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Los Cuadernos de Liter@ura S-PINOZA, ROXY Y OTROS GRANDES TIPOS UANOS Daniel Stern e on Metrópolis (Ediciones Júcar, 1988), Jerome Charyn escribió una balada de amor a las ciudades en general y a la ciudad de Nueva York en particular. El libro es también una apasionada evocación de su propia vida y de los días en que la isla de Ellis se utilizaba como oficina de inmigración. (Al- guien -no puedo creer que era el autor- puso al libro el descabellado subtítulo de Nueva rk como mito, centro mercantil y pa mágico. Ignó- rese tan cil aliteración.) Lo mejor de este libro scinante, arítmico, hipnótico, ambicioso, a menudo brillante y a menudo totalmente obstinado es la propia voz del autor y el vivo tratamiento de los temas. En ese lugar invisible en el cual los temas y los au- tores se unen de rma misteriosa, se produce un artunado encuentro entre un «iroqués del Bronx» y la anárquica ciudad que absorbe a tra- vés de sus terminaciones nerviosas, un empare- jamiento que en este caso se extiende hasta las onteras de la poesía, la mitología y la política. Esta última categoría, en mi opinión, lleva a Je- rome Charyn a un terreno pantanoso; de vez en cuando se tambalea y vuelve a recuperar el equi- librio, gracias principalmente a la erza de su lenguaje y vigor poético. Jerome Charyn, 18 veces novelista, es aquí tres veces escritor: biógra dotado para la refle- xión cultural y autobiográfica, crítico elocuente, y periodista que se enenta cara a cara con los líderes políticos y culturales. Con esa rma de escritura que recuerda al número musical «The Tenement Symphony» de la película de los Her- manos Marx The Big Store, el autor presenta un variado reparto de persones que incluye desde un confidente de la policía escondido bajo seu- dónimo hasta mosos gángsters judíos, como Arnold Rothstein y Meyer Lansky. También presenta a Jane Jacobs, urbanista y escritora, a Douglas Leigh, poeta de la iluminación, y a Sa- muel Lionel Rothapl, empresario de cine que más tarde sería conocido como Roxy, una figura que acciona algunos de los más hermosos vue- los de la imaginación mítica del autor. Por desgracia, abandona la compañía de estos irresistibles personajes para realizar prolongadas visitas al alcalde Koch; a Henry Stern, Comisa- rio de Parques de la ciudad; a Hugh Mo, je de 52 Jerome Chan. policía encargado de la sección judicial; a Julián Schnabel; a Mary Boone, reina de las galerías de arte del centro de la ciudad, y a otras figuras del mundo político y cultural del momento. Cuando describe a estos entendidos, Jerome Charyn pa- rece un admirador escribiendo desde era, aun- que el estilo literario y emocional de estos per- sonajes del momento no se ajuste al suyo. Cuando escribe desde su interior, es decir, des- de el punto de vista autobiográfico, resulta con- vincente. He aquí un breve canto a su inncia: «Era un guerrillero infiltrado en la casa de mi padre. Vivía en estado de sitio en la habitación que compartía con mi hermano. Pero no era ni Máximo Gorky ni Kerouac. No podía echarme al camino... A pesar de ser casi analbeto -ni siquiera había diccionario en casa-, me convertí en un estudioso del Talmud, buscando vengar- me de mi padre con palabras. La única bibliote- ca de Morrisania estaba en la zona de negros de la calle Boston. Cruzaba hasta aquel gueto, como un lobo blanco solitario, para sacar en

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Los Cuadernos de Literatura

S-PINOZA, ROXY YOTROS GRANDESTIPOS URBANOS

Daniel Stern

e on Metrópolis (Ediciones Júcar, 1988), Jerome Charyn escribió una balada de amor a las ciudades en general y a la ciudad de Nueva York en particular. El

libro es también una apasionada evocación de su propia vida y de los días en que la isla de Ellis se utilizaba como oficina de inmigración. (Al­guien -no puedo creer que fuera el autor- puso al libro el descabellado subtítulo de Nueva York como mito, centro mercantil y país mágico. Ignó­rese tan fácil aliteración.)

Lo mejor de este libro fascinante, arítmico, hipnótico, ambicioso, a menudo brillante y a menudo totalmente obstinado es la propia voz del autor y el vivo tratamiento de los temas. En ese lugar invisible en el cual los temas y los au­tores se unen de forma misteriosa, se produce un afortunado encuentro entre un «iroqués del Bronx» y la anárquica ciudad que absorbe a tra­vés de sus terminaciones nerviosas, un empare­jamiento que en este caso se extiende hasta las fronteras de la poesía, la mitología y la política. Esta última categoría, en mi opinión, lleva a Je­rome Charyn a un terreno pantanoso; de vez en cuando se tambalea y vuelve a recuperar el equi­librio, gracias principalmente a la fuerza de su lenguaje y vigor poético.

Jerome Charyn, 18 veces novelista, es aquí tres veces escritor: biógrafo dotado para la refle­xión cultural y autobiográfica, crítico elocuente, y periodista que se enfrenta cara a cara con los líderes políticos y culturales. Con esa forma de escritura que recuerda al número musical «The Tenement Symphony» de la película de los Her­manos Marx The Big Store, el autor presenta un variado reparto de personajes que incluye desde un confidente de la policía escondido bajo seu­dónimo hasta famosos gángsters judíos, como Arnold Rothstein y Meyer Lansky. También presenta a Jane Jacobs, urbanista y escritora, a Douglas Leigh, poeta de la iluminación, y a Sa­muel Lionel Rothapfel, empresario de cine que más tarde sería conocido como Roxy, una figura que acciona algunos de los más hermosos vue­los de la imaginación mítica del autor.

Por desgracia, abandona la compañía de estos irresistibles personajes para realizar prolongadas visitas al alcalde Koch; a Henry Stern, Comisa­rio de Parques de la ciudad; a Hugh Mo, jefe de

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Jerome Charyn.

policía encargado de la sección judicial; a Julián Schnabel; a Mary Boone, reina de las galerías de arte del centro de la ciudad, y a otras figuras del mundo político y cultural del momento. Cuando describe a estos entendidos, Jerome Charyn pa­rece un admirador escribiendo desde fuera, aun­que el estilo literario y emocional de estos per­sonajes del momento no se ajuste al suyo. Cuando escribe desde su interior, es decir, des­de el punto de vista autobiográfico, resulta con­vincente. He aquí un breve canto a su infancia:

«Era un guerrillero infiltrado en la casa de mi padre. Vivía en estado de sitio en la habitación que compartía con mi hermano. Pero no era ni Máximo Gorky ni Kerouac. No podía echarme al camino ... A pesar de ser casi analfabeto -ni siquiera había diccionario en casa-, me convertí en un estudioso del Talmud, buscando vengar­me de mi padre con palabras. La única bibliote­ca de Morrisania estaba en la zona de negros de la calle Boston. Cruzaba hasta aquel gueto, como un lobo blanco solitario, para sacar en

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Jerome Cha,yn.

préstamo una adaptación infantil de la vida de Spinoza. Aquel pequeño vidriero fue para mí como una revelación. Desafió a todos los gran­des patriarcas de Amsterdan al declarar que el universo no estaba bajo la jurisdicción de Jeho­vá ... pero no tuve tanta suerte con mi padre. Lo dejé en ridículo con mi voz de Spinoza, le hablé de los mecanismos de relojería de los cielos (te­nía doce años), y él me pegó una paliza con una escoba.

«Abandoné la cueva paterna cuando tenía veinticuatro años para mudarme a una especie de armario situado en las Heights, las colinas en las que George Washington detuvo a los británi­cos, y que ahora era un vecindario lleno de lati­nos, irlandeses de clase media y viejos judíos alemanes. Vivía como un estudiante de rabino, a base de pudding de chocolate y de latas de atún, y me leía todos los catecismos que caían en mis manos porque estaba loco por James Joyce y sabía muy bien que nunca sería capaz de escribir una novela hasta que no entendiera el

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misterio de la santa cruz. Me convertí en una es­pecie de católico de corazón, en ese interior en­loquecido donde todos los escritores jóvenes pa­san el tiempo y quería saber qué demonios ha­bía pasado con mi prepucio. Fue entonces cuan­do descubrí a Isaac Bable y me bauticé a mí mis­mo con el apelativo de Judío Cosaco. La cues­tión de la identidad era para mí algo tan sutil y nebuloso como para cualquier lobo del gueto».

Se trata de una genuina voz urbana y una sen­sibilidad que combina historia y experiencia fa­miliar con anhelos literarios y resquemores ca­llejeros. Y esa sensibilidad es igualmente evoca­dora cuando el autor recupera una novela casi olvidada, Haunch, Paunch and Jowel, de Samuel Ornitz, que le sirve para reflexionar sobre algu­nos aspectos no sentimentales de la experiencia inmigratoria judía en América. Agradezco a Je­rome Charyn el haberme recordado la observa­ción de Jane Jacobs, «las ciudades están llenas de extranjeros». Más adelante el autor añade: «Es como si Ulises hubiera venido a la ciudad y aquella ciudad fuera un inmenso mercado de ca­ras y productos. Ulises podría satisfacer su cu­riosidad en una ciudad así... Una ciudad es el si­tio al que se va a mirar, y una calle con vida pro­pia siempre tiene algo que puede contemplarse. Tiendas, un tráfago constante de rostros, una especie de excitación electrizante.»

* * *

Al igual que el autor de Metrópolis, crecí en el · barrio de Morrisania, viví en Crotona Park, fui ala Escuela de Música y Artes, me convertí en novelista y más tarde me mudé a California, para regresar tan pronto como me fue posible. Resulta delicioso encontrarse con un libro que es a la vez una metafísica y una poética de la vi­da metropolitana, así como una guía turística personal y un diccionario de argot callejero. Je­rome Charyn escribe con amor, ironía, pasión y agudeza sobre los inmigrantes chinos, judíos, italianos e irlandeses, sobre la historia y el sentir de las calles de la ciudad y sobre algu-

�nos �e los libros que han celebrado ese ••sentir. �