determinada acción.

Bien sea por herencia, bien por el desarrollo de la propia experiencia jurídica, el lenguaje

jurídico está conformado por un grupo dinámico y cambiante de palabras, provenientes de las

fuentes más diversas, que tienen como fin regular las relaciones humanas, ya sea con un objeto

práctico o con un fin prescriptivo.

3.1.2.) La teoría de los actos de habla

El hablante, al enunciar, está transmitiendo una información y, a la vez, realizando una

acción. Al tiempo que dice algo, hace algo. Y ésta precisamente es la base de la Teoría de los

actos de habla, según la cual siempre que se emite un enunciado se están realizando acciones o

cosas a través de las palabras, demostrando que el lenguaje tiene más usos que el de describir un

hecho o un estado de cosas, y que las oraciones no siempre pueden catalogarse como

verdaderas o falsas. Los actos de habla forman parte del comportamiento humano en su

interacción social, y como un aspecto más de esta interacción deben ser considerados (Cifuentes

52).

La primera formulación de los actos de habla la realizó John L. Austin en su obra Como

hacer cosas con palabras, donde los define como un tipo de acción que emplea la lengua

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natural y que está sometida a determinadas reglas convencionales generales y principios

pragmáticos de pertinencia (Austin 6). Más tarde, John Searle profundizó en el tema con su obra

Actos de habla, donde considera a esos últimos como la unidad mínima de la comunicación

lingüística. Para Searle, hablar un lenguaje es realizar actos de habla, y éstos son posibles

gracias a determinadas reglas sobre el uso de los elementos lingüísticos de acuerdo a las cuales

son realizados (Searle 25-26).

En cuanto a Habermas, para él los actos de habla también son las unidades mínimas del

lenguaje, los cuales le dotan de un sentido determinado. El acto de habla estaría compuesto por

dos elementos, el proposicional y el ilocucionario. El elemento proposicional describe un estado

de cosas, mientras que el ilocucionario describe un estado de ánimo. También se diferencian en

que el primero expresa lo que dice, y el segundo expresa la intención con que se dice. Para este

autor, hay tres tipos de acto de habla importantes: los actos de habla regulativos, los

constatativos y los expresivos. Los primeros tendrían como elemento iloucionario una norma;

los segundos una constatación y los terceros una expresión subjetiva (Habermas 162-280).

Los actos de habla se caracterizan por su autorreferencia o reflexividad, por la que se

presentan al mismo tiempo que representan; y por sus condiciones especiales de emisión, por las

que se regulan las circunstancias bajo las que deben emitirse los actos de habla para que surtan

efecto.

En cuanto a sus tipos, pueden ser directos o indirectos. En los actos de habla directos se

percibe inmediatamente la intención del emisor; su fuerza intencional es explícita. Los actos de

habla indirectos, sin embargo, son aquellos en los que no existe correspondencia entre el tipo de

oración y el acto de habla, cuando el emisor quiere decir algo diferente a lo que realmente está

expresando. Esto nos lleva a lo que se mencionaba al principio acerca de los múltiples niveles

de significación del lenguaje, es importante en relación a los actos de habla ya que la forma

lingüística empleada por el emisor es sólo una indicación para el receptor para desentrañar el

significado e intención del mensaje. Por ello, el acto sólo tiene lugar plenamente una vez el

receptor ha realizado un trabajo interpretativo del mensaje, que como se veía, va más allá de su

literalidad (Cifuentes 53-54).

Estos conceptos de interpretación e intencionalidad son importantes a la hora de

relacionar actos de habla y lenguaje jurídico, ya que aún sin haber oído hablar jamás de esta

teoría, intención e interpretación son vocablos inevitables en Derecho, es más, incluso

necesarios. Actos directos e indirectos aparecen repetidas veces en el lenguaje empleado por

profesionales de lo jurídico, ya sea particulares o instituciones. Sí que es verdad que en

determinadas situaciones que necesitan de una especial asertividad, lo normal será encontrar

actos de habla directos, pues obviamente son menos propensos al error interpretativo; pero eso

no significa que no encontremos actos de habla implícitos —indirectos— en Derecho, incluso a

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nivel institucional, como ocurre por ejemplo con algunos casos de autorización administrativa

(Cifuentes, op.cit.:59).

Al hablar de la labor interpretativa en el Derecho, Cifuentes Honrubia cita a Hernández

Marín y a Alcaraz35 para explicar los distintos tipos de interpretación que pueden tener lugar en

Derecho —lingüística, doctrinal e usual— y la relación del primer tipo con aquellos

significados que pueden valorarse en términos de verdad o falsedad, aunque también se

considere aquí la importancia del contexto en el que se construye y emite el texto. En general,

las dos vías más frecuentes de análisis del lenguaje forense serían la autoría del mismo, y la

determinación del significado de palabras, oraciones y enunciados textuales (Cifuentes 46).

En lo referente a este trabajo de investigación, la intencionalidad del emisor a la hora de

construir y emitir su mensaje es un elemento clave que ha de tenerse en todo momento presente.

Es por ello que esta teoría de los actos de habla es tan importante, porque responde exactamente

a esa multiplicidad de niveles de significación que las obras que vamos a considerar como

ejemplos de estos escritos de defensa “extraprocesales” poseen. Si se logra probar la hipótesis

propuesta, quedará patente su estatus de actos de habla indirectos, por medio de los cuales

además de emitir el autor más de un mensaje a través del texto —el que resulta evidente por su

literalidad y los que se encuentran escondidos pero son igualmente reconocibles—, realiza un

acto con valor jurídico o relacionado directamente con el Derecho.

3.1.3.) Lenguaje forense como punto de encuentro entre Lingüística y Derecho

Teresa Arsuaga, en su tesis doctoral Derecho y Literatura: James Boyd White y Richard

H. Weisberg. Dos modelos de crítica literaria aplicada al Derecho (26), incide en el hecho de

que el lenguaje, lejos de ser algo estático e inmune a los cambios, se encuentra en continuo

proceso de reinvención y adaptación a través del uso que los individuos particulares hacen del

mismo. No sólo deja entrever la concepción del mundo y la forma de ser del emisor, sino que

también está contribuyendo, con cada mensaje, a la creación de nuevos significados.

Esta importancia del lenguaje no siempre fue reconocida, pero tras dejar atrás las

corrientes positivistas, a lo largo del siglo XX ha ido encontrando su sitio como objeto de

estudio en sí mismo, y también en relación a otras disciplinas, en especial respecto al análisis e

interpretación del Derecho.

Si el lenguaje fundamenta, a través de la palabra, todo discurso, también es la base del

discurso jurídico, ya que los siete criterios de textualidad que los lingüistas suelen establecer

también están presentes habitualmente en el Derecho. Estos criterios son: cohesión, coherencia,

intencionalidad, aceptabilidad, informatividad, situacionalidad e intertextualidad.

35 Las dos obras que Cifuentes cita son, concretamente, Hérnandez Marín, R.L. (1989): Teoría General del Derecho y de

la Ciencia Jurídica. Barcelona, PPU, p. ; y Alcaraz Varó, E. (2005): «La lingüística legal: el uso, el abuso y la manipulación del lenguaje jurídico». En Turell, M.T. (ed.) Lingüística forense, lengua y derecho. Conceptos, métodos y aplicaciones, Barcelona, Universidad Pompeu Fabra, pp. 49-66.

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Si partimos del hecho innegable de que el arma principal del Derecho es el lenguaje,

queda perfectamente justificado no sólo el estudio detallado del lenguaje empleado por los

juristas, sino también el hecho de que se considere que este mismo lenguaje, al que se llama

“jurídico”, es realmente un lenguaje específico y separado de la lengua común.

A este respecto, Cifuentes apunta la inclusión de elementos relacionados con el lenguaje

administrativo en esta particular disciplina lingüística, además de situar dentro de la misma,

pero separadas la una de la otra, a las áreas que estudian el lenguaje jurídico propiamente

dicho—o legal y normativo— y las que se ocupan del lenguaje judicial, más propio de la

práctica de la abogacía y del derecho procesal; así como las particularidades de la prueba

pericial lingüística, que puede emplearse en distintos ámbitos (op.cit.: 45).

Pero en Derecho no todo puede resolverse mediante un análisis lingüístico sobre la

literalidad de lo escrito. Muchas veces, quizás más de las que sería conveniente, es necesario

una interpretación del texto, así como tener presente a la hora de llevar a cabo esta

interpretación, la posible inferencia de subjetividades y empatías o fobias que podrían enturbiar

la misma. Todo esto remite a lo ya mencionado acerca de la lógica jurídica y sus distintas

maneras de razonamiento, más apropiadas para las particularidades del Derecho que la mera

lógica deductiva. Este aspecto, que puede parecer más cercano a la Filosofía o a la Teoría del

Derecho que a la Lingüística, no puede ser obviado a la hora de llevar a cabo un estudio del

lenguaje jurídico, pues lo influye y condiciona tanto como otros aspectos que sí son puramente

lingüísticos.

Arsuaga, al hablar de las teorías de White36 en lo referente a la corriente de Derecho y

Literatura, menciona a este respecto como las ciencias positivistas defendían un tipo de lenguaje

neutral, capaz de definir el mundo a partir de significados objetivos e inalterables a lo largo del

tiempo. White precisamente se cuestiona este tipo de concepción del lenguaje y defiende, por el

contrario, la dependencia del significado de las palabras de las frases y expresiones en las que se

insertan, así como del contexto en el que se emiten, o incluso del emisor. Esto último se produce

porque para White una parte del significado de las palabras será siempre personal, según la

experiencia vital y lingüística de cada emisor (op.cit.: 25-26).

Este discurso de corte científico es útil en determinadas situaciones, pero no puede servir

como modelo del lenguaje, sino como un tipo especial, ya que supondría reducir el mundo a una

serie de categorías rígidas más propias de la investigación científica que de la vida diaria, y que

requieren un nivel de certeza que ni la justicia, ni la ética, ni las prácticas sociales pueden

proporcionar (27).

Por tanto, ya que la existencia humana está caracterizada por la incertidumbre, no pueden

aplicarse a ella estos métodos científicos que exigen conductas inmutables y predecibles, sino 36 James Boyd White, uno de los autores clave en la corriente de Derecho Y Literatura, de cuyas obras y aportaciones se

hablará más adelante.

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que es necesaria lo que White denomina «cierta tolerancia a la ambivalencia», más propia del

lenguaje literario que de otros. Para ello, más que someter al Derecho a los límites y a la rigidez

del método científico, White propone que el Derecho se considere una actividad más del

lenguaje que contribuye a la evolución social y cultural, ya que cuando se habla de Derecho es

imposible centrarse sólo en certezas fácticas y excluir los juicios de valor (Arsuaga 28 -30).

Como el Derecho carece de sistemas automáticos a partir de los cuales puedan producirse

respuestas y soluciones absolutamente predecibles, lo importante es que tanto jueces como

abogados sean capaces de ordenar el cuerpo material de cada caso, de manera que lo doten de

sentido o significado. Para ello, White recurre a su formación jurídica37, donde tuvo una

especial presencia la literatura y la retórica, y propugna una nueva educación en Derecho en la

que tengan cabida el estudio de textos pertenecientes a otras disciplinas con actividades

similares, y donde se lleve a cabo un tipo de retórica capaz de construir significados a través del

lenguaje literario y condiciones de incertidumbre (White la llama “Constitutive Rhetoric” o

“Poetics of Community”. Con este fin, antes que nada habría que desechar el concepto de

Retórica que la tiene como un arte trasnochado, dedicado a la persuasión sin escrúpulos. Al

contrario, la Retórica tendría que ser vista como un arte que establece, mantiene y transforma a

la cultura y a la comunidad; y dentro de ella, el Derecho se asentaría como una de sus ramas,

dedicada principalmente a la justicia (Arsuaga 31 y 33).

White define, pues, una concepción del Derecho como sistema abierto a la creatividad y

la imaginación, relacionado con otras formas de pensamiento y expresión, y como un lenguaje

con características lingüísticas e intelectuales propias que los profesionales deben esforzarse por

conocer y dominar38. Esto supondría una vuelta a la Retórica como instrumento del Derecho,

revalorizándose así el papel del lenguaje. Este lenguaje jurídico presenta, para White, la

peculiaridad de adquirir parte de su significado de la interacción con otros términos, luego iría

más allá de la mera definición estática. Su fuerza estriba precisamente en la multitud de lecturas

que permite, ya que así puede dar respuesta a conflictos originados en las situaciones más

diversas (op.cit.: 35-40).

3.1.4.) La traducción como tarea fundamental del abogado

37 «When I went to law school from doing graduate work in English literature, I was startled to discover how similar the

two enterpriseswere, and similar in ways that seemed generally unremarked. In particular, the habits of close reading and textual analysis developed in literary studies seemed very close to those required by legal training. This circumstance led me to think about the law as a kind of literature and my first book, The Legal Imagination, was aimed at working that idea out.» (White, [1990] 1994:17).

38 «To consider how the legal language system works as a technical language is, as you can see, to open up several lines of inquiry. But we should perhaps recognize that we can talk about the legal language system in a more comprehensive way, to include not only peculiar and technical phrases but habits of thought and conditions of mind, for it is language that demonstrates the condition of imagination. […]» (White, [1973]1985: 6)

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Arsuaga, también en el capítulo de su tesis dedicado a White, menciona un aspecto del

lenguaje jurídico, pero sobre todo de la función del abogado en relación con él, que merece la

pena resaltar. Esa función no es otra que la de traductor del lenguaje ordinario al legal, y

viceversa.

Como bien indica esta autora, las tareas principales que realiza el abogado emplean el

lenguaje como instrumento principal. Un abogado pasa buena parte de su jornada laboral

leyendo escritos de otros, muchas veces descifrándolos, y también componiendo textos propios

(op.cit.: 42-43).

Arsuaga remite a la obra de White Justice as Translation para explicar la teoría de este

autor acerca de la traducción como actividad más apropiada para establecer relaciones entre los

distintos lenguajes especializados y el Derecho, así como su defensa de la imagen del buen

traductor como referente del abogado en esta particular tarea (48).

Una vez que se ha determinado que entre el lenguaje legal y el ordinario hay diferencias

palpables que pueden hacer que el primero sea de difícil comprensión para particulares ajenos a

esta disciplina —White lo compara a un “lenguaje secreto”—39, el abogado se postula como

intérprete o traductor entre ambos lenguajes, y por tanto el conocimiento y dominio de ambos

son esenciales para el desempeño de su tarea diaria.

El abogado no sólo debe comprender las leyes, también debe entender lo que su cliente le

está relatando. A esto último se le añade la dificultad de que por el despacho de un abogado

pasan muchos tipos de personas, cada uno con sus particularidades personales, muchas de las

cuales se trasladan y reflejan en el lenguaje. Esto quiere decir que a menudo una historia tal y

como la relata un particular puede no ser apta para ser reproducida en un escrito legal, y

viceversa, la mayoría de los textos legales no son comprensibles en su totalidad por los

particulares. El abogado hace de intermediario entre su cliente y el Derecho, y para ello parte

de su labor consiste en “traducir” de un lenguaje a otro, de manera que el Derecho sea

comprensible y la versión del cliente pueda ser amparada por el Derecho.

A veces esta traducción en sentido inverso —del lenguaje ordinario al legal— requiere

por parte del abogado una gran habilidad psicológica, además de un eficiente conocimiento del

Derecho, pues si la versión del cliente no es suficiente, debe saber qué preguntas realizarle para

obtener la información que complete esta primera versión. Son detalles en los que el cliente

puede no haber pensado pero cuya importancia resulta evidente para el abogado.

Ya con estos datos en su poder, la segunda parte consiste en reescribir este discurso del

cliente empleando esta vez el lenguaje jurídico. Es esta una tarea extremadamente delicada,

como todas las que implican el acto de traducir, ya que el riesgo de distorsionar o variar el

39“As lawyers, we still speak an inherited and traditional language with marked peculiarities of vocabulary and

construction. Much of what we say is as thoroughly unintelligible to the layman as the the phrase used by Maitland would be. The existence of such a professional language –almost a secret way of talking –has most complex consequences, […]”(White, op.cit.:5)

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significado de lo inicialmente escrito está presente durante todo el proceso. Para ello, el abogado

deberá ir de un lenguaje a otro, comprobando una y otra vez que su versión sea la correcta. Más

tarde, si llegara a tener lugar un acto procesal, el abogado realizará una vez más este cambio de

lenguaje legal-ordinario, esta vez de forma oral, siendo mucho más evidente si el acto en

cuestión es un juicio con jurado popular, pues entonces deberá explicar a este los pormenores

legales de su defensa de manera que les resulte inmediatamente comprensible, es decir,

empleando un lenguaje común, sencillo, claro y directo (Arsuaga 43-44).

Todo esto lleva a la lógica conclusión de que entre las muchas cualidades que debe tener

el buen abogado está la del dominio del lenguaje en todas sus manifestaciones, no sólo orales y

escritas, sino también, fundamentalmente, comprensivas. Si no hay una comprensión total por

parte del abogado de la situación que el cliente le transmite, y al mismo tiempo una

comprensión total del alcance y la aplicación de cada una de las leyes que conoce, es imposible

que se produzca de manera exitosa este paso de un lenguaje a otro. El abogado debe saber qué

expresiones utilizar, cuándo emplearlas y cómo, si quiere que determinados aspectos de la

versión de su cliente queden resaltados de manera favorable para él. Esto implica también una

mentalidad abierta por su parte a otras disciplinas distintas de la suya, una actitud de curiosidad

e interés y una inacabable tarea de estudio y aprendizaje.

3.1.5.) La estética del lenguaje jurídico.

El catedrático de Derecho Mercantil Manuel Olivencia, en su discurso de ingreso en la

Academia de Buenas Letras de Sevilla, realizó una bellísima y sentida reflexión acerca de cómo

se aproximan los abogados a la escritura, cómo se escribe en la práctica legal y cómo se debería

escribir.

Los juristas, para Olivencia (1983:142), utilizan la palabra escrita como forma de

expresión, instrumento imprescindible, pero no como forma de crear belleza, pues no está la

belleza entre los objetivos de los textos jurídicos. Para ilustrar esto, se vale de una cita de

Joaquín Garrigues40 en la que se califica a los juristas de “vendedores de palabras”, que se

contentan en pensar, hablar y escribir como juristas, es decir, con sencillez, dejando de la lado la

belleza literaria. Irónicamente, Garrigues realiza esta reflexión empleando la mejor de las

prosas, tan sencilla en su claridad como indiscutiblemente bella.

40 Joaquín Garrigues Díaz-Cañabate (1899- 1983) fue un jurista y catedrático de Derecho Mercantil. La cita a la que se

hace referencia es la siguiente: «Los juristas vivimos de las palabras dichas o escritas. Somos vendedores de palabras. A diferencia de otras profesiones, resolvemos el problema con las palabras de la ley o con las palabras que nos sirven para interpretar la ley… Al escribir o al hablar no buscamos la belleza literaria. No aspiramos a ser oradores ni escritores brillantes. Nos contentamos con ser hablantes y escribientes que piensan, escriben y hablan con sencillez, como juristas…» (Garrigues, J. Dictámenes de Derecho Mercantil, Pamplona: Aranzadi, 1976).

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Pero es cierto que los juristas se aproximan al oficio de escribir desde un punto de vista

eminentemente práctico, pues quieren que sus escritos sean útiles a los fines que persiguen, sin

que los límites de la estética buscada vayan más allá de la corrección gramatical (a veces, ni

eso). Olivencia lo expresa diciendo que «escribir es para el jurista más exigencia de oficio que

aspiración artística» (op.cit.: 143). El resultado de tal desinterés por una expresión bella y

elegante se traduce, la mayoría de las veces, en textos áridos y poco elaborados, muchas veces

sin cohesión entre sus diferentes partes.

A este respecto, en su obra From Expectation to Experience: Essays on Law and Legal

Education (2000), James White se ocupa del tema de la escritura legal, y apunta la necesidad de

un cambio en la manera en que esta escritura era enseñada en las escuelas de Derecho.

Normalmente, la única cualidad que se le exige a un texto jurídico es la claridad, entendiendo

que con eso ya es perfectamente capaz de producir los efectos que persigue. Ni el trabajo previo

mental —lo que sería la inventio—, ni la expresión propia de cada jurista, ni la imaginación son

elementos a los que se preste atención. La aproximación a la escritura es más técnica y rígida

que intuitiva y flexible. Esto, obviamente, se correspondería con la idea de derecho de White, la

cual se vio en el epígrafe anterior. La solución sería analizar y enseñar el Derecho bajo la

perspectiva de un sistema lingüístico especial, con sus reglas propias y características, sus

límites y posibilidades, mediante el cual a través de la lengua, la mente y la imaginación se

contribuye a la creación de significados en el mundo41. (Arsuaga 57-58 y 71-72). En cuanto a

las limitaciones del lenguaje legal, concluye esta autora que estas frustraciones son un caso

especial de las del lenguaje común, lo cual relaciona la tarea del abogado y del escritor, y sus

límites a la hora de expresarse con los de otros escritores (op.cit.: 111).

Justice as Translation, Heracles’ Bow y The Legal Imagination son algunas de las obras

de White que Arsuaga emplea para analizar la visión de este autor acerca de la escritura legal, a

través de la cual, según White, el autor se crea una identidad propia tanto para la audiencia

como para él mismo, y establece una relación con aquella. También recoge esta autora el

requerimiento de White para que se reconozca la importancia del contexto en el que el lenguaje

jurídico se produce: uno concreto y definido, y entre sujetos con motivos y objetivos

determinados (op.cit.: 59).

Otro punto muy interesante es el carácter creativo del lenguaje jurídico. Un hecho que,

sin embargo, pasa desapercibido en las facultades de derecho y también para la mayor parte de

los profesionales en ejercicio. Los abogados, al hablar y escribir, están contando una historia, y

según White también buscando significados a la misma. Este hecho, en la práctica, se ve

afectado por la tendencia existente a hacer del lenguaje legal algo árido y casi telemático, con

profusión de resúmenes. Asimismo, White equipara las disputas legales a una competición

41 «(…) it is almost posible to describe the legal system of language as a linguistically separate dialect, with a peculiar

vocabulary and peculiar constructions (White,[1973] 1985: 4)

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narrativa, pues es en los textos de los abogados y fiscales donde se libra la mayor parte de la

batalla legal. Es más, incluso la prueba más evidente e importante no puede ser utilizada si no

aparece solicitada en uno de estos escritos. Lo mismo las peticiones y requerimientos especiales.

Se puede concluir que lo que no aparece en los escritos del abogado y el fiscal, no existe, al

menos procesalmente. Depende pues de estos profesionales del derecho, y más concretamente,

de su forma de narrar las versiones que les toque representar, que se llegue a obtener los fines

por ellos buscados.

El poder de persuasión que el lenguaje jurídico encierra comienza por una narración que

vaya llevando al lector naturalmente hasta la conclusión que en ella se pretende (Arsuaga, 60-

61). Aquí se vuelve, pues, a la importancia del proceso mental que el abogado emplea para

construir la argumentación, es decir, a la inventio, que es el esqueleto sobre el que se colocará la

narración, y del cual dependerá en gran parte su calidad.

En The Legal Imagination, White se detiene a analizar qué significa realmente razonar,

hablar y escribir como un abogado, y sobre todo la importancia del lenguaje jurídico cuando

tiene que plasmar un abanico de experiencias y circunstancias que no siempre son susceptibles

de ser expresadas verbalmente. Sin duda esta es una de las mayores dificultades a la que se

enfrenta el lenguaje legal, al tiempo que una de sus grandes peculiaridades42. El estudio del

lenguaje jurídico debe ser abordado, pues, desde una perspectiva retórica, en el sentido clásico

(White 3).

La constante evolución y transformación del lenguaje forense a medida que se va

empleando en distintas situaciones y circunstancias es lo que, a juicio de Arsuaga, permite que

se vayan produciendo diferentes significados; a la vez que sus términos quedan nuevamente

definidos al usarlos en contextos diferentes, produciéndose así el efecto creador del lenguaje

jurídico (op.cit.: 29). Para ello, se debe partir del hecho del permanente cambio al que estos

contextos están sometidos y a la imposibilidad de percibirlos en su totalidad, adaptando el

lenguaje jurídico a estas condiciones que White llama “literarias”.

En conclusión, ni creatividad ni belleza están reñidas con el Derecho, y por tanto el

lenguaje legal puede ser tan estético como el literario, sin perder por ello un ápice de su

efectividad. Al contrario, este empleo de una expresión más cercana a lo literario, y de la

creatividad e imaginación, es precisamente lo que capacita al lenguaje forense para ser aplicado

a las situaciones más diversas, es decir, lo dota de versatilidad.

Para cerrar este epígrafe, una rápida vuelta al autor con el que comenzó el mismo, y a su

evidente admiración por Joaquín Garrigues. Cita Olivencia unas palabras del escritor Miguel

Delibes dirigidas a este reputado jurista en las que Delibes deja de manifiesto la enorme calidad 42 “The lawyer is a user of words; but like all such people, he must use them in a world of unexpressed and inexpressible

experience. The description of an event can go on forever and still be incomplete. What is said is only part of what happens. The new lawyer sees this as soon as he finds that he must tell a real story and discovers that it can never be done, that there is always more to say, always a qualification to be drawn. We shall return again and again to the line that separates the expressed from the unexpressed, what can be said from what cannot.” (White, [1973] 1985: 3).

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literaria que podía apreciarse en la prosa del insigne catedrático. La anécdota completa la refiere

el también catedrático de Derecho Mercantil Juan Sánchez-Calero Guilarte en su blog43: se trata

del fragmento de una carta que Delibes remitió a Joaquín Garrigues disculpándose por no poder

redactar un prólogo para su libro Temas de derecho vivo, publicado en 1978, donde elogia

enormemente la obra y la tarea didáctica de éste. Dejamos la cita como cierre del epígrafe,

intuyendo que cualquier cosa que se añada después estará de más:

«La literatura, esto es, el arte de encadenar palabras con belleza y erudición, la

exactitud del adjetivo, el ramalazo metafórico deslumbrante y eficaz. Hasta

entonces yo no había sido un lector atento, sino un devorador de argumentos. La

forma y la estructura literarias, la precisión de la palabra, el arte de escribir en

suma —al margen de lo que se cuenta— lo encontré por primera vez en usted o, si

lo prefiere, fue usted el primero que me hizo ver belleza y eficacia en la mera

combinación de unos signos».

3.2. Derecho y Literatura: el abordaje interdisciplinario.

Usos y formas del Derecho en textos literarios.

3.2.1.) La escritura y el oficio del abogado

Existe una innegable relación entre los profesionales del Derecho y la escritura. El

mismo origen de la palabra “letrado” conduce a esa conclusión. El “letrado”, u “hombre de

letras”, es aquel versado en éstas; si bien hoy en día se entiende que sólo en aquellos asuntos

relacionados con lo jurídico. La razón por la que se ha producido esta asimilación de “letras” y

“leyes” estaría relacionada, probablemente, con la imagen que tradicionalmente se tiene del

abogado como un profesional desbordado por los documentos, ya sean textos impresos o

escritos mediante los que se sirve para defender la postura de su cliente y solicitar justicia.

Como bien apuntaba el jurista Manuel Olivencia, «tan propia de su oficio es la palabra, y sobre

todo la escrita, que llega a identificarse con él» (Olivencia, 1983: 144)

Incluso en aquellos casos en los que el abogado — o letrado— puede desplegar toda su

habilidad oratoria ante el tribunal a través de su voz, presencia física y ademanes, ha habido un

proceso previo de escritura. El buen abogado no deja nada a la improvisación. Al contrario, con

43 http://jsanchezcalero.com/como-preparar-a-los-graduados-para-que-sean-abogados/ (BLOG) (visitado el 03/03/2018)

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toda seguridad ha pasado horas y horas en su despacho construyendo su discurso, poniéndolo

por escrito hasta conseguir que todo aquello que necesita comunicar quede plasmado con

claridad, resaltando aquellos puntos más convenientes a su causa. Otras veces, —la mayoría—

es el discurso escrito el que hablará por él, sin tener oportunidad real, al menos en nuestro

sistema procesal, de deleitar o aburrir a la audiencia con su interpretación del mismo.

Por ello es tan sumamente importante que entre las cualidades del abogado se encuentre

la de ser escritores competentes. Primero porque es una fase previa indispensable para aquellos

casos en los que tenga que defender oralmente su postura; y después porque son estos escritos

que salen de su mano aquellos que pasarán a su vez a jueces y oponentes, y a los que éstos

volverán una y otra vez cuando necesiten recordar o confirmar alguno de los datos aportados.

Lo escrito permanece; la buena o mala impresión que la palabra escrita provoca es capaz de

perdurar y mostrarse con renovadas fuerzas con cada nueva lectura. En cambio, el impacto del

discurso oral depende enteramente del recuerdo y de la impresión que haya causado esa primera

y única vez, con los peligros que entrañan las interpretaciones subjetivas y la memoria esquiva

del auditorio, que puede o no estar prestando suficiente atención en aquel momento.

Toda esta reflexión puede reducirse a la pregunta que se hace el jurista Manuel

Olivencia en el ya anteriormente mencionado discurso de ingreso en la Academia de Buenas

Letras de Sevilla: «¿Qué representan las letras para el Derecho?» (op.cit.:142). En epígrafes

anteriores ya se analizaron las características del lenguaje forense, con repetidas alusiones a su

estilo y a las características y elementos que éste comportaba. Por tanto, este epígrafe no es

tanto una repetición de lo anterior como un enfoque distinto del mismo, concretamente, desde la

perspectiva del lenguaje jurídico y su plasmación por escrito por el abogado. La pregunta aquí

sería: ¿Cómo afrontan los abogados la tarea de escribir? ¿Supone para ellos un ejercicio

rutinario, basado en fórmulas rígidas y expresiones intercambiables, o por el contrario son

momentos de trabajo creativo e inspiración? ¿Es el abogado un escritor o un escribano?

Aporta algo de luz sobre esta incógnita el jurista Ángel Ossorio en su conocida obra El

alma de la toga, un ameno y acertado ensayo de lo que comporta el oficio de abogado, tan

vigente hoy en día como hace un siglo44: «Cuando empiezo a escribir son muy rudimentarias, muy someras, las ideas que tengo

sobre el trabajo que he de realizar. Las cuartillas con su misterioso poder de sugestión son las

que me iluminan unas veces, me confunden otras, me plantean problemas insospechados hasta

un minuto antes, me estimulan, me encienden y me exaltan. Tal problema fundamental y

gravísimo que no acerté a ver mientras estuve considerando el caso, me aparece amenazador y

desconcertante enganchado en un mínimo inciso de una oración; cual argumento que no me

alcanzó en el estudio, surge diáfano al correr de la pluma…» (p.110)

44 Su primera edición es de 1919. En esta tesis se trabaja con el texto de la séptima edición.

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Ossorio deja perfectamente claro la importancia clave del momento en que el abogado

pasa sus ideas a un papel, sobre todo como punto de ordenación de éstas y también de aparición

de otras nuevas que no se tuvieron en cuenta hasta el instante en que se ordenaron las ya

existentes. El hecho de que Ossorio sea, además, un magnífico escritor, y estos consejos

aparezcan redactados con la mejor prosa, pone mucho más en valor esta tarea a menudo tan

subestimada por los profesionales del derecho; como si el escribir bien, con gusto, claridad y

amenidad, no fuera imprescindible para los juristas, cuya principal arma es, al fin y al cabo, el

lenguaje y la transmisión de ideas.

No incide Ossorio solamente en el aporte de claridad mental que el acto mismo de

escribir propicia, también reivindica el papel del guión previo al informe jurídico, redactado por

su propia mano, y que él califica de indispensable como un «casillero donde llevamos

convenientemente clasificadas las materias», en ningún caso como mero elemento recopilatorio

de frases efectistas y latiguillos. (pp. 111 y 112). Este uso del guión como cajón mental donde

ordenar las ideas, con la consiguiente descomposición del asunto en partes, recuerda a lo que

años más tarde Balkin llamará “técnicas deconstructivas”, muy útiles para el abogado tanto para

escoger argumentos como para identificar cuestiones ideológicas y ofrecer nuevas estrategias

interpretativas de los textos legales (2-3).

Denuncia Ossorio también la poca atención que los abogados prestan a las palabras

(aquí individualmente consideradas), que él califica como herramientas de su oficio; lo cual en

su opinión demuestra el poco aprecio que los abogados se tienen a sí mismos. Para Ossorio, la

redacción forense a menudo se realiza de manera ritual, preocupándose sólo por el estudio de la

parte legal del caso, el fondo, pero no por su forma expresiva, renunciando a encontrar las

mejores y más adecuadas palabras que lo expliquen y representen. Así, suelen proliferar en los

escritos jurídicos expresiones y palabras equivocadas, en un estilo tosco y aburrido, sin que a

nadie ésto le parezca chocante. Se trata de una incomprensible asimilación del estilo forense con

algo pesado y farragoso, cuando no directamente insuficiente o ininteligible. Incide Ossorio que

incluso cuando la redacción es correcta, a menudo adolecen los textos forenses de lo que él

denomina el «hálito de vida, el matiz de pasión», pareciéndose más a una operación aritmética

que a una causa jurídica, por naturaleza plagada de inexactitudes e interpretaciones variables

(op.cit.: 131-132).

Por tanto, de todo esto se concluye que ya que es imposible ser abogado sin emplear la

palabra, lo lógico sería usarla bien. Que el profesional del Derecho se convirtiera igualmente en

un profesional de las letras. Si bien no se le puede pedir a todo el mundo que sea un destacado

literato, si al menos que sepa emplear la lengua con eficacia y pulcritud.

Aunque a este respecto Ossorio va más allá y dice que, efectivamente, el abogado sí es

un artista. «Dos veces artista», para ser más exacto, pues a la condición de orador une la de

escritor. De lo contrario, su figura quedaría reducida a la de «jornalero del Derecho». Y dentro

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del escritor, el historiador, el novelista y el dialéctico se dan cita. Historiador, porque el abogado

ha de saber cómo exponer el caso, narrando los hechos de manera ordenada y comprensiva. Más

adelante, James White, en The Legal Imagination realizará un estudio comparativo entre

abogados e historiadores. Para White, los relatos de ambos profesionales cuentan una historia

que se nutre de hechos reales, y no contentos con ésto, ofrecen además una interpretación de

estos hechos.45 Otro punto en común de los escritos de abogados e historiadores es el uso de

generalizaciones, resúmenes y conclusiones (White 263).

Después, aparece el novelista, que se ocupa de trasladar todos los matices psicológicos

que hasta el más pequeño pleito comporta, pues la narración necesita completarse con aquellos

elementos personales que destacan y acentúan los hechos, evidenciando que al igual que en una

novela, los casos jurídicos se forman con hechos y personajes. Ossorio llama a estas

descripciones de hechos y caracteres como «el nervio del litigio», y son las que posibilitan el

acercamiento del juez a la postura que el abogado pretende imponer. Por último, aparece el

dialéctico, cuando el abogado pasa a la fase del razonamiento jurídico, en el que se enumeran,

seleccionan y ordenan los argumentos; y siempre teniendo en cuenta, como ya se ha

mencionado innumerables veces, quién será el encargado del juzgar, pues «no a todos los

hombres se le pueden decir las mismas cosas» (op.cit.: 132-137).

Estas tres vertientes del escritor-abogado —historiador, novelista y dialéctico— son

pues, imprescindibles.

En cuanto a la manera de escribir, Ossorio reconoce aquí la imposibilidad de establecer

preceptivas, ya que el estilo personal siempre se impondrá sobre cualquier norma. Sin embargo,

sí enumera ciertos requisitos que ha de tener presente el abogado a la hora de producir sus

escritos. El primero de ellos es la veracidad —«somos voceros de la verdad, no del engaño»—,

pues una cosa es sostener teorías atrevidas e interpretaciones cuestionables de leyes y normas

aplicables, y otra muy distinta falsear hechos. Mientras que lo primero está justificado, pues en

todo caso siempre depende de la pericia y el conocimiento jurídico del juez; en el segundo caso

resulta inadmisible y poco digno (op.cit.: 139-140).

Otra condición del escrito forense es la claridad. Este requisito ya ha aparecido muchas

veces en epígrafes anteriores, siempre bajo la premisa de que si el mensaje no está claro, no se

entiende, y si no se entiende, es como si no hubiera mensaje. Ossorio además lo aborda desde

otra perspectiva: la del juez. Jurista experimentado, recomienda que se parta de la desgana y

hartazgo de los jueces, «hartos de escuchar historias que no les importan, líos de familia,

enredos de sucesiones […] el arte del abogado consiste en plantear las cosas con tal sencillez

que el juez se sienta atraído a leer aún sin ganas». Y unido a esto aparece el siguiente requisito,

45 «The historian, like the lawyer, engages in at least two sorts of discourse at once: he tells us a story, and then he tells

us what it means. Having given us the particulars, he generalizes, sums up and reaches conclusions –and in doing so, he must face a tension very similar to that between story and theory […]»

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el de la brevedad, el «manjar preferido de los jueces». Ossorio aprovecha para criticar aquí el

afán de algunos abogados a los escritos largos y llenos de citas y jurisprudencia, que a menudo

no resulta ni adecuada ni oportuna (op.cit.: 142-144).

Resulta especialmente interesante la mención que Ossorio realiza de la amenidad. Rara

vez se asocia la figura del abogado en ejercicio con la de un comunicador ameno. Es más, su

asimilación a una especie de showman de los tribunales resulta especialmente negativa y en

todo caso susceptible de desconfianza. Nadie quiere ser representado por un payaso en el

estrado. Sin embargo, Ossorio da luz verde al uso del sentido del humor, siempre que éste se

emplee con prudencia y de forma adecuada. Según este autor, el empleo inteligente de los

aspectos cómicos que la mayoría de las situaciones humanas comporta puede resultar una baza

importante, animando el relato, avivando el interés y permitiendo cierto reposo mental en

cuestiones que a menudo se presentan con una seriedad abrumadora. Sobra decir que este

recurso ha de ser empleado con la mayor de las prudencias y que hay situaciones en los que no

sólo no está indicado, sino que puede resultar incluso contraproducente (144-145).

Termina Ossorio la enumeración de estos requisitos con el de la erudición, aconsejando

que no se alardee del conocimiento, sino que más bien se deje que éste fructifique en las ideas y

las conductas (148).

Al final, como bien indica Teresa Arsuaga en su estudio de los principales

representantes del movimiento de Derecho y Literatura en Estados Unidos, se trataría de superar

la imagen ya asentada del escrito jurídico como un texto predecible y sin interés, y añadir a la

tarea del abogado la responsabilidad de conseguir «composiciones vivas, en las que se

manifieste la presencia de la mente e imaginación de quien las escribe» (Arsuaga 136).

El cuidado de la narrativa se convierte entonces en un punto esencial para todos los

profesionales que intervienen en el pleito jurídico. De hecho, existe una tensión entre narrativa y

teoría, o entre la historia relatada por el cliente y el Derecho, que ha de gestionar el abogado en

sus escritos46. Para ello, es necesario que maneje con soltura el discurso teórico o analítico —

que le permite razonar y explicar sistemáticamente—, además de estar preparado para escuchar

y luego contar una historia dotándola de significado jurídico. Es por esto que White presenta la

narrativa jurídica como una oportunidad del abogado para expresar aquello que no puede ser

expresado de diferente manera. La pregunta aquí sería si el abogado, al emprender esta tarea, se

enfrenta a las mismas elecciones y consecuencias que un escritor al comienzo de su historia

(Arsuaga, op.cit.: 126-128).

46 «What is suggested now is that this tensión between narrative and theory, between fact and law, is the central literacy

characteristic of the lawyers’ life, defining by its demands a special opportunity for him as a mind and a writer.>> (White, [1973] 1985: 244)

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3.2.2.) Similitudes y diferencias entre Derecho y Literatura

Derecho y Literatura trabajan con relaciones y situaciones humanas, empleando para

ello como arma principal a la palabra. Relaciones humanas y palabras son pues los rasgos

comunes más poderosos de estas dos disciplinas aparentemente tan dispares, constituyendo los

pilares sobre los que levantan los presupuestos con los que trabajan. Es por eso que la eficacia

de las tareas tanto de abogados como de escritores depende siempre en gran medida de la

interpretación que de sus escritos se realice.

Esta semejanza entre Derecho y Literatura se origina en la consideración del pleito

como un relato narrado bajo diferentes perspectivas: defensa y acusación. Ambos describen los

mismos hechos protagonizados por las mismas personas pero con interpretaciones distintas y

puede que incluso diferentes conclusiones y detalles. ¿Qué es lo que confiere entonces el

carácter de jurídico a estos relatos? Según apunta Talavera, la consideración de jurídico le viene

del carácter constitucional de los intervinientes —jueces y abogados— más que de los hechos

en sí o de la alusión a las normas legales (50-51).

La idea de que ambas disciplinas estaban mutuamente condicionadas entre sí es

defendida por James White, sin duda influenciado por su doble formación jurídica y literaria.

No es extraño entonces que para White las similitudes entre Derecho y Literatura fueran tan

evidentes, y las preocupaciones presentes en ambas no estuvieran desconectadas sino que

pudieran entenderse como una misma cosa. Por tanto, podrían aplicarse a los textos jurídicos las

pautas y mecanismos usados en las humanidades (Arsuaga 172).

En cuanto a las diferencias, Talavera apunta la codificación de la realidad mediante

formas y procedimientos del discurso jurídico; mientras que la Literatura carece precisamente

de estas formas y procedimientos reglados, siendo vehículo de imaginación y libertad creativa

(op.cit.: 56-57). Esto contrasta con la función estabilizadora del Derecho, cuyo objeto es la

seguridad jurídica y se caracteriza por la ausencia de emociones y afectos.

Por tanto, podría decirse que de uno se pretende la obtención del orden y la justicia,

mientras que la otra es portadora de belleza, imaginación y trasgresión. También se diferencian

en el tipo de sujetos que intervienen en cada una de estas disciplinas. En Derecho, los

individuos son objeto de derechos y obligaciones, gente real, o bien figuras que representan

roles o patrones de conducta que se espera sirvan de ejemplo a los demás; en Literatura, en

cambio, los sujetos son personajes de ficción que protagonizan historias y situaciones en las que

no siempre se desenvuelven siguiendo un modelo de conducta claro y definido. Al contrario, la

Literatura se mueve en la ambigüedad y la incertidumbre mientras que el Derecho presenta un

campo de normas y situaciones regladas, donde los límites han de quedar fijados de manera

inequívoca.

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Precisamente por esta necesidad de fijar límites, el Derecho debe tener cuidado en

moverse en términos muy generales y abstractos, ya que debe procurar que sus preceptos se

adapten y sean aplicables al mayor número de situaciones posibles, ante la imposibilidad de

predecir todas las variables que pueden darse. La Literatura, en cambio, puede permitirse el lujo

de detenerse en lo particular, casi anecdótico, y hacer de ello su objeto principal.

A juicio de François Ost, estas diferencias entre el discurso jurídico y el discurso

literario son importantes, y se resumen en la finalidad del Derecho de codificar e

institucionalizar la realidad mediante requisitos, límites y prohibiciones; mientras que la

Literatura es una fuerza liberadora y energizante, que lejos limitar y prohibir, proporciona

ilimitadas posibilidades a los sujetos. Ost menciona igualmente el empleo de lo que él llama

“situaciones promedio” por parte del Derecho, mientras que la Literatura puede recrearse en lo

particular, valiéndose para ello de la ambigüedad y ambivalencia tanto de situaciones como de

personajes. Todo esto contrasta con las situaciones estereotipadas que reflejan las leyes (Ost,

335).

3.2.3.) El movimiento Derecho y Literatura: evolución histórica y representantes

principales

El estudio de la conexión entre Derecho y Literatura no es nuevo ni anecdótico. En los

Estados Unidos, país donde estos estudios han recibido una mayor atención, el movimiento

llamado Law and Literature fue desarrollándose a la par del siglo XX, generando con su avance

un aluvión de publicaciones especializadas, congresos y conferencias acerca del tema. En

Europa, sin tener aún la importancia que ha llegado a alcanzar en Estados Unidos, se desarrolla

a menor velocidad aunque generando cada vez más interés.

A inicios del siglo XX surgen los primeros escritos sobre el tema, principalmente en

Estados Unidos pero también alguno en Europa. No será hasta las décadas de los 40 y 50

cuando el movimiento tome más impulso, produciéndose una renovación del interés sobre el

mismo en los años 70. Por fin, a partir de los años 80, podrá encontrarse cierto arraigo de estos

estudios en la Universidad y en los centros de investigación.

En Estados Unidos se considera el inicio del movimiento Law and Literature la

publicación en 1908 de un ensayo de John Wigmore titulado A List of Legal Novels, en el que

analiza y clasifica un gran número de relatos de cuyos temas están de alguna manera

relacionados con el Derecho. Pero no será hasta la publicación de Law and Literature en 1925,

del juez Benjamin Cardozo cuando el movimiento despegue de manera definitiva y comience a

despertar interés de otros académicos. El ensayo de Cardozo, un respetado juez de la Corte

Suprema, considera la cualidad literaria de los escritos judiciales, sometiendo las sentencias

judiciales a procedimientos de análisis literario.

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En Europa habrá que esperar 30 años más para que aparezcan las primeras

publicaciones. Será en Suiza, con los ensayos Das Recht in der Dichtung (1931) y Die Dichtung

im Recht (1936) de Hans Fehr; autor que volverá a incidir sobre el mismo tema en 1950 con la

publicación de Die Dichtung des Mittelalters als Quelle des Rechts. Ese mismo año, en Italia,

publica Antonio D’Amato La letteratura e la vita del diritto, donde se considera a la Literatura

un elemento primordial para el desarrollo y evolución del Derecho.

En 1947 Edmund Fuller saca a la luz su antología Law in Action, en el que se analizan

los más variados tipos de escritos y abarcando épocas muy distintas, desde los Evangelios hasta

Chéjov, Twain y Carroll.

En España, —a la que se dedicará un epígrafe aparte a continuación— realiza un trabajo

similar Juan Ossorio Morales en 1949, con su obra Derecho y Literatura, en la que se analizan

los clásicos del Siglo de Oro desde una perspectiva jurídica.

Volviendo a Estados Unidos, tiene gran impacto la publicación de los dos volúmenes de

The World of Law, de Ephraim London en 1960. En primer volumen está dedicado

específicamente al derecho de la Literatura —Law in Literature— y se divide en dos secciones

dedicadas a Casos y juicios; y otra a Abogados, jueces, jurados y testigos. El segundo volumen

se titula Law as Literature, y se divide en secciones como Causas de notables y casos notorios,

Testimonios y argumentos como literatura y juicios, y Observaciones y reflexiones sobre el

derecho. En esta obra el autor analiza tanto escritos judiciales como fragmentos de obras

literarias de Henry James, Oscar Wilde, Albert Camus y otros.

Pero la verdadera puesta en valor del Movimiento como fenómeno de estudio a tener

muy en cuenta tiene lugar con la publicación en 1973 del ensayo de James Boyd White The

Legal Imagination: Studies in the Nature of the Legal Thought and Expression, que supone,

como ya se apuntó más arriba, un verdadero renacimiento de estos estudios interdisciplinares

que habían comenzado a dar tímidos pasos a principios de siglo. White, al igual que London,

reúne textos literarios de obras mundialmente conocidas junto a leyes y decisiones judiciales,

con el objetivo de evidenciar las características literarias del Derecho, sobre todo en lo que

respecta a la imaginación y la creatividad.

En los años 80 daría comienzo una tercera etapa en la evolución del Law and Literature,

donde tiene lugar su consolidación definitiva en el ámbito académico. En Europa se había

producido una oleada de nuevos teóricos como Mario Cattaneo, Giorgio Rebuffa, Bruno

Cavallone, Antonio Bevere, Fabrizio Cosentino, Guido Alpa, Lorenzo Cavalaglio, Emanuele

Conto, Eligio Resta, y Arianna Sansone en Italia; En Francia destacan Régine Dhoquois, Annie

Prassoloff —creadoras de un curso sobre Droit et Littérature y de un congreso, en 1984 donde

se le da amplia cobertura a estos temas— y Philippe Malurie; François Ost en Bélgica; y Jörg

Schönert, Hans-Jürgen Lüsebrink, Heinz Müller-Dietz, Klaus Lüderssen, Peter Schneider y

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Peter Häberle en Alemania, donde además tiene lugar en 1982 la aparición de una publicación

anual dedicada al Derecho y Literatura: Themenhefte.

Mientras que en Europa tienen lugar estos tímidos avances del Movimiento, en Estados

Unidos es ya un fenómeno académico imparable, con un gran número de monografías

específicas y una auténtica escuela propia. Al ser este país donde mayor raigambre encuentra,

son sus representantes también los más conocidos y citados, destacando entre ellos algunos de

los que se nombran a continuación:

James Boyd White: se le considera el autor del renacimiento del Law and Literature

gracias a la publicación, en un momento en el que el movimiento se había estancado, de su

ensayo The Legal Imagination (1973). A partir de ahí, produce una extensa bibliografía acerca

del tema, con especial énfasis en la concepción del Derecho como una forma de retórica y en su

función de impulsor cultural y vehículo de integración social. Poseedor de una vasta formación

literaria, estos conocimientos sin duda influenciaron su forma de entender el Derecho, pero

sobre todo su enfoque de la profesión de abogado y de la manera de redactar y enfrentarse a la

escritura de éstos. También resulta interesantísima su aportación al análisis de los textos

jurídicos a partir de métodos literarios y viceversa, su estudio de textos literarios desde el punto

de vista legal. Especialmente relevante es su concepción de la “traducción” como una de las

tareas más importantes del abogado en ejercicio, siempre mediador en esa tensión existente

entre el lenguaje de la vida ordinaria y el lenguaje legal. Sostiene que el Derecho es un arte de

lectura y de escritura, en el que a través de la argumentación puede operarse el análisis,

preservación y transformación de las ideas y valores de una comunidad determinada.

Richard Weisberg es otro de los principales protagonistas del movimiento del Law and

Literature en Estados Unidos. Su obra se caracteriza por considerar que la Literatura puede

situar al Derecho bajo una perspectiva cultural, además de reconocer, al igual que White, un

importante papel de la retórica, y a la actividad jurídica le otorga un carácter ético y público que

analiza a través de las obras de Camús, Kafka, Dostoievski, Grass y Melville. De hecho, para

Weisberg los abogados pueden optar, en su empleo del lenguaje, entre un uso idóneo, digno y

honesto, o todo lo contrario, distorsionante y manipulador en aras del beneficio personal. En

estas relaciones entre Derecho y Literatura, el papel de la Literatura es el de ayudar a

comprender las dinámicas ético-jurídicas, dado su privilegiada –y peculiar- situación de fuente

del Derecho, ya que puede ofrecer un punto de vista del hecho jurídico desde perspectivas a las

que no llegan los métodos tradicionales. Así, desde esta perspectiva literaria se analiza la forma

de comunicarse de los juristas, cómo se relacionan unos con otros, cómo estructuran sus

argumentaciones y cómo se sienten. Por último señalar que para Weisberg, en contra de las

teorías que defienden el arbitrio a la hora de interpretar las normas debido a su ambigüedad, es

necesario que esta actividad interpretativa se encuentre perfectamente limitada. Entre sus obras

principales destacan The Failure of the Word (1984), When Lawyers Write (1987), Poethics,

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and Other Strategies of Law and Literature (1992) y Vichy Law and the Holocaust in France

(1996).

Junto a White y Weisberg suele situarse a Richard Posner, cuyos estudios se centran

más en la misma evolución del movimiento Law and Literature, con especial énfasis en los

métodos que aplican los diferentes representantes del movimiento para analizar los textos:

análisis literario para los textos legales y análisis legal a textos literarios. Partidario de

considerar al Law and Literature como un estudio interdisciplinar, en su obra Law and

Literature: a Misunderstood Relation (1988) intenta llevar a cabo una evaluación general y

sistematización del mismo. Para ello, parte de la consideración que la Literatura no puede ser

nunca instrumento de análisis jurídico debido a la preferencia de los juristas por la perspectiva

realista. La Literatura se limitaría, según él, a representar la naturaleza humana, especialmente

aquellas situaciones y condiciones que permiten a los juristas alcanzar la sabiduría y la justicia,

debido a su capacidad de actuar como puente entre ética y estética.

Aunque existen numerosas diferencias entre Derecho y Literatura que intervienen

en las relaciones entre ambas materias, Posner también destaca aquellos puntos que sirven de

enlace entre ambas: en primer lugar habla del gran número de obras literarias con temática legal

en todo o parte de su trama, bien de forma directa o indirecta; asimismo, puede encontrarse en la

Literatura ejemplos de aspectos muy relevantes sobre la actividad jurídica; la enseñanza de

ambas disciplinas está relacionada con el significado de los textos, concretamente con la

interpretación de éstos, qué se considera crucial. Posner además critica la comparación entre la

interpretación jurídica y la literaria, denunciando que el Law and Literature no tiene en

consideración las diferentes funciones y objetivos de cada proceso interpretativo. Además, no es

posible aplicar los modelos de crítica literaria al Derecho, ya que una de las condiciones de

legitimidad de la interpretación jurídica es la posición de subordinación del intérprete al texto.

Otros puntos de unión son la retórica presente en algunos textos judiciales,

especialmente sentencias y otros tipos de decisiones, que los asemeja a textos literarios; y por

último, la posibilidad de la Literatura de ser tanto materia objeto de regulación legal como de

litigios. En cuanto a las metáforas que pueden aparecer en algunos textos legales, lo cierto es

que estas ficciones legales sólo se parecen a estas metáforas literarias de manera superficial.

La Literatura, según Posner, estaría más al servicio de la teoría del derecho que de la

dogmática jurídica, dirigiéndose su propuesta a promocionar los estudios del movimiento

Derecho y Literatura como estudios interdisciplinares.

La lista de autores del Law and Literature en Estados Unidos sería bastante más larga,

pero eso supondría dedicar a este punto mucha más atención, desviando el foco de los objetivos

de esta tesis. Para el lector interesado, existen muchas y muy completas obras dedicadas a este

tema en las que seguro pueden encontrarse mejores resúmenes del movimiento del que se

pudiera realizar aquí. En todo caso, aquí quedan estos tres representantes principales como

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117

muestra de la importancia y la profundidad que el Law and Literature ha llegado a alcanzar en

EEUU.

3.2.4.) Justificación de los estudios interdisciplinares entre Derecho y Literatura

Como de entre las capas de la tierra se extraen fósiles y esqueletos o monedas y medallas,

esculturas y restos de construcciones, documentos y monumentos de la vida en otros tiempos, así

en las páginas de los dramas, romances y novelas, el jurista encuentra la genealogía y el

transformismo de sus instituciones. (Constancio B. de Quirós, en el prólogo a Los Delincuentes en

el Arte, de Enrique Ferri [1899]).

François Ost señala al movimiento Law and Literature como un objeto de estudio

común para los profesionales del Derecho y la Literatura, ya sea en su vertiente académica o

práctica, que, en todo caso, gira en torno a la pregunta de qué puede ofrecerle la Literatura al

Derecho y viceversa. Si además a esta pregunta se le añade el riesgo de que puedan llegar a

confundirse ambas disciplinas, volviéndose moralizante la Literatura o dejando de juzgar el

Derecho, se coloca a este movimiento teórico en una situación delicada; como si simplemente,

lejos de aclarar dudas y controversias, añadiera más. (Ost 335)

El mismo Ost, en el prólogo al libro de María José Falcón y Tella, Derecho y Literatura

(2015), trata de contestar a estas preguntas. Según el autor belga, entre los beneficios que

mutuamente se prodigan, hay uno, de naturaleza estética y humanista, que es del todo

incuestionable. La Literatura es fuente de la cultura general, de la que se sirven muchas

disciplinas, y entre ellas por supuesto el Derecho.

El segundo beneficio que señala Ost es lo que llama «la inteligencia de lo humano», que

según él proporciona la Literatura. La Literatura permite el desarrollo de la empatía,

proporcionando al espectador la posibilidad de situarse en cada uno de los puntos de vista para

poder ofrecer así un juicio equilibrado. Por último, la Literatura contribuye a la comprensión y a

la práctica del razonamiento jurídico, encontrando la Filosofía del Derecho un espejo para sus

grandes asuntos en los clásicos de la Literatura universal, enriqueciéndose así el estudio

filosófico–jurídico. La vida en sociedad exige una regulación de la convivencia mediante

normas y leyes, y en el origen de éstas se encuentran actitudes y pensamientos humanos, los

cuales han quedado debidamente documentados en la Literatura de cada periodo de la historia

de la humanidad. Por ello, se la considera una fuente impagable para entender las principales

ramas jurídicas, como sucede con los clásicos de la literatura griega. (Falcón 10 -13).

Según Ost, las obras de Balzac, Tolstoi, Flaubert, Austen y Dickens serían un campo de

estudio perfecto para investigar las relaciones entre sociedad y Derecho, es decir, como

interactúan con el Derecho y con el concepto y exigencia de justicia. Eso desde el punto de vista

sociológico; desde el punto de vista de la filosofía política, la Literatura es necesaria para la

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formación del sentido de comunidad, consolidar la cultura y la educación fundada sobre valores

humanísticos y promover una solidaridad que se fundaría en modelos de lenguaje y

comportamiento comunes.

A través de la Literatura, además, se puede analizar la relatividad y la incertidumbre de

la justicia humana.

En cuanto al análisis de los instrumentos y métodos de la crítica literaria aplicados al

Derecho, la mayor parte de ellos se realiza a través de la comparación de textos jurídicos y

literarios, haciendo especial énfasis en cuestiones relacionadas con el lenguaje y la coherencia;

presentando esta última algunas diferencias según se trate de textos literarios o jurídicos,

especialmente si se están interpretando decisiones judiciales.

Juristas y literatos no están tan alejados como se pudiera pensar en un primer momento.

Desde la época clásica han desarrollado carreras paralelas, sin embargo, el estudio

interdisciplinar entre ambos no aparecería hasta el siglo XX. Faustino Martínez (2005) se

pregunta acerca del origen de la conexión entre ambas disciplinas y la importancia y necesidad

de estos estudios comunes. La respuesta estaría, según él, en la perspectiva múltiple desde la

que debe ser estudiada cualquier cultura si se quiere tener un conocimiento real y completo de

ésta y de todas sus manifestaciones, a través de las que se expresa el modo de ser y sentir de una

comunidad. Cada una de estas manifestaciones no puede entenderse sin comprender también las

demás; por tanto, es importante el estudio de las relaciones y conexiones entre ellas.

Según Martínez, la Historia del Derecho ha ido recopilando información acerca de la

evolución de los ordenamientos jurídicos gracias a estas otras áreas de conocimiento,

proporcionando la Literatura un valioso testimonio acerca de los condicionantes sociales,

políticos, económicos y artísticos del pasado, todos los cuales influyeron de una manera u otra

en la regulación normativa de la comunidad. Aclara Martínez que la Literatura a la que aquí se

refiere está completamente separada de lo jurídico, sin hacer referencia al Derecho ni siquiera

en sus temas. En el sentido contrario, si se estudia el Derecho de una época, puede entenderse

también mejor la Literatura que en aquel tiempo se producía. Es decir, actúan Derecho y

Literatura como espejos recíprocos que contribuyen a la comprensión mutua y a explicar sus

orígenes respectivos; sobre todo en lo que respecta a qué situaciones, ideas y circunstancias

humanas influyen en la creación de una determinada obra o en la génesis de una regulación

normativa. La Literatura proporciona una visión más humana del Derecho, dotando de calidez a

un conjunto de normas que a priori se caracteriza por su aridez e impersonalidad. También

puede aportar un poco de luz en aquellos casos en que escasean las fuentes directas de la

Historia del Derecho. A su vez, conociendo el Derecho de una época determinada, se conoce

también mucho acerca de la sociedad regulada por él, y este conocimiento permite una mejor

interpretación de la obra literaria (Martínez 113-210).

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3.2.5.) Distintos tipos de relación entre Derecho y Literatura

3.2.5.1.) Derecho como Literatura

El estudio del Derecho como Literatura (Law as Literature) ha tenido una amplia

difusión en los Estados Unidos, definiéndose como aquella corriente que, como su nombre

indica, asimila el Derecho a la Literatura, comparando métodos de interpretación entre textos

literarios y textos jurídicos. Estos análisis se producen desde diferentes perspectivas como son

la retórica —donde enlaza con la importancia del lenguaje—; su función narrativa —con base

en el Legal Storytelling Movement—-; y las distintas aproximaciones interpretativas a los textos

legales —Legal texts as literary texts—, por los que los distintos métodos de análisis de textos

literarios se aplican a los textos legales, especialmente a los escritos y decisiones judiciales, para

medir así su racionalidad47.

Este acercamiento del Derecho a los métodos e instrumentos literarios responde a la

intención por parte de la crítica de dar un paso más allá del positivismo jurídico, lo cual según

Talavera conduce a partir, entre otras cosas, de la consideración de los principios como una

«dimensión literaria y mitológica del Derecho». Estaría obligado el juez, además, debido a la

superioridad jerárquica de éstos, a someter sus decisiones a este filtro, lo que supone reconocer

la dimensión narrativa del Derecho, y por tanto adquiriendo la aplicación de la ley un nuevo

sentido. Una consecuencia de todo esto es el acercamiento, a su vez, de la práctica jurídica a la

estructura literaria, concretamente la del relato, al incrementarse los esfuerzos argumentativos

de los litigantes en el proceso (Talavera 42 a 55).

Asimismo, al otorgar tanta importancia al papel de la retórica, también se revaloriza la

concepción del lenguaje como elemento común al Derecho y a la Literatura, ya que ambas

disciplinas operan a través de discursos en los que el lenguaje se convierte en vehículo

imprescindible para la persuasión y el convencimiento, realizando al mismo tiempo otras tareas

como la de transmitir y afirmar los valores e intereses de la comunidad. Como ya se ha visto,

entre los autores que defienden esta asimilación del Derecho a la retórica está James White, el

cual le otorga a esta función persuasiva, además, un fin social, ya que para él esta persuasión es

indispensable para la integración social y la determinación de los valores de la comunidad48.

Se entiende que el Derecho se acerca a la Literatura en cuanto supone un vehículo más

de comunicación e integración social; a su vez, la Literatura desempeña un papel fundamental

en las relaciones comunitarias, contribuyendo a su sentido y, sobre todo, a una mejor

47 Véase Talavera, 2006: 57 a 60 48 «[…] It is a branch of rhetoric, and one of my aims in this book is to work out some sense of the kind of rhetoric it is:

the structures of legal thought and expression. Of course the law is not just language, for it is in part about the exercise of political power. But I think the greatest power of law lies not in particular rules or decisions but in its language, in the coercive aspect of its rhetoric – in the way it structures sensibility and vision.>> (White, 1985: xiii)

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comprensión de éstas, por eso se puede concluir que a su vez, también acerca posiciones con el

Derecho.

En este estudio detallado del Derecho como Literatura, no sólo se analiza el lenguaje y

los textos judiciales y parlamentarios; también se ocupa en buena medida del estilo de los

abogados. Un estilo que según François Ost es «a la vez dogmático, tautológico y performativo»

(334).

3.2.5.2.) Derecho en la Literatura

Si el Derecho como Literatura había tenido un mayor desarrollo en Estados Unidos, el

Derecho en la Literatura (Law as Literature) ha sido objeto de un interés creciente en Europa.

Está vertiente del Law and Literature está directamente relacionada con la narrativa, en especial

con su contenido, ya que como indica Ost, se busca en los textos literarios las cuestiones

relativas a conceptos como justicia, poder, venganza… conceptos más amplios y moldeables

que pueden emplearse mejor en un argumento literario que el Derecho puramente técnico, que

es el que recogen los boletines oficiales y los tratados (335).

De hecho, la Literatura no es ajena a los asuntos jurídicos porque desde siempre los ha

elegido como tema recurrente de sus tramas. Se convierte así en vehículo que permite una mejor

comprensión de conceptos relacionados con el Derecho, ya sean abstractos —como justicia— o

concretos —funcionamiento de Tribunales, las tareas de un abogado o el desarrollo de un

proceso judicial. Todos estos conceptos, al convertirse en temática literaria, se someten al tamiz

de la narrativa y a una perspectiva artística no exenta de componentes morales y éticos, lo cual

contribuye a su análisis desde un punto de vista más sencillo y humano, y por tanto también

mejor asimilación de los mismos por un público general no necesariamente entendido en

cuestiones legales.

En resumen, la aportación temática del Derecho a la Literatura es parte de una vía de

doble dirección, ya que, a su vez, al tratar en sus obras de temas legales la literatura se convierte

en una fuente esencial para la reflexión crítica del derecho (Talavera, op.cit.: 5, 10). Según este

autor, las obras literarias permiten una singular conexión entre las raíces de estas cuestiones

jurídicas y sus formulaciones más avanzadas, así como un registro del estado de estas cuestiones

en un determinado momento histórico o social (aquel en el que la obra literaria tiene lugar).

Talavera señala también las distintas perspectivas desde las que se enfoca el Derecho

según se haga del mismo una consideración analítica, más propia del continente europeo, o

narrativa, como sucede en el derecho anglosajón y que en cambio es casi inexistente en el resto

de Europa. Para el autor sería necesario profundizar en el estudio de esta perspectiva narrativa y

rehabilitar así la dimensión simbólica del derecho y al papel pedagógico de éste (47 y ss).

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En esta perspectiva narrativa el derecho se parte de la singularidad de cada caso para

llegar después a una visión más general. La concepción analítica del derecho, en cambio, parte

de la hipótesis y se articula en leyes y normas.

La literatura como forma de entender y explicar el Derecho ofrece una crítica de los

valores culturales y éticos de la sociedad del momento — en EEUU se estudia como Law and

Literature as etical discourse— entendiendo que la obra literaria es capaz de generar en el

lector una empatía respecto de los hechos que se narran y los personajes que los protagonizan y,

a través de ésta, realizar una reflexión acerca de las cuestiones más profundas —muchas de ellas

de índole jurídico— que se sitúan en el fondo de estas tramas que, aunque ficción, se pueden

parecer mucho a la vida real.

3.2.5.3.) El Derecho de la Literatura (Law of Literature)

Es el que estudia la regulación jurídica que corresponde a los temas relacionados con la

Literatura, tales como propiedad intelectual, derechos de autor, delitos relacionados con la

libertad de expresión y el derecho al honor, así como la regulación legal que puedan tener

figuras controvertidas tradicionalmente relacionadas con las artes, como es el caso de la

censura.

Se trata de una perspectiva que, sobre todo, interesa a los profesionales del Derecho y

por tanto al dominio de éstos ha quedado reservada. Resulta interesante, —más allá de las

evidentes aplicaciones que puedan darle los abogados—, para tener una idea general del estado

de la actividad literaria, y creativa en general, de un determinado periodo. La regulación de

estos derechos y su plasmación en leyes, así como la tipificación de los delitos relacionados con

ellos, pone de manifiesto la relación de una comunidad determinada con la actividad literaria,

sobre todo en lo que compete a los límites permitidos en lo que respecta a la libertad de

creación, expresión y divulgación. Incluso en un momento dado entrarían dentro de esta

categoría la regulación de bibliotecas públicas, programas escolares y subsidios editoriales (Ost,

334).

3.2.6.) La literatura al servicio del Derecho en los textos jurídicos

Durante mucho tiempo imperó una concepción del Derecho de corte normativo en el

que dominaban criterios positivistas y económicos. Explica Arsuaga en su tesis que esta

perspectiva del Derecho fue tachada como inadecuada por autores como White y Weisberg, que

consideraban que el modelo positivista propio de la segunda mitad del siglo XX depositaba

demasiada confianza en el cada vez más influyente movimiento Law and Economics. Este

movimiento apoyaba el derecho en las ciencias económicas y sociales, que según los

mencionados autores resultaban claramente insuficientes para una disciplina con tantas facetas

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como la jurídica. Por tanto, al denunciar White y Weisberg los riesgos que suponía la excesiva

aplicación de los métodos científicos, inadecuados cuando aplicados a la experiencia humana,

también abogaban por un acercamiento del Derecho al terreno literario. La finalidad sería

romper de una vez con la imagen simplificada y encorsetada del ser humano, más propia de los

métodos científicos, provocando a su vez la toma en consideración de una perspectiva más

humanista del Derecho. (16).

Como explica Arsuaga, el cambio de perspectiva que supone aproximar el Derecho a la

Literatura conlleva necesariamente que se deje de lado su consideración como lenguaje estático,

basado exclusivamente en normas, y en el que los interlocutores —jueces y abogados— utilizan

conceptos neutrales y con argumentaciones normativas que parten de la lógica formal. Por el

contrario, se considera al Derecho como uno más de los lenguajes que se integran dentro de la

cultura, de manera que tanto participa de éstos como contribuye a conformarlos.

Por todo ello, el acercamiento del Derecho y la Literatura demanda un mayor

protagonismo del momento en el que el Derecho interactúa con la realidad; momento que obliga

a los principales interlocutores jurídicos —de nuevo jueces y abogados— a observar

detenidamente esta realidad para así poder dotarla de un significado que resulte coherente con la

narración que están conformando y por tanto puedan traducirla con éxito al lenguaje jurídico.

De ahí la insistencia de White y Weisberg en reivindicar una cierta habilidad literaria de jueces

y letrados, cuya formación legal debería completarse con los conocimientos, en realidad más

artísticos que científicos, que normalmente se presuponen en los escritores y críticos literarios

(16-17).

El foco de estudio, por tanto, se traslada al inicio mismo de esta actividad creadora de la

que nace el lenguaje jurídico, es decir, al modo de pensamiento y razonamiento de los

profesionales del Derecho (71).

Arsuaga menciona el estudio de White acerca del papel de la metáfora y la paradoja en

el poema y en la decisión judicial. En su reflexión acerca de la metáfora realiza una

comparación entre ambas perspectivas y se pregunta si, al fin y al cabo, el Derecho «es también

una forma de hablar de una cosa en términos de otra». En cuanto a la paradoja, se cuestiona la

posibilidad real de su uso en una decisión judicial, pudiendo ser su presencia un elemento

diferenciador entre textos legales y literarios. Asimismo, alude White a la ambigüedad presente

en todo lo literario (115 y 121).

White parte, por tanto, de la consideración de dos lenguajes o formas de expresión, el

lenguaje ordinario y el jurídico, los cuales se transforman en uno u otro a través de un acto de la

imaginación. Este acto no es otro que la ya mencionada traducción de unos hechos que, ajenos

en principio al mundo del Derecho, llegan al pleito a través de una narración en lenguaje

ordinario y necesitan por tanto su conversión al lenguaje jurídico para surtir los efectos jurídicos

deseados. Y es precisamente aquí donde, a partir de la comparación de las tensiones en la

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123

estructura a la que se enfrentan tanto la poesía como la decisión judicial, se llega a la parte más

interesante para esta investigación: al planteamiento de White de la posibilidad de que en los

escritos judiciales exista, al igual que en la poesía, formas o patrones de pensamiento y

composición (op.cit.: 115-117). Para él, al igual que en la literatura, en todo proceso judicial se

cuenta una historia, y la finalidad de esta narración es su interpretación y dotación de

significado para el lector o, en este caso, interlocutor jurídico.

Por tanto, tiene gran importancia en el Derecho la forma en que estos hechos objeto del

pleito se narren. Como en los textos literarios, en los textos jurídicos es esencial el uso acertado

de las palabras empleadas y el estilo con el que se redactan. La fuerza del texto jurídico reside

pues en el relato de los hechos, y por tanto para ser abogado o juez es imprescindible saber

cómo contarlos y manejar esta tensión narrativa entre la realidad y el lenguaje jurídico.

No obstante, esta tensión narrativa cambia según se trate de escritos redactados por

jueces o abogados, ya que su finalidad no es la misma. Los escritos que redacta el juez tienen

como fin alcanzar una conclusión, una solución jurídica al pleito que se somete a su

conocimiento. En cambio, los textos que redacta el abogado buscan alcanzar un objetivo

concreto que beneficie a la parte que representan. Es en estos últimos donde la presencia

retórica, tal y como tradicionalmente se ha entendido, es más fuerte, ya que condiciona todos y

cada uno de los aspectos de la narración de manera que su fuerza persuasiva es evidente y va

claramente encaminada a un fin perfectamente identificable. En los escritos judiciales este

elemento persuasivo, aunque también presente, es menos evidente, ya que el juez se aproxima

poco a poco, a través de una narración más abierta, a la conclusión por él preferida,

conduciendo suavemente al lector a través de una argumentación razonada en la que se produce

esta respuesta de lo jurídico a los hechos de la vida cotidiana (v. Arsuaga, op.cit.: 123).

3.3. Derecho y Literatura en España: estudios, obras y

autores

Aunque pueda parecer en un principio que España se ha quedado un tanto rezagada en

lo que respecta a los estudios sobre Derecho y Literatura, lo cierto es que tras una mirada en

profundidad al conjunto de obras y autores españoles que han dedicado su tiempo e interés a

esta materia desde comienzos del siglo XX hasta nuestros días, el resultado no es tan

desalentador como se aventuraba.

Si bien el total de estos estudios es menor que en otros países con mayor tradición en

esta materia —sobre todo durante la primera mitad del siglo XX—, la calidad intelectual y

académica de los autores dedicados a los mismos y la aparición puntual —esporádica pero

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constante— de artículos y ensayos sobre temas jurídico-literarios conforma un escenario

prometedor que actualmente está dando sus frutos. De hecho, como veremos a continuación,

aunque los inicios de estos estudios en territorio español fueron tímidos, el interés nunca dejó de

existir, quizás faltando el peso y la difusión que en otros países tuvieron las primeras obras

publicadas. Circunstancias diversas explican que estas primeras obras que se ocupaban del

Derecho y la Literatura no tuvieran aquí alas suficientes para dar paso a investigaciones más

ambiciosas y monografías sobre el tema, los cuales no aparecerían hasta mucho después que en

otros países.

Pero comencemos por el principio para ir desgajando poco a poco estas cuestiones49. En

primer lugar, se considera que el primer ensayo publicado sobre Derecho y Literatura ve la luz

en 1908 en Estados Unidos. Se trata de A List of Legal Novels, por John Wigmore, que se ocupa

de clasificar y analizar una serie de relatos en los que pueden encontrarse distintas temáticas

relacionadas con el Derecho. Es una obra dedicada, pues, al derecho en la literatura. En 1925

aparece Law and Literature, en la que el juez Benjamin Cardozo se ocupa de la cuestión desde

otra perspectiva, la del derecho como literatura, en la que sentencias judiciales son analizadas e

interpretadas bajo criterios literarios. Ambas obras alcanzan una importante difusión y marcan

el comienzo de una primera etapa en estos estudios jurídico-literarios.

¿Y en España? Pues tampoco hubo que esperar demasiado. El primer estudio publicado

del que se tiene constancia data de 1928. La diferencia es que este primer trabajo no es una

antología que se ocupe del tema de manera general, como los vistos anteriormente, sino un

artículo publicado en una revista y dedicado a una sola obra. Se trata de «Aspectos sociales y

jurídicos de I promessi sposi (de Manzoni)» y su autor no es otro que Niceto Alcalá-Zamora y

Torres, el primer Presidente de la segunda República española y un reputado intelectual y

académico, cuya pasión por la Literatura le convierte, además de en un distinguido crítico e

historiador del Derecho, en uno de los primeros —probablemente el primero— en estudiar la

relación de Derecho y Literatura en España. De hecho, en 1932, vuelve a insistir sobre el tema

al dedicar su discurso de ingreso en la Academia Española de la Lengua a «Los problemas del

derecho como materia teatral». Cabe señalar que además de a tan ilustre Academia, el autor era

miembro de las Academias de Jurisprudencia y Legislación y de Ciencias Morales y Políticas de

Madrid (Flores 16). Como vemos, un intelectual en toda regla que nada tiene que envidiar en

currículum a Wigmore o Cardozo.

49 Para un mejor análisis del caso español he querido realizar una breve –en absoluto exhaustiva- comparativa con lo que

iba sucediendo en el panorama estadounidense y europeo. La citación de obras y autores de ambos territorios es puntual y meramente indicativa, pues ya se les ha dedicado un epígrafe anterior y sería volver a repetirnos. En todo caso, el foco está situado en obras y autores españoles, de los que sí he procurado reunir el mayor número que me ha sido posible. Como guión de todo lo sucedido en EEUU y resto de Europa en lo tocante a Derecho y Literatura, me he servido de la compilación que Trindade y Gubert realizan en su artículo «Derecho y Literatura, acercamientos y perspectivas para repensar el Derecho» (pp. 175-181) el cual me ha parecido perfecto en cuanto a extensión y profundidad para servirme de guía en lo tocante al panorama internacional.

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125

Seguirá Alcalá-Zamora y Torres interesado por las cuestiones relativas al Derecho y

Literatura toda su vida, como prueba la publicación de sucesivos trabajos durante los años 1947

(El pensamiento de “El Quijote” visto por un abogado, publicado en Buenos Aires) y 1949 (el

artículo «El derecho y sus colindancias en el teatro de don Juan Ruíz de Alarcón»). No será

hasta 1958 cuando publique su primera obra general sobre el tema: Los protagonistas en la vida

y en el arte. El exilio al que se vio abocado durante la guerra civil y en el que decidió continuar

durante la dictadura franquista es el causante de que estas obras vieran la luz en Argentina,

donde vivió desde el año 1942 hasta su muerte.

Precisamente de esta fecha, 1942, es la conferencia, publicada más tarde por la Junta de

Cultura de Vizcaya, Un proceso en el Libro del Buen Amor, de Martín Eizaga y Gondra. Esta

obra marca el punto de inicio a una serie de artículos y libros dedicados a El libro del Buen

Amor desde el punto de vista jurídico, sin duda una de las obras literarias que más trabajos de

este tipo ha inspirado en España, bien de forma exclusiva, bien como parte de un conjunto de

textos literarios en obras más generales. Por ejemplo, además de Martín Eizaga y Gondra,

publican acerca de este tema Lorenzo Polaino (1948), José Luis Bermejo (1973), María

Francisca Gámez Montalvo (1997) y Encarnación Tabares (2004, 2009 y 2018).

Abrimos un breve paréntesis para comentar que a El Libro del Buen Amor le gana en

número de estudios jurídico-literarios nuestro autor más insigne, Miguel de Cervantes, que ha

inspirado muchas publicaciones que de forma exclusiva se ocupan de la relación del derecho y

la literatura tanto en El Quijote como en otras obras cervantinas (a éstas habría que sumarle

otras que, ocupándose del Derecho y Literatura en España de forma más general, incluyen a El

Quijote entre sus textos, que son casi todas). La primera es precisamente del ya comentado

Alcalá-Zamora y Torres, quien publica en 1947 El pensamiento de “El Quijote”, visto por un

abogado. A partir de ahí, y hasta la actualidad, no dejan de aparecer libros y artículos sobre el

tema, siendo el catedrático de Derecho del Trabajo Germán Barreiro uno de los más prolíficos,

con hasta siete artículos publicados desde 2005 hasta 2015, al que se suman José Luis Bermejo

y José Calvo, entre otros. Otra curiosidad que merece la pena destacar es que la mayoría de

estudios sobre Derecho y Literatura en España provienen del mundo de Derecho, sobre todo de

las ramas de Teoría del Derecho e Historia del Derecho. Los casos en que los filólogos se han

animado a mostrar su visión sobre el tema son mucho más escasos. Esperemos que la tendencia

cambie en los próximos años y desde ambas disciplinas se investigue sobre la relación entre

derecho y literatura con la misma intensidad.

Mientras en Europa los primeros ensayos que relacionan Derecho y Literatura, tanto en

su vertiente social e histórica como interpretativa, aparecen en los años 1931 y 1936 (Das Recht

in der Dichtung y Die Dichtung im Recht, respectivamente, ambos por Hans Fehr; y La

letteratura e la vita del diritto (1936) de Antonio D’Amato); en España hay que esperar hasta

1949, cuando Juan Ossorio Morales, catedrático de derecho civil en la Universidad de Granada,

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publica Derecho y Literatura50, obra crucial que pone de manifiesto la importancia de la

Literatura en el estudio y análisis de los sistemas jurídicos y la historia del Derecho, partiendo

para ello de los clásicos de la literatura castellana del Siglo de Óro. Se trata del primer ensayo

de estas características en España —en el que se realiza una reflexión global acerca del

fenómeno jurídico-literario a través de una selección de obras literarias nacionales— en

contraste con países como en Estados Unidos donde éstos ya no eran una novedad. Por ejemplo

en 1947, dos años antes de que viera la luz el ensayo de Ossorio, se publica Law in Action, de

Edmund Fuller, una extensa antología dedicada a distintas nociones de contenido jurídico con

base en textos de la Literatura Universal.

Hasta comienzos de la década de los 70, los otros dos autores que se interesan por el

tema de las relaciones entre Derecho y Literatura son el ya mencionado Lorenzo Polaino y

Niceto Alcalá-Zamora y Castillo. Polaino, del que ya se comentó su estudio acerca del derecho

procesal en el Libro del Buen Amor en 1948, destacó como escritor, cronista, historiador y

jurista, además de consejero y Vicedirector del Instituto de Estudios Giennenses. También fue

fundador de la revista Guad-el-kevir y miembro de las Academias de Historia, de Ciencias

Históricas de Toledo y de las Buenas Letras de Sevilla. Su compañero en esta última, Faustino

Gutierrez Alviz, menciona en la disertación que le dedica tras su fallecimiento su «estilo

sencillo, exento de arrebatos declamatorios y de fulgurantes llamaradas», así como una prosa

«fluiza, castiza y limpia»51. Además de sus extensos conocimientos académicos, que le valieron

un puesto docente en la Universidad de Sevilla, también ejerció el Derecho de manera

profesional, no como abogado sino como Secretario judicial. Licenciado en Derecho y en

Filosofía y Letras, su formación literaria era extensa y le nacía de un gusto por la Historia y la

Literatura que marcaría el rumbo de muchas de sus investigaciones académicas —natural de

Cazorla (Jaén), tuvo como profesor de bachillerato en Baeza al mismísimo Antonio

Machado52—, como prueban algunos de sus escritos, como por ejemplo su discurso de ingreso

en la Academia de las Buenas Letras de Sevilla, titulado Delincuencia en la picaresca (1964).

Además de éste, publica el ya mencionado El derecho procesal en el Libro del Buen Amor

(1949) y El saber jurídico del Mio Cid (1981) 53. En todas estas obras, el Derecho aparece

como una materia viva, cambiante y alejada de la rigidez normativa que con frecuencia se le

achaca, ostentando la Literatura el papel de fuente fiel de datos para su mejor estudio y

comprensión.

50 En 2016 se ha vuelto a publicar en edición facsímil por la Universidad de Granada con prólogo de Julia Ruiz Rico

Morón y un estudio preliminar de José Antonio López Nevot 51 Gutiérrez Alviz, Faustino: «Disertación en recuerdo de Lorenzo Polaino Ortega durante la sesión necrológica en la

Academia de las Buenas Letras de Sevilla», unas palabras palabras sentidas y emocionadas que reflejan bien la figura personal e intelectual de Lorenzo Polaino.

52 Encontramos más datos biográficos de Lorenzo Polaino en el artículo que le dedica López Pérez en Reino de Jaén, Crónica Digital de Investigación Local de la Provincia (2003)

53 Gutiérrez Alviz menciona también entre los trabajos jurídico – literarios de Lorenzo Polaino Cuatro comedias y un auto sacramental de Arcadio Martínez Montesino y un estudio sobre Gregorio José P. Rodríguez Carrillo, Obispo de Cartagena de Indias.

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127

En cuanto a Niceto Alcalá-Zamora y Castillo, sin duda hereda de su padre, Alcalá-

Zamora y Torres, la curiosidad y el interés por el Derecho y la Literatura, y así, dedica sus

Estampas procesales de la literatura española (1961) a «la memoria de mi padre, que en varios

de sus libros aplicó su experiencia y sabiduría al análisis de las conexiones entre la literatura y

el derecho». Puede considerase como antecedente a esta obra su discurso de recepción en el

Instituto Mexicano de Derecho Procesal (15 de enero de 1959), cuya lectura vuelve a realizar en

el Ateneo Español de México (17 de febrero de 1959). Más tarde, en 1969, publicaría las

Nuevas estampas procesales de la literatura española. En ambas obras, pone de manifiesto la

importancia de la literatura a la hora de obtener una visión real del funcionamiento de la

administración de justicia en un entorno geográfico e histórico determinado; incluso admitiendo

que la visión literaria de un proceso judicial pueda verse deformada por desconocimiento de su

autor o porque, de alguna manera, el cambio favorezca la narración. Resultan especialmente

interesantes las estampas dedicadas a “Fantasía y realidad en la administración de justicia”,

donde pone de manifiesto la cantidad de veces que la realidad supera a la ficción, constituyendo

lo que a menudo se considera como fantasía simplemente hechos reales contados con un

lenguaje y tono literarios; y aquella en la que se ocupa del error judicial, más concretamente, de

la dificultad para detectarlos y de la poca fiabilidad de algunas pruebas, lo que le hace criticar

también el castigo de pena de muerte (Flores, 16 y 26). Otros temas como la libertad de defensa

o la figura del Rey son tratados con igual sensatez y detenimiento, enlazando fácilmente

situaciones y casuística procesal con pasajes literarios con un resultado increíblemente ameno y

apto para cualquier tipo de lector, incluso el menos interesado en cuestiones de procedimiento.

Con esto, llegamos a la década de los 70, que en Estados Unidos se inicia con la

publicación del ensayo de James Boyd White The Legal Imagination: Studies in the Nature of

the Legal Thought and Expression; obra que marca un punto de inflexión en los estudios acerca

de Derecho y Literatura en este país54, al considerar al derecho como un sistema cultural no

exento de cualidades literarias tales como creatividad e imaginación. Mientras tanto, en España,

José Luis Bermejo, catedrático de Historia del Derecho en la Universidad Complutense, publica

una serie de artículos dedicados a resaltar los conocimientos jurídicos de algunos autores o los

elementos jurídicos integrados en sus obras, culminando este proceso con la publicación, en

1980, de su obra Derecho y pensamiento político en la literatura española.

La década de los ochenta supone para Estados Unidos y países europeos como Francia,

Italia y Alemania la consolidación definitiva de la investigación acerca de Derecho y Literatura

como materia independiente y merecedora de la atención y el interés académico. En nuestro país

vecino, Régine Dhoquois y Annie Prassoloff —profesoras de literatura y derecho

respectivamente— organizan en 1982 un curso universitario dedicado a estos temas. Dos años

54 Siete años antes, en 1960, Ephraim London había publicado su antología The World of Law, con un primer volumen

dedicado a Law in Literature y un segundo a Law as Literature.

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más tarde, en 1984, tiene lugar un congreso cuyas actas publica la revista Actes: les cahires

d’action juridique. Alemania, por su parte, comienza en 1982 una edición anual dedicada al

Derecho y la Literatura: Themenhefte. En España aún falta para que aparezcan este tipo de

congresos y publicaciones especializadas, pero sí se observa un incremento de publicaciones a

partir de los años 90, con Bermejo Cabrero y Calvo González a la cabeza de las mismas, ambos

con una producción realmente impresionante. Si en Francia ve la luz en 1997 la antología de

Philippe Malurie Droit et littérature55, en España un año antes José Calvo González ha

publicado Derecho y narración. Materiales para una teoría y crítica narrativista del derecho y

La justicia como relato. Ensayo de una semionarrativa sobre los jueces, obras que pueden

considerarse enfocadas al estudio del derecho como literatura. En el mismo año Víctor Celemín

publica El derecho en la literatura medieval.

Pero es el siglo XXI el que de verdad está dando sus frutos en lo tocante a los estudios

sobre Derecho y Literatura en España. José Calvo González continúa con su extensa

producción, en la que destaca la publicación en 2008 de la obra Implicación Derecho Literatura.

Contribuciones a una teoría literaria del derecho, de la que es coordinador. A él se unen otros

autores como Juan Antonio García Amado —en cuya página web tiene un apartado dedicado

exclusivamente a Derecho y Literatura—, Faustino Martínez, Encarnación Tabares, German

Barreiro, Bruno Aguilera, y Pedro Talavera, que publica en 2006 Derecho y Literatura, en la

que de nuevo, a través de una selección de textos literarios, se pone de manifiesto la sutil pero

innegable relación entre ambas disciplinas. No es la única antología de este tipo que en estos

años se ha publicado en nuestro país; María José Falcón y Tella publica en 2015 otra igualmente

titulada Derecho y Literatura, cuyo prólogo firma François Ost. Además, Teresa Arsuaga y Luis

Gómez Romero defienden sendas tesis doctorales dedicadas a estos temas, y la publicación de

artículos y monográficos ya se produce a un ritmo constante, ofreciendo una considerable

variedad de ángulos e interpretaciones a estas cuestiones. Puede observarse que en algunos a la

perspectiva literaria se le une la cinematográfica56, o que dentro de la rama literaria se eligen

formatos que hasta ahora habían quedado fuera de los estudios jurídico-literarios, como el

cómic57. Todo ello pone de manifiesto que el interés en los estudios de Derecho y Literatura en

nuestro país cada vez es mayor y va más allá de una moda pasajera.

Como son muchos los autores y artículos, sobre todo los aparecidos en los últimos años,

no es ésta más que una suerte de introducción al tema, ofreciéndose a continuación una relación

55 En la que sitúa a la literatura como garante de los fundamentos de la sociedad, así como de sus bases y nociones

jurídicas más elementales. 56 Los artículos de Juan Antonio García Amado y Luis Gómez Romero 57 Miguel Ángel Ramiro Avilés es buena muestra de ello. Incluso sumando la perspectiva cinematográfica en Derechos,

cine, literatura y cómics, obra de la que es coordinador.

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más o menos exhaustiva58 de toda la trayectoria anteriormente narrada, primero por índice

cronológico y a continuación por orden alfabético de autores.

DERECHO Y LITERATURA EN ESPAÑA

Artículos y obras por orden cronológico

1928 – Alcalá-Zamora y Torres, Niceto: «Aspectos sociales y jurídicos de I promessi

sposi (de Manzoni), en Revista general de legislación y jurisprudencia, Tomo

152, pp. 655-679

1932 – Alcalá-Zarmora y Torres, Niceto: «Los problemas del derecho como materia

teatral» Discurso de ingreso a la Academia Española de la Lengua, 8 de mayo

de 1932

1942 – Eizaga y Gondra, Martín: Un proceso en el Libro del Buen Amor (Conferencia

27 de mayo de 1942); Bilbao: Junta de Cultura de Vizcaya

58 Es probable que, a pesar de mis esfuerzos por recoger todos ellos, haya autores y obras que no aparezcan. En ese caso,

mis disculpas anticipadas.

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1947 – Alcalá-Zamora y Torres, Niceto: El pensamiento de “El Quijote”, visto por un

abogado. Buenos Aires: Editorial Guillermo Kraft

1948 – Polaino Ortega, Lorenzo: El derecho procesal en el Libro del Buen Amor,

Madrid

1949 – Alcalá-Zamora y Torres, Niceto: «El derecho y sus colindancias en el teatro de

don Juan Ruíz de Alarcón», Revista de la Escuela Nacional de Jurisprudencia,

No. 43, julio-septiembre, pp. 9-82

- Ossorio Morales, Juan: Derecho y Literatura. Granada: Secretariado de

publicaciones de la Universidad de Granada

1953 – Polaino Ortega, Lorenzo: «Un giennense ilustre. Don Gregorio José Rodríguez

Carrillo Obispo de Cartagena de Indias» (Discurso de Ingreso en el Instituto de

Estudios Giennenses), Boletín del Instituto de Estudios Giennenses, nº 1 pp.

57-82

1958 – Alcalá-Zamora y Torres, Niceto: Los protagonistas en la vida y en el arte,

Buenos Aires

- Mitjá, Marina: «Procés contra els consellers domèstics i curials de Joan I, entre

ells Bernat Metge», Boletín de la Real Academia de las Buenas Letras de

Barcelona, núm. 27, pp. 375-417

1959 – Martínez Val, José María: «El sentido jurídico en el Quijote», Madrid: Curso de

conferencias para preuniversitarios

1961 – Alcalá-Zamora y Castillo, Niceto: Estampas procesales de la literatura

española, Buenos Aires: Ediciones jurídicas Europa-América

1964 – Polaino Ortega, Lorenzo: «La delincuencia en la picaresca», Discurso de

Ingreso en la Real Academia de las Buenas Letras de Sevilla, leído el 19 de

abril de 1964

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131

1969 – Alcalá-Zamora y Castillo, Niceto: «Nuevas estampas procesales de la literatura

española» Revista de Derecho Procesal Iberoamericana, Núm. II, abril-junio,

pp. 303-367

- Bermejo Cabrero, José Luis: «El mundo jurídico de Berceo», Revista de la

Universidad de Madrid, 70-71, pp. 33-52

1973 – Bermejo Cabrero, José Luis: «El saber jurídico del Arcipreste de Hita» Actas del

Congreso del Arcipreste de Hita, pp. 409-515

1974 – Bermejo Cabrero, José Luis: «La formación jurídica del Arcipreste de Talavera»

Revista de filología española, Tomo 57, Fasc. 1-4, pp. 111-125

1977 – Bermejo Cabrero, José Luis: «Aspectos jurídicos de La Celestina» en La

Celestina y su contorno social: actas del I congreso internacional sobre la

Celestina (Manuel Criado de Val, coord.) pp. 401-408

1980 – Bermejo Cabrero, José Luis: Derecho y pensamiento político en la literatura

española, Madrid: el autor

1981 – Polaino Ortega, Lorenzo: «El saber jurídico del Mío Cid» Boletín de la Real

Academia Sevillana de Buenas Letras: Minervae Baeticae Nº9 pp. 87-100

1991 – Bermejo Cabrero, José Luis: «Justicia penal y teatro barroco» en Sexo barroco y

otras transgresiones premodernas, pp. 91-108

- Bermejo Cabrero, José Luis: «Duelos y desafíos en el Derecho y la Literatura»

en Sexo barroco y otras transgresiones premodernas, pp. 109-126

- Calvo González, José: «Notas sobre literatura jurídica y juristas sevillanos del

siglo XVII. Juan de Ayllón Laynez» Archivo hispalense: Revista histórica,

literaria y artística, Tomo 74, Nº 225, pp. 233-240

1992 – Calvo González, José: «Coherencia narrativa y razonamiento judicial» Poder

Judicial Nº 25, pp. 97-102

Page 133: Retórica forense y Literatura: el orator perfectus y la ...causa entre los que la reciben… todo cuenta a la hora de realizar un análisis completo y convincente. Incluso el motivo

1993 – Bermejo Cabrero, José Luis: «Estado y república en la conceptualización

política de Cervantes» Cuadernos para la investigación de la literatura

hispánica, nº 18, pp. 227-232

- Calvo González, José: «En torno al paradigma conservador. Modelos mágico y

fantástico (J. de Maistre y J.L. Borges)» Anuario de filosofía del derecho, Nº

10, pp. 409-422

- Fina i Sanglas, Albert: Justicia y Literatura, Barcelona: Bosch

1994 – Calvo González, José: «Notas sobre literatura jurídica y juristas malagueños del

siglo XVII. Francisco de Amaya» Revista de estudios antequeranos, Nº 2, pp.

359-370

- Calvo González, José: «Razonabilidad como relato» Poder Judicial, Nº 33, pp.

33-44

1995 – Bermejo Cabrero, José Luis: «De la venganza al castigo» Revista de literatura,

Tomo 57, nº 113, pp. 157-166

- García Amado, Juan Antonio: «Literatura como pretexto. Sobre libertad,

coacción y justicia» en Llompart et al (coord.): Justicia, solidaridad, paz:

estudios en homenaje al profesor Jose María Rojo Sanz, Vol. 1, pp.167-180

-

1996 – Calvo González, José: Derecho y narración. Materiales para una teoría y

crítica narrativista del derecho. Ariel

- Calvo González, José: La justicia como relato. Ensayo de una semionarrativa

sobre los jueces. Málaga: Ágora

- Celemín Santos, Víctor: El derecho en la literatura medieval, Barcelona;

Bosch

1997 – Gámez Montalvo, María Francisca: «El procedimiento judicial en el Libro del

Buen Amor» en Estudios de Frontera: Alcalá la Real y el Arcipreste de Hita.

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133

(Congreso Internacional celebrado en Alcalá la Real del 22 al 25 de noviembre

de 1995, Jaén). Diputación provincial de Jaén, Área de Cultura, pp. 203-210

- García Amado, Juan Antonio: «Las reglas, la razón y la fuerza. A propósito de

El señor de las moscas, de William Golding», Anales de la Facultad de

Derecho de León: revista jurídica de la Universidad de León, n.1 pp. 115-131

2003 – Calvo González, José: «Otra Praga mágica (y posible). Vashek, un

conciudadano en el estado. Estudio preliminar» Contrastes: Revista

Internacional de Filosofía, Nº 8, pp. 187-194

- García Amado, Juan Antonio: La lista de Schindler: abismos que el derecho

difícilmente alcanza, Tirant Lo Blanch

- Martínez Martínez, Faustino: «Derecho y Literatura: Rabelais o la formulación

literaria de un nuevo camino jurídico» Quaderni fiorentini per la storia del

pensiero giuridico moderno, Vol. 32, Nº 1

- Ossorio Morales, Juan: «Derecho y Literatura» Revista de la Facultad de

Derecho de la Universidad de Granada, Nº 6, pp. 501-524

2004 – Tabares Plasencia, Encarnación: «La fábula del lobo y la raposa: un ejemplo de

precisión terminológica y del saber jurídico del Arcipreste» Revista de

Filología de la Universidad de La Laguna Nº 22, pp. 299-312

2005 – Barreiro González, Germán: «Cervantes y don Quijote jurisperitos: una visión

literaria del derecho en don Quijote de la Mancha» Anales de derecho:

Colección Huarte de San Juan, nº6, pp. 13-38

- Barreiro González, Germán: «Ius quijotescum: el derecho como recurso literario

en el Quijote: Cervantes y el ingenioso caballero jurisperitos». Anuario da

Facultade de Dereito da Universidade da Coruña nº9, pp. 49-74

- Barreiro González, Germán: «El valor jurídico de un libro: Don Quijote de la

Mancha» La Ley: Revista jurídica española de doctrina, jurisprudencia y

bibliografía, n 3, pp. 1682-1687

Page 135: Retórica forense y Literatura: el orator perfectus y la ...causa entre los que la reciben… todo cuenta a la hora de realizar un análisis completo y convincente. Incluso el motivo

- Martínez Martínez, Faustino: «Derecho común y literatura» Anuario Mexicano

de Historia del Derecho Nº 17, pp. 113-210

- Martínez Martínez, Faustino: «El derecho común en la obra de Lope de Vega»

Opinión Jurídica: Publicación de la Facultad de Derecho de la Universidad de

Medellín, Vol. 4, Nº 8

2006 – Aguilera Barchet, Bruno: «El derecho en El Quijote: notas para una inmersión

jurídica en la España del Siglo de Oro», Anuario de historia del derecho

español, Nº 76, pp. 173-214

- Aguilera Barchet, Bruno: «El Quijote como fuente jurídica» en El derecho en

la época del Quijote, seminario internacional organizado por el Instituto de

Estudios Jurídicos Internacionales Conde de Aranda: Universidad Rey Juan

Carlos del 15 al 17 de marzo de 2005), publicado por Thomson Reuters-

Aranzadi, pp. 13-64

- Aguilera Barchet, Bruno (coord.): El derecho en la época del Quijote, Thomson

Reuters-Aranzadi

- Calvo González, José: «La intimidad en el espejo de los media. Una mirada

desde la Literatura y el Derecho» Derecho Comparado de la Información, Nº 8,

pp. 97-136

- Izquierdo Martínez, José María: El derecho en el teatro español: apuntes para

una antología jurídica, Sevilla: editorial Analecta

- Rodríguez Velasco, Jesús D.: «Espacio de certidumbre: palabra legal, narración

y literatura en Las siete partidas (y otros misterios del taller alfonsí), Cahiers

d’etudes hispaniques medievales, Nº 29, pp. 423-452

- Talavera Fernández, Pedro Agustín: Derecho y Literatura, Madrid: Comares

2007 – Barreiro González, Germán: «El valor jurídico de un libro: “Don Quixote de la

Mancha” (con epílogo sobre su precio originario y las economías de una

cátedra universitaria hace trescientos años) Pecunia: revista de la Facultad de

Ciencias Económicas y Empresariales nº5 (jul-dic), pp. 1-15

Page 136: Retórica forense y Literatura: el orator perfectus y la ...causa entre los que la reciben… todo cuenta a la hora de realizar un análisis completo y convincente. Incluso el motivo

135

- Calvo González, José: «Biblia, Corán y jueces» Vniversitas, Nº 114, pp. 371-

374

- Calvo González, José: «Derecho y Literatura. Intersecciones instrumental,

estructural e institucional» Anuario de Filosofía del Derecho, Nº 24, pp. 307-

332

2008 – Calvo González, José: «Sobre hermenéutica jurídica y relato. Notas para una

ilustración narrativista acerca de diversiones y extraversiones interpretativas»

en Implicación Derecho Literatura: contribuciones a una teoría literaria del

derecho, pp. 471-478

- Calvo González, José: Implicación Derecho Literatura. Contribuciones a una

teoría literaria del derecho (coord.) Editorial Comares

- Monereo Atienza, Cristina: «Narrativa y género. Sobre desigualdad y justicia

social en Villette de C. Brönte e Insolación de E. Pardo Bazán» en Implicación

Derecho Literatura: contribuciones a una teoría literaria del derecho (José

Calvo González coord.) pp. 235-252

- Talavera Fernández, Pedro Agustín: «Ejes de conexión entre el discurso

jurídico y el discurso literario» en El pensamiento jurídico: pasado, presente y

perspectiva: libro homenaje al prof. Juan José Gil Cremades (coord. María

Elosegui Itxaso, Fernando Galindo Ayuda), pp. 1041-1078

2009 – Gómez Romero, Luis: Fantasía, distopía y justicia. La saga de Harry Potter

como instrumento para la enseñanza de los Derechos Humanos. Tesis doctoral

Universidad Carlos III de Madrid

- Tabares Plasencia, Encarnación: Literatura y Derecho en el “Libro del Buen

Amor”: La fábula del lobo y la raposa. Editorial Doble J

2010 – Calvo González, José: «Constitutional Law en clave de teoría literaria. Una guía

de campo para el estudio» Dikaiosyne: revista semestral de filosofía práctica,

Nº 25, pp. 7-18

Page 137: Retórica forense y Literatura: el orator perfectus y la ...causa entre los que la reciben… todo cuenta a la hora de realizar un análisis completo y convincente. Incluso el motivo

- Calvo González, José: El alma y la ley: Tolstoi entre juristas. España (1890-

1928) Comunicación Social Ediciones y Publicaciones

- Martínez Martínez, Faustino: «Lenguaje y derecho: una aproximación al léxico

feudal de los trovadores», en Aproximación sao estudo do vocabulario

trovadoresco, de Mercedes Brea López y Santiago López Martínez-Morás , pp.

21-35

2011 – Bermejo Cabrero, José Luis: Economía y hacienda a través de la literatura

española: de Berceo a Cervantes, Madrid: Fundación Universitaria Española

(Tesis doctoral del mismo nombre por el autor en la Universidad Complutense

de Madrid en 2010)

- Calvo González, José: «Derecho y Literatura: Anatolii Fedorovich Koni (1844-

1927) Seqüência: estudos jurídicos e políticos, Vol. 32, Nº 63, pp. 13-76

- Calvo González, José: «Quevedo en tela de juicio, o sea el tribunal de la ivsta

vengaça, de Luis Pacheco de Narváez (de contiendas literarias y derecho en la

España del s. XVII)» Estudios jurídicos en homenaje al profesor Alejandro

Guzmán Brito (Patricio-Ignacio Carvajal y Massimo Miglieta, coord.) Vol. 1,

pp. 525-544

- Calvo González, José: «De la cultura lectora y literaria del Derecho» en El otro

corazón del derecho: 20 ensayos literario jurídicos sobre Teoría del derecho

(Jaime F. Coaguila Valdivia, aut.)

- Calvo González, José: «A propósito de L’Etranger de Camus, o una

Absurdidad Llena de Sentido» (ProLogos en Derecho y Literatura) en Notas

sobre direito e literatura: o absurdo do direito em Albert Camus (Ada Bogliolo

Piancastelli de Siqueira, aut.)

- Rodríguez Velasco, Jesús D.: Plebeyos márgenes: ficción, industria del derecho

y ciencia literaria (siglos XIII-XIV), Salamanca: Seminario de Estudios

Medievales y Renacentistas

2012 – Barreiro González, Germán: «Trabajos, oficios y servicios: una visión literario

del derecho del trabajo en la novela El ingenioso hidalgo y caballero don

Page 138: Retórica forense y Literatura: el orator perfectus y la ...causa entre los que la reciben… todo cuenta a la hora de realizar un análisis completo y convincente. Incluso el motivo

137

Quixote de la Mancha de don Miguel de Cervantes Saavedra» (lección

inaugural, curso académico 2012-2013). Universidad de León: Servicio de

Publicaciones

- Calvo González, José: «Sobre la geografía en la recepción literaria y jurídico-

social tolstiana, con apunte acerca del reformista social norteamericano Ernest

Howard Crosby (1856-1907)» Revista europea de historia de las ideas políticas

de las instituciones públicas, Nº 2, pp. 87-142

- Fábrega Ponce, Jorge: Abogados y Jueces en la Literatura universal, Valencia:

Tirant lo Blanch

2013 – Calvo González, José: «Derecho y Literatura, ad Usum Scholaris Juventutis

(con relato implícito)» Seqüência: estudios jurídicos e políticos, Vol. 34, Nº

66, pp. 15-45

- Calvo González, José: «Lacrimae & Luminos. El delincuente honrado (1733),

de Gaspar Melchor de Jovellanos» REJIE: Revista Jurídica de Investigación e

Innovación Educactiva, Nº 7 (Enero) pp. 9-30

- Calvo González, José: El escudo de Perseo: La cultura literaria del Derecho

Madrid: Editorial Comares

- Gómez Romero, Luis: «De Hogwarts a Warner: la jurisprudencia visual de

Harry Potter y los Derechos Humanos», Revista de Estudios de Juventud,

Nº101, (ejemplar dedicado a En busca de nuevas narraciones: la mirada de los

medios de comunicación ante la adolescencia), pp. 139-150

2014 – Barreiro González, Germán: El patio de monipodio: la infame academia: una

visión literaria del derecho en la Novela Ejemplar “ Rinconete y Cortadillo”

de Don Miguel de Cervantes Saavedra. León: Eolas

- Calvo González, José: «Derecho y Literatura, “Verbum Maledictionis” y

“Blasfemia fantasma” en La corrección (1895), de Vicente Blasco Ibáñez

(1867-1928)» Revista europea de historia de las ideas políticas y de las

instituciones públicas, Nº 8, pp. 129-137

Page 139: Retórica forense y Literatura: el orator perfectus y la ...causa entre los que la reciben… todo cuenta a la hora de realizar un análisis completo y convincente. Incluso el motivo

- Calvo González, José: «Cervantismo en Derecho. Panorama de la investigación

en España, 2004-2013» Revista de educación y derecho = Education and Law

Review Nº 9

- Calvo González, José: «Le Fils Natural (1757), de Diderot, o la

espectacularidad de una “condition” jurídico-familiar» Doxa: Cuadernos de

filosofía del derecho, Nº37, pp. 281-298

- Falcón y Tella, María José: «Algunas enseñanzas jurídicas de la Biblia» Foro:

Revista de ciencias jurídicas y sociales, Vol. 17, Nº2, pp. 273-289

- Galván Moreno, Luis: «La justicia en algunos autos bíblicos de Calderón» Studi

Ispanici Nº39, pp. 69-79

- García Amado, Juan Antonio: «Sobre las paradojas inmanentes a todo derecho.

A propósito del cuento La ley, de Max Aub»

(https://www.garciamado.es/2014/12/sobre-las-paradojas-inmanentes-todo-

derecho-proposito-del-cuento-la-ley-de-max-aub/)

- García Amado, Juan Antonio: «Literatura y Derecho. Sobre La isla del doctor

Moreau, de H.G. Wells», (https://www.garciamado.es/2014/04/literatura-y-

derecho-sobre-la-isla-del-doctor-moreau-de-h-g-wells/)

- Gómez Romero, Luis: «Harry Potter contra el legalismo, o la magia republicana

del pluralismo jurídico», Revista Derecho del Estado, Nº32, pp. 177-204

- Gónzalez Echevarría, Roberto: «El derecho romano en la constitución de

Macondo» Studi Ispanici, Nº39 (ejemplar dedicado a Derecho y Literatura

Hispánica) pp. 199-214

- Hoces Lomba, María: «Retórica forense y ars dictaminis en Lo somni, de

Bernat Metge» Scripta: Revista internacional de literatura i cultura medieval i

moderna, núm. 3 / juny 2014 / pp. 1-26

- Monereo Atienza, Cristina: «Cuestión social y derechos de la mujer en la

Esfinge maragata, de Concha Espina» Studi Ispanici Nº 39, pp. 101-115

Page 140: Retórica forense y Literatura: el orator perfectus y la ...causa entre los que la reciben… todo cuenta a la hora de realizar un análisis completo y convincente. Incluso el motivo

139

- Ramiro Avilés, Miguel A.: «Derechos humanos y cómics: un matrimonio

estéticamente bien avenido» (con Maria Jesús Fernández Gil), Revista Derecho

del Estado n 32 pp. 243-280

- Ramiro Avilés, Miguel A.: «Un programa literario para la enseñanza de los

derechos humanos», en Derechos, cine, literatura y cómics: cómo y por qué,

pp. 63-86

- Ramiro Avilés, Miguel A. (coord.): Derechos, cine, literatura y cómics: cómo y

por qué (varios aut.), Tirant lo Blanch

- Rodríguez Velasco, Jesús D.: «Voz muerta. Poética social y retóricas notariales

en Las Siete Partidas» Studi Ispanici, Nº 39, pp. 21-39

2015 – Arsuaga Acaso, María Teresa: Derecho y Literatura: James Boyd White y

Richard H. Weisberg, dos modelos de crítica literaria aplicada al derecho.

Tesis doctoral dirigida por Paloma Durán y Lalaguna. Universidad

Complutense de Madrid

- Barreiro González, Germán: «Don Quixote de la Mancha y la justicia» en La

jurisprudencia constitucional en materia laboral y social en el período 1999-

2010: libro homenaje a Maria Emilia Casas, Baylos Grau et al (coord.), pp.

909-926

- Bermejo Cabrero, José Luis: «Abogados en la literatura española (siglos XIII-

XVII) en Historia de la abogacía española, Santiago Muñoz Machado (dir.)

Vol. 1, pp. 555-589

- Calvo González, José: «El compás y la plomada: poética espacial y metáfora

literaria en derecho y arquitectura» Anamorphosis: Revista Internacional de

Direito e Literatura, Vol. 1, Nº 1

- Falcón y Tella, María José: Derecho y Literatura. Madrid: Marcial Pons,

Ediciones Jurídicas y Sociales

Page 141: Retórica forense y Literatura: el orator perfectus y la ...causa entre los que la reciben… todo cuenta a la hora de realizar un análisis completo y convincente. Incluso el motivo

- Talavera Fernández, Pedro Agustín: «Una aproximación literaria a la relación

entre la justicia y el derecho», Anamorphosis: Revista Internacional de Direito

e Literatura Vol.1, Nº2, pp. 207-246

2016 – Calvo González, José: «Desde una encrucijada junto a Borges. Sobre ciencia

jurídica y producción normativa» Anuario de filosofía del derecho, nº 32, pp.

187-212

- Calvo González, José: «Paremia y gesto de “echar bando” en Quijote.

Pragmática y semiótica jurídicas» Teoría y derecho: Revista de pensamiento

jurídico, Nº 20, pp. 244-261

- Calvo González, José: «Salir al otro: afectividad y justicia en Mineirinho, de

Clarice Lispector», Anamorphosis, Revista Internacional de Direito e

Literatura, Vol. 2, nº 1 pp. 123-145

- Calvo González, José: Borges en el espejo de los juristas. Derecho y Literatura

borgeana (coord.)

- Calvo González, José: Justicia constitucional y Literatura, Centro de Estudios

Constitucionales del Tribunal Constitucional

- Calvo González, José: De la ley ¿o será ficción?, Marcial Pons

- Ossorio Morales, Juan: Derecho y Literatura (José Antonio López Nevot y

Julia Ruiz-Rico Morón, pr.) Granada: Editorial Universidad de Granada

2017 – Arsuaga Acaso, María Teresa: «La Literatura en la formación de jueces y

abogados» Anuari de Filologia. Estudis de Lingüística 7/2017, pp. 125-148

- Calvo González, José: «Honor, venganza y sacrificio en Othello como

grandioso tinglado de embelecos y antoñanzas» Ius fugit: Revista

interdisciplinar de estudios histórico-jurídicos, nº 20, pp.301-322

2018 – Tabares Plasencia, Encarnación: «La fraseología jurídica en el Libro del Buen

Amor» Estudis romànics Nº 40 pp. 59-88

Page 142: Retórica forense y Literatura: el orator perfectus y la ...causa entre los que la reciben… todo cuenta a la hora de realizar un análisis completo y convincente. Incluso el motivo

141

DERECHO Y LITERATURA EN ESPAÑA

Artículos y obras por orden alfabético de autores

AGUILERA BARCHET, BRUNO:

• «El derecho en El Quijote: notas para una inmersión jurídica en la

España del Siglo de Oro», Anuario de historia del derecho español, Nº 76,

pp. 173-214 (2006)

• «El Quijote como fuente jurídica» en El derecho en la época del Quijote,

seminario internacional organizado por el Instituto de Estudios Jurídicos

Internacionales Conde de Aranda: Universidad Rey Juan Carlos del 15 al 17

de marzo de 2005), publicado por Thomson Reuters-Aranzadi, pp. 13-64

(2006)

Page 143: Retórica forense y Literatura: el orator perfectus y la ...causa entre los que la reciben… todo cuenta a la hora de realizar un análisis completo y convincente. Incluso el motivo

• El derecho en la época del Quijote. (coord.), Thomson Reuters-Aranzadi

(2006)

ALCALÁ – ZAMORA Y TORRES, NICETO:

• «Aspectos sociales y jurídicos de I promessi sposi (de Manzoni), en

Revista general de legislación y jurisprudencia, Tomo 152, pp. 655-679

(1928)

• «Los problemas del derecho como materia teatral» Discurso de ingreso

a la Academia Española de la Lengua, 8 de mayo de 1932

• El pensamiento de “El Quijote”, visto por un abogado. Buenos Aires:

editorial Guillermo Kraft (1947)

• «El derecho y sus colindancias en el teatro de don Juan Ruíz de

Alarcón», Revista de la Escuela Nacional de Jurisprudencia, No. 43, julio-

septiembre, pp. 9-82 (1949)

• Los protagonistas en la vida y en el arte, Buenos Aires (1958)

ALCALÁ – ZAMORA Y CASTILLO, NICETO:

• Estampas procesales de la literatura española, Buenos Aires: Ediciones

jurídicas Europa-América (1961)

• «Nuevas estampas procesales de la literatura española» Revista de

Derecho Procesal Iberoamericana, Núm. II, abril-junio, pp. 303-367 (1969)

ARSUAGA ACASO, MARÍA TERESA:

• Derecho y Literatura: James Boyd White y Richard H. Weisberg, dos

modelos de crítica literaria aplicada al derecho. Tesis doctoral dirigida por

Paloma Durán y Lalaguna. Universidad Complutense de Madrid (2015)

• «La Literatura en la formación de jueces y abogados» Anuari de

Filologia. Estudis de Lingüística 7/2017, pp. 125-148 ( 2017)

BARREIRO GONZÁLEZ, GERMÁN:

• «El valor jurídico de un libro: “Don Quixote de la Mancha” (con

epílogo sobre su precio originario y las economías de una cátedra

universitaria hace trescientos años) Pecunia: revista de la Facultad de

Ciencias Económicas y Empresariales nº5 (jul-dic), pp. 1-15 (2007).

Page 144: Retórica forense y Literatura: el orator perfectus y la ...causa entre los que la reciben… todo cuenta a la hora de realizar un análisis completo y convincente. Incluso el motivo

143

• «Cervantes y don Quijote jurisperitos: una visión literaria del derecho

en don Quijote de la Mancha» Anales de derecho: Colección Huarte de

San Juan, nº6 (2005), pp. 13-38

• «”Ius quijotescum”: el derecho como recurso literario en el Quijote:

Cervantes y el ingenioso caballero jurisperitos». Anuario da Facultade

de Dereito da Universidade da Coruña nº9 (2005), pp. 49-74.

• «El valor jurídico de un libro: Don Quijote de la Mancha» La Ley:

Revista jurídica española de doctrina, jurisprudencia y bibliografía, n 3

(2005) pp. 1682-1687.

• Trabajos, oficios y servicios: una visión literario del derecho del trabajo

en la novela “El ingenioso hidalgo y caballero don Quixote de la

Mancha” de don Miguel de Cervantes Saavedra: lección inaugural ,

curso académico 2012-2013. Universidad de León, Servicio de

Publicaciones ( 2012).

• El patio de monipodio: la infame academia: una visión literaria del

derecho en la Novela Ejemplar Rinconete y Cortadillo de Don Miguel de

Cervantes Saavedra. León: Eolas (2014).

• «Don Quixote de la Mancha y la justicia» en La jurisprudencia

constitucional en materia laboral y social en el período 1999-2010: libro

homenaje a Maria Emilia Casas, Baylos Grau et al (coord..) (2015), pp.

909-926.

BERMEJO CABRERO, JOSÉ LUÍS:

• ARTÍCULOS y COLABORACIONES:

• «El mundo jurídico de Berceo», Revista de la Universidad de Madrid, 70-

71, pp. 33-52 (1969)

• «El saber jurídico del Arcipreste de Hita» Actas del Congreso del

Arcipreste de Hita, pp. 409-515( 1973)

• «La formación jurídica del Arcipreste de Talavera» Revista de filología

española, Tomo 57, Fasc. 1-4, pp. 111-125 (1974-75)

• «Aspectos jurídicos de La Celestina» en La Celestina y su contorno

social: actas del I congreso internacional sobre la Celestina (Manuel

Criado de Val, coord..) pp. 401-408 (1977)

Page 145: Retórica forense y Literatura: el orator perfectus y la ...causa entre los que la reciben… todo cuenta a la hora de realizar un análisis completo y convincente. Incluso el motivo

• «Justicia penal y teatro barroco» en Sexo barroco y otras transgresiones

premodernas, pp. 91-108 (1991)

• «Duelos y desafíos en el Derecho y la Literatura» en Sexo barroco y

otras transgresiones premodernas, pp. 109-126 (1991)

• «Estado y república en la conceptualización política de Cervantes»

Cuadernos para la investigación de la literatura hispánica, nº 18, pp. 227-

232 (1993)

• «De la venganza al castigo» Revista de literatura, Tomo 57, nº 113, pp.

157-166 (1995)

• «Abogados en la literatura española (siglos XIII-XVII) en Historia de la

abogacía española , Santiago Muñoz Machado (dir.) Vol. 1, pp. 555-589

(2015)

• OBRAS:

• Derecho y pensamiento político en la literatura española, Madrid: el autor

(1980)

• Economía y hacienda a través de la literatura española: de Berceo a

Cervantes, Madrid: Fundación Universitaria Española (2011) (Tesis

doctoral del mismo nombre por el autor en la Universidad Complutense de

Madrid, 2010)

CALVO GONZÁLEZ, JOSÉ:

• ARTÍCULOS:

• «Notas sobre literatura jurídica y juristas sevillanos del siglo XVII.

Juan de Ayllón Laynez» Archivo hispalense: Revista histórica, literaria y

artística, Tomo 74, Nº 225, pp. 233-240 (1991).

• «Coherencia narrativa y razonamiento judicial» Poder Judicial Nº 25,

pp. 97-102 (1992).

• «En torno al paradigma conservador. Modelos mágico y fantástico (J.

de Maistre y J.L. Borges)» Anuario de filosofía del derecho, Nº 10, pp.

409-422 (1993)

Page 146: Retórica forense y Literatura: el orator perfectus y la ...causa entre los que la reciben… todo cuenta a la hora de realizar un análisis completo y convincente. Incluso el motivo

145

• «Notas sobre literatura jurídica y juristas malagueños del siglo XVII.

Francisco de Amaya» Revista de estudios antequeranos, Nº 2, pp. 359-370

(1994)

• «Razonabilidad como relato» Poder Judicial, Nº 33, pp. 33-44 (1994)

• «Otra Praga mágica (y posible). Vashek, un conciudadano en el estado.

Estudio preliminar» Contrastes: Revista Internacional de Filosofía, Nº 8,

pp. 187-194 (2003)

• «La intimidad en el espejo de los media. Una mirada desde la

Literatura y el Derecho» Derecho Comparado de la Información, Nº 8,

pp. 97-136 (2006)

• «Biblia, Corán y jueces» Vniversitas, Nº 114, pp. 371-374 (2007)

• «Sobre hermenéutica jurídica y relato. Notas para una ilustración

narrativista acerca de diversiones y extraversiones interpretativas» en

Implicación Derecho Literatura: contribuciones a una teoría literaria del

derecho, pp. 471-478 (2008)

• «Derecho y Literatura. Intersecciones instrumental, estructural e

institucional» Anuario de Filosofía del Derecho, Nº 24, pp. 307-332 (2007)

• «Constitutional Law en clave de teoría literaria. Una guía de campo

para el estudio» Dikaiosyne: revista semestral de filosofía práctica, Nº 25,

pp. 7-18 (2010)

• «Derecho y Literatura: Anatolii Fedorovich Koni (1844-1927)

Seqüência: estudos jurídicos e políticos, Vol. 32, Nº 63, pp. 13-76 (2011)

• «Quevedo en tela de juicio, o sea el tribunal de la ivsta vengaça, de Luis

Pacheco de Narváez (de contiendas literarias y derecho en la España

del s. XVII)» Estudios jurídicos en homenaje al profesor Alejandro

Guzmán Brito (Patricio-Ignacio Carvajal y Massimo Miglieta coord.) Vol.

1, pp. 525-544 (2011)

• «Sobre la geografía en la recepción literaria y jurídico-social tolstiana,

con apunte acerca del reformista social norteamericano Ernest Howard

Crosby (1856-1907)» Revista europea de historia de las ideas políticas de

las instituciones públicas, Nº 2, pp. 87-142 (2012)

• «Derecho y Literatura, ad Usum Scholaris Juventutis (con relato

implícito)» Seqüência: estudios jurídicos e políticos, Vol. 34, Nº 66, pp.

15-45 (2013)

Page 147: Retórica forense y Literatura: el orator perfectus y la ...causa entre los que la reciben… todo cuenta a la hora de realizar un análisis completo y convincente. Incluso el motivo

• «Lacrimae & Luminos. El delincuente honrado (1733), de Gaspar

Melchor de Jovellanos» REJIE: Revista Jurídica de Investigación e

Innovación Educactiva , Nº 7 (Enero) pp. 9-30 (2013)

• «Derecho y Literatura, “Verbum Maledictionis” y “Blasfemia

fantasma” en La corrección (1895), de Vicente Blasco Ibáñez (1867-

1928)» Revista europea de historia de las ideas políticas y de las

instituciones públicas, Nº 8, pp. 129-137 (2014)

• «Cervantismo en Derecho. Panorama de la investigación en España,

2004-2013» Revista de educación y derecho = Education and Law Review

Nº 9 (2014)

• «Le Fils Natural(1757), de Diderot, o la espectacularidad de una

“condition” jurídico-familiar» Doxa: Cuadernos de filosofía del derecho,

Nº37, pp. 281-298 (2014)

• «El compás y la plomada: poética espacial y metáfora literaria en

derecho y arquitectura» Anamorphosis: Revista Internacional de Direito e

Literatura, Vol. 1, Nº 1 (2015)

• «Desde una encrucijada junto a Borges. Sobre ciencia jurídica y

producción normativa» Anuario de filosofía del derecho, nº 32, pp. 187-

212 (2016)

• «Paremia y gesto de “echar bando” en Quijote. Pragmática y semiótica

jurídicas» Teoría y derecho: Revista de pensamiento jurídico, Nº 20, pp.

244-261 (2016)

• «Salir al otro: afectividad y justicia en Mineirinho, de Clarice

Lispector, Anamorphosis, Revista Internacional de Direito e Literatura,

Vol. 2, nº 1 pp. 123-145 (2016)

• «Honor, venganza y sacrificio en Othello como grandioso tinglado de

embelecos y antoñanzas» Ius fugit: Revista interdisciplinar de estudios

histórico-jurídicos, nº 20, pp.301-322 (2017)

• PRÓLOGOS:

• «De la cultura lectora y literaria del Derecho» en El otro corazón del

derecho: 20 ensayos literario jurídicos sobre Teoría del derecho(Jaime F.

Coaguila Valdivia aut.) (2011)

• «A propósito de L’Etranger de Camus, o una Absurdidad Llena de

Sentido» (ProLogos en Derecho y Literatura) en Notas sobre direito e

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• Coordinador del n. 39 de Studi Ispanici, dedicado a Derecho y Literatura

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• El escudo de Perseo: La cultura literaria del Derecho Madrid: Editorial

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• Borges en el espejo de los juristas. Derecho y Literatura borgeana

(coord.) (2016)

• Justicia constitucional y Literatura, Centro de Estudios Constitucionales

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• De la ley ¿o será ficción?, Marcial Pons (2016)

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• «Algunas enseñanzas jurídicas de la Biblia» Foro: Revista de ciencias

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• «Sobre las paradojas inmanentes a todo derecho. A propósito del

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• «Voz muerta. Poética social y retóricas notariales en Las Siete

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• «La fábula del lobo y la raposa: un ejemplo de precisión terminológica

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Universidad de La Laguna Nº 22, pp. 299-312 (2004)

• Literatura y Derecho en el Libro del Buen Amor: La fábula del lobo y la

raposa. Editorial Doble J, (2009)

• «La fraseología jurídica en el Libro del Buen Amor» Estudis romànics Nº

40 pp. 59-88 (2018)

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• Derecho y Literatura Madrid: Comares (2006)

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prof. Juan José Gil Cremades (coord. María Elosegui Itxaso, Fernando

Galindo Ayuda), pp. 1041-1078 (2008)

• «Una aproximación literaria a la relación entre la justicia y el

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Vol.1, Nº2, pp. 207-246 (2015)

PARTE II:

El abogado-escritor y la obra literaria como

escrito de defensa

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153

CAPÍTULO IV. El abogado-escritor y la figura del

orator perfectus

4.1. Abogado y escritor

Llegados a este punto de la investigación, uno de los puntos que deberían haber

quedado claros de una vez y para siempre es que en todo abogado hay, o debería haber, un

escritor. El lenguaje es el arma principal del Derecho, ya se haga uso de él en su versión escrita

o hablada, y el abogado forzosamente ha de ser diestro en el manejo de esa arma. Sin esa

destreza entre sus cualidades, da lo mismo lo mucho que sepa de leyes o lo acertada que sea su

línea de argumentación, nunca logrará convencer al juez de sus palabras. Probablemente, ni

siquiera consiga que las escuche, y mucho menos que las recuerde para luego, tras hacerlas

suyas, plasmarlas en una sentencia.

Además, lenguaje y ley son consustanciales al ser humano, y probablemente nacieron al

mismo tiempo: con el inicio de la vida en comunidad. Cuando el hombre prehistórico era un ser

solitario que vivía en constante mudanza buscando la bonanza del clima y la mejor caza, no

necesitaba más que una salud fuerte y habilidad en la caza. Pero sus necesidades cambian

drásticamente una vez su vida nómada se acaba y decide asentarse en comunidades

permanentes. Compartir espacio con otros semejantes le obliga a comunicarse con ellos y a

establecer unas reglas de convivencia. Nacen así, al mismo tiempo, el lenguaje y la ley.

Lengua y derecho, pues, han ido de la mano desde el principio de los tiempos,

obligando al profesional de la ley a convertirse también en profesional del lenguaje. La razón

por la que en algún momento el lenguaje jurídico se separó del lenguaje común –tan vivo y

cambiante- para convertirse en un instrumento rígido e inaccesible, falto de emoción y de

belleza, resulta incomprensible. ¿En qué momento de la Historia a los abogados les pareció

buena idea que sus escritos aburrieran hasta a las ovejas y estuvieran desprovistos de cualquier

atisbo de brillantez estilística? Es más, en el Derecho que se practica hoy día, muchos

profesionales se engañan a sí mismos pensando que escriben maravillosamente, produciendo

informes dignos de los anales jurídicos, cuando en realidad no hacen más que reciclar frases y

fórmulas ya vistas, repartirlas arbitrariamente por el escrito sin ningún criterio especial, para

finalmente concentrar el grueso de sus esfuerzos en la petición o suplico. Y muchas veces ni

siquiera en ésta se sabe muy bien lo que se pide.

No es una crítica gratuita, se hace con la esperanza de encender en el letrado la chispa

del gusto por la escritura, y por ende, también por la buena literatura. Por eso es tan importe que

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Derecho y Literatura vayan de la mano e interactúen. Si bien no son la misma cosa, y en ningún

momento deben intercambiarse, si pueden alimentarse mutuamente. Y de hecho lo hacen, pues

ya se ha visto anteriormente los múltiples beneficios que pueden aportarse el uno al otro.

El ejemplo que va a proponerse en este capítulo, pues, es el del llamado escritor-

abogado. O abogado-escritor, es lo mismo. Se trata de aquel profesional del Derecho, o al

menos formado en Derecho y que necesite dominarlo para su tarea diaria, que además ha

recibido una completa formación retórica y que por lo tanto, domina las letras tan bien como las

leyes, haciendo uno indistinto de unas y otras según le convenga en cada momento. En muchos

de sus escritos, Derecho y Literatura no sólo por la elección de determinados temas en sus

obras, sino también por el empleo de elementos retóricos forenses que las dotan de unas

cualidades muy particulares.

Las preguntas que surgen llegados a este punto son las siguientes: ¿Qué tipo de escritor

es un abogado? ¿Disponen, por su especial formación en Derecho, los escritores que además son

abogados de un estilo especial, único y reconocible? ¿Cuándo en sus obras aparecen elementos

forenses y literarios mezclados, se trata de una elección intencionada, con un propósito ulterior,

o simplemente una consecuencia lógica de su bagaje cultural e intelectual?

No han faltado a lo largo de la Historia juristas que dominaban con la misma destreza

las letras y las normas. A partir de este momento de la investigación, sus figuras, biografías y

peculiaridades estilísticas van a ser motivo de análisis y reflexión. Tanto las obras como los

autores que se han elegido pertenecen a un determinado momento histórico, el final del

Medievo y Renacimiento, coincidiendo con la época durante la que se desenvuelve el

movimiento humanista.

El Humanismo es, pues, clave para esta investigación, ya que se convierte en el caldo de

cultivo idóneo del que se nutren nuestros hombres de leyes y letras. Con el ideal ciceroniano

como antecedente, estos oradores perfectos demuestran como los conocimientos jurídicos y

literarios no sólo no estaban reñidos entre sí sino que eran absolutamente imprescindibles e

inseparables en una época en la que el dominio de la expresión oral y escrita mostraba mucho

más que el nivel intelectual y cultural de una persona; era prueba también de su catadura moral,

su sabiduría y su posición social en un complicado entramado en el que se mezclaban poder

político y favor real.

En el movimiento Derecho y Literatura el Derecho es considerado no sólo una práctica

intelectual sino también lingüística y cultural. Para los autores de esta corriente, el abogado es

fundamentalmente es un escritor que necesita dominar el arte de la expresión tanto oral como

escrita y cuyo lenguaje ha de estar dotado del suficiente poder transformador y originalidad.

Teresa Arsuaga explica acertadamente en su tesis, a través del análisis de la obra de

White, como el Derecho es por naturaleza literario y la vida del abogado es una vida de escritor

(op.cit: 95). El Derecho busca en la literatura un referente lingüístico del que pueda servirse no

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sólo como fuente de inspiración y de calidez humana en contraposición a la rigidez de la norma,

sino también como ayuda para conseguir un lenguaje que verdaderamente transmita todos los

matices y sutilezas de la situación en contienda. En resumen, no es suficiente que el abogado sea

escritor; debe ser un buen escritor. Y ese manejo del lenguaje, cuya consecuencia principal es la

tan ansiada excelencia comunicativa, sólo lo va a conseguir con una adecuada formación

literaria.

Para ilustrar esta relación entre los abogados y el lenguaje como paso previo al dominio

de éste por parte de los primeros, Arsuaga explica algunos ejemplos ofrecidos por White en los

que aparecen tres recursos literarios que servirían de vehículo a esta relación: la metáfora, la

ironía y la ambigüedad. Aunque White comprende que la utilización por parte del abogado de

estas fórmulas no puede ser completamente libre, sí es necesario que se conozca perfectamente

las consecuencias y significado de su inserción en un texto jurídico. A priori, ni la sugerencia ni

la ironía son elementos recomendables en un texto jurídico que debe buscar, ante todo, la

claridad y la concreción (98 y 99).

Resulta especialmente interesante el empleo de la caricatura como modo de descripción

de personajes a través de sus características más exageradas, o bien mediante la elevación de

determinadas etiquetas o roles. Es una fórmula que dota a los personajes de cualidades

fácilmente reconocibles y lo que es más importante, difícilmente olvidables. Lo interesante para

nuestro estudio es la posibilidad que White ofrece para que sea igualmente utilizable en

Derecho, convirtiéndose en un instrumento fortalecedor del punto de vista que se quiera

defender. Sin embargo, que su uso sea posible y útil no quiere decir que siempre sea ético. A

este respecto White invita a una reflexión acerca de si es “maduro y sensible” utilizar la

caricatura en una argumentación jurídica para referirse a una persona real, y si esta utilización

convierte a la caricatura en un “instrumento de manipulación o de hacer justicia” (107 y ss.)

Quizás una de las claves por las que el lenguaje jurídico se ha ido disociando

paulatinamente de las cimas de brillantez y persuasión de los discursos clásicos sea, como

explica Weisberg, la percepción general de que se trata de cualidades ajenas a la ética

profesional. Si el abogado de ficción seduce a la audiencia con su magnífico discurso, en la vida

real una retórica elevada es mirada con desconfianza, y por tanto también el éxito en los

estrados judiciales.

¿Qué ha de hacerse, pues, para devolver al lenguaje jurídico su brillantez y amenidad?

Entre las propuestas de Weisberg se encuentra una reflexión previa del abogado acerca del fin

que pretende alcanzar, así como de la audiencia a la que se tiene que dirigir, a la que califica

como “viva” y “sensible”. Esta primera consideración enlaza directamente con todo lo

explicado acerca de la argumentación jurídica; este tipo de documentos necesita, más que

ningún otro, de un orden y composición determinados que ayuden a su eficacia. De lo contrario,

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la mala organización del texto impedirá que el lector pueda apreciar su corrección estilística y

técnica.

El problema es que los abogados disponen de poco tiempo para organizarse y trazar un

plan de trabajo antes de cada pleito, ya que éste se suele emplear en su mayoría en el estudio

jurídico. En cuanto a la redacción, el último paso, —tras un exhaustivo análisis de datos, normas

aplicables y jurisprudencia y un volcado de todos ellos en argumentos—, se hace deprisa,

repartiendo éstos por el texto de una manera descuidada.

Weisberg aconseja dedicar el tiempo que se necesario a esta fase intermedia entre

análisis y disección jurídica y redacción. Para ello, nada mejor que resumir todo lo recopilado

en un esquema que servirá de base a la posterior fase de escritura. A su vez, para obtener el

mejor de los esquemas hay que volver a repasar todos los datos y seleccionar aquellos

importantes, de modo que en base a éstos se desarrollen los argumentos de peso, utilizando el

resto como apoyo a los mismos. Los argumentos se agruparán según los temas que traten, y a su

vez éstos se desarrollarán en párrafos independientes, acompañados de los ejemplos necesarios.

Se debe tener especial cuidado en la transición de una idea a otra, que debe ser fluida y tener

siempre en mente ayudar a la comprensión del escrito.

El segundo punto es especialmente interesante porque no sólo se refiere a la audiencia

más directa, la relacionada con el pleito en cuestión, sino también a lo que él llama el “lector

desconocido”, ese en cuyas manos pudiera caer el documento en un futuro. Esta previsión la

justifica Weisberg en la capacidad de todo lo escrito para perdurar, lo cual amplía

significativamente el número de posibles lectores. El propósito de esta reflexión acerca de la

audiencia es el de tener presentes las necesidades de ésta junto a los fines del documento.

Obviamente la audiencia directa y la probable tendrán que ser tenidas en cuenta cada una en la

medida que les corresponda, ya que es su adecuada consideración la que sella el éxito o el

fracaso del escrito jurídico. No es suficiente, pues, haber sido riguroso en esta tarea de análisis y

recopilación jurídicos, si con ello se olvida la importancia de una buena presentación donde el

trabajo previo pueda brillar mejor y sin tener en cuenta las peculiaridades de la audiencia a la

que se dirige. (op.cit., 236-237 y 261 -273)

4.2. El Humanismo y Retórica

4.2.1. Humanismo: qué es y de dónde viene

«Fue un sueño, porque vislumbró el trazado de la ciudad ideal, pero le faltaron

piedras y herramientas para construirla. La estirpe más ilustre del humanismo, la más

rica en ideas (no en meras recetas), defendió siempre que el fundamento de toda cultura

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debía buscarse en las artes del lenguaje, profundamente asimiladas merced a la

frecuentación, el comentario y la imitación de los grandes autores de Roma y de Grecia;

que la lengua y la literatura clásicas, dechados de claridad y belleza, habían de ser la

puerta de entrada a cualquier doctrina o quehacer dignos de estima, y que la corrección

y elegancia del estilo, según el buen uso de los viejos maestros de la latinidad,

constituían un requisito ineludible de toda tarea intelectual; que los studia humanitatis

así concebidos, haciendo renacer la Antigüedad, lograrían alumbrar una nueva

civilización (…)» (Francisco Rico, El sueño del humanismo)

Si bien a estas alturas aún no se ha aceptado por acuerdo unánime una definición exacta

del término humanismo, así como tampoco existe consenso en la determinación de su alcance y

características, sí que puede concluirse que los desacuerdos se deben principalmente a la

dificultad para delinear con precisión el recorrido y pervivencia de este movimiento, que, en

palabras de Julia Butiñá «recoge y vehicula el caudal de la época clásica grecolatina,

conteniendo textos de la humanidad de primera magnitud» (2015:199).

El primer término en aparecer en torno a este concepto fue el de studia humanitatis, el

cual autores como Salutati, en el siglo XIV, tomaron de los clásicos romanos Cicerón y Gelio,

que lo acuñaron para referirse a aquella educación en leyes y letras que se impartía a las clases

nobles (Kristeller 1980). En el siglo XIV los propios eruditos se referían a su campo de

actuación como estudios humanos o estudios dignos del ser humano, que el aquel tiempo

englobaba a la gramática, la retórica, la poesía, la historia y la filosofía moral. De este studia

humanitatis derivó la denominación de humanista, que aparece por primera vez en el siglo XV

y que se estuvo empleando con normalidad durante todo el siglo siguiente. El término se utilizó

precisamente para referirse a aquellos hombres expertos en los studia humanitatis. (Kristeller,

1980 y 1982: 137)

Durante el siglo XV, tomándose como base el conocimiento y estudio de los autores

clásicos, con predominancia de los latinos frente a los griegos, se delimitaron las disciplinas

integrantes de estos estudios en gramática, la retórica, la historia, la poesía y la filosofía moral.

Kristeller también se ocupa del concepto de humanismo cristiano, en el que engloba a

aquellos autores que emplearon su ya mencionada formación humanista en tratar asuntos de

índole religioso o teológico, produciéndose escritos con una evidente influencia clásica y una

cuidada retórica (1982: 39, 40 y 107).

Señala a este respecto Julia Butiña que la unión de la tradición clásica con la cristiana

fue un proceso lento que no presenta signos claros que faciliten su alineación y el

reconocimiento de elementos no materiales que pudieran integrarlo. En un momento dado, es el

cristianismo el que toma el relevo de la Antigüedad y se alza en portador de la tradición clásica,

sobre todo en los reinos de Occidente, donde esta tradición siempre había estado presente y

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contaba con raíces fuertes. Se trata pues de retomar una admiración por los clásicos que nunca

había dejado de estar presente, aunque este interés experimentara un repunte evidente al final de

la Edad Media. En este momento no sólo se trata de continuar con la lectura y aprendizaje de

unos autores y textos que ya se conocían, sino que comienza un afán por entenderlos en su

plenitud y por depurarlos, en un nuevo respeto a los mismos cuyo primer paso consiste en

despojarlos de los defectos que las repeticiones mecánicas y las malas transmisiones de copistas

poco cuidadosos habían ido depositando sobre ellos.

Cristianismo y clasicismo parecen condenados a entenderse desde un primer momento,

cuando el peso de la trasmisión clásica residía en los copistas de los monasterios, pero con más

fuerza aún desde el siglo XIV, cuando en Italia emerge una renovada pasión por la Antigüedad

que no sólo sirve de apoyo y difusión de todos los clásicos que en ese momento se redescubren,

sino también a la tradición cristiana que desde el siglo XII ha estado indisolublemente unida a la

transmisión y el estudio de lo clásico (2015: 199,200).

Señala esta misma autora como no puede entenderse la evolución del movimiento

humanista sin establecer de manera clara las diferentes etapas de su desarrollo según el marco

geográfico en el que nos encontremos. No experimenta la misma evolución el humanismo

italiano que el francés o el español, por el simple hecho de que no se encuentra con los mismos

obstáculos ni se asienta sobre las mismas bases según se trate de un lugar o de otro. En Italia, el

humanismo es una evolución natural del ingente poso clásico sobre el que se levantn su cultura

y tradiciones. No es que de repente descubrieran a los clásicos, es que siempre estuvieron ahí. Si

acaso, sólo tuvieron que desempolvarlos un poco y dejarles brillar de nuevo, todo ello con la

naturalidad y la destreza de quienes han convivido con ellos toda su vida. No sucede igual en

Francia, donde la tradición medieval se agarra con fuerza a todos los aspectos sociales y

culturales, y si bien es posible encontrar rasgos clásicos aquí y allá, están fuertemente teñidos

por el espíritu medieval (op.cit.:201).

Así pues, de la misma manera que el humanismo no es igual de novedoso o rompedor

en todas partes, tampoco se impone con la misma fuerza en todos los territorios, pues muchos se

resisten a deshacerse tan fácilmente de toda la tradición medieval, y si cuando lo hacen, son

intentos superficiales que se quedan en lo puramente formal, no ahondando realmente en los

conceptos y significados inherentes a la tradición clásica recuperada.

Para entender esta complicada transición de lo medieval al clasicismo humanista,

Huizinga ofrece un entretenido relato de la misma en su obra El otoño de la Edad Media, en la

cual ofrece una elocuente imagen de una Edad Media moribunda que sin embargo aún se agarra

con fuerza a los cimientos de la producción artística y literaria del siglo XIV. La implantación

del humanismo no se produce de la noche a la mañana en virtud de una aceptación unánime por

aquellos ya cansados del espíritu medieval. No es recibido con los brazos abiertos al tiempo que

se desecha de un manotazo toda la producción anterior. Al contrario, su entrada es tímida, casi

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inadvertida, en medio de lo que Huizinga llama «el jardín del pensamiento medieval». Es más,

la introducción paulatina del clasicismo humanista en ámbitos imbuidos por la cultura medieval

no suponen la inmediata muerte de ésta; al contrario, estas formas medievales son capaces de

perdurar hasta la misma eclosión del Renacimiento, donde aún pueden encontrarse rasgos

medievales que son prueba de la profundidad con la que estas raíces están ancladas en algunos

territorios (1982: 452-453).

Así pues, lo nuevo surge en medio de lo viejo. Y la razón de este surgimiento no es otra

que la preocupación por la pureza de la expresión latina. A partir de este empeño de

determinado círculo por depurar su estilo y acercase al latín de la Antigüedad, el mejor modelo

al que podían aspirar, se van desenterrando junto a reglas retóricas y gramáticas las ideas,

pensamientos e imágenes de los autores clásicos. La mayoría ya estaban ahí, pero se conocían

poco y mal, o tal vez se les prestaba una atención diferente. Ahora el empeño se sitúa

principalmente en el conocimiento profundo de sus obras, en entender, más que simplemente

conocer de memoria, el alcance y significado de las mismas, en un intento de recuperar el

espíritu de una época brillante.

Huizinga se ocupa del caso francés, y señala como este primer círculo erudito al

formado por integrantes de la Iglesia y la magistratura allá por el 1400. Personajes como Jean de

Monstreuil, Nicolás de Clemanges, Gontier Col y Ambrosius de Miliis ocupan puestos

destacados en la Iglesia y en las secretarías y cancillerías reales; y junto a sus labores de

gobierno, se apasionan en encendidos debates acerca de la mejor sintaxis latina y se

intercambian epístolas que por lo general resultan vacías en cuanto a ideas y contenido pero

extremadamente pomposas y arrebatas en cuanto a su forma y expresión. El propósito de estas

epístolas, señala el autor, no era más que el de ejercicio literario, una muestra pública de

erudición sin ningún otro contenido que comunicar. A este respecto, Huizinga señala su

semejanza con los ejercicios escolásticos medievales y con los brotes de latinidad de autores

como Alcuino en época de Carlomagno y más tarde, en escuelas francesas del siglo XII

(op.cit.:453-454).

En Francia este primer humanismo se limita a este círculo de eruditos en los que, sin

embargo, es posible encontrar indicios de la influencia internacional que sin duda había hecho

nacer en ellos este anhelo clasicista. Petrarca se erige en modelo indiscutible de todos –aunque

bien es cierto que en el caso francés Petrarca también forma parte de la cultura medieval— y es

frecuente encontrar alusiones a autores de innegable corte humanista como Coluccio Salutati, el

canciller responsable de la introducción de la retórica latina en los documentos públicos allá por

la segunda mitad del siglo XIV. (454-455)

Como ya apuntábamos, no resultaba igual de sencillo la imitación clásica a un francés

que a un italiano, tan acostumbrado este último a vivir rodeado de vestigios de la Antigüedad. Si

bien el estilo latino clásico era bien conocido en el entorno más erudito, no sucede lo mismo con

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los primeros escritores externos a dicho círculo. Es en estos donde los rasgos clásicos aparecen

con la ya mencionada vestidura medieval. Se emplea la tradición clásica en estos casos como

simple modelo ornamental, apenas tocando la superficie de los textos, que en su fondo siguen

siendo fuertemente medievales. Es, según Huizinga —que pone el ejemplo de las imitaciones de

Livio en los discursos políticos y arengas militares y en las menciones de prodigia—, una

utilización torpe de las formas clásicas que sin embargo nos enseña enormemente acerca del

paso de la Edad Media al Renacimiento (op.cit.:457)

Si el caso francés está caracterizado por una persistente influencia de lo medieval, en

Italia sucede lo mismo pero cambiando la tradición medieval por la clásica. La Roma antigua

había pervivido en el espíritu italiano gracias a su historia y su cultura, con una fuerte presencia

en el terreno artístico, legal y en el lingüístico, en el que el estudio de la gramática y la retórica

nunca se abandonaron. A partir del siglo XI, resulta evidente el espíritu propio que se manifiesta

tanto en el comercio y la política como en su tradición retórica y epistolar (Kristeller 1982: 117-

118).

Kristeller advierte acerca de la existencia de cierta polémica a la hora de interpretar el

humanismo italiano, con dos posturas enfrentadas. Una de ellas es la que lo considera el «simple

surgimiento del estudio de lo clásico»; la otra, que el autor considera menos sólida, es aquella

que motiva su nacimiento en la oposición a la Escolástica, considerando al movimiento como

una «nueva filosofía». Kristeller admite que aunque la primera teoría gozó en su momento del

apoyo de la mayoría de los historiadores, con el tiempo experimentó una pérdida de

popularidad. Explica el autor que un punto débil de la misma estriba en la limitación que

establece al establecer que el humanismo contribuyó únicamente a los estudios clásicos,

olvidando que en Italia la actividad de los humanistas fue mucho más allá. Un ejemplo es la

aportación de los humanistas italianos al arte de composición de tratados, cartas, discursos y

poemas, así como a la elocuencia en general, campos cuyo cultivo no fue necesariamente

consecuencia de los estudios clásicos. La segunda teoría, a pesar de la reticencia del autor, ha

terminado por recibir una mayor aceptación entre los especialistas (op. cit.:119-123).

No obstante, y tal como sucediera con el primer humanismo francés, el humanismo

italiano no supuso una ruptura radical con todo lo medieval. El humanismo y la escolástica

fueron dos campos que coexistieron largo tiempo, sin mostrar entre ellos signos de oposición o

de relevo de uno a otra. Puede decirse que esto fue posible porque cada uno se ocupaba de

materias diferentes: el humanismo de la gramática, retórica, poesía, historia y filosofía moral;

mientras que la escolástica centraba su foco en la filosofía, concretamente en la lógica, filosofía

natural, metafísica y, de nuevo la filosofía moral. Su procedencia, además, se señalaba en

lugares distintos: el humanismo venía de la retórica de la Edad Media (ars dictandi y ars

arengandi), mientras que la filosofía escolástica tenía su origen en los estudios aristotélicos de

las escuelas italianas (Kraye 18)

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Para el caso peninsular, volvemos a Butiña, quien advierte de nuevo acerca de los

peligros de confundir los límites entre Humanismo y Renacentismo. Según la autora, el triunfo

del primero conlleva necesariamente su cese en favor del Renacimiento, que se caracteriza por

un triunfo total y absoluto del clásico y ha perdido ese toque de innovación, esa lucha por

establecerse en medio de un ambiente hostil que se resiste a renovarse. El Renacimiento, en sus

manifestaciones clásicas, es menos beligerante con el escolastismo y el espíritu medieval;

rasgos que sin embargo caracterizan al primer Humanismo. (2015: 202). Un ejemplo perfecto de

este paso de la Escolástica al primer Humanismo de la Baja Edad Media nos lo ofrece Juan Gil

cuando explica como los escribanos laicos comienzan tímidamente a atreverse a ir más allá de la

mera composición de textos administrativos. Así, Diego de Campos, canciller real, es capaz de

escribir una obra de la categoría de el Planeta. No todos se atreven a tanto, pero muchos sí

comienzan a recoger, anotados en los márgenes, breves hechos y anécdotas relacionados con su

día a día o con el documento en sí, a la manera que lo hacían algunos monjes copistas. Estos, a

su vez, también elevan la calidad de estas anotaciones. (Gil 1169)

Se le permite al escribano, pues, un mayor protagonismo en su tarea recopiladora. Gil

señala como los hechos más significativos de la época de Alfonso VIII quedan recogidos en

forma de «nuevas y jubilosas coletillas», que proliferan en los márgenes de los documentos de

la Cancillería. Su autor, con esto, no sólo ensalza la figura de su rey, también tiene la

posibilidad de dejar su huella personal en un documento destinado a perdurar en el tiempo

(Ídem).

Con el tiempo, estas pequeñas anotaciones de hechos y anécdotas terminarán por

adoptar una identidad propia, fuera ya del documento administrativo. La introducción paulatina

de las lenguas vernáculas, a menudo mezcladas con el latín, es otra de las características del

primer humanismo del siglo XIV. Gil menciona a Mateo Salcet, quien apunta en hojas blancas

de los protocolos notariales todos los sucesos que acaecían en Mallorca, empleando para ello

tanto el latín como el lemosín. (1170). En Castilla también se da el caso de alguna pequeña

crónica en romance, aunque el autor no encuentra a ninguna de entidad comparable a las de

Salcet. Ya hacia la mitad del siglo siguiente aparece la figura de Andrés Bernal, cura de Los

Palacios, que resulta el perfecto ejemplo de escribano cronista, primero con la plasmación de

diaria de aquellos acontecimientos que él consideraba reseñables, y más tarde con su reunión y

ordenación en un documento separado (1171).

Mencionando de nuevo a Butiña, no se produce en toda la Península la introducción del

Humanismo de la misma manera. Es frecuente, pues, encontrar figuras mixtas, que se nutren

tanto de fuentes humanistas como medievales o bien que tan solo recurren a la tradición clásica

para determinados aspectos relacionados con la lengua, temas, etc. Este es el motivo por el que

en territorios como el valenciano pueda encontrarse una mezcla tan singular e interesante de lo

medieval con el humanismo e incluso el renacentismo. En la Cancillería de Barcelona es donde

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encontramos un estallido más rotundo de las ideas humanistas, en el siglo XIV e incluso antes

en la obra de Llull, donde no culminará con la fuerza de otros territorios europeos pero donde

sin embargo no puede negársele una entidad propia considerable, a pesar de su limitada

duración. La razón por las que se produce tan temprana integración de las ideas humanistas en

la Cancillería barcelonesa es sin duda su ambiente cultural, en contacto con múltiples y variadas

cultural, que contribuyó entre otras cosas a elevar la lengua catalana mediante su amoldamiento

al latín o en el interés por la lengua griega clásica, que sería más tardío en otros territorios. A

esto hay que añadir la influencia de Ramón Llull (2015: 202-203 y 218)

Francisco Rico, en El sueño del humanismo, resalta la línea de transmisión de

conocimientos de unos hombres de letras a otros, con un legado común del que todos se sienten

herederos, como elemento identificador del Humanismo, hasta el punto de convertirlo en un

movimiento histórico con identidad propia. Esta línea de transmisión del saber que conecta a

unos y otros está sembrada de nombres ilustres como Salutati, Crisoloras, Bruni, Alberti y

Valla, pero también de muchos otros que han permanecido en la sombra. Al comienzo de esta

línea, se sitúa indiscutiblemente a Petrarca, de manera que, en palabras de Rico, puede

considerarse que el humanismo consistió en muchos aspectos en la «transmisión, desarrollo y

revisión de las grandes lecciones de Petrarca» (Rico 1993: 13)

No obstante, no puede olvidarse aquí la precisión que realizaba Huizinga acerca de la

inexacta consideración de Petrarca y Boccaccio —quien tuvo una influencia parecida a la de

Petrarca sólo que quizás en una esfera más reducida— como autores exclusivamente

humanistas. Sí es cierto que son sus primeros representantes, pero su obra no puede entenderse

desligada de la cultura de su época, un siglo XIV en el que recordemos todavía se agarran con

fuerza a sus cimientos las raíces de lo medieval. (op.cit.:455-456).

Por último, y ya para terminar estas notas acerca del origen y significado del término

humanismo, tan sólo señalar que durante el siglo XV el concepto de studia humanitatis

terminaría por despojarse de cualquier imprecisión para adoptar un sentido más técnico, y así

puede encontrarse en documentos de universidades y bibliotecas. Para los renacentistas, un

humanista era pues un profesional de las cinco materias que los studia humanitatis

comprendían: gramática, retórica, poética, historia y filosofía moral. Recomienda Kristeller, en

este sentido, que el término humanista debería siempre ser considerado desde la perspectiva de

los ideales e intereses profesionales, intelectuales y literarios de sus representantes (Kristeller

1980).

4.2.2. Características del movimiento humanista: luces y sombras

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163

Uno de los rasgos identificadores del Humanismo que mejor resume lo único y

excepcional del espíritu que movía a todos sus representantes era la consideración de que la

excelencia en el modo de expresarse, el profundo conocimiento de la Historia y la Filosofía —

así como sus momentos y personajes cumbre—, y la sabiduría asociada a la bondad y la

rectitud, eran dones inseparables, y por tanto, la búsqueda de cualquiera de ellos implicaba

necesariamente la aspiración a dominar los restantes. Sobre todo sabiduría y elocuencia debían

ir irremediablemente unidas, ya que se trataba de dos virtudes que no se entendían la una sin la

otra.

Teniendo claro este primer punto, es más fácil entender cada uno de los elementos

característicos del movimiento, pues todos aparecen relacionados entre sí de manera inevitable,

e incluso parecen repetirse una y otra vez.

El concepto de erudición humanista parece ligado en un primer momento a las materias

de los studia humanitatis, pero lo cierto es que desde bien temprano los representantes del

movimiento se resistieron a que sus aficiones e intereses se vieran limitado a una serie de

campos determinados, y así vemos como en el siglo XV esta supresión de limites intelectuales

es un hecho consumado. La preparación humanista en las escuelas era un asunto generalizado,

de manera que todos y cada uno de los que la atendían partían hacia su posterior destino en

cualquiera de las ciencias o artes por las que se decantaran con esa base de los studia

humanitatis bien arraigada (Kristeller 1982: 48).

Ahí tenemos, pues, otro elemento caracterizador del Humanismo, y es que, en palabras

de Kraye (1998:11) se trató de un «movimiento cultural e intelectual de amplio horizonte, […]

que dejó huellas visibles en terrenos tan variados como los estudios bíblicos, el pensamiento

político, las bellas artes, el conocimiento científico y todas las ramas de la filosofía». Por

supuesto que disciplinas como la gramática, retórica, poesía, historia y filosofía moral

recibieron una notable atención, pero ello no convierte al Humanismo en un movimiento

exclusivamente filológico centrado en el clasicismo de Grecia y Roma.

A pesar de la importancia que el Humanismo otorgó a la Filosofía, tampoco se trató de

un movimiento filosófico. En palabras de Kristeller (1982:40) se trataba más bien de un

programa cultural y educativo, con un grupo de materias centrales relacionadas con la Literatura

y con la recuperación de los ideales clásicos para erigirlos en modelos de imitación.

De hecho, la atención especial a estas materias era tan constante porque los humanistas

a menudo eran los encargados de las cátedras de gramática y retórica, tomando el sitio dejado

por los dictatores medievales. Kristeller explica como en Italia la poesía se introduce en el siglo

XIV en la universidad como una materia de especialidad, relegando a partir de entonces a

disciplinas como la gramática a los niveles más básicos, cuya enseñanza dejaban los humanistas

en otras manos para impartir ellos las clases de poesía y elocuencia. Esta enseñanza comprendía

parte teórica y práctica, e iba indisolublemente unida a la lectura de los clásicos latinos a los que

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luego intentarían imitar. De hecho, otro rasgo identificador del Humanismo consiste en su firme

creencia de que la única manera de logar una expresión correcta, ya sea hablada o escrita, era

mediante la imitación de los antiguos. De ahí su insistencia por conocerlos y estudiarlos.

Escribir y hablar bien era, pues, una necesidad que situaba de forma natural a la Retórica como

rama de especialidad y estudio avanzado en el currículum académico junto a la poesía. En

cuanto a esta última, era tanta su importancia que los humanistas del XIV y XV se consideraban

a sí mismo poetas, aunque sus obras no respondan al concepto de poesía que se tiene hoy en día

(1982: 40-42 y 135-136).

Esta admiración por lo clásico como modelo de perfección y buen gusto conlleva que la

elegancia, la limpieza y la claridad fueran aspiraciones de su estilo —si bien ya se ha visto que

no siempre esto fue bien entendido—. Igualmente, la ya mencionada admiración por la

Antigüedad siembra sus obras de citas, fuentes e ideas clásicas, logrando la difusión y la

popularización de autores y obras hasta el momento al alcance de muy pocos. Las citas de los

clásicos se convertían, además, en elementos de autoridad, como argumentos definitivos en

cualquier tipo de controversia. Para facilitar la enorme tarea de memorizar y catalogar citas que

pudieran ser útiles en escritos futuros, los eruditos humanistas confeccionaban unos libros con

citas anotadas que ellos mismos recogían de sus lecturas y que luego empleaban en sus obras.

Al no existir diccionarios o índices en aquella época, estos libros de notas resultaban un

instrumento de gran utilidad (Kristeller, op.cit.: 40,49-50 y 270).

Otro rasgo caracterizador del Humanismo que deriva directamente de aquella unión

indisoluble que mencionábamos al principio entre excelencia literaria, conocimiento histórico y

filosófico y sabiduría moral, es la preocupación de los autores humanistas por problema de la

verdad. Especialmente al examinar asuntos de corte filosófico o moral, el tener un concepto

claro de lo que podía entenderse o no como verdadero, y por tanto definitivo, podía llegar a

convertirse en un asunto espinoso. Este es un problema que, según Kristeller, no extendieron al

plano metodológico o conceptual; no les preocupaba el abordar las diferentes cuestiones de

manera sistemática o empleando términos precisos. Al contrario, la imitación de su modelo

ideal por antonomasia, Cicerón, provocaba que no tuviesen reparos en adaptar con bastante

libertad las ideas de los autores clásicos para que encajaran en sus escritos propios. No eran muy

escrupulosos en este sentido, al contrario que ocurría en el campo de la retórica, en el que el

ciceronianismo implicaba una imitación exacta y sin desviaciones del modelo original, aun a

veces sacrificando la buena comprensión del texto (op.cit.: 269-270).

Otro rasgo identificador del Humanismo es la renovación del interés en el estudio del

griego clásico. El griego, que había continuado empleándose en Sicilia y en el sur de Italia, era

sin embargo prácticamente desconocido en el resto de la península italiana a principios del XIV.

Apunta Kraye (36-39) la presencia de manuscritos griegos en Padua a mitad de siglo, los cuales

se encontraban en poder de juristas y maestros, algunos incluso capaces de descifrarlos.

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165

También durante el reinado de Roberto I, Nápoles pudo convertirse en un centro de

traducciones del griego al latín de los manuscritos de la biblioteca de Carlos I de Anjou y sus

descendientes. Barlaam, monje de la corte Napolitana enviado por Roberto I en misión

diplomática a Aviñón, fue el artífice inicial del interés por el griego de los humanistas. Barlaam,

quien había vivido en Constantinopla antes de trasladarse a Nápoles, enseñó griego en la corte

papal durante su estancia en la corte papal. Más tarde le sucedería en esta tarea Pilato, a quién

Boccaccio persuadió para que se quedara en Florencia a enseñar el griego, pagado, además, por

las autoridades.

Más tarde, con el aumento de las comunicaciones diplomáticas entre Constantinopla y

Occidente, llegaron de Bizancio emisarios que a su vez ejercían de traductores oficiales. Manuel

Crisóloras es buen ejemplo de ello, llegando a crear un curso de griego que se mantendría

durante varios años. Finalmente en el siglo XV el griego consiguió un lugar destacado dentro de

las materias humanísticas, comenzando así una nueva etapa del movimiento (Ídem).

En cuanto a la expresión literaria, los conceptos de retórica, oratoria y poesía estaban,

como ya se ha mencionado, indisolublemente unido al espíritu de la Antigüedad clásica que con

tanto ahínco perseguían. El problema estaba en el entendimiento de la expresión antigua,

modelo de perfección, como algo artificioso, donde las expresiones latinizantes, los cultismos y

la imaginería mitológica campaban a sus anchas. Habla Huizinga (459) de la «ridícula

latinización del francés noble», que junto a este estilo ornamentado y artificioso, configuraba el

modelo de belleza lingüística y literaria. No sucedía lo mismo en Italia, donde la cercanía con el

latín permitía una naturalidad en la expresión latinizada que no se daba en otros territorios.

No es que no fueran capaces los humanistas de composiciones sencillas y fluidas; es

que se sentían obligados, muchos de ellos, a echar mano de esta artificiosidad como etiqueta de

pertenencia a determinado círculo erudito. Afirma este autor que cuanto menos se ocupaban los

autores del siglo XV francés de la forma y estilo clásicos, más cercanos se encontraban al

verdadero espíritu renovador de la literatura, en oposición a los que sacrificaban los ideales de

sencillez y claridad en pos de la latinización del lenguaje y las formas clásicas (460).

Hay que destacar sin duda el enorme impacto de los preceptos humanistas en la

literatura vernácula, sobre todo en Italia y en la Península Ibérica. En este sentido supuso el

Humanismo un punto de encuentro entre la cultura neolatina y las lenguas romances. (Kraye,

12)

Al afán humanista por buscar textos clásicos para someterlos a posterior imitación, se le

añade la empresa filológica de estudiarlos hasta alcanzar su sentido, y si es necesario,

enmendarlos (Kraye 26).

El problema estribaba en la falta de registro de las operaciones que algunos

humanistas emprendían al trabajar con textos clásicos. Se mezclaban diferentes copias, dando

prioridad a una u otra, o se seleccionaban y mezclaban diferentes párrafos, dando lugar a lo que

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hoy en día conocemos como «contaminación» del texto. A excepción de algunos más

escrupulosos, no estaba entre las costumbres de los estudiosos de los textos clásicos la de anotar

los manuscritos con los que habían trabajado, las operaciones de trasvase que se habían

realizado y a qué partes concretas del texto habían afectado (Reeve, 53).

En cuanto al comentario, no se aporta nada realmente nuevo en este campo hasta que en

1470 Domizio Calderini comienza a seleccionar los problemas que serán abordados en lugar de

reproducir el texto completo y repetir comentarios anteriores. El hecho de que cada vez se

tuviera constancia de más obras clásicas facilitaba enormemente la tarea de identificación de

textos de los que hasta el momento no constaba su autor, situándolo en tiempo y lugar

simplemente atendiendo a las fuentes consultadas a la hora de realizar estos comentarios.

Incluso podían llegar a plantearse su autencidad (57 y 58)

El siglo XV también asistió a la generalización de ciertas obras como obras de consulta,

como por ejemplo el diccionario de Nonio Marcelo, del que ya se tenían noticias de su uso en

época carolingia. La falta de un índice de autores y citas obligaba a una lectura exhaustiva de la

obra hasta encontrar la cita que se buscaba, lo cual provocaba que los humanistas gozaran de

una instrucción completísima. Del enorme conjunto de biografías que heredan de la Antigüedad

y Edad Media, terminaron decantándose por la forma enciclopédica, a la manera de San

Jerónimo, y las biografías de un solo autor que solían encabezar sus obras añadidas a la

introducción. (Ídem)

Las mejores versiones y traducciones de las obras aristotélicas, acompañado de la

presencia de expertos en griego llegados de Bizancio, ayudarán a un renovado interés por la

obra del filósofo.

La filosofía escolástica sufre una necesaria transformación al integrar elementos

humanistas. Especialmente en lo tocante a la filosofía moral, de especial interés para estos

autores. Si bien como ya se ha apuntado el Humanismo no fue un movimiento de corte

filosófico, sí incluyó a la filosofía moral entre las disciplinas que cultivaban, hasta el punto de

ocupar algunos humanistas cátedras de filosofía moral, además de las ya sabidas de retórica y

poética. Este interés estaba justificado en la formación global a la que aspiraban los humanistas,

que debía englobar no sólo problemas intelectuales sino también morales. Kristeller (1980)

advierte de una evidente nota moralista en sus estudios tanto literarios como históricos, además

de la gran profusión de máximas moralistas que aparecen en sus escritos. Es más, existe un gran

número de diálogos y tratados morales acerca de temas como la virtud, los vicios y pasiones, el

bien, o la veleidad de la fortuna y la naturaleza del destino y el libre albedrío. También le

dedicaron tiempo los humanistas a los deberes propios de los príncipes, de los ciudadanos, a las

mujeres y a la vida matrimonial. Señala Kristeller como las opiniones vertidas en estos escritos

eran «rara vez originales, a menudo interesantes y siempre históricamente importantes».

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Como sucedía con otro tipo de escritos, cuando se ocupaban de la filosofía moral

también mezclaban sus propias ideas con teorías filosóficas antiguas, con la misma libertad con

la que tomaban temas e ideas prestadas en otros temas, eran pues, obras dominadas por cierto

eclecticismo, donde entre sus fuentes podían identificarse los más variados autores y escuelas.

Aristóteles fue uno de los autores que les interesaron, aunque desde una perspectiva diferente a

la que le dieron los escolásticos. Pero no sólo el estagirita, también Platón y los neoplatónicos,

los escépticos y epicúreos recibieron una atención de la que no habían gozado anteriormente.

Por supuesto, las ideas desarrolladas en estos escritos de filosofía moral se presentaban con la

elegancia y las muestras de erudición acostumbradas en los humanistas, pues el estilo literario

seguía preocupándoles tanto como los problemas filosóficos (Ídem).

Por otra parte, el florecimiento de las cancillerías y secretarías, con una fuerte actividad

administrativa, y la mayor presencia de una clase burguesa cada vez más fuerte, favorece la

continuidad del ars dictaminis medieval, rompiendo paulatinamente los límites de lo

administrativo para ocuparse también de temas personales de sus autores. (Cortijo 2006: 330).

Si las aulas universitarias tuvieron, como apunta Cortijo (op.cit.329) una importancia

decisiva en el desarrollo del diálogo literario, también ayudaron a la mayor reflexión acerca de

los textos clásicos, además de notarse en los discursos y sus variantes literarios el nuevo espíritu

de las ciudades, que frente a la contemplación medieval de los monasterios, se convierten en

prósperos centros económicos y políticos. Esto provoca, asimismo, una tensión entre Iglesia y

laicismo propia de una época de transición de una sociedad medieval a una humanista (op.cit.:

330-331).

De hecho, tal y como apunta Cortijo, el desarrollo de la prosa literaria del final de la

Edad Media se ve fuertemente influenciada por el ars dictaminis, sobre todo en la manera en la

que se produce la unión de un grupo de cartas para crear una serie discursiva, pequeños tratados

epistolares del siglo XII y XIII que podían leerse también como obras independientes. Su

importancia radica en que supone la recuperación de un género en el los personajes dialogan

libremente sin necesidad de narrador que articule la historia. La epistolografía permitía la

articulación de pequeños discursos independientes en un solo texto en forma de diálogo,

produciéndose un triunfo de este género literario bien en este modo entre corresponsales —

dialogus in absentia— bien como dialogus dramatis personarum. (op.cit.:328-329)

Sobre esta base se apuntalará y crecerá el Humanismo, aunque no de la noche a la

mañana, pero sí se pueden encontrarse vestigios de estos cambios sociales y culturales

experimientados entre finales del siglo XII y comienzos del XIII en los elementos

caracterizadores del movimiento.

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4.2.3. La Retórica humanística

El humanismo fue un periodo esencial dentro de la tradición retórica occidental. Los

humanistas, que no sólo tenían una afición personal al arte retórico —la búsqueda de la

elocuencia— también se dedicaban profesionalmente a ella. Situados en el lugar de sus

predecesores medievales, la novedad que aportaron fue la imitación de los clásicos, a cuyo

estudio se dedicaron con entusiasmo. En palabras de Kristeller, existe un nexo formal íntimo y

directo entre oratoria y Humanismo (Kristeller 1982: 122 y 123, 161-162).

Hasta el momento, los retóricos medievales habían preferido tomar como modelo a la

Retórica de Aristoteles, texto que de cobró de nuevo importancia en el siglo XIV (Kristeller

op.cit.:66).

Tradicionalmente se había considerado a la Retórica como un tipo de estudio avanzado,

aunque siempre había estado directamente relacionado con la gramática, que ocupaba un nivel

más básico en los studia humanitatis. La retórica romana, que se había desarrollado

extraordinariamente gracias a la afición romana por el discurso público, subrió un parón en

cuanto a su evolución una vez termina el período antiguo. La Edad Media, por tanto, limita el

estudio del arte retórico únicamente a la composición en prosa, a la que en el siglo XI se le unirá

una nueva rama nacida de la necesidad de escribir cartas y documentos, el dictamen. (Kristeller

op.cit.:160)

Hacia el final de la Edad Media, sin embargo, se produce en Italia el surgimiento de las

ciudades y con ella toda la maquinaria política y administrativa a su servicio. De nuevo,

dominar el arte de hablar en público se convierte en una necesidad vital, lo que origina su

reanudación como materia de estudio teórico y práctico. La literatura generada por el dictamen

sigue siendo superior en número, pero sí que se dio lugar a la composición y difusión de

algunos tratados sobre ars arengandi, lo que prueba la cierta importancia de la oratoria secular

dentro del periodo (Kristeller op.cit.: 161-162)

Como ya se ha mencionado, la gramática era la base sobre la cual se enseñaban luego el

resto de asignaturas, ya que no incluida sólo las reglas linguísticas sino también el latín, que

seguía siendo la lengua que se hablaba en la Universidad, Iglesia y en las relaciones

internacionales. Hablar y escribir correctamente en latín era pues, importantísimo. La poética,

cuyo estudio había comenzado a separarse de la gramática en el siglo XIV, tiene un doble papel

importantísimo en la tarea central de la imitación a los clásicos: por un lado, enseña a escribir

poesía a la manera de los latinos, y por otra, ayuda a la lectura y comprensión de los poetas

clásicos. La lectura y comprensión beneficiaba la imitación, y ésta, a su vez, ayudaba a

convertirse en un buen poeta. Recordemos la importancia de la poesía en esta etapa, que

representa al saber global de todo el movimiento. (Kristeller 1980).

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Recuerda Kristeller como antes de que los humanistas comenzaran a emplear este

término para referirse a sí mismos, se llamaban entre ellos poetas, además de oradores. Esta

distinción de la poética se debía a considerar que la retórica se ocupaba de la literatura en prosa,

y por tanto, era algo separado de la poética. También en retórica se empleaba la imitación, pues

consistía en el estudio y la práctica de la composición de prosa en latín, y el instrumento

perfecto para ello era precisamente la imitación de los modelos clásicos. La retórica se

caracterizaba por su enorme aplicación práctica, ya que de su estudio se beneficiaban dos

disciplinas profusamente utilizadas por los humanistas, sobre todo a nivel profesional: la carta y

el discurso (1980)

De hecho, aunque el estudio de la Retórica había continuado durante toda la época

medieval, su verdadero florecimiento tras la Antigüedad se produce durante el Humanismo y

Renacimiento, gracias a la recuperación de textos claves de Grecia y Roma59, sobre todo en lo

tocante a la imitación del estilo ático o humilde ciceroniano. Las aplicaciones prácticas del

estudio de la Retórica se centran en la oratoria civil y sobre todo eclesiástica, con base en el ars

praedicandi; y en la Dialéctica y su influencia literaria, cuyo resultado es una mayor

importancia de la elocutio frente a la inventio. (Cortijo 2006: 324-325)

Entre los textos más utilizados, la Poética de Aristóteles, la Epístola a los Pisones de

Horacio, las Instituciones oratoriae de Quintiliano, Sobre lo sublime, del Pseudo-Longino, la

Rhetorica ad Herennium y los de Jorge de Trebisonda y Rodolfo de Agrícola. (Cortijo op.cit:

325)

Por otra parte, durante la Edad Media se sentarán las bases sobre las que se levantará la

posterior retórica humanista sobre todo en lo tocante a dos pilares: la literatura vernácula, que se

va ganando un hueco en la palabra escrita junto a la latina gracias. Los primeros testimonios de

literatura vernácula aparecen en el siglo XII, coincidiendo también con la primera época del ars

dictaminis medieval. De hecho, la composición de cartas también desarrolla un papel

fundamental como base del futuro humanismo.

Los dictatores, pues, se emplean no sólo en los estudios teóricos sino también en la

práctica del dictaminis, que es al fin y al cabo una forma más de literatura en prosa; y los

humanistas por su parte propugnaban la imitación del estilo ciceroniano y se afanaban en la

recuperación y estudio de sus Epístolas. (Cortijo, op.cit.: 327 y 328)

Señala Cortijo la opinión unánime de la crítica literaria de que el ars dictaminis

medieval se situaba en el lugar de la antigua rhetorica recepta. También menciona la relación

que establece Faulhaber entre el ars dictaminis y la evolución de la literatura castellana en la

corte alfonsí. (Ídem)

59 Autores como Cicerón, Quintiliano, Dionisio de Halicarnaso, Hermógenes, Platón, etc.

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En cuanto al latín, su uso más radicalizado será conocido como ciceronianismo, cuyos

rasgos característicos pueden encontrarse en todos los humanistas (Núñez 256).

En principio, el uso de la imitatio y de las loquendi formulae eran comúnmente

aceptadas y empleadas con mayor o menor entusiasmo. Su aplicación extrema radicaba en la

llamada concepción anomalista de la lengua que obligaba a un seguimiento fiel y exacto del

estilo y forma clásicas, hasta llegar a posturas sorprendentemente radicales (como no poder

expresar el año en la fecha de las cartas). El problema se agravaba cuando la imitación llegaba a

la sintaxis, o el orden de colocación de las palabras (Núñez 242 y 243).

Sobre todo tras el descubrimiento y la imposición del uso de la oratio numerosa, que

añadirá nuevas trabas a esta ordenación de la frase, en cuya ordenación natural los humanistas

habían encontrado numerosas diferencias respecto del orden artificiosus, propio del latín

clásico. (Ídem)

Los humanistas entendían como latinitas o buen latín aquel que se empleaba en tiempos

de Cicerón, cuyas reglas habían llegado hasta ellos gracias a obras como Institutiones de

Quintiliano y Orator de Cicerón. Fue así como conocieron la exigencia de la prosa rítmica, que

se basaba en alternar las cantidades silábicas para conseguir este ritmo en la prosa, y que, siendo

fundamentalmente un elemento de ornato, se había convertido para ellos en norma lingüística,

afectando irremediablemente a la comprensión de la frase, ya que conllevaba alterar

drásticamente el orden de sus palabras.

También conocido como numerus, su aplicación creó numerosos problemas y no menos

polémicas entre los defensores de su aplicación costase lo que costase, los llamados

ciceronianos, y aquellos que entendían que lo más importante, por encima de la latinitas, era

mantener el latín como lengua de expresión o intercambio cultural o político, y para ello había

que procurar que el latín siguiera siendo una lengua practicable, útil, y sobre todo, comprensible

(Núñez 244 - 246).

4.2.4. Petrarca

Al convertirse Aviñón en un importante centro cultural y diplomático del siglo XIV,

numerosas personalidades de todos los ámbitos del arte y del saber acuden a ella atraídos por la

posibilidad de mecenazgo. Al mismo tiempo, se multiplica el trabajo de juristas y dictatores, así

como los fondos de obras clásicas de la cada vez mejor provista biblioteca papal (Kraye, 28).

Entre los intelectuales que frecuentaron la corte papal, destaca por su brillantez y

erudición Petrarca, considerado universalmente como el primer humanista, modelo e ideal de

todos los que le precederán. En una época y un ambiente plagado de mentes prodigiosas, es

Petrarca quien mejor representa el ideal humanista, y de alguna manera sienta las bases que

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171

todos los demás seguirán. Poseía Petrarca, como hemos visto que era común en los humanistas,

una formación jurídica además de literaria y retórica, pues su padre, que era notario, lo envió a

estudiar a Bolonia con la esperanza de que se dedicara a las leyes. Pero su pasión por los

clásicos, en especial Cicerón y Virgilio, lo encumbró a lo más alto del pabellón de escritores y

retóricos, guiando sus pasos hacia las letras en vez del Derecho. Aun así, el poso de su

formación jurídica siempre estuvo presente, permitiéndole desempeñar tareas como político y

diplomático al servicio de sus protectores.

Pero esta combinación de formación jurídica y retórica no era, al fin y al cabo, nada

nuevo para la época, tal y como se ha visto. La genialidad del personaje estriba en su particular

y personalísima contribución a aquellos manuscritos que caían en sus manos, los cuales, además

de transmitir, anotaba y enmendaba para su mejor estudio y comprensión, tras un detallado

análisis previo en los que se servía de todos los conocimientos atesorados durante las lecturas

clásicas de sus años de juventud más su aguda inteligencia. Hasta tal punto fue importante su

tarea que le debemos gran parte de los estudios clásicos posteriores (Kraye 29 y 30).

Pero además de por sus estudios y comentarios de obras clásicas, Petrarca ha pasado a

la historia, sobre todo, como poeta. Su famoso Canzoniere (1348-1359-1366) supone la cima de

su obra poética, con su inconfundible estilo personal plagado a la vez de influencias clásicas.

(Kraye 33-34). Al igual que sus epístolas, reunidas en una colección60 al estilo de su admirado

Cicerón, cuyo manuscrito de cartas Ad Atticum descubrió en una biblioteca de Verona. Esta

colección de cartas, llamadas «familiares», fue incesantemente revisada y ordenada, llegando las

revisiones hasta 1366, y ha pasado a la historia como el primer epistolario del movimiento

humanista. Entre otros temas, el impacto que supuso en el autor la literatura clásica y su

profundo conocimiento de la misma desde su más temprana juventud, así como la imitación de

la misma, actividad que le parece lícita y útil siempre que se haga discretamente y sin

servilismos. La influencia de un autor no debe nunca traducirse en la reproducción exacta de sus

pasos, y equipara la semejanza ideal a la de un padre con su hijo (son semejantes, no iguales)

(Kraye 34).

4.3. Hombres de Estado y de letras: El orador perfecto de

Ciceron y su versión humanista

4.3.1. Formación y vida profesional de los humanistas

60 Epistolarum de rebus familiaribus libri VIII

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No se puede entender la importancia de que los humanistas escogieran determinados

temas —en el caso de nuestra investigación, el Derecho— como eje de sus escritos, sin

detenerse primero en analizar sus trayectorias académicas y profesionales. Tanto en el plano

intelectual como en el laboral, los humanistas se movieron por unos terrenos determinados que

sin duda influenciaron la posterior redacción de sus obras.

Kristeller ha dedicado numerosos estudios a analizar las peculiaridades de estos perfiles

humanistas, y divide sus intereses profesionales entre los que se dedicaron a la enseñanza en las

escuelas secundarias o en las universidades, y entre los secretarios reales y otros puestos de alto

rango administrativo dentro de la élite de las ciudades (1982: 41).

Aunque ya se ha visto como en última instancia los humanistas tuvieron un amplio

abanico de intereses que dota a este movimiento de una considerable influencia en los campos

más variados; lo cierto es que el origen del mismo sí hay que buscarlo en un terreno más

limitado: el de la gramática y la retórica. En la Edad Media esos intereses se habían condensado

en el cultivo del ars dictaminis y del ars arengandi, y en cierto modo los humanistas continúan

con esa tradición, sólo que dándole un nuevo impulso y añadiéndole toda la carga artística y

cultural que el redescubrimiento de los clásicos les había proporcionado. Sin duda su presencia

fue mayoritaria en los niveles más básicos de la educación, primaria y secundaria, con una

participación considerable en los estudios superiores universitarios. A medida que avanza el

siglo XV crece el número de profesionales de otros campos —juristas, médicos, matemáticos,

filósofos y teólogos— que, además de dedicarse a sus estudios propios, cultivaron el

humanismo. A esto se debe la influencia progresiva del humanismo en todas las disciplinas.

(Kristeller 1982: 124-125).

Sin embargo, las profesiones preferidas entre los autores humanistas fueron, como ya se

ha adelantado, la de profesores de secundaria y universitarios, y secretarios o cancilleres reales.

Tan sólo unos pocos eruditos excepcionales como Petrarca, Boccacio y Erasmo, pudieron

dedicarse exclusivamente a la escritura (Kristeller, 1982: 127).

En nuestro país, Kraye apunta la existencia de un humanismo español que puede crecer

gracias al apoyo eclesiástico y al de algunos mecenas. Aún así, los profesionales al servicio de

reyes y príncipes que cultivaban tareas humanísticas fueron menores que en otros territorios con

diferente organización política.

Señala igualmente Kraye a los impresores españoles como medio para conocer el nivel

de aceptación del trabajo de los humanistas en nuestro país. A este respecto, destaca

especialmente Barcelona, con menor incidencia de otros centros como Sevilla, Alcalá,

Salamanca o Medina, donde se llevó a cabo la impresión de clásicos junto a pequeños tratados

gramaticales y cartillas. Todo ello en número bastante inferior al resto de Europa, donde estas

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173

ediciones no sólo tenían mayor envergadura, sino también disfrutaban de más éxito y

reconocimiento (op.cit.:17-18).

Para llegar a conocer el alcance total del movimiento humanista en España, el grado de

aceptación y recepción de las novedades que conllevaba entre la sociedad y los intelectuales

españoles, así como si llegaron a reproducir los procedimientos y tareas de los humanistas

europeos, es necesario buscar no sólo en el terreno filológico sino también en otros campos.

También supone un dato interesante el número de trabajos que hubo de publicarse fuera de

nuestras fronteras, lo que prueba una vez más el carácter internacional del movimiento, sobre

todo a partir del XVI (Ídem).

Prueba de esto es la creciente ansia viajera que se produce entre los intelectuales

españoles desde el siglo anterior, cuando se marchan a recorrer Europa a la vez que vienen aquí,

como maestros o preceptores de los jóvenes nobles, un gran número de maestros, clérigos y

literatos, en su mayor parte italianos. La relación con Italia fue especialmente fluida, sin duda

propiciada por todas las noticias de las novedades culturales que allí se producían y de la que

aquí se beneficiaban un privilegiado grupo de lectores. En este ambiente sumamente propicio al

arte y la cultura surgen personalidades como la de Iñigo de Mendoza o Nuño de Guzmán. El

primero, marqués de Santillana, buscando añadir a los grandes clásicos a su vasta biblioteca.

Junto a este grupo receptor de las novedades italianas aquí en España, se encontraba otro aún

más escogido que pudo recibir su educación directamente en Italia y que luego ocuparían atltos

cargos administrativos como cronistas, secretarios o miembros del consejo real (Bonmartí 41).

En cuanto al estudio del Derecho, también sufre, al igual que el de la retórica, un nuevo

impulso durante el siglo XII, pues la aplicación e interpretación de los grandes textos legales

latinos ayudaban al mantenimiento de esa atmósfera clásica en la que no sólo se recreaba la

Antigüedad sino que también se hacía por conocerla (Kraye 25).

Los juristas, además de conocer estas normas, las adaptaban luego a las necesidades de

su propia época para que pudieran ser aplicadas. No contentos con eso, en su tiempo libre se

ocuparon también de la historia y la filosofía moral, además de componer poesía en latín (Ídem).

Estos juristas, cuya formación principal había sido obviamente en leyes, eran unos

entusiastas de la cultura clásica cuya admiración les había llevado por imitar también la

epistolografía y la historiografía latinas. Muchos de ellos se encargaban personalmente de la

búsqueda de textos que luego recopilaban juntos en obras de gran envergadura, a los que

además añadían sus propios comentarios críticos.

Lo cierto es que la base de sus estudios en los studia humanitatis, más luego sus

estudios de especialidad en Derecho, Historia, o cualquier otra ciencia a la que decidieran

dedicarse, les proporcionaba el campo de abono perfecto para su ideal de educación universal.

Aunque sus intereses personales eran de lo más variado, lo que les llevó a contribuir de manera

decisiva en otras materias que no pertenecían a las humanidades (Kristeller 1980).

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El punto de fuerte del entrenamiento que había recibido el humanista consistía en su

destreza para la escritura, por eso se decantaba naturalmente por profesiones relacionadas con la

enseñanza, ya sea en la escuela o en la universidad o con la administración del Estado. Esta

segunda profesión lo situaba además en un plano privilegiado, puesto que se relacionaba

directamente con reyes y príncipes, para los que escribía cartas y documentos y actuaba como

secretario, cuya cultura y erudición se suponía representativa de la de su empleador. En los

puestos de canciller o consejero, disfrutaba también de cierto poder político.

Además de cartas, estos profesionales de la retórica al servicio del estado

confeccionaban discursos para acontecimientos y ceremonias importantes, conformando una

importante colección de este género al que se unían aquellos que se escribían como ejercicios

académicos. Estos discursos escritos por humanistas eran pronunciados por ellos mismos o por

otros, o bien en nombre de gobiernos y patronos, hecho que propiciara que a menudo actuaran

ejerciendo el papel de embajadores en misiones diplomáticas (Ídem).

La historia fue la otra materia de estudio entre los humanistas que se había enseñado

desde el principio junto a la oratoria. Lo mismo que se encargaba la redacción de discursos,

también los humanistas recibían el encargo de recopilar hechos históricos y agruparlos en

crónicas y otros textos historiográficos, tarea que solían compaginar con sus trabajos en

universidades y cancillerías. De esta manera, la misma persona que escribía la correspondencia

real, podía encargarse de recoger las anécdotas y acontecimientos más señalados del reinado

(Ídem).

4.3.2. El humanista frente al texto

Con los grandes representantes del humanismo como Petrarca, Salutati y Bruni

recorriendo gran parte de Europa, llevan con ellos los métodos y procedimientos con los que

trabajan los humanistas, que así se extienden por el continente. Mientras que el deseo del

conocimiento de la literatura clásica de Grecia y Roma y el anhelo de erudición literaria, siguen

siendo las principales obsesiones de estos eruditos, no puede obviarse tampoco su finalidad

educativa y su preocupación por el texto y todo lo relacionado con él. Kraye remite al estudio de

Rico para subrayar la importancia de gramáticos y filólogos en la formación de los humanistas,

un grupo reducido de intelectuales enfrascados en el legado de la cultura clásica y,

concretamente, en cómo preservar su pureza.

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Esta preocupación por el texto clásico y su mantenimiento se explica en la indiscutible

condición de éste como instrumento principal de trabajo para los humanistas: juristas,

arquitectos, filósofos, y como ellos profesionales de todas las disciplinas beben de las fuentes

clásicas para sentar las bases de sus respectivos trabajos y se inspiran en ellas para sus nuevas

creaciones. Kraye señala además la necesidad de que las impresiones sean lo más precisas

posibles, por lo que el impresor se añade a este grupo interesado en la pureza del texto clásico.

También el mecenas, cuya biblioteca ha de ser amplia pero también cuidada (Kraye15 y 16).

El estudio de los textos clásicos podía centrarse en la gramática o en la retórica según el

territorio del que se trate. Ambas eran disciplinas que ayudaban a la perpetuación del texto

como instrumento fundamental, la primera permite entenderlo e imitarlo, la segunda, ayuda a su

aplicación y uso en la vida cotidiana. Al mismo tiempo, los dictatores, aunque no se dedicaban

al estudio de los clásicos como primera ocupación, sí se fijaban en ellos para dotar de

elocuencia los documentos que redactaban. Se trata por tanto de un interés también fomentado

por sus patronos, así como por los profesionales del derecho y los que trabajan para el estado.

Tiene la epístola una gran importancia durante todo el humanismo y el Renacimiento gracias a

su versatilidad, capaz de desarrollar temas personales, políticos y filosóficos, además de todo

tipo de trabajos literarios y de investigación (Kraye 24-25).

Advierte Juan Gil que el escribano profesional no solía ser un buen escritor. Trabaja con

orden y meticulosidad. Separa con líneas y florituras lo escrito durante el día anterior, y

encuadra dentro de un marco rectangular la fecha del día. Las anotaciones personales,

recogiendo anécdotas del día o sucesos extraordinarios son anotadas normalmente en los

márgenes del legajo, aunque también pueden dejar un trozo de página en blanco si prevén algún

acontecimiento importante. Suele incluir determinadas fórmulas al comienzo y después de

determinadas anotaciones como defunciones, victorias, coronaciones… hasta el punto de que

estas notas pueden recoger el día a día de una ciudad entera, así como el de los propios

escribanos que también anotan, en apostillas, los sucesos que les atañen directamente en su vida

cotidiana (Gil 1174).

4.3.3. Cicerón como modelo

El ciceronianismo es un ejemplo claro de hasta donde llegó la admiración por Cicerón,

y por tanto su estudio e imitación, durante el humanismo renacentista. Se trató de una corriente

generalizada, aunque lo extremo de algunas de sus posiciones hiciera surgir también sus

detractores.

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Antes que nada, hay que entender todo lo que aportó la figura de Cicerón al movimiento

humanista. Sus obras retóricas, sus discursos y cartas, y sobre todo, su estilo y sintaxis, fueron

analizados y más tarde aplicados ya fuera como teoría literaria, como fuentes de inspiración y

como modelo lingüístico a seguir. También sembró la semilla del pensamiento ecléctico que

caracteriza a buena parte del humanismo, capaz de coger aquello que le pudiera ser útil de las

diferentes escuelas y autores del periodo clásico y aplicarlos en obras propias según convenga.

Sus obras filosóficas ayudaron a un mejor conocimiento de la filosofía griega, la cual

magistralmente combinó con la retórica dando lugar al ideal humanista por excelencia, al que

todos aspirarían: la unión inseparable de sabiduría y elocuencia (Kristeller, 1982: 48).

Michael D. Reeve (op.cit.:41-44) señala la relación entre la palabra humanismo y un

discurso forense de Cicerón, el famoso Pro Archia, en cuyo exordio puede encontrarse el

siguiente pasaje: […] os ruego que en este proceso me otorguéis una concesión apropiada al acusado y

que para vosotros no supone, espero, molestia alguna: ya que represento a un poeta excelso y

hombre de gran erudición, ante una audiencia que ha congregado a hombres tan devotos de las

letras, ante un tribunal de tamaña humanidad, y donde preside éste entre todos los magistrados,

permitidme que hable algo más libremente del afán por la cultura y por las letras (de studiis

humanitatis ac litterarum) […]

Este fragmento ya era conocido por Petrarca —quien lo había marcado— y Salutati, que

cita repetidamente el Pro Archia en su correspondencia, luego parece probable que fuera de esta

expresión empleada por Cicerón en este texto jurídico de donde sacaran los humanistas la

designación del conjunto de disciplinas y conocimientos a los que dedicaban sus esfuerzos. El

hecho del carácter forense del discurso acentúa, una vez más, la estrecha relación entre el

mundo jurídico y las letras desde siempre. Y el hecho de que el autor de este discurso sea

Cicerón, figura indispensable para el humanismo, orador y hombre de leyes, no hace menos

significativa esta relación Derecho-Literatura-Humanismo en la que basamos parte de esta

investigación.

Curiosamente, el discurso Pro Archias trata precisamente del servicio de los poetas, en

concreto el griego Arquías, a la comunidad y su contribución al elevado espíritu de la misma.

Los poetas, según Cicerón, son los que en última instancia dotan a los héroes de la condición de

inmortales, pues sin las semblanzas que hacen de ellos con el tiempo caerían en el olvido.

Petrarca descubrió en Lieja en 1333 este discurso de defensa pronunciado por Cicerón

en el 62 a.C. y lo copió de su puño y letra, incluso haciendo anotaciones en los márgenes que

también han llegado hasta nosotros en reproducciones posteriores.

Ya hemos visto como el humanismo busca preservar la “pureza” de la lengua latina, y

para este renacimiento de la latinitas, se valía de la imitación. El problema estaba en determinar

qué momento de la Antigüedad era el que atesoraba la lengua de mayor pureza, y cuando había

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empezado ésta a corromperse. Las opiniones en torno a este asunto podían variar bastante de un

autor a otro. Los que se sitúan en una postura más radical eran aquellos que sólo consideraban

latinitas a Cicerón y sus coetáneos, y a la lengua que estos hablaban el «latín perfecto», de tal

forma que cualquier palabra no empleada por ellos ya se consideraba un barbarismo. Hasta tal

punto llegaban las restricciones con respecto a la lengua que tampoco se permitía los

neologismos y el empleo de palabras derivadas (Núñez: 238, 239, 240).

En opinión de Nuñez (246), la clave para entender todas las diatribas en torno al

problema de la imitación y del estilo literario descansa en la asimilación humanista del estilo

personal de Cicerón como norma y modelo del latín perfecto. En aras del llamado principio

anomalista de la lengua, se imitará el estilo y costumbres de quien a su entender era el mejor

usuario de aquella, incluso forzando a un determinado orden de las palabras dentro de la

oración.

Frente a estos imitadores hasta el extremo de Cicerón, estaban aquellos que no se

consideraban a sí mismos ciceronianos, y que frente al latín medieval, muy devaluado por la

escolástica, y la complejidad del latín clásico, propugnaban un latín nuevo, ágil y adaptado a las

necesidades de su tiempo. Esta agilidad se basaba principalmente en no respetar rigurosamente

las normas que los ciceronianos llevaban tan a rajatabla, y su exponente principal sería Erasmo

(Ídem).

Aquellos que optaban por una imitación más relajada del latín clásico se contentaban

con «guardar la analogía latina», sin temor al uso de barbarismos, neologismos, o a cualquier

otra fuente, siempre y cuando se respetasen ciertos límites. Con el tiempo, se llegaría a una

especie de acuerdo acerca de los neologismos mediante la inclusión de la frase ut ita dicam, six

dixerim, si licet dicere en un breve comentario o nota (Núñez 250, 252).

En realidad, tanto el latín de los llamados moderados, como el de los ciceronianos, nacía

una idea común a todos ellos: la necesidad de restaurar el latín y devolverle su pureza. La

diferencia estaba en el rigor con el que se aplicaran las normas clásicas y se imitaran sus

modelos más célebres en pos de esta empresa. Los ciceronianos moderados consideraban que el

límite a esta imitación debía estar en la mejor aplicación y agilidad de la lengua latina; es decir,

en la posibilidad de su aplicación práctica, que era nula si se seguían a rajatabla los principios

restauradores que defendían los ciceronianos (Ídem).

En cuanto a Cicerón y su concepto del orador perfecto, conviene recordar sus propias

recomendaciones al respecto: «Imitemos con preferencia la sencillez de Lisias» (Del mejor

género de oradores). Sus dotes naturales para la oratoria son bien conocidas: presencia física,

voz expresiva, buena dicción —apasionada y convincente—, buena memoria, agudeza mental,

genio vivo, y un conocimiento exhaustivo del lenguaje.

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Tuvo como maestros, además, a los más eminentes juristas y célebres poetas: Q. Mucius

Scaevola, el Augur, que ya había alcanzado las más altas cimas de la política tanto en cargos

públicos como en el Foro. También el Pontífice Máximo Scaevola, de cuyos consejos y

directrices se benefició Cicerón para su trabajo como abogado. Era en este sentido un alumno

aplicado y dispuesto que además de las lecciones con sus maestros, gustaba de acudir a los

tribunales para escuchar a abogados y magistrados, así como realizar numerosas lecturas y

comentarios a las mismas.

En cuanto a sus maestros en la lengua y literatura, el mismo Cicerón cuenta como fue

Arquias, el poeta griego, quien le enseñó. Tuvo la oportunidad de perfeccionar estas enseñanzas

durante un viaje de dos años por aquellas tierras, donde entabló contacto con otros maestros, tal

y como cuenta en su Brutus (91).

Cicerón fue ejemplo de humanista no sólo por su profesión, sino también por su

formación. Además de Derecho, lengua y literatura, él mismo cuenta en sus cartas familiares

(13.1) como aprendió Gramática y Lógica con L. Elio Estilón, Filosofía con Fedro el epicúreo y

elocuencia con Milón de Rodas (Martínez Val 389).

Su profundo conocimiento de las letras griegas posibilitan su dominio del estilo ático,

representado por Demóstenes y Esquines, el cual prefiere por encima de la más pomposa

elocuencia asiática, que sin embargo era la preferida por los oradores anteriores. Así mismo, se

declara admirador de la sencillez de Lisias, a quien sin duda conoció bien gracias a su

formación jurídica.

Aunque su mayor fama la alcanzó gracias a su oratoria como abogado, no sólo ejerció

este oficio, también tuvo un importante papel político e incluso militar y diplomático, una vez

hubo cesado de sus deberes en el foro. Sus discursos forenses, a los que debe gran parte de su

gloria, probablemente no fueron pronunciados en su momento tal y como han llegado hasta

nosotros. Aún así, son ejemplo de agudeza, disposición y ritmo perfectos. De entre ellos puede

distinguirse los civiles y los de causas criminales (Martínez Val 391).

Quien sin duda termina de encumbrar a Cicerón como modelo a seguir para la oratoria

forense es Quintiliano, quien de entre todos los discursos forenses de Cicerón destaca el Pro L.

Murena, a quien defiende de una acusación de corrupción electoral (Inst. Orato. IV, 5,12) como

modelo en el cual inspirarse. Sobre todo le parece digno de resaltar su plan de defensa, el cual

comienza con un breve y atractivo exordio al que sigue un examen de los antecedentes

personales de su cliente; continúa con una comparación con su acusador; y termina refutando

los cargos que se imputan a su defendido (reprehensio vitae, comparatio dignitatis y crimina

ambitus). El epílogo final es solemne y conclusivo (Martínez Val 293).

De entre todas las clases de oratoria, le parece la forense la más completa y mejor de

todas, con el griego Lisias como modelo –además de Demóstenes y Esquines, como ya se

mencionó, para las otras-. Para Cicerón, la elocuencia forense ha de ser forzosamente diferente a

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las demás, ya que para él es muy distinto narrar de argumentar y defender; así como entretener

es mucho más sencillo que conmover. Y argumentar, defender y conmover son tres acciones

que el abogado defensor debe lograr en el estrado. Asimismo, según la naturaleza de cada uno

de estos casos forenses, el discurso debía componerse en uno de los tres estilos que manejaba.

El estilo sencillo, llano, que se corresponde con asuntos más técnicos de fácil

resolución; el estilo medio, también de poca dificultad pero conectado con otras materias, lo

cual permite elevar un poco el tono sencillo e ir más allá de la mera interpretación literal; y por

último, el estilo elevado, donde tanto el tono como la tensión son elevados, trágicos, debido a la

seriedad de la causa, los antecedentes y circunstancias personales, la gravedad de sus

consecuencias y la expectación que levanta en la opinión pública. Pro Aulio Cecina, Pro Archia

Poeta y Pro Rabirio serían los discursos que sirven de ejemplo a cada uno de estos estilos.

Además, Martínez Val señala un grado más: el de lo sublime, en el que a la defensa de la verdad

y la justicia se le une una profunda afectividad. Como ejemplo, propone las Actiones in Verrem

(394).

En cuanto al concepto de orador perfecto, aquel que posee las cualidades morales e

intelectuales descritas por Cicerón y Quintiliano, es indudablemente la clave alrededor de la que

gira muchos de los trabajos y aspiraciones de los humanistas. Siendo expertos en el mundo

clásico, acuden a la fuente de este “orador perfecto” para usarla de modelo. Este concepto de

orator perfectus se desarrolla a lo largo de toda la obra ciceroniana pero aparece especialmente

claro en De Inventione, De oratore, y De optimo genere oratorum. El papel y los deberes del

orador, entendido como un ideal de perfección, abstracto, tienen su origen en las tareas que

Cicerón le atribuye a la retórica: enseñar, entretener, conmover. De estos deberes o tareas surge

una concepción totalmente desarrollada de lo que debe ser el orador perfecto capaz de llevarlas

a cabo, en cuyos hombros, según Cicerón, descansa la base misma de la civilización, además de

ostentar los más altos ideales morales y éticos. Para él, en el origen de las ciudades, se encuentra

este hombre de bondad y honradez probadas, de inteligencia y elocuencia superiores al resto,

que es el encargado de crear las leyes, organizar las instituciones, así como favorecer las artes y

las ciencias (Portolano 25,26).

La idea de orador perfecto se desarrolla principalmente en De oratore, un diálogo

filosófico escrito a la manera de Platón. Craso, hombre de estado ejemplar, argumenta que la

retórica es el arte más difícil de dominar. En una extensa discusión con el más práctico Antonio,

se va desarrollando poco a poco esta figura, con un completo análisis de todas las cualidades

que debería tener. Además de una habilidad natural, inteligencia, y buena disposición, debe

estar en posesión de casi todos los conocimientos al alcance del hombre, y su educación debe

ser un compedio de filosofía, derecho, historia, los clásicos de Grecia, así como estar

naturalmente dotado para la amplificación, el humor, y el manejo de los sentimientos del

auditorio. Además de estos conocimientos y habilidades, debe poseer un conocimiento intuitivo

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de la naturaleza humana, en el que se incluye las emociones, las costumbres culturales y los

estados mentales provocados por la vida en sociedad. En la costumbre clásica de unir ética y

política, Cicerón consideraba que la práctica de la retórica en el foro y en los estrados facilitaba

el aprendizaje de la filosofía mejor que una vida entera dedicada a la contemplación y sin

ninguna acción práctica. Finalmente, el orador perfecto de Cicerón es un maestro del estilo, que

es capaz de amplificar ideas y asegurarse la simpatía y adhesión de la audiencia a través de

figuras retóricas, debe tener una habilidad extrema para generar y desarrollar argumentos.

(Portolano,25-26).

Craso insiste en que esta perfección es algo que todavía no había sido alcanzado, sino

más bien un ideal. Enmarcando el concepto del orador perfecto de esta manera, la práctica

misma de la elocuencia se convertía en la mayor virtud.

El arte de la argumentación clásica. Hermágoras de Temnos es generalmente

considerado el primero en haber codificado la teoría de la stasis en forma pedagógica. Su obra

originaria se perdió, pero la tradición occidental logró transmitirla gracias principalmente a De

Inventione y parte de otros trabajos posteriores de Cicerón, la Institutio oratoria de Quintiliano,

y la anónima Rethorica ad Herennium. Básicamente, la stasis es un sistema de preguntas

diseñadas para ayudar al orador a identificar el asunto principal en una controversia. Deriva del

Derecho romano y sus procedimientos para enmarcar la acusación o la defensa ante un tribunal.

Reconstrucciones de la teoría originaria de Hermágoras sugieren que era más compleja que las

posteriores versiones de Cicerón y Quintiliano, conteniendo dos grupos de preguntas. En primer

lugar estaban las preguntas más generales y después las más técnicas, referidas a la

interpretación legal acerca de la relación entre la controversia y los intrincados de interpretar las

leyes escritas y codificadas. En Cicerón y Quintiliano, las preguntas eran empleadas

sucesivamente para determinar, en un caso legal, el asunto central y organizar en consonancia la

dirección de los argumentos (Portolano, 34 y 35); con la argumentación, se determinaría el

grado de gravedad del delito y su posible pena.

En la obra de Cicerón, la cuestión técnica final acerca de la jurisdicción legal —qué tipo

de procedimiento es el adecuado y si han sido seguidas los procedimientos legales— se omite;

luego las que quedan, más generales y sin referencias procesales, pueden ser usadas en cualquier

tipo de controversia o argumentación, no necesariamente legal (Ídem).

A medida que la retórica se va abriendo a la lógica, se identifican dos formas básicas de

pensamiento o procedimiento lógico: inducción y deducción, ambas con una amplia cobertura

dentro de las enseñanzas de retórica. Ambas formas son también útiles al orador, y cada una de

ellas puede a su vez dividirse en más pequeñas formas de argumentación (Portolano 38).

Vida y obras ciceronianas:

Así pues, Marco Tulio Cicerón es producto de la educación retórica griega, y uno de los

mayores defensores de la historia de la relación entre elocuencia y sabiduría. El impacto de

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Cicerón en las siguientes generaciones de retóricos y, posteriormente, en toda la tradición

retórica europea es difícil de pasar por alto. De hecho, aunque no fue precisamente el pensador

más original de la Antigüedad clásica, se puede afirmar sin miedo que fue y sigue siendo la

figura más importante de la historia de la Retórica. Tantos son sus logros, y tantas las obras

dedicadas a diseccionar y analizar sus trabajos, que ahora sólo aspiramos a ofrecer el más breve

de los apuntes. Trataremos con detalle solo la obra maestra de su periodo más maduro, De

oratore (55 BC) y dejando de lado otras obras como Brutus y Orator, la cual escribió justo

antes de su muerte (Conley 34).

Nació el 3 de enero del año 106 a.C., cerca de Arpinum. Su familia se mudó a Roma

cuando todavía era un niño, en parte para asegurarle una buena educación. Comenzó una carrera

en los tribunales y el Senado romano, ascendiendo hasta llegar al puesto más alto de cónsul y

ganándose una reputación gracias a la elocuencia de la que hacía gala en los tribunales y en la

Asamblea.

Su vida estuvo marcada por las grandes turbulencias de la política romana, turbulencias

que para la década de los 50 habrían degenerado prácticamente en una guerra civil. Siempre

estuvo en el centro de la tormenta política, creando alianzas y por supuesto, también enemigos.

En varias ocasiones las circunstancias políticas le obligaron a un retiro temporal alejado de los

asuntos públicos e incluso a exiliarse de la ciudad; y fue durante esos periodos de vacaciones

forzosas cuando escribe muchos de sus obras filosóficas y retóricas. Durante el último de estos

periodos alejado de la vida en la ciudad, sus enemigos conspiraron para eliminarlo de una vez

por todas y lo asesinan en el año 43 a.C., un año después de la muerte también violenta de su

archienemigo Julio César (Ídem).

Alrededor de los cincuenta años, con casi 30 de vida pública a sus espaldas, Cicerón

escribe De re publica y De oratore, la primera esbozando la manera en que podría practicarse la

política en una república idealizada, la segunda un retrato del hombre de estado ideal, el cual

además sería el perfecto orador. Cicerón había escrito su tratado sobre la inventio, De inventio,

cuando era aún muy joven. La edad y la experiencia le hacen volver a aproximarsea la retórica

con una actitud menos escolástica, argumentando a través de personajes que hablan acerca de

ella que la retórica que se enseña en las escuelas no tiene sentido por sí misma.Y que sólo

adquiere sentido cuando es practicada por un hombre de bien (Ídem).

La mayor parte del diálogo de De oratore trascurre entre L. Crassus y M. Antonius,

ambos oradores en la vida real de la generación justo anterior a Cicerón, con unas breves

intervenciones de otras figuras como Scaevola, Julius Caesar, Sulpitius… El diálogo tiene lugar

en algún momento del otoño del 91 a.C. La discusión o disputatio se desarrolla a lo largo de tres

días. El primer día, recogido en el Libro I, tiene lugar una conversación entre Antonio y Craso,

en el que Craso lleva la voz cantante, acerca de la naturaleza de la oratoria y que es lo que debe

saber el orador verdaderamente elocuente. Craso sostiene que mientras que las escuelas de

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retórica pueden producir oradores competentes, la verdadera elocuencia presupone un gran

conocimiento, principalmente de las leyes y la filosofía. Conocer las reglas no es suficiente,

pues no puede tapar o sustituir la falta de talento natural y no puede volver a nadie virtuoso ni

tampoco elocuente (1.95ff) (Conley 35).

El libro segundo recoge la conversación que tiene lugar el segundo día, esta vez

dominada por Antonio. Antonio asegura que no se ha molestado en aprender la retórica de las

escuelas y que es crítico con los teóricos. Demuestra estar bien informado acerca de sus

enseñanzas, así como conocer la historia de la filosofía, la Historia, y la oratoria griega y

romana. La suya es la voz de la experiencia, como asegura antes de comenzar a explicar como

compondría él un discurso. Lo que dice después no está muy alejado, sin embargo, del Ad

Herennium, ocupándose de la diferencia entre la stasis y la prueba, los loci o lugares comunes,

con la emoción y la sabiduría, con los principios de la distribución… al final de su discurso

habla acerca de la memoria, a la que en parte considera perteneciente a la inventio (Ídem).

En el libro III la voz predominante vuelve a ser la de Craso, quien ofrece un resumen

detallado de la naturaleza y significado del estilo en la verdadera elocuencia. Una vez más, el

tratamiento es bastante similar en contenido y estructura al encontrado en los tratados. Pero al

igual que Antonio con el inventio, la dispositio y la memoria, Craso posiciona firmemente su

discurso acerca del estilo en los frutos de la práctica, no sólo en la teoría. La discusión acerca

del estilo es precedida por la necesidad de una base firme en cultura general y académica. Craso

posiciona sus observaciones en las cuatro necesidades básicas del buen estilo, en dicción y

composición, en la prosa rítmica y en la amplificación y ornamentación. (109-143; 3.37-51;

148-209). Termina su discurso con algunas observaciones acerca de la enunciación y

gesticulación, terminando un tratado sobre este arte que se estructura alrededor del clásico

modelo de cinco partes propio de los manuales (Ídem).

No debemos pensar que su trabajo es esencialmente un manual, aunque escrito en un

vivaz estilo dramático más propio de una tarde de entretenimiento que de un arido estilo

didáctico. Quizás es capaz de hacer esas lecciones más interesantes. Pero hay más que todo esto

en esta obra, como los breves prólogos situados al principio de cada libro evidencian incluso al

más casual de los lectores (Conley 36).

Para empezar, esta claro que Quintus, el hermano de Cicerón, no es el único al que esta

obra estaba destinada. Al igual que sucede con De republica, De oratore esta destinada a una

audiencia más amplia, la de sus contemporáneos, y diseñada para influenciarlos. Lejos de una

obra de retiro, su objetivo es la de pedir el regreso a la ideología republicana de antes así como

una especie de apología del mismo Cicerón. Los problemas que se abordan en De oratore no

son solo de tipo académico acerca de si la retórica es verdaderamente un arte o no, sino

problemas políticos más apremiantes de aquel tiempo. Su elección de protagonistas es

deliberada, intentando proporcionar un contraste claro con los políticos de su propio tiempo. Es

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irónico que dos de sus personajes, M. Antonio y J. Cesar Strabo compartieran nombre con

políticos activos en aquella época (M. Antonio y Julio César, su rival y posterior enemigo

acérrimo). Ninguno salía bien parado de la comparación con sus tocayos.

Sobre todo, su elección de oradores es una elección de sus propios candidatos a

representar el orador ideal de la república. Claramente intenta identificar su propio pensamiento

con el de ellos, como deja claro el prólogo del libro 3 (3.13f), pero también surge en la defensa

de Craso de todos los estilos en 3.28ff, por ejemplo, y en los largos pasajes en los que relaciona

sabiduría y elocuencia, semejantes a las ideas ya vertidas por Cicerón durante su juventud en De

inventione, y más tarde en su carrera adulta durante su correspondencia. En el contexto de su

trayectoria, se podría decir que De oratore puede considerarse a la vez una apología y un

manifiesto.

En una de sus cartas a un amigo (Fam. 1.9) asegura que De oratore fue escrito con

Isócrates en mente. A la influencia de Isócrates hay que añadirle la de Carneades: la elocuencia

como supremo logro, pero un elmeento crucial de la verdadera elocuencia es la habilidad para

argumentar en utramque partem, esto es, cuando no se posee un conocimiento cierto acerca de

algo, hay que argumentar las dos perspectivas de cualquier tema, como había enseñado

Carneades. Dada la tremenda importancia de los pensadores griegos durante su formación,no es

raro que sus contemporáneos se refirieran a él como “el griego” (Ídem).

Este principio de utramque partem proporciona una base filosófica al énfasis

ciceroniano de la vital importancia de la elocuencia y está, en verdad, en el corazón del método

retórico ciceroniano y el filosófico también. Es un método de múltiples voces que necesita de la

controversia, un dialogo en el que formulas practicas o filosóficas se situan en diferentes

perspectivas, son llevadas a debate, y puestas a prueba. La controversia requiere que los dos

lados de cualquier tema sean escuchados, aunque creando las condiciones necesarias para tomar

una decisión y negociar diferencias de manera razonable tanto en política como en filosofía.

Por tanto de oratore es más que un tratado de retórica, es un trabajo en el que que

oratoria, filosofía, y estadista se unen como parte de una misma cosa y en el que se mide la

verdadera dimensión del concepto de “buen hombre con el don de la elocuencia”. En el, Cicerón

se revela como un escritor ameno y un pensador que, incluso en aquel momento en que es

peligroso para él aparecer en el foro, no duda en hacer llegar sus ideas a sus contemporáneos.

Eventualmente esas ideas parecerán tan peligrosas a sus rivales que decidirán acabar de raíz con

ellas mediante su asesinato (Conley 37).

La aportación de Quintiliano:

Durante el siglo siguiente a la muerte de Cicerón, Roma fue devastada por desórdenes

políticos y cambios radicales debido a la transformación de la república en un imperio cuyos

gobernantes se atribuían, como Alejandro Magno, la condición de divinos. Para cuando

Vespasiano fue capaz de recuperar el control, en el año 69, las arcas de la ciudad habían sido

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vaciadas por las luchas civiles y una administración irresponsable. La política de Vespasiano

consistió en un control fiscal riguroso y un potente programa de obras públicas. En medio de su

frugalidad, sin embargo, ordena dos gastos sorprendentes. El primero de ellos fue para los

senadores empobrecidos, a los que dota sustanciales sumas de dinero para evitar que pierdan su

estatus y por tanto sus escaños. El segundo gasto fue en forma de becas públicas para los artistas

y los profesores de retórica, con la esperanza de que ayudaran a recobrar los valores

tradicionales y con ellos la confianza de los ciudadanos en el estado y la restauración de la

educación al más alto nivel para preparar a los jóvenes para el servicio civil. Uno de estos

retóricos, de hecho el único del que se tiene prueba documental de que recibió esta beca

imperial, fue Marco Fabio Quintiliano, que había llegado a Roma desde su España natal y se

había labrado una reputación como abogado y como profesor de retórica. Tras su retiro de la

enseñanza a la edad de 50 años en el 90 d.C., Quintiliano comienza a redactar su De institutione

oratoria, un compendio teórico acerca de retórica y encaminado a producir al orador perfecto,

en la más pura tradición isocrática-ciceroniana, cuyo programa, recogido en doce libros, abarca

desde la cuna hasta la tumba (Conley 38).

Precisamente el libro 12 está dedicado a la figura del orador perfecto y sus actividades.

Su dedicación al ideal ciceroniano del orador perfecto es obvia. Su seguimiento de las ideas de

Cicerón es más llamativa no por como recoge las generalidades acerca de este arte, ni siquiera

en su uso del método de la controversia, sino en su insistencia de que la retórica es inútil a

menos que tenga una aplicación en asuntos prácticos (Conley 39).

Asimismo, al final de su obra, cuando discute el carácter del orador ideal, enumera los

deberes de éste: proteger al inocente, defender la verdad, denunciar el comportamiento criminal,

inspirar al militar, y en general ser inspiración para todos los ciudadanos (12.1.26-28). Todo su

programa educativo es en última instancia de orientación práctica (Ídem).

Su obra muestra muy claramente como esos valores todavía encuentran un elocuente

representante en Cicerón incluso en aquellos tiempos de rígido control imperial.

Prueba de la permanencia del ideal ciceroniano puede encontrarse también en las obras

de los contemporáneos más jóvenes de Quintiliano, Tácito y Plinio el joven61. No se trata de una

aplicación directa de los principios ciceronianos, sino de una continuación de dichas ideas que

inspiran tanto la producción literaria como acciones políticas concretas. Puede decirse que estas

ideas sobrevivieron hasta casi el umbral de la Edad Media.

Mientras duró el imperio latino occidental, la influencia ciceroniana pudo sentirse, al

menos hasta el saqueo de Roma por Alarico, rey de los Visigodos, en el 410. De hecho, incluso

después de ese momento. Por supuesto, no fueron los ideales republicanos de De oratore y De

61 Concretamente en los Diálogos de Tácito y el Panegírico de Plinio

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re publica los que perduraron, sino la idea del vir bonus dicendi peritus adaptada a las nuevas

circunstancias creadas por una nueva forma de gobierno (Conley 40 y ss).

A lo largo de la Edad Media, la influencia de Cicerón continuó, aunque lo cierto es que

de forma un tanto superficial. Seguía siendo una figura respetada, pero muchas de sus obras

estaban perdidas u olvidadas. De las que lograron burlar el paso del tiempo, no todas se

conservaban completas. Debido a esto, se leían poco y mal. No obstante, autores como Boecio,

Casiodoro y Marciano Capella, continúan transmitiendo las ideas ciceronianas, sobre todo en lo

tocante a retórica. Isidoro de Sevilla utiliza numerosas citas de Cicerón en sus Etimologías,

aunque no todas de primera mano. Durante la recuperación de los clásicos que tiene lugar en el

reinado de Carlomagno, se emprende una búsqueda de códices para la biblioteca real, entre los

que se consiguen están las Verrinas, Catilinarias o Pro rege deiotaro.

Entre los autores interesados en recuperar y estudiar obras de Cicerón están Lupo de

Ferrieres, quien recoge algunas de sus obras filosóficas, además de realizar una transcripción de

De oratore; también el papa Silvestre II y Conrado de Herschau, quien lo incluye en su Dialogo

super auctores. La influencia en Tomas de Aquino también es evidente, así como en Tomas de

York y Roger Bacon. En esta etapa medieval Cicerón ya no sólo es admirado, su obra es leída e

imitada tanto en su forma como en el fondo (Mañas 17-18).

En cuanto a los problemas que genera la imitación ciceroniana, en realidad estos no

comienzan a surgir hasta el siglo XIV, cuando en los centros culturales de la península ya es

posible encontrar una gran variedad de obras de Cicerón.

Su primer admirador es sin duda Petrarca, que dedica buena parte de su vida a buscar

escritos de Cicerón, que posteriormente lee, estudia e imita con entusiasmo aunque también con

un particular método en el que realiza una asimilación que le aleja de la mera copia literal. En su

obra De ignorantia le dedica toda clase de elogios, lo que no le impide al mismo tiempo afirmar

que lo digno de imitar es el espíritu de los autores, no su letra (Fam. 22.2. 20-21) (Mañas 18 y

19).

Para Petrarca sigue vigente el símil de Séneca que compara la producción literaria con

la elaboración de miel por parte de las abejas, las cuales extraen sólo el néctar de las flores, para

mejorarlo al elaborar con él un producto nuevo que además es diferente (Fam. 23.19.11-13)

Esta posición le sitúa lejos del posterior ciceronianismo, aunque en cierto modo sí

ayuda a sentar sus bases. En realidad el llamado “apóstol del ciceronianismo” fue Gasparino

Barzizza (1370-1431), dedicado a la enseñanza de la elocuencia y en cuyas obras62 resume su

intención pedagógica de que sus alumnos aprendan, sobre todo, un latín correcto, animándoles

para ello a que se enfrasquen en una imitación compuesta de varios autores, y no de uno solo,

evitando con esto el plagio y dificultando la identificación de las fuentes más directas.

62 De compositione y De imitatione

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Barzizza, Leonardo Bruni, Guarino de Verona y Bacciolini tienen como modelo

indiscutible a Cicerón, siendo este último plenamente consciente de su adhesión al autor latino,

en contraste con otros autores como Lorenzo Valla, quien además de Cicerón tenía como

modelo a Quintiliano, pero que sin embargo no era partidario del eclecticismo ni de la imitación

compuesta, sobre todo porque su seguimiento del segundo autor se debía a la ayuda que le

prestaba para imitar al primero (Mañas 20-23).

El primer enfrentamiento que tiene lugar debido al ciceronianismo surge entre Poliziano

y Cortesi, y se desarrolla en forma epistolar. Poliziano defiende la imitación compuesta y el

estilo original, a lo que Cortesi, el ciceroniano más importante del siglo XV, contesta con una

declaración del estilo ciceroniano como el mejor, y por tanto ensalzando la imitación simple del

autor latino frente a lo que él se le antoja un mosaico de influencias. En realidad, la tesis de

Poliziano es la misma que la utilizada por Petrarca y se basa en la necesidad de que el estilo se

adecue a la materia, y por tanto cada autor debe variarlo en atención a ésta pero también de

acuerdo a sus capacidades y conocimientos (Ídem).

Otro enfrentamiento posterior tuvo lugar entre Gianfrancesco Pico della Mirandola,

sobrino de Giovanni Pico della Mirandola y discípulo de Poliziano) y Bembo, que aunq desde

posiciones muy similares y el mismo objetivo de originalidad, seguían caminos diferentes, sobre

todo en cuanto a la forma de sus teorías.

4.4. La obra literaria como arma de defensa. La

Apología y la defensa literaria como subgéneros

No hace falta insistir más en la más que evidente idoneidad de Derecho y Literatura

para, no sólo coexistir en una misma obra, sino también interactuar. Autores como Weisberg,

White y Posner son, entre otros, representantes de un movimiento ya consolidado que demuestra

las relaciones entre ambas disciplinas y como cada una de ellas complementa y ayuda a la mejor

comprensión de la otra. Así, parte el movimiento Derecho y Literatura de diferentes

perspectivas desde las que se estudia el Derecho en la Literatura, como Literatura, de la

Literatura… una veces es la Literatura la que se inserta en un texto jurídico, haciéndolo más

ameno y accesible (por ejemplo cuando abogados y jueces utilizan recursos y lenguaje literario

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para sus escritos); y otras veces es el Derecho el que sirve de fuente a determinadas obras

literarias, sobre todo proporcionando temas y personajes.

A pesar de este increíblemente vasto terreno para la interrelación, puede concluirse con

total unanimidad que un texto jurídico difícilmente podrá ser considerado una obra literaria, por

muchos elementos retóricos y de estilo que lleve integrados. Esto es porque necesariamente,

para su inclusión en el catálogo judicial, necesitará cumplir una serie de requisitos innegociables

que le doten de cierta forma, aunque sea en una mínima proporción, para hacerlos parte de la

maquinaria de un órgano administrativo. Es más, en el momento en el que esos elementos

literarios —que se le añaden con un fin ornamental, persuasivo o simplemente por el gusto y

divertimento de su autor—, son demasiados, el texto deja de ser apto para su consumo

administrativo. Es como si un exceso de literatura ahogara los componentes jurídicos del

escrito, tornándolos inservibles.

Pero ¿qué sucede en el extremo opuesto, cuando es el texto literario el que viene

cargado de elementos y características propias del lenguaje jurídico? Hay numerosos casos de

novelas que, bien porque tienen como protagonistas a profesionales del Derecho, o bien porque

su trama central se basa en un proceso judicial, verdadero o de ficción, están plagadas de estos

elementos propios del mundo judicial que la sitúan en este peculiar contexto, ayudando a la

inmersión del lector en un ambiente y un lenguaje muy distintos a los que se manejan en el día a

día. Realmente, en estos casos, no importa cuántos de estos elementos aparezcan en la obra, o

con cuanta fidelidad se reproduzcan los estrados de un proceso judicial. La novela, en este caso,

seguirá siendo novela. Una obra de ficción, que puede estar basada o no en hechos reales, pero

cuyo alcance nunca superará los límites del mundo inventado por su autor. Podrá ejercer mayor

o menor influencia en sus lectores, invitándoles a asistir a unos episodios judiciales de los que

normalmente no son partícipes más que las partes implicadas. Podrá servir de ayuda a la mejor

comprensión de un lenguaje y unos actos que, con frecuencia, se han quedado estancados en

ritos y fórmulas pasadas. Podrá contribuir a humanizar a aquellos profesionales que, debido a su

roce con estos procesos normalmente tan rígidos y serios, presentan una imagen un tanto seca y

desprovista de empatía. Pero con todo ello, seguirá siendo una obra literaria cuyo alcance

empieza y termina en la ficción creada por la misma.

Pero aún se puede rizar un poco más el rizo, y aparecen así otro tipo de obras en las que

esta mezcla entre Derecho y Literatura sitúa en un terreno mucho más ambiguo. Obras que, sin

dejar de ser consideradas literarias, están destinadas a generar unos efectos determinados en el

mundo real, y con esa intención son escritas y difundidas.

4.4.1. La apología

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La RAE describe la palabra apología en una única entrada como el «discurso de palabra

o por escrito en defensa o alabanza de alguien o algo»63. Procedente del latín, y a su vez éste del

griego, se refería al discurso que el acusado tenía derecho a pronunciar para su defensa ante los

jueces; extendiéndose posteriormente a cualquier discurso en defensa de uno mismo o de

cualquier otra cosa (Salas 185). Antiguamente también se usó para designar la posición de

defensa militar contra un ataque, es decir, desde sus inicios ha sido un término empleado en un

contexto de confrontación y defensa. Encontramos los primeros usos de la palabra apología

aplicada al discurso retórico-literario en las obras homónimas de Platón y Jenofonte, ambas

describiendo el proceso judicial contra Sócrates y redactadas con el fin de defender y reivindicar

la figura socrática ante la posteridad. Asimismo, las apologías o apologéticas serán también un

arma frecuente de la religión cristiana, en cuyos comienzos pueden encontrarse obras como las

dos Apologías de San Justino64, a las que les siguen muchas otras conformando una amplia

corriente de literatura apologética cristiana.

Hoy en día, el significado popular del término apología lo dota de una connotación un

tanto radical en cuanto al tipo de defensa que representa, ya que a menudo ésta se lleva a cabo a

ultranza, con un bloqueo total de razonamientos contrarios —lo cual anula toda posibilidad de

diálogo— y una peligrosa presentación de la causa defendida, de la que desaparece cualquier

hecho o cualidad negativa, haciendo resaltar exageradamente los positivos.

Estas apologías o ejercicios de defensa se encuentran plagados de elementos retóricos

que contribuyen a su fin persuasivo, a veces incluso en detrimento de la realidad, como se ha

apuntado anteriormente. Cortijo, en relación a la Apología de Platón, menciona como al ser este

tipo de ejercicios de defensa muy comunes entre los estudiantes de retórica, no era tan

importante en ellos la literalidad de lo acontecido como el empleo adecuado y eficiente de los

elementos retóricos (Cortijo 2013: 73).

Estos estudiantes se enfrentaban en las escuelas de retórica a un ratio docendi cuyo fin

era la formación como orador, aunque en este camino formativo debía realizar todo tipo de

ejercicios, entre ellos el análisis literario. Craso señala una ratio docendi que constaba de dos

partes; en la primera, preparatoria, se realizaban ejercicios de redacción, exposición oral,

imitación, memorización, lecturas críticas y ejercicios disputatorios. La segunda parte, de

simulación forense, consistía en un simulacro de discurso público en el foro. Quintiliano

traslada este plan de estudios del ámbito doméstico al escolar, distinguiendo entre los dos

niveles el primero, con una función analítica y otra fáctica; y el segundo, con la ratio

declamandi, en el que se dan las suasorias y controversias. Suetonio se presenta en esta misma

línea. (Alberte, 2005: 4-6).

63 En su versión electrónica http://dle.rae.es/srv/fetch?id=3EdAe0R (consultada el 26/06/2018). 64 San Justino (100/114-162/168) además de mártir fue uno de los primeros apologetas del Cristianismo, escribiendo

ambas Apologías en defensa de la religión cristiana, en ese momento prohibida en el Imperio. La primera de ellas dirigida a Antonino Pio y a sus hijos (Marco Aurelio y Lucio Vero) y al Senado Romano. Y la segunda dirigida de nuevo al Senado de Roma.

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Alberte apunta como la retórica de la época imperial terminará por asumir el papel de

preceptiva literaria, con una especial atención a la generación de los géneros literarios y a la

elocutio, produciéndose también una proliferación de catálogos de figuras retóricas (op.cit.:

7y8).

Uno de estos ejercicios retóricos favoritos de los estudiantes tenía como modelo a la

apología más famosa que ha llegado hasta nosotros desde la Antigüedad clásica: la Apología de

Sócrates, de Platón. Es imposible determinar con rotundidad la cronología exacta de la

Apología, aunque sí se sabe que Platón la escribió poco después de la muerte de Sócrates en el

399 a.C. A su vez, es muy probable que sea anterior a la Acusación contra Sócrates (393 a.C.),

de Polícrates, ya que en ésta aparecen algunas acusaciones que la obra de Platón no recoge.

Aunque la forma habitual de los escritos platónicos es el diálogo, la Apología se

presenta como una reproducción de la defensa que realiza Sócrates de sí mismo ante el tribunal

ateniense, y por tanto aparece en primera persona, apartándose de esta fórmula únicamente para

incluir un breve diálogo con Meleto, uno de los acusadores. Realmente no puede entenderse la

Apología de Sócrates como una transcripción literal de las palabras del filósofo. Ni siquiera

como un resumen más o menos fidedigno. De hecho, autores como Antonio Tovar (1956: 38)

resaltan esta circunstancia al compararla con la reproducción que Tucídides realiza de los

discursos de Pericles65.

Por tanto, más que su reproducción literal, el objetivo de la apología platónica es

resaltar el significado del discurso de Sócrates y poner de manifiesto el verdadero alcance de lo

que allí sucedió, en un intento de reivindicación o defensa de la figura de Sócrates, cuya

reputación había sido tan maltratada.

Al no tratarse de una transcripción palabra por palabra del alegato de defensa, Platón

puede combinar los elementos de retórica forense propios de este tipo de discursos con otros

más propios del plano literario. Con esto, las palabras socráticas se dejan a la posteridad con una

presentación que sin duda ayuda a su finalidad redentora. Platón probablemente se permitió

algunas licencias literarias que contribuyeron a adornar y suavizar las palabras socráticas,

conformando un texto más atractivo y memorable para el gran público. Sigue siendo un texto

retórico, ya que su finalidad persuasiva es innegable. Incluso puede afirmarse que conserva su

naturaleza forense o judicial, puesto que, fiel o no a la realidad, se trata de la reproducción de un

alegato defensa pronunciado ante un tribunal; pero la necesidad de presentarlo como un texto

ameno y atractivo, que además consiga redimir la figura socrática por encima de las muchas

65 «Tucídides, al escribir su programa, dice que en lo que se refiere a los discursos, le resultaba muy difícil recordar con

exactitud las palabras realmente pronunciadas. Parece, y así lo sostiene Grosskinsky, que las palabras del historiador son un eufemismo para decir que, de hecho, le era absolutamente imposible, no sólo recordar las palabras textuales, sino también el contenido. Tendríamos, pues, siempre según nuestro crítico, que aceptar que Tucídides partía de discursos realmente pronunciados, a pesar de que el autor ponía una dosis muy grande de subjetivismo. Los discursos de Tucídides se convierten así en una versión artística, muy libre, de las palabras pronunciadas por los tratadistas durante la guerra. » José Alsina, “En torno a la cuestión tucidídea”, Boletín del Instituto de estudios helénicos Vol. 5, N. 2 (1971) pp 38 y 39

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obras que criticaban o directamente se burlaban del filósofo, permite esa fusión entre derecho y

literatura que en ella se puede apreciar.

En igual necesidad de redención se encuentra el escritor y canciller barcelonés Bernat

Metge66, quien tras ser acusado de propiciar la muerte de su antiguo empleador el rey Juan I, es

destituido de todos sus cargos y privilegios e incluso condenado a una breve estancia en prisión.

Una vez libre, Metge necesita redimir su imagen ante el nuevo rey Martín el Humano, y también

ante la opinión pública, que recuerda no sólo estas últimas sospechas contra él sino también las

muchas acusaciones de corrupción que ha ido acumulando a lo largo de su carrera como hombre

de Estado. Aunque se analizará su figura con más profundidad más adelante, simplemente

recordar ahora aquella idea ya apuntada por Riquer (1933: 234) de que la también llamada

Apología, obra incompleta de Metge, es un adelanto o boceto de la que será su obra maestra: Lo

Somni. En ambas, los protagonistas parten de una especial circunstancia que los retrata como

víctimas de un proceso judicial que tachan de injusto. A partir de ahí tiene lugar un discurso de

autodefensa cargado, como no, de elementos retóricos forenses67.

Además, señala Antonio Cortijo (2013) otro elemento común que es la reflexión acerca

de la lectura como momento cumbre del proceso dialéctico y modo de contacto —

conversación— con autores del pasado. La lectura se presenta como un instrumento capaz de

vencer incluso a la muerte y asegurar la pervivencia del saber a través de su transmisión

mediante la palabra escrita68.

Estos aspectos y otros muchos serán desarrollados en profundidad en el capítulo

dedicado a Bernat Metge, por lo tanto no se insistirá ahora más en ellos.

Retomando el tema general de la influencia de la literatura en las apologías, es necesario

recordar también como estas funciones analíticas y fácticas propias de la retórica clásica

también serán asumidas, cuando llegue el momento, por el cristianismo, que decide emplear el

uso persuasivo de la retórica en su actividad propagandística. Esto la lleva a reconocer, en

primer lugar, la presencia de elementos retóricos en la literatura religiosa, y especialmente en

los textos sagrados como la Biblia y Nuevo Testamento, dando lugar a infinidad de obras

dedicadas a comentar y analizar estas cuestiones. En segundo lugar, su propia producción

literaria, siempre encaminada al fin religioso en sus facetas de difusión y captación, no duda en

hacer uso de todas las armas que la retórica pone a su alcance (Alberte, op.cit.: 10 y ss).

Así, del discurso de defensa que representa la apología, pasamos al término

apologética, que deriva del primero y que representa también, por tanto, una defensa, pero en

este caso de la Fe. La literatura apologética, en su intento de convencer de la conveniencia de

66 Véase Hoces Lomba, M. “La socratización de Metge. Apología y reinvención en Lo somni. Grecia y las letras

catalanas. Eds. Julia Butiñá, Antonio Cortijo-Ocaña y Vicens Martines. Studia Iberica et Americana Issue 1 (2014a): 209 y ss. 67 Véase Hoces Lomba, M.: “Retórica forense y ars dictaminis en Lo somni, de Bernat Metge. Scripta, Revista

internacional de literatura i cultura medieval i moderna, núm. 3 / juny 2014 / pp. 1-26 68 Véase Cortijo Ocaña, A: " Lo Somni " como apología: metáfora de la sabiduría/lectura. Revista de lenguas y literaturas

catalana, gallega y vasca, ISSN 1130-8508, Nº 18, 2013, págs. 73-93

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unirse a la Iglesia, se ha visto a menudo emparejada con aquella concepción de la retórica que la

considera manipuladora y agresiva, dejando que su marcado propósito de captación domine toda

la consideración que se tiene de ella.

Lo cierto es que las primeras Apologías cristianas están hábilmente dirigidas a ese

mundo pagano que les rodea, al que hablaban con un lenguaje propagandístico no exento de

emoción. Esta emoción derivaba sin duda de su propia condición de “convertidos”, lo que

transforma sus escritos en apologías no sólo de la fe cristiana sino también de sus propias

experiencias vitales69 en los que presentan una perspectiva del Cristianismo como una religión

que no destruye lo anterior, sino que construye y perfecciona. Por todo ello, su impacto en la

sociedad de su tiempo fue más que razonable (Morales: 870).

A veces se dieron casos en los que las Apologías no fueron simples escritos

propagandísticos para la captación de nuevos fieles sino que se concibieron con un auténtico

propósito de defensa de la Iglesia y la fe cristianas, es lo que sucede, por ejemplo, con las dos

Apologías de Justino, escritas mientras el cristianismo era aún una religión prohibida y por tanto

encaminadas a demostrar la ausencia de delito en las prácticas cristianas. Siguen siendo obras

sembradas de múltiples referencias personales, en las que además el autor intenta construir una

defensa racional del Cristianismo que apele al sentido común más que a la fe ciega — es aquí

donde los elementos de retórica forense tendrían mayor cabida, desarrollándose buena parte de

las premisas de la argumentación vistas anteriormente—, asimilando éste a una filosofía. Es una

tendencia presente en casi todos los apologistas de los siglos II y III (Ídem).

En cuanto al verdadero alcance de su difusión, según Morales su recepción en el

ambiente culto del paganismo es bastante discutida, desconociéndose realmente cómo, cuándo y

hasta donde llegaron a leerse estas Apologías. La respuesta a esta incógnita podría estar en los

propios escritos paganos, es decir, en si fueron concebidos como respuestas expresas a estas

Apologías. Si se considera que efectivamente lo fueron, también supondría admitir el impacto

turbador de estos escritos en el mundo circundante.

Bien es cierto que este impacto no fue acusado desde el principio por la literatura

pagana, que recibe las Apologías con cierto desdén. No es hasta el reinado de Adriano (117-

138) cuando aparecen las primeras alusiones en Epícteto, Marco Aurelio, Aelio Arístides y

Galeno. Las respuestas propiamente dichas, con un claro estilo beligerante, no llegarían hasta la

segunda mitad del siglo con obras como el Peregrinus de Luciano (167) y el Discurso

verdadero de Celso (178). Morales apunta a Galeno como el primer pagano intelectual que

escribe con respeto acerca del Cristianismo (op.cit.:871).

69 Este aspecto interesa especialmente, ya que resulta esencial para dotar al texto de esa cualidad de autodefensa que lo

lleva más allá de un simple escrito propagandístico. Estas apologías tendrían, pues, una finalidad añadida a la de defender la fe y la religión cristiana: serían una defensa personal de su autor, quién por tanto, obtendría con ella también un objetivo de su particular interés. Por ejemplo, en 1864 aparece, precisamente bajo el nombre de Apología pro vita sua, un texto autobiográfico del teólogo y cardenal inglés John Henry Newman, en el cual defiende no sólo sus creencias religiosas, sino su propia conversión.

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En cuanto al lenguaje y estilo de estas Apologías cristianas, elementos donde de verdad

se puede comprobar la presencia de rasgos literarios, Morales también señala su lenguaje algo

seco, convencional y la mayoría de las veces falto de originalidad, todo ello sin duda debido a

su dependencia de modelos literarios anteriores. Además, la labor propagandística se llevaba

hasta sus últimas consecuencias, seleccionando cuidadosamente aquellas partes del cristianismo

que pudieran ser más atractivas o útiles a sus argumentos e ignorando cualquier aspecto positivo

que pudiera encontrarse en el paganismo (op.cit.: 879).

No puede obviarse que el orador cristiano, y por tanto también el apologista, recibe una

completísima formación retórica, muy similar a la del jurista. San Agustín, que no dudó en

utilizar aquello que encontraba acertado en la cultura pagana para provecho del Cristianismo,

quería la misma elocuencia para los suyos que la de los oradores paganos, formados bajo

referentes ciceronianos. Esto implicaba el dominio de los tres estilos y las tres funciones (tria

officia): enseñar, agradar y emocionar. Incluso Gregorio Magno llegará a establecer unas

normas para la composición del discurso en la homilía70, sirviéndose de la Biblia como referente

y modelo (Alberte, 2005: 24 y 25).

Por último, señalar también como rasgo común de las Apologías, que al igual que

cualquier otro texto literario, son el resultado de unas condiciones y una situación concretas. Es

decir, en ellas es esencial el contexto histórico, social y cultural, pues son producto directo de

unas circunstancias que les atañen directamente; bien de modo exclusivo (el autor se defiende

personalmente o defiende un tema que le afecta particularmente) o de una manera general,

configurando una defensa acerca de algún hecho o circunstancia que hubiera supuesto algún

tipo de revuelo en el plano espiritual de la época, siendo esto último causa de que existan otras

obras que respondan a esta misma situación, y por tanto presente características similares

(Salas: 186).

Un ejemplo de esta influencia del ambiente, sobre todo en el plano espiritual, puede

encontrarse en la literatura apologética que surge de los intentos de judíos y conversos del siglo

XV de convencer a los demás para cambiar de religión o volver a la de común origen. Hay que

destacar que estos intelectuales no siempre emplean para este fin la forma de discurso retórico

propiamente dicho, sino que dejan ver los anhelos y frustraciones religiosas que las relaciones

con sus antiguos amigos y colegas, ahora en otro bando, les originan, en textos con una clara

apariencia literaria, sobre todo poéticos (Saenz-Badillos 2005: 161).

Caracterizados por fusionar el arte de la disputa y el de la predicación con una clara

intención doctrinal y religiosa, estos textos son propios del género retórico demostrativo, del

que los polemistas cristianos llegan a hacer todo un arte al incluir en ellos el renovador método

de la exégesis rabínica (Parrilla 757 y 765).

70 En sus obras Comentario al Libro I de los Reyes, Comentario a Ezequiel y Cura pastoralis.

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Apunta Carmen Parrilla a este respecto, que la apologética judeocristiana, que da lugar a

una controversia secular, disfruta de su propia tradición independiente al resto de apologías, y

en ella se encuentran una profusión de temas relacionados con la cultura antigua y la medieval

que desde el inicio del Cristianismo dieron lugar no sólo a debates y predicaciones sino

también a una abundante literatura. Entre ellos se encuentra el cumplimiento de profecías

mesiánicas en la persona de Cristo, el sentido espiritual del reino y el dogma de la Santísima

Trinidad; en los que coexisten una actitud edificante con otra beligerante (757 y 760).

A diferencia de otros textos retóricos, muchas de estas obras fueron escritas en lengua

vernácula, lo que sin duda ayudó a su extraordinaria difusión, mayor que la de los grandes

tratados en latín. Su finalidad práctica hacía imprescindible esta necesidad de largo alcance e

impacto en el mayor número de fieles posible, y en ellas conviven tanto los esquemas de la

oratoria y el debate escolástico como la experiencia personal, religiosa y literaria de sus autores.

Esta característica supone otro punto en común con los particulares escritos de defensa que son

objeto de esta investigación, como se verá más adelante.

4.4.2. La defensa literaria

Antes de adentrarnos en el capítulo V, dedicado a ciertas obras cuyas temática,

intención y apariencia nos interesan particularmente, y a las que a partir de ahora

denominaremos “defensas literarias”, vamos a ofrecer un pequeño adelanto de las

características comunes de estas obras, así como de la figura del abogado–escritor y sus

peculiaridades biográficas, comunes a todas ellas y sin duda determinantes para el nacimiento

de estas obras literarias.

En primer lugar, no se trata de escritos jurídicos. O al menos no lo son de una manera

evidente. No están dirigidos a ningún juez o tribunal, ni son producto de las necesidades

procesales de ningún pleito en curso. No obstante, en ellos pueden apreciarse elementos propios

de la retórica forense, condicionando fuertemente el motivo y finalidad de su existencia.

A pesar de esta fuerte presencia retórica, que se manifiesta principalmente en una

evidente finalidad persuasiva, y en la inclusión más o menos intencionada de elementos

forenses que colaboren con este fin, siguen siendo textos literarios. Están dirigidos a una

audiencia que podría corresponderse con la anteriormente vista audiencia universal de

Perelman, un público general y heterogéneo no necesariamente versado en Derecho. En el caso

de estas defensas literarias puede pasar que entre la multitud receptora se esconda el verdadero

destinatario de la obra, aquel cuya adhesión más puede beneficiarle y al que dirige sus

argumentos bien de forma evidente o subrepticia.

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Es este doble aspecto literario-retórico forense el que las dota de su singular apariencia

y efectos. Por un lado, como obras literarias que son, están dirigidas a un público que se

pretende sea lo más amplio posible, y para captarlo y retener su atención no se escatima en

recursos que las embellezcan y amenicen. Por otro lado, su finalidad última es la defensa de su

autor, que se ha visto obligado a recurrir a la literatura como vehículo de ésta, tratándose en

muchos casos del último recurso que les queda. Es este objetivo de defensa personal o

redención lo que las convierte en obras retóricas en la que además, pueden encontrarse

elementos y características forenses.

En el momento en el que se aceptan todas estas peculiaridades como posibles

conformadoras de un nuevo subgénero, surgen numerosas preguntas:

¿Es la presencia de estos elementos jurídicos necesaria, o los autores pudieron optar de

forma consciente por incluirlos o suprimirlos a voluntad? ¿Seguirían teniendo estas obras esa

cualidad de autodefensa sin la presencia de los mismos, o simplemente pasarían a ser textos que

no cumplen otros fines más que los propiamente literarios?

Además, también resulta curioso los rasgos comunes que pueden encontrarse en los

autores de estas obras tan particulares, tanto a nivel autobiográfico como de formación

académica e incluso en lo tocante a las profesiones que desempeñaban. Poseedores de las más

dispares personalidades y biografías, todos en algún momento se ven inmersos en un drama que

les afecta y perjudica de un modo directo y ante el que se ven obligados a defenderse tanto

dentro como fuera de los cauces judiciales comunes. Estos caminos procesales, en muchos

casos, resultan estériles o han arrojado un resultado negativo para ellos. Incluso en ocasiones en

los que la justicia ha fallado a su favor, el daño que sus imágenes públicas han recibido como

consecuencia de todo el proceso resulta tan lesivo que ni una posterior resolución absolutoria

puede borrarlo.

Cargados de una enorme habilidad psicológica y un conocimiento exhaustivo de la

sociedad y la cultura a la que se dirigen, el interés que estos escritos generan va más allá de sus

cualidades literarias, convirtiéndose en espejo —como siempre que el Derecho y la Literatura

colaboran en alguna obra— del espíritu, la mentalidad y las circunstancias sociales e históricas

de sus respectivas épocas.

La cuestión sería aquí dilucidar si nos encontramos ante un género literario aparte, a

medio camino entre la Literatura y el Derecho y fruto directo de su interacción. No son,

evidentemente, escritos jurídicos, pero su especial estilo y naturaleza los sitúa más allá de la

pura obra de ficción.

Además, como se ha ido adelantando, presentan una serie de características comunes, al

igual que los autores de las mismas, lo cual les permite situarse en un escalón diferente al de la

categoría general, sin que esta diferenciación implique que no puedan ostentar además otras

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195

categorías tales como obras dramáticas, de humor, románticas, diálogos, etc. Pueden ser todo

eso, y además, defensas literarias.

Características de las defensas literarias

Como se ha podido ver en el anterior resumen, las características principales propias de

las defensas literarias afectan a dos planos principales: a sus autores y a las obras mismas. En

cuanto a los autores, a su vez los rasgos que los caracterizan se dividen en tres categorías:

formación que han recibido, profesiones que ejercen y circunstancias biográficas.

En cuanto a la formación de estos autores de las defensas literarias, obviamente se trata

de un perfil que encaja a la perfección con el modelo de corte humanista que era relativamente

fácil de encontrar entre la élite de los siglos XIV en adelante. Su interés y admiración por la

cultura clásica es evidente, en especial por uno de sus representantes, Cicerón, siguiendo la

estela abierta por su también muy admirado y seguido Petrarca. Ambos autores serán fuente

indiscutible de inspiración para estos eruditos, tanto en el origen de sus temas, como en el estilo

y en el caso de Cicerón, hasta en el léxico y la sintaxis (véase lo ya apuntado acerca del

ciceronianismo). Las materias que dominan son amplias, destacando entre su vasto acopio

cultural dos, el Derecho y la literatura y lengua latina. Casi todos reciben formación en leyes en

Autores Formación De corte humanista. Gusto e interés por los Clásicos de Grecia y RomaAdmiración por Cicerón, en especial, y por sus contemporáneosDominio de la lengua latina e interés por la producción literaria enlengua vernáculaEspecialistas en Retórica y en el ars dictaminisEstudios de DerechoAmplia cultura general, con conocimientos e interés por los avancesculturales de otros territorios

Profesiones Cancilleres y Secretarios realesNotariosAltos cargos eclesiásticosProfesores

Acontecimientos biográficos relevantes

Parte en procesos judiciales con final desfavorable o resueltos demanera insatisfactoria Condenas a prisiónPérdidas del favor real y de situaciones beneficiosasProblemas con la Iglesia Deterioro o daños graves a su imagen públicaAmenazas a su estatus social o a su economíaPercepción de una situación injusta sobre sus personas que nopueden cambiar por los cauces habituales

Obras Intención apologética

Doble destinatarioPrincipal: persona concreta, conocida por el autor, puede estar ocultopara el restoSecundario: audiencia universal

Doble finalidad Objetivo o fin específico y concreto, relacionado con la posición oestatus personal del autor y que le beneficia directamenteCambio en la percepción social, mejora de su imagen pública, denunciade una injusticia

Eminentemente retóricas, encaminadasa la persuasión de laaudiencia/receptor

Presencia de elementosretóricos forenses En la ordenación del texto (dispositio )

Utilización de determinados vocablos jurídicosPresencia de elementos propios de la argumentación jurídica

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algún momento de su educación, y su interés por el latín, sobre todo en lo tocante a la pureza y

mejor expresión de éste, desde su más temprana infancia, les hace expertos en los autores

clásicos más relevantes, a los que no dudan en imitar. Los estudios de Retórica también están

presentes desde fases muy tempranas de su educación, los cuales completan con una formación

en la composición del dictamen, muy útil para el desempeño de las profesiones a las que están

destinados. Este interés por la mejor expresión se amplia a las lenguas vernáculas, en las que un

dudan en expresarse, elevándolas al utilizarlas en su producción literaria. Se trata, como vemos,

de personalidades con una amplia cultura, interesados además en temas filosóficos e históricos,

así como en las novedades culturales que les llegan desde el extranjero. La combinación de todo

esto les convierte en los candidatos perfectos a encarnar el ideal ciceroniano del orator

perfectus.

Las particularidades de su formación tienen su correspondencia directa con las

profesiones que desempeñarán. Se trata en su mayoría de hombres de Estado, con puestos de

responsabilidad en Cancillerías y Secretarías reales, donde ponen a buen uso sus conocimientos

sobre retórica y epistolografía al ser los encargados de redactar discursos y correspondencia en

nombre de sus empleadores. Su formación en Derecho también los faculta para ejercer de

Notarios, y en el caso de eclesiásticos, llegan igualmente a alcanzar altos cargos dentro de la

Iglesia. Por último, gracias al enorme interés que despiertan las letras latinas y griegas, los

profesores en ambas disciplinas también ocupan puestos de relevancia en los entramados

culturales del momento, algunos incluso contratados por los gobernantes para impartir sus

conocimientos en las ciudades.

Pero las características referentes a la formación y profesión de estos autores no

tendrían por sí solas relevancia para las defensas literarias sin la concurrencia de una serie de

hechos acaecidos durante un momento de sus vidas que, de alguna manera, les afecta de modo

personal, la mayoría de las veces de un modo contundente.

Estos hechos se resumen en problemas de tipo judicial o administrativo —directamente

originados por conflictos con su empleador— cuyas consecuencias terminan siendo una

devaluación evidente de su estatus social y económico, con pérdidas del favor real o eclesiástico

y de la situación de poder y beneficio personal que ello conlleva. A menudo estos conflictos se

desenvolvían a través de procesos judiciales, cuyos resultados, o bien eran desfavorables para

estos autores, o bien aunque favorables no terminaban por reestablecer las situaciones en las que

se encontraban antes. En todo caso, se trataba de procesos que suponían una grave merma a sus

imágenes públicas y consideración social, y que despertaban en ellos la sensación de haber sido

objeto de juicios viciados o manifiestamente injustos. Las penas de prisión, o la amenaza de

ésta, también solía ser uno de los problemas a los que estos autores se enfrentaban en algún

momento de sus vidas.

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En cuanto a las características propias de las obras que podrían encajar dentro de la

categoría de defensas literarias, está, en primer lugar, su naturaleza eminentemente retórica. Se

trata de obras con una clara intención persuasiva, en las que el autor no se conforma con

presentar su versión de los hechos, ni siquiera se esfuerza en mostrarse imparcial, lo que

pretende es llevarse al lector a su terreno, convenciéndole completamente de que sus puntos de

vista son los correctos. De esta finalidad persuasora derivan dos dobles vertientes: en primer

lugar, un doble destinatario; ya que la obra está dirigida al público lector capaz de llegar a ella –

podría encajar con el concepto de audiencia universal de Perelman—, y al mismo tiempo, tiene

en mente a una persona concreta, cuya identidad perfectamente conoce el autor, aunque pase

inadvertida para el resto de lectores. En la obra, pues, se esconden numerosas alusiones que

pueden ser directamente entendidas por esta persona, ya que al fin y al cabo, es precisamente la

persuasión de la misma la que principalmente busca el autor. En cuanto a la otra vertiente,

responde a su finalidad, también doble: el autor persigue con ella un objetivo concreto,

normalmente algo que le atañe o le beneficia directamente, y que suele estar relacionado con su

posición o estatus personal. Al mismo tiempo, al ser también receptor de la misma la audiencia

universal, se pretende de ella un cambio en la percepción, normalmente negativa, que ésta tiene

del autor, bien limpiando su imagen pública o bien denunciando una injusticia de la cree haber

sido víctima.

Se trata pues, de obras con una clara intención apologética. El autor las utiliza para

defenderse, tras un pleito o proceso judicial insatisfactorio, o bien ante la amenaza de éste o

directamente de algún castigo o pérdida de favor.

La presencia de elementos propios de la retórica forense también es una característica

esencial de este tipo de textos. Ya sea en la manera en la que el texto —y los argumentos en él

insertos— están distribuidos y son presentados al lector, como en la utilización de vocablos y

expresiones propias del Derecho o la presencia de otros elementos propios de la argumentación

jurídica.

Normalmente se acude a estas defensas literarias como último recurso, cuando las otras

alternativas son inexistentes, inútiles o inaplicables. Y aquí es precisamente donde encontramos

la aplicabilidad de los fundamentos del movimiento Law and Literature, pues allí donde el

Derecho no ha podido llegar, puede lograr algún resultado la Literatura, que al fin y al cabo

conecta más fácilmente con emociones y puede apelar a los sentimientos y, sobre todo, a la

empatía del lector.

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CAPÍTULO V. El escrito de defensa literario.

5.1. Lo Somni y el Llibre de Fortuna e Prudéncia, de

Bernat Metge

Dentro del capítulo dedicado a analizar varias obras —y a sus autores— que podrían

encajar en la definición de lo que hemos llamado defensa literaria, es sin duda Bernat Metge el

que cumple más holgadamente todos los presupuestos del capítulo anterior. Bien merece, pues

que el epígrafe dedicado a él sea el primero.

Antes de comenzar con este autor, conviene indicar que estos análisis se van a limitar

exclusivamente a la faceta que aquí se estudia. Es decir, un comentario sobre la persona del

autor, su formación, profesión, y circunstancias biográficas relevantes que hayan podido

influenciar la gestación de determinadas obras; seguido de un breve estudio de la obra —u

obras, en este caso— que pudieran reunir las características que nos interesan. El comentario de

estas obras estará igualmente enfocado a este aspecto particular. No se trata pues, de un

comentario filológico o literario en profundidad. Sobre todo teniendo en cuenta que todas las

obras aquí reseñadas son harto conocidas y por tanto ya se ha escrito sobre ellas mucho y muy

bien.

Bernat Metge, el insigne humanista barcelonés que bien pudiera servir de abanderado de

este movimiento en el reino de Aragón, presenta una biografía tan apasionante como lo es su

obra, llena de ingenio y originalidad71. Hombre de gran inteligencia y cultura, personifica a la

perfección ese modelo de hombre de Estado o muy cercano al poder, pieza clave del engranaje

administrativo, y hombre de letras con un bagaje cultural y clásico que le permite convertirse en

un escritor brillante.

Sin duda un hecho determinante en la vida de Bernat Metge fue el matrimonio de su

madre en segundas nupcias con Ferrer Sayol, un erudito cortesano que estaba al servicio de la

reina Leonor, esposa de Pedro el Ceremonioso. Fue este un rey lleno contrastes, como bien lo

prueba su reinado desde 1336 hasta 1387, durante el que ejerció su autoridad con firmeza y

determinación inamovibles, cumpliendo con exactitud el mandato divino del que se creía

portador. Pero además, también fue un gran amante de la cultura y las artes, así como un

estadista metódico y con una gran capacidad organizativa, lo que entre otras cosas le llevó a

organizar el Archivo y la Cancillería (v. Tatjer 2009).

71 Véase la introducción de Martín de Riquer para El sueño, de Bernat Metge (Barcelona: Planeta 1985, pp.

XI-XXXV), de donde provienen la mayoría de datos biográficos que aquí se manejan.

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Es este un dato importante por la gran vinculación de Bernat Metge con esta última

institución, en la que desarrollaría gran parte de su vida profesional y que también tendría

mucha importancia en su obra literaria.

La conjunción pues de estos dos hechos particulares como son la influencia de un

padrastro culto y bien posicionado y su vinculación personal a la Cancillería real marcarán el

destino de Metge, así como la gestación de dos de sus obras más relevantes: Llibre de Fortuna e

Prudència y Lo somni.

Pero comencemos por su formación académica e intelectual, en la que como ya se ha

mencionado ocupa un lugar determinante su padrastro, Ferrer Sayol. Quiso Sayol que el joven

Metge tuviera no sólo una amplia formación jurídica, sino también, siendo él un reconocido

latinista72, un profundo conocimiento del latín. Este dato nos permite sospechar que el amor y

admiración de Metge por los clásicos y la lengua latina, dos aspectos que llegaría a conocer y

dominar a la perfección, fue una semilla sembrada por su padrastro, él mismo un gran

conocedor tanto del latín como de los clásicos latinos. Sus conocimientos de Derecho, unidos a

las buenas relaciones de Sayol, le permiten colocarse en la Corte con relativa facilidad. Si a esto

se le suma su dominio del latín, no es de extrañar que acabara ocupando un puesto de

responsabilidad en la Cancillería, donde la redacción de cartas y documentos oficiales era tarea

principal.

En esta Cancillería y estamentos adyacentes se reunían una serie de profesionales de la

escritura —secretarios, escribanos, notarios y protonotarios—- que se encargaban tanto de

producir documentos oficiales, como de escribir la correspondencia e incluso de traducir a los

clásicos latinos. Se trataba como vemos de un centro donde las tres lenguas por entonces

oficiales en aquellos territorios —latín, catalán y aragonés— se alternaban con total naturalidad,

obligando a los que allí trabajaban a un dominio perfecto de las tres.

No obstante, era el latín la lengua del mundo diplomático, y por tanto la que más se

empleaba en documentos importantes, al menos durante una primera época. Este contacto casi

constante con el latín provocaría una latinización del catalán, hasta el punto de alterar su

sintaxis para poder encajar mejor en los rígidos moldes de los formularios burocráticos (Ídem).

Con el título de notario en su poder, entra en 1370 como ayudante en la escribanía de la

reina Leonor. Cinco años más tarde, tras la muerte de ésta, pasa al servicio de su primogénito

Juan, para el cual trabajaría en puestos de confianza hasta el fallecimiento de este último, hecho

de gran importancia para la vida de Metge en más de un sentido, como ya veremos más

adelante.

En la Cancillería Metge pone en buen uso sus conocimientos de la lengua latina, la cual

consigue mantener elegante y limpia a pesar de las deformaciones que ésta acaba sufriendo,

72 Sayol fue el traductor a la lengua catalana del tratado De rustica, de Paladio Rutilio; texto que acompañó

de una interesante disertación sobre la traducción, sus dificultades y el requisito de fidelidad al original.

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pasando de un preciosismo clásico inspirado en los mejores autores latinos, a una excesiva

rigidez en la aplicación exagerada de los mismos principios clásicos que habían contribuido

antes a engrandecerla. Metge, que domina el latín gracias a sus estudios de juventud y a la

influencia de su padrastro, también demuestra su maestría en la lengua catalana, a la cual

traslada la misma brillantez estilística y culta de sus escritos latinos. Esta preocupación por la

lengua vernácula, su paulatina elevación hasta equiparse en elegancia al latín, es una constante

no sólo en Metge y en los que como él se veían obligados a emplear el catalán en

correspondencia y documentos oficiales, sino también en todos los humanistas.

Metge, a quien su trabajo en la Cancillería y el Consejo Real le permiten familiarizarse

con el estilo legal y administrativo así como con el latín y el catalán, también comprende que el

empleo de la lengua vernácula le permite llegar a un mayor número de personas. Es esta una

cualidad nada desdeñable cuando las obras que se gestan llevan aparejadas determinados

objetivos para los cuales es imprescindible llegar hasta el público receptor y convencerlo de

algo. Con el latín convertido en un reducto para eruditos y miembros de la administración y

diplomacia internacional, el catalán comienza poco a poco a florecer como lengua literaria,

alcanzando cotas de gran belleza y perfección con obras como Lo somni.

Tenemos pues, en la persona de Metge, a un humanista que no solo encaja

perfectamente en esa descripción sino que puede ser considerado uno de los primeros

representantes del movimiento —quizás junto a Llull— en la Corona de Aragón. Su interés por

la cultura de la Antigüedad y su conocimiento de los clásicos, sin duda influenciado por su

padrastro pero también por el ambiente culto de la época, se deja entrever en la cantidad de

fuentes clásicas presentes en sus obras, donde aún pervive lo medieval pero con fuertes notas de

cambio hacia la nueva corriente. Ya se ha hablado de su dominio de la lengua, tanto en su

vertiente administrativa y legal, —gracias a sus estudios de Derecho y a su profesión como

notario y secretario de los monarcas Juan I y Violante de Bar— como en su faceta literaria, la

cual desarrolla con brillantez. Su profesión al servicio de la Corona le permite igualmente

cultivar con éxito el arte de la retórica y la epistolografía.

Por último, esta posición junto a los reyes le permite viajar y estar en contacto con el

resto de territorios europeos y su panorama cultural, lo cual le familiariza con figuras como

Boccaccio y Petrarca —entre otros— a los que profesa gran admiración e incluso no duda en

utilizar como fuente a sus propias obras literarias. Por ejemplo, en la corte de Aviñón tiene

acceso al Secretum de Petrarca, quedando maravillado por este diálogo de corte filosófico hasta

el punto de hacerlo una de las fuentes principales de Lo somni73.

73 Incluso redacta en 1395 una obra similar que titula Apología y que deja inacabada. En ésta pueden

observarse influencias también de Cicerón y Platón, pues los diálogos, que protagonizan él mismo y su amigo Ramón, llevan el sello de ambos autores. Actualmente se la considera una precursora de Lo somni.

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Se trata, pues, de la personificación del hombre culto de su época, un erudito con acceso

a los estamentos más altos del poder —poder que él también ejercita, como persona de

confianza del rey— y una vida de privilegios.

No en vano, tanto el infante —luego rey— Don Juan como su esposa Violante de Bar

fueron grandes protectores de Bernat Metge, al que concedieron numerosos beneficios y una

posición privilegiada en la Corte. Estas continuas deferencias de los reyes hacia su secretario, no

obstante, también le acarrean numerosas envidias y enemistades. No ayuda tampoco el contraste

entre la profunda crisis política que venía ya de los últimos años de Pedro el Ceremonioso y la

vida de privilegios de aquellos que, como Metge, gozaban del favor real, acumulando en sus

manos un poder infinito en detrimento de instituciones como las Cortes o los consejos

municipales.

Fue este ambiente de insatisfacción de unos y poder desmedido de otros un caldo de

cultivo para numerosas denuncias y acusaciones, las cuales en un primer momento fueron

ignoradas por Juan I, que confiaba ciegamente en los miembros de su Consejo real. Pero el

clamor llegó a ser tal que ni siquiera el aislamiento en el que vivía el monarca, al que accedían

solo personas de su camarilla, fue capaz de impedir que el rey tomara algunas decisiones al

respecto, como por ejemplo el procesamiento de algunos de ellos.

No se trata de un caso aislado en la vida de Metge, pues años más tarde volverá a verse

involucrado en una situación similar sólo que mucho más grave. Tanto en esta primera ocasión,

como con la redacción de Fortuna e Prudència y, de manera sublime, en Lo somni, Metge se

valdrá de la literatura como medio para defenderse.

Esta primera vez, Metge reclamará la intervención de Isabel de Guimerá, una influyente

dama de la Corte a la que dirige una misiva en la que, además de solicitar su favor, le incluye

una traducción al catalán de la Història de Valter e Griselda, obra latina original de Petrarca que

aparecía en una de sus cartas De rerum senilium. En cuanto al Llibre de Fortuna e Prudència,

Miquel Marco señala las circunstancias de “peligro” bajo las que es redactada esta obra (25 y

ss), para lo que parte del mismo texto y, además, de variadas hipótesis en torno a la situación

personal del autor en aquel momento (año 1381). Cortijo y Martines recogen estas teorías y

apuntan más detalles, como se verá más adelante (7 y ss). Marco además menciona que Metge

es uno de esos autores que repetidamente se valen de la Literatura para hacer valer su imagen de

hombre injustamente acusado, valiéndose de todos los recursos al alcance de su mano que

puedan hacer verosímil su más que dudosa inocencia. En esta ocasión no será un caso tan grave

como el que le lleva a escribir Lo somni, ya que el Llibre de Fortuna e Prudència es más una

especie de justificación que de alguna manera le permite defenderse de las envidias y recelos

que los innumerables favores del Duque de Gerona hacia su persona han despertado contra él en

la corte. Como veremos, Metge incluso llega a mencionar un perill d’on cuyt morir, aunque

Marco señala no sin cierta ironía que a pesar de esta «situació de veritable perill, que pot, fins i

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tot, menar-lo a la mort», es capaz de hacer el esfuerzo necesario para hacer una serie de

reflexiones de corte filosófico (Marco 26).

Pero sin duda la situación más peliaguda a la que se enfrenta es la que en el año 1399 le

lleva a escribir Lo somni. Tantos problemas y enemistades concentrados en una sola persona nos

lleva a pensar que tal vez las cuitas procesales de Metge no sean tanto producto de la envidia y

los rumores malintencionados como de su propia personalidad complicada y su ambición, a los

que en efecto no ayuda un acceso al poder casi sin límites.

Como decimos, es Metge una persona acostumbrada a los sobresaltos provocados por

las denuncias y acusaciones, que de una manera u otra no dejarán de perseguirle durante toda su

vida profesional. Cuenta con la baza insustituible de un rey que confía plenamente en él y en los

demás miembros de su camarilla. Así, cuando los Consejos de Barcelona y Valencia denuncian

los delitos de los miembros del Consejo Real, entre los que se incluye la conjura y traición, el

rey los considera unos calumniadores e incluso ordena una investigación contra los

denunciantes, renunciando a dar crédito a las muchas pruebas presentadas contra sus hombres

de confianza.

Resulta por ello mucho más impactante para Metge el hecho de que en 1396 se

produzca un violento giro de la situación y Juan I comience poco a poco a sospechar. Su muerte

repentina en el bosque de Foixá durante una jornada de caza le impide llevar a cabo una

investigación, pero levanta todas las alarmas en el reino, sobre todo de sus sucesores Martín I y

su esposa María de Luna. La reina, que en ese momento está actuando de regente, da crédito a

los consellers de Barcelona y decide procesar y encarcelar a los hombres de confianza del

difunto rey, entre los que se encuentra Metge.

No sólo ha cambiado de la noche a la mañana la situación del reino sino también la de

nuestro autor, que lejos ya de gozar del favor real, se ha visto privado de todos los privilegios,

incluso de la libertad. Las acusaciones contra los procesados, ahora en manos de enemigos a los

que antaño habían despreciado e incluso abusado, son de extrema gravedad: robos, estafas,

abusos, fraudes y violaciones y por supuesto traición74. La más peliaguda de todas, sin embargo,

ya que les deja pocas posibilidades de defensa, es la de ser los culpables de la muerte del difunto

rey, habiendo permitido además la condenación del alma de Juan I al no prestarle los

sacramentos necesarios en el momento de su muerte.

Metge, en concreto, se enfrenta a una acusación por estafa, falsedad de contratos y otras

irregularidades en el desempeño de su puesto, además de unas manifestaciones deseando la

muerte del entonces infante Don Martín cuando en 1394 le hacen partícipe del fallecimiento en

Sicilia de Don Pedro Maça.

74 Para más datos sobre el interesantísimo proceso a Metge y otros consejeros véase Mitja, Marina: «Procés

contra els consellers domèstics i curials de Joan I, entre ells Bernat Metge», Boletín de la Real Academia de las Buenas Letras de Barcelona (Barcelona), núm. 27, 1958, 375-417.

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Metge permanece en prisión desde 1396 hasta 1397. Un año más tarde, con el proceso y

las acusaciones muy desdibujadas ya por el paso del tiempo, el rey Martín I decide absolverlos a

todos. Su nueva vida libre de cargos no parece mucho mejor que la que llevaba en prisión, sin

embargo. Despojado de sus privilegios y del favor real, su nombre ha quedado marcado para

siempre ya no por los delitos de los que se le acusó sino precisamente por el estigma de ser los

culpables de la condenación del alma del difunto monarca.

Una vez concluido el proceso judicial, sin posibilidad ya de apelación ante ningún

tribunal, Metge debe encontrar la manera de defenderse de esta dura acusación, demostrando

nada más y nada menos que el rey Juan I se encuentra en el Purgatorio —y no condenado— en

camino de salvación75. De paso, también necesita reivindicar su imagen y buen nombre y

presentarse ante sus conciudadanos como un hombre víctima de la calumnia y de un proceso

injusto.

Es pues demostrar la salvación del difunto rey una cuestión esencial, que no sencilla. La

única manera que tiene Metge de asegurar que la salvación del alma del rey está en camino es

que venga el propio rey a decirlo. Y eso es, al fin y al cabo, para lo que escribe Lo somni.

Tanto el Llibre de Fortuna e Prudència como Lo somni son, sin duda alguna, evidentes

escritos de defensa de los que se vale su autor cuando ya otros medios han resultado inútiles o

inexistentes. Prueba de su carácter de defensas literarias es una serie de elementos o

características que ambas obras reúnen y que nos revelan una intencionalidad clara tanto en los

fines perseguidos, como en los destinatarios a los que se dirige, el tono que ambas emplean y,

por supuesto, la planificación y plasmación de sus contenidos.

Son obras en las que nada se ha dejado al azar, de manera que aquellos argumentos o

elementos que puedan jugar a su favor resalten por encima de los demás, resultando, además,

obras de estética cuidada, con una sintaxis bella y elegante. Obras destinadas a convencer, pero

también a entretener y deleitar, pues sin esto último no se logrará lo primero.

La intención apologética de ambas está más que probada. Son obras producto de

circunstancias especiales, ciertamente difíciles, en las que el autor necesita recuperar la imagen

dañada o al menos reivindicar su condición de víctima.

En el caso de el Llibre, ya se ha mencionado como diversos autores apuntan a los

recelos y envidias despertados en la Cancillería a causa de las altas remuneraciones percibidas

por Metge, al que el Duque de Girona constantemente dispensaba un evidente trato de favor con

donaciones y regalos.

Ambas obras están dirigidas a una audiencia doble, por un lado el público general, el

lector común a cuyas manos llegará y sacará de su lectura las conclusiones que desee. Si 75 Con esta finalidad, Ramón de Perellós, otro de los procesados, traduce al catalán el Tractatus Sancti

Patricii, obra a la que además añade el relato de su expedición a la cueva de Lough Derg, a través de la cual logra entrar en el Purgatorio y encontrar allí, muy convenientemente, el alma del malogrado Juan I. Este relato bien pudo servir también de inspiración a Lo somni, ya que la motivación y los fines son los mismos.

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conocían bien la figura de Metge probablemente calarían en ellos las reivindicaciones más o

menos encubiertas de su autor. En el caso de Lo somni, a esta restitución del buen nombre

perdido se le suma además la restitución por parte de Martín I de su antigua posición en la corte.

El nuevo rey es el único que puede verdaderamente devolverle su antigua condición, luego es el

último destinatario de la obra.

5.1.1.) Lo somni, o como el fantasma de Juan I acude en defensa de Bernat Metge

Lo somni es un diálogo al estilo ciceroniano y dividido en cuatro libros. Con una

expresión bella y elegante, Metge realiza una refundición de influencias clásicas en las que, más

allá de su primer objetivo de entretenimiento e incluso didáctico, pueden encontrarse claras

alusiones a la persona del autor y a su situación personal. Lo somni es una obra maestra de la

literatura, pero también es, ante todo, un minucioso y concienzudo escrito de autodefensa.

Su condición de defensa literaria estriba en el hecho de que no se trata de un escrito

jurídico o procesal. Es una obra literaria, por encima de todo. Sin embargo, esta obra literaria

está pensada para producir ciertos efectos, y estos efectos lo son en el mundo real, no en el

plano de la ficción literaria.

Como sucede muchas veces con los escritos de defensa procesales, juega con la

apariencia de verdad, con lo verosímil, más que con la verdad auténtica. Metge tanto en el

Llibre como en Lo somni acude al conocimiento de su audiencia, a la que sabe perfectamente

como dirigirse, a sus dotes de persuasión y a unas pruebas exculpatorias que están, en el mejor

de los casos, basadas en la mera apariencia.

Probablemente Cicerón fue una figura inspiradora para Metge en más de un sentido, no

solamente en el literario. Como abogado, el autor latino aconsejaba demostrar que el acusado

había llevado una vida honesta e intachable, y es a esto mismo a lo que se dedica Metge en Lo

somni. Se trata pues de un panegírico a su amistad con el difunto rey, que no duda en

aparecérsele en sueños para asegurarle que se encuentra bien y, de paso, acallar los rumores que

persiguen a Metge. Es también una obra en la que se demuestra su erudición —en aquella

conexión humanista de sabiduría con virtud y honradez—, con elevados debates en torno al

alma en los que no duda en acudir a citas de los autores más renombrados. Es una defensa de las

mujeres, con la que espera lograr la adhesión de estas, y también una prueba de la propia

humildad.

No olvÍdemos que Lo somni aparece cuando ya Metge ha sido exculpado

procesalmente. Su inocencia es pues la primera cosa que recuerda al lector. Recordemos como a

la hora de ordenar los argumentos, lo que se dice al principio y al final del discurso tiende a ser

recordado con más facilidad.

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Antes de proceder a desarrollar Metge su defensa, convendría identificar las acusaciones

a las que responde. Son principalmente dos, la primera relacionada con su condición de

miembro de la Cancillería, donde entrarían la malversación de fondos y el abuso de poder; y la

segunda de tipo religioso o moral, porque es aquella en la que se le acusa de haber dejado morir

al rey Juan I sin los santos sacramentos.

La primera, que el mismo se encarga de enunciar «no per demèrits que mos

perseguidors e envejosos sabessen contra mi, según que despyus clarament a lur vergonya s’és

demostrat» (Lo somni, I, p. 56)76. Para afianzar mucho más esta inocencia lo repetirá al menos

dos veces más a lo largo de todo el texto.

La segunda acusación, en cambio, que es la verdaderamente seria, en ningún momento

es nombrada directamente, ni por su boca ni por la de ningún personaje. Sin embargo es un

punto que necesita aclarar sin que quepa ninguna duda, y para ello, pregunta directamente al

espíritu del rey por su estado: «E, què és de vós?>>

También los argumentos que utiliza para defenderse se dividen en dos grupos, aquellos

que directamente responden a las acusaciones contra él vertidas, y otros de carácter secundario,

destinados a reforzar y apoyar a los primeros. Entre estos argumentos no solo encontramos

exculpaciones propiamente dichas, sino también otros recursos dirigidos a halagar al lector y

divertirle, de manera que la imagen que tenga del autor sea más simpática o agradable que la

que gozaba hasta ahora, o simplemente predisponerle para una buena recepción de los

argumentos aportados.

Comienza Metge, pues, con una declaración de su inocencia: «Poch temps ha passat

que, estant en la presó, no per demèris que mos perseguidors e envejosos sabessen contra mi,

segons que despuys clarament a lur vergonya s’és demostrat, mas per sola iniquitat que

m’havien o, per ventura, per algún secret juý de Déu […]» (Lo somni I p.56).

La larga disputa en la que ambos personajes se enzarzan a continuación acerca de la

inmortalidad del alma tampoco es asunto baladí. Bien es cierto de que se trata de un tema en el

que Metge puede demostrar toda su erudición y capacidad retórica, así como una larga

colección de fuentes en las que aparecen toda clase de auctoritas, tanto del mundo clásico como

doctores de la Iglesia. Recordemos que el nuevo rey es un hombre piadoso al que seguro

preocupaban los temas concernientes al alma y al cisma de la Iglesia, y al que probablemente

también hubieron de agradarle las numerosas citas de carácter religioso. Pero presentarse ante

el lector como un hombre culto y sabio, aunque importante, no es su único objetivo. Demostrar

la inmortalidad del alma es necesaria en tanto que le sirve para dar credibilidad a la idea de que

el espíritu inmortal de Juan I efectivamente se le ha presentado para hacerle una serie de

revelaciones. Una vez que, ayudado por la enorme cantidad de citas de autoridades, el público 76 Todas las citas de Lo somni recogidas en este trabajo pertenecen a la edición bilingüe de esta obra

realizada por Julia Butinyá (2007).

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lector se convence de que efectivamente el alma no muere con el cuerpo, es un poco menos

difícil convencerlo de la posibilidad de que el difunto Juan en efecto haya podido aparecerse a

su buen amigo. Recordemos que aunque para el lector actual esta obra sea pura ficción, en el

momento de su recepción se trataba de personajes contemporáneos, cuyas hazañas y

personalidades eran bien conocidas por los lectores, y seguramente eran capaces de despertar

simpatías o animadversiones con más facilidad que ahora.

Metge no obstante va a procurar no enfangarse demasiado en un asunto complicado

como es la inmortalidad del alma, y por ello procura no dar demasiados detalles acerca del

fantasma de Juan I, o de su paradero (únicamente aclarando que se encuentra en el Purgatorio,

pero nada más). El mismo rey evita que le toque (Lo somni, I p. 66), y aunque esta prohibición

es recibida con grandes llantos y lamentos de Metge —demostrando así de paso su afecto al

amigo perdido— tampoco insiste mucho más el autor.

En cuanto a la pretensión que todo escrito de defensa contiene, en este caso no se hace

esperar demasiado, pues Metge pretende la restauración de su situación anterior, y así lo hace

ver: «Ell te gitará, a ta honor, de la presó en què est e no soferrà que·t sia fet tort; ar fort és just

e virtuós […]» y es el propio Juan el encargado de enunciarla, así como el resto de argumentos a

su favor. El espíritu de Juan I realiza, pues, un curioso doble papel en esta obra. Por una parte se

trata de un testigo principal e indispensable para su defensa (además de hipotética víctima); por

otra, actúa como abogado defensor, al salir de su boca todos los argumentos a favor de su

amigo, incluso también los halagos al nuevo rey Martín (librando a Metge de paso de toda

sospecha de adulación interesada).

Una nota curiosa que resalta entre los argumentos secundarios es la asimilación que el

rey Juan I realiza entre “rumor” y “opinión”. En ambos casos, se trata de palabras que traen

connotaciones negativas para Metge, pues en numerosas ocasiones fueron los rumores contra su

persona los que lo situaron en situaciones difíciles (más adelante se tratará este tema en el Llibre

de Fortuna è Prudència); e igualmente, las opiniones de aquel momento en relación a su

persona tendían mayoritariamente hacia lo negativo. No es de extrañar, pues, que Juan I asimile

las dos cosas para, acto seguido, desacreditarlas: «—Com oppinió? —dix ell—, ans és sciència

certa; car oppinió no és àls sinó rumor, fama o vent popular, e tostemps pressuposa cosa

dubtosa» (Lo somni, I p. 106).

La defensa de la imaginación que tiene lugar a continuación también es interesante por

diversos motivos, especialmente por aquel que refuerza la defensa de Metge que está llevando a

cabo el espíritu de Juan I. Al presentar esta defensa en una obra de ficción —una defensa

literaria—, Metge necesita inducir en el lector la idea de que la imaginación a veces actúa como

vehículo de aquello que no puede apreciarse a primera vista (Lo somni, I p. 114).

El final del libro I termina con un golpe de efecto destinado a llamar la atención del

lector, que ha podido empezar a flaquear después de tanta perorata. Se trata de un recurso de

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naturaleza evidentemente retórica. En este caso, una vez convenientemente preparado el terreno

durante todo el libro I, Metge anuncia que someterá al espíritu de Juan I a una serie de

preguntas. El lector, deseoso de saber cúales serán éstas y qué responderá el rey, aguarda

expectante.

En el libro II se siguen sucediendo los argumentos de defensa de Metge pronunciados

por su “abogado” y “testigo principal”: el espíritu de Juan I. Antes que nada, se procede a

despejar las dudas en torno a su muerte: la causa no ha sido otra que la voluntad de Dios: «La

causa de la mía mort —dix ell— és stada per tal com lo terme a mi constituït per Nostre Senyor

Déu a viure finí aquella hora» (Lo somni, II p. 122). Juan I disipa así de un plumazo todo atisbo

de conspiración o traición contra su persona. ¿Quién podría saberlo mejor qué él?

Reforzando esta afirmación, Juan I continúa comentando la cantidad de enemigos que

estaban dispuestos a urdir una trama contra su secretario (II, 122-124).

La inevitabilidad de lo sucedido (II, 124 y 126), y en el fondo, su conveniencia (II, 128),

son también argumentos de Juan I con los que Metge pretende justificar su muerte ante un

público que seguramente quedó en su día conmocionado por el repentino fallecimiento del

monarca, sobre todo de una manera tan poco digna.

Las referencias a la sinceridad de Metge también aparecen en algún momento (II, 128 y

130), las cuales refuerzan su pretensión de honestidad y hombre de bien. En contraste, no

escatima alusiones a las aficiones poco edificantes del difunto monarca (música, caza, artes

adivinatorias), y aunque en un primer momento estas alusiones puedan parecer una actitud

desleal a quien tan apasionada defensa está realizando de él, lo cierto es que también suponen

unos hábiles subterfugios destinados en primer lugar a evitar que lo consideren poco objetivo—

incapaz de ver unas debilidades de Juan I que todo el mundo conocía— y por otro lado

demasiado apegado a la figura del anterior monarca —no se puede olvidar que es otro el que

ahora ocupa el trono—. Hablando sin tapujos de estas actitudes reprobables del difunto, Metge

intenta presentarse como hombre sincero, imparcial, y sin apegos que le impidan ofrecer su

lealtad al nuevo rey.

En cuanto a las menciones a las mujeres, son numerosas en Lo somni (recordemos que

hay un libro dedicado por entero a la alabanza de ellas), y ya comienzan en este libro II con una

mención especial a Leonor, su antigua empleadora y madre de ambos reyes, el difunto y el

actual. No hace falta indicar que, salvo contadas excepciones, los halagos a la madre de uno

siempre son bien recibidos. Tampoco se olvida de la viuda —que tanto apoyo le prestó mientras

estuvo a su servicio— y de la hija de Juan I.

Por último, destacamos un párrafo que va a servir de excusa para la composición y

posterior difusión de Lo somni. El propio Juan I le pide: «Una cosa solament vull de tu: que res

que a present hages vist o hoït no tengues celat a mos amichs e servidors […]. Metge demuestra

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una precisión digna del mejor abogado al que ningún detalle se le escapa; Juan I no sólo le pide

que cuente esto mismo a sus amigos y conocidos, le especifica que, además, lo escriba (II, 152).

En cuanto al Libro III, la aparición y protagonismo repentino de un personaje como

Orfeo puede resultar confusa, aunque como se verá a continuación nada en esta obra responde al

capricho o al azar, sino que se encuentra perfectamente encaminado para la consecución de un

único objetivo.

Orfeo, personaje de la mitología clásica conocido por su descenso a los infiernos

cumple la conveniente misión de informar —corroborar, realmente— de la presencia efectiva de

Juan I en el Purgatorio (III, 180). Actúa pues, como testigo, dando testimonio no sólo de este

importante detalle sino también de la inteligencia y erudición de Metge, repitiendo una vez más

esa idea, que a estas alturas ya ha debido ser asimilada por el lector (III, 182).

Por último, el libro IV, dedicado a las mujeres, es quizás el que menos peso tenga para

la historia que Metge nos narra, pero no así para su defensa. No es la primera vez —recordemos

a Isabel de Guimerá— que Metge acude a las damas de la corte para que con su influencia

intercedan por él o lo saquen de algún apuro. Esta vez no se trata de una interpelación directa

sino de una invocación general al sexo femenino; nombrando, eso sí, a algunas damas

influyentes o famosas por su cuna o virtudes.

El elemento masculino, en cambio, aparece cargado de defectos, y al asegurar que los

hombres son capaces de cualquier cosa por dinero («poques coses són que no faessen vuy per

diners: […]» (IV 270) también pone en tela de juicio las acusaciones de vertidas por sus

enemigos.

La obra acaba con una curiosa recomendación del difunto Juan I a Metge: «Converteix,

donchs, la tua amor d’aquí avant enservey de Déu e continuat studi, e no t’abelescha negociar

ne servir senyor terrenal […]» (IV 282), lo que viene a indicar al lector un cambio de vida por

parte del antiguo consejero real, que ya no es la persona de moral dudosa ávida de poder, sino

un hombre sabio y tranquilo dedicado a la meditación y a la vida contemplativa. Esta imagen,

junto con la desolación del autor, que aún no ha obtenido lo que desea, y pospone su descanso al

momento en que su obra llegue a las manos de su destinatario (obviamente el rey Martín).

Vemos pues como toda la obra puede considerarse un escrito encaminado a la

autoexculpación, en el que nuestro autor se defiende de varias acusaciones, tratando de influir

en el ánimo del juez —el rey Martín, en este caso— y los demás lectores, empleando para ello

el vehículo de la mejor literatura.

Pero si ésta no es una buena razón ya por sí sola para considerar que Lo somni puede

encuadrarse —representar, incluso— a este subgénero al que hemos llamado defensas

literarias—, podemos añadirle esta otra, que no es sino la presencia innegable de numerosos

elementos pertenecientes a la retórica forense o judicial.

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Aún así, no es el único género retórico que aparece, pues hay algunos fragmentos que

podrían encajar en la retórica epidíctica, como por ejemplo cuando en el Libro III se resaltan las

virtudes de la conducta femenina y se censura la masculina; o el discurso de alabanza de

destacadas damas de la corte en el Libro IV.

Lo somni tiene tantas lecturas como lectores diferentes, pero no hay duda que la

presencia de estos elementos retóricos, sobre todo los de corte jurídico, le dotan de un sentido y

significado muy particular, desde el momento que la encaminan a una finalidad que, al menos

en la mente del autor, estaba muy clara. Sin embargo, no sólo era evidente para Metge,

cualquier lector de su época podía identificar claramente personajes y hechos, recibiendo un

impacto mucho mayor, desde el punto de vista emocional, que los lectores de hoy en día, para

los que estos sucesos resultan lejanos y puede que hasta desconocidos.

Esta carga emocional y persuasiva que Lo somni conlleva es resultado de la aplicación

de una serie de técnicas que son muy similares a las que encontramos en escritos de tipo

jurídico. El autor recurre a estas técnicas, que sin duda le resultaban familiares por su gran

formación retórica y sus estudios en Derecho, y las aplica en esta obra que, a primera vista, no

es más que uno de los muchos diálogos oníricos escritos a la manera de los clásicos.

La presencia de determinados elementos, la ordenación de sus partes y la elección de los

temas de los que trata, así como otras pequeñas tretas encaminadas a la captación y persuasión

del lector, apuntando expresamente a su lado más emocional, nos hablan sin embargo de un

escrito que, de principio a fin, es una poderosa arma de autodefensa.

Pasamos ahora a algunas de estas características de la retórica forense que podemos

identificar en Lo somni:

Destacamos en primer lugar su sencillez y claridad. Es un texto de fácil lectura, que se

las arregla para incluir numerosas influencias clásicas y alusiones cultas sin resultar enrevesado

o pesado, algo que sin duda a Metge no le interesaba pues buscaba la máxima recepción para

este escrito en el que albergaba una esperanza vital. Precisamente buscando esta ampliación del

público lector —que no se quede en la minoría culta y elitista— y esa facilidad para su

asimilación y por qué no, también permanencia, Metge escoge el catalán y no el latín. Aunque

es inevitable la aparición de algunos latinismos, estos no resultan excesivos y se acoplan bien al

texto.

Esta sencillez y amenidad no le restan brillantez, pues Metge no desaprovecha ninguna

oportunidad para demostrar su excelencia como orador. Su combinación magistral de párrafos

en los que demuestra su cultura y gran erudición —por ejemplo cuando debate sobre la

inmortalidad del alma— con otros en los que aparecen expresiones populares, personajes

decididamente chocantes —como el adivino Tiresias— o que directamente están encaminados a

conmover o exaltar al lector –cuando describe su estado de nervios e intranquilidad al comienzo

de la obra, su pena cuando Juan no le permite abrazarle o su alegría cuando le afirma su

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presencia en el purgatorio. He aquí pues la presencia de los famosos tres estilos propios del

orator perfectus ciceroniano, los cuales Metge sabe combinar tan bien como su modelo latino.

De la misma manera, las ideas que quiere transmitir y que queden bien fijadas en la

mente del lector están cuidadosamente seleccionadas y aparecen plasmadas en lugares

estratégicos de la narración, en una evidente aplicación de las reglas de la oratoria y la

argumentación.

Un ejemplo perfecto de esto es el Libro II, en el que se concentran los argumentos

principales de defensa, la cual lleva a cabo el espíritu de Juan I, en esa ya comentada doble

condición de abogado defensor y testigo de descargo. Detalles como la formulación directa de

preguntas clave para la causa, las cuales además son convenientemente anunciadas al final del

capítulo I para mantener así la atención del lector y animarle a seguir leyendo, no hacen más que

corroborar esta afirmación de la enorme carga retórico-forense del texto.

Igualmente, las repeticiones son pocas y están cuidadosamente estudiadas, ocurriendo

solo cuando es necesario fijar alguna idea en la mente del lector. Las encontramos en momentos

clave como cuando se quiere afirmar la presencia en el Purgatorio del alma de Juan I; o la

falsedad y envidia de los enemigos de Bernat Metge, capaces de cualquier cosa para provocar su

caída en desgracia. No obstante, no se trata de repeticiones burdas que cansen al lector o lo

solivianten, logrando el efecto contrario. Se trata de hábiles pinceladas aquí y allá, meras frases,

que vuelven a incidir en estos detalles de importancia, pero sin agobiar al lector que, al fin y al

cabo, ha emprendido la lectura de esta obra en primer lugar como un acto de esparcimiento.

Otro de los consejos ciceronianos de los que Metge toma buena cuenta es de aquel en

que se aconseja presentar al acusado como un hombre de enorme sabiduría y sentimientos

honestos y puros, pues ambas cosas se consideraban incompatibles con la maldad. En el caso de

los hombres sabios, éstos eran también automáticamente considerados como buenos. Metge,

particularmente, no era un personaje que disfrutara de una buena percepción pública, y de esto

él era muy consciente, así como de la necesidad de cambiar esta percepción de sus

conciudadanos si quería que esta defensa llegara a buen fin.

A este respecto, Metge cuenta con la ventaja de conocer bien tanto al destinatario

principal de la obra —el rey Martín— como al resto de los lectores —cortesanos y

conciudadanos, miembros de la sociedad de la época—. Sus dotes de observación y habilidades

psicológicas le permiten saber cuándo y cómo tiene que decir las cosas para que surtan el mayor

efecto, moviéndoles a la compasión y la empatía, halagándoles y exaltando sus virtudes,

mientras se presenta él mismo como un hombre de sabiduría y virtud intachables, al que las

maquinaciones de sus enemigos han llevado a la máxima desgracia.

El uso de auctoritas para reforzar los argumentos también es una característica de este

género forense, y Metge no duda en acudir a este recurso que no sólo le ayuda desde el plano

argumentativo sino que también lo presenta como un hombre de cultura y conocimiento.

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211

Resulta extremadamente hábil su elección del fantasma del difunto Juan I, víctima del

crimen del que se le acusa, no sólo como testigo principal de su descargo (¿Acaso alguien más

que no fuera el propio Juan podría dar testimonio certero acerca de su muerte y el estado de su

salvación?) sino también como abogado defensor y principal vocero de sus virtudes.

Metge consigue presentarse así al lector como un hombre erudito, de amistades

entrañables, capaz de mantener un tono sosegado y evitar las descalificaciones incluso cuando

habla de sus enemigos o se enfrenta a interlocutores que no le son simpáticos, como ocurre

cuando dialoga con Tiresias en el Libro III. Tiresias es intencionadamente retratado con

connotaciones negativas porque representa las artes adivinatorias y a la mala influencia que

éstas ejercen. Personaje antipático y misógino, es el propio Metge, y no Juan I, el encargado de

contestarle, al principio del Libro IV, a sus críticas a las mujeres. Con esto consigue reforzar

más aún la idea de que la defensa femenina es una opinión propia, sobre todo de cara a las

damas de la corte que la leerán. La mención de las debilidades y peligrosas aficiones del

difunto rey también ayudan a ofrecer una imagen de él mismo como un observador ecuánime, y

al mismo tiempo, alejado de estas mismas aficiones que en el texto se condenan y también

evitan que el nuevo rey pueda considerarlo demasiado apegado a su antecesor, suscitando dudas

sobre su lealtad. Su rechazo personal ante Tiresias, que personifica estas artes, es también una

manera de criticarlas y seguro fue del agrado de Martín I, que era contrario a ellas.

En la alabanza a las mujeres del siglo IV seguro también tenía en mente a la reina María

de Luna, esposa de Martín I que, actuando como regente de éste, fue la encargada de abrir el

proceso en el que fue condenado. No hay alusiones a este episodio pero sí a su fidelidad, valor,

madurez y sentido de la justicia, en un claro movimiento de adulación destinado a obtener el

favor de quien puede a su vez apoyar su causa ante el rey.

Como puede apreciarse, tanto en el uso de la gramática y de los recursos estilísticos

como en los argumentos escogidos no hay nada dejado al azar. Todo y cuanto aparece está

encauzado a la consecución de un objetivo concreto, incluso el ritmo del diálogo va cambiando,

siendo más rápido y ágil en el Libro II, que es donde tiene lugar la aportación argumentativa

más fuerte. También encontramos una expresión más vehemente en aquellos momentos

llamados a mover sentimentalmente al lector, buscando sin duda su implicación emocional, y

otra más neutra cuando simplemente se busca su entretenimiento o informarle de algún punto

concreto.

Por último, señalar la importancia del exordio y el epílogo. En el exordio o introducción

es donde tiene lugar la captación del lector, actuando de cebo con la anticipación de algunos

acontecimientos y despertando su curiosidad. En Lo somni esto se produce con el anuncio del

sueño, y de la revelación que tiene lugar en él, además de mencionar a continuación su estancia

en la cárcel —por acción de sus enemigos— y su posterior exculpación.

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Parece claro, por tanto, que Lo somni, es una obra retórica ya que el objetivo principal

de su redacción es la recuperación por parte del autor de los privilegios de los que disfrutaba

antes y la protección del nuevo rey Martín el Humano. Siendo ante todo una obra literaria, nos

encontramos con que muchas de sus frases trascienden lo literario para adentrarse en el campo

del Derecho. Con Lo somni, estamos ante la obra maestra de Bernat Metge, pero también un

singular escrito de defensa con el que espera recuperar el prestigio perdido y el favor real.

5.1.2.) El Llibre de Fortuna e Prudència

El Llibre de Fortuna è Prudència77 data de 1381 (su prólogo) y es el primer debate

burlesco conocido, calificado como debate tradicional hasta que Julia Butiñá, tras identificar en

el Prólogo una fuente de Lucano, se da cuenta del tratamiento irónico del texto, que se burla y

cuestiona la filosofía tradicional y la casuística vacía (Butiña 2005: 206-207).

Esta compuesto por 1294 versos escritos en rimas de octosílabos emparejadas, que junto

a el Sermó i la Medecina forman una trilogía de obras burlescas en las que Metge parodiaba los

géneros típicos de la edad media mediante la imitación de su estructura (Cortijo, Martines 7).

El Llibre de Fortuna e Prudència es una obra anterior a Lo somni, concretamente del

año 1381, cuando, ya fallecida la reina Leonor, Metge lleva seis años al servicio de su

primogénito, el duque de Girona (más tarde Juan I) como escribano. Ese mismo año se produce

la llegada a la corte aragonesa de Leonor de Aragón y Foix, coincidiendo con la subida al trono

de su hijo y su nuera, con la que no se llevaba bien, al trono de Chipre. Prima hermana del rey

Pedro el Ceremonioso, Metge le dedicará no pocos elogios en Lo somni, a pesar de gozar la

dama de una fama complicada, perseguida por escándalos, traiciones y sospechas de asesinato.

Es fácilmente comprobable que el duque de Girona y su esposa, Violante de Bar,

recompensaban constantemente el trabajo de Metge con abundantes donaciones y regalos, por

ejemplo con motivo de sus dos matrimonios. Además, su salario superaba en mucho el normal

de otros secretarios y funcionarios de la corte. No es de extrañar, pues, que con su figura en

pleno ascenso social y económico, Metge sea un personaje en torno al cual se concentren las

más variadas envidias, hecho que puede ser muy bien el motivo que argumente en su Libro de

Fortuna y Prudència cuando habla de un peligro mortal que lo amenaza (Marco, 16).

Pertenece el Llibre a una trilogía de obras burlescas —junto con el Sermó y la

Medecina— en la que se parodian textos típicos de la Edad Media como son el debate, el

sermón y el tratado medicinal. En comparación con las otras dos, en la que la parodia es más

evidente, el Llibre de Fortuna e Prudència es una obra mucho más compleja, donde el

77 Para el estudio y comentario jurídico de esta obra se ha partido de la versión castellana/inglesa/catalana

que realizan Antonio Cortijo y Vicent Martines (2013). Junto a la edición de Miquel Marco (2010), constituyen las obras de cabecera de esta parte de la investigación.

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contenido filosófico no permite a Metge grandes libertades y mantiene un tono grave y

trascendente durante toda la obra. Como bien apunta Miquel Marco78, Metge se ve obligado a

ocultar todo su escepticismo e inconformismo filosófico – teológico, y lo hace bajo un velo de

ambigüedad casi imperceptible para el lector normal (18).

Catalogado como un poema narrativo de carácter alegórico, el autor narra la peripecia

vivida el primero de mayo de 1381, cuando se encuentra en lo que él mismo define como una

“situación de peligro” —suponemos que propiciada por el ambiente hostil de la corte—.

Recordemos que en 1380 se produce una crisis económica y bancaria en el reino que

probablemente lo dejó en una situación comprometida, con su reputación dañada por rumores de

usura y fuentes de enriquecimiento poco claras (Cortijo y Martines 7). Nuestro autor sufre un

ataque de angustia y, para aplacarlo, decide salir de casa y dar un paseo junto al mar. Allí, junto

a una barcaza, encuentra a un pobre viejo tocado con un sombrero de cáñamo, que porta un vaso

y un trozo de pan. Conmovido por su pobreza Metge pretende darle una limosna, a lo cual el

viejo se niega, argumentando que Metge necesita el dinero más que él. El viejo, que es feliz en

su mendicidad, no quiere dinero; sí le pide, en cambio, que le acerque una túnica que tiene en la

barca. Al subir a la nave para buscar la túnica del viejo, éste empuja la barca hacia el mar

abierto, comenzando así un caprichoso viaje en el que no hay remos, ni velas, ni capitán, que

lleva a un quejumbroso Metge —le parece un pago injusto a su buena acción— a un paraje

ignoto.

La isla a la que finalmente llega es ya de por si un ente de peso suficiente en el poema,

como un personaje más79. Todo en ella se encuentra al revés de lo naturalmente establecido.

Allí, mantiene sendos debates con los personajes alegóricos de la Fortuna y la Prudència, en los

que se tocan temas trascendentales como la voluntad divina, la arbitrariedad y volubilidad de la

condición humana, sobre todo en lo tocante a la fortuna y el caprichoso destino de los hombres.

Siguiendo fielmente a la explicación que ofrece Miquel Marco del exordio o pequeña

introducción con la que comienza Metge el poema, destacamos su afirmación de que Metge se

vale de la literatura para defender su causa —Marco incide en su «més que dubtosa

innocència»— y presentarse como un hombre honrado, injustamente acusado. Concretamente

esta obra es, en palabras de Marco «una justificació per refermar la innocència de l’autor». No

será la única vez que Metge se valga de la literatura como medio de defensa personal. Al

79 «Aquí sólo nos cabe lanzar la hipótesis de que la isla que da cobijo a tal discusión, si bien resulta

reconociblemente medieval en cuanto a la retórica a la que remite, está atravesada de un admonitorio entramado de signos dobles que advierten de la doble comprensión que cabe acerca de ciertas verdades, mostrándose contenedora de un discurso no exento de temprana modernidad, o quizá quepa decir, de cuestionador librepensamiento» (Ribera Llopis, 91)

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ejemplo de Lo Somni, que ya se ha visto anteriormente, se puede añadir su Valter e Griselda,

que igualmente fue escrita en condiciones difíciles para Metge.

Estas condiciones difíciles, que en este poema concreto el autor exagera hasta el punto

de equipararlas con peligros de muerte, han sido causadas por la situación de privilegio en la

que transcurre la carrera y la vida de Bernat Metge en la Cancillería. Ya se ha mencionado su

elevado salario y los constantes regalos y atenciones que recibe por parte de Joan I y su esposa,

incluso antes de subir éstos al trono (Marco 26). Pero lo cierto es que fue arrestado por razones

nada claras en 1381, y poco después escribe esta obra como intento de explicar esta experiencia

como una especie de prueba divina de su virtud, resistencia moral e inocencia. Se ha creído que

esta obra fue redactada en prisión, aunque de su participación en los desafortunados eventos que

rodearon la caída del imperio financiero de Pere des Caus y Andreu d’Olivella (banqueros

reales) en 1381 no hay pruebas contundentes (Cortijo, Martines: 2 y 4).

Esta situación justifica que el autor hable de sí mismo, para lo que emplea una

referencia de Dante, quién en Il Convivio proclamaba la necesidad de huir de la alabanza

personal, puesto que nadie es capaz de emitir un juicio justo sobre uno mismo, salvo en

ocasiones especiales en las que es necesario. Para Metge, esta es una de las ocasiones a las que

Dante se refiere, pues existe para él un peligro cierto que lo justifica. Como dice Marco, el autor

considera a su obra como una justificación moral de unas acusaciones que se le antojan injustas

(Marco, 27).

En los primeros versos deja patente la gravedad de la situación en la que está inmerso.

Tras llamar la atención del lector con esto, luego adopta una actitud modesta y humilde para

suplicar al lector que no se canse si la obra no está a la altura de lo esperado, ya sea por extensa

o por falta de calidad poética. (vv.18-21). Esta idea es recalcada más adelante, cuando insiste en

que se ve incapaz de igualar a los poetas de la gaya ciencia (vv. 22-25).

En cuanto al tema central de la obra, aparece inserto en los versos centrales del exordio

(vv. 6-17). Según Metge, al hombre no deberían preocuparle los bienes temporales porque la

arbitrariedad del mundo se los da a uno y los quita a otros, sin que la Fortuna atienda a razones.

Por otra parte, otros temas que el autor aborda en el poema, tales como el origen del

mal, la participación divina en el destino de los hombres, así como otros elementos que

aparecen como la duda y la incomprensión del personaje acerca del la Fortuna, que no parece

distinguir entre buenos y malos, sitúan inmediatamente al lector en la posición de aquellos

golpeados por la injusticia, oportunidad que aprovecha Metge para colocarse en dicha posición

ante los ojos de su audiencia.

La solución que propone es una en la que prima la resignación: hay que aceptar que para

el hombre es imposible juzgar racionalmente la conducta de Dios, pues es una materia que

supera el conocimiento humano. La aceptación del destino, propio y de los otros, es pues un

acto de fe. Con esto, Metge sitúa los avatares de su propio destino dentro de las decisiones de la

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voluntad divina, siendo ésta la única responsable tanto de sus privilegios como de sus desdichas.

Poniendo de relieve ambas, es como si Metge dijera al lector: «cuidado, no todo es un camino

de rosas para mí. Si Dios quiere que tenga privilegios, también quiere que tenga enemigos y que

sea injustamente acusado». Así logra pasar de la posición de acusado a la de víctima.

La idea del viaje también permite al autor iniciar un debate filosófico, el cual llevarán a

cabo dos figuras alegóricas, Fortuna y Prudència. Una vez más, Metge opta por no ser portavoz

de ninguna idea, sino más bien prefiere colocarse como espectador o incluso si se quiere,

inductor, conductor o moderador del debate. En todo caso, si la obra no lograse el efecto

deseado, siempre podría escudarse en que en ningún momento los discursos más proclives a ser

polémicos salen de su boca. Metge, al encarnar la condición de personaje, disfraza o enmascara

así su condición de autor.

Marco señala el viaje imaginario y la alegoría como ejes sobre los que se articula el

discurso narrativo, muy comunes en una literatura que aunque comienza a presentar rasgos

humanistas, aún tiene mucho de medieval. Se trata además de un viaje a la deriva, en una barca

sin remos ni velas ni timón, en el que ni siquiera la decisión de viajar ha sido conscientemente

tomada, pues recordemos que Metge ha sido engañado por el viejo al que pretendía ayudar.

En esta obra alegórica, la idea del viaje y el mundo desconocido, con una naturaleza

idílica que no responde a los cánones establecidos ni al orden cosmológico, es otro lugar común

característico de este tipo de obras. Ambos elementos, viaje e isla, son también protagonistas del

relato, pues condicionan gran parte de lo que en él tiene lugar. La descripción de la isla, a la que

llega después de una peligrosa tormenta en alta mar, recuerda al Anticlaudianus de Lille y al

Romance de la Rose80. La meteorología es extrañamente cambiante y destructiva, y a Metge le

parece que ni Dios ni la naturaleza (entendida aquí como el orden natural) están presentes pues

no hay orden ni balance, ni nada parece gobernado por la razón. Desde un promontorio rocoso

puede ver un castillo que está en parte ricamente decorado y en parte sucio y descuidado. (8)

El personaje alegórico de Fortuna está basado en el concepto que Boecio plantea en su

obra De Consolatione Philosophae. Se trata de una dama desagradable, de carácter

temperamental y caprichoso, con una postura cínica respecto a las desgracias que hace recaer

sobre el hombre. Según Boecio, el hombre triunfa sobre la fortuna si es bueno y sabe usar su

intelecto para que la adversidad sea más beneficiosa que la prosperidad. La diferencia es que al

ser la interpretación de Metge una burla del debate alegórico tradicional, no está claro si se

encuentra de acuerdo con ese concepto de fortuna no (Marco, 38 y 39) En el caso de Metge,

aquí la fortuna es descrita como un ser feo y desagrable al que el autor culpa de sus desdichas.

La fortuna se defiende argumentando que no le ha quitado más de lo que le da. Es aquí

precisamente donde con más claridad puede verse la defensa que Metge realiza de sí mismo al

80 Tanto Cortijo, como Martines y Marco coinciden en este punto.

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mencionarse las desgracias del autor y las costumbres usureras de las prácticas bancarias de la

época. La Fortuna se refiere expresamente a la mogobell, un crédito que la corona tomó

alrededor de 1370 y que provocó la crisis bancaria de 1380 con un interés anual cercano al 30

por ciento y el cual dejó de pagar algunos años después provocando una terrible crisis bancaria

en 1380 (Cortijo, Martines 9). Por si fuera poco, hay claras referencias a Pere de Caus y Andreu

d’ Olivella, los dos banqueros detrás de los desastrosos préstamos.

Si el hombre naturalmente asocia bondad y rectitud con sabiduría, también lo hace con

belleza. Una persona acicalada y bien presentada –no digamos ya bien parecida— tiene más

posibilidades de ser creída por un jurado que una mal encarada y cuyo aspecto físico provoque

rechazo. Es una vieja estratagema procesal de los abogados no sólo ir ellos mismos bien

vestidos — el cliente inmediatamente lo asocia a éxito y buen hacer en su profesión— sino que

también ruegan a sus clientes, el día de la vista, que se presenten bien vestidos, pues la buena

presencia se asocia a una conducta recta, adecuada. Metge no caracteriza a la Fortuna como un

ser feo porque sí. Quiere que el lector inmediatamente rechace a este personaje, por demás no

sólo feo sino antipático, que el autor quiere equiparar a los aspectos más oscuros y reprobables

de su biografía —de ahí las referencias personales de su discurso—. Así, Metge intenta culpar a

la veleidosa y poco fiable Fortuna de sus desdichas. Es verdad que le ha dado cosas —Metge no

pretende engañar en este punto, pues sabe que todo el mundo conoce el trato de favor que recibe

y sería contraproducente— pero también se ha portado mal con él. Es como si le dijera al lector:

«escucha, he tenido mucha suerte, pero mira todo lo malo que me ha pasado, por culpa de estos

incidentes, que no son culpa mía sino del azar, mi reputación se ha visto comprometida».

Apuntan Cortijo y Martines que el salario de Metge pudo haberse pagado indirectamente con el

capital de esos préstamos, de ahí el descontento de muchos con él.

La Prudència metgiana también presenta similitudes con la filosofía boeciana. En un

primer momento, se parte del estado de peligro de los protagonistas de ambas obras. La

Prudència se describe como una mujer de belleza inefable, el propio poeta, volviendo de nuevo

al tópico de la falsa modestia, se confiesa incapaz de describir a tan hermosa dama. La mayoría

de los autores coinciden en que la disertación filosófica de Prudència acerca del mal y la justicia

es una síntesis del corpus filosófico de Boecio81. Metge vuelve a mostrar una actitud escéptica

ante las posturas tradicionales que expone la Prudència, que pone de manifiesto su falta de

confianza en la filosofía escolástica para resolver el problema tratado. Básicamente, la idea de

Boecio es que la razón humana está sometida a la mente divina, y por tanto no puede entender

sus juicios (Marco 39).

Cortijo y Martines también mencionan al Anticlaudianus y la Elegía de Settimello como

posibles influencias de este personaje. La Prudència, en un largo diálogo, explica a Metge que la 81 No solo aparece recogido en las ediciones de Marco y en la de Cortijo y Martines, también hay consenso

respecto a esto en otros estudios de Butiña y Badia, entre otros.

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fortuna no tiene la culpa de sus problemas pues no tiene el poder que Metge le supone. La

Prudència le habla de la riqueza frente a la virtud, el sufrimiento y la paciencia, el juicio divino

y la razón humana, así como la naturaleza del bien y del mal. Termina usando un silogismo (el

mal es la ausencia del bien, la ausencia de algo es nada, luego la maldad humana o su

comportamiento erróneo no es nada), con el cual pretende probar que la Fortuna siempre es

buena (Cortijo y Martines 9).

En realidad, los discursos de ambos personajes son como los de dos abogados contrarios

con los que Metge ha de enfrentarse en un extraño juicio a tres bandas. Metge, que en realidad

se siente víctima de una injusticia, toma sin embargo frente a ellos una postura de acusador,

pues siente que ellas son las causantes de sus problemas, provocando en ambos personajes

sendos discursos de defensa.

En conclusión, Dios es el juez supremo y todo lo que sucede o sucederá está sujeto a su

voluntad y no necesita de nada más. La razón humana no puede comprender esto, luego la

Prudència aconseja a Metge no discutir acerca de esto con nadie en el futuro. El silogismo

acerca de la no existencia del mal y de la bondad de la fortuna es absurdo y una burla de los

procedimientos escolásticos que en este caso no sirven para nada.

Viene muy bien para esta tesis el hecho de que Cortijo y Martines consideren que esta

obra igualmente puede considerarse construida a partir de anécdotas biográficas. Al perder

Metge el favor en la corte real fue acusado de graves hechos y trató de regresar el favor real

escribiendo una obra con los parámetros del tratado de consolación. Prudència hace un discurso

contra el dinero, usura y la avaricia que le da a este poema consolatorio alegórico un cariz

único.

En cuanto al viejo villano, que engaña a un Metge caritativo y buen cristiano, es

importante para la comprensión de la obra, pues coordina el paso del protagonista del mundo

real al mundo alegórico.

La ambigüedad deliberada en la descripción de este personaje, que no permite ser

fácilmente identificado (relacionado con Caronte, Cató d’Utica y el adivino Tiresias), puede

entenderse como el establecimiento de un vínculo de complicidad entre el autor y su círculo de

amistades en la corte, según Cortijo y Martines, que también nombran a Diógenes entre los

inspiradores del personaje (8). Julia Butiñá, por su parte, interpreta a la figura como una

representación de Amyclates, paradigma de la pobreza. Así, Metge se burla de la filosofía

medieval que alaba la pobreza pero no critica a aquellos que predicando pobreza se comportan

hipócritamente. Metge utiliza el engaño como vía de acceso al mundo alegórico pero el

elemento clave, el viejo indigente, simboliza el pensamiento cristiano sobre el concepto de

pobreza. Cuando le va a ofrecer limosna, el viejo la rechaza, la pobreza le da felicidad.

Curiosamente el portador de esta idea es quien engaña a Metge. Metge viene a decir con esto

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que no comparte la idea de resignación frente a la pobreza, ni que la ausencia de bienes

materiales comporta felicidad y paz de espíritu, porque ambas ideas son falsas (Marco 41-42).

Los autores también han discutido la cuestión de por qué emplea Metge el viaje

marítimo al otro mundo como manera de introducirse en el mundo alegórico, y no emplea otras

formas como por ejemplo la visión onírica. Arseni Pacheco menciona que en aquel momento en

que la gente tenía un conocimiento muy limitado del mundo, todos los viajes estaban revestidos

de una connotación fantástica, sin que el mundo medieval dejara por ello de creer en la realidad

de aquellos viajes. Empleando aquí un viaje y no un sueño, se dotaba al poema de cierto

realismo, como si de verdad fuera posible tamaña aventura.

El contenido irónico de la obra no es fácil de apreciar. Parodia los géneros típicos de la

época medieval, y el tono general de la obra no difiere de las producciones medievales

catalanas. Marco apunta como Metge, intencionadamente, compone un texto de estructura

medieval y sitúa en el reflexiones d corte humanista en la que abundan vocablos de carácter

popular y coloquial, con intención de reforzar el tono de broma y parodia y diferenciarse del

clásico debate medieval. Este lenguaje popular, de expresividad plena, origina un lenguaje vivaz

que en nada desmerece la lengua culta. Marco lo define como una forma de expresión directa y

rica de las emociones más espontáneas, que pretende otorgar al diálogo una mayor veracidad y

romper la tensión que suele provocar (43,45 y46).

En cuanto a la estructura de la obra, si bien al ser un poema su orden no responde

exactamente a aquel en el que las argumentaciones suelen sucederse en un escrito de defensa

convencional, sí que pueden encontrarse en él numerosos rasgos propios de la retórica forense,

sobre todo aquellos encaminados a la manipulación directa de los sentimientos de la audiencia.

Recordemos que, como en el caso de Lo somni, Metge no dispone de más pruebas que su

palabra, y son muchos los rumores que contra él existen. El objetivo es, pues, cambiar las

percepciones acerca de su persona, desmontar los prejuicios y rumores, y crear una nueva

identidad capaz de situarle de nuevo en el epicentro de la corte.

Del verso 1 al 25 tiene lugar el exordio o introducción del poema, en el que Metge

sienta las bases de lo que va a desarrollar a continuación, y de paso, aprovecha para predisponer

a la audiencia en su favor. Primero llama a su compasión –y a su curiosidad— mencionando un

grave peligro —el cual no aclara pero que seguramente muchos se imaginarían— que lo

mantiene preocupado; y más tarde en los vv. 18 al 25, exhibiendo una falsa modestia en cuanto

a sus dotes de poeta y escrito, en un intento de dibujar una imagen de sí mismo humilde y

sencilla, pues si el objetivo es lograr que la audiencia se identifique con él, Metge sabe que no

puede adoptar una imagen altanera o de superioridad.

En un alegato de defensa, siempre se intenta adelantar brevemente los hechos

destacados al tiempo que se predispone al jurado para dos cosas: que sienta pena y que se

identifique en la medida de lo posible con el acusado. Suele ser bastante difícil porque los

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acusados lo último que despiertan es compasión, pero no es imposible. Para ello, hay que

destacar cualquier situación de vulnerabilidad en la que se encuentren y cambiar cualquier

percepción negativa que el jurado pudiera tener de ellos. Eso es precisamente lo que Metge hace

en estos primeros 25 versos.

Del 26 al 29 se ofrecen detalles muy concretos en cuanto a la datación del suceso. No

olvÍdemos que ésta es una obra de ficción. El lector sin duda lo sabe, pero al incluir estos

detalles, Metge consigue darle al relato una apariencia de veracidad que su audiencia va a

registrar de manera inconsciente. También se describen con todo lujo de detalles lo que parecen

síntomas de un ataque de ansiedad, sin duda para reforzar en el lector la idea del estado de

intranquilidad en el que dice encontrarse el autor.

A partir del verso 48 se introduce la figura del viejo, que ya se ha visto tiene mucha

relevancia como parte de la defensa del autor, pues representa lo engañosas que pueden resultar

situaciones que en un primer momento se presuponen inofensivas e inocentes. En este caso,

además, ayuda a construir una escena donde nada es lo que parece: el viejo no es un anciano

inocente y desvalido, pues es capaz de engañar a Metge y empujarlo a alta mar en una barca a la

deriva. Y Metge, el cortesano con mala reputación y sospechoso de corrupción, es aquí el

engañado, justo además cuando iba a realizar una buena acción ayudando desinteresadamente al

viejo. Metge está sembrando en su audiencia la idea de que las cosas no son siempre como

parecen, y ni los buenos son tan buenos ni los malos tan malos.

Las palabras que el viejo le dirige cuando Metge le ofrece dinero tampoco son casuales.

«No, sényer, que major master / l’avets vós», dix ell, «que·n secarts/ e cascun jorn imaginats /

com ne porets ésser fornit;» (vv. 58-61). El viejo, al referir que Metge necesita el dinero más

que él, y que lo busca cada día, contribuye en parte a anular la reputación de Metge como uno

de los cortesanos mejor remunerados, constantemente objeto de regalos y prebendas (pues no

necesita dinero ni lo busca quien lo obtiene a manos llenas).

La consumación del engaño tiene lugar en los versos del 78 al 103, en los que Metge

muestra primero su buena disposición a ayudar al viejo y su carácter generoso y desprendido —

refiere que le hubiera dado incluso su ropa—. Con esto, una vez más, se contribuye a cambiar

positivamente su imagen personal. También se refiere el alcance del engaño sufrido por el

vilanàs falç. Este villano falso aquí representa a otros muchos que en la vida real pudieran haber

engañado al autor y dejarlo en una situación comprometida, o al menos eso es lo que pudiera

estar insinuando.

Las palabras siguientes también son muy significativas, pues en los vv de l04 al 113,

quien habla es Metge personaje, pero el efecto es como si hablara Metge cortesano, que se

declara harto de hacer el bien y refrenar sus vicios para que de nada sirva. Este es un efecto que

Metge consigue al colocarse él mismo de protagonista de su relato —el famoso «hablar de uno

mismo cuando sea necesario» que se mencionaba anteriormente. Además, nuestro autor

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introduce la idea de que se siente injustamente tratado: «Eres veig qu·és en gran error lo món»

(v.113).

En el v. 146 encontramos otra declaración de intenciones del autor, el cual, habiendo

estado a punto de morir —de nuevo la idea de estar en gran peligro— se siente aliviado y

declara su deseo de enmendar sus errores. Pudiera ser una reflexión personal del autor para

cuando esta situación de peligro en la que de verdad se encuentra cese: enmendar sus errores y

dar limosnas. Recordemos que el propósito de enmienda es una condición indispensable para el

perdón tanto de los pecados como de los delitos. Un penado tiene que comprometerse —incluso

con una diligencia firmada de por medio—a no volver a delinquir, e incluso a otras cosas que el

juez determine, como someterse a determinados tratamientos o realizar trabajos comunitarios, si

quiere obtener la suspensión de la pena. El hecho de que Metge introduzca esta idea de

propósito de enmienda tras el episodio en el que sale de un grave peligro es, pues, muy

significativo y seguro para sus contemporáneos tenía muchas lecturas.

Los versos 168 al 173 también son importantes desde el punto de vista de la defensa

encubierta que Metge está realizando de sí mismo, pues vienen a decir que lo que se desea no

siempre cumple las expectativas previstas, y a menudo causa incluso el efecto contrario.

Recordemos que la situación privilegiada de Metge en la corte debió de acarrearle muchas

envidias y deseos de obtener lo mismo que él. Aquí vuelve a utilizar esa idea de las falsas

apariencias, al mismo tiempo que advierte a aquellos que le envidian que a lo mejor eso mismo

que ellos suponen motivo de gozo pudiera ser que les trajera desdichas, como ha sido su caso.

Y de nuevo, en los versos 182 al 185, otra alusión que puede aplicarse directamente a su

situación personal, en la que los rumores lo han situado en el centro de una conspiración. Metge

incluye expresamente las palabras morda (difame), documén falssari (documento falso)

injust procés (injusto testimonio). No tiene miedo a la difamación —es decir, a la propagación

de falsos rumores contra él— a menos que se valgan de documentos falsos. Realmente es una

reflexión extraña en el contexto en el que la sitúa (el desembarco en la isla), que no tiene otro

objeto que el de aprovechar cualquier oportunidad para reforzar su inocencia y la idea de que los

rumores que circulan sobre él son falsos —difamación— y de que en el caso de que haya

documentos probatorios, estos serían también lo serían.

En los siguientes versos tiene lugar la descripción de la isla, con su naturaleza

desordenada en la que lo bueno y lo malo se mezclan e incluso comparten el mismo espacio. Es

sin duda un reflejo del mundo real, en el que conviven el bien y el mal sin que a veces sea

posible separarlos. Incluso lo de bajo linaje —en este caso, los árboles— puede destacar más

en altura que lo más antiguo y de mejor crianza. Esta imposibilidad de separar bueno y malo

conviene al autor porque dificulta la tarea de juzgar. Es más difícil condenar algo que es bueno

y malo a la vez.

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221

Esta descripción de la isla de la Fortuna no es más que una imagen del mundo al revés,

en el que las cosas no son lo que parecen ni se obtiene el efecto esperado de ellas. Es una idea

que a Metge le conviene reforzar en el lector, pues recordemos que éste ya tiene formada una

opinión de él —en gran parte negativa— y es su objetivo cambiarla, o al menos, sembrar la

duda acerca de ella. Cabe destacar la belleza de las imágenes que emplea, y el vocabulario tan

rico y sonoro, que seguro hubieron de causar una gran impresión en el lector de la época,

contribuyendo sin duda a su persuasión. Es cierto que se trata de descripciones largas, pero lejos

de aburrir al lector o desencantarlo, como Metge temía al principio del poema, resultan

interesantes y llenas de vida, poniendo de manifiesto las dotes literarias de Metge. Esto es una

viejar argucia retórica mil veces usada, en la que el orador se lamenta o pide disculpas por sus

cualidades, para a continuación sorprender al público con un excelente discurso.

La descripción de la diosa Fortuna es igualmente larga y profusa en detalles. Metge no

escatima esfuerzos para representar su fealdad. No se olvida de la famosa rueda, que Fortuna

hace girar con gran estruendo, pasándola de mano en mano (vv. 365 – 367).

De nuevo, los versos 434-441 aluden directamente a su situación personal. Habla aquí el

Metge real, el cortesano acechado por los rumores al que ahora no quieren aquellos compañeros

de la corte que antes le seguían. «Al bon hom pits li és que mort/quant se fama pert, majorment /

quant veu que no és malmirent». Para Metge, perder la fama es peor que la muerte (vv. 452-

453), sobre todo si es inmerecidamente. De nuevo, la elección deliberada del verbo calumniar.

No hay ninguna duda de que Metge está usando el poema para defenderse de los rumores contra

él. De nuevo, un llamamiento a la compasión del lector, intentando mover sus sentimientos «Lo

major dol qu·om pot soffrir / és, a mon juy, haver usat / d’onor e de felicitat, e qu·om se’n veja

puys desert».

Con esto comienza un discurso de Metge que puede considerarse un alegato de

acusación contra la diosa Fortuna, que él considera culpable de sus males. Destacamos los

versos «Tot açò pux testificar, / per tal com de tot he testat», en el que una vez más, consciente

o inconscientemente, Metge introduce vocablos o términos propios del Derecho. Pequeños

detalles como éste no hacen más que confirmar la existencia de las defensas literarias. Y de

nuevo, en el verso 489, se vuelve a intentar conmover a la audiencia « no ha nascut hom en est

mon / qui ten greus mals com en mi son haje soffert, Déus me’n ajut» (489 y ss). Nótese el uso

de hiperboles y superlativos con este fin: «no ha nacido hombre en el mundo que tan grandes

males haya sufrido». Obviamente, esto no es cierto, pero Metge logra el efecto deseado y

además llama la atención de su audiencia al introducir estas descaradas exageraciones. No

olvÍdemos que cuando no hay otro recurso, los abogados justifican las acciones de sus clientes

con sus aptitudes y sus circunstancias, a veces como eximente y a veces sólo para que el juez no

sea demasiado duro al imponer la pena.

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El mismo esquema se repite en los siguientes versos, en los que Metge continúa

describiendo su situación personal. De nuevo, se recurre al pathos como medio de manipulación

de los sentimientos y el ánimo de la audiencia. Nótese como Metge hábilmente consigue que la

audiencia empatice presentándole una situación con la que fácilmente podrían sentirse

identificados, como es la de los verdaderos amigos en épocas de dificultad.

Después del alegato de acusación de Metge contra la diosa Fortuna, viene el de su

defensa, pronunciado por ella misma. A partir del verso 542 la diosa comienza a rebatir los

argumentos de la acusación de Metge y a explicarle las peculiaridades de su naturaleza, pues en

entender ésta se encuentra la clave de la felicidad humana y la paz espiritual. No faltan en este

discurso las amenazas —«Per crim de lesa majestat, / si molt ma fets, vos puniré,/ e de tal verí

vos daré / que no y será bestant triaga» (586-589); «¿Cuydats-vos, si bé·m manassats,/que per

axò reta la força?» (592-593) y «tenits-vos per dit / que jo us metré en tan gran brogit / en hora

que no us cuydarets», que tot ço que us é dat perdrets,» (631-632). Los argumentos que

justifican su naturaleza se suceden a partir del 606 («todos saben cierto, y ven, que dar y quitar

es mi oficio»).

En el verso 644 se produce la entrada de la Prudència, la cual goza de los atributos

opuestos a la Fortuna; no solo es bellísima, también tiene un hablar dulce y amable que

contrasta con las amenazas y malos modos de Fortuna.

Prudència lo llama «querido hijo» e «hijo mío», y se ofrece «curarle de su enfermedad».

En el verso 926, Prudència hace una advertencia que parece dirigida a los

contemporáneos de Metge: «E sabets que no són eguals / los juys dels hòmens d’aquest món;/

car celhs qui al vostra juy són / bons, e honest e benfasens,/ serán mals al juy de les gens, / e

pel contrari semblanmén; e no sabrests, per consegüén, / qual merexerà mal o bé». Los juicios

de los hombres, según Prudència, no son todos iguales, y si hay alguna cosa buena para unos,

puede ser también mala para otros. E incluso si se es tan experto que a buenos y malos se

conoce, otra cosa bien distinta es juzgar lo que cada uno merece, pues el único verdadero juez es

Dios, que además de con justicia juzga con piedad. Como decimos, puede ser una advertencia o

una súplica a sus contemporáneos, para que no juzguen con tanta dureza asuntos que solo Dios

está capacitado para juzgar. También resulta interesante desde el punto de vista de la retórica

forense el uso de ejemplos históricos para ilustrar la argumentación de Prudència. En este caso,

Prudència hace referencia al enfrentamiento entre Pedro el Cruel y Enrique de Trastámara para

ilustrar el papel de los designios divinos y la arbitrariedad de la Fortuna (vv 946 y ss).

Resulta muy revelador que Prudència dedique una parte tan grande de su discurso a

reflexionar sobre la acción de juzgar —juicios divinos, juicios de los hombres, y los errores que

los segundos comenten mientras llevan a cabo estos juicios y la debilidad humana a la hora de

dar continuidad a las buenas obras que emprenden. Y como, en general, es la voluntad divina, y

no los caprichos de la fortuna, la que decide a quien da y a quien quita.

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223

Al final del poema, Prudència sana con un beso de cada una de las siete doncellas las

heridas de metge y lo devuelve a su barca para que emprenda viaje de vuelta. A la llegada al

puerto de Barcelona (Metge vuelve a invocar el realismo del relato mediante la aportación de

detalles concretos) ésta desaparece, y Metge decide volver a casa para evitar rumores al verlo

paseando solo tan temprano (de nuevo los rumores, que parecen atormentarlo).

Los últimos versos del poema son una invocación piadosa, para que Dios guarde al

lector y les conceda el Paraíso tras la muerte, pues el autor no conoce mayor felicidad. Aquí, la

afirmación es rotunda —pus rich deport— y contrasta con todas las veces anteriores que el

autor ha hablado de sus desgracias y que ha señalado que las cosas no son lo que parecen y que

ni las riquezas ni la fama le han dado verdadera felicidad.

Las aguas volvieron a su cauce, al menos por un tiempo, y Metge escapó una vez más

de esa situación de peligro que le preocupaba. Sabemos que por poco tiempo, pues los

acontecimientos que precipitarían la redacción de Lo Somni se desencadenarían al cabo de unos

años. Pero mientras tanto, parece que el Llibre de Fortuna e Prudència cumplió su objetivo,

convirtiéndose en un magnífico discurso de defensa de su autor.

5.2. The Complain of Chaucer to His Purse, de Geoffrey

Chaucer

En palabras de Highet, Chaucer fue el primer gran poeta inglés que conoció Europa.

Nacido en 1340 (circa), pocos poetas medievales hay cuyas vidas y carreras públicas hayan

sido tan profusamente documentadas como la de Geoffrey Chaucer, de quien existen menciones

en alrededor de 500 documentos diferentes. Sin embargo, uno de los esfuerzos más reiterados en

lo tocante a su biografía es el realizado para tratar de establecer un nexo de unión entre dos

facetas de su personalidad que coexistieron paralelamente durante toda su vida: por un lado el

Chaucer que era un hombre de Estado, destacado ciudadano, miembro del cuerpo diplomático y

funcionario de la corte; y luego, por otro lado, el escritor y poeta, que nos habla a través de sus

obras. Autores como Dieter Mehl no creen que deba prestarse demasiada atención a este vínculo

fundado en la mayoría de las veces por hipótesis y especulaciones y casi ningún hecho cierto82,

ya que el propio Chaucer nunca habló de su vida privada en sus obras (Mehl I y II, Highet 94).

No obstante, si aceptamos esta afirmación en su totalidad estaríamos obviando la naturaleza

82 «Plenty of imagination and misdirected critical effort have been exhausted in the attempt to reconstruct the missing link between these two figures; but it remains more honest to admit that there is little or nothing to support such speculations. […] Any account of Chaucer’s life has to start with the plain fact that of all the historical records virtually none refers in any way to Chaucer’s literary activity, and that on the other hand his poetry offers very little reliable information about the manner in which he spent his life>> (Mehl, II).

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intrínseca de la creación literaria, en la que no sólo influyen la intención narrativa del autor —lo

que éste quiere contar y cómo quiere contarlo— sino también otros elementos, a menudo

involuntarios o inconscientes, relacionados también con el autor y con las circunstancias y el

entorno que le rodea. Es por ello que las obras literarias han de estudiarse desde una perspectiva

totalizadora en la que se manejen condicionantes como el contexto histórico, político y

sociocultural, así como la educación y formación de su autor y su trayectoria vital. Si bien es

cierto que en obras como The Canterbury Tales es difícil encontrar elementos que puedan

relacionarse directamente con la biografía de su autor; en otras, como este Complain of Chaucer

to His Purse, existen algunas evidencias biográficas bien documentadas que nos permiten

establecer ese vínculo con cierto fundamento.

No obstante, lo que sí admite Mehl es el carácter representativo de la biografía

chauceriana respecto a la posición y oportunidades a las que podía esperar un intelectual de su

altura durante la segunda mitad del siglo XIV.

En cierto modo, Chaucer provenía de una familia de clase media acomodada y con

cierta influencia, siendo su padre un importante comerciante de vinos, uno de los principales

productos importados del país, lo que le permitió entablar relaciones con la Corte. Esta clase

media, que concentraba en sí misma a diferentes estratos sociales, reunía a caballeros que, con

el mismo estatus gentil que los aristócratas, carecían de títulos y no disfrutaban de los beneficios

y las prebendas de la clase noble. En cambio los comerciantes como la familia Chaucer, sin ser

gentiles, gozaban de un estatus de libertad y una próspera profesión que les permitía ostentar el

título de ciudadanos o burgueses, disfrutando a la vez de considerables fortunas, a menudo

mayores que las que pudieran llegar a tener los caballeros. En este caso concreto, la riqueza de

los Chaucer aparece documentada con detalles reveladores como el tamaño considerable de la

casa que poseían al lado del rio.

Si bien no compartían igualdad de fortunas, una cosa que sí tenían común caballeros y

burgueses dentro de esta nueva clase media, era la posibilidad de entrar al servicio de la corte a

través de puestos civiles y administrativos. Incluso los ciudadanos que eran elegidos para actuar

en el Parlamento eran considerados “caballeros”; algunos recibiendo ese título de forma oficial

por sus servicios militares o a la corona. La importancia civil del ciudadano y su grado de

responsabilidad administrativa era al fin y al cabo lo determinante para la pertenencia esta clase

media (Strohm 2 y 3).

La familia de Chaucer, pues, se encuentra en la posición adecuada para prosperar dentro

de esta clase media y labrarse una carrera en el servicio civil a la corte. No es extraño, pues,

que de los frecuentes tratos de su padre con la nobleza se beneficie el joven Chaucer desde muy

temprana edad, siendo su primera experiencia cortesana la de paje en casa de la condesa del

Ulster y del príncipe Lionel, hijo de Eduardo III en 1357. Es este el primer puesto de una larga

serie de misiones y encomiendas reales, muchas de ellas de naturaleza diplomática o mercantil,

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que le son otorgados por el rey a lo largo de su vida. A cambio de éstas recibirá asignaciones

económicas periódicas e incluso parece que alguna vitalicia, en agradecimiento a los servicios

prestados al monarca. Lo verdaderamente excepcional en este caso no es el hecho de la

asignación vitalicia en sí misma, sino que ésta fuera otorgada después de un periodo de tiempo

mucho más corto de lo que era acostumbrado. Tanto la variedad y frecuencia de las misiones

encomendadas como las asignaciones monetarias que las acompañaban hacen pensar que

Chaucer era apreciado en la corte y gozaba de la confianza del monarca. También es prueba de

ello su ventajosa boda con Philippa de Roet, hija de un caballero y hermana de Katherine

Swynford (futura esposa de John de Gaunt). Al poco de casarse, Chaucer entró al servicio del

rey Eduardo III y aunque nunca llegó a formar parte de su círculo más íntimo de ayudantes, sí

pudo seguir acumulando posiciones de gran responsabilidad hasta el final de su vida (Strohm 3).

También resulta destacable el hecho de que Chaucer disfrutara de estas compensaciones

económicas durante un periodo de tiempo bastante largo, aunque con ciertas interrupciones,

como deja patente el poema que ahora analizamos. No podemos olvidar que, careciendo del

estatus de gentilhombre —estatus que quizás su posición de escudero de la casa real le hubiera

podido otorgar, aunque en una posición de ambigüedad—, la dependencia de Chaucer de su

carrera como funcionario de la corte era total, ya que carecía de tierras o rentas como los

miembros de la nobleza. Las asignaciones y dotaciones eran esenciales para su mantenimiento y

el de su familia. A este respecto Mehl apunta al exacto conocimiento por parte de nuestro autor

de los entresijos de la burocracia real y a sus habilidades diplomáticas, como los motivos

gracias a los cuales pudo asegurarse tales asignaciones incluso durante periodos de cambio de

gobierno. Por ejemplo, cuando Enrique IV sucedió a Ricardo II en 1399, un año antes de la

muerte de Chaucer, no sólo no suspendió estas asignaciones sino que las confirmó e incluso

añadió una más. (Strohm 4). Su carrera profesional fue larga y exitosa a lo largo de tres reinados

en los que consiguió el aprecio de los tres monarcas, incluso en los periodos de mayor tensión,

llevándose bien tanto con Ricardo II como con John de Gaunt y los Lancaster (Strohm 4).

De lo que no hay suficientes datos es de sus viajes y misiones diplomáticas,

especialmente del viaje a Génova y Florencia, que por la significación e influencia que pudiera

haber tenido en su desarrollo literario es sin duda uno de los que más curiosidad despiertan entre

los investigadores (Mehl, 2 y 3).

También afirma Mehl que perteneciendo Chaucer a una familia de influyentes

comerciantes, no es raro que desde muy joven hubiera tenido contacto con marinos y

comerciantes italianos, recibiendo los primeros atisbos de su cultura y su lengua83. Esta

familiaridad con marinos, mercaderes y banqueros italianos le sería muy útil más adelante en su

83 Según Highet, las lenguas modernas que conocía eran francés e italiano, sin embargo, la influencia

francesa en su obra fue mucho menor que la italiana, que tanto afectó a muchos de sus sucesores como Milton, Byron y Browning (Highet 94)

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vida profesional. En sus visitas a Italia pudo por fin adquirir ese conocimiento de primera mano

de autores como Dante, Boccaccio y Petrarca y del contexto social y político en el que sus obras

habían surgido. Es bien sabido de su admiración por los grandes poetas del trecento italiano, y

aunque no hay ninguna evidencia histórica que lo confirme, durante su estancia en Florencia

pudo haber entrado en contacto con ellos, o al menos con algún seguidor, y en todo caso seguro

que tuvo la oportunidad de recibir personalmente todo el impacto cultural que supondría la

inmersión en la vida y sociedad florentinas. Según Wallace, desde la perspectiva continental de

la época, la Inglaterra chauceriana y su poesía presentaban una pátina anticuada y excéntrica. El

Canzoniere de Petrarca no fue absorbido en su totalidad por los autores ingleses hasta principios

del XVI, y la colección de cuentos de Boccaccio tampoco llegó hasta el siglo XVI. Sin

embargo, Chaucer se inspiró en Boccaccio para su redacción de cuentos, haciendo un claro y

precoz uso del mismo. Highet, sin embargo, considera que aunque sí conocía bien y admiraba a

Dante, no conoció el Decamerón de manera directa, a pesar de que siguiera un plan similar en

sus Canterbury Tales, y que incluso cundo usa una historia del mismo —Patient Griselda, en el

Clerk’s Tale— usa la traducción latina de Petrarca. Pero sin duda la influencia más importante

que recibió de Italia fue el aprecio por la lengua materna como lengua literaria, digna de ser

inmortalizada con los más altos estándares europeos. Esto sin duda tendrá una gran importancia

en su desarrollo como poeta, ya que tomó las influencias vernáculas europeas y las puso al

servicio de la lengua inglesa y su literatura. Al mismo tiempo, recibe numerosas aportaciones

intelectuales y emocionales, como el tolerante humanismo, no exento de cierto escepticismo, de

un Renacimiento emergente (Mehl 3 y Wallace 36, 37, Highet 94, 95).

La dualidad que representa Chaucer — por un lado, alto funcionario del Estado, cargado

de responsabilidades políticas y administrativas; por otro, poeta laureado, de gran influencia y el

más leído de entre los de su tiempo— es una característica que, con distintos matices, se repite

una y otra vez entre los autores humanistas. Y con más asiduidad aún entre estos que se han

escogido como representantes de estas defensas literarias que en algún momento de sus vidas se

ven abocados a escribir. Lo que sí parece claro es que junto a este nuevo tipo de intelectual

profusamente preparado para desempeñar todo tipo de roles en la sociedad de su tiempo,

despunta también una nueva clase de lectores, más amplia y heterogénea que la medieval, que

junto a su creciente capacidad económica demanda un mayor papel en la producción artística y

literaria.

Afirma Mehl que, en el caso de Chaucer, esta dualidad también se refleja en su doble

condición de cortesano y miembro a la vez de la nueva clase burguesa, lo que le permite

observar y retratar a los primeros con todo el intimismo y familiaridad de quien tiene un trato

cercano y continuo con ellos pero, al mismo tiempo, no deja de ser un elemento extraño entre

los mismos. La habilidad de Chaucer para hacer valer su actitud y opiniones en una audiencia

tan variopinta y en medio de un clima social en el que la nueva capacidad económica e

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influencia de uno de los grupos hace necesario un nuevo equilibrio entre las distintas clases

sociales, pone de manifiesto no sólo su gran inteligencia sino también el respeto y aprecio que

había logrado en la corte real. Todo ello es lo que finalmente le posibilita el desarrollo paralelo

y casi unánime de sus facetas de poeta y oficial de la corte.

En su faceta literaria, es el narrador deseoso de establecer contacto directo con su

audiencia la peculiaridad que con más fuerza resalta de entre todas las características de la obra

chauceriana. También lo que Mehl denomina «impresionante individualismo». La discusión,

una vez más, se centra en averiguar cuánto de sí mismo Chaucer muestra en su poesía, o si por

el contrario trata de mostrar lo mínimo posible de su auténtica personalidad. Lo que está claro es

la profunda impresión que la obra de Chaucer causaba entre sus lectores, sin duda gracias a sus

dotes de narrador y a lo que de su peculiar personalidad, vivaz y sociable, se traducía en sus

obras (Mehl 6, 7 y 8).

Esta comunión directa de Chaucer con su audiencia queda patente en obras como The

Legend of Good Women, en cuyo prólogo queda de manifiesto su disposición a que el público

pueda opinar sobre su obra. El problema es determinar los límites de este público

contemporáneo al autor, ya que la tradición oral, todavía muy presente en la época, permitía a

un gran número de personas conocer la obra de Chaucer sin haber llegado a leerla. El mismo

autor, según Strohm (5), no está seguro si su poesía es principalmente oral o escrita. Tal vez sus

primeros poemas fueron redactados para ser leídos en voz alta ante una pequeña audiencia, y los

Canterbury Tales, en cambio, ya se presentaron a un público más amplio, en forma de

manuscrito. En The Legend of Good Women, la tradicional forma del sueño o visión onírica

vuelve a ser utilizada, esta vez no como pretexto didáctico, sino como vehículo para esta

discusión con su audiencia. Si bien los cuentos en sí no destacan como lo mejor de su

producción literaria —los críticos destacan su falta de entusiasmo y lo inusitado del tema, las

vidas desgraciadas de una serie de mujeres abandonadas u olvidadas, para argumentar que

quizás se tratara de un encargo proveniente de la corte o quizás una justificación para publicar

alguna obra temprana o incluso para combatir las críticas vertidas contra sus poemas amorosos.

(Mehl 16). A este respecto, la falta de patronos que gracias a sus méritos literarios pudieran

haberle beneficiado en la corte no significa que no pudiera haber escrito obras para contentar,

consolar o halagar a sus superiores. Aunque autores como Strohm afirman que su poesía genera

una impresión de separación entre su vida pública y su vida literaria (Strohm 4).

Estas reacciones críticas a su obra son representadas por las acusaciones del dios de

Amor contra Chaucer, tachando de injuriosos sus retratos de mujeres, además de por los

intentos del autor de justificarse y por la defensa que realiza la reina Alceste en su favor. Resulta

especialmente interesante para esta investigación la defensa que realiza el propio poeta de sí

mismo y de su obra, defensa que, aunque es tachada de insolente por los personajes de la obra

—Alceste llega incluso a acusarle de ignorante de su propia poesía— sí que logra un resultado

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entre los lectores, pues tiene el efecto de una declaración del propósito moral de su obra. Es

quizás una de las veces que Chaucer se valdrá de su producción literaria como modo de defensa

o reivindicación de su persona.

Se trata de un hábil ejercicio literario en el que, aunque obviamente no se puede

recuperar el impacto completo que ejerció la obra sobre la audiencia en el momento de su

recepción, sí que sigue llamando poderosamente la atención la manera en la que Chaucer

establece un nexo directo con su audiencia, invitándola a reflexionar sobre sus primeras obras y

a posicionarse respecto a ellas. La defensa que realiza de algunas de éstas al contestar a las

críticas recibidas si bien no tiene más trascendencia que la pura curiosidad literaria, sí deja

abierta una puerta a considerar que era muy consciente del alcance de su obra como modo de

comunicación y diálogo con la sociedad y, por qué no, en un momento dado, instrumento útil al

servicio de sus necesidades (Mehl 17).

A este respecto, resulta muy interesante la afirmación de Strohm respecto a la

preocupación de Chaucer por la recepción de su obra, y por tanto también por las reacciones de

la audiencia a sus obras y por las tareas de narrar, leer, escuchar y escribir propiamente dichas.

Esta preocupación evidente de Chaucer por el efecto de sus obras nos invita a preguntarnos por

las circunstancias que acompañaron a la creación de cada una de ellas, así como si fueron

redactadas con un destinatario concreto en mente. La respuesta a tan difícil pregunta es aún más

complicada si se tienen en cuenta las características de la sociedad lectora de la época, que si

bien aún no era demasiado grande, si estaba muy fragmentada por diferencias lingüísticas,

geográficas, sociales, productoras e incluso de distribución de manuscritos (Strohm 5). No

obstante, lo que sí nos legitima es a pensar que, en un momento dado, consciente como era del

efecto de su obra en los diferentes tipos de audiencia y en la influencia y respuestas que ésta

podía generar, sí que pudo haberse valido de la misma para generar un efecto o consecuencia

concreta en beneficio propio. Es por ello que la consideración de este pequeño Complain of

Chaucer to His Empty Purse cabe perfectamente dentro de las consideraciones que se han

determinado como propias de las defensas literarias.

Chaucer, que se convirtió desde el principio en uno de los modelos preferidos por los

poetas europeos para imitar, fue muy consciente desde el principio de que su obra sería su

herencia literaria, y por tanto le preocupaba la fiel transmisión de ésta. Esto viene a probar, en

palabras de Mehl, que su conocimiento de la audiencia iba más allá del público más inmediato,

el cortesano, o aquel que recibía sus obras oralmente, sino que también pensaba en generaciones

futuras de lectores. En su mente tienen cabida todos ellos, y la diferencia con otros autores

contemporáneos estriba precisamente en la relación que éstos establecían de manera inmediata

con la oralidad. Este es un aspecto, la oralidad, que sin duda también Chaucer tenía en cuenta y

que según Mehl ayudan a entender ciertas peculiaridades estilísticas de la narración chauceriana

(Mehl 20).

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5.2.1.) Chaucer, el humanismo, el Derecho y los clásicos

No son pocas las similitudes entre Chaucer y los primeros humanistas, sobre todo los

italianos. Su intuitiva combinación de lenguaje, carácter y experiencia, así como su interés en el

discurso como instrumento para desentrañar las premisas de la sociedad, son algunos de los

puntos que tienen en común. Además de su consideración del mismo, y por ende también de la

retórica, como principal instrumento cultural y el arma humana más potente. Al igual que sus

colegas italianos, en Chaucer también anidaba la creencia de la superioridad de la belleza de la

retórica frente a otros artes, así como a la necesidad que tienen la moral y la civilización humana

de una correspondencia entre palabras y hechos.

Según Michaela Paasche, los críticos han ignorado habitualmente el peso de la tradición

humanista en Chaucer y su papel en ella. Sin embargo existen algunas evidencias que sugieren

que Chaucer conocía esta tradición, como las que conectan Monk’s Tale con De casibus

virorum illustrium, de Boccaccio. Tampoco puede ignorarse el hecho de que temas favoritos de

las discusiones humanistas,— tales como el ya mencionado acerca de la elocuencia y la

integridad entre hechos y palabras—, así como el mal uso que se puede hacer de la oratoria, son

temas también recurrentes en la poesía de Chaucer. Su manejo del discurso, al que considera

una forma de lectura o conocimiento de la sociedad, es igualmente característico de los autores

humanistas. Preocupado como hemos visto anteriormente por el modo en que el público podía

recibir sus obras, Paasche señala como Chaucer a menudo pone la atención en la distancia que

separa las habilidades retóricas y lo que el público entiende de las mismas.

Esta preferencia chauceriana por el discurso y su preocupación por la coherencia entre

discurso y acción desafiaba esa otra corriente impulsada por el cristianismo que consideraba a la

retórica como la cuna de todos los males. Si las primeras obras cristianas animaban a un

discurso contenido por temor a su inevitable querencia hacia el mal, los humanistas decidieron

desafiar esta idea –cuya influencia pervivió durante siglos— y llevar hasta el límite todas sus

posibilidades (Paasche 2, 3, 5, 12, 13 y 14).

En este punto los humanistas —Chaucer con ellos— seguían los dictados de Cicerón,

quien animaba a que los hombres de bien aprendieran el arte de la retórica para combatir estos

abusos de la elocuencia. La elocuencia pues, debía entenderse como un atributo de los buenos

ciudadanos, ya se tratara de un don natural o de una habilidad adquirida a fuerza de estudio.

Otro punto en común de Chaucer con los humanistas europeos es su conocimiento del

Derecho. Benson menciona como durante los años que Chaucer estuvo al servicio del rey pudo

haber estudiado junto a los juristas del Inner Tample. Además, para sus siguientes puestos de

trabajo como agente de aduanas y como empleado de la corte, necesitaba conocer de los asuntos

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de la Cancillería, así como serle familiares las fórmulas legales francesas y latinas, habilidades

que se enseñaban en Inns of Court. (Benson XIV). Prueba de que Chaucer conocía bien el

lenguaje forense y la retórica es el altísimo estilo en el que nuestro autor narra The Man of

Law’s Tale, basado en una historia de la Crónica de Nicolás Trivet y en la versión de Gower de

ésta misma. Chaucer no duda en emplear un estilo que acompaña perfectamente al hombre de

leyes, con todos los recursos recomendados por los retoricistas medievales para mover los

sentimientos en favor de la heroína, casi como si estuviera defendiendo su caso ante un tribunal.

Igualmente, como le sucedió a otros humanistas en el continente, el uso de la lengua

vernácula en todas las esferas de la vida cotidiana del siglo XIV propicia de manera natural que

Chaucer decida escribir empleando esta lengua, en detrimento del francés o el latín que usaban

otros contemporáneos. El inglés empleado por Chaucer es el que empleaba habitualmente en el

mundo de los negocios y en la corte de Londres y Westminster. Sin embargo, consigue

demostrar que es posible escribir en inglés con una elegancia y altura que otros antes no habían

conseguido. En la técnica del verso fue sin duda un gran innovador, pero es en el estilo de su

lengua literaria donde sin duda destaca, consiguiendo en vida un reconocimiento de su talento y

brillantez literaria que se tradujo en un inmediato prestigio del tipo de lenguaje por él empleado

(Benson XVI).

En cuanto a su relación con los clásicos, autores como Highet son bastante críticos

respecto a este punto, achacando a Chaucer su falta de profundidad e inteligencia a la hora de

estudiar a los clásicos, simplificando sus aportaciones hasta casi dejarlas en lo mínimo. Highet

afirma que cuando emplea o se refiere a los clásicos Chaucer cometió algunos errores

chocantes, e igualmente le reprocha que de vez en cuando parezca aparentar un conocimiento de

los mismos que en realidad no poseía, lo que resulta desconcertante. Por ejemplo, como todos

los autores medievales, pone especial énfasis en que destaquen sus citas de los autores de la

Antigüedad, aunque algunas veces estos autores no existan o sean producto de malentendidos

por su parte84. Como no había leído a todos los autores que cita, sería engañoso considerarlos a

todos como influencias clásicas de sus obras. Highet considera que sí conocía bien algunos

escritores latinos, de los que tradujo y adaptó libros con genuina admiración y buen

entendimiento. A otros, sin embargo, los conocía solo superficialmente, bien porque se trata de

un conocimiento de segunda mano —a través de otro autor— o por los resúmenes o fragmentos

contenidos en alguna enciclopedia medieval (Highet 95,96, 97 y 98).

Los autores que sí conocía bien han sido profusamente estudiados y analizados y casi

todos los expertos coinciden en ellos. Highet menciona a Ovidio el primero, de quien toma el

cuento Lucrecia en The Legend of Good Women, el cual comienza con una traducción de las

propias palabras de Ovidio. A Virgilio también lo conoce de primera mano, aunque

84 Highet muestra un gran número de ejemplos de estos errores, que no vamos a reproducir para no

alargarnos demasiado en este punto (Véase Highet 96).

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aparentemente sólo La Eneida. Tuvo gran importancia también para su lenguaje y sobre todo

para su pensamiento Boecio, de quien tradujo la Consolación de la filosofía del latín original, y

aunque no es una traducción excelente, contienen numerosas palabras en inglés tomadas

directamente del latín o del francés (se ayudó de una versión francesa previa). Su pensamiento

filosófico proviene casi en su totalidad de la obra de Boecio.

El siguiente, en mucha menos medida que el resto, es Estacio, a quien era capaz de citar

directamente. Inferior a otros poetas de su época, tenía sin embargo una viva imaginación que

inspiró a Chaucer numerosas anécdotas y coloridos adjetivos que no dudó en emplear en su

obra. En cuanto a Claudio Claudiano, parece que lo conoció a través de una antología medieval,

especialmente el Rapto de Proserpina y otras dos obras menores. Según Highet, su

conocimiento de Cicerón tampoco es gran cosa; ciertamente lo menciona; y sin duda conocía el

famoso Sueño de Escipión, en el cual basó The Parliament of Fowls. De Séneca, en cambio, su

conocimiento parece reducirse a pasajes aislados, seguramente a través de intermediarios

(Highet 99 y 100).

A pesar de su conocimiento clásico limitado, Highet admite que en la vida de Chaucer

existían tres grandes intereses: la vida inglesa contemporánea, la poesía italiana y francesa y la

erudición clásica, con predilección por la poesía y mitología sobre la filosofía. Más tarde el

Cristianismo aparecería para ocupar su lugar entre los intereses chaucerianos. Aunque lo

considera un amateur —para Highet Chaucer nunca gozó de una educación propiamente dicha

en este sentido—, sí reconoce la importancia de esta afición por la erudición clásica en su obra.

Tal vez no contribuyó gran cosa a su visión de la vida, ya de por sí clara y brillante sin

necesidad de ayuda externa; pero sí le proporcionó un nutrido catálogo de historias que contar,

además de mejorar su capacidad de expresar aquello que con tanta agudeza observaba. Una vez

enriquecido su conocimiento histórico y legendario, le sugirió paralelismos para explorar en su

obra. Para Highet, la mayor aportación del clasicismo a la obra de Chaucer es la estimulación de

la imaginación de éste hasta el punto de sobrepasar su tiempo y lugar, permitiéndole poner

pensamientos más sabios e interesantes en sus personajes que las confusas y sombrías creencias

que proliferaban entre los cortesanos de su época.

Además, la excelencia de la poesía clásica tiene un gran efecto educativo en él. Los

poetas que Chaucer conocía y admiraba poseían una gran formación, habiendo aprendido ellos

mismos de sus antecesores a desarrollar largos y elaborados pensamientos, a describir con

vivacidad empleando con soltura símiles y adjetivos y a manejar grandes cantidades de material.

De todo esto aprende Chaucer y lo emplea en sus largos pasajes descriptivos, sus elaboradas

comparaciones y sus largos discursos. En resumen, pese a las lagunas de su formación clásica,

es con Chaucer con quien la erudición clásica pasa a ser parte de la mejor literatura inglesa

(Highet 102 y 103).

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5.2.2.) Lenguaje y narración

Según Mehl, la poesía inglesa anterior a Chaucer, o incluso la contemporánea al mismo,

ofrecía pocas oportunidades al lector u oyente para discutir las intenciones del poeta o las

variaciones en el tono, novedades que sí introduce Chaucer en su obra, cuya lectura se resiste a

explicaciones simplistas. Su lenguaje presenta una fluidez coloquial que le proporciona el ser

una lengua predominantemente oral y no regulada, lo que le permite experimentar con gran

libertad hasta el punto de convertirse en referente de estilo y del desarrollo de la lengua inglesa.

De hecho, emplea en su obra el dialecto de Londres, el cual evolucionaría en el llamado inglés

moderno, luego no resulta demasiado difícil de entender. Otros méritos de su obra, como su

original adaptación de fuentes literarias y temas tradicionales y su sentido del humor no fueron

reconocidos hasta mucho más tarde.

Mehl también destaca las explícitas referencias de Chaucer a la construcción de sus

cuentos, las transiciones de un grupo de personajes a otro, los cambios de tono y los giros

inesperados, como elementos característicos de su obra que eran más fáciles de seguir por el

oyente que por el lector, aunque ya estuviera preparado para apreciar su habilidad manejando

los resortes retóricos tradicionales, sus pinceladas de ironía y sus cambios de perspectiva.

Gracias a esto y a su inteligencia y brillante personalidad, fue capaz de conectar con diferentes

generaciones de lectores (Mehl 20 y 21).

También fue de gran importancia la buena disposición del público para recibir literatura

en lengua vernácula, a lo que sin duda contribuyó la preferencia de Enrique V por la literatura

en lengua inglesa, lo que convierte a la aristocracia también en un buen receptáculo de la

misma. Para la época todavía se trataba de una elección poco corriente, sobre todo porque la

burguesía y los habitantes de las ciudades dirigían sus gustos hacia temas pragmáticos, más

relacionados con sus negocios, y durante el tiempo de ocio, se decantaban por libros piadosos y

misales, como puede comprobarse en las relaciones testamentarias de libros poseídos y legados

por comerciantes de la época (Strohm 8 y 9).

Chaucer, que conocía bien a su audiencia, no dudó en recrear para ella una especie de

microcosmos social en sus cuentos, con gentiles y no gentiles como protagonistas. El autor era

consciente de que sus principales lectores serían los miembros de su propio estrato social,

pertenecientes a la corte y a la administración real. Ocasionalmente, obras como The Book of

Duchess sugieren cierta consideración hacia sus superiores —en este caso podría tener la

intención de consolar a John de Gaunt por la muerte de Blanche of Lancaster—, en las que la

relación de familiaridad y amistad entre los personajes no oculta la distancia que separa sus

diferentes cunas y posición social. Strohm también señala el poema Lak of Stedfastnesse como

único ejemplo en el Chaucer parece dirigirse directamente al rey Ricardo II, aunque los

monarcas podrían muy bien aparecer retratados en los personajes centrales de su Legend of

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Good Women, donde el dios y la diosa del amor reúnen todas las características propias de

aquellos con una posición social elevada. Chaucer les otorga un tono en los que abundan

amenazas, órdenes y un sutil desdén, mientras que se guarda para sí de una ironía que emplea

como arma defensiva (Strohm 10).

Los funcionarios y juristas de Londres y Westminster y los demás caballeros y

escuderos de la corte no conforman solo su círculo más cercano, también su audiencia más

inmediata. Aparte de estos, podría incluirse a otros colegas comerciantes y demás ciudadanos

burgueses, miembros de su misma clase social. Chaucer se dirigirá con frecuencia a esta

audiencia a lo largo de su obra, y el tono intimista y familiar que emplea para ello es lo que hace

pensar a los expertos que, efectivamente, esta primera audiencia se componía de gente muy

cercana a él, sin impedir que paulatinamente se fuera ampliando al mismo tiempo que se

ampliaban también los círculos sociales (Strohm 11, 12 y 16).

5.2.3.) Complain of Chaucer to His Empty Purse

To yow, my purse, and to noon other wight

Complayne I, for ye be my lady dere.

I am so sory, now that ye been lyght;

For certes but yf ye make me hevy chere,

Me were as leef be layd upon my bere; 5

For which unto your mercy thus I crye,

Beth hevy ageyn, or ells mot I dye.

Now voucheth sauf this day or hyt be nyght

That I of yow the blissful soun may here

Or see your colour lyk the sonne bright 10

That of yelownesse hadde never pere.

Ye be my lyf, ye be myn hertes stere.

Quene of comfort and of good companye,

Beth hevy ageyn, or ells moot I dye.

Now purse that ben to me my lyves lyght 15

And saveour as doun in this world here,

Out of this toune helpe me thurgh your might,

Syn that ye wole nat ben my tresorere;

For I am shave as nye as any frere.

But yet I pray unto your curtesye, 20

Beth hevy agen, or ells moot I dye.

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Lenvoy de Chaucer

O conquerour of Brutes Albyon,

Which that by lyne and free election

Been verray kyng, this song to yow I sende,

And ye, that mowen alle oure harmes amende,

Have mynde upon my supplicacion.85 26

Según el Oxford Companion to English Literature, por complaint (queja), se entiende la

forma poética latina derivada del latín planctus; un lamento de la vida en general y sus

visicitudes, o de un asunto concreto en particular, como es el caso de este poema. Fue una forma

poética muy popular hasta el renacimiento, cuando los términos elegía y lamento empezaron a

usarse86.

Chaucer escribe los últimos de sus cuentos, entre los que se incluyen The Nun’s Priest’s

Tale, The Canon’s Yeoman’s Tale y The Parson’s Tale, entre 1396 y 1400. En este periodo

también ven la luz algunos de sus poemas cortos, como Scogan, Bukton y The Complaint to

His Purse.(Benson XXV). Pero The Complain of Chaucer to His Purse no es sólo el ultimo

poema que escribió, también se trata de un claro ejemplo de lo que hemos querido llamar

defensas literarias. A las más extensas composiciones que hemos visto anteriormente acompaña

esta otra, breve y ligera, donde el lugar que antes ocupaban temas trascendentes como la vida

después de la muerte, la Fortuna y la voluntad divina, ahora están preocupaciones más

mundanas, como la del bolsillo vacío, ese lamento que al mismo tiempo es una reclamación,

una queja contra la injusticia de no recibir a tiempo lo que es de uno. Una súplica que, gracias a

su equilibrada rima, es casi una canción.

Probablemente fue el último poema de Chaucer. Un chascarrillo que pretendía hacer

burla de los poemas de amor, en los que el anhelo de la persona amada se articula en nostálgicas

imágenes de ésta intercaladas con lamentos por su pérdida. Pero no es ese su único fin; tampoco

el principal. Chaucer verdaderamente tenía una reclamación que hacer, y una persona a la que

hacérsela. Chaucer quería su dinero.

La forma de rima real que Chaucer emplea en este y otros poemas probablemente tuvo

origen en Italia. Se trata de un complicado entrelazado de rima y asunto nada sencillo incluso

para las libertades estilísticas y de composición que se permitían sus contemporáneos. El

85 The Complaint of Chaucer to His Purse tal y como aparece recogido en The Riverside Chaucer, Larry D.

Benson et al. (ed.), Boston: Houghton, 1987, pp. 656. Esta es la versión del poema sobre la que se trabajará durante todo el epígrafe.

86 «What was most often called a supplicacion or supplicacio, written in French or Latin, would follow common forms, beginning with some complaint about a wrong or lack, and appealing for a remedy from some potential benefactor» (Burrow, 349).

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estribillo que Chaucer sitúa al final de cada parte es donde se coloca la súplica, que se repite así

una y otra vez.

Todo el poema en sí es una pequeña chanza, una diversión, que en el fondo encierra una

situación más que dramática, como se explicará más adelante. Pero Chaucer, lejos de escoger un

vehículo para su súplica pesado y dramático, se inclina por este ligero y armonioso, que sabe

deleitará al lector —y sobre todo a su receptor principal— mucho más que otro cargado de

gravedad. La persona a la que está destinado lo escucharía o leería, y seguramente sonreiría por

los ingeniosos juegos de palabras, recordándolo fácilmente después gracias a su cadencia casi

musical. Ya no lo olvidaría, y probablemente volvería a su mente en el momento oportuno,

cuando tuviera que ordenar y repartir nuevas prebendas. Un poema serio en el que el poeta

exige su dinero es una petición fastidiosa como las que probablemente el rey recibiría decenas al

día. Nadie quiere que le pidan dinero, ni siquiera cuando es una petición cargada de derechos y

razones. Al elegir este tono amable, algo burlón, exagerado y cargado de imágenes, Chaucer se

asegura que la persona indicada lo reciba de buen grado, incluso con cierta curiosidad, y

también lo más importante: que en el momento oportuno, lo recuerde. A este respecto, Burrow

afirma que los poetas medievales a menudo optaban por esta forma de redactar sus peticiones de

forma informal, alejada de la aburrida súplica o petición oficial, esperando con ello despertar el

interés de aquel de quienes querían obtener la solución a su problema. Hay tres poemas de

Chaucer, probablemente todos datados en la última década de su vida, que consistieron en

peticiones de este tipo — The Complain of Chaucer to His Purse, Fortune y Lenvoy de Chaucer

a Scogan—, en los cuales las partes esenciales de la petición —el lamento y la súplica por el

remedio— se llevan a cabo con gran originalidad y libertad (Burrow, 350).

Se trata de una hábil maniobra retórica, pero no es la única. Hay un momento

determinado en el que Chaucer cambia la estrategia y de la diversión pasa a la adulación. Aquí

ya puede decirse que se dirige directamente al rey, al que reconoce como descendiente de Bruto

—fundador de Bretaña—, y por tanto legítimo gobernante.

Como se ha visto anteriormente, Chaucer no era ajeno a los resortes burocráticos de la

corte. Veterano funcionario y escudero real, se las había arreglado durante su larguísima carrera

profesional para encadenar asignación tras asignación, independientemente de los vaivenes

políticos y sociales. Y sin embargo, llega un momento de necesidad. No hay más puertas a las

que llamar ni misivas que enviar, la literatura se convierte, una vez más, en el último recurso.

Beson explica que la subida al trono de Enrique no parecía haber originado muchos cambios en

la vida de Chaucer, que ya había recibido anualidades del padre de éste y que también había

escrito The Book of the Duchess en memoria de su madre. Incluso el propio rey Enrique renovó

las asignaciones que había recibido de Ricardo II y le añadió una suma adicional, anual y

vitalicia. No obstante, esa suma parece que estaba tardando en ser pagada (Benson XXI).

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La idea de considerar este poema breve de Chaucer como defensa literaria no sale de la

nada. La totalidad de los estudiosos del poeta inglés consideran que lo que hace el autor en esta

obra es, básicamente, pedir su paga. Seguramente, antes del poema, vinieron escritos y misivas

en las que la rima y las metáforas se sustituirían por lenguaje administrativo. Al no surtir estos

el efecto deseado, llegó la defensa literaria, que en este caso no es “defensa” propiamente dicha

sino petición.

Chaucer disfraza su petición, totalmente legítima, como un pequeño divertimento en la

que su bolsillo, ahora vacío, es una amante deslucida a la que el poeta quiere ver de nuevo lucir

en todo su esplendor. Se trata, efectivamente, de una burla de los poemas amorosos en los que

se ofrecía un retrato nostálgico de las virtudes de la dama amada y se declaraba su inamovible

devoción hacía ella y los estragos que causa en el poeta la situación de desamor o desgracia de

la amada. Nótese como en ningún momento Chaucer pretende confundir al lector. Se dirige al

bolsillo como si fuese su amada, la que puede hacerlo feliz. Pero en todo momento queda claro

cúal es la intención y propósito del poema. No hay equivocación posible pues el poeta nombra

claramente a su bolsillo, y condiciona su felicidad a la plenitud de este. Es sin duda una

afirmación que provocaría la sonrisa pero también la comprensión del lector, su empatía. Todo

el mundo es más feliz con el bolsillo lleno. «Beth hevy ageyn» —le ruega— «or elles mot I

dye». Se trata de una exageración destinada a provocar la risa y a llamar la atención del lector.

La metáfora de la dama se lleva aún más lejos en la segunda estrofa. El lenguaje es el

típico de la poesía amorosa de la época, como probablemente reconocerían sus lectores. Los

versos 9, 10 y 11 son remembranzas de esta “amada” tan peculiar —el sonido de las monedas en

su bolsillo, su color amarillo brillante (el del oro o las monedas)—. Y de nuevo, el estribillo:

por favor, vuelve a llenarte o moriré.

Después de la remembranza amorosa, llega la agonía por el amor perdido. El bolsillo,

antes lleno, que le proporcionaba tanta felicidad, ahora está vacio. Se dirige al bolsillo como

«my lyves lyght» y «saveour». De nuevo, más súplicas: Ayúdame con tu fuerza; ruego tu

compasión. Nótese como en las tres primeras estrofas no hay en ningún momento mención del

auténtico destinatario del poema, el rey Enrique, el único que efectivamente podía llenar su

bolsillo de nuevo. Chaucer prefiere concentrar toda la fuerza persuasiva del poema en el efecto

humorístico que la personificación de su bolsillo, como dama objeto de sus anhelos amorosos,

produce. En ningún momento esta presión se traslada al monarca. No dice: “rey, págame”; dice:

“bolsillo, vuelve a llenarte”. Es una petición indirecta, porque obviamente el bolsillo no puede

llenarse sólo. Pero de esta manera se despoja totalmente al poema de la crudeza de una

exigencia. El mensaje es el mismo, pero el vehículo que se escoge es uno que se salvará de

pasar desapercibido entre los cientos de peticiones similares que llegaban al rey.

Tampoco en ningún momento Chaucer justifica su petición más allá del «or elles mot I

dye». No dice «págame porque me lo prometiste o así lo decidiste tal día en tal documento».

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Entendemos que, gran conocedor de la burocracia real, si Chaucer decide no mencionar estos

extremos es porque sabe que podrían causar el efecto contrario al deseado. A menudo es más

hábil disfrazar una petición legítima como una súplica o favor bondadoso por parte de quien

debe concederla, así se evita presionar al interlocutor.

No obstante, es el rey quien debe pagar, o al menos ordenar su pago. Chaucer no escribe

este poema solo por diversión, sobre todo quiere obtener algo con él. El poema tiene un

propósito, debe surtir un efecto. Y por tanto, todos y cada uno de sus elementos están

encaminados a ese fin.

No es casualidad, pues, que la última estrofa, aquella que quedará con más facilidad en

la mente del lector o, en su caso, oyente, sea de alabanza al rey. Se trata de un reconocimiento a

la legitimidad de su estirpe —y por tanto de su derecho al trono que ocupa— y una elevación de

su figura al nivel de otras heroicas o legendarias, como sucede cuando menciona a Brutus.

El hecho de terminar este poema pidiendo al monarca que lo tome en serio es una

prueba de confianza y experiencia en el poder de su retórica. A estas alturas de su vida,

complains como este eran ya una segunda naturaleza para Chaucer. Lejos de marcar la

desintegración del género, parece confirmar su capacidad para renovarse a sí mismo, incluso

volviéndose del revés. Lo verdaderamente importante en este tipo de quejas, cuando se trata de

un solo poema sin más contexto, narrativa o argumento, es persuadir al lector de la justicia del

punto de vista del peticionario, más que de su penuria o sufrimiento. Chaucer, una vez más, es

capaz de alcanzar el tono narrativo perfecto en esta empresa (Davenport 11-12 y 13).

Asegura Davenport que, a pesar de su temperamento alegre, parece que a Chaucer le

gustaba escribir estas peticiones o quejas, como prueban los muchos ejemplos, con múltiples

formas y propósitos, que se encuentran diseminados en su obra. Burrow ofrece algún ejemplo87

En su caso, más que un ejercicio retórico vacío, se trataba de un tipo de expresión que

encontraba útil y adaptable a una gran variedad de propósitos. La tradición de estas quejas o

complaints es en cualquier caso más variada de la que a veces se le da crédito, desde los

apasionados discursos de autocompasión hasta la petición administrativa o la que va cargada de

elementos satíricos. Chaucer parecía dominar todos estos tipos.

Para calificar este poema de escrito de defensa se ha considerado que contiene claras

referencias autobiográficas, para lo cual los datos que contienen obras como Life Records

(1966) han sido imprescindibles, particularmente en lo que se refiere al periodo en el que fue

escrito este poema. Según asegura Finnel en un conocido estudio de 1973, la palabra “toune” se

refiere a la abadía de Westminster, lugar sagrado en el que se refugiaban buscando protección

aquellos deudores que no podían pagar a sus acreedores. Si seguimos esta teoría, Chaucer está 87 «In the autumn of 1390 Geoffrey Chaucer, traveling on official business, was waylaid and robbed near

the “Fowle Ok” in Kent, losing £20 of the King’s money. Anxious about this substantial loss, he submitted a supplication to King Richard, requesting that he should not be held personally to account for the sum; and by a writ of the Privy Seal, Richard granted his request»

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pidiendo ayuda para salir de la abadía que lo protege — «out of this toune»—, poder pagar a sus

acreedores y ser de nuevo un hombre libre88. Chaucer entra en Westminster en diciembre de

1399, poco después de la subida al trono de Enrique IV, por lo tanto, siguiendo esta teoría, la

paga de la anualidad otorgada por Ricardo III y confirmada después por Enrique IV no tiene

lugar hasta 140089, de ahí la situación de agobio y angustia por parte del poeta que recoge el

estribillo.

El hecho de que además este poema contribuyera a que finalmente Chaucer consiguiera

su propósito —como también recoge Finnels en su ya mencionado artículo— otorga todavía

más peso a su clasificación como defensa literaria o, en todo caso, documento literario cargado

de valor y efectos jurídicos y/o administrativos.

En poesía el envoy es la estrofa final del poema en la que se envía un mensaje directo al

lector. En este en concreto, contrasta su radical cambio de tono —del humorístico que domina

las tres estrofas principales a este más serio y con una clara intención adulatoria— con el resto

del poema. El poeta viene a pedir al rey que reconozca sus pasados servicios, y aunque

aprovecha también para revestir la súplica con una buena dosis de alabanzas a su interlocutor —

y en el punto más importante para un nuevo rey, que es el de su derecho o legitimidad al

trono—, es tanta su habilidad que hasta se las arregla para deslizar cierto tono comendatorio

(Finnel 1).

No podemos olvidar, como afirma Perkins (119), que esta obra se produce en mitad de

la ruptura política entre el reinado de Ricardo II y Enrique IV, una época sin duda delicada en la

que la habilidad diplomática de Chaucer triunfa una vez más, para lo que no duda en convertir

esta petición final de su poema en una referencia a la legitimidad del nuevo monarca, al que se

refiere como «conquerour of Brutes Albyon». Ya se ha visto como los tratados retóricos

aconsejan dejar para el final la parte que más interese que el destinatario recuerde, pues será con

toda seguridad la que mejor le llegue y la que identifique con el poema. Dejar para el final esta

clara aceptación del nuevo monarca y de sus legítimos derechos al trono le asegura granjearse

su favor, y junto a ello, la aceptación de su petición.

88 «The problem in interpreting “Purse” is the explication of the biographical elements –how Purse fits with

what is known about Chaucer in his last year. More specifically, there is the problem of the mystifying 17th line, “Oute of this toune helpe me thurgh your might”. Following Sumner Ferris, it may be seen that the supposed October 13 1399 award to Chaucer by Henry is actually an antedated document of mid-February, 1400, and that “Purse”, written shortly before, is a serious appeal for funds. Chaucer was probably broke and may have been in debt when he addressed himself to Henry. A possible explanation of 1.17 based on the new evidence is this: On December 24, 1399, Chaucer moved to Westminster Abbey, an area under the protection of sanctuary law. As long as Chaucer remained within the Abbey, he could not be arrested for non-payment of debts. Toune in its earlier sense is a walled enclosure » (Finnel 1). 89 Como asegura Ferri en su artículo «The Date of Chaucer’s Final Annuity and of the Complaint to his Empty Purse» (1967). También Finnel: «On December 24, 1399, Chaucer moved to Westminster Abbey, an area under the protection of sanctuary law. As long as Chaucer remained within the Abbey, he could not be arrested for non-payment of debts. “Toune” in its earlier sense is a walled enclosure».

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Finalmente, Chaucer obtuvo su paga, lo cual demuestra que esta peculiar defensa

literaria —aunque lo cierto es que por su naturaleza, las defensas literarias son todas

peculiares— surtió el efecto deseado.

5.3. Juan Rodríguez de Pisa y su traducción de las

Duodecim regulae de Pico della Mirandola

Juan Rodríguez de Pisa fue un personaje interesante y típico de la época de los Reyes

Católicos y de Carlos V. No solamente por sus obras y su papel de abogado y político, sino

sobre todo, por reunir en su persona unas de las facetas más interesantes y controvertidas de la

alta Edad Moderna española: letrado, converso y humanista; y refleja en mayor o menor medida

aspectos de cada una de estas tres facetas en su vida (Biersack 48).

Fue Rodriguez de Pisa un excepcional abogado, profesión que simultaneó con labores

políticas y administrativas de gran responsabilidad. Su educación humanista se ve reflejada a lo

largo de su vida y su obra, así como su dedicación al Derecho y su delicado origen familiar, que

los Rodriguez de Pisa compensaron con manifestaciones de una fe profunda y sincera. Sus

triunfos en el mundo de la política y su buena relación con altos personajes de la corte

demuestran que, de hecho, su condición de converso no supuso al final un freno para su carrera.

Aunque suponemos que el camino no debió estar libre de escollos, pues en algún momento de

su vida le fue necesario ratificar su fe cristiana empleando para ello vehículos sutiles pero

contundentes, como esta traducción de las Regulae Duodecim partim excitans partim dirigentes

hominem in pugna spirituali de Pico della Mirandola.

5.3.1.) Las Doce Reglas de Pico della Mirandola

Las Regulae Duodecim partim excitans partim dirigentes hominem in pugna spirituali

—en adelante, Doce Reglas—, de Pico della Mirandola, es una obra de contenido básicamente

espiritual, con connotaciones místicas y filosóficas, que pasará a formar parte de todas las

ediciones de sus obras desde su aparición en 1496.

Fuertemente influenciado por la idea de lucha de la militia christi contra la militia

diaboli, surge este texto para ayudar al hombre en su lucha sin cuartel en la batalla contra el

pecado. Biersack encuentra en él influencias de Savonarola, además de recoger la opinión de

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otros expertos como Reinhardt que también sitúan entre sus fuentes a Cicerón y otros

representantes de la filosofía estoica y sobre todo a San Pablo, contribuyendo todos ellos al

rigor ético que impregna la obra.

Las Doce Reglas de Pico de la Mirandola fueron publicadas por primera vez en las

Opera de la edición boloñesa de 1496 y van a estar incluidas en todas las ediciones posteriores

de las obras y letras de Pico.

Las Doce Reglas es un texto puramente espiritual, cuyo propósito es ayudar al hombre

en la lucha por la militia christi, como se dice en el título. A menudo se ha visto en este

opúsculo un claro testimonio del influjo de Savonarola sobre el filósofo italiano. Heinrich

Reinhardt, no obstante, supone que el rigorismo ético expresado en las Doce Reglas puede tener

como fuente no solamente a Savonarola sino más bien a Cicerón y a otros representantes de la

filosofía estoica y sobre todo a San Pablo y sus amonestaciones por la imitatio christi. Las Doce

Reglas, entre otras obras religiosas de Pico, transmiten un mensaje no ya filosófico, sino

puramente místico: el hombre, miembro de la militia christi, está inmerso en una constante y

penosa batalla espiritual contra el pecado y solamente la mediación de la pasión de Cristo y su

imitación con la cruz como supremo símbolo de ella consigue salir victorioso frente a la militia

diaboli.

Es cierto que en nuestro país en el siglo XVI della Mirandola no era tan popular como

Erasmo, pero tampoco se trataba de un completo desconocido para los humanistas españoles,

que lo consideraban una autoridad científica. Biersack señala cinco bibliotecas privadas y el

inventario de un librero como lugares de la época en los que hay constancia de que podían

encontrarse obras del autor. Además, las Universidades españolas de finales del siglo XV

contaban con la presencia de humanistas que habían recibido su formación en Italia, lo cual les

permitiría conocer la obra de Pico de primera mano y difundirla después entre los estudiantes

españoles, siendo Salamanca como uno de los primeros centros de difusión.

Aunque los primeros difusores de las ideas de Pico en España fueron Aires de Barbosa

y Antonio de Nebrija, ambos en Salamanca, los temas más populares de su pensamiento, como

la dignidad del alma, su poesía teológica, la unidad de la sabiduría y sus estudios filológicos de

hebreo, caldeo y árabe, ya se discutían aquí con anterioridad, como demuestran las citas de su

obra realizadas por los humanistas durante el primer cuarto de siglo. La aparición de su

famosísima Oratio, donde estaban todos contenidos, dio aún más impulso a estas discusiones

(Biersack 31,36, 39, 40).

Disponemos de dos traducciones castellanas de las Doce Reglas. Una es ésta de

Rodriguez de Pisa, impresa, y la otra del Bachiller Rua, manuscrita, a la cual nos referiremos

brevemente más adelante.

5.3.2.) Letrado y Humanista

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241

Se sabe muy poco de la formación y posibles estudios académicos de Juan Rodríguez de

Pisa, aunque su biografía, y sobre todo su trayectoria profesional, ofrecen algunas pistas. No

hay datos ciertos de su licenciatura, pero los detalles que ofrece en su obra De Curia Pisana del

palacio pontificio de Bolonia hacen suponer que tuvo la oportunidad de visitarlo en persona;

ello unido a su brillantez como jurista y a su gran conocimiento del humanismo italiano, dan

fuerza a la teoría de que obtuvo su licenciatura en Derecho en la famosa universidad italiana.

Pese a que sus orígenes conversos podían haber frustrado su carrera en la corte, pesaron

más sus dotes como abogado, que le colocaban entre los mejores, y que le permitieron prestar

servicios para las más altas esferas del reino, desde el Ayuntamiento de Granada, pasando por

los más importantes miembros de la nobleza, hasta llegar al propio Carlos V, al que representó

en la Junta de Badajoz. A sus excelencias como jurista hay que añadir una innegable habilidad

diplomática que le permitió prestar sus servicios jurídicos a diferentes sectores del poder sin

comprometerse con ninguno ni desairar a nadie (Biersack 17,18 y 20).

Interesado sobre todo por el derecho y la justicia, todo apunta a que recibió una

educación basada en canónes humanistas pese a la falta de detalles concretos acerca de su

educación y estudios académicos. Los indicios de esto son su innegable conocimiento de los

clásicos de Roma y su preocupación por la enseñanza, que para él era imprescindible y un

motivo de ennoblecimiento del hombre. Recordemos que para los humanistas la virtud y la

dignidad se alcanzan mediante el estudio, capaz de transformar al hombre.

Todo esto se verá reflejado en su obra Curia Pisana, donde reivindica la verdadera

nobleza, alcanzada a través de la virtud que se obtiene tras el estudio, frente a la nobleza

heredada. Por ello, el regidor no ha de ser forzosamente noble, lo cual excluía necesariamente a

los plebeyos de las regidurías, sino virtuoso, ya que la virtud otorga un estatus de nobleza aún

más elevado. Su preocupación por estas cuestiones fue tal que llegó a desempeñar funciones

políticas en los asuntos educativos del Ayuntamiento de Granada, además de ser nombrado, en

1519, visitador del Estudio de Gramática por el Cabildo (Biersack 22, 23, 24).

La Antigüedad Clásica, que conoció gracias a sus contactos con el humanismo italiano,

fue otra de sus grandes pasiones. Autores como Cicerón —un habitual entre los autores de

defensas literarias— Valerio Máximo, Suetonio y Tácito aparecen en su Curia Pisana, en la

que también cita a humanistas como Poliziano, Sabellico, Cardenal Cayetano, Gomez

Manrique, Isidoro de Sevilla y Budeo (Biersack 25).

5.3.3.) Una vida al servicio del Estado

Aunque su origen judío le causó algún que otro problema, no supuso un obstáculo

definitivo que le impidiera seguir los pasos de otros miembros de su familia y desempeñar los

más variados puestos en la Administración real o municipal. En 1501 hay documentos que lo

sitúan como Alcalde de Hijosdalgo, y también parece que fue representante de la Cancillería en

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un pleito de la Real Cancillería contra la Capitanía General, así como asesor del conde de

Ureña. (Biersack, 10-11)

En 1516 es nombrado letrado del Cabildo, consiguiendo poco después el título de

regidor pese a no tener origen noble (recordemos que él mismo había luchado por abolir este

impedimento mediante la defensa de la nobleza que viene de la virtud frente a la que viene de

herencia). En esta ocasión el artífice de que le fuera otorgado dicho honor fue Luis Hurtado de

Mendoza, que se encarga de su recomendación. Un año más tarde se muda a Madrid, residiendo

en la corte durante la regencia de Cisneros.

En la corte, se hace muy conocido al participar en el enfrentamiento entre regidores y

jurados por el gobierno de la ciudad, llegando a exigir al emperador el cumplimiento de los

capítulos que los procuradores habían presentado antes de votar el servicio. Una vez más, su

sentido del Derecho y Justicia le protegen de cualquier consecuencia negativa que este

enfrentamiento pudiera haberle causado respecto a su carrera en la corte. De hecho, continua

desempeñando su oficio de abogado en la corte del emperador, participando también en la Junta

de Badajoz y en el Consejo Real (13), aunque hay datos que parecen señalar que o bien no quiso

ingresar de pleno derecho en el Consejo o bien su pertenencia a este duró muy poco, prefiriendo

regresar a la Real Cancillería de Granada para desempeñar el puesto de Oidor, ostentando

igualmente el título de Consejero Real por este cargo (Biersack 12, 14).

Aparte de estos cargos en la corte y en la administración del reino, Rodriguez de Pisa

trabajó durante toda su vida como abogado particular de la nobleza, sobre todo de la granadina.

5.3.4.) Origen Converso

Frente a las dudas que generan aspectos de su vida como su formación y estudios

académicos, otros, como el de su origen converso, no suscitan ninguna. Rodríguez de Pisa tenía

origen converso, como consta en un documento en el que aparece que el Alcalde de Hijosdalgo

—Juan de Pisa— era hijo de un reconciliado y nieto de un penitenciado. Su padre, un rico

comerciante llamado García de Pisa, pertenecía pues a la primera generación de conversos tras

la época inquisitorial y eran, como muchos místicos intelectuales de la primera mitad del siglo

XVI, amantes de las letras y seguidores del pensamiento erasmista.

Todo esto podía haber sido un escollo para su carrera profesional, pues la limpieza de

sangre era obligatoria, sobre todo cuando en 1501 los descendientes de condenados por herejía

quedan excluidos para desempeñar oficios hasta la segunda generación por vía masculina.

Probablemente este origen converso influyó en su exacerbada devoción religiosa. En aquella

época la postura de los conversos frente a la religión no era homogénea; los había más o menos

entusiastas del catolicismo, pero parece que la conversión de los Rodriguez de Pisa había sido

sincera. De hecho al padre de Juan Rodriguez se le concedió una habilitación inquisitorial dando

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testimonio de su piadosa vida cristiana, lo que explica que su hijo fuera educado en un ambiente

extremadamente religioso. En todo caso, su origen seguía pesándole negativamente, pues tuvo

que ayudarse también de una Real Cédula de Habilitación firmada por los Reyes Católicos para

que se le permitiera ejercer la profesión de abogado (11).

Gonzalez Vega (440-441) asegura que las circunstancias vitales de Juan Rodríguez de

Pisa, entre las que destacan su profesión de letrado y su origen converso, contribuyen a entender

el motivo de la traducción que realiza de las Doce Reglas de Pico della Mirandola.

5. 3. 5.) La traducción como vehículo de expresión personal

Probablemente Rodriguez de Pisa conociera la figura y obra de Pico della Mirandola

durante sus estudios en Bolonia —si aceptamos la hipótesis que sitúa allí su licenciatura— o, en

caso contrario, en Salamanca, lugar que ya se ha mencionado también que trabajó como centro

de difusión de la obra mirandoliana.

Además, su trabajo desempeñando labores jurídicas y cargos políticos en Granada en la

época en la que albergaba la Cancillería Real probablemente le facilitó el encuentro y conexión

con otros humanistas españoles como Hernán Nuñez de Toledo, a quien la obra de Pico le era

familiar por sus viajes a Italia en los que tenía contacto con las últimas novedades de los studia

humanitatis. La coincidencia de ambos por sus similitudes y afinidades en cuanto a generación,

profesión e intereses señala como muy probable este encuentro, en el que Hernán Nuñez podría

haber puesto en contacto a Pisa con Pico. Sus contactos con otras familias nobles para las que

trabajaba, como la del marqués del Cenete, los Fernández de Cordoba y los duques de Sessa

pudieron también ponerle al día de las últimas novedades culturales de Italia (Biersack, 41 y42).

Las Doce Reglas de Pico de la Mirandola no eran, ni mucho menos, una obra

desconocida en el momento que Juan Rodríguez de Pisa inicia su traducción. Existían

traducciones al francés y al inglés desde mucho antes, realizadas por autores de renombre, como

Henry Hault al francés, dedicada a Enrique VII, y Tomás Moro al inglés, quien además la

traduce convertida en verso. En España, casi al mismo tiempo que la de Rodríguez de Pisa

aparece la del bachiller Pedro de Rua, siendo los dos trabajos completamente independientes

uno de otro. Martín Biersack destaca la fidelidad de la traducción de Rodriguez de Pisa. Todo lo

más se permite añadir alguna expresión explicando el contenido, pero sin cambiarlo (Biersack

20,43-44).

El motivo de dedicarse a traducir este famoso texto espiritual admite distintas

explicaciones, todas relacionadas con sus circunstancias personales. Biersack señala la

necesidad de Pisa de una interna devoción y espiritualidad que sirvieran de descanso a su

intensa actividad pública, y pone de ejemplo a Tomás Moro, aquejado de la misma necesidad

debido al conflicto interno que padecía (44, 45).

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Ya se ha mencionado las inquietudes intelectuales y místicas de los conversos de la

época de Pisa, el cual, a una formación clásica y jurídica, añade la fuerte educación cristiana

recibida en su casa. Es una combinación que sin duda contribuye a formar una personalidad

muy especial. Entre sus influencias clásicas filosóficas destacan Cicerón y Séneca, cuyas obras

recibían gran difusión entre los humanistas españoles. Este rigor ético de los estoicos pudo bien

haber influenciado a nuestro autor desde muy joven, haciéndole permeable a pensamientos

como los de Hernando de Talavera, donde se ejemplariza con la vida de Cristo y el rigor de San

Pablo. Según Biersack (47-48), las Doce Reglas son una buena representación de los postulados

de Fray Hernando. No es extraño que Pisa, familiar con la obra de Pico gracias a un contacto

directo con la misma en Italia o a su relación con Hernán Nuñez y el marqués del Cenete,

decidiera afrontar su traducción.

Señala también Biersack la condición de jurista de Rodriguez de Pisa, y la desconfianza

característica hacia el género humano que acompañaba a esta profesión. El hombre es un ser al

que continuamente hay que reconducir hacia el camino de la virtud. Y lo mismo que se vale de

las leyes para guiar su vida en sociedad, también necesita otras leyes o normas que conduzcan

su vida religiosa o espiritual. Esta misión seria precisamente la destinada a Las Doce Reglas,

que actuarían como un breve código de conducta –o leyes—, al que puede acudir el hombre en

su batalla eterna contra el pecado. Puede ser que como jurista le atrajese esta consideración de la

obra de Pico como pequeño código de leyes que por su brevedad y concisión no da margen de

error ni permite interpretaciones dudosas.

Todas estas circunstancias, pues, explicarían su elección de este texto tan particular.

Otras explicaciones aportadas mencionan a Alonso Fernández de Madrid, del mismo círculo que

Pisa, que había traducido una obra de Erasmo —Enchiridion— también centrada en la militia

christi. Familiar de Talavera, pudo haber puesto en contacto a Pisa con las posturas reformistas

de éste. También es interesante recordar el enorme éxito de las Vita Christi y la propagación del

ejemplo de Cristo por los erasmistas pudo haber servido de acicate a la hora de sentirse atraído

Pisa por una obra como las Doce Reglas y emprender su traducción (Biersack 47).

Lo que no hay ninguna duda es que la traducción de esta obra al castellano sirvió para

su difusión, probablemente como carta o panfleto debido a su poca extensión. Tal vez sirviera

como código de conducta a los nuevos conversos, o quizás fuese un documento de

perfeccionamiento de aquellos que buscaban interiorizar aún más su fe. El caso es que para

Rodríguez de Pisa también cumplía un cometido importante: le revestía con la condición de

defensor de la fe, de buen cristiano, conocedor de los escritos más importantes que surgían en

torno al cristianismo.

Para un hombre público como Rodríguez de Pisa, que pese a sus muchos méritos, el

peso de sus orígenes conversos aún le suponía un escollo en su carrera pública que debía sortear

de vez en cuando. Si bien es cierto que no le impidió prosperar, sí que tuvo que valerse de vez

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en cuando de habilitaciones y dispensas, así como de la exhibición de una fe profunda e

inamovible. Esto último es lo que seguramente esté detrás de la elección de las Doce Reglas

como obra para traducir.

En este caso nos encontramos con la novedad de que el escrito de defensa en sí no es

una obra original del autor, ni siquiera una copia o modificación de una obra anterior —Pisa

apenas añade al original, ya se ha mencionado su fidelidad al texto—. En este caso se trata de

una traducción a lengua vernácula de una obra ya existente de otro autor. Sin embargo, el

propósito literario es el mismo. Se trata de una defensa del autor, en este caso defensa de su fe y

de la veracidad de su conversión cristiana. Sin duda a un judío converso del siglo XVI le

convenía recordar a sus contemporáneos, de cuando en cuando, la firmeza de su conversión, y

esto debía ser aún más conveniente para una persona como Pisa, acostumbrada a manejar y

acumular cargos políticos y administrativos y a trabajar para una clientela de nobles de cuna

vieja.

No encontramos aquí un propósito definido de la traducción. No hay un efecto concreto,

una finalidad, que Pisa espere conseguir con el texto. Recordemos que, además, al no haberla

escrito él, sería aún más difícil adaptar su contenido a un fin concreto. Sin embargo sí es posible

que el contenido de la obra se adapte a un fin más general, como es el de contribuir a su imagen

personal de buen cristiano. Además, al tratarse del texto de una eminencia reconocida, al que

además ya han traducido en otros lugares de Europa hombres también de reconocido prestigio,

se contribuye a la consideración de Rodríguez de Pisa como hombre instruido y conocedor de

las obras más candentes del panorama cultural europeo.

Supone pues, el uso de una traducción como instrumento de defensa personal ante

posibles prejuicios contra su persona, en la que tanto el contenido como la autoría inicial de la

obra contribuyen a este fin.

Los destinatarios de esta traducción que es a la vez una reivindicación de su fe y su

cultura son la sociedad castellana —en la que aún perdura cierta desconfianza ante los judíos

conversos— y la corte en donde desarrolla sus facetas de político y abogado. Si bien su

brillantez cumpliendo estas funciones le mantenía abiertas muchas puertas, seguramente un

texto como este que pusiera de relevancia su conocimiento de los textos religiosos y su rigurosa

fe, ayudó a tranquilizar cualquier desconfianza que sus orígenes hubieran podido originar.

CAPÍTULO VI. Conclusiones

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El lenguaje jurídico y el lenguaje literario no sólo son complementarios, sino

mutuamente beneficiosos. Los diferentes estudios realizados acerca de Derecho y Literatura

fuera y dentro de nuestro país desde el siglo pasado han demostrado sin lugar a dudas que el

Derecho necesita a menudo del lenguaje literario para poder expresar en su totalidad la realidad

de la vida cotidiana, a menudo imposible de describir con el lenguaje administrativo. Este

lenguaje literario, usado con prudencia y respeto en documentos procesales, puede ser útil para

expresar con claridad hechos y circunstancias que de otro modo serían muy difíciles de plasmar

en palabras, y por tanto, imposibles de calificar por el Derecho y de ser tenidos en cuenta para la

impartición de Justicia. A su vez, la Literatura se vale del Derecho como fuente inagotable de

temas y como vehículo de expresión del pulso social y político, a menudo encapsulado en las

leyes y normas por las que se rige un pueblo en un periodo de tiempo determinado. La

Literatura humaniza al Derecho haciéndolo más accesible al ciudadano y ayudando difundir la

labor, a veces desconocida y siempre poco apreciada, de jueces y abogados. A su vez, el

Derecho ayuda a la Literatura a acercarse a la realidad, actuando como vía de expresión tanto de

los problemas que preocupan a la sociedad como de sus posibles soluciones.

En cuanto a la cabida que puedan tener elementos propios de la literatura— como por

ejemplo los recursos estílisticos— en escritos puramente jurídicos, ya se ha visto que esta

interacción es buena e incluso necesaria siempre y cuando no supere unos límites lógicos.

Elegancia, corrección estilística e incluso amenidad no están reñidas con el buen hacer jurídico,

pero no puede convertirse un texto legal o procesal en una narración de con ribetes novelescos

sin riesgo de caer en deformaciones de la realidad o incluso faltas de respeto a los protagonistas

del suceso. Mientras que metáforas y comparaciones son bien aceptadas e incluso pueden

ayudar enormemente a la descripción de los hechos; exageraciones y caricaturas deben ser

dejadas aparte, pues se encuentran muy cerca del límite de lo jurídicamente correcto. El humor,

aunque bien recibido cuando se incorpora con respeto y buen gusto, también ha de ser empleado

con prudencia.

Las tergiversaciones, manipulaciones y empleo de lo verosímil frente a lo verídico son

elementos que chocan con consideraciones éticas y morales, pero no legales. El profesional del

Derecho que recurre al poder de su oratoria y a la manipulación de los sentimientos de una

audiencia a la que conoce a la perfección se encuentra dentro del campo de lo permitido siempre

y cuando no mienta descaradamente (y aún así, tampoco están claros los límites hasta los que el

profesional del Derecho puede llegar en defensa de los intereses de su cliente). Si bien en

determinados momentos históricos se ha asociado Retórica con engaño y manipulación, el

hecho de resaltar determinados argumentos beneficiosos en detrimento de otros o de adaptar el

estilo y contenido de los escritos al tipo de audiencia de que se trate entra dentro de lo posible e

incluso de lo esperado. No en vano, se considera buen orador a aquel que sabe adaptar su estilo

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a las circunstancias del texto y la audiencia; gozando de la misma consideración los

profesionales del Derecho.

En cuanto a la unión entre retórica forense y poética, si bien es cierto que a lo largo de

la historia del Derecho ha habido jueces tentados de utilizar formas poéticas en sus sentencias y

autos, lo cierto es que se trata de una práctica poco habitual y decididamente polémica. Este tipo

de resoluciones judiciales, si bien despiertan el interés y la curisidad del gran público, son

totalmente rechazadas por asociaciones de jueces y usuarios, que ve en ellas una falta de

respecto a quienes someten su problema a la jurisdicción de jueces y tribunales.

Además, la mayoría de géneros literarios pueden desplegar efectos en el plano jurídico

si se utilizan convenientemente. Lo mismo que la retórica forense, que puede experimentar

pequeñas conversiones por su adaptación literaria sin perder al mismo tiempo su utilidad ante

un tribunal. En este sentido es esencial el lugar en el que se pongan los límites de lo

jurídicamente correcto.

Existe un tipo de obra literaria que engloba en sí misma elementos propios de la

Literatura y el Derecho, con la esperanza de generar efectos en ambos planos y con fines para

los que la via procesal ya no es válida. Estas obras, a las que se denomina defensas literarias,

nacen con vocación jurídica pero respondiendo a premisas y condicionantes literarios.

Las defensas literarias presentan una serie de elementos comunes a todas ellas que

abarcan desde su autoría hasta sus destinatarios y audiencias, pasando por sus influencias

clásicas. En primer lugar, se trata de obras que nacen de autores con formación jurídica y

humanística, admiración por la Antigüedad clásica y profesiones relacionadas con la corte y la

administración del reino— Secretarios, cancilleres, diplomáticos—. Todos ellos, en un

momento determinado de sus vidas, sienten la necesidad de defenderse de rumores maliciosos,

prejuicios religiosos, o incluso directamente de acusaciones que les llevan a prisión o

situaciones económicas desesperadas. Para ello, una vez agotados todos los cauces tradicionales

—legales y burocráticos— o demostrados inútiles, se deciden por la creación literaria como

vehículo de defensa y redención personal.

Debido a su doble naturaleza jurídico-literaria, las defensas literarias están igualmente

dirigidas a un doble destinatario: el público en general —que en la mayoría de los casos no

representa el total de la sociedad sino sólo aquella parte privilegiada con acceso a la cultura; y

una persona en especial, que suele ostentar una posición de poder, en cuyas manos se encuentra

la posibilidad de conceder el bien u objeto de la petición.

Se trata de obras que favorecen las lenguas vernáculas frente al latín oficial, cada vez

más estático e inoperativo. Esta preferencia por la lengua materna las dota de un lenguaje fresco

y espontáneo, consiguiendo una mayor empatía de la audiencia y también una mayor difusión.

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Al mismo tiempo, eleva la calidad de la lengua vernácula hasta colocarla a la misma altura que

el latín en cuanto a belleza estilística y elegancia.

Por último, se ha llegado a la conclusión de que la inclusión de estos elementos

retórico-jurídicos en las obras literarias es una decisión plenamente consciente de su autor, que

tiene siempre en mente un fin u objetivo que pretende conseguir y alrededor del cual articula

toda la obra. Si bien se trata de una mezcla intencionada, la formación jurídica y clásica de estos

autores les predispone de forma natural para incluir elementos jurídicos y retóricos como

vehículos de sus peticiones.

En cuanto a su marco cronológico, las obras aquí escogidas se encuentran relativamente

cercanas en el tiempo, respondiendo a las características sociales, históricas y culturales del

Humanismo europeo. No obstante, ello no significa que fuera de esta época no puedan

encontrarse obras que respondan a necesidades semejantes y presenten características como las

que se han señalado anteriormente. Por razones obvias de tiempo y espacio las obras aquí

analizadas son sólo cuatro, pero evidentemente hay muchas más que responden perfectamente a

las características anteriores, dentro y fuera de este marco temporal. Dejamos pues la puerta

abierta a la detección y posterior análisis de estas obras, en la segura convicción de que acerca

de las defensas literarias, y de las distintas colaboraciones entre Derecho y Literatura, aún

queda mucho que decir.

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