Revista El Malpensante

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JEFFERSON ZUÑIGA CORONADO REVISTA EL MALPENSANTE

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REVISTA EL MALPENSANTE JEFFERSON ZUÑIGA CORONADO Si bien los foros del lector no brillan precisa- mente por su sindéresis, es posible que algu- nos de estos comentaristas se hayan sentido hastiados con el despliegue de untuosidad que vimos ese día y reaccionaran de mala manera. En efecto, fue bastante bochornoso ver a ciertos comunicadores declarar su “amor incondicional” por obras que seguramente no han leído o que gente que nosotros presumíamos con algunas

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JEFFERSON ZUÑIGA CORONADO

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Contra la mezquindadCualquiera que haya leído un periódico el pasado 6 de marzo habrá notado la inquietante inquina y la colosal mezquindad de los lectores con Gabriel García Márquez. Ese día, el mismo en que nuestro Nobel cumplía 85 años de vida, un número altísimo de lectores en El Tiempo, El Espectador, Semana o El País de Cali –para solo mencionar a cuatro de los principales medios nacionales– se dejó venir con ternuras como que “nadie entiende por qué le dieron el Nobel a García Márquez cuando en Colombia hay, por lo menos, diez escritores mejores que él” (y entre ellos, el autor de esa nota ponía en lugar especialísimo a ¡Álvaro Salom Becerra!). Junto a esas penetrantes disquisiciones críticas, no faltaron viejos reclamos en contra del autor de Cien años... como que había sido incapaz “de ponerle luz a Acaracata” o justificaciones tan pintorescas de la renuencia a cantarle el happy birthday como: “Y por qué vamos a celebrar el aniversario de ese escritor comunista, amigo de los Castro, y que además ni siquiera vive en Colombia”.

Si bien los foros del lector no brillan precisa-mente por su sindéresis, es posible que algu-nos de estos comentaristas se hayan sentido hastiados con el despliegue de untuosidad que vimos ese día y reaccionaran de mala manera. En efecto, fue bastante bochornoso ver a ciertos comunicadores declarar su “amor incondicional” por obras que seguramente no han leído o que gente que nosotros presumíamos con algunas

luces se diera garra con un tema tan infértil como “el posible sucesor de Gabo en la litera-tura colombiana” –lo mismo intentaron hacer con el Pibe Valderrama en el pasado– o que en una entrevista radial con Carmen Balcells, un conductor se empecinara en preguntarle a la agente literaria “quién era mejor escritor, García Márquez o Vargas Llosa” (una pregunta absolutamente idiota, no solo porque carece de respuesta objetiva sino porque además eviden-cia que quien la formula no entiende que la literatura no es una gesta deportiva).

Aunque todo esto sea lamentable, y en cier-to modo justifique la mezquindad de tantos comentarios, cabría recordarle a los malque-rientes que Gabriel García Márquez hizo con el español algo tan extraordinario que frente a eso todos sus defectos, reales o imaginarios, palidecen o simplemente se esfuman (lo cual de ningún modo equivale a decir que enton-ces debemos ignorarlos). En sus libros, García Márquez nos dio un estándar de excelencia tan elevado que pasarlo por alto debido a prejuicios tontos sería como renunciar a los poderes de la imaginación. Como bien dijo Carlos Monsiváis, “uno debe leer los libros del Gabo para saber a qué alturas puede llegar el español que habla y para ver lo que puede lograr una persona con el solo recurso de su amor al idioma”.

Así que, en vez de estar reprochándole cosas más bien cursis –digan lo que digan, un escritor

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no tiene la menor obligación de ponerle servicio eléctrico a su comunidad–, deberíamos celebrarlo como el autor de libros absolutamente inolvi-dables y en consecuencia volver cuantas veces podamos al castellano milimétrico de El coronel, a la prosa milagrosa de Cien años o al idioma sensual y gozón de cualquiera de sus otros libros. El mejor regalo de cumpleaños no solo para Ga-briel García Márquez sino para cualquier escritor es seguir leyendo lo que ha escrito.

***

Como entre malpensantes la gratitud todavía es una virtud de buen recibo, a partir de marzo nues-tros lectores encontrarán en nuestro sitio web la gran mayoría de los artículos que hemos publica-do en estos quince años sobre García Márquez. Son doce piezas entre las que se encuentran en-trevistas, anécdotas personales, ensayos sobre su obra, y un par de rarezas firmadas por el Nobel: un cuento de juventud y una serie de fotografías

acompañadas por textos que Gabo escribió cuando aún era un flaco y poco conocido periodista treintañero.

Esta pequeña antología digital no será el último reconocimiento que hagamos a García Márquez este año. Estamos comenzando un proyecto para llenar otro de los vacíos que confirman la mezquindad que los colombia-nos hemos tenido con el Nobel. Mientras otros grandes escritores latinoamericanos, como Rulfo, Borges o Cortázar, cuentan con detalladas compilaciones de sus fotografías, no existe nada parecido a una iconografía completa de Gabo. Estamos trabajando en ese libro y en unos meses los iremos poniendo al tanto del resultado.

Gabriel José de la Concordia García Márquez (Aracataca, Colombia, 6 de marzo de 1927)1 es un escritor, novelista, cuentista, guionista y periodista colombiano. En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura (ver: Premios, reconocimientos y homenajes). Es conocido familiarmente y por sus amigos como Gabito.

Edición actual Nº 128

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Formas de arruinar la excelencia

En todas las profesiones se discuten asuntos que podríamos llamar “gremiales”. Aunque son importantes para cada disciplina, y aunque a menudo se debate ardorosamente sobre ellos, no es común que esas polémicas abandonen el círculo restringido de un oficio y se vuelvan tema de conversación pública. Es posible, por ejemplo, que nunca hubiésemos oído de las prótesis PIP de no haberse presentado una grave falla de calidad en la silicona con que eran fabricadas. Tal como lo dejaron ver varios informes, algunos cirujanos plásticos y algunas compañías productoras habían debatido sobre cuán fiables eran los materiales de los implan-tes, pero poco o nada de esas discusiones se había filtrado hasta los medios.

En el mundo editorial, la “legibilidad” es el equivalente de la silicona para los cirujanos plásticos. Durante años se ha polemizado sobre cuáles son las características que hacen fácil de leer a una determinada fuente tipográfica, pero la verdad es que al grueso del público esa querella lo tiene sin cuidado, excepto cuando pasa algo tan grave como la versión impresa de una ruptura de implantes. La legibilidad no es una cuestión fácil de resolver, entre otras cosas porque es una noción que tiende a cambiar históricamente. Hoy en día las fuentes góticas alemanas nos resultan un poco enrevesadas; en el siglo XV, cuando Gutenberg las utilizó en su Biblia de 42 líneas, no parecían representar ningún problema para los lectores.

El tema volvió a nuestra cabeza después de pasar una tarde forcejeando con un libro del fotógrafo colombiano Jorge Mario Múnera. El volumen en cuestión se llama Portraits of an Invisible Country y apareció en el año 2010, aunque apenas ahora algunos ejemplares han

empezado a circular en Colombia. Para quienes conocen el trabajo de Múnera, no los sorpren-derá la sostenida calidad de lo que allí se mues-tra. Múnera –como lo indica el mismo título de su libro– es un fotógrafo que elude los aspectos más llamativos de la vida colombiana y se con-centra en las personas y los lugares “invisibles” para la gran prensa: unos bañistas en el río Patá, un ferroviario devoto de la Virgen del Carmen, indígenas inganos y kamsás que van a las fiestas del Kalusturinda... Sin embargo, es su ojo ave-zado, no la corrección política de este enfoque, lo que a menudo le permite captar imágenes absolutamente memorables. (Véase, por ejem-plo, su excepcional retrato de Sofía Román de Zureik). Incluso cuando se ocupa de temas tan trillados como las playas de Cartagena, Múnera consigue presentarlas de manera muy distinta, encontrando en ellas una rara e inédita belleza.

¿Por qué decimos entonces que pasamos una tarde forcejeando con el libro? Pues por la sen-cilla razón de que su legibilidad es casi mínima. Para que el lector entienda a qué nos estamos refiriendo, aclaremos que Portraits of an Invi-sible Country no es exactamente un libro, sino un cuaderno de 68 páginas acompañado de 16 afiches doblados cada uno en tres partes, todo ello empacado en una caja de cartón blanco. El cuadernillo incluye algunas fotos, pero su finalidad es agrupar en un mismo sitio lo que diferentes críticos han dicho sobre el trabajo del artista bogotano. Si el lector quiere enterarse de lo que estos expertos opinan se tropezará con un diseño hecho casi adrede para espantar toda posibilidad de consulta (cada línea de texto es larguísima, en una fuente de palo seco extre-madamente fina y para colmo trabajada en un puntaje muy pequeño); en caso de que eso no lo disuada, enseguida lo esperan los 16 afiches

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cuya manipulación es tan en-gorrosa que para ver las fotos hay que abrir la caja, sacar el póster, desplegarlo encima de una mesa y luego repetir la operación en sentido inverso. El proceso es capaz de enervar al más budista de los lectores y por supuesto, una vez visto el libro, no queda el más mínimo deseo de hojearlo de nuevo.

El anterior no es el único caso de un libro colombiano en el que la excelencia de su con-tenido es obstaculizada por la torpeza de su concepción gráfica. A la memoria nos vienen al menos dos títulos en que ocurre algo similar: nos referimos a la Historia de frente: arquitectura de Bogotá, de Alberto Castañeda Bura-

glia y Alberto Escobar Wilson-White y al volumen colectivo David Consuegra: pensamiento gráfico. De ambos se puede decir que el trabajo fotográfico y de reproducción es impecable; que los textos acompañantes son sustanciosos e informados; que el diseño y la maquetación están cuidadísimos. Por desgracia, en los dos la tipografía ha sido elegida y trabajada, como en el libro de Múnera, de un modo tan inadecuado que termina ensombreciendo esas virtudes.

En Historia de frente se utilizó una Helvética Light (es decir, una fuente sumamente fina), a la cual, para colmo, se le rebajó el porcentaje de negro en un 30%. El resultado es una mancha de texto de un gris tan tenue que tras quince minutos de consulta el lector queda exhausto. En David Consuegra: pensamiento gráfico la falta de legibilidad proviene de haber escogido un tipo muy moderno y también muy delgado (Relevant) para imprimirlo en un papel perlado y en una tinta especial de color verde. De nuevo, estas elecciones de diseño vuelven tan fatigosa la lectura que uno acaba por pensar que el libro es de mala calidad, cuando no lo es en absoluto.

Podríamos citar otros casos, pero detengámonos para hacer una reflexión. Lo dicho en los párra-fos anteriores demuestra que el principal problema de los diseñadores gráficos en Colombia es que no leen. Sin duda, han sido bien educados visualmente, pero muy pocos tienen hábitos de lectura constante. En consecuencia, a la hora de maquetar un libro tienden a utilizar las fuentes tipográficas a la manera de un ornamento, ignorando que las fuentes también cumplen una fun-ción utilitaria. Esta –quién lo duda– es una discusión bastante vieja en las facultades de diseño.

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Antes de hablar, tengo algo importante que decir

Tres textos de Groucho Marx

Groucho Marx

Gafas redondas, gran bigote y un puro en la boca hicieron del rostro de Groucho Marx un ícono de la pantalla. Menos conocida es su faceta de escritor, en la cual también brillaba con una luz incandescente.

Julius Henry Marx (1890-1977) pasó a la historia de la comedia con un par de sellos característicos. Uno fue la combinación de gafas redondas, bigote grueso y un infaltable puro en la boca, rasgos que convirtieron su rostro en algo muy cercano a un logotipo. El otro, intrín-secamente unido, fue el sobrenombre que le puso el actor Art Fisher y que terminó llevan-do durante las últimas seis décadas de su vida: Groucho.

Alguna vez dijo que el sobrenombre le disgus-taba pero que lo aceptó porque al menos sonaba mejor que su nombre de pila. Y todo fue irre-versible cuando la literatura se lo apropió. En las primeras páginas de Finnegans Wake, James Joyce lo saca a relucir como verbo: “grouching”, lo cual, sabiendo del amor que el cómico profe-

saba por los libros, fue seguramente uno de los mejores elogios.

De los tres hermanos Marx, Harpo era el mudo, el de las pantomimas. Chico imitaba un acento extranjero y todos sus chistes se basaban en el malentendido. Groucho, en contraposición, se hizo un ilusionista de la palabra. Jugaba con parónimos y con salidas de contexto, exponía premisas surreales para llegar a una conclusión acomodada, remataba conversaciones con frases tan lapidarias como hilarantes, todo con una ra-pidez que dejaba mudo a cualquier interlocutor.

Es cierto que tenía libretistas que trabaja-ban para él, pero también es cierto que nunca recitaba un libreto tal como se lo entregaban. Siempre tenía algo que agregar y que, sin duda,

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lo mejoraba. En la película Animal Crackers, de 1930, su personaje, el capitán Spaulding, acaba de llegar de África y cuenta una retahíla de aventuras exóticas: “Una mañana le disparé a un elefante, estando todavía en piyama”. Y entonces remata: “Cómo hizo el elefante para ponerse la piyama, no lo sé”.

Groucho Marx leía, leía mucho. De adolescen-te, su idea de las vacaciones perfectas era sacar una pila de libros de la biblioteca pública y leer sin descanso todo el verano. Cuando a princi-pios de los años treinta la crítica europea com-paró el mundo de los Marx con el de François Rabelais y el de Lewis Carroll, él era el único de los hermanos que conocía esos referentes. El ratón de biblioteca que solo había estudiado hasta séptimo grado terminó codeándose con Somerset Maugham y Noël Coward, que repre-sentaban para él un universo intelectual alejado del circuito de chistes repetidos. Como escribe su biógrafo, Stefan Kanfer, Groucho profesaba

“una admiración por varios escritores combina-da con una aspiración literaria”.

Por eso escribía. Y, a diferencia de la mayoría de figuras del entretenimiento (antes y ahora), lo hacía sin la ayuda de esa persona conocida en los círculos editoriales como “escritor fantas-ma”: el tipo que elabora toda la redacción para que luego el famoso ponga la firma. Cuando en 1963 una reseña del New York Times expre-saba sus dudas acerca de que el propio Grou-cho hubiera escrito el libro Memorias de un amante sarnoso, el cómico atacó a través de este comunicado: “Cualquier Groucho Marx hu-biera podido escribir ese libro, pero la verdad al desnudo es que yo soy el único Groucho Marx que lo hizo”.

Groucho dejó un total de cinco libros. En español, casi todos ellos están publicados por Tusquets. Pero hay otra faceta paralela, me-nos difundida, y es la de sus colaboraciones en revistas y periódicos de la época. Bien fuera escribiendo a la sección de cartas como un lector cualquiera, o en artículos expresamente encargados, Groucho Marx plasmaba en el papel el mismo estilo satírico, absurdo y veloz que se veía en sus películas. Para la muestra, estas tres piezas escritas en un período particu-larmente fértil (1946-1947) y aparecidas en el New York Post, el Hollywood Reporter y This Week. ( J.C.G.)

Gafas redondas, gran bigote y un puro en la boca hicieron del rostro de Groucho Marx un ícono de la pantalla. Menos conocida es su faceta de escritor, en la cual también brillaba con una luz incandescente.

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Groucho, mi hermano

Harpo Marx

De los tres hermanos Marx, Harpo era el mudo, el de las pantomimas. Sin embargo, en una de las contadas ocasiones que abrió la boca fue para realizar este perfil.

El apartamento de los Marx, ubicado en la calle 93 en Nueva York, era el cuartel general de la familia. Ahí, entre el burbujeo de una cafetera siempre hirviendo, el barullo constante de la conversación, y la suma de las locuras de cin-co niños, crecimos hasta ser adultos jóvenes. Chico (Leonard) era el mayor, luego venía yo (originalmente Adolph, después Arthur), luego Groucho ( Julius), luego Gummo (Milton) y por último Zeppo (Herbert).

Como Groucho era un estudiante con mu-chas capacidades, al que además le gustaban los libros, nunca tuvo problemas en la escuela. Y siempre estaba enamorado de su profesora, sin importar su apariencia. El amor que sentía Groucho por la palabra escrita era igualado, si no superado, por el que sentía por el sexo opuesto. Desde los dos años le han gustado las niñas (para ser uno de los hermanos Marx estaba un poco retrasado).

La pasión de Groucho por el lenguaje ha sido la columna vertebral de su vida y fue la prin-cipal responsable de que se convirtiera en uno de los ingenios más grandes de nuestro tiempo. Cuando toma una palabra, Groucho la observa primero en su forma habitual, luego la ve patas arriba, de atrás para delante, de la mitad hacia los extremos, y de los extremos hacia la mitad. Después la tira en un mezclador mental, la revuelve cuidadosamente y la estudia una vez más desde cada ángulo. No busca dobles senti-dos, los prefiere cuádruples y, por lo general, los encuentra.

La quiebra de la familia Marx tuvo importantes efectos en la carrera de Groucho: lo hizo ver el dinero con el saludable respeto que se merece y le enseñó a tener una conciencia social siempre alerta, que cumple ahora un papel fundamental en su filosofía. Groucho sabe –porque él mismo lo vivió– que en esta tierra maravillosa hay mu-

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cha gente para quien la sola lucha por sobrevivir es una realidad constante. Seguramente me va a llamar a darme latigazos verbales por decir esto, pero deben saber que –si bien tímidamen-te– Groucho es una persona muy considerada y generosa.

El esfuerzo constante por conseguir comida, y la aun más angustiosa búsqueda del dinero con el cual pagar la renta, nos hacían salir a todos en excursiones para levantarnos algunos dólares. Recuerdo una vez que la administración de la ciudad estaba despedazando la vía férrea de la Tercera Avenida. En el proceso, los trabajadores apilaban grandes placas de hierro a intervalos regulares, pues eran necesarias para volver a poner las vías en su lugar cuando se reanudara el tráfico.

A Groucho, quien tenía buen ojo para el dinero fácil, se le ocurrió el plan de intercambiar por dinero tantas placas como fuéramos capaces de recoger. Tras emplearnos todos en esta tarea por varias horas, secuestramos y luego vendi-mos más de mil libras de placas, por las que el traficante de chatarra nos pagó un total de diez centavos. La cautela, la sagacidad y en general el talento económico de Groucho le fueron de gran utilidad en los años siguientes. En breve verán a qué me refiero.

Un hermoso día otoñal neoyorquino de 1929, Groucho caminaba por un exclusivo campo de golf de Long Island con su viejo y sagaz amigo en asuntos financieros, Max Gordon, el famo-so productor de Broadway. Mientras jugaban fumando cigarrillos de a dólar, pegándole a la bola con palos chapados en oro y, por lo demás, encarnando la imagen pública de Hombres de Evidente Distinción, Groucho se voltea hacia Gordon y le pregunta: “¿Hace cuánto sucede esto?”.

Bien podía él hacer tal pregunta. Gracias a sus astutas jugadas en Wall Street, estaba facturan-do miles de dólares por día. La mañana del día siguiente, el Viernes Negro, dormía profundo y soñaba ingenuamente con la vida de multimi-llonario, cuando lo despertó el teléfono.

–¿Groucho? –preguntó una voz ronca del otro lado.

–Sí –fue la respuesta adormilada.

–¡Se acabó el juego! –El golpe del auricular quedó resonando en su oído. El Indigente Gor-don le había notificado al Indigente Marx de la caída de la bolsa.

En la familia todavía hay desacuerdos sobre las circunstancias exactas alrededor del primer tra-bajo de mi hermano como artista profesional. Les daré mi versión, la cual suscribe mi herma-no con muy poco entusiasmo.

A los trece, Groucho tenía una voz de soprano fina y clara, admirada por los vecinos, por él mismo y, con especial sinceridad, por Minnie, nuestra madre, quien al escuchar que se nece-sitaba un niño soprano en el coro de la iglesia episcopal de la avenida Madison, movió to-dos los contactos posibles para conseguirle el trabajo. Groucho cantó… por cinco domingos seguidos, con un salario de un dólar por día, pero luego perdió el trabajo.

Ahí es donde la familia no se pone de acuerdo. Según algunos, la congregación se fue de vaca-ciones de verano. Aunque puede que sea cierto, no encaja muy bien, nunca he escuchado hablar de congregaciones que tomen vacaciones en conjunto. Otros decían que Groucho se había enamorado de la hija de uno de los feligreses y pasaba más tiempo haciéndole ojitos que ejerci-tando su laringe, hasta que lo despidieron.

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El tamaño de tu esperanzaLuis Miguel Rivas

En pos del Argentinian Dream, el autor se encontró entre las poco alentadoras opciones del hambre o las ventas telefónicas. En esta crónica regresa a aquellos días de largas llamadas y cortas ilusiones.

¿Hablo con don Jorge Ramírez? Don Jorge, buenos días, habla con Luis Miguel Rivas, yo soy asesor médico y le estoy llamando desde los laboratorios Vita-bio, con sede en Nueva York, ¿Cómo ha estado?”.

Así comenzaba yo las llamadas en aquella época fugaz en la que trabajé como vendedor telefóni-co de potenciadores sexuales y elongadores para el pene, elaborados por los laboratorios Vita-bio con sede en Nueva York, que en realidad estaban ubicados en la calle Adolfo Alsina de Buenos Aires, Argentina.

“¿Cómo ha estado don Jorge? –continuaba sin darle tiempo a responderme para pasar de inmediato a anunciarle la gran noticia–: lo estoy llamando para contarle que usted ha sido uno de los diez afortunados ganadores, selecciona-dos entre nuestra base de datos, para recibir un tratamiento completamente gratuito de pro-ductos Vita-bio, además de un bono extra por valor de 50 dólares. Cuénteme: ¿usted ha oído

hablar de los productos Vita-bio? ¿No? Muy extraño porque nosotros tenemos publicidad en la televisión y en los periódicos más importan-tes de Norteamérica –don Jorge, como todos los potenciales clientes que aparecían registra-dos en las bases de datos que me entregaba mi jefe todos los días, era un inmigrante latino del sur de los Estados Unidos–, pero le cuento para que se acuerde: nosotros somos un laboratorio especializado en medicina natural elabora-da con la más alta tecnología… y cuénteme, ¿cuántos años tiene usted don Jorge? ¿81? ¡Qué maravilla!, pero se le oye una voz muy recia, muy vital. Y dígame, ¿ha estado yendo a revisio-nes médicas este año?…”.

Si don Jorge no me colgaba en ese momento o no me había colgado antes, yo seguía haciéndo-le preguntas indirectas con las que extraía infor-mación sobre su salud en general, su vida fami-liar, su poder adquisitivo, las relaciones con su esposa, sus estado de ánimo, la actividad de su libido y la concordancia entre los impulsos de

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esta y la posibilidad biológica de satisfacerlos. Si don Jorge ya no tenía libido, o posibilidades, le hacía caer en cuenta de que precisamente allí radicaba el origen de su desánimo con la vida, de su actitud cansada, de esa ausencia de alien-tos que tal vez a veces lo hacía sentirse como si fuera un viejito. “Pero es que soy un viejo”, me decía escéptico y tozudo, como si fuera un viejito de 81 años. Era el momento en el que yo me enojaba un poco, lo reconvenía recordán-dole que la juventud es un asunto mental y le reiteraba que las capacidades viriles del hombre nunca mueren: “No hay cosas imposibles, hay hombres incapaces”. O hay hombres que no conocen los laboratorios Vita-bio, con sede en Nueva York.

Pero generalmente don Jorge (o don Carlos o don Roberto o don Jesús) ya me había colgado. Esa fue la razón por la que mi paso por los la-boratoriso Vita-bio, con su sede de Nueva York en Buenos Aires, fue tan fugaz. Y también hubo otra: dejé de creer en la bondad de los produc-

tos que promocionaba tan entusiastamente.

Nuestra idea de la salud en Vita-bio era inte-gral y no se reducía solo a la faceta sexual del ser humano. Ofrecíamos productos para toda la familia y para todos los problemas de la vida: tratamientos adelgazantes, vitaminas, curas para el cáncer, medicamentos para el cansancio, pastillas para la inteligencia, rejuvenecedores de la piel, revitalizadores para el pelo, laxantes, analgésicos, curas para el estrés, controladores del sistema nervioso, reguladores para el aparato digestivo… Lo extraño es que viendo las cajitas de los productos que enviábamos a nuestros compradores me pareció que todas llevaban el mismo contenido, solo que con diferente empaque. Y yo tenía la impresión de que les estábamos despachando lo mismo a un señor que anhelaba una erección, a una señora que te-nía salpullidos en el brazo, a un muchacho que sufría de estreñimiento y a una joven que quería darle brillo a su pelo.

No aguanté la duda y, al quinto día de trabajo, me acerqué a mi jefe e instructor. Se llamaba Fer-nando, un dominicano de treinta años, con barba en forma de candado y en cuyos gestos se alcan-zaban a vislumbrar los rezagos de una antigua espontaneidad tropical domada por diez años de vida en Buenos Aires. Estaba sentado en un escritorio grande de una oficina amplia y desalojada que en algún momento debió acoger a un gerente de verdad. Tenía los pies sobre el escritorio y es-taba recibiendo una llamada en la que le anunciaban su paso a la segunda entrevista en el proceso de selección para el cargo de supervisor en un gran call center de la ciudad. Colgó sonriente y me miró feliz con la inminente posibilidad de abandonar esa empresa que él mismo me había hecho apreciar en las recientes charlas de inducción.

–Oíste Fernando –le dije después de escucharlo–, disculpá que te cambie de tema, es que tengo una duda… Creo que nos equivocamos de dirección y trocamos el frasco del señor de Texas con el de la muchacha de Alabama.

–¡No te preocupés, che, eso es lo mismo, chico! –me dijo palmoteándome la espalda como si fuera mi abuelo, y salió exponiendo su dentadura a los cuatro vientos.

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El último de la fila

Iceberg

Contra la mezquindadFormas de arruinar la excelenciaPortafolio gráfico

Las dos caras del espejoCon cámara en mano, a mediados de los cincuenta, Michel Cot fue tras los pasos de reconocidos escritores, pintores y artistas de la época con la intención de fotografiarlos y pedirles que trazaran a mano su propio retrato. El resultado es el libro titulado La glace à deux faces, publicado en 1957 por el sello Arthaud. Rareza editorial de la cual publicamos una selección de doce personajes.Entrevistas

Diarios de escritor Una conversación con Ricardo PigliaIgnacio BajterEn agosto de 2010, Ricardo Piglia llegó a Montevideo para dar la conferencia inaugural del Fes-tival Ñ. Durante dos sesiones muy generosas, los entrevistadores pudieron escudriñar los diarios y autoficciones del autor de Blanco nocturno.Artículos

Antes de hablar, tengo algo importante que decir Tres textos de Groucho MarxGroucho MarxGafas redondas, gran bigote y un puro en la boca hicieron del rostro de Groucho Marx un ícono de la pantalla. Menos conocida es su faceta de escritor, en la cual también brillaba con una luz incandescente.