RUM 78. El desliz de Miguel Ángel Asturias

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94 | REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO Todos éramos jóvenes, relativamente jó- venes, a excepción de Miguel Ángel Astu- rias que ya cruzaba los setenta. Viajába- mos por Alemania en un autobús privado, invitados a la Feria de Frankfurt en el oto- ño de 1970, cuando la literatura latinoa- mericana empezaba a llamar la atención en Europa. La mayoría estaba compuesta por escritores connotados (García Márquez, Vargas Llosa, Asturias, Edwards, Puig, Gar - mendia) aunque faltaban muchísimos fa - mosos (Rulfo, Cortázar, Fuentes, Onetti, Roa Bastos…). De aquí para allá nos traían recorrien- do Alemania en el autobús; dando tiem- po, además, a que el Gabo se pusiera a inventar jueguitos verbales para matar el tiempo. Como aquél de proponer qué ob- jetos o personas merecían calificarse de “pavosos”: un término desconocido para mí que definía lo cursi, lo excéntrico, lo ridículo… —Pavoso es ponerse corbata de moño —decía de pronto Jorge Edwards. Y los de- más insinuábamos: Pavoso es dormir con calcetines. Pavoso es un sombrero de ca - rrete. Pavoso es el frac. —Pavoso es Miguel Ángel Asturias —murmuró bajito García Márquez para no hacerse escuchar por el Premio Nobel guatemalteco que viajaba siempre, en com- pañía de su esposa Blanca, al fondo del autobús. Se soltaron las risotadas. Ahí empezó la discordia entre los dos novelistas, supongo. Cuando el autobús hizo una breve es - cala en Darmstadt nos llevaron ante un gru- po de matemáticos y científicos solemnes que poco o nada sabían de literatura lati- noamericana. Tal vez por eso dirigieron sus preguntas al único que consideraban céle- bre: el Nobel del grupo. Miguel Ángel Asturias aprovechó en- tonces la ocasión para disertar sobre la in - fluencia de la narrativa en las políticas del mundo. Tan definitivo era ese influjo que numerosas novelas clásicas —ahí estaba el ejemplo de los novelistas rusos del dieci- nueve— habían previsto, provocado más bien, históricas revoluciones. Cuando los científicos de la Universi- dad de Darmstadt parecían aceptar como irrebatible lo dicho por Asturias, irrumpió de golpe Vargas Llosa: No. Las novelas no provocan revoluciones, exclamó. Y con una brillantez más luminosa que la del Nobel, rebatió con energía el argumento y se ex- playó razonando la función y los alcances del fenómeno narrativo. Fue claro, contun- dente, al grado de que el escritor guate- malteco guardó silencio hasta el final, con la mirada gacha. El grupo regresó al autobús. Ya puesto en marcha, Blanca se levantó del asiento postrero para ir a increpar a Vargas Llosa desde el pasillo: —¡No se vale, Mario! —Había ofendi- do a su marido. Lo había refutado. Lo ha - bía puesto en ridículo frente a los científi- cos alemanes—. ¡No se vale, Mario! La venganza de Asturias se desplazó a García Márquez, quizá porque Vargas Llosa y el Gabo eran entonces poco menos que hermanos. Herir a uno era herir a los dos. Una noche, cuando llegamos a per- noctar en un hotel de no recuerdo dón- de, Manuel Puig y yo bajamos un mo- mento al bar. En una mesa próxima se hallaba un escritor paraguayo de nuestro grupo —que era más periodista que lite- rato— entrevistando a Miguel Ángel As- turias. Fue durante esa entrevista divul- gada después por la agencia AP —y en otra que concedió en Madrid— cuando el Nobel guatemalteco lanzó aquella dis- paratada acusación de plagio: Cien años de soledad era una grosera copia de La bús- queda de lo absoluto de Balzac. Se desató el escándalo. Tuvo que ser José Emilio Pacheco quien se abocara a poner los puntos sobre las íes para detener el maremoto que había hecho dudar a algunos: “puede haber algo de ver- dad en la acusación”, mientras otros insul- taban al guatemalteco: “viejo chocho, gagá, ignorante, idiota, resentido”. En un artículo para El Universal repro- ducido en la revista Mundo de Madrid, José Emilio analizó, con la meticulosidad y la precisión que lo ha caracterizado siempre, La búsqueda de lo absoluto y Cien años de so - ledad. No había, ni por asomo, señales de plagio. No había tampoco por qué desca- lificar a Miguel Ángel Asturias por su des- liz. Él y García Márquez eran espléndidos escritores, concluyó José Emilio. En un principio, el Gabo guardó silen- cio; sólo se echó a reír cuando Guillermo Ochoa lo entrevistó telefónicamente para Excélsior. Su silencio no duró demasiado. Ante la insistencia de los periodistas —todo mundo lo acosaba— dio cauce a su sar- casmo contra el autor de El señor presi- dente. “Yo le voy a enseñar a escribir una verdadera novela de un dictador” —dijo en referencia a El otoño del patriarca que ya estaba preparando. Y remató, con un gancho al hígado, cuando lo entrevistó Francisco Urondo: “Asturias es tan mal es- critor que hasta le dieron el Premio No- bel”. (Gulp). Lo que sea de cada quien El desliz de Miguel Ángel Asturias Vicente Leñero

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Vicente Leñero

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94 | REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO

Todos éramos jóvenes, relativamente jó -venes, a excepción de Miguel Ángel Astu -rias que ya cruzaba los setenta. Viajába-mos por Alemania en un autobús privado,invitados a la Feria de Frankfurt en el oto -ño de 1970, cuando la literatura latinoa-mericana empe za ba a llamar la atenciónen Europa. La ma yoría estaba compuestapor es cri to res conno tados (García Márquez,Vargas Llosa, Asturias, Edwards, Puig, Gar -mendia) aunque faltaban muchísimos fa -mosos (Rulfo, Cortázar, Fuentes, Onetti,Roa Bastos…).

De aquí para allá nos traían recorrien -do Alemania en el autobús; dando tiem-po, además, a que el Gabo se pusiera ainventar jueguitos verbales para matar eltiempo. Como aquél de proponer qué ob -jetos o personas merecían calificarse de“pavosos”: un término desconocido paramí que definía lo cursi, lo excéntrico, loridículo…

—Pavoso es ponerse corbata de moño—decía de pronto Jorge Edwards. Y los de -más insinuábamos: Pavoso es dormir concalcetines. Pavoso es un sombrero de ca -rrete. Pavoso es el frac.

—Pavoso es Miguel Ángel Asturias—mur muró bajito García Márquez parano hacerse escuchar por el Premio Nobelguatemalteco que viajaba siempre, en com -pañía de su esposa Blanca, al fondo delautobús.

Se soltaron las risotadas.Ahí empezó la discordia entre los dos

novelistas, supongo.Cuando el autobús hizo una breve es -

cala en Darmstadt nos llevaron ante un gru -po de matemáticos y científicos solemnesque poco o nada sabían de literatura lati-noamericana. Tal vez por eso dirigieron sus

preguntas al único que consideraban céle-bre: el Nobel del grupo.

Miguel Ángel Asturias aprovechó en -tonces la ocasión para disertar sobre la in -fluencia de la narrativa en las políticas delmundo. Tan definitivo era ese influjo quenumerosas novelas clásicas —ahí estaba elejemplo de los novelistas rusos del dieci-nueve— habían previsto, provocado másbien, históricas revoluciones.

Cuando los científicos de la Universi-dad de Darmstadt parecían aceptar comoirre batible lo dicho por Asturias, irrumpióde golpe Vargas Llosa: No. Las novelas noprovocan revoluciones, exclamó. Y con unabrillantez más luminosa que la del Nobel,rebatió con energía el argumento y se ex -playó razonando la función y los alcancesdel fenómeno narrativo. Fue claro, contun -dente, al grado de que el escritor guate-malteco guardó silencio hasta el final, conla mirada gacha.

El grupo regresó al autobús. Ya puestoen marcha, Blanca se levantó del asientopostrero para ir a increpar a Vargas Llosadesde el pasillo:

—¡No se vale, Mario! —Había ofendi-do a su marido. Lo había refutado. Lo ha -bía puesto en ridículo frente a los científi-cos alemanes—. ¡No se vale, Mario!

La venganza de Asturias se desplazó aGarcía Márquez, quizá porque Vargas Llosay el Gabo eran entonces poco menos quehermanos. Herir a uno era herir a los dos.

Una noche, cuando llegamos a per -noc tar en un hotel de no recuerdo dón -de, Ma nuel Puig y yo bajamos un mo -mento al bar. En una mesa próxima sehallaba un escritor paraguayo de nuestrogrupo —que era más periodista que lite-rato— entrevistando a Miguel Ángel As -

turias. Fue durante esa entrevista divul-gada después por la agencia AP —y enotra que concedió en Ma drid— cuandoel Nobel guatemalteco lanzó aque lla dis-paratada acusación de plagio: Cien añosde soledad era una grosera copia de La bús -queda de lo absoluto de Balzac.

Se desató el escándalo.Tuvo que ser José Emilio Pacheco quien

se abocara a poner los puntos sobre las íespara detener el maremoto que había hechodudar a algunos: “puede haber algo de ver-dad en la acusación”, mientras otros insul-taban al guatemalteco: “viejo chocho, gagá,ignorante, idiota, resentido”.

En un artículo para El Universal repro-ducido en la revista Mundo de Madrid, JoséEmilio analizó, con la meticulosidad y laprecisión que lo ha caracterizado siempre,La búsqueda de lo absoluto y Cien años de so -ledad. No había, ni por asomo, señales deplagio. No había tampoco por qué desca-lificar a Miguel Ángel Asturias por su des-liz. Él y García Márquez eran espléndidosescritores, concluyó José Emilio.

En un principio, el Gabo guardó silen-cio; sólo se echó a reír cuando GuillermoOchoa lo entrevistó telefónicamente paraExcélsior.

Su silencio no duró demasiado. Antela insistencia de los periodistas —todomun do lo acosaba— dio cauce a su sar-casmo contra el autor de El señor presi-dente. “Yo le voy a enseñar a escribir unaverdadera novela de un dictador” —dijoen referencia a El otoño del patriarca queya estaba preparando. Y remató, con ungancho al hí gado, cuando lo entrevistóFrancisco Urondo: “Asturias es tan mal es -critor que hasta le dieron el Premio No -bel”. (Gulp).

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