Romanticismo Siete Ensayos

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Siete ensayos sobre el Romanticismo español. Tomo I Pedro Romero Mendoza Ensayo I Ambiente romántico Capítulo I Aspecto de Madrid en la segunda década del XIX. Calles y edificios. Conventos. Comercios. La botillería de Canosa. Las barberías. Cafés, pastelerías y fondas. La vida doméstica. Los viajes. Las diligencias. Las comidas. Los comensales. Pocas veces habrá habido una compenetración tan perfecta, tan profunda, como la que existió entre nuestra literatura romántica y su tiempo. El arte, en su manifestación escrita, es el espejo a donde van a mirarse las ideas, los hechos y las costumbres de cada país, es decir, su historia sublime y vulgar. Este espejo tiene la virtud mágica de mostrarnos las cosas tal como son ellas de por sí o de cambiarlas al través del prisma del humorismo, de la sátira o de la ironía.

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  • Siete ensayos sobre el Romanticismo espaol.

    Tomo I

    Pedro Romero Mendoza

    Ensayo I Ambiente romntico

    Captulo I

    Aspecto de Madrid en la segunda dcada del XIX. Calles y edificios. Conventos. Comercios. La botillera de Canosa. Las barberas. Cafs, pasteleras y fondas. La vida

    domstica. Los viajes. Las diligencias. Las comidas. Los comensales.

    Pocas veces habr habido una compenetracin tan perfecta, tan profunda, como la que existi entre nuestra literatura romntica y su tiempo. El arte, en su manifestacin escrita, es el espejo a donde van a mirarse las ideas, los hechos y las costumbres de cada pas, es decir, su historia sublime y vulgar. Este espejo tiene la virtud mgica de mostrarnos las cosas tal como son ellas de por s o de cambiarlas al travs del prisma del humorismo, de la stira o de la irona.

  • La literatura romntica no slo impuso a sus autores un estilo de vida que rimase con los principios estticos que observaban en sus obras, sino que extendi esta compenetracin y afinidad a la sociedad misma. Que los poetas sean desarreglados, ignorantones, sucios y melenudos, no debe de sorprendernos, puesto que el arte que cultivaban nada tena de ordenado, ni de culto, ni de pulcra espiritualidad. Es que el escepticismo y el pesimismo no son como greas del espritu? Si la vida y carcter de un escritor influyen de manera decisiva en sus escritos, a una poesa sentimental hasta pecar de sensiblera, reida con la luz y el aire por lo sombro de sus ideas y lo enfermizo de sus afectos, ha de corresponder forzosamente una psicologa delicuescente y vaga, unos gustos lgubres, unas melenas mal cuidadas y un vestir desastrado. Tal arte tal artista. Pero no es tan natural que esta relacin alcance tambin al pblico, y que sus inclinaciones, maneras, ideologa y sentimientos sean los que corresponden a lo caracterstico y fundamental de su literatura coetnea.

    En medio de una sociedad inteligente, aristocrtica en sus aficiones y costumbres, amiga de ir siempre a la moda, vestida por el mejor sastre y la modista de gusto ms exquisito; en una nacin muy ordenada, con buenos gobiernos, austera administracin y vigoroso y temible ejrcito; en una ciudad de amplias calles, excelente alumbrado y buen pavimento, fondas limpias y arregladas, hermosos y cmodos teatros y casas higinicas, soleadas, luminosas, nuestra literatura romntica no habra podido desenvolverse y prosperar como lo hizo entre nosotros. Dirase que el ambiente estaba dispuesto para recibirla y que todas las cosas conspiraban a la floracin brillante y juvenil del romanticismo.

    Qu aspecto presenta Madrid en estos das? Cmo vive la gente y en qu forma distrae sus ocios? Qu tal marcha la poltica? Dnde se rene la flor y nata de la intelectualidad y de la aristocracia y cules son sus gustos? Esta rpida ojeada no va a tener otro objeto que situar el arte literario en su verdadero elemento, y notar de paso la mutua correspondencia que se establece entre la literatura, sus representantes y el pblico.

    La corte de Espaa nos da la impresin de un pas pobre y desaseado. Calles mal empedradas o sin empedrar y de edificios sucios y desiguales. Unas luces mortecinas y bastante distanciadas entre s, alumbran la calle de Alcal. Las Calatravas aparecen circuidas de casas muy modestas, todo lo ms de dos pisos. Puertas claveteadas, con buenas trancas y cerrojos, y ventanas con gruesos barrotes de hierro. No se olvide que estamos en los tiempos de Jos Mara, el Tempranillo, de Jaime, el Barbudo y de los Siete Nios de cija.

    En los zaguanes de estas viviendas, oscuros, sombros y apestosos, estn los urinarios y el basurero. Las escaleras pronas, crujientes y llenas de polvo, dbilmente iluminadas por la claridad que entra de la calle y sumidas desde el atardecer en la semipenumbra medrosa de un quinqu o de un candil. Dnde encontrar la alegra en estas casas, ni el optimismo jocundo y alentador? Las celosas de las ventanas entorpecen el paso de la luz y del aire. Los pasillos ttricos y mal ventilados tienen la culpa de que la atmsfera sea densa y agria. No se conoce an el entarimado o al menos es poco frecuente. Para solar las habitaciones se usa el ladrillo, que aparece como cubierto de un polvillo rojo. Las casas antiguas se reducen a dos o tres aposentos grandes y destartalados y a varios callejones sin fin. En las nuevas los cuartos son muy mezquinos, hasta el punto de que apenas si caben los muebles. Los vidrios del balcn,

  • unidos por plomos, no pueden ser ni ms feos, ni ms pequeos, ni ms irregulares. En estas casas de vecindad vive el tendero de la calle de Postas, y el tablajero de la del Pez, y el covachuelista que escribe memoriales, y el actor o autor de compaas, como se deca entonces, y el cesante, con la levita un poco rada por los codos, y la ancha y negra corbata deshilachada, y el rostro famlico, grave, taciturno, y el prendero, y la patrona, y el clrigo, y el guardia de corps, y el que vende bujeras, perfumes y cosmticos en un portal de la calle de Carretas o de la Plaza del ngel.

    Llegada la noche, que tiene no s qu de siniestra bajo el trmulo y desvado alumbrado de las calles, los transentes de levita y chistera cruzan como sombras de una a otra parte. Y no siempre, dicho sea en obsequio de la verdad, con el paso sosegado y firme de quien nada teme, ni nada malo espera1. Una mocera ensoberbecida por la indisciplina social reinante, y sobre todo por el entredicho que la tirana ha puesto al pensamiento cuantas veces trata de exteriorizarse mediante la palabra escrita, desfogar su juvenil irritacin de un modo extrao y pintoresco: rompiendo faroles y dando aldabonazos en las puertas. La semioscuridad en que est sumida la Villa y Corte a estas horas de la noche y la falta de vigilancia, pues slo unos inofensivos serenos cuidan del orden, facilitan la audacia. Si median unos metros de distancia entre los noctmbulos transentes, su forma fsica tomar cierto aspecto fantasmal o ilusorio. Los jvenes, que no son unos desarrapados precisamente, sino concomitantes de las Musas o dados a la oscura actividad poltica de la demagogia, se encararn con el primer farol que hallen al paso, y tras un juicio sumarsimo en el que se derrochar el ingenio a manta de Dios, unas piedras lanzadas con alevosa puntera darn al traste con la macilenta luz y su tosco recipiente de cristal. Los fuertes, briosos aldabonazos en las puertas cerradas o entreabiertas, si la hora elegida para la travesura est lindante con el anochecer, sern digno remate o colofn del terrible fusilamiento2. Nada hay nuevo bajo el sol! Lo mismo hacan con ligeras variantes, los jvenes disolutos de Londres, en los ltimos aos del reinado de Carlos II, segn nos cuenta lord Macaulay.

    Algo haba contribuido Carlos III a mejorar la fisonoma de Madrid. Pero el ritmo de esta evolucin de la salubridad y embellecimiento urbanos, de suyo lento, tena que vencer todava la indiferencia o insensibilidad del pblico ignaro, cuando no su propia repulsa. La luz, que es el principal hechizo de las cosas, ya provenga de dentro como parte integrante de ellas, ya sea ornato y alegra de lo formal y externo, apenas tena sino miserables y espordicas manifestaciones en el conjunto de la vida madrilea. All donde la naturaleza de un modo ciego, espontneo y desinteresado no lleva su riente claridad, su colorido lujurioso, exuberante, el hombre se resigna y es un nuevo Trofonio en la oscuridad soterrada y profunda. Calles angostas, pinas, umbras, de arbitrario trazado. Unas losas mezquinas, con grietas y resquebrajaduras, sirven de aceras. Viejos caserones pintarrajeados de amarillo o de un tono gris, pizarroso, cuando no de un pardusco indefinido. Casas achaparradas, con graves desportillados en las esquinas o el arimez. Ventanucas y luceras hostiles a la luz del sol. Cristales rotos, remediado el desperfecto con cartones o papeles unidos por obleas. Unos farolillos de enfermiza luz, muy distanciados entre s a lo largo de la calle. Tenebrosos, patticos portales en los que en pleno da casi, se puede decir que hay que entrar a tientas, y de los que sale una agria tuforada de humedad e inmundicia. Conventos de la Trinidad, de la Merced, de San Agustn, de paredes sucias, desaseadas, con erosiones que atestiguan la accin inexorable de los aos. Slo en la Carrera de San Jernimo, punto de cita de todo Madrid, tenemos fronteros, los siguientes: el del Buen Suceso y el de la Victoria, las Monjas de Pinto y los Italianos, y ya ms adentrado en la calle, el Espritu Santo. La

  • sociedad espaola de estos tiempos es santurrona, mendaz, conculcadora de los preceptos evanglicos aunque exteriormente alardee de arraigadas creencias religiosas.

    Las actividades, los negocios, el comercio en una palabra, concuerda con el aspecto miserando de la ciudad. Modestas abaceras, de toscos anaqueles o estantes, se instalarn en los ttricos zaguanes de las casas, y tiendas de tejidos no mal abastadas de crespones, rasos, encajes, organdes, popelines, mazandrn, paliacats, gros de Npoles, barabin, terciopelo punz, guirindolas, lustrina Zaz de Saint-Cir, alepn y ante, que satisfarn los caprichos de un pblico ms bien sobrio y desaliado3. Regatones vocingleros, estrepitosos, recorrern las calles con su mercadera a cuestas o todo lo ms sobre los lomos peludos y trashijados de algn descendiente de Rucio. Y por el mismo procedimiento se llevar la cal y el yeso a las construcciones, y el pan a los consumidores, y la carne a los tablajeros. En el barranco de la Tela habr muchas carretas de bueyes que a cambio de una modesta retribucin se emplean tambin para el acarreo de objetos y materiales de albailera. El golpe seco, opaco, que trasciende de algn penumbroso y nauseabundo portal denota la presencia del talabartero. De las mulas que tiran de las carrozas, tartanas, carromatos, calesas, galeras o calesines aqu se fabrican los arreos y guarniciones. Y de trecho en trecho habr una botillera. La de Canosa4, en la ya mentada Carrera de San Jernimo. En estos angostos habitculos, sombros y sucios, de tosco y averiado moblaje, se expenden bebidas frescas o alcohlicas, bien a los parroquianos que penetran en la botillera y se sientan en bastas sillas de pino, bien a los que, montados en calesa o tartana, reclaman desde la calle la presencia del botillero.

  • Silla de estilo romntico [Pgs. 16-17]

  • Sof de estilo romntico [Pgs. 16-17]

    Las barberas no haban perdido como las de ahora su sabor castizo y su rango de mentidero pblico. Fgaro apareca all con su tpica y genuina fisonoma. Y sobre la puerta o a ambos lados de ella, la vaca, de dorado metal, con su escotadura semicircular, y algn que otro pintarrajo, alusivo al oficio, en la pared propincua nos mostrarn la ndole del establecimiento. Cuchitril donde adems de rasurarse el rostro se hablar de lo divino y de lo humano, con esa graciosa sans-fan espaola que permite al ignorantuelo menestral echar pestes de Fernando VII, el Narices, y tutear a Martnez de la Rosa o Romero Alpuente.

    No ser nada raro ver entrar de pronto en la barbera a un hombre sudoroso, jadeante, casi sin resuello. Cubre su testa con un sombrero de picos, pues el sombrero gacho haba desaparecido ya por orden prohibitiva, y cuelga de sus recios hombros de jayn una larga, amplia y vistosa capa blanca. Requerir, entre aspavientos y visajes, al maestro o al primer oficial de la tienda para que en su compaa venga a remediar la situacin de un enfermo atacado de apoplega, de fuerte torzn o fiebre perniciosa. Tomar el barbero en sus manos vellosas la redoma de las sanguijuelas y juntamente con el fornido recadero o criado cruzar calles, pasadizos y plazuelas hasta embocar con la casa del paciente, que ser a lo mejor un nuevo Torres de Villarroel sometido a los ms malolientes menjurjes salutferos, emplastos y sangras.

  • Por que no se piense un instante que en este Madrid polvoriento, sucio, desdibujado, sin una arquitectura arrogante, ni un empedrado uniforme limpio, bruido, pero eso s, con las calles llenas de animales domsticos. gallinas, pavos, cerdos, se da un nuevo ejemplo de la frugalidad ateniense. Pese a la pobretera urbana de la Corte, a su desalio y abandono, la gente engulle de lo lindo, ya en casa, ya en La Fontana de Oro, en el caf de San Lus, en el de la Cruz de Malta, emplazado en la calle de Caballero de Gracia, y en tantos otros de menos pretensiones y vistosidad, como el de San Sebastin, por ejemplo. Nada puede sorprendernos por consiguiente, que el mucho tragar y beber d origen a terribles torzones e incluso a apoplejas fulminantes.

    Quin no ha odo hablar de la pastelera de Ceferino, de la calle del Len, de la casa de comestibles de Perico, el Mahons o de la fonda de Genieys, del Postigo de San Martn? En todos estos sitios se cocinaba bien y barato. Se haca repostera y tanto la clase encopetada y pudiente, como la gente de medio pelo, hambrona y zafia, all satisfacan sus gustos gastronmicos. Ni que decir tiene que la minuta, como est mandado escribir ahora, no estar inspirada por la alta ciencia culinaria de un Marqus de Villena, de un Trimalcin o de un Roberto de Nola. Pero tambin es verdad que el pblico de entonces era poco descontentadizo y exigente. La indisciplina social con sus algaradas, motines y behetras haba borrado o disimulado, hasta cierto punto, las fronteras de clases y en esta mezcolanza perecieron el buen gusto y la nativa distincin tan caractersticos de nuestro pueblo. No haba cantado un notable poeta de das no muy anteriores a stos el arrojo y arte del matador de toros Pedro Romero? No son despus el grito oprobioso de Vivan las caenas! y se abri la Escuela de Tauromaquia para recreo e instruccin de tagarotes y desocupados? No tenan a gala los prceres de la poca, como el Marqus de Torrecullar, por ejemplo, el vestirse a lo majo? La falta de un refinamiento exquisito, que en estos das terribles, agitados, bullangueros, habra sido como pedirle peras al olmo o amanecer por occidente, trajo la negligencia, la despreocupacin, el rasero de la ordinariez a todas o casi todas las manifestaciones de la vida. Exista por parte del pblico una benevolencia espontnea, nada discursiva, proveniente ms bien de la naturaleza misma de las cosas. Se disculpaba todo, se haca la vista gorda por los que podan haber formulado reparos, y el vulgo, que a la sazn tena holgados lmites y desembarazada actividad, apenas caa en la cuenta de las torpezas y descuidos ajenos. En casa del Mahons se preparaban sabrosos condumios aderezados con lujo de ingredientes, y se serva a domicilio en las faustas solemnidades de la Navidad, fin de Ao y la Epifana. A la pastelera de Ceferino se iba a endulzar la boca y tambin a comer pescado. En el caf del ngel se reuna la gente ociosa, que para todo tena tiempo menos para emplearse en cosa de provecho, y se expendan ricos helados y bebidas frescas durante la estacin estival, adems del caf con su plus o tostada, y en La Fontana de Oro no slo se cumplan todos los fines cafeteriles, sitio que adems se conspiraba por todo lo alto, que era el plato ms apetezido por la voracidad demaggica de aquellos tiempos.

    Pasemos de la calle al interior de la vida domstica.

    Fuera de los palacios seoriles, donde la gente de prosapia come en vajilla de plata, sale de paseo en carroza con adornos de carey, tirada por una pareja de mulas, con un rgido cochero en la parte delantera del andante armatoste y dos orondos lacayos en la popa, todo es miserable y rampln aunque se disimule con dedlica habilidad, esto es, distribuyendo ingeniosamente por las habitaciones muebles y objetos5. La sillera ser de caoba, y si los recursos econmicos no fueran muy holgados, de cerezo, de nogal o

  • de pino imitando caoba. Una consola lucir sobre su tablero ms o menos brillante, un ureo reloj, unos floreros vacos de cristal labrado y unos candeleros de plata con sus arandelas de vidrio. El sof no solamente tendr tosca hechura, sino que repeler por su incmoda dureza a pesar de su respaldo de cerda. De percal blanco con franjas de tafetn encarnado, las cortinas. Un espejo o trenor, si hemos de decirlo al uso de entonces, decorar la pared, y no faltar en un ngulo del marco el consabido ramo de flores o algunas plumas de pavo real. En el centro de la sala habr de seguro un brasero6 de cobre, con su correspondiente sustentador, ya simplemente liso y circular o imitando unas garras de len7. No faltarn tampoco las socorridas rinconeras con algunas figurillas de yeso de las que venda el popular Cavalcini. En un ngulo de la sala habr un velador ochavado y encima de l un veln con relojera de piedra, de cristal el fanal y la peana de caoba.

    En otras habitaciones ms recnditas y tenebrosas hallaremos una severa cmoda donde el ama de la casa guarda sus vestidos, prendas y adornos. La mantilla blanca o negra, que en aquellos lejanos das no slo se llevaba al coso taurino, sino al paseo, a las visitas, al templo, pues al teatro las damas encopetadas iban de sombrero; los corpios o spencer, las dulletas, el traje de maja, bien guarnecido de abalorios; la castiza peineta espaola con su brillante pedrera, las cintas a la Maintenon, los rizados boas y en sus escrios o joyeros las ricas alhajas que realzarn los primores de quienes las ostenten en fiestas y saraos, cuando no en los paseos pblicos.

    Los extranjeros que arriban a nuestro pas para ver los monumentos, estudiar las costumbres y enterarse del estado de nuestra literatura, se quejan de las diligencias y de las fondas, y se admiran por ltimo de lo sobrio que somos para divertirnos. No habr en todo esto algo de exageracin? Estamos tan habituados a que se nos achaquen defectos que no tenemos, que a nadie puede sorprender que pongamos, de momento, en cuarentena aquellas afirmaciones. Veamos que hay de verdad en ellas.

    All por el ao treinta, si determinados asuntos nos hacan emprender un largo viaje, tenamos que recorrer Madrid de punta a punta y posada por posada -la del Peine, la de los Segovianos, la de los Huevos, la de la Gallega- hasta topar con el vehculo o caballera que haba de transportarnos8. Poda ser ste un coche de collera, una galera, carromato o simple tartana, y a falta de ellos unas bestias cuyo asprrimo aparejo e incmoda andadura repelan al jinete. Ser necesario decir que estos medios de locomocin no estaban al alcance de todas las fortunas? A los prceres les corresponda viajar en los coches, los funcionarios pblicos que se trasladaban de un lugar a otro por exigencias de su profesin, lo hacan en las galeras, tiradas por mulas, el primer tranco enfrenado y los otros confiados a un zagaln que iba a horcajadas en el mingo delantero, y las caballeras y carromatos quedaban reservados para negociantes, predicadores y estudiantillos no sobrados de numerario. Vienen despus las diligencias remolcadas por tres o cuatro parejas de caballos. En la enorme vaca aparecen hacinados los paquetes, atadijos, bales, cofres, sombrereras, alforjas, cuvanos... Dentro del coche, ya delante, ya en la rotonda y como sardinas en banasta, esto es, encima unos de otros y metindose los codos en la barriga al menor vaivn de la diligencia, una docena o ms de gente abigarrada, sudorosa y locuaz.

    Y qu viajes aqullos! Dando tumbos por carreteras descuidadas y mal construidas. Un traqueteo horrible y agotador. Baches y aguazales en los que se hunde la diligencia hasta el eje. Fro, nieve y viento en la invernada. Calor, polvo y moscas en el esto.

  • Asientos duros, ventanillas que cierran mal, posadas y fondas que tienen a la incomodidad tambin por husped. Y sin embargo, qu hechizo, qu singular y embrujado encanto el de estas caminatas por valles, puertos y llanadas. Con qu emocin evocamos aquellos tiempos. Un espritu de despierta y aguda sensibilidad ha de sobrecogerse, honda y dulcemente, ante este cmulo pintoresco de rasgos, modalidades y caracteres de la vida espaola al promediar casi el siglo XIX.

    Para Sevilla se sale a las tres de la maana, de la calle de Alcal y se viene a andar unas cuatro leguas por hora. Los gritos del mayoral y de los postillones, el ruido de los cascabeles y el constante vaivn del vehculo ahuyentarn el sueo en estas fras y largas horas de la madrugada. Si sentimos el amor de la naturaleza, a poco que se tia de lvido claror el horizonte nuboso no perderemos pormenor del paisaje. Oyarzun, Astigarra, Salinas s venimos del Norte a la meseta. Puerta Lpiche, de los Perros, Cacin, cija en las rutas del Sur. Qu feroz vocero en la remuda de los caballos! Cunta palabrota castiza, vigorosa, tajante, de los zagales al enganchar los tiros. Y el restallar del ltigo al emprender la marcha? Y el crugir del carricoche o galera sobre el duro empedrado? Aguerridas mozas de ajustado corpio, grueso refajo de color y trenzas sueltas sobre la espalda, aguardan en los anchos portalones de las posadas y hosteras. Dentro hay un corral con alguna parra cabe las enlucidas paredes o sobre el pozo de brocal y carrucha. Posiblemente, para llegar al interior de la venta -oh Parador de los Tres Reyes, de las nimas, del Peto, del Mesn Grande!- habr que atravesar la cuadra como en los cortijos. Una tuforada de estircol nos saldr al paso. En la amplia cocina encalada, con su llar, su garabato, su humero, su piedra trashoguera y sus tajuelos, preparan el clsico cocido espaol, con su buen trozo de vaca o de pollo, chorizo, tocino y jamn, amn de los ricos garbanzos, la verdura y la sopa humeante y rojiza, bien espolvoreada de pimienta. Del comedor nos llegar el ruido de los platos, cubiertos, jarros o alcarrazas -cada una de stas vale doce cuartos- que una opulenta maritornes va colocando sobre rameado mantel. Los cuartos de dormir sern anchos, espaciosos, de alto techo, enjalbegadas paredes y aljofifado suelo. Un grato olor de ropa limpia y oreada, y su nvea blancura herirn nuestros sentidos deleitosamente. Pero quin duerme en estos lechos ms bien chiquitos, con su flamante cobertor y su telliza o sobrecama y sus ntidos cabezales, si no fuera porque el cansancio del camino echa una pesada losa sobre nuestros ojos? No ha alboreado todava y ya estn los gallos del corraln lanzando al aire su estridente quiquiriqu. Paredea hay una herrera, y los golpes secos, metlicos, uniformes del martillo sobre el yunque o el spero rozamiento de la terraja espabilarn el sueo al mismsimo Morfeo. Y apenas el sol se remonte un poco sobre el horizonte, el tablajero de enfrente descuartizar con su hacha la res sacrificada aquel da. Despus sonarn los alegres cnticos de las mozas, y el relincho de los caballos apunto de ser enganchados a la diligencia, y las vociferaciones del mayoral, con la tralla en la mano, que ya se ha puesto su chaqueta de astracn y pasa revista a los arneses. Y por ltimo veremos a los viajeros engullir el chocolate y las mantecadas de Astorga o las bizcotelas de Mendaro, porque es tarde y han dado la voz de partir. Otra vez los tumbos, los vaivenes, el calor y las moscas o el fro penetrante como punta de estilete. Chillarn los cristales de las ventanillas, entrar el aire por las juntas y rendijas, chocarn entre s los cuerpos de los viajeros en los baches y revueltas, y se meter en los odos el atiplado repiqueteo de los cascabeles de las colleras y el ruido de los cascos sobre el suelo.

  • Reconozcamos lo poco grato que deba de ser el trasladarse en estas condiciones de una capital a otra. Quien nos lo dir, morosa y prolijamente, es Tefilo Gautier en su Viaje por Espaa (1840).

    Las fondas, dicho sea tambin en honor de la verdad, parecen testimonios vivos e irrefutables de nuestro atraso, desaseo y sordidez, incluso. Se come mal por diez reales y nada bien por veinte. Sopa de yerbas, estofado de vaca, riones, ternera mechada, pollo o gallina, sesos, criadillas, manos de cordero, con su poco de vino y postres. Manteles sucios, servilletas manchadas de grasa, algn plato desportillado -la vajilla proceda generalmente de la fbrica de la Moncloa- y una servidumbre de psimos modales y nada complaciente9.

    Conviene con este cuadro lo desairado de la figura de cuantos se sientan a la mesa o de la mayora, al menos. Por lo comn, unas melenas descuidadas, sino greosas del todo10. Barba puntiaguda, como la de Espronceda. Algo deslucida la levita y a veces hasta rado el pantaln. La nota caracterstica de esta sociedad, con raras excepciones, como la de Larra, por ejemplo, tan pulcro, atildado y correcto, es la desidia, la huraa y el poco aprecio de la limpieza y esmero en el vestir. Caracterstica que se dilata de una persona a otra, cualquiera que sea su condicin social y su profesin u oficio. El desarreglo, las greas y la misantropa se dan en el poeta que escribe versos fnebres, llenos de tristeza y desaliento, y en el empleado, a pesar de su sencilla espiritualidad, y en el cmico que hace llorar o rer a la gente. Es el mal del siglo. Su spiritus intus.

    Captulo II

    El teatro. La Prensa. Los malos modos. Beatera. Los jvenes. Su indumento. Vida de sociedad. El Parnasillo. El Ateneo. Indiferencia por las cosas del espritu. El Liceo. Los

    vestidos. El Paseo del Prado.

    Esta sociedad apenas s siente ganas de divertirse. Hasta en esto es sobria. Pero no por virtud ni mojigatera, sino sencillamente porque su natural es as. Contntase con ir los lunes al teatro. Los dems das estn stos vacos y durante la cuaresma no funcionan. De aqu que los cmicos se lamenten, con razn que les sobra, de la frialdad e indiferencia del pblico. Vocifera la crtica contra el desvo y la incultura de la gente. La culpa de este panorama tan desconsolador del arte escnico no es slo del pblico. Los autores que se meten a traducir en vez de componer obras originales11, y los comediantes que todo se lo deben a la espontaneidad y al nativo despejo, sin preocuparse gran cosa de estudiar la psicologa de los personajes que han de interpretar, ni del vestido y caracterizacin de cada uno, y las empresas que se limitan a poner en escena las obras que han obtenido franco xito al otro lado de nuestras fronteras -El Diplomtico, La Cuarentena, El afn de figurar, La Hurfana de Bruselas, La Pata de Cabra- tienen muchsima ms culpa que el inocente espectador, cuya deficiente preparacin literaria no le permite distinguir lo bueno de lo mediano, ni aun de lo malo.

    Pero con qu estmulos cuenta el autor dramtico para componer un drama o una comedia? No reconocida la propiedad intelectual como es debido, y en manos de cmicos y empresarios poco escrupulosos, qu puede sorprendernos la pereza, la apata consuntiva de cuantos escriben para el teatro? Parecera lgico que nadie tuviera ms

  • derecho sobre una comedia, si no se ha enajenado su propiedad, que el autor. Pues no es as. Todos mandan ms en ella que l. El empresario, la actriz o el actor encargado del primer papel, la mutilan; el impresor la lanza a la publicidad y paga por ella 500 reales cuando ms; la compaa la representa; el autor, en un caso muy favorable cobra cincuenta o sesenta duros por su obra y ya puede darse con un canto en los pechos12. Quien se decide a escribir quema tambin sus naves. El arte no tiene otra salida que la pobreza -ya lo dijo Larra13-, porque la gente ni lo estima, ni lo paga suponiendo que el escritor se alimenta del aire como el camalen, segn se suele decir. Hace falta tener, pues, una grande vocacin literaria para seguir en el oficio tras de ver estas dificultades tan graves e irremediables.

    Por otra parte, si el autor dramtico es hombre de buen gusto, ha salido algo de Espaa y cultiva el trato diario de los libros -cosas no muy corrientes en estos das- habr de sufrir mucho con las estragadas aficiones del pblico y la carencia absoluta de sentido artstico del empresario, y lo que hay de improvisacin y espontaneidad en el trabajo de los cmicos. Pero quin es el guapo que le mete en la cabeza a Garca Luna, a Mariano Fernndez, a Concepcin Rodrguez, a Agustina Torres, a Antonio Guzmn aquellas normas o principios que el artista no debe olvidar nunca! Hay que estudiar bien a fondo el carcter del personaje, las actitudes y gestos, el alcance y significado de la frase, y modular la voz acomodndola a las situaciones. Evitar la exageracin, ya que la naturalidad -tengamos siempre presente a Julin Romea y a Aufresne, que segn Goethe declar la guerra a toda falta de naturalidad- debe ser la virtud ms anhelada del autor, por difcil y complicado que sea su papel. Procuraremos cuidar mucho del vestido y de la caracterizacin, y nada de ademanes violentos y gritos desaforados14.

    Anuncio de una diligencia [Pgs. 24-25]

  • Un lechuguino [Pgs. 24-25]

    Sin embargo... Dnde estn los caracteres? Qu singular psicologa tiene Don lvaro, por ejemplo, o Diego Marsilla, o Manrique, o incluso Don Juan Tenorio? Qu complicaciones ni abismos hay en la vida interior de estos hroes? No es casi todo superficialidad, vocinglera, sucesos inusitados que la fatalidad o el sino ha ido amontonando en torno a una figura ms fantstica que real? Improvisan los poetas y han de improvisar tambin los actores. Matilde Dez, las hermanas Lamadrid, Carlos Latorre, Lomba, Calvo, Valero... son los encargados de interpretar a estos hroes descomunales y monstruosos. El talento natural, la inspiracin o intuicin del arte lo hacen todo.

    En confirmacin de nuestra tesis vamos a decir, sucintamente, cmo se escriba un drama romntico.

    All por el ao 1842 dos teatros de Madrid se disputaban los aplausos del pblico: el del Prncipe y el de la Cruz. El primero contaba a la sazn con ms partidarios y admiradores. Lo regentaba Romea. El de la Cruz, Lomba. Al declinar la tarde de un da de Diciembre, un poeta muy celebrado entonces, de esmirriadilla figura y endrina y

  • copiosa cabellera, reciba en su casa nmero 5 de la Plaza de Matute un aviso para que acudiera aquella misma noche al teatro de la Cruz.

    Exista ya en estos das la costumbre de recibir, en su saloncillo o antecmara, a sus amigos y predilectos, el primer actor de la compaa. Romea tena su tertulia en el teatro del Prncipe y Juan Lomba en el de la Cruz. Nuestro poeta entrar en la antecmara del famoso actor cuando ya se encuentran all, adems de ste, Hartzenbusch, Rub e Isidoro Gil. Quin le ha mandado llamar? Lomba explicar todo en pocas palabras. La empresa del teatro pretende que nuestro poeta, que es tambin autor dramtico, componga una obra para que se represente durante las Navidades. El actor Carlos Latorre, con el pretexto de que el gnero cmico a que pertenecen las piezas que se ponen en escena en estos das del Nacimiento de Jess, no se aviene con el repertorio que l cultiva, se pasa de vacaciones desde Navidad a Reyes. Modo de evitarlo: hacerle una obra a propsito, de la cuerda de sus aptitudes dramticas, y nadie ms indicado para realizar este milagro, dada la terrible premura del tiempo, que nuestro poeta. Estaban a 13, habra que tener terminado el trabajo el 17, copiado y hecho el reparto el 18, aprendidos los papeles respectivos el 19 y 20, ensayada la obra el 21 y 22, y puesta en escena el 24. Forcejea nuestro autor para librarse del tremendo encargo. Cmo escribir una pieza dramtica en tan pocos das? Se han dado bien cuenta de la pretensin? Insiste Lomba terne que terne, porfa nuestro poeta por desentenderse de l, pero acorralado materialmente por el clebre actor, que no ceja ni a la de tres, acepta el compromiso.

    El da 16, a las siete de la tarde, dos horas escasas antes de levantarse el teln, pues las funciones comienzan a los tres cuartos para las nueve, estarn otra vez reunidos en el saloncillo del teatro de la Cruz, Lomba, Rub, Hartzenbusch y nuestro poeta. Encima de la mesa hay una Historia de Espaa, del P. Mariana. Alguien meter tres tarjetas por tres pginas diferentes del tomo elegido para la extraa, inusitada experiencia. Nuestro autor dramtico tropezar con unas palabras relativas a la batalla de Guadalete y muerte de Don Rodrigo.

    -Basta; un embrin de drama se presenta a mi imaginacin! -exclama de sbito-. Maana a estas horas quedan ustedes citados para leer aqu un drama en un acto.

    Torna nuestro autor a su casa del nmero 5 de la Plaza de Matute. Se encierra en su cuarto, pide una taza de caf bien fuerte y da orden terminante de que nadie, bajo ningn pretexto, venga a turbar su trabajo. En un cuadernillo de papel, posiblemente de hojas un poco amarillentas, se escriben las primeras anotaciones. Pero lo curioso, lo pintoresco, lo extraordinario del caso es que la obra se va a componer antes de pensarse. Aqu tenemos ya a un ermitao. Los relmpagos iluminan su severo semblante. No tardar mucho en aparecer Theudia. Quin es Theudia? Qu viene a hacer en la obra? Ah, el autor todava no lo sabe! Pero ah est de todos modos, embozado en una capa, bajo la iluminacin sbita, deslumbrante, cegadora de los relmpagos. El autor piensa que este caballero de la capa debe de ser un godo. Y ya sobre esta base, todo lo hipottica que se quiera, tendremos en escena a Don Rodrigo.

    Por aqu va nuestro autor cuando las primeras luces lvidas de la maana penetran por el balcn. Hace un fro muy intenso. Los cristales se han empaado del roco, y en el angosto cuarto el silencio que reina es tan profundo que intimida y sobrecoge. Slo los pies y las manos de nuestro poeta estn yertos. La cabeza, de negra, larga, abundosa

  • cabellera, le hierve y del corazn diramos que ha perdido su ritmo acostumbrado, pues en estos instantes fugitivos, febriles, intensos, late acaso con demasiada celeridad.

    Pero no divaguemos que ya tenemos aqu al conde Don Julin: otro nuevo personaje, que sale a escena con el orto. El autor repone sus fuerzas con un chocolate bien caliente, repasa lo que lleva pergeado y como no hay tiempo que perder reanuda la tarea; empea todos sus bros en la escena del conde Don Julin con Don Rodrigo, y, ya declinando el da, escribe aquello de:

    Escucha, pues, oh rey Rodrigo

    a cuanto llega mi rencor contigo!.

    Han pasado, pues, sin sentir, la noche, y la madrugada, y la maana, y el medioda, y la tarde, una tarde un poco melanclica, descolorida, glida, de Diciembre. Y sin haber almorzado, ni comido y, mucho menos, reposado, saldr del nmero 5 de la Plaza de Matute nuestro trashijadillo autor, con el manuscrito debajo del brazo y camino del teatro de la Cruz.

    As escribi El pual del godo don Jos Zorrilla, segn nos cuenta l mismo en sus Recuerdos del tiempo viejo, en pginas de una sinceridad admirable, cautivadora, las cuales acabamos de parafrasear. En 22 das compuso El caballo del Rey D. Sancho y se comprometi a escribir su Don Juan, en 20. No creemos que el Don lvaro, y El Trovador, y Los Amantes de Teruel fueran escritos tan aprisa, pero desde luego podemos afirmar que no lo seran tan despacio como el Fausto, de Goethe, ni corregidos durante diez aos, como Las Gergicas, de Virgilio15.

    Por qu no asiste el pblico al teatro? Si por medio del discurso quisiramos buscar una razn al desvo de la gente, atribuiramos la ausencia de aqul a la falta de confort de los teatros. Pero en esta poca tan poco reflexiva, tan divorciada de la lgica, en que todo es sbito, inesperado, fortuito, no hay que buscar la razn con la razn. Es cierto que los locales llamados teatros por un exceso de eufemismo, son verdaderamente detestables. Nula o casi nula la ventilacin, enrarecida la atmsfera por el olor nauseabundo de las galeras inmediatas y por el humo apestoso y mareante de las luces de aceite. Sucios e incmodos los asientos. Angostos los palcos, y todo el decorado de la sala, del peor gusto. Una semioscuridad diramos que desdibuja a las personas hasta convertirlas en bultos innominados. Cuatro fornidos mozos de cuerda estn encargados de subir y bajar el teln. Arrojes se les llama en el argot escnico. Con palitos y tronchitos, como se deca entonces, se arman las decoraciones. Durante la estacin estival aumenta, con el calor asfixiarte, el mal olor que emana de donde quiera, ya que la aireacin de la sala no puede ser ms deficiente y escasa. En el invierno la gente acude bien provista de abrigo con que contrarrestar la baja temperatura del local.

    Como se ver, estas salas de recreo no haban adelantado mucho desde los das en que el popular actor cmico Miquez, en el teatro de los Caos del Peral, y Querol y Rita Luna en el de la Cruz, reciban los agasajos del pblico madrileo. Es cierto que ya no se estaba de pie en el patio por falta de asientos, circunscritos stos a palcos y galera o gradas, sino que haba unas butacas, llamadas entonces lunetas -de una de las cuales

  • se levantara en una noche del ao 1841 o 1842 don Juan Prim para aplaudir de modo muy ostensible el estreno de la segunda parte de El Zapatero y el Rey, de Zorrilla-, pero tan rgidas, duras, angostas e incmodas, que venan a ser como una nueva modalidad del lecho de Procusto. Tal era la maestra que haba que tener para meterse en aquellas hormas de tormento, sin menoscabo de nuestra corporeidad! Las araas que pendan del techo de la sala y que irradiaban su dbil claridad en torno, estaban sustituidas por los quinqus, apestosos y humeantes. En la embocadura del teatro un reloj marcaba la hora. Si la representacin era de muchas campanillas, unos candeleros, colocados en los costados del teatro, con velas amarillas y chisporreadoras, contribuan a la luminosidad siempre mortecina del espectculo, cuya escenografa, como se dice ahora, corresponda por entero a los pintores Francisco Aranda y Jos Mara Avral16.

    Es el precio de las localidades lo que retrae al pblico? En el teatro del Prncipe vale la butaca diez o doce reales y seis la entrada general, de aqu que slo en los llenos se renan en taquilla de ocho a nueve mil reales. Quien come de duro en la Fonda del Comercio, ni digamos quien almuerza en Genieys, bien puede gastarse medio duro en una butaca. Se debe, quiz, el retraimiento del pblico a la falta de escasez de peridicos que anuncien las obras y las jaleen de lo lindo para despertar la curiosidad de la gente? Nada de eso. Con el apogeo del romanticismo coincide un lucido ramillete de diarios y revistas17. El Artista (1835-36), Eco del Comercio (1834-49), No me olvides (1837-38), El Correo Nacional (1838-42), El Heraldo (1842-54), Semanario Pintoresco Espaol (1836-57), La Revista de Madrid (1838-45), y entre los satricos y deslenguados, El Guirigay (1839), El Mundo (1836-40) y La Posdata (1842-46). Si se trata de un estreno muy sonado, ya por el prestigio literario del autor, ya por su rango aristocrtico, no se reduce el anuncio de la representacin a simple y oscura gacetilla, sino que hasta se rompe lanzas en l por la doctrina esttica imperante. As ocurre con el suelto que publica La Abeja -cada nmero vale diez cuartos- el mismo da del estreno de Don lvaro o la fuerza del sino. Acaso la insolvencia de cuantos colaboran en estos peridicos, lo poco juicioso de sus crticas o la instabilidad de sus ideas estticas es la causa de que los lectores pasen por alto los pronsticos que se hacen de tales o cuales estrenos? Tampoco. En El Artista publican sus trabajos Larra, Ochoa, Espronceda, Santos lvarez, Hartzenbusch, Jimnez Serrano, Romea y Madrazo. En El Piloto (1839-40) Pastor Daz, Gil Carrasco, Pacheco, Garca Tassara y Cueto. Mesonero Romanos dirige el Semanario Pintoresco, que en 1846 pasa a manos de Navarro Villoslada.

    El pblico no va al teatro por que no le da la gana. As, en cueros sea dicho y con perdn. La gente no siente la curiosidad del arte, ni la necesidad de divertirse. Espaa ha sido siempre un pas sobrio, educado en la austeridad y buen administrador de su escaso peculio. Lo mismo le daba pasar hambre que hartarse, ser husped del dmine Cabra que invitado a las bodas de Camacho, holgarse en fiestas y diversiones que morirse de aburrimiento y hasto.

    Este despego del pblico por el arte, la vulgar espiritualidad de los empresarios, la mala interpretacin que se da a las obras de msica, las traducciones y arreglos clsicos que infectan la escena, y la improvisacin de los actores, que todo lo dejan para la noche del estreno, y que en los ensayos rezan el papel, con la indignacin del autor, provocan las censuras de la crtica, en cuya acerbidad rivalizan Larra, Bretn y Mesonero Romanos18.

  • Pero este descontento es extensivo a otras muchas cosas. Ninguna sociedad como aqulla tan digna de la picota del ridculo. Aunque ni se asista al teatro, ni se lea todo lo que debiera leerse, la nota peculiar, tpica de estos das es la influencia indudable que ejerce la literatura en la mayora de las personas. La melancola morbosa de los poetas, su desprecio de la vida, el tedium vitae que se ha apoderado de sus almas, se transmite a los dems. La cabeza, poco duea de s, de esta gente, se llena de fantasmas, espectros y visiones terrorficas. El escepticismo arrebata a la fe su puesto. Los amores imposibles, las desventuras ms tremendas, las utopas socializantes, constituyen la historia ntima de estos pobres mortales que, ya por los novelones que andan de mano en mano, ya por el teatro, ya por las poesas por entregas, como El Diablo Mundo o porque el mal est en la atmsfera y se respira a todas horas, se contaminan y envenenan.

    A cualquier lado que miremos slo hay motivos para la stira. Malos modos y altivez grosera -chulera, majeza, insultos, procacidades-, en la gente baja. Las revoluciones y motines frecuentes han acabado con las categoras. Poco falta al sastre y al barbero para tutear al cliente. El postilln se revuelve airado contra el viajero. Los mozos de caf -oh aquel Romo y su ayudante Pip del Parnasillo!- intervienen a cada paso en las conversaciones de los contertulios y esmaltan de plebeya ingeniosidad el dilogo. Los acomodadores de los teatros son insolentes y descarados. En las oficinas pblicas se contesta mal a quien va a enterarse de un trmite o de la situacin de un expediente19. No se por qu todo esto nos trae a la memoria el vinazo y las corridas de toros.

    Frente a las jvenes hacendosas, sencillas, morigeradas, que molde la tradicin espaola, tenemos una infinidad de mujercitas ojerosas, paliduchas, abocadas a la tuberculosis, que quieren ser damas de las camelias. Las poesas de Espronceda, los dramas de Dumas y Arnault, los novelones sentimentales y lacrimosos, les han sorbido el seso. Las gustara ser heronas de novelas, morir tsicas, en un hospital o en una buhardilla, como la Mim, de Murger. Beben vinagre y suean con espectros.

    Sin embargo, como reverso de la medalla, se visita los templos, se reza el rosario en casa, y es tal el amasijo de oraciones, fervorines, jaculatorias, tan largo y clido el mstico bisbiseo de la andante beatera20, que el Paraso estara lleno de damas y mujerucas del pueblo espaol, de este primer tercio del siglo XIX, si all arriba no se hilase ms delgado.

    Cmo viven los seoritos de buena familia, los lechuguinos21 pisaverdes, currutacos, petimetres, pollos elegantes o tnicos, que por andar sobrados de dinero no tienen que buscarse el sustento en una profesin liberal de las pocas que haba entonces? Se levantan tarde, desayunan t, leen muy por encima algn peridico; ya en la calle y si el tiempo lo consiente se dan una vuelta por la del Prncipe y la Montera, bajan al Prado o se van a probarse alguna prenda de vestir en la sastrera de Utrilla, hacen una visita, donde ser obligado hablar mal de todo el mundo, visten la levita polonesa o el frac verde pistacho de luengo faldn y se perfuman la ropa con Witiber; calzan botas a la farol, montan a caballo por la Moncloa o la Casa de Campo, comen a las tres en Genieys, y acaban en el teatro de la Cruz, en el Conservatorio viendo La Italiana de Argel o en casa de Montijo, Hijar, Cabarrs, Heredia o Ezpeleta.

    Su indumento ha sufrido algunas modificaciones a lo largo de este periodo histrico. La moda es verstil, tornadiza, y se alimenta precisamente de su propia instabilidad. En

  • la primera dcada de la pasada centuria se usan pantalones ceidos, ajustados, con media bota o bien calzn corto, si el portador de ellos es persona de alcurnia y como tal devota de la elegancia y del bien vestir. Estos pantalones cortos ofrecen la particularidad de llevar en el ajuste de la rodilla, hasta donde llegaban las llamadas botas de campana, unas cintas en lugar de hebillas. Ms adelante se usar la corbata de color, denominada guirindola y el carrik de cuatro cuellos, y los pantalones patincourt. La levita o el frac completaban el traje. Cubranse la cabeza con el sombrero de picos o el de copa. El primero ms corriente en la entrada de siglo. Una escarapela roja o negra en el sombrero de picos declaraba la calidad militar o civil, respectivamente, del ciudadano. La levita, adornada de piel y con cordonadura. El frac de color verde, azul o gris. Los guantes blancos. El cuello de la camisa muy incmodo debido a la terrible agudeza de sus puntas. El chaleco de alepn con historiada botonadura. La airosa capa, de rojo embozo y urea botonadura a lo Almaviva y el peinado a la inglesa22.

    No hay algo ampuloso, espectacular, llamativo en esta vestimenta, que se aconsonanta con el proceso psicolgico del romanticismo ya iniciado en estos das? Esos cuatro cuellos del carrik o rob, esa brillante escarapela roja, esa bota de montar, esa guirindola de colores y ese cuello de la camisa, almidonado y cogotudo, ya preludian modalidades y caracteres estticos que harn de pronto eclosin en nuestra literatura. De igual manera que aquel chambergo de plumas, y aquella capa colorada sobre el caballo alazn, y aquel jubn acuchillado, y los gregescos, y la tizona de rica y calada empuadura toledana, eran como el exterior atavo del honor calderoniano y lopesco. Y no se olvide que uno y otro autor dramtico fueron, en lo intrnseco y fundamental de su arte, precursores del romanticismo.

    En el fondo, las reuniones aristocrticas son, poco ms o menos, como las de hoy. Slo habr variado la parte externa. Los vestidos no sern los mismos, ni el peinado, ni los bailes. Entonces se jugaba al ecart y ahora al pinacle. Ahora se baila el fox y entonces el bolero, la gavota, el galop y el rigodn. Pero se murmura y critica de todo bicho viviente; se coquetea; se arregla al pas en un cuarto de hora, y se come a dos carrillos. Nunca falta la liviana y divertida, con quien pasar el rato. Y la conversacin, salpimentada de chistes -cuanto ms licenciosos mejor-, de ancdotas y ocurrencias, se desliza sin sentir. El Duque de Rivas dir algunos cuentos picantes que reir todo el mundo, incluso las damas mojigatas que, aparentando rubor, se alejan para no or el desenlace. En lo que ms difieren las veladas de hoy de las de entonces, es en el desvo con que nuestra sociedad recibe todo lo concerniente al arte literario. Debido quiz que en aquellos das haba varios aristcratas, como el mentado Duque de Rivas, Molins, Fras, Campo-Alange, que en verso o en prosa cultivaban la literatura, en las reuniones aristocrticas se lean o recitaban versos originales, y se renda al talento el merecido tributo. A un aristcrata, precisamente, el Conde de San Luis, se debe el primer paso en el reconocimiento y salvaguardia de la propiedad intelectual.

    Dnde se rene el cogollo, por decirlo as, de la intelectualidad espaola, la gente de rompe y rasga de las letras, esto es, los innovadores y audaces, los que meten mucha bulla con sus poesas del nuevo estilo, y sus dramas espeluznantes, y sus epigramas venenosos?

  • Un romntico [Pgs. 32-33]

  • Una romntica [Pgs. 32-33]

    Contiguo al teatro del Prncipe haba un cafetn lbrego y angosto, al que acuda poqusima gente. En verdad que el aspecto interior de aquella sala ms que atraer repela. La comodidad y la limpieza estaban ausentes del todo. Alumbraban la estancia varios quinqus apestosos, colocados en las paredes, y una lmpara de candilones que penda del bajo techo. En razn a que no haba otro paso para la luz del da que las toscas vidrieras de la puerta, la reducida habitacin apareca siempre sumida en una semipenumbra angustiosa y huraa.

    No sabemos si la inmediacin del teatro del Prncipe, lo cntrico del lugar o el ttrico ambiente del cafetn, que tan bien rimaba con la misantropa y leticia del romanticismo, atrajo la atencin de la juventud literaria de aquellos das, la cual, en una noche de invierno del ao 30 o del 31, se instal all, bautizando tan modesto cenculo -a imitacin del Arsenal23, de Pars- con el nombre de Parnasillo24.

    No se piense ni por soacin, que el tal diminutivo representaba menosprecio. Todo lo contrario. Era un ttulo carioso e incluso familiar.

  • La gente moza, acuda a este sitio, ya para comentar, entre ingeniosas chanzas, el ltimo libro de versos o la comedia recin estrenada, ya para echar pestes del Gobierno. Murmuracin chispeante y castica, propia de jvenes apasionados e irreflexivos. No todos eran romnticos. Ni Bretn de los Herreros, ni Estbanez Caldern lo eran sino con muchas y profundas restricciones. Les una ms que una determinada modalidad literaria, el comn ideal esttico cualquiera que fuese despus la manera de realizarlo.

    En torno de una mesa de pino, como la del Don Pablo de El Diablo Mundo, agrupbanse las celebridades de la poca o las que iban camino de serlo. Espronceda, impetuoso y exaltado, pareca un Jpiter de pacotilla que en vez de rayos fulminase epigramas contra todo el mundo. Junto a l y como reverso suyo, el ecunime don Ventura de la Vega. Presidiendo la tertulia, el italiano don Juan de Grimaldi, y alrededor Bretn, Carnerero, Estbanez, Gil y Zrate, Larra, Ferrer del Ro, Asquerino y Bautista Alonso. Gente de encontrados pareceres, arrebatada e impulsiva. Frente a la afirmacin ms juiciosa, la pedantera o el chiste mordaz. La actitud sombra y recelosa de Larra, contrastando con el simptico semblante de Bretn y la sana alegra de El Solitario, pese a su remoquete o sobrenombre de letras. Ancdotas, chascarrillos, procacidades y carcajadas, en ese revoltijo propio de las personas de ingenio que lo mismo discurren con tino y mesura, que cuentan una historieta picante o lanzan un dardo enherbolado.

    No hay menos variedad en el indumento. Desde la levita ramplona, de larga faldamenta, el pantaln ceido y la chistera deslucida y aosa, hasta el traje pulcro y correcto de Larra, tan pagado de s mismo. No faltar tampoco la barbita en punta, ni la melena, mejor o peor cuidada, ni las ojeras, ni el dije del reloj, ni cierta lividez del rostro, ya propia, ya debida a la sombra iluminacin del cafetn. Embebidos en sus pensamientos o enzarzados en la ms viva disputa, ni echan de menos la comodidad de otros lugares confortables, ni se dan cuenta de la peste y del humo de los quinqus. No hay no s qu relacin entre este pintoresco cenculo, tan esquinado y lgubre, y la literatura que en aquellos das va a ponerse de moda hasta constituir una especie de dictadura artstica?

    Qu brillantes parrafadas saldrn de los labios de Bautista Alonso! Cmo pasar el tiempo sin sentir al lado de aquel Ixin de entonces, Jos Mara de Carnerero, en cuyo ameno y donairoso decir se embebern todos. Qu orondo y repantigado en su tosca silla de pino el obeso y ventripotente Maritegui! Se han dado cita all no slo los que por sus actividades literarias tienen siempre que ver con las sacras habitadoras del Helicn. Junto a los claros ingenios de las letras se sientan tambin los pintores, como Madrazo, Esquivel y Villamil, y los muidores de la poltica nacional, palabreros y discurseantes, como Olzaga, Donoso Corts y Gonzlez Bravo, que algo ms tarde aparecieron por el Parnasillo, y los arquitectos, y los maestros del grabado, y los ingenieros, y los impresores, y aquel don Manuel Delgado, editor, que hizo su agosto dando a la estampa las obras de sus coetneos, mientras el autor viva en la indigencia ms lastimosa25.

    De una asamblea como sta, escindida en grupos segn la profesin, oficio e inclinaciones artsticas de cada uno, puede esperarse todo. La crtica demoledora y despiadada de Fgaro. El chiste, el chascarrillo y la habladura socarrona de Veguita. La estrepitosa risada, como un torrente, de Bretn de los Herreros26. De aqu saldrn las agudezas, los epigramas, los sucedidos anecdticos que a poco comentar Madrid en casas, calles y paseos. Y citando esta turba heterognea de asistentes al caf del

  • Prncipe, abandone el incmodo cuchitril, y nubes de humo, no de las que forman los poetas con sus exaltadas lucubraciones lricas, sino reales y palpables, circundan la lmpara de candilones que pende del techo, y los quinqus que hay en los testeros de la sala, unos animalitos diminutos, inquietos, roedores, por ms seas, se disputarn la basura del suelo, tan pronto el dueo del cafetn, que es adems alcalde de barrio, apague las luces y cierre tras de s la puerta de la calle27.

    Qu distantes estn ya aquellos aos, del despotismo fernandino, cuando los actores Maquez y Bernardo Gil eran encarcelados y Argelles recluido en el Fijo de Ceuta, y Muoz Torrero en el convento de Erbn, y el autor de la famosa elega a la Duquesa de Fras, el sacerdote don Juan Nicasio Gallego, en la Cartuja de Jerez. No se cerraban las universidades y se abran las Academias de Tauromaquia. Oh tremendos vaivenes de nuestro pas, que constituyen sin duda alguna la nota ms tpica, de nuestra idiosincrasia! Qu tejer y destejer por las manos duras y vigorosas del pueblo espaol! Cunta vitalidad en este estilo contradictorio, en este devorarse a s mismo de las luchas intestinas, en cuyo tremendo fragor suena el canto libre y hermoso del poeta o la voz corajuda y cavernaria del hombre primitivo! Luz y sombra de las que emerge la mole ingente de Espaa desafiando a todos los ensayos, a todas las experiencias, como el hombre fuerte, sano, optimista, enraizado en lo augusto de su conciencia y en la reciura de su cuerpo, reta a todos los peligros.

    El Ateneo de Madrid28 abri sus puertas al pblico en 1835, pues si bien es cierto que, aprovechando un lapso de tiempo favorable a las actividades del espritu, ya haba funcionado en 1820 a 1821, esta primera fase de su iniciacin haba sido, como se ve, muy breve. Fue exaltado a la presidencia del mismo el ilustre prcer autor de Don lvaro o la fuerza del sino, obra estrenada unos meses antes de la designacin29. El Ateneo ocupaba a la sazn la casa nmero 28 de la calle del Prado. Tuvo que pasar por alguna que otra situacin difcil. Cambi de domicilio, faltle el entusiasta apoyo que en los primeros momentos haba recibido de los hombres ms eminentes de la poca y hubo de constreirse en trminos tales que hasta se pens en que lo mejor de todo sera hacerlo desaparecer. Sali sin embargo, como pudo del penoso trance y fue poco despus no slo punto de reunin de esclarecidos ingenios en las distintas disciplinas del saber, sino ctedra divulgadora de ste y estmulo de cuantos tienen concomitancia con la ciencia y el arte. Quin se acordaba ya del nmero 27 de la calle del Prado, adonde por dificultades y eventos insuperables y a raz casi de su fundacin haba tenido que trasladarse desde la casa nmero 28 de la misma calle. Situado ahora en el nmero 1 de la Plaza del ngel toma nuevos bros y desenvuelve su accin cultural con el concurso desinteresado y benemrito de escritores, artistas, polticos y hombres de ciencia.

    Pero hasta llegar a esta situacin, en que se cerraba el presupuesto con un sobrante de 1.384 reales, cuntos obstculos hubo que vencer! No estar dems que nos detengamos a enumerarlos, o mejor an a referir aquellos hechos de su vida oficial, de los cuales ser fcil deducir el trabajoso camino andado.

    En dos aos largos el Ateneo haba tenido que cambiar de casa cuatro veces. Trescientos nueve socios contaba en 1835, cuyo 6 de Diciembre fue la fecha en que se inaugur. Verificse esta apertura, con asistencia de ochenta y ocho socios, en el palacio que en la calle de Concepcin Jernima tena el duque de Rivas. Al ao siguiente intenta la junta de gobierno fundar un peridico mensual que recoja las actividades

  • cientficas y literarias de sus socios, pero con ser tan encomiable el proyecto, por cuanto tendra de divulgador y estimulante de la cultura; hasta 1877, esto es, cuarenta y un aos despus, no pudo realizarse. En 1836 comenzaron a funcionar las ctedras, con asistencia de setenta y nueve socios en la leccin inaugural. Del 36 al 37 la mesa de lectura del Ateneo cuenta, no slo con las publicaciones peridicas que en Madrid y provincias ven la luz, sino adems con varios de los diarios que aparecen en Londres, Pars y Lisboa. Cuatrocientos reales al mes cuestan las suscripciones de peridicos espaoles y seiscientos cincuenta las de veintin extranjeros. Las primeras obras cientficas que entran en el Ateneo, son dos: una d Botnica y otra de Historia natural. En 1837 las Memorias de Silvio Pellico y el Folletn Histrico de don Juan Miguel de los Ros. De este ao data una asignacin de 3.000 reales que anualmente y de los fondos de la sociedad, contribuir al enriquecimiento de la biblioteca. La Imprenta Nacional acerva doscientos libros, y la biblioteca de las Cortes, la de los Conventos suprimidos, y la Nacional, donan los ejemplares duplicados. En 1838 se cuenta con 800 volmenes, en 1839 con 1.000 y con 1.277 al ao siguiente. En 1837 se habran podido adquirir 600 libros si la situacin econmica de la sociedad hubiera consentido un desembolso de 18.451 reales pagaderos en cuatro aos. La cuota mensual de socio fue de cuarenta reales al principio y de veinte despus, y la de ingreso vari de ciento sesenta a doscientos. En 1628 se fija el nmero de asistentes a las ctedras en el ao 1839. El marqus de Someruelos, en este mismo ao regala seis banquetas para el saln de lectura, que hasta esta fecha no dispona de una estantera completa. Los socios no pasan de 295 en 1836, de 311 en 1837, de 334 en 1838 y de 495 en 1839.

    El Ateneo rompa el capullo, exclama el seor de Labra al llegar aqu en esta minuciosa, plmbea enumeracin de pormenores de la vida interna de la sociedad.

    A propsito nos hemos dilatado en tan fatigosa transcripcin porque refleja cual ninguna otra circunstancia de la poca, el despego, cuando no la animosidad con que asiste el pblico a este azaroso desenvolvimiento de nuestra cultura. No es todo cuanto va dicho un botn de muestra en la sintomatologa romntica? No declar Espronceda con desenfadada incontinencia:

    Mis estudios dej a los quince aos

    y me entregu del mundo a los engaos?

    Y los atropellos cometidos por Zorrilla con la historia, ya clavndole a Felipe IV un hijo como una banderilla, ya levantndole un chichn histrico a don Pedro de Peralta y otro al prncipe de Viana? Reconozcamos paladinamente que ni el juicioso maestro don Alberto Lista, ni la Academia de San Fernando, ni el Seminario de Nobles; ni los Padres Escolapios, ni doa Mara de Aragn, ni San Isidro, ni Santo Toms, ni el Colegio Imperial de la Compaa de Jess, despertaron en los jvenes esa incipiente curiosidad intelectiva que andando el tiempo habr de transformarse en honda y perseverante inquietud.

    La sordidez mental en que se desenvuelve la vida espaola en los primeros decenios del siglo XIX es poco favorable al florecimiento de la ciencia y el arte. Las stiras de Fgaro, flagelador insaciable de la sociedad de aquel tiempo, confirman esta apreciacin

  • nuestra. Por orden del Gobierno los peridicos extranjeros no entran en Espaa. Aparece un periodiquito satrico, como El Duende (1828) y bastar que algunos de los vapuleados en sus pginas interpongan su influencia cerca de la autoridad, para que inmediatamente sea prohibida la publicacin. Se persigue a los que piensan -lejos de nosotros la funesta mana de pensar- porque toda actividad del espritu se estima como una enfermedad nociva al bien pblico.

    El Padre Carrillo decide con su fallo inapelable de la suerte de las obras dramticas y el solo hecho de que el rey don Rodrigo fuera enamoradizo y mujeriego es suficiente para que se considere daino a la moral y buenas costumbres el que aparezca en escena, de la mano de Gil y Zrate. La poesa se enriquece con las pintorescas aportaciones de don Diego Rabadn, cuyos sonetos en honor del gran Fernando, a quien entre otras cosas galanas llama mayoral virtuoso nada tienen que envidiar por cierto los de Lope, Argensolas, Quevedo y Arguijo. Los hombres de valer han sido exilados y viven en la penuria ms all de nuestras fronteras. Pero bastar que un poeta -Quintana- cante a la reina Cristina, para que se le cancele el destierro y hasta se le asigne una pensin del Estado. La ceguera de los que ejercen la crtica teatral es tan grande que no se sabe cuando una obra es original y cuando traducida o imitada. El 29 de Abril de 1.831 se estrena en el teatro de la Cruz No ms mostrador, de Larra, y slo al hacerse la segunda edicin impresa de esta comedia se cae en la cuenta de que no es original, sino imitada del Adieux au comptoir, de Scribe y Legouve. Perodo histrico en que las turbas se uncen al coche del Narizotas y arrastran por las calles y plazas de la Corte la lpida de la Constitucin. Ser necesario citar los nombres de don Blas Ostoloza y Ugarte, asiduos cortesanos de Fernando VII, inspiradores de sus actos polticos, para colegir de todo esto la atmsfera que respiraba el pueblo espaol en aquellas calendas? De un lado los cristinos o liberales, de otro los apostlicos o carlistas. La eterna disputa entre una libertad que degenera fcilmente en el motn, en todas las aberraciones revolucionarias y las rgidas formas del gobierno autocrtico. El Himno de Riego de una parte y la disolucin del Congreso de Cdiz por Egula, de otra. Oh aquellos terribles valedores de las ideas moderadas o de los doceaistas furibundos! El Universal, El Imparcial, El Censor y El Espectador, El Constitucional, El Independiente, La Aurora, El Sol, La Libertad... Cunto tiempo perdido! Qu andar y desandar el mismo camino! El Ejrcito desnutrido, desorganizado, sin la menor fe en sus destinos, es un instrumento ms de la poltica imperante. Ello desencadena en Valencia el primer pronunciamiento militar . No es ms prspero el estado de nuestra Marina. Los bandazos de la poltica son tan fuertes, tan terribles, que la nacin est sometida a un perpetuo movimiento oscilatorio. Tan pronto se ejecuta a Polier y Vidal como se canta al Rey el Trgala y el Lairn.

    No ser sta la atmsfera ideal para que Larra ejercite su mordacidad; su agudeza crtica, su amargo y profundo sentido de los hombres y de las cosas?

    El proceso inicial del Ateneo en su vida activa y brillante coincide con el apogeo del romanticismo. Si tras la revolucin francesa vino el estallido literario de Chateaubriand, Lamartine, Vctor Hugo, Musset y Vigny, tras las persecuciones fernandinas, y la opresin, y el desvo respecto de toda lo que transcendiera a actividad del espritu, y los motines y algaradas como desfogue de un descontento general, vino tambin esta eflorescencia del romanticismo espaol. Cmo no darle cantonera, de una parte a la escuela pseudoclsica, que era asimismo privacin de libertad literaria, y de otra a una poca de triste recordacin por su tirana y su insubstancialidad?

  • No se redujo esta expansin intelectual al Ateneo. En el ao 1836 se fund el Liceo. Prolegmenos de su brillante actuacin fueron las reuniones celebradas en el nmero 13 de la calle de la Gorguera. Al Liceo de la calle de Atocha acuda lo ms empingorotado de la sociedad juntamente con la espuma de nuestros escritores y poetas. Sin embargo, quiz el exceso de camaradera que se advierte en estas fiestas, la mezcolanza o botiborrillo de unas personas con otras, sea causa de que se retraigan las familias verdaderamente distinguidas. As lo proclama, al menos, don Juan Valera y es voto de calidad, en sus cartas a su madre la marquesa de la Paniega. Pero sea esto o no una remilgada apreciacin del ilustre autor de Pepita Jimnez, lo cierto es que aqu acude la Reina Gobernadora y su augusta familia, y los polticos, y la gente de pluma en ristre y la cabeza ahta de imagineras, y los pintores, y los aristcratas, como el duque de Rivas , el de Gor, el de Osuna, el marqus de Pontejos, inteligente reformador de Madrid, y tantos otros de igual prosapia y mrito. Se leen o recitan versos, se cie la corona de laurel a la frente de los poetas -Zorrilla, la Coronado-, se organizan conciertos filarmnicos, representaciones, fiestas de gay saber; se baila a todo pasto30, se derrocha belleza, lujo y gracia femenina, y la juventud frvola, encuentra en el galop y la gavota una compensacin respecto de los discursos y de las recitaciones... La perseverante labor terpsicoriana de las antiguas academias de baile, de los Besuguillos o Bellugis, tiene al presente una esplndida coronacin en estos salones del Liceo.

    La gente se ha soltado el pelo, como suele decirse. La competencia y emulacin en el atavo, las joyas, el peinado, la cortesana insustancial y elegante, no slo tienen su zona de expansin en el Liceo, sino que se extiende a las casas particulares, ya encopetadas como la del duque de Hijar, conde de Toreno y marqus de Santiago, ya de un ureo sector de la clase media, como las de Maritegui y Gayangos.

    Las damas lucen sus corpios ajustados, que dan a los cuerpos una estructura anfrica de morbidez incitante. El pecho guarnecido de chorreras y las mangas muy ahuecadas, de las llamadas de farol. Las faldas amplias, ampulosas, de un vuelo exagerado, porque en estos das de plenitud romntica el indumento ha de rimar con los caracteres y rasgos de la nueva escuela. Por eso se emplean tambin los adornos recargados, y las telas de colores fuertes, con estampados llamativos, chillones, de una vistosidad barroca. El sombrero de pomposas flores en su pice, circunda la cara un poco plida y ojerosa. Partido en dos el pelo, cae a ambos lados del rostro y se entremezclan en l unos sencillos arrequives de seda o bien con la raya escindida en bucles y cocas de oro. El pie breve, apenas se descubre bajo la ancha falda, de hondos pliegues y bajos rameados. Junto a este atavo exuberante y sinuoso, que subraya unas veces las formas femeninas y las oculta otras, la entallada levita, de corta faldamenta, elegante cordonadura y cuello alto, que visten los seores. Las mangas estrechas, el talle muy esbelto y airoso, los pantalones abotinados, rectos, ceidos, el camisoln con chorrera de batista, rizada la melena abundosa y brillante, y la barba en punta, cuidadosamente peinada.

    A quin puede sorprender esta contagiosa sociabilidad despus de las severas restricciones del perodo calomardino? Desatad las fuertes ligaduras que opriman vuestro cuerpo, y veris como circula aceleradamente la sangre, y como respiris mejor, y la mirada se os tornar plcida y firme, y los labios recobrarn su sonrosado color natural. Eso ocurri a la sociedad madrilea del 33 en adelante. Respir a gusto, sinti correr libremente la sangre del cuerpo y la savia del espritu, y se di al honesto solaz. Pero a pesar de esta atractiva, irresistible exterioridad haba en el semblante, en las

  • actitudes, en el andar, en la mirada ese aire cansado, displicente, de hasto o preocupacin que envuelve, como una sutil atmsfera ideal, a todos y les presenta a nuestros ojos con cierta estilizacin enfermiza y soadora...

    Si en el palacio de Villahermosa y en el Ateneo se rene la intelectualidad y las personas ms distinguidas y elegantes, al Paseo del Prado acude todo Madrid, lo mismo los seores empingorotados como la gente zafia.

    Qu no se habr dicho ya sobre este pulmn de la Corte, sobre este lugar de recreo y esparcimiento? Desde el prncipe de los novelistas hasta Gmez de la Serna, estrafalario y pintoresco, no ha habido poeta, comedigrafo, costumbrista, sainetero que no haya opinado favorable o adversamente respecto a este paseo de Madrid Y cmo no si es holgado escenario de una gran parte de nuestra historia?31

    Las primitivas huertas y los herbazales depusieron lo espontneo de su naturaleza en obsequio de la urbanizacin cortesana. lamos gigantes en las cercanas de los Hiernimos extendieron su sombra beatfica, patriarcal, sobre el suelo. Y poco a poco se amoldaron las formas rsticas, a las necesidades de la poblacin. lzanse las fuentes rumorosas, con sus esculturas y alegoras, y sus tritones, delfines, mascarones, surtidores, conchas y tridentes... Cibeles, Apolo, Neptuno, la Alcachofa. Se trazan los andenes, plntanse nuevos rboles con su alcorque y arbolln, y surgen en torno el Botnico, el Museo de Pintura, la Real Fbrica de Platera, la Bolsa... A lo largo del antiguo estadio o recinto desfila doa Ana de Austria y su fastuoso cortejo, cuando esta reina, cuarta esposa de Felipe II, entr en Madrid en 156932. Aqu se festej con bullicioso atuendo el enlace matrimonial de Fernando VII con doa Mara Cristina, y lo que es ms digno de recordacin, aqu derramaron copiosamente su sangre los espaoles en 1808. Por cierto que Tefilo Gautier opina que hemos cacareado con exceso este pice de nuestra epopeya, y cuando habla de nuestras batallas dice que son muy chiquitas si se las compara con las del Imperio francs, sin tener en cuenta que en estas pequeas batallas di, precisamente, de narices el glorioso Napolen. Aqu pasean su prosopopeya los prceres, y su bizarra y garabato los chisperos y las manolas. Y se lucen las mantillas de encaje, blancas o negras, y las altas peinetas de teja de concha, y los claveles reventones, de ampo de nieve o ms rojos que la sangre, y los altivos escarpines, donde la gentil mujer espaola encierra sus pies breves, diminutos. Majos de pelo en pecho, inmortalizados por el lpiz de Goya, muestran en este paseo su arriscada figura varonil y su pata de gallo.

  • Una calesa (Museo del Pueblo Espaol) [Pgs. 40-41]

    Paseo del Prado [Pgs. 40-41]

    Bajo estos rboles un tanto achaparrados pase Larra su enfermizo engurrio. Aqu se pregon el agua fresquita, y los puerros, y los bizcochos, y los roscones. En unos simpticos, pintorescos aguaduchos que han pasado a nuestra literatura -oh los de don Ramn de la Cruz y el del to Paco, en Sevilla, del Don lvaro!- con sus vasos de grueso cristal, sus botellas, sus blancos y panzudos botijos de barro cocido, sus limones y sus naranjas, se expenden bebidas frescas, heladas, de fresa, de chufas, de cebada, de

  • frambuesa, de guindas... Hay hombres y mujeres que cruzan de un andn a otro para ofrecer a los transentes el agua frgida, cristalina de Recoletos33. Llevan un cesto tejido de mimbre, que les sirve de salvilla o vasera, y unos azucarillos ntidos y como agujereados, y un gran cntaro de barro. Por el paseo de coches andan y reandan el camino muchas veces las carrozas, las calesas, con su capota de vaqueta, los tlburys, las carretelas, las berlinas y los simones. En caballos enjaezados, de pura sangre andaluza, nerviosos, engallados, caracoleantes, luce la mocedad madrilea -duques de Osuna y San Carlos-, mientras la gente de a pie -de levita, sombrero de copa, leontina y dije, pantalones ajustados y botas a la bomb- se congrega en la avenida de Pars.

    A este angosto recinto -angosto porque su capacidad es desbordada por la aglomeracin de personas- acude la flor y nata de Madrid, la lite, como se dice ahora. A lo largo del paseo hay unas sillas toscas, incmodas, desvencijadas, que suelen ocupar los que para discutir todas las cosas que pasan en torno suyo repugnan el sistema peripattico. Durante el invierno la concurrencia se dilata hasta las tres y media de la tarde, hora en que se retira a yantar. En el esto caluroso, polvoriento de Madrid, el paseo se celebra de siete a nueve y media de la noche. De aqu en adelante, el amor subrepticio y esotrico, como aquel de las floristas y limeras de la segunda mitad del XVIII, que di lugar a su extraamiento del Prado, tiene en este sitio, en la dulce y tibia penumbra de la noche lunar, bajo los rboles, ctedra y campo de experimentacin. Espronceda, enamoradizo y luntico, pasear su porte byroniano por estas avenidas llenas de tentacin y de misterio. Y si la semioscuridad de la noche, ligeramente plateada de luna, es favorable a lo sentimental y pecaminoso, la fuerte luz estival de la tarde contribuye a hermosear el atavo de las mujeres y su propia belleza. Oh aquellas morenas de ojos negros, profundos, luminosos o las rubias de verdad, con unas trenzas que parecan de oro! Ostentaban en el Saln del Prado su abultado y pomposo miriaque, y tenan siempre en torno una plyade de boquiabiertos lechuguinos. Con qu elegancia meneaban el abanico! En ningn pas del mundo se ha derrochado tanto arte, gracia y distincin como en el nuestro, para echarse aire. Las lindas manos de azucena metiditas en los calados mitones y la sombrilla, de varillas metlicas, bveda de raso y unos arrequives de fino encaje en el borde, dejada caer negligentemente sobre el hombro. Estas damitas que por la noche van al teatro del Prncipe a aplaudir a Matilde Dez, se hacen guios cuando pasa junto a ellas Julin Romea, prototipo de la naturalidad y la elegancia, as en la calle como en la escena y de cuyo talento artstico se hizo lenguas un escritor francs, que no reconoca a nuestro actor otro rival que Federico Lemaistre. Y a la par que la gente moza, un poco espectacular si se quiere en razn a los imperativos de la moda romntica, recorre el Saln de una parte a otra, los nios montan en el cochecito de cabras o lanzan al aire sus jubilosos gritos.

    Captulo III

    La poltica. El Caf de Lorencini y La Fontana de Oro. Estado de la cultura. Todo estaba preparado para el advenimiento de la nueva escuela.

    El romanticismo se alz contra la rigidez de unos preceptos mal interpretados. Lo mismo hizo Espaa contra la tirana. Tras la lucha entablada entre el principio

  • autoritario, ya decadente, y la libertad popular, vinieron en aluvin los excesos revolucionarios. Si la revolucin francesa tuvo su resonancia literaria, cmo no haba de influir un fenmeno poltico tan vasto y profundo como aqul en nuestra estructura estatal?

    Se disputaban la posesin del mundo civilizado dos concepciones polticas, no slo diferentes sino antitticas. De una parte los principios revolucionarios, y de otra el antiguo rgimen abroquelado en su sentido conservador de la vida. Francia, desmandada, frentica, atropellndolo todo, ensangrentada de odiosos crmenes, abatiendo el trono, adems de en su significacin moral, en la carne inerme, inocente, diramos, de Luis XVI y de Mara Antonieta. Y las fuerzas coaligadas de Europa oponiendo su resistencia autoritaria al terrible alud revolucionario. Esa resistencia un poco ciega, inconsciente, que triunf con Metternich en momentos de mucho peligro para Europa, pero que le llev al destierro cuando todas sus habilidades dialcticas de hombre de Estado eran ya dbiles puntales con que sostener la vieja fbrica que se derrumbaba34. Al general Ricardos le toc defender en nuestra frontera pirenaica los principios conservadores del viejo rgimen en Espaa.

    La controversia entre las dos concepciones del Estado quedaba abierta y cada partidario procuraba inclinar a su favor, con su esfuerzo, el platillo de la balanza. Todo el siglo XIX es una concatenacin de hechos fundamentales o episdicos de esta gran porfa. No vamos a enumerarlos todos por no caer en la prolijidad, y porque a los fines de encuadrar la literatura romntica en el ambiente poltico en que se form y alcanz su plenitud, basta con traer a cuento los acontecimientos ms singulares.

    Dos fechas, 1814 y 1820 bastaran para que tuviramos una cabal idea de lo que fue la poltica espaola durante el primer tercio del siglo XIX. Dos fechas contradictorias en la peculiaridad de sus modalidades respectivas. La una, retrgrada. La otra, liberal. Y como consecuencia natural de estas dos concepciones antpodas del Estado, el hacer y deshacer una misma cosa, con grave dao del pas estancado en sus actividades constructivas. Que haban sido suprimidos los conventos y confiscados los bienes a ellos anejos? Pues se restituan stos a sus dueos y se restableca la vida conventual. Que el adelanto y civilizacin de Europa haban aconsejado la desaparicin del Santo Oficio, y as se haba hecho en Espaa? Pues se resucitaba el poder inquisitorial en razn a determinadas circunstancias del pas. Que tales o cuales instituciones haban sido creadas por un imperativo de los tiempos que corran, de la cultura y del progreso humanos? Pues se supriman de un plumazo y volva la nacin a sus antiguas corporaciones, con su achacoso funcionamiento y sus viejos servidores bien chapados al estilo de ellas. Tan pronto se conceda a los capitanes generales la mxima autoridad, como se restringa sta dentro de los lmites propios del orden militar. Y si tan instables y movedizos eran los actos de gobierno, como acabamos de ver, nada habr de llamarnos la atencin que los ministros fueran sustituidos a los veintitantos das de nombrados, e incluso a las cuarenta y ocho horas de su designacin.

    Al mismo tiempo que se decretaba el cese en su cargo de un ministro o de un capitn general, como en el caso del marqus de Campo-Sagrado, el monarca le haca alguna demostracin de afecto35. Al general Lacy se le trasladaba a Mallorca tras de hacer creer en Barcelona que se le haba indultado de la pena capital, y en el castillo de Bellver era cumplida la sentencia36. El Cojo de Mlaga, condenado tambin a muerte por desgaitarse en la tribuna pblica del Congreso de Cdiz en obsequio de los

  • principios liberales que informaban la Constitucin doceaista y por organizar las serenatas con que se festejaba a los personajes polticos de aquella situacin, era advertido del indulto cuando, ms muerto que vivo, se diriga al lugar donde estaba emplazado el patbulo37. Don Javier Elfo restableca el tormento en Valencia, y de orden del Rey no se permita el acceso de los deudos de don Agustn Argelles a la prisin donde este ilustre poltico cumpla condena, ni se le consenta escribir, ni se le daban las cartas que la familia le enviaba38.

    No poda faltar, naturalmente, el reverso humorstico de la medalla. Como por ejemplo la famosa sustitucin en el ministerio de Estado, del duque de San Carlos a causa de su cortedad de vista, y aquella bsqueda minuciosa que de papeles comprometedores haca el gobierno, incluso en los sitios menos agradables al olfato, y que despus, como en el caso de don Agustn Argelles, lo que pareca una misteriosa clave, al servicio, de seguro, de fines polticos, eran versos sobre motivos del Korn, escritos en caracteres arbigos por un moro que, habiendo naufragado en la costa cantbrica, recibi hospitalidad de la familia de don Agustn, cuando ste contaba pocos aos39.

    Se recelaba de todo. Los ministros, del Rey y el Rey, de los ministros. El poder pblico se desenvolva dentro de un ambiente de desconfianza. Nadie se fiaba de los dems. Los constitucionales tras de elaborar el cdigo del Estado en momentos difciles, se prevenan contra la traicin de Fernando VII, a raz de abandonar su cautiverio de Valencey, proponiendo a las Cortes que la persona que intentase modificar en una tilde siquiera alguno de los artculos de la Constitucin sera considerado traidor y como tal condenado a la ltima pena40.

    Qu desengao sufriran estos ingenuos repblicos del ao 12 al conocer las maquinaciones del Rey!

    Fernando, que haba conseguido encaramarse al trono mediante una prfida maniobra contra su padre -ms hbil y fuerte en sus pugilatos con los palafreneros de palacio que en las intrigas cortesanas- echaba mano ahora tambin de su hipocresa para impedir el triunfo de la Constitucin. Rodeado de una aristocracia recalcitrante e indocta, que se negaba a hacer concesiones en sus prerrogativas seculares, y considerndose inexpugnable en el concepto que tena del poder, a nadie puede extraar su enfrentamiento con el espritu liberal, reflejo del ideal revolucionario transpirenaico, que alentaba en la Constitucin doceaista. Su viaje desde Perpignn a Madrid haba sido un proceso de rebelda contra el nuevo cdigo del Estado. Un populacho discretamente adiestrado en su furibunda apelacin de una monarqua absoluta haba arrancado de su sitio, al paso del Rey -por la misma razn que en el siglo XVII fueron quemadas en el patio de la Universidad de Oxford, las obras polticas de Buchanan, Milton y Baxter41-, los letreros que rendan homenaje a la constitucin en las plazas de los pueblos del trnsito. El conde del Montijo, inconsecuente y voltario, pero de mucho predicamento entre la gente baja de Madrid, haba preparado tambin la comedia. Desde este instante todo fue una repudiacin de las libertades instauradas por el nuevo rgimen.

    Vaya con Dios la trailla de colaboradores de que se rode el monarca! Desde su to el Doctor hasta el que venda agua de la fuente del Berro, el gatalln de Chamorro, pasando por el esportillero Ugarte, el duque de Alagn, Paquito Crdova por otro

  • nombre, hbil mediador en ciertas aventuras, y el ruso Tattischeff, contaba el palacio de Oriente con lo ms castizo y genuino de la ignorancia, de la maulera socarrona y de la adulacin. Qu poda salir de all? El nefando Negrete, terror de Andaluca, el consejero de Hacienda, don Antonio Moreno, antes peluquero, o menos aun, ayudante de peluquero, y en lo cmico, que no poda faltar en la fisonoma poltica de Espaa en esta poca, rasgo o elemento tan significativo, la concesin de la Gran Cruz de Carlos III al seor Lozano de Torres por haber publicado el embarazo de la reina Isabel42.

    Tras estos seis aos de una poltica dura, se cambiaron las tornas. Abiertas las crceles y las fronteras pudieron volver a su hogar los que sufran condena por motivos polticos y los que se haban expatriado por igual causa. Jur el Rey la Constitucin, si no sobre un cerrojo de hierro y una ballesta de palo, como la jura de Santa Gadea, en la forma de ritual en estos das. Y la ofrecieron fidelidad absoluta todos los ciudadanos, y no hubo entre ellos ningn marqus de la Constancia43. Las mismas turbas que haban arrastrado en un sern, por Madrid, la lpida de la Constitucin -aquella Constitucin que, por motivos muy diferentes, enterr don Jos Somoza al pie del risco de la Pesqueruela-, y que con ensordecedores gritos se jactaban de su servil sometimiento al poder absoluto, prorrumpan ahora en vivas al Rey Constitucional. Los maestros y hasta los curas prrocos, por mandato del gobierno estaban encargados de explicar y preconizar, dentro de la respectiva esfera de sus actividades, los preceptos del nuevo cdigo fundamental. En Cdiz y escritos en tablas, se pona, sobre las puertas de las casas, artculos de la Constitucin (Alcal Galiano). Era como un desbordamiento de ciudadana que en nada paraba mientes. Una vesania que se dilataba desde la gente conspicua hasta la plebe desarrapada y soez. Otra vez disuelta la Compaa de Jess, y exiliados los que se negaban a acatar el nuevo rgimen, o formulaban reparos y entorpecan su normal desenvolvimiento. Las llamadas sociedades patriticas atizaban el fuego de los principios liberales que vorazmente prenda en el populacho. El caf de Lorencini, en la Puerta del Sol, decorado con unos frescos de Rivelles, el de La Fontana de Oro, en la Carrera de San Jernimo, el de Malta, en Caballero de Gracia y el de San Sebastin, en la calle de Atocha y Plaza del ngel, eran ctedras pblicas de un liberalismo furibundo y demaggico. Alcal Galiano, que en sesin de Cortes intentara aos despus incapacitar a Fernando VII y declararle semidemente, era sin duda el ms popular de cuantos tribunos tomaban parte en estos clubs. En la plenitud de la mocedad y aureolado de cierta fama de hombre mundano y audaz, tena resonancia cuanto deca y haca. Sus ojos, de una ardiente viveza inquisitiva, denotaban toda la pasin en que se le consuma el alma. La boca desmesurada, de labios carnosos, sensuales, encrespado y copioso el cabello y el cuerpo de proporciones armoniosas, pero ms bien enjuto, de un aire ensoberbecido sin petulancia, Su oratoria por lo apasionada y torrencial, encenda presto los nimos del auditorio, de suyo inclinado a estas parrafadas tribunicias, ms pirotcnicas que profundas44. El pblico que all se reuna era, en verdad , poco exigente. Fuera de los que actuaban como mistagogos o iniciadores del nuevo dogma poltico -Cortabarria, los hermanos Adn, Gorostiza-, el resto de la asamblea estaba integrado de gente sencilla y vulgarota: tenderos de los portales de Santa Cruz, menestrales, tablajeros, covachuelistas enardecidos por la flamante situacin, cesantes que confiaban en la liberalidad del gobierno para obtener alguna prebenda o canonga, y jefes y oficiales del ejrcito, que gustaban de formar en las avanzadas de la democracia. La plebe era ms adicta a la monarqua y a la persona del Rey que al constitucionalismo.

  • El caf de Lorencini, con su galera y su patizuelo cubierto de cristales, era poco holgado para contener a tanto liberalote como acuda a su saloncillo. En cambio, La Fontana de Oro dispona de un largo local, que iba a dar a la calle del Pozo y que tena varias rejas a la de la Victoria. El techo, sostenido por gruesas vigas, casi estaba al alcance de la mano. En los dos lienzos de pared contiguos a la puerta haba unos espejos medio ocultos bajo sendos velos verdes. Las columnas imitaban ser de jaspe y estaban adornadas de unos capiteles cuya pintoresca y arbitraria hechura en nada desdeca, ciertamente, del estilo decorativo adoptado por el dueo del caf en el resto del luengo e irregular saln. Una cenefa con unos machos cabros y unos tirsos enramados de hojas de parra, con racimos de uvas y otras frutas golosas, contribuan al embellecimiento de la sala, cuya deficiente iluminacin consista en unos humosos y macilentos quinqus colocados en medio de los espejos45. Se serva chocolate a los parroquianos, o caf con tostada, o un boli de ponche, o medio sorbete a dos reales velln, y se mataba el tiempo jugando al chaquete -juego parecido al de damas- o al ajedrez, Pero sobre todo se discurseaba largo y tendido. Qu peroraciones empedradas de tpicos y lugares comunes! Qu palabrera incendiara y desaforada capaz de inflamar en santa clera demaggica a los simplistas mercadantes de la calle de Postas, y a los chupatintas de los ministerios, y a los militarotes contagiados del virus revolucionario! All vocifer tambin, con ademanes descompuestos y exaltado y febril verbalismo, el hroe de las Cabezas, el cual, a pesar de su sobrenombre, no tena ms que una, que vala bien poco si hemos de rendir tributo a la verdad histrica46. Pero esto no era bice para que la heterclita concurrencia que se congregaba en el caf a impulsos de un ardiente constitucionalismo, festejase y aplaudiera a Riego, y entonase el Himno compuesto en su obsequio por don Evaristo San Miguel.

    No era extrao tampoco ver a algn innominado ciudadano alzarse de sbito de su asiento, encaramarse sobre la mesa y antes de que el silencio reinase en torno suyo, endilgar al auditorio una tremebunda palabrada, rica en incoherencias y desatinos. Despus se cantaba el Trgala con terribles apstrofes condenatorios al cura de Tamajn. Los liberales parecan nios con zapatos nuevos. Haban sufrido durante seis aos las durezas de una poltica represiva y estaban ahora en el disfrute, un poco pueril y otro poco fanfarrn, de su decantado rgimen. Sentan el optimismo, la pagana jubilosa de sus conquistas y reivindicaciones en el orden poltico, y no saban contener sus mpetus, Sin embargo, todo aquel aparato de discursos demoledores como almajaneque o catapulta, de ademanes renegados, ampulosos, incluso grotescos, en el fondo no era ms que una gran nuez vaca. Ay! Muchos aos despus, en las Constituyentes del 69 y en las del 76, aparte de algunas intervenciones juiciosas y doctas, se repetan los mismos tpicos, los mismos conceptos vanilocuentes y relumbrosos.

    Mientras en los Clubs se embocaba el clarn de guerra y los liberales ms exaltados se consuman en una crisis histrica contra todo cuanto trastendiese a poder unipersonal y absoluto, en las altas esferas procedase al descuaje de las organizaciones fernandinas, con su estol o squito de represalias y persecuciones. Se suprimen las comunidades religiosas, las vinculaciones y el fuero eclesistico, pues desde este momento tanto el clero secular como el regular quedan sujetos a la jurisdiccin ordinaria. La digestin, asaz laboriosa y difcil, de los principios liberales, produca en la nacin un aupamiento o flatulencia en la que hubo de poner mano el gobierno. Y es que, como dijo don Juan Valera con relacin a Pi y Margall, hay inteligencias a quienes un pasto espiritual sobrado fuerte para ellas ha hecho caer en algo como una borrachera peligrosa, y que en

  • vez de curarse por la abstinencia, se entregan luego por vanidad a una orga desenfrenada47.

    Se suprimieron, pues, las llamadas sociedades patriticas y restringise juiciosamente la libertad de imprenta, para impedir de este modo el excesivo desenfado de algunas publicaciones levantiscas e instigadoras de las libertades del pueblo. Pero el mal estaba hecho y no faltaban los que, al socaire de tanta audacia, procuraban ir minando la presente situacin poltica para restaurar, con la ayuda extranjera, como as sucedi, el poder absoluto del Rey. Todo esto representaba un nuevo viraje de retorno al autoritarismo de Fernando, con su doloroso acompaamiento de proscripciones48, fugas y encierros.

    Asistimos a un nuevo crepsculo del espritu. Las tentativas literarias son pocas y de una insubstancialidad y oera decepcionantes. Aparte de que esta poca es un eslabn ms en la cadena de nuestra decadencia literaria y que el rbol frondoso y gigante del Siglo de Oro est ahora cercenado en sus ramas y seco en sus races, hay un terrible agudizamiento del