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Ricardo de San Víctor Teólogo, nativo de Escocia, pero se desconocen la fecha y lugar de su nacimiento; murió en 1173; se conmemoraba el 10 de marzo en la necrología de la abadía. Profesó en la Abadía de San Víctor bajo el primer abad, Gilduin (m.1155) y fue discípulo del gran místico Hugo, cuyos principios y métodos adoptó y elaboró. Su carrera fue estrictamente monástica y sus relaciones con el mundo exterior fueron pocas y superficiales. En 1159 era sub-prior del monasterio y luego se convirtió en prior. Mientras lo fue, surgieron serias dificultades en la comunidad de San Víctor debido a la mala conducta del abad inglés Ervisius, cuya vida irregular le ganó una admonición personal por parte del Papa Alejandro III, quien luego lo refirió a una comisión de investigación bajo la autoridad real; después de retrasos y resistencias por parte del abad tuvo que dimitir y se retiró del monasterio. En 1170 el Papa le envió una carta de exhortación a "Ricardo, el Prior” y a la comunidad. Parece que Ricardo no tomó parte en estos asuntos, pero la situación extraña vivida en su entorno pudo muy bien acentuar su deseo de retiro místico y de contemplación interior. La renuncia de Ervisio tuvo lugar en 1172. En 1165 San Víctor había sido visitada por Santo Tomás de Canterbury, después de su huida de Northhampton; y sin duda Ricardo fue uno de los asistentes al discurso que pronunció el arzobispo en esa ocasión. Existe todavía una carta, publicada por Migne, sobre los asuntos del arzobispo dirigida a Alejandro III y firmada por Ricardo. Como su maestro Hugo, es muy probable que Ricardo tuviera algún contacto con San Bernardo, ya que se piensa que es el Bernardo al que se dedica el tratado "De tribus appropriatis personis in Trinitate". Su reputación como teólogo se extendió mucho más allá de los muros de su monasterio y otras casas religiosas buscaban con interés copias de sus obras. Parece que, al contrario que Hugo, Ricardo era solamente teólogo, sin interés por la filosofía y no tomó parte en las fuertes controversias filosóficas de su tiempo; pero como toda la escuela de San Víctor, no dudó en apoyarse

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Ricardo de San Víctor

Teólogo, nativo de Escocia, pero se desconocen la fecha y lugar de su nacimiento; murió en 1173; se conmemoraba el 10 de marzo en la necrología de la abadía. Profesó en la Abadía de San Víctor bajo el primer abad, Gilduin (m.1155) y fue discípulo del gran místico Hugo, cuyos principios y métodos adoptó y elaboró. Su carrera fue estrictamente monástica y sus relaciones con el mundo exterior fueron pocas y superficiales. En 1159 era sub-prior del monasterio y luego se convirtió en prior. Mientras lo fue, surgieron serias dificultades en la comunidad de San Víctor debido a la mala conducta del abad inglés Ervisius, cuya vida irregular le ganó una admonición personal por parte del Papa Alejandro III, quien luego lo refirió a una comisión de investigación bajo la autoridad real; después de retrasos y resistencias por parte del abad tuvo que dimitir y se retiró del monasterio. En 1170 el Papa le envió una carta de exhortación a "Ricardo, el Prior” y a la comunidad. Parece que Ricardo no tomó parte en estos asuntos, pero la situación extraña vivida en su entorno pudo muy bien acentuar su deseo de retiro místico y de contemplación interior. La renuncia de Ervisio tuvo lugar en 1172. En 1165 San Víctor había sido visitada por Santo Tomás de Canterbury, después de su huida de Northhampton; y sin duda Ricardo fue uno de los asistentes al discurso que pronunció el arzobispo en esa ocasión. Existe todavía una carta, publicada por Migne, sobre los asuntos del arzobispo dirigida a Alejandro III y firmada por Ricardo.

Como su maestro Hugo, es muy probable que Ricardo tuviera algún contacto con San Bernardo, ya que se piensa que es el Bernardo al que se dedica el tratado "De tribus appropriatis personis in Trinitate". Su reputación como teólogo se extendió mucho más allá de los muros de su monasterio y otras casas religiosas buscaban con interés copias de sus obras. Parece que, al contrario que Hugo, Ricardo era solamente teólogo, sin interés por la filosofía y no tomó parte en las fuertes controversias filosóficas de su tiempo; pero como toda la escuela de San Víctor, no dudó en apoyarse en los métodos didácticos y constructivos en teología que habían sido introducidos por Pedro Abelardo. Sin embargo miraba con desconfianza los conocimientos seculares, y afirmaba que eran inútiles como fin en sí mismos y solamente una ocasión de orgullo mundano y búsqueda de sí mismo cuando se separaban del conocimiento de las cosas divinas. En el estilo antitético que caracteriza sus escritos, llama a esos conocimientos "Sapientia insipida et doctrina indocta"; y quien enseña esas cosas es "Captator famae, neglector conscientiae". Esas personas de mentalidad mundana debieran estimular al estudiante de las cosas sagradas a mayores esfuerzos en su propia más elevada esfera---“Cuando consideramos cuánto han trabajado los filósofos de este mundo, deberíamos estar avergonzados de ser inferiores a ellos”; “Debemos intentar siempre comprender por la razón lo que sostenemos por la fe”.

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Sus obras son de tres clases: dogmáticas, místicas y exegéticas. Entre las primeras, la más importante es el tratado en seis libros sobre la Santísima Trinidad con un suplemento sobre los atributos de las Tres Personas y el tratado sobre el Verbo Encarnado. Pero tiene el mayor interés su teología mística, que aparece mayormente en los dos libros sobre contemplación mística, titulados respectivamente "Benjamin Menor" y "Benjamin Mayor", además del tratado alegórico sobre el Tabernáculo. Prosiguió con la doctrina mística de Hugo, en un esquema algo más detallado, en el que se describen los sucesivos estados de la contemplación. Estos son seis, divididos igualmente entre las tres potencias del alma---la imaginación, la razón y la inteligencia y ascendiendo desde la contemplación de las cosas visibles de la creación al éxtasis al que es transportada el alma ”más allá de sí misma” hasta la “Presencia Divina”, por los tres estados finales "Dilatio, sublevatio, alienatio". Gerson acepta substancialmente este arreglo esquemático de los estados anímicos contemplativos en su más sistemático tratado sobre teológica mística, aunque hace, sin embargo, la importante reserva que la distinción entre razón e inteligencia que ha de ser entendida como funcional y no real. En sus tratados místicos se hace mucho uso de la interpretación alegórica de las Escrituras por la que la escuela de San Víctor muestra un afecto especial. Así, los títulos "Benjamin Mayor" y "Menor" se refieren al Sal. 68(67) "Benjamin in mentis excessu". Raquel representa la razón, Lía representa la caridad; el tabernáculo es el tipo del estado de perfección en el que el alma es el lugar donde Dios habita.

De igual manera, el punto de vista místico o devocional predomina en los tratados exegéticos, aunque también dedique atención a la exposición crítica y doctrinal del texto. Los cuatro libros titulados "Tractatus exceptionum" atribuidos a Ricardo, tratan de temas de conocimiento secular. Los ocho títulos de las obras que le atribuye Juan Tritemio (De Script. Eccl.) se refieren probablemente a fragmentos de manuscritos de sus obras conocidas. Montfauçon menciona un "Liber Penitentialis" como atribuido a "Ricardus Secundus a Sancto Victore", y probablemente puede ser idéntico al tratado "De potestate solvendi et ligandi" mencionado arriba. Por otra parte nada se sabe de un segundo Ricardo de San Víctor. Se dice que existen otros quince manuscritos de obras atribuidas a Ricardo, que no han aparecido en ninguna de las ediciones publicadas y probablemente sean falsos. Se han publicado ocho ediciones de sus obras: Venecia 1506 (incompleta) y 1592; París, 1518 y 1550; Lyons, 1534; Colonia, 1621; Rouen, 1650, por los canónigos de San Víctor; y la de Migne.

Bibliografía: HUGONIN, Notice sur R. de St. Victor en P.L., CXCVI; ENGELHARDT, R. von St. Victor u. J. Ruysbroek (Erlangen, 1838); VAUGHAN, Horas con los Místicos V (London, 1893); INGE, Misticismo Cristiano (Londres, 1898); DE WULF, Histoire de la philosophie medievale (Lovaina, 1905); BUONAMICI, R. di San Vittore saggi di studio sulla filosofia mistica del secolo XII (Alatri,

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1898); VON HUGEL, El Elemento Místico en la Religión (Londres, 1909); UNDERHILL, Mysticism (London, 1911).

Fuente: Sharpe, Alfred. "Richard of St. Victor." The Catholic Encyclopedia. Vol. 13. New York: Robert Appleton Company, 1912. <http://www.newadvent.org/cathen/13045c.htm>.

Traducido por Pedro Royo. L H M

RICARDO DE SAN VÍCTOR

DC

SUMARIO: I. Trinidad como encuentro de amor.—II. Las personas trinitarias.

Ricardo (fallecido en torno al 1271), Canónigo Regular de la Abadía de san Víctor de París, británico de origen, constituye una de las cumbres teológicas del siglo XII. Son famosos sus trabajos de espiritualidad, pero sobre todo es famoso e importante su libro sistemático sobre Dios, titulado sin más De Trinitate

Éste es uno de los más profundos e influyentes libros de teología trinitaria de la cristiandad; significativamente ha surgido en el lugar donde se cruzan y fecundan la antigua teología de los Padres y la nueva escolástica, la contemplación monacal y el racionalismo de los nuevos tiempos. El Dios cristiano viene a desvelarse aquí como misterio de amor, encuentro personal fundante donde el Padre, Hijo y Espíritu dan, reciben y comparten sus personas en gesto de absoluta

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gratuidad. Dos son a nuestro juicio sus temas principales: el sentido del amor y el valor de las personas'.

I. Trinidad como encuentro de amor

Se ha discutido mucho sobre el origen de esta perspectiva trinitaria de Ricardo, centrada en la experiencia del amor interpersonal (o comunitario). Algunos han resaltado el influjo de los Padres griegos. Otros, en cambio, sin negar la fuente griega, acentúan el saber agustiniano del discurso de Ricardo, que surge precisamente de la misma paradoja del amor (intrapersonal e interpersonal) que san Agustín había ya estudiado. Sin entrar ahora en discusiones genéticas, queremos exponer los elementos fundamentales de su visión trinitaria, concebida como una ontología del amor de comunión.

Apoyado en una experiencia cristiana originaria (He 2, 43-47; 4, 32-36) y destacando el valor radical de la amistad, Ricardo ha concebido a Dios como misterio de comunión donde las personas surgen unas de las otras y todas comparten una misma esencia en el encuentro. Hablando de una forma general se podría decir que nuestro autor ha vinculado dos modelos primordiales de experiencia: la metafísica genética de los neoplatónicos que conciben el ser como proceso originario y la visión relacional de los viejos Padres griegos que interpretan las personas trinitarias como momentos interiores del diálogo divino. De esa forma ha unido génesis y encuentro: el amor como proceso de ser (generación) que lleva del Padre al Hijo en el Espíritu; y el amor como unidad relacional, comunión de las personas trinitarias que se encuentran y gozan al hallarse mutuamente vinculadas en el mismo ser de lo divino. Al plantear de esa manera el misterio de Dios, Ricardo de san Víctor quiere mantenerse fiel a la tradición de los grandes teólogos de la Iglesia (especialmente san Agustín) que habían vinculado ya la revelación bíblica (visión de Dios como amor) y el pensamiento racional. De esa manera, la ontología (comprensión filosófica de la realidad) viene a formar parte de la misma teología (interpretación cristiana de Dios).

La novedad de Ricardo está en la forma de entender la realidad del hombre a quien concibe como «imagen de Dios». A su juicio, el hombre verdadero (que es reflejo de Dios sobre la tierra) no es el individuo que se busca a sí mismo (se conoce y ama) en proceso introspectivo, como se decía en la línea más común de la tradición agustiniana. Sólo en el encuentro interhumano, en el gesto de amor mutuo que vincula alos amigos, los hombres vienen a entenderse como signo de Dios sobre la tierra. Así interpreta Ricardo de san Víctor la palabra de Jesús y la experiencia de la Iglesia recogida en Juan y en Hechos.

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Por eso, no se puede hablar de Trinidad sobre el modelo del proceso individual de un alma que se sabe y ama: tomado en sí mismo, ese proceso, aunque estuviera muy bien realizado, seguiría siendo prepersonal, es decir, pretrinitario. El verdadero ser humano, como signo de Trinidad y lugar de ontología auténtica, emerge donde el hombre se concibe en forma de proceso de vida compartida, es decir, como unión comunitaria: la persona se expresa y se realiza a sí misma (como individuo) en la medida en que se hace desde y con los otros (en comunidad).

Este cambio de perspectiva fundamenta y define la visión trinitaria de Ricardo de san Víctor, de modo que ella viene a desplegarse como ontología fundante de amor comunitario. Tres son, a su entender, las formas primigenias del amor; tres los momentos de su realización divina:

a) Padre. Siendo transcendente, Dios es dueño de sí mismo, en perfección originaria: no necesita de la creación para realizarse. Sin embargo, siendo amor, Dios ha de darse sin cesar: entrega en gratuidad todo lo que tiene. De esa forma «existe» como Padre, amor fontal que sale de sí mismo y da (regala) toda su naturaleza.

b) Hijo. Siendo Padre, Dios entrega su propio ser en gesto de generación, haciendo que así surja una persona diferente que recibe su propio ser y lo comparte en gesto agradecido: el Hijo.

Sólo es infinito el amor donde resultan infinitos el dar y el recibir, la dicha del encuentro. Por eso, el Padre es donación total, ilimitada, eterna. Igualmente ilimitada y eterna es la acogida del Hijo que recibe su ser y le responde. Uno y otro existen solamente en el encuentro, como sujetos personales de una relación de amor.

c) Espíritu Santo. Pero el amor de dos no puede encerrarse en ellos mismos; su relación sólo es perfecta allí donde mirándose uno al otro, ambos se juntan y miran a la vez hacia un tercero, haciendo que así surja el Espíritu común que es fruto del amor del uno al otro. Así, junto a la fuente del amor originario que es el Padre está la fuente del amor compartido, que forman Hijo y Padre, amándose en comunión y suscitando en fin al Espíritu divino como amor ya culminado (cf. De Trin. III, 2-4).

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En esta perspectiva, el Espíritu Santo no es sólo amor común, vínculo que une al Padre con el Hijo en unidad dual personalizada, como espacio dialogal de encuentro. Utilizando una terminología extraordinariamente significativa, Ricardo le llama el Amado en común (Condilectus): es así el Tercero que surge de la unión de los antecedentes (Padre e Hijo). El amor común, espacio y fuerza de la dualidad, se ratifica y culmina donde los amantes, uniéndose en el vínculo más hondo, se unen y vinculan al amar unidos, haciendo ya que surja la persona nueva del Espíritu, que es el Condilecto:

«No puede haber caridad en grado sumo, ni por consiguiente plenitud de bondad si es que no se puede o no se quiere tener un asociado de la dilección (del amor mutuo), para comunicarle elsumo gozo de la comunión. Aquellos que son sumamente amados y amables deben reclamar uno y otro, al mismo tiempo, un Condilecto o Amigo compartido, que ellos tengan en concordia perfecta» (De Trin. III, 11).

Culminan de esa forma los grados del amor. Amor implica donación, en generosidad engendradora (Padre). También implica comunión: Hijo y Padre se encuentran y dialogan, en comunicación directa, en transparencia plena. Pero el amor común sólo es perfecto cuando ambos suscitan un Tercero o Condilecto (Espíritu Santo) a quien ofrecen aquello que comparten, siendo diferentes uno y otro.

Esto significa que el Espíritu Santo no se puede concebir como el amor interno de la naturaleza divina que despliega su proceso y, conociéndose a sí misma, ratifica su propio ser en gesto de pura introspección. Tampoco es el amor de dos (Hijo y Padre) que se cierran en sí mismos, en un tipo de personalidad dual autosuficiente; en ese caso habría encuentro dialogal, pero sería encuentro cerrado que sólo se busca a sí mismo. Pues bien, superando ese nivel de amor de dos hacia sí mismos (en comunión cerrada), el Espíritu es amor de ambos a un tercero, que surge así como plenitud del ser divino; el Espíritu es, a un mismo tiempo, ese Tercero, y ese Condilectus que brotando del Padre y del Hijo les vincula de forma gratuita y ya plenificada.

Eso significa que se debe superar el egoísmo individual que existiría allí donde un viviente se cierra en sí, sin ofrecer su propio ser (como padre sin hijo, que así dejaría de ser padre). También se debe superar el egoísmo de dos que existirían donde amante y amado (Padre e Hijo) vendrían a encerrarse, clausurando su propia plenitud para sí mismos. El amor verdadero sólo surge allí donde se consigue vencer todo egoísmo, de manera que los dos amantes (Padre e Hijo) se abren en común hacia un tercero que viene a desvelarse como fruto y realidad del amor compartido. Culmina así el amor originario y eterno (inmanencia divina), de manera que puede desbordarse hacia lo externo (en economía salvadora).

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La Trinidad de amor eterno es la que forman, por tanto, dos amantes (en latín diligentes) y un coamado (condilectus) que proviene de ambos, ratificando y culminando su misma comunión (cf. De Trin. III, 15). Se supera así una forma de dualidad simétrica y cerrada; el misterio de Dios se desvela como unión dual gratificante, abierta al otro, es decir, al fruto y garantía del amor mutuo, que es el Tercero (Espíritu Santo). Estas consideraciones nos ayudan a entender algunos de los temas principales del personalismo contemporáneo centrado en el estudio del amor.

II. Las personas trinitarias

Dentro de la teología trinitaria se ha descubierto y elaborado el concepto de persona. Para el mundo griego no existían las personas: no se reconocía el valor de la individualidad; lo valioso era lo eterno, las ideas generales, es decir, universales; por eso, lo que importa de verdad son las esencias. Por el contrario, los cristianos, partiendo de su visión de Dios, han destacado el valor de las personas como «individualidad».

En esta línea son fundamentales las aportaciones de los Padres griegos y latinos, especialmente de los Capadocios y san Agustín. Desde ese fondo ha de entenderse la definición propuesta por Boecio y después reelaborada por la tradición: la persona es rationalis naturae individua substantia (una substancia individual de naturaleza racional). Es importante que se venga a destacar lo individual. Sin embargo, en esa definición quedan aspectos poco claros que Ricardo quiere precisar.

Como hemos visto ya, en esta postura de Ricardo, todo lo que existe surge de Dios Padre que es la fuente original de lo divino. Pero el Padre, para serlo, debe dar su propio ser, originando de esa forma al Hijo. Ambos unidos suscitan el Espíritu. Los tres son personas porque comparten la misma realidad (o esencia) divina: porque dan y reciben lo que tienen. A partir de aquí podemos precisar los elementos que conforman la persona:

1. Persona es ante todo el «sujeto de sí mismo», (habens naturam), conforme a la terminología usual de Ricardo de san Víctor (De Trin. IV, 11-12). Sólo de esta manera puede personalizarse y cobra sentido la esencia o naturaleza. Según eso, la naturaleza es «quid» lo que yo soy; persona es

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«quis», el que soy. Por eso, la persona se posee a sí misma y poseyendo su naturaleza puede actuar como dueña de su propia realidad, autónoma.

2. Pero, al mismo tiempo, la persona es relación y se define desde el lugar que ella ocupa en el proceso. El Padre es dueño de su propia naturaleza desde sí mismo, como ingénito. El Hijo es dueño de la misma naturaleza habiéndolarecibido desde el Padre. El Espíritu la posee recibiéndola desde el Padre y el Hijo. Eso significa que la «posesión» o dominio de sí puede realizarse y vivirse en diferentes perspectivas.

3. Finalmente, la persona es comunión: Padre, Hijo y Espíritu poseen su naturaleza divina en cuanto la dan, la reciben y comparten; se poseen a sí mismos en la medida en que se entregan en amor uno al otro. Sólo en este movimiento y encuentro de amor son personas.

Teniendo esto en cuenta, en el lugar quizá más significativo de su obra, Ricardo de san Víctor define la persona como (rationalis naturae) incomunicabilis existentia: una exsistencia incomunicable de naturaleza racional, es decir, capaz de conocer y amar (De Trin IV, 17-18; V, 1). De esta forma ha superado la definición ya vista de Boecio que interpretaba la persona en línea de «sustancia», haciendo así difícil su apertura comunitaria o relacional: persona era la sustancia racional independiente. Ricardo de san Víctor cambia el esquema y añade que junto a la independencia o incomunicabilidad resulta igualmente necesaria la relación; por eso es persona aquel que, poseyendo su naturaleza y siendo independiente, la realiza (se realiza) en relación con otros, es decir, como existencia. Dejemos que un filósofo explicite el valor de esta innovación:

«Ricardo de san Victor introdujo una terminología que no hizo fortuna pero que es maravillosa. Llamó a la naturaleza sistencia; y la persona es el modo de tener naturaleza, su origen, su ex. Y creó entonces la palabra existencia como designación unitaria del ser personal. Aquí existencia no significa el hecho vulgar de estar existiendo, sino que es una característica del modo de existir: el ser personal. La persona es alguien que es algo por ella tenido para ser: sistit pero ex. Este «ex» expresa el grado supremo de unidad del ser, la unidad consigo mismo en intimidad personal»".

La Trinidad se define, según esto, como una sistencia o naturaleza que se realiza y culmina en tres exsistencias o personas. Cada existencia implica un modo de poseer la naturaleza y de realizarse, en relación con las demás personas. Así el Padre exsiste desde sí mismo: posee su naturaleza como fuente originaria y la transmite al Hijo y al Espíritu. El Hijo, en cambio, exsiste desde el Padre: posee y actualiza el mismo ser divino pero en cuanto recibido en un proceso de generación.

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Finalmente, el Espíritu exsiste desde el Padre y el Hijo: como fruto del amor común. Conforme a esta terminología, no se puede hablar de una «sistencia abstracta» o naturaleza divina independiente, sin personas. La sistencia sólo exsiste en una de las tres formas ya dichas, es decir, como Padre, como Hijo o como Espíritu. Por su parte, las tres exsistencias sólo pueden realizarse y ser en cuanto están mutuamente implicadas, es decir, en la mutua referencia de dar, recibir y compartir.

Siempre que encontramos a Dios lo descubrimos ya de alguna manera como «persona», es decir, como poseedor de su propia naturaleza divina. Pero en un primer momento ignoramos el sentido y rasgos de su realidad personal. Sólo a través de la revelación cristiana comprendemos que ese Dios original es Padre pues engendra y suscita al Hijo y al Espíritu. Sólo de esa forma conocemos su auténtica hondura, es decir, sus exsistencias trinitarias. Por eso, la verdad de Dios no se define a modo de entidad suprema, que sólo podemos formular en clave de absoluto; su verdad es el amor de comunión que se revela en Jesucristo y constituye el sentido de su vida como encuentro personar.

En esta perspectiva hay que afirmar: si sólo existiera una persona no podría hablarse todavía de personas. La persona es relación, encuentro y comunicación de esencia. Por eso, a Dios sólo podemos llamarle personal si descubrimos su proceso interno: podemos llamarle sistencia absoluta (naturaleza suprema) si es que descubrimos su exsistencia triple, esto es, su modo de vivir en comunión, sus tres personas. En esta perspectiva ha de entenderse el gran esfuerzo de Ricardo de san Víctor por mostrar la «racionabilidad cristiana» del misterio trinitario. A partir del evangelio podemos afirmar: Dios es trinitario (comunión de amor) o no es divino. Un Dios pretrinitario, sin amor interno, resulta inconcebible a los ojos cristianos de Ricardo de san Víctor.

La visión de la naturaleza divina con sus propiedades generales (infinitud, omnipotencia, bondad, etc.) constituye un momento subordinado y abstracto en la comprensión trinitaria. Es subordinado porque la naturaleza se encuentra poseída y donada (recibida) por las personas. Es abstracto porque ella no existe en sí misma sino inserta en el proceso de amor que constituye el misterio trinitario. Pues bien, dicho esto debemos añadir que naturaleza y persona se implican mutuamente. Como naturaleza Dios es un proceso: es génesis de ser en el camino del amor, conforme a lo que vieron algunos pensadores neoplatónicos. Pero es proceso que sólo se explicita y realiza a través de las personas: ellas dirigen todo el movimiento (poseen y donanreciben la naturaleza); ellas son las que están relacionadas en encuentro de amor definitivo.

Así, en análisis profundo del amor, encontramos el misterio radical de lo divino como donación fundante (Padre) que expandiéndose en forma de don recibido (Hijo) viene a explicitarse y culmina

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como síntesis de amor que es el Espíritu, vinculando así al Padre y al Hijo. Sólo en este camino de llamada, respuesta y vida compartida se explicita y realiza el ser divino: Dios es amor y el proceso de realización de ese amor, en forma personal, es su misterio trinitario.

Normalmente, los sistemas trinitarios intentaban responder al evangelio pero, de una forma general, se hallaban construidos sobre presupuestos racionales no cristianos como eran el despliegue de la ousía (griegos) o la realización antropológica del conocer-amar (latinos). Pues bien, Ricardo de san Víctor ha querido edificar su pensamiento sobre bases estrictamente evangélicas: sobre la vida como entrega, el don gratuito, la existencia compartida. Su .intento puede parecernos todavía poco elaborado. Pero, a mi entender, contiene lis bases de lo que después ha venido a convertirse en nueva metafísicá cristiana. Para ello habría. que explicitar algunos elementos, como son la relación de Dios con el mundo (Trinidad económica e inmanente), la identidad de Cristo y el sentido más preciso del Espíritu desde la nueva visión de la persona.

[-> Agustín, san; Amor; Capadocios, Padres; Teología y economía; Escolástica; Espíritu Santo; Padres (griegos y latinos); Personas divinas; Trinidad.]

Xabier Pikaza

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Benedicto XVI: Hugo y Ricardo de San Víctor, intérpretes de la Escritura

Hoy en la Audiencia General

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 25 de noviembre de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el texto de la catequesis pronunciada durante la Audiencia General, celebrada esta mañana en el Aula Pablo VI.

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Queridos hermanos y hermanas,

en estas Audiencias del miércoles estoy presentando algunas figuras ejemplares de creyentes que se han empeñado en mostrar la concordia entre la religión y la fe y a testimoniar con su vida el anuncio del Evangelio. Hoy quiero hablaros de Hugo y Ricardo de San Víctor. Ambos están entre esos notables filósofos y teólogos conocidos con el nombre de Victorinos, porque vivieron en la abadía de San Víctor, en París, fundada a principios del siglo XII por Guillermo de Champeaux.El mismo Guillermo fue un maestro renombrado, que consiguió dar a su abadía una sólida identidad cultural. En San Víctor, de hecho, se inauguró una escuela para la formación de los monjes, abierta también a estudiantes externos, donde se realizó una síntesis feliz entre las dos formas de hacer teología, del que ya he hablado en catequesis anteriores: es decir, la teología monástica, orientada mayormente a la contemplación de los misterios de la fe en la Escritura, y de la teología

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escolástica, que utilizaba la razón para intentar escrutar estos misterios con métodos innovadores, de crear un sistema teológico.

De la vida de Hugo de San Víctor tenemos pocas noticias. Son inciertas la fecha y el lugar de su nacimiento: quizás en Sajonia o en Flandes. Se sabe que llegado a París – la capital europea de la cultura de la época –, transcurrió el resto de sus años en la abadía de San Víctor, donde fue primero discípulo y después maestro. Ya antes de su muerte, sucedida en 1141, alcanzó una gran notoriedad y estima, hasta el punto de ser llamado un “segundo san Agustín”: como Agustín, de hecho, meditó mucho sobre la relación entre fe y razón, entre ciencias profanas y teología. Según Hugo de San Víctor, todas las ciencias, además de ser útiles para la comprensión de las Escrituras, tienen un valor en sí mismas y deben ser cultivadas para engrandecer el saber del hombre, como también para corresponder a su anhelo de conocer la verdad. Esta sana curiosidad intelectual le indujo a recomendar a los estudiantes que no ahogaran nunca el deseo de aprender y en su tratado de metodología del saber y de pedagogía, titulado significativamente Didascalicon (sobre la enseñanza), recomendaba: “Aprende gustoso de todos lo que no sabes. Será el más sabio de todos quien haya querido aprender algo de todos. Quien recibe algo de todos, acaba por convertirse en el más rico de todos” (Eruditiones Didascalicae, 3,14: PL 176,774).

La ciencia de la que se ocupan los filósofos y los teólogos de los Victorinos es de forma particular la teología, que requiere ante todo el estudio amoroso de la Sagrada Escritura. Para conocer a Dios, de hecho, no se puede sino partir de lo que Dios mismo ha querido revelar de sí mismo a través de las Escrituras. En este sentido, Hugo de San Víctor es un típico representante de la teología monástica, totalmente fundada sobre la exégesis bíblica. Para interpretar la Escritura, propone la tradicional articulación patrístico-medieval, es decir el sentido histórico-literal, ante todo, después el alegórico y analógico, y finalmente el moral. Se trata de cuatro dimensiones del sentido de la Escritura, que también hoy se redescubren de nuevo, porque se ve que en el texto y en la narración ofrecida se esconde una indicación más profunda: el hilo de la fe, que nos conduce hacia lo alto y nos guía sobre esta tierra, enseñándonos cómo vivir. Con todo, aun respetando estas cuatro dimensiones del sentido de la Escritura, de modo original respecto a sus contemporáneos, insiste – y esto es algo nuevo – en la importancia del sentido histórico-literal. En otras palabras, antes de descubrir el valor simbólico, las dimensiones más profundas del texto bíblico, es necesario conocer y profundizar el significado de la historia narrada en la Escritura: de lo contrario – advierte con un ejemplo eficaz – se corre el riesgo de ser como los estudiosos de gramática que ignoran el alfabeto. A quien conoce el sentido de la historia descrita en la Biblia, las circunstancias humanas parecen marcadas por la Providencia divina, según un designio bien ordenado. Así, para Hugo de San Víctor, la historia no es el resultado de un destino ciego o de un caso absurdo, como podría parecer. Al contrario, en la historia humana opera el Espíritu Santo, que suscita un maravilloso diálogo de los hombres con Dios, su amigo. Esta visión teológica de la historia pone en evidencia la intervención sorprendente y salvífica de Dios, que realmente entra y actúa en la

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historia, casi se hace parte de nuestra historia, pero siempre salvaguardando y respetando la libertad y la responsabilidad del hombre.

Para nuestro autor, el estudio de la Sagrada Escritura y de su significado histórico-literal hace posible la teología verdadera y auténtica, es decir, la ilustración sistemática de las verdades, conocer su estructura, la ilustración de los dogmas de la fe, que representa en sólida síntesis en el tratado De Sacramentis christianae fidei (Los sacramentos de la fe cristiana), donde se encuentra, entre otro, una definición de "sacramento" que, posteriormente perfeccionada por otros teólogos, contiene rasgos aún hoy muy interesantes. “El sacramento”, escribe, “es un elemento corpóreo o material propuesto de forma extraña y sensible, que representa con su parecido una gracia invisible y espiritual, la significa, porque con este fin ha sido instituido, y la contiene, porque es capaz de santificar” (9,2: PL 176,317). Por una parte la visibilidad en el símbolo, la “corporeidad” del don de Dios, en el que con todo, por otra parte, se esconde la gracia divina que proviene de una historia: Jesucristo mismo ha creado los símbolos fundamentales. Tres son por tanto los elementos que concurren en la definición de un sacramento, según Hugo de San Víctor: la institución por parte de Cristo, la comunicación de la gracia, y la analogía entre el elemento visible, el material y el elemento invisible, que son los dones divinos. Se trata de una visión muy cercana a la sensibilidad contemporánea, porque los sacramentos son presentados con un lenguaje entretejido de símbolos y de imágenes capaces de hablar inmediatamente al corazón de los hombres. Es importante también hoy que los animadores litúrgicos, y en particular los sacerdotes, valoren con sabiduría pastoral los signos propios de los ritos sacramentales – esta visibilidad y tangibilidad de la Gracia – cuidando atentamente su catequesis, para que cada celebración de los sacramentos sea vivida por todos los fieles con devoción, intensidad y alegría espiritual.

Un digno discípulo de Hugo de San Víctor es Ricardo, procedente de Escocia. Fue prior de la abadía de san Víctor entre 1162 y 1173, año de su muerte. También Ricardo, naturalmente, asigna un papel fundamental al estudio de la Bibia, pero a diferencia de su maestro, privilegia el sentido alegórico, el significado simbólico de la Escritura con el que, por ejemplo, interpreta la figura veterotestamentaria de Benjamín, hijo de Jacob, como símbolo de la contemplación y cumbre de la vida espiritual. Ricardo trata este argumento en dos textos, Benjamín menor y Benjamín mayor, en los que propone a los fieles un camino espiritual que invita ante todo a ejercitar las diversas virtudes, aprendiendo a disciplinar y a ordenar con la razón los sentimientos y los movimientos interiores afectivos y emotivos. Solo cuando el hombre ha alcanzado el equilibrio y la madurez humana en este campo, está preparado para acceder a la contemplación, que Ricardo define como “una mirada profunda y pura del alma dirigido a las maravillas de la sabiduría, asociada a un sentido extático de asombro y de admiración” (Benjamin Maior 1,4: PL 196,67).

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La contemplación es por tanto el punto de llegada, el resultado de un arduo camino, que comporta el diálogo entre la fe y la razón, es decir – una vez más – un discurso teológico. La teología parte de las verdades que son objeto de la fe, pero intenta profundizar su conocimiento con el uso de la razón, apropiándose del don de la fe. Esta aplicación del razonamiento a la comprensión de la fe se practica de modo convincente en la obra maestra de Ricardo, uno de los grandes libros de la historia, el De Trinitate (La Trinidad). En los seis libros que lo componen reflexiona con agudeza sobre el Misterio de Dios uno y trino. Según nuestro autor, dado que Dios es amor, la única sustancia divina comporta comunicación, oblación y dilección entre dos Personas, el Padre y el Hijo, que se encuentran entre sí con un intercambio eterno de amor. Pero la perfección de la felicidad y de la bondad no admite exclusivismos y cerrazones; al contrario, reclama la eterna presencia de una tercera Persona, el Espíritu Santo. El amor trinitario es participativo, concorde, y comporta sobreabundancia de delicia, goce de alegría incesante. Es decir, Ricardo supone que Dios es amor, analiza la esencia del amor, qué es lo que está implicado en la realidad del amor, llegando así a la Trinidad de las Personas, que es realmente la expresión lógica del hecho que Dios es amor.

Ricardo con todo es consciente de que el amor, si bien nos revela la esencia de Dios, nos hace “comprender” el Misterio de la Trinidad, es sin embargo sólo una analogía para hablar de un Misterio que supera a la mente humana, y – poeta y místico como es – recurre también a otras imágenes. Compara por ejemplo la divinidad a un río, a una ola amorosa que brota del Padre, fluye y vuelve a fluir en el Hijo, para ser después felizmente difundida en el Espíritu Santo.

Queridos amigos, autores como Hugo y Ricardo de San Víctor elevan nuestra alma a la contemplación de las realidades divinas. Al mismo tiempo, la inmensa alegría que nos procuran el pensamiento, la admiración y la alabanza de la Santísima Trinidad, funda y sostiene el compromiso concreto de inspirarnos en ese modelo perfecto de comunión y de amor para construir nuestras relaciones humanas de cada día. ¡La Trinidad es verdaderamente comunión perfecta! ¡Cómo cambiaría el mundo si en las familias, en las parroquias y en toda otra comunidad las relaciones se vivieran siguiendo siempre el ejemplo de las tres Personas divinas, en donde cada una vive no solo con la otra, sino para la otra y en la otra! Lo recordaba hace algún mes en el Ángelus: “Sólo el amor nos hace felices, porque vivimos en relación, y vivimos para amar y para ser amados”(L’Oss. Rom., 8-9 junio 2009, p. 1). Es el amor el que realiza este incesante milagro: como en la vida de la Santísima Trinidad, la pluralidad se recompone de unidad, donde todo es complacencia y alegría. Con san Agustín, tenido en gran honor por los Victorinos, podemos exclamar también nosotros: "Vides Trinitatem, si caritatem vides - contempla la Trinidad, si ves la caridad" (De Trinitate VIII, 8,12).

[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]

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Queridos hermanos y hermanas:

En estas últimas audiencias estoy presentando algunas figuras ejemplares, que han mostrado la íntima unión que existe entre fe y razón. Hoy me detengo en la vida de dos monjes, que ejercieron su magisterio en la Abadía de San Víctor, en París, que desde el siglo doce contaba con una importante escuela de teología monástica y teología escolástica.

En este contexto, nos encontramos con Hugo de San Víctor, del que sabemos muy poco sobre sus orígenes. En la citada abadía, primero fue alumno y luego maestro, alcanzando una notable fama, hasta el punto de ser llamado un "segundo San Agustín", por su dedicación a las ciencias profanas y la teología. Inculcaba a sus discípulos un constante deseo por conocer toda verdad. Entre sus alumnos destaca el escocés Ricardo de San Víctor, que ejerció durante años como Prior de la mencionada Comunidad. En sus enseñanzas invitaba a los fieles a un continuo ejercicio de las virtudes para alcanzar una estable madurez humana, y poder acceder así a la contemplación y a la admiración de las maravillas de la sabiduría.

Queridos amigos, autores como Hugo y Ricardo de San Víctor nos mueven a la contemplación de las realidades celestes y a la admiración de la Santísima Trinidad como modelo perfecto de comunión. ¡Cuánto cambiaría el mundo si en las familias, en las parroquias y en cualquier comunidad, las relaciones tuvieran como modelo las tres Personas divinas, que no sólo viven con las otras, sino para las otras y en las otras!

Saludo a los fieles de lengua española, en particular a los peregrinos provenientes de España, Costa Rica y otros países de Latinoamérica. A todos os invito a profundizar en la contemplación divina para crecer en la caridad y en la comunión fraterna. Muchas gracias.

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

© Libreria Editrice Vaticana]

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