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55 SEGUNDA PARTE LA FORMACIÓN DE LAS VIRTUDES EN EL EDUCANDO En la primera parte de este trabajo hemos visto la definición de educación, tanto en su aspecto etimológico, como en el llamado "real". La conclusión era que la educación hace referencia a un perfecciona- miento, a un "más" en el ser humano. Dicho perfeccionamiento tiene su incidencia en las facultades pro- piamente humanas que son las del entendimiento y las de la voluntad. Por este camino se llegó a la formación de hábitos buenos o virtudes. Tal sería el cometido específico de la educación. Al tratar sobre los fines de la actividad educativa también concluía- mos en que tales eran ayudar al educando a que se perfeccione intelec- tual y volitivamente, esto le dispondría a ser más libre para mejor po- der entregarse, es decir amar, todo ello remitido a un fin ulterior de la educación que es el del conocimiento y amor a Dios. En esta segunda parte del trabajo nos ocuparemos de las virtudes propiamente humanas: las virtudes intelectuales y las virtudes morales. Antes de entrar en el tratamiento de cada una en particular, nos parece conveniente señalar algunas cuestiones previas.

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SEGUNDA PARTE

LA FORMACIÓN DE LAS VIRTUDES EN EL EDUCANDO

En la primera parte de este trabajo hemos visto la definición de

educación, tanto en su aspecto etimológico, como en el llamado "real". La conclusión era que la educación hace referencia a un perfecciona-miento, a un "más" en el ser humano.

Dicho perfeccionamiento tiene su incidencia en las facultades pro- piamente humanas que son las del entendimiento y las de la voluntad. Por este camino se llegó a la formación de hábitos buenos o virtudes. Tal sería el cometido específico de la educación.

Al tratar sobre los fines de la actividad educativa también concluía-mos en que tales eran ayudar al educando a que se perfeccione intelec-tual y volitivamente, esto le dispondría a ser más libre para mejor po- der entregarse, es decir amar, todo ello remitido a un fin ulterior de la educación que es el del conocimiento y amor a Dios.

En esta segunda parte del trabajo nos ocuparemos de las virtudes propiamente humanas: las virtudes intelectuales y las virtudes morales. Antes de entrar en el tratamiento de cada una en particular, nos parece conveniente señalar algunas cuestiones previas.

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A. ACTITUDES BÁSICAS EDUCATIVAS

Cuando se dice que educar es ayudar al educando a perfeccionarse, suele aparecer una pregunta que es la siguiente: ¿Cómo hacer para ayu- dar al alumno sin suplantarlo?. Porque la educación, si quiere ser tal, tiende a realizarse desde "dentro", pero hay que saber "entrar" en el mundo del educando, aquí se precisan algunas condiciones; mencio-naremos algunas:

1. Confianza en el educando.

La confianza supone una esperanza firme en las posibilidades de mejora que tiene el educando, ¡en cuántos casos esta confianza ha impulsado al alumno a ser mejor!. Se trata de conocer al educando individualmente, conocer sus cualidades y sus defectos y animarle con alegría a la consecución de alguna meta en concreto.

La confianza conlleva el amor que no tiene porqué ser condes-cendiente, sino que es un amor inteligente, pero que justamente por eso sabe dar los estímulos convenientes. Al decir: “Creo en tí”, "Tú puedes hacerlo", etc., se está en cierto modo obligando al educando a que lo haga así, a que no nos defraude.

A menudo la confianza no se manifiesta tanto en palabras como en actitudes, se trata de una sonrisa, de un gesto, de una pregunta, etc. Quizá no haga falta estar repitiéndole siempre al educando: "Con- fío en ti, tengo muchas esperanzas en tí", etc.

Sin embargo, dicen mucho más el hecho de encargarle un asunto para el que se sabe está preparado el educando, o de plantearle una me- ta accesible, o decirle en los éxitos: "Sabía que lo harías", "Estaba se-guro de que lo lograrías", etc. y en los fracasos, cuando el educando ha fallado: "Algo te ha pasado", "Tú no eres así", etc.

Hace mucho daño mostrar desconfianza en el alumno sobre todo si es un joven o es todavía un niño. Precisamente porque entonces to-davía no han logrado un adecuado equilibrio, y son muy sensibles a lo que les digan.

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El decirles: “Tú no sirves para nada”, “Ya sabía que no lo podrías hacer”, etc., lo que hace muchas veces es aumentar la inseguridad, o crear complejos de inferioridad, o paralizar unas posibilidades que en otro caso, en un ambiente de confianza, tendrían un desarrollo ade-cuado.

La confianza va de la mano de la comprensión, que conlleva un fi- nísimo tacto pedagógico. Se trata de una comprensión rápida del esta-do psíquico del educando y de los factores que influyen en su situación. Se tienen en cuenta las posibilidades inmediatas, las que se poseen en ese instante y también los recursos o medios de los cuales valerse para ayudarle, así como el descartar los menos convenientes en razón del más adecuado.

Para ello es necesario tener una visión clara y exacta del modo de ser peculiar de cada educando. Ello supone no tanto la posesión de una notable habilidad para el análisis psicológico y su interpretación cuanto una facultad de compenetración.

Es evidente que ello supone entonces la amistad, el hacerse "una sola alma" con el otro. La amistad es a lo que tiende la educación, en-tendiéndose por amigo no sólo al padre sino al educador.

Por otra parte, es de notar que esto lo perciben muy bien los edu- candos. Los jóvenes, por ejemplo, tienen una fina percepción para sa-ber hasta qué punto o hasta dónde somos capaces de llegar o hacer por ellos. De ahí nace la frase "me inspira confianza", "sé que no me va a fallar", etc.

Sin apostarlo todo al conocimiento psicológico, sí podríamos decir que suele ayudar el tener unas cuantas nociones sobre los elementos que constituyen el temperamento, la personalidad, etc., así como una suma-ria relación, inclusive a grandes rasgos, de las características propias de cada etapa del desarrollo humano.

La individualidad es el conjunto de peculiaridades corporales, pero principalmente psíquicas por las que el ser humano es “fulanito de tal" independiente de los demás, es decir, perfectamente diferenciado.

Cuando esas peculiaridades individuales se consideran como atri- buibles a la herencia y al influjo del ambiente, se denomina carácter. El carácter en cierta medida nace, pero en buena parte va cambiando con la experiencia y la educación.

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La persona humana es el núcleo ontológico del individuo que tiene

conciencia de sí mismo, se autodetermina libremente y sabe responder de las consecuencias de sus actos. A la persona le son atribuibles unos actos propios, diferentes de los de otra.

No nos detendremos en la consideración de los diferentes caracte- res, o los diferentes "tipos" como se llaman. Sí podríamos destacar la importancia de un elemental conocimiento en esta área, para conocer mejor a los educandos, respetarlos y ayudarlos eficazmente.

Existen, entonces, caracteres diferenciales en los educandos que hay que tener en cuenta para educar de modo diferente también. Así el nervioso necesita de modo especial tener educadores pacientes y ge-nerosos, que no se enfrenten con él cuando está enojado, que le den encargos fijos y concretos, etc., que le ayuden a autocontrolarse, con serenidad.

El flemático, en cambio, necesita que "lo empujen", que lo lancen a la vida sin vacilaciones, con firmeza, etc. También podríamos agregar que es diferente un niño de un joven, o de una persona adulta. A ve- ces se suele considerar al niño como un adulto en "miniatura" y se pre-tende tratarle y exigirle como tal, con lo cual se obstaculiza su desarro-llo.

Con respecto al joven, por ejemplo, ayuda a conocer sus caracte-rísticas para no caer en la excesiva dureza o blandura respecto a él. Así, cuando el joven muestre una preocupación extremada por defen-der su libertad, se sabrá ser lo más perspicaz posible para no ceder en lo que no se debe ceder, mostrándose a la vez serenamente impasible y hasta benévolo.

2. Actitud abierta y positiva. Esto se tiene que lograr en los pequeños detalles mucho más que

la comprensión o la confianza. “Se trata de decir las cosas no en negat.-vo, prohibiéndolas, sino al contrario en tono positivo”. En lugar de decir: "No grites", decir: "Si hablas en un tono más bajo te podremos oír mejor".

Esta actitud se encuentra en tantos y tantos detalles, en los comen- tarios, en que se trae a colación siempre la parte positiva de un suceso, de una persona, de una cosa, etc. Se puede resaltar siempre el lado po-

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sitivo de un asunto, sin que ello quiera decir que se cierren los ojos a lo que pueda tener de negativo, sino que antes de referirse a éste se haya dado cuenta de lo otro.

Para ello es conveniente enseñar a tener ideales, especialmente a los jóvenes. Es un buen principio de la lucha interior el ponerla lejos de las posibles tentaciones o debilidades, de modo que la fuerza positiva de la meta atraiga y entretenga al joven de tal manera que no necesite plan-tearse actos ruines o no tenga tiempo para ello.

Se trata entonces de una gozosa afirmación, no de una raquítica ne-gación. Se trata de "otra órbita", de otro "status" al que se llevan to- das las aspiraciones, las luchas, etc.

La actitud negativa de los educadores está muy relacionada con unos valores que hay que tener en cuenta y con unos criterios de juicio que sean coherentes con esos valores. Se suele hablar, a veces demasia- do, de lo mal que está la sociedad, del ambiente tan perjudicial que reina, etc.

Es verdad que no se puede cerrar los ojos a la realidad, pero ésta no sólo tiene su lado oscuro sino que también tiene posibilidades y cosas muy buenas. Lo importante es el contar con unos valores y ajustar a ellos unos criterios de juicio.

Inclusive, una necesaria actitud preventiva en los educadores tiene que estar fundamentada en la bondad de unos valores que hay que mos- trar como convenientes y atractivos. Así, por ejemplo, sucede cuando se educa al alumno en el amor a la verdad, en el orden, en la limpieza, en el amor a la vida, etc.

Ello exige que los padres conozcan estos valores, no sólo para que los sepan distinguir y jerarquizar, sino también porque ello les dará una cierta serenidad y paz producto de la certeza, de la seguridad de estar en lo cierto, tal actitud serena, firme y alegre influye mucho en la edu-cación.

Por eso es que es tan importante la reflexión, el hábito de la pon-deración, la virtud de la prudencia. Se suele decir que la vida de hoy es muy agitada, que no deja lugar a la reflexión, la que se ha llegado a con-siderar casi como un lujo.

Sin embargo es necesaria la reflexión, precisamente porque se tiene entre manos muchos quehaceres. Actitud positiva no quiere decir ac-

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titud superficial o alegremente descuidada. La actitud positiva es abier-ta, pero abierta a los más altos valores.

La actitud positiva es optimista, pero no porque cierre los ojos a la realidad y se asiente en una esperanza cómoda y hasta necia, de quien piensa que las cosas se arreglarán "de milagro" y no se sabe por quién o por quienes. Su esperanza tiene raíces muy profundas y supone un es-fuerzo de asimilación y de conformación con unos fines con unos valo-res, no cualquiera, sino bien especificados y enriquecidos con unos cri-terios de actuación que se ponen en juego en la vida práctica.

Cuando se tienen bien fundamentados unos fines, unos valores, en-tonces es posible poder señalar unas vías de mejora al educando, enton-ces es posible ir abriéndole, gradualmente, en el panorama horizontes cada vez más dilatados.

Entonces también es posible aumentarle los objetivos de acuerdo a su capacidad. A veces se comete el error de pedirle poco a quien po-dría dar mucho y pedirle mucho a quien no puede con todo ello. En el primero se estancará el desarrollo personal cuando no degenerará; en el segundo, lo que se conseguirá será desanimar, cuando no desesperar o “romper" al educando.

Muchas veces no se aumentan o no se dosifican los objetivos, por-que se los desconoce o porque nunca se "ha tenido tiempo de pensar en ellos". Al respecto lo que podríamos decir es que la influencia del educador respecto del educando siempre se va a dar, de modo que no cabe un desentenderse y decir: "pero si no le hago ningún daño".

Y se podría responder: pero si no se trata de no hacer daño, que eso ya lo podría decir, si pudiera, una piedra que no se encuentra en medio del camino por donde pasa el educando. De lo que se trata es de ayudar, de educar precisamente. Y ahí no cabe el evadirse.

No es posible que el educador se contente con que los educan-dos sean "buenos", entendiendo la bondad con una bondad natural o con una bondadosidad. La bondad en el ser humano tiene unos re-querimientos que le son propios.

De lo contrario, se podría decir que están al nivel de unos zapa-tos "buenos", o de una fruta que está "buena", o de una mesa, etc. La bondad en el ser humano entraña perfección y ello se debe no sólo a la noble naturaleza de las facultades humanas, sino también al hecho de que aquellas con toda su nobleza son falibles.

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Cuando se reconoce toda la grandeza y toda la miseria de que es capaz el educando como ser humano, entonces es posible que sur- ja una actitud abierta y positiva, confiada en el alumno. Ello va unido también a una virtud fundamental que es la prudencia.

3. Actitud prudente. Se tiene que educar a los alumnos cara a unos fines, a unos valores.

Pero no se trata de cualquiera, sino que habíamos dicho que estaban es-pecificados y que había que detenerse en el conocimiento de ellos, en su profundización. Entre otros motivos, porque había que "bajárselos" a los alumnos, atendiendo a la individualidad de cada uno, a su capaci-dad, etc.

Todo ello es posible si el educador se ha ejercitado en la virtud de la prudencia. Se entiende, a veces, parcialmente lo que es la pruden-cia, o mejor dicho se la confunde con la mediocridad, con el abstener- se de actuar por miedo a comprometerse, como "un justo medio" que nace del cálculo egoísta y no de la virtud, con un hacer lo estrictamente indispensable para "quedar bien", etc.

En otro momento trataremos lo que es esta virtud con un poco más de amplitud. Lo que consideramos que es necesario en estas cuestiones previas que estamos tratando, es poner el acento en algunas actitudes que podrían darse por parte de los educadores.

En esta línea, una de las cosas que es básica en todo educador es su objetividad. Es conocido el dicho que se expresaba en la Edad Media: "Sabio es el hombre a quien las cosas le parecen tal como realmente son". Esto tiene una profundidad inmensa que no la vamos a desarro-llar porque no es ése el tema principal de nuestro trabajo.

Sí podríamos decir que el conocer las cosas "tal como son" es im-prescindible para obrar bien. Especialmente si se piensa en el educando y en sus situaciones concretas. Algunos educadores piensan que no es fácil ser objetivo y tienen razón, pero no por ello uno se puede desani-mar en la tarea. Es justamente por eso, porque es difícil por lo que hay que procurarla.

Por lo demás, si los educadores tienen que lograr la perfección de los educandos en la virtud, como una de ellas es la prudencia, es evi-dente que no sólo hay que procurarla para dar buen ejemplo, sino que en ella se va todo el acierto en la actividad educativa.

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La prudencia está en la raíz de todo obrar bueno, por ello debe estarlo en el educador para poder conseguir su propio perfecciona-miento y el del educando o educandos que le han sido confiados, y en especial para poder ayudarles a conseguir esa virtud.

Con respecto a la objetividad, es necesario que ésta se ejerza teniendo una conciencia de los principios y una conciencia de la situa-ción. Un segundo aspecto de esta virtud es el de saber juzgar recta-mente y el tercero es el de saber mandar rectamente.

Cuando se habla de juzgar rectamente es necesario tener en cuen-ta que se tiene la tendencia de pre-juzgar y la posibilidad de juzgar mal. Esto va unido con la distinción que tienen que hacer los educa-dores entre el modo de ser del educando y la aceptación de su per- sona y los actos del mismo.

Es lo que se ha venido a llamar la separación entre lo que es la persona y lo que son sus actos, o distinguir "el pecado del pecador", de modo que se acepte a la persona aunque se pueda detestar y com-batir sus actos cuando éstos no son correctos.

Los prejuicios son lo mismo que juicios pero sin fundamento real. Se deben en gran parte a una información incompleta o a una informa-ción incorrecta. Para ello es necesario que los educadores hablen entre sí del educando, que se intercambien opiniones y puntos de vista con los padres, con los amigos.

Es importante juzgar bien, porque los educadores tendrán que sa-ber distinguir qué es lo significativo en una situación dada y qué es lo secundario; del mismo modo tienen que determinar una jerarquía en de-terminados objetivos, etc.

Algo que es importante en toda acción prudente es la información y la consiguiente deliberación. Esto se puede aplicar tanto al educador como al educando que tiene que aprender a informarse adecuadamente y a deliberar.

La precipitación en el juicio hace que una acción sea imprudente. Respecto a los educadores es necesario, en primer lugar, que traten de obtener la mayor información respecto de los educandos. Esta info.-mación puede ser graduada desde los aspectos más generales hasta los más específicos de aquellos con quienes se ejerza una educación perso-nalizada.

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Si se puede obtener información hay que obtenerla. No es verdad que tenga éxito la espontaneidad o la acometida de algo sin previa in-formación. Así, por ejemplo, un educador se encontrará que respecto a alguno de sus educandos las opiniones no son las mismas en varias personas.

Sucede que una misma persona, o un mismo hecho puede ser comprendido de diferente manera por cada una de las personas que tienen que ver con ella. Y entonces distinta será la versión de sus com-pañeros, de los parientes, de los otros educadores, etc.

En esto mismo se puede ayudar al educando a que lo haga, de modo que ante algún asunto recoja varios puntos de vista, con lo cual tendrá más probabilidades de tener una visión más objetiva. Todavía más: que sepa distinguir entre los hechos y las opiniones y que sepa acu-dir a buscar la información precisamente con quien mejor preparado está para dársela.

Otro asunto que, tanto el educador como el educando, es necesario que lo tengan en cuenta y que se ejerciten en él, es aprender a distinguir lo importante de lo secundario y saber enfocar las cosas con criterios prioritarios.

Algo que también se suele dar con relativa frecuencia entre los edu- cadores, es la falta de respeto, que se asienta en el desconocimiento de cómo es cada uno de los educandos.

Habíamos dicho en un comienzo que si no se conoce al educando no se le puede respetar, por lo tanto se pueden cometer con él una serie de atropellos o imprudencias.

Esto no quiere decir que se trate de sobreproteger al educando, cosa que no le haría ningún bien. Sin embargo, a lo que nos referimos es a la falta de prudencia con que puede ser tratado, y la imprudencia está también en las omisiones, cuando por ejemplo se espera demasiado poco y se le exige demasiado poco a quien hay que exigirle mucho.

La falta de conocimiento del educando puede llevar a por ejemplo, la comparación de todos los alumnos de una clase con aquel que es el “mejor" o puede llevar a la inflexibilidad, al rechazo del educando.

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B. LA FORMACIÓN DE LAS VIRTUDES HUMANAS Algunas veces se han considerado parcialmente las operaciones

humanas reduciéndolas a sólo su parte intelectual o sólo a la parte ac-tiva o sólo a la parte productiva.

De ahí ha resultado el identificar el proceso educativo con algún tipo de operaciones humanas, ya sean las intelectuales o las activas o las productivas. En realidad, una adecuada concepción pedagógica no debería tomar al ser humano parcialmente.

No son adecuadas ni una pedagogía centrada en cultivar solamente el saber desinteresado de la vida y de la práctica, ni una pedagogía de signo contrario, la que tiene marcada tendencia al predominio de la ac-tividad externa y del hacer.

El error de tales pedagogías es que identifican el proceso educati-vo con algunas de las operaciones humanas. Sin embargo, el ser huma-no posee una vida espiritual integrada por una unidad de operaciones en que se ponen en funcionamiento todo tipo de hábitos.

Por ello el proceso educativo abarca todas las operaciones humanas en su conjunto, sin reducirse a ninguna, y las ordena según la razón. Es más todavía, el proceso no consiste tanto en las operaciones humanas en sí mismas cuanto que todas ellas son ordenadas por la razón.

1. La formación de las virtudes especulativas. Anteriormente habíamos definido la virtud y entre otras cosas ha-

bíamos dicho que la virtud es cierta perfección de las potencias operati-vas o de las facultades humanas en orden a sus operaciones perfectas. De acuerdo con las operaciones humanas, las virtudes pueden dividirse en virtudes especulativas, virtudes activas y virtudes productivas.

Las virtudes especulativas son aquellas que perfeccionan las facul- tades humanas en orden a la especulación perfecta, las virtudes activas son las virtudes morales y las virtudes productivas son aquellas que están referidas a la producción de artefactos.

Las virtudes especulativas se subdividen a la vez en tres: la inteli- gencia, la ciencia y la sabiduría. Estas son las que perfeccionan al en-tendimiento humano.

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La inteligencia es la que perfecciona al entendimiento humano en orden al conocimiento intuitivo y naturalmente verdadero; la ciencia es la que perfecciona la inteligencia ordenándola al conocimiento dis-cursivo y la sabiduría es la que sintetiza las dos anteriores.

El conocimiento más plenamente humano se da en el acto del jui- cio intelectual. Este puede ser de dos tipos: inmediato cuando se al-canza sin raciocinio previo, es decir directamente. Es la inteligencia.

Cuando el juicio intelectual es mediato, con un discurso previo, se denomina ciencia. Tanto la llamada inteligencia como la ciencia perfec-cionan al entendimiento humano, una con respecto a los juicios verda-deros inmediatos y la otra respecto a los juicios verdaderos mediatos.

a) Los primeros principios. Entre las virtudes intelectuales: inteligencia o intelecto, ciencia

y sabiduría, se considera una cierta jerarquía entre ellas en el sentido de que algunas requieren de otras que les sirven de base.

Existen las llamadas virtudes primarias que son las de la inteligen-cia o intelecto y la sindéresis. La inteligencia que hemos visto antes es el hábito de los primeros principios, especulativos. La sindéresis es el hábito de los primeros principios prácticos.

Por otra parte, toda virtud intelectual que se adquiera como fruto de la investigación o como resultado de un aprendizaje son saberes hu-manos, ciencias que tienen su fundamento y punto de partida en unos pocos principios radicales que son totalmente primarios y por ello inde-mostrables.

Son los hábitos consistentes en tener estos primeros principios y en disponer naturalmente de ellos, los que hacen que el entendimiento pueda adquirir los diversos saberes.

Estas virtudes primarias son hábitos operativos buenos que habi-litan el entendimiento para cualquier operación o actividad científica, por sencilla o difícil que ésta pueda ser.

La ciencia exige demostración y ésta se basa en último término en las verdades indemostrables y absolutamente evidentes, que son precisamente los primeros principios. Estos son el objeto de las virtudes inte-lectuales primarias o naturales.

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Al respecto dice Santo Tomás: "en la naturaleza humana es preciso que exista, lo mismo en lo especulativo como en lo práctico, un cono-cimiento de la verdad que no haya sido buscado, y justamente este co-nocimiento tiene que ser el principio de todo conocimiento siguiente, tanto especulativo como práctico, ya que los principios han de ser más estables y firmes.

De ahí también que tal conocimiento haya de darse en el hombre de un modo natural, disponiéndose así como un cierto semillero de los conocimientos posteriores; lo mismo que en todas las naturalezas pre-existen ciertas semillas naturales de las operaciones y de los efectos que las siguen. Y es también necesario que tal conocimiento sea habitual, “para que se pueda usar de un modo expeditivo siempre que haga falta"1.

De acuerdo con lo antes citado, tenemos que siempre hay que par-tir de una verdad naturalmente conocida, para fundamentar otra. No se puede demostrar a partir de la nada.

Además de poseer tal conocimiento previo a toda demostración, es necesario que su posesión se tenga de modo permanente; de lo contra-rio, había que buscarlo cada vez que se le necesite, de modo que habría que basarse en otro conocimiento que sería entonces el primero, etc.

También es necesario precisar que las virtudes primarias no se pue-den confundir con la misma potencia o facultad intelectiva, porque ésta no tiene por sí misma ninguna actualización de su poder de conocer.

De otra parte, también es necesario determinar el que estos hábitos de los primeros principios son naturales aunque recibidos, por existir en toda naturaleza humana potencias sensitivas, entendimiento agente y facultad formalmente intelectiva.

Entonces sucede que en cuanto que las potencias sensitivas entren en actividad, el ser humano cuenta ya con los materiales que hacen fal-ta para que dichos hábitos existan.

Finalmente, es necesario recordar que el mejor uso de esta facul-tad está de acuerdo con el modo de ser de cada ser humano. Aunque hay una naturaleza específica igual en todos los seres humanos, hay también diversidad de aptitudes para el buen uso de ella, en este caso del entendimiento humano.

1 De Veritate, q. 16. art. 1.

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b) La ciencia y los modos como se adquiere la formación intelectual Es evidente que la capacidad de ciencia que tiene el hombre, o di-

cho de otro modo, su operación cognoscitiva (discursiva o no) carece de un poder intuitivo suficiente para abarcar con una sola mirada todo el ámbito de los conocimientos.

Es verdad que conoce, en algunos casos, su objeto intuitivamente; pero las limitaciones constitutivas del entendimiento humano le obligan a pasar de unos conocimientos a otros mediante actos sucesivos.

La naturaleza discursiva del conocimiento humano presupone en primer lugar cierta sucesión de actos que van en una dirección determi-nada desde lo conocido hacia lo desconocido2. Por ello es indispen-sable en la estructura del discurso que lo conocido ejerza una influencia causal en el conocimiento de lo desconocido3.

Este es el procedimiento seguido en todo conocimiento científico: los primeros principios aparecen con evidencia inmediata al entendi-miento y esta evidencia la aplica después nuestra potencia cognosciti- va para esclarecer las conclusiones, de las que a su vez esclarecidas ellas, podrá pasarse a fundamentar otras nuevas conclusiones en un proceso complejo.

Por lo tanto, la ciencia no puede consistir en una serie de conoci-mientos yuxtapuestos entre sí. De acuerdo con la Filosofía tomista ad-mitimos que la ciencia tiene estructura discursivo-racional4.

Precisamente y puesto que enseñar consiste en ayudar a otro hom-bre a adquirir el saber, la función del maestro es subsidiaria respecto al discípulo. Por ello el aprender no es un puro recibir sino una verdadera actividad que el educando ejerce con el auxilio y el concurso del maestro.

En este caso del aprendizaje, el discípulo aprende en cuanto que posee una potencia activa natural de adquirir el saber, pero no sólo aprende en virtud de esa potencia, sino en cuanto que cuenta con la ayuda del maestro.

2 Cfr. De Veritate, q. 15, art. 1, in corp. 3 Cfr. Ibídem, q. 8, art. 15, in corp. 4 Cfr. Ibídem. q. 11, art. 1, in corp.

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Santo Tomás compara la ayuda que presta el maestro al educando, en el aprendizaje, a la ayuda que ofrece el médico en relación a los en-fermos:

"Hay ciertas artes en cuya materia no existe un principio agente de la producción del respectivo efecto, como ocurre en el arte de edificar, pues no se da en las maderas ni en las piedras potencias activas que pro-duzca la estructura de la casa, sino tan sólo una capacidad pasiva.

Pero hay otra clase de arte en cuya materia existe cierto principio activo que mueve a la producción del correspondiente efecto, como se ve en el caso de la medicina, pues en el cuerpo enfermo existe un prin-cipio de curación.

Y en consecuencia, el efecto de un arte de la primera clase no lo produce nunca la naturaleza, sino que siempre es artificial, como ocurre en todas las cosas. En cambio el efecto de segundo género de arte pue-de darse por medio del arte o por la sola naturaleza, ya que muchos se curan por la operación de la naturaleza, sin, el arte de la medicina.

Ahora bien: en todo lo que se puede hacer tanto por medio del arte como por la naturaleza sola, el arte imita a la naturaleza; pues si alguien está enfermo por el frío, la naturaleza le cura calentándole; y de ahí que si el médico tiene que curarle, lo haga suministrándole calor. Y a esta clase de arte se asimila el arte de enseñar"5.

El arte imita a la naturaleza, procede igual que ella. Pero así como la naturaleza es un principio intrínseco de actividad en el ser que la tiene, el arte, en cambio, es un principio extrínseco para el ser al que se aplica. Y aunque este principio extrínseco imita, como se ha dicho, el modo de proceder que corresponde al intrínseco, su función no es la misma, sino tan sólo la de un agente coadyuvante, o sea la de una causa auxiliar.

Por eso si se considera una cierta artificialidad en la enseñanza aquella es muy distinta de la que pertenece a la edificación. En ésta hay que contar con la naturaleza de los materiales, pero no son un agente de la edificación: no poseen de suyo ningún poder activo para producir, la obra, cosa que no ocurre en la enseñanza o aprendizaje.

Cabe hablar por tanto de la función directiva del maestro con res-pecto al alumno. El maestro conduce y guía al alumno, facilitándole

5 Contra Gentiles, Lib. II, cap. 75, ad. 3.

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el acceso a la verdad y previniéndole o desviándole del error. No obs-tante, la causa principal del aprendizaje, es el mismo educando.

El quehacer del maestro es poner al alcance del alumno lo que ne-cesita para que se de la génesis de la adquisición del saber. Este proceso consiste, como habíamos indicado anteriormente, en partir de lo cono-cido a lo desconocido, en lo cual se alumbra el saber.

Una de las notas características del proceso del aprendizaje es la ayuda que el maestro ofrece al alumno. Esta ayuda consiste en primer lugar en presentar a la consideración del alumno los principios que él ya conoce.

De este modo lo que hace el maestro es actualizar el hábito que ya posee él, bien sea porque se trate del hábito de los primeros principios que es enteramente natural, bien porque posea unos principios interme-dios que, aunque no son por completo originales, sí tienen algo de ellos puesto que dimanan de aquellos.

Con esto lo que haría el maestro sería volverlos a poner ante el dis-cípulo que ya los poseía. Es más, el maestro puede ayudarle de esta se-gunda forma: llevando los principios a las conclusiones, es decir, hacién-dole ver al educando cómo se pasa de los unos a las otras.

Finalmente, al proponer los ejemplos sensibles el maestro suminis-tra unas imágenes que el entendimiento agente del discípulo puede uti-lizar para formar los conceptos integrantes de dichas conclusiones.

Por ello es que el efecto propio del maestro no puede ser el adoc-trinar al discípulo si éste no usa lo que aquél le da, incorporándolo, a su facultad de entender de una manera vital y activa.

Lo más que puede hacer un maestro es, en el caso del aprendizaje, mostrar al alumno el nexo entre los principios y las conclusiones. Sin embargo, aún esto no determina en el alumno la adquisición del saber si el alumno no lo comprende.

El maestro se vale de palabras, éstas no producirían ninguna cien-cia, si el discípulo mismo no empezara por conocer su significación. La actividad del que aprende empieza, dentro del plano lógico, por ha-cerse cargo de las palabras que llegan hasta él.

La palabra al ser oída o vista, funciona como un signo y remite, por tanto a su significado. Por lo que este remitir supone en el oyente un papel activo. Esto es muy importante porque la actividad del educan-

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do es tal que tiene que ir reproduciendo en su interior los actos de inte-lección correspondientes a los que hace el maestro.

Esto mismo hace considerar importante la función que desempeña el maestro, que aunque si bien es cierto que es subsidiaria, también lo es que el modo como sepa poner en actividad la mente del alumno es en gran parte responsabilidad suya.

De ahí también que toda enseñanza en que no se usen o no se arti-culen bien las palabras, o en la que se digan frases sin coherencia o sin argumento, o en la que quede ausente la explicación de cómo el pro-fesor ha llegado a las conclusiones que expone; en tal enseñanza no se puede culpar a la materia de aburrida o incomprensible, sino en una buena parte habría que responsabilizar de ella al profesor que la enseña o, que mejor dicho, no la sabe enseñar.

Sin considerar que es bueno que el alumno lo reciba todo fácilmen-te sí podemos afirmar o más bien preguntarnos: ¿No estará el fracaso de tantos alumnos, su aversión a tales materias, en el modo que se ha empleado al enseñarlas?.

Finalmente, y por lo que toca a la formación intelectual de la persona humana tenemos que agregar el que toda buena educación inte-lectual, tiene que disponer al educando para que una vez terminada la etapa del aprendizaje, llamada también disciplina, esté en condiciones de disponerse a seguir perfeccionando sus facultades intelectuales por sí solo, con la ausencia del maestro.

Sin embargo, esa tarea tiene sus fundamentos en la enseñanza cuan-do el educador ha ido ayudando al alumno a que se habitúe a un cono-cimiento adecuado de las cosas, a que sepa buscar las causas de ellas, que sepa llegar de unos principios a unas conclusiones, etc.

e) La virtud de la sabiduría. El afán de saber es algo natural en el hombre. Todo ser humano

necesita descubrir el sentido de su vida, que le dé una coherencia, y un equilibrio en su actuar. Esta exigencia encuentra su cumplimiento en la sabiduría que es la virtud que lleva a considerar las cosas desde la causa última de toda la realidad.

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Se suele considerar una sabiduría teórica y una sabiduría práctica. La educación tiende a conseguir, en la medida que le corresponda, tanto la una como la otra, teniendo en cuenta el desarrollo del educando.

Ello no quiere decir que no se hagan esfuerzos para ayudar al edu-cando a adquirir el hábito de la sabiduría, porque puede alcanzarse la verdadera sabiduría aún sin el estudio exhaustivo y sistemático de la causa última de las cosas.

Lo que sí está más en las manos del educador, es ayudar al educan-do a que relacione los conocimientos variados que va teniendo con unas causas últimas (la última de todas ellas es Dios) y que se refiera a una Primera Causa en la que sepa que están fundamentadas todas las cosas.

Así, por ejemplo, en el plano teorético una cosa que entienden bien los alumnos, en especial los más pequeños, es que hay una primera cosa que mueve todas las demás. Esto pudiera parecer muy burdo, pero es algo que ayuda a referir una multiplicidad de cosas a sólo una que es la fundamental.

Se dirá entonces al niño que así como en un tren se necesita de una locomotora que tire de unos vagones los cuales no se moverían si aqué-lla no existiera, así también, el mundo, el universo en su totalidad, nece-sita de algo que le mueva y que a él mismo no le mueva nadie.

A medida que va creciendo el alumno se puede ir ayudándole a que profundice un poco más en esta tarea y que relacione los conocimien-tos, etc. Pero éste es un hábito que como los otros se puede ejercitar a través de toda la vida.

De lo que se trata es de una visión del universo, que hay que tratar de que en el educando sea cada vez más profunda, tanto en el ámbito teórico como en el práctico. Se llama sabio a quien posee un saber cier-to y fundamentado acerca de las verdades más profundas y, por ello, es capaz de conducirse a sí mismo y a los demás.

Se ha dicho también que al niño o al joven, le falta mucho para ad-quirir la verdadera sabiduría y puede ser verdad esta afirmación, pero sólo en cierto sentido en el de la completitud de ese hábito respecto a su objeto.

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Sin embargo, respecto al sujeto, al propio educando, sí puede con-seguirse el que éste ordene y juzgue sus conocimientos, respecto a una Primera Causa que es el fundamento de la realidad.

Algo que puede ayudar a los educandos es plantearles directamente las cuestiones fundamentales. El educador tendrá que ser lo suficiente-mente perspicaz para lograr que el alumno se plantee las cuestiones acerca de su origen, de su ser, de su destino. Es necesario saber plan-tearlas de acuerdo a la capacidad de cada uno y luego ayudarle a acer-carse progresivamente a la respuesta más profunda de esas interrogantes.

Otras veces es el mismo alumno el que se las plantea y ahí es impor-tante no ahogar sus inquietudes, sino darle una respuesta adecuada o que le aproxime a una respuesta más plena, haciéndole ver que luego entenderá con más profundidad tales temas.

En todo caso, conviene ayudar al educando a profundizar, a no quedarse en las apariencias de las cosas, a no perderse en la multiplici-dad de datos, sino a aspirar a una unidad de conocimiento que le ayude a integrar los datos dispersos.

2. La formación de las virtudes morales. En realidad se puede poseer las virtudes intelectuales: el hábito de

los primeros principios, la ciencia, o hábito de estudiar las cosas desde sus causas hasta sus consecuencias y la sabiduría, o hábito de conside-rar las cosas desde la Causa Primera; sin embargo, todavía aquí, especial-mente si sólo se poseen la inteligencia y la ciencia, no es posible consi-derar el hombre enteramente bueno.

Los hábitos intelectuales dan la capacidad de obrar bien, pero no aseguran el recto uso de esa facultad. Así por ejemplo, alguien puede usar la ciencia o la técnica para hacer el mal.

Puede una sociedad tener científicos o técnicos muy competentes capaces de hacer el desarrollo material de la misma, si están comidos por la indolencia, o por intenciones menos rectas todavía, son capaces no sólo de dejar de aportar a ella, sino de destruirla, tanto más cuanto que poseen el secreto de la técnica en sus manos.

Por eso, porque el hombre no puede ser bueno solamente respecto a algo o según algún aspecto sino que debe ser enteramente bueno, es

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porque tienen mucha importancia las virtudes morales. No cabe, el te-ner la virtud moral de la prudencia y usarla mal, o no cabe tener la vir-tud moral de la justicia y emplearla para el mal, etc.

Las virtudes morales se suelen dividir en: prudencia, justicia, forta-leza y templanza; se les llama también virtudes fundamentales, porque de ellas derivan otras.

a) La educación de la prudencia. a. 1) Sobre la virtud de la prudencia. La virtud de la prudencia aunque es intelectual por el sujeto es mo-

ral por su objeto y por tener la rectitud de la voluntad como un re-quisito esencial. El acto principal de la prudencia no es el juicio sobre lo que se ha de hacer, sino el imperio por el que guía a las demás poten-cias según la ley moral. La prudencia no puede cumplir su tarea si el hombre no quiere comportarse bien.

La prudencia suele definirse como "recta ratio agibilium", la recta medida de lo que se ha de obrar. Inclina a la inteligencia a juzgar de acuerdo con la norma moral, acerca de los actos concretos de los apeti-tos (sensible y voluntario)

La prudencia es como el auriga con las demás virtudes, pues sin ella no se podrían llevar a cabo, en la práctica, aún teniendo buena volun-tad; porque no basta querer obrar bien, sino que hay que saber y apren-der a ser justo, a ser fuerte, a ser templado, etc.

Hay que saber, por ejemplo, cuál es el punto medio entre la brus-quedad y la adulación para tratar a una determinada persona, con unas determinadas circunstancias y costumbres, etc.

Con la prudencia se aprende a hacer que la comprensión no degene-re en complicidad con el mal, y para que la fortaleza no devenga en ter-quedad o intransigencia cerril, etc.

Las resoluciones o actos de imperio de la prudencia, de los que na-cen para brotar a la realidad nuestras operaciones libres, toman sus elementos de dos fuentes distintas: de los principios universales de la razón y de la situación concreta sobre las que se sitúa la acción moral.

Los "principios universales" de la razón práctica son revelados al hombre por medio de la sindéresis en la cual se funda todo acto de im-

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perio o resolución particular, del mismo modo como se apoya en los principios supremos del pensar teórico- todo juicio enunciativo parti-cular.

En aquella sentencia que da la sindéresis el conocimiento universal del bien toma una modalidad preceptiva: "Hay que amar y practicar el bien".

Sin embargo, la prudencia no se refiere sólo a los últimos fines di-rectamente, sino a las vías conductoras a aquellos fines. Su función más peculiar no es la contemplación de esos "principios universales" cuanto la de referirse al plano de los "caminos y medios" que es el de la última y concreta realidad.

Por otra parte, la unidad viva de sindéresis y prudencia no es otra cosa que lo que solemos denominar "la conciencia".

La prudencia, es decir la razón práctica perfeccionada por la virtud de la prudencia, es, vale decir, la "conciencia de situación" a diferencia de la sindéresis o conciencia de principios.

En su condición de "recta disposición" de la razón práctica, la pru-dencia ostenta, como dicha razón un doble aspecto: Es cognoscitiva e imperativa. El conocer es el que mide a la acción que se desarrollará luego: la ordena.

A pesar de que el conocimiento de la realidad sea muy importante para la prudencia, sin embargo lo esencial para ella es que este saber de la realidad sea transformado en imperio prudente, que inmediatamente se consuma en acción.

La transformación del conocimiento de la verdad en imperio o re-solución prudente, pasa por diferentes grados: la deliberación, el juicio y el imperio. Los distintos modos en la imperfección de tal transforma-ción constituyen paralelamente los distintos tipos de imprudencia.

Por ejemplo, el que falla en la deliberación no es prudente; si no se para a considerar detenidamente la situación concreta, si obra preci-pitadamente, no puede ser prudente. Si en la deliberación conviene demorarse, la acción deliberada debe ser rápida. Por otra parte, la visión sagaz y objetiva frente a lo inesperado se denomina solertia, que es uno de los ingredientes de la prudencia perfecta.

Un segundo modo de imprudencia es la inconstancia. Este vicio corta el paso en su fase más decisiva al proceso de transformación del

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conocimiento de la verdad en el "orden" de la prudencia. La delibera-ción y el juicio se hacen en este caso inútiles.

La perfección de la virtud de la prudencia depende de ciertos requi-sitos que son los siguientes: En primer lugar, la prudencia como conoci-miento de la situación en que se mueve la acción concreta, implica apre-hender en silencio, objetivamente, la realidad.

Junto con esta aprehensión está el contar con la experiencia, la que no es posible eludir ni reemplazar ni por una visión general, ni siquiera por la fe.

Tres son las condiciones requeridas para obtener una perfección en la prudencia: la memoria, la docilidad y la solertia. Estos tres rasgos hacen posible que se dé una expectación silenciosa de la realidad y que por tanto se la pueda captar como lo que es en concreto y se pueda im-perar la acción correspondiente.

Por memoria se entiende en este caso, no tan sólo la simple facul-tad de acordarse de las cosas pasadas, sino sencillamente que se refiere a una memoria que es fiel al "ser". La fidelidad de la memoria consiste en que ella guarda en sí los acontecimientos tal y como acontecieron en la realidad.

El peligro es el falseamiento del recuerdo que impide que se reco-nozca las cosas tal como son. Este falseamiento del recuerdo se debe a alguna perversión de la voluntad que se inmiscuye con su sí o su no respecto a aquellos acontecimientos o cosas.

La objetividad es muy importante; tanto más cuanto que es difícil alcanzarla porque los peligros que tercian en ella son imperceptibles. Es muy fácil que se deslicen, en la consideración de la realidad, tantos "in-tereses" personales que no se acomodan al verdadero ser de las cosas. ¡Cuanta capacidad hay que engañarse a uno mismo!.

Esto tiene que saberlo el educando, y hay que ayudarle a conocer-se, a conocer las diferentes situaciones y sus posibilidades para el bien y también para el mal. Por ello es que se necesita una verdadera lucha in-terior para lograr una rectificación, toda la que nos sea posible, de la na-turaleza humana. Es necesario una purificación de las más entrañables y profundas raíces de la voluntad. Es necesario animar al educando a luchar por fines nobles y convenientes.

La otra condición era la docilidad que se refiere a esa disciplina que se enfrenta con la polifacética realidad de las situaciones y cosas

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que brinda la experiencia para "dejarse decir algo" sin la pretensión de anteponer nuestros juicios o apreciaciones, En este sentido ayuda al educando el ver que el propio educador "sabe escuchar" y aprende a va-lorarlo. Lo que se tendrá que hacer es animarle a que él lo haga tam-bién.

Esta docilidad no se logra sino a través de una profunda humildad. Cuando uno cree que tiene razón y cuando está muy pagado de sí mis-mo, es difícil que llegue a captar la realidad tal cual es, inclusive pasará por ella sin darse cuenta. Más tarde cuando llegue el momento de ac-tuar, ¿cómo podría librarse del fracasó?.

Es cierto también que un elemento importante de nuestras acciones educativas dependen del destinatario, es decir de la correspondencia de éste a lo que nosotros le encarguemos, porque se corre el riesgo de que éste no corresponda de la manera adecuada y entonces se puede fracasar en el sentido relativo del término.

Sin embargo, aún siendo esto así, no queda libre de examen la deci-sión por si ésta ha sido prudente o no; porque se supone que ha debido contar con la situación concreta, incluso ha debido prever las conse-cuencias de su acción y ha podido ponerse en todas las alternativas de correspondencia a ella.

La solertia, por su parte, consiste en una "facultad perfectiva" por la que el hombre al habérselas con lo súbito, no se limita a cerrar los ojos ante aquello ni a arrojarse precipitadamente a la acción, sino que se esfuerza en captar objetivamente la realidad con una gran apertura y decidirse al instante por el bien.

En realidad esta característica de la prudencia sólo se tiene después de haberse ejercitado un tiempo considerable en ella, aunque puede ha-ber quien la posea muy tempranamente. La rapidez en la captación de la realidad y la rapidez en la acción que se determina sin dilación al bien, a hacer aquello que es lo más conveniente, requiere una cierta ex- periencia y tenacidad.

Sucede con las virtudes, en este caso se ve con la prudencia, que su ejercicio lleva consigo el de otras virtudes, por ejemplo la sinceridad, la humildad, la fortaleza, etc.

Algo que es también importante en la prudencia es su ordenación a la acción, lo que se llama su dimensión ordinativa, imperativa o autote-terminativa. Considerada en esta dimensión, la prudencia requiere de lo que se denomina la providencia.

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La providencia es la facultad que dispone a apreciar algo, es como el golpe de vista que hace ver si aquella acción a emprender es la más justa, la más conveniente, según el fin propuesto.

Se trata de lo que decíamos antes cuando salíamos al paso de lo que suponía una decisión prudente, que se basaba en un conocimiento justo de la realidad, conocimiento que tiene que tener este aspecto de providente y que por lo tanto asume el riesgo.

Santo Tomás tiene una frase muy profunda al respecto: "La certe-za que acompaña a la prudencia no puede ser tanta que exima de todo cuidado". Es decir, hay cosas en las que no es posible tener certeza, en cuyo caso si hay que actuar se debe hacerlo asumiendo el riesgo.

Asumir el riesgo es algo que no suele gustar cuando se prefiere por encima de todo la seguridad en la cual instalarse cómodamente. La se-guridad práctica que recibe el imperio de la prudencia y los barruntos de la providencia, se obtiene de la experiencia de la vida, de la salud y del ojo avizor del instinto estimativo; de la esperanza que es cuidadosa y audaz a la vez, de la rectitud del querer y de la asistencia divina inme-diata y mediata también.

La educación en la virtud de la prudencia es fundamental porque ella es considerada la "madre" de todas las demás virtudes, aunque por otra parte lleva consigo el ejercicio de todas ellas.

Por otra parte, lo que es muy importante precisar es que dentro de los medios de que los educadores se deben valer para la educación de todas las virtudes en general, están dentro de los medios directos, la doctrina y el ejemplo.

El ejemplo de los educadores es decisivo porque depende de cómo actúen ellos, cuando estén solos y también cuando estén con el educan-do. En realidad depende mucho de la virtud del educador para que se pueda educar en ella al educando.

Según el principio de que nadie da lo que no tiene, se puede decir que no puede el educador ser capaz de lograr transmitir virtudes si no las tiene. En el caso de la transmisión de conocimientos y del aprendi-zaje sí se puede enseñar algo, aunque sea muy poco lo que se tenga, in-clusive aunque se sea ignorante en la materia; porque puede ser que si el alumno es aprovechado, aprenda de hecho, acudiendo a otros medios, inclusive más que su maestro.

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Sin embargo, esto no es tan fácil en el caso de la formación moral. Los educadores (padres, maestros, gobernantes) influyen decisivamente en sus educandos. Es necesario que posean en primer lugar la virtud cardinal de la prudencia. Si no son prudentes lo más probable será que estropeen a los educandos. Y, ¿chicos, ciudadanos inútiles son los que necesita la sociedad?

a.2) El sentido y los límites de la enseñanza moral Si se quiere enseñar a los educandos a saber decidir, debemos re-

cordar en primer lugar que una de las condiciones esenciales de la decisión moral es que sólo puede ser tomada por el sujeto que ha de po-nerla en práctica.

Es decir, que no se puede sustituir en el educando su capacidad de decisión, en cuanto se encuentre en condiciones de hacerlo. No se pue-de sustituirle porque tampoco se puede descargar en otro la responsabi-lidad de las decisiones personales.

Sin embargo y dejando dicho lo anterior, sí es necesario advertir que puede ser prudente aconsejarse con algún o con algunos amigos sen-satos antes de tomar una decisión, lo cual no quiere decir que se sigan obligatoriamente los consejos o que se abdique de la responsabilidad de la propia decisión.

En este caso la decisión del educando, que es aquí el amigo, puede ser "hasta cierto punto" pre-formada por su amigo, lo cual se realiza por intermedio del consejo.

Aún siendo muy real la influencia que ejercen los consejos de los amigos, que se "meten" en la interioridad del otro y que desde ahí se animan a dar un consejo, queda claro de todas maneras que el sujeto que carga con la responsabilidad de la decisión es el que ha sido aconsejado. Es él el que con la experiencia propia va asumiendo su forma- ción moral.

En la formación moral de modo general, lo que el educador tendrá que hacer es ayudar a realizar esos actos o virtudes morales: poner al educando en condiciones de que pueda llevarlos a la práctica.

Hay para ello, dos especies de medios: medios directos y medios indirectos. Se llaman medios directos a los medios que contribuyen a fa-vorecer o confortar todos los factores positivos que hay en el hombre

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respecto a la virtud. Se trata de la enseñanza moral y del ejemplo. Ta-les son los medios directos naturales.

La enseñanza moral es aquella que no consiste en una enseñanza cualquiera, sino que tiene como tema y como fin algo moralmente con-veniente. Su objetivo no es únicamente instruir.

Lo que pretende la enseñanza moral es llegar hasta la conducta moral del educando y a esto principalmente se dirige. Cuando esta ense-ñanza moral se desborda tenemos el ejemplo.

Todo hombre necesita un asidero, un apoyo racional a su conducta. Este fundamento racional puede reducirse al mínimo, pero también puede aumentarse y hacerse más profundo a través del aprendizaje y de la reflexión personal.

Es cierto que a veces la pasión no controlada nubla la inteligencia. Sin embargo, también es cierto que la consideración de las verdades doctrinales tiene su eficacia cuando el educando se encuentra con una cierta disposición.

Según Aristóteles y Santo Tomás, la doctrina es algo indispensa-ble, aunque no suficiente para la plena posesión de las virtudes. Es ver-dad que la doctrina sola no basta, pero ello no quiere decir que no sea necesaria.

Es importante señalar que por doctrina no se entiende la que tiene el conocimiento estrictamente científico, propio de la ética, por ejem- plo. Sin considerar inútil a la ética, sí es importante precisar que la doctrina a que aquí nos referimos es la que corresponde a la prudencia.

La enseñanza moral o doctrina a que nos estamos refiriendo es en especial la que se adquiere respecto a las acciones, al obrar humano, experimentado por uno mismo o adquirido a través de la experiencia de otras personas prudentes.

Es también oportuno señalar que ese saber del obrar humano, con-creto, de acuerdo a cada circunstancia es susceptible de ser recibido por parte del educando si éste cuenta con una cierta docilidad.

Una condición indispensable para que la enseñanza moral logre su fin es la recta inclinación del ánimo del educando. También se cuenta con otro factor que es el que el alumno o educando tenga un cierto conocimiento de la materia que se le habla.

Si lo que se le dice al educando no está al alcance de su poder de comprensión ya puede el educador darle los consejos más sabios del

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mundo, que el alumno no los podrá escuchar, precisamente porque aun-que los oiga no los podrá entender. Es necesario graduar la información y las metas.

En esto también cuenta la experiencia que tenga el educando, si nunca ha vivido determinada situación no sabrá para qué le será útil sa-ber determinadas cosas; si nunca ha necesitado algunas cosas, tampoco sabrá valorarlas, etc.

Sin embargo, lo que prevalece como condición absolutamente in-dispensable es la rectitud de alma que tenga el alumno, porque entonces aunque no haya tenido mucha experiencia sabrá guardar los consejos para que con el tiempo éstos le "vayan diciendo Más" y le sirvan en el momento oportuno.

No ocurre así cuando hay mala disposición porque entonces se rechaza todo ese saber que se le ofrece, se hace "oídos sordos", no los es-cucha porque no quiere, no porque no los entienda.

El otro medio es el ejemplo del o de los educadores. Quizá sea esto lo que más mueva a la buena formación de los alumnos o educandos.

Cuando el educador tiene una intencionalidad en su acción educa-tiva, cuando tiene metas, a corto, mediano y largo plazo, su acción no va a la deriva sino que tiene unos fines y por lo tanto un esfuerzo para adecuar la acción educativa a esos fines.

El no tener fines, ni valores es quizá lo que va a influir en la impru-dencia de la actividad educativa resultante. Si bien la prudencia no se refiere sólo a los principios, es cierto también que se apoya en ellos.

Con esto queremos decir, que los educadores tienen que "propo-nerse" la educación moral de sus educandos. Ya desde la consideración meramente humana de los educandos supone una intencionalidad.

No pueden los educadores desentenderse de la formación moral por un pretendido aislacionismo ni por una confianza ingenua de que sea como sea los hijos, los alumnos, los ciudadanos, saldrán buenos, como por arte de magia o por milagro.

Una de las cosas quizá de las más fuertes que se le pone frente al educador que fracasa, no es tanto el hecho de que haya fracasado, sino el que no sepa por qué.

Esta misma intencionalidad ayudará al educador a que tenga pre-venciones en determinados casos, y le ayudará a sopesar las circunstan-cias y el modo de ser del educando, ayudándole positivamente.

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La ventaja del educador es que posee el conocimiento de la verdad de tal conducta, de sus requisitos, de sus elementos y ello vivido y con-frontado con la experiencia, todo lo cual, humanamente hablando, lo pone en condiciones de ser prudente.

La prudencia en el educador le dará también al educando un am-biente de serenidad, una cierta seguridad y confianza que por ser atra-yente le acercará y le predispondrá interiormente.

Por otra parte, el ejemplo lo constituye toda acción moralmente imitable. Por ello el nombre le viene del sentido que tiene lo que se lla-ma causa ejemplar.

La acción ejemplificante tiene la función de causa respecto del que lo observa. No consiste tanto en un dicho cuanto en un hecho, porque se imita no las palabras sino el gesto, la conducta.

Este hacer en que consiste el ejemplo tiene la cualidad de imitable, es decir que es digno de imitación y mueve a ella, con lo cual posee una eficacia respecto de quienes lo observan.

Quienes observan una manera de obrar, unos hechos, pueden pre-guntarse sobre por qué lo hace, qué piensa el que lo hace, cuáles son sus valores y hasta qué punto éstos le convencen.

La superioridad del hecho sobre el dicho es tal que a veces se puede desmentir con la conducta lo que se afirma con las palabras, con lo cual éstas caen en el descrédito.

Es verdad que no basta con el ejemplo para una buena educación, porque se requiere de la intencionalidad de los padres para formar, para provocar una mejora en sus hijos y para contrarrestar las influencias per-judiciales.

Sin embargo, el ejemplo es imprescindible. El ejemplo sirve de estí-mulo, es una conducta que puede y de hecho mueve a los que lo obser-van "llamándoles la atención".

El valor del ejemplo consiste especialmente en ser un estímulo de lucha para mejorar cada vez más. Es decir, que el ejemplo cuenta con las deficiencias personales cuando se lucha decididamente por corregir-las.

Por ello el ejemplo no tiene que ser "ciego", es decir que se pegue tanto a la persona en que se da, que los educandos lleguen a creer que es "totalmente especial y diferente" aquel educador. Por eso es necesario

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no supeditar el ejemplo a las personas en los que se ve, sino tratar de re-flexionar sobre los valores en los que se apoyan tales conductas.

Con los valores hay que tener cuidado porque a veces las prisas ha-cen que el educador piense que está obrando de acuerdo con tales valo-res cuando en realidad ha optado por los contrarios.

Es necesario entonces un ejercicio de examen personal en que se re-vise la relación entre el comportamiento habitual, el de cada día y los criterios de actuación fundamentales.

Este examen es lo que hace posible la rectificación, la lucha en pun-tos concretos que desde luego influyen en los educandos. Otros modos como se encausa la acción prudente de los educadores, es por interme-dio del recto juicio que traten de conseguir. Y es lo que veíamos al em-pezar esta segunda parte.

b) La educación de las otras virtudes fundamentales. Las virtudes fundamentales o cardinales pueden considerarse como

virtudes generales y como virtudes particulares específicas.

Todo acto virtuoso requiere un conocimiento que establezca con acierto lo que se ha de hacer en concreto, es la prudencia; o una recti-tud de la voluntad que armonice el bien propio y el ajeno, es la justicia; o una fuerza de ánimo que venza el temor al esfuerzo y a las dificulta-des, es la fortaleza; o una moderación de los impulsos que tienden a so-brepasar la medida fijada por la razón, es la templanza.

Por eso, todo acto de virtud considerado de modo general ha de ser prudente, justo, fuerte y templado, y si carece de alguna de esas carac-terísticas ya no será virtuoso.

En cambio, si se les considera como virtudes particulares específi- cas, se trata de cuatro virtudes distintas que perfeccionan las potencias que principalmente han de proporcionar a la conducta esas condiciones generales del acto virtuoso.

La prudencia, entonces, compete a la inteligencia práctica; la justi-cia a la voluntad; la fortaleza y la templanza al apetito irascible y concu-piscible respectivamente. Las demás virtudes están comprendidas en estas cuatro.

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Habíamos considerado anteriormente la virtud de la prudencia, a la que habíamos llamado "madre" de todas las demás, porque es como su fundamento, quedan por considerar la justicia, la fortaleza y la templan-za.

La justicia es la virtud que inclina a dar a cada uno lo suyo. Tiene tres partes: la justicia conmutativa, la legal y la distributiva. Estas regu-lan, respectivamente, las relaciones entre los individuos, entre los ciuda-danos y los gobernantes y entre los gobernantes y los ciudadanos.

El objeto del acto de justicia es el derecho, lo debido a otro; su ac-to consiste en dar a cada uno lo que le es debido. Este acto, para que sea virtud, tiene que proceder de la voluntad libre y deliberada y tiene además que dar pruebas de estabilidad y firmeza.

Uno de los rasgos característicos de la justicia es la alteridad, es el referirse al otro. Por lo cual una de las líneas de acción en esta virtud es que al tratar de educar en ella a los alumnos se les haga consciente, en cuanto sean capaces de ello, que hay entre cada persona y el resto unos derechos y unos deberes.

Con las acciones aparentemente más intrascendentes se puede "re- velar" al educando el alcance de sus actos, como siempre están referidos a otro o a otros, de manera que se den cuenta de la responsabilidad que tienen en ellos.

Lo que uno da y lo que los demás esperan o mejor dicho lo que por derecho les corresponde, tienen que ir en congruencia y de eso tienen que aprender a ser conscientes.

Algo que les ejercitará en esta virtud es el cumplimiento de lo ofre- cido que les lleva a hacer todo lo posible para cumplirlo. Es el caso de cumplir con la palabra dada y el de que lo ofrecido es deuda.

Una de las partes potenciales de esta virtud y en la que se decide gran parte de las distintas clases de justicia, ya sea particular o general, es la virtud de la religión que ordena al hombre a tributar a su Creador el honor y la reverencia debidas.

Esta virtud impera todo lo referente al culto de Dios, que tiene por objeto reconocer su excelencia, darle gloria y mostrarle la sujeción hu-mana y cuyos actos principales son la adoración, la oración y el sacrifi-cio.

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La primera y principal de las justicias es para con Dios y cuando és- ta falta todas las demás se tambalean, o se asientan en fundamentos inestables.

Junto con la prudencia y la justicia están la fortaleza y la templan- za. La fortaleza es la virtud que regula los actos (pasiones) del apetito irascible, y tiene por objeto el bien arduo y difícil de conseguir.

La fortaleza modera según el dictamen de la prudencia, tanto el temor que inhibe las obras buenas como la audacia temeraria que afron-ta peligros innecesarios y desproporcionados.

La fortaleza tiene dos actos principales que son el agredir, que es el emprender una obra buena, y el resistir las dificultades o el esfuerzo prolongado que se requiere para llevarlas a término.

Por su parte la virtud de la templanza, perfecciona el apetito concu- piscible que se dirige al bien deleitable, moderando los placeres corpora- les según el orden de la recta razón.

Las partes de la templanza son la abstinencia, que regula lo referen- te a las comidas; la sobriedad, en lo que se refiere a las bebidas; y la cas- tidad, que modera el apetito del placer sexual.

Especial importancia tiene la humildad, parte potencial de la tem-planza, cuyo objeto es moderar el apetito desordenado a la propia ex- celencia.

La educación de la fortaleza suele incidir tanto respecto del resistir cuanto del acometer que son los dos modos de ser fuerte. Sin embargo, es importante hacer notar que la educación en la fortaleza va muy liga-da, como las otras virtudes cardinales, a la educación en la virtud del amor.

La fortaleza, es por ello, al igual que la templanza la virtud de los enamorados. Se es fuerte y se es templado siempre que se posea un gran amor. Por ello es que es importante darles a los educandos un gran amor, o un ideal que valga la pena y en vistas al cual se resista y se aco-metan cosas difíciles.

Quizá uno de los medios en que se puede enseñar a vivir esta virtud es en las cosas pequeñas, entre otras razones, porque el amor se manifiesta en los pequeños detalles.

Por eso se puede ayudar a los educandos a resistir al mal que en- cuentren en sí mismos y en los demás, de modo que se acostumbren a

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luchar contra algún capricho que no vaya de acuerdo con su Amor, o a resistir a todo aquello que vaya contra Aquel.

Algo que pueden tener muy a la mano son las pequeñas contradic- ciones de cada día que les impulsan a ponerse de mal humor o tristes: el calor o un cambio inesperado de planes, etc., cosa que puede empezar manifestándose en el no quejarse, en la serenidad, en la alegría, etc.

El acometer supone que el educando se proponga realizar algunas metas, algo que sea necesario para conservar o aumentar la medida de su entrega personal. Un factor importante es el tiempo y las dificultades que encuentre en la realización de la tarea.

Sin que todo haya que verlo difícil, sí es bueno educar contando con las dificultades e inclusive echando mano, con alguna frecuencia, de la privación de algo necesario o placentero. Una educación en la comodidad, y en una vida muelle, sólo trae como consecuencia, como se sa-be, hombres indolentes y egoístas.

La virtud de la templanza se suele encausar por un orden en las co-midas y en las bebidas, de modo que no se tomen al capricho o como-didad, sino en razón de su necesidad.

No se trata de hacer parecer el placer como malo, sino de que éste no llegue a impedir otras cosas buenas y nobles como es el disponerse para ser fuerte, el disponerse para una entrega íntegra. Así por ejemplo, cuando se refiere a la virtud de la castidad, hay que enseñar al educando todo lo hermoso que es, y lo valioso, de un amor limpio en ese plano.

Las virtudes cardinales traen consigo una gran gama de facultades que se derivan de ellas como son la sinceridad, el orden, la responsabili-dad, la generosidad, la fortaleza, la perseverancia, el respeto, el pudor, la sobriedad, la lealtad, el optimismo, la flexibilidad, la sencillez, la pacien- cia, la alegría, etc.

Sin embargo, todas las virtudes tienen como fin la virtud del amor, todas están enraizadas en el amor, en la entrega personal generosa, fuer- te, leal, etc. Por eso se ha venido a concluir algunas veces que la educa-ción tiene como fin la preparación para el amor.

En, desde, para y por amor es que se despliegan las virtudes y se hacen fecundas. Depende de la calidad del vínculo para que la entrega sea mejor o menor. Ahora, bien, tal como hemos dicho anteriormente, hay dos dimensiones en la entrega: Horizontalmente se considera la en-trega a los demás, y verticalmente la entrega a Dios dentro de las más variadas circunstancias personales.

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Un ámbito especial en que se vive todo este conjunto de virtudes, es en el ámbito del trabajo. Es el trabajo un ambiente, un medio idóneo para el ejercicio de las virtudes humanas y también sobrenaturales, de modo que la educación para el trabajo es un cometido a realizar en edu-cación con unos principios valorativos respecto del trabajo, así como de modos concretos de asumirlo desde cuando los educandos son todavía pequeños.

Con esto se presenta la ocasión de resaltar el otro ámbito importan- tísimo, la primera escuela de las virtudes, que es la familia. Es en el ho-gar donde se va aprendiendo desde pequeño a vivir las virtudes huma-nas, la generosidad, la laboriosidad, el orden, el respeto, etc., de acuerdo con la edad.

Y también es en la familia donde se empieza a cultivar la piedad, y las virtudes sobrenaturales, la fe, la esperanza y la caridad, poniéndose-las al alcance de su edad y ayudándoles individualmente a que se esfuer- cen en vivirlas y perfeccionarlas cada vez más.