Roque Barcia · derecho de la humanidad. Encarnada en nuestro pensamiento, entra en la ciencia....

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Roque Barcia Conversaciones con el pueblo español Murcia: Biblioteca Saavedra Fajardo, 2011

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Roque Barcia Conversaciones con el pueblo español 

 

Murcia: Biblioteca Saavedra Fajardo, 2011       

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de Pensamiento Político Hispánico Roque Barcia,Conversaciones con el pueblo español.

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Transcripción y  revisión ortográfica de Miguel Andúgar Miñarro a partir de: Barcia,  Roque.  Conversaciones  con  el  pueblo  español.  Barcelona: Establecimiento tipográfico‐Editorial de Manero, 1869.

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CONVERSACIÓN PRIMERA.

I

Dogma original.

La idea de Dios, encarnada en el sentimiento de la justicia, entra en el

derecho de la humanidad.

Encarnada en nuestro pensamiento, entra en la ciencia.

Encarnada en las creaciones de la imaginación, entra en el arte.

Encarnada en nuestros estímulos de conciencia, entra en la moral.

Encarnada en el tiempo, como la primera tradición de la vida, entra en la

cronología y en la historia.

¿Puede pasar el mundo sin historia, sin arte, sin derecho, sin moral y sin

ciencia?

Claro es que no. Sin ciencia, sin moral, sin derecho, sin arte y sin historia, no

hay mundo, no hay hombre. Esto quiere decir que sin Dios, no hay hombre, no

hay mundo. El ateo lo puede negar como dogma, como revelación, como

esperanza, como fe; pero nadie, ni el ateísmo, lo puede negar como ciencia, como

moral, como arte, como derecho y como historia.

El incrédulo puede exclamar: «ignoro si hay un Dios; ignoro si existe una

universal Providencia»; pero ese incrédulo no puede decir: «ignoro si la idea de

Dios está avecindada en nuestro pensamiento, en nuestras costumbres, en

nuestros sistemas, en nuestras leyes, en nuestros fastos, en nuestros monumentos,

en todas nuestras creaciones». Esto no puede decirlo nadie, ni aun el que tiene la

calentura de dudar.

No podemos pasar sin Dios. El sabio que otra cosa dijo, era un ignorante.

Cuando un sabio quiere saber mucho, se torna en imbécil. La opinión del sabio

que dijo al mundo: «pasemos sin Dios», es la imbecilidad de una sabiduría

soberbia, malhumorada, acre, como la fruta que está verde.

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Si la idea que tenemos de Dios es absurda, estamos en el caso de ajustar esa

idea.

Si la fe que tenemos es impía, hagamos piadosa esa fe. He aquí todo lo que

puede concederse a los hombres, aunque sean muy sabios: purificar la idea

divina; hacer piadosa la fe humana. Ni más ni menos; ni menos ni más.

Pero ¿no tienen una razón más alta estas ideas fundamentales?

Sí, la tienen. Levantemos el alma a regiones ocultas, y procuremos ver lo que

pasa en los aposentos interiores de la vida, aunque caminemos a tientas. ¡Oh

pensamiento! ¡Oh conciencia del mundo! ¡Oh verdad sagrada! ¡Oh eterna

inspiración! Danos el consuelo que la intolerancia nos usurpa en la tierra.

II

Historia de las historias.

La ley de la contradicción, la ley de las castas, la barbarie de los asiáticos,

dividió la naturaleza divina, y creó las castas en el cielo.

Dividió la naturaleza humana, y creó las castas en la tierra.

Las castas de la tierra son una simple tradición de las castas del cielo.

Espíritu y material; Dios y demonio; Ormuzd y Arhiman: he aquí las castas

teológicas, las castas celestes.

Estas castas se trajeron al mundo, a la sociedad, a la familia, y el poderoso (el

brahman) fue considerado como la encarnación de Ormuzd, de Dios, de la gloria,

del espíritu, mientras que el débil (el sudra o el paria) fue considerado como la

encarnación de Arhiman, del demonio, del infierno, de la materia: he aquí las

castas humanas, las castas sociales.

Esto es lo que en la religión de Zoroastro, en el magismo persa, se denomina

mundo de luz y mundo de sombra, lo cual significa mundo de Ormuzd y mundo

de Arhiman, que es como si nosotros dijéramos mundo de Dios y mundo del

diablo, o mundo de la gloria y mundo del infierno.

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El noble, el, rico, el sabio, el fuerte, el magnate eran el mundo de la luz.

EI plebeyo, el pobre, el ignorante, eran el mundo de las tinieblas.

Aquí tienen nuestros lectores la explicación del despotismo que ha imperado y

que impera en el universo.

Aquí tienen nuestros lectores la explicación de todas las formas tiránicas que

aún se conservan en los gobiernos de nuestro siglo. Todo procede de la anarquía

que la ley de las castas introdujo en la idea de la Divinidad, puesto que la

anarquía de la idea divina produce inevitablemente la anarquía de la idea

humana.

Quien confunde la idea de Dios, confunde por necesidad la idea del hombre.

Cuando el árbol se mueve, se mueve también la sombra del árbol.

Alterado el uno, queda alterado el dos.

Dar a este mundo un nuevo dogma, equivale a darle una humanidad nueva.

Por esto la Biblia cristiana habla del HOMBRE VIEJO Y DEL HOMBRE

NUEVO, entendiendo por hombre viejo el hombre de Moisés, y por hombre

nuevo el hombre de Cristo; el Evangelio es una nueva humanidad; y a esta

renovación del género humano operada por la renovación de los dogmas, se

refiere Isaías cuando dice: «He aquí que yo hago nuevos cielos y nuevas tierras.»

En efecto; aquel inspirado y sabio profeta dijo bien. Quien da a los hombres

una nueva fe, una conciencia más cumplida, una esperanza mejorada, hace

realmente nuevas tierras y nuevos cielos.

Por esto también es tan difícil, tan arriesgado, tan absurdo, tocar a un dogma

sin poner otro dogma en su lugar. Para decir al mundo: no creas esto, hay que

añadirle inmediatamente: cree esto otro, que es mejor. Hay que decirle: cree,

porque si se le dice que no crea, el mundo se siente sin espíritu, sin ideal, sin

vida, sin la vida grande, que es la vida del vaticinio, la segunda vida de la

esperanza, la esperanza sin límites de la adivinación. Todos somos inmensos,

eternos e infinitos por la profecía, por el dogma, por la gran ciencia de la fe, y es

necesario no robar al mundo esa ciencia, ese dogma, esa profecía.

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Si no creemos, ¿con qué razón amamos?

Y si no amamos ni creemos ¿con qué razón vivimos aquí?

Jamás adelantará nada en el mundo el hombre que no parta del axioma que

creer es tan necesario como respirar, y que todo aquel que no respira, se ahoga.

Por lo tanto, el que dice a otro: no creas, es tan criminal y tan bárbaro como si le

dijera: ahógate. La creencia es la respiración de la esperanza, y la esperanza es

una de las más grandes respiraciones del espíritu. Es una verdadera respiración.

Esto explica (sin que salgamos del sentido práctico de la ley natural) el hecho

portentoso de que no exista en todo el orbe ningún país, ninguna tribu, ninguna

raza, ninguna ciudad, ninguna cabaña, sin que allí viva un personaje que es el

lazo de toda comunión, el rescoldo de todo hogar, el secreto de toda familia;

memoria de toda memoria, pensamiento de todo pensamiento, conciencia de toda

conciencia.

¿Qué personaje es ese? Es una fe, un sumo amor, una suma justicia, una suma

verdad, una suma belleza, una suma gloria, un arcano augusto que se llama Dios.

Bajo el techo de los palacios como bajo el techo de los tugurios, Dios vive y

triunfa. Si en el alcázar o en la choza hay un viejo, vive en la idea de aquel viejo.

Si hay una virgen, vive en el amor de aquella virgen. Si hay un niño, vive en el

sueño de aquel niño; vive en la mañana de aquel ser, vive en la alborada de

aquella vida, vive en el perfume que exhala aquel lirio. Puede ser que un hombre

no crea. Puede ser que no crea una mujer; pero la historia de la humanidad no

conoce un caso, un caso sólo, en que hayan dejado de creer en Dios un padre, una

madre y un hijo. ¡Ah! ¿Cómo una madre no ha de creer en Dios, cuando por Dios

está encargada del sacerdocio de la familia, del sublime dogma de la caridad?

¿Cómo una madre no ha de creer en la Providencia, cuando la Providencia la ha

puesto en el mundo para amar y sufrir? ¿Qué es sufrir y amar, sino creer en el

sufrimiento y en el amor? ¿Qué es una madre sino una lágrima? Y ¿qué es una

lágrima sino una creencia? ¿Qué es una lágrima sino una inmensa religión?

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¡Sí! ¡Mil veces sí! Hay una grande religión, que es la religión de los dolores

castos, de los dolores verdaderamente amorosos; la religión de la Virgen María, y

esa es la religión de nuestras madres, y por eso no hay madre, ni una sola en toda

la tierra, que no crea en Dios.

No puede existir una criatura a quien el amor haga llorar, que no crea en un

amor sumo, en un amor grande, en un amor maravilloso: es decir, en un amor

divino, y por eso todas las madres creen, puesto que no puede haber una madre

que no haya llorado de amor. Todo el que ama, cree; así como todo el que cree,

ama. Y ¿de qué modo podía suceder otra cosa, cuando creer es tan natural como

amar, y amar como creer? Ahora falta que las madres comprendan en qué Dios

deben esperar. Falta que las madres comprendan que el Evangelio es el libertador

de la mujer, y que deben ser fieles al Evangelio. Falta que las madres

comprendan que el Evangelio no es el romanismo. Falta que las madres

comprendan que Cristo no es un Papa. Falta que las madres comprendan que

Cristo no es un rey. ¡Cuidado con esto!

Creer es necesario; pero no se debe creer en una blasfemia, porque creer en

una blasfemia, no sería creer, sino blasfemar.

¡Creamos, pero no blasfememos!

La religión es tan inevitable como la historia o como la ciencia, porque

corresponde a una necesidad de la naturaleza como la ciencia y como la historia.

La historia es la inscripción del tiempo.

La ciencia es la inscripción del raciocinio.

El dogma es la inscripción de la creencia.

Estudien esto con mucho cuidado los propagadores y los filósofos de nuestro

siglo, en la seguridad de que si conspiran contra estas nociones necesarias, contra

estas necesarias leyes de la revelación natural, sembrarán en terreno estéril. El

ateísmo es un despoblado que no puede poblarse, y esta es la principal razón que

tiene en su contra: la razón incontrovertible del hecho.

Aclaremos aquí una especie importante.

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¿Son verdaderamente ateos los que como ateos pasan en la opinión común?

No.

El vulgo llama atea a todo hombre que no cree en Dios de la misma manera

que el vulgo, y esta opinión va desencaminada. El hombre que no cree en el Dios

del vulgo, es ateo de ese Dios vulgar; pero no es ateo de Dios.

La fórmula de la creencia es diferente; pero la creencia es universal, porque es

necesaria. La humanidad tiene una esperanza como tiene una idea, como tiene un

amor, como tiene vista. La humanidad espera como ve, como piensa, como ama.

De este modo nacemos, y nadie puede ser ateo de su propia naturaleza. Así

somos, y nadie puede ser ateo de su propio ser.

Unos ven en Dios una persona.

Otros una sustancia infusa.

Unos le llaman revelación.

Otros le llaman naturaleza; pero todos tienen una idea del Ideal supremo.

Espíritu o materia, esencia o átomo, revelación o panteísmo, razón o fe, esfera o

misterio, la verdad es que todos creen en una omnipotencia, en una inmensidad,

en un principio soberano, causa de las causas, arquitectura de las arquitecturas,

ley de las leyes, razón de las razones.

Hay quien se espanta ante la idea del ateísmo, como si se tratara de un

monstruo que debe tragarse a la tierra. Semejantes temores no tienen

fundamento. Lo absurdo es imposible, y lo imposible no ha de sitiar a la vida

humana por hambre, ni por sed, ni por frío. El ateísmo es tan insensato que no es

peligroso. Es tan repugnante, que no es temible. Cuando el monstruo es más

grande que la tierra, la tierra no lo puede alojar.

Respire todo el mundo. No tema nadie. La fábrica del mundo tiene una medida

que ninguna fuerza puede alterar. La creación del hombre tiene una ley que

ninguna fuerza puede destruir. ¡No temamos! ¡No nos atribulemos! Cuando nadie

puede arrojar del globo un grano de arena; cuando nadie puede apagar un rayo de

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sol, ¿quién ha de llevarse la omnipotencia creadora? ¿Quién ha de robar los

divinos arcanos del universo?

Cuando nadie puede robar su perfume a un lirio, ¿quién ha de robarnos nuestro

Dios?

Resumamos este capítulo.

Suprimir la unidad divina, vale tanto como suprimir la verdad de todas las

verdades, la virtud de todas las virtudes, la justicia de todas las justicias, la

belleza de todas las bellezas, el amor de todos los amores, el bien de los bienes,

lo absoluto, la perfección, la esfera, el punto inmutable, la estrella del polo en el

mundo moral.

¿Qué es el hombre sin el eterno original del bien, del amor, de la belleza, de la

justicia, de la verdad y de la virtud? Es una ráfaga de aire que va y viene, sin

saber por qué viene, ni por qué va. El hombre sin origen, el hombre sin

genealogía, el hombre sin cimiento, es como el expósito que no tiene padres

conocidos: es una duda, un motivo de incredulidad, casi un motivo de blasfemia.

Y ¡qué! ¿Hallaremos en este páramo la grande idea de esa universal revelación

que se llama vida? ¿Hemos de vivir para renegar de la providencia por quien

vivimos?

Eso no sería vida; sería un yermo que no tiene fin; sería una infinita soledad.

No somos hijos de la duda. Somos hijos de una perfecta certidumbre.

Suprimido Dios, que es el arte grande, la grande ciencia, la grande moral, el

grande derecho, el grande dogma, el grande trabajo, la grande creación, queda

también suprimido el hombre.

Quien destruye el pie, borra la pisada.

Cada edad, cada pueblo, cada generación, puede dar su nombre distinto a la

causa creadora: cada escuela, cada filosofía, cada pensamiento, puede presentar

una fórmula sobre la sustancia y el personalismo del principio supremo; pero

llámese ciencia o teología, metafísica o fluido, persona o espíritu, no cabe duda

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que en el UNIVERSO HAY UNA RAZÓN UNIVERSAL, Y QUE ESTA

RAZÓN ES LA RAZÓN DE LAS RAZONES.

Es inútil querer derribar ese cimiento de la casa grande. No hay que batallar

contra el genio eterno de la Vida; ese genio que todo lo anima, que todo lo llena,

que todo lo cumple, que todo lo inunda, desde la luz de las estrellas hasta el

silencio de los sepulcros. No hay que batallar contra ese enigma sacrosanto que

en todo ser respira, que en todo ser late, que en todo ser vive, que en nuestra

conciencia se agranda, y se extiende, hasta hacerse eterno con el pensamiento de

la eternidad. No hay que poner pleitos a la justicia. Sin la razón de la razón no

hay razón grande.

La primera evidencia de la vida es la siguiente: la tierra no es tierra para negar

que es tierra: el aire no es aire para negar que es aire: la luz no es luz para negar

que es luz: el hombre no es hombre para negar que es hombre: Dios no es Dios

para negar que es Dios.

¡Ni el mismo Dios puede negarse! ¿Cómo lo hemos de negar nosotros?

Hagamos que desaparezca esta verdad universal, y desaparecerá el universo.

Si; el universo desaparecería, porque concebir una creación idiota, vale tanto

como negar la creación. Si se nos da a escoger entre el idiotismo de la locura y el

idiotismo de la nada, nosotros contestamos: «estupidez por estupidez, cualquiera

de ellas basta y sobra para hacernos estúpidos.»

Lo repetimos: no puede el mundo pasar sin Dios.

A esto responde una inmensa sombra, que es el espectro de muchos siglos

martirizados: «La idea de Dios convertida en genio del mal, convertida en

INFIERNO, desoló nuestras casas, rasgó nuestros vestidos, mató nuestras

familias, quemó nuestras carnes. Cavad la tierra, toda la tierra, y hallareis miles y

miles de sepulturas que contienen nuestros huesos quemados.»

Y otra sombra, que es una invisible transfiguración de la verdad cristiana,

contesta a esa sombra de los siglos gentiles: «si la idea de Dios fue convertida en

genio del mal, hay que convertirla en genio del bien. Si la idea de Dios se

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convirtió en infierno, es necesario convertirla en gloria. Si la idea de Dios se

convirtió en Luzbel, hay que desterrar de este mundo la Divinidad de Luzbel, y

proclamar la verdadera Divinidad de Dios.»

Si la atmósfera está corrompida, limpiemos la atmósfera; pero no matemos el

aire.

Si el sol no alumbra, porque un celaje entolda su luz, quitemos el celaje; pero

no matemos el sol.

Si la idea divina está mal expresada, busquemos todos una expresión propia;

pero no matemos la idea divina.

Si el sol se apaga, ¿quién nos da la luz? Si se agota la atmósfera ¿quién nos da

el ambiente?

Si se desterrase la idea divina, la idea primordial, la razón de todo, ¿quién nos

da razón? ¿Quién nos da idea?

Si nos levantamos contra la vida de todas las vidas, contra el ser de todos los

seres, contra el alma de todas las almas, ¿quién nos da alma? ¿Quién nos da ser?

¿Quién nos da vida? ¿Qué hacemos aquí? ¿A quién buscamos?

¡No batalles en estas lides, humanidad! ¡Párate, hombre! ¡Párate y piensa!

Querer pasar sin Dios, es como querer tener luz apagando los astros: es como

querer tener aire agotando la atmósfera.

¡Párate y piensa! No hagas responsable a la Divinidad de las locuras de la

tiranía. No acuses al sol por la sombra de los celajes. No confundas el éter de la

atmósfera con las pestilentes exhalaciones de los pantanos.

¡Párate y medita! No te levantes contra Dios, sino contra Luzbel.

No te levantes contra el bien, sino contra el mal.

No te levantes contra la gloria, sino contra el infierno. He aquí el arcano de

estas páginas que no son de nadie, porque son de todos.

No somos nosotros los que escribimos estos apuntes, estos anuncios de mejor

vida, estos mensajes sacrosantos del porvenir. Los escribe un amor que no tiene

límites; un amor que abraza a las criaturas que no han nacido; un amor que se

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llama esperanza. ¡Salud, generaciones venideras! Nosotros somos venturosos,

presagiando vuestra ventura. ¡Nada temáis! La vida es como Dios; y Dios es

eterno.

Hemos llegado a la solución religiosa, que es la solución primera y última, la

solución de la vida humana.

¿Qué es Dios? Ya lo sabemos: es EL BIEN; el bien para todos los hombres,

puesto que todos vienen de aquel principio.

¿Hay una clase, aunque sea la clase de los pontífices, que se reputa fuera de la

humanidad?

¡Hombre! esa clase es un despotismo. ¿Hay alguna revelación, algún dogma,

algún mandamiento, que nos excomulga porque pensamos en la Divinidad,

cuando es tan natural que pensemos en Dios como en nuestros padres? .

¿Hay una religión que pretende quemarnos porque discutimos sobre la idea

divina, cuando es tan natural que discutamos sobre la idea de un principio

hacedor como sobre la idea de una hormiga o de una planta?

¡Hombre! esa religión, ese dogma, ese mandamiento, esa revelación de la

Divinidad, sea la que fuere, es un despotismo.

La fe no es mas ni menos que la razón, porque es razón humana. ¿Tienen fe

los irracionales? ¿Quién tiene fe sino la criatura que razona? ¿Quién tiene fe sino

la criatura racional?

Pues si la fe es razón del hombre, ¿qué alega la fe contra nuestra razón? Sobre

todo ¿qué derecho alega, cuando su derecho consiste en querer quemarnos?

Y ¡si se contentara con querer!

Pero ¡nos ha quemado tantas veces!

¡Hombre! reflexiona sobre lo que vamos a decirte. ¿Hay alguna idea

particular, privilegiada, para pensar en Dios? La idea con que nos elevamos a

Dios, ¿no es la misma idea con que pensamos en un gusano? Sí; es la misma

idea, porque no hay más que un alma.

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Pues si la idea con que pensamos en un gusano es la misma idea con que

pensamos en la Divinidad, ¿por qué no hemos de discutir sobre la idea de Dios,

como discutimos sobre la idea de un gusano? ¿Qué prerrogativa puede hacer

valer una idea sobre otra idea? ¿Qué ley privilegiada tiene un pensamiento sobre

otro pensamiento? ¿Quién dice que el círculo es mas que círculo?

¡Hombre! el privilegio de la idea religiosa sobre la idea humana, es la tiranía

que ha generado todas las tiranías de la tierra.

Creamos, amemos y adoremos a Dios; pero no confundamos a Dios con el

Papa. Dios no es teócrata. Dios no es rey. Dios no maldice. Dios no quema. Dios

no mata. Dicho en menos términos: Dios no es el demonio.

RESUMEN.

Queda demostrado que la creencia es necesaria, universal, perpetua, una,

puesto que comprende a todos los pueblos y a todos los siglos. Queda

demostrado que la creencia es ley natural como el ambiente, como el calórico,

como la luz. Es la luz de otro sol, el calórico de otra hoguera, el ambiente de otro

horizonte.

Los pueblos y los siglos varían en la manera de creer, como varían en la

manera de pensar y sentir; pero todos creen, como todos sienten y piensan. La

estatua del coloso puede tener diferente forma; puede estar modelada con arte

distinto, pero es aquella estatua. La flor puede tener diferente aroma; pero es

aquella flor.

La unidad de la fe, la unidad del dogma, es tan evidente como la unidad de los

fastos humanos, porque la fe es también HISTORIA. ¡Sí!

Todo lo que hace el hombre; todo lo que medita; todo lo que escribe; todo lo

que espera; todo lo que ama; es HISTORIA en el mundo. El hombre es la historia

perenne de la humanidad, como la humanidad es la historia perenne de Dios: y

no hay que alegar privilegios de una escritura sobre otra escritura, porque la

historia no es mas que la historia, como la idea no es mas que la idea.

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La unidad de la fe es tan inevitable y tan patente como la unidad de la historia

humana.

Y esta cuestión ¿no nos lleva a ninguna otra?

Sí. La unidad de la fe nos lleva necesariamente a la unidad del género humano.

La unidad de Dios es la primera prueba de la unidad del hombre, porque algunas

tribus no han tenido ciencias, ni artes, ni leyes, ni historias; pero ninguna raza,

ningún grupo, ninguna horda, ninguna familia, ha dejado de profesar una

religión.

La unidad religiosa es el gran argumento que nos lleva a concebir la unidad

humana. Esta unidad humana puede ser mentira en todas partes, menos en el

hecho inconcuso de que no existe una familia humana que no tenga Dios. En

adorar a un Dios, todos los pueblos de la tierra son unos: he aquí la primera razón

de la unidad del género humano.

Pero ¿no existen otras razones?

Ensayemos tratar este asunto, circunscribiéndonos a ciertas ideas elementales.

III.

Unidad de la especie humana.

Se han hecho valer muchas pruebas contra la unidad del género humano; pero

ninguna debe admitirse, porque ninguna es verdadera. Aunque se demostrara

evidentemente que la especie humana desciende de muchos Adanes, no se

probaría nada contra la indispensable unidad del hombre. Esta necesaria unidad

no se funda en que procedamos de un solo individuo generador, sino en la

identidad de la naturaleza generadora. Si la especie humana se deriva de muchos

orígenes; si ha tenido muchos ascendientes, puede asegurarse con certeza

absoluta que esas diferentes ascendencias, esos varios orígenes, reconocen una

sola causa, y en esto consiste la unidad. La unidad del género humano no estriba

en la unidad del hecho, porque la unidad no está en las formas, sino que se funda

en la unidad de la naturaleza humana, la cual representa la absoluta unidad del

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principio. Uno es el principio, una es la sustancia, una es la idea, uno es el fin de

todos los hombres: he aquí la unidad. Una es la ciencia, uno es el arte, una es la

moral; uno es el dogma de esa creación: he aquí su armonía, su fraternidad, su

verdadero catolicismo.

Si la humanidad se originara de varios principios, tendría varias naturalezas, y

cada una de esas naturalezas diferentes necesitaría leyes distintas, acaso

contrarias, como el genio del bien y el genio del mal, como la gloria y el infierno,

como el Ormuzd y Arhiman de la magia de Zoroastro, como Dios y Luzbel.

Admitido este feo absurdo; aceptada esta mentira horrible, caemos

necesariamente en el infierno del Asia antigua, en la abominable idolatría de los

magos persas. ¡Nada de infierno! Es la hidra que ha devorado al mundo. ¿Cómo

nos hemos de salvar, si admitimos la condenación?

La unidad del género humano es tan evidente como la unidad de todos los

hechos elementales, revelada por la experiencia de todos los siglos como ley

esencial del universo.

La unidad de la especie humana está tan a la vista como la de la luz, como la

del ambiente, como la del sonido, como la del tiempo, como la del espacio, como

la del calórico, como la de la solidez, como la del circulo.

La unidad del hombre es tan evidente como la unidad del pensamiento, como

la unidad de la memoria, como la unidad de la fantasía, como la unidad de la

esperanza, como la unidad de la fe.

La unidad del hombre es tan inevitable, tan indiscutible, como la eterna unidad

de Dios. Y ¿cómo podía ser de otro modo?

Siendo uno el obrero, ¿cómo no había de ser una la obra?

Siendo una la causa creadora, ¿cómo no había de ser una la creación?

Esto quiere decir: siendo uno el principio universal, ¿cómo no había de ser uno

el universo?

La unidad del hombre es el pueblo grande, nuestro pueblo providencial, la

ciudad de Dios, de que nos habla san Agustín.

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La unidad humana es el hombre nuevo de Jesucristo y de san Pablo; el hombre

del espíritu y de la verdad; el hombre levantado por la conciencia y por el amor.

La unidad del género humano es el hombre de la Biblia cristiana: el hombre

adorable de la caridad.

Adoremos ese dogma santo; adoremos esa verdad augusta, y no aflijamos

nuestro pensamiento inventando sabias mentiras, eruditas blasfemias, doctas

impiedades.

La unidad de la especie humana es el hombre acabado, el hombre redondo, si

así puede decirse, Es el círculo humano. Sin esa unidad, no hay esfera. Sin esa

unidad, no hay universo, porque no hay verdad, ni sistema, ni ley. ¿Qué es el

universo si no es una ley, un sistema y una verdad? ¿Quién, concibe que el

universo es una barbarie?

Adoremos los sagrados misterios de una verdad piadosa, y no aflijamos

nuestra conciencia cavando hoyos y sepulturas en nuestra alma.

La teoría de otras escuelas es un abismo que da miedo. Nosotros, que

abriremos abismos en todas partes, menos en la moral de la vida (que es también

la moral de la Providencia) vamos a dar un nuevo paso por esta la senda que nos

conduce al BIEN.

IV.

Figuras históricas.

¿No sentís aturdida y confusa vuestra imaginación, ante la visión portentosa de

cien y cien siglos, de cien y cien generaciones, de cien y cien arcanos?

¿No veis una pisada que cubre la tierra?

¿No veis una línea que abarca ambos polos?

¿No veis una mirada que une el abismo al firmamento?

¿No veis una mano que suspende la losa de esta enorme tumba, sobre la que

nacemos y morimos?

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¿No veis, mas arriba, ese espacio infinito, a través del cual corren unos ojos,

como si quisieran descifrar los enigmas que van envueltos en la marcha agorera

de los celajes?

¿No veis ese espacio, en que Dios ha querido darnos el cristal inmenso de le

esperanza?

¿No veis ese espacio que nos conduce hasta la luz de las estrellas?

¿No veis ese espacio que nos lleva al cielo?

¿No veis esa urna de la Providencia, en donde, embalsamado por el éter

incorruptible, permanece intacto el pensamiento eterno de la vida?

Y al pie de esa urna formidable ¿no veis una criatura, un ministro, un genio, a

quien se ha encomendado la tarea de rehacer el globo: la tarea de imitar a la

omnipotencia creadora: la tarea de añadir el mundo de la forma al mundo de la

esencia; el mundo del hombre al mundo de Dios?

¿No sabéis quién es ese genio? Es Adán; no un hombre, sino el hombre, el

principio humano, la sustancia y la idea de todo individuo, de toda familia, de

toda raza, de todo pueblo. Es Adán, nuestra cuna, nuestro linaje, nuestro génesis,

nuestro sepulcro, nuestro destino, nuestra eternidad. ¡Ah! ¿Quién mata al

hombre? ¿Quién da sueldo al verdugo?

Veamos lo que significa la palabra Adán. Lectores, significa tanto, que no

puede decirse sino muy poco de lo que significa.

V.

Adán como elemento.

Considerado Adán como el elemento de la humanidad, hallaremos que todas

las edades y todos los países nos presentan aquel gran tipo del hombre sustancial,

verificándose de este modo la idea de unidad bajo el doble sentido de tiempo y de

espacio: es decir, de historia y de geografía.

Estudiemos la religión de la antigua Persia, y veremos que el Adán hebreo

toma el nombre de Kayomorts.

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Eva se llamó Gochorun.

La letra de estas inscripciones, por decirlo así, es distinta; pero la inscripción

es idéntica.

Los caracteres del jeroglífico son varios; pero el jeroglífico es uno.

Los jeroglíficos de este misterio son diferentes, pero el misterio es siempre el

mismo.

Adán puede llamarse Kayomorts: Eva puede llamarse Gochorun; pero esta

Gochorun de los persas es aquella Eva de los hebreos: aquel Kayomorts de otras

religiones es el Adán de nuestro paraíso. Estos jeroglíficos se han escrito con

diferentes caracteres; pero el misterio que revelan, es el misterio, el único

misterio que vive oculto en el interior de esos inmortales jeroglíficos de la

historia del hombre.

Consultemos la religión de una parte de la China, y veremos que Kayomorts se

llama Prasrimpo, mientras que Gochorun se transforma en Prasrinmo,

remedando de esta manera el Adán y Eva de Moisés, el varón-varona de nuestro

Génesis.

Estudiemos la religión de los escandinavos, y encontraremos que el Prasrimpo

chino se denomina Aske, que significa fresno.

Prasrinmo tomó el nombre de Embla, que significa aliso.

El aliso y el fresno de los escandinavos no expresan la idea de dos arbustos o

de dos plantas, sino la idea de árbol, de tronco, de raíz: es decir, la idea de origen,

de principio, de creación.

El aliso y el fresno son los dos árboles genealógicos de la humanidad, según

aquella mitología.

Estudiemos la religión de la antigua India, y hallaremos que el Aske

escandinavo toma la denominación de Parucha, el hombre por excelencia, el

hombre original, el hombre divino, dotado al principio de ambos sexos. Luego se

desdobló (dice la mitología indiana) denominándose Parucha-Viradj, que vale

tanto como si dijéramos Adán-Eva, Aske- Embla, Kayomorts- Gochorun.

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Estudiemos el libro sagrado de los chasteros, y encontraremos que el Parucha

de la antigua India se llama Adimo.

Viradj es Kama.

Adimo significa el infortunio; y Kama, el amor.

Estudiemos la religión de los indostanos, y veremos que el Adimo de los

chasteros toma el nombre de Adima, que quiere decir EL PRIMERO.

Kama tomó el nombre de Prakriti, que significa la NATURALEZA.

Adima no es una persona: es un principio.

Prakriti no es una mujer: es la naturaleza, el origen de donde nace el hombre.

El varón nace de la hembra, y por esto creyeron los indostanos que la hembra es

la naturaleza del varón. Prakriti significa naturaleza humana, la sustancia de

todos los hombres.

Debe notarse una concordancia sorprendente: Prakriti se llamaba también

Adimi, la primera, e Iba, la mujer.

Adima es Adán.

Iba es Eva.

La semejanza, respecto del Génesis de Moisés, no puede ser mas palpitante.

Hasta aquí hemos considerado la figura de Adán como sustancia humana. Si lo

consideramos como origen, hallaremos positivamente esa misma igualdad

suprema.

VI.

Adán como genealogía.

Adán es hechura de Dios.

Eva sale del costado de Adán.

Una cosa análoga acontece a la Gochorun de los persas: salió del costado del

divino toro Abudad.

Adán es el verbo, la carne, el soplo creador, como Prasrimpo y Prasrinmo son

la encarnación de la pareja celestial Ceuresi y Kadroma.

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Adán tiene ambos sexos en un principio, representando la unidad dogmática,

moral y material del hombre, como el Parucha de la India.

Después se desdobla, y nace Eva, como Parucha se desdobla después, y nace

Viradj.

Una genealogía semejante nos presentan las demás religiones.

Hasta aquí hemos considerado la figura de Adán como sustancia y como

origen. Si ahora lo consideramos como tipo de mejoramiento, como ideal de

perfección, hallaremos también esa necesaria universalidad con que se ligan

todos los hechos originarios, y que comunican tanta verdad y tanta grandeza al

magnífico arte de la creación.

VII.

Adán como emblema.

Apenas existe un idioma célebre que no tenga alguna palabra destinada a

significar la idea de hombre con relación a la idea de progreso, y el mismo

Génesis nos ofrece tres caracteres muy notables.

Sem, Cham y Jafet, no son únicamente tres individuos, sino tres figuras

gigantescas del hombre; tres grandes semejanzas de aquel arcano que pobló el

paraíso.

Sem, Cham y Jafet son la sensación, la conciencia y el raciocinio.

Son el trabajo, la moral y la ciencia.

Son el hombre, medido por la idea civilizadora, por la idea perfectible, por la

idea humana.

En menos términos, son el hombre medido por Adán.

Este Adán, puesto enfrente de la civilización en todos los tiempos y en todos

los países: este símbolo de una humanidad capaz de certidumbre, de justicia, de

virtud, de belleza y de bien: este hombre infuso de la creación: esta misteriosa

semilla de una verdad que todos adoramos: esta milagrosa revelación de un

principio que sobre los fulgores del día y sobre las sombras de la noche escribe el

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testamento sagrado del mundo: ese clamor del alma universal que en nuestras

escrituras toma los nombres de Sem, Cham y Jafet, tiene sus concordancias en

todos los pueblos y en todos los siglos, como si hubiese viajado por toda la tierra.

La historia nos enseña que el hombre perfectible, el Adán progresivo que se

llama Sem, Cham y Jafet, en la Biblia hebrea, se llama en la India Manú o Menú.

En Egipto tomó el nombre de Menes.

En Creta, el de Minos.

En Roma, el de Numa.

En Alemania, el de Man.

En los idiomas modernos, el de Mito.

¡Ciencia adorable! ¡Arte augusto!

¡Fábrica maravillosa en verdad!

No hay que poner pleitos a Dios. La voluntad de Dios, escrita y sellada en la

historia, viene a probarnos, con el consejo de cien siglos, que los horizontes de la

vida se aclaran, y que el polo se ve a lo lejos. Está lejos; pero se ve. Vacila,

tiembla; alguna vez se entolda; otras veces se oculta, parece ocultarse; pero allí

está.

A un hombre no le queda otro recurso, nos dice la historia, que caer de rodillas

ante el hombre de la creación, y fundar en este respeto solemne las más bellas

aspiraciones de la sabiduría, del derecho y de la moral.

Uno es el ser humano, y una ha de ser la ley que debe gobernarle. ¿Cuál es esa

ley? La ley, eterna y providente de la vida: EL BIEN.

EL BIEN DE TODOS; EL BIEN PARA TODOS: he aquí el secreto.

¡Cuántas sepultaras se abren! ¡Cuántas sombras se mueven! ¡Cuántas

criaturas, ocultas todavía en el misterio de la Providencia, asoman la frente entre

los velos del porvenir, nos llaman, nos exhortan y arrojan un grito de alegría!

¡Ay! después de escuchar ese grito dichoso de venideras generaciones:

después de adivinar esa santa alegría de criaturas que no han nacido, ¿qué

importa el destierro? ¿Qué importa la miseria? ¿Qué importa la muerte?

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Lo que pasó, está hecho. El jornal de hoy nos ocupa.

El inmenso jornal del porvenir nos hace señas.

De la infracción de la ley sagrada del BIEN han nacido todas las tiranías de la

tierra. ¿Cuál es el origen de esas tiranías?

VIII.

El despotismo histórico.

La ley de las castas creó las tiranías siguientes.

1. El despotismo del padre absoluto en los tiempos patriarcales.

2. El despotismo de la fuerza en los tiempos asirios, cuya figura divinizada se

llama Belo.

3. El despotismo de los Faraones en el antiguo Egipto, representantes de la

herencia política, modelos de la escuela absoluta.

4. El despotismo del brahman en la India.

5. El despotismo del doctor celeste en el imperio chino.

6. EI despotismo de los magos en la Persia antigua.

7. El despotismo del fariseo en la Judea.

8. El despotismo de los poetas y de los oradores entre los griegos.

9. El despotismo de la patria entre los espartanos.

10. El despotismo de los césares y de los cónsules entre los latinos.

11. El despotismo del señor feudal en la Edad media.

12. El despotismo de las monarquías puras en el Renacimiento.

13. El despotismo del veto absoluto en las monarquías constitucionales.

14. Por último, el despotismo teocrático que tiene en la historia infinitos

representantes. Sirvan de muestra los siguientes:

1. Los sacerdotes, de la antigua Caldea.

2. El levita hebreo. (Israel.)

3. Los templos de Menfis. (Egipto.)

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4. Los templos de Delfos. (Grecia.)

5. Los príncipes de los sacerdotes en la Sinagoga judía.

6. El augur de la Roma pagana.

7. Las abadías y los conventos de los tiempos feudales.

8. El gran dalay-lama del Tibet.

9. El gran dalay-lama de la Italia papal.

Hay dos grandes lamas: uno en la Tartaria china y otro en Roma.

Hasta ahora han reinado las clases.

Es necesario que en adelante reine el hombre. ¿De qué manera se conseguirá

esto? Estudiad vosotros la manera; aunque no es estudio lo que os hace falta, sino

abnegación, virtud, conciencia, buena fe.

Estudiad vosotros la manera de hacer justicia al mundo: nosotros repetimos

que es necesario que reine el hombre, el ser humano, la humanidad, la naturaleza,

el dogma perpetuo de la vida, lo que ha hecho Dios.

Nosotros repetimos que es necesario, providencialmente necesario, realizar

sobre nuestro globo ese santo misterio de la historia humana.

Nosotros repetimos que es necesario, divinamente necesario, hacer de manera

que reinen todos. ¿Sabéis cómo se llama la ley que exponemos? Leed mas abajo.

Dios es el BIEN: de ese BIEN se originan todos los hombres, y a todos los

hombres debe alcanzar: he aquí la ley de la vida.

¿Sacáis de otra parte al género humano? ¿Lo sacáis de cuevas infernales? ¿Lo

sacáis del demonio? ¡Ah! Ocultad eso; que no lo vea la luz. Eso es una suma

torpeza, una suma maldad y una suma herejía.

Un acento próximo grita: ¡fuera el Infierno! Una voz mas lejana repite: ¡fuera

el infierno!

Un acento remoto, muy remoto, interior y divino, repite nuevamente: ¡fuera el

infierno!

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La ley de todos, la ley del bien, la ley de Dios (no la ley del demonio) es la ley

cristiana. ¿Condenan los cristianos el cristianismo? ¿Quién calla? ¿Quién

responde a la anterior pregunta?

¡Muévete, cruz, y enseña a los cristianos cómo se cumple la ley de Cristo!

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CONVERSACION SEGUNDA.

¿SE DESTRUYEN LAS RELIGIONES?

I.

La excomunión.

El Redentor no vino a destruir la ley de Moisés y los Profetas, sino a

cumplirlos y mejorarlos.

El cristianismo, es decir, la segunda Biblia, el nuevo Testamento, lo que se

denomina ley de Gracia, no es una nueva religión, sino el necesario

mejoramiento de la primera Biblia, del Testamento antiguo, de lo que se llama

ley escrita, por haberla escrito Moisés sobre tablas de piedra.

El Evangelio es el mejoramiento del decálogo.

El hombre nuevo, por el cual se entiende el hombre cristiano, es un avance del

hombre viejo, por el cual se entiende el hombre judío.

El monte Tabor, en que tuvo lugar la sublime transfiguración de Jesús, es el

cumplimiento del monte Sinai, en que tuvo lugar la transfiguración de Moisés.

Los dogmas que a nosotros nos parecen nuevos, no son otra cosa que

transfiguraciones de la idea divina; transfiguraciones de la conciencia;

transfiguraciones del pensamiento; transfiguraciones que va tomando el genio de

la vida universal.

Dios no se agota.

El espíritu no se acaba.

Las revelaciones no terminan.

¡Sí! ¡Mil veces sí! Abraham es el cumplimiento de una revelación que se

llama Adán.

Moisés es otro cumplimiento de una revelación que se llama Abraham.

Jesús es otro cumplimiento de una revelación que se llama Moisés.

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Los dogmas no son mas que continuaciones y cumplimientos de la historia del

poder creador. SON HISTORIAS.

El primer hombre se prolonga, se extiende, y se cumple en un patriarca.

El patriarca se prolonga, se dilata, se transfigura y se cumple en un legislador.

El legislador se continúa, avanza, crece, se crea de nuevo y se cumple en un

Cristo. ¿Qué es Cristo? Es una redención que cumple una esperanza.

¿Qué es Moisés? Es una esperanza que cumple una promesa.

¿Qué es Abraham? Es una promesa que cumple el destino de la humanidad,

porque levanta al hombre caído.

Muchos sabios han dicho: «destruyamos tal o cual religión.»

Nosotros contestamos que esto es imposible. Todos los sabios de la tierra no

conseguirían destruir el menor de los dogmas en que ha creído y cree la

humanidad,

¿No veis el judaísmo, ese judaísmo que crucificó al Nazareno? Pues esa

religión, la religión de los fariseos, de los escribas, de los publicanos y de los

sayones, vive todavía, y vivirá siempre en el dogma cristiano, porque el dogma

cristiano no es otra cosa que una mutación del dogma judío.

Las religiones no se destruyen, sino que se renuevan, se purifican, se

perfeccionan. La civilización tiene lugar en todo: también en la tradición

religiosa.

Las religiones no se destruyen: se civilizan, si se nos permite este modo de

hablar.

Esta idea nos ha costado una excomunión de un señor obispo de España, sin

tener en cuenta que éramos compatricios. ¡Ni el ser compatriotas nos valió! Nada

vale para ciertos obispos de cierta Iglesia.

Tenga usted la bondad de acercarse, señor obispo, y puede hacerlo sin temor,

porque nosotros no lo hemos de excomulgar. Tenemos razones para convencer, y

estamos libres de la triste necesidad de maldecir.

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Tenga usted la bondad de acercarse. Tenga usted la bondad de oírnos. No

pretendemos que nos perdone, ni que nos santifique, sino que nos oiga, ya que

todo cristiano, sea o no sea obispo, tiene la obligación de oír: sobre todo, tiene la

obligación de oír antes de condenar.

Usted tuvo a bien excomulgarnos, porque manifestamos que las religiones se

purifican y se perfeccionan. Nosotros tenemos a bien repetir ahora lo que

entonces dijimos, aunque usted nos haga el favor de excomulgarnos nuevamente.

No se incomode usted, señor obispo, y oiga con calma.

¿No conoce usted que si la revelación del primer hombre (en el Paraíso)

hubiera sido acabada y perfecta, estaba de más el periodo de salud, prometido por

Dios a un Patriarca, cuyo periodo de salud no era otra cosa que la promesa de un

Mesías?

¿No conoce usted que si esta promesa hubiese sido un dogma perfecto, estaba

de mas la tierra prometida por Dios a un legislador de Israel?

¿No conoce usted que si esta tierra de promisión, esta esperanza mejorada

(como se denomina en las Sagradas Escrituras) hubiese sido una revelación

perfecta, o sea el testamento de Dios cumplido, estaba de más la gran pasión del

monte Calvario?

Si la revelación fue acabada y perfecta desde luego, serlo en Adán, en el

paraíso, en el primer anuncio de la idea religiosa, en el primer latido de aquella

vida, en el primer rayo de aquel sol.

¡Cómo! Un obispo cristiano ¿no está conforme con la promesa de Abraham,

que no es otra cosa que un mejoramiento de la revelación del primer hombre?

¡Cómo! Un obispo cristiano ¿condena la esperanza mejor de Moisés, que no

es otra cosa que el mejoramiento de la promesa del Patriarca?

¡Cómo! Un obispo cristiano ¿condena la sagrada pasión y muerte de

Jesucristo, que no es otra cosa que el cumplimiento de la esperanza mejorada de

Moisés?

¡Cómo! Un obispo cristiano ¿condena a Cristo, a Moisés, y Abraham?

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¡Cómo! Un obispo cristiano ¿condena las Santas Escrituras?

Señor obispo, no excomulgue usted, sin comprender lo que excomulga. No

piense usted, sin saber lo que piensa. Ni haga, ni diga, sin saber lo que hace y lo

que dice.

Señor obispo, no maldiga usted las Santas Escrituras, esas Escrituras que debe

leer: esas Escrituras que debe adorar: esas Escrituras que no adora, ni lee.

Señor obispo, no somos nosotros los excomulgados. No nos excomulga usted

a nosotros, sino a Jesucristo, a los Apóstoles, a los Profetas y a Moisés. No es a

nosotros a quien usted ha excomulgado, sino a la Biblia, al dogma, a la

revelación hebrea y cristiana.

Y tenga usted la bondad de decir, señor obispo: ¿es usted obispo cristiano para

excomulgar la religión cristiana?

¡Ay! Los sayones de la Judea crucificaron al Mesías vivo.

Ustedes crucifican al Crucificado. Ustedes hacen más que los sayones: ponen

en cruz al Crucificado.

Pero no basta hablar por razón propia, sino que hay que acudir a la razón del

dogma escrito en el antiguo y nuevo Testamento.

Consultemos la Revelación con la buena fe con que nosotros la consultamos

siempre.

II.

Testigos sagrados.

Acérquese usted más, señor obispo. Lea usted las Santas Escrituras, y hallará

las siguientes palabras.

Texto primero: «Porque la ley ninguna cosa elevó a perfección; sino que fue

introductora de mejor esperanza, por la cual nos acercamos a Dios.»

Esto dice un testigo sagrado. «La ley no elevó nada a perfección.» Esta ley es

la ley escrita en tablas de piedra; la ley escrita en el Sinaí; el decálogo; el

Testamento antiguo, el dogma hebreo, la Revelación de la esperanza, que siguió

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a la Revelación de la promesa, como la Revelación de la luz siguió luego a la

Revelación de la esperanza. Si, señor obispo. Las revelaciones no terminan. Dios

no se acaba. El espíritu no se agota. Si no se agota la luz de los astros, ¿cómo ha

de agotarse el alma del mundo? La inmensa, la sublime transfiguración de

Jesucristo en el monte Tabor, es un gran signo de las transformaciones de la

conciencia en todas las sazones de la vida: la trasformación inmortal del genio

del hombre y del genio de Dios.

Decíamos que la ley hebrea, el dogma israelita, no perfeccionó nada, lo cual

quiere decir que no era perfecto. Así lo expresan, así lo dicen terminantemente

las Santas Escrituras. Pues ¿cómo usted, un obispo cristiano, nos anatematiza

porque hemos repetido lo que dicen las Escrituras Santas?

«La ley fue introductora de esperanza mejor.» Esta esperanza mejorada era

Moisés, lo cual demuestra que Moisés era un mejoramiento de la promesa hecha

por Dios a un patriarca.

Pues ¿cómo usted, un obispo cristiano, nos excomulga porque hemos dicho

que las religiones se perfeccionan, que es lo mismo que dicen las Escrituras?

Y si desea usted nuevos testimonios, señor obispo, lea usted los Libros

sagrados y los hallará. Y si usted no quiere molestarse, o si necesita de todo el

tiempo para arreglar sus excomuniones, nosotros se los pondremos a la vista.

Texto segundo: «mas ahora él (Moisés) ha alcanzado mejor ministerio, cuando

es mediador de mejor testamento, el cual está establecido en mejores promesas.»

Esto dicen, señor obispo, las Santas Escrituras. La Revelación nos habla de

tres hechos que han MEJORADO dentro del dogma. Moisés ha mejorado su

ministerio, siendo mediador de mejor testamento, el cual está fundado en

promesas mejores.

Pues ¿cómo usted, un obispo cristiano, nos excomulga? ¿cómo usted, un

obispo cristiano, nos maldice, porque hemos dicho que las religiones se mejoran?

¿No es religión la mejor esperanza? ¿No es religión el mejor testamento, que es

el testamento cristiano? ¿No es religión Cristo?

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Y si el señor obispo quiere pruebas mas terminantes, busque en las Sagradas

Escrituras y las encontrará, porque allí las hemos encontrado nosotros. ¿ Desea

verlas el señor obispo? Aquí las tiene.

Texto tercero: «Porque si aquel testamento (el antiguo) hubiese sido sin

defecto, cierto no se buscaría lugar para el segundo.»

La Santa Biblia dice que la Revelación hebrea, la ley escrita, el dogma de

Moisés, tenia defecto. Tal es la razón porque vino la ley de Gracia; es decir, el

dogma de Cristo. Pues venga usted acá, señor obispo del dogma cristiano: si

aquella religión tiene defecto, ¿cómo dice usted que las religiones son perfectas?

¿No está usted viendo, señor obispo, que sus excomuniones son herejías?

Pero hay otro pasaje mas terminante aun. ¿Quiere usted verlo sin tomarse el

trabajo de leer la Biblia? Aquí lo tiene usted.

Texto cuarto: «Por lo tanto, Jesús fue hecho fiador de testamento MUCHO

MÁS PERFECTO.»

La Sagrada Escritura lo dice, señor obispo. Jesús fue hecho fiador de

testamento mucho más perfecto. Venga usted otra vez, señor obispo. ¿Cómo

usted nos insulta y nos maldice, porque hemos dicho que las religiones se

mejoran, cuando el cristianismo, la religión de los cristianos, no es otra cosa que

el mejoramiento del hebraísmo, osea de la religión de los hebreos? ¿Cómo dice

usted que las religiones no se perfeccionan, cuando el dogma cristiano no es mas

ni menos que la perfección del dogma judío?

¡Qué gana tienen ciertos obispos de excomulgar! ¡Qué gana tienen de vivir

para hacer tonterías de otros tiempos, ¡TONTERÍAS PASADAS!

Hemos dicho que es usted un obispo cristiano. ¡Ah! Pedimos perdón al

Salvador del mundo. Pedimos perdón a esa hora terrible y sagrada, en que un

monte de la Judea vio alzarse una cruz. Pedimos perdón al sepulcro de Jesucristo.

Pedimos perdón al espíritu y a la verdad de que habló el Nazareno a la pobre

mujer de Samaria, cerca de la fuente de Jacob, como se refiere en esa sublime

sabiduría, en esa sublime moral, en esa sublime belleza, que se llama

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EVANGELIO: un Evangelio que usted no comprende, señor obispo: un

Evangelio que usted no adora, señor obispo: un Evangelio que usted no ama,

señor obispo. ¡Qué libro tan grande! ¡Y es el libro que menos leen los hijos de la

Cruz! ¡Y es el libro que menos estudian los que deberían ser obispos del

Salvador!

Mude usted de conciencia, señor obispo; mude usted de fe; mude usted de

alma. El que maldice, no es cristiano. El que excomulga, no es cristiano. El que

condena al cristianismo, no es cristiano.

Tenga usted la bondad de escucharnos, señor obispo, porque es muy

importante lo que le vamos a decir. Oiga usted bien: hay que dar a la vida

humana una emoción afectuosa, tranquila, suave, de acuerdo con la moral del

Salvador y de sus Apóstoles. ¡Basta de patíbulos! ¡Basta de hogueras! ¡Basta de

maldiciones! ¡Basta de herejías!

El mal de los niños se cura con el beso amoroso de las madres.

El mal de los hombres se cura con el beso cristiano de la caridad.

¡Basta de pesebre! ¡Basta de quemadero! ¡Basta de puntapié!

Señor obispo de la religión del Nazareno, ¡basta de apostasías y de blasfemias!

Señor obispo de la religión del Nazareno, ¡basta de paganismo!

¿Hay algún cristiano que no esté conforme con esta doctrina?

PUES QUE HABLE.

¿Hay algún obispo que excomulga?

PUES QUE EXCOMULGUE.

¿Hay todavía quien quema? PUES QUE QUEME.

Nosotros decimos que, después de la venida de Jesucristo, todos debemos ser

cristianos. Y esto tendrá que suceder al fin: todos seremos al fin cristianos ...

hasta los obispos de Roma.

Usted nos excomulga y nos maldice, en nombre de Italia.

Nosotros le llamamos, en nombre de nuestro Redentor: también en nombre de

la humanidad.

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Queda demostrado, evidentemente demostrado, que las religiones adelantan,

progresan, se perfeccionan, se civilizan, como todos los hechos de la vida

humana.

Queda demostrado que las religiones son HISTORIAS.

¿Qué quiere decir esto? Medite sobre ello el lector, y lo comprenderá. Puesto

que las religiones se perfeccionan, todos los hombres tienen el derecho, el

indiscutible, el sagrado derecho de procurar que la religión se perfeccione.

No basta libertar la ciencia. No basta emanciparla de la religión. Es necesario

mejorar el dogma. Es necesario libertar la fe de los absurdos del paganismo. Es

necesario que seamos cristianos, no gentiles. Es necesario que seamos cristianos,

no judíos, no hebreos.

Nuestra ley no es Moisés.

Nuestra ley no es un César.

Nuestra ley es un Cristo.

¿Hay quien se enfurece? No importa. ¡Adelante! ¡Adelante!

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CONVERSACION TERCERA.

I.

Creación del gobierno humano, según la ley del mal.

Este sistema es tan absurdo, que el lenguaje se niega a dar palabras para

expresarlo. Así es que tenemos que llamar gobierno a lo que es desgobierno.

Tenemos que decir ley del mal, cuando el mal no conoce ninguna ley. ¿Qué vacío

tiene leyes? ¿Quién conoce la ley de la nada?

Lo repetimos, porque conviene repetirlo. El absurdo de la bárbara metafísica

de los asiáticos es tan manifiesto, que no puede hablarse de aquel absurdo sin

cometer mil despropósitos. El monstruo es tan feo, que no podemos describirlo

sin que la descripción sea monstruosa.

Expongamos el desgobierno de la antigua barbarie.

1. Vida. La vida es un BIEN, el bien universal, porque sin vida no hay bienes

posibles dentro del tiempo y del espacio. Para ahogar ese bien, dan sueldo al

verdugo. Este verdugo es la garantía, la protección concedida a un mal que se

llama muerte, o la proscripción del bien universal que se llama vida. Por lo tanto,

el sistema de los verdugos no es otra cosa que el régimen del mal, la ley del mal;

o sea el mal convertido en gobierno. La ley de los verdugos es la ley de la

muerte.

Pero, señor; si no vivimos en un sepulcro; si nuestra casa no es un cementerio;

si no somos cenizas, ¿para qué nos gobiernan con la ley de la destrucción? ¿Para

qué nos gobiernan con el gobierno del exterminio?

Exterminar ¿es gobernar?

Si estamos vivos, ¿por qué no nos gobiernan con la ley de la vida?

Pues si estando vivos nos gobiernan con la ley de los muertos, ¿con qué leyes

nos van gobernar cuando nos muramos?

La respuesta no puede ser mas fácil. Si estando vivos nos gobiernan con la ley

de la muerte, estando muertos nos deben gobernar con la ley de la vida. Y esto si

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que seria curioso: que pusieran edictos en los camposantos, diciendo: «Se

permite que los difuntos vivan, hablen, piensen, trabajen, elijan, crean,

comercien, trafiquen, se asocien, se reúnan, compren, vendan y realicen en los

nichos los grandes fines de la humanidad, de la naturaleza y de Dios. En cuanto a

los vivos, silencio profundo.»

¡Qué ridiculez! ¡Qué sarcasmo! ¡Qué insulto! ¡Qué idiotismo!

El que no se sienta afrentado, cuando piensa en el desgobierno de ciertos

países: el que no se sienta profundamente entristecido, o es un gran malvado o un

gran imbécil. No queremos ahorcarlo, ni quemarlo, ni empobrecerlo, ni

oprimirlo; pero indudablemente es un imbécil o un malvado.

¡Ay! Todavía en nuestros tiempos, después de mil ochocientos sesenta y ocho

años de la Redención, encontramos en los presupuestos de un país los siguientes

infames artículos.

Salario al ejecutor de sentencias de Madrid, mil noventa y ocho escudos

anuales........................................................................1098.

Salario al ejecutor de sentencias de Albacete, setecientos

treinta............................................................................730.

Al de Barcelona, ochocientos setenta y seis.............876.

Al de Burgos.............................................................730.

Al de Cáceres............................................................730.

Al de Canarias..........................................................730.

Al de la Coruña.........................................................876.

Al de Granada...........................................................876.

Al de Mallorca..........................................................730.

Al de Oviedo............................................................730.

Al de Pamplona........................................................730.

Al de Sevilla.............................................................876.

Al de Valencia..........................................................876.

Al de Valladolid.......................................................876.

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Al de Zaragoza.........................................................876.

Total....................................................................12.340.

Después de mil ochocientos sesenta y ocho años de la Redención, España paga

a los verdugos doce mil trescientos cuarenta escudos todos los años. Paga

diecisiete duros todos los días por matar a los españoles.

¡PAGA DIECISIETE DUROS TODOS LOS DÍAS POR MATAR!

No se le da nada por vivir, y se le da salario por matar.

El matar al hombre, a la semejanza del Supremo Hacedor, a la imagen divina,

merece un salario como el cavar la tierra. ¡Ocultad el semblante, impíos! ¡No

habléis de Dios! La palabra Dios en vuestros labios es una blasfemia, porque es

un Dios que da salario a los verdugos.

Cuando tantos hombres laboriosos no tienen jornal, el verdugo tiene siempre

su paga.

Llegará una época en que la humanidad nos llamará embusteros.

Llegará una época en que la historia nos llamará calumniadores. Realmente, el

salario de los verdugos es una barbarie que tiene tanto de verdad como de

calumnia y de insulto.

Cuando el cadalso se reconoce en un país, todos los habitantes de ese pueblo

deberían huir a bandadas, gritando: «Vámonos de aquí; dejadles solos; que

ahorquen las piedras.»

2. Tiempo. El tiempo, que sirve de medida a la existencia universal; que sirve

de vaso o de atmósfera a la vida, es un BIEN.

Para ahogar ese bien, mantienen algunos países el precepto canónico, el cual

nos multa porque vendemos en domingo un par de zapatos. El precepto canónico

hace con el tiempo, lo que hace el verdugo con la vida. Aquel mandamiento de la

Iglesia no es otra cosa que el verdugo de una creación natural que se llama

tiempo, y ya tenemos dos verdugos.

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3. Creencia religiosa. La aptitud con que el hombre nace de creer en un

principio soberano: esta facultad con que venimos a la vida: este atributo de

nuestra propia naturaleza: esta naturaleza nuestra (no del papa) es un BIEN. Para

ahogar ese bien, se mantiene en ciertos países el fisco de una secta, convirtiendo

al Dios universal en un Dios patriótico. Esta herejía, la primera de todas, que nos

impone un Dios a viva fuerza, hace de Dios un despotismo, y del albedrío

religioso del hombre una esclavitud. Esto quiere decir que mata la creencia del

hombre, porque la hace esclava, y mata la verdad augusta de Dios, porque de

Dios hace un tirano. La religión forzosa, este atentado, este despojo del dogma

universal, hace con la creencia lo que hace el verdugo con la vida, lo que hace el

mandato canónico con el tiempo. La religión forzosa es el verdugo de la

conciencia humana, y ya tenemos tres verdugos.

4. Voluntad. La voluntad no es otra cosa que la facultad de querer. Y la

facultad de querer no es otra cosa que la facultad de elegir. Esta facultad de

elegir, esta aptitud que nace con nosotros, que en nosotros obra, que con nosotros

vive: este arbitrio inmenso, esta inmensa virtud que nos ha dado Dios, es un

BIEN. Para ahogar ese bien, se estableció el sufragio contribuyente. Mediante

este sufragio contribuyente, vota el hombre que tiene una tierra, una casa, un

buque, una fábrica, una tienda, un taller, un asno, un buey, o muchos bueyes y

muchos asnos: no vota el hombre de la voluntad, del albedrío, de la conciencia,

de la razón. No vota el hombre del género humano. No vota el hombre que tiene

espíritu, que tiene alma. No vota el hombre de la Providencia. No vota la imagen

y la semejanza de Dios.

¿Oyen los lectores lo que hemos dicho? ¡No vota la imagen de Dios... y vota

un asno! Un burro es mas que el espíritu de Dios, porque el espíritu de Dios es el

que hace que el hombre sea una semejanza divina, y esa semejanza divina no

vota, si no tiene una casa, una tierra o un jumento. De modo que vota el jumento,

la tierra y la casa; no la semejanza divina.

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¡Y luego nos dicen que creen en Dios! ¡Y después se van a la iglesia y se

golpean el pecho!

No hablemos mas de esta espantosa abominación, de esta burla horrible, de

este desesperado y último ateísmo.

El sufragio contribuyente hace con la voluntad de los hombres, lo que hace el

verdugo con la vida, lo que hace el precepto canónico con el tiempo, lo que hace

la religión forzosa con la conciencia humana. El sufragio contribuyente es otra

clase de verdugo, el verdugo del albedrío, y ya tenemos cuatro verdugos. Hemos

hablado de cuatro intereses sociales, y nos hemos dado de cara con cuatro horcas:

a horca por cabeza. Esto parecerá muy poco a ciertos hombres.

5. Pensamiento. Pensar quiere decir ciencia. El pensar es un BIEN. Para

ahogar ese bien, se establecieron en ciertos países dos fiscalías, dos

confiscaciones: la eclesiástica y la civil. El fiscal hace con el pensamiento, lo que

hace el sufragio contribuyente con la voluntad, lo que hace el mandato canónico

con el tiempo, lo que hace la religión forzosa con la conciencia, lo que hace el

verdugo con la vida. Es otra especie de verdugo. Es el verdugo de la inteligencia

de los hombres, y ya tenemos cinco verdugos. ¿Por qué no empedrarán las calles

y las plazas de verdugos?

6. Enseñanza. La enseñanza es un bien. Para ahogar ese bien, se ha establecido

en ciertos países el maestro a la fuerza. Un genio no tiene una borla de doctor, y

no puede enseñar. Un estúpido tiene una borla, y la borla lo convierte en un

genio. Una borla de seda, de estambre o de lana, sabe más que el estudio, más

que el talento, más que la propia sabiduría. Una borla es la ciencia. Esto no tiene

nada de particular. ¿A quién sorprende que de una borla se haga una ciencia,

cuando de Dios se ha hecho un monopolio?

El maestro forzoso hace con la enseñanza, lo que la religión forzosa hace con

la conciencia, lo que hacen las fiscalías con el pensamiento, lo que hace el

mandato canónico con el tiempo, lo que hace el sufragio del contribuyente con la

voluntad, lo que hace el verdugo con la vida.

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El maestro a la fuerza, la borla de estambre, el doctor indocto, es otra especie

de verdugo. Es el verdugo de la cátedra, y ya tenemos seis verdugos. ¡Por falta de

verdugos no ha de quedar! Pero ya se ve, ¿cómo habían de arreglarse los que se

proponían regimentar la muerte? ¿Cómo habían de vivir los que para vivir

necesitan matar?

7. Movimiento. La parálisis es un mal. El movimiento es un bien. Este bien se

manifiesta bajo cuatro formas principales: comercio, tráfico, industria, oficio.

Para ahogar esos cuatro bienes, se han establecido en ciertos países cuatro

tiranías: la tiranía de los aranceles, ahoga el comercio: la tiranía de las puertas,

ahoga el tráfico: la tiranía del estanco de varias materias, ahoga las industrias: la

tiranía de las quintas y de la matricula de mar, ahoga los oficios.

Aquí encontramos cuatro verdugos de nuevo cuño; cuatro verdugos del

movimiento, y ya tenemos diez verdugos.

8. Reunirse, asociarse. Asociarse es dar a cada uno la fuerza, la riqueza, la

sabiduría y la virtud de todos. El hecho de asociarse y de reunirse es un bien.

Para ahogar ese bien, se establecieron en varios países la ley de orden público,

mediante la cual no era permitida la reunión de veinte personas. Y en el caso de

que la reunión exceda de este número, todas las personas reunidas son

decomisadas, como si se tratara de un género de contrabando. El orden público,

que es el orden social, decomisa el principio de asociación. La sociedad persigue

al que se asocia. Esto quiere decir, que la sociedad es enemiga y atormentadora

de la sociedad.

Si esto se dijera en siglos venideros, no se creería; pero sucede en nuestro

siglo, y hay que creerlo, aunque nos duela el alma.

El orden público es otra especie de patíbulo: el patíbulo de la reunión y de !a

asociación; el patíbulo del verdadero orden, y ya tenemos doce patíbulos,

9. Subsistencia. La subsistencia es la forma presente de la existencia o de la

vida. Subsistir es un bien. Para ahogar ese bien, han establecido en ciertos países

la contribución de consumos. Decir al hombre: «paga porque consumes,» es

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como si se le dijera: «paga porque vives.» Y decirle: «paga porque vives,»

equivale a esto otro: «paga porque Dios te ha dado la vida; paga porque la

naturaleza te ha puesto en el mundo.»

La contribución de que se habla es un impuesto establecido sobre la

subsistencia, sobre la vida, sobre el ser; ese ser que debemos a la naturaleza; ese

ser que debemos a Dios. Por lo tanto, es un impuesto que gravita sobre lo que

hace Dios; sobre lo que hace la naturaleza.

La contribución de consumos deberá decir al contribuyente, sin que nadie lo

oiga: «no se lo puede cobrar a la naturaleza: págalo tú. No se lo puede exigir a

Dios, págalo tú y arréglate. Y si los pobres se mueren de hambre, este peligro

menos me amenaza.»

Los autores de esa contribución no han sido lógicos. Puesto que el hombre

paga por la subsistencia, que es la vida: puesto que paga por una creación natural,

todas las creaciones naturales deberían pagar del mismo modo: y planteando este

sistema, serian contribuyentes el espacio, las nubes, las estrellas, el sol, la luna, y

hasta las arenas de la playa, y hasta las olas del océano.

Inútil fuera proseguir, porque un detalle mas no da ninguna fuerza a la ley

general del principio.

El gobierno de las antiguas castas se propone matar cuanto toca, y lo toca

todo.

Ya hemos visto cuál es su fin: regimentar el mal.

Ya hemos visto de qué medios se sirve: sembrar verdugos en todas partes.

II.

Creación del gobierno humano, según la ley del bien.

Para crear un buen gobierno, no hay mas que hacer todo lo contrario de lo que

hace el desgobierno de la antigua barbarie, Para conseguir poner boca arriba un

objeto que está boca abajo, no hay mas que volverlo. ¡Hay que volver todo lo

existente! Sí, mil veces sí, Lo que debe hacerse con el desgobierno de las

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antiguas idolatrías, es darle una vuelta; pero vuelta total, absoluta, de abajo

arriba, y de arriba abajo.

¿Hay un bien que se llama vida? Pues es necesario garantirlo contra la

barbarie del verdugo.

¿Hay un bien que se llama tiempo? Pues es necesario garantirlo contra la

barbarie del precepto canónico.

¿Hay bienes que se llaman creencia, voluntad, pensamiento, enseñanza,

conciencia, tráfico, Industria, oficio, reunión, asociación y subsistencia? Pues es

necesario garantirlo contra las barbaries de la secta forzosa, del sufragio

contribuyente, de las fiscalías, del doctor indocto, de los aranceles, de las puertas,

del estanco, de la quinta, de la matrícula de mar, del orden público, de la

contribución de consumos, y así en todas esferas.

En una palabra, hay que poner la vida en lugar de la muerte.

Hay que quitar el mal y poner el bien.

Hay que traer la gloria y expulsar el infierno.

Hay que traer a Dios y expulsar al demonio.

¿Quieren algunos al demonio? ¿Quieren algunos el infierno? Pues que se

queden solos con él: QUE SE QUEDEN SOLOS.

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CONVERSACION CUARTA.

Teoría de las revoluciones.

No es una teoría profunda la que pretendo desenvolver en estos apuntes. Son

ideas sencillas y naturales que están al alcance de todo el mundo. Aquí no hay

más ciencia que la que resulta de la discusión, porque la discusión es por sí sola

una especie de sabiduría.

Filtrad muchas veces agua turbia, y veréis como se pone clara.

Frotad muchas veces dos cuerpos, y veréis como se despierta el calórico.

Dad algunos golpes en el pedernal, y veréis como brota la chispa.

Agitad las ramas de un árbol, sacudidlas, movedlas reiteradamente, y veréis

como cae el fruto.

A nuestro entendimiento sucede lo que al árbol que se sacude, lo que al

pedernal que se golpea, lo que a los cuerpos que se frotan, lo que al agua turbia

que se filtra.

Pasemos por el filtro de la mente una idea oscura, y veremos como se aclara.

Frotemos dos juicios de nuestra razón, y veremos como se calientan.

Demos muchos golpes en un pensamiento, y veremos como brota la luz.

Sacudamos repetidamente el árbol de nuestra inteligencia, y veremos como

caen sus frutos. Las ideas son los frutos del alma.

Dos ignorantes que discuten, no son ignorantes, porque la discusión es una

escuela; pero es necesario discutir con calma y escuchar con respeto las

opiniones de todo el mundo. Y no solamente con respeto, sino con gratitud, pues

debemos estar persuadidos de que hasta la mentira del contrario nos ha de servir

para el hallazgo de la verdad.

Creer que nos insulta quien opina de un modo contrario a nosotros, supone que

nos consideramos infalibles, y esta suma sabiduría, esta especie de omnipotencia

intelectual, es una soberbia que no puede admitirse.

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Conviene pensar que lo verdadero, lo bello y justo no son un patrimonio de

nuestro juicio; no son hacienda nuestra, sino de todo entendimiento, y que no es

conforme a razón usurpar a los hombres la parte que tienen en la heredad común.

La discusión es un oficio; un oficio honrado, muy honrado, sumamente

honrado, el mas honrado de este mundo, porque es el oficio del gran personaje

que piensa, y hay que ejercerlo con temple y razón.

La discusión es el trato civil del pensamiento, el trato urbano del raciocinio, la

conversación de las ideas, y todo trato necesita de cortesía y de buena crianza.

Y este trato necesita de cortesía y de buena crianza más que otro alguno,

porque siendo el trato de la inteligencia; siendo el trato íntimo de la razón, ha

menester de más escuela, de más cultura, de más juicio y de más esmero.

Diremos, pues, que aquel que se irrita e insulta al contrario cuando discute, es

una persona malcriada.

Esto quiere decir que se debe educar, porque todo sujeto malcriado debe

educarse.

Cuando discutimos, conviene sobre todo que no nos alarmemos, porque la

alarma nubla las ideas, entolda el ánimo, y ¿qué hemos de ver con ideas

nubladas? ¿Cómo hemos de razonar teniendo el ánimo entoldado?

La irritación nace, la mala fe acude, el amor propio nos incita, quizá el odio

nos ciega, y estamos en disposición de pasar a una riña, no de entrar en una

discusión, como la discusión debe ser: discreta, comedida, respetuosa.

Puede ser ardiente, entusiasta, vigorosa, enérgica, inflexible, porque un

convencimiento poderoso es inexorable; pero no ha de olvidarse de ser

respetuosa, cortés, bien criada.

¿No basta un golpe del acero para conseguir que brote la chispa de las entrañas

del pedernal? Pues se dan dos golpes, tres, veinte, ciento, mil. Se dan todos los

golpes que sean precisos.

¿No basta sacudir una vez las ramas para que la fruta caiga del árbol?

Pues sacudamos hasta que caiga.

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¿No basta un filtro para aclarar el agua turbia?

Pues filtremos hasta que se aclare. ¿No basta un frote para despertar el

calórico de dos cuerpos?

Pues se frota hasta que el calórico se despierte.

Supongamos que un hombre pretende encender una yesca, dando golpes con el

eslabón sobre el pedernal.

Supongamos que da el primer golpe; que no la enciende, y que arroja airado

pedernal, eslabón y yesca.

¿Qué se dirá de ese hombre? Se diría que estaba demente, porque sólo a un

demente se le puede ocurrir que la yesca se ha de encender con el primer golpe

del acero sobre la piedra.

Pues demente debe llamarse el hombre que no quiere discutir una idea, que la

arroja a la calle, que la despide brutalmente de su casa, porque en la primera

discusión no lo ha visto todo, como si fuese el gran prodigio del humano saber.

Hay que tener paciencia. Hay que tener la misma paciencia que tiene el que

intenta encender la yesca con el eslabón.

Hay que tener la misma paciencia que tiene aquel que intenta coger el fruto

sacudiendo el árbol.

Pues, ¡bueno estuviera que renunciáramos al fruto, porque no cae todo a la

primera sacudida!

¡Hay tanto y tanto que sacudir! ¡Hay tanto y tanto que golpear!

Estos apuntes son una discusión que yo tengo con los ignorantes, puesto que

nada puedo enseñar a los eruditos y a los sabios. Yo no sé a punto fijo lo que voy

a decir. Yo ignoro en este instante la verdad de muchas ideas que pienso escribir

en este papel. Yo soy ignorante como los ignorantes a quienes me dirijo; pero me

imagino que estamos juntos, que vivimos en comunión, que discutimos todos,

que todos filtramos el agua, que todos golpeamos la piedra, que todos frotamos

los cuerpos, que todos sacudimos el árbol, y no hay que ser hipócrita, porque hay

modestias que son hipocresías: cuando muchos golpean; y sacuden, y filtran, y

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frotan, algo ha de salir de ese frote, de ese filtro, de ese golpeadero, de esa

sacudida.

Discutir es pensar. Pensar es ser hombre.

Ser hombre es realizar la obra maestra del Hacedor supremo.

Discutamos, adquiramos el hábito de discutir. Es nuestro gran derecho y

nuestra primera obligación.

¿Qué debe preferirse: discutir o matar? ¡Discutamos para evitar que nos

matemos! ¿Hay algún cristiano que no esté conforme con esta moral? No puede

ser.

I.

La revolución.

Cuando el hombre no está en posesión de los derechos que le corresponden, en

virtud de la ley infalible de su propio ser, la revolución no es un mero accidente

en la existencia de la humanidad.

Cuando la revolución se presenta siendo el ministro de una gran justicia;

cuando se ofrece a un pueblo trayendo una queja del hombre, la revolución es un

hecho interior, radical, profundo, inevitable, moralísimo, porque está en la

constitución de la naturaleza humana, Como está el huracán en la constitución de

la atmósfera, como está el rayo en la constitución del fluido eléctrico, como está

el volcán en la constitución natural del globo.

La electricidad respira por medio del rayo. La atmósfera respira por medio de

los torbellinos.

La tierra respira por medio de esas bocas que se llaman volcanes.

La sociedad respira también por medio de esos otros volcanes que se llaman

revoluciones.

La revolución es el torbellino, el rayo y el volcán de los pueblos.

Como el huracán nivela la atmósfera, las revoluciones nivelan las

desigualdades y las injusticias del despotismo.

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Como el rayo purga el ambiente, las revoluciones purgan a los pueblos de las

epidemias de la tiranía.

Como el volcán consigue descargar al globo de la escoria que ardía en sus

entrañas, las revoluciones descargan al mundo de las escorias de la esclavitud.

Las revoluciones son hechos constitucionales, porque un hecho constitucional

es toda creación, y las revoluciones no son otra cosa que la creación incesante del

progreso humano.

La revolución es un dogma nuestro, porque un dogma nuestro es nuestra

necesaria perfectibilidad.

La revolución está en los pueblos como está en todas partes, pues revolución

es el movimiento de la tierra, y revolución el movimiento de los astros, y

revolución el movimiento de la atmósfera.

No hay que espantarse de esto. No hay que espantarse de la verdad. ¿Por qué

los pueblos no han de operar sus revoluciones, cuando revoluciones son los

astros, la tierra, el océano, la atmósfera, el orbe? ¿Qué es la esfera (esta esfera

que se está moviendo desde el primer día de la creación) sino la revolución

esférica, circular, redonda, acabada, perfecta, absoluta?

¿Qué es el universo sino la revolución universal?

Aquí todo se mueve, todo funciona, todo gira, hasta el planeta que recibe el

contacto de nuestros pies, ¿Cómo no ha de moverse el hombre? ¿Cómo no han de

moverse los pueblos?

No hay que espantarse. No importa que los pueblos se muevan. No importa

que se mueva la humanidad. Lo que importa es que sepa moverse. Lo que

importa es que aprenda cómo se ha de mover. He aquí por qué escribo los

presentes apuntes.

Las revoluciones son buenas, porque son necesarias; mas no basta esto.

También es bueno el sol, y si abusamos, una insolación produce la locura.

También es bueno el movimiento, y si lo exageramos, nos lleva a un

precipicio.

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También es buena la religión, y si no sabemos comprenderla, vamos a parar al

infierno de la superstición y de la hipocresía.

La comida es buena, y tiene el peligro de la gula.

Buena es la bebida, y tiene el peligro de la embriaguez.

Conviene ver el modo de que las revoluciones sociales no adolezcan del vicio

de la embriaguez o de la gula.

La gula revolucionaria es carnicera, y la revolución de los hombres debe ser

algo mas que un despacho de carne. ¡Cuidado con esto!

La humanidad debe ser algo mas que un carnero que se degüella. ¡No nos

engañemos en este punto! Los hombres han nacido hombres, no tigres.

¿Qué idea debemos inspirar a las masas sobre esta difícil cuestión?

Demos otro paso.

II.

¿Qué es la revolución?

Las revoluciones humanas, porque humanas tienen que ser unas revoluciones

que hacen los hombres, ¿admiten regla fija? ¿Admiten sistema? ¿Deben

reconocer algún principio? ¿Deben tender a cierto fin? En una palabra: ¿son

capaces de alguna moral?

Indudablemente. Si así no sucediera, las revoluciones no serian otra cosa que

enormes sacrificios gentiles: es decir, enormes barbaries, grandes asesinatos.

He aquí lo que todos deben estudiar.

He aquí lo que todos deben aprender.

He aquí lo que todos deben discutir.

¡Todos! ¡Si, todos! La humanidad es una ciencia que toca igualmente a todo

ser humano, y en tanto que el hombre no vuelva los ojos a la humanidad, la

humanidad no visitará la casa del hombre, y no podremos ser verdaderamente

civilizados, ni buenos, ni libres, ni ricos, ni dichosos.

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Y los egoístas y los ignorantes ... digo mal. Cuando se habla de los egoístas,

no se debe hablar de los ignorantes, porque el egoísmo es la ignorancia suma y

perpetua.

Los egoístas dicen a esto: ¡Humanidad! ¡La humanidad! Si logro tener para

mí, ¿qué me importa la humanidad?

¡Calla, desventurado! ¡Calla, imbécil! ¡Calla y ocúltate entre sombras para que

el mundo no te vea! Tú debías tener ojos de oro, oídos de oro, paladar de oro,

olfato de oro, tacto de oro, entrañas de oro, sangre de oro, cerebro de oro. Tú

debías comer oro, y beber oro, y dormir sobre barras de oro. Tú debías tener hijos

de oro, y mujer de oro, y el aire debería convertirse en oro para ti, a ver si te

hartabas de oro. ¡Tu oro! ¡Tu oro! ¿Qué es tu oro, idiota? ¿Qué te has imaginado

que es tu oro?

Mientras que yo viva, ¿qué me importa la humanidad? dice el egoísta.

Yo contesto: eso mismo diría la víbora, si tuviera el don de la palabra.

Vuelvo a decirlo: la humanidad es la gran virtud, la gran libertad, la gran

dicha, la grande, la ultima civilización. El patriotismo que se oponga a este

instinto humano, que es el supremo instinto del hombre, es una tiranía furiosa,

una pasión bastarda, un amor brutal, un insoportable despotismo.

Contra el HOMBRE, no hay PATRIA, porque patria viene de padre, y

nuestros padres fueron hombres.

Hombres nos engendraron, no patrias. Si por mi pueblo he de separarme de la

humanidad, que es el pueblo de todos, no quiero saber en qué palmo de tierra he

nacido. No quiero saber cuál es mi pueblo. No quiero saber dónde está ese rincón

en que se ha cometido un crimen.

Y ¿las cenizas de tus padres? Se pregunta.

Las amadas cenizas de mis padres, contesto yo, están bajo tierra, y la tierra es

la casa de la humanidad.

Si España está de acuerdo con el hombre: si España es pueblo humano, soy

español. España contradice a la humanidad, soy hombre. Contra esta noción

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sacratísima; contra esta verdad original y eterna; contra esta divina tradición de

mi alma, no admito pueblo. Soy peregrino, soy prófugo, soy nómada en la tierra;

aunque me llamen bárbaro. Más quiero ser un bárbaro que cree en el hombre, que

un civilizado que cree en un despotismo, porque una pasión egoísta hacia nuestro

pueblo, no es otra cosa que el despotismo de la patria.

Digo esto para dar a la revolución su sentido mas trascendente, su idea

fundamental y positiva.

¿Qué es la revolución? Es un movimiento que el hombre opera con el fin de

acercarse al hombre, a su hermano, puesto que todos estamos unidos por el

universal modelo de una misma naturaleza. La absoluta perfección de la copia no

puede consistir sino en parecerse al original, y el original de todos los hombres es

el ser humano, la humanidad.

La revolución, encaminada a sus grandes fines, a su moral última y suprema,

no es otra cosa que una transformación humana.

Pero bien, se dice: ¿cómo es un movimiento humano esa revolución que mata

y destruye?

Contestemos a esto, porque conviene responder a todo. La riqueza no consiste

sólo en buscar dinero, ni se aumenta únicamente nuestra familia teniendo hijos.

Cuando una verdad amanece en el alma, se aumenta también nuestra familia y

nuestra fortuna. Demos otro paso.

III.

La revolución mata.

Aceptamos esta opinión como si fuese verdadera. Si es o no es exacta, después

lo veremos.

También mata y destruye el rayo, y esta destrucción es necesaria para que el

ambiente no se corrompa.

También mata y destruye el torbellino, y esta destrucción es necesaria para

que la atmósfera se nivele.

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También mata y destruye el volcán, y esta destrucción es necesaria para que el

interior del globo se purifique.

Por lo tanto, si las revoluciones destruyen, esta destrucción es necesaria,

porque es la destrucción de la vejez para que sea posible la perpetuidad de la

juventud.

Si la revolución es un mal, es un mal que evita males mayores, lo cual hace

que se torne en un bien, porque bueno es evitar lo malo.

Pero ¿es verdad que la revolución, propiamente dicha, mata y destruye? No;

no es verdad, y vamos a ver si nos es posible aclarar este punto. Demos otro

paso.

IV.

La cirugía social.

La revolución es una cirugía social. La revolución corta vicios sociales con el

fin de que la sociedad no se gangrene.

Evitar la gangrena ¿es destruir?

Destruir la gangrena ¿es destruir?

Matar el cáncer que nos mata, ¿es matar? ¿Mata el cirujano que opera a un

enfermo?

Aun cuando el enfermo no se mejore; aun cuando el operado se muera, ¿puede

decirse que la cirugía destruye y mata?

La revolución hace con los vicios y las injusticias sociales, lo que hace la

limpia en el árbol.

Esta limpia ¿destruye?

Cortar lo que daña ¿es matar?

Destruir lo que debe destruirse ¿es destruir?

Las revoluciones no matan, como no mata la cirugía.

Las revoluciones no destruyen, como no destruye la limpia del árbol.

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Pero mejor seria que no existiesen esas injusticias sociales que hacen necesaria

la destrucción de las revoluciones, se dice.

¡Indudablemente! Mejor seria que no tuviera el árbol ramas secas. Mejor seria

que la gangrena no se apoderase del enfermo; pero esto no toca a la revolución.

La revolución no ha dado al enfermo la gangrena, ni las ramas secas al árbol.

Esas cuentas deben ajustarse con los hombres que, poniendo en olvido que son

hombres, tratan a sus hermanos como si fueran animales. Esas cuentas no deben

ajustarse con los pueblos, sino con los tiranos.

Esos tiranos llenan la tierra de difuntos, y el hombre los tiene que enterrar.

Las revoluciones son entierros.

Cierta gente se empeña en gobernar al mundo con instituciones que son

cadáveres del pasado, y el mundo no admite que los cadáveres le gobiernen. Los

cadáveres deben descansar bajo tierra: el mundo cava un hoyo, y los sepulta.

Cada hoyo que se cava a uno de esos muertos, es precisamente una revolución.

¿Queréis que no se caven hoyos?

Pues no os empeñéis en gobernar con muertos.

¿Queréis que otros no anden?

Pues andad vosotros, porque si vosotros no andáis, andará el vecino.

Hay una voz universal, profunda, inevitable, que grita al hombre: «¡anda¡» y

el hombre ha de andar. ¿Lo oís? El hombre ha de andar. ¿Lo habéis oído? El

hombre ha de andar.

Vino a la tierra para andar, y anda.

Vosotros no queréis que ande; pero el hombre anda. ¿De qué os quejáis?

¿Pretendéis que, por daros gusto, se convierta el hombre en estatua, siendo

rebelde a la ley eterna de su ser? ¡Imposible!

Es verdad, se dice; pero muchas veces sucede que la revolución trastorna sin

conseguir nada, ni proponerse ningún fin, ni aspirar tampoco a ningún bien.

¡Poco a poco! contesto yo. Eso es otra cosa; eso es ruido; eso es algazara; eso

es bulla; eso no es una revolución.

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Lo diré con sus términos propios: eso no es una revolución, sino una revuelta.

Pues ¿en qué se distingue la revuelta de la revolución?

Se distingue en lo que una cara se distingue de una careta, en lo que una

persona se distingue de una máscara. Las revueltas son las máscaras o las caretas

de las revoluciones. Demos otro paso.

V.

Revueltas y revoluciones.

La revuelta viene a ser un motín.

La revolución es una conquista.

La revuelta es un odio.

La revolución es un pensamiento.

La revuelta es un grito.

La revolución es una escuela.

La revuelta trastorna sin otro fin que causar un trastorno.

La revolución desordena para ordenar.

La revuelta no puede pasar de ser una aventura más o menos descomedida,

más o menos chillona, más o menos bárbara. Es un carnestolendas político, y sus

máscaras pueden ser más o menos grotescas.

La revolución es un grande, un noble, un necesario sacrificio, que realiza

siempre una ley de la vida, porque realiza siempre un progreso, aspiración sin fin

que va mejorando esta grande vivienda que se llama globo, como una molécula

se va agregando a otra molécula para formar las grandes masas, como el átomo

se une al átomo para asombrar al mundo con la maravillosa arquitectura de los

colosos.

La revolución es la hora costosa, solemne, terrible y sagrada, en que los

pueblos hacen un trueque con la moral. La moral da a los pueblos una idea de

justicia, y los pueblos dan a la moral una gota de sangre.

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¡Sangre! ¡Bálsamo precioso, que únicamente puede emplearse para curar

llagas que los otros bálsamos no pueden curar! Cuando otro bálsamo tiene virtud

para sanar nuestras heridas, es un inmenso crimen, el primero de todos, acudir al

bálsamo de nuestra sangre.

La revuelta nos conduce a las plazas.

La revolución nos conduce a la humanidad. La revuelta es un personaje

desgreñado, torpe, sucio, feo.

La revuelta puede ser un escándalo, un atropello, una abominación.

Los revoltosos pueden ser unos desdichados o unos ilusos.

La revolución es siempre un sistema, un gran menester de la sociedad.

La revolución hace siempre en los pueblos lo que en el horizonte hace el alba:

anuncia el nacimiento de algún astro.

El revolucionario, el revolucionario verdadero, el profeta social que adivina y

conquista un pueblo mejor, es el héroe, es el mártir, es el apóstol de la libertad de

sus semejantes.

Cuando lo sublime se exagera, se cae en el ridículo. La revuelta no es más que

el ridículo de un sublime que se llama revolución.

Las hordas tienen asonadas, tumultos, motines, revueltas.

Los pueblos tienen revoluciones.

Demos gloria al revolucionario: demos gloria a una idea, porque la revolución

fundamental es la revolución de una idea.

Castiguemos con el desprecio al revoltoso. Pero aquí se ofrece una cuestión

sumamente curiosa.

¿Quiénes son los verdaderos revoltosos, los hombres que gritan en las calles,

porque viven mal, o los gobiernos que usurpan a los hombres los santos derechos

de su naturaleza? Vamos a ver si conseguimos aclarar este punto. Demos otro

paso.

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VI.

¿Quién es el verdadero revoltoso?

El verdadero revoltoso es un gobierno que no es gobierno, porque no es tal

gobierno un gobierno que desgobierna.

Los verdaderos revoltosos son los que empobrecen, los que esclavizan, los que

deshonran a un país.

Los verdaderos revoltosos son las malas leyes. Esas leyes, verdaderamente

subversivas, constituyen una anarquía constante, la anarquía mas profunda,

porque es la que está dentro. Esa anarquía interior; esa anarquía que arranca del

fondo de las instituciones públicas; esa anarquía que se nutre con el vicio de las

instituciones y con la depravación de las conciencias, es la verdadera revuelta

que devora a las sociedades.

¿Queréis que no haya revueltas en las plazas?

Pues cuidad antes de que no las haya en los gobiernos y en las instituciones.

Gobernad bien; haced buenas leyes, y no habrá revoltosos, ni revolucionarios.

Sed justos, y no habrá revueltas, ni revoluciones, porque vosotros seréis

entonces la revolución.

Dejadnos creer; dejadnos trabajar; dejadnos vivir; dejadnos ser hombres, ya

que hombres nos hizo el pensamiento universal: no nos tratéis como si fuéramos

acémilas, y estad seguros de que no habrá trastornos en los pueblos. Cuando hay

trastornos en los pueblos, es porque vosotros los trastornáis.

Fuera inútil hacer aspavientos hipócritas. ¿Queréis que de la herida no brote

sangre? Pues curad la herida.

¿Queréis que no haya humo? Pues apagad el fuego.

¿Pretendéis que no haya volcanes? Pues quitad la lava de las entrañas de la

tierra.

¿Queréis que no haya rayos? Pues quitad la electricidad de la atmósfera.

¿Queréis que no haya torbellinos? Pues quitad el desnivel en el ambiente.

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Porque pretender que haya desnivel y que no haya huracán: pretender que

haya electricidad y que no haya rayo: querer que haya lava candente en las

entrañas de la tierra y que no haya volcanes, eso es empeñarse en mantener

pactos secretos con Satanás. Eso es imposible.

Si hay fuego, ha de haber humo.

Si hay herida, ha de brotar sangre.

Si hay tiranía, ha de haber necesariamente revoluciones. Y la revolución es

este caso es legítima, es justa, es heroica, es moral y santa, porque significa

cultura, honra, goce y paz: es decir, significa toda la vida de los pueblos. ¿Qué es

un pueblo sin paz, sin goces, sin cultura y sin honra?

¡Ah! Un pueblo semejante no es pueblo.

Pueblo sin goces es una miseria.

Pueblo sin cultura es una barbarie.

Pueblo sin paz es un infierno.

Pueblo sin honra es una infamia.

¿Conocéis el pueblo de la infamia, de la barbarie y de la miseria? No. Ese

pueblo no existe en el globo. Si ese pueblo existiese, sería la primera blasfemia

del mundo.

Bien, se contesta; pero entre los revolucionarios hay mucha gente de mal

corazón y de dañada voluntad.

¡Favor del cielo! ¿Qué os importa que entre los revolucionarios haya gentes de

voluntad dañada y de mal corazón? Pues ¿no veis que la tierra está llena de

pantanos inmundos, y que el aire se agita sobre ellos sin perder un átomo de su

originaria pureza? Pues ¿no veis que el globo está lleno de lodazares pestilentes,

y que la luz los cubre, los baila y los alumbra sin perder nada de su limpieza

primordial?

Pues si la luz y el aire no se manchan, ni se corrompen, ni huelen mal, con el

contacto de las lagunas pestilentes y de los pantanos hediondos, ¿cómo queréis

que por la mala disposición de unos cuantos revolucionarios huela mal, se

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manche y se corrompa el dogma augusto de la justicia humana, que es una eterna

juventud y una eterna virginidad?

No temáis a unos cuantos revolucionarios.

La revolución es más que ellos. Pero habéis dicho que hay revolucionarios de

mal corazón. Y ¡qué! Los déspotas que matan a los pueblos ¿son ángeles?

Queda demostrado que la revuelta más temible es la anarquía de los malos

gobiernos: la revuelta continua y sorda del despotismo, de la ambición y de la

ignorancia.

Y ese tumulto tenebroso, constante, terrible, que se agita dentro, es el que

produce los otros tumultos que se agitan fuera.

La revuelta de los gobiernos produce la revuelta de las muchedumbres.

Sí; la revuelta de los palacios produce las revueltas de las plazas.

Condenamos la sedición descabellada que grita en las calles; pero condenamos

doblemente la sedición muda y traidora que trama en un palacio la perdición de

un pueblo. Entre dos barbaries, una que es primera, y otra que es segunda,

condenamos sin vacilar la barbarie primera.

Pero volvamos al principio que deben proponerse las revoluciones, idea

inmensa, idea verdaderamente colosal que nos- agobia con su peso. No extrañe el

lector que esta idea pese tanto. Treinta siglos gentiles, once siglos judíos, cuatro

siglos cristianos y mas de quince siglos papales, están gravitando sobre ella.

Deseo ardientemente escribir algo sobre este asunto, y al coger la pluma,

tiembla mi mano. ¿Por qué tiembla? No puedo decirlo.

Busquemos lectores, ese pensamiento salvador, esa idea cristiana, esos manes

sagrados de la historia, ese nuevo mundo, que nosotros llamamos LA MORAL

DE LAS REVOLUCIONES.

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VII.

La moral de las revoluciones.

Entremos en la teoría concienzuda, tranquila, serena, elevada, de esta grave y

vital cuestión. Aquí no habla el hombre de partido. Ahora habla el hombre de la

humanidad. Entienden muchos desgraciados que los revolucionarios somos

forajidos, y es necesario hacerles entender que tenemos más caridad y más

escuela que todos ellos. Es necesario demostrarles que la revolución (no un

pronunciamiento, no una algarabía) es un universal amor al prójimo.

Pero ¡señor! exclaman algunos: ¿es posible que todo pueblo, aunque sea un

pueblo imbécil, ha de tener derecho a revolucionarse?

Esto no puede ser, repiten.

Si; puede ser, contestamos nosotros. Acercaos y oíd. En primer lugar, no

habéis acertado suponiendo que exista un pueblo imbécil, porque los pueblos no

son imbéciles. Pero aceptamos esta opinión, aunque sabemos que no es

verdadera. Un pueblo (aunque sea un pueblo idiota, porque la tiranía lo haya

embrutecido) tiene el derecho de regenerarse y de enaltecerse. Esto quiere decir

que aquel que está caído tiene el derecho de levantarse.

¿Siempre?

Siempre. ¿En dónde?

En todo el globo.

Para lo injusto, no hay derecho nunca. Es un horizonte en donde jamás nace el

sol.

Para lo justo, hay derecho siempre. Es un horizonte en donde no se pone el

astro.

El esclavo tiene siempre el derecho de ser libre.

El bárbaro tiene siempre el derecho de ser culto.

El malo tiene siempre el derecho de ser bueno.

El hombre tiene siempre el derecho de ser hombre.

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La naturaleza no abdica, ni abjura. La naturaleza de las cosas es un reinado

eterno.

¿Hay algún cristiano que no esté conforme con esta teoría? Pues sepa ese

cristiano que no tiene Dios.

Si el derecho divino tiene lugar en algún caso, la redención del ser humano es

positivamente un dogma de derecho divino.

Pero ¿basta esto para hacer una revolución? No; no basta, y el que otra cosa

diga, engaña al pueblo. Lo engaña sin duda con buena intención; pero lo engaña.

Quizá le alucina porque le ama demasiado; pero le alucina.

Aplaudamos el buen deseo; pero condenemos la alucinación, Pues ¿qué

necesitan los pueblos para llevar á cabo su revelación fundamental? Demos otro

paso. Estamos muy cerca de nuestro pensamiento.

VIII.

El primer menester de una verdadera revolución.

Para que un pueblo lleve a cabo una revolución que merezca este nombre, es

necesario que el pueblo exista. Porque si ese pueblo no existe, si no se ha

formado ese pueblo, ¿cómo queréis que combata y triunfe? ¿Cómo ha de triunfar

una sombra? No puede ser.

A esto se dice: pues ¿no hay pueblo en toda nación?

No, señores; no hay un pueblo en toda nación. ¡Ah! Si en todas las naciones

hubiera un pueblo, ¡cuán distinta seria la suerte de la humanidad!

No hay pueblo en todas las naciones, y esta es la gran cuestión que el hombre

debe discutir; este es el gran problema que el hombre debe resolver; esta es la

grande empresa que el hombre debe realizar.

No hay pueblo en algunos países, y es preciso crearlo.

Pero bien, ¿no existe en toda sociedad una muchedumbre?

La muchedumbre no es razón. El número no basta. Los granos de arena son

infinitos, y no piensan, ni sienten, ni quieren, ni esperan, ni obran. ¿Qué

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revolución han de hacer los granos de arena, sin embargo de ser una gran

muchedumbre?

Hay países en donde los hombres están juntos como las abejas en el enjambre,

como el grano de arena en la playa, como los cabellos en la cabeza. Eso no sirve.

No han de estar juntos como las piezas y los resortes de una máquina, sino que

deben estar unidos por una idea, por una esperanza, por un sentimiento, por un

amor.

No basta estar juntos, porque el agua puede juntarse con el fuego, y esta

juntura es una discordia y una anomalía.

No basta estar juntos, porque también se juntan los que riñen, y los que roban,

y los que matan, y los que incendian.

No basta estar juntos, porque también se juntan los presidiarios, los galeotes,

los siervos.

No es bastante que nos juntemos, porque los tiranos se juntan también.

Es preciso que nos unamos: es preciso que nos hagamos todos uno en una

intención, en un pensamiento, en una conciencia.

Hay que unirse, como se unen los hermanos; como se unen la madre y el hijo,

como se unen los que piensan del mismo modo, como se unen los que se

proponen realizar los mismos fines, como se unen los que se aman.

Es necesario que haya un vínculo que nos ligue; una aspiración que nos llame,

un convencimiento que nos estreche; una razón, un alma, una fraternidad que nos

enlace, que nos eslabone, como si fuéramos argollas de una cadena.

¿Hay este enlace? ¿Existe este vínculo?

¿Hallamos esa fraternidad, esa conciencia, ese espíritu, y esa razón?

Pues hay pueblo.

¿No hallamos esa alma que congrega a todos, como el pensamiento de Dios

une a todos los fieles en una iglesia?

¿No hay esa iglesia que llama y reúne a todos los fieles?

Pues no hay pueblo.

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Hay muchos paisanos: no hay ningún país.

Hay muchos elementos sociales: no hay sociedad alguna.

Hay muchos materiales: no hay ningún edificio. Hay muchas abejas: no hay

ningún enjambre. Lo diremos todo: hay muchos individuos humanos; pero no

hay humanidad.

Y esto no basta. ¡No, no basta! No basta que haya fieles. Es necesario que

formen una iglesia. Un pueblo no es mas que una iglesia política.

Si existiese esa iglesia en ciertos países, ¿cómo era posible que los hombres

lucharan años y años para echar del templo al hereje?

Esto no puede ser.

¿Por dónde debe principiarse? Debe principiarse por elaborar ese pueblo que

no existe, porque la tiranía del pasado lo ha destruido.

¿Cómo se hace eso? Sigamos.

IX.

Cómo se crean los pueblos.

¿Cómo se crean los pueblos?

Esto se hace enseñando a los hombres la ley con que nacieron.

Esto se hace enseñando a los hombres la naturaleza con que vinieron a la vida.

En fin, esto se hace enseñando a las gentes el arte de las artes, la ciencia de las

ciencias, el dogma de los dogmas: la verdad.

Esto parece muy sencillo. ¡Ay! ¡Es tan difícil!

¡Es tan difícil encontrar quien la enseñe!

¡Es tan difícil encontrar quien la aprenda!

¡Es tan difícil encontrar gobiernos que lo permitan!

El oficio de enseñar humanidad al hombre: el oficio de enseñar al hombre a

ser hombre, es muy alto, muy grande, muy noble, muy glorioso; pero ¡se necesita

tanta fe, tanto ánimo, tanto olvido del mundo y de sí mismo! ¡Se necesita tanta

paciencia, tanta constancia, tanto trabajo y tanto amor! ¡Hay que sufrir tantos

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dolores, tantos desengaños, tantas apostasías, tantas crueldades, tantas afrentas,

tantos insultos!

El enemigo dice: ese es un hombre sin juicio y sin regla, un trastornador, un

licencioso, un aventurero, un malvado.

El fanático dice: ese es un hereje, un ateo, un ente abominable. Debían

quemarlo por caridad. (¡Qué caridad tienen ciertas gentes!)

El indiferente añade a esto: ese es un pobre hombre que se mete en camisas de

once varas, y al fin parará en alguna casa de locos, o en un patíbulo.

Y le estará bien empleado.

Y por fin, nunca falta un amigo que dice en el teatro, en el casino, en la

tertulia, en un convite o en un café: ese hombre no puede ganar fama de otro

modo, y así hace ruido en las tabernas.

Otros especulan prestando dinero al cincuenta por ciento. Ese pobre diablo

especula prestando a la gente ignorante esas ideas usureras de libertad.

Oye esto el propagador, baja la cabeza, medita un momento y exclama para sí:

«Si yo viviese en otro siglo, me quemarían, o me colgarían, por lo menos, de una

almena feudal. Ahora no me ahorcan, ni me queman, y todo eso me he ganado;

es decir, todo eso ha ganado la historia de la humanidad. En lugar de quemarme o

de ahorcarme, este siglo me muerde, y algo hay que concederle para que pase el

rato sin hastío.» Sobre todo, dice el propagador, entre divertirse mordiendo, o

divertirse ahorcando y quemando, este siglo es un santo en morder.

¡Muerda cuanto quiera, exclama nuevamente el propagador, y sigamos nuestro

camino! ¡Adelante!

¡Adelante!

Y alguno dirá: pues si es un oficio tan arriesgado y tan penoso, ¿cómo se

explica que hay propagadores?

Pues ¿no los ha de haber?

Si Dios pudiera vivir en el mundo, si en el mundo pudiera ejercer su oficio, su

oficio seria ese.

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Dios seria el maestro del hombre: Dios seria el maestro de la humanidad.

Y ¿cómo el hombre no ha de hacer lo que haría el ente supremo, si el ente

supremo estuviese en la tierra?

¿Cómo el hombre no ha de sublimarse, aspirando a buscar los augustos

misterios de la vida? ¿En dónde hay un gozo como el gozo inefable de dar al

mundo un pensamiento de redención?

Yo soy el mas inútil de los propagadores de mi pueblo, y yo sé lo que pasa por

mí. Cuando creo que he demostrado una verdad; cuando juzgo que he dado a

conocer una virtud; cuando imagino que he inspirado al pueblo un amor; cuando

me figuro que se suspende ante mis ojos el inmenso velo que cubre la historia de

la tierra; cuando me parece que descubro a lo lejos la figura de Jesucristo,

elevado en un madero por la redención de los hombres; cuando esta gigantesca

visión hiere mi alma, yo creo ser infinitamente poderoso, rico y feliz.

¿Qué son los tesoros, los honores, las glorias, las galas del mundo,

comparados a estos ocultos regocijos de la conciencia?

¡Verdad! ¡Santa verdad! ¡Creación de las creaciones! Tu misión es tan

necesaria en la tierra, que hasta los martirios son triunfos, cuando se sufren por tu

santa causa.

¿Cómo se concibe que la verdad no tenga sus gozos, cuando hasta el martirio

tiene sus alegrías incomprensibles? Si; hay una hora misteriosa; hay una tristeza

sublime; hay un dolor sagrado y fuerte, que es una suprema alegría. El corazón

del hombre tiene también sus fiestas sagradas.

Un hombre parece ante Nerón.

Nerón le pregunta: ¿qué eres?

El hombre responde: soy cristiano.

Nerón añade: si vuelves a decirlo te mataré.

El hombre replica: vuelvo a decirlo. Nerón continúa: pues te mando matar.

El hombre contesta: pues aunque me mandes matar, YO SOY MÁS QUE TÚ.

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Al pronunciar el mártir estas sacrosantas palabras, ¿quién era mas feliz: el

mártir ó el tirano?

La moral nos dice que el mártir.

Nos lo dice la historia. Nos lo dice nuestra conciencia.

Aquel cristiano al pronunciar la frase que queda transcrita, sintió una

inspiración, vio una luz, experimentó un gozo que vale mas que todos los

placeres de todos los déspotas.

El hombre fue tranquilo a la muerte.

Nerón temblaba. ¡Sí, temblaba!

Pues ¡qué! cuando no es posible que pongamos un dedo en el fuego sin

quemarnos, ¿cómo hemos de creer que se pueda ser bárbaro sin llevar un azote?

Ignoro si tendré valor para. hacer lo que hizo el hombre cristiano; pero entre

ser mártir ó ser Nerón, juro al cielo que no vacilo; prefiero ser mártir mil veces.

Y por esto hay mártires, como hay propagadores, como hay santos y como hay

héroes. Los hay, los hubo, y los habrá, aun cuando cada piedra se convirtiese en

un tirano. Pues si hay tiranos, ¿cómo no ha de haber héroes y mártires?

Volvamos al asunto, del cual nos separamos con todo propósito, porque es

necesario que inspiremos cariño al lector. ¡Ay! Si el hombre amara la libertad

como ama a sus hijos, ¿seria posible la esclavitud? No. ¡Cuánto dice esto al que

estudia con buen corazón la historia del hombre!

Repetimos que el pueblo no puede libertarse y enaltecerse, si el pueblo no

existe, porque la nada no se enaltece ni se liberta.

Hay que hacer pueblo; HAY QUE CREARLO.

Y ¿cómo se crea? Nos encontramos con la misma dificultad que al fin del

articulo anterior.

¿Cómo se crea el pueblo?

El pueblo se crea infundiéndole el convencimiento de su naturaleza, de su

vida, de su verdad. Luego que concibe esa verdad la ama, porque no hay verdad

que no engendre amor, como no hay amor que no engendre verdad.

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La idea convencida nos trae un sentimiento, como el sentimiento

experimentado nos trae una idea.

La flor verde nos trae la memoria de la verdura, como la verdura nos trae la

memoria de la flor verde.

La naturaleza se corresponde, se ayuda y se paga.

Inspirar al pueblo una verdad, una virtud, una justicia o una esperanza, es

como inspirarle un cariño, porque ha de querer necesariamente aquella esperanza,

aquella justicia, aquella verdad, aquella virtud.

He aquí el modo de crear a un pueblo: hacer que conozca y que ame una

verdad, una virtud y una justicia que tiene por nombre naturaleza humana; hacer

que conozca y que ame a la humanidad; hacer que el hijo conozca a su madre.

Luego que la conozca, él la amará.

Entonces será un pueblo perfecto, porque será un pueblo humano, que es lo

que los pueblos deben ser. Luego que el pueblo se conoce y se siente; luego que

se comprende y se ama, la organización está hecha, porque para esta

organización bastaría un grito, una mirada, un gesto.

Preparado un pueblo de este modo; organizado bajo el régimen de un

sentimiento y de una idea; unido por la eterna fraternidad de un pensamiento y de

un amor, ¿qué necesita hacer para llevar a cabo sus revoluciones?

¡Ah! Necesita hacer eso; unirse de ese modo; regimentarle en esa forma. Esa

unidad de idea y de cariño; esa asociación de familia; esa fraternidad de

convencimiento y de propósito, es la revolución: la verdadera revolución

humana, la verdadera revolución moral.

Se escribe una palabra en un estandarte; sale a la calle todo el mundo con

hachas encendidas; y esa especie de procesión política, ese festejo público, esa

festividad de todos, es la revolución.

Pero y ¿los soldados? Y ¿el hierro? Y ¿la violencia?

En una palabra: y ¿la tiranía?

No hay tiranía, ni hierro, ni violencia, ni soldados contra un pueblo.

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Cuando la tiranía vence a un pueblo, es que el pueblo no es pueblo.

Se vence a un partido; se vence a un bando, a una conjuración, a un club: a un

pueblo no se vence.

No hay soldados contra el pueblo del Norte de América. No hay soldados

contra el pueblo de la Suiza. No hay soldados contra ningún pueblo.

¿Sabéis qué es una revolución en los países libres, en los pueblos formados?

¿Sabéis qué es allí una revolución universal, inevitable, omnipotente? Es una

asamblea popular, una iglesia en donde se reúne todo el mundo.

Contra esas iglesias no valen déspotas, ni soldados.

Pues si eso fuese cierto, se dice, llegaríamos a probar que puede haber

revoluciones sin verter sangre humana.

¿Quién lo duda? Esas son las grandes, las verdaderas revoluciones; ese es el

gran fin de la revolución primera.

Cuando para lograr nuestro derecho basta una reunión, un estandarte, una

palabra, una procesión nacional, ¿qué necesidad hay de manchar las piedras de

las calles con la sangre del hombre? ¿Qué necesidad hay de ser homicidas? ¿Qué

necesidad hay de ser criminales?

He aquí, lector, la moral de la grande revolución, de la revolución humana:

crear los pueblos, haciendo posible la conquista de nuestro derecho sin el

tremendo sacrificio de la sangre del hombre.

Y estoy seguro, lo estoy realmente, de que si todos los hombres, todos los

recursos, todos los conatos, todas las diligencias que se hacen para preparar y

llevar a cabo las revoluciones armadas, se emplearan en crear un pueblo; estoy

seguro, vuelvo a decir, de que bastaría la revolución de las conciencias, de los

entendimientos y de las costumbres, para llevar a cabo la conquista de los

imprescriptibles derechos del ser humano.

Creo que casi todas las revoluciones armadas de los pueblos se inician fuera

de sazón, y así se explica que muchas de ellas no dan resultados.

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El mal éxito de esas revoluciones frustradas no procede de que aquellas

revoluciones no quieran lo justo. Quieren lo justo; tienen razón; pero una razón

popular necesita de un pueblo; ese pueblo no existe, y la revolución se queda en

la calle. Toda sustancia necesita un vaso que la contenga. Si la vasija está

agujereada, la sustancia se va.

Cuando un hombre del campo siente necesidad de comer fruta, es natural que

se llegue al árbol para cogerla; pero si la fruta está verde, lo natural es que no la

coja.

El hombre siente hambre, y desea comer fruta para satisfacerla. Esto es justo.

Aquel hombre tiene razón.

Pero si la fruta no está madura; si no puede satisfacer la necesidad de aquel

hombre, aquel hombre no tiene razón en querer satisfacer su necesidad con una

fruta que no puede satisfacer sus necesidades.

Muchas revoluciones son frutas verdes e indigestas que comen los pueblos.

Muchas revoluciones son indigestiones populares.

Muchas revoluciones son vasos rotos, que dejan escapar la sustancia.

Vosotros que turbáis la vida de un pueblo: vosotros que gritáis a las armas:

vosotros que tenéis en los labios la palabra revolución; decidme: ¿qué habéis

hecho para preparar esa transformación política? ¿Qué idea propagáis? ¿Qué

pensamiento difundís? ¿Qué fin os proponéis?

X.

Los libertadores.

Vosotros que aspiráis al glorioso apellido de libertadores de un pueblo, ¿qué

habéis dicho a ese pueblo? ¿Qué habéis trabajado para ese pueblo? ¿Qué habéis

hecho en favor de su libertad?

¡Qué desgracia! Esos gloriosos libertadores de los pueblos, no pueden hacer

nada, ni pensar nada, ni decir nada en favor de los pueblos que intentan libertar,

puesto que no saben ni lo que es libertad, ni lo que es pueblo. Ni saben lo que es

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pueblo, ni lo que es libertad, ni aman tampoco la libertad, ni aman al pueblo,

porque no puede amarse lo que no se conoce. Así es que nadie tiene amor al

limbo.

Las palabras, las grandes palabras de PUEBLO Y LIBERTAD son un limbo

vacío y oscuro para esos gloriosos libertadores, y ¿qué han de hacer?

Tienen cuatro brillantes cualidades; tienen grandes méritos y grandes virtudes

en otro sentido; virtudes y méritos que yo soy el primero en reverenciar; pero no

conocen, ni aman la virtud y el mérito de ser libertadores de un país, y seria

conveniente principiar por enseñarles el nuevo oficio que han tomado.

Y aquí se nos presenta el esqueleto de la cuestión. Este esqueleto es feo y

repugnante como todo esqueleto; pero no hay mas recurso que mirarlo, aunque

tengamos que gemir.

Tratándose de algunos países; de algunos revolucionarios, y de algunos

libertadores, era necesario principiar por crear esos libertadores, esos

revolucionarios y esos países.

Y viendo el mundo que esos libertadores no libertan: que esos revolucionarios

no revolucionan: que esos países no responden, exclama: «esa revolución es un

delirio; esa revolución es una insensatez; esa revolución es una maldad.»

No, contesto yo, aunque esta contestación me costara morir: no; la revolución,

la necesidad del derecho; la necesidad de la emancipación del esclavo; la

suprema necesidad de la redención de los hombres, no es una maldad, ni una

insensatez, ni un delirio.

El delirio está en quien pretende libertar á un pueblo, sin saber lo que es

pueblo y lo que es libertad.

No está el delirio en querer comer fruta cuando se tiene hambre; sino en comer

la fruta cuando está verde.

No está el delirio en querer que un vaso contenga una sustancia de salud; sino

en querer que la contenga un vaso que está roto.

Querer conservar aquella sustancia salvadora, es muy loable.

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Querer conservarla en un vaso agujereado, es muy risible.

No está la culpa en la necesidad y en el pensamiento de la revolución, sino en

la nulidad del revolucionario.

¡Juventud! Hay una victoria que es mas gloriosa que todas las victorias

posibles.

Hay un laurel que es mas hermoso que todos los laureles.

Hay una lid mas grande que todas las lides.

¡Juventud! Hay una batalla, que es la batalla que todos debemos ganar.

¡Juventud! Toda criatura de buen corazón puede ser héroe.

Todo hombre de buen entendimiento puede ser sabio.

Hay una ciencia sobre todas las ciencias.

Hay una virtud sobre todas las humanas virtudes.

Hay un arte sobre todas las artes.

¡Juventud! Hay un genio sobre todos los genios ¿Sabes cuál es? ¡Oye!

Es inspirar amor a la verdad augusta, a la verdad divina, a la santa verdad que

vino al mundo con nuestros padres, que nació también con nosotros, que nacerá

también con nuestros hijos. ¡Oídme todos!

Es inspirar cariño a esa idea. Es redimir.

Es imitar a Cristo.

Es ser lo mas grande que se puede ser en

la tierra. ¡Oídme todos!

Es enseñar amor, para que el hermano no mate al hermano. ¿No es mejor el

amor que la sangre?

¿Para qué la sangre, cuando podemos gobernar por el amor?

¡Juventud! Sembremos ideas, y brotarán hombres.

Sembremos hombres, y brotarán pueblos.

¡Juventud! Eterna sucesora del mundo; eterna heredera de la vida, di en todas

partes: LA ÚLTIMA REVOLUCIÓN DE LA HISTORIA ES LA CARIDAD.

¿No puede haber cielo sin que haya despotismo?

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Pues di tú en todas parles: «desplómese el cielo.»

¿No puede haber tierra sin que haya esclavitud?

Pues di tú en todas partes: «húndase la tierra.» Sí, húndase la tierra; y

purguemos todos el enorme delito de haber nacido para esclavos.

________________________________

He escrito este pequeño libro robando las horas al sueño. Todo lo merece el

inteligente, el laborioso, el honrado, el noble pueblo catalán.

ROQUE BARCIA.

Madrid 19 de diciembre de 1868