RUM 37. Arreola en jaque

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96 | REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO Traía una gorrita café como de cas- tizo madrileño y estaba formado en fila, antes que yo, frente a la caja de la librería Gandhi de Guadalajara. No lo reconocí en el momento en que pagó por unos libros, ni él pa- reció darse cuenta de mi presencia mientras yo hacía lo mismo para llevarme una novela de Henning Mankell que pensaba iniciar esa no- che, luego de una tarde fatigosa con los alumnos de Ma rta Vidrio en el taller de guiones. Salí a caminar la noche y fue en el alto obligado de una esquina donde nos encontramos hombro a hombro. —¿No me reconoces? —pre- guntó el de la gorra al advertir mi gesto indifere n t e — . Soy Orso. —¡Orso! —exclamé—. Cómo has cambiado. —Engordé un poco —sonrió. Conocí a Orso Arreola en el 58, cuando él tenía doce, trece años. Yo había ido al departamento de Río Elba para llevar a su padre algunos de mis cuentos atrapados en un fólder. Quería pedirle por favor, si no era mucha moles- tia, que los leyera y me dijera si servían; tenía fama de generoso con los jóvenes, además de ser —ya lo había leído— un extraordi- nario escritor. Fue el propio Arreola quien me abrió la p u e rta con cara de estar saliendo de una sies- ta.Soportó la taralata que traía preparada, y aunque aceptó el fólder y me insinuó una sonrisa, no respondió afirmativamente. Lo que hizo fue gansear la mirada hacia las ocho o diez mesas de ajedrez, con las piezas dis- puestas, que repletaban la estancia. En lugar de sofá y sillones: mesas y mesas como en un club de profesionales. Por ahí andaban dos de sus hijos chacoteando: Orso y Fuensanta. —¿Juega ajedrez? —Un poco. —A ve r, niños, juéguenle aquí una par- tidita a... a... —Leñero —me anticipé—. Vicente Leñero Otero. A r reola pareció sorprenderse de mi nombre. —Si quiere ser escritor tiene que quitarse el segundo apellido, hace un versito horri- ble —dijo y desapareció en un parpadeo. Orso me cedió las blancas pero me ganó fácilmente, y con Fuensanta sufrí un buen rato antes de hacerle tablas. En numerosas ocasiones volví a ver a Orso en mi trato con su pa- dre: cuando acudía a su taller en el Centro Mexicano de Escritores de la calle Volga, cuando Orso y Juan José montaron un negocio de mue- bles antiguos —vendían libre ro s insólitos, mesas giratorias para bi- bliotecas, butacas de cine—, cuan- do Orso se dedicó por su cuenta al comercio de libros descontinua- dos, exquisitos, carísimos. Sin em- bargo les perdí la pista desde la muerte de Juan Rulfo. Sabía que Arreola había caído enfermo, muy enfermo de hidropesía; por eso pregunté: —¿Cómo sigue? — Mal —respondió Or s o — . Ha perdido la memoria, lo más sa- grado para él. Ya no reconoce a la gente, ni re c u e rdapoemas, ni pue- de hablar de todo lo que sabe. Mi madre y Claudia se están hacien- do cargo de su enfermedad. —¿Qué dicen los médicos? —Tengo problemas con ellas por eso. Insisten en que lo atienda un médico que no nos da ninguna esperanza de recupera- ción y yo prefiero a un especialista muy bueno que me recomendaron. Él habla de una posible mejoría si se le atiende de otro modo, con punciones, no sé, pero ellas ya no quieren intentar nada. En fin, todo es muy complicado. También resultaba complicado para Orso qué hacer con los papeles de Arreola que su madre y su hermana Claudia, dijo, tenían secuestrados. Por eso pensaba for- mar una especie de fideicomiso o lo que fuera con algunos amigos de su padre para que ellos decidieran sobre la corresponden- Lo que sea de cada quien Arreola en jaque Vicente Leñero Juan José Arreola

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Vicente Leñero

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96 | REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO

Traía una gorrita café como de cas-t i zo madrileño y estaba formado enfila, antes que yo, frente a la caja dela librería Gandhi de Gu a d a l a j a r a .No lo reconocí en el momento enque pagó por unos libros, ni él pa-reció darse cuenta de mi presenciamientras yo hacía lo mismo parallevarme una novela de HenningMankell que pensaba iniciar esa no-che, luego de una tarde fatigosa conlos alumnos de Ma rta Vidrio en eltaller de guiones.

Salí a caminar la noche y fueen el alto obligado de una esquinadonde nos encontramos hombroa hombro.

— ¿ No me reconoces? —pre-guntó el de la gorra al adve rtir migesto indifere n t e — . Soy Orso.

— ¡ Orso! —exclamé—. Cómohas cambiado.

—Engordé un poco —sonrió.Conocí a Orso Arreola en el 58,

cuando él tenía doce, trece años.Yo había ido al departamento deRío Elba para llevar a su padre algunos demis cuentos atrapados en un fólder. Qu e r í apedirle por favor, si no era mucha moles-tia, que los leyera y me dijera si servían; teníafama de generoso con los jóvenes, ademásde ser —ya lo había leído— un extraordi-nario escritor.

Fue el propio Arreola quien me abrió lap u e rta con cara de estar saliendo de una sies-t a . So p o rtó la taralata que traía preparada, yaunque aceptó el fólder y me insinuó unasonrisa, no respondió afirmativamente. Loque hizo fue gansear la mirada hacia las ochoo diez mesas de ajedrez, con las piezas dis-puestas, que repletaban la estancia. En lugarde sofá y sillones: mesas y mesas como en un

club de profesionales. Por ahí andaban dosde sus hijos chacoteando: Orso y Fu e n s a n t a .

—¿Juega ajedrez?—Un poco.—A ve r, niños, juéguenle aquí una par-

tidita a... a...—Leñero —me anticipé—. Vicente

Leñero Otero.A r reola pareció sorprenderse de mi

nombre.— Si quiere ser escritor tiene que quitarse

el segundo apellido, hace un versito horri-ble —dijo y desapareció en un parpadeo.

Orso me cedió las blancas pero me ganófácilmente, y con Fuensanta sufrí un buenrato antes de hacerle tablas.

En numerosas ocasiones volvía ver a Orso en mi trato con su pa-dre: cuando acudía a su taller en elCentro Mexicano de Escritores dela calle Volga, cuando Orso y JuanJosé montaron un negocio de mue-bles antiguos —vendían libre ro si nsólitos, mesas giratorias para bi-bliotecas, butacas de cine—, cuan-d o Orso se dedicó por su cuentaal comercio de libros descontinua-dos, exquisitos, carísimos. Sin em-bargo les perdí la pista desde lamuerte de Juan Rulfo. Sabía queA r reola había caído enfermo, muyenfermo de hidropesía; por esopregunté:

—¿Cómo sigue?— Mal —respondió Or s o — .

Ha p e rdido la memoria, lo más sa-grado para él. Ya no reconoce a lagente, ni re c u e rda poemas, ni pue-de hablar de todo lo que sabe. Mimadre y Claudia se están hacien-do cargo de su enfermedad.

—¿Qué dicen los médicos?—Tengo problemas con ellas por eso.

Insisten en que lo atienda un médico queno nos da ninguna esperanza de recupera-ción y yo prefiero a un especialista muybueno que me recomendaron. Él habla deuna posible mejoría si se le atiende de otromodo, con punciones, no sé, pero ellas yano quieren intentar nada. En fin, todo esmuy complicado.

También resultaba complicado paraOrso qué hacer con los papeles de Arreolaque su madre y su hermana Claudia, dijo,tenían secuestrados. Por eso pensaba for-mar una especie de fideicomiso o lo quefuera con algunos amigos de su padre paraque ellos decidieran sobre la corre s p o n d e n-

Lo que sea de cada quienArreola en jaqueVicente Leñero

Juan José Arreola

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cia, los escritos inconclusos, los apuntes, lostextos originales. Ese fideicomiso podríaopinar también sobre los tratamientos mé-dicos más convenientes para el escritor.

—¿Aceptarías formar parte? —me pre-guntó Orso.

Más que en el fideicomiso pensaba enese momento en Arreola enfermo, desva-lido, inerme.

—Así que está mal.—Muy mal —repitió Orso—. Mi ma-

dre y Claudia han convertido el departa-mento en un área aséptica como de hos-pital. Para entrar tienes que quitarte loszapatos y vendarte los pies.

—Nadie lo visita.—No dejan entrar casi a nadie. Está

muy solo.—Muy solo.—Deberías ir a verlo. Claudia te deja-

ría si se lo pides.—Pero no me va a reconocer, por lo

que dices.—A veces tiene momentos lúcidos.

Después de comer, sobre todo. Lo lleva na la sala, se toma una copa de vino, y dicefrases sueltas, del verso que le escribióPellicer: tú que dices las cosas desde elvaso; una jugada de Ajedrez: peón cuatrodama; luego incoherencias. Ve a verlo, consuerte te reconoce y le haces un poco decompañía.

Orso me entregó una tarjeta con eln ú m e ro telefónico del departamento deA r reola. Me acompañó hasta el hotelLafayette. Antes de despedirme le prome-tí telefonear a Claudia al día siguente paravisitar a su padre quizá por última vez.

Aquella mañana, sin embargo, cuan-do empezaba a marcar los números en elteléfono, un desasosiego me sacudió. Mevi llegar y encontrarme con el queridoA r reola sentado en un sillón, hecho uninválido mental, un guiñapo, un ser aho-

gándose en las sombras de su memoriap e rdida. Sentí miedo. Me agobió unalástima enorme. No quería re c o rd a r l ode esa manera. Prefería conservar en lamente al hombre lúcido y brillante que

traté durante cincuenta años, al maestroque sin darse cuenta me hizo nacer comoe s c r i t o r.

Inhumano, cobarde, colgué la bocinade sopetón.

Prefería conservar en la mente al hombre lúcido y brillante que traté

durante cincuenta años, al maestro que sin darse cuenta me hizo nacer como escritor.