SAMPER Miguel. La Miseria en Bogota y Otros Escritos

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L Publicados en la misma colección; Francisco Silvestre: Descripción del Reino de Santo Fe. Pedro Fermfn de Vargas: Pensamientos Políti- cos. ^ i

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L Publ icados en la misma colecc ión;

Francisco Si lvestre: Descr ipción del Reino de Santo Fe.

Pedro Fermfn de Vargas: Pensamientos Po l í t i ­cos.

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Artículos tomados de " E s c r i t o s Polí­t ico-Económicos" , edición de 1.924.-

npreso en los To l l e res de Imprenta de la Un ive rs idad N a l . - 1969

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La Miseria en Bogotá y otros Escritos

por Miguel Samper

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Páginas.

Prólogo del Autor a los dos volúmenes pu­blicados en 1898 3

La Miseria en Bogotá (1867) 7 Cartas sobre La Miseria en Bogotá .. .. 103 Retrospecto (1896) 135 La Protección (1880) 193

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PROLOGO DEL AUTOR

A LOS DOS VOLÚMENES QUE PUBLICÓ

EN 1898.

Loe escritos que hoy se compilan y se reimprimen, se refieren a acontecimientos de los últimos treinta años de nuestra historia contemporánea, y aunque no son estudios propiamente históricos, pueden tal rea servir de materiales para quien haya de describir el desarrollo de nuestro derecho público y la marcha eco­nómica del país. Si alguna independencia del espí­ritu de partido se encontrare en la ap^-eciacióu de los sucesos, ella será debida al método empleado para an estudio, método consistente en analizar los fenóme­nos para encontrar las causas que los producen, sin otra mira que la de descubrir la verdad y hacerla pa­tente. No se debe esperar, por consiguiente, que en es­tos Escritos se encuentre el panegírico de ningún sis­tema, ni de ningún partido. Por el contrario, es con rnbor patriótico como se exhiben los vicios que han

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infestado nuestra vida política para que su fealdad nos anerigüence, en vez de enojarnos, y para que hagamos un supremo esfuerzo pa^'a corregirlos.

El período de que se t ra ta comprende la época que llamaremos Federal y la que tiene el nombre de Regeneración. Fruto de la primera fue la anarquía, y es el despotismo lo que hoy se cosecha de la se­gunda. ¿Porqué airarse si damos a las cosas el nombra que les corresponde? Obedeciendo al espíritu de sis­tema se dictó la Constitución de 1863, y lo propio ha sucedido con la de 1886. Una y otra son obra de un solo partido, con absoluta exclusión de sn adversa­rio. En ambas épocas las pasiones engendradas por lucha sangrienta no se habían serenado. Principios exagerados, amasados con el rencor y el odio, se ofre cen en ambos códigos al respeto y al amor con qne los pueblos deben Recibir sus instituciones fundamenta­l e s . . . . Quiso el partido lil)eral que nuestras masas ig­norantes dieran salto repentino desde la abyección hasta más allá de donde se encuentran los pueblos an-glo-sajones, y hoy «e pretende que marchemos desde 1810 para atrás, hasta los pies de algún don Felipe I I

Aquel supremo esfuerzo que creemos indispensa­ble pafa corregir los excesos a que conduce el espíritu de sistema exage;rado, parece vislumbrarse en las ba­ses de reforma presentadas por los Directorios de los dos grandes partidos históricos, puesto que ellas no discrepan en puntos de que no se pueda prescindir pa­ra llegar a un concierto que tenga por base común el gobierno republicano. Inveterada y recíproca descon­fianza ha impedido hasta hoy tal concierto, pero él es indispensable si se desea una solución pacífica pa­ra la peligrosa situación presente, y si se aspira a que las instituciones sean en lo futuro común patri-

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PRÓLOOO •

monio de los colombianos. No se necesita para esto la fusión de los partidos; ellos pueden avenirse B'H rcfnunciar a sus respectivos ideales, porque impulsar j moderar serán siempre tendencias necesarias para el progreso social, y polos de atracción que agrupa­rán a los hombres en defensa, ya de la libertad, ya de la autoridad. No debe darse cabida hoy al desalienta por obstáculos que se pueden vencer con un poco de buena voluntad y de perseverancia. LOP elementos a-grnpados en derredor del actual gobierno acabarán por dar paso a las reformas si la aspiración a ellas se hace patente en las grandes masas nacionales. Tal aspiración no podrá surgir de programas políticos que choquen con las tradiciones que el pueblo ama y venera, o con las trasformaciones prc^resivas que el tiempo introduce en las creencias y en las costmn-bres. Las teorías generales, aunque sean exactas y completas, requieren medidas de adaptación especial para el medio en que se aplican; y si esto sucede al tratarse de los experimentos en las ciencias que estu­dian la matej^ia, mayor cuidado requiere esa adapta­ción al aplicar las teorías a entidades colectivas, com­puestas de seres libres, que piensan y sienten. De aquí la necesidad de estudiar el estado social de cada pue­blo y los efectos producidos por las reformas cuandJ han sido inspiradas por el catecismo que cada partido aplica como panacea. Obligados todos los miembros de una nación a vivir sometidos a unas mismas ins­tituciones, debe, pues, procurarse que la vida no sea intolerable para aquellos que no han podido concurrir a dictadlas.

Colombia se encuentra hoy en posición semejante a la del Imperio austríaco. Sus grandes partidos están supeditados por el gobierno, y esta anómala situación

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debe conducirlos a entenderse sobre bases comunes, aceptables para uno y otro, dentro de la forma repu­blicana. ¿Es un bien, o es un mal, que ninguno de los dos partidos, aislado, pueda dar solución pacífica a la presente situación? Esta es la pregunta a que los Es­critos político-económicos tratan de dar respuesta.

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AI escribir el tema de estos estudios, comprende­mos bien que él significa, más que un hecho o un fenó­meno simple, la síntesis de una situación y aun de una época. Pretender describirlo con todos sus ca­racteres, encontrar sus verdaderas y múltiples causas, demostrar los efectos que produce, es uua tarea que, por demasiado vasta y difícil, traspasaría los límites permitidos ad periodismo y las fuerzas con que con­tamos. Nuestro propósito se reduce a la exposición de algunos de los hechos que caracterizan el estado de atraso y decadencia de esta sociedad, para que, conocidas las cansas, se dirijan contra ellas las que­jas que se oyen y los esfuerzos de todos: porque nada hay tan dañoso al hombre como atribuir los males que su^re a causas o hechos que no los producen, ni tan estéril como las lamentaciones que no van acompaña-

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das de la voluntad y el esfuerzo necesarios para qne aquéllos desaparezcan.

Al contraer a Bogotá nuestras reflexiones, y tra­tándose de hechos sociales y políticos, tenemos natural­mente que referirnos a muchos qne le son comunes con toda la República, o con el radio natural de territo­rio en que la influencia recíproca es más directa.

Si se examina la condición de las diversas clases sociales de que se compone Bogotá, el cuadro que re­sultará de esta descripción no podrá menos que aba­tir el ánimo de todos los que sientan interés por su propia suerte, la de sus familias, la de sus amigos y compatriotas. De todas las capitales de Sur América, Bogotá es la que más atrás se ha quedado, sin que le sea dado sostener la comparación con Caracas, Lima, Santiago y Buenos Aires.

Veamos cómo se nos presenta esta ciudad: Los mendigos llenan calles y plazas, exhibiendo

no tan sólo su desamparo, sino una insolencia que debe dar mucho en qué pensar, pues la limosna se exige y quien la rehuse, queda expuesto a insultos que nadie piensa en refrenar. La mendicidad en un país fértil, de benigno clima y en donde la industria apenas empieza a explotar los recursos con que le brinda la naturaleza; en un país cuyas instituciones abren la puerta a todas las voluntades, a todos los esfuerzos, para adquirir la riqueza; y en donde, delante de la ley escrita todos los derechos son iguales y no hay de­rechos de que alguno esté destituido por la ley escrita ¡ la mendicidad, decimos, desarrollada en grandes pro­porciones y con caracteres que le son extraños, es nn hecho alarmante en más de un aspecto.

Pero no todos los mendigos se exhiben en las ca­llee. El mayor número de loe pobres de la ciudad, que

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conocemos con el nombre de vergonzantes, ocultan su miseria, se encierran con sus hijos en habitaciones des­manteladas, y sufren en ellas loe horrores del hambre y la desnudez. Si se pudiera formar un censo de to­das las personas a quienes es aplicable en Bogotá el nombre de vergonzantes—entre las cuales no faltan descendientes de proceres de la Patria—el guarismo «ería aterrador y el peligro se vería más inminente. Las escenas que pasan en esas familias a quienes él pudor mantiene encerradas, que se alimentan como por milagro, o que perecen de hambre, antes que salir a importunar en las calles, conmoverían el corazón de todos aquellos que directa o indirectamente han con­tribuido a crear esta situación. ¡ Cuánto no saben a es­te respecto las caritativas señoras y los que manejan los escasos fondos de la Sociedad de San Vicente de Paúl! Un rápido examen de sus cuentas nos ha per mitido levantar en parte el velo que cubre tanta mi­seria; circunstancia que no es acaso extraña al pro­pósito que nos ha puesto la pluma en la mano.

La ley y las nuevas costumbres políticas han veni­do a aumentar el número de los vergonzantes. Las re­ligiosas que fueron arrojadas a la calle en 1863, des­pués de habe;r sido despojadas de cuanto tenían; los sacerdotes regulares y los que servían beneficios o fundaciones dotados con rentas de los bienes llamados desamortizados; los enfermos que en número de más de doscientos eran constantemente asistidos en ^ Hos­pital de la ciudad, y que no hallando el remedio de BUS dolencias no pueden trabajar y se convierten con sus familias en mendigos; en fin, los numerosos em­pleados cesantes, así civiles como militares, a quienes el espíritu de partido arroja sin piedad de sus empleos; todas estas clases han venido, más o menos, a pesar con

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sus necesidades sobre los recursos de la sociedad en general.

Tan grande es el desarrollo del parasitismo, que el contestar un saludo es hoy asunto de meditarse des­pacio; y el hacer uno de esos cumplimientos castella­nos, como "estoy a sus órdenes", "mande usted", etc . , constituye un verdadero peligro para el bolsillo. Poco a poco desaparecen en nuestro trato social aquellos semblantes risueños y abiertos, propios de nuestro cli­ma, de nuestra raza y de nuesitros antiguos y familia­res hábitos, porque cada sonrisa es un estímulo, y cada estímulo trae una sangría. Hoy puede considerar­se corno lina ocupación cotidiana el ramo de petardos. Esquelas nominativas, esquelas circulares, esquelas en verso que empiezan por la historia de los Persas o de los Asirlos para terminar, como los avisos de Hollovi^ay, recomendando las pildoras; casualidades calculadas; discursos orales precedidos de larguísimo prólogo; mil rasgos de verdadero ingenio; invitaciones para rifas y aun para dnr socorros; todo eso y mucho más se em­plea para obtener limosna.

Las calles y plazas de la ciudad están infestadas por rateros, ebrios, lazarinos, holgazanes y aun lo­cos. Hay calles y sitios que hasta cierto punto les per­tenecen como domicilio, y no falta entre ellos persona que, so pretexto de insensatez, vierta sin intícrrupción torrentes de palabras obscenas, que son otras tanta•« puñaladas dirigidas contra la inocencia del niño o el pudor de la mujer. La noche pone exclusivamente a la disposición del crimen o del vicio todo cuanto hay de sagrado. Escenas increíbles ocurren a poco» pasos de la puerta de la iglesia Catedral. Ya no es la seduc­ción sino el asalto el medio que se emplea para saciar apetitos brutales. El hogar doméstico no tiene protec-

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ción, desde las paredes, las vidrieras y las ventanas, ha<sta el descanso y el sueño de las familias (1 ) .

La podredumbre material corre parejas con la mo­ra l . El estado de las calles es propia para mantener la insaluDridad con sus depósitos de inmundicias. El servicio o abasto de aguas es tal, que las casas que deben recibirla bajarán pronto de precio como grava­das por un censo en favor de los albañiles y del fon­tanero. El alumbrado, exceptuando las pocas calles del comercio, nos viene de la luna. En fin, la admi­nistración municipal de la ciudad es poco menos que nula, debido, en mucha parte, a que ella fue también despojada de sus cuantiosos bienes; y aunque parte de ellos se le han mandado devolver, no sabemos que haya empezado a pCircibir la renta. Mas ¿qué podrá agregarse cuando se sabe que las sesiones nocturnas de la Asaanblea Constituyente del Estado corren ries­go de celebrarse a oscuras?

Si de estos hechos que nos avergüenzan y que exi­gen valor para darlos a la publicidad, pasamos a con­siderar la condición de las clases trabajadoras, el cua­dro no será menos sombjrío. El obrero no halla cons­tante ocupación, ni el jefe de taller expendio para su obra; el propietario no recibe arriendos ni alquile­res; el tendero no vende, ni compra, ni paga, ni le pa­gan; el importador ve dormir sus mercancías en el al­macén y sus pagarés en la ca,rtera; el capitalista no recibe intereses, ni el empleado sueldo; los carros y las muías andan vacíos; los edificios se quedan sin

(1) KI desorden ba llegado a tal extremo, que ba«e pocas nocbes estalló tina bomba arrimada a la puerta de la c a ^ de un sujeta muy respetable y a quien 'la ciudad debe grandes nervi<?ios <-omo profesor de varias ciencias. (N. del A.)

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concluir; los cultivadores venden a vil precio sus pa­pas, trigo, miel y demás productos; los ganados y ca­ballos están escasos y a la vez baratos; no hay numera­rio, o a lo menos escasea el legítimo; el crédito ha desaparecido, porque no hay confianza, y los pocos ca­pitales que pudieran circular, se ocultan; lo? acree­dores públicos son calificados de agiotistas y no reci­ben su renta. No hay confianza en la administración de la justicia, y a la menor amenaza de pleitj, el po­seedor está pronto a dar rescate. Finalmente, la inse­guridad ha llegado a tal punto, que se considera como acto de hostilidad el ser llamado rico Las ideas so­bre la propiedad se hallan tan pervertidas, que desde el gol)ierno hasta el mendigo son sus enemigos: el pri­mero erigiendo en recurso l ^ a l la expropiación sin previa (ni posterior) indemnización, y el segundo ha­ciéndose el eco de las doctrinas que se inculcan desde las cátedras, las asambleas y hasta desde el pulpito (1) .

El hábito de las coSas produce en el espíritu el mismo efecto que ciertas impresiones físicas en loe sentidos cuando son prolongadas. Así como la vista se acostumbra a la oscuridad y el olfato a un mal olor, una situación constante de malestar embota las po­tencias del hombre y las enerva. Por esto q'üzás la fealdad de este cuadro, que en pocas líneas aglomera tanta miseria, aparecerá exagerada, aun a los que son .nctores, víctimas o testigos de los hechos; mas. pas«i-

(1) Recientemente nos ha sucedido oír, al pasar una señora lujosamente vestida, expresiones oomo la de que "másfácil­mente pasa un camello por el ojo de una aguja, qiie un rico por la puerta del cielo". En otra ocasión olmos calificar de Insulto a la miseria del pueblo el heciio de que unan señoras .se naseanuí en «K-be. (N. del A. )

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da la primera impresión, se irá reconociendo la fide­lidad con que está descrito.

La miseria, como hemos dicho al principio, no ee sino una resultante: procede de causas mny varia­das que debemos buscar en las cosas qu^ nos afectan. En la naturaleza física como en la acción recíproca de los hombres, deben buscarse las causas; porque esos son los hechos que ejercen influencia sobre nues­tro ser; y para investigarlos es preciso despojarse de toda preocupación, de todo interés parcial, de todo lo que pueda quitar su independencia al juicio. ¿Es esto posible en el estado de incandescencia a que han lle­gado las pasiones? ¿Se prestará el espíritu de partido a que algunos de nosotros dejemos de ser sus poseí­dos y podamos elevamos a más serenas regiones para observar, pensar, reflexionar y discurrir en calma? BIs-to es lo que nos proponemos al invitar cordialmente a los pensadores bogotanos a que nos acompañen en es­ta labor, resueltos a modificar nuestros juicios si es­tuviéremos errados. El asunto convida: y no sólo con­vida, sino que apremia.

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"Nuestros medios de subsis­tencia, de bienestar, de desarrollo moral e intelectual, proceden en gran f tar te del trabajo y del aho­r r o ; y la abundancia o la esca-

.; . sez de estas dos fuentes de bien depende esencialmente del grado de seguridad que se disfrute.

A. Clement"

Los medios que Dios ha puesto a la disposición del hombre para llenar los fines con que fue creado, es decir, para desarrollar su ser en el sentido de la perfección, consisten en sus facultades físicas, inte­lectuales y morales como instrumento de acción, y en las cosas con qne la naturaleza física le brinda, como materia sujeta a servir para la satisfacción de sus necesidades. El progreso del hombre, y por consiguien­te el de las agrupaciones de hombres" que se llaman nación, estado o ciudad, va en razón directa del des­arrollo natural, es decir, fecundo y bueno, de sus fa­cultades, y de la facilidad con que la naturaleza que lo rodea se presta a la acción de esas facultades.

El problema de averiguar las causas que han de­bido producir una situación de miseria, en vez de una situación de progreso, no puede ser otro que el de averiguar los hechos a cuya influencia ha estado so­metido el ejercicio de las facultades del hombre en la sociedad cuya condición se estudia. Esos hechos tienen que ser físicos, morales o industriales.

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Los hechos físicos que han podido influir o que influyen en la condlición miserable de nuestra so­ciedad salen, hasta cierto punto, de nuestro propósi­to, porque aspiramog a sugerir el deseo de remediar la situación con medios que estén al alcance inmedia­to de nuestra voluntad: y ese orden de hechos, aunque no del todo independiente de ella, no puede modificar­se sino con esfuerzos tenaces y prolongados, los que no pueden tener eficacia antes que sean atacadas las causas que debilitan aquí las facultades humanas y la acción que deben ejercer.

Tampoco estamos en posesión de todos los cono-cimiientos que presupone un juicio acertado sobre la mayor o menor aptitud de la naturaleza física de es­ta comarca para el desarrollo de la industria de sue moradores, y sobre los mejores medios qne pudieran emplearse para modificarla o domarla.

Hallamos como causas principales de atraso la configuración del territorio y el clima. Mientras que en las zonas templadas la población y la riqueza se han desarrollado principalmente hacia la desemboca­dura y las hoyas de los grandes ríos, en las costas de los golfos y por donde quiera que la topografía ha opuesto menos obstáculos a las comunicaciones, entre nosotros ha sucedido lo contrario. Los que descubrie­ron y conquistaron esta parte de la América, encon­traron la barbarie más completa sobre las costas y en las hoyas de los ríos, en tanto que las faldas y me­sas de nuestra cordillera servían de morada a pue­blos relativamente adelantados en civilización. Cerca de cuatro siglos van trascurridos desde que ocurrió aquel hecho, y las cosas no han cambiado sensible­mente. Las costas y las hoyas de los ríos continúan bridándonos con la riqueza natural en todas sus for-

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mas las mayores facilidades para el cambio interior y exterior de los productos de la industria; pero la población no baja de las faldas y mesas de la cordi­llera sino con lentitud y precaución, porque allí don­de está la riqueza fácil, la muerte ha establecido tam­bién su imperio. Nuestras cordilleras son verdade­ras islas de salud rodeadas por un océano de mias­mas.

Si las tierras altas de la América intertroi)ical tienen que ser la cuna y el asiento de su civilización, ésta tropieza desde su infancia con obstáculos igua­les a los que ha dejado para lo último la vieja civi­lización europea, empeñada apenas hasta hoy en a-brir paso a la locomotora al través de los A l p ^ y los Pirineos, desptfés de haber aglomerado en laa llanuras inmensos materiales en ciencia, artes, capi­tal y seguridad. Los hijos de los Andes colombianos debiéramos nacer titanes o civiliíados para empezar por romper sin tardanza los nudos y ligaduras quO nos atan a nuestra gi-andiosa cuna.

Y es vano intento dirigir nuestras miradas ha­cia el Viejo Mundo en busca de auxiliares. La emi­gración europea impone condiciones qne no podemos ofrecerle: climas sanos, acceso fácil o barato y se­guridad. No emigran los felices. Cuando el territo­rio de los Estados Unidos del Norte cuente sus ha­bitantes por centenas de millones, las regiones del Plata serán el asiento de gobiernos regulares y la corriente de la emigración tomará ese camino, no el de Colombia.

Nuestra suerte no es, a pesar de todo, desespe­rada. Razas sanas, robustas y valientes, que tienen a la mano, en abundancia, el hierro, el carbón de piedra, Ja sal y mil otros elementos de riqueza, pue-

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den, con buena voluntad, elevarse a un alto grado de civilización. Europa no nos enviará muchos bra­zos, pero sí nos puede prestar luces y capital, y la ele­vación misma de nuestras montañas, en el centro de los trópicos, dará nacimiento a producciones más variadas que en ningún otro clima, y a cambios más activos y multiplicados que en ningún otro país.

Si la naturaleza nos ha impuesto más esfuerzos para dominarla ¡cuan grandes parecen ser las recom-pen.sa.s que promete! Al pueblo holandés le asignó su puesto en .superficies cubiertas por el océano, sin más i)erspectiva que la lucha eterna con el hasta en tonces indomable elemento, y la industria y la li­bertad han realizado allí una conquista de que el hom­bre debe enorgullecerse.

Las cordilleras tienen que ser el criadero prin­cipal do donde han de partir, hacia las llanuras del Oriente y las bajas vegas del Magdalena y sus tribu­tarios, los enjambres que recogerán tantos frutos allí latentes; mas para que e.sto suceda, es preciso que el orden, la armonía y la paz reinen en la colmena, y que sigamos también el ejemplo de la industriosa hormiga, abriendo primero los caminos que nos fa­ciliten llegar hasta el árbol que debe alimentarnos.

Vamos a penetrar, pues, en este antro de fieras que, («M voz de la pacífica e industriosa mansión de la al)eja, es la morada de seres racionales, que se di­cen libres y cristianos, pero que se odian, se persi­guen y se destrviyen. Vamos a buscar las causas po­líticas, morales e industriales de tanta miseria, des­pojándonos, si ea posible, de las pasiones maléficas, ^^ e implorando el auxilio de los buenos pensadores pa mm ra que el análisis que iniciamos se perfeccione, se '?Ü complete, dé las convicciones que deseamos producir, 7~Jl inspir" los sentimientos porque anhelamos, y produz-

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ca como fruto la paz, el orden y la armonía entre los colombianos, para que puedan caminar con desemba­razo por el sendero de la virtud y de la industria.

Tenemos que repetir a nuestros lectores que no será posible contraer nuestr.as observaciones exclusi­vamente a Bogotá y su comarca adyacente, cuando ellas ver.sen sobre hechos morales o políticos, y que aun los de carácter puramente industrial tendrán que aparecer relacionados con aquéllos, porque no es fá­cil aislar completamente, para la observación, una parte del sujeto que, en semejante caso, es todo el pueblo que se encuentra sometido a la acción de unos mismos hechos.

Algo se n(« dificulta encontrar el orden lógico de la generación de los hechos para ir remontando de los efectos a las causas; porque en la naturaleza es todo fecundo en bien o en mal, siendo las pala­bras causa y efecto, nombres aplicables a unos mis­mos hechos según el aspecto desde el cual se les ob­serve. Más fácil nos parece proceder como el viaje­ro qui", para conocer una comarca parte desde las ca-becer.'is de su principal corriente dejándose llevar pof el curso de las aguas, para percibir la influencia de su fecundidad, los estragos de sus desbordes y los variados aspectos qne ofrecen los accidentes del te­rreno.

h Bogotá fue la capital de un virreinato español. Esta sola circunstancia nos pone en posesión de al­gunos datos fundamentales para nuestro propósito. Apreciamos los bienes debidos a la civilización cris­tiana importada por los conquistadores españoles; y lo que digajnos sobre el sistema empleado por la ma­dre patria para gobernar estas comarcas, no podrá aplicarse a la esencia o índole de esa civilización si­no al carácter de aquéllos. España fue, de todas las

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naciones europeas que buscaron la grandeza por me­dio del sistema colonial, la más fiel a los principios en que él se fundaba.

La Europa salía apenas de la opresión y de la anarquía feudal. El sistema monárquico absoluto co­rrespondía al anhelo de unidad de los pueblos y a la necesidad de protección de la clase media contra el poder de la nobleza, y fue el adoptado como me­jor gobierno por aquellos países; pero ed antiguo antagonismo de las clases sociales, se sustituyó el de los intereses de cada nación, de donde resultó su mu­tua ojeriza. La guerra de religión y el espíritu com­prensor, exacerbado entre los españoles por la lucha secular contra los moros, y el odio de sus monarcas y sus monjes contra la reforma herética, y contra toda reforma, dieron el tono del carácter nacional. Y este conjunto de vicios y de ideas violentas, mez­clados con algunas virtudes más heroicas que indus­triales, fue lo que trajeron a la América, a lo menos a la que llamamos latina, como elemento moral, na­da a propósito para establecer una civilización fun­dada en la ley divina del amor.

Así, los principios en que se apoyó la colonización en lo que hoy es Colombia, establecían: en industria y comercio, el monopolio, el privilegio y el provecho exclusivo de la madre patr ia; en política, la centra­lización ^b.soluta y el predominio de la raza conquis­tadora; en ciencias y artes, la ignorancia; en filoso­fía, la abyección del espíritu, y en religión, la into­lerancia y el fanatismo. Al desarrollo de las facul­tades físicas se atendió con el exceso del trabajo im­puesto a los indígenas y a los desgraciados africa­nos; al de las facultades moj-ales, con la división del rebaño humano en hatos, germen de todos los vicios para los amos y para los esclavos, y causa principal

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de la perversión de ideas y de sentimientos que aún nos aflige; al de las facultades intelectuales, con la represión o la prohibición de toda enseñanza que tendiese a disipar la ignorancia y las preocupaciones o a difundir nociones exactas sobre las ciencias y lae artes. Finalmente, al desarrollo de las facultades in­dustriales se atendió con el absoluto aislamiento del mundo civilizado, los privilegios comerciales en fa­vor de ciertos puertos de la metrópoli, el monopolio de ciertas industrias, la prohibición de otras, el tri­buto y el impuesto en sus formas más opresoras, y cuanto pudiera realizar la explotación del suelo y de los hombres de América en provecho exclusivo de España. Con tales ingredientes para la crianza, Bo­gotá vino a ser una ciudad esencialmente parásita desde su origen por ser el asiento de clases dominadoras, ex-plotador.a8 o improductivamente consumidoras. La acción política del Virrey, de la Audiencia y de todo el tren gubernativo de nna vasta colonia, se extendía a todo su territorio, abarcaba todos loe intereses y todas las relaciones, haciendo de la capital un cen­tro de poder y la residencia de un numeroso tren de empleados civiles y militares, de aspirantes, de ce­santes, de pensionados, de abogados, de clientes y de aventureros de toda especie.

Si la centralización política fue por sí sola un foco de atracción, la comercial, que le era consiguien­te, en nada podía ceder n aquélla. Como centro de consumos y con el carácter absorbente del régimen, Bogotá tenía que atraer y monopolizar el comercio. Los comerciantes de Sevilla, únicos que podían ha­cer expediciones a estas comarcas en épocas deter­minadas y en cantidades tasadas de antemano, en­viaban a Cartagena, y después a Santafé, los carga­mentos que la metrópoli colonial distribuía en todo

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el territorio. El valor de esas mercancías volvía re­presentado en barras y polvo de oro a recibir en la casa de moneda la efigie de nuestros amos, como pa­saporte indispensable para el viaje a España, por­que en otra forma su exportación era prohibida y estaba erigida en delito. Mucho o poco, ese oro era siempre el equivalente de las importaciones; porque España tenía en las Antillas otras colonias cuyos frutos competían en baratura, o acaso más bien en carestía, con los de colonias extranjeras y rivales.

La suerte de nuestra agricultura quedó someti­da al interés que la metrópoli tenía en promover la de puntos mejor situados para el trasporte de sus! pesados productos, lo que a la vez daba al gobiemo • la ventaja de prescindir de la apertura de caminos en el continente. El impuesto y el monopolio se encargaban de matar los productos cuya aparición no impedía la incomunicación.

Las ideas religiosas de aquellos tiempos, secun­dadas por el estado no muy tranquilo de las con­ciencias de gentes que vivían del despojo y la opre­sión del indígena y del negro, vinieron a vigorizar es­tas causas de atraso industrial, dando nacimiento a infinidad de fundaciones para ganar el cielo, que vinculaban la propiedad raíz y contribuían a para­lizar el desarrollo de la industria. Los conventos, las capellanías, los patronatos de toda clase se pro­pagaron con rapidez y aumentaron los moradores im­productivos de la ciudad. Partidarios como somos de la libertad de conciencia, de la libertad de asocia­ción, de toda libertad que no ofenda el derecho aje­no, estamos lejos de negar a esos fundadores el de­recho con que aplicaron sus caudales a objetos que juzgaban saludables, puesto que creían de buena fe cambiar algunos patacones por días de descanso y de

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gloria eterna, rescatando sus gruesos pecados. Tam­poco hallamos qué objetar a los que se creyeran inep­tos para ejercer en el mundo la acción fecunda que Dios señajó al hombre, ni mucho menos a los que realmente se sintieran poseídos del amor exclusivo a Dios y al prójimo y de la mamsedum'bre y caridad evangélicas; porque éstos desemjwñan en la sociedad cristiana una misión sublime de paz y de fraternidad entre los hombres, y de amor, veneración y culto al Criador. En cuanto a los monasterios de religiosas, una sociedad que no brindaba a la mujer con otra carrera que la de la maternidad, carrera providencial y por consiguiente santa cuando la consagran los la­zos del matrimonio, tenía que abrir asilos a la ino­cencia, a la debilidad, al desamparo, al entusiasmo del amor divino.

Los conventos fueron también inagotables fuen­tes de subsistencia para muchos pobres; y así como nada atrae tanto las moscas como la miel, la limos­na distribuida sin discernimiento amamantó la mendi­cidad. Nos complace ver el espíritu de caridad que reina entre nosotros; pero no podemos aprobar, como productivo de buenos hábitos, el dar limosna a todo el que se disfraza de inválido para el trabajo. La limosna individual ha dejado de ser inofensiva por punto general desde que la mendicidad se ha orga­nizado, haciéndose preciso que la caridad también se organice para vigorizar su acción y para defenderse del engaño. Detestamos la caridad official, pero re­conocemos eu la asociación voluntaria para socorrer al desgraciado los mismos elementos de fuerza que la industria ha derivado de aquel fecundo principio. Oja­lá que las preocupaciones o la avaricia dejaran de ser obstáculos para el desarrollo y progreso de las so­ciedades de caridad recientemente organizadas en Bo-

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gota, y que fuera un hábito arraigado en todas las familias el de estar suscritas a una o más sociedades de esta clase. Más de un falso mendigo dejaría el ofi­cio, y los vicios de muchos de ellos serian corregi­dos.

Presentamos al lector nuestras excusas por esta digresión, sin prometerle que nos corregiremos, por­que las ocasiones de reincidir no faltarán.

La presencia de tantas clases de gentes en la ca­pital de una colonia tenía que dar nacimiento a mu­chos oficios; y desde mny temprano Bogotá se vio provista de talleres de sastrería, zapatería, talabar­tería, herrería y otros de esta naturaleza, que servían a lias necesidades, no sólo de la ciudad, «ino de la mayor parte del virreinato; porque en un estado social atrasado y sometido a la centralización política, co­mercial e industrial, las artes no podían desarrollar­se en las pequeñas poblaciones, que naturalmente que­daron tributarias de la capital aun para proveerse de zapatos, sillas e instrumentos para la agricultura. Llamamos desde ahora la atención sobre este hecho, porque tendremos que reproducirlo cuando examine­mos la suerte a que ha ido conduciendo la trasfor-mación politica e industrial del pais a las clases for­madas al arrimo de una organización en gran parte artificial.

Epilogando los elementos que concurrieron a for­mar la ciudad de Bogotá como capital del virreinato, y que conservó hasta la época de la Independencia, repetiremos que fueron: el haber radicado en ella nn centro artificial de poder y de influencia política, re­ligiosa, comercial e industrial, en cuya organización el parasitismo, más o menos disfrazado, hacia nn pa^ peí considerable.

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En el artículo siguiente analizaremos las mudan­zas de organización determinadas por las sucesivas trasformaciones políticas, hasta acercarnos o U ^ a r a la época actual.

í?, I I I

Emprendemos ahora la tarea de investigar la influencia que debía ejercer, y que ha ejercido, la re­volución iniciada en 1810 sobre Bogotá como centro de acción política y social y como emporio del comer­cio.

La conquista de la Independencia y la adquisi­ción de la libertad han sido dos hechos distintos, aun­que encadenados. El primero podía producir o no el segundo, según fuera la naturaleza de los poderes sociales que entrasen a recoger la herencia de Espa­ña. El segundo pudo haberse presentado, aun bajo el sistema colonial, si aquella nación hubiera conta--do entre sus elementos propios la libertad y el self-government, y si su política hubiera permitido que esos elementos se infiltra.sen en el estado social de sua colonias.

Comparando las dificultades que ambos hechos han ofrecido, la Independencia puede considerarse como una empresa relativamente fácil y de corta du­ración. Espafia debilitada materialmente, el océano de por medio, el clima, la pobreza y la extensión in­mensa del teatro de la guerra, tenían que dar el triun-

j fo a los patriotas. Así, el día en que terminó la lucha con nuestros amos, empezó otra más gigantesca, más difícil y duradera para adquirir la libertad.

Injertar la República en la Colonia, derriban­do el viejo edificio para levantar el de la libertad sobre sus ruinas, es un problema que se escribe en

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pocas líneas, pero que no se resuelve sino en mo­chos años. Cerca de cincuenta van transcurridos des­de que el Congreso de Cúcuta describió una Repúbli­ca en la Constitución que expidió, y a estas horas el pueblo que ha de servir para ella no está acaba­do de formar. Aquel memorable Cuerpo hizo ape­nas lo que el arquitecto que traza sobre el papel el plano del edificio que t ra ta de levantar: expidió la Constitución política, suprimió la Inquisición, dio libertad a la prensa y al vientre de las esclavas, re­dimió al indio del tributo y a la propiedad raíz de las vinculaciones, y la sociedad colonial, sumergida en es­te baño de reformas, entró en maceración.

Bogotá se ha visto sometida a dos tendencias cu­yos efectos se confunden y se chocan en medio de la fermentación de tantos elementos de vida y de muer­te que la dualidad de la Colonia y la República ha puesto en acción. Por una parte la tendencia descen­tralizadora de la República, pugnando sordamente contra loa intereses creados en el antiguo centro arti­ficial. I'or la otrn el progreso en todos sentidos, de­sarrollado por el nuevo orden de cosas, que, natural­mente, pesó con mayor intensidad en los puntos don­de aquellos intereses se hallaron más aglomerados.

La Independencia trasladaba la residencia del po­der soberano a Bogotá; y la presencia de los altos fun­cionarios tenía que ejercer una fuerza de atracción más intensa. La libertad, que había de ir dando satisfac­ción a todo.s los derechos, así dé los individuos comq de las diversas secciones del territorio, era la fuerza centrífuga con su tendencia natural a debilitar la del centro.

La forma dada a la República desde 1821 hasta 1850, en que la descentralización empezó a prevalecer

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sobre el centralismo, y la natural complicación de ro­dajes que trae consigo aquella forma, aumentaron en Bogotá el número de los empleos, a lo que vino a coad­yuvar el gran desarrollo del ejército durante la gue­rra, con su numeroso personal activo, y los militares pensionados. Además, la creación o el reconocimien­to de las deudas interior y exterior, el pago de las ren tas, los contratos a que dio origen el servicio público, y otras causas semejantes, radicaron en la Tesorería general uua poderosa fuerza de atracción y dotaron a Bogotá con una llueva clase: los acreedores públicos.

Las luces que podían bastar al gobierno de la Co­lonia eran insuficientes para dar a la República el personal que requería, no sólo para el desempeño de los altos poderes, sino para el de gran número de fun­ciones en todo el territorio. Bogotá hubo de encargar­se de satisfacer esta necesidad de instrucción, y los colegios aparecieron, los estudiantes llovieron de to­das partes, y a poco tiempo la enseñanza así concen­trada dio a la capital el brillante barniz que aún con­serva. Por desgracia, el giro dado a los estudios sem­bró malos gérmenes, que al fin han venido a producir BUS frutos. Natural era que la necesidad de conocer sus derechos fuese la primera que sintiera un pueblo de libertos; por lo que el aprendizaje de la jurispru­dencia obtuvo entre todos la preferencia. El atraso completo de la industria, y la ignorancia de los recur­sos naturales del país, de los que más podían fomen­tar el desarrollo de la riqueza y del comercio interior; los obstáculos que esa misma ignorancia, la pobreza de los pueblos y la incomunicación oponían a las nuevas empresas; el excesivo desarrollo de los institutos reli­giosos, apoyado en el fanatismo de las masas, en las preocupaciones de la clase media y en el carácter de

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institución política que los españoles imprimieron al catolicismo, y que daban al estado sacerdotal las pro­porciones de carrera pública, no poco lucrativa; to­das estas causas contribuyeron a circunscribir los es­tudios universitarios, a empujar la juventud en pos del título de doctor, y a desdeñar las ciencias natura­les y la perfección de las artes.

El naturalista, el químico, el ingeniero, estudian para dominar Ja naturaleza: el sacerdote y el letrado, naturalmente con muchas excepciones, estudiaban pa­ra dominar los pueblos. Contenidas ambas profesio­nes en los límites justos de las necesidades a que dan satisfacción, son útiles a la sociedad; pero llevadas al exceso se convierten en fuerzas dañinas y opresoras.

Los jóvenes legistas se encontraban, al coronar sus estudios, con una profesión y con hábitos propios pa­ra retenerlos en la capital. La forma central, que atraía los pleitos de segunda instancia en un circuito judicial relativamente populoso y rico, y los de toda la República para ciertos recursos de que conocía la Corte Suprema de Justicia; la diversidad de empleo» dentro y fuera de la capital, que generalmente recaían en habitantes de ella; las relaciones adquiridas, y las fruiciones naturales de un centro importante de po­blación, eran causas poderosas para fijar en él a todo aspirante. Muchos sin duda regresaban al hogar; pe­ro en lo general no era para suceder a sus padree en la modesta posición que ocupaban, ni para dedicarse a las faenas de la industria. Una exagerada idea de su importancia les hacíp. mirar el común trabajo con desprecio, y con horror el lento ahorro, fuente de las grandes como de las pequeñas fortunas, para dar la preferencia a la carrera pública, en que el honor y el provecho se encontraban reunidos. Surgió de esto un

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hecho de las más funestas consecuencias, pues salien­do los alumnos de entre las familias acomodadas, que son las que desempeñan como empresarios de indus­tria el papel más importante en la obra de la produc­ción, los hábitos de rutina y la ignorancia se perpe­tuaron, y no sólo han continuado en atraso los culti­vos y empresas ya establecidos, sino que se ha retar­dado la explotación de nuevos ramos de industria, ta­les como el cultivo del café, del añil y del nopal, que exigían empresarios algo atrevidos y preparados por la adquisición de nociones variadas sobre el comercio y la agricultura. El suelo de las faldas y mesas de la cordillera ha seguido produciendo sólo papas, maíz, trigo y miel, que dan pérdida cuando las cosechas se pierden y arruinan cuando son muy abundantes. En­tre tanto, en las poblaciones medianas y pequeñas, lo mismo que en las esferas inferiores de las grandes, los empleos no podían ser muy lucrativos ni corres­ponder a la categoría de los doctores.

ha ley creó los destinos onerosos y llamó a desem­peñarlos a los labriegos acomodados, aunque no su­pieran leer ni escribir. Formóse pronto una nueva clase al rededor de las escribanías y de las secretarías de los juzgados inferiores, de los cabildos, de las al­caldías y aun de las jefaturas políticas. El rábula vi­no a ser una prolongación del doctor. Si la ley no da­ba sueldo al alcalde ni al juez, éstos sí tenían que darlo de su bolsillo al director privado, que ordinaria­mente se revestía de las funciones de secretario. Tras de este parapeto, el rábula explotaba a su sabor todos los medias de opresión que la ley ponía en sus manos, y el reclutamiento, los procesos criminales, las sen tencias, las rentas comunales, los resguardos de indí­genas, eran inagotables tesoros para estos milanos

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del pueblo. Y como toda ocupación lucrativa trae con­sigo la competencia, entre los rábulas hubo también cesantes, aunque por la naturaleza múltiple de sus funciones no quedaban del todo inofensivos ni aun en esa condición.

Los progresos de la igualdad, entendida como ee ha predicado entre nosotros, y la rapidez impresa a l movimiento descentralizador desde que se expidió la Ley de 20 de abril de 1850, que terminó en la federa­ción, han venido a dar fuerzas colosales a estos ele­mentos, hasta llegar a convertirse ellos en irresisti­bles poderes sociales, capaces de sojuzgar los estados más civilizados. El nivel intelectual, y sobre todo el moral, de las clases dominantes, ha ido descendiendo a medida que la igualdad politica se ha extendido. "Si a la vez que las condiciones se igualan, ha dicho Tocqueville, las luces quedan incompletas a los espí­ritus tímidos, o si el comercio y la industria, deteni dos en su desarrollo, no ofrecen sino medios difíciles y lentos de hacer fortuna, los ciudadanos desesperan de mejorar por sí mismos su suerte y acuden tumul­tuosamente al Estado en busca de sostén. Vivir a ex­pensas del tesoro público les parece ser, si no la úni­ca vía que tienen; a lo menos la más fácil y cómoda para salir de una situación que ha dejado de satisfa­cerlos : la caza de empleos se convierte en la más per­sistente de las industrias!" A esto pudiera agregarse que si el tesoro público no parece bien provisto, la ca­za de impuestos, de gajes extraoficiales y del sufragio popular convenientemente falsificado, contribuirán a que la tal industria se conserve floreciente. No tan sólo se llama parásito el que se alimenta del trabajo ajeno, transmitido por la donación: también lleva el nombre de parasitismo esta otra industr ia; parasitis-

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mo audaz, de animal carnívoro, que arrebata a todas uñas la presa.

La combinación de este elemento civil, que se apo­ya en la astucia, y el militar, que se apoya en la fuer­za, con la acción legítima de los partidos en la suce­sión de los acontecimientos de nuestra historia, expli­cará más de una aberración y ayudará a encontrar la clave de la ferocidad creciente en las luchas civiles. Entre tanto, terminaremos esta digresión con los si­guientes pensamientos de un economista: "La perver­sión de las costumbres, la destrucción o el abatimien­to del sentido moral, es lo que engendra más parásitos. Vu mal libro, un mal discurso, un hábil sofisma, un mal ejemplo, pueden crear más miseria que las hela­das, el incendio o la peste. Así como los capitalistas y los obreros prosperan y sufren solidariamente, y se­ria empujarlos al suicidio al suscitar entre ellos la rivalidad y la envidia; así también los parásitos de­berían respetar a los propietarios y a los trabajado­res, no sólo por obligación moral sino por cálculo."

Vése, por Jo que precede, cuan poco sólidos y fe­cundos fueron para Bogotá los resultados del cambio político traído por la Independencia. Exceso de em­pleados, de pensionados, militares, clérigos y letrados, y cambio de sus capitales por títulos de la deuda pública, fueron los factores que hicieron de Bogotá una ciudad productora de sueldos, pensiones, rentas, lucros fiscales y honorarios.

La tendencia natural de todos los pueblos hacia la descentralización administrativa primero, y mái tarde hacia la del gobierno, tenía que ser hostil a es* foco de parasitismo; y al llegar la federación, un gran malestar tenía que producirse y se ha producido en Bogotá, en términos que ella puede considerarse, has-

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ta cierto punto, como una ciudad de cesantes de todo género.

Si de los hechos políticos pasamos a los industria­les, la tendencia descentralizadora se hará también patente, y los comerciantes y artesanos de Bogotá po­drán considerarse como relativamente cesantes.

En efecto, de la hermosa herencia comercial que la Colonia legó a Bogotá, muy poco es lo que conserva; y si pudiera prescindirse del aumento de producción que, a pesar de todo, se ha efectuado en la comarca que forma el radio natural de negocios cuyo centro es Bogotá, esta ciudad sería hoy poco má« o menos lo que Tunja.

Cortadas con la emigración española y los senti­mientos engendrados por la guerra las relaciones co­merciales con la madre patria, éstas se entablaron con los depósitos puestos por las potencias rivales en sus colonias de las Antillas, especialmente en Jamaica, donde el comercio inglés se había ido preparando pa­ra dar salida a la exuberante producción de su país. Kingston reemplazó con ventajas a Sevilla, porque se evitaba a nuestro comercio el costoso medio de los ga­leones, convoyados por una flota que defendiese de los piratas sus tesoros, y la no menos onerosa seduc­ción de los aduaneros españoles por los fabricantes extranjeros, que la decadencia fabril de España hacia indispensable, para surtirnos de telas y productos re­lativamente baratos. Esto era ya una gran facilidad y un paso importante hacia la descentralización co­mercial .

Poco después se establecieron casas extranjeras en Cartagena y Bogotá, fundadas en relaciones direc­tas con Europa y Norte América, haciéndose con esto palpables la posibilidad y las ventajas de ocurrir a

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las verdaderas fuentes de los productos fabriles, cuyo consumo aumentaba en razón de su baratura y de la animación industrial que la paz y el cambio de las instituciones estimulaban.

Con todo, diversas causas contribuían a mantener a Bogotá como emporio comercial de la República, a donde concurrían los negociantes de Popayán, Cali, Medellín, Socorro y muchas otras plazas remotas.

La producción de frutos exportables aún no había aparecido, ya por la pobreza y atraso del país y por efecto de la guerra, ya porque los monopolios la mata­ban en germen. La quina había empezado a ser en los últimos años de la Colonia un ramo importante de co­mercio ; pero la mala fe, adulterando esta corteza con otras, había dado en tierra con el crédito de ella. Só­lo quedaba el oro como principal y casi único medio de pagar las importaciones, el cual siguió viniendo a Bogotá en busca del pasaporte, consistente no ya en la efigie de los Carlos, Felipes y Fernandos, sino en la de la Libertad y el escudo de armas de la República.

.idemás, había causas poderosas para circunscri­bir a pocas manos la importación de mercancías. La navegación directa con Europa no existía, y era pre­ciso hacer compras bastante considerables para car­gar un buque a fletes elevadísimos, como que no 'po-dían contar con carga de regreso. La falta de relacio­nes y los pocos conocimientos que los comisionistas extranjeros tenían de nuestros gustos, exigían que el comerciante fuese en persona a comprar, arrostrando indecibles penalidades en época en que el Magdalena sie navegaba en champanes y el viaje marítimo se ha­cía en buques de vela, que por casualidad venían a nuestras costas o que habían de ir a buscarse a las Antillas. No había crédito, ni letras, y era preciso

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cargar el equipaje de los viajeros con el oro, corrién­dose todos los riesgos. Los gastos de transporte eran crecidísimos y la duración de una operación comer­cial, desde que se recogían las onzas para comprar hasta que se volvían a recoger después de la venta, era asunto de varios años.

Muy lenta, pero progresivamente, todas estas cau­sas de centralización comercial han ido cediendo al influjo de causas contrarias a las que daban a Bogo­tá una posición artificial. Las relaciones se fueron extendiendo. La navegación marítima se r^ularizó y se mejoró hasta venir a contarse hoy con comunica­ciones semanales en el río y quincenales en el mar, servidas por buques de vapor. Crédito y toda clase de facilidades se ofrecieron por los negociantes europeos. El oro pudo exportarse en cualquiera forma. Abolié­ronse los monopolios (1). Nuevos e importantes ra­mos de exportación aparecieron, tales como el taba­co, el café, los sombreros, y los productos de los bos­ques, como la quina, el caucho, las maderas de tinte, el dividivi y tantos otros. La revolución industrial ini­ciada en 1850 y desarrollada hasta 1857 y 1858, dio expansión al espíritu de empresa, y vitalidad propia a nuevos centros importantes, que arrebataron salidas al comercio de Bogotá. Las operaciones de importa­ción, que duraban, para sólo el transporte, cerca de dos años, se hallan reducidas a seis meses. El comer­cio se ha he<;ho accesible aun a los pequeños capitales, y la concurrencia ha reducido las ganancias a sus jus­tos límites, a la vez que ha simplificado la distribu­ción de los géneros, eliminando el rodaje de los gran­

el) Queda en pie el de la sal, que ao muy tarde vendrá a tierra.

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des almacenistas que compraban por mayor para re­vender a los tenderos.

El resultado de todos estos hechos ha sido benéfi­co en alto grado, porque los precios han bajado consi­derablemente, han extendido los consumos, difundido el bienestar y estimulado la producción. La medida de este progreso sería la comparación de los precios en 1824 y 1867: entre doce reales, valor de un pañue­lo de rabo de gallo o una vara de fula en el primero de aquellos años, y dos reales, a que se ha reducido su precio en nuestros días.

En medio de este movimiento, que por una parte arrebataba localidades al grande emporio, y por otra parte enriquecía a sus consumidores naturales, ya au­mentando prodigiosamente el valor de sus rentas con la baja de los precios, ya estimulando sus instrumen­tos de producción con la libertad de los cambios, Bo­gotá lia podido sostenerse y aun crecer/ El fenómeno queda explicado, pero los resultados de la descentrali­zación no son menos ciertos. La cuestión queda en pie si otras localidades, más libres del parasistismo, logran extirpar más pronto la miseria fundando una seguridad relativa, que deje ver la armonía natural entre las clases productoras, en vez de la hostilidad, la envidia y el odio; abriendo caminos hacia las gran­des arterias fluviales de nuestro sistema orográfico al Oriente y al Occidente, y defendiendo de la voraci­dad fiscal los productos, sea en su totalidad, amena­zada de expropiación, sea en su precio, artificialmen­te alzado por peajes que no se apliquen exclusivamente a los mismos caminos. Si esto llegare a suceder, Bo­gotá seguirá perdiendo cada día más terreno, o su progreso será tan lento que parecerá quietud delante de la creciente prosperidad del de sus nuevos rivales.

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Otros hechos son dignos de tenerse en cuenta al analizar los elementos industriales de Bogotá. La ex­tinción del monopolio del tabaco desarrolló la vitali­dad productiva de los antiguos distritos de siembras, especialmente el de Ambalema y los adyacentes, y fue tan vigorosa y rápida la acción, que en seis años se verificó una labor gigantesca, equivalente por sí sola, para estas comarcas, a la de los tres siglos anteriores. Los hechos que se presenciaron en aquella época tie­nen mucha analogía con los que produjo en Califor­nia el descubrimiento de los placeres de oro. Esos he­chos llamaron mucho nuestra atención y los dimos a conocer en el Neo-Granadino, quince años há . Desde entonces hemos consagrado nuestros esfuerzos a la defensa .le los sanos principios económicos, especial­mente al que reconoce en la propiedad uno de los ele­mentos más antiguos, más tenaces y fecundos de cuan­tos sirven de base a la civilización ¡Cuánto no debe­mos a la sana doctrina y al incansable celo del señor doctor Pjzequiel Rojas, como profesor de Economía po­lítica, todos los que hemos podido conservarnos siem­pre fieles a los verdaderos principios de libertad y a la causa del progreso!

El movimiento que se verificó en Ambalema y sus contornos fue tan rápido como vigoroso y vivificante, sin que bastaran a detenerlo dos revoluciones, hasta que empezó esa lucha gigantesca de 1860, que dejará en nuestra historia una huella más honda que la de todas las precedentes. Los brazos que el monopolio del tabaco empleaba para su cultivo fueron desde lue­go insuficientes para la tarea de la libertad, y una gran corriente de jornaleros y trabajadores de toda clase y de toda categoría, partió de las faldas y me­sas de la cordidlera hacia las v ^ a s del Alto Magdale-

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na y sus afluentes. El hacha y la azada resonaron en todas las selvas; los pantanos se desecaron; prados artificiales de grande extensión aparecieron; los ca­neyes, las habitaciones, las plantaciones de tabaco y de toda clase de frutos se veían brotar en cada esta­ción de siembras; las factorías se levantaban y se lle­naban de obreros de ambos sexos; las tiendas y los buhoneros se multiplicaban; todo era movimiento, ac­ción, trabajo y progreso.

La presencia de un número tan considerable de trabajadores, que tenían medios y hambre atrasada de consumir, estimuló la actividad de todos los servicios, la fecundidad de todos los capitales, la aptitud pro­ductiva de todas las tierras, no sólo en el teatro mis­mo de los sucesos, sino en toda la comarca, que sentía el vacío dejado por la emigración y la demanda activa de todo cuanto podía satisfacer las nuevas y crecien­tes necesidades. Bogotá, su sabana y los demás pue­blos circunvecinos sintieron pronto los efectos de este movimiento, y no quedó clase social que no se aprove­chara de ellos. El pro¡)ietario de la tierra vio ele­varse los arriendos; el capitalista no tuvo bastante dinero para colocar; el joven pisaverde halló nuevos escritorios y colocaciones; el artesano tuvo que cal­zar, vestir y aperar al cosechero enriquecido; y el agricultor completar con carnes abundantes, papas, queso y legumbres, el apetito del nuevo sibarita que poco antes tenía de sobra con el plátano y el bagre.

¡Cuan legítimo orgullo no deberemos sentir todos los que empuñamos el hacha demoledora, aunque sólo fuera para hacer saltar una astilla del viejo tronco de la Colonia! El día en que los verdaderos liberales quieran continuar la lucha contra los últimos reduc­tos de la Colonia, nos encontrarán a su lado dando

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golpes al monopolio de la sal, al reclutamiento y a la expropiación; formas de barbarie que aún nos carco­men.

La decadencia del norte del Tolima se atribuye co­mo causa principal a la sequedad excesiva de los úl­timos años; pero sin negar al clima la acción que le corresponde, creemos que la más funesta y la más enérgica ha sido la guerra de 1860. Ella ahuyentó a los trabajadores; dejó los campos y las factorías sin brazos; detuvo la exportación; destruyó las cebas de ganado y aun los hatos, y empobreció de tal modo a los cultivadores, que hasta hoy no han podido reponer sus pérdidas. Para calcular los estragos bastará de­cir que no ha faltado curioso que calcule en cincuen­ta mil pesos el valor de las canoas destruidas para im­pedir el paso del Magdalena al ejército de la Confe­deración, medida incomprensible si se considera que habría bastado hacerlas bajar el Salto de Honda pa­ra ponerlas en salvo.

Y cuando la miseria consiguiente a la destrucción de la industria ha exacerbado las pasiones de los o-breros de Bogotá, se les señala a los que llaman ricos como la causa de sus sufrimientos, y una protección ridicula, por medio de la tarifa de aduanas, como el remedio eficaz contra su malestar. ¡Pequeneces de las banderías! Pero no anticipemos los hechos, que ellos encontrarán colocación en su respectivo lugar.

La reducida producción del tabaco, por una par­te, y la paralización de las importaciones durante la guerra, por otra, aceleraron la explosión de la crisis industrial monetaria que nos oprime, agravada por el encarecimiento de las telas de algodón, causado por la guerra de los Estados Unidos del Norte. El consu­midor empobrecido y desnudo, y el productor arruina-

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do; tal fue la situación que nos legó la guerra. Fue preciso, sin embargo, importar lo que nos faltaba, y el numerario hizo para la nación lo que ciertas alha­jas para las familias: sacarnos del aprieto. Las tran­sacciones se han resentido desde luego de la falta de ese intermediario indispensable de los cambios, que con tanto acierto comparan los economistas al aceite que da suavidad al movimiento de las máquinas. La miseria, en consecuencia, ha estallado por todas par­tes y en ninguna con más rigor que en Bogotá.

Entre los buenos elementos de vida con que ha contado Bogotá, merecen un lugar distinguido dos clases de adquisiciones: la de los propietarios de la fértil sabana que lleva su nombre, y la de los hombres de otros lugai-es que, después de muchos años de tra­bajo, de economía y privaciones, adquieren un caudal que les permite fijar su residencia en un clima suave y en una ciudad que les brinda con empleo agradable para sus reutas y mediana seguridad. Con esas ren­tas se estimula el trabajo de muchas clases de artesa­nos, tales como los albañiles, carpinteros, herreros, pintores, ebanistas y tapiceros que se emplean en construir y adornar cómodas habitaciones; y el de los zapateros, talabarteros, costureras, sirvientes y to­dos los demás que contribuyen a crear los objetos y servicios que consumen los ricos y que no aparecerían si éstos faltaran. Los intrigantes y los declamadores, que han logrado extraviar el ánimo de algunos obre­ros, saben bien el inmenso daño que les hacen al pro­mover en ellos la envidia, el odio y otros sentimien­tos bajos, indignos de un pueblo inteligente y laborio­so; pero necesitan del engaño para ofuscar a las cla­ses pobres a fin de que no comprendan que es la in­tranquilidad y la guerra, que su ambición les hace

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promover, lo que verdaderamente empobrece al arte sano, privándolo del trabajo honrado y del goce de sus ahorros. Que expliquen esos falsos amigos los he­chos que lo han privado de los auxilios del hospital,f^;.: y los que dieron en tierra con la caja de ahorros, de­positario de sus sudores y del patrimonio de las viu­das y de los huérfanos pobres. ¡Cuan claro verían en­tonces, y de instrumentos ciegos de intrigantes desal­mados, esos artesanos se convertirían en sólido sostén de la tranquilidad pública!

Muchos de los llamados aquí ricos, porque han acumulado un mediano capital que les permite vivir lejos de los empleos, han sido antes obreros infatiga­bles, que se han impuesto duras privaciones, empezan­do su carrera desde legos de convento, cargueros y arrieros. Ellos han ganado sus grados en la milicia industrial, como los hijos del pueblo que han llegado a generales, por rigorosa escala, desde soldados rasos. Y no faltan algunos, de esos ricos, que hayan arros­trado la influencia de mortíferos climas y desmonta­do y cultivado tierras, de cuyos productos subsisten muchas familias, antes de ingresar a este gremio abo­rrecido por los que se creen llamados a gozar sin tra­bajar y sin imponerse privaciones.

Por imperfecto que sea el bosquejo que hemos he­cho de la fisonomía social, moral e industrial de Bo­gotá, bastarían estos rasgos para darle el grado de semejanza a que aspiramos. Fáltanos ahora describir la influencia ejercida por las pasiones y los partidos • políticos sobre los variados y contradictorios h e c h o ¿ ^ que hemos ido presentando, para llegar a la demostra-"^ ción de que la grande obra común a esos partidos e s ' la inseguridad, fuente de todos los males que apare-

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cen hoy concentrados en la miseria. No pretendemos escribir la historia política de la nación, sea porque la empresa traspasaría los límites que nos hemos tra­zado, sea porque nuestros actuales estudios son esen­cialmente sociales. Dejaremos a cada partido en po­sesión de los títulos y méritos con que se engalana y de las afrentas de que lo cubre o pretende cubrir su contrario, para dedicarnos únicamente a examinar la acción que los partidos políticos han ejercido sobre el desarrollo o la comprensión de los elementos buenos y malos que forman el modo de ser de nuestra socie­dad, con relación a la riqueza.

IV

Como el navegante que ve cada día presentarse nuevos horizontes, cuyos límites se amplían y se reti­ran a medida que la nave avanza, así vemos ensan­charse indefinidamente el campo de nuestras investi­gaciones con riesgo de perder el rumbo. Nos propone­mos en este artículo hacer ver que la inseguridad de la riqueza pública es causa principal de la miseria; porque al contemplar el espantoso cuadro que nos ofrece la actual situación, naturalmente el espíritu quiere investigar las causas que contribuyen a for­marlo. Nuestra labor sería lógica al proceder así; pe­ro se cortaría la cadena de los hechos tal como la exi­ge el asunto a que, principalmente, hemos deseado contraemos. Esta consideración nos mueve a pospo­ner el análisis de la composición, doctrinas y tenden­cias de los partidos políticos, para cuando hayamos concluido con el fenómeno de la miseria.

La inseguridad ha venido a ser nuestra atmósfera política. Ella nos rodea y nos penetra, y ha pasado

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a ser uno de los elementos del clima, el molde de nues­tros hábitos, costumbres e instituciones, y nos condu­cirá a una situación social más monstruosa que la de los Estados Berberiscos, en donde la barbarie siquie­ra no coexiste con las tradiciones de la civilización cristiana. La inseguridad es para la riqueza peor que los miasmas para la salud, y más vigorosa en su acción que la esterilidad del suelo. La industria, ayudada por la seguridad, ha domeñado las iras del océano, y hoy convierte en Argelia las arenas del desierto en campos cultivables, o exhuma en Suez los restos de una civilización que la inseguridad sepultó por ma­chos siglos. Los que quieran salvarse y salvar esta sociedad, deben apresurarse a levantar, como los ro­manos delante de Ñapóles, muros que detengan o des­víen las corrientes de lava que descienden del Vesu­bio, dejando también inscrita sobre las columnas en que reposen los diques opuestos a la anarquía la voz de alerta: ¡Posteri, posten, vestra res agitur!

La guerra intermitente y a períodos cortos ha si­do el estado normal de las repúblicas de Hispano-América. Decir que la guerra es la causa principal de la inseguridad es enunciar un hecho evidente. To­mar uno de estos accesos febriles y describirlo, es des­cribirlos todos; porque los nombres de los partidos, de los héroes y de las batallas no cambian la natura­leza de los hechos. Al bosquejar el cuadro hacemos las debidas reservas en favor de la porción sana de los partidos, que obra con desinterés personal, aun­que, a menudo, se deje exaltar también por las pasio­nes. Tomaremos los sucesos desde qne termina una de esas guerras, porque así se irán viendo los efectos convertidos en causas, formando esa cadena intermi­nable que hasta hoy no se ha podido romper.

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El Último cañonazo ha sonado. El orden reina en Babel, o la libertad de Varsovia, según el vencedor.

Los vencidos se dispersan. Unos se esconden tem­poralmente ; otros se expatrían; otros van a las cárce­les; otros vuelven impunemente a los garitos, atrios, calles y antros de donde salieron; otros, en fin, escu­dados por su nulidad, vuelven a sus ocupacioneé o au­mentan el número de los holgazanes y de los vicio­sos (1 ) .

De los vencedores se forman dos grupos principa­les. El uno, aunque menos numeroso, tiene su gran núcleo de parásitos y cuenta en su seno la mayoría de los héroes y de los patriotas a cuyos esfuerzos se atribuye el triunfo: esos se dirigen al Capitolio, a los empleos y, por supuesto, a las tesorerías. El otro, compuesto casi todo de los que se llaman hijos del pue­blo, con algunos ilusos a quienes la candidez o el en­tusiasmo arrancaron de sus oficios o de sus labores, toma el camino del hogar. Los pobres regresan a pie, porque para ellos no hay ajustamientos ni bagajes. Se les había hablado de honor, de religión, de moral, de libertad y de igualdad. . . Ellos van a encontrar sus chozas quemadas o derrumbadas; sus sementeras des­truidas; sus talleres desnudos; sus hijas seducidas; la holgazanería, el vicio y la rebelión de los hijos; las esposas . . . ¿ Mas para qué proseguir ?

Pacificado el país se despierta ail portero del tem­plo de Jano para que cierre para siempre las puertas, y después de restregarse los ojos y dar vueltas en bus-

(1) El nuevo derecbo constitucional, basado on la federa­ción, ha introducido y seguirá introduciendo modificaciones en los procedimientos, de que luego hablaremos. (N. del A.)

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ca de las llaves, como éstas se hayan perdido, tiene que conformarse con ajustarías no más.

La República vive del sufragio. Los buenos ocu­rren en tropel a las urnas, y como decía Breno: ¡ Ay de los malos si se acercan! Se echa en ellas todo lo que se sabe para purificar esas fuentes de la voluntad popular, y se sacan nombres purificados como por en­canto .

El Congreso abre sus sesiones y los diputados la bo­ca para oír el mensaje y los informes. Leída la rela­ción de todas las hazañas de los vencedores, de todas las fechorías de los vencidos, y dadas las debidas gra­cias a la Providencia, que se tomó la molestia de te­ner el dedo como puntero de reloj durante toda la lu­cha, marcando a los suyos, se procede a elaborar la felicidad de la patria. El método es bueno en todas las cosas.

Lo primero es recompensar los heroicos sacrificios del patriotismo acrisolado; y como los más meritorios son los ofrendados por muchos de los señores votan­tes, ellos agregan aún otro, el que más cuesta al hom­bre digno. Los proyectos sobre honores y pensiones llenan el orden del día, y los bancos resuenan a com­pás como otras tantas baterías asestadas contra la tesorería general. En los antiguos tiempos esta seño­ra era aliviada por la lista de todos los borrados de la lista de pensionados: ¡quién sabe cómo le irá aho­ra con el sistema de tratados!

Para que las pensiones sirvan de algo es menester que haya con qué pagarlas. La ley de arbitrios es de necesidad, y los cundinamarqueses y boyacenses están a la disposición de todo el país para pagar más cara la sal. Las aduanas también. Como el porvenir es

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muy taimado, se toman precauciones y se permite ca­pitalizar las pensiones y coger de una vez el todo (1).

Pero ni las aduanas, ni las salinas dan lo suficien­te, porque el tesoro está gravado con antiguas y nue­vas deudas. Es preciso dar una ley de crédito público y otra de suministros. Algún financista bogotano, cu­yo nombre sería lástima que no se transmitiese a la posteridad, tenía ideas fijas sobre el asunto: las deu­das viejas no las pagaba, y las nuevas las dejaba en­vejecer. Los dos principios, que a la verdad no for­man sino uno, sirven de base a nuestras legislación fiscal (2). Así se completan los recursos o arbitrios, ya que la miseria de los pueblos no permite crear nuevas contribuciones.

Algo tranquilizada la conciencia en cuanto a los deberes de justicia impuestos por la situación, se pro­cede a pensar en los medios de asegurarla. Una nue­va constitución es, como quien dice de tabla (3). Si el vencedor es A, procede a obrar con franqueza, por­que sus principios lo permiten. Para él la libertad de un pueblo consiste en que se le permita hacer lo que desea y no se le obligue a ejecutar lo que repugna: es decir, en que las instituciones se amolden a las creen­cias, los hábitos y las costumbres, dando por sentado

(1) Ksta ha sido una de las recientes perfecciones del método. (N. del A.)

(2) Sobre este ramo lo mismo que sobre la desamortiza­ción, nos extenderemos en su lugar. (N. del A.)

{3) Por desgracia nunca .se escogen maderas en sazón: unas por demasiado verdes, otras por demasiado secas, todas quedan expuestas a pronta destrucción por la carcoma. (N. del A.)

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que no cambian. Si es B quien ha subido al poder, en­tonces los pueblos son libres y felices cuando las ins­tituciones se apoyan en las teorías más adelantadas, o on las que están expuestas en la última edición del último libro de filosofía o de política. En el primer caso las leyes son francas y lógicas, pero en el segun­do la constitución, que debe consagrar todos los dere­chos, inclusive los de los vencidos, requiere leyes com­plementarias que aseguren el poder en manos de los vencedores, pues si éstos no han de ser los que plan­tean el sistema, ¿cómo habrá de esperarse que los ene­migos lo respeten? En ambos casos las garantías de la propiedad y de la libertad deben dejar abierta una puertecita por donde quepan la expropiación y el re­clutamiento, cosas que vienen a parar en una sola: el despojo. Al que tiene propiedad se le despoja de ella, al pobre que no tiene más que su persona, se le expropia esa persona.

Al leer tantas constituciones como las que se ex­piden cn esta tierral, nos ocurre que en vez de tantos libros consultados para elaborarlas, convendría em­papelar los salones de las cámaras con los cartelonee en que el doctor Brandreth recomendaba sus pildoras con un aforismo tamañote: "constitución es lo que constituye, y lo que constituye es la sangre"; sea la que se derrama a torrentes en la guerra, o la que que­da en las venas de los señores que legislan, inficiona­da por los odios, la sed de venganzas y la vanidad.

El Congreso cierra sus sesiones. En todos los em­pleos quedan instalados los verdaderos patriotas; y servidores leales, encanecidos muchos sobre el bufe­te, salen a vender las finquitas de la familia y a men­digar después. El servicio público está en manos nue­vas, inexpertas, y anda como todo. Los papeles de la

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deuda empiezan a cotizarse en concurrencia con las órdenes de pago, y una verdadera plaga de libranzas, billetes, órdenes, certificados, vales y todas las saban­dijas inventadas, acuden a Qas oficinas de recauda­ción y pago. El sofisma se descubre: créditos como mil pesan sobre fondos como diez, el descrédito apa­rece y la nueva deuda empieza a envejecer. Los agio­tistas, que según la creencia general, se chupan la sangre del pueblo, por lo común se chupan los dedos como cuando se recibe una quemadura.

La época de elegir el nuevo Presidente se acerca. Los partidos escogen por candidato al que sea más odioso a su contrario. La agitación empieza. Ya la prensa ha roto la mordaza y los escritores se lanzan a encomiar a los suyos y vilipendiar a los adversarios. El partido de oposición aparece con nuevas fuerzas: a él se han pasado todos los chasqueados por el minis­terio, y la masa de la nación, que empieza a desenga­ñarse al ver que la dicha no asoma por ninguno de los puntos del horizonte, se reconcentra y deja a los gritones de cada partido que se avengan como puedan. Ella no ve en los gobiernos sino partidos, porque és­tos, además de querer gobernar por sí solos, quieren gobernar para ellos solos. La oposición, como la de­fensa, es sistemática, apasionada y demente en lo ge­neral. El que tenga la ocurrencia de proponer medi­das de avenimiento y de usar de un lenguaje reposado, es un híbrido, un cubiletero, un domingo siete.

No hay remedio: es preciso romperse las cabezas. La salvación de la patria lo exige! El partido-gobier­no se alarma; se le pide energía y da violencia. La prensa oposicionista calla, porque los escritores son perseguidos, quedando la Gaceta con el privilegio ex­clusivo de mentir. La Constitución concede facultades

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extraordinarias o tiene su artículo 91, y aun cuando no lo tenga, hay uno para todos los gobiernos: el sa Ius nostri suprema lex esto.

La minoría, privada por las instituciones, o por los abusos de la mayoría, de una participación legíti­ma en el manejo de los negocios, tiene también el ar­tículo 91 de los pueblos: el santo derecho de insurrec­ción.

Llegadas las cosas a este estado, failta sólo saber quién empieza. El gobierno enviaba antes gobernado­res e intendentes a preparar los ánimos de sus contra­rios; ahora envía emisarios y divisiones del ejército a recoger las armas en los Estados, casualmente al tiempo mismo en que una revolución local se prepara o estalla. Otra coincidencia es la que sean las armas que más falta hacen las que se encuentran en aque­llos Estados cuyos gobiernos no son adictos al parti­do que domina en la capital de la Unión. Si el go­bierno resuelve quedarse a la defensiva, la oposición organiza sus guerrillas, o el gobernador del Estado soberano tál, declara roto el pacto constitucional po¡r setenta mil razones que sería largo enumerar.

Desde los primeros anuncios del huracán, los ne­gocios se resienten de la inseguridad. El importador suspende sus órdenes de compra y restringe los cré­ditos; el vendedor de ropas al pormenor se siente a-premiado, suspende compras y activa los cobros; el ex­portador compra con más cautela o suspende las com­pras ; el agricultor no encuentra salida fácil para sus frutos y restringe sus siembras; el jornalero ve dismi­nuir el jornal y a poco las ocasiones de ocuparse; el dueño de ganados quisiera comérselos, ya que no los puede esconder ni vender; el que tiene caballos y mu-las les da pasto sólo por compasión, pues ya no se

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considera como dueño; todos, en fin, cobran a un tiempo, niegan a la vez el crédito, abren los escondi­tes para sus ahorros y para sus personas, y preparan esas caras divididas en dos faces que les han de ser­vir para salir a la calle a reír con el que ríe o llorar con el que llora, según las novedades del día.

El gobierno siente el suelo como si fuera un mal andamio y allega materiales de toda clase para afir­marlo. Publica el bando de alistamiento y saca la bandera del orden, de la religión, de la libertad o de lo que fuere. Los ciudadanos ya saben lo que eso sig­nifica. Los amigos acuden a las filas, precedidos por todo lo que hay de hábil en el numeroso gremio de los parásitos, y los enemigos huyen o se ocultan, y si ni lo uno ni lo otro pueden hacer, se quedan a vivir como ilotas aguardando que salga la lista para el em­préstito. Los parásistos, que madrugan a solicitar las comisiones más meritorias, arreglan a su sabor las cuentas viejas, abren nuevas, o castigan a los que en otros tiempos no se prestaron a abrirlas. Para ello cuentan con las órdenes para entregar caballos y mon­turas, para reclutar al criado si el patrón es inhábil para las armas, y con mil medios que se modifican según la categoría y negocios de las víctimas.

Rebaños de aquellos ciudadanos a quienes tanto se halagaba al rededor de las urnas electorales, entran a los cuarteles bajo la garantía de la soga, dejando sus familias, sus talleres, sus labranzas bajo la garantía del tinterillo que ha empuñado el bastón de alcalde. Hay que vestirlos y equiparlos, lo que supone bayetas, lienzos, etc., etc. Se sale de la dificultad ya compen­sando empréstitos o emitiendo libranzas sobre las aduanas, ya procediendo conforme al respectivo ar­tículo del decreto sobre suministros. Si el caso es

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muy apurado y los contrarios no han sabido madru­gar, se abren las puertas del presidio y se organiza el batallón restaurador que, al grito de ¡mueran los la­drones! se abalanza en formación sobre la sociedad.

Los rebeldes entre tanto han ido formando sus guerrillas después de llenar la formalidad del acta de pronunciamiento para nombrar el gobernador o jefe civil y militar provisional y hacer conocer del mundo que en la tierra clásica de los libres la tiranía es im­posible. Las caballerizas y dehesas han amanecido va­cías: este es el primer anuncio de que los defensores de la propiedad han partido y se dirigen al punto de reunión. Desgraciado el primer pueblo que escojan para proclamar los principios, porque los labriegos son arrastrados a la fuerza, los propietarios puestos a rescate, las rentas y edificios públicos saqueados; las cárceles vomitan sus bandidos y los pillos del lugar pasan a engrosar las filas. En los archivos de los juz­gados, notarías y cabildos se buscan los procesos, las escrituras y todo cuanto documento pueda, con su o-cultación, establecer la impunidad, cancelar las deu­das o preparar albricias para más tarde, o se hace con ellos un auto de fe.

La paz del hogar desapa,rece, los vínculos de la fa­milia se relajan o se rompen, porque la discordia pe­netra por donde quiera hasta dividir los esposos y hacer de la República un pueblo de atridas. Las rela­ciones sociales se saturan de cólera, y el sarcasmo, la ironía, el espionaje y la delación suceden a la fran­queza y cortesanía de nuestro carácter.

Los beligerantes están preparados y las campañas se abren. Cada batallón tiene a su cabeza dos o tres generales, un piquete le corresponde a un coronel, y aun sobran generales y coroneles. Los equipajes y

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avíos caben en las maletas que cada cual carga con­sigo, mismo. El tren de hospitales y ambulancias es tan diminuto como exagerado el número de los jefes: un médico y un botiquín para todo el ejército. Con semejante tren se han de atravesar ríos caudalosos, páramos, ciénagas, climas ¡udientes, y todo eso por caminos írago.«os, muchos de ellos despoblados y sin recursos de ningún género. La fatiga, el hambre, el paso de unos climas a otros, el desabrigo, todo cons-pií-a a diezmar las tropas antes de que la peste esta­lle y los combates completen la obra de destrucción. Para calcular la mortalidad bastaría comparar la fuerza con (¡ue sale un batallón que se dirija de Bo­gotá a Honda o a la Costa, y la que trae a su regreso, aun sin haber combatido. En ningún país del mundo consume la guerra tantos hombres como en el nues­t ro ; y como ellas son civiles, el consumo es por parti­da doble. ¡Cuántos millones de pesos no importarán los jornales de todos los hombres que una revolución aniquila en un año! ¡Cuántos millones continuarán perdiéndose hasta que la generación destruida sea reemplazada! Así los ejércitos andan en la continua tarea de reemplazar las bajas, y su paso es una ver­dadera cacería de hombres, caballos, ganados, galli­nas y cuanto quede al alcance de su voracidad insa­ciable.

Las partidas enemigas se cruzan por dondequiera, deteniéndose en los poblados el tiempo necesario para recoger los ganados y las bestias, deponer las autori­dades, establecer otras, vejar a los neutrales, ultrajar y despojar a los del contrario bando. El gamonal o tinterillo A, es por la mañana alcalde y sirve de guía a los sabuesos para encontrar en sus escondites a sus enemigos personales, que califica de enemigos de la

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causa; por la tarde le llega el tumo al compadre B, que es del otro partido y que no se queda atrás en punto a represalias.

Los puentes, los caminos, las cercas y puertas de las heredades y las embarcaciones se dañan, o se des­truyen al paso de las tropas, y en las ciudades los edi­ficios de los colegios se convierten en cárceles y cuar­teles. Hemos visto hacer trincheras con volúmenes de las bibliotecas públicas, de las cuales y de los museos desaparecen preciosos documentos de la historia, jun­to con los instrumentos y útiles traídos a gran costo para el estudio de las ciencias naturales. Ni aun los trofeos de nuestras verdaderas glorias escapan de es­te vandalaje, y hasta los retratos de nuestros hombres eminentes sufren el ultraje de la más vil canalla.

Los barcos de vapor que por el proyecto de ley que presentamos en 1851 y que se sancionó en 1852, debían servir de vehículos neutrales al comercio y a las comunicaciones, estorbaban así, y poco a poco fueron despojados de sus prerrogativas hasta quedar convertidos en máquinas de guerra, al alcance del úl­timo jefe de partida. La expropiación de esos buques ha costado sumas relativamente fabulosas y nos ex­pone a cuestiones internacionales. Abandonadas las antiguas embarcaciones, la incomunicación es com­pleta para el tráfico; y si llega a durar algunos me­ses, los cargamentos se aglomeran en Honda y en Ba­rranquilla, y pierde el país los intereses de gruesos capitales, o los capitales mismos.

Las expropiaciones han de hacer frente no sólo a las necesidades reales de los ejércitos, sino al más es­túpido despilfarro. Hatos y recuas enteras se arrean a la retaguardia, perdiéndose más de la mitad por muerte o extravío, y el resto de los ganados sirve pa-

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ra racionar la tropa sólo con carne, en cantidades que le permitan adquirir con el sobrante los objetos que le faltan. Los caballos y muías de aprecio pasan al poder de muchos cuatreros divisados de jefes, y laa bestias comunes sucumben a la fatiga, se venden a vil precio o desaparecen robadas. Al leer las leyes y decretos sobre expropiaciones y suministros, se pu­diera creer que van a abrise libros y registros ordena­dos y que se darán documentos en debida forma, bas­tantes para que su presentación dé derecho al recono­cimiento de los créditos. Mas no sucede así, porque las cosas que se toman de prisa, de noche, en los corra­les o en los caminos, no pueden figurar en libros. Agregúese a esto que cada bando expropia de prefe­rencia a los partidarios de su contrario con el ánimo de arruinarlos, y mal pudiera esperarse el cumpli­miento de la ley por tales gentes. A todo esto con­ducen las funestas teorías en que se pretende apoyar la expropiación sin previa y justa indemnización.

Los ciudadanos despojados que logran algún si­mulacro de fórmulas, saben que sus créditos han de ser reconocidos con dificultades infinitas y que el go­bierno les dará en pago documentos depreciados. Na­tural es que se esfuercen en obtener altos avalúos. Concluida la guerra se entablan las reclamaciones, y son tales las trabas opuestas a la comprobación de loe créditos legítimos, que se hace más fácil la fabrica­ción de expropiaciones ficticias. Este último oficio ha venido a ser uno de los más lucrativos, pues no pudiendo el gobierno encontrar en todas partes jueces probos y agentes fiscales activos y enérgicos, o vién­dose éstos en la necesidad de aceptar los perjurios de los testigos por la dificultad de probarlos, los falsa­rios presentan completa la cantidad de prueba que la

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ley ha determinado para los pleitos en general, en el supuesto de que ambas partes desplegarán toda su energía para el ataque y la defensa. El resultado de esto es que el tesoro nacional tiene que reconocer mi­llones de pesos por falsos suministros, que entrando en concurrencia con los legítimos, hacen sufrir a és­tos una pérdida adicional.

Entre los males que se sufren no es despreciable el de las reclamaciones de los extranjeros expropiados y la dureza con que algunos de ellos explotan la ventajo­sa posición que les da el miedo que inspiran sus go­biemos. Es un deber de justicia reconocer que la ma­yoría de los extranjeros residentes presta servicios generosos y oportunos a un gran número de personas, ya asilándolas en sus casas, ya cubriendo con su nom­bre las propiedades más amenazadas; pero no faltan algunos que compran a vil precio todo cuanto pueden, o que, expropiados también, formulan reclamaciones exageradas que las autoridades demoran y entorpe­cen por hábito, por desconfianza, o porque los ofici­nistas rutineros se apegan a las fórmulas complica­das y a veces ridiculas de los procedimientos admi­nistrativos. Las reclamaciones vienen a parar en cuestiones internacionales cuyo resultado es que el gobierno tiene que aceptar los términos de arreglo que se le imponen. Clámase contra el abuso de la fuerza porque los gobiernos de Europa y Norte Amé­rica comprenden que su misión es dar seguridad a los derechos de sus subditos, y porque dándola ellos tam­bién a los extranjeros en sus dominios, exigen que los gobiernos de Sur América obren como tales. La anar­quía ha extraviado de tal modo nuestras ideas, que el odio que inspiran las reclamaciones no se dirige con­t ra las causas que han venido a producir la vergon-

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zosa distinción que se hace, aun en las leyes, entre los derechos de los nacionales y los derechos de loe extranjeros; distinción inmoral que obra sobre el ca­rácter, humillándolo y abatiéndolo. Algunos abusos, como los hechos ejecutados recientemente por Espa­ña, disculpan las antipatías creadas; pero además de que España es hasta cierto punto una nación surame­ricana con alguna fuerza, en la generalidad de los ca­sos la razón no ha estado de parte de nuestros go­biernos.

¿Para qué hablar de la ferocidad que se despliega en los combates? Que otros la llamen valor y heroís­mo: nosotros reservamos esos nombres para cuando la sangre de nuestros hermanos se derrame en defen­sa de la dignidad nacional, o para cuando, entrando los partidos en la vía de la moderación y la honradez, la creamos derramada en defensa del derecho. Con­formémonos con- decir que si la mortalidad en los combates que en otras partes se libran, hubiera de compararse con la que aquí sufrimos, habida conside­ración al número de los combatientes y a la calidad de las armas que se emplean, pocos pueblos podrían igualarnos: verdad es que ellos preferirían dejar a las fieras semejante emulación.

Mucho más cumple a nuestra tarea seguir la suer­te de los heridos y los prisioneros, que en cuanto a los combatientes ilesos, ellos cuidarán de consignar en los partes de la batalla las evoluciones de la táctica y las proezas de los héroes, bastándonos notar que no hay guerrero de éstos a cuyo nombre no precedan dos o tres adjetivos altisonantes. Los heridos de ambos bandos quedan sobre el campo de batalla expuestos a todos los horrores de su situación, bastando apenas el cirujano o curandero del ejército vencedor (el del

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vencido se guardaría bien de no huir) para atender a los notables, repartiendo al acaso uno que otro cuida­do a los heridos pobres. Los verdaderos hospitales son las casas de los particulares en las ciudades y las cho­zas de algunos labradores en los campos, en donde se les atiende según los medios de que la caridad dispone; y apenas empieza la convalecencia, estas víctimas sa­len a las calles o a los caminos a mendigar el pan ex­hibiendo sus cuerpos mutilados.

Los prisioneros que hace el partido rebelde, cuando éste no tiene dominado un vasto territorio, ingresan a las filas del vencedor como soldados, o pagan su res­cate; si no quieren pagarlo o si son peligrosos, visten la cachupina (1) y siguen a las guerrillas en Sus co­rrerías hasta que el dolor del tormento los rinde y quedan inutilizados como enemigos y como hombres. Los prisioneros que hace el gobierno, si cuenta con la capital o con otras ciudades, al abrigo de un golpe de mano, se amontonan en cárceles sin ventilación ni aseo y sufren los rigores del hambre, la fetidez de la habitación y las enfermedades consiguientes.

Triunfa alguno de los bandos y el tiltimo cañona­zo se oye. Lo demás como al pr incipio. . .

Al presentar en relieve los hechos que dan carác­ter a nuestra vida política, estamos lejos de preten­der que la nación haya descendido tan abajo como los pocos pero audaces hombres que la agitan; ni de ne-

(1) La cachupina es un corsé hecho de piel de toro que se moja para ponerlo, y al secar. Ja pieü ae contrae fuertemwite y sujeta los brazos de la victima sin dejarle movimiento y lla­gándole el cuerpo. Si el clima es cálido y pasan muchos días, cada llaga se transforma e n . . . gusanera! (N. del A.)

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gar que entre los que toman las armas hay nobles ca­racteres y corazones que hacen latir él patriotismo y e\ sincero amor al orden y a la libertad. Nuestra la­bor habría sido interminable si oo nos hubiésemos concretado a los hechos que dan realce a la fisonomía y que son comunes a todos los partidos, dejando a um lado las excepciones honrosas. Las doctrinas que los han caracterizado, sus tendencias y las huellas más duraderas que ha ido dejando su paso por el poder, serán materia de otfo estudio.

Ahora nos falta hacer resaltar en pocos rasgos los efectos de la inseguridad respecto de la riqueza en ge­neral, y los de la última guerra respecto de Bogotá en particular. Ante todo, hay un hecho importantísimo que apenas empieza a manifestarse, pero que amenaza tomar proporciones pavorosas. Me refiero a la sobe­ranía que la forma federal ha tra^adado a los Esta­dos.

La Constitución de 1863, que es a los ojos de mu­chos un verdadero logogrifo, organiza la anarquía. Los Estados están sometidos, para su vida propia, a las mismas influencias que la nación; y si el nivel moral de las clases influyentes en la política nacional ha descendido visiblemente en los últimos años, en el gobierno de los Estados empieza a llegar a cero. En cada uno de ellos, caudillos infatuados o corrompidos se disputan el poder y mantienen la sociedad en per­petua lucha, entregada al más desenfrenado vandala­je. Todo lo que hemos descrito tiene lugar hoy per­manentemente en ciertos territorios con un aumento creciente de inmoralidad, porque se empiezan a explo­tar los odios de raza, los celos de localidad y la envi­dia, que se procura sembrar entre las clases pobres.

Los Estados hacen también por su cuenta Jos re-

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clutamientos y las expropiaciones, contraen deudas y disponen de la propiedad y de la vida de los ciudada­nos en uso de la soberanía. A juzgar por el de Antio­quia, en donde el orden se ha conservado y guardado mejor, esas deudas serían enormes si el latrocinio eri­gido en principio de finanzas permitiera averiguar las cifras; porque Antioquia ha reconocido más de un millón de pesos como deuda municipal. El nuevo de­recho constitucional, que pe^rmite poner fin a las con­tiendas por medio de tratados o convenios, podrá con­ducir a la impunidad legal de toda clase de atentados si con tiempo no se pone remedio a las causas funda­mentales de la anarquía. Las clases laboriosas serán la única víctima desde que las parásitas comprendan que pueden hacer su negocio sin matarse. Agregúese a esto que los dominadoi'es de los Estados van ya comprendiendo lo inmenso del poder que tienen en sus manos, y se verá mejor la extensión y la inminencia del peligro. Hay Estados en donde se empieza a ex­pedir leyes a que la opinión pública pone nombres pro­pios, y puede llegar el caso en que no sólo sean soca­vadas las bases de la propiedad y de sus garantías, sino en que la familia misma, los dulces y sagrados vínculos que unen a los esposos y los hijos, o los cui­dados y tutela con que se protegen los intereses del huérfano, sean materia de cálculos y de explotación para los parásitos.

Para calcular los efectos de la guerra y de la in­seguridad sobre la riqueza, tomaremos por punto de partida las sumas que el gobierno nacional ha reco­nocido por suministros en la última guerra. Según el informe del Secretario del Tesoro y Crédito Nacional al presente Congreso, la deuda flotante reconocida desde 1862 y la que se calcula tener que reconocer se-

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gún el monto aproximado de las reclamaciones pen­dientes, ascenderá a la suma de f 12.702,505. Agre­gúense las deudas contraídas y pagadas en otras for­mas, y quizá no haya exageración en elevar la cifra a $ 15.000,000. Téngase ahora presente la enorme suma que sería reconocida si todas las expropiaciones he­chas por el partido vencido se declarasen deuda na­cional; toda la riqueza que se destruye inútilmente y que no puede figurar como suministro; la que los me­rodeadores de ambos bandos se apropian o consumen; la que los Estados y sus respectivos contrarios des­truyen por su cuenta, y el guarismo total de esta adi­ción nos dejaría asombrados. Y sin embargo, la ri­queza que destruye la guerra es infinitamente menor que la que deja de crearse durante ella y mientras im­pera la inseguridad. Todo el capital de la nación queda inactivo; los brazos que toman el fusil y loa que se cruzan por falta de trabajo, dejan de fecundar la tierra y de ejercitarse en las artes; la desaparición completa del ahorro detiene todo progreso, de modo que los fondos productivos se colocan a descu,ento compuesto, es decir, a la destrucción progresiva, en vez de colocarse a interés compuesto, como sucede en todos los países cuya industria se desarrolla al ampa­ro de la seguridad. Esta es la fórmula que mejor puede definir el grande azote de la industria en loa países anarquizados.

La guerra de 1860 ha traído consecuencias especia­les para Bogotá por haber sido la primera que ha po­dido volcar en Nueva Granada el gobierno legítimo y presentado a' uno de los libertadores la ocasión, por tanto tiempo deseada, de salvar a su modo la patria que ayudó a independizar. El General Mosquera, umo de los pocos grandes caudillos americanos en quienes

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se han reunido las dotes y la fortuna del guerrero con una instrucción tan variada cuanto poco profunda en muchos ramos, el General Mosquera, decimos, que se ha creído siempre llamado a fundar el crédito nacio­nal, aprovechó la ocasión que le presentaron los suce­sos de 1861 para imponer de hecho sus ideas, creyen­do levantarse un monumento de gloria. La experien­cia, que no adula, se ha encargado de probar, una vez más, que en crédito, como en todo, la verdad y el de­recho son los únicos materiales con que se construyen los monumentos de gloria.

En nuestro próximo artículo diremos cuál es la influencia que en nuestra opinión han ejercido sobre la riqueza o sobre la miseria los dos famosos decretos gemelos del 9 de septiembre de 1861.

Al empezar la guerra de 1860, la República esta­ba en vía de fundar definitivamente su crédito y es­tablecer en sus presupuestos anuales el equilibrio en­tre las rentas y los gastos, equilibrio que habría sido-un poderoso elemento de paz, porque devolvía al go­bierno y a la autoridad una parte del prestigio y res­peto que han ido perdiendo con la serie de atentados que forman la legislación sobre crédito nacional inte­rior. El convenio, hoy vigente, con los acreedores ex­tranjeros, estaba iniciado e iba a borrar de los presu­puestos esos millones de pesos por intereses vencidos, que impedían el equñibrio deseado, con la simple ope­ración de convertirlos en deuda consolidada. Además, aplicada al pago de los intereses y amortización del capital una cuota-parte del producto de las aduanas.

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quedábamos perfectamente seguros de cumplir en adelante.

En cuanto a la deuda doméstica, ella tendía hacia la extinción progresiva de la flotante, quedando la renta sobre el tesoro al 6 por 100 como la forma de­finitiva bajo la cual la República se prometía fundar y emplear su crédito. Y con razón podía prometérse­lo, puesto que pagaba los intereses a la par y adelan­tados, y el precio de los vales era el 50 por 100, lo que se puede llamar la par en un país en donde el interés corriente es 12 por 100 al año. La deuda flotante ha­bía llegado casi a su máximum de valor, porque los fondos de amortización, que eran cuotas fijas de los derechos de aduana, crecían a medida que aquélla se efectuaba y se empezaban a respetar.

El gobiemo encontraba personas que por verdade­ro negocio y voluntariamente le dieran dinero presta­do a una cuota que era el menor interés corriente. Cierto es que se exigieron prendas e hipotecas, porque la experiencia aún no había comprobado que los par­tidos políticos podíaii no ver en los contratos hechos con el gobierno, actos obligatorios para esa entidad moral, que no cambia con el personal de los que go­biernan .

Bogotá tenía en aquella época más de dos millones de pesos invertidos en documentos de la deuda inte­rior, pertenecientes no sólo a los capitalistas y comer­ciantes que hacían contratos y pagos a las aduanas, sino a la caja de ahorros, el hospital, la casa de refu­gio, los colegios, las escuelas y muchas personas como viudas y menores, que en la renta sobre el tesoro, bus­caban una colocación segura y ventajosa.

También pertenecían a Bogotá más de cinco mille-nes de pesos en casas, tierras y acreencias, cuyos ren-

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LA MISERIA Blí BOGOTÁ • !

dimientos disfrutaban las comunidades religiosas, los enfermos, los desamparados, los pobres, los maestros y catedráticos de las escuelas y colegios, los alumnos, los servidores públicos y los vecinos de la ciudad.

El partido liberal había creído atacada la sobera­nía de los Estados y monopolizado el sufragio en pro­vecho exclusivo del partido conservador, que gober­naba con el doctor Ospina en la Confederación. En­cendióse la guerra, y ambos bandos se llamaron de­fensores de la Constitución nacional, empeñándose, a cual más, en persuadir a los pueblos de la verdad y sinceridad de su misión. El 18 de julio de 1861 dio el triunfo al partido liberal; y cuando se esperaba que ese triunfo consolidase el respeto a la Constitución, y afianzase la soberanía de los Estados y las doctrinas liberales sobre el sufragio, la autonomía municipal y otras que venía predicando desde tiempo atrás, la fi­gura de un dictador se destacó de entre las ruinas de la patria y de en medio de ila polvareda y el humo de los combates. Constitución y doctrinas se olvidaron, y sólo se habló en adelante de las conquistas de la revolución, que nadie definía, que todos los liberales fingían conocer, y que sólo el cerebro de un hombre excitado por el vértigo del triunfo podía proclamar. Los fusilamientos del 19 de julio dieron la señal de ana nueva guerra, a la cual se arrojaron como com­bustibles : derechos, creencias, dignidad, preocupaciones y todo cuanto pudiera alimentar la hoguera en que ar­dían las pasiones. El tiempo dirá cuáles de los liberales han sido fieles a la verdadera causa de la libertad y cuáles los que, conservando y aun monopolizando el nombre de liberales, se han pasado a las doctrinas enemigas del derecho humano.

En tales circunstancias aparecieron los dos decre-

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tos de 9 de septiembre, destinados a fundar el crédito nacional, a desatar la propiedad y la industria, para­lizadas por las manos muertas, y a extirpar el fana­tismo religioso. Los famosos gemelos formaron el sancta sanctorum de la revolución, que nadie, sin co­meter delito de leso liberalismo, podía atreverse a to­car. El de crédito público desconoció las condiciones con que se habían contraído las diferentes clases de deudas no consolidadas, para reducirlas al único ti­po de los bonos flotantes con 3 por 100 de interés, y las consolidadas perdieron el carácter de billete al portador, admisible en pago de las contribuciones, que tenían sus cupones. El decreto sobre desamorti­zación de bienes pertenecientes a las comunidades o entidades religiosas y municipales, y a los estableci­mientos de instrucción, beneficencia y caridad, no re­caía sobre bienes que tuvieran el carácter de inenaje­nables, destruido desde 1821, y fue tan sólo una ocu­pación arbitraria y violenta de bienes y derechos po­seídos legalmente.

El decreto de crédito público se ha querido defen­der como la más sabia combinación financiera que se haya ejecutado en la República. Esta, se decía, iba a pagar a todos sus acreedores el 100 por 100 de sus cré­ditos, puesto que destinaba la totalidad de los bienes desamortizados a ser rematados en pública subasta por documentos de la deuda pública. Objetábase que no era permitido al gobierno alterar, como parte con­tratante, sus obligaciones, y que consistiendo los me­dios de pago en bienes que para la mayoría de las con­ciencias eran ajenos, los acreedores no podían, con justicia, se;r obligados a recibir la ley de su deudor. Replicábase con la famosa teoría de que el gobierno representa los derechos de la mayoría, delante de los

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LA MISERIA EN BOGOTÁ 6 3

cuales los derechos de la minoría no son derechos, o si lo son, su calidad es muy inferior. Así, la cuestión derechos es de pura aritmética; porque basta contar el número de los individuos que los alegan, y hecha la adición, allí donde haya más pares de puños habrá mayor o mejor derecho. De esta fuente salen también los derechos de muchos que van o que deben ir a los presidios.

Hombres y escritores honrados han sido conduci­dos a emplear semejante principio de razonamiento, porque han aceptado, sin bastante reflexión, la doc­trina de que las leyes que rigen las sociedades huma­nas no son otra cosa que la expresión de la voluntad general, que los jurisconsultos consideran en seguida como la fuente de los derechos. El significado de las palabras ley, sanción y derecho queda así sometido a una lamentable confusión de ideas, de la cual han nacido los famosos cuanto deplorables sofismas de Rousseau, y Jos infinitos atentados cometidos de bue­na fe en los países republicanos, cuando para estable­cer el derecho no se tiene en cuenta la naturaleza bue­na o mala de los hechos en que se hace consistir. Pe­ro dejemos a un lado esas cuestiones, que hallarán me­jor colocación en otra serie de estudios. Lo que por ahora nos compete examinar son las consecuencias del decreto antes citado, relativamente a la riqueza en Bogotá.

A pesar de todas las esperanzas que se fundaron en la desamortización, sucedió, con los bienes que ella ocupó, algo parecido a lo que acontece cuando el dia­blo entra en tratos con los humanos, a quienes enga­ña con su oro, que, al llegar el alba, se convierte en carbón. Los bonos de 1861, que habían de dar a sus poseedores una cantidad en metálico o en bienes equi-

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valente en su valor nominal, jamás subieron del 30 por 100, y han terminado por no levantar del 10 por 100. Al principio se llamaba la baja de los bonos alza del valor de los bienes, sofisma que habría aparecido des­carnado si éstos se hubieran rematado por dinero y pagádose con él los bonos; pero al fin ya fue un es­cándalo que los bienes sólo produjesen el 500 por 100, y se mandó cotizar su valor corriente en el mercado para la admisión en los remates.

La suerte de la deuda consolidada fue más defini­da, porque se suspendió casi absolutamente el pago de los intereses. El precio de los vales bajó del 50 por 100 al 20 i)or 100, y el de los cupones, de la par al 10 por 100.

Con estos datos, y sin hacer cuenta alguna de las expropiaciones que correspondieron a Bogotá durante la guerra, en común con el resto de la República, la ciudad perdió más de un mlUón de pesos por la de­preciación de la deuda. Si a esto se agrega que el Go­bierno Provisorio puso en circulación enormes canti­dades en billetes de tesorería que se daban en pago de servicios, la mayor parte prestados por personas residentes en Bogotá, y que esos billetes no pudieron jamás valer sino en razón de los insignificantes fon­dos aplicados para su rescate y de la ninguna confian­za que se tenía en la estabilidad y en la probidad del gobierno, el daño infligido a esta ciudad aparecerá más grave y ,más excepcional.

Los «índicos y tesoreros de los establecimientos públicos se vieron poseedores de gruesas sumas en bi­lletes, a la vez que los enfermos se morían de hambre, los colegios se cerraban, los depositarios de la caja de ahorros gritaban: ¡robo!

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¿No había de acelerarse la aparición de la miseria con tan grandes como inmerecidas pérdidas? ¿No ha­bía de cundir la inmoralidad cuando se daban órde­nes para cancelar las hipotecas sin estar cubiertos los créditos que ellas aseguraban, y para no admitir los cupones de los vales dados en prenda?

En las épocas calamitosas, y especialmente al ter­minar una guerra, cuando los capitales han sido con­sumidos improductivamente y la industria tiene qne reorganizarse, los gobiernos no pueden fundar cálcu­los para cubrir sus deudas sino en el porvenir, que siempre promete la paz, aunque no sea muy fiel a «us promesas. El presente no ofrece en tales casos sino miseria. De aquí nace que los gobiemos que han que­rido tener crédito y dar buen ejemplo a sus subditos se han esforzado en obtener la consolidación de sus deudas, y para conseguirlo, sin emplear la violencia, han empezado por asegurar el pago de los intereses. El capital produce al acreedor lo que legítimamente puede esperar de él como renta, y en cuanto al valor del fondo, la paz promete restablecerlo. Inglaterra pudo sostener con este sistema la guerra contra la in­dependencia de los Estados Unidos, y en seguida con­tra la dictadura de Napoleón en Europa. William Pitt fue tan hábil financista como firme y enérgico político. La renta inglesa al 3 por 100 vale nueve ve­ces tanto como nuestros bonos, a pesar de que ella se cuenta por miles de millones. ' Cuando se prefiere el sistema de flotan tizar las deudas, ellas pesan sobre los recursos ordinarios e imposibilitan la acción del gobierno. Ningún servi­cio se paga con puntualidad ni se presta con gusto o con esmero, y todo se vuelve confusión, embrollo y descrédito. Este sistema está condenado entre nos-

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otros por la experiencia, desde 1840 hasta hoy; y es bien extraño que en una nación en que se ensayan to­das las novedades, por extravagantes que sean, no se introduzca una práctica qne se apoya en el buen sen­tido y en los buenos resultados. Pudiera aún creerse que los que preconizan semejante sistema son agiotis­tas interesados en hacer bajar el precio de los docu­mentos para especular con ellos, si no fuera porque aquí se da esa calificación a las clases que precisa­mente están ahora excluidas de los congresos y legis­laturas.

Ann en las épocas en que la propiedad de las Cla­ses atacadas y vencidas por una revolución se arroja como botín de guerra a los vencedores para cambiar­la por los títulos de la deuda pública, los bienes re­matados no alcanzan a saciar los apetitos, y aqué­lla se deprecia, llámense los documentos asignados, bonos o como se quiera. Y eso es natural. Sean cua­les fueren los vicios que se aleguen contra la propie­dad de los despojados, ésta, por lo menos, está aliada con principios de legítima adquisición y ofrece tam­bién riesgos a los compradores, porque las viejas ins­tituciones, y los intereses que han creado, no mueren de repente ni sin resistencia. Los que tienen capita­les disponibles buscan en su mayoría colocaciones sa­nas y seguras, y no entran a competir con aquellos en quienes el instinto de adquisición es menos escrupu­loso y menos tímido; y puede asegurarse que la mayor masa de capital no está en las manos de estos últi­mos. Aun sin atender a estas circunstancias, debe re­conocerse que la industria humana distribuye sus me­dios de conformidad con sus necesidades; de manera que cierta masa de capitales está fijada en objetos de­terminados, y otra circula para atender a la movili-

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dad incesante de la riqueza durante su distribución, consumo y reproducción. No puede una sociedad sus­traer de repente una gran masa de capitales de sus naturales y acostumbradas aplicaciones; y cuando eso llega a verificarse, aparecen las crisis de diversas es­pecies como castigo impuesto a la imprudencia o a la violencia de las leyes industriales.

Si el actual Congreso expidiera una ley para o-frecer, bajo condiciones razonables, vales de renta so­bre el tesoro al 6 por 100 en cambio de todos los do­cumentos de la deuda flotante vieja y nueva, de los cupones de la renta no pagados y de toda la deuda de tesorería, creemos que el monto total de la deuda consolidada no alcanzaría a f 12.000,000, comprendi­das varias reparaciones imprescindibles, tales como la devolución de las dotes de las religiosas enclaustradas. Ese capital, concluidos que fueran los remates de la existencia en bienes desamortizados, y hechas las com­pensaciones a que da lugar la subrogación del tesoro en los censos que se ha apropiado, podría quedar re­ducido dentro de un año a seis u ocho millones de pe­sos, cuyo interés no alcanzaría a | 500,000.

Limpiada la situación de todas las deudas que se­rían consolidadas, el servicio de la deuda nacional in­terior y exterior se haría con f 1.000,000, y el de los demás departamentos de gastos, inclusive ? 400,000 para el ejército y f 250,000 (!) para las pensiones, no pasaría de | 1.500,000. Esto se podría demostrar.

El presupuesto de rentas, calculando el producto de las aduanas, desde 1868, en f 1.500,000, y sólo en f 600,000 el de las salinas, cubriría todos los gastos.

Asegurado así el equilibrio, no habría el menor riesgo en devolver a los cupones de la renta al porta­dor las mismas ventajas que se le dieron cuando ae

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creó. Aun entra en nuestros cálculos la reducción gradual del precio de venta de la sal, partiendo del de cincuenta centavos arroba, hasta que, reducido al que tendría en libre competencia bajo un régimen de li­bertad, se pueda extinguir el monopolio sin inconve­niente alguno. Dos causas hay para esperar que esa reducción no turbará el equilibrio de los presupuestos. La primera es el aumento natural de los consumos, que estimulará la baja del precio; pues aunque no po­damos aumentar la sal que condimenta nuestros ali­mentos, tenemos centenas de miles de animales que la tomarían con provecho, y muchos otros usos que dar­le en la agricultura, las minas y las artes. La segun­da es el aumento de lo que producirán las aduanas a medida que el comercio se desarrolle y se moralice. A los que duden de esto nos bastará llamarles la aten­ción a los efectos instantáneos que produjo la refor­ma que con otros amigos elaboramos y sostuvimos en 1864, la cual, adoptada por el Congreso, y planteada con celo por la administración Murillo y por buenos empleados, empezó a producir $ 500,000 más por año. Cesando las causas que han abatido nuestra exporta­ción y mantenido elevado el precio de las telas de al­godón, que forman la base principal de nuestras com­pras en el exterior, las aduanas producirán fácilmen­te $ 2.000,000 no muy tarde.

El monopolio de la sal debe caer. El hacha volve­rá a penetrar pronto en el viejo tronco de la Colonia. No perdemos la esperanza de descolgar otra vez le nuestra, y enü'e tanto le untamos de cuando en cuan­do aceite.

La desamortización es el hecho que ofrece más variados aspectos para los que quieran estudiarlo. Cuestiones de legislación universal, cuestiones eocia-

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1«8, reUgioBas, morales, políticas y financieras sur­gen de ese hecho con sólo enunciarlo. El General Mosquera, ansioso más de fama que de gloria, quiso asociar su nombre a esa medida, sin pararse en cuál de las dos cosas le atraería los medios que emplea­ra y las circunstancias en que debía verificarse.

Aquí debemos concretarnos a los hechos más li­gados con nuestro tema, prescindiendo de las cuestio­nes de propiedad, sucesiones, derecho de asociación, libertad de cultos y otras que sólo se relacionan con la causa de las víctimas, que deben conformarse con la famosa y lacónica teoría de Brenno. Con todo, no podemos vencer el antojo de comparar el espíritu del decreto de 9 de septiembre con las palabras íí-bertad y soberanía de los Estados que hasta el 18 de julio por la mañana se alcanzaban a ver escritas en la bandera triunfante.

Los Estados tenían a su cargo la legislación ci­vil. Ella es la que determina cómo se pueden adqui­rir y poseer bienes; cómo se transmiten éstos por su­cesión; cuándo, cómo y para qué pueden asociarse los ciudadanos; qué facultades tienen los munici­pios, etc., etc. El partido liberal estaba ronco de proclamar en alta voz que las libertades comunales-y municipales son una buena base para fundar go­biernos libres, y había arrancado, una a una, esas li­bertades al centralismo, hasta consignarlas en la Constitución de 1853, que dio nacimiento a la fede­ración cinco años después. . ,

El decreto fue dictado por un hombre que ejer­cía de hecho el poder supremo de la nación, y decla­ró que las entidades llamadas manos muertas, los distritos, las ciudades, etc., quedaban separados de la posesión de sus bienes por ser inhábiles para ma-

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nejarlos. La renta que se les ofrecía no se fijó por el avalúo de sus bienes, ni mucho menos por su pro­ducto en venta, sino sobre la base de los arrenda­mientos y demás contratos existentes. Las comuni­dades religiosas fueron después suprimidas por el delito de no confesar que estaban bien ocupados sus bienes. El producto de éstos se aplicó a la amortiza­ción de la deuda nacional.

Considerada la desamortización como negocio, ella presenta dos fases:

1* La relación entre los beneficios obtenidos por haber pa'*ado a manos de particulares los bienes de las comunidades y los sacrificios que ha impuesto a la riqueza pública la guerra que se originó por la persecución contra el clero y los católicos exalta­dos. Si los bienes valían diez millones y por estar en manos inhábiles sólo rendían el 4 por 100 anual, al duplicarse por efecto del poseedor, las ventajas de la operación quedarían reducidas a una renta adicional de I 400,000. Mas habiéndose destruido varios millo­nes por la guerra, los cuales también producían ren­ta, las dos rentas, cuando menos, se compensan, y queda sólo la pérdida del capital destruido.

2* La proporción en que vino a repartirse el gra­vamen entre los Estados. Los bienes se han destinado a amortizar la deuda: luego en realidad sólo se trata de saber en qué proporción ha contribuido la riqueza de los diferentes Estados a la amortización de una deuda que les era común. La responsabilidad de los Estados para con los acreedores es proporcional a su riqueza y población, en tanto que la cantidad de bie­nes y valores desamortizados no estaba sujeta a los mismos términos de comparación, pues ella dependía de causas enteramente extrañas a ellos, llámense fana-

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tismo, preocupaciones o como se quiera. La Constitu­ción no estableció la responsabilidad en proporción al mayor o menor grado de devoción que hubiera habido o que existiera en los Estados. Con todo, esa fue la base adoptada, como lo demuestra el siguiente cua­dro del valor de los bienes inscritos en el registro de la desamortización, deducidos los que, por diversos motivos, han sido devueltos:

Ciudad de Bogotá f 4.036,617 Estado de Antioquia 776,199

— Bolívar 555,402 — Boyacá 1.033,530 — Cauca 1.525,355 — Cundinamarca 619,920 — Magdalena 85,962 — Panamá 625,634 — Santander 482,804 — Tolima 511,585

Véase con qué desigualdad ha pesado la expropia­ción decretada sobre los Estados: Bogotá ha pagado casi tanto como toda la República. ¿Cómo se atreven, pues, los intrigantes a persuadir a los incautos obre­ros de la ciudad que es el General Mosquera quien más ha hecho y se propone hacer por su bien? ¿No es evi­dente que Bogotá ha tenido que invertir más de cin­co millones de pesos en comprarle al Gobierno todo eso que era de bogotanos? (1) ¿De dónde, si no es del capital circulante bogotano, han salido esos cin-

(1) Decimos que más de cinco millones, porque los bie­nes se estimaron sacando su valor de la renta que produ­cían. Calculada al 6 por 100, mientras que ella no alcanza­ba al 5 por 100 del capital. (N. del A.)

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7 2 ESCRITOS POLÍTICO-BCONÓMIOOS

CO millones? La credulidad de los pueblos ha sido en todo tiempo la más rica mina de los parásitos.

Al enorme desembolso hecho por los habitantes de la ciudad, para recuperar las propiedades que pertenecían a los vecinos despojados, debe agregar­se más de un millón de pesos invertido, desde 1863, en mejoras, casi todas urbanas y de lujo o de como-

, didad. Los tontos ven tan sólo las casas refacciona-1 das y se complacen en contemplar la simetría que ha

\ /reemplazado al mal gusto de la arquitectura morisca, •* alabando la sabiduría de una medida que ha embe­

llecido la ciudad; mas no ven los gruesos capitales que se han sustraído de la circulación, y aunque mu­chos sienten los efectos en el estómago y en los re­miendos del vestido y del calzado, se hallan bien le­jos de comprender los efectos de la prestidigitación

, aplicada a las finanzas. La sustracción de un capi­tal relativamente enorme, no ha podido efectuarse

I sin restringir la actividad de las industrias y la con-\ siguiente ocupación de los obreros. ,= - .- y,

Consuélanse muchos con la idea de que se ha pos­trado al clero y dádose al fanatislno el golpe de gra­cia. Mas, suponiendo que tales resultados se hubie­ran alcanzado, ¿cuánto no ha perdido la causa libe­ral en todos los corazones rectos y humanos, cuando se traen a la memoria los medios inicuos que se han empleado para llegar a los fines? Aquellas escenas de febrero de 1863, en que se veían salir las religio­sas de sus tranquilos claustros casi a culatazos, ¿po­drán afirmar las doctrinas que predican la libertad y la tolerancia? Esa obstinación en negar a la des­gracia de tantas señoras algún ligero alivio para sus necesidades físicas, ¿podrá inculcar en los pueblos el sentimiento humanitario? Los que votan grados

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militares y pensiones como quien tiene a la mano los tesoros de la Providencia, ¿han, siquiera, averigua­do a qué extremo llega la miseria de las señoras a quienes niegan la devolución de sus dotes y un asi­lo para llorar?

Sin duda que los resultados de la ultima guerra dejarán una lección útil al clero católico. Gordo es el pecado que llevan a cuestas los que pusieron El Catolicismo y la influencia de los curas al servicio de un partido, como lo es el de aquél que desde 1842 pensó en traernos jesuítas (1). El clero está lla­mado a suavizar con las doctrinas del Evange­lio las asperezas de una civilización que brota al empuje de fuerzas múltiples, en apariencia desorde­nadas, pero en definitiva fecundas. Para esto necesi­ta extender algo más sus estudios, y dotar su espí­ritu con los instrumentos propios para el combate diario que se libran las creencias y las ideas. Si de algún pulpito han bajado las doctrinas que cierran al rico las puertas del cielo (2), y las que responden al pobre del sustento que la Providencia prepara gratis a sus criaturas, necesario es que las nociones económicas, que difunden el conocimiento de las le­yes dictadas por Dios a la industria, bajen también

(1) El Catolicismo era el nombre del periódico oficial del Arzobispado en 1860. Redactábalo un miembro del Cabildo Sclesiástico, terciando, con suma exaltación, en los debates políticos, hasta que el Prelado intervino para proihibir tal ia-gerencia. (N. del A . )

c (2) Se refería el autor a sermones de un predicador, mny popular entonces, que no se cuidaba de establecer la debida armonía entre la parábola del c&meUo y eu principio de propiedad. .. 4* '

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de allá a restablecer la buena armonía entre las cla­ses de la sociedad, hoy agitadas por la envidia y la desconfianza. Que vean los proletarios extraviadoa que los preceptos séptimo y décimo del Decálogo pre^ suponen riqueza creada por el trabajo, y que mal podrían avenirse el hurto y la codicia con el califi­cativo de pecado si éste fuera también la fuente de los bienes de fortuna. Que los curas enseñen al la­briego ignorante, al obrero informal, al pobre des­aseado, al gamonal egoísta, que no se llega a la per­fección moral y física, si se descuidan la limpieza y el orden en las habtaciones y en Jas personas, la me­jora de los cultivos, la puntualidad y constancia en el trabajo, el fomento de las escuelas, la composi­ción de los caminos, y tantas otras cosas que salen en apariencia de los límites del catecismo. Esa y no la de amplificar antievangélicamente la parábola del camello y el ojo de la aguja, es la verdadera, la cris^ tiana obligación del clero.

La civilización y el catolicismo, la libertad hu­mana y la fraternidad cristiana no son antagonistas: ' k) decimos con todo lo que hay en nosotros de fe en la verdad.

En el siguiente artículo procuraremos epilogar lo que llevamos dicho, para que los efectos y las cau- ^ sas de la miseria puedan sugerir a nuestros conciu­dadanos el deseo, la voluntad, y los medios de reme­diarla.

VI

Hemos revisado los principales accidentes a que ,j el desarrollo de las facultades humanas ha estado sometido en esta sociedad, hasta llegar a su situa­ción actual, que es la miseria. La guerra intermiten-

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te y la constante inseguridad, son los dos hechos más característicos de esa situación, que es la obra común de los partidos políticos, sean cuales fueren los títulos que cada uno de ellos alegue para eximir­le de la responsabilidad que le corresponde. Nuestro ánimo ha sido proceder científicamente, esforzándo­nos en no ver sino los hechos tales como son, y en averiguar sus causas y sus efectos, sin cuidarnos de la impresión favorable o desfavorable que el resulta­do del análisis haya de producir en los actores polí­ticos. Tanto peor para ellos, si, en las causas del mal, reconocen su intervención; tanto mejor para la sociedad si, conociendo esas causas, se esfuerza en no dar el apoyo de la opinión sino a las que deben producir el bien. Tál ha sido nuestro objeto.

De 1810 a 1821 se trató únicamente de conquis­tar la independencia. En 1821 se empezó, o se quiso empezar la transformación de la Colonia en Repú­blica; pero la guerra había creado la arbitrariedad, encarnada en los libertadores, y la mancomunidad del peligro nos llevó a lidiar por la causa común más allá de las fronteras de la vieja Colombia. Los nue­vos laureles y la guerra que nos hicieron los aliados, apenas el español dejó de oprimir con su planta la tierra americana, fortificaron el poder del militaria-mo, y los libertadores quÍ8Í€;ron convertirse en opre­sores. Las primeras luchas intestinas tuvieron por\ principal objeto combatir la arbitrariedad y estable­cer la legalidad. Bolívar y Santander descuellan en esa primera época de verdadera regeneración, que terminó en 1840. El primero debió la grandeza a su genio: el segundo, a sus principios. Y como el méri­to de los hombres no se mide por la grita de los par­tidos que los apoyan, sino por la magnitud de la obra

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que cumplen, Bolívar tuvo el de simbolizar la Inde­pendencia, Santander el de simbolizar la Legalidad. Después de ellos, y sin querer ofender la modestia de nadie, nada ha habido aquí de verdaderamente grande sino las ambiciones y el flujo por hacer viso.

Hasta 1840 se buscó en la legalidad una vaUa que oponer a las pretensiones del militarismo. Des­de que terminó aquella lucha, casi anónima, las ver­daderas cuestiones sociales y políticas aparecieron, y los partidos, naturalmente emanados de la situa­ción, se organizaron formulando sus programas.

El conservador, que duró diez años buscando su nombre, enunció las doctrinas que iba a profesar, al iniciarse la administración Herrán. El Secretario de lo Interior decía en su informe de 1842 al Con­greso, poco más o menos lo siguiente:

"El objeto de la revolución fue conquistar la In­dependencia y fundar la libertad. La libertad no ea inherente a las formas. Un pueblo es libre cuando se le permite hacer lo que apetece y no se le obliga a ejecutar lo que le repugna, es decir, cuando las re­glas que lo rigen se conforman a sus necesidades, sua hábitos y sus deseos. Las instituciones libres de o-tros pueblos, trasplantadas al nuestro, no tienen en­lace con sus costumbres, sus creencias y sus ideas: en realidad las han contrariado y las violentan. E^aa instituciones las han juzgado buenas los reformado­res por estar de acuerdo con las opiniones de los sa­bios; pero el pueblo las ve con indiferencia o con re­pugnancia, de lo que provienen su inercia y su sor­dera al llamamiento de los gobiernos cuando luchan con las sublevaciones."

Estas doctrinas, entendidas literalmente, tenían que conducir al partido que las adoptase a servir de

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remora on la marcha de la Colonia hacia la Repú­blica, sin ofrecer las ventajas de una resistencia mo­derada y saludable a las reformas, que habían de surgir necesariamente en cierto desorden y con no poca precipitación en ocasiones. Esto no permitió que las reformas se efectuasen por transacciones, fruto de la tolerancia, en que la libertad va siempre ganando terreno, y que permiten a los partidos fun­cionar en medio de la paz, como en Inglaterra, en Bélgica y en los Estados Unidos (1).

Decir que un pueblo es libre cuando puede ejecutar lo que apetece y no se le obliga a ejecutar lo que le repugna, es presentar incompleta la cuestión. Si loa hábitos son inmorales, las creencias erróneas o su­persticiosas, o los deseos inmoderados, la libertad de semejante pueblo podría ser la de los antropófa­gos. Las instituciones no deben poner la fuerza de la sociedad sino al servicio de creencias, hábitos, ne­cesidades, y deseos buenos, es decir, conformes con el derecho que Dios ha concedido a todos los hom­bres para ejercitar sus facultades en el sentido del bien.

La Colonia comprendía muchos de los buenos e-lementos de la civilización cristiana; pero con ellos es­taban confundidas no pocas instituciones opuestas al derecho humano, las que, forzosamente, debían extir­parse para fundar la libertad sobre el derecho de to-

(1) La guerra de Secesión en este ultimo país fue realmen­te entre dos pueblos enemigos, demarcados por el territorio, las costumbres y las instituciones. En todas las cuestiones DO relacionadas con la esclavitud, los partidos han luchado du­rante cerca de un siglo, en medio de ila paz y por el siste­ma de los compromisos. (N. del A.)

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dos. Resistir las reformas que hubieran de afectar los elementos buenos, era, sin duda, la misión natu­ral del partido que quería ser conservador; como a-tacar la existencia de los hechos malos, es decir, los que limitaban o destruían derechos, era la del parti­do que quería merecer el nombre de liberal.

La influencia recíproca de las leyes en las cos­tumbres y de las costumbres en las instituciones, ha sido siempre, y continúa siendo, lo que desorienta a todos los partidos políticos, que, olvidando con fre­cuencia que la raíz de los males sociales ha sido la ignorancia de los pueblos, explotada por la fuerza de los privilegios, han solido olvidar también que el progreso en la civilización no consiste, en definitiva, sino en la extensión de las luces y de los derechos. En cualquiera época en que se quiera formar el in­ventario de la civilización, sea de un siglo o de un pueblo, se encontrarán muchas verdades y muchos errores dominando los espíritus, y numerosos inte­reses parásitos o despojadores adheridos todavía a los derechos conquistados, formando el con­junto heterogéneo de las costumbres y las leyes. Las leyes son siempre el resultado de las creencias y de las costumbres, porque los hábitos morales de que éstas se componen, apoyados en las creencias que los justifican, o que los disimulan, desarrolla intereses que buscan en las instituciones la aquiescencia y la sanción popular. Para reformar las instituciones, es decir, para luchar con los intereses dominantes, es preciso crear, primero el convencimiento de que los hábitos en que ellos se fundan, son malos; porque sin esto, continuarán sobreponiéndose como sagrada he­rencia del pasado, como verdad comprobada por la experiencia. Implantar nuevas instituciones, por bue-

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ñas que sean, en una sociedad cuyas creencias y cuyos hábitos no estén preparados para apoyarlas con la sanción popular o con la fuerza de una opinión pode­rosa, es tarea vana y relativamente perjudicial; por­que la tentativa, nna vez frustrada, desacredita, en cierto modo, las reformas y los reformadores.

Es también necesario distinguir entre los refor­madores y los liberales. No toda reforma es un pro­greso. Este consiste siempre en extender el dominio del bien, mientras que la reforma puede tender a la extensión o a la creación del mal. Si la reforma no cuenta con el apoyo de la opinión, si choca con inte­reses todavía predominantes, entonces hay que em­plear la violencia para implantarla y pueden justifi­carse las opiniones de la Memoria de 1842. El tino del reformador está en escoger el momento en qne los intereses atacados están minados en las creen­cias y en los hábitos, sin dejarse alucinar por la gri­tería de los privilegiados. Las instituciones pasan en seguida a fortalecer los hábitos y Jas creencias, dán­doles el apoyo material del gobierno.

Esto explica por qué el partido liberal ha sido tan irresistible cuando ha atacado las instituciones coloniales que estaban en pugna con las creencias y costumbres nuevas, y por qué ha encallado cuando sus doctrinas han estado en oposición con aquéllas (1). Los monopolios y la intolerancia religiosa ca­yeron para siempre, de manera que la libertad de in­dustria y de conciencia son hechos casi universal-

(1) Decimos que ha encallado, porque algunos de sus 1U-tjmos triunfos serán vistos i>or la Historia como otras tan­tas derrotas sufridas por la causa de la verdadera libertad.

(N. áA A.)

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mente aceptados, elementos nuevos de paz (1); en tan­to que las doctrinas socialistas, enemigas de la pro­piedad, que algunos utopistas han querido convertir en instituciones, no han producido sino la guerra, la descomposición del partido liberal y su inminente descrédito, si no vuelve sobre sus pasos.

t El contrario proceder, es decir, la resistencia te-az a las reformas, fundada en un respeto exagerado las creencias, hábitos e instituciones de la Colonia,

(1) Hé aquí dos predicciones que aún no se han cumpli­do, pero tenemos fe en que se cumplirán.

Cuan distintas habrían sido la suerte de los vencidos de hoy y los alcances de la reacción de 1886, si a todas las ad­ministraciones liberales pudieran aplicarse las siguientes pa­labras que el venerable señor Arbelaez, de imperecedera memoria, dirigió al señor Murillo, al inaugurarse sn segun­da administración, el 1' de abril de 1872:

"EJl clero recuerda con placer el período de vuestra pa­sada administración, porque fue en él cuando cesó esa per­secución cruel y tenaz que tantos días de dolor causó a la Iglesia."

En cuanto a los monopolios, baste recordar que no sólo encallaron los esfuerzos que, como Secretario de Hacienda, hizo el autor para abolir el de la sal, en 1869, sino que ha habido una deplorable reacción contra la libertad de indus­tria y de comercio. Volvió el monopolio de aguardientes en algunos Estados durante la dominación liberal, y con la reacción de 1886, no sólo se ha afirmado y extendido éste, sino que se intentó restablecer el del tabaco; que aun el cré­dito quiso monopolizarse; que hemos sufrido el de otros ra­mos, antes libres, y que hasta el hielo ha sido materia de imjpuesto y de monopolio, para medir ila importancia de la reacción hacia la Colonia. (N. del A. en 1888).

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han convertido al partido conservador en testigo ac­tuario de la obra del progreso, que dice a todo ¡nó! para acabar aceptando la mayor parte de los hechos de su contrario. La historia de Colombia será la del liberalismo.

Si esta diversidad de ideas y de tendencias condu­ce naturalmente al antagonismo, los malos elemen­tos cuyo desarrollo hemos ido presentando en los an­teriores artículos, han conducido a la guerra. El mi­litarismo, la empleomanía, la ignorancia y los erro­res populares, la estrechez artificial de las sendas de la industria, etc., obrando con la fuerza de un cuer­po que se lanza por un plano inclinado, han ingresa­do en la formación de los partidos junto con las as­piraciones y tendencias naturales que la situación les dictaba. Nuevos hábitos han aparecido, y con e-llos nuevas costumbres. El sufragio ha sido uua men­tira y una arma envenenada de que todos los parti­dos se han servido. De aquí el que no haya una opi­nión bastante vigorosa que se atreva a condenar y a llamar por sus nombres las fechorías de los intrigan­tes y las inconsecuencias de los hombres y de los par­tidos. El interés de éstos se ha sustituido al de la Patria, cuyos intereses permanentes desaparecen an­te las pretensiones de los bandos. La impunidad ha venido a dar su máximum de fuerza a las pasiones desenfrenadas, habiéndose llegado hasta el extremo de que la legislatura de un Estado, a la vez que abo­lía la pena de muerte, expedía un indulto general pa­ra todos los delitos comunes. Los parásitos han con­cluido por supeditar a los hombres laboriosos de to­das las clases y de todos los partidos en la dirección de los negocios públicos, y, reducida para ellos la Patria a los empleos, a las tesorerías y a las senten-

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cias obtenidas por la mancomunidad de los intereses de bandería, su base de razonamiento ha dejado de ser la moral para sentar con imprudencia la máxima de apoyar cada cual a su partido con razón o sin ella.

¿Qué hacer para que la paz surja de la actual si­tuación, de manera que sea sólida y durable? Aquí nos aguardarán la mayor parte de los lectores que hayan tenido la paciencia de seguirnos por el labe­rinto de los hechos que hemos ido presentando, y no faltarán, acaso, algunos que esperen una de esas pa­naceas con que los empíricos pretenden curar todos los males. Si esto sucediere, indudablemente habre­mos encallado en nuestro camino: no habremos sa­bido presentar en toda su verdad, en toda su exten­sión y su terrible intensidad, las causas que nos ha­cen profundamente miserables. El mal es moral, so-

, cial y político: la capacidad del médico tendría que \ igualar con el tamaño de las dolencias que abruman \ a esta postrada sociedad.

Si la guerra ha sido obra de los partidos, preciso es procurar que ellos se organicen y obren para pro­ducir la paz. Los partidos son necesarios, naturales en la vida de las sociedades, y cuando saben desem­peñar su legítima misión, evitan que los intereses oprimidos estallen produciendo revoluciones. Mas, ¡cuan lejos están nuestros partidos de desempeñar las funciones de válvulas en estas grandes máquinas productoras de seguridad, que se llaman gobiernos!

Los sufrimientos sociales no pueden venir sino de los malos hábitos morales y de las malas doctri­nas que la opinión tolera y deja permanecer en las costumbres o en las instituciones; culpable toleran­cia, que es también el origen de los partidos bárba­ros y de la influencia de los hombres corrompidos.

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Condenar esos hábitos y esas doctrinas, haciendo sentir sobre los hombres que los tienen y profesan el peso de una sanción moral inexorable, vigorizada con la sanción legal, es el medio infalible de extirparlos y de hacer que aparezcan y dominen los hábitos y doctrinas que les son contrarios.

No basta que uno de los pa,rtidos se llame defen­sor de la moral, si abriga en su seno infinidad de hombres que desmienten con sus hechos las doctri­nas que predican. Lo indispensable es que los par­tidos se regeneren, y esta no es obra de ellos sino de la sociedad entera. Es ella la que se divide en hom­bres malos y hombres buenos; y aunque aquéllos siempre se agregarán a los partidos, éstos son los más en una sociedad aún no degradada, y estarán en mayoría.

El hábito no hace al monje. El partido defensor de una institución que limite algún derecho, que consagre algún abuso, atacará en definitiva la mo­ral, aunque esta palabra esté inscrita en su bandera. El partido que prive de hecho a su adversario de las garantías constitucionales, podrá decirse liberal, mas todo hombre que sepa el significado de esa palabra lo llamará opresor.

líntre las causas de la perversión de nuestros par­tidos deben contarse los fraudes electorales y la apli­cación al manejo de los negocios públicos de doctri­nas y prácticas que nadie confesaría aplicar a sus asuntos privados. El hecho de adulterar el sufragio popular se ha considerado como un mérito para con los partidos, como prueba de entusiasmo por la cau­sa., o cuando menos, como una viveza y una jugarre­ta hecha ai enemigo. La tolerancia o el disimulo de la sociedad y el aplauso de los respectivos interesa-

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dos, no sólo han propagado el hábito de cometer frau­des en el sufragio, sino que ese hábito se ha conver­tido en oficio o profesión (1) . Cada pueblo tiene una media docena de fabricantes de votos falsos o de registros nulos, de manera que los directores de los partidos acuden a ellos como quien va al zapate­ro por zapatos. La moneda que tales hombres sue­len exigir en pago de sus servicios, consiste en obte­ner la absolución en los procesos criminales que al­guna vez se les siguen, o a falta de esto, en adquirir la alcaldía de su pueblo. Hoy la profesión ha hecho progresos en el lucro, y ya asoman en destinos de im­portancia los falsarios.

Llamar las cosas por sus nombres y hacer t ntir a los que las practican el peso de la execración pú­blica, es, sin disputa, el medio más eficaz para re­mediar el mal. Los hombres realmente pervertidos difícilmente volverán al buen camino; pero una in­finidad de personas, especialmente los jóvenes, a quienes la opinión pública no ha sabido hacer com­prender su extravío, volverán sobre sus pasos. El fraude electoral debe atraer a quien lo perpetra el renombre de FALSARIO, y como el crimen de falsedad, debe conducir al presidio: lo que se ha de ver, en vez del entusiasta y el vivo, es el PRESIDIARIO, sea que entre a una tertulia, a un taller, a un juzgado, a una tienda o se arrime a un corrillo. Si uno de esos pre­sidiarios impunes invita a una señorita a danzar,

(1) Es cierto que todos ellos han clamado contra loa fraudes de sus contrarios; pero no tenemos noticia de que algtin partido haya protestado contra los que ejecutan sus copartidarios, o que haya expulsado a éstos de sus filas.

(N. del A.)

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debe ella saber que danzará con un presidiario, y que los circunstantes, entre quienes estarán sus padres y hermanos, la verán danzando con un presidiario.

Del mismo modo, el hombre que como legislador, administrador o funcionario-se conduzca en el ma­nejo de los negocios públicos por doctrinas o princi­pios que no se atrevería a confesar en sus negocios privados, debe llevar el nombre que merece. Negar las deudas, desconocer los títulos con que éstas se acreditan, alterar las estipulaciones, son hechos que tienen diversos nombres en el lenguaje común, pero que podrían comprenderse todos en el de tramposo. El legislador a quien la nación encarga de arbitrar los medios de llenar sus compromisos de crédito, de­be buscar esos medios de la misma manera que I03 (Solicita para sus negocios privados, si en ellos se guía por los principios de la moral. Al adoptar me­dios opuestos a la moral como legislador, preciso es inferir que esos son los que está inclinado a prefe­rir para sus propios negocios, o que mira con des­precio la honra de su comitente. Pudiéramos seguir la nomenclatura de todos los hábitos morales (in­morales) que se han ido introduciendo en nuestras costumbres políticas, que son, por sus efectos, esen­cialmente malos, y aplicarles los nombres que les co­rresponde; pero cada cual los conoce y nos extende­ríamos demasiado.

Además de la sanción social se necesita que to­das las clases trabajadoras se persuadan de la nece­sidad de ocurrir a las votaciones públicas, sin des­alentarse por los primeros fraudes de que sean víc­timas, porque es seguro que esos serán los últimos. Cuando la opinión pública se compacta y obra, an

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fuerza es irresistible, y, por lo mismo, rara vez tiene que emplear la violencia.

Las clases parásitas, apoderadas del sufragio, tendrían que ceder el puesto a las trabajadoras, y éstas empezarían la regeneración de los partidos lle­vando a los puestos públicos hombres honrados ante todo. Con hombres honrados, aunque tengan creen­cias o profesen doctrinas erróneas en una que otra cuestión, hay esperanza de avenimiento por medio de la discusión. La tolerancia de opiniones podrá ser un hecho, y las discordancias de los partidos se arre­glarán por transacción. Los partidos plantearán fiel­mente sus doctrinas, y las instituciones quedarán de acuerdo con los programas. Verán los pueblos que no toda política es un engaño, y sentirán la ne­cesidad de apoyar a los gobiernos contra las suble­vaciones, las cuales morirán en germen; porque la impunidad que establecen la debilidad de la ley y la mala fe de los gobernantes, es lo que les permití adquirir fuerza y extensión.

Seguiráse necesariamente que no sólo el gobierno sino los partidos mismos quedarán bien organizados, pues se hallarán a su cabeza los hombres más respe­tables. La prensa dejará de ser violenta y embuste­ra, o por lo menos tendrá órganos que las clases tra­bajadoras acatarán, dejando sin suscriptores las pu­blicaciones de los parásitos. Es cosa graciosa que siendo la prensa uno de los medios más poderosos que éstos emplean para preparar los trastornos, el gasto lo sufraguen voluntariamente los que han de «er víctimas. En vez de cometer esa tontería, es tiem­po de promover la creación de periódicos que sean órgano de los intereses industriales, que a la vez sos­tengan las doctrinas verdaderamente progresistas, y

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que apoyen con sus aplausos y con sus oportunas y moderadas censuras al gobierno que se establezca, sin pararse en nombres.

Sin duda que las instituciones políticas son el complemento necesario de las civiles. Nuestras cons­tituciones, dando por sentado que se hayan dictado todas con buena fe por los partidos dominantes al tiempo de su expedición, contienen casi todas las conquistas hechas por la causa del derecho, y basta­ría que fueran ejecutadas con honradez para quo produjesen el bien. Aun la de 1863, que sea por fal­ta de claridad en muchos casos, o porque toda ins­titución nueva, como sucede con la federación, tiene que luchar largo tiempo antes de adaptarse a los há­bitos ya creados o de completar la fuerza que aún falte a los que la han producido; aun la Constitu­ción de 1863, decimos, puede servimos por largos años si, en la práctica, las relaciones de los Estados entre sí y con el gobierno general se dirigen por la buena fe y el patriotismo. Las leyes pueden corregir muchos de sus defectos, especialmente los que per­miten la expropiación de las personas y de los bie­nes por actos especiales, no aplicables a la vez a to­dos los Estados y a todas las clases de la sociedad. La expropiación para empresas u obras de utilidad pública, no considerando como empresa u obra útil el levantamiento armado del gobierno contra los ciu­dadanos (violación de la Constitución y de las le­yes) o el de éstos contra el gobierno, es la única que se puede aplicar a casos especiales. Al impuesto y al empréstito voluntario corresponde proveer a las demás necesidades.

Cualquiera época es buena para empezar una obra .^.- ..13 ...

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tal como ia regeneración de los partidos; pero la pre-I senté es la más oportuna. El 23 de mayo ha puesto \ fin a la revolución, no a la que viene desarrollándose

desde 1810, en el sentido de la libertad, sino a la de 1860, que ha obtenido su objeto confesado y confesa-ble: la soberanía de los Estados, definida, como se

i deseaba, en la Constitución. La persona que más ' obstáculos oponía a la acción expedita de las institu­ciones, responde hoy de su conducta ante la nación, representada por sus jueces. Los partidos andan des­orientados y entran en descomposición. Dos hom­bres de bien son los candidatos entre quienes van a dividirse los votos para Presidente de la República, y cualquiera de esos dos hombres que se sienta apo­yado por la parte sana de la sociedad, que es la ma­yor, y rodeado por los mejores hombres de su parti­do, contribuirá poderosamente a cimentar la paz. Se puede asegurar que el General Acosta entregará es­te tesoro a la administración que sucederá a la suya, si todos los que se interesan por el bien permanente de la Patr ia lo apoyan eficazmente, como la única esperanza de salvación que nos queda después de un viaje por mares agitados por la tempestad, y con un piloto que ha sido preciso bajar a la cala del buque para escapar del naufragio.

Se debe producir la paz para restablecer la segu­ridad. Bajo su egida desaparecerá la miseria al em­puje de las fuerzas unidas y armónicas de la inteli­gencia, el capital y el trabajo.

Si el lector lo permite, concluiremos a estilo de proclama:

TRABAJADORES! Defendeos de los parásitos; pesad con vuestra sanción sobre el fraude y los malos hábitos políticos; no alimentéis con vuestras suscrip-

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cienes el periodismo inmundo; regenerad los partidos con vuestra acción directa; haced que ellos purifi­quen sus doctrinas; ocurrid a las urnas del sufragio; asead todas las asambleas, magistraturas y oficinas públicas de toda clase; unios en tomo del DERECHO y defendedlo.

PARÁSITOS! Respetad a los trabajadores, no sólo por obligación moral sino por cálculo; acordaos de la gallina de los huevos de oro.

COLOMBIANOS! La anarquía nos invade; ella arroja sobre los pueblos las pasiones desencadenadas, más destructoras que las lavas de nuestros volcanes; salvaos!

¡Civi, civi, vestra res agitur! - ^ Aquí debiéramos terminar; mas, habiendo queri­

do contraernos en lo posible a la suerte de Bogotá, nos falta hablar algo sobre los sentimientos y aspi­raciones de muchos individuos de las clases trabaja­doras, que se han querido hasta hoy llamar pueblo, y a quienes conviene decir la verdad, tal como es, pa­ra que vean claro en su situación y no confíen en promesas engañosas, siempre fallidas, sino en la paz fundada en la libertad y el orden, que abre campo al trabajo y asegura sus frutos.

OONOLUSION

Al estudiar las manifestaciones y cansas de la miseria en Bogotá, no se puede prescindir de prestar seria atención a la parte que en ella corresponde a varias clases de artesanos, sea como primeras vícti­mas de la pobreza que ha sobrevenido, sea como agen­tes auxiliares de la inseguridad, que con sus opinio­nes y flUfl actos vienen a re fonar .

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En muchos de los obreros de ciertos oficios, prin­cipalmente los de sastrería, zapatería y talabartería, predomina una fuerte antipatía contra las clases más acomodadas, a cuyo egoísmo atribuyen la penosa si­tuación en que se encuentran, y un odio reconcen­trado contra todo el que se llame gólgota o radical, porque el partido que lleva ese nombre luchó contra la dictadura de Meló en 1854 y se opone a las ideas de protección en favor de los artefactos nacionales. Las palabras rico, gólgota y protección, se han con­vertido en un talismán que en manos de los ambicio­sos les permite disponer a su antojo de centenares de hombres valientes y aguerridos, a quienes sacri­fican sin piedad y de cuyas esperanzas se burlan apenas han logrado sus fines.

La cuestión que llamaremos artesanos de Bogotá, no se ha tratado jamás con franqueza, porque los hombres de partido han hablado de ellos sólo para satisfacer ambiciones o ejercer venganzas, nunca mo­vidos por el deseo sincero de ilustrarlos sobre sus verdaderos intereses. El lenguaje de la verdad no ha­laga las pasiones, ni hace concebir esperanzas que no puedan realizarse por medios lícitos y duraderos: en cambio, él presenta los hechos tales como son, y si no siempre logra corregir las malas pasiones, qui­ta a los intereses perturbadores de la armonía el dis­fraz del derecho o del bien público con que a menudo se revisten.

Para lograr este objeto nos proponemos averi­guar el origen de las ideas y de lo^ sentimientos ins­pirados a los artesanos, el valor que pueda tener la esperanza de una protección especial de la ley, los efectos que estos hechos producen sobre la riqueza de la ciudad y sobre la condición de los obreros en par-

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ticular, y, finalmente, cuáles son los verdaderos ele­mentos de progreso con que podemos contar. Se <:omprenderá fácilmente que el espacio de que dispo­nemos en el periódico que da a nuestras ideas una generosa hospitalidad, no permite que entremos en largos desarrollos (1).

Nuestros partidos han sido siempre implacables y engreídos cuando triunfan, y la vara con que mi­den es la misma con que son medidos. Las reaccio­nes son por eso violentas, y se suceden sin intermi­sión, porque se engendran recíprocamente, sin dejar nunca a las minorías la representación e influencia legítimas que dan satisfacción a los intereses de que son órgano. La paz es imposible sin la tolerancia (1).

El partido liberal triunfó en 1849. Lo bueno que contenía su programa pudo plantearse, como era na­tural; pero las doctrinas socialistas y las promesas hechas a las democráticas no podían cumplirse. Las disensiones estallaron; los jóvenes alucinados com­prendieron que su generosidad y su entusiasmo ha­bían estado en parte al servicio de errores y quime­ras; los conatos para obtener una ley agraria sólo atrajeron confusión; la protección no aparecía; los artesanos se creyeron chasqueados, y los ambiciosos comprendieron el partido que podían sacar de su des­pecho. La guerra de 1854 fue el resultado de la par­te podrida de tantos programas en que la verdad se

(1) El Republicano, del señor doctor Jacobo Sánchea. 1867. • :,, I . .

(1) £U autor ha creído conveniente suprimir en esta re­producción los juicios apasionados sobre la Compañía de Je-tÚB, qne se encuentran en efl texto original (1898).

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había querido amalgamar con la perversión de laa ideas.

El triunfo fue entonces para la legalidad. Bello 'habría sido el sal del 4 de diciembre, si él hubiese alumbrado los corazones como bacía brillar las ba­yonetas de los vencedores. Tanta fuerza moral y fí­sica reunidas en un solo día no pudieron inspirar la magnanimidad, y centenas de obreros fueron trasla­dados del suave clima de nuestra ciudad a las mor­tíferas riberas del Chagres, dejando sus familias en la horfandad y el desamparo. Los partidos triunfan­tes se disputaron los prisioneros, y aquél que los pe­día para perdonarlos y que a poco fundó un periódi­co en que defendía su causa con fervor, quedó a los ojos de los artesanos como el único responsable de sus desgracias. ¡Cruel ironía de la fortuna! Los gól­gotas son todavía la bestia negra de aquellas vícti­mas de la persecución; y quien quiso apropiarse él triunfo del 4 de diciembre ha venido a ser su ídolo . . .

Veinte años van transcurridos desde que se anun­ció la buena nueva. Los partidos han triunfado y su­cumbido a su turno. Los artesanos han derramado su sangre en todos los combates, y nadie les ha decre­tado honores, ni grados, ni pensiones, ni ha elevado la tarifa, y ellos, sin embargo, persisten en sus anti­patías contra los ricos, en su odio contra los gólgo­tas y en su adhesión a todo el que quiera especular con su credulidad, ofreciéndoles la protección. ¿No será tiempo de que abran los ojos? ¿Irán a conside­rar como enemigo a quien les demuestre que andan en pos de una quimera o de una injusticia?

En el curso de estos estudios se ha visto que Bo­gotá ha ido perdiendo muchas de las ventajas que de­rivaba de la centralización y el atraso de la Colonia,

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LA MISERIA BN BOGOTA M

entre otras la clientela de un extenso radio de con Bumidores para sus artefactos. No sólo se han acli matado las artes manuales en un gran número de ^ poblaciones, sino que el comercio se ha encargado de ^ suplir, con los productos de fabricación extranjera, , la necesidad que de ellos se siente en las localidades / en que el trabajo se emplea, casi exclusivamente, en la producción de artículos exportables. Aun en Bo- ' gota los artefactos extranjeros, a pesar de los creci­dos gastos de transporte y de los derechos que perci­ben las aduanas, hacen competencia a los productos de nuestros talleres. En tal situación la idea de ele­var la tarifa es el medio que se ocurre a los empíri­cos para promover el desarrollo de las artes o para defender el trabajo nacional contra el extranjero, y j los que tales ideas defienden pretenden llamarse li­berales a la faz del mundo ilustrado, cada día máa sometido al influjo irresistible de la doctrina del li­bre cambio. Da vergüenza emprender a estas horas la demostración de una vejez tal como la de que la protección es una quimera o una injusticia, cuando en ninguna otra parte se le consagran, lo mismo que a su padre el socialismo, más honores que la oración fúnebre y el epitafio.

La tarifa actual exige treinta y cuatro y medio centavos por cada kilogramo bruto de una caja de calzado o de galápagos, y sólo tres y medio centa­vos por pieles curtidas. El derecho medio de una ca­ja de esos artefactos es veintidós pesos, y el de una de materias primas dos pesos; de modo que hay vein­te pesos para proteger el trabajo nacional si éste quiere ponerse en capacidad de luchar con el extran­jero. Aun podrían darse libres, sin inconveniente las materias primeras, toda vez qae el derecho que

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las grava es tan insignificante. ¿Qué más podría a-petecerse de un régimen liberal?

Para plantear las ideas del Mensaje y del Infor­me de Hacienda, del 1' de febrero de este año, que, sea dicho en confianza, no hablaron seriamente sino que tan sólo buscaron reclutas para la barra del Congreso, sería preciso volver al sistema llamado de arancel, que grava las mercancías por su valor a-proximado y consulta en apariencia la justicia, pe­ro que en realidad fomenta el fraude, que hace nu­gatorio el exceso del gravamen. El sistema actual, aunque ciego por su naturaleza y merecedor de su nombre (peso bruto) tiene que durar hasta que el co­mercio acabe de moralizarse y la paz se consolide en los Estados de la Costa, en donde la acción del go­bierno general debe hacerse sentir eficazmente, no por medio de fuerzas enviadas a derribar los gobier­nos, sino por la represión vigorosa de los apetitos que abren las cajas de las aduanas y el contraban­do. La nación ha ganado más de quinientos mil pe­sos anuales con el orden que ha llegado a introdu­cirse en el sistema aduanero, y cambiar éste sería exponerse a perder ese aumento de rentas sólo por complacer a algunas centenas de obreros de la capi­tal . Mejor sería asignar a cada uno de ellos una pensión de mil pesos al año, porque así se les otor­garía la protección sin los peores inconvenientes que ella trae para la industria. Nos parece que esto es claro.

Al adoptarse en principio la protección, el gra­vamen sería incalculable, pues si los zapateros y los talabarteros la llegasen a obtener, también la pedi­rían los curtidores contra las pieles curtidas, y los tejedores de lienzos, mantas, frisa, ruanas y sombre-

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LA MISERIA EN BOGOTÁ • • §

ros, contra todos los productos análogos de fabrica­ción extranjera. Muy patriótico sería quizás eso se­gún las ideas de los proteccionistas, pero se conven­drá también en que sería muy feo. Una casaca de m a n t a . . . un manto chileno de f r i sa . . . Los sastres y las modistas serían los primeros en protestar. ¿Y qué dirían los albañiles y los carpinteros, a quienes no perjudican las casas ni los portones extranjeros, y que, sin embargo, quedarían obligados a privarse de una camisa de calicó y a no ver sobre el pecho de la esposa o de la hija un lindo pañuelo de seda o de algodón? . ,. . :

Convengamos en que si debe haber libertad de producir, también debe haberla para consumir. La ley no está llamada a intervenir en la producción ni en los cambios, sino para el único efecto de asegu­rar al productor el fruto de su trabajo, y para hacer que la transmisión de la riqueza se verifique de unaa manos a otras por medio de los contratos y las suce­siones.

Las verdaderas causas generales del atraso de las artes y de la pobreza de los artesanos son las que he­mos asignado a la pobreza de toda la nación y en particular de Bogotá. Búsquese la seguridad para encontrar la paz y con ella la riqueza. Cuando la in­dustria vuelva a ser lo que fue en 1856, habrá mu­chas gentes a quienes vestir y calzar, y si, a pesar de esto, los artefactos extranjeros no permitieren la ad­misión indefinida de aprendices, a éstos, a los obre­ros y aun a los maestros les sobrarán carreras, por­que en un país nuevo, que del atraso marcha con pa­so firme al progreso, el trabajo que más se estimu­la y que más pronto enriquece es el manual, siem­pre que vaya acompañado de la frugalidad, la econo-

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mía, el ahorro y todos loe hábitos que favorecen la creación de capitales y la de hogares en donde víncu-

' los legítimos unen a los esposos y a los hijos. A es­tos resultados no conducen jamás la informalidad para el trabajo, la insubordinación, las pendencias, la asistencia a los garitos y a las tabernas, las pa­siones sensuales, las disputas sobre política, la cre­dulidad para con los intrigantes, los tumultos en laa asambleas, ni los viajes a Guasca o a otros puntos de reunión de guerrilleros.

Un taller florece cuando el jefe no se ha atraído la desconfianza o la antipatía de los clientes por su conducta turbulenta, cuando se consagra con ahinco al trabajo, a perfeccionar su obra para que el botín no críe callos, ni la silla mate, ni el vestido tenga arrugas; cuando emplea sus ahorros en mejorar sus útiles, en adquirir nuevos materiales y en escogerlos de buena calidad; cuando su conducta inspira con­fianza y le facilita crédito para proveerse de mate­rias primas a buenos precios, o de medios para pa­gar a los obreros mientras la obra se realiza; cuan­do, en fin, todos, maestros y obreros, viven persua­didos de que la paz es la primera necesidad del po­bre como del rico, y que entre unos y otros debe rei­nar la armonía, que sólo pueden turbar los parásitos.

Cuando el rico se siente amenazado por el odio o la envidia del pobre, restringe sus consumos y ocul­ta o exporta sus capitales. Ambos hechos son fata­les para la industria, y en especial para el pobre. Los consumos del rico son los que alimentan la in­dustria del pobre, porque es él quien gasta más cal­zado, vestidos y monturas, de tal manera que si el miedo inspirase el deseo de emigrar, las casas se ce­rrarían al mismo tiempo que loe talleres. Los capi-

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LA MISERIA EN BOGOTÁ • !

tales tampoco pueden producir sin que el trabajo loa fecunde. Sin ellos no podrían venir a Bogotá las pie­les de becerro y de marrano, las cabritillas, los "pa­ños, el resorte, etc., etc., ni tendrían empleo sin loa obreros, que convierten esos artículos en artefactos.

Hay causas especiales que influyen en la deca­dencia de ciertas artes en Bogotá. Ellas son las que deben estudiarse para encontrar el remedio, y si éste no puede ser eficaz, para advertir a los trabajadores que es tiempo de suspender la admisión de nuevos aprendices, porque la adopción de un oficio que no puede sostenerse naturalmente, priva a los jóvenea de carreras en realidad lucrativas y hace a los obre­ros antiguos un grave daño con su concurrencia.

Se ha visto que la ley favorece los artefactos na­cionales con un derecho de veinte pesos por cada ca­ja, y, a pesar de esto, los obreros se quejan de la ba­ratura de esos artefactos. Diversas causas concu­rren a este resultado. Las obras que se llaman de confección se ejecutan en Europa por grandes talle­res, que emplean toda clase de máquinas, compran fuertes cantidades de materias primas y hacen infi­nidad de economías por la extensión de los negocios y la variedad del surtido, de manera que hay en to­das las operaciones y gastos la mayor economía po­sible. En Bogotá «e trabaja en pequeños talleres y con materiales casi todos extranjeros. Esos materiales son de calidad inferior y la obra no puede resultar durable; se compran en pequeñas cantidades y a precios altos, porque ningún taller puede importar­los por su cuenta; no se emplean máquinas a pesar de la baratura relativa a que han llegado las que sir­ven para coser telas y pieles. Agrégase a esto que la

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obra se ejecuta con poca puntualidad y no muy per­fecta, por lo general.

Para que la talabartería y la zapatería puedan quedar al abrigo de la concurrencia extranjera, sería preciso que se establecieran tenerías bien montadas, cuyos productos mejorasen notablemente respecto de los que se obtienen en la actualidad. Para adquirir

\ una copiosa provisión de pieles de marrano, habría que abandonar la costumbre de desperdiciarlas en trozos que se venden junto con la grasa y abolir el

\ y popular chicharrón. Las pieles de becerro son muy escasas en un país donde los hatos no son abundan­tes y no se podan, permítasenos la expresión, con la venta y consumo de crías pequeñas. Los pastos de los prados son incomparablemente superiores al con­sumo que hacen los ganados, y de aquí que los cria­dores no se vean apremiados por falta de espacio y dejen crecer los terneros.

Muchos de estos inconvenientes allanaría la paz, y sobre todo, el restablecimiento de la confianza en­tre obreros y capitalistas, pues a pesar de todo, al­gunos grandes talleres, provistos de capital suficien­te para implantar las materias primas y para ayu­darse con máquinas y buenos útiles, podrían prospe-

f rar. El jornal tiene que ser más barato en Bogotá que en cualquiera ciudad europea, pues el obrero no sufre aquí las necesidades y los gastos que imponen dos cambios de estaciones, cuenta durante todo el año con doce horas de luz gratuita, el clima le per­mite todos los días la misma aptitud para el traba­jo, y las distancias entre las habitaciones y los ta-

\ Ueres son insignificantes. Si a estas consideraciones se agregan otras de

más extenso y permanente origen, fácil será com-

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LA MISERIA BN BOGOTÁ 9 9

prender que el porvenir de Bogotá ha de ser esencial­mente fabril y que acaso no terminará el presente si­glo sin que una activa producción suceda al actual marasmo. Un gran centro de población que no sabe cómo emplear sus brazos, y una acumulación de ca­pitales relativamente considerables y sin colocación determinada, son elementos que naturalmente convi­dan a la industria fabril, y que, ayudados por el na­tural ingenio que se nos reconoce, y por las ventajas climatéricas a que arriba hemos aludido, adquirirían una poderosa fecundidad. Agrégase a esto que las materias primas están a la mano por efecto de la diversidad de climas que establecen la latitud y la elevación de las montañas y de la riqueza mineral del suelo, especialmente el hierro y el carbón de pie­dra, que son a la industria lo que la carne y el pan a la alimentación.

Con frecuencia nos sucede permitir a nuestra fan­tasía que vaya a viajar por estas comarcas en el si­glo XX, cuando todas ellas estén consagradas por la mano y el genio del hombre a fecundar la industria, esa varilla mágica dada, en vez de cetro, al virrey de la creación. Evocamos entonces la imagen de Cal­das, la más simpática para nuestra alma de todas cuantas han alumbrado con los rayos de la ciencia las bellezas físicas de una patria que amó más que la vida, para que nos guíe en la contemplación de los cuadros que se ofrecen a nuestras miradas. Mas ¿qué utilidad podrían sacar nuestros lectores de los ensueños de un visionario platónico? Volvamos, pues, al año de gracia de 1867. . .

Si aquí se quisiera proceder con método en la in­dustria, lo primero debiera ser producir hierro bara­to y bueno, y dar a la enseñanza y a los viajes, por

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objeto principal, la adquisición de conocimientoa teóricos y prácticos en ciencias naturales, mecánica, artes e industria agrícola y fabril. Los jóvenes que pueden educarse en el extrajere harían mucho por ellos mismos, sus familias y la patria, fijándose en los Estados Unidos como la mejor escuela para ad­quirir profesiones de seguro provecho. Allí podrían permanecer en las granjas y en las fábricas hasta ad­quirir no solamente los conocimientos técnicos y los mé­todos y procedimientos del cultivo y la fabricación, sino esos hábitos americanos, y ese genio para los negocios, que les dan en todo tiempo y en todo lugar la posesión de sí mismas, e inspira ese go-ahead! con el cual se allanan las montañas, se salvan los abis­mos y se opera ese progreso que asombra e intimida al viejo mundo.

Con hierro barato y algunos hombres que tengan los medios de montar talleres y fábricas y los conoci­mientos necesarios para dirigir a los obreros, y aun para enseñarlos en caso necesario, Bogotá sería dentro de pocos años el teatro de una actividad fabril pode­rosa. Los alambres, clavazón, azadones, hachas, ma­chetes, arados, bisagras, tornillos, cerraduras, fre­nos, garlanchas, hoces, espuelas, argollas, y muchos otros artefactos de producción bogotana, estarían defendidos por el 300 por 100 a que ascienden los gastos causados por estos artículos cuando se traen de Europa. Luego vendrían las máquinas rudimen­tarias, como las de trillar, desgranar y aventar, que irían a desarrollar las fuerzas productivas del suelo y los tesoros de la minería, los útiles y objetos de ma­yor finura, y al fin, las máquinas de vapor. El co­bre, el plomo y las aleaciones de éstos con otros me­tales, darían nacimiento a nuevas industrias, y quién

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sabe si la cercanía de las materias textiles, ayudada por la apertura y mejora de los caminos, no nos per­mitirían llegar por el de la libertad al punto de que sin duda alguna nos alejará la protección.

Calcúlense las proporciones a que puede llegar la producción del hierro con sólo parar la atención en dos artículos: el tubo y el riel. La Municipalidad de Bogotá no permite el tránsito de carros por las calles de la ciudad, temerosa de que se rompan los ateno-res de barro cocido de las cañerías, de modo que ella es quizá la única en el mundo que con una población de 60,000 habitantes no ve ni oye jamás la rueda, trono de la industria. Las ciudades modemas tienen bajo del suelo una red inmensa de tubos para con­ducir el agua y el gas a todos los sitios públicos y a todas las habitaciones: son como una floresta, que ostenta sobre la superficie las ramas y las hojas de los árboles, cuyos troncos sostienen millones de ve­nas subterráneas por donde circulan, como la savia, el agua y la luz. El riel y el hilo del telégrafo arre­batan al tiempo sus alas y las fijan en la tierra pa­ra acrecentar la vida con la celeridad del movimien­to, y cuando ellos empiecen a extenderse por nues­tras llanuras y a penetrar por las arrugas de las cor­dilleras, mil hornos encendidos día y noche darán testimonio, como en las cercanías de Birmingham, de Lieja y de Glasgow, de que la industria del hierro no puede jamás descansar.

Concluímos recordando a los artesanos un anti­guo adagio español que dice: "padre pulpero, hijo caballero y nieto pordiosero," para significar que esa clase llamada en Francia burguesa, que entre nos­otros se traduce por clase media, aquella que goza de las comodidades de la vida sin el fastidio del ocio,

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no tiene otras barreras que la protejan contra la in­vasión de la pobreza, sino la previsión, la economía, el ahorro y la frugalidad, que, unidos al trabají», dan el capital. Buscad, les diremos, esa clase privi­legiada en que creéis que están los ricos, y hallaréis que el caballero, el sabio, el capitalista, han nacido todos del humilde pulpero, del trabajador honrado que acumuló para sus hijos. Ahora buscad entre los pordioseros, ved esos niños que venden cajetillas de fósforos por las calles, y hallaréis muchos retoños de las familias que en un tiempo se llamaron nobles y grandes, a las que el juego y la holgazanería con­dujeron a la ruina. Creednos: la pas pública, la armo­nía entre las clases trabajadoras, y los buenos hábi tos morales e industriales, son los únicos correctivos de la pobreza y las verdaderas fuentes del progreso y de la libertad.

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CARTAS SOBRE LA MISERIA EN BOGOTÁ

E n la reimpresión que de este estudio hizo el autor en el año de 1898 no in­cluyó las cartas siguientes, que hoy se reproducen, no sólo porque lo comple­mentan, sino en vista de su mérito in­discutible.

* •' ^ CARTA PRIMERA

Al señor José Leocadio Camacho—E. L. C.

Me ha hecho usted el honor de dirigirme cuatro cartas en el periódico titulado "La República," con el objeto de presentar con sus verdaderos colores el lugar que corresponde a los artesanos en el cuadro la Miseria en Bogotá; lugar que usted ha creído os­curecido por algunas de mis apreciaciones, las cua­les espera que serán rectificadas.

Aun cuando no me sintiera obligado hacia usted por las expresiones benévolas que me ha dirigido, sus escritos habrían llamado siempre mi atención, ya por ser obra de un artesano, por cierto bien digna

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aun de personas pertenecientes a las profesiones li­berales, ya por tratarse de un asunto a cuyo examen me permití llamar la atención de los pensadores bo­gotanos, entre quienes ha pasado usted a ocupar un puesto que le honra.

Aunque, en mi opinión, la materia de nuestra co­rrespondencia pudiera ser tratada bajo una forma más metódica que la epistolar, prefiero ésta, por aho­ra, a fin de encontrar las ocasiones que pueden pre­sentarse para rectificar aquellos conceptos míos que usted haya logrado demostrar que son injustos o erróneos, pues tratándose de una clase social que me es simpática, porque es trabajadora y desgraciada en lo general, no me conformaría con que un concep­to mío pudiera herirla sin justo motivo.

El público y usted se harán cargo de que, tratán­dose de exhibir una situación de miseria y de averi­guar sus causas, mi pluma no podía correr sobre el florido campo del elogio, sino, por el contrario, tenía que presentar las causas de la situación, y los prin­cipales actores en los sucesos, bajo colores sombríos. Si he necesitado o nó valor para acometer una em­presa en tiempos de inseguridad y de pasiones vio­lentas, y si debía esperar manifestaciones expresas de simpatía por mi resolución, son cosas que dejo al criterio del público.

He procurado dar a mis estudios una forma que si me permito llamar científica, no es porque la crea de gran valor, sino porque he buscado las causas de los hechos y su conexión con los efectos que las han producido, con aquella misma impasibilidad con que la naturaleza ejecuta las leyes que le dictó su Creador. No he querido ver personas ni partidos determina­dos con la mira de darles o quitarles sistemática­mente la razón, proponiéndome proceder como lo ha-

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ría un viajero que escribiera con fidelidad sus im­presiones, desnudo de simpatías como de antipatías. El haber yo pertenecido a uno de los grandes parti­dos políticos que han agitado al país, no me iMiabi-lita para abrigar pretensiones a la imparcialidad, pues si se registran las colecciones de "El Neo-Gra­nadino," "El Tiempo," "El Comercio" y "La Opi­nión," se verá que ningún escritor liberal ha sido más independiente en sus opiniones y en sus actos que el que ha firmado X. Y. Z. No se me puede apli­car ninguno de los calificativos empleados para de­signar las fracciones de gólgotas, draconianos, etc., pues creo haber sido censor de unos y de otros cuan­do los he visto separarse del sendero que conduce a la verdadera libertad y tolerancia; y cuando aque­llas fracciones se han visto unidas, en el apogeo de su poder y embriagadas por ciertos triunfos peores que los de Pirro, he sido considerado como godo por­que no me asociaba a los humillantes excesos que han conducido al partido liberal a su descrédito y al país a la miseria.

Perdóneme usted esta introducción tan personal, y quizás tan laudatoria, en atención a que no la ha­go con la mira de elogiarme, sino con la de estable­cer mi personería para abogar en un juicio en que pudiera ser considerado como parte, y porque he con­cebido la sospecha de que me tíenen por radical las personas que no han leído todos mis escritos, acaso por haber protestado contra el cargo injustamente hecho a los radicales por las persecuciones contra los artesanos después del 4 de diciembre de 1854.

Entro en materia. Confío en hacerle ver desde un punto de vista

más favorable a mi imparcialidad la mayor parte de mis apreciaciones sobre los artesanos, y menos dee-

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favorable a éstos, con sólo decirle que cuando he creí­do deber estimar la influencia de ellos en los hechos que nos han conducido a la miseria, no me he referi­do a todos los artesanos y obreros de la capital, ni a todos los de cada una de las profesiones, artes u oficios, pues no desconozco que hay y ha habido un gran número de ellos cuyos actos y opiniones en na­da han obrado desfavorablemente sobre la situación. A la página 23 de mi folleto (1) verá usted que cuando hablo de los obreros, cuyo ánimo ha sido ex­traviado por los intrigantes y los declamadores, me refiero a algunos obreros; a la página 57 (2) anun­cio que voy a hablar de los sentimientos y aspiraciones de muchos individuos de las clases trabajadoras, y de este mismo modo me expreso a la página 58 (3). Me ha sucedido tomar la palabra artesanos en un sentido general, refiriéndome a hechos que no son comunes a todos, como sucede a las despenseras que se quejan de los ratones por hechos que no son imputables a la generalidad de la especie, ni aun a los que se abri­gan bajo un mismo techo.

Espero también que me valdrá mucho una con­sideración que creo ha solido perder usted de vista para apreciar mis juicios, y es la de que no asigno a los artesanos una acción tan poderosa y directa co­mo usted se ha figurado, pues los he creído apenas auxilia/res de la inseguridad, la cual es, también, un resultado y no causa primordial y directa de los a-contecimientos. Vea usted cuánto atenúan estas acla­raciones los cargos que usted me hace.

(1) Página .38 del texto. (2) Página 89 del texto. (.3) Página 90 del texto.

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Ha emprendido usted una defensa general, ab­soluta, de los artesanos, como se emprende la defen­sa de un acusado, sin admitir el menor de los cargos del fiscal, en lo que, permítame decírselo, ha obrado con sistema. Yo podría apelar ante la conciencia de los mismos a quienes usted defiende...

Dice usted que los artesanos han puesto siempre el peso de sus opiniones en la balanza política para inclinarla hacia la justicia, y alega en su apoyo la impasibilidad con que vieron los sucesos del 29 de abril y del 23 de mayo de este año. Mas usted me permitirá pensar que en esto ha habido ausencia de peso en vez de peso puesto en la balanza, y que hay alguna exageración en decir que el ejército del 23 de mayo habría podido desaparecer ese mismo día ante el esfuerzo popular y como nn montón de polvo im­pelido por el huracán. No seré yo quien censure la circunspección de los artesanos en aquellas dos me­morables fechas, a pesar de que en la segunda vi po­ner en libertad a algunos centenares de ellos que ha­bían sido reclutados; ni hace a mi propósito examinar hacia qué lado se inclinan todavía las simpatías de la generalidad de los obreros.

No comprendo bien el significado del adjetivo popular aplicado por usted al esfuerzo que pudo ha­ber hecho desaparecer el ejército del 23 de mayo, pues a usted le consta, como a mí, que todas las cla­ses sociales del pueblo de Bogotá estuvieron repre­sentadas aquel día en las manifestaciones de alboro­zo que tuvieron lugar. En una república el pueblo lo formamos todos los miembros de toda la nación, y he considerado como un grave error, como un error al­tamente peligroso para las libertades públicas, el de llamar pueblo, para efectos políticos, a un número

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más o menos considerable de personas pertenecien­tes a algunos oficios o profesiones manuales. Esta es una opinión que creo algo generalizada entre los artesanos de la capital, y que sería muy conveniente rectificar. El pueblo de Bogotá es bien poca cosa en comparación del pueblo entero de los nueve Estados que componen la República; y en la capital misma al pueblo pertenecemos todos los colombianos aquí residentes. Cuando alguna reunión de artesanos de­sea, quiere, pide o rechaza alguna cosa, debe tenerse bien entendido que es esa reunión la que desea, quiere, pide o rechaza, mas no todos los artesanos, ni mucho menos el pueblo.

Califica usted de quimera la creencia que se ha esparcido entre varios individuos de las clases aco­modadas de que en muchos de los obreros de ciertos oficios predomina una fuerte antipatía contra ellas, y si usted tiene razón, si a la verdad es usted el fiel intérprete de los sentimientos de esos obreros, me doy el parabién por haber dado ocasión a que se rec­tifique un juicio erróneo, que es altamente perjudi­cial a ricos y a pobres. Si usted se ha penetrado bien del objeto con que escribí mi folleto, reconocerá que lo que más he buscado es la reconciliación, o si se quiere, la unión y cordialidad entre las clases traba­jadoras, que a mi juicio son las que viven de alguna industria que no sea la de promover trastornos para medrar en ellos. Hombres trabajadores, sea cual fue­re el partido político a que pertenezcan, o sea cual fuere su caudal u oficio, se entienden sin grave difi­cultad, y la prueba es que usted ha escrito al fin de su primera carta el siguiente párrafo, que de buena gana querría yo ver adornando alguna página de mi folleto: i't-<

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"Pero esa época de progreso (1) no volverá mientras no desaparezcan los pillos de todos los colores; mientras no w restablezca la armonía entre el rico y el obrero, y mientra* el pueblo no se una para traer a los puestos públicos perso- .^ ñas honradas, que inspiren confianza a todos y cooperen a ! :; arrancar de cuajo e«e árt>ol ya carcomido, a cuya sombra, * _ lo mismo que a la del pueblo, ee han cometido tantos críme­nes."

He dicho que la revolución de 1854 fue el resul­tado de la parte podrida de los programas y doctri­nas que se propagaron desde que se puso aquí de mo­da el socialismo francés, y del despecho causado a los artesanos por no habérseles cumplido la oferta de nna protección legal en favor de las artes, y usted cree que el motivo que los impulsó a formar en la ^ plaza el 17 de abril fue el desprecio que les tenían ^ las clases superiores, secundado por una miseria ae- '¿ mejante a la presente. Al público toca juzgar unes- f tras opiniones; mas yo sostengo, sea cual fuere su fallo sobre los motivos de la revolución de 1854 y cualquiera otra revolución contra un gobierno fun­dado en la legalidad (2), que es un hecho que crea • la inseguridad y produce la miseria, aunque tal re­volución tenga principio, desarrollo y fin sin que el ' crimen se vista de gala, y aunque jefes ilustres del ejército se arrepientan de haberla combatido. ¿Có­mo puede haber entre nosotros revoluciones sin que

(1) La de 1856. (2) No es ahora que tengo esta opinión: en ''El Tiempo"

y en "El Comercio" sostuve con franqueza en 1860 qne la hsf de elecciones de 1859 no i>odIa justificar el derramamiento ' de una sola gota de sangre, y "El Porvenir" numero 314 me colmó de elogios, y se pronunció por la solución que yo pro- ' poofa, que era la convocatoria de una OonvanciOn.

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a su nombre se perpetren crímenes, aun dado caso que ellas no nazcan de uno, tal como el de usurpar­se el poder soberano? ¿Cómo puede usted creer jus­tificada la revolución de 1854 si el gobiemo estable­cido por haber ella sucumbido fue ilustrado y justo, según usted mismo dice, y nadie se atrevería a con­tradecir? Esta pretensión es la que principalmente me hace creer que usted ha sido sistemático en su defen­sa, y le confieso que esto lo digo con dolor, pues la voz autorizada de usted condenando la revolución de 1854, habría hecho una impresión benéfica en el áni­mo de los artesanos.

A pesar de su afirmación, me cuesta trabajo creer que hubiera existido en 1854 odio contra los obreros en las clases acomodadas. Tal vez no he comprendi­do bien lo que usted ha querido decir a este respec­to, y me inclino a pensar que en esto le ha sucedido a usted lo que a mí con los artesanos, expresando un juicio que no comprende a las clases sino a algunos individuos de ellas. Me sucede lo mismo con el moti­vo de la miseria, atribuido también por ust«d al mo­vimiento del 17 de abril, pues él no lo explicaría sino por el propósito de medrar con los trastornos, y usted y yo y el país entero saben que los artesanos lucharon heroicamente por la causa que adoptaron, y que nadie podrá citar un solo hecho criminoso que les sea imputable durante aquella lucha.

He dicho que a la creación de capitales y a la de hogares felices fundados en vínculos legítimos no conducen la informalidad, la insubordinación, las pendencias , la asistencia a los garitos y a las taber­nas, las pasiones sensuales, los tumultos en las asam­bleas, ni los viajes a Guasca... Y a mi pesar tengo que repetir que todo esto es verdad, o que ignoro ab­solutamente lo que son los capitales bien adquiridos

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y los hogares tranquilos y dichosos. Usted ha creído que yo hacía cargos generales a todos los artesanos de un modo directo, y ha procurado defenderlos de esos cargos; mas yo tengo dicho que no me refiero a todos los obreros, sino únicamente a la porción de ellos que incurra o haya incurrido en aquellos ma­los hábitos. No me atrevería a defender la totalidad de los médicos, abogados, comerciantes, agricultores-hasta el extremo de sostener que entre esas clases no haya personas insubordinadas, informales o viciosas, y no puedo creer que la clase de los artesanos esté en un caso diferente.

La falta de puntualidad para la entrega de las obras es cosa proverbialmente aplicada a los artesa­nos; y si ella procede de que por desconfianza se lea rehusen anticipaciones, estará explicada la causa, mas no desvanecido el efecto que yo le atribuyo. En lo general se cree que el peor medio de obtener una obra con prontitud es anticipar su valor. Si esta creencia es o nó fundada, la desvanecerá quien la tiene, que es el público. Por lo que a mí toca, le di­ré con franqueza que he sufrido mis chascos, pero que también he hallado obreros que han sabido co­rresponder a mi confianza. Sobre la informalidad debe usted tener mejores datos que yo, especialmente sobre lo que enlenguaje vulgar se llama hacer lunes. También he dicho que un taller florece cuando un jefe inspira confianza; cuando se consagra al trabajo y a perfeccionar sus obras; cuando emplea bien eus ahorros, y cuando maestros y obreros viven persua­didos de que la paz es la primera necesidad de po­bres y ricos y de que la armonía reine entre ellos. ¿Hay entre estos hechos alguno que no tienda al pro­greso de los talleres? ¿Se puede inferir de mis pa­labras que todos los talleres que han decaído deben

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SU desgracia a los vicios de sus jefes? Oreo que mi folleto entero protesta contra semejante deducción. En él he presentado un vasto cuadro de causas de la miseria, que es un hecho general, que ha pesado y pe­sa sobre culpables e inocentes, y creo que no se pue­den tomar mis palabras en un sentido tan estrecho sin estar prevenido por ideas preconcebidas, a que no dan lugar mis precedentes como escritor indepen­diente.

No he pretendido cubrir de ridículo a los que for­maron el ejército de Guasca, ni de mis palabras pue­de esto inferirse. Sostengo que los talleres no flore­cen cuando los maestros o los obreros se meten a guerrilleros; mas no juzgo de los motivos que obren en su ánimo para tomar las armas. Veo los partidos, los ejércitos, las guerrillas como desde un globo ae­rostático, en cuanto ellos destruyen la vida, el ho­nor, la riqueza y todos los bienes de la sociedad y del individuo.

Terminaré esta carta con algunas explicaciones sobre la cuestión jesuítas.

Lo que he dicho sobre ellos es la impresión que me han dejado los escritos publicados durante la prolongada discusión a que su venida al país dio lu­gar. Mis juicios en cuanto a los cargos que se han hecho a la orden, pueden ser errados y no pretendo tener la razón, especialmente al considerar que nada tengo que decir contra ninguno de los individuos per­tenecientes a ella que han residido entre nosotros. He sentido una instintiva desconfianza respecto de la institución, creyéndola organizada para trabajar fa­talmente en un sentido teocrático, a lo que atribuyo sus vicisitudes y la desconfianza y persecución de varios gobiernos y soberanos católicos, que no han obrado del mismo modo con las demás órdenes reli-

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glosas. He considerado por esto que fue una traición a la República la traída de los jesuítas en 1843, pe­ro retiro esas palabras desde el momento en que con ellas se ofende a sujetos honorables y patriotas que intervinieron en aquel hecho, aunque no dejaré de lamentar que él se hubiera verificado, porque persis­to en creer que contribuyó poderosamente a sembrar y ahondar la división y la desconfianza entre los dos grandes partidos políticos del país.

No faltan entre nosotros eclesiásticos capaces de dar buena instrucción en los seminarios para que de ellos salgan sacerdotes ilustrados y virtuosos, que es la aspiración de todos los padres de familia cató­licos; y si algunos hay en Bogotá y otros pocos lu-ga,res que apetezcan el regreso de los jesuítas para encargarles la educación de sus hijos, creo que de­sean un bien particular que puede ser un mal para la República si las cuestiones religiosas volvieran a encender las pasiones.

He sido llamado anticatólico y enemigo de las comunidades religiosas, con profunda injusticia, por­que no podrá presentarse un hecho mío hostil al ca­tolicismo o a esas comunidades: yo podría presentar hechos y escritos capaces de desmentir la imputa­ción, si no creyera que ella se me hizo en momentos en que mi folleto había evocado recuerdos amargos qne disculpan la ira de que fue objeto. Esto es lo que deseaba decir, y nada más, sobre la cuestión je­suítas.

Su atento servidor,

.-. Miguel Samper"

("El Republicano" número 36, de noviembre de 1867).

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.- CARTA SEGUNDA •,

Al señor José Leocadio Camacho—E. L. C.

La segunda carta de usted versa precisamente sobre un juicio equivocado respecto de mis palabras y de mis intenciones, y le confieso que me ha sor­prendido mucho el modo como ha citado usted aqué­llas.

Digo a la página 63 de mi folleto ( 1 ) : "Las ver­daderas causas generales del atraso y de la pobreza de los artesanos son las que hemos asignado a la po­breza de toda la nación y en especial de Bogotá. Búsquese la seguridad para encontrar la paz, y con ella la riqueza. Cuando la industria vuelva a ser lo que fue en 1856, si a pesar de esto los artefactos ex­tranjeros no permitieren la admisión indefinida de aprendices, a éstos, a los obreros y a los maestros les sobrarán carreras, porque en un país nuevo, que del atraso marcha con paso firme al progreso, él tror bajo que más estimula y que más pronto enriquece es el manual, siempre que vaya acompañado de lo fru<)alidad, la economía, él ahorro y todos los hábi­tos que favorecen la creación de capitales y la de ho­gares en donde los vínculos legítimos unen a los es­posos y a los hijos." Usted cita únicamente las pala­bras que dejo copiadas en bastardilla y se da así la fácil tarea de refutarme.

Estoy muy lejos de atribuir este proceder a mala intención. El señor Caro, en cuyos escritos advierto con placer que el talento es una tradición en eu fa­milia, me ha probado que la benevolencia, signo de

(1) Página 95 del texto.

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un buen corazón, debe hacer también parte de la her­menéutica, y en consecuencia yo me explico su des­cuido considerando que usted me refutaba a medida que salían mis artículos, no fijándose en que esa épo­ca de 1856 la había descrito yo en el terreno del ver­dadero progreso (1), Estoy de acuerdo con usted en que la nación, lejos de progresar, ha retrogradado de ocho años para acá, según lo demuestra el cuadro de miseria descrito en mi artículo primero, que es aplicable no sólo a Bogotá, sino a toda la RepúbUca. Inútil es disertar, pues, sobre todo lo que usted ha tenido por conveniente decir sobre un supuesto equi­vocado.

He dicho también: ; • : , . . , . "Hay causas especiales que influyen en la deca­

dencia de ciertas artes en Bogotá. Ellas son las que deben estudiarse para encontrar el remedio; y si éste no puede ser eficaz, para advertir a los trabajadores que es' tiempo de suspender la admisión de nuevos aprendices, porque la adopción de un oficio que no puede sostenerse naturalmente, priva a los jóvenes de carreras verdaderamente lucrativas y hace a los obreros antiguos un grave daño con su concurren­cia."

Este párrafo le ha hecho a usted el efecto de un hierro candente y le ha arrancado conceptos que prueban cuan fácilmente se puede aliar la generosi­dad con la injusticia, si se parte de un supuesto fal­so. Nobles sentimientos descubre usted cuando ee indigna, a nombre de los artesanos, con la sola idea de que fuera rechazado de la puerta de un taller un pobre niño desvalido que llama a ella pidiendo ins-

(1) Véanse las páginas 33 a

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trucción, trabajo y moralidad; mas no por esto ba resuelto usted la cuestión.

Yo sostengo que son ciertos estos hechos: ., Primero. Que hay en Bogotá ciertas artes en de­

cadencia ; Segundo. Que hay causas que producen esa deca­

dencia ; Tercero. Que esas causas son las que deben estu­

diarse para encontrar el remedio; Cuarto. Que si el remedio no es eficaz contra las

causas, la admisión de nuevos aprendices perjudicará no sólo a éstos, sino a los obreros y maestros anti­guos.

Si usted o alguno demuestra que estas proposi­ciones no son verdaderas, yo quedaré refutado; mas si tal demostración no puede hacerse, creo inútil to­da declaración que tenga por objeto calificar mal los sentimientos que han dictado esas proposiciones, porque con eso no se logrará que las causas desapa­rezcan, ni que los efectos dejen de producirse.

Al contrario, mientras más aprendices se reciban, mayor será la desgracia de ellos y de los maestros; porque obrando siempre las causas de la decadencia, se aumenta el número de las personas entre quienes deben dividirse los provechos, sin que éstos, de por sí ya deficientes, hayan aumentado. La intención del maestro del taller será buena, laudable como obra de caridad de un pobre hacia otro pobre, pero con ella no se logrará elevar los salarios ni combatir la pobreza.

Permítame usted, señor Camacho, que proteste contra la aserción de que yo he dado consejos a este respecto, porque apenas he dicho que deben estudiar­se las causas de la decadencia para advertir a loa trabajadores que es tiempo de suspender la admisión

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de nuevos aprendices. Todo el que estudie esas cau­sas y no les encuentre remedio eficaz, advertirá, por el solo hecho de exponer sus ideas, el peligro a que están expuestos los trabajadores, quedando éstos en el derecho de usar o nó de la advertencia que le da­rán los hechos estudiados, no quien estudia.

Es muy común confundir la exposición de los in­flexibles efectos de las causas naturales con las opi­niones o consejos de los hombres. El que expone un hecho no es quien le da existencia, y si a la exposi­ción del hecho se unen su causa y sus efectos, se ex­pone una ley natural, una ley de Dios, inmutable co­mo lo son sus decretos. Es, pues, la ley lo que pue­de recibir el calificativo de ffío, desconsolador, egoís­ta, ingrato y uraño, calificativos que no podrán de­rogarla, ni modificarla, ni hacerla justa o injusta.

Lo que el hombre puede hacer cuando tropieza con leyes naturales, es evitar incurrir en las causas del mal, para librarse de los efectos. Con declamar nada se hace. En el presente caso, si hay causas que crean la inseguridad, la desmoralización y la mise­ria, se deben combatir esas causas, hasta obtener la seguridad, la moralidad y la riqueza. Es entonces, y sobre todo cuando el país es nuevo, cuando puede decirse que éste marcha del atraso al progreso, y pa­ra tal caso también he dicho que al obrero le sobra­rán carreras lucrativas, porque el trabajo manual es el más estimulado. Esto sucede en California y en Australia, en donde más puede hacer un cocinero que un jurisconsulto, y sucedió también en Ambale ma de 1853 a 1858. El peligro en semejantes ocurren­cias está en la desmoralización, porque la facilidad de adquirir estimula los gastos, y éstos fácilmente conducen al vicio, y porque la principal concurrencia es de aventureros. Observé en Ambalema y se obser-

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vó en California y en Australia, que los hombres ee entregaban fácilmente al desenfreno de las pasiones, y que los hogares, si tal nombre merecían, no eran en lo general el santuario de legítimos vínculos.

Si existen artes, carreras o profesiones en deca­dencia especial, por causas particulares, es preciso que no se renueven las personas consagradas a tales trabajos, o que su condición siga empeorando.

He sido muy parco en dar consejos. Los que re­conozco como tales se encuentran al fin de mi sexto artículo, y yo no me arrepiento de haberlos dado. Di­je a los trabajadores que deben unirse, defenderse de los parásitos, hacer efectiva la sanción moral contra el fraude y el vicio, y a los parásitos que cuiden de no matar la gallina de los huevos de oro, es decir, que dejen en paz el país, respeten la moral y la pro­piedad, si es que quieren que pueda haber trabajo para vivir de él.

Cree usted que si en nuestro país se hubiera alen­tado y protegido la industria, estimulado a los que a ella se dedican, no se habría alimentado la empleo­manía, que es el monstruo que nos devora. Yo esta­ré de acuerdo con usted, si por alentar y proteger la industria, se entiende rodear de garantías a todo el que trabaja, y si por industria se entiende todo hu­mano empeño hecho con el objeto de producir rique­za o servicios. Como soy partidario del libre cambio, creo que el hombre tiene pleno derecho a escoger el género de ocupación que más le acomode, y que la ley y el gobierno deben protegerlo contra todo aten­tado por el cual se le quiera estorbar que trabaje o que cambie o disponga del fruto de su trabajo. El estímulo para trabajar lo da la naturaleza humana, no el gobierno, el cual no puede dar más que defen­sa o protección.

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Me han entusiasmado poco las glorias de los ro­manos, a quienes he tenido por el pueblo más pará­sito del mundo, por haber arrebatado a éste su liber­tad y sus riquezas. Me pasa lo mismo aun con Gre­cia, y en general con todo pueblo en donde la escla­vitud doméstica y la guerra hayan sido la base de las costumbres industriales. Mas debo extrañar que un defensor de las artes manuales no sea en esto de mi opinión, cuando en Roma aun los plebeyos las te­nían en desprecio. El que desprecia las artes no pue­de ser un verdadero republicano, porque no será, de se­guro, partidario de la igualdad bien entendida, que es la que permite levantar con altivez la frente a to­do el que vive de su trabajo.

Dice usted que los artesanos carecen hoy hasta del miserable consuelo de morir en un hospicio u hospital, porque los adoradores del libre cambio tra­bajaron hasta aniquilar esos planteles. También di­ce usted que ellos tomaron empeño infernal en de­moler los establecimientos religiosos, cerrando así una de las pocas carreras, la eclesiástica, que aquí se abrían para el pobre.

La teoría del libre cambio, tal como la compren­do, consiste en dejar a cada cual en libertad de com­prar o vender lo que le conviene. ¿Tiene esto algo que ver con el despojo perpetrado en los bienes de manos muertas? ¿Se necesita ser partidario de la libertad de los cambios para ser enemigo de las corporacio­nes religiosas y de las libertades municipales? ¿El General Mosquera es partidario del libre cambio, o ha propuesto al Congreso el sistema contrario? ¿Está usted bien seguro, señor Camacho, de que en­tre los partidarios del libre cambio no se encuentran persona* que hayan combatido la desamortización?

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Creo, señor, que para mostrar su justo enojo con­tra los que han derribado los establecimientos reli­giosos, de beneficencia y de instrucción, no era ne­cesario atribuir al libre cambio ni a sus partidarios los desastrosos resultados de pasiones encandecidas por la guerra. Estas cuestiones, en que los dos nos ocupamos, requieren un ánimo sereno para mante­nerlas en el terreno de la ciencia y de su prudente aplicación, porque de lo contrario nuestros esfuerzos serían completamente estériles.

Su .atento servidor, Miguel Samper"

("El Republicano" número 37, de noviembre 12 de 1867).

CARTA TERCERA

Al .tenor José Leocadio Camacho—E. L. C. ,;;.

Me ocupo hoy de sus cartas tercera y cuarta, y como he procurado satisfacerlo,, y espero haberlo conseguido, respecto a la extensión o alcance de al­gunas de mis observaciones sobre los hechos u opi­niones de los artesanos, que no los comprenden a to­dos, o que no les son aplicables aun cuando a prime­ra vista parezcan dirigidas contra ellos, me contrae­ré en la presente carta a la cuestión de protección de la industria nacional.

A esta cuestión le doy mucha importancia, por­que estoy convencido de que ella ha servido y podrá servir para arrastrar muchos trabajadores de la ca­pital y de alguna otra ciudad importante, en pos de los ambiciosos que logren alucinarlos con la espe-

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ranza de mejorar de suerte, y porque de los errores en que estemos acerca de ella nacen y nacerán ma­les permanentes para los obreros y para la nación entera.

Pero antes de entrar en el asunto séame permiti­do suplicar a usted y a los lectores, que tengan en cuenta todo el cuadro de fenómenos, causas y efectos que he desarrollado en mi folleto, sin olvidar que no he ideado él camino que debe seguir la industria de esta comarca para llegar a una situación cuya prosperidad sea verdadera, presupuesta la consoli­dación del orden, la seguridad y la paz, por el predo­minio de los trabajadores sobre los parásitos en la marcha moral, social y política del país. Todo lo que yo diga presupone estos antecedentes.

Creo que las ideas de usted, tomadas de eus escri­tos, pueden quedar concretadas en estos términos:

"Si en nuestro país se hubiera alentado y protegido le industria, estimulado a los que a ella se dedican, no se ha­bría alimentado el monstruo de la empleomanía, que es el que lentamente nos devora. Los pueblos en donde las artes han sido protegidas han llegado a un grado tan eminente de prosperidad, que se han captado el respeto y la admiracifln de las naciones, no solamente por su riqueza y preiKxnderan-cla, sino por su fuerza material "

"Las fábricas de cristal, papel y paños, han decaído en Bogotá porque el espíritu de extranjerismo ha hecho que se tenga asco por esas producciones. Si esa misma antipatía hubiera tenido la Francia por las suyas, hoy sería un país politico, como el nuestro, pero esclavo de Inglaterra o los Estados Unidos.

"Para que cese el marasmo que actualmente aniquila a la sociedad, no es suficiente qne el pueblo sepa respetar la

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propiedad del rico; necesario es también que éste sepa a su turno sostener la propiedad del pobre, que ao es otra cosa que su industria, porque en ella está su renta, su patrimo­nio, su baber: y el ataque directo o indirecto a la indus­tria de un país es un crimen contra la propiedad nacional^ contra la herencia de un pueblo que no tiene otro apoyo ni otro elemento que sus brazos para ganar la subsistencia.

"Ij&s artes se reputan aqnt como una ocupación vil. Si al trabajo, si a ila acción del hombre se del>e cuanto cubre la faz de la tierra, ;,c6mo ha de adelantar en la marcha de la civilización un país en donde el trabajo vive infamado?"

Sin los juicios formados por usted contra los par­tidarios del libre cambio, las opiniones que preceden podrían ser interpretadas casi todas en el mismo sentido que las que yo sostengo; mas tales juicios me autorizan a creer que la protección y el estímulo de que usted habla son los que han concedido los go­biernos a ciertas clases de productores nacionales por medio de prohibiciones o tarifas aduaneras con­tra los productos extranjeros.

En este supuesto, me propongo demostrar que tal pretensión es injusta e hija del socialismo, y que, además, sería ineficaz para lograr el fin que usted desea si llegare a convertirse en ley.

La estructura natural de la sociedad, bajo su as­pecto industrial, reposa, en mi concepto, sobre estos hechos:

Primero. El hombre nace con necesidades de di­verso género, entre las cuales están las que lo obli­gan a alimentarse, vestirse y abrigarse a sí propio y a su familia, y muchas otras que no se pueden sa-tisifacer legítimamente sino por medio del trabajo. Es un derecho incontestable en el hombre el de con­sagrar sus facultades a producir aquello con lo cual puede satisfacer sus necesidades.

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Segundo. El derecho de producir no bastaría por sí solo si no fuera acompañado del de consumir, o de aplicar a su objeto los resultados del trabajo o de la producción.

Tercero. Siendo un hecho universal el de que nin­gún hombre produce directamente por sí solo todos los objetos que necesita consumir, y que le es más provechoso consagrarse exclusivamente a un solo gé­nero de producción, se sigue forzosamente la necesi­dad legítima, y por consiguiente el derecho, de cam­biar lo que produce su trabajo por lo que sus seme­jantes han producido.

Cuarto. En el estado social, que es el verdadero estado natural del hombre, estos hechos de producir, consumir y cambiar y los consecuenciales de ahorrar, acumular y progresar, no se verifican sin riesgo de que los parásitos quieran arrebatar lo suyo a los tra­bajadores, de donde ha nacido la necesidad de crear nna fuerza común, que es el gobiemo, para proteger los derechos, es decir, para defender a los que pro­ducen, cambian, consumen, ahorran, acumulan, etc., e tc . , contra todo él que quiera estorbar el ejercicio de esas actividades.

Quinto. El hombre, desde su aspecto industrial, no es ciudadano sino del mundo, es decir, que el gé^ ñero humano es solidario en industrias y en cambios. En efecto, las latitudes, los climas, la topografía, las corrientes atmosféricas y marítimas, la diversidad de objetos sepultados por la naturaleza en las entrañas de la tierra o en el seno de los mares, la fauna, las producciones del reino vegetal, y, en fin, todo lo que constituye esta espléndida y armoniosa mansión que el Creador nos ha dado, es el vasto campo de la acti­vidad industrial y de los cambios.

El huano, la quina, los bálsamos, las materias

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textiles y todas las producciones de nuestra zona y de nuestro continente, son dones con que Dios quiso regalar al europeo, como al americano, del mismo modo que el caballo y el buey salieron del arca de Noé para servir y acompañar al americano como al europeo.

Esta es, señor Camacho, la doctrina del libre cam­bio, que yo amo, pero que no adoro, porque este sen­timiento no se lo profeso sino a Dios. Pudiera de­sarrollar las bellezas de este sistema, admirable por sus armonías, como todo sistema que se funda en laa leyes de la naturaleza; mas lo dicho basta para mi objeto.

¿Qué es, según el sistema del libre cambio, lo que constituye la propiedad del pobre y la del rico? ¿De qué manera es como se puede atacar la industria de un país? ¿Cómo se la puede defender o proteger?

Hago una gran diferencia entre el derecho de tra­bajar y lo que los socialistas llaman derecho al tra­bajo. El primero es el ejercicio inocente y fecundo de una libertad, de una actividad, de un derecho, con­sistente en que el hombre aplique sus facultades al ejercicio de la industria que tenga a bien elegir, en tanto que el segundo no es sino una acción que se pretende conceder al individuo contra la sociedad en demanda de favores.

El hombre elige, bajo su sola responsabilidad, el género de trabajo que crea convenirle, y eu derecho se extiende hasta obtener la protección de la socie­dad para que se le deje trabajar, cambiar, consumir, ahorrar y acumular; mas ese derecho no llega ni puede llegar hasta a exigir de la ley o del gobierno que se le defienda de su propia inferioridad si hay otros más hábiles, o si ha hecho una elección des­acertada de su profesión, porque los gobiernos no

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tienen recursos propios para hacer esas gracias, no contando para ello sino con el bolsillo de los contri­buyentes.

La propiedad del rico, o mejor dicho, la propiedad en el sentido que podemos dar aquí a esta palabra, consiste en todas las cosas que el hombre posee por haberlas producido, ahorrado y acumulado, ya sean esas cosas de mucho o de poco valor, ya sea el hom­bre relativamente rico o relativamente pobre. El de­recho de propiedad se confunde con el de la libertad, si se le extiende hasta las facultades productivas del hombre, independientemente de los objetos pro­ducidos. Entonces puede decirse que la industria, la facultad de ocuparse o de trabajar, es una propie­dad, no precisamente del pobre, sino del hombre; porque el derecho le viene entonces de ser hombre, de ser o poder ser trabajador, y no de ser pobre.

Los crímenes contra esta clase de propiedad no pueden ser otros que los crímenes contra la libertad personal, y ellos son distinguidos perfectamente de los que se llaman crímenes contra la propiedad, es decir, contra el fruto de la industria. El que impide a un sastre que abra su taller y trabaje en él, come­te un crimen contra la libertad de industria de ese sastre, y el que le arrebata el vestido que ha cosido, comete otro crimen contra su propiedad. Así es co­mo yo veo las cosas.

Mas, el que de un país extranjero traiga al nues­tro vestidos, calzado u otros artefactos con el objeto de venderlos a quien voluntariamente quiera com­prarlos, no comete crimen, ni viola la propiedad de nadie, ni ataca la industria nacional.

Los productos extranjeros no se traen para dar­los gratuitamente; ellos se cambian en definitiva por productos nacionales. Todo producto extranjero que

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se introduzca al país con el objeto de cambiarlo, ase­gura una salida o estimula la producción de algún producto de la industria nacional. Tan sagrado es el derecho de producir como lo son los de consumir y cambiar. Nadie puede tener el derecho de vender caro, porque ese derecho estaría en flagrante contra­dicción con el derecho de propiedad de todos aque­llos a quienes se impusiere por la fuerza o por la ley la obligación de comprar caro. Llamo caro todo pre­cio que traspase los límites impuestos por la libre concurrencia de todos los que pueden ofrecer una misma clase de productos, nacionales o extranjeros.

Pasaron los tiempos, de verdadero egoísmo nacio­nal, en que los pueblos se consideraban como enemi­gos, o no reconocieron que eran familia de la misma especie. El hombre ha reivindicado el derecho de fi­jarse en el punto del globo que más le convenga, y allí en donde resida, allí en donde sea hombre, tiene sus derechos. Las prohibiciones, los obstáculos pues­tos por la barbarie o las preocupaciones a los cam­bios de domicilio de los hombres o de los productos, han caído para siempre en todo el mundo cristiano, porque el cristianismo es la verdadera fraternidad humana comprobada por las ciencias sociales, del mismo modo como las naturales han comprobado las verdades evangélicas.

Hoy se pide inmigración por los pueblos nuevos, en donde el espacio brinda campo a los apiñados ha­bitantes de los viejos; y en éstos, sus gobiernos, ilus­trados por la experiencia y por la ciencia, han com­prendido que para ellos es una causa de debilidad el exceso de población cuando no está acompañado de los correspondientes medios de subsistencia, y pro­mueven, o por lo menos permiten, de buen grado, la emigración.

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Casi medio siglo transcurrió desde que Malthus formuló las dos leyes naturales sobre la población, que lo han hecho tan célebre y dado ocasión a que se le calumnie, hasta cuando el imperio de esas leyes fue reconocido y acatado por pueblos y gobiernos. Su cede en las ciencias que se llaman físicas y naturales, que el que descubre una ley, el que acierta a encon­trar la relación entre una causa y su efecto, el que, como Jenner, descubre que la viruela se previene con el virus de cierta clase de pústulas en las vacas, es proclamado bienhechor de la humanidad. Lo con­trario pasa ordinariamente en los que estudian la naturaleza de las relaciones entre los hombres, o sea las ciencias sociales. Malthus, después de hacer los estudios más vastos y detenidos sobre la proporción en que realmente se desarrollan la especie humana y sus medios de subsistencia, y aquella en que es posi­ble que se desarrollen, encontró que la población puede duplicarse en el término de 25 años, y que los medios de subsistencia crecen en una proporción mu­cho menor. Observó también que los países en donde la población es escasa y la naturaleza rica, son aque­llos en que la primera aumenta con más rapidez, por­que también las facultades productivas del hombre son allí más fecundas, y que lo contrario sucede cuando los términos están en sentido inverso.

Evidentemente, Malthus hizo a la humanidad un servicio tan importante como el de Jenner, porque los gobiernos dominados por la ignorancia basaban BU legislación en ideas falsas, contrarias a las leyes naturales, y promovían por medios artificiales, por estímulos empíricos, el aumento de la población, sin poder hacer más fecunda la producción o acaso en­trabándola con sistemas tales como el llamado pro­tector. A esas leyes en que se premiaba la fecundidad

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de los matrimonios, o que encerraban a sus subditos dentro de las fronteras, como en una cárcel, han su­cedido las que dejan al hombre la libertad de esco­ger su residencia y la responsabilidad de sus impru­dencias al reproducirse. Déspotas como Luis XIV y Napoleón I, que despoblaban con la guerra sus im­perios, podían promover la producción de carne de cañón, porque a su profundo egoísmo nada importa­ba la suerte de los hombres. Hoy buscan los gobier­nos, como Henrique IV, subditos que puedan poner carne en su olla, y la opinión ilustrada desprecia la engañosa protección con que aquellos tiranos supie­ron alucinar a los pueblos.

Malthus ha sido calumniado aun por aquellos que jamás tuvieron en sus manos un volumen de sus obras, atribuyéndosele una especie de sentencia de muerte contra las clases proletarias, a quienes nega­ba, decían, el derecho de venir a este mundo, o de permanecer en él, y a los padres imprevisivos o débi­les delante de sus deseos, y a los gobiemos ignorantes u opresores, los han querido presentar como vícti­mas o como bienhechores.

A Cobden y a los amigos de la doctrina del libre cambio, les pasa algo semejante a lo que le ha sucedido a Malthus. La aristocracia inglesa, dueña del suelo y en posesión del monopolio de vender pan al pueblo, se empeñó en defenderlo del tributo de Francia, los Estados Unidos, Polonia y todos los países que le brindaban trigos baratos, y logró por largos años asegurar a Inglaterra la libertad de co­mer caro, hasta que los fabricantes de Manchester sirvieron de núcleo a la famosa liga llamada del free-trade, que proclamaba a la faz del mundo la necesi­dad de que todos los pueblos fueran tributarios unos de otros para el cambio de sus productos, es decir, li-

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LA MISBRIA BSÍ BOGOTÁ 1 2 9

bres para colocarse bajo el yugo de la baratura. Esos fabricantes pedían que entrasen a Inglaterra no solamente granos y carnes, sino manufacturas ex­tranjeras, seguros de que éstas no podrían ir sino a cambiarse por productos de la industria nacional.

Los resultados han sido asombrosos y cien veces más fecundos que los millones que produce su poor-law para detener el cáncer del pauperismo e ir de­rramando en su reemplazo la comodidad y el conten­to entre los menestrales. Fue delante de tan grandio­sos resultados como Francia plegó la caduca bande­ra de la protección, "abriendo sus puertas a los pro­ductos extranjeros con derechos más moderados y con la abolición de las prohibiciones. El tratado de comercio se celebró con Inglaterra, en 1860, y seia años después el comercio recíproco de ambas nacio­nes se había duplicado. Me tocó viajar por esos paí­ses en 1862 y en 1866, y pude observar de cerca los resultados de una medida que los proteccionistas o los protegidos veían con más temor que el cólera. Mutfhos fabricantes franceses me confesaron que el Tratado de 1860 les había hecho un bien inmenso, porque los obligó a renovar sus máquinas, útiles y procedimientos, cosas de que antes no tenían necesi­dad de cuidarse, y que se les había abierto el campo para más vastas salidas. Sobre todo, lo que más me gustó fue saber que los salarios de los obreros habían subido.

Cuando para que ciertas industrias subsistan ss hace preciso que la ley imponga un fuerte gravamen a la importación de los productos extranjeros, ese gravamen es una contribución que pagan los consu­midores aparentemente al gobierno, pero es en reali­dad a los productores protegidos, sin provecho para ellos, porque su propia concurrencia limita sus ga-

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130 ESCRITOS POLÍTICO-ECONÓMICOS

nancias. Por esto he creído que sería mejor conce­der pensiones a las personas cuya industria se desea proteger, pues de esa manera se haría el bien verda­deramente a los agraciados y se obraría con franque­za. No es esto sarcasmo sino verdad; ni será esto lo que los artesanos crean desear; pero no será otra cosa en su esencia. Si me expreso con esta claridad, es porque estoy seguro de que ellos, que sólo desean trabajo, rechazarían, indignados, las pensiones.

Pasando del terreno de los principios al de su a-plicacióu al asunto que nos ocupa, recordaré al se­ñor Camacho que yo también presenté las causas que a mi juicio han promovido y alimentado entre nos­otros la empleomanía. Ha faltado la protección de­bida a la industria, porque no ha habido paz ni se­guridad, faltando, en consecuencia, uno de los prin­cipales estímulos para trabajar, que es la confianza en conservar y disfrutar del producto del trabajo. La especie de protección cuya falta ha hecho notar usted nos habría causado gravísimos males, pues s i ella hubiera llegado a concederse a algunas artes, la habrían pedido todas las industrias, y a estas horaa estaríamos mucho más pobres de- lo que estamos, porque estaríamos comprando las cosas mucho más caras, o el contrabando estaría arrebatando al go­bierno los medios de subsistir, y éste menudearía más los empréstitos y las expropiaciones.

Permítame usted creerlo equivocado en las conse­cuencias que usted saca del espíritu de extranjerismo de algunos pocos de nuestros conciudadanos. Hay un sentimiento más poderoso que ese espíritu, y es el deseo de comprar, en igualdad de precios, lo más cómodo, lo más durable o lo más bello; y en igual­dad de comodidad, duración o belleza, lo más bara­to . Hay casos como el de la casaca de manta o el

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LA MISERIA EN BOGOTÁ 1 3 1

manto chileno de frisa, en que todas esas circunstan­cias se combinarían para producir la repugnancia que sentiríamos por tales piezas de vestido.

Me guía esta creencia para no atribuir a extran­jerismo la caída de las fábricas de cristales, paños y papel. La de loza ha subsistido a pesar de que no exhibe muy bellos productos y debe su subsistencia en parte a la baratura relativa con que se ofrecen y en parte a que probablemente ese establecimiento se fundó con cálculos menos malos que los que sir­vieron de base a las otras fábricas mencionadas. Es preciso que reconozcamos que para que una fábrica o un oficio cualquiera sean lucrativos no basta que se establezcan y se trabaje, sino que es preciso estu­diar primero las necesidades y condiciones de la so­ciedad y de la localidad en que se trabaja. Si la la­na es más cara en Bogotá que la que se lleva a Lon­dres desde Australia o Buenos Aires, o si en Bcgo­tá no pueden montarse ni conservarse telares y má­quinas con tan poco costo como en Glasgow, no es justo pretender que aquí se fabriquen bayetas que ri­valicen con las de Edvi^ards.

Lo contrario sucedería si se establecieran planta­ciones de café, o se cultivase el nopal para la cría de la cochinilla, o si se montaran en lugares aparantes hornos para malear o fundir el hierro, etc., etc. Cierto es que nada de esto se hace; mas de ello no se deduce qne las fábricas u oficios mal calculados deban pros­perar a la fuerza, ni que sea por desprecio a las ar­tes, ni por espíritu de extranjerismo, que ellos no prosperan.

Hay para explicar la decadencia de todas la» ar­tes y de todas las industrias una causa poderosa o indefectible: la inseguridad. La causa de inseguridad es el estado crónico de guerra en que vivimos, y los

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132 ESCRITOS POLÍTIOO-EOONÓMICOS

cansantes de la guerra son, en lo general, los pará­sitos, los que no quieren vivir del trabajo, sino de la rapiña y el fraude, conservadores o liberales a quie­nes la imbecilidad de los que trabajamos deja apode­rarse de la dirección de los negocios públicos.

En la época de 1856 a 1858, que usted ha recono­cido como una época de progreso, la tarifa de adua­na imponía $ 26 a una caja de cueros de becerro y f 28 a una de calzado, y a pesar de que la protección a la industria nacional sólo significaba $ 2-60, los zapateros de Bogotá tenían trabajo (1). Entonces se calzaban muchísimas gentes que ahora no se cal­zan, y los talleres de Bogotá enviaban, con seguri­dad de expedio, calzado a Honda y Ambalema. Cuan­do mis hermanos y yo, tiritando a veces con las fie­bres, descuajábamos a orillas del Magdalena cente­nares de fanegadas de selvas, secábamos los panta­nos y hacíamos aparecer prados, caneyes y planta­ciones de tabaco, los cosecheros se ponían sus boti­nes de charol y montaban sobre su caballo bien ape­rado para ir al pueblo a oír misa y hacer sus nego­cios. Algo semejante sucedía también en Guaduas cuando más de doscientas personas subsistían de su trabajo en nuestra fábrica de cigarros, pues los obre­ros, si bien tuvieron empacho en calzarse, adornaban

(1) La actual tarifa establece ana diferencia de $ 20 en favor de una caja de cueros de ibeeerro sobre una de calza­do. Una de cueros de becerro cuesta en Europa 600 francos, y sin embargo, la tarifa de 1861 la gravó con 2 y medio por 100 solamente, a pesar de haber sido elaborada por tres par­tidarios del libre cambio. ¿Qué otro sentimiento qne el de simpatía por los artesanos pudo haber llevado a Núñez, An-cizar y Samper a hacer todas las rebajas qne se hicieron en favor de las materias primas a los obreros? (N. del A.)

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SU cabeza con bellos sombreros de Suaza y sus asea­dísimas camisas con bordados hechos por sus paisa­nas.

Cito, señor, con orgullo estos hechos personales, porque los reputo tan meritorios, por lo menos, co­mo otras tantas victorias obtenidas en los campos de t^^ batalla de nuestras guerras fratricidas; porque tengo orgullo en mencionar la obra ejecutada por los hijos de un hombre cuya herencia consistió en un par de baúles vacíos y que debió al trabajo y a la probidad los medios de educarlos; porque, en fin, si hoy me veo obligado a vender domésticas, es porque la inse- -guridad me ha hecho perder el fruto de tanta labor y me ha desalentado para continuar en carreras más fecundas.

No soy una excepción: centenares de hombres de * empresa se lanzarían mañana sobre las riquezas del íí suelo si se contase con seguridad, y usted vería a mía hijos y a los de nuestros hombres apoltronados, al frente de empresas nuevas, después de haber adqui­rido los conocimientos teóricos y prácticos necesa- ' tios para acometerlas y coronarlas con buen éxito. ^' Millares de brazos hallarían de ese modo carreras lu- ^ crativas.

Créame que me complace en alto grado saber que los artesanos de Bogotá han depuesto sus rencores po­líticos y se hallan unidos para trabajar en la consoli­dación de la paz. Veo con positivo placer que no es tanto el desprecio que se tiene por los que practican aquí las artes, pues el nombre de usted figura C/* entre los candidatos de uno de los partidos para r e - ^ ^ presentantes al Congreso nacional, y yo me he senta- JÍ*» do al lado de Cárdenas en las bancas de la Municipa- _ ^ lidad de Bogotá. Así es como me gustan la igualdad y la democracia.

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134 ESCRITOS POLÍTICO-BCONÓMIOOS

Si usted me permite, dejaré resbalar un consejo. Que la unión de los artesanos no presente un cuerpo con aspiraciones que lo puedan arrastrar a pedir fa­vores especiales de la ley, porque entonces, a su pe­sar, se verán metidos de lleno otra vez en la vieja política, influenciados por los bandos que dominan los parásitos. Los abogados, los comerciantes, los médicos, los arrieros, los agricultores, son clases in­dustriales que no pueden tener intereses políticos dis­tintos de los que tienen todos los ciudadanos; sus in­tereses colectivos pueden llamarlos ocasionalmente a reunirse para defender sus derechos, sus verdaderos derechos, y para procurarse un bien legítimo y co­mún, como el de fundar escuelas profesionales, in­troducir nuevas crías, etc. , etc. A más no conviene que se extienda esa clase de vínculos, sobre todo si ellos han de rozarse con los intereses puramente po­líticos .

Le presento mis excusas si este consejo no es acep­table.

Al terminar esta correspondencia, mi mejor deseo es el de haberlo satisfecho respecto de las opiniones emitidas por mí y que hayan sido desagradables a us­ted y a los artesanos en general. Mi intención ha si­do señalar toda causa de desarmonía entre los traba­jadores, aun corriendo el riesgo de desagradarlos con alguna verdad amarga, porque para mí todo trabaja­dor es mi copartidario, y el triunfo a que aspiro es al de la industria sobre el parasitismo.

Su atento estimador,

Miguel Samper

("El Republicano" número 38, noviembre 27 de 1867).

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• • * • '

RETROSPECTO

( i 8 ® e )

El bien y el mal se reproducen y ee libran in­cesante cómbate, así en la vida individual como en la colectiva. El aumento del bien, su creciente pre­dominio sobre el mal, constituyen el progreso en lo moral, del propio, modo como en el dominio de lo útil ese progreso se mide por el acrecentamiento del bien­estar, ya sea éste individual, ya sea social. Compa­rar con este criterio el desarrollo de la vida en la ciudad, que fue objeto del estudio a que hace seis lustros dimos el título de La Miseria en Bogotá, es el objeto do la presente ojeada retrospectiva. La des­embarazamos del aspecto político y de las relaciones de mancomunidad con el resto de la República, por­que ambos puntos se encuentran compendiados en el estudio titulado Libertad y Orden, y excluímos así ahora, como hace veintinueve años, el movimiento intelectual, por ser él materia propia para un libro, obra muy superior a nuestros alcances. El aspecto moral, el material y el industrial serán, pues, él campo a que deberán reducirse nuestras observacio­nes.

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El cuadro de miseria descrito en 1867 ha recibi­do notables cambios, debidos a la beneficencia, cuyo desarrollo hace honor a la sociedad bogotana. Bien quisiéramos poder elevar el desarrollo de esta virtud hasta las alturas de la caridad cristiana, y darle por compañeras las virtudes cardinales, pero creemos que nos hallamos fallos, a lo menos los varones, so­bre todo en justicia y en templanza. Desde 1866 el Gobierno de Cundinamarca había ensayado con buen éxito el sistema de la descentralización en el ramo de vías de comunicación, encargándolo a juntas que gozaban de suficiente independencia y de poderes amplios que dieron a la iniciativa individual espacio suficiente para hacer palpable su fecundidad.

Adoptado para la beneficencia oficial aquel sis­tema, por ley de 14 de agosto de 1868, se instaló la primera junta del ramo el 1' de septiembre de 1869. Encontró ella el hospital desprovisto de recursos y sirviendo a la vez su edificio de dormitorio a gran número de mendigos de ambos sexos, que lo infecta­ban con su desaseo, y de manicomio, al cual tenían acceso los pilluelos de la calle para divertirse con los locos. La Casa de Refugio daba asilo a los expó­sitos, a niños desamparados y a personas adultas desvalidas. Una fornida matrona, que había sido capataz en la Casa de Corrección, dirigía este esta­blecimiento, naturalmente con hábitos poco blandos, en especial para con los niños. Empezábase ape­nas a recuperar capitales perdidos u ocultos, y a ha­cer ingresar en las cajas de los establecimientos de beneficencia los fondos que les debía el tesoro nació-

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nal . Enfermos de lepra se veían por las calles, pues para ellos no había hospitalidad sino repulsión. Tál era el estado en que la junta de beneficencia recibía aquellos establecimientos para desempeñar la misión que se le encargaba.

Síndicos caritativos y celosos del cumplimiento de sus deberes, tales como el señor Pedro Navas Azuero en el hospital, y el doctor Juan de Dios Rio-malo en la Casa de Refugio, sirvieron de apoyo prin­cipal a la junta en la hermosa obra que emprendía.

Para desembarazar el hospital de los peligrosos huéspedes que le eran extraños, resolvióse fundar para éstos un asilo especial, obteniéndose para ello el convento de San Diego, que cedió el gobierno ge­neral, y la valiosa cooperación del Ilustrísimo señor Arbelaez, bajo cuyo especial amparo quedó el nuevo establecimiento. El ilustre prelado fácilmente obtu­vo del público los auxilios necesarios para fundarlo y sostenerlo.

Mas estas previas medidas no bastaban para lle­var al lecho de los enfermos, a la morada de los huér­fanos, de los inválidos y de los locos, aquellos cuida­dos que manos mercenarias son incapaces de procu­rar . De tiempo atrás existía en poder de una señora una cantidad recogida para traer a la ciudad la ins­titución de las Hermanas de la Caridad, cosa que se había demorado por el estado en que se hallaban los espíritus a causa de la precedente lucha política. La junta, compuesta en su mayoría de liberales, que ya había dado al prelado metropolitano prendas de su profundo' respeto, no vaciló en invertir aquella can­tidad en llenar el objeto con que había sido reunida, y los tres establecimientos mencionados no tardaron en transformarse como por encanto. El aseo más es-

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crupuloso, la provisión completa de todos los obje­tos necesarios, y esas manos y sonrisas de ángel con que las hijas de San Vicente de Paúl acarician la desgracia, dieron a los planteles de la caridad el her­moso aspecto que hoy presentan.

Faltaban los leprosos. En la sesión de la junta, el 4 de noviembre de 1869, uno de sus miembros pro­puso que se solicitara del Gobierno del Estado el reintegro de las cantidades pertenecientes al Laza­reto, adeudadas por su tesoro. La medida surtió sus efectos, y al cabo de poco tiempo se pudo establecer el lazareto de Agua de Dios.

Las Hermanas de la Caridad han difundido por toda la República los beneficios de su instituto. El pe­queño núcleo francés que lo importó a nuestra tierra ha encontrado en ella jugos fecundísimos para su desarrollo, así en auxilios generosos como en voca­ciones para el personal. Hospitales, hospicios, casas de refugio, colegios y escuelas, en dondequiera que el amor de Dios y del prójimo las llama, allí están las Hermanas. No las rechaza, o no las vence, la repul­sión que inspira el leproso, ni el peligro de lidiar al loco, ni las detienen las penalidades innúmeras de nuestras llanuras del Oriente, a donde van en pos de los hijos del grande Agustín, en solicitud de almas para el cielo y de nuevos ciudadanos para la patria colombiana.

¡ Cuan grato y cuan consolador es detenerse a con­templar lo que puede la concordia entre nosotros cuando la pasión política no interviene para des­unirnos! Un gobierno liberal y una junta en que es­te elemento estaba en mayoría, contribuyeron pode­rosamente a dotar a Cundinamarca con estableci­mientos de beneficencia dignos de encomio, apelando

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al auxilio de un prelado que olvidaba, como cristia­no, recientes persecuciones, y al de un instituto reli­gioso. Un poco más de valor civil para reconocer ex­plícitamente pasados extravíos y renegar de ellos, de una parte, y algo de aquella mansedumbre y de aquel cristiano olvido de la otra, fácilmente podrían traernos lo que más falta nos hace: algo de recíproca confianza, puesto que los malos no excusan unirse a los bitenos para las buenas obras.

Fue el examen de las cuentas de la Sociedad de San Vicente de Paúl lo que nos indujo a estudiar en 1867 el complejo fenómeno de la miseria en Bogotá, y es con verdadera satisfacción que hemos leído la memoria que su abnegado Presidente, señor don Vi­cente Restrepo, ha presentado en la sesión solemne del 26 del próximo pasado julio. Este instituto, co­mo el de las Hermanas de la Caridad, se ha extendi­do a gran número de poblaciones. En Bogotá prac­tica la Sociedad, en todas sus formas, la excelsa vir­tud a que debe su existencia. La limosna se distribu­ye en todas sus formas: auxilios pecuniarios al me­nesteroso, cuidados y medicinas al enfermo, instruc­ción sana al ignorante, amparo al huérfano, trabajo al que carecía de ocupación, y los consuelos de la re­ligión a todos aquellos a quienes la Sociedad prote­ge. Reduciendo a cifras el bien apreciable en ellas, $ 61,000 representan los auxilios distribuidos en un año, y f 100,000 la remuneración del trabajo de cen­tenares de personas que de él han obtenido su susten­to. Mucho rehabilita a nuestra sociedad, bajo su as­pecto moral y cristiano, el hermoso cuadro que ofre­ce la citada memoria.

También los hijos de Don Bosco tienen fundado en la ciudad su simpático instituto. Es su objeto re-

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coger niños huérfanos o desamparados, darles la ins­trucción primaria y la religiosa, y enseñarles oficio o arte que les procure honesta subsistencia. Aún no es tiempo de formar idea completa de la indefinida fecundidad de este instituto, pero sí podemos decir que él, si no corrige, a lo menos remedia los estragos de la incontinencia. El crecido y creciente número de niños desamparados, que, por cosechas, aparece incesantemente en Bogotá, denuncia tales estragos y las proporciones de aquel vicio. Si se fija la atención en los cabellos rubios y ojos azules de muchos de a-quellos niños ¡cuánta bajeza de alma no se descubre en sus desconocidos progenitores! Conste que fuera de Bogotá, asilo de niños desamparados, no se ven en las poblaciones niños abandonados por sus pa­dres.

A la necesidad de amparar la niñez y la primera juventud corresponde el instituto salesiano, y su es­tablecimiento lo debe la ciudad a la administración del señor Carlos Holguín. Naturalmente tuvo el go­bierno que auxiliarlo con local, maquinaria y útiles, entre otros favores, y como hasta cierto punto ee hacía por cuenta del gobierno la importación de es­tos objetos, no causaban ellos derechos en las adua­nas. Esto ha despertado celos entre algunos de nues^ tros obreros, creyéndose que los productos de los ta­lleres salesianos les hacían ruinosa competencia. Por fortuna, el instituto ha dejado de ser estableci­miento oficial, mediante convenio celebrado entre el gobiemo y los superiores, quedando, en consecuen­cia, en iguales condiciones sus talleres con todos los demás en cuanto a costo de los materiales, locales, etc. Esta libertad, apetecida por los superiores para confonnarse a la índole del instituto, dará a éste to-

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da la fecundidad que ee palpa en dondequiera que funciona, y satisfará en la ciudad una de sus más ur­gentes necesidades.

Volviendo al lazareto, preciso es tributar debido homenaje a la memoria del R. P . Miguel Unía. Es­te inmortal salesiano se consagró exclusivamente al siervicio de los elefancíacos en Agua de Dios, com­partiendo con ellos sus penas indecibles hasta ofren­dar por ellos la vida, si no por el contagio, sí por el estrago que el clima y la fatiga causaron en su deli­cada salud.

El B. P . Evasio Ravagliati, hijo también de Don Bosco, recoge la sucesión del P . Unía y consagra a la grande obra su abnegación cristiana y eu incon­trastable energía, no ya tan sólo al alivio de los des­graciados enfermos, sino a la preservación del conta­gio que amenaza a la población entera de Colombia. Débense en gran parte a sus infatigables esfuerzos e investigaciones el conocimiento de la extensión que ha adquirido el contagio, y la suscripción voluntaria de centenares de miles de pesos para hacer frente a tan terrible calamidad. Probable es que el problema encuentre solución acertada dentro de pocos meses, y que en el año entrante se dé principio a las obras en que tal solución haya de consistir.

Sería olvido imperdonable no hacer aquí men­ción del señor doctor Juan de Dios Carrasquilla, que se ha consagrado al estudio y a la aplicación de la seroterapia contra la lepra. Su nombre figurará en­tre los bienhechores de la humanidad, al lado de loa de Jenner y Pasteur, si obtiene feliz éxito en la cu­ración del mal.

Finalmente, debemos dejar aquí constancia del nombre de otros benefactores, tales como el señor

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doctor Carlos Putnam, distinguido profesor de me­dicina, que ha estudiado y practicado la seroterapia en el lazareto; la señora doña Hortensia Lacroix de Suárez, fundadora de la Sociedad de San Lázaro, con cuyos auxilios se suple la deficiencia de los re­cursos oficiales; y los señores doctor Isaac Grana­dos y don Jorge Vergara, asiduos huéspedes del es­tablecimiento, a donde llevan recursos y consuelos.

Debióse en gran parte la fundación de aquella Sociedad al llamamiento que a la caridad del públi­co hizo el señor doctor Carlos Martínez Silva en El Correo Nacional.

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Hemos consagrado a la beneficencia el mayor es­pacio posible en este retrospecto, por ser la virtud de que han participado ambos sexos. Aquí parten estos límites, puesto que aquella virtud es, en el sexo bello, hija de la caridad cristiana, en tanto que el fuerte conserva y cultiva el odio, y hace de la bene­volencia y de la amistad sentimientos de mera esta­ción, que se cambian en los que les son contrarios cuando se eleva la temperatura política y lleva a los corazones los ardores del estío.

La página del libro de nuestra vida en que está el Haber del bien sigue en blanco, y pasamos al Dé­bito, en el cual encontramos la codicia, el lujo, la di­sipación, la bebida y el juego aglomerando guarismos.

Es la codicia vicio mucho más terrible que la a-varicia. El avaro tiende su red, como la araña, en punto fijo, y espera en él sus víctimas, en tanto que el codicioso las solicita por dondequiera, las acecha, las atrae y las devora, no ya para contemplar y pal-

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par, trémulo de gozo, el oro que recoge, sino para dar creciente pábulo a insaciables apetitos. Así el lu­jo, la disipación, la bebida y el juego, compañeros que excluye la avaricia a causa del gasto, no son ex­traños al amador del bien ajeno.

La codicia ha sido y será vicio de todos los tiem­pos, pero es patente que las proporciones que ha ad­quirido entre nosotros no son de remota fecha. Al tratar de averiguar la causa, al poner el dedo en la Haga, estamos muy lejos de querer hacer acrimina­ciones de partido; esa causa la encontramos en aque­llo que otras ocasiones hemos llamado el sistema, el socialismo de Estado.

Desde el momento en que el Estado se apodera de la dirección de la actividad industrial de un pue­blo, queda éste sometido a un régimen que pugna con las leyes de la naturaleza humana, y que tiene qua recurrir a medios artificiales y violentos para suplir la acción de aquellas leyes. Puede este objeto ser el bien público, y puede ser el patriotismo, no la ambi­ción, su único aparente móvil, sin que por ello deje de encontrarse la soberbia en la base del sistema y en el corazón de quienes lo funden o lo prohijen. No hay en el fondo sino sustitución del orden natural, de la armonía de las relaciones que de él se derivan, y de la libertad que estas relaciones suponen, por la dirección arbitraria de un hombre o de un pa,rtido que se arrogan la posesión de la verdad.

Hase pretendido hacer del gobierno el motor y regulador de la actividad industrial. Para conse­guirlo se fundó el Banco Nacional, sin medirse, aca­so, todo el alcance de esta funesta institución; pero es el hecho, predicho por nosotros cuando apenas se discutía la ley que lo creó, que el Banco venía desti-

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nado a servirle al gobierno de instrumento para ejer­citar industrialmente su propio crédito, por medio de un monopolio con el cual ha logrado expulsar de la circulación toda la moneda del país, sustituirla con el billete de curso forzoso, ahuyentar el capital nacional y el extranjero, hacer aleatorias todas laa transacciones y casi anular la gran palanca indus­trial del crédito privado. Aparentemente los parti­culares dan y obtienen crédito entre sí, pero en rea­lidad es el billete lo que se da y se recibe en pago. Por medio de él se transmite toda la riqueza; pero el tenedor del billete, o el acreedor a quien se haya de pagar con él el día, acaso no muy lejano, en que la emisión adquiera cuantía proporcional a la que alcanzó en el Perú; cuando el llamado peso en papel, valga dos peniques, en aquel día de la liquidación general, el día de la catástrofe, será el llanto y el crujir de dientes. Por desgracia en ese día estarán los papeles cambiados, los mcUos a la derecha y los buenos a la izquierda.

"Las primeras víctimas de la catástrofe son loa dueños de todos aquellos capitales confiados al cré­dito, que se entregaron en monedas de valor efecti­vo y se devuelven en papel moneda, con una reduc­ción más o menos considerable de su valor. Todo ne­gocio pasa a ser fundamentalmente aleatorio, y el vasto y fecundo campo de la industria y de sus cam­bios, un terreno de combate, en el cual la buena fe, el candor, la lealtad luchan en vano con la codicia y la astucia, que sin escrúpulo arrebatan la presa que se les entrega para devorarla. El estruendo de las ruinas del edificio social que se desmorona, las que­jas y los lamentos de los despojados, se confunden con la algazara de las aves de rapiña, y cuando ce-

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san el polvo y el estrago, los escombros de las anti­guas fortunas, bien adquiridas, lucen en las nuevas que la voracidad oficial ha estimulado a levan­tar." (1)

El Banco Nacional ha servido también para eje­cutar operaciones que han echado por tierra el or­den en el manejo de la hacienda y el crédito de la na­ción, y, por exigencias del sistema, la fiscalización y la responsabilidad se han hecho nugatorias. Corona este edificio el artículo 208 de la Constitución, que con los créditos extraordinarios pone el tesoro a dis­creción del Poder Ejecutivo y despoja al Congreso de la más preciosa de sus funciones.

Las malas leyes pasan a informar las costumbres con mayor facilidad que las buenas. La emisión de papel y cl recargo de las contribuciones, o la crea­ción de otras nuevas, aun bajo la odiosa y estúpida forma del monopolio, han dotado al gobierno con los medios que requería el socialismo de Estado, por lo cual no es extraño que la codicia haya recibido tan vi­goroso impulso. Nuestro tesoro es la imagen del ciervo que, postrado al fin de la carrera, es devorado por famélica y rabiosa jauría.

En el seno del Congreso, lejos de someterse a es­crupuloso examen los expedientes en que se fundan los millones de los créditos extraordinarios, se dis­putan los sudores del pueblo el contrato, la indemni­zación por rescindirlo, las subvenciones, las recom-peníías, las pensiones, las condonaciones, los auxilios para todo antojo y con todo pretexto, los viáticos pa­ra paseos por el exterior, los retratos, las estatuas, las coronas fúnebres, los nuevos empleos, los acue-

(1) Banco Nacional, pág. 45. 1880.

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1 4 6 ESCRITOS POLÍTICO-ECONÓMICOS

ductos, y, finalmente, para no copiar aquí la mitad del diccionario, hasta el ferrocarril colombiano...

De todos estos hijos del contubernio entre él so­cialismo de Estado y la codicia, el más fecundo es el contrato, pulpo político cuyos brazos son innúmeros, con bocas insaciables, que se agarran al tesoro pú­blico, no con dientes, sino con uñas.

"La libertad tjue por el artículo 5' del decreto nú­mero 151 sobre prensa, se concede ampliamente a to­dos los escritores para discutir los asuntos de inte­rés público, queda exenta de toda restricción, y el gobierno no intervendrá en ningún caso en que se trate de examinar la conducta suya o de .sus agentes en lo relativo a contratos y manejo e inversión de los caudales públicos." Esto dice el artículo 2' del de­creto número 286 de 1889, grito de dolor y angustia lanzado por el gobierno, por el mismo hacedor de los contratos.

¿Quién, en semejante situación, podrá llamar al orden la codicia? Nos ocurre, como desesperado re­curso, que en cada Cámara se sienten, al lado del presidente, un jornalero como representante de la gran masa contribuyente, y un apoderado de los a-creedores de la nación, ambos con derecho de veto sobre toda partida de gasto que no esté justificada por la modesta subsistencia del gobierno en una na­ción pobre y adeudada.

El lujo y la disipación reciben estímulo de la co­dicia cuando ésta encuentra medios fáciles de satis­facer sus apetitos. El caudal adquirido a fuerza de trabajo, de privaciones, y en largo espacio de tiempo, es defendido por la economía y la previsión, que no excluyen los goces legítimos que procura la riqueza. No así con aquella que ee adquiere por los medios

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que sugiere la codicia. Bajo el régimen del papel moneda, el signo de esa riqueza, cuando no se posee en cantidad suficiente para fijarlo en algo que no esté a la merced del incesante vaivén del cambio, ee mira apenas como equivalente de un goce inmedia­to y se invierte en satisfacerlo. No es, por consi­guiente, extraño que el lujo y la disipación sean hoy el azote de nuestra capital. Es ella la residencia del Estado Mayor General de la codicia, y desde ella es­parce la ducha de la emisión, el sustento de los pul­pos.

En el lujo público ocupa el primer puesto el Tea­tro de Colón. Si al costo de este edificio se agrega el gasto exigido durante algunos años para su alum­brado intermitente por luz eléctrica, y lo invertido en el pavimento de la calle contigua, del que cada adoquín es un o'jjeto de arte en su especie, habrá que hacer con las cuentas lo mismo que hizo con las del palacio y los jardines de Versalles, obligado por el pudor, aquel que primero dijo sudando soberbia: "El Estado soy yo."

¿Cómo podrá explicarse que dos corporaciones numerosas y respetables, el Consejo de Ministros y el de Estado, hayan considerado como imprescindible necesidad la de invertir miles de pesos en aquel ado­quinado, cuando esta misma necesidad se siente, des­de hace años, en la principal calle comercial de la ciudad?

Mas a estos gastos no se limitará, por desgracia, la funesta fecundidad del lujo. Las funciones que se dan en aquel teatro requieren extraordinario boato en los concurrentes, sobre todo en las damas. Para ellas trajes y joyas de altísimo precio, que armoni­cen con los esplendores del edificio y del escenario, y

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para los caballeros, a la salida, las delicadas cenas. El cuerpo de cantores y de actores, digno de pisar las tablas, se recluta periódicamente en Europa, se le costean los viajes y se le pagan crecidos sueldos, todo ello en oro.

Entre tanto, la obra del Capitolio continúa incon­clusa, y aunque de verdadero interés nacional, parte en ruina y parte amenazándola, para tal obra no aparece el famoso imprescindible que debe servir de base al crédito extraordinario, según el citado ar­tículo de la Constitución.

Sin ostentación de moralidad, el gobierno del ex­tinguido Estado de Cundinamarca, bajo el régimen liberal, empezó a levantar el hermoso panóptico que adorna el norte de la ciudad.

El lujo privado se exhibe en casi todos los edifi­cios. Fachadas de palacio para viviendas privadas, y estrechez en el interior, son los principales carac­teres de la nueva edificación. Esta la ha exigido el considerable aumento de población, no obstante lo que en contrario dice la estadística. En la nueva casuclia de los barrios apartados del centro, la fa­chada de piedra, recargada de adornos, hace lucir el mal gusto, y el alza extraordinaria del precio de laa áreas y de los materiales de construcción, obliga a reducir el espacio destinado a las viviendas. En la parte central se reconstruyen las antiguas casas, pe­ro dividiéndolas en dos o tres. En muchas de ellas las escaleras son sifones que no dan paso a los pia­nos, a los escaparates ni a los inquilinos demasiado voluminosos, de manera que todo ello hay que izar­lo o bajarlo por medio de poleas o de andamies para que entre o salga por los balcones. Tales casas debie­ran estar provistas de su respectivo cabrestante.

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- En caníbio de estos defectos hay que reconocer progresos evidentes en la arquitectura. Dase a los edificios aspecto simétrico y elegante, a los cimientos sólidos mayor atención, mejorándose los materiales, y se perfeccionan las obras de cantería, alfarería, al­bañüería, carpintería y ornamentación interior. El ladrillo y la piedra reemplazan en las paredes el ado­be y la tapia pisada, con lo que el edificio de tres pi­sos ya no inspira temores.

En lo interior tenemos ya el alumbrado por gas, el agua en todos los pisos, la campana eléctrica y el pavimento de madera, que sustituye el ladrillo cu­bierto con la estera de esparto.

Como síntesis de estas innovaciones se presenta el alquiler, el terrible alquiler, espanto de todas laa familias que carecen de habitación propia. Si se com­para el alquiler de una de las cómodas casitas de loa suburbios de Londres con el de una de las viviendas de tercera clase en Bogotá, bien podremos jactarnos de estar también a la vanguardia de la carestía.

Si de los edificios pasamos a la ornamentación de los salones, los hallaremos convertidos en carica­turas de museos. Exhíbense en ellos los objetos más extraños: conchas de testáceos al pie de las consolas, caballetes para pintor, bastoncitos dorados para su­plir las silletas, las mejores zarandajas en que con­sisten los regalos de boda, y hasta biombos. A todo esto se agregan venerables mesas, sillas y otros cu­riosos muebles de la época colonial, debidamente re­tocados y pagados a buen precio, gracias a la carita­tiva moda.

Merece especial mención en esta revista del lujo el boato con que hoy se celebran las bodas. Aparte de los crecidos y aun extravagantes gastos que hacen

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los padres de la novia para recibir a sus huéspedes de un día, las invitaciones los multiplican de modo también extravagante, hasta convertirse una simple fiesta de familia en acontecimiento de gran sensa­ción en la ciudad. Los invitados rivalizan entre sí en el valor y en la inutilidad de los regalos. De aquí la necesidad de almacenes atestados de tales objetos, y la consiguiente consagración de fuertes capitales a su importación y su renovación. Sabemos que esla costumbre ha querido reformarla uno de los más dis tinguidos vecinos de Bogotá, prefiriendo a los rega­los una donación a los pobres de San Vicente de Paúl, mas tal tentativa no ha tenido el buen éxito que logró la familia del señor don Manuel Umaña, respecto del lujo, en las exequias de aquel rico y res­petable caballero.

Dotada está la ciudad con nuevas especialidades. Grandes joyerías, relojerías y almacenes de objetos para regalos de nupcias y de valiosos dijes ademan las calles más concurridas. Para los niños hay telas y vestidos, sombreros y juguetes de elevado precio, preparándose así las generaciones nuevas a la vida frugal que les habrá de dar virilidad. Y puerto que hemos tropezado con la frugalidad, precisa hacer aquí mención de los espléndidos locales destinados a la gastronomía, y de las tiendas y almacenes en que se acumulan los más exquisitos productos de la fá­brica del famoso Morton, con los vinos y licores de las clases más finas. En tales establecimientos, en los cafés y los restaurantes, los caballeros de la vida alegre se dedican mutuamente a almuerzos y cenas, quedando el bello sexo privado de participar de aque­llas golosinas, que rara vez llegan al desamparado hogar.

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Para terminar con el lujo haremos mención de las flores. La belleza, la variedad y el perfume son el adorno del reino vegetal, como es la mujer con el perfume de la pureza, el adorno por excelencia del hogar. Si en el empleo de las flores también ha pe­netrado el lujo, pedimos que no se las expulse ni de los patios, ni de los balcones, ni del templo, ni del salón, ni de la cabeza de la mujer.

Con los nuevos hábitos gastronómicos han venido sufriendo alteración las horas de las comidas. Laa doce del día y las seis de la tarde rigen para los in­novadores, y así, para ellos es hora oportuna presen­tarse de. visita cuando la familia, que llamaremos rancia, acaba de sentarse a la mesa.

El uso de los licores destilados se extiende y se consolida a despecho de los fuertes gravámenes que sobre ellos pesan. El cigarrillo es compañero obliga­do de aquel hábito. Aunque la policía impida que la embriaguez se exhiba en público, no puede negarse que el íra^o es hoy azote de nuestra sociedad. Prué-banlo el crecido número de establecimientos especial­mente fundados para satisfacer aquel vicioso hábito, origen de muchas enfermedades, a las cuales se hace frente con nuevas farmacias, de tal modo que al abrir­se una nueva bodega, no tarda en aparecer la consi­guiente botica.

El juego no ha permanecido estacionario. La co­dicia lo estimula y la lotería pública, fomentada por reciente ley, lo extiende y lo propaga con solicitud digna de la caja de ahorros y de los demás estable­cimientos de previsión que el legislador no fomenta, acaso por no hacer concurrencia a la lotería. Banda das de muchachos andan gjjr^^Jas calles hostigando

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con el i)illete para el próximo sorteo, y ya se com­prenderá que su primer aprendizaje en la carrera de tahúr lo harán invirtiendo sus ahorros en aquello que brindan. En las estaciones de los ferrocarriles es el billete lo primero que se le ofrece al viajero que llega o que parte.

Sin abandonar sus oscuros antros, el juego ocupa ya suntuosos locales. En algunas de las casas de lo que hoy se llama la alta sociedad, es de tono que al banquete o al té le suceda una rifa a los dados o una sesión de bacarat. Si el huésped desplumado tarda algo en pagar las deudas contraídas, el amable an­fitrión se transforma en adusto garitero para ha­cerlas efectivas.

No deberá extrañarse que la criminalidad haya crecido, a pesar de una policía más eficaz. Los vi­cios, los apetitos no satisfechos y los que desgraciada­mente lo son, conducen al crimen, al manicomio. Era el suicidio casi desconocido entre nosotros; hoy es también una de las soluciones con que termina la lucha por la vida.

¿Estará regenerada una sociedad sometida a la incesante acción de todas las causas de oprobio que dejamos descritas? ¿Las habremos exagerado?

ni

El progreso en lo material es manifiesto, aunque lo creemos a gran distancia del que podía correspon-derle comparado con el de muchas de las capitales de la América latina. Aparte de la edificación, que en gran parte se debe al papel moneda, y con la cual se retiran de la circulación capitales que reclama la

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industria, podemos pasar revista consoladora a pro­gresos y mejoras positivos.

El telégrafo comunica hoy casi todas las pobla­ciones de la República entre sí, y a ésta con todos los países de Europa y América por medio del cable sub­marino. El gobierno presta atención esmerada a es­te servicio, mediante módica retribución, si se ex­ceptúa la correspondiente a los despachos por cable. Las relaciones sociales y las del comercio reciben de este servicio vigoroso impulso, y aun el orden públi­co encuentra en él medio de defensa. El teléfono presta su servicio a quinientos suscriptores.

Los correos se han multiplicado, tanto para lo in­terior como para lo exterior, y el ingreso a la Unión postal complementa este servicio. Desde el tiempo en que las oficinas del correo ocupaban estrecho lo­cal en los antiguos portales del atrio de la Catedral, hasta la actual instalación en el palacio de Santo Domingo, hay inmenso camino recorrido. Todas las ocupaciones están hoy divididas y se atiende al pú­blico con orden y celeridad. La remuneración de es­te servicio es de ínfimo valor si se compara el anti­guo porte de 15 centavos oro, con el de 5 centavos papel por una carta sencilla. De esperarse es que la inmunidad de la correspondencia haga de nuestros correos uno de los ramos mejor organizados de la ad­ministración pública.

Dos trozos de ferrocarril traen a la ciudad la ani­mación del tráfico y hacen resonar el pito de la lo­comotora en nuestra adormecida altiplanicie. Nos limitaremos a decir sobre este importante asunto que falta aislar las carrileras de los predios adyacentes para evitar daños y accidentes; que el material ro-

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dante es en sumo grado escaso, ya para conducir to­da la carga y todos los pasajeros en cada viaje, ya pa­ra aumentar él número de trenes diarios, reducido hoy a dos en cada vía; que falta la conexión de éstas para evitar gastos al viajero o a la carga que no ne­cesita detenerse en Bogotá; que la hora de salida de los trenes primeros (las nueve de la mañana) debie­ra anticiparse a fin de que el viajero aproveche todo el día útil cuando se dirige a parajes fuera de la Sa baña; que faltan comodidad y baratura para el pa­saje de tercera clase, punto sobre el cual llamamos y llamaremos la atención del gobiemo y de los direc­tores de las empresas. Una observación final: las carreteras y los caminos no deben descuidarse, y mucho menos cederse a los empresarios de los ferro­carriles (1). Estas vías deben conservarse en buen es­tado para las comunicaciones rurales de corto tre­cho, y para que sirvan de moderador a las tarifas de fletes y pasajes en los ferrocarriles.

Nuevo aspecto presentan hoy las calles. En todas ellas las aceras están embaldosadas, lo que equivale a acortar las distancias con el buen piso. Las anti­guas acequias, que corrían a lo la,rgo de las calles arrastrando toda clase de inmundicias, están hoy sus­tituidas por alcantarillas, con lo cual se ha logrado ensanchar las calles, pues los caños las dividían en dos fajas aisladas. Hase seguido de esto la mayor atención que se consagra a los pavimentos, ya mejo­rando los antiguos empedrados, ya adoptando para las más concurridas calles el adoquinado o el came-

(1) Se refiere el aut«r a la cesión gratuita que del tra­yecto de carretera entre Chapinero y el Puente del Común hizo el gobierno al empresario. (N. del E.)

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llón a la Mac-Adams. Naturalmente se han cometi­do errores de inexperiencia en estas obras; pero ellas vienen mejorando, especialmente los camellones, des­de que se introdujo la máquina de partir piedra con motor de vapor, y la de apretar y nivelar con pode­rosa fuerza las construcciones.

La mejora de los pavimentos ha permitido em­plear carretas para el transporte de materiales de construcción, mercancías, etc. También el uso de los coches públicos, a pesar de ser incipiente, ofrece co­modidades y promete abolir la silla de manos o el palanquín oriental. Los coches de uso privado con­tribuyen a dar animación a las plazas y calles. Por último, el tranvía atraviesa la ciudad de extremo a extremo y comunica el centro de ella con las estacio­nes de los ferrocarriles. 8i la música deleita el oído, y el adelanto en este arte es uno de aquellos de qne realmente podemos ufanarnos, el ruido de las ruedas es la música de la industria. Ya pretende el lujo des­virtuar el uso de los coches con la introducción del humillante disfraz que se impone a los cocheros y la­cayos. Quede para sociedades aristocráticas el traje ridículo de estos servidores y vístaseles como a com­patriotas dignos de respeto; el asiento que ocupan basta para distinguirlos.

Los dos riachuelos que atraviesan la ciudad ser­vían de obstáculo a las comunicaciones, no por el miserable raudal de sus aguas, sino por la inclina­ción de sus cañadas. Con numerosos puentes, algu­nos de ellos de hierro y de elegante construcción, ee ha obviado este inconveniente.

La provisión de aguas ha recibido mejora funda­mental con la construcción del acueducto público. Este servicio empezó cuando la ciudad era x>^iicfia

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y las aguas mucho más abundantes, y se hacía por medio de unas pocas cañerías centrales, de las cua­les partían otras para llevar a relativo corto número de casas agua corriente en cantidad excesiva, de lo cual se originaba, por una parte, deficiencia para la creciente población, y por otra, la necesidad constan­te de refeccionar las cañerías. El plano de éstas no existía sino en la memoria del empleado llamado fon­tanero, especie de dictador en el ramo. Con el acue­ducto se ha obtenido la pureza del agua, no poco in-ficcionada enantes por la inmundicia; se ha susti­tuido con el tubo de hierro el frágil tubo de loza; la presión permite llevar el agua a las picaas altas de las habitaciones, haciendo innecesario el empleo de bombas, y el precioso líquido abastece to­dos los barrios de la ciudad y todas las habita­ciones, dejando de ser pr ivi l^o de unas pocas.

En punto a alumbrado ipúblico y privado, los que conocimos a Santafé cuando empezaba a transfor­marse en Bogotá, podemos recordar el farolillo que cada cual llevaba consigo, como alumbrado público, y la bujía de sebo, eso sí gruesa y larga, que costaba dos y medio centavos, sirviendo para alumbrar las ha­bitaciones, si se exceptúan las noches de gran función, para las cuales se reservaba la bujía de genuina es perma de ballena. Poco a poco fue apareciendo el alumbrado público con el farol alimentado con pe­tróleo, hasta llegarse al correcto servicio, que incluía la vigilancia del sereno, organizado por' la junta del ramo bajo la infatigable y acertada dirección del se­ñor don Gregorio Obregón. Establecióse al fia la fá­brica del gas, luchando con muchos inconvenientes. El primero de ellos lo ofrecía la falta de tuboe fabri­cados en el país y el precio excesivo de los extranje-

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ros de hierro, los cuales se suplieron al principio con los de madera, a pesar de sus inconvenientes. La ex­tensión de la red ha marchado con lentitud, mas ya llega a los extremos de la ciudad. Otro grave incon­veniente ha presentado el alto precio del buen car­bón de piedra, que hace ocurrir al que está en las in­mediaciones, cuya mala calidad influye sobre la del gas. El alumbrado público por gas quedó muy limi­tado, y ha sido sustituido en su mayor parte por el de luz eléctrica, faltando aún que esta última perfec­ción pase al uso privado. En la actualidad se ha or­ganizado una compañía nacional que se propone trans­formar las fuerzas de las poderosas corrientes del río Bogotá en las cercanías del Salto de Tequenda­ma, en energía eléctrica, que traerá a la ciudad luz, calor y fuerza. Uno de los socios de la compañía ha salido para el exterior con el señor Vergniano, hábil ingeniero electricista, a inspeccionar las grandes ins­talaciones hidráulicas de Suiza, Italia, Francia y los Estados Unidos, y a contratar la maquinaria y materiales necesarios. Ya están empezados los traba­jos en el citado río y también la fábrica del edificio que en la ciudad habrá de servir para la distribución de la energía eléctrica en sus diferentes aplicaciones.

Nos parece oportuno observar que esta empresa, que exige estudio profundo del asunto y un fuerte ca­pital, se acomete bajo el principio de libertad, sin pri­vilegio ni subvención. Preciso es reconocer en la Mu­nicipalidad de Bogotá, en la Asamblea del Departa­mento y en la Gobernación, el mérito de haberse puesto en la corriente de aquel fecundo principio, en estos tiempos en que esa corriente ha estado cegada y sustituida por el patrocinio oficial, el privilegio y el contrato.

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Varias cosas son dignas de notarse con relación al abasto de víveres en la ciudad. Desde tiempo in­memorial es el viernes de cada isemana el día desig­nado para la gran feria a que concurren los produc­tores de víveres. El expendio se verifica en una plaza espaciosa, en la que se construyeron edificios aislados y bajo un plan defectuoso, por el cual la mayoría de los concurrentes queda a la intemperie. La capital se ha dejado adelantar por otras ciudades de la Repú­blica a este respecto.

Las carnes se venden en plaza separada, en boni­to edificio, provisto de aguas, de mesas limpias y de lo más necesario para el buen servicio. El matadero público y las carnes son ya objeto de la vigilancia de la policía, que antes lo descuidaba. Falta todavía no poco que hacer a este respecto. La mayor parte del ganado que se trae a Bogotá procede de los prados de las hoyas del Bogotá y el Magdalena, mediante peno­so viaje por caminos de herradura, y durante el cua! los animales ni beben ni se alimentan, y a este régi­men se les sujeta a su llegada por días y semanas, en estrechos corrales. Natural es que los animales se enfermen.

En las grandes ciudades el expendio de los víye-res, lo mismo que el de todos los objetos, está sometí-do a la ley de la separación de las ocupaciones. EJsta separación exige que los intermediarios se interpon­gan entre el productor y el consumidor, y sean por éste remunerados. Esto mismo sucede con la mercan­cía extranjera: la introduce el importador, quien la distribuye a los tenderos; de éstos pasa a los buhone­ros y ellos la llevan por calles y caminos a manos del consumidor. Cosa semejante pasa con los víveres los trae a la ciudad, en su mayor parte, muchedum-

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bre de labriegos, a lomo de bestias, con las cuales quedarían embarazadas plazas y calles si hubieran de permanecer en ellas hasta que se verifique el expen­dio; aun los objetos que se conducen a espaldas de hombre requieren pronta venta para que los aldea­nos alcancen a salir de la ciudad antes de la noche. Los intermediarios concurren a la distribución de los víveres en locales alquilados, corren el riesgo o su­fren la pérdida de las averías, y ofrecen los artículos al consumidor pobre, que no puede proveerse para una semana, en los días siguientes al de la feria.

El alto precio de los víveres suscita quejas, en la apariencia justas, contra los intermediarios, sin re­pararse en que esta profesión es completamente libre, de modo que si fuera demasiado productiva, la compe­tencia no tardaría en reducir lo exagerado de sus ganancias. Otras son, a nuestro juicio, las causas de la carestía que se siente. El papel moneda es la pri­mera de ellas. Los servicios industriales están enca­denados entre sí de modo tal, que si el valor total de la moneda baja, suben en proporción los precios, des­de el pollo y el huevo hasta el reloj de oro, desde él salario del jornalero hasta la renta del grande ha­cendado .

Otra causa, de carácter general y permanente, ee ve en el crecimiento de la población, que aumenta la demanda, y a la cual no corresponden la mejora de las vías de comunicación, la extensión del área de las tierras que se cultivan, ni el progreso en los cultivos. El flete es casi lo principal en el precio de objetos de muy corto valor y gran volumen, a tiempo en que los caminos secundarios desmejoran, de manera que no se ha extendido el radio desde cuyo extremo con­vergen hacia la ciudad los víveres que consume. Aun

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dentro de ese radio, adviértese que gran parte de la superficie cultivable se convierte en prados en la altiplanicie, o en cafetales en las faldas de la cordi­llera. El muy alto arrendamiento de la tierra en la Sabana y sus alrededores sirve de ba,se a la elevación del precio de los víveres. Agregúese a esto que los métodos y los instrumentos propios para dar a los cultivos mayor inteusiidad productiva, apenas empie­zan a introducirse en la altiplanicie. Lo mejor, aca­so, de la superficie, lo inunda periódicamente el Fun­za, y lo deja en verano expuesto a los ardores del sol, no mitigados por el riego. Aún no ha logrado el ara­do extranjero reemplazar del todo al que se usaba hace un siglo; las papas se arrancan del suelo casi exclusivamente a brazo de indio; la trilladora aún no triunfa de los cascos de las yeguadas, y las pocas máquinas que existen en la Sabana recorren, por des­pacioso turno, los predios en que se cosechan el trigo y la cebada; la segadora, que reemplaza tres docenas de obreros, apenas está ensayándose. Fuera de la Sa­bana no hay otro instrumento que la azada, y el abono en ninguna parte reemplaza los jugos que se piden a la tierra.

Causas accidentales se hacen sentir en e¡ precio de algunos artículos, principalmente en el ganado vacuno. El billete colombiano no puede luchar con el oro de nuestra vecina del Norte, a donde se dirige gran parte de los productos de nuestros hatos de las llanuras orientales, dejando en los consumos notable vacío.

Como causa accidental de la carestía de la carne puede señalarse el temor de engordar ganados a raíz de una convulsión política. Cuando es ella una ver-

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dadera crisis que define una situación, si encamina definitivamente a la salud, las fuerzas vitales de la sociedad recuperan el perdido vigor en forma de con­fianza en el porvenir y de esfuerzos redoblados para recuperar lo perdido. Viose esto palpablemente des­pués de la gran guerra de secesión en los Estados Unidos. Pero si la crisis no es mutación del estado enfermizo hacia el de franca mejoría, si sólo da vi­gor a las causas de la dolencia, claro es que sus con­secuencias deben sentirse con mayor intensidad mien­tras no reaparezca la confianza. Cuando el ganado gordo pasa a ser, por decreto legislativo o por auto­ridad de un jefe de guerrilla, propiedad pública, o propiedad del despojador, o propiedad del remata­dor, que es lo mismo, valdrá más pedirle peraa al ol­mo que al cebador ánimo para vestir dehesas. Nece­sario es que vuelva la confianza a reemplazar el des­aliento, y si es alarma constante sobre la conserva­ción del orden público lo que prevalece, aunque ese alarma sea obra de artificio, la came tiene que estar muy cara. Se trata hoy de fundar una compañía de Seguros para los ganados, y aunque ignoramos las bases del negocio, desde luego creemos que se debe estimular este principio de agrupación de fuerzas en defensa de los dereohos. Los agricultores, los comer­ciantes, los artesanos, todas las clases productoras deben apresurarse a imitar el ejemplo que den los cebadores.

"En medio de la confusión y de los conflictos de la sociedad de la Edad Media, los mercaderes y los artesanos se reunían por profesiones, bajo la invo­cación de la Virgen y de los Santos, para sostenerse mutuamente contra las exacciones y las violencias de los señores y del clero, de las gentes de corte y las

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de guerra, y contra las rapiñas de los individuos de toda clase." (1)

Si los muebles del tiempo de la Colonia están hoy de moda, y si el privilegio y el monopolio retoñan con vigor, ¿por qué no volver francamente hacia el pasado en todo? Y decimos que en todo, porque con los actíiales precios de los víveres y con el papel-moneda aun los virreyes nos dirán: vade retro!

Importa mucho que se medite sobre la invasión creciente de la harina, la manteca y el azúcar de los Estados Unidos hasta la altiplanicie bogotana, a despecho de mil leguas de distancia y de treinta pe­sos de flete por carga. ¡Cuántos problemas económi­cos y políticos no comprendería esta meditación!

El aseo público y el servicio de la policía han mejorado incontestablemente. La supresión de las antiguas acequias, encargadas por la ley de gravita­ción de limpiar las calles de inmundicias, ha exigido que el aseo forme ramo especial del servicio munici­pal, y aunque este servicio pueda ser todavía defi­ciente, lo creemos tan bueno como lo permiten los medios de que se dispone. Asimilada al aseo de las calles consideramos la ausencia de las antiguas ri­ñas, la de los ebrios y de los locos, y si el ratero no ha desaparecido del todo, se le vigila y se restringe su dañina actividad. En cuanto al crimen, por pro­fundas que sean las combinaciones con que se pre­pare y las precauciones con que se ejecute, no es ya problema insoluble el descubrimiento de sus auto­res. Reciente y ruidoso caso, entre muchos que se conocen, y otros tantos que se ignoran, acredita este

(1) Oh. Coquelin. Articulo "Corporaciones." Diccionario de Sconomla Política. París, 18S3.

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hecho consolador. El policial viste traje decente, ob­tiene el respeto que se le debe y va reformando o ex­tirpando los antiguos hábitos de indisciplina. La or­ganización y la dirección de este ramo del servicio público merecen aplauso, pero con una excepción.

La jyolicía es útil para prevenir las faltas y los delitos comunes, nó los políticos. Estos se previenen desde las altas regiones del gobierno con una políti­ca justiciera para con individuos y partidos, lo que quiere decir que los derechos deben ser acatados por el legislador y por el gobernante. En Chile ha sido preponderante el Poder Ejecutivo en el concierto de los altos poderes; pero jamás ha descendido el Pre­sidente a entenderse con los ciudadanos para man­darlos aprisionar y expatriar por su sola voluntad. Si Méjico ha salido, o está saliendo, de la época de la anarquía, débese en gran parte a la expedición de la ley llamada de Amparo. Allí la Constitución fe­deral define y reconoce los derechos individuales, y aunque el desarrollo de tales derechos corresponde a la legislación de los Estados, su garantía está espe­cialmente encargada al gobierno general, que cuen­ta, en toda la extensión del territorio, con tribunales y juzgados independientes de los poderes secciona­les. La ley de Amparo autoriza a todo mejicano pa­r a quejarse de la violación de su derecho por toda ley o por todo acto de autoridad que lo viole, ya ema­nen del poder federal, ya de los seccionales; median­te un procedimiento claro y preciso se sigue un jui­cio, que define en última instancia la Suprema Cor­te hasta declarar la violación del derecho, si hubiere lugar a ello, y la consiguiente ineficacia o validez de la ley, respecto del caso que se ventila. Desde que los derechos estén eficazmente amparados por un po­der judicial independiente, recibe la anarquía golpe

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certero, pues cesa el motivo o el pretexto para resis­t ir a la ley o a la autoridad que la ejecuta. Inde­pendiente debe ser aquel poder, en lo escrito y en el hecho, si se quiere que su misión cumplida sea la base efectiva de la paz pública. De aquí se deduce la absoluta inconveniencia de la facultad de trasla­dar los magistrados de un tribunal a otro, que tiene en Colombia el Presidente de la República, aparte de la que le corresponde en su nombramiento. Con tal facultad queda ineficaz la inamovilidad de los jueces, y éstos pasan a ser de libre nombramiento y remoción del Poder Ejecutivo, como cualquier em­pleado subalterno del orden político o del de ha­cienda .

En tal situación, si las elecciones para miembros del Congreso no están libres de la acción directa o indirecta de aquel poder, y si, además, éste dispone de medios seductores para influir en las determinar ciones de aquel cuerpo, estará organizado el cesaris­mo (1 ) .

Nos hemos extendido demasiado en el capítulo de la policía, porque quisiéramos que se apartara de ella la animadversión que naturalmente debe atraer­le su empleo como instrumento político, ya para se­cretas delaciones, ya para invadir y violar los hoga­res so pretexto de busca,r armas ocultas.

Una última observación sobre la administración municipal. Las rentas de la ciudad se manejan con pureza por todos reconocida. Contra ese pianejo no

(1) Por si nti bastaren los medios seductores, se trata hoy de introducir el uso de las facultades extraordinarias en el Congreso, so pretexto de reformas a los reglamentos. (N. del A.)

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se levanta hoy queja alguna, y aun creemos que ni la simple sospecha se atreve a mancharlo. La conta­bilidad está arreglada, las cuentas se rinden oportu­namente, y no tenemos conocimiento de objeciones que se les hayan hecho. No existe en nuestro Munici­pio aquel elemento parasitario que en otras capitales de América deshonra a sus administradores. El ga­monalismo, que es el azote de la mayoría de nues­tras poblaciones, y uno de los mayores obstáculos que se oponen a la adopción franca de la libertad municipal, no existe, o no ee hace sentir en Bogotá. Si de algún lado sufre tal libertad es del lado del poder central, que tiende a sustituir, en ramos im­portantes, su acción directa y suprema, anulando la que corresponde de derecho a los vecinos y a ías au­toridades y corporaciones de la capital.

Como modelo del buen vecino, del tipo que haya de dar a la administración municipal el vigor y la fecundidad que necesita adquirir, nos permitimos presentar al señor don Leónidas Posada Gaviria. Muéstrase este caballero infatigable en servicio de los intereses públicos, ya como concejal municipal, sosteniendo toda medida de progreso y atacando pri­vilegios y monopolios, ya como miembro de la Socie­dad de San Vicente de Paúl . A sus esfuerzos se de­bió en gran parte que la confección de vestuarios pa­ra el ejército se le arrancara al contrato para trans­mitirla, con intervención de aquella Sociedad, a las antes e^ui lmadas costureras.

Desde los tiempos de la Colonia el Municipio ha carecido de vida propia. Bajo el régimen de la Re­pública su suerte no ha mejorado. La federación, lo mismo que la forma central, lo han mantenido siem­pre en la impotencia, cuando es él la verdadera es-

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cuela en que se forman los republicanos. La Nación y el Municipio son las dos entidades en que más po­sitivamente se hace sentir la vida, así en lo político como en lo social. Las entidades seccionales son de creación más o menos artificial, y la autoridad que las administra no pasa de ser lo que el intermedia­rio en el comercio. Sin embargo, es a tales entidades a las que se les confieren facultades y rentas de que carecen los municipios. Trátase hoy de ceder a los departamentos la renta nacional del derecho de de­güello de ganado mayor, cuando ellos tienen ya el peaje, la participación en los derechos de importa­ción, el impuesto directo y la pingüe renta de lico­res, en tanto que los municipios carecen casi total­mente de recursos.

IV

Ocupándonos ahora del desarrollo industrial, da­remos el primer puesto al comercio con el exterior, por ser el ramo en que se emplea mayor cúmulo de capitales. Las vías de comunicación, la ta,rifa adua­nera, el numerario y el cambio, el crédito y el inte­rés, son los hechos principales que debemos estudiar.

La navegación del Magdalena es cada día más difícil, poi-que el cauce del río empeora. En la parte baja disminuye el movimiento de los vapores, y se suspende en la alta en las épocas de verano. Al que-rer.se forzar esta situación, los naufragios sobrevie­nen, ahora con mayor frecuencia que antes. Aglo­merados los cargamentos en los puertos, los buques son insuficientes para el transpoirte a la llegada del invierno, y es precisamente en esta estación cuando las vías terrestres quedan casi intransitables. De­moras, pues, por el verano y también por el invierno.

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Hace muchos años que se crearon un impuesto para mejorar el cauce del río y una junta para ma­nejar los fondos y dirigir los trabajos. Por desgra­cia no ha podido adoptarse un plan, ejecutado con perseverancia, porque voluntades perturbadoras han esterilizado los esfuerzos de la junta .

En las vías terrestres de Pescaderías y Girardot se han construido dos trozos de ferrocarril en la par­te plana de sus extremidades, quedando subsistente el grande obstáculo que ofrecen los estribos de la cordillera. Los caminos de herradura fueron descui­dados por largo tiempo, y apenas se empieza a pres­tarles de nuevo atención. De todo esto se sigue que el flete -de una carga de Barranquilla a Bogotá se haya elevado de f 10 a f 26.

La tarifa aduanera ha triplicado los derechos de importación, y se han suprimido los plazos que se concedían para el pago. De 20 centavos que causa­ba en 1872 el kilo de género de algodón, blanqueado, para el consumo popular, el derecho ha subido a 75 centavos Elaborada casi siempre con precipitación la tarifa, no se descubre en ella sino el ciego interés fiscal, con ribetes de proteccionismo, y éste pésima­mente aplicado. Necesítase una reforma meditada en calma, con estudio de los intereses de las diver sas regiones y de las diversas capas sociales de la nación. Muchas industrias, que ya podrían empren­derse -con fruto en el país para eximirlo de introdu­cirlas con gran costo del exterior, las ataja la tari­fa, especialmente con el fuerte gravamen sobre todo lo que está asimilado a drogas y medicinas. AqueUa reforma y el establecimiento de escuelas técnicas se­rían un gran paso dado en el sentido del progreso industrial.

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El numerario hace en el comercio el mismo papel que desempeña el aceite en las máquinas: si rancio y espeso, paraliza el movimiento; si limpio y dúctil, lo acelera y regulariza. Considerado en sí mismo, es un instrumento perfectible, que se amolda a los pro­gresos que hacen la industria y la legislación. A ellos se debe el abandono del hierro por el cobre, y de éste por la plata y el oro. A la altura a que han llegado los cambios internacionales y la actividad en los domésticos, la plata tenía ya que perder su pues­to en la circulación como unidad monetaria, y que­dar confinada a las pequeñas transacciones. La ma­sa de! metal debe ceder el puesto al valor. El em­pleo de un mal numerario es para la circulación de los valores, equivalente al uso de la fuerza del buey, sustituida a la del vapor, para producir el movi­miento .

Los progresos de la química, de la mecánica y de la viabilidad han precipitado la baja de la plata, y esta baja ha sorprendido a los países atrasados con un numerario que los arruina, en parte porque éste ha perdido la mitad de lo que valía, y en parte, y so­bre todo, porque el cambio se convierte para ellos en azote permanente. Uno de los primeros empleos que recibió en Alemania la indemnización de guerra en 1871 fue la conversión en oro de su pésimo numera­rio de plata, con lo cual su industria y su comercio adquirieron nuevo empuje. Cuando el oro y la pla­ta tenían equivalencia legal e industrial en propor­ción determinada, el cambio servía para establecer la equivalencia de las monedas según su peso y su ley, subordinada a la oferta y la demanda entre de­terminadas plazas; pero hoy la baja de la plata ha transformado el cambio en equivalencia de metales, en comparación de sus valores, no obstante lo que

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esté gravado en las monedas por autoridad de loe gobiernos. Y si esto sucede con las monedas, ¿qué decir de una declaratoria dictatorial por la cual se pretenda que cinco tiras de papel litografiado con la expresión "vale un peso," equivalgan a una libra es­terlina? Este es, sin embargo, el régimen a que está sometido el pueblo de Colombia. No puede el mine­ro hacer que se le pague la onza de plata como quin­tal, pero sí se permiten los gobiernos ordenar al li­tógrafo que grave ceros detrás de la unidad en el billete.

Prohíbese a los colombianos, bajo pena de nulidad de los contratos, que en ellos se estipule por mone­da, y aun cuando la elevación de los precios sirva para disimular el cambio en los negocios domésticos, él aparece en los internacionales en toda su verdad y su crudeza. En el país mismo, el gobierno viola su propia ley cada vez que promete o recibe oro, o que compra o vende letras para que éste se entregue en el exterior.

\ la vez que en el mundo viene perfeccionándose el numerario, los signos que lo representan siguen el mismo impulso. El billete de banco es en la actua­lidad la última expresión de ese progreso. La extra­ordinaria facilidad con que se transmite por el bi­llete el derecho a recibir numerario, induce a confun­dir la cosa con el signo, el crédito con la moneda, confusión de que se han aprovechado los gobiernos para pretender convertir su billete en moneda. Las fluctuaciones del cambio, cuando se ha logrado im­poner este régimen, no obedecen ya a la mayor o me­nor demanda de numerario, ni a la producción de los metales, sino a la actividad de la litografía. Por consiguiente, queda el comercio sometido a todas las eventualidades de la emisión; el precio que hoy se

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cree remunerativo, mañana dará pérdida si se ha presentado un contrato, un alarma o cualquiera otra circunstancia que haga temer una emisión.

Bajo los auspicios de la Administración Salgar se fundó en Bogotá, en 1871, el Banco de este nom­bre, a pesar de la impresión que dejara el fracaso de la sucursal del Banco de Londres, Méjico y Sur América. Favores especiales fueron necesarios para inducir a algunos capitalistas a acometer una em­presa que se creía peligrosa. Tales temores resulta­ron fallidos, y algunos de aquellos favores, embara­zosos para el público. El nuevo Banco prosperó rá­pidamente; atrajo a sus cajas importantes capitales en forma de depósitos, y los distribuyó a las clases laboriosas, llegándose a reducir el descuento hasta la rata de 7 por 100 anual. Las instituciones banca­rias se multiplicaron, y llevaron su fecunda acción a muchas otras plazas de la República. El billete de banco pudo suplir parte del numerario, y permitió a los bancos bajar el descuento.

Desgraciadamente algunos Estados ensayaron por su cuenta la nueva institución, lo que, unido a los embarazos que algunos de los favores a que he­mos aludido introducían en el .mecanismo del crédi­to, preparó el terreno a la fundación del Banco Na­cional. En 1880 habría bastado restablecer la igual­dad entre los bancos y los particulares en su calidad de acreedores, y hacer más eficaz la vigilancia oficial sobre las emisiones y su respaldo, para que hoy go­zaran todos los departamentos de los beneficios del crédito perfeccionado, sobre la base de una circula­ción monetaria.

El gobierno absorbió los dos cuantiosos capitales con que fue dotado el Banco Nacional, y tuvo que cargar con la deuda de los bancos oficiales de los Es-

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tados, cuyos gobiernos habían procedido del mismo modo. La mayoría de los bancos particulares tuvo que liquidarse; y el país se vio precisado a exportar, con pérdida de millones, el numerario que el billete de curso forzoso arrojaba de la circulación. Como única ventaja de este régimen queda hoy la de po­der adoptar, con plena libertad, uno que restablezca aquella circulación sobre la base del peso de oro, que era la establecida por el Código Fiscal.

Por desgracia, nuestros hábitos políticos difieren de los que la verdadera democracia tiene establecidos en los Estados Unidos del Norte. Allí los partidos, en estos mismos momentos, nos dan ejemplo de aca­tamiento- a la voluntad de las mayorías. Próxima ya la nueva elección de Presidente, y siendo la gran cuestión monetaria la que demanda solución, los partidos se pronuncian francamente sobre ella, de manera que el pueblo vota por sus representantes, después de imponerse de las razones en que se apo­ya la solución que cada partido promete. El partido republicano sostiene la unidad monetaria de oro, que es la que hoy rige en el país y también en los más ricos y comerciales de Europa; en tanto que el demócrata o conservador defiende la libre e ilimita­da acuñación de la moneda de plata, y su equivalen­cia con la de oro en la proporción de 16 a 1, en que estaba el valor de los dos metales cuando se declaró la independencia, y hasta pretende convertir en tra­dición nacional un hecho que por su naturaleza está sometido a las vicisitudes que trae consigo el proifc greso industrial.

Leemos en El Correo de los Estados Unidos, edi­ción hebdomadaria de 22 de agosto último:

Londres, 13 de agosto—'La 'Westminster Oaoette, al comentar el discurso que Mr. Bryan (el candida-

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l ^ a ESCRITOS POLÍTICO-EOONÓMICOS

to del partido democrático) ha pronunciado ayer en Madison Square Carden, dice: 'El discurso de Mr. Bryan ciertamente que no producirá el efecto de au­mentar la confianza de los que han hecho o quieran hacer colocaciones de dinero en los Estados Unidos; tal pieza está repleta de herejías financieras, y no puede menos que inducir a todos los que tienen al­gún dinero en el país, a retirarlo cuanto antes, mien­tras se pueden reembolsar en oro. Si los argentistas llegan al poder, es bien cierto que el oro desaparece­rá de la circulación, y que se exigirá una fuerte pri­ma por los que lo posean.'

"No pensamos que las instituciones americanas quieran aprovecharse del deshonor político propuesto por la convención democrática y repudien la obliga­ción de pagar en oro las deudas en él estipuladas por contrato. Pero es fuera de duda que las compa­ñías de caminos de hierro, que tienen que pagar enormes cantidades por intereses, no podrán, con aquella prima, cumplir con la totalidad de sus com-promi.sos. El temor de tal eventualidad hace extre­madamente difícil la venta de los valores america­nos." . . .

El mal numerario, como se ve por las reflexiones que preceden, es causa de descrédito para el país ero-tero, como lo es para los particulares. Nuestro co­mercio sufre hoy por este descrédito, y la Nación de­ja de aprovechar el capital extranjero que se le ha retirado.

No se procede en Colombia como en los Estados Unidos. Aquí el Congreso coge al pueblo por sor­presa y resuelve, sin previa discusión pública, las cuestiones más trascendentales. Como se ignora cuál sería la doctrina que respecto de ellas adoptaría cada partido, y es uno solo de éstos el que ocupa las

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cumies en el recinto de aquel cuerpo, se emiten loa votos sin la responsabilidad moral que aparejaría el sacrificio o la repudiación de las doctrinas profesa­das.

En nuestro régimen monetario impera el descon­cierto. El papel moneda es de curso forzoso en toda la República, con excepción del Departamento de Panamá, en donde la unidad monetaria es la pieza de plata de 0,835; se prohibe la importación de la moneda a ley inferior a la de 0,900, y se prohibe también, o se pretende prohibir, la exportación. Trá­tase hoj' de permitir la importación, fijando para los particulares la ley de 0,835 y para el gobierno la de 0,666; hace el señor Ministro del Tesoro el cálculo de lo que en moneda de plata de 0,835 producirá la inversión de los fondos que en oro debe pagar la Compañía del Canal de Panamá a nuestro tesoro, con los cuales se deben cambiar los billetes de 10 y 20 centavos por monedas de plata de estas inscripcio­nes, e insinúa al Congreso que si ellas se acuñaran a la ley de 0,666, la operación produciría algunos centenares de miles más de pesos; ya un diputado se había anticipado a proponer francamente este productivo cambio de ley, adoptado por la Cámara de Representantes.

Pas.au todas estas cosas con olvido de los antece­dentes que siguen:

Toda la moneda de plata que tenía el país, con muy pequeña excepción, fue exportada, con pérdida de millones, como ya se ha dicho;

La moneda de 0,666 se había venido amortizando, por inconveniente, desde antes de que se impusiera el régimen del papel moneda;

Hízose hace diez años una fuerte acuñación de monedas a la ley de 0,500, y resultando ella peor que

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el papel, se ordenó su recolección con gastos y pér­didas enormes en portes de correo, fletes y seguros marítimos de ida a Europa y de regreso de allí, co­misiones y reacuñación.

Toda la operación vino a quedar reducida a la emi­sión de más de cuatro millones de pesos papel.

¿Qué .se pretende aihora, después de todo esto, con la importación de monedas a la ley de 0,666? ¿Por qué detenerse en tal ley, cuando se podría llegar a la de 0,900 de cobre con 0,100 de liga de plata? ¿No aumentarían con ello los ingresos del Tesoro? ¿Val­drá hoy una pieza de 50 centavos, a la ley de 0,666, lo mií-mo que valía hace diez años la de 0,500, cuan­do la plata aún no había alcanzado su actual depre­ciación? Si todas estas medidas tendrían que venir a j)arar en uua nueva y ruinosa recolección y reacu­ñación de monedas, ¿por qué no eliminar rodeos y pedir lisa y llanamente a la litografía otros millo­nes?

Lo que se necesita hoy es que se discuta deteni­damente por la prensa, en toda la República, la cuestión del régimen monetario, al cual es indispen­sable que vuelva el país para librarlo del cambio, adoptándose para ello la unidad monetaria de oro, auxiliada con la acuñación de tres o cuatro millo­nes de pesos en plata, exclusivamente reservada a l gobierno. Para salir del régimen del papel moneda bastai'á que la nación y el gobierno separen sus ocu­paciones: tócale al gobierno amortizar su-papel, des­tinando para ello el mínimum de un millón de pesos por año, y devolver al pueblo el derecho de estipular libremente moneda en los contratos, aunque los pa­gos se verifiquen en papel, con su correspondiente cambio; e incumbe a la nación proveerse de moneda.

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No podrá verificarse la transición en un día, ni en un año; pero el vacío que vaya dejando en la cir­culación el papel amortizado, lo irá llenando la mo­neda, al propio tiempo que el cambio irá bajando, o el precio del papel subiendo, en fuerza de la amor­tización. ¿Cuenta la nación con medios de desem­peñar la tarea que le corresponde? Evidentemente sí. Ella exporta cuatro millones de pesos anua­les en oro, parte del cual preferiría tomar el camino de las casas de moneda desde el momento en que ese metal volviera a tener su principal destino; el impor­te de los ganados y de los productos industriales co­lombianos que Venezuela consume, y que paga en oro, iría quedándose en el país; la creciente expor­tación de café dejaría sobrantes que vendrían en oro junto cou los capitales colombianos refugiados en el exterior, que están casi improductivos, y vendrían acompañados de capitales extranjeros.

Objétase por algunos que el país no está suficien­temente rico para adoptar la unidad de oro, no obs­tante que ella rige en Venezuela, en la pequeña Re­pública del Salvador y hasta en Hait í . Si a Coloni' bia le ha bastado hasta hoy su mal numerario de treinta millones en papel y cuatro en níquel; si es­tos signos de la moneda se cotizan casi a la par por plata de 0,835; si todos tres se cambian por oro al 140 por 100 de cambio, o con 40 por 100 de descuen­to, se sigue con evidencia que doce millones seis­cientos mil pesos en oro es el valor que requieren nuestros cambios internos en numerario, y que esa cantidad es la que la nación tendría que destinar, sea a la compra de la plata, sea a la del oro, para volver a la circulación metálica. Si hoy se puede ha­cer un negocio lo mismo con f 240 en papel o en pla­ta qne con f 100 en oro, todos los negocios «e podrán

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hacer también con doce millones seiscientos mil pe­sos en oro, porque no es la masa del metal sino su valor lo que da a la moneda su poder de adquisición.

Lo que parece que se busca con las medidas que se refieren a la acuñación de monedas de plata de baja ley no es la mejora del numerario, es el ahorro del crecido gasto que implica la emisión de billetes de 10 y 20 centavos, y la ganancia que se espera de tal acuñación: ¡el interés del gobiemo antepuesto y en divorcio con el interés de la nación! A esto con­duce el socialismo de Estado.

El desconcierto que se observa con relación al ré­gimen monetario, impera también en las finanzas. Lanzado el Congreso por el camino del despilfarro de los caudales públicos, y no bastando para ello las recientes emisiones de papel, ni el crecimiento y la multiplicidad de las contribuciones, se encuentra en medio de un laberinto de dificultades. Para salir de ellas se ha nombrado en una de las cámaras una co­misión que debe presentar, dentro del perentroio tér­mino de CUATRO DIAS (!) un plan de hacienda, y de esa comisión hace parte el ministro del ramo. »';

Confeccionar un plan semejante en cuatro días nos parece el colmo de l a , . . celeridad. Es, por otra parte, al gobiemo a quien corresponde formular el plan y someterlo al Congreso para que éste, si lo cree acertado, introduzca en la legislación las refor­mas necesarias. Por desgracia, el Ministerio de Ha­cienda no ha sido desempeñado por una sola perso­na, ni han ejercido acaso los ministros la autoridad moral que corresponde a sus opiniones, para que las atienda el jefe de la administración, que es irres­ponsable.

Si hoy no puede confiarse en la adopción de UH verdadero plan de hacienda, un plan de conducta si

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está al alcance del gobierno, y podría consistir en lo siguiente:

1' Objetar todo proyecto de ley que implique ga»-to que no refluya en beneficio de la nación;

2' Volver la espalda al crédito extraordinario; 3» Exterminar el contrato; 4' Pedir al Congreso mayor fondo de amortiza­

ción para el papel moneda, y una partida razonable para reasumir el servicio de la deuda exterior;

5' Consagrar, en cuanto sea posible, los recursos disponibles a la terminación de aquel de los ferroca­rriles emprendidos, que esté más justificada.

Para concluir con esta digresión y con la revista de los hechos relativos al comercio, sólo nos falta hacer mención de la Compañía Colombiana de Segu­ros. Su marcha ha sido próspera, no obstante que el principal teatro de sus operaciones haya sido el transporte por la peligrosa vía del Magdalena. Los intereses de la Compañía han sido manejados con prudencia, no exenta de amplitud de miras y de li­beralidad para con su clientela. Sentimos no poder consagrar a esta institución mayor espacio, y pasa­mos a ocuparnos en la industria. - i^ . .

rt, El hierro, el ácido sulfúrico, las bujías esteári­cas, el jabón, el vidrio, la cerveza, la pólvora, el al­cohol, la curtiembre de cueros, la imprenta, la lito­grafía, el gas y el producto de sus residuos; las ar­tes manuales, talabartería, zapatería, herrería, lato­nería, sastrería, ebanistería y carpintería; las bellas artes, especialmente la música y la arquitectura, exi­girían excesivo desarrollo a esta parte de nuestro es­tudio, si hubiéramos de consagrar a cada ramo toda

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la atención que merece. El resultado final de este conjunto de actividades se traduce en progreso, pero un progreso que aún lucha con dificultades de di­verso orden.

La más importante y la más simpática de las em­presas, la ferrería de La Pradera, apenas está ven­ciendo esas dificultades con la energía de los empre-8a,rios. La ferrería de Pacho ha suspendido sus tra­bajos por causas que ignoramos, a pesar del alto precio del hierro maleable, en cuya calidad sobresa­le el que producía aquélla empresa. De la abundan­cia y baratura del hierro en la altiplanicie bogotana, depende principalmente el porvenir fabril de la ciu­dad.

Después del hierro es el ácido sulfúrico el pro­ducto de m.ayor importancia, por el gran número de fabricaciones que de esa sustancia dependen. Hijas de ella son ya las fábricas de bujías esteáricas y de jabón, cuyos productos obtienen él favor del públi­co. El alcohol tiene también importancia suma en la industria, como base para numerosas aplicacio­nes; mas sobre este artículo pesa un impuesto dema­siado gravoso, basado aparentemente en un interés de moralidad algo discutible. Con semejante base, la producción del alcohol, y su gravamen, no podrán obedecer a la doctrina económica que aconseja mo­derar los impuestos para aumentar la producción. A pesar de todo, la calidad de aquel producto ha me­jorado mucho con los procedimientos de desinfec­ción.

El vidrio, además de las comodidades que ofrece para la vida doméstica, es, en forma de envase, de importancia suma para el desarrollo de infinidad de industrias, grandes y pequeñas. Entre estas últimas haibrán de figurar la fabricación de tintas, la depu-

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ración de los aceites, las conservas alimenticias, etc. Estas últimas promoverán el desarrollo de la horti­cultura en campo casi virgen, pues las legumbres y las frutas muy poco se cultivan. Ya existe en la ciu­dad una fábrica de gobeletería, y se está fundando otra, las cuales no tardarán en producir también vidrios planos y botellas.

En Agualarga, a diez leguas de la ciudad, está establecida una gran tenería, con una fábrica anexa de calzado. Aún falta que los productos de la tene­r ía mejoren en calidad para que hagan competencia al costoso material extranjero, que sigue por esto importándose. El calzado de Agualarga goza de la reputación de ser durable y barato, lo que no impi de que los talleres de la ciudad se sostengan contra toda competencia, por la habilidad de los obreros.

La imprenta, en lo material, también ha hecho progresos. El motor de vapor presta ya su poderosa ayuda en este ramo, y la fundición de tipos, recien­temente introducida en los talleres salesianos, coo­perará eficazmente al desarrollo de esta industria. El periodismo ha dado también pasos adelante. Si no estamos equivocados, en 1867 sólo el gobierno sostenía un diario, y fue don José Benito Gaitán quien primero se atrevió a sacar el periodismo de la aparición hebdomadaria con el Diario de Gundinor marca. El gusto por la lectura se ha extendido mu­cho, y sirve de estímulo a los escritores, así de ar­tículos de periódico como de libros. El anuncio es hoy otra palanca que sostiene nuestro periodismo, pues da base importante para los gastos, y es, a un mismo tiempo, signo de adelanto industrial. La pu­blicación de revústas, en que se dé cabida a estudios de alguna extensión, ha sido intermitente, a pesar del mérito de las producciones. Acaso dependa esto

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de que sea la lectura del diario político la preferida por la gran masa, de los lectores, a quienes agrada eso que los voceadores llaman él caliente artículo. Mo­dera y aun apaga estos ardores el actual régimen de la prensa, según sean los hombres o los partidos a quienes se destinen aquellas calenturas. El caliente artículo ministerial goza de inmunidad, quedando para el de oposición el rigor de la multa, el arresto y aun la expatriación del autor. Puesto que compa­ramos épocas, débese notar que en 1867 el partido de oposición gozaba de plena libertad en el uso de la prensa.

Como muestra del influjo de la tarifa aduanera sobre él desarrollo industrial, conviene observar que la baja del gravamen sobre el nitro ha dado a nues­tro azufre útil empleo en la faJbricación de la pólvo­ra, producto que encarecen mucho los riesgos del transporte, y cuya fabricación en el país ha mejora­do notablemente.

Merece también ocupar aquí puesto la fabrica­ción de la cerveza en la fábrica La Salar ia , que ea el más grande establecimiento de la ciudad, y pro­duce el saludable líquido de muy buena calidad. Acá, en nuestras alturas, en donde el vino cuesta tan alto precio, la cerveza lo suple entre las clases aco­modadas, y es de desearse que pueda el precio poner­la al alcance de las pobres para empezar a librarle combate a la dañosa chicha. Ello dependerá de que baje el precio de la cebada, tan elevado hoy por el papel moneda y por la imperfección del cultivo.

También hay que dar lugar en esta revista al molino de San Jorge, montado al lado de la estación del ferrocarril de la Sabana, con poderoso motor de vapor. Con este molino se ha mejorado la calidad de las harinas de trigo, y se ha disminuido notable-

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mente el desperdicio del precioso polvo. Lo mismo que la cebada, el trigo alcanza en nuestra fértil altí-planicie precios que se pueden calificar de fabulosos, como el de $ 30 por carga de 11 arrobas. Estos pre­cios permiten calificar de regular cosecha la que da cinco granos recogidos por uno de sembradura, a pe­sar de los crecidos gastos de siembra, recolección y trilladura.

Entre los productos con que el comercio ha favo­recido nuestra agricultura no debe pasarse en silen­cio el alambre de hierro para cercas. Se introduce en hilos, de los cuales unos suplen ventajosamente la madera, y otros la cuerda con que aquéllos se fijan a los pqstes. En nuestra sabana, desnuda de bos­ques, lo mismo que en las llanuras del Oriente, del Tolima, el Cauca, Bolívar y el Magdalena, el alam­bre, además de producir economías, permitirá cer­car los predios, en su mayoría indivisos, si se excep­túa la sabana de Bogotá, y subdividirlos con prove­cho para su administración y la mejora de los pas­tos.

En nuestra sabana es la madera uno de los pro­ductos más caros, ya se trate de la edificación, ya de la infinidad de usos que la requieren. Los bos­ques .se han alejado mucho del centro, y su explota­ción ha sido, y es, estúpida tala. No habiendo re­producción de árboles, claro es que vamos acercán­donos a una época en que los bosques del Canadá nos enviarán aquel producto, como ya lo hacen los agricultores y criadores de los Estados Unidos con la harina, la manteca y el azúcar. A tal extremo se lleva aquella tala, que ni el arbusto que asoma es­pontáneamente, halla gracia delante del alfarero que alimenta con sus ramas los hornos de los chir cales. La completa desnudez de montes y collados

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trastorna la economía que la naturaleza ha estable­cido para conservar los manantiales que alimentan los ríos, de lo que se ha originado la progresiva dis­minución de las aguas, sobre todo las que podrían surtir con abundancia la ciudad y ofrecer fuerza gratuita a la industria.

Algunas medidas bien meditadas y concertadas requiere esta amenazante situación. Repoblar los bosques destruidos, es cosa de urgencia. El pino, el álamo, el fresno y otros árboles propios para sumi­nistrar maderas de usos industriales, bien podrían reempl.azar la calvicie de las diez leguas de montaña que median entre Sibaté y el Puente del Común. El pino adorna los pequeños parques de la ciudad; su crecimiento ha sido rápido, y entre sus muchas es­pecies y variedades no sería difícil acertar con la más adecuada para el clima y para las aptitudes del terreno.

Bogotá debe aspirar a destinos más honrosos y fecundos que el de aprovecharse de gran parte del presupuesto nacional de gastos. El relativo aisla­miento en que la orografía coloca las altas mesas de Cundinamarca y Boyacá; los ricos depósitos de sal gema, fierro, carbón, piedra de cal, azufre y otras materias de gran fecundidad para la industria, y la aglomeración de capitales y de brazos en la ciudad, la invitan a ser un poderoso centro de fabricación. Por hoy la industria principal es la que engendra la política, beneficiada por turno por los partidos, con perjuicio de las soluciones que demandan problemas muy arduos del orden económico. La síntesis de la situación actual es la creciente ra ta del interés, sig­no evidente de que falta el capital que demanda el trabajo. Cuando el salario es suficiente para el bien­estar de las clases que lo reciben, los dos agentes no

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gratuitos de la producción demuestran que hay pro­greso, y el capital no tarda en invadir la región afor­tunada que lo demanda. Si, por el contrario, el sa­lario obliga al trabajador a cercenar su alimento o a desmejorar la calidad, y a dejar que el vestido cai­ga en harapos, entonces el interés y el salario se convierten en azotes sociales que descubren vicio fun­damental en el régimen político. Inseguridad es el nombre que tiene este vicio; MISERIA era su fruto en 1867, y lo es en la fecha en que terminamos este Retrospecto. Campo de Agramante era la Repúbli­ca, en virtud de la ley de orden público de aquel año; cárcel es hoy para los colombianos la patria libre que les legaron los proceres de la Independencia, re­sultado de la Ley 61 de 1888, con tanta propiedad llamada de los caballos, puesto que a éstos se ven asimilados en tratamientos los miembros del partido vencido.

Si la política llegare a dejar paso libre a la in­dustria, Bogotá podrá transformarse de parásita en industrial. Así lo hace esperar el luminoso Informe que los señores Luis Rubio Sáiz y José Ignacio de Castro presentaron a la Municipalidad en el año de 1895.

I-ies cedemos la palabra.

"ELECTRICIDAD

Se nos ha confiado el estudio de un proyecto de contrato para el servicio de alumbrado por electricidad en los esta­blecimientos públicos y en las habitaciones particulares.

Si ee trata de un simple permiso para usar de las vías públicas, el proyecto tendría nuestras cordiales simpatías

18

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y nuestro decidido apoyo, sin otras restricciones qne la an-jeciún, por parte de los empresarios, a los reglamentos vi­gente» y a los que en lo sucesivo dictéis para evitar los pe­ligros que suelen ocurrir en la producción, transmisión y «80 de este precioso agente de la industria. Pero como lo que se pretende es la adquisición de un privilegio exclusivo por el término de veinticinco afios, creemos de nuestro de­ber presentaros algunos de los aspectos que en nuestro con­cepto debéis tener en cuenta al resolver la restricción de la libertad de industria en uno de los ramos más fecundos que se ofrecen hoy a la actividad individual, lo mismo que a la colectiva.

No e.s nuestro ánimo presentaros un cuadro de las apli­caciones de la electricidad a la industria modema. Esa ta­rea, vosotros lo sabéis, es muy superior a nuestros conoci­mientos^ y con sólo intentarla, perderíamos el derecho de reclamar vuestra atención. Nos limitaremos tan sólo a ha­cer algunas reflexiones sotore la trascendencia del proyecto, y a indicaros la conveniencia de que, además de vuestras propias luces, contribuyeran a ilustrar nuestras deliberacio­nes algunos compatriotas de reconocida competencia en las ciencias que profesan y en las aplicaciones que de ellas han hecho en nuestro país con tan buen éxito como onerecido aplauso. Nos basta mencionar a este respecto los nombres de Neipoimnceno González Vásquez, Manuel Ponce de León y Francisco Montoya Montoya, para dar por hecho que vos­otros les confiaréis la comisión de contribuir a nuestra dis­cusión con un informe sobre el estado actual de la electri­cidad aplicada, principalmente en lo que se refiere a la transformación del movimiento en luz, calor y fuerza.

Rendido ese informe, desaparecerían vuestras vacilacio­nes para dar vuestro voto en pro o en contra del proyecto. Profanos como somos en la ciencia, ax>enas alcanzamos a columbrar que ella nos brinda, para un porvenir no lejano,

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el medio de romper éste como cerco de hierro en que yace aprisionada y en que agoniza nuestra industria.

No con el carácter de digresiooies, sino oomo partes inte­grantes en el grave asunto que ocupa vuestra atención, noa tomamos la libertad de hacer algunas consideraciones gene­rales antes de entrar en detalles.

Cuando nuestro Caldas^ en su magistral escrito Dei ii». flujo del clima sobre los seres organizados, se extaaLaba en la contemplación de los beneficios de las montañas, puede dieeirse que no había empezado el siglo del vapor. Si en to­do el mundo se hacían los transportes terrestres a espaJdaa humanas, en unas partes, a lomo de animales, en otras, y en malas carretas por malas carreteras, donde la civiliza­ción estaba más avanzada, era cierto que no había pueblos tan privilegiados para el cambio de sus productos como aquéllos que se asientan en las rugosidades de los Andes, donde, a distancias que alcanza la vista, se encuentran las producciones de todas las zonas. Pero vinieron los progre­sos del vapor y con ellos los ferrocarriles que, abaratando en otras partes los transportes, echaron por tierra una de nuestras patrióticas quimeras. Quedamos en impotente lu­cha con nuestra topografía para abaratar el costo de nues­tros frutos y para verificar los cambios de nuestros propios productos^ aun dentro del reducido recinto de un mismo va­lle. No suben el azúcar y los ganados de las vegas del Mag­dalena a buscar cambio por las harinas de la Sabana, que antes llegaban hasta Cartagena. Respecto de este artículo puede decirse que las poblaciones ribereñas de nuestra grande arteria hacen parte de la zona comercial de los Pis­tados Unidos y aun de la Australia. Múltiples causas han contribuido a este resultado, que no debe sorprendernos, pero sí alarmarnos. De esas causas sólo se roza con el es­tudio en que os ocupáis, la cuestión de los transportes, cu­ya magnitud iwede apreciarse por comparación entre lo que importa hoy el de «na carga de arroz, por ejemplo, de Li-

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verpool o de Hamburgo a Sabanilla (1), y el de Honda a es­ta ciudad (2) .

Parece que quisiéramos alejarnos de la cuestión con dis­quisiciones impertinentes; jwro no es extraño a ella el ob­servar que los cambios que constituyen nuestro comercio interior, tienden, por la naturaleza de las cosas, a tomar di­recciones distintas de las que iMirece señalarles la geografía. Cada región ha buscado, hasta donde no lo ha estorbado el impuesto, la zona comercial a que pertenece en el mercado universal; y esta zona la marcan^ para muchísimos artícu­los, los precios de los fletes. Pero si, merced al progreso de la ciencia y a la libertad para utilizarla en la industria, los obstáculos hasta hoy invencibles para buenas, rápidas y ba­ratas vías de comunicación, vinieran a suministrar la fuer­za con que hayan de vencerse, se detendría en parte la ten­dencia a verificar en el exterior, en Londres y en Nueva York, los cambios de nuestras propias producciones. Enton­ces podríamos volver a decir con Caldas: "Nuestros Andes son el origen de bienes incalcnlables, nuestros Andes nos temfilan, nos varían y presentan el espectáculo majestuoso de reunir las extremidades del globo, de mantener en su frente los hielos boreales, y en la base las llamas del Elcuador." Entonces serían fuente de innumerables cambios las producciones de los diversos climas, y se compensarían las deficiencias de cosechas en unas regiones con la abun­dancia en otras. Cuando el torrente antes inaccesible a la industria, lejos de estorbar las comunicaciones, aea el mo­tor de la turbina que, con el dinamo, transforme su ímpetu en el dócil fluido eléctrico que ascenderá o descenderá a donde la industria lo necesite, imra transforníjarse de nuevo en la fuerza que mueva el trapiche, la bomba de riego, el arado y hasta la máquina de la costurera; en el movimlen-

(1) $ 0-75 oro. (2) $ 210 de nuestra moneda.

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to del carro que transporte los cargamentos sobre riedes li­geros adaptados a las más estrechas curvas de las faldas; en el calor para la cocina y también x>Ara la eQaboraclOn del azúcar y del alcohol; en el movimiento de la sierra que abata el monte y lo convierta en madera, en lugar del sal­vaje derroche que hace el incendio para preparar la roaa; en la luz, en fin, con que deseáis dotar nuestras habitacio­nes y nuestros establecimietos públicos y privados; cnando esto suceda, decimos, se habrá resuelto en bendiciones lo que hasta ahora hemos considerado obstáculos invencibles para nuestro progreso.

Si es cierto que el movimiento de las corrientes de agua, por medio del dinamo y el alambre, puede trasladarse al lugar donde, se necesite para ser allí utilizado en el alum­brado, en fuerza motriz dividida como lo requieran -los grandes y loe pequeños talleres, en la locomoción y en el caldeo, debemos ser sobremanera prudentes en la r^tr lc-clón de la libertad en 'las aplicaciones de la electricidad. Si se conceden privilegios para la producción de la luz, que poT ahora será la forma en que se solicite con mayor de­manda en Bogotá, se darán implícitamente para las otras formas en que se muda el movimiento por medio de aquel agente.

No es la concesión de privilegios en detaUe de las apli­caciones de la electricidad, ni menudas previsiones en la ce­lebración de los contratos, lo que hay derecho de esperar de los cuerpos legisladores. La clase de previsión que de ellos se espera, es la que abarca el gran conjunto de loe he­chos qne nacen de estos progresos y de los derechos consi­guientes, la que establezca desde ahora loa principios de jus­ticia que hayan de producir en este ramo la armonía de los intereses sobre la base de la libertad, en vez del antago­nismo que crean los privilegios. De la falta de ajustamien­to a esos princiipios, en otros géneros de cosas apropiables y en las relaciones entre los hombres, han surgido, lenta pe-

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ro inevitablemente, los pavorosos problemas que confrontan las sociedades europeas y que deberían suministrar tema pa­ra hondas cavilaciones a los partidarios de la dilapidación de nuestras tierras baldías.

Toca al legislador comparar las consecuencias que po­drían surgir del monopolio de la fuerza, consecuencias no menos funestas para el obrero de las ciudades, que lo ha sido y lo seguirá siendo la apropiación de grandes dominios I>ara la suerte de los trabajadores rurales, con los benefi­cios de la prudente apropiación y de la distribución en la lil)ertad.

Ta venta imponiéndose la evolución del artesano en fa­bricante, esto es, la sustitución de nuestros pequeños talle­res, donde el artesano es capitalista, empresario y obrero, I»or grandes fábricas, donde, para llegar a la baratura y perfección dol producto, hay que establecer la división real de aquel triple carácter en las tres categorías que más tar­de parecen antagonistas. En tal evolución tiene que entrar un capital, muy lejos del alcance de nuestro artesano, en forma de edificios y en maquinaria, cuya parte más valio­sa es la destinada a la producción de la fuerza motriz, un empresario, y por último, numerosos obreros que han de empipa r.s(> en los trabajos puramente manuales, con sala­rios no siempre remuneradores. Asoma, pues, lentamente la cuestión obrera, la que se ha llamado impropiamente la lu­cha del trabajo con el capital.

Pero esta evolución puede detenerse entre nosotros con la apar!<-i6n del nuevo agente de la industria y de la de­mocracia, que llevará la fuerza motriz necesaria, y no más de la necesaria, al más humilde taller, iwr el precio míni­mo que establezca la competencia. Y esa fuerza motriz en el humilde taller, fecundará, al propio tiempo en el cuerpo social, aquellas fuerzas morales que mantiene no sólo ador­mecidas, sino abatidas, el salario insuficiente. El artesano que obtenga la fuerza necesaria para su industria, podrá

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desafiar altivamente la competencia de las grandes fábri­cas nacionales y extranjeras, tanto en la perfección como en la baratura del producto; mantendrá su libertad y su independencia, y lejos de dejarse arrastrar por los agita­dores, de uncirse más tarde al yugo implacable de las unio­nes de gremios, será elemento de progreso, de paz y de ar­monía. Crear, por el contrario, obstáculos a la natural, y por lo mismo, justa distribución de las tierras no apropia­das y de las fuerzas, oponerse a la equitativa distribución del resultado que el trabajo obtiene con el auxilio de los agentes físicos, es sembrar vientos para cosechar tempesta­des.

Al contraer nuestras reflexiones a la ciudad cuyos inte­reses se nos han encomendado, no podremos dejar de notar cómo desde su origen asumió ella la condición de ciudad consumidora en grande, y productora en limitada escala. Dejando a un lado los hábitos que desarrolló en sus mora­dores el dominio de una raza sobre otra raza, basta a nues­tro propósito observar que ella fue desde su fundación el amento de un gobierno rigurosamente central. En ella se consumían gran parte de las contribuciones civiles y ecle­siásticas que se recaudaban en todo el país, ya para el sos­tenimiento del tren gubernativo de ambas potestades, ya pa­ra la construcción de obras públicas que, aunqiie útilísimas desde muchos puntos de vista, no tenían para el país en ge­neral el carácter de reproductivas. Venían también a in­vertirse en fincas urbanas, importantes y costosas, los ca­pitales debidos al trabajo y no i>ocas veces arrancados al ahorro y al esclavo en lejanos distritos (1) .

(1) El transcurso de tres siglos no ha quitado a la ca­pital su carácter parasitario. En ella siguen invlrtiéndose gran parte de las contribuciones que de habitantes de otros distritos recaudan los gobiernos nacional y d^artamental, y puede decirse que la grande industria de Bogotá consiste

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Pero si Bogotá tuviera a su alcance fuerzas poco menos que gratuitas, esto es, poder que se aplicase a la industria fabril, en las condiciones de divisibilidad de que arriba os hablamos, es casi un pleonasmo anunciar que de consumi­dora se trocaría en productora.

Y esas fuerzas existen. Las tenemos a Inmediaciones de la ciudad en los llamados ríos del Arzobispo, Boquerón, Fn-cha y Tunjuelo. Las tenemos de incalculable poder desde

en atender al consumo de los presupuestos, y que si ella ha progresado, es porque también han progresado los ajenos tributos que consume.

Este progreso parasitario se ve amenazado con la ten­dencia descentralizadora que parece incontenible. Basta, para afirmar este hecho, observar lo que ha pasado a la ad­ministración de los departamentos en lo civil y en lo eole-eiástico, la erección de nuevos obispados segregados de la sede bogotana. Las industrias positivas, comercio, artefac­tos, y la que pudiéramos llamar instrucclonista, no guardan proporción en su desarrollo, con el progreso que se ha asen­tado en los nuevos centros: Medellín, Bucaramanga, Cúcu­ta, Cali y Past.o. El radio de nuestro comercio de importa­ción disminuye diariamente; nuestros artesanos no encuen­tran siifieientes, para ampararlos de la competencia de loB artefactos extranjeros, ni el absurdo precio de los fletes ni el enorme tributo proteccionista exigido en realidad, en di­nero o en privaciones, a las clases más desvalidas de toda la República. Sólo se mantiene en buen pie de progreso la industria instruecionista, que por sí sola no iwdría evitar la decadencia de la ciudad si alguna vez se viera ésta pri­vada de consumir los presupuestos. Suponiendo que algún día le sobreviniera tan grande contratiempo, no habría me­dio de evitar que descendiera a una categoría, entre nues­tras ciudades, muy semejante a la de Tunja y Pamplona. (N. del A.)

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donde el Bogotá, para usar la descripción de Caldas ''des­pués de haber recorrido con paso lento y perezoso la espa­ciosa llanura de su nombre, vuelve de repente su curso ha­cia Occidente .v comienza a atravesar por entre el cordón de montañas que están al Sudoeste de Santafé. Aquí, dejando esa lentitud melancólica, acelera su paso, forma olas, mur­mullo y espuma. Rodando sobre un plano inclinado, au­menta por momentos su velocidad. Corrientes impetuosas, golpes contra las rocas, saltos, ruido majestuoso, suceden al silencio y a la tranquilidad. En la orilla del precipicio to-todo el Bogotá se lanza en masa sobre un banco de piedra, aquí se estrella, aquí da golpes horrorosos, aquí forma her­vores, borbollones, y se arroja en forma de plomas diver. gentes, más blancas que la nieve, en el abismo que le es­pera. En su fondo el golpe es terrible, y no se puede ver sin horror. Estas plumas vistosas que forman las aguas en el aire, se convierten de repente en lluvia y en columnas de nubes que se levantan a los cielos. Parece que el Bogotá, acostumbrado a recorrer las r^iones elevadas de los An­des, ha descendido, a pesar suyo, a esta profundidad, y quiere orgulloso elevarse otra vez en forma de vapores."

Pasará tal vez mucho tiempo antes de que la industria haga ascender aquella enorme cantidad de energía resul­tante de todo el peso de esas aguas, precipitado con velo­cidad acelerada a 146 metros de profundidad. Pero las cae-cadas anteriores al Salto y los chorros y corrientes que si­guen hasta donde e'. Bogotá rinde sus aguas en el Magda­lena, son domeñables en el actual estado de nuestra cien­cia y de nuestros capitales, y capaces de suministrar toda la fuerza que requieren las industrias de Bogotá y de nues­tra Sabina, las de nuestras tierras templadas situadas en «u valle, las que requieran nuestros caminos y las que lle­ven la luz a Soacha, La Mesa, Anapoima, Tocaima y Gl-n r d o t .

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Pasando a consideraciones de detalle, en el supuesto in­admisible de que fuese conveniente limitar la libertad en el uso prudente de la electricidad, debemos observar que 1* concesión de un privüegio cualquiera no debería darse sin conocimiento de la magnitud del capital requerido, y del cálculo prudente del costo de producción del género que sea objeto de privilegio. De otro modo se procedería a ciegas al fijar el límite de los precios máximos que se permita co­brar a los privilegiados. En el caso que nos ocupa, no de­bería servir de guía el precio a que nos cuesta efl mal alum­brado que tenemos en uso, precio de cuya enormidad puede juzgarse por comparación entre el de compra de un galón de petróleo en Nueva York y el de su venta aquí.

Quedarla incompleto este informe si nos limitáramos a terminarlo con una proposición para la suspensión indefi­nida del proyecto. Las circunstancias especiales de Bogotá, que os hemos expuesto, nos hacen ver, como una gran ne­cesidad de urgente satisfacción, el establecimiento de una escuela pública de aplicaciones de la ciencia a la indus­tria ; la iniciación de la reforma de la tarifa aduanera en el sentido de la libertad para la importación de los apara­tos que requiere nuestra industria y la de las materias pri, mas, sin la cual serían estériles las enseñanzas de aquella escuela; la preparación de un proyecto de ley sobre servi­dumbres públicas de laa corrientes de agua no apropiadas, y las de paso de alambres conductores J>OT loe predios rústi­cos, y la reglamentación del uso de las vías públicas para los productores de electricidad.

Como resultado del estudio del proyecto que nos habéis pasado en comisi¿n, os proponemos:

1' Suspéndase indefinidamente la discusión del proyecto de contrato para el establecimiento del servicio de alumbra­do eléctrico a domicilio;

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RETROSPECTO 193

2» Nómbrese una comisión que estudie la manera coono deba organizarse una escuela de aplicaciones de la ciencia a la industria;

3 ' Nómbrese una comisión que se dirija al Consejo de Bstado, solicitando la preparación de un proyecto de ley sobre servidumbres, de acuerdo con lo expuesto en este in­forme;

4 ' Nómbrese una comisión que inicie con el Consejo de Es­tado la preparación de un proyecto de ley para la ex^ición de derechos de aduana de los motores, maquinaria, dína­mos y utensilios y de las materias primas para la indus­tria; y

5' Dígase a los señores Juan N. González Vásquez, Ma­nuel Ponce de León y Francisco Montoya Montoya que el Concejo agradecería vivamente el que se sirvieran prestar el concurso de su ciencia y de su experiencia en las delibe­raciones del Concejo y en las de las comisiones nombradas en los anteriores incisos." (1)

(1) El anterior informe fue aprobado, y como conse­cuencia, .se negó el privilegio que para el establecimiento de una planta generadora de energía eléctrica había solicitado una compañía particular. Posteriormente la Municipalidad otorgó un simple permiso, sin privilegios ni subvenciones, a don Santiago Samper, quien en asocio de sus hermanos co­ronó la empresa a que el autor se refiere en este escrito y que es hoy la Compañía de Energía Eléctrica de Bogotá. (N. del E . )

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LA PROTECCIÓN

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I

El señor Presidente de la Unión, en su discurso del 8 del presente, llama la atención del Ckmgreso ha­cia la decadencia del trabajo nacional como causa de la deficiencia que se observa en nuestras exportacio­nes, comparadas con las importaciones. Para reme­diar tan grave situación indica un plan de medidas destinadas a promover el desenvolvimiento de la pro­ducción doméstica, plan que deberá comprender la adopción de un sistema de enseñanza; del fomento de las artes por medio de una reforma en la tarifa adua­nera; la construcción de un ferrocarril en los Esta­dos del centro, y la terminación de los ya empeza­dos; la mejora de los puertos del Atlántico y la creación de un Banco Nacional.

Hemos combatido resueltamente la idea del Ban­co y apoyado con entusiasmo la del ferrocarril cen­tral, pues deseamos con toda sinceridad que la ad­ministración del señor Núñez coopere al bien del país por medios eficaces para lograr el objeto, sin emplear los que sólo servirían para entorpecer o des­acreditar su acción. Si nuestra voz llegare a hacerse

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oír en medio de los tumultuosos aplausos y de las apasionadas censuras de que son objeto nuestros go­bernantes, esa voz, asi lo esperamos, tendrá el acen­to de la imparcialidad y el desinterés: si ella tam­bién llevare a los debates un contingente de verdad y de luz, nuestra aspiración quedará satisfecha.

Algunas palabras sobre las mejoras materiales y sobre el problema de la paz, nos permitirán pasar al estudio de la p,rotección aduanera como medio de fe­cundar la producción doméstica.

Las ideas que emitimos en el número 159 de La Reforma no son favorables a los ferrocarriles em­prendidos en territorios desiertos. Con todo, estamos de acuerdo con el señor Núñez en que se debe prose­guir la construcción de los del Cauca y Antioquia, pues respecto de ambos median compromisos solem­nes del Gobiemo de la Unión, que deben cumplirse < Además, el ferrocarril de Antioquia cuenta como ba­se principal el auxilio del gobiemo local, y ese go­bierno, tan luego como deje de ser el juguete de los elementos extraños que ha legado la conquista de 1877, contará con recursos cuantiosos, que la ener­gía y espíritu de empresa del pueblo antioqueño ha­rán que sean capaces de coronar la obra. Importa, por otra parte, abrirle una brecha a esa fortaleza de montañas que mantiene aislado al pueblo de Antio­quia y que imprime a su carácter cierto sello de egoísmo que no lo hace simpático. Mientras que el habitante de cualquiera de los otros Estados a quien se le pr^unte en país extranjero cuál es su naciona­lidad, se llama colombiano, el antioqueño contesta que es antioqueño. Por aquella brecha entrarán a Antioquia los productos y los habitantes del Tolima, la Costa, Cundinamarca, Boyacá y Santander, no só­lo a extender y activar los cambios, sino a fortale-

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LA. PROTECCIÓN -^ 197

cer el vínculo fraternal de la nacionalidad, vínculo que hasta hoy no ha hecho simpático la hostilidad en­tre Antioquia y el Cauca, cuyas relaciones en lo co­lectivo casi no han «ido sino de guerra, con recípro­cas invasiones.

El ferrocarril del Cauca es necesario para que ese pueblo se detenga en su marcha hacia la barba­rie y consagre su incuestionable energía a las fecun­das labores de la civilización. La guerra ha fundado allí el máximum posible de inseguridad, y empieza a producir el máximum de miseria. Los capitales y los industriales han emigrado en masa, dejando en ese fértil territorio el vacío para el trabajo fecundo. A las causas que en el resto de la República produ­cen esta anarquía que nos devora, se agregan en el Cauca odios de raza que dan a la lucha el carácter de social, mucho más que de política. El mal crece hasta el punto de que, como lo dice el Secretario de Hacienda en su Informe del presente año, al co­mercio del Cauca se le está cerrando el crédito en el exterior, como lo tiene casi cerrado en B(^otá. Pier­de, pues, ese desgraciado pueblo sus propios capita­les, que emigran o que la guerra destruye, y se ve privado de los que podría procurarle el crédito. Lew que lo adulan, para sacar provecho de su credulidad y de los .sanguinarios instintos que le ha dado la a-narquía, lo llaman heroico, y altivo, y generoso, cuan do, para decirle la verdad, sería preciso llamarlo bárbaro. Y esto no para insultarlo, sino para dejar­le ver el abismo a cuyo borde se encuentra; para que deje regresar a sus hogares a innumerables herma nos, hoy en el destierro y la desgracia; para que se restituya a sus dueños la propiedad de que han sido despojados; para que existan la libertad y la tole­rancia de cultos; para que se calmen las pasiones ar-

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dientes i>or las cuales se convierte en volcán el más bello territorio del globo, y para que las sociedades democráticos dejen sustituir su acción irrespon­sable y exaltada, a la de la autoridad constituida por el voto de todos y para el bien de todos. Verdades amargas son éstas que dicta un amor fraternal bien entendido, a hermanos extraviados, de cuyo viril ca­rácter debe esperarse que las acojan con resignada aquiescencia.

El Cauca debe abrir sus puertas a la inmigración, para que en laa venas de sus moradores se inyecte sangre no inficionaída por la fiebre, y para que en­tren capitales a recoger de su suelo feraz los abun­dantes frutos que promete el trabajo. Esas puertas deben dar salida al fruto de ese trabajo, empezando por suministrar parte de la subsistencia que deman­darán 20,000 obreros que acaso no tarden en empe­zar a excavar el Canal de Panamá, por el cual pasa­rán después al Atlántico los sobrantes de una pro­ducción que no alcancen a absorber los pueblos del Pacífico.

Dos millones cuesta ya a la República la simple tentativa de construir un camino de ruedas de Cali a Buenaventura, caudal sacado del- bolsillo de los consumidores de sal en Cundinamarca y Boyacá prin­cipalmente-; y a pesar de esto no se ha oído una sola queja por tal motivo. Nuevos sacrificios, que para el ferrocarril se imponga la nación, no serán para nos­otros materia de cálculos egoístas sobre lo que tal clase de empresas i*indan o dejen de rendir por lo despoblado del terreno. Nó: se trata de intereses más grandes, se trata de la barbarie o de la civiliza­ción de todo un pueblo, de uno de los más grandes Esta<los de Colombia, y ante semejantes intereses no se puede vacilar.

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La mejora de los puertos del Atlántico es tam­bién otra indicación acertada del señor Núñez, pues es el complemento de la obra de su predecesor con el establecimiento de la navegación en el Alto Magda­lena, y de la idea presentada por un modesto ciuda­dano, el señor Segundo Gutiérrez, para no continuar con el abandono de su cauce, que amenazaba quedar del todo inútil para la navegación.

La bahía de Cartagena ha dejado de ser frecuen­tada por los grandes vapores, que son los que emplea el tráfico exterio;r de Colombia, y la de Sabanilla no les ofrece fondeadero sino a gran distancia del pe­queño muelle de la estación Salgar. Esos vapores tienen itinerarios fijos, que les hacen sumamente gra­vosas las operaciones de carga y descarga, por la pérdida de tiempo, y esas operaciones son además costosas en sí mismas y peligrosas, pues se hacen con embarcaciones pequeñas. Los puertos de Santa Mar­ta y Riohacha no exigen por ahora obras para me­jorarlos. Al primero lo que le falta es alimento, trá­fico. El de loa Estados del interior abandonó aquel puerto desde que se concluyó el ferrocarril de Bolí-v.ar, que suprime la navegación entre Santa Marta y el Magdalena por las ciénagas o por la boca del río. En Ríohafcha también hace más falta lo que se ha de cargar y descargar que los medios de hacerlo más fácilmente. La decadencia de su comercio con la Goajira es un hecho de alta gravedad comercial y política. Desde este último aspecto deben los gobier­nos de la Unión y del Estado del Magdalena prestar muy seria atención al asunto, pues si fuere cierto que los goajiros se inclinan más hoy a traficar con Maracaibo que con Riohacha, ese cambio no está exento de peligros para esa parte de nuestra fronte­ra. En otro tiempo, no remoto, aquel territorio podía.

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considerarse como una importante base de defenea, y no vemos que haya dificultad en que así continúe sucediendo si se adoptan medios adecuados al ob­jeto.

La decadencia del puerto de Santa Marta no pue­de ser sino transitoria. El fondeadero es bueno y la rada segura durante casi todo el año, pudiéndose ha­cer la carga y descarga desde el muelle. La vida co­mercial del puerto procedía casi enteramente del tráfico de los Estados del interior, pero el porvenir le reserva otra enteramente propia y de incalculable vigor. No hay en el globo ninguna región que, a las orillas del mar y en el centro casi de la zona tórrida, tenga un grupo aislado de montañas como el de la Sierra Nevada, que brinde en su base los frutos de las tierras ardientes y en sus faldas los de las zonas templadas. Imposible es formarse idea de la futura belleza de aquel inmenso obelisco natural, en que la industria esculpirá su propia historia con todas las producciones del genio del hombre. Por hoy su bu­ril es el rémington, y sus cosechas, hecatombes de hermanos, ofrendadas a la diosa Anarquía. Ya es tiempo de que la industria samaría, con don Manuel Julián de Mier de portabandera del progreso, siga levantando ingenios movidos por el vapor, como el de Papares, y tenga preparados los fértiles terrenos de la Ciénaga para hacer frente a la demanda que hagaTi de sus frutos los excavadores del Canal de Panamá. Poco a poco acudirán brazos y capitales que irán escalando el obelisco, hasta que llegue a ser éste el más bello y noble ornamento del planeta. En­tre tanto, lo que el gobierno de la Unión puede ha­cer es continuar con la subvención que da al Estado del Magdalena, como base para mantener su gobier­no. Si loa hombres políticos de aquella región se obs-

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finaren por más tiempo en desterrar de allí la s^n-ridad y el orden, sobre ellos pesará el resultado fa­tal, irremediable, de que ese Estado desaparezca co­mo entidad autonómica y descienda a la categoría de territorio o a la de provincia del vecino Estado de Bolívar. Verdades amargas, repetimos, son las que nos vemos obligados a decir a nuestros compatriotas. La independencia de nuestra posición nos permite pensar y hablar a manera de un corresponsal del Times, con la diferencia de que la crítica empieza por afligir nuestro propio corazón.

Aquí termina la revista de las mejoras materiales indicadas por el señor Núñez. No será su adminis­tración la llamada a verlas todas realizadas, ni el país debe esperarlo, pues, aparte de ser tan corto el período, los obstáculos creados por la anarquía, y los que todavía pueden surgir de ella, rcjuieren que la atención se consagre con patriótica intensidad al problema de la paz, y pueden hacer desviar hacia la guerra los deficientes recursos disponibles para tales mejoras. Si la paz se establece, se podrá ver inme­diatamente que el trabajo nacional no ha decaído, y que la protección que le hace falta es la que asegura la lil)ertad, síntesis del goce de todos los derechos. El deaequilibrio entre las exportaciones y las impo;r-taciones viene de qne una parte considerable del tra­bajo nacional se consagra al cultivo de la guerra, y a impedir que el resto se dedique al cultivo del ta­baco y del café, o a la extracción de quina, tagua y caucho. Ahora bien, la guerra destruye capital y vi­das, emplea brazos, crea el despojo y la inseguridad, de modo que con la exportación de cadáveres, reclu­tas y rapiña no se podrían cubrir las importaciones por el ningún valor de esas mercancías en los mer­cados extranjeros, f

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El Secretario de Hacienda de la administración Mallarino es el mejor calificado para inspirarse en una política de tolerancia y de concordia, que sea el punto de partida de una época de paz, a cuyo am­paro la Res-pública signifique la cosa de todos, la pa­tria común, que exige el sacrificio de nuestros odios y venganzais. Sin la paz no podrá haber mejoras ma­teriales, ni enseñanza pública, ni cosa alguna de las que nos prometen los bellos discuraos pronunciados por los señores Payan y Núñez el 8 del presente. La paz no será obra de los buenos deaeos y propósitos del Presidente, si los partidos políticos, que son las únicas fuerzas sociales organizadas, no le ayudan con una conducta moderada, que respete y haga res­petables las instituciones y los gobiernos estableci­dos.

Al partido independiente le toca obrar de modo que los gobiernos nacional y de los Estados no sean los que elijan el sucesor del señor Núñez, a fin de que vuelvan a Ser los ciudadanos los electores. En la capital de la Unión hay actualmente tendencia a fundar la oclocracia con irrespetos y coacción al Congreso. Esa tendencia es necesario combatirla a todo trance, porque ella nos conduciría a la disolu­ción. En vez de halagar intereses lugareños de cla­ses sociales con promesas de especial protección, que en la práctica ha de resultar ineficaz, como es­peramos demostrarlo, lo que conviene es rodear de respeto a los altos poderes federales, y dejaj-los obrar con libertad para que cada uno llene sus funciones en beneficio de toda la nación. Al señor Núñez no se le habría obligado a borrar con una frase de su dis curso muchas y muy bellas páginas, que su lumino­sa inteligencia consagró en otras épocas a la causa de la verdad, si erradamente no se hubiera creído

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uece.sario allegai- fueraas tumultuosas, de cuya ac­ción el país acaba de presenciar ejemplos de luto y de ignominia. Para quien estudie a fondo la situa-<'ión del país, es evidente que el vínculo federal no es otro, actualmente, que la cólera de los partidos y el presupuesto. Si la cohesión de ellos, impuesta por el peligro, llegase a relajarse, se vería con claridad que la nacionalidad está casi disuelta, puesto que los intereses comunes, que el Gobierno general debe atender, no son el objeto real de las leyes ni de los actos de verdadero gobierno. La Corte Suprema es la única* entidad que hoy queda en pie ante el res-|)eto del público y de los partidos.

El hecho de que la conquista de los gobiernos seccionales sea el objetivo de los partidos en las lu­chas que, en gracia de discusión, llamaremos electo-ralea, es la prueba palpable de que con tales gobier­nos se tiene supeditado al pueblo elector, pues es claro que de otro modo los esfuerzos serían dirigidos a obtener su sufragio. Los gobiernos seccionales, en BUS mayorías, si no en la totalidad, están organiza­dos bajo el más rígido centralismo, para hacer de ellos máquinas de elegir presidentes, gobernadores, congresos y l^ i s la turas . En el Estado de Cundina­marca no hay vida ni libertad municipal, y si hay ramos de la administración general del Estado que parecen descentralizados, como los de la hacienda y los caminos, es porque la oligarquía de los rábulas se ha reservado la administración directa desde los bancos de la asamblea legislativa, de donde no se la ha podido desalojar, dejando al gobernador destituí-do de toda acción eficaz, porque se ha visto que el pueblo a veces se ha ensañado contra esta sombra del poder que lo explota. El partido independiente, el más débil de los tres que nos dividen, está en el poder

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en todos los gobiernos, menos en el del Tolima. El pue­de tomar fuerza preponderante únicamente en la jus­ticia y la honradez con que proceda, y la Regenera­ción será una labor fácil por ese camino: por el ca­mino contrario está la catástrofe.

El partido radical, que sin duda es la más fuer­te sección del liberal, se ha gastado con el largo ejer­cicio del poder. El carga hoy con la responsabilidad que co,rresponde a ambas secciones por los actos eje­cutados desde 1860, y se resigna a entrar en un pe­ríodo de recogimiento, a semejanza de las naciones vencidas en lucha mortal. La palabra más visible en su bandera es Paz, palabra que pueden haber es­crito el patriotismo y el talento, o solamente uno de los dos; pero que, de todos modos, ha de pasar por la prueba del tiempo. Ese partido tiene que empe­zar por llamar a formación y revisar su programa, como sabiamente lo ha hecho el conservador. Las fi­las, rel)08antes en el tiempo de la prosperidad, deja­rán ver muchos claros, y la bandera no pocos rotos jirones. Lo primero que se debe hacer es depurar las doctrinas y formar la resolución de ser fiel a ellaa. Si la paz es la primera, que se obre en todo y por todo con esa tendencia, para que la fe entre en todos los espíritus, y para que acudan a las fila» nue­vos reclutas. Esto último es de necesidad; pero re­quiere que los demás principios del credo se formu­len de manera que sirvan a los objetos prácticos de un partido político, no de una secta filosófica. lias tendencias de las sectas, su campo de acción, biiscan el dominio en los espíritus y el simple triunfo de la verdad: los partidos van en pos de intereses de ac­tualidad, y su medio principal es la acción inmedia­ta . Para que el partido radical pueda llenar sus fi­las y obrar con honradez, practicando sus doctrinas.

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debe hacer campo a los hombres de toda escuela fi­losófica, a los creyentes de toda religión, contrayen­do sus miras a objetos que se puedan consignar en leyes justas y ser realizados por eUas. Que vuelva la vista a los pueblos anglosajones, en los cuales el partido liberal admite en su seno católicos y protes­tantes, libre pensadores, espiritualistas, positivis­tas, eclécticos, e tc . , etc. , con tal que todos estén de acuerdo en que el pueblo debe gozar de todos los de­rechos ya adquiridos; en arrancar al gobierno los que aún no haya reconocido, y en extender él goce de toda conquista a las clases sociales que aún no lo disfrutan. En la defensa del Estado contra la teo cracia entra por mucho el temor a peligros imagina­rios. En todo caso esa defensa debe ser prudente y jus ta .

En materia de cultos lo que el liberal tiene que hacer es trabajar por que se respete en todos el de­recho de tributar homenaje a Dios, de acuerdo con BUS creencias. Atacar éstas, cuando «e juzguen erró­neas, eñ tarea del filósofo, tarea que a ningún parti­do político conviene, y menos que a todos al liberal, para el cual debe ser dogma la tolerancia. En un país católico, como el nuestro, la lucha religiosa se convierte fácilmente en lucha política, si no se cuida de hacer la debida separación entre el creyente y el filósofo y el hombre de partido. Por desgracia, en los pueblos latinos no es esto lo que sucede. E s me­nester trabajar por que sean aplicables a Colombia las siguientes palabras, tomadas de La Estrella de Panamá, referentes al Times de Londres: "Respon­diendo el Papa a la petición de los ingleses católicos para que se establecieran relaciones diplomáticas en­tre el Vaticano y la Gran Bretaña, dijo que la Igle­sia disfrutaba de tal libertad en Inglaterra, que son

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innnoce.sarias las expresadas relaciones." Este ejem­plo nos lo da una nación cuya mayoría es protestan­te. Debe cuidar.se mucho de que los órganos de la prensa puedan penetrar en todos los hogares, sin lastimar las creencias ni las bases de la familia. In­útil es e.scribir si no ha de haber abundancia de lec­tores .

El partido conservador ha comprendido, después de la última guerra, que le era necesaria una liqui­dación. Adoptó e hizo suscribir por todos los hom­bres de acción de ese partido, en toda la República, un programa que le da el carácter de partido neta­mente político, con fines del mismo orden y con me­dios bien adecuados. Se reconoce que la fuente del poder público es la soberanía nacional, con el sufra­gio libre y respetado por instrumento. Su aspiración doctrinaria es la efectividad de los derechos como consecuencia del cumplimiento del deber. En reli­gión y en cultos no pide intolerancia, limitiindose a re­clamar el cumplimiento de las promesas constitucio­nales que aseguran la libertad. Pide reformas a la Constitución, pero no en su estructura republicana. Debemos confesar que ese programa sería hoy el de Caldas, Camilo Torres y Nariño, y que del credo ra­dical tendrían ellos mucho que recortar. La liquida­ción de que hemos hablado deja a La Caridad como órgano meramente religioso, respetable por la per­sona de 4U redactor, y más aún por los intereses que representa, que son las creencias de la gran masa nacional. Su celo ardiente y la severidad de la ló­gica, hacen duáar de que entre la República y la teo­cracia se decidiera por la primera. La teocracia, sin embargo, fue un hecho necesario al desmoronarse el Imperio romano, de modo que la religión cristiana, sin transformarse, quedó aliada al elemento tempo-

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ra l . Si esta alianza salvó la civilización, no hay por qué proceder con odio, ni emplear el vilipendio, al proseguirse en la obra de desagregar los dos elemen tos de aquella alianza, con el fin de que el gobierno de la Iglesia se desprenda de lo temporal. Tiempo llegará en que el catolicismo habrá de reconocer que la pureza del dogma y la armonía de la disciplina, quedarán realmente vencedores en la actual lucha, más invulnerables en su esfera de acción propia, y más aptos para ganar a la adoración de nuestro Creador las almas generosas que en el cristianismo hallan el punto de partida de la libertad.

La conducta del partido conservador nos parece tan hábil como patriótica, y debemos decir con ente­ra franqueza que quisiéramos verlo a la cabeza del Estado de Antioquia, aunque no fuera sino para po­der palpar hasta qué grado podría plantear con li­bertad su programa civil. Además, estamos conven­cidos de que el partido liberal es allí impotente para golMjrnar de acuerdo con la democracia, que es el go­bierno de las mayorías, las cuales en Antioquia son conservadoras. No es posible que los verdaderos re­publicanos convengan en que aquel Estado deba vi­vir en perpetua agonía consumiendo sus fuerzas en estériles luchas, y manteniendo al señor Cisneros atado a un principio de ferrocarril, que no se podrá terminar sino con rentas abundantes. Estas ideas podrán desagradar a los liberales exaltados, pero apelamos al testimonio de su propia conciencia. Di gamos todos honradamente lo que sentimos, que si lo que es justo no nos agradare, por desgracia, nos aprovechará irremediablemente. No quieras para otro lo que para tí no apetezcas.

Lo que forma, en resumen, nuestra aspiración po­lítica, se reduce a que el partido liberal deje funció-

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nar la República. Para conseguirlo, debe unirse, de­purar sus doctrinas y esperar el poder del sufragio libre de las mayorías, o resignarse cuando ellas quie­ran transmitirlo a su adversario.

La industria, o el empleo del trabajo humano, es­tán bajo el imperio de leyes dictadas por el Creador del hombre. Este se halla sujeto a necesidades y do­tado de los medios de satisfacerlas. Esos medios son sus fuerzas físicas e intelectuales, a cuya acción es­tán sometidas todas las cosas de la naturaleza. La industria es, pues, un motor; pero no un motor que dicta a las cosas su modo de ser, su naturaleza, sino que se vale de ella, que la emplea, tal como es, para transformar la materia. El modo de ser de las cosas se conoce estudiando los efectos que ellas producen y las causas de que proceden tales efectos. La co­nexión entre la causa y el efecto es el resultado de una fuerza natural, de acción constante, invencible, que se llama ley, porque es la expresión de una vo­luntad soberana, la de Dios. Un motor hidráulico no puede imponer al agua tendencias opuestas al ni­vel que ella busca, a la gravedad a que está someti­da: lo que él hace es poner esas tendencias, esas fuerzas, al servicio del hombre, para que ellas traba­jen por él y produzcan el movimiento que desea. Mo­ver contra la corriente es convertir aquellas fuerzas en enemigas, es renunciar al movimiento que se de­seaba obtener para ahorrar trabajo y emplear éste estérilmente en luchar contra las fuerzas del agua. Si un congreso expidiere una ley que ordenara el em­pleo de las ruedas hidráulicas en este sentido, el ab­surdo se vería fácümente.

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El objeto del presente estudio es demostrar que la creación de la riqueza también-está sometida a le­yes naturales, de acción infalible, y que la tendencia de los cambios a que ella da lugar es una fuerza tan persistente como la del agua que busca su nivel. Los caminos, los ferrocarriles, los barcos de vapor, los telégrafo,?, los correos, los bancos, no son ruedas hi­dráulicas montadas para rechazar la impetuosa co­rriente de los cambios. Las montañas y los istmos no se perforan para atajar esos cambios, para devol­ver los productos de la industria humana hacia la fuente de donde han partido. Esa clase de ruedas son las aduanas, cuando con ellas no se propone el legis­lador gravar la renta de los ciudadanos sino dar di­rección a su trabajo; y cuando esa dirección es con­traria a la tendencia natural de éste, el resultado es el mismo que en el ejemplo arriba presentado. Para ver claro en estas cuestiones, es preciso quitarse los anteojos del interés personal o del interés de parti­do: es menester observar, analizar, razonar; no de­clamar. Declamar es fácil y aun cómodo, pero no es ventajoso ni para el pueblo ni para el mismo decla­mador. El error o el sofisma se descubren, se gastan y desaparecen: la verdad queda. Es glorióla el au­ra popular, fugitiva, del presente, y gloria permanen­te, u honra, a lo menos, la defensa de la verdad.

Al entrar en materia, empezaremos por analizar el trabajo nacional. Después veremos si sus resulta­dos conducen a la adopción de medidas legislativas que tengan por objeto darle mejor dirección.

La estadística sirve para estudiar la naturaleza y la cuantía de los cambios internacionales. La impor­tación da a conocer los consumos, y la exportación, los ramos de industria a que se consagra el trabajo nacional. La comparación de los resultados en una

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serie de unos hace conocer los cambios que sufren la dirección y el desarrollo o la decadencia de ese tra-b^j". y 4'1 e.studio de sus causas y de sus efectos es, o debe ser, uno de los objetos más importantes de me­ditación para el estadista.

Desgraciadamente, la estadística apenas empieza a formarse entre nosotros. El gobierno nacional pre­senta algunos cuadros en el informe anual del Secre­tario de Hacienda, de los cuales, en lo general, ape­nas se obtienen datos sobre el importe total de las importaciones y de las exportaciones, y sobre los productos y gastos de las oficinas de recaudación. El pormenor de los objetos importados y exportados se empezó a compilar y a clasificar durante la admi­nistración Salgar, porque el Secretario de Hacienda, señor Salvador Camacho Roldan, ha sabido dar a la estadística la grande importancia que merece, y cu­yos gérmenes fueron depositados en el código de aduanas que el señor Núñez, Secretario de Hacien­da <le la administración Mallarino, presentó al Con­greso de 1857. Aquella práctica ha cesado en los úl­timos años; así es que respecto del.de 1878-79, sólo sabemos que los efectos exportados valían ? 13.711,511 y los importados, f 10.787,954. La diferencia de ? 2.92.3,857, cree el señor Wilson que representa el mayor valor de los productos nacionales sobre los extranjeros destinados al consumo, lo que tiene su significación económica muy consoladora.

No es de esta opinión el señor Núñez, para quien "los cuadros estadísticos revelan el hecho desconso­lador de que hace ya algunos años que no exporta­mos lo necesario para pagar todo lo que importa­mos." Los últimos cuadros estadísticos revelan lo contrario, según lo demuestra el que publica el in­forme citado; pero nos inclinamos a la opinión del

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señor Núñez a lo menos i"especto de los Estados, cu­yo movimiento comercial se hace por el puerto de Sabanilla, que es el que podemos estudiar con datos. De algunos años a esta parte las letras sobre el ex­terior tienen premio sobre la par en Barranquilla, Medellín y Bogotá, y este hecho indica, en lo general, deficiencia en la exportación. Posible es que en este premio influya, en parte, la abundancia de la mone­da de baja ley, que es con la que se pagan aquí letras que han de cubrirse en oro, pues tal moneda no se puede exportar para hacer concurrencia a las le­tras, ni es su equivalente, porque no se estima por su valor intrínseco. La prueba de ello es que la mone­da de plata de 0,900 sólo tiene medio por cieuto de premio sobre las de 0,666 y 0,835, cuando éste debie ra ser del 7 al 26 por 100.

Sea de esto lo que fuere, nos permitiremos hacer unas ligeras observaciones a las que hace el señor Wilson .sobre los resultados generales del comercio exterior, en su Memoria del presente año. Las expor­taciones de metales preciosos, tanto de oro y plata amonedados, como de oro en polvo y en barras, im portaron f 3.647,411, suma de la cual no se puede considerar como obra del trabajo nacional sino la parte representada en oro no amonedado. Los meta­les amonedados deben deducirse del total de nuestras exportaciones para obtener el valor líquido de los resultados de ese trabajo (1) . A falta de datos a es­te respecto, y debiendo más adOlante hacer compara­ciones entre los años 1879-71 y 1878-79. diremos que el oro en polvo y en barras exportado en el primero

(1) Antes de 1850 exportábamos moneda como mercan­cía, porque era preciso amonedar el oro. Méjico todavía ex­porta su plata ^ esa forma.

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de estos períodos fiscales importó $ 1.655,773; y co­mo no es de suponerse que las minas de Antioquia hayan rendido más oro en 1878-79 que en 1870-71, por las circunstancias políticas a que ese Estado ee ha visto sometido, creemos no ser aventurado supo-

. ner que la exportación en 1878-79, no habrá excedi­do de la de 1870-71. En consecuencia, podemos ad­mitir que la exportación de monedas alcanzaría en 1878-79 a $ 2.000,000, quedando así el sobrante arri­ba aludido, en poco más de $ 900,000. Pero este so­brante es ilusorio, pues por la aduana de Cúcuta se exportaron valores por unos ? 1.984,549, y sólo se importaron por $ 831,212, lo que da una diferencia de más de un millón de pesos, la cual, a nuestro jui­cio, representa importaciones de que no ha tenido conocimiento la aduana. Si de los $ 13.711,000 ex­portados, se deducen $ 2.000,000, correspondientes a la moneda, el saldo de $ 11.711,000 quedará igual a $ 11.787,000 de la importación, incluso el millón de pesos que ha faltado en Cúcuta.

A pesar de esta demostración, creemos con el se­ñor Núñez que el país, o una parte de él, no produ­ce tanto como consume. Los valores declarados en las facturas que se importan son, por lo gene,ral, de­ficientes, y hay otros hechos que nos inducen a creer en el desequilibrio. De 1850 a 1860, el país importó crecidas cantidades de moneda, lo que significaba rápido progreso en la producción y en los cambios, y desequilibrio favorable a nuestra exportación. El hecho lo explica el crecimiento casi prodigioso del cultivo y exportación del tabaco. Creemos que la de­cadencia en este ramo está ya compensada con el progreso en otros; pero hay otro hecho persistente, que no decae, y es la extensión de los consumos. El bienestar empezó a crecer desde la época citada, y se

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ha podido observar que hay, en casi todas las clases sociales, una marcada tendencia a gastar tanto como se gana, y aún más. Sin duda se hacen ahorros, pe­ro no creemos que se pueda asegurar que hoy se eco­nomiza, relativamente, tanto como treinta años atrás. El problema que tenemos entre manos no es, quizás, económico, sino moral. Restablecer el equilibrio en­tre los apetitos y los medios de satisfacerlos es, con toda probabilidad, cosa más urgente que restablecer­lo entre lo que compramos y vendemos al extranje­ro. Por desgracia, los hechos sociales están sujetos a leyes cuya acción es muy compleja y difícil de combatir. El sacerdote, el padre y la madre de fa­milias, y la escuela, son los agentes que más deben combatir las malas inclinaciones de esta clase.

En los pueblos democráticos la irresistible ten­dencia a la igualldad conduce a los hombres a creer que ella da derechos fuera del campo de la política, o que por medio de ella y de las leyes las condicio­nes deben igualarse. Entre nosotros no hay clases sociales ni políticas. La Constitución nos hace a to­dos iguales en derechos; la ley ha quitado toda tra­ba a la adquisición y a la transmisión de la riqueza, y los baldíos que se brindan de balde a todo brazo que quiera fecundarlos, quitan todo pretexto de que­ja . Tampoco bay castas sociales, ni por las institu­ciones ni por las costumbres. En Francia, en donde la nobleza subsiste sin privilegio alguno político, quedan rezagos de aris.tocracia; y aunque la propie­dad raíz fue organizada democráticamente por la gran revolución, la industria fabril tiende a esta­blecer la aristocracia monetaria. La compañía anó­nima, especialmente en Bélgica, es el correctivo que la libertad, los progresos de la ciencia y de la indus­tria misma, empiezan a ofrecer contra esa tenden-

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cia. Esa organización del trabajo irá, poco a poco, reduciendo a $ 10 el capital de las acciones de toda grande empresa fabril, y convirtiendo al obrero en partícipe de los provechos, a la vez como socio indus­trial y como capitalista. Tal evolución será, sin em­bargo, lenta, como lo ha sido la de los gremios in­dustriales hacia la libertad. Entre tanto, la gran cuestión es que todos trabajemos y ahorremos. No hay otro medio lícito y honroso de entrar en las cla­ses llamadas ricas, del mismo modo como la ociosidad y la disipación son las que hacen salir de aquéllas, sin que basten a impedirlo antiguos pergaminos.

El título de Don no está ya vinculado, entre nos­otros, a la casa solariega del estirado hidalgo man­chego. Cualquier arriero que, a fuerza de trabajo y de economía, adquiera una partida de muías y un potrero, obtiene de hecho el título de Don.

Volvemos a seguir el hilo de nuestras observacio­nes, pero haremos notar antes que hay en el informe del señor Wjlgon un dato que nos Uama en sumo grado la atención, y es la introducción por la aduana de Buenaventura de 25,265 kilogramos de metales preciosos, pues, aun suponiéndolos de sólo plata, valdrían un millón de pesos, suma que el Cauca, en evidente decadencia, no ha podido necesitar para au­mentar la actividad de sus cambios, ni podido pa­garla con su exportación de f 542,121.

Faltando los cuadros estadísticos del pormenor de las exportaciones en 1878-79, no podemos apreciar la importancia del trabajo nacional en toda la na­ción, con relación a ellas. Por casualidad encontra­mos en la edición semanal de La Estrella de Panamá, de 11 de marzo próximo pasado, algunos datos co­municados por el señor Strunz, referentes a la ex­portación por la aduana de Barranquilla en 1879.

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Haremos uso de ellos para compararlos con los de 1870-71, a fin de que se puedan percibir los cambios en un período de siete años.

Tenemos que unir los datos relativos a las adua­nas de Santa Marta y Sabanilla, porque, si bien la primera ha dejado de ser el puerto principal para el comercio del interior, lo e.ra en 1870-71. En ese año la exportación por Santa Marta alcanzó a I 4.449,629

Por Sabanilla, a 1.550,894

Total I 6.000,523

En 1878-79: Santa Marta | 44,166 Sabanilla 9.944,500

Total I 9.988,666

Diferencia en favor de 1878-79 . . . . ? 3.988,143

Esta diferencia debiera representar el progreso del trabajo nacional en las poblaciones de las ribe­ras del Magdalena, en Antioquia, los departamentos de Ocaña y Soto de Santander, Cundinamarca y To­lima; pero hay un elemento que no está determinado en la estadística de 1878-79, que es la moneda expor­tada, que no representa trabajo en ese año. Para de­terminarlo aproximadamente, y poderlo excluir de nuestros cálculos, deduciremos el oro y plata amo­nedados y el oro en polvo y en barras, con lo que el Estado de Antioquia quedará también excluido, pues­to que sólo él exporta metales por el Magdalena.

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Las exportaciones de esta clase en 1878-79, im­portaron f 3.598,069, y en 1870-71, | 1.757,712, que­dando una diferencia de $ 1.840,357 para deducir de los f 3.988,143 del superávit arriba indicado, que da por resultado la suma de | 2.147,786, como sobrante de producción en 1878-79 en los pueblos que pertene­cen a la hoya del Magdalena, menos Antioquia. Esto demuestra que no hay decadencia sino progre­so, en el trabajo de esa comarca, no obstante que sí puede existir decadencia en los hábitos de frugali­dad, y progreso en la disipación.

Los datos del señor Strunz, con respecto al por­menor de las exportaciones, comparados con la esta­dística de 1870-71, dan los resultados siguientes, en números redondos, que comprenden las dos aduanas citadas:

1870-71 1878-79

Bálsamos 9 7,000 ? 50,000 Quinas 666,000 2.810,000 Café 331,000 1,390,000 Algodón 288,000 85,000 Cueros de res 224,000 537,000 Añil 518,000 16,000 Tagua 32,000 143,000 Minera.les 80,000 207,000 Sombreros , 418,000 122.000 Tabaco 1.290,000 600,000 Plata en barras 207,000

Estos resultados se pueden comparar, por grupos de industrias, as i :

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1870 71 1878-79

Industria agrícola | 2.651,000 f 2.628,000 — fabril 418,000 122,000 — de extracción . 992,000 3.210,000

Dejemos la palabra a los hechos, aplicándoles el criterio económico para saber si el trabajo nacional debe dejarse en libertad, entregado a su desarroUo natural, o si el gobierno debe intervenir para prote­ger la industria fabril, a fin de restablecer el equilir brio, ei es que éste no existe.

La industria agrícola, compuesta del café, el al­godón, los cueros de res, el añil y el tabaco, ha man­tenido su nivel como prueba de la energía del traba­jo que a ella se consagra, energía tanto más honro­sa para el país, cuanto ha tenido que luchar con ver­daderos desastres.

El algodón se producía casi exclusivamente cerca de Barranquilla, y ha decaído a la tercera par te . EJl alza de precio del algodón, causado por la guerra de los Estados Unidos, desarrolló esta industria, que tail vez no fue prudente acometer en nuestro clima ni con nuestros medios, y no se pudo sostener la compe­tencia con el algodón norteamericano, ni por su ca­lidad y preparación, ni por su precio, luego que el trabajo se reorganizó en aquel país. El precio ha bajado de aeis reales la libra a poco más de un real, y no puede remunerar entre nosotros el trabajo de nuestros muy escasos brazos en la Costa, que tampo­co es ayudado eficazmente por las máquinas, ni por la baratura de los embarques y de los transportes marítimos.

El tabaco exportado llegó a valer más de cinco millones de pesos, y para quedar reducido casi a la

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décima parte, ha sido preciso paáar por una terrible catástrofe. Ambalema, el Carmen, Palmira, Girón, fueron, hace apenas veinte años, teatro de prosperi­dad, particularmente la primera de estas ciudades, en donde los fenómenos económicos, estudiados y descritos por nosotros en aquella época, se as?emeja-ron algo a los de California. Un misterioso cambio climatérico nos trajo la enfermedad de la planta, que la mataba casi en germen y que empeoraba su calidad. La cantidad de tabaco de Ambalema, obte­nida de un millar de matas, bajó de 20 arrobas a ca­si nada; y la calidad, que en el mercado de Bremen ocupaba el lugar inmediato al superior de Cuba, ba­jó también hasta quedar muy atrás de otras clases que antes le eran inferiores. Igual cosa sucedió con los del Carmen, Palmira y Girón. En Ambalema hu­bo terrenos por los cuales se rehusaron | 40,000 de arriendo anual, y los edificios de la ciudad se alqui­laban a precios no menos fabulosos. Las estaciones lluviosas vuelven a ser favorables al cultivo, y nos prometen otra vez ricas cosechas en cantidad y en calidad. Desgraciadamente el año de 1879 fue todo de intranquilidad para el Tolima, y los productores no pudieron hacer el esfuerzo a que hoy los invita el cambio mencionado. Que se deje en paz a los pue­blos, y pronto veremos renacer la prosperidad en aquellas comarcas del Tolima, Cauca, Bolívar y San­tander .

El añil se creyó ser el producto llamado a reem­plazar el tabaco en Cundinamarca y Tolima. A eu cultivo acudieron en tropel hombres de buena volun­tad, empresarios enérgicos y capitales cuantiosos. En poco tiempo quedaron fundados estanques y plan­taciones, y la exportación pasó de $ 500,000. A pesar de la excelente calidad de nuestro añil, la produc-

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* » • • LA PROTECCIÓN ,': >,( 219

ción decayó rápidamente, en parte porque los terre­nos carecían tal vez de la fecundidad de la tierra exigida por la planta, en parte también porque, su­primidas las causas que habían disminuido la pro­ducción en las Indias Orientales, nuestro trabajo no pudo sostener en ese ramo la competencia con el de aquel país, como no pudo sostenerla con los Estados Unidos respecto del algodón.

A pesar de estos contratiempos, el trabajo nacio­nal no se ha desalentado, ni se ha desviado de la agricultura. El persiste en seguir esa dirección, im­pulsado por tendencias naturales que se la imprimen invenciblemente, con esa tenacidad propia de toda fuerza natural. Acaso inconscientemente para los in­dividuos, pero sin duda alguna obedeciendo a aque­llos impulsos, el cuerpo social ha elegido el cafó como producto más adecuado para llenar los huecos que dejan sus dos predecesores. En nuestro concep­to, se está ya en la verdadera vía del progreso, porque se va a trabajar en las condiciones más naturales. El cultivo del algodón y del añil nos daban por com­petidores territorios densamente poblados por hom­bres nacidos en el teatro mismo del trabajo, y nos­otros tenemos aglomerada nuestra población en las faldas y las mesas de las cordilleras. Para cultivar aquellos frutos.nuestros obreros tenían que emigrar y aclimatarse, dos operaciones previas y costosas, que eran por sí solas una gran desventaja. En la costa los brazos son sumamente escasos, y aunque transi­toriamente, su principal industria natural es la que hemos llamado de extracción. En las hoyas del Mag­dalena y sus afluentes hay que hacer del hombre mis­mo una especie de producto previo, es decir, hay que aclimatarlo. Naturales son, sin duda alguna, aque­llos cultivos, propios de la zona tórrida, en dichas re-

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giones, pero tenemos otros aún más naturales, que deliemos preferir. Estos son los que se encuentran más inmediatos, al alcance de la población ya esta­blecida, y el café llena esta condición. Las faldas de nuestras cordilleras producen, en virtud de la tem­peratura, un café superior al de los climas menos templados.

En siete años la exportación del café por el río Magdalena se ha cuadruplicado, y aunque este pro­greso, en la mayor parte, corresponde a los departa­mentos de Ocaña y Soto, del Estado de Santander, es de notarse que la exportación de Cundinamarca y Tolima figura ya por 6,000 cargas al año, cuando ayer no más empezaron las siembras. El café de Sasaima ha obtenido en Londres precios que sólo ceden el pa­so al de Moka, en medio de la fuerte baja de los úl­timos cinco años. Este resultado, prescindiendo de la influencia del clima y del terreno, se debe en gran parte a que el movimiento ha sido iniciado por el se­ñor Tyrrel Moore, hombre científico, que ha funda­do un establecimiento modelo, desde la siembra has­ta el empaque, en el cual se han podido ver y apren­der todas las operaciones a que áe debe sujetar el grano para enviarlo a su destino en la forma más apetecida por los consumidores. Aparte de los benefi­cios pecuniarios que ya el señor Tyrrel recibe en re­compensa de sus esfuerzos, la posteridad asociará su nombre al del señor Francisco Montoya, para impar­tirles el honor que merecen los verdaderos bienhecho­res del pueblo.

Toda la hoya del alto Magdalena, o sea la inmen­sa herradura que forman las cordilleras oriental y central, partiendo desde la embocadura de los ríos Negro y Guarinó, con las hoyas secundarias de éstos y del Bogotá y Fusagasugá, será dentro de pocos años

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el teatro de una producción de f 5.000.000 en café, de calidad superior. La producción del Brasil, Java, Centro Améríca y Venezuela podrá crecer cuanto se quiera, sin influir notablemente en el precio del café de Cundinamarca, de.stinado al consumo de clases que no se privarán de él por ninguna fluctuación de precios.

Los terrenos propios para este cultivo son de temperatura benigna, de clima sano, y están densa­mente poblados, a lo qne se agrega la buena voluntad con que los capitalistas de Bogotá hacen colocaciones en tierras que pueden visitar con facilidad y sin peli­gro para la salud. Si en la cordillera central no exis­ten aún bastante población y capitales, es un hecho consolador que la colonización antioqueña se esté desarrollando allí en escala considerable, y lo es tam­bién que en Chaparral, Ibagué y otros puntos, propie­tarios inteligentes estén dando el ejemplo de consa­grarse al cultivo del café. Este fruto tiene la venta-j'a de ser una plantación permanente, que aumenta el valor de la finca, y de que la pérdida de una cosecha no es pérdida del capital sino de una parte de la ren­ta anual, en tanto que esa pérdida, en añil o en ta­baco, lo es de capital y de renta. Préstase este culti­vo a una separación de ocupaciones favorables en su­mo grado al bienestar del pobre, pues éste puede ser cultivador en pequeño, aun de un solo millar de ma­tas al rededor de su casita, y llevar el fruto de su co­secha al establecimiento de un propietario vecino, que comprará en fresco los granos y les hará sufrir, en sus máquinas y aparatos, todas las operaciones que exige hasta su empaque. El señor Marcelino Murillo, sucesor del señor doctor Manuel Murillo en la bella plantación de Túsenlo, en Guaduas, montó en el po­blado su establecimiento, al cual acuden con sn gra-

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no fresco los pequeños cultivadores de las cercanías. La precedente apreciación de la marcha de la

agricultura en relación con el comercio exterior, que es el que puede darle indefinido desarrollo, prueba que el capital y los brazos buscan en ella su coloca­ción, de preferencia a las artes, pues que no se des­alientan ni aun con desastres como los que hemos re­cordado. A nadie se oculta que una parte de los ca­pitales perdidos en las empresas de añil habría bas­tado para montar tenerías, zapaterías, talabarterías, ca,rpinteTía8 y sastrerías, dotadas con instrumentos y elementos capaces de producir grandes cantidades de artefactos. El hecho de retraerse los capitales de esa clase de empresas, prueba evidentemente que ellaa no prometen sólidos y naturales beneficios; mas no an­ticipemos reflexiones que corresponden a otro lugar de este escrito. Aquí solamente diremos que la única fabricación que desde hace muchos años figura en nuestras exportaciones, es la del sombrero de paja. Ella es también producción natural en el Ecuador, que se halla en condiciones industriales idénticas a las nuestras.

El sombrero de que tratamos corresponde a una necesidad en los climas cálidos. El Sur de los Esta­dos Unidos, la isla de Cuba y las demás Antillas, han demandado este artículo, con preferencia al sombre­ro europeo de paja, que en lo general es propio más bien para el uso de señoras y de niños. El sombrero colombiano se hace con un producto espontáneo de los bosques, y si en algunas partes hay que sembrar la palma, ésta crece con rapidez y no exige gasto al­guno de cultivo. La materia prima es, pues, suma­mente barata, y el trabajo es el factor principal del precio. Ese factor lo da la mujer generalmente, quien le consagra las horas en que puede vacar a las ocupa-

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ciones domésticas. El valor de un fardo de sombreros es muy crecido, de manera que el recargo del flete apenas se hace sentir. Los | 122,000, valor de los sombreros exportados en 1878-79, iban en 132 bultos.

Se ha visto arriba que la exportación de sombre­ros ha decaído en pocos años de | 418,000 a f 122,000, hecho en extremo lastimoso, pues que se verifica en el trabajo de nuestras mujeres, tan poco remunerado en todos los ramos a que él puede concurrir. El som­brero del departamento de Soto era el principal com­ponente de la exportación, pues servía, por su extre­ma baratura, para el consumo de los negros del Sur de los Estados Unidos. En Curazao y otros puntos se empezó a fabricar una clase aún más barata, y el sombrero de Soto tuvo que buscar en Cuba consumi­dores menos pobres, y aun fue preciso mejorar su ca­lidad para que se introdujera su uso en el ejército es­pañol. Terminada la guerra en aquella isla, y dismi­nuido considerablemente ese ejército, el sombrero de Soto casi no tiene ya salida, y la miseria ha venido a caer sobre los desgraciados tejedores de aquella co­marca. A esa decadencia sucede la prosperidad en la fabricación del sombrero de Suaza, el cual, por la mejor calidad de la paja, está apoderado de todo el consumo nacional y sale para las Antillas a satisfa­cer el de las clases acomodadas.

Pasaremos ahora a tratar de las industrias de ex­tracción. De f 992,000 que produjeron en 1870-71, han llegado a $ 3.210,000 en 1878-79. Aquí también hablan muy alto los hechos en la gran cuestión de la dirección que toma el trabajo nacional, cuando está sometido solamente a las leyes de la naturaleza de las cosas. Los principales artículos exportados son: qui­na, tagua y mineral de plata.

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Sabemos que las observaciones relativas a esta clase de hechos son pesadas y fastidiosas para los que desean que las cuestiones se resuelvan a su agra­do, pero también sabemos que contamos con gran nú­mero de lectores simpáticos. Si las verdades que ex­ponemos pertenecen individualmente a la clase de las de Pero Grullo, acaso no suceda lo mismo respecto de au conjunto, compendiado cou el fin de obtener re­sultados generales, propios para servir de norma en la dii-eceión natural del trabajo nacional. Además, fieles al método de razonar, a que hemos aludido al principio de este escrito, nos gusta exponer hechos, acompañados de observaciones, antes de poner al ser­vicio de las cuestiones la sabiduría de los maestros de la ciencia, que han compendiado hechos y obser­vaciones de carácter universal, para deducir las le­yes generales de la industria.

La gran riqueza natural de nuestros baldíos ofre­ce al trabajo de una nación tan pobre como la nues­tra el más vasto y fecundo campo para su actividad. Desde las cumbres de las cordilleras, en que abunda la preciosa quina, hasta las riberas ardientes de los grande.') ríos, en que se encuentran el caucho, la ta­gua, los bálsamos, maderas, etc. , etc. , el colombiano encuentra hecho lo que en otras partes es preciso crear. La quina se siembra y se cultiva en las faldas del Himalaya. Cuando, pasados algunos siglos, sea necesario repoblar nuestras actuales selvas para ex­traer de ellas esos productos, no se comprenderá có­mo ha i)odido pensarse, en este remoto año de 1880, en crear o proteger artificialmente ciertas industrias para restablecer el equilibrio entre las importaciones y las exportaciones, teniendo a la mano, gratuitamen­te, inmensas riquezas naturales.

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LA PROTECCIÓN 226

En el año de 1867-68 existía un miserable impues­to sobre la explotación de los bosques baldíos, que produjo unos ? 15,000. El Secretario de Hacienda decía a este respecto: "Aunque abrigo muy pocas du­das de que los bosques nacionales baldíos son explo­tados en mayor escala que la que acusan los produc­tos del derecho, confieso que tengo poco entu.siasmo por que ae vigoricen los medios adoptados pa,ra com­batir el fraude. Ellos tendrán que ser muy vejato­rios, y el mal que causarán, restringiendo la expor­tación, no lo compensaría el fruto que obtuviera el fisco. Por desgracia, algunos gobiernos seccionales no aprecian los hechos de un mismo modo y embara­zan la explotación y la exportación."

Tenemos enajenados millones de hectáreas de bal­díos, propiedad despilfarrada incautamente. Ella no está deslindada de lo que queda a la nación, y por consiguiente, la posesión nos pertenece. Disfruté­mosla mientras esa propiedad se reclama, seguros de que siempre se nos pedirá en los terrenos más ricos o mejor situados. Tal ha sido nuestro descuido en es­te ramo, que la administración del General Gutiérrez se vio precisada a dictar un decreto con fecha 15 de septiembre de 1868 {Diario Oficial 1,334) para que no se continuase pidiendo adjudicación de baldíos en las zonas por las cuales era probable que se adopta-«e la ruta del canal interoceánico, asunto en que en­tonces se ocupaba. También se quiso por aquel de­creto premunir al gobierno contra la necesidad de comprar terreno para construir obras en los puertos actualmente desiertos. Basta ver en el mapa los mag­níficos puertos de Bahía Honda y San Miguel, por ejemplo, para comprender el peligro en que nos tiene colocados la expedición de títulos de tierras baldías. Ojalá que las disposiciones de ese y otros decretos.

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como el de 1856, se conviertan en una ley bien pre­visora .

Pocas palabras tenemos que agregar a lo dicho sobre las industrias extractivas. En 1870-71 la plata en Imrras figuró por | 207,000, y el mineral de plata por ? 80,000. Este mineral ha subido en 1878-79 a $ 207,000; pero la exportación en barras ha desapa­recido. Nos parece que la explicación la da el aban­dono de las minas de Santa Ana, en las cuales había los elementos necesarios para fundir el mineral y re­ducirlo a barras. Los ? 207,000 en mineral, exporta­dos en el último año, probablemente representan la producción de la mina de Frías, on donde no hay fundición. La casa de moneda de Bogotá no ha po­dido atraer la plata, porque en ella no se puede sepa­rar el oro que contiene, y éste es bastante importante para que se prefiera la exportación al incentivo del 7 por 100, que produce la amonedación a la ley de 0,835. El porvenir de nuestras minas de plata no pa­rece muy halagüeño, por la competencia victoriosa de las de Chile y los Estados Unidos, que son mucho más ricas y se pueden explotar con elementos mucho más poderosos.

Sentimos que la falta de estadística no nos haya permitido extender este estudio a toda la República, pero estamos casi seguros de que las observaciones hechas le son igualmente aplicables. Si la obra del Canal de Panamá se emprendiere próximamente, se­ría absurdo hablar de manufacturas nacionales a los habitantes de nuestras costas, desde Barbacoas hasta Riohacha, como no se trate de azúcar, panela y aguar­diente, que son manufacturas que casi pertenecen a la industria agrícola.

Del análisis que precede, contraído a la industria nacional, a cuyos productos da salida el Magdalena,

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LA PROTECCIÓN 2 2 7

resulta que de 1870-71 a 1878-79, los resultados gene­rales demuestran un progreso efectivo. Si la impor­tación ha sido mayor, cosa no bien comprobada con cifras, la consecuencia será que la frugalidad y el há­bito de ahorrar son los que han decaído. Cuando la estadística vuelva a damos pormenores de la impor­tación, podremos ocuparnos en esta cuestión, que es apremiante, y que dará origen a verdades tan duras como útiles. Por hoy sólo apuntaremos que el concurso de cigarrillos y de brandy confirman nuestras sospe­chas.

Permítasenos incrustar aquí una indicación. El ramo de estadística exige mayor cuidado del que se le consagra. Esto no, acaso, por deficiencia de traba­jo de los empleados del ramo, sino por mala direc­ción de ese trabajo. Las cifras se deben recoger y agrupar para obtener de ellas deducciones que han de guiar al gobiemo y a la nación. A esas cifras, que parecen mudas, las hace hablar el análisis de los he­chos. Los datos de la estadística se deben publicar mensualmente, pues no se recogen para conocimiento del Congreso, sino para que la nación se ilustre y se aproveche de elle». Invitada cierta casa a entrar en una empresa de navegación del alto Magdalena, quiso informarse del número de cargas que llegan a Honda y salen de allí, como alimento de aquella navegación, y se le contestó que esos datos se reservaban para el Congreso. La casa citada tuvo que demorar su res­puesta hasta conocerlos, pues debían ser la base de sus cálculos. Las plazas comerciales están unas veces llenas y otras escasas de mercancías, en mucha parte porque los importadores ignoran si la importa­ción decae o si aumenta. Muchos otros ejemplos pu­diéramos presentar para que se comprenda que no es

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el Congreso, que casi no los lee, sino el comercio, quien necesita conocer los datos de la estadística.

Para complementar el estudio del trabajo nacio­nal, no para averiguar si ha decaído, puesto que lo contrario está ya demostrado, sino para ver cuál eg la dirección general que ese trabajo ha tomado, agre­garemos algunas observaciones sobi-e la exportación de las comarcas no dependientes de la hoya del Mag­dalena.

La exportación por las aduanas, exceptuada la de Barranquilla, da los resultados siguientes:

1870-71 1878-79

Tumaco f 227,000 f 233,000 Buenaventura 439,000 542,000 Cartagena 654,000 701,000 Riohacha 148,000 261,000 Cúcuta 777,000 1.984,000

I 2.245,000 ¥ 3.721,000

Diferencia en favor de 1878-79, f 1.476,000, o sea más del 50 por 100.

La aduana de Tumaco da sailida a las produccio­nes de las costas próximas a la isla de ese nombre, a las de la hoya del Pat ía con sus afluentes y a las de las mesas de Pasto y Túquerres. La aduana de Car-losama no suministra para la estadística sino el dato de lo que cuesta; y es probable que las relaciones de Pasto con el Ecuador consistan en la importación de manufacturas de ese país y de otros, que se pagan con numerario obtenido de Barbacoas, en cambio de

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artículos exportados por Tumaco. Esto es una mera conjetura.

La exportación por Tumaco consistió principal­mente en:

Caucho $ 76,000 Oro en polvo 63,000 Quina 52,000 Oro amonedado 12,000 Plata amonedada 12,000 Tagua 5,000 Maderas 5,000

La aduana de Buenaventura da salida a los pro­ductos del Valle del Cauca, y sus resultados fueron:

Quina f 189,000 Tabaco 165,000 Caucho 51,000 Oro en polvo 12,000 Cueros 6,000 Añil 5,000 Azúcar - 5,000 Cacao 2,500

Conforme a estos datos, la industria del Estado del Cauca, en una exportación de I 666,000, ha obte­nido de la agricultura $ 183,500 y de la extracción de materias $ 453,000, con la circunstancia de que por Tumaco todo lo que se exportó fue de extracción. El cultivo del tabaco ha decaído en el Cauca en pro­porción semejante al de Ambalema, Carmen y Girón, según toda probabilidad; pero como la cifra total de la exportación aumentó en más de f 100,000 en

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1878-79, es de inferirse que la extracción de quina, caucho y tagua ha reemplazado al tabaco y suminis­trado aquel aumento.

La aduana de Cartagena sirve ail comercio del Es­tado de Bolívar, deduciendo los frutos exportables de las iriberas del Magdalena y los que por Magangué salen del interior de su territorio. Incluye ese comer­cio la exportación de la hoya del Atrato. Fal ta en la estadística de 1870-71 el resumen de los artículos ex­portados, según su valor; mas para averiguar la cla­se de industria a que se consagra la población, cree­mos que puede servir el cuadro correspondiente al año 1871-72, del cual tomamos los principales artícu­los:

Caucho . . , . , í i ' . . , . 9 218,000 Tabaco 110,000 Cueros de res 53,000 Algodón 28,000 Cocos 14,000 Bálsamo 5,000 Tagua 17,000 Azúcar, aguardiente y panela 30,000 Maderas ". . . . . 29,000

La agricultura contribuye con f 235,000, y la ex­tracción con f 266,000, en una exportación total de f .540,000. Habiéndose exportado en 1878-79 la suma de I 701,000, el aumento respecto de 1871-72 es de po­ca importancia, puesto que en ese año la exportación valió f 634,000. El algodón y el tabaco probablemen­te habrán decaído, y el vacío lo habrá llenado la in­dustria de extracción. Nos llama la atención el he­cho de valer | 30,000 la exportación de los productos de la caña de azúcar, pues si bien la suma no es con-

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LA PEOTBOOIÓH 231

eiderable, hay en ella envuelta una esperanza. Ese cultivo es uno de los de mayor porvenir para nuestras costas de ambos mares, y será, con los ganados y los víveres, de los llamados a contribuir para la subsis­tencia de los excavadores del Canal de Panamá. El Estado de Bolívar lleva una marcha próspera, que en parte se deberá a la tranquilidad interior de que ha gozado, no turbada por atentados contra la exis­tencia de su gobierno.

El puerto de Riohacha da salida a las produccio­nes de la antigua provincia de Riohacha y a las del territorio goajiro. Entre los dos años comparados hay una diferencia de f 113,000 en favor de 1878-79. No es posible saber en qué artículos ha consistido el aumento, ni con qué cuota de la exportación contri­buyen los indígenas goajiros. Los principales artícu­los exportados fueron: ,

Dividivi f 50,000 Palo brasil y otras maderas 44,000 Cueros de varias clases . . . . 27,000 Ganados varios »» .v 8,000

Para una exportación de $ 148,000, la agricultu­ra contribuyó con f 35,000 y la extracción con $ 94,000. Llama nuestra atención la salida de gana­dos y de cueros de res, pues vale algo más del 20 por 100 de las exportaciones, y es indicio de que la cría de ganados da un excedente exportable, el cual po­drá crecer rápidamente al acometerse la obra del Ca­nal.

Cúcuta es el puerto por donde se exportan las producciones del valle de ese nombre, y, en general, de todo el territorio recorrido por los afluentes del

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Zulla. Parte de los sombreros de Soto y algunas ma­nufacturas de García Rovira y Boyacá, también bus­can salida por aquel puerto terrestre. En 1870-71 las principales producciones consistían en:

Café $ 641,000 Sombreros 100,000 Cacao 4,000 Cueros de res 8,000 Tabaco 5,000 Quina 1,600 Manufacturas de fique 14,000

En ese industrioso territorio la extracción es in­significante; las manufacturas le son extrañas, y to­do el esfuerzo de la población está consagrado a la agricultura. De 1870-71 a 1878-79, la exportación ha aumentado de | 777,000 a f 1.904,000, dando una di­ferencia de f 1.207,000. El sombrero de Soto debe haber casi desaparecido de la exportación, y estará probablemente reemplazado con quina; pero es segu­ro que el café representará toda la cifra de ese pro­digioso aumento. Prodigioso y admirable llamamos ese progreso, que se ha operado a pesar de un cata­clismo espantoso que hizo desaparecer una rica ciu­dad. La INDUSTRIA lo ha reparado todo. Heroico debemos llamar al pueblo que ha sido capaz de hacer en cuatro años todo eso, y altivo también, porque hoy transforma allí la INICIATIVA INDIVIDUAL, en ferrocarril la carretera que ELLA tenía construida antes del terremoto de 1875.

Compendiando los resultados de nuestro análisis, obtenemos un aumento de tres y medio millones en la exportación de productos de la industria uacionaJl, con sólo el transcurso de siete afios, y a pesar de Ut

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LA PROTECCIÓN • >» 233

guerra. La riqueza de los Estados se puede medir, hasta cierto punto, por el desarrollo de la agricultu­ra, comparado con el de la extracción, pues que la primera supone cultivo y capitales fijados en la tie­rra, y la segunda es una industria de primer ocupan­te, excepto en Antioquia, en donde el laboreo de las minas de veta se hace con maquinaria en grande es­cala.

El siguiente cuadro sirve para comparar las do« industrias, advirtiendo que hemos suprimido de lo co­rrespondiente al territorio de Cúcuta los $ 114,000 que importan los sombreros y las manufacturas, por ser artículos enteramente extraños a su producción.

Regiones de la hoya del Magdalena

Cauca Bolívar Riohacha Cúcuta

Como respecto de la hoya del Magdalena hay da­tos para comparar los años de 1870-71 y 1878-79, la comparación da estos resultados:

\.gricultura.

49 % 27 — 44 — 24 —

99,75 —

Extracción.

17 % 70 — 50 — 64 —

0.25 —

Agricultura . . . Extracción . . . .

1870-71 46 % 17 —

1878-79 33 % 40 —

La agricultura en esta región ha decaído del 48 al 33, y la extracción ha subido del 17 al 40 por 100; pero estos cambios son únicamente de relación entre las dos industrias no en cuanto a la energía del tra­bajo y sus generales resultados. En efecto, hemos

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visto que la agricultura produjo en 1870-71 la suma de ? 2.651,000, y on 1878-79, f 2.628,000, a pesar de la decadencia del cultivo del tabaco y del desastre del añil. La extracción ha subido de $ 992,000 a $ 3.210,000, y puede considerarse este aumento, hasta cierto punto, como ocupación provisional, puesto que los Estados de Tolima y Cundinamarca tienen bas­tante capital y brazos para hacer de la agricultura su industria principal. Ya hemos visto que ellos se preparan a ser cultivadores de café en grande esca­la.

La descripción que hemos hecho comprende los Estados del Cauca, Bolívar, Magdalena, Tolima, la parte de Santander ribereña del Magdalena y el Zu­lia. y Cundinamarca.

Este último Estado, el más rico de la Unión, no ha contribuido, sin embargo, sino con unos pocos mi­les de cargas do café y con sus quinas, en lo general muy pobres. Hemos excluido a Panamá, porque su territorio no está sometido a la contribución de adua­nas, y a Antioquia, tan sólo por la necesidad de cal­cular el numerario exportado, a falta de estadística; pero la industria principal de este Estado, que es la minera, hace parte del sistema industrial exportador que hemos descrito. En dicho sistema no han figu­rado el centro de Santander, Boyacá y la parte alta de Cundinamarca, porque el trabajo de su población está casi todo consagrado a producciones que alimen­tan el comercio interior. Nos falta, pues,' distribuir­lo para definir después su acción en el concierto in­dustrial de la República; pero antes de pasar a ese estudio debemos llamar la atención de nuestros lec­tores hacia una consideración de interés capital en el asunto que nos ocupa.

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La actividad industrial consagrada a las produc­ciones exportables tiene por teatro las costas y las hoyas de los principales ríos del territorio, con ex­cepción de Antioquia y de los piquetes o avanzadas que se dirigen hacia las cumbres de las cordilleras en busca de quinas. La actividad que se dedica a la producción de artículos destinados principalmente al comercio interior, se ha circunscrito a un estrecho es­pacio, el más incomunicado con el resto del territorio y de los países extranjeros. La geografía de nuestra industria divide, pues, nuestra población en dos gru­pos bien definidos, cuyos respectivos intereses debe­mos estufliar en sus orígenes, sus causas, necesidades y tendencias, así como en la fecundidad y elasticidad de sus recursos para el progreso general del país. Se sabrá así si hay armonía o antagonismo entre los in­tereses de los dos grupos, y se podrá acertar con los medios de destruir ese antagonismo, si existe, y res­tablecer la armonía. Este, únicamente éste, debe ser el objeto efe la acción de un gobierno ilustrado en un pueblo libre. La ciencia debe ponerse al servicio de la libertad, jamás la fuerza al de los intereses.

No importa que nuestra labor ande más despacio que el proyecto sobre la protección que se discute en las cámaras. El podrá ser ley de la República, pero si nosotros llegáremos a demostrar que esa ley viola las leyes inmutables de la naturaleza, una opinión ilustrada recobrará contra esa ley, acaso con el asen­timiento de una gran parte de aquellos de nuestros conciudadanos que hoy la sostengan por convicción sincera de su bondad.

El problema a cuya solución tienden todas las co­rrientes de la civilización en el presente siglo, es el del comercio libre, que es, en definitiva, el de la pa» universal y el de la paz doméstica en cada nación.

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Nuestro humilde trabajo será un óbolo de contribu­ción al estudio de nuestro desarrollo industrial. Tal modo de considerar el asunto, nos permite hacerlo con ánimo sereno, sin espíritu de partido ni de pro­fesión, sin emplear la declamación, ocurriendo tan sólo al examen de los hechos para hacerlos hablar el lenguaje de la verdad.

in

Colombia es una nación contrahecha. Por su po­blación ocupa el primer lugar entre las repúblicas de Sur América, y por su riqueza, ocupa, con el Ecua­dor, que está en circunstancias semejantes, el último lugar. Es, sin embargo, poseedora de la inestimable garganta del Istmo americano; tiene en ambos ma­res extensas costas, con magníficos puertos; su sis­tema hidrográfico divide el territorio en grandes ho­yas, subdivididas en otras secundarias, en cuyos va­lles se encuentran bosques atestados de productos espontáneos y tierras propias para todos los cultivos de la zona tórrida; su sistema orográfico le da, con la escala de las temperaturas, aptitudes para produ­cir los frutos de las zonas templadas y para gozar de sus estaciones; los flancos de sus montañas encierran todos los metales, desde el oro y la plata, hasta el co­bre, el plomo y el hierro; la población, finalmente, es enérgica y laboriosa, inteligente y moral. Con todas estas condiciones no ha podido fundar un gobierno que le dé seguridad, a cuya sombra se desarrollen tantos elementos de prosperidad.

La obra del trabajo nacional, que en nuestro ar­tículo II hemos descrito, si bien da resultados que consuelan, por razones que adelante daremos, no al­canza a representar la tercera parte de la producción

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de Chile, país situado en el extremo del continente, y cuya población es poco más de la mitad de la nues­tra. Esta desproporción no es efecto solamente de nuestra anarquía, ni del orden que reina en Chile, puesto que Venezuela nos lleva ventaja en producción y nos iguala en anarquía. La explicación está, como hemos dicho, en que Colombia es una nación contra­hecha. Si su población, de cerca de enalbo millones de habitantes, explotara al derecho el territorio que le ha correspondido, estaría aglomerada hacia las costas y los valles de los ríos; exportaría I 60.000,000; tendría f 20.000,000 de rentas, ciudades populosas, puertos concurridos y monitores pa,ra de­fenderlos. En Washington no se hablaría de la so­beranía de Colombia, sobre el istmo de Panamá, con la indiferencia con que se tratara del territorio de una tribu de Pencas o de Siux.

Hemos ofecido examinar los orígenes, las causas, las tendencias, las necesidades y la fecundidad in­dustrial de los dos grupos de población y de intere­ses, desarrollado el uno en las tierras bajas y el otro en las altas. El objeto de este estudio es demostrar que Colombia ejecuta, desde 1810, una evolución sal­vadora para au porvenir y su grandeza, evolución que no se ha operado, ni se opera, sin lucha tenaz contra obstáculos de diverso orden.

Evolución es movimiento de desarrollo, expansión natural del germen en el sentido propio de su desti­no. Las evoluciones a que da lugar el crecimiento del hombre, en lo físico e intelectual, se efectúan en períodos cortos, en proporción a la duración de la vi­da: en la de los pueblos, esos períodos son mucho más largos, tanto porque esa vida es de duración in­definida, como porque en su desarrollo están sujetas las leyes naturales a interrupciones y trastornos, a

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causa de la libertad con que puedan obrar los indi­viduos y los gobiernos, en quienes los intereses, la ig­norancia y las preocupaciones influyen poderosa­mente.

Dado el estado de civilización de un pueblo, su problema industrial se reduce a calcular cuáles son las aptitudes de la naturaleza física en el suelo que habita, y cuáles los elementos de trabajo, brazos, co­nocimientos y capitales con que cuenta, para obtener de todos esos medios el mayor provecho posible. La cuestión se reduce a que el principal factor en la producción general sea la riqueza natural, para que los productos sean más abundante y satisfagan ma­yor número de necesidades. Para cada productor la cuestión es que la remuneración del trabajo sea el factor p^-incipal del precio del producto. La abun­dancia, originada del primer principio, pone en equi­librio la tendencia do los dos factores, del cual resulta la armonía entre el interés del productor y el del consumidor.

Si los conquistadores de América hubieran podi­do traer las ideas del presente siglo, es probable que hubieran explotado el suelo de Colombia con arreglo a aquellos principios, en cuanto lo hubieran permiti­do la topografía y los climas. En desarrollo de esos principios, el país estaría más ordenadamente pobla­do; sus cambios con el extranjero serían más consi­derables, y su comercio interior, tan naturalmente es­timulado por la diversidad de los climas, estaría fundado en el cambio de las producciones naturales de ellos.

Probable es también que estuviera cumplida hoy una primera evolución natural, en el sentido agríco­la y minero, que elevando nuestras fuerzas a la altu­r a que exigen las industrias fabriles, nos impulsase

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en ese sentido, también naturalmente, sin ninguna intervención perturbadora. Tal ha sido la marcha seguida por los Estados Unidos de América, en don­de, sin embargo, esa acción perturbadora aparece con la impaciencia de rivalizar a Inglaterra antes del plazo indicado por la naturaleza de las cosas.

La Colonia tuvo que conformarse con el hecho fundamental que encontró en el territorio. La barba­rie en las costas y en los valles; alguna civilización en las altiplanicies. De aquí el que en la grande ex­tención del país cálido hubiese muy poca población, y ésta indómita y bravia. En las altiplanicies, lo mismo en Méjico y Perú que en la tierra de los muis­cas, una organización teocrática y medio feudal tenía preparados a sus moradores para recibir humildes el yugo que se les traía. Las encomiendas pudieron es­tablecerse sin dificultad, y como el oro hallado en loe templos y sepulcros no era producto nativo del sue­lo muisca, la población escapó en su mayor parte a la destrucción de que fue víctima la de las regiones auríferas. En estaa regiones, que el Dante se hubie­ra complacido en describir, el indio perecía bajo el fuego del arcabuz o bajo el peso del trabajo en las minas.

El gobierno estableció su asiento en Santafé, cen­tro de la población nativa, cuyo benigno clima era fa­vorable a la colonización europea. El problema in­dustrial quedó a poco planteado con extrema senci­llez: hacer producir oro, única riqueza solicitada de nuestro suelo, y pagarlo con productos europeos al precio más caro posible. El rey de España declaró suyas todas las minas, y fundó el monopolio como punto de partida para la producción y el comercio. Sólo España podía enviar buques con mercancías, y sólo a España debía ir el oro. Pero aún esto no era

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bastante: había submonopolio en favor de dos puer­tos de la Península, y la custodia naval que necesi­taban los galeones, teníamos que costearla los inte­resados. De aquí el que se llamara de comercio libre el reglamento de 1778, que sólo suprimía el submo­nopolio.

Si hoy, con sólo dos o tres meses de hostilidades, cuyo teatro sea el Magdalena, y a pesar de lo abun­dantemente surtidas de mercancías extranjeras que están nuestras plazas comerciales y las tiendas de los pueblos, los precios suben considerablemente, se podrá calcular cuáles serían los precios de los artícu­los que nos traían los pesados galeones cada seis me­ses, precios que, además, eran fijados por los vende­dores sin competencia alguna. Natural era, dada la imposibilidad de sustraerse al monopolio, que acá, en la parte poblada de la Colonia, se sintiera la necesi­dad de fabricar los productos más indispensables para el vestido, para la comodidad de las habitacio­nes, para la locomoción y demás usos. Había abun­dancia de brazos, algunos capitales y materias pri­mas, de lo que resultó el establecimiento de talleres que satisfacían las necesidades a precios más bajos que los de los productos extranjeros, mayormente cuando esas necesidades no eran efecto del refina­miento en el gusto.

No nos detendremos en esta descripción, que se proseguirá adelante, pues sólo hemos querido bos­quejar los orígenes y las causas a que se debe atri­buir la existencia de los dos grupos industriales, cu­yos intereses estudiamos, para l l^ar a la época de la independencia, que es el punto de partida de la evo­lución indicada. Suprimido el monopolio español, tenía que seguir funcionando el régimen de la liber­tad; pero éste encontraba intereses creados por el

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anterior orden de cosas, ideas erradas sobre la eco­nomía política y preocupaciones de patriotismo mal comprendido. Contra esos obstáculos, unidos a la in­comunicación, a las ruinas amontonadas por la gue­rra y a la penuria fiscal que le era consiguiente, y que prolongaba la existencia de los impuestos contra la libre producción, el régimen de la libertad ha te­nido que sostener prolongada y tenaz lucha.

La evolución industrial puede caracterizarse con los siguientes hechos:

El oro ha dejado de ser la única producción ex­portable, y bien que ella haya decaído algún tanto, la agricultura ha llenado el vacío y triplicado el valor de la exportación;

La población y el capital han ido bajando de las tierras altas hacia las faldas y los valles, y han to­mado verdadera posesión de una parte considerable del suelo;

En las tierras altas la industria agrícola y pecua­ria ha crecido considerablemente; se han desecado pantanos, se han desmontado y limpiado muchas tie­rras, se han empleado mejores instrumentos, se han mejorado los pastos y las razas de ganados, y se han propagado las crías;

En las mismas tierras las artes fabriles han obe­decido a dos tendencias: han progresado, se han per­feccionado las artes de carácter local y para las ne­cesidades locales; han quedado estacionarias las ar­tes cuyos productos eran de naturaleza comercial, y él comercio de tales productos ha marchado en deca­dencia ;

En todo el país el consumo de manufacturas ex­tranjeras ha crecido con rapidez, y el buen gusto y el refinamiento de los usos y de las costumbres tiende

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a desarrollar más ese crecimiento, acaso con perjui­cio de la frugalidad y del hábito del ahorro.

En resumen, el libre cambio se presenta como ger­men de la evolución, como hijo legítimo de la Inde­pendencia, sucesor del régimen colonial.

Damos la precedencia al grupo industrial de las altiplanicies para analizar la marcha que ha s^uido y para deducir de ella el régimen que puede armoni­zar sus intereses con los de la gran masa de la na­ción.

La conquista española sorprendió a la América en medio de esa penosa transición de la edad de pie­dra a la de bronce, de modo que al aparecer las ar­tes en la altiplanicie, dirigidas por los españoles, la situación tenía por base la carencia del hierro, y la ignorancia de los maestros, entendidos éstos en el manejo del arcabuz, pero poco diestros en asuntos de telares, curtiembre, etc. Cuando el producto fa­bricado en el hogar doméstico, en las horas a que se vaca a las ocupaciones agrícolas o pastoriles, no sa­tisface ya las necesidades del estado social, aparece la industria fabril, con las tendencias propias de sa naturaleza. Ellas la conducen a agrupar la pobla­ción en centros que permitan separar las ocupacio­nes; en dónde unas artes sean auxiliares o comple­mentos de otras; en donde los conocimientos se co­muniquen y los descubrimientos se propaguen; y a donde concurran las materias primas y los capitales. En tales centros el herrero y el carpintero fabrican el telar del tejedor, y éste se consagra a su labor sa­biendo que su vecino trabaja en hilar. El progreso deja luego conocer cuáles de las artes han de ser, transitoriamente a lo menos, de carácter meramente local, y cuáles darán productos capaces de ir en busr ca de lejanos centros de consumo, que lo serán tam-

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bien de producciones peculiares. El comercio viene a dar nueva fecundidad al trabajo de esos grupos, lle­gando, por grados sucesivos, a establecer relaciones que del distrito pasan al cantón, de éste a la provin­cia, de ella a la nación y de la nación al continente.

En los orígenes de la producción fabril las mate­rias primas empiezan por estar a la mano, y sólo cuando las vías de comunicación se perfeccionan, y el comercio se desarrolla, esas materias se llevan desde los lugares o regiones en que la naturaleza las brinda en abundancia, o ayuda a que sean más ba­ratas.

Partiendo del estado social en que empezó a fun­cionar la Colonia, y del aislamiento en que ésta se hallaba, las artes fabriles que pudieron dar produc­tos para el comercio interior, fueron las de tejidos de algodón y de fique primero, puesto que los indios tenían ambas materias, y las de tejidos de lana y cur­tiembre de cueros, 'luego que se hubieron propagado suficientemente las crías de ganado vacuno y lanar.

Si hubiéramos tenido en aquellos tiempos inmi­gración industriosa e instruida, es probable que la fabricación se hubiera a poco organizado en las con­diciones arriba indicadas como naturales. Mas a nuestra tierra no vinieron clases ricas o acomodadas, como las que arrojó a Norte América la persecución religiosa, sino en lo general aventureros codiciosos, o hidalgos segundones, desdeñosos del trabajo manual, qoe, en vez de traer luces y capitales, nos traían pre­ocupaciones y voracidad (1).

(1) Trazamos rasgos generales. No desconocemos los be­neficios recibidos de nuestros antepasados. Su obra, sin em­bargo, era en 1810 mny distinta de la obra de los puritanos de Nueva Inglaterra en 1776.

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La industria se organizó aisladamente, en cada hogar, con los escasos medios y los instrumentos de cada familia. Se partía de la edad de piedra, sin el hierro, sin la máquina, sin el capital suficiente, sin germen de prosperidad. Esos caracteres la han he­cho fósil. El albornoz que el árabe fabrica en su aduar, es hoy lo mismo que en los tiempos de nues­tro padre Abraham, y los lienzos y manta con que se hicieron los omamentos de la iglesia del Humillade­ro, poco tienen que envidiar a los que salen de nues­tros actuales telares. El telar de hoy es tan de caña y cuerdas de fique, como lo era el de nuestros aborí­genes. La rueca y el huso producen todavía nuestro hilo. La semilla del algodón y el modo como éste se limpia, no han cambiado. La calidad de nuestras la­nas no ha mejorado, a pesar de los patrióticos es­fuerzos del señor Enrique París y de otros inteligen­tes criadores, para mejorar la raza de las ovejas. Al pasar por Sutatausa se pueden ver, alternadas, las tenerías con las pocilgas. El fique no se ha podido emplear en más artículos que los costales, lazos, ca­buya, mochilas y alpargatas, si se exceptúa uno que otro ensayo para fabricar alfombra, ensayos poco sa­tisfactorios, porque los tintes se borran. Aquellas botas y zapatos de cordobán y de vaqueta, que se vendían por almudes, son especies desaparecidas. El esparto no da productos sino para la altiplanicie.

No ufamos que hay algunas de estas manufactu­ras algo perfeccionadas, x>ero las podemos considerar como simples muestras de una fabricación que no existe en considerable escala, o como rasgos de habi­lidad individual, en mucho ayudada por material ex­tranjero.

Las manufacturas coloniales de carácter comer­cial consistieron principalmente en mantas y lienzos

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de algodón, frisa, frazadas y ruanas de lana, pieles curtidas, calzado, sillas y aperos de montar y vaque- ^ tas para forrar muebles. Las materias primas eran '•'^" baratas, y con ello, y con la extrema baratura de !los jornales, se suplía la falta de máquinas.

La rudeza de tales productos estaba en armonía con la extrema sencillez de las costumbres y el nin- « ^ gún refinamiento del gusto. Aun para los propieta- "¡í» rios y personajes de nuestros pueblos el calzón corto ^ de manta y la camisa de lienzo eran uniforme acep- *:•• table en un cabildo, en tanto que la señora podía -^4Í, ' ^ vestir de frisa y presentarse así a oír su misa en día T^ de fiesta. Ya en las ciudades era otra cosa; la cha- *" j queta de paño burdo de San Fernando y el zapato de " - í cordobán, pertenecían a más altas categorías socia- r ' les. Una esclavina de aquel paño era casi finca de , , "~^ abolengo, que, pasando por varias generaciones, ter- ^^ minaba por convertirse en pantalón y chaqueta del '* : adolescente mayorazgo. ;

Así pudieron marchar las cosas sin inconvenien- ^ . tes hasta la época de la Independencia. Las telas, ruanas, monturas y calzado podían ir en grandes cantidades hasta el Cauca, Antioquia y las provin- Q ; cias de la Costa. Durante la guerra, poca o ninguna ,..-,• podía ser la competencia extranjera, pero al empe-.*!»; zar la paz apareció esa competencia, trayendo consi- " go, a, más de la baratura, la perfección y la belleza de los productos. El buen gusto fue abriéndose paso poco a poco, primero entre las clases acomodadas,^ luego entre todas las que en cualquier grado han po:.,> dido elevarse sobre el nivel de nuestro degradado ...jj indio. j^ll

Tocóles a las artes distinta evolución. Las quj»..^ daban alimento al comercio interior quedaron para­lizadas o en decadencia. Perdían consumidores no

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sólo en razón de la distancia de los centros de pro­ducción nacional y de la proximidad de las aduanas, sino también en razón de la cultura que difundía el contacto con los extranjeros y con sus manufacturas. Las artes meramente locales tuvieron que desdeñar gradualmente el tosco material criollo y emplear el material extranjero, más aparente para embellecer los productos y satisfacer el gusto naciente. En las ciudades el sastre, que antes no empleaba de extran­jero sino la aguja, se ha visto obligado a no emplear de lo nacional sino sus dedos. En talabartería, el ga­lápago se declaró enemigo de la silla del orejón y de la tribuna ecuestre de la esposa, entrando en su com­posición, desde el fuste hasta la funda, el material extranjero, y quedando el nacional reducido a la pa­ja con que se hinchen los bastos. Sólo el almofrej se mantiene firme en sus trece, porque el ferrocarril no ha aparecido, lo mismo que el galápago de criada, de uso anual para el cambio de temperamento. En carpintería hemos visto primero la transformación de la encumbrada silla de vaqueta labrada, con osto-perolea de estaño, y del escaño de madera con cajón para guardar la vajilla, en el taburete de guadama-cil, con vistosos pájaros, de dudosas especies, y el ca-mapé de forro de zaraza. Afortunadamente el cambio fue de mera transición, y de progreso en progreso, hemos llegado a la separación de ocupaciones, y te­nemos carpinteros, ebanistas, talladores y tapiceros, que nos ofrecen los cómodos y elegantes muebles que hoy adornan nuestras habitaciones y que no despi­den las visitas.

Pero el prc^reso en las artes locales ha ido mu­cho más lejos. Tenemos impresores, encuadernado­res, litógrafos, hojalateros, latoneros, herreros, cerra­jeros, fabricantes de carruajes, pintores, empapela-

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dores, sombrereros, albañiles, canteros, e tc . , e tc . El Capitolio, concebido por el genio de Mosquera, deli­neado por Reed y ejecutado por Olaya y sus coope­radores bogotanos, es noble monumento en su con­junto, y es, en sus detalles, un verdadero certamen de nuestras artes, que demuestra su progreso. El Panóptico es verdadera escuela, que convierte a los delincuentes en buenos alfareros, canteros y albañi­les, quienes, cumplida su condena, irán a ser maes­tros en sus respectivos pueblos. La carretera de Oc­cidente ha creado la industria de construir carros y ómnibus,, una de las más importantes de Bogotá, y al terminarse la carretera del Norte, esa industria se extenderá a la ciudad de Tunja.

La prosperidad de las artes locales ha sido in­comparablemente mayor en Bogotá que en las ciu­dades secundarias y en las poblaciones pequeñas. Además de la separación de ocupaciones y de la so-laridad y auxilio mutuo de las diversas artes en los grandes centros, éstos lo son también de consumido­res de todo orden, desde los más ricos hasta los máa pobres, de donde nace el estímulo para la perfección de las artes.

Otro hecho que puede observarse es que a medi­da que las poblaciones se acercan a las grandes vías naturales de comunicación y a los puertos marítimos, ciertas artes locales decaen, por la sencilla razón de que el producto extranjero llega a esas poblaciones con menores gastos de transporte. La ebanistería, por ejemplo, ha decaído en Honda, lo mismo que la zapatería y la sastrería. Los muebles norteamerica­nos, especialmente silletas y sofás de asiento de paja, invaden el Estado del Tolima sin competencia algu­na, porque esos productos son adecuados para el cli­ma, porque salen de talleres mecánicos, en donde la

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sierra prepara por centenas las piezas uniforiaes pa­ra cada parte del mueble, piezas que en Bogotá se trazan y se pulen una a una. Esto explica el hecho de que se pueda vender en Bogotá a $ 50 la docena dfe silletas norteamericanas. Los ebanistas de Bogo­tá se quejan sin razón de esta competencia, pues ella viene de que aquí no se hacen sino silletas muy bue­nas, de lujo, y silletas de guadamacil, faltando la in­termedia, que solicita la clase medianamente acomo­dada. Cuando en nuestros talleres trabaje la sierra movida por el vapor, en lugar del solo brazo del obrero, y cuando el ferrocarril abarate las maderas y haga concurrir las de las tierras templadas y ca­lientes con las de los montes próximos a la altipla­nicie, cesarán las quejas de nuestros carpinteros. Entretanto, la cuestión es entre ellos y los demás bogotanos que desean tener silletas elegantes y bara­tas.

Siguiendo nuestro análisis, diremos que en las tierras cálidas la población se consagra principal­mente a la agílcultura, y desdeña un poco las artes, o no las puede cultivar con provecho. La familia del cosechero del tabaco tiene ocupaciones más premio­sas que la de coser los vestidos de los peones, y la del extractor de tagua, caucho y maderas, reside en localidades que carecen de tiendas provistas de telas, o necesitají con urgencia reponer las prendas de ves­tido que el trabajo ha gastado. Por eso prefiere com­prar la camisa hecha, majwrmente si la encuentra al precio de I 5 a $ 6 docena, y de tela gruesa. Aumen­tar con la tarifa el precio del vestido de esos traba­jadores que van a los bosques a arrostrar el peligro de las serpientes, el piquete del mosco, los efectos mortíferos del miasma, es simplemente quitarles una parte de su jornal para dárselo a otros trabajadores p

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que gozan de mejor clima, y de comodidades de qne aquéllos carecen.

Cuando se habla de protección a las artes, por medio de la tarifa, parece que sólo se ven los consu­midores de las grandes ciudades, olvidándose el bien­estar de otras clases realmente desgraciadas, cuyos intereses tienen que ser afectados por medidas gene­rales. Mas prescindiendo del género de vida de al­gunas de esas clases, no se debe perder de vista el in­terés de todas las que se pueden llamar pobres, aun­que habiten las grandes ciudades.

Los consumos, pincipalmente desde la revolución industrial que se inició de 1847 a 1851, de la que ade­lante hablaremos, han crecido con rapidez. La liber­tad del trabajo, unida a la de cambiar, han fecunda­do los medios de adquirir, y por consiguiente, los de consumir. Alcanzamos a conocer, en el pueblo de nuestro nacimiento, los hábitos de 1835. Entonces las señoras no usaban medias sino para salir a las visitas que no fueran de confianza, y si una de las sirvientas de familias acomodadas de Bogotá, que iban a temperar, se hubiera presentado vestida y cal­zada como lo está hoy, los papeles habrían parecido invertidos. Hay verdadera transformación de lo de ayer a lo de hoy. Los obreros de las ciudades, en su mayor parte, visten hoy de pantalón, chaqueta y jrua-na de paño, y muchos de ellos están calzados. A pe­sar de esto, muy lejos estamos aún del bienestar co­mún. El peón de la Sabana sólo hace dos comidas al día, una de pan negro y chicha, otra de mazamo­rra de maíz con más legumbres que came. Veremos adelante si la protección a las artes es la que puede mejorar su condición, o si esta mejora puede venir más bien de la expansión del comercio interior entre las tierras calientes y las frías.

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Volviendo a las artes que han dado productos co­merciales, 'se ve que ellas han permanecido estacio­narias en cuanto a su perfección, y que han perdido en consumidores todo lo que ha ganado el bienestar general con la baratura y belleza de las manufactu­ras extranjeras. Persiste, sin duda, la fabricación de toscos tejidos de algodón, de lana y fique, lo mis­mo que la curtiembre de cueros y la manufactu.ra de sillas y aperos, por lo que conviene averiguar las causas.

Hemos dicho que el verdadero progreso industrial es aquel que resulta de la riquezp. gratuita como fac­tor principal del producto, y del trabajo como fac­tor principal del valor. Es así como el hombre logra dominar la naturaleza, con el menor e sfuerzo posible, y como consigue que su trabajo sea bien remunerado. En los productos de nuestras artes lo que constituye su valor es la materia onerosa y el trabajo manual. Por lo espeso del bronco material de nuestras telas, las solicita el trabajador pobre, y como el producto extranjero abarata él precio del nacional, en este precio figura por muy poco la remuneración del tra­bajo. Nuestro productor gana un modestísimo sala­rio con un jornal de doce horas de penosa labor.

Se comprende fácilmente que si el cultivo del tar baco vuelve a tener las proporciones que alcanzó en 1860, lo que hace posible el actual cambio de estacio­nes, habrá en el Tolima demanda en grande escala de las producciones de las tierras frías, y consiguien­te alza de salarios, lo que determinará nueva deca­dencia en nuestras manufacturas. La construcción de un ferrocatril de la altiplanicie al Magdalena de­terminará una poderosa corriente de cambios entre los productos de la agricultura de laa dos regiones, y producirá el mismo efecto sobre los salarios. Se

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ve, pues, que el porvenir de nuestras manufacturas depende enteramente de que subsista o desaparezca la causa que les dio nacimiento: la incomunicación.

Comparemos ahora los precios de algunos artícu­los nacionales con los de sus similares extranjeros, para palpar mejor las causas que influyen en la mar­cha de unos y otros.

La libra de hilo con que se tejen los lienzos y man­tas nacionales, es el producto de tres libras de al­godón bruto. La hilandera compra la arroba en | 2, por término medio, lo limpia de semillas, lo hila y obtiene 8.1ibras que le producen a 40 centavos f 3-20: su ganancia se reduce a | 1-20, y es probablemente la obra de dos semanas. Hilo extranjero de grueso eemejamte, pero uniforme, dará mayor número de va­ras en una libra, que el nacional; cuesta en Manches­ter 25 centavos, y en el Socorro, sin el derecho de importación, 35 centavos, pudiendo venderse con 15 por 100 de ganancia, al mismo precio que el hilo so­corrano. El obrero inglés que vigila el movimiento de 500 husos, haibrá hecho en un rato la obra de dos «emanas que ha empleado nuestra hilandera, y el sa­lario de uno y otra guardará la misma proporción.

La pieza de lienzo de Ramiriquí, de 60 centímetros de ancho y 60 varas efectivas, vale f 10, y vendido al menudeo, a dos reales vara, produce $ 12. .Tres piezas de doméstica gruesa, de 77 a 80 centímetros de ancho, con las mismas sesenta varas, cuestan en Manchester | 3-25, y sin el derecho de aduana y pea­je en Cundinamarca, | 5-80; recargadas con 15 por 100, se venderían por ? 6-67, y su expendio al menu­deo, a 15 centavos vara, produciría al detallador ma­yar ganancia que la presupuesta en la venta del lien-so nacional. Teniendo en cuenta la diferencia de los anchos y de los precios, el lienzo extranjero costaría

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al consumidor casi el 50 por 100 menos que el nacio­nal. Un corte de manta para pantalón vale ? 1-40, y uno de manta extranjera, que cueste TY2 peniques yarda, es decir, tela sumamente fuerte, se podrá ven­der por $ 1-60 en la tienda del detallador más lejano de Bogotá; pe,ro como el derecho de importación y el peaje de un fardo con 320 yardas de dril grueso grava cada yarda con 15 centavos, suprimido ese gra­vamen, se podría vender el corte en | 1, ganando 25 por 100 tanto el importador como el detallador, y ahorrando 28 por 100 el consumidor.

Las ruanas tejidas con hilo de lana del país va­len desde | 12 hasta $ 32 por docena. La docena de ruanas buenas, llamadas de merino, cuesta en Euro­pa ? 15 a I 16, y se vende aquí por mayor de ? 28 a f 29. Deduciendo los gravámenes fiscales, se podrían vender de $ 23 a $ 24, y son incomparablemente me­jores que las nacionales de ese precio. Una buena puana de paño, que se vende en | 4-20, valdría tan sólo I 2-80 si no pagara al fisco $ 1-12.

Nuestra tarifa actual, que no está basada en nin­gún interés de protección, es la barrera que detiene las buenas telas extranjeras en su marcha hacia el consumo del pobre. El derecho sobre los driles, zara­zas y bayetas es de 60 centavos kilogramo del peso bruto de cada fardo, sea $ 45 por fardo de 75 kilo­gramos. Sobre los lienzos y demás telas de algodón de general consumo, el gravamen es de 40 centavos por kilogramo, o $ 30 por fardo. El gasto de fletes, comisiones y peajes representa $ 24 por carga. Tales son las ventajas que el fisco y la distancia ofrecen a la producción nacional. Su existencia es precaria. Bastaría la mejora de la navegación del Magdalena y la construcción de un ferrocarril, para suprimir f 6 del gasto de cada carga. Un Secretario de Ha-

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cienda, verdadero amante del bienestar del pueblo, puede obtener, como el señor Camacho Roldan du­rante la administración Salgar, que los géneros do algodón para el consumo del pobre vuelvan a pagar 20 centavos kilogramo, como en 1871, caso en que cesaría la importación de telas sofisticadas a fuer­za de barnices, que les dan cuerpo ficticio. La tarifa de aquel año sufrió un aumento de 25 por 100 para destinarlo a la empresa del ferrocarril del Norte, y después otro de 40 por 100 a consecuencia de la gue­rra de 1876. Las consecuencias de esta guerra sirven de apoyo al sostenimiento de la onerosa tarifa vigen­te, que grava la doméstica con 116 por 100, sin que exista empresa alguna de ferrocarril que goce del au­xilio del primitivo recargo.

Bueno es hacer constar que la tarifa defiende ra­zonablemente el trabajo nacional consagrado a la ebanistería, zapatería y talabartería. Los muebles de madera bien pudieran entrar libres de derechos si se tratara solamente de los que pueden llegar a la alti­planicie. El transporte de un escaparate, de un es­critorio o de otro objeto semejante, no bajaría de ? 20, suma suficiente para proteger el trabajo nacional, aunque la tarifa sólo grava con S% centavos el kilo­gramo sobre muebles que pesen más de 25 kilogra­mos), y en cuya composición no entren telas o tejidos sujetos a mayor gravamen que 10 centavos kilogra­mo. Si el mueble es de menor peso, o si viene tapiza­do, el derecho es de 15 centavos kilogramo. Laa sille­tas americanas, con asiento de paja, causan por trans­porte y otros gastos $ 13 a | 14 la docena, y ? 10 por derechos de importación. Si $ 24 no bastan para proteger a nuestros fabricantes de silletas, no sería con el 50 por 100 de aumento de los derechos, que sólo alcanzaría a $ 5, sino con un gravamen especifico de

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f 40, como se podría proteger la industria nacional en toda la República, pues no .es de suponerse que una ley de la Unión tenga en cuenta únicamente los intereses del trabajo en Bogotá. Dejamos a los con­sumidores de la Costa, Cauca, Cúcuta, Tolima, e tc . , la apreciación de la conducta de sus respectivos se­nadores y representantes, si contribuyeran con sus votos a establecer un gravamen como aquél.

Reflexiones semejantes pueden hacerse respecto del calzado y los galápagos. Una caja con 72 pares de botines paga | 45 de derechos, o sea 50 centavos por par, mientras que la de cueros curtidos sólo paga $ 11-25; quedan $ 34-75 por diferencia, y ésta agra­vada con $ 7 de ganancia que sobre ella hace el intro­ductor, como estímulo para nuestros zapateros. Cua­tro galápagos pagan | 42, o sea | 10-80 cada uno, a razón de 60 centavos kilogramo, incluso el peso de la caja que los contiene. Los cueros para fabricarlos, según hemos visto, sólo están gravados con 15 centa­vas kilogramo, lo mismo que los fustes. Mientras que un fardo puede traer los cueros de marrano suficien­tes para cubrir 40 galápagos, y una caja de fustes contiene 18, el artefacto ha de venir en 10 cajas y paga derechos por 100 kilogramos de tablas y hoja de zinc, y paga también triple gasto de transporte.

La ropa hecha no tiene mayor gravamen que la tela de que está fabricada; la levita de paño se com­pra en Europa por francos 50, el saco de paño de cla­se propia para el trabajo diario cuesta francos 20, y el de tela de algodón francos 6, y cuestan en Bogotá, respectivamene, $ 14, $ 5-60 y $ 1-60. La sola hechura de estas piezas cuesta en Bogotá las tres cuartas par­tes de aquellos precios. A nosotros se nos fabrican aquí, en partidas, sacos de drü a t 1, cuando la mis­ma pieza, con el géne,ro, cuesta f 1-20 en Enropa. De

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esta clase de sacos vienen 160 en fardo, su derecho de aduana cuesta $ 45, de modo que un recargo de 50 por 100 sólo gravaría cada saco con 14 centavos, su­ma del todo insuficiente para proteger el trabajo. En esta materia las cosas no admiten término medio. Sería preciso volver a la tarifa de 1834, de la cual si­guen unas pocas muestras:

1 camapé, 1 cama reales 300 1 par de botas 24 1 par de za,patos 10 1 par de zapatos para niño 8 1 levita 100 1 pantalón, de f 15 a 24 1 camisa de tela ordinaria 8 1 hamaca 50 1 traje para mujer 140 1 traje para niño 24

Los reales en 1834 eran la octava parte de un pe­so; $ 16 chinos eran equivalentes a una onza de oro, y ésta lo era a 64 chelines. El peso de entonces valía, pues, 4 chelines, y el real 12% centavos de nuestra actual moneda, de modo que loa gravámenes de 1834 tienen que aumentarse en 25 por 100 para poderlos expresar con nuestros actuales décimos.

Los datos que dejamos conaignados no hacen ame­na la lectura del escrito en que se consignan, pero es el verdadero modo de tratar estaa cuestiones. Si el ejemplo de Inglaterra, Francia, los Eatadoa Unidos, es bueno para invocarlo en favor de la protección, que se invoque también para el modo de estudiar los intereses de los productores y de los consumidores. Estas cuestiones no se tratan ya con generalidades, citas vagas de autores y declamaciones contra laa

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doctrinas que se les atribuyen. Cuando las cuestioneft son muy complejaa, «e suspende su decisión en el Par­lamento y se encarga su estudio a una comisión de hombres competentes, quienes no se dirigen a los li­bros, ni improvisan sus informes, sino que entran en investigaciones detenidas .sobre los intereses que pue­den ser afectados, así de las diversas clases sociales, como de las diferentes localidades. Con la gran faci­lidad de viajar, y teniendo a su disposición copioscvs datos de estadística exacta, esas comisiones se toman, por lo menos, el intermedio de una a. otra sesión le­gislativa para presentar un fruto sazonado, una ex­posición completa del asunto que se les encomienda. La regeneración administrativa debe arrancar desde su origen, desde la concepción y la confección misma de las leyes, ya que no arranque desde la confección de los legisladores.

Hasta aquí hemos estudiado los orígenes, las cau­sas y las tendencias de los dos grandes grupos geo­gráficos e industriales de la República. Su genealo­gía respectiva son la independencia y la libertad pa­ra el interés agrícola, y la colonia y el monopolio pa­ra el interés fabril. El estudio de sus respectivas ne­cesidades y de su fecundidad para elevarnos al nivel siquiera de las repúblicas hermanas, debe ser prece­dido de un rápido bosquejo de esta lucha tenaz de loa intereses y de los partidos, que en política nos ha lle­vado del centralismo a la federación, y en industria, del aislamiento y el monopolio, al libre cambio con el mundo civilizado.

La historia económica y estadística ue la hacien­da nacional, publicada en 1874 por el jefe de la ofici­na tíe la estadística, señor Joctor Aníbal Galindo, es un compendio de aquella lucha, fundado en todos los datos qíie se podían recoger, y en el cual lucen las

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aptitudes de su autor no menos que sus firmes con­vicciones de verdadero liberal. De ese notable traba­jo vamos a tomar lo más esencial para nuestro ob­jeto.

El sistema tributario de la Colonia perseguía me­tódicamente como materias imponibles, el trabajo, el comercio, el consumo y aun las personas. La sal, el tabaco, el aguardiente, los naipes, la pólvora y la amonedación, eran industrias reservadas al fisco; los diezmos y los quintos y fundición de oro y de plata, pesaban sobre la agricultura y la minería; la alcaba­la y el papel sellado servían para embarazar el co­mercio' interior; la misma alcabala y los derechos de importación, de toneladas, de avería, etc., correspon­dían al comercio exterior; el tributo de indios, el sub­sidio eclesiástico, las medias annatas, los espolios, las temporalidades, hacían pesar sobre el indio y so­bre los funcionarios eclesiásticos contribuciones de carácter personal. La libertad del comercio exterior estaba definida por real cédula de 3 de octubre de 1614, en estos términos:

"Ordenamos que en ningún puerto ni parte de nuestraa Indias Occidentales, Islas y Tierra Firme, de los mares del Norte y del Sur, se admita ningún género de tratos con extranjeros, aunque sea por vía de rescate o cualquier otro comercio, pena de la vida y perdimiento de todos sus bienes a los que contravi­nieren a esta nuestra ley, de cualquier estado y con­dición que sean."

Un siglo después describía el señor Ustáriz, Minis­tro español, la teoría del comercio, y en ella decía:

"Es necesario emplear con todo rigor todos los medios que puedan conducirnos a vender a los extran­jeros mayor cantidad de nuestros productos que la

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que ellos nos vendan de los suyos: éste es todo el se­creto y la única utilidad del comercio."

El suelo de nuestro territorio se dividía en dos partes: la capa superficiaria, cedida a particulares, quedaba con la servidumbre de no producir tabaco sino por cuenta del rey, y con el censo del 10 por 100 del producto bruto de todo otro cultivo y del de las crías de ganados; las entrañas de la tierra pertene­cían a Su Majestad (1), principalmente si contenían sal y minerales de oro y de plata. La sal no podía ex­traerse sino por cuenta de aquella misma Majestad, que se ha perpetuado en la región chibcha, disfrazada con el gorro frigio. En cnanto al oro y la plata, plo­mo, estaño, azogue, hierro, etc., su extracción era permitida a todos sus moradores "con tal que nos pa­guen," decía el rey, "la quinta parte de lo que cogie­ren y sacaren neto; que nuestra voluntad es hacerles merced de las otras cuatro partes...."

Loa que extraían esos metalea eran en su mayar parte esclavos, a quienes el amo dejaba un solo día de la semana para trabajar por su cuenta, y eso no en todas partes.

Tal fue el punto de partida de nuestra evolución. De 1810 a 1821 sólo se pensó en combatir. De

1821 a 1832 la vida de Colombia fue la de un feto precoz, ahogado en las caricias de algunos de sus pa­dres. No se podía pedir, como dice el señor Galindo, re­formas económicas a los hombres de Estado y a los guerreros de aquella época inmortal, en que se trataba, antes que todo, de sacudir el yugo de España. Con todo, el Congreso de 1821 preparó la extinción de la esclavitud, y el de 1824 libró la tierra de la servi­dumbre del mayorazgo. Por desgracia, asomó desde

(1) BI Despojo.

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entonces la protección por medio de la tarifa aduane­ra, no obstante que era el extranjero quien suminis­traba armamento, municiones, equipo, buques de gue­rra y dinero para sostener la lucha en tierra y mar. La ley de 28 de septiembre de 1821, que inoculaba en nuestro sistema fiscal la hostilidad al libre cambio, siquiera consolidó en un solo derecho todos los que la Colonia hacía pesar sobre el comercio exterior. Al propio tiempo, la ley de 10 de julio prohibía en abso­luto la exportación de oro y de la plata en toda for­ma.

No exportar oro ni plata, y proteger con la tari­fa la producción fabril nacional, cuando nuestro país casi no exportaba sino metales preciosos, era conde­nar a la nación al aislamiento. Tal decreto no podía cumplirse, y a despecho de él, el oro salió y las ma­nufacturas extranjeras entraron. Los diferentes im­puestos arriba mencionadas fueron desapareciendo su­cesivamente, hasta no quedar, cuando se disolvió la primera Colombia y se constituyó la actual con el nombre de Nueva Granada, sino los monopolios de sal, tabaco y aguardiente; los diezmas, los derechos de importación, de quintos de oro y de amonedación; los peajes, papel sellado e hipotecas y registro. To­do esto, sin embargo, formaba un conjunta bastante confortable, y dejaba comprender que la Colonia sub­sistía en lo industrial hasta 1832.

En la época colombiana se destaca, de entre un grupo de economistas rancios, la simpática figura del señor Castillo, patrocinando el impuesto directa co­mo medio de igualar a los ciudadanos en la contri­bución, .así como lo estaban en los derechos: "Esta igualdad, decía aquel ilustre compatriota, no es gra­ta ni provechosa a ciertos hombres que, acostumbra­dos a no hacer desembolsos en beneficio de la Repú-

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blica, quieren sacar todas las ventajas de la indepen­dencia, dejando todas las cargas a la clase que nun­ca pudo evitar las contribuciones, y sobre la cual pe­saron cruelmente las indirectas." Estas palabras nos hacen creer que el señ»r Castillo era enemigo de los monopolios y de los derechos que gravan fuertemente los consumos de las clases pobres, impuestos que en su época no podía atacar de frente. Su idea fracasó por prematura, pero siguió germinando en los espí­r i tus . Después de cincuenta años no ha avanzado mucho, ni aquí ni en ninguna parte del mundo: la te­nemos aún en vía de ensayo, como contribución mu­nicipal. Ella no entrará en las costumbres sociales y políticas sino cuando la seguridad de la propiedad sea perfecta, y cuando los gastos de los gobiernos, en América como en Europa, se reduzcan a los que in­dispensablemente exija el interés social. Esa época está lejana aún: los gobiernos están oprimidos por deudas enormes y por ejércitos y armadas de colo­sales dimensiones.

Sin embargo, los hombres acomodados sí hacen, en los países en que gozan de seguridad y de libertad, sacrificios en beneficio, no sólo de cada comunidad, sino del género humano. En los Estados Unidos y en Inglaterra las principales ciudades están llenas de establecimientos de instrucción y de beneficencia, sos­tenidos por particulares; se organizan costosas ex­pediciones para explorar los polos del planeta y los continentes cerrados por la barbarie, en busca de le­yes físicas de incalculable trascendencia, o de rela­ciones nuevaa, fecundas para la civilización; ae crean y se sostienen cajas de ahorros para formar capitales a los pobres, y sus acumulaciones se cuentan por mi­llares de millones; se abren suscripciones para aliviar grandes desgracias on todo el mundo, y esas suscrip-

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ciones se encabezan »con $ 100,000 suscritos por un solo individuo, como lo acaba de hacer el filántropo director del Herald de Nueva York para socorrer a los pobres de Irlanda.

Compárese la doctrina del señor Ustáriz sobre él comercio, con esta otra del señor Castillo: "Si se quiere hacer abundante el producto de las contribu­ciones, es indispensable estimular él interés de lot ciudadanos y facilitarles los medios de ejercer libre­mente todo género de industria, removiendo todas las trabas que la entorpecen. Todo el misterio consiste en abrir las fuentes cegadas de la riqueza, dando mo-vimientq vital a la industria y al tráfico." En estas palabras está el germen de la obra que cuarenta, años después debían acometer Florentino González, Mos­quera, Murillo y sus cooperadores. Entretanto, la in­teligencia de Castillo era un destello de luz que ee apaga entre las preocupaciones de la época.

Laa ideas proteccionistas venían encarnadas aun en inteligencias de brillo. El doctor José Ignacio de Márquez, Secretario de Hacienda en 1831, decía al Congreso: "Las artes están bien atrasadas entre nas­otros, por una consecuencia del bárbaro sistema co­lonial. Este mal proviene principalmente de la exten­sión ilimitada que se ha dado al comercia extran­jero." . . .

. . . . "Si se quiere vivificar el comercio interior y beneficiar a los colombianos, preciso es que se pon­gan trabas al comercio extranjero, prohibiendo abso­lutamente la introducción de varios géneros, frutos y efectos que se producen en nuestro país, y de todo

cuanto puedan proporcionarnos nuestras nacientes artes, y recargando de derechos a los que no siendo de necesidad sirven sófo para extender el lujo y crear necesidades ficticias. Sería para esto muy benéfico

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el restablecimiento de la ley de consignaciones, y que los extranjeros no pudiesen vender por menor."

El doctor Márquez empezaba sus razonamientos con una contradicción patente. El atraso de las ar­tes era, según él, consecuencia del bárbaro sistema co­lonial, y ese mal lo atribuía a un mismo tiempo a la ilimitada extensión que en la República se había da­do al comercio extranjero; a ese comercio que la Co­lonia prohibía con pena de muerte y confiscación! El señor Márquez no era buen economista, pero sí un distinguido jurisconsulto y gran patriota. Recorda­mos que en la clase de Derecho Romano se extasiaba predicando amor a la República; pero en realidad él la confundía con la Patria, por ser aquélla la forma de nuestro gobierno..Nuestro espíritu se turbaba fre­cuentemente con el contraste que ofrecían las doctri­nas del Derecho Romano, expresión de los hechos po­líticos y sociales de la República aristocrática y con­quistadora, con las enseñanzas científicas y verdade­ramente liberales del doctor Ezequiel Rojas, en la clase de Economía Política. Este enseñaba la liber­tad del trabajo, la fecundidad del cambio, la consti­tución natural de la sociedad, su integridad univer­sal, que no reconoce fronteras para comprar y vender, ni para calificar los productos y los productores de nacionales o de extranjeros: el Derecho Romana era la encarnación de la esclavitud en lo doméstico, y la sustitución del cambio por el tributo en las relacio­nes con los demás pueblos.

Las ideas del doctor Márquez quedaron consigna­das, hasta donde era posible, en la tarifa de 1834, de que atrás hemos dado algunas muestras. No se pro­hibió absolutamente la introducción de varios géne­ros y artefactos, pero sí se les recargó con derechas monstruoaoa. En cuanto a la libertad comercial de

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los extranjeros, no se restringió, acaso no por falta de voluntad, sino porque no lo permitían los tratadas celebrados con Inglaterra y los Estados Unidos. El plan industrial siguió desarrollándose con leyes que concedían privilegios exclusivos para la fabricación de algunos artículos, como las de 23 de marzo de 1832, para la loza fina; las de 5 y 22 de mayo de 1884, pa­ra el papel y el vidrio; la de 15 de abril de 1841, que prorrogó el privilegio concedido en 20 de agosto de 1827 para elaborar fierro, etc . , etc. Pero ni con si­napismos de esta clase pudieron las a,rtes progresar. Su marcha continuó el camino que le trazaban los hechos, las leyes naturales que regulaban sua orígenes y sus naturales tendencias. Los privilegias caduca­ron, por sustracción de materia, en cuanto a vidrio, papel y tejidos, después de agonía máa o menos len­t a . La fabricación de loza continúa, como en la Chi­na, en plácida inmovilidad, y la ferrería de Pacho, después de haber arruinado dos o tres compañías, en­t ra en nueva transformación, aun habiendo vendido recientemente sus existencias de hierro a f 20 el quin­ta l . A este ramo volveremos deapués.

No tan sólo laa artes sino la industria y la rique­za general del país durmieran en los 15 años trans­curridos de 1832 a 1847, pues que el régimen de las trabas al trabajo y al libre cambio subsistió durante ese período. "No se había estimulado, como quería el doctor Castillo, el interés de los ciudadanos, ni faci-litádolea los medios de ejercer libremente todo géne­ro de industria, removiendo todas las trabas que la entorpecían." A ejecutar esta obra redentora vino de Europa Florentino González en 1847, trayéndonos el libre cambio como fruto de su larga residencia entre los compatriotas de Peel y de Cobden. Go ahead! fue

23

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el grito lanzado a los cuatro vientos por aquél podero­so y fiel atleta de la libertad. Los ecos repercutieron en toda la Repiíblica el generoso clamor, y el edifi­cio colonial tembló en sus seculares basamentos.

La sed de gloria, el inquieto patriotismo de Mos­quera, su extensa, pero poco profunda ilustración, y su energía incontrastable, iban a encontrar alimen­to fecundo y sana dirección en el campo de la refor­ma liberal. Sin todas las cualidades de ese hombre, completadas por la lucidez y la fijeza de ideas de González y de sus demás cooperadores, la inmo,rtal re­volución de 1846 a 1851 habría descendido tal vez a las mezquinas proporciones de una guerra civil. A esa grandiosa obra de redención cooperaron ilustra­ciones del partido conservador, como Caro, que sacó la contabilidad oficial del caos a la luz, y Pombo, que arrancó la moneda al fraude oficial para ofre­cerla con honradez al cambio universal, con la ley de 0,900. Concibióse entonces la construcción del Capi­tolio, en cuya escuela habían de formarse los obreros que han demolido las construcciones moriscas de San­tafé, sin cimientos, sin simetría y que avanzaban so­bre la mitad de la calle sus pesados balcones, para cambiarlas por nuestras elegantes casas modernas, cuyas paredes ya pueden elevarse lo suficiente para resistir tres pisos.

De la administración Mosquera salió la memora­ble Comisión corográfica a tomar posesión científica del suelo patrio, y para adquirir conocimiento de sus riquezas naturales, de los monumentos de la extin­guida civilización americana y de la de sus actuales moradores. Codazzi, mártir inmortal de la ciencia, determinaba la dirección de las montañas, de los ríos y de los caminos, y fijaba la situación de los lugares;

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Ancízar primera, y después Santiago Pérez (1) me­dían la altura de éstos, estudiaban sus producciones, sus costumbres, sus razas, su comercio y su riqueza; Triana estudiaba nuestra flora y la fijaba en lámi­nas y en descripciones científicas, trabajos que debía ir luego a terminar en Europa, a donde él iba a ocu­par puesto entre los sabias, así como sus colecciones lo tomaron entre los más notables monumentos de la ciencia en las grandes exhibiciones.

Los trabajas de la Comisión corográfica quedaron desgraciadamente incompletas por la prematura muer­te de Codazzi; mas a pesar de esto, sus materiales han servido para que poseamos mapas de la nación y de cada uno de sua Estados, y una geografía en que se puede estudiar nuestra situación económica.

El terreno estaba preparada para las reformas. La instrucción universitaria, organizada bajo el se­vero plan concebido en 1842 por el doctor Mariano Ospina, y servida por hombres de sólida ciencia, s in . acepción de partidos políticas, pronta dotó al país con propagadores entusiastas de la libertad comer­cial, capaces de medir sua fuerzas con los viejos atle­tas del sistema prohibitivo. Al que esto escribe le cupo la satisfacción, a poco de haber salido del cole­gio, de redactar el memorial de la cámara provincial de Mariquita al Congreso, pidiendo la abolición del monopolio del tabaco.

En el país tampoco faltaba opinión en el sentido del libre cambio y del trabajo libre. El incendio de

(1) Ai>arte de los materiales con que sns estudios contrU huyeron para la etnolografía y la geología colombianas, el se-flor Ancízar empezd a publicar la preciosa Peregrinación de A^ha, libro qne codician los extranjeros Ilustrados, pero enya edlci6n se agotó rápidamente.

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los Comuneros del Socorro, traidoramente apagado con la horca, dejó entre sus cenizas algunaa chispas que de cuando en cuando se dejaban ver. A la tarifa de 1834 contestó, en el mismo año, la cámara del So-Corro, con una petición para que se aboliera el mono­polio del tabaco.

Al proponer el señor González su reforma adua­nera al Congreso de 1847, decía: "En un país rico eu minas y productos agrícolas, que pueden alimentar un comercio de importación y de exportación consi­derable y provechoso, no deben las leyes propender a fomentar industrias que distraigan a los habitantes de las ocupaciones de la agricultura y minería, de que pueden sacar más ventaja. Loa granadinoa no pueden sostener en las manufacturas la concurrencia de los europeos y de los americanos del Norte, y las disposiciones que puedan inducirlos a la industria fabril, despreciando los recursos que laa producciones agrícolas pueden proporcionarles, no están fundadas en loa principios que debe consultar un gobierno que desea hacer el bien de la nación que le ha confiado el manejo de sus negocios. La Europa, con una pobla­ción inteligente, poseedora del vapor y de sus aplica­ciones, educada en las manufacturas, llena su misión en el mundo industrial dando diversas formas a las materias primas. Nosotros debemos también llenar la nuestra; y no podemos dudar cuál es, al ver la pro­fusión con que 'la Providencia ha dotado esta tierra de ricos productos naturales. Debemos ofrecer a la Europa las primeras materias, y abrir la puerta a sus manufacturas para facilitar los cambios y el lucro que traen consigo, y para proporcionar al consumi­dor, a precio cómodo, los productos de la industria fabril."

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LA PROTECCIÓN 26T

Explicando las causas por qué no venían a nue»-tro país productos extranjeros cuya importación die­ra al tesoro más de f 1.000,000, agrega el mismo pen­sador: "No basta para consumir el que haya en un país muchos habitantes; es menester que estos habi­tantes tengan medios de consumir, y estos medios son la riqueza, que no se obtiene sino produciendo co­sas que puedan venderse con utilidad, como nuestros tabacos, nuestros azúcares, el añil, el café, el cacao, el algodón, laa maderas preciosas, el oro, la plata y el cobre de nuestras minas. . ."

La tarifa fue reformada en él sentido de reducir en un 25 por 100 la cuota general de loa derechos de importación, y de no servir de estímulo a la industria fabril, aunque esto en menor grado, pues los derechas entonces existentes eran virtualmente prohibitivos de muchos artículos.

El monopolio del tabaco vino a tierra en 1849, pero quedó subsistente un impuesto «obre las siem­bras, que no alcanzó a vivir ni un año, pues et empu­je de la opinión lo barrió como estorbo. En esta la­bor entraron campeones aún más resueltos que el se­ñor González, pues la administración del General López en gran parte simbolizaba la completa extirpa­ción de aquel odioso cáncer de la industria y la li­bertad del trabaja.

La penuria del Tesoro, mal crónico entre nos­otros, agravada con la pérdida de la cuantiosa renta que daba el tabaco, oponía dificultades casi insupe­rables a la abolición de los demás monopolios y a la de los diezmos y quintos de oro, impuestos contra los cuales no era la opinión menos adversa que contra el monopolio del tabaco. Para zanjar esta dificultad propuso el Secretaria de Hacienda, doctor Manuel Murillo, al Congreso de 1850, la descentralización de

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algunas rentas y gastas. Esa importante medida te­nía por objeta ostensible la resolución del doble pí*o-blema de establecer el equilibrio entre las rentas y los gastos nacionales, y facilitar la extinción de las contribuciones impopulares. El doctor Murillo, con notable sagacidad, concibió el plan de encargar a las cámaras provinciales aquella extinción, y en vez de crear el Gobierno nacional nuevos impuestos, se des­cargó en dichas Cámaras de algunos departamentos de gastos que gravitaban sobre él.

Cediéronse las rentas de diezmas, aguardientes, quintos de oro, peajes, hipotecas y registro, e impues­tos varios. Rápidamente desaparecieron loa diezmos y loa quintos de oro en toda la República, y el mono­polio de aguardientes en la mayor parte de las pro­vincias. El impuesto directa se adoptó en casi todas ellaa en reemplazo de loa .ramos abolidos. Para plan­tearlo fue precisa arrostrar la resistencia de las cla­ses propietarias, resistencia que es natural para to­do gravamen, pero que era entonces, como lo es to­davía, principalmente motivada por el deseo de ocul­tar la riqueza. Este deseo se desarrolla en propor­ción a la inseguridad de los propietarios y de las pro­piedades. Tal reaistencia ocasionó lucha tenaz entre los liberales, partidarios entonces sistemáticos de la contribución directa, y la masa propietaria, que la resistía y la temía. Las doctrinas se exageraron has­ta proclamarse algunaa que eran realmente disocia­doras y que hacían aparecer al partido liberal como inclinado al socialismo, que por entonces estaba en boga en la literatura francesa.

Los gastos descentralizados fueron los llamados, según sus departamentos en el presupuesto, goberna­ciones, tribunales, fiscales, juzgados de circuito, cul­to y lazaretos, hospitales y colegios. Equivalía esto

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a transmitir a laa provincias la parte más efectiva del poder central, pues era evidente que quien iba a fijar y a pagar los sueldas de los gobernadores y de los jueces, tendría bajo su dirección la acción de esos funcionarios.

En su aspecto político la descentralización fue un paso decisivo hacia la federación, por lo que, apenas terminada la guerra de 1854, apareció la nueva situa­ción que impuso primero la creación del Estado de Panamá, luego la del de Antioquia y Santander, hasta que en 1857 fue irresistible la adopción del sistema federal para toda la nación. La obra del ferrocarril de Panamá y el paso de los enjambres de aventureros por aquel istmo en solicitud Sel oro de California, hi­cieron creer que aquellas localidades debían formar una entidad autonómica. No comprendíamos enton­ces todo el alcance de una medida que iba a trasladar el poder soberano a una sección en que la raza blan­ca, el prestigio de la ilustración, estaban ahogados por el elemento africano; y esto al tiempo mismo en que la responsabilidad de la Nación, moral e interna­cional, iba a adquirir proporciones desmesuiradas res­pecto de la acción de un gobiemo encaramado acá en las crestas de la cordillera oriental; acción tan inefi­caz como lo ha comprobado la experiencia y como lo observa el corresponsal del Times en la parte que de su escrito copia el número 16 de La Defensa.

La creación de Antioquia como Estado federal se debió principalmente al anhelo de los conservadores, dirigidos por el señor Mariano Ospina, de salvar las tradiciones conservadoras, la civilización misma, ame­nazada, en su concepto, por lo que entonces se llama­ba el rojismo. Allá, en esas nuevas Asturias, se re­fugió, cual nuevo don Pelayo, el señor Ospina con esas tradiciones. Con la exageración con que obra

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toda fuerza reaccionaria, en Antioquia se organizó un gobierno esencialmente centralizador, fuerte por su intervención en la vida social, datado de cuantio­sas rentas y que, aun cuando aparentemente creado para librar a los antioqueños del contagio socialista o comunista, por el aislamiento, no por eso aspiraba a menos, a semejanza de los sucesores de Pelayo, que a recuperar en todo el país la influencia y el poder perdidos por los conservadores. Las victorias libera­les de 1860 a 1863, la ocupación misma de Antioquia para expedir allí la Constitución que nos rige, fueron una corta interrupción al desarrollo de la idea de re­conquista, que no se creyó madura hasta 1876. Aquí no criticaríamos la idea de reconquista si ésta se hu­biera fundado en la simple atracción ejercida por el espectáculo de un gobierno que conservaba la paz do­méstica, daba garantías a los ciudadanos y tenía re­cursos para no mendigar auxilios del gobierno gene­ral.

La influencia política de la deacen tral ización y de la federación no ha sido extraña a la evolución in-duatrial que bosquejamos. No solamente se debe a ella la abolición de loa quintoa de oro y de los diez­mos, conaideradoa éatos como renta pública, sino que la reacción de centros de vigor político, lejos de Bo­gotá; y el poder que tienen las legislaturas de anular las leyes del Congreso federal, hace ya impasible que las contribuciones sean creadas en favor o en contra de intereses determinados, sean de clases o de terri­torios. Podrá el espíritu de partida influir pasajera­mente en que los representantes de los Estados se presten a condescendencias locales, pero los pueblas no se someterán servilmente a pagar tales condescen­dencias por mucho tiempo.Para nosotros es perfecta­mente seguro que el monopolio de la sal no existiría

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LA PROTECCIÓN 8 7 1

ai las salinas de Zipaquirá estuvieran situadas a ma­yor distancia de la capital, o si la mayoría de los que disfrutan de sus productos no residiera en Bogotá.

En 1851 se expidió una nueva tarifa, en la cual se volvió a sentir la antigua tendencia hacia la protec­ción. Las telas comunes de algodón pagaban, según esa tarifa, 11 centavos por libra, y 40 en ropa hecha; lona y crehuela, 3i/^ centavos, y en ropa hecha, 50; ruanas, paños y otras telas de lana, 40 centavos, y en ropa hecha, f 1; lino en brines, crehuelas, etc., 20 centavos, y en ropa hecha, f 1. Una fracción del par­tido liberal creía entonces, como cree hoy, que nece­sitaba el apoyo de las clases obreras de la capital pa­ra ejercer presión política, y la discrepancia de la otra sección, en cuanto al empleo de la tarifa protec­cionista para aquellos fines, es probable qne contri­buyera a alimentar esa división que se dejó ver entre los lil)erales desde que el señor Murillo se separó del gobierno. El General López pudo creer que la mayo­ría del partido liberal no apoyaba las ideas del señor Murillo, que en aquella época parecían tender a un poco más allá del mero radicalismo, y se inclinó del lado en que creía encontrar la mayoría. Aquel ilustre procer era demócrata por excelencia, y si toda su vi­da no hubiera dado testimonio de ello, bastaría, pa­ra demostrarlo, el hecho de haber sometido la elec­ción de su ministerio a la aprobación extra-oficial de la mavoría de sus copartidarios en las cámaras. Es­ta costumbre política es la que hace funcionar tan pacíficamente el gobiemo representativo en Europa. La Constitución inglesa deja a la Corona en entera libertad en la elección de sus ministros, pero la cosi-tumbre le impone el deber de escogerios entre los je­fes del partido que domina en la Cámara de los Co­munes. Se evitan, por ese medio, las colisiones entre

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el poder legislativo y el ejecutivo^ tan funestas para la paz pública.

Con el triunfa de la candidatura del (Jeneral Oban­do, no obstante que a él cooperaron casi todos los li­berales, quedó más acentuado el ascendiente de la sección no radical. No hace a nuestro propósito se­guir las peripecias de la lucha en que entraron las dos secciones, cuya crisis fue el 17 de abril de 1854. El hecho que de esa lamentable revolución debemos re­coger es el papel preponderante de la mayoría de los artesanos de Bogotá en el sostenimiento de la dicta­dura del General Meló. En su apoyo ofrendaron ge­nerosamente sangre y vida. ¿Sabían ellos por qué in­tereses se sacrificaban? ¿Pudieron ver entonces lo que había detrás de la tarifa protectora? ¿Alcanza­ron a palpar algún beneficio real en loa trea añoa que duró vigente aquella tarifa? ¿Marcharon ellos al des­tierro en compañía de los jefes que loa habían albo­rotado? Muy triste es considerar lo poco que valen los conaejos de la prudencia y las relacionea mutua­mente ventajosas entre todas las clases realmente la­boriosas, delante de laa sugestiones interesadas de la política. La libertad es el alimento de aquellas rela­ciones, como es la falsa idea de la igualdad el sofis­ma que determina estas preferencias.

Aun antes de terminar la guerra, el Congreso de 1854 reformó la ta,rifa en el sentido de suprimir los fuertes derechos sobre los artículos cuya producción se había querido proteger en 1851. El principia del libre cambio recuperó su imperio, y uno de sus más conspicuos representantes iba pronto a consagrarlo, sin ambajes, en el frontispicio mismo de la ley de aduanas.

EU artículo 58 del proyecto de ley orgánica del sis-

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LA PROTBOOIÓIÍ 278

tema rentístico, presentado al Congreso de 1857 por el Secretario de Hacienda, decía:

"El sistema de aduanas de la Confederación no tie­ne otro objeto que la percepción del impuesto estable­cido sobre las importaciones y exportaciones "

Con semejante artículo, que se consignó como pri­mero del Código de aduanas, no quedaba ya la menor duda, ni a nacionales ni a extranjeros, de que el li­bre cambio era el principia fundamental en nuestras relaciones comerciales. Toda ambigüedad debía ce­sar a este respecto. Aquella disposición, lo mismo que otras indicacionea congruentea con ellas, se apoyaban en razon.?s expuestas en luminosas páginas de la Me­moria de Hacienda del citado año, y ciertamente que es difícil la elección de conceptos en un cúmulo tan considerable de ellos.

"En materia de protección, decía aquel documen­ta, no hay medio: o a todas las industrias o a ningu­na. Por consiguiente, la lógica de la justicia dicta uno de estos dos partidos: o el alza de derechos sobre el calzado, el vestida, los muebles y todos los demás artículos que se produzcan en el país; o la inmediata atenuación de ese fuerte derecho que hoy pesa sobre los tejidas de algodón y muy particularmente sobre los ordinarios....

" . . . .Y no os detenga el temor de producir un re­pentino cambio en el modo de vivir de laa poblado-nea que hoy se ocupan en la fábrica de tejidos; por­que, en primer lugar, los enormes gastos que cuesta la traslación de los cargamentos de la costa al interior, serán por mucho tiempo una prima positiva en favor de los tejidos fabricados en el país, por grande que sea la rebaja que se haga en los derechos de impor­tación ; porque, en segunda lugar, no se trata de su­primir enteramente esos derechos, sino de disminuir-

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los; porque, en tercer lugar, la concurrencia de las telas extranjeras bajo un pie menos oneroso que el presente, será un estímulo poderoso para la mejora de nuestros hoy imperfectos artefactos, que la influen­cia letal del privilegio mantiene estacionarios, como sucede siempre que entre la demanda y la oferta ee interpone la acción de la ley; porque, en fin, aun esa simple reducción de que se trata puede llevarse a efecto gradualmente. Además, vosotros sabéia cuán­to han progresado nuestras industrias agrícola, pe­cuaria y minera en la última década; sabéis que hay lugares en donde los salarios se han duplicado y aun triplicado, y que no hay uno solo en donde no hayan tenido una alza de más o menos valor: el trabajo no es, pues, entre nosotros, una necesidad de difícil sa­tisfacción, ni tampoco una tarea ingrata y estéril, co­mo sucede en los países cuyas instituciones han sido establecidas en beneficio exclusivo del menor nú­mero

"Hay un hecho que algunos de vosotros no podéis Ignorar. Este hecho es: que las cuatro quintas par­tea de la población del Atlántico (1), y de esas otras que, como os he dicho, son las que pagan precisamen­te la mayor suma de los derechos sobre los tejidas ordinarios de algodón; que esas cuatro quintas partea de la población expresada, repito, aunque tengan, co­mo realmente tienen, mucha afición al bien vestir, tendencia muy pronunciada entre los obreroa de las ciudades marítimaa, no pueden, siu embargo, satis­facer sus deseos, porque el precio de las telas de al­godón sobrepuja el nivel de sus recursos ordinarios....

(1) La población de las costas del Pacífico está aún en peor condición, lo mismo que la del Valle del Cauca y la de las altiplanicies, por el fuerte recargo de loa fletes.

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LA PROTECCIÓN 275

"No vaciléis, ciudadanos legisladores, en acoger esta indicación; y llevad una vez más vuestra fecun­da segur a la tarifa con aquella confianza que da la Providencia a los que son guiados por el sentimiento de la verdad, y buscan, por término único de sus tra­bajos, la felicidad pública."

Aquí tienen nuestros lectores copiadas algunas de esas bellas páginas que el doctor Núñez consagró en otros tiempos a la causa de la verdad. Esta subsiste aún, a pesar del cambio de los tiempos, y es imposi­ble, perfectamente impasible, que el actual Presiden­te de la Unión tenga ideas proteccionistas. Lejos está de nosotros la mezquina satisfacción de exhibir con­tradicciones en el modo de pensar de un hombre de la importancia del señor Núñez. Nó: lo que queremos es disputárselo al torbellino de la política, a fin de conservar intactas esa inteligencia y sus frutos, en armonía con el carácter, para que la posteridad reco­ja, como gloria nacional, esa personalidad. Nos diri­gimos a sus amigos de hoy para que no lo arrastren a un sendero peligroso, que ya se ha recorrido y se há visto que conduce a la catástrofe. En descargo del se­ñor Núñez podemos todavía presentar la debilidad re­lativa de las fuerzas políticas que lo han elevado al poder, fuerzas recogidas entre los escombros del gra*" partido liberal desunido, al amparo de la actitud ex­pectante de su contrario, que ha sabido reorganizarse y constituirse, como partido netamente republicano, para recoger el poder público, cuando los pueblos de­sesperados, clamen por algo que tenga vitalidad pro­pia y ofrezca garantías de estabilidad y de orden.

El señor Núñez habla en su discurso del estudio particular que requiere el asunto de que tratamos, a fin de que sólo se proteja lo que ofrezca fundadas es­peranzas de progreso: habla él de las grande» indas-

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trias europeas y norteamericanas, formadas al ampa­ra de la protección, como medio <íe detener la deca­dencia del trabajo nacional para poder equilibrar nuestros cambios con el extranjera; sus ideas no han sido desarrolladas, y no es posible suponer que ellas sean las consignadas en el proyecto que se discute en las cámaras, pues que éste se contrae a la protección de cuatro artes, de las cuales sólo una emplea en par­te materiales nacionales.

Hay en la presente situación notable desconcierto. En la parte meramente política de esta labor está el germen de la paz, si se persiste en el terreno de la justicia para todos los intereses y todos los derechos que han sido heridos en medio de la lucha. Las gran­des fuerzas sociales no pueden menos que ponerse del lado de un poder que proclame esa justicia, única es­peranza de salvación; y con el apoyo de tales fuerzas es innecesario ocurrir a otras tan costosas como peli­grosas. Buscar en algunos artesanos de Bogotá una especie de guarnición para custodiar, más que a un gobierno, a un partido; y en un grande ejército el medio de custodiar los gobiernoa de loa Eatadoa, es desconfiar del apoyo eficaz, barato y desinteresado de toda la masa nacional; y es despedirse de los mediis pecuniarioa con que se pudiera iniciar, pero iniciar de serio, una grande obra, a la cual pudiera asociar­se un nombre que «e hiciera grande.

Volvamos a nuestro asunto. El decreto del General Mosquera, de 16 de octubre

de 1861, organizó las aduanas bajo el sistema del pe­so bruto, y aunque lleva la firma del General Truji­llo como Secretario de Hacienda, fue obra del sefior Núñez y de otros dos colaboradores. El artículo 1* vuelve a sancionar el principio de que el sistema ex­presado no tiene otro objeto qne la perccjjción del

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.'*•" LA PROTECCIÓN Í f l

impuesto; y aun cuando esto no se hubiera dicho, ein el sistema de arancel no se puede organizar la pro­tección. La tarifa ad valorem y la del peso bruto no se prestan, como la de arancel, a obedecer el antojo del legislador en materia de protección, pues sigue cada uno su regla fija.

No es éste el lugar de expresar opinión sobre las ventajas y los inconvenientes de los sistemas. Nos basta poder afirmar que el del peso bruto es el que ha servido para elevar el producto de las aduanas a $ 4.000,000 con una importación de ? 10.000,000. El gravamen se ha ido aumentando hasta ser casi mons­truoso, y la eficacia con que se recauda prueba la efi­cacia y la energía del sistema. La protección por me­dio de la tarifa no puede menos qne desvirtuar dicho sistema, porque haciendo ella precisa la creación de clases especiales para aplicarles un gravamen creci­do y especial, como se ve en el proyecto que discuten las cámaras, el principio fundamental de ese sistema entra en lucha consigo mismo, y de esa lucha tiene que resultar la pérdida de esa sencillez que ofrece pa­ra liquidar los derechas y para preconstituír pruebas con las cuales pueda la aduana invigilar las opera­ciones del introductor, y pueda también el Gobierno invigilar las de la aduana. Con el sistema del peso bruto se fija un derecho al cual queda sometida la in­finita variedad de los productos extranjeros, y se es­tablecen unas pocas excepciones para dar libertad, o para gravar poco, ciertos productos que se determi­nan con especialidad. Con la reforma que se propo­ne en el proyecto se quiere establecer una nueva cla­se de la tarifa, gravada con 90 centavos kilogramo, o sea, 9 67 por bulto, clase que se compondrá de los ar­tículos de ropa hecha y de manufacturas de cuero. ¡ Cuan vasto campo se dará a la acción del contraban-

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do! ¡ Cuánta vejación para el comercio si se le abren todos los bultos de quinta clase para peacar vestidos y correas!

Tratando la cuestión del Banco Nacional hicimos observar que para facilitar la circulación de sus bille­tes sería preciso deshacer la obra de la administración Gutiérrez: la reivindicación de la contribución de aduanas, cuya recaudación se centralizó en la teso­rería general. Parece que esto ha hecho caer en la cuenta de que la indicación era conveniente, no para volver atrás en la cuestión del Banco, sino para re­troceder de aquella prudente medida. Ahora ea de es­perarse que por ser incompatible la protección con el sistema del peso bruto, se abandone éste más bien que aquélla, y lleguemos a la catástrofe fiscal.

La exten.sa, tal vez fastidiosa exposición de la marcha que han seguido la producción fabril y las ideas contradictorias de libertad y protección, nos trae ya a las conclusiones que adelantamos al princi­pio de este artículo: decadencia de la fabricación de artículos comerciales y progreso en las artes, que ha necesitado el desarrolla progresiva de los consumos.

No nos ayuda para esta parte de nuestro trabajo la estadística , pues no la hay de los valores ni de las cantidades de los productos fabriles nacionales. Con todo, se puede calcular, po,r vaga aproximación, la importancia del ramo de tejidos de lana y de algo­dón, que es el más considerable. La principal casa de Bogotá que negocia en ropa de batán o del país, en­vía a los Estados de Antioquia, Tolima y el Cauca, poco más de ? 100,000 al año, y calcula en $ 50,000 el resto de la exportación para esos Estados. Supon­gamos que en el consumo de los Estados de Cundi­namarca, Boyacá y centro y Sur de Santander se consuma el triple de aquellas sumas, y tendremos una

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producción total de I 600,000 en tejidos. La cuantía de esta suma no es prueba de progreso. En primer lugar la población há más que triplicado desde 1810, y sería preciso probar que la producción también ha triplicado. En segundo lugar, existe el hecho eviden­te de que la gran masa de loa consumidores, que du­rante la Colonia tenía que vestirse con ropa del país, consume hoy la e.vtranjera. Finalmente, subsiste un derecho de $ 30 por fardo de 25 domésticas de buena clase, más un gasto de | 12 por transporte, peaje, etc. , fuera de seguras y comisión de compra, lo que significa una protección de ? 1-70 en pieza, o de cer­ca de 7M¡ centavos en cada vara.

Según las ideas del Presidente, esta industria, que cuenta con materias primas, con una crecida pobla­ción ya adoctrinada en ella, y que está esparcida en muchos lugares, debiera ser de las llamadas a esti­mular el trabajo nacional. Fecundada esa industria, los sastres de Bogotá podrían establecer fábricas de confección de ropa, capaces de luchar con los talle­res extranjeros; pues de otro modo, para que ellos se dediquen a hacer levitas y pantalones de paño, será preciso rebajar mucho los derechos de esa tela. De este modo no habría contrabando de telas, ni se des­quiciaría el sistema del peso bruto, aunque sí decae­ría la renta de aduanas y se protegería el consumo de las clases ricas. Para promover la fabricación de tejidos habría que elevar a dos reales el impuesto so­bre cada vara de doméstica; pero en ese caso los obre­ros de los Estados del Atlántico tendrían que renun­ciar a su afición por el bien vestir. Lejos de esto, lo que se puede predecir con toda seguridad es que ni esos obreros, ni la totalidad de los habitantes de los Estados no fabriles, toleren que sua representantea al Congreso se presenten a apoyar medidas que los obli-

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guen a pagar más caro su vestido, su calzado y sus muebles, si tales medidas no se dictan exclusivamen­te por la necesidad de aumentar el producido de las aduanas. En los tiempos del centralismo se podía disponer que los intereses de unas localidades se sa­crificasen a los de otras, pero esos tiempos han pasa­do. Hoy se debe pensar en armonizar todos los inte­reses, y no hay armonía fuera de la libertad.

Para terminar con lo relativo al grupo fabril, di­remos que él tiene también intereses agrícolas, y que éstos son inmensamente más importantes que los fa­briles. El progreso agrícola está reconocido desde 1857 en la Memoria de Hacienda, de la cual copiamos ya algunos párrafos. Ese progreso era, en gran par­te, consecuencia del desarrollo industrial del Estada del Tolima, y de los demás territorios que se consa­graron al cultivo del tabaco. Viene esto de una cau­sa natural, fecunda, que hace solidario, inseparable, el progreso de las regiones frías del de las regiones cálidas. La diversidad de las temperaturas diversifi­ca las producciones del suelo, y convida ni comercio interior. Al aumentarse la riqueza en Cúcuta y Bu­caramanga. en Barbacoas, en Ambalema, crece infa­liblemente la de Boyacá, la de Pasto y Túquerres, la de Boyacá y Cundinamarca, respectivamente, según la conexión natural de loa diveraoa grupos de intere­ses. La gran cueatión es mejorar las vías de comuni­cación. En nuestros productos agrícolas el flete es, a pocas leguas de distancia, representante del cincuen­ta por ciento en el valor de aquéllos. La carga de ha­rina de los Estados Unidos se vende en Ambalema de I 23 a $ 25, y esto pasa hoy mismo, cuando los tri­gos están abatidos en Boyacá y en Cundinamarca, de­bido a que el flete de una carga de Tunja a Ambale­ma no baja de f 10.

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El inmenso resultado de un ferrocarril de Bogotá a Tunja, entre otros muy importantes, pero que son secundarios, sería equilibrar la producción y el con­sumo de los frutos de ambas regiones. En épocas fa­vorables a ciertas cosechas, el precio de los frutos se abate, con perjuicio de los productores y con poco provecho para los consumidores, pues no es pasible dar salida a los frutos excedentes. En otras ocasio­nes, perdida la cosecha de un fruto importante, la pa­pa, por ejemplo, el encarecimiento del precio es un azote para el consumidor pobre, y esto a tiempo en que la consecha del maíz calentano, o del plátano, ha­brán sido abundantes y podrían suplir la deficiencia de la de papas. Con fáciles y baratas vías de comu­nicación la base de la subsistencia de la clase pobre, en los Estados del interior, no estará sujeta a esas contingencias, que hacen morir de hambre a millares de seres humanos, dependientes del arroz en la India y la China, o de la papa en Irlanda. Como esos mis­mos consumidores pobres son también en parte culti­vadores por su propia cuenta, en parte cooperadores de loa productores en grande, ni el fruto de sus afa­nes, ni su jornal o salario, se abatirán en tiempo de abundancia, sino que, por el contrario, esos tiempos serán, como sucede en los Estados Unidos, los pro­pios para acumular ganancias y sentar la base de modestos capitales.

Creemos que nadie negará el p -ogreso de la in-4ustria pecuaria en las altiplanicies del interior. No sólo se han mejorado los pastos de los prados más antiguos, sino que por dondequiera han ido desapa­reciendo el pantano y la maleza en las sabanas; y las faldas de las colinas, cubiertas antes de zarzales, se ven ahora con sementeras o alimentando ganadas. Tenemos crías europeas, bien aclimatadas, de caba-

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líos de silla y de tiro, de vacas y bueyes, de ovejas corpulentas y de lana de mejor calidad que la de las antiguas razas. En tiempos que alcanzamos a cono­cer, nos venían por millares las reses del Apure y el Arauca, y hoy vemos que ese comercio casi ha despa­recido por innecesario.

Más allá del tiempo de nuestras mocedades, en Ambalema y en Honda no se comía carne sino en forma de tasajo, llevado en balsas desde Neiva, pro­ducto de ganados de muy dudosa gordura. A los pue­blos de las faldas de las cordilleras les iba la carne llamada del reino, pues el pasto natural de esos te­rrenos no es propio para cebas. Recordamos haber visto hacia 1832, en casa del señor Manuel Samper, en Guaduas, dos ollas con unas matitas que eran ob­jeto de cuidados extremos. De esas matitas salió a pocos años el primer pastal de guinea conocido en Honda. ¡Cuánta diferencia de entonces acá! Hoy te­nemos prados artificiales en el valle del alto Magda­lena, lo mismo que en los de varios de sus afluentes, que pueden mantener más de 200,000 reses. Hacia 1838 la planada de Chimbe, en donde están hoy las plantaciones de café del señor Moore y de sus com­pañeros de progreso, estaba toda cubierta de selva.

La población ha ido bajando paulatinamente de las altiplanicies a las faldas y de estas a los valles, tomando posesión del suelo por medio del cultivo. Esto es empezar a enderezar el trabajo nacional. La libertad del cultivo del tabaco aceleró prodigiosamen­te ese movimiento, que hoy se sostiene a pesar de la decadencia de ese cultivo, pues los moradores de las tierras frías van encontrando que ea más fácil la sub­sistencia en liis tierras calientes. La población de Antioquia toma posesión de las faldas orientales de la cordillera central, mientras que la de Cundinamar-

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ca tiene ya cultivada la ribera oriental del Magdale­na, y el Tolima ha desarrollado en el valle su rica agricultura. En Santander el avance es lento por la hoya del Carare, algo menos por la del Sogamoso y muy importante por las del Lebrija y del Zulia. Falta que la población de Pasto y Túquerres baje a las ho­yas del Patía y del Caquetá, lo que empezará a suce­de si ae abren buenoa caminos de herradura. Tene­mos un territorio descuidado, el más valioso de todos, en las antiguas provincias de Veraguas y Chiriquí. No creemos que Costa Rica haya tenido mejores ele­mentos de progreso que aquellas dos provincias, en las que hay climas propios para el cultivo del café, y podrían desarrollarse las crías existentes de ganados, en la escala en que las posee la República de Hondu­ras para su importante exportación de ganados hacia laa Antillas. Desgraciadamente, la ciudad de Pana­má ha absorbido todos los recursos del Estado para emplearlos en revoluciones, cuando hubieran bastado para construir algunos buenos caminos en la parte poblada del interior.

El extranjera que atraviesa el istmo por el ferro­carril, y ve el desierto por todoa lados, pregunta, co­mo el correaponsal del Times, al conocer la ciudad, en dónde están los poseedores del suelo. No se ven los 200,000 colombianos del iatmo, porque no se hace sentir su vida industrial en el ferrocarril.

La síntesis del progreso en la hoya del Magdale­na, debido a la independencia y a la libertad, es la hermosa y rica ciudad de Barranquilla, fruto espon­táneo del comercio. En ella existen quizás más ex­tranjeros que en todo el resto de la República; el in­glés se oye hablar en los escritorios, en los docks, en el ferrocarril, en loa vapores; y el movimiento comer­cial, el ruido de la actividad, el pito de la máquina

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de vapor, forman contraste con la quietud de las ciu­dades de la altiplanicie.

La evolución agrícola da por resultado la expor­tación de f 14.500,000 en 1874-75, último año de un período de paz general de casi ocho años. Compare­mos ahora con ese resultado el del punto de part ida: 1810.

Según la exposición del Virrey Ezpeleta, fecha 3 de diciembre de 1796, la exportación por el puerto de Cartagena, en diez años corridos de 1784 a 1793, al­canzó a f 21.0.52,2.59, de los cuales correspondieron a la minería f 19.209,03.5, y a los frutos de la agricul­tura y la extracción, f 1.843,559, lo que da un prome­dio anual de | 2.105,258, que se descompone así : mi­nería, f 1.920,903; frutos, $ 184,355.

No conocemos datos semejantes correspondientes al año de 1810; pero como entre este año y el de 1796 no ocurrió cambio sustancial en el organismo indus­trial, bien podemos aceptar como punto de partida la estadística de Ezpeleta. El cuadro número 14 de la estadística del señor Galindo, relativo a la amoneda­ción de metales preciosos, que era la que suministra­ba el 90 por 100 del total de la exportación, mueatra que en 1796 y 97 se amonedó la suma de $ 2.627,984, y en los de 1810 y 1811 la de $ 2.329,159, lo que deja ver que no adoptamos una base desfavorable a la Co­lonia .

El máximo de la exportación en la época repu­blicana fue, como hemos dicho, de f 14.500,000 en el año de 1874 a 75; deduciendo los $ 2.105,000 de la ex­portación colonial, tenemos una diferencia de $ 12.395,000 en favor de la producción de la Repúbli­ca. Este progreso es resultado de una evolución de la minería hacia la agricultura, es decir, de un cambio que ha dirigido el trabaja hacia la ocupación verda-

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dera de las aptitudes del suelo patrio, sacándolo de unos pocos distritos mineros a que antes estaba cir­cunscrito, para regarlo por todos los valles y las fal­das, desde donde la salida de los productos es más fácil.

Pero todavía podemos hacer más patente nuestra demostración.

Según la estadística de Ezpeleta, la amonedación de 1789 a 1795 daba un promedio anual de $ 2.094,000, de cuya suma co^-respondía a la casa de moneda de Popayán la de $ 928,000, suma que bien podemos ele­var a $ 1.000,000 como resultado de la producción metálica del territorio actual del Estado del Cauca, pues del Chocó se exportaba oro directamente por Cartagena. Ahora bien: las.aduanas de Tumaco y Buenaventura exportaron $ 955,000 en 1874-75, lue­go el Cauca no ha hecho ningún progreso en su ex­portación durante 64 años, aunque sí la ha transfor­mado, cambiando la minería por la agricultura.

Deduciendo de | 1.921,000, exportados en metales en la última época colonial, lo correspondiente al Cauca, obtenemos $ 1.000,000 para Antioquia y los distritos mineros de Girón y de la antigua provincia de Mariquita. La exportación de metales en 1870-71 alcanzó a $ 1.6.55,000, correspondiente casi toda al Estado de Antioquia, lo cual da, para ese Estada, apenas un progreso de cosa de | 500,000. Si de los $ 12.395,000 en que ha aumentado la exportación, de­ducimos ? 1.6.55,000 por el oro de Antioquia, obten­dremos § 10.640,000 de aumento en la exportación de frutos, aumento que es resultado del trabajo en los Estados del Tolima, Bolívar, Magdalena, Santander y Cundinamarca. Este último contribuye, a lo más, con ? 500,000 en quinas y café, y aun sus quinas, que son pobres, dejarán de figurgr en la exportación.

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Queda, pues, como obra de los otros Estados agríco­las y expo^-tadores, la suma de | 10.000,000.

Larga y aun fastidiosa debe parecer la presente disquisición, y acaso hasta inconducente; pero su fruto se verá en las siguientes conclusiones:

1» La obra de la Colonia fue mantenernos aisla­dos del resto del mundo. Se la obligaba a producir oro, y se le compraba éste con mercancías cuyos pre­cios fijaban los mismos vendedores, circunscritos a dos plazas de España y sin concurrencia alguna;

2» La distancia y la incomunicación, las dificul­tades de la navegación del Magdalena y la carencia de caminos, fuerzas auxiliares del monopolio comer­cial, fueron impotentes, durante más de dos aigloa de régimen colonial, para desarrollar en el país las artes fabriles, no obstante que la principal de ellas, la de tejidos de algodón, existía ent,re los indios;

3» La Independencia nos devolvió el derecho de comerciar libremente; pero los errores económicos transmitidos de la Colonia a la República, impidie­ron, durante cuarenta años, que tanto aquel derecho como el de trabajar libremente, fueran reconocidos por la legislación de la República;

4» El sistema proteccionista ha funcionado aquí con más amplitud que en ningún otro país; ha vivido bajo el régimen colonial, como quien dice, en su pro­pio clima, y bajo el régimen de la República; ha go­zado de la protección de tarifas no tan sólo protec­toras sino prohibitivas; ha estado defendido por gastas de transporte, con los cuales una carga de mercancías podría hoy darle dos vueltas al planeta; y ha obtenido hasta el privilegio exclusivo para va­rias fabricaciones: sin embargo, ha sido impotente para desarrollar, mejorar y abaratar la fabricación;

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5» En la lucha por la libertad de trabajar y por la de comerciar, el triunfo quedó al fin por ellas. Las doctrinas proteccionistas y las del libre cambio han

i sido sostenidas por hombres de Estado de ambas es-- cuelas: Castillo, Márquez, González, Núñez, etc.,

etc. El país las ha juzgado. El proteccionismo fue condenado como un vejestorio liberticida, y el parti­do conservador republicana acepta y defiende el li­bre cambio, y combate, en los más autorizadas órga­nos de su prensa, las ideas retrógradas;

6» El sofisma de autoridad, tomada del ejemplo de las naciones que han progresado a pesar de las trabas del proteccionismo, ea aquí ridículo; aquí, en donde lo hemos visto no sólo infecundo, sino funcio­nando como rueda hidráulica que se mueve contra la corriente;

7» Al mismo tiempo que hemos visto esa infecun­didad, la gran revolución industrial de 1846 a 1851 ha dejado conocer de qué modo la Nación quiere tra­bajar. Con su poderosa iniciativa, a pesar de loa de­sastres de la anarquía, ha transformado su industria y la ha desarrollado rápidamente por medio de la agricultura;

8» Aun en los Estados centrales de la altiplanicie, es en la agricultura en la que ellos han mostrado ver­dadera energía y fecundidad, porque, si bien su in­comunicación no les permite exportar en escala con­siderable, el comercio con los Estados exportadores ha crecida y crecerá en proporción del mayor desa­rrollo de éstos;

9* Si ese comercio interior, cambio espontánea de producciones entre los Estados, es para tilos un vínculo de armonía, la protección a la industria fa­bril será un elemento de antagonismo, pues que se obligará a los Estadas exportadores a sufrir un gran

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trastorno en sus relaciones comerciales con el exte­rior. Ese trastorno tenderá a restringir su produc­ción y sus consumos, y, en resumen, será una contri­bución excepcional que se les obligará a pagar, por el indirecto medio de la tarifa, o bien al tesoro, sin provecho para los protegidos, o bien a éstos, con pér­dida para el tesoro;

10» Bajo el régimen central la capital de la Re­pública podía tener pretensiones dominadoras; pero la Constitución federal dota a los Estadoa con la in­dependencia suficiente para atender a sus intereses, dentro de los límites de sua facultadea. Si el poder federal tiene la facultad de crear una contribución sobre los consumas para hacer los gastos comunes, no se le ha delegado ninguna facultad para gravar a unos Estados en beneficio de otros, ni a la mayoría general en beneficio de algunos individuos. Por con­siguiente, la ley nacional de protección es anulable por las legislaturas de los Estados;

11» Debe excluirse de la política federal toda medi­da que, como la de protección, tienda a localizar los intereses, a demarcarlos en el mapa de la República. La anarquía no nos ha disuelto, porque nos queda el vínculo del odio que se profesan los partidos y el del presupuesto de rentas y gastos; pero el día en que las cuestiones no sean meramente políticas, eaos vínculos quedarán rotos y se caminará a la separa­ción;

12* La misma exclusión conviene respepto de las cuestiones sociales. Las relaciones entre loa particu­lares, el cambio y los contratos a que da lugar, son asuntos reservados a los gobiernos de los Estados. El antagonismo entre clases sociales ea mero artifi­cio en un país en qne entran y salen diariamente de

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LA PEOTBOOIÓN

las clases ricas y de laa pobres todos loa que son in­dustriosos o indolentes, disipadores o frugales.

La verdadera protección, aquélla por la cual cla­mamos todos los colombianos amigos del orden y de la libertad, o de la libertad en el orden, es la de le­yes justas, que se cumplan por gobiernos y ciudada­nos. Nuestro gran problema es crear la paz, matar la guerra. Esta no sólo destruye nuestra riqueza y envilece a nuestras ciudadanas, sino que ya los de­grada con vicios que se desarrollan en inmensa esca­la. En la última guerra 60,000 compatriotas se acos­tumbraron a la vida de loa campamentoa, y es de és­tos de donde salen los vicios del juego y de la bebi­da, a inutilizar, durante la paz, a los que no perecie­ron o quedaron in válidos durante la guerra.

Entre loa partidas hay unos diez o doce mil ma­melucos de sable o de pluma, que son los que en rea­lidad gobiernan, nuestros verdaderos y únicos explo­tadores. Elloa ae aobreponen a sus copartidarios con la funesta máxima de: "Con nuestro partido, con ra­zón o sin ella"; desterrando así la noción de la pa­tria. El bey, a quien nombran cada dos años, entra lleno de buenas intenciones a ejercer su empleo, y sale calmado de ignominia, porque loa mamelucos saben imponerle su voluntad. Bajo este régimen no hay gobiernos de Estadoa, sino satrapías efímeras, sostenidas por la fuerza o el fraude en la mayoría de ellos.

En la actualidad se ha enarbolado la bandera de la regeneración administrativa, encargándose ésta a uno de los administradores máa hábiles que ha teni­do el paía, que ha desempeñado todas las Secretarías de Estado y conoce todos los resortes y todos los vi­cios de la administración. Esa bandera ha triunfa-

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do por medios poco en armonía con el principia pro­clamada, pero los vencedores se declaran resueltos, por boca de su jefe, a practicar la justicia y la tole­rancia. El partido conservador asume una actitud benévola, porque se le han dado prendas de paz, en tanto que el partido llamado hoy vencida se muestra resuelto a conservarla, confiando en la vitalidad de eus principios. La ocasión es, pues, solemne para el partido independiente y para el señor Núñez. Ellos pueden hacer barato el Gobierno de la Unión y el de los Estados, pues siendo justos, nada más que justos y respetuosos para con los vencidos, esos gobiernos no necesitarán más que un pequeño ejército federal para defenderse de ataques parciales. El partido ra­dical no pensaría en estrellarse contra dos partidos, en posesión de la legitimidad y de los parques y las rentas nacionales, sino en el caso de verse obligado a rebelarse contra un régimen que le cierre las puer­tas del sufragio.

Reducidos a uno solo los diez ejércitos que ha ha­bido en la República, habrá sobrantea para atender a las mejoras materiales, con tal que el dejar hacer penetre en las cámaras e impida que los caudales pú­blicos se prodiguen en gracias de todo género, pues todos quieren ya vivir del tesoro, con infinidad de pretextos. Comparado el presupuesto de los gastos que se votan con loa asuntoa delegados al Gobierno de la Unión, resulta que en éstos se invierte la menor parte de laa rentas. Así será imposible el gobierno. El señor Núñez y la parte más ilustrada del partido independiente, deben ser firmes en sus propósitos, y firmes para con aquéllos de sus auxiliares que traten de descarrilarlos. El Presidente pedía un banco na­cional que no violase derechos adquiridos, ea decir, la Ubertad ya adquirida de establecer bancos parti-

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LA PROTECCIÓN Wít

cularea, y se le confecciona uno en que ya se procla­ma al Gobierno como supremo y privilegiado dispen­sador del crédito. Pide protección aduanera para in­dustrias fecundas, teniendo probablemente en su mente la industria generadora de todas, la fabrica­ción del hierro, y se le arregla un proyecto de pro­tección para artículos destituidos de fecundidad. Y lo peor de todo es que, so pretexto de defender esos proyectos, se lanzan como principios de la ciencia nuetm las vejeces del desacreditado socialismo. Con­tra las conquistas hechas por el género humano des­de la aparición del cristianismo, conquistas ya con­signadas en el artículo 17 de la Constitución federal, se levanta la doctrina mal comprendida del interés social, como negación de derechos que Dios ha dado al hombre y que, por tanto, son de derecho divina: son anteriores a toda ley humana, y superiores a ella en el campo de la verdad y la justicia.

Qne el señor Núñez se esfuerce en dirigir a esos auxiliares por el camino derecho, ahora que goza de la autoridad moral de los primeros meses de la Pre­sidencia, a fin de salvar al país de nuevas causas de intranquilidad, y de salvar su nombre de una repu­tación funesta!

Mayo 29 de 1880.