Seleccion autores contractualistas - Hobbes/LockeRousseau

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1 SELECCIÓN DE AUTORES CONTRACTUALISTAS (HOBBES LOCKE ROUSSEAU) Los extractos se obtuvieron a partir de los siguientes documentos disponibles en la web: 1. GODOY, OSCAR: “Selección de escritos de Thomas Hobbes”, Estudios Públicos, N° 23, año 1986, págs. 1-38. Descargable en: http://www.cepchile.cl/dms/archivo_1066_71/rev23_godoy.pdf 2. MIRANDA, CARLOS: “Selección de escritos políticos de John Locke”, Estudios Públicos, N° 44, año 1991, págs. 1-38. Descargable en: http://www.cepchile.cl/dms/archivo_927_119/rev44_miranda.pdf 3. MIRANDA, CARLOS: “Antología política de Rousseau”, Estudios Públicos, N° 65, año 1997, págs. 321-377. Descargable en: http://www.cepchile.cl/dms/archivo_1023_689/rev65_miranda.pdf PRIMER AUTOR: THOMAS HOBBES (1588 1679) I. EXTRACTOS DEL LIBRO “ELEMENTOS DE DERECHO NATURAL Y POLITICOPrimera Parte Capítulo XIV Los Hombres son Iguales por Naturaleza 1. En los capítulos precedentes se ha expuesto todo lo referente a la naturaleza humana, que consiste en las capacidades naturales del cuerpo y de la mente, pudiendo resumirse todas ellas en estas cuatro: fuerza corporal, experiencia, razón y pasión. 2. En este capítulo resulta adecuado considerar en qué estado de seguridad nos ha situado nuestra propia naturaleza y lo que probablemente nos ha dejado sobrevivir y defendernos contra la violencia de los demás. En primer lugar, si consideramos las distintas diferencias que existen en fuerza o conocimiento entre hombres de edad madura, y la facilidad con que quien es más débil en fuerza o ingenio, o en ambos puede aniquilar el poder del más fuerte, dado que es necesario poca fuerza para quitar la vida de un hombre, entonces llegaremos a la conclusión de que teniendo simplemente en cuenta la naturaleza, los hombres deben reconocer la igualdad existente entre ellos; el que no pretende más puede considerarse moderado

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SELECCIÓN DE AUTORES CONTRACTUALISTAS (HOBBES – LOCKE ROUSSEAU)

Los extractos se obtuvieron a partir de los siguientes documentos disponibles en la web:

1. GODOY, OSCAR: “Selección de escritos de Thomas Hobbes”, Estudios Públicos,

N° 23, año 1986, págs. 1-38. Descargable en: http://www.cepchile.cl/dms/archivo_1066_71/rev23_godoy.pdf

2. MIRANDA, CARLOS: “Selección de escritos políticos de John Locke”, Estudios Públicos, N° 44, año 1991, págs. 1-38. Descargable en: http://www.cepchile.cl/dms/archivo_927_119/rev44_miranda.pdf

3. MIRANDA, CARLOS: “Antología política de Rousseau”, Estudios Públicos, N° 65, año 1997, págs. 321-377. Descargable en: http://www.cepchile.cl/dms/archivo_1023_689/rev65_miranda.pdf

PRIMER AUTOR: THOMAS HOBBES

(1588 – 1679) I. EXTRACTOS DEL LIBRO “ELEMENTOS DE DERECHO NATURAL Y POLITICO” Primera Parte Capítulo XIV Los Hombres son Iguales por Naturaleza 1. En los capítulos precedentes se ha expuesto todo lo referente a la naturaleza humana, que consiste en las capacidades naturales del cuerpo y de la mente, pudiendo resumirse todas ellas en estas cuatro: fuerza corporal, experiencia, razón y pasión. 2. En este capítulo resulta adecuado considerar en qué estado de seguridad nos ha situado nuestra propia naturaleza y lo que probablemente nos ha dejado sobrevivir y defendernos contra la violencia de los demás. En primer lugar, si consideramos las distintas diferencias que existen en fuerza o conocimiento entre hombres de edad madura, y la facilidad con que quien es más débil en fuerza o ingenio, o en ambos puede aniquilar el poder del más fuerte, dado que es necesario poca fuerza para quitar la vida de un hombre, entonces llegaremos a la conclusión de que teniendo simplemente en cuenta la naturaleza, los hombres deben reconocer la igualdad existente entre ellos; el que no pretende más puede considerarse moderado

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La Vanagloria Impide que se Consideren Iguales a los Demás 3. Asimismo, considerando las grandes diferencias existentes entre los hombres dada la diversidad de sus pasiones, puesto que algunos son vanidosos y pretenden una preferencia y superioridad entre sus semejantes, no sólo cuando tienen la misma capacidad, sino también cuando son inferior, hemos de reconocer que forzosamente aquellos hombres que son moderados y no pretenden más que la igualdad natural, deberán oponerse a la fuerza de otros que intenten subyugarles. De esto procede la desconfianza general existente entre los hombres y su mutuo temor. Tendencias a Hostilizarse Mutuamente Mediante Comparaciones 4. También, dado que debido a sus sentimientos naturales los hombres son agresivos entre sí de diversas formas, al pensar cada uno bien de sí mismo, y al odiar el ver lo mismo en otros, necesitan provocarse con palabras y demás signos de desprecio y de odio, que son el resultado de las comparaciones; hasta que, finalmente, se ven obligados a establecer su superioridad mediante la potencia y fuerza corporal. Tendencia a Abusar Unos de Otros 5. Además, considerando que los apetitos de muchos hombres les llevan a un mismo y único fin, que no puede a veces disfrutarse en común ni dividirse, despréndese que sólo lo disfrutará el más fuerte y que hay que luchar para probar quién es más fuerte. De esta forma, la mayoría de los hombres, a falta de garantías acerca de ventajas, por motivos de vanidad o rivalidad o apetito, quieren provocar al resto –que de otra forma se hubiera contentado con la igualdad Definición de Derecho 6. Teniendo en cuenta que las exigencias de la naturaleza hacen a los hombres querer y desear bonum sibi; lo que es bueno para ellos, y evitar lo que resulta penoso, especialmente la muerte, ese terrible enemigo de la naturaleza, con la cual esperamos perder todo el poder y también los mayores dolores corporales al perderlo, no resulta, pues, contrario a la razón que un hombre trate de preservar de la muerte y del dolor su cuerpo y extremidades. Lo que no es contrario a la razón es llamado derecho o jus; o sea, la libertad no culpable de usar nuestro poder y habilidad naturales. Constituye, por tanto, un derecho natural que cada hombre pueda conservar con todas sus fuerzas su propia vida y sus miembros. El Derecho al Fin Implica Derecho a los Medios 7. Dado que un hombre tiene derecho a perseguir un fin, pero ese fin no se puede lograr sin emplear los medios, esto es, sin las cosas necesarias para el fin, resulta lógico pensar como razonable y adecuado que un individuo se sirva de todos los medios y realice cualquier acción necesaria para conservar su cuerpo. Cada Hombre es su Propio Juez 8. Igualmente cada hombre tiene derecho natural a juzgar por sí mismo sobre la necesidad de los medios y la gravedad del peligro. Pues sería contrario a la razón que yo juzgara un peligro propio y que otro individuo no pudiera juzgar el suyo. Por la misma razón, si un hombre puede juzgar las cosas que me conciernen, yo también puedo juzgar lo que le concierne a él. En consecuencia, resulta razonable que yo juzgué si su proposición (sentence) me beneficia o no. La Fuerza de cada uno y sus Conocimientos son para su Propio Uso 9. Lo mismo que el juicio del hombre puede ser empleado, por derecho natural, en su propio beneficio, asimismo se emplean correctamente la fuerza, los conocimientos y la habilidad de

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cada hombre cuando se usan para uno mismo; pues de otra forma ningún hombre tendría derecho a su propia conservación. Todo Hombre Tiene Derecho por Naturaleza a Todas las Cosas 10. Todo hombre tiene derecho, por naturaleza, a todas las cosas, es decir, a hacer lo que oiga a quien escuche, a poseer, emplear y disfrutar todas las cosas que desee y pueda. Al ver todas las cosas que desea tiene, pues, que considerarlas buenas para él según su propio juicio, puesto que las desea; puede entonces tender a conservarlas una u otra vez, o bien puede juzgar del modo en que le hemos hecho juez al respecto (sección 8); despréndese de esto que puede hacer todas las cosas correctamente (rightly). Y por esta razón se puede decir justamente (rightly) que Natura dedit omnia omnibus; o sea, que la Naturaleza ha dado todas cosas a todos los hombres, entendiéndose que ius y utile, derecho y beneficio, son lo mismo. Pero el derecho de todos los hombres a todas las cosas no es, en efecto, mejor que si ningún hombre tuviese derecho a nada. Pues el derecho que tiene un hombre le resultará de poca utilidad y beneficio cuando otro tan fuerte o más fuerte que él tenga derecho a lo mismo. Definición de Guerra y Paz 11. Viendo, pues, que a la recíproca agresividad natural del hombre se añade el derecho de todos los hombres a todas las cosas, se da la situación de que un hombre ataque con derecho a otro y que éste tenga derecho a resistir; con lo cual los hombres viven en un perpetuo estado de desconfianza y estudiando cómo molestarse mutuamente; con lo cual el estado de los hombres en esta libertad natural es el estado de guerra. Pues la guerra es simplemente el momento en que se ha declarado suficientemente de palabra o de hecho la voluntad y la intención de emplear la fuerza; de modo que el momento en que no existe guerra se llama paz. Los Hombres están por Naturaleza en Estado de Guerra 12. Este estado de hostilidad y de guerra es tal, que por su misma naturaleza se destruye al matarse los hombres entre sí (como sabemos, tanto por la experiencia de las naciones salvajes de nuestros días como por las historias de nuestros antepasados, de los antiguos habitantes de Alemania y de otros países ahora civilizados, donde encontramos que la gente vivía poco y sin las comodidades y beneficios de la vida que facilitan y proporcionan la paz y la vida social); por ende, ese deseo de vivir en un estado tal como el estado de libertad y el derecho de todos respecto a todos, se contradice a sí mismo, puesto que cada hombre desea por imperativo natural su propio bien, al cual se opone este estado en el que hemos de suponer el respeto o contención entre hombres iguales por naturaleza y capaces de destruirse entre sí. Cuando Existe Desigualdad Manifiesta el Derecho es la Fuerza 13. Si se considera este derecho de protegernos a nosotros mismos mediante nuestra prudencia y fuerza, resulta proceder del peligro, y ese peligro es igualdad de fuerzas entre los hombres; razón de más para que un hombre evite esa igualdad antes de que sobrevenga el peligro y antes de que exista la necesidad de luchar. Por tanto, un hombre que tiene a otro en su poder para regirle y gobernarle, para hacerle bien o causarle mal, tiene derecho a tomar las precauciones que le plazcan aprovechándose de su poder actual, para garantizar su seguridad frente al otro en el porvenir. Por tanto, quien ha sometido ya a su adversario, o se ha apoderado de alguien que, bien por su corta edad, bien por debilidad, es incapaz de resistirle, puede adoptar, según el derecho natural, las más estrictas precauciones posibles a fin de que ese menor o una persona semejante, débil y sometida, esté regida y gobernada por él en el futuro. Viendo, pues, que siempre buscamos nuestra propia seguridad y conservación, si abandonamos voluntariamente la vigilancia y le consentimos que reúna fuerzas y se convierta en nuestro enemigo, actuamos de forma contradictoria con nuestras intenciones. De ello cabe colegir que el poder irresistible es justo (right) en el estado de naturaleza.

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La Razón Dicta la Paz 14. Pero partiendo del supuesto de la igualdad de fuerza y de otras facultades naturales de los hombres, y de que ningún hombre tiene potencia suficiente para estar seguro y mantenerse durante mucho tiempo, mientras permanece en el estado de hostilidad y guerra, la propia razón dicta por ende que, por su propio bien, cada hombre busque la paz en la medida en que tenga esperanza de conseguirla; y que se fortalezca con todas las ayudas que pueda conseguir, en orden a su propia defensa, contra aquellos con los que no cabe conseguir tal paz; y que realice todas las cosas necesariamente conducentes a dichos fines. II. EXTRACTOS DEL LIBRO “DE CIVE O FUNDAMENTOS DE LA POLITICA” Sección I: La Libertad Capítulo 1: Del Estado de los Hombres Fuera de la Sociedad Civil Los Hombres son Naturalmente Iguales 3. La causa del temor mutuo depende en parte de la igualdad natural de todos los hombres, y en parte de la voluntad recíproca que tienen de dañarse entre sí. A partir de este hecho no podemos ni esperar nada de los demás ni procurarnos a nosotros mismos algún grado de seguridad. Al considerar la realidad de los hombres, advertimos la fragilidad de la estructura del cuerpo humano (la ruina de todas las facultades, la fuerza y la sabiduría que nos acompaña, nos agobia) y cuán fácil es para el más débil matar al hombre más fuerte del mundo. Esta consideración no nos permite confiar en nuestras fuerzas, que la naturaleza nos habría dado como superioridad sobre los demás. Son iguales aquellos que pueden cosas iguales. Así, los que pueden realizar lo más grande y peor, a saber, quitar la vida, pueden cosas iguales. Todos los hombres, en consecuencia, son naturalmente iguales. La desigualdad que reina actualmente ha sido introducida por la ley civil. Origen de la Voluntad de Dañarse Mutuamente 4. La voluntad de dañarse, propio del estado de naturaleza, está en todos los hombres; sin embargo, no procede siempre de una misma causa y no es en todos los casos igualmente censurable. Hay quienes, reconociendo nuestra igualdad natural, permiten a los otros aquello que toleran para sí mismos. Es un efecto de la modestia y justa estimación a sus propias fuerzas. Hay, en cambio, otros que se atribuyen una cierta superioridad, y quieren que todo les sea permitido y todo honor atribuido. Ahí comparece su arrogancia. En éstos, entonces, la voluntad de dañar nace de una vanagloria y una falsa estimación de las propias fuerzas. En aquéllas, en cambio, esa voluntad procede de una necesidad inevitable de defender sus bienes y su libertad contra la insolencia de los arrogantes. La Discordia Proviene de la Comparación entre los Espíritus 5. Como en todos los temas, los hombres han disputado con mucho calor sobre la gloria del espíritu. De esta tensión nacen necesariamente grandes discordias. En efecto, es algo fuertemente desagradable sufrir contradicciones y es fácil molestarse con quien no nos da su consentimiento. Se acusa tácitamente de error a quien no está de acuerdo con nosotros y, si contradecimos todos sus propósitos, eso equivale a acusarlo de impertinentes. Esto es manifiesto en las guerras de religión y entre las facciones de una misma república, que son las más crueles de todas, pues está en cuestión la verdad de las doctrinas y la prudencia política. El placer más grande y la alegría más perfecta del espíritu, provienen de ver a otros por debajo de sí mismo, los cuales, al compararnos, nos dan la ocasión de alimentar la autoestimación. Es prácticamente imposible que esta complacencia por sí propio no engendre odio y que el desprecio estalle a través de una burla, una palabra, un gesto o un signo: no hay

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herida más grande para el alma, ni causa más sensible de agravio ni nada que excite más frecuentemente la pasión de la venganza. Todos los Hombres Desean las Mismas Cosas 6. La causa más corriente que suscita, entre los hombres, el deseo de ofenderse y molestarse entre sí es la búsqueda simultánea de las mismas cosas y la imposibilidad de poseerlas en común o dividirlas. Allí, en estos casos, el más fuerte debe imponerse, su tarea es decidir el asunto de la valentía. Definición del Derecho 7. Los deseos naturales de los hombres nos exponen constantemente a múltiples peligros; no debe, pues, extrañarnos que estemos vigilantes y dispuestos a defendernos. Todos deseamos aquello que nos parece bueno y evitamos lo que nos parece malo, especialmente la muerte, que es el peor de todos los males de la naturaleza. Esta inclinación no es menos natural que la del movimiento de una piedra cuando cae y no es retenida. No hay, entonces, nada censurable ni reprochable cuando usando la recta razón se trabaja por todos los medios para la propia conservación, o defensa del cuerpo y sus miembros, contra la muerte o los dolores que la preceden. Todos reconocen que aquello que no contradice a la recta razón es justo y se ciñe al buen derecho. Las palabras ―justo‖ y ―derecho‖ no significan otra cosa que la libertad de cada cual para usar sus facultades naturales, en conformidad a la recta razón. De ahí se concluye que el primer fundamento del derecho de la naturaleza es la conservación por cada cual, tanto cuanto pueda, de sus miembros corporales y su vida. El Derecho a los Fines de Derecho a los Medios 8. Sería vano que se poseyese derecho a tender a un fin, si no se tuviese derecho a emplear todos los medios necesarios para conseguirlos. En este sentido, si cada cual tiene derecho a conservar su vida, también tiene el derecho paralelo a usar todos los medios y a hacer todas las cosas necesarias sin las cuales no podría preservarla. El Derecho de Naturaleza Otorga a Cada Cual Carácter de Juez de los Medios para la Propia Conservación 9. Según el derecho de la naturaleza, cada cual es el juez más competente (puesto que es quien debe salvarse), para juzgar si los medios y las acciones que deben realizarse son adecuados y necesarios para conservar la vida y/o la integridad corporal. Para demostrarlo, deseo decir lo siguiente: si es algo que choca a la recta razón mi calidad de juez del peligro que me amenaza, entonces establézcase otro juez. Dadas así las cosas, si otro juzga acerca de mis asuntos, ¿por qué, por la misma razón, no podría juzgar yo recíprocamente sobre aquello que le incumbe a él? Todas las Cosas Pertenecen a Todos Según la Naturaleza 10. Por de pronto, la naturaleza nos ha dado igual derecho sobre todas las cosas. Debo precisar que estoy refiriéndome a un estado puramente natural, o sea, antes de que los hombres se vinculasen mutuamente por ciertas convenciones o pactos. En ese estado, estaba permitido a cada cual hacer aquello que le parecía bueno y contra quien fuese, con el propósito de poder poseer, servirse y gozar de todo lo que le placiese. Así, desde el momento que se desea algo, ello nos parece bueno; el desear una cosa es signo de la necesidad que tenemos de ella o una prueba verosímil de su utilidad para la conservación de aquel que la pretende para sí (en el capítulo precedente he demostrado que cada cual es juez competente de aquello que le es verdaderamente útil, de tal modo que es preciso considerar como necesario todo aquello que se juzga como tal); como se vio en el artículo VII, cada cual realiza por derecho de naturaleza todo aquello que contribuye a su propia defensa y conservación; de donde se sigue que en este estado cada individuo tiene derecho para hacer y poseer todo aquello que le place.

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De ahí proviene el aforismo común que dice que la naturaleza ha dado todas las cosas a todos; este decir común expresa, también, que en estado de naturaleza la utilidad es la regla del derecho. En este marco hay que entender que en estado de naturaleza no hay espacio para lo injusto: haga lo que haga un hombre contra otro. No digo que en este estado sea imposible pecar contra la Majestad Divina y violar las leyes naturales. Me refiero a la imposibilidad de cometer injusticias entre los hombres, puesto que ello supone la existencia de leyes humanas; ausentes y aún no establecidas en el estado de naturaleza. La verdad de mi proposición en este punto está evidentemente demostrada en los artículos inmediatamente precedentes, como el lector puede recordar. Pero como en cierta medida esta conclusión es difícil de captar y puede hacernos olvidar las premisas, deseo recapitular mi razonamiento con el fin de hacer lo abarcable con sólo una mirada. En el artículo VII se concluye que cada cual tiene derecho a conservarse. Existe, en consecuencia, el derecho a usar todos los medios necesarios para alcanzar ese propósito (Art. VIII). Los medios necesarios son aquellos que cada cual estima como tales (Art. IX). Así, entonces, cada cual tiene derecho para hacer y poseer todo aquello que juzgue conveniente para su conservación. Y, en consecuencia, la justicia o injusticia de una acción depende del juicio de aquel que la ejecuta; juicio que lo margina de toda condena y que justifica su proceder. Todo esto en un estado puramente natural. El Derecho Común a Todo es Inútil 11. Pero no ha sido expedito para el bien de los hombres que ellos tuviesen un común derecho sobre todas las cosas. Siendo este estado el efecto de las potencias del hombre, sin embargo se manifiesta inútil, puesto que equivale a una incomunicación de la cual no se puede sacar ningún beneficio. Cada cual, es verdad, puede decir que todas las cosas le pertenecen, pero la posesión de los bienes no puede ser fácil, si se considera que ellos han sido apropiados por los que llegaron primero, y que éstos gozan del mismo derecho, poseen una fuerza igual y autoridad y pretensiones similares. El Estado de los Hombres Fuera de Sociedades es una Guerra Perpetua 2. Si a lo anterior agregamos la inclinación natural de los hombres de ponerse obstáculos entre sí, que deriva de la opinión vana que cada cual tiene sobre sí mismo, este derecho de todos a todas las cosas se hace más dificultoso. El derecho anotado permite invadir, pero también defenderse: aquí se originan sospechas y desconfianzas continuas que no permiten el reposo del espíritu, cuya obligación es mantenerse en guardia, ante el temor de ser oprimido por la astucia o la violencia de un enemigo que intenta sorprenderse sin cesar. III. EXTRACTOS DEL LIBRO “LEVIATÁN” Segunda Parte Capítulo XVII De las Causas, Generación y Definición de una República Generación de la República; Constitución Artificial o Convencional del Estado El único modo de erigir un poder común capaz de defenderlos de la invasión extranjera y las injurias de unos a otros (asegurando así que, por su propia industria y por los frutos de la tierra, los hombres puedan alimentarse a sí mismos y vivir en el contento), es conferir todo su poder y fuerza a un hombre, o a una asamblea de hombres, que pueda reducir todas sus voluntades, por pluralidad de voces, a una voluntad. Lo cual equivale a elegir un hombre, o asamblea de hombres, que represente su persona; y cada uno poseer y reconocerse a sí mismo como autor de aquello que pueda hacer o provocar quien así representa a su persona, en aquellas cosas que conciernen a la paz y la seguridad común, y someter así sus voluntades, una a una, a su voluntad, y sus juicios a su juicio. Esto es más que consentimiento o concordia; es una verdadera unidad de todos ellos en una e idéntica persona hecha por pacto de cada hombre con cada hombre, como si todo hombre debiera decir a todo hombre: autorizo y abandono el derecho a gobernarme a mí mismo, a este hombre, o a esta asamblea de hombres, con la condición de que tú abandones tu derecho a ello y autorices todas sus acciones de manera semejante. Hecho esto, la multitud así unida en una persona se llama República, en latín

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Civitas. Esta es la generación de ese gran Leviatán o más bien (por hablar con mayor reverencia) de ese Dios Mortal a quien debemos, bajo el Dios Inmortal, nuestra paz y defensa. Pues mediante esta autoridad, concedida por cada individuo particular en la república, administra tanto poder y fuerza que por terror a ello resulta capacitado para formar las voluntades de todos en el propósito de paz en casa y mutua ayuda contra los enemigos del exterior. Definición de la República La esencia de la república es una persona cuyos actos ha asumido como autora una gran multitud, por pactos mutuos de unos con otros, a los fines de que pueda usar la fuerza y los medios de todos ellos, según considere oportuno, para su paz y defensa común. Definición de Soberano Y el que carga con esta persona se denomina soberano y se dice que posee poder soberano; cualquier otro es su súbdito. Este poder soberano se alcanza por dos caminos. Uno es la fuerza natural. Así sucede cuando un hombre hace que sus hijos y los hijos de éstos se sometan a su gobierno como siendo capaz de destruirlos si rehúsan. O cuando mediante guerra somete a sus enemigos a su voluntad, dándoles la vida con esa condición. La otra es cuando los hombres acuerdan voluntariamente entre ellos mismos someterse a un hombre, o asamblea de hombres, confiando en ser protegidos por él o ella frente a todos los demás. Esta última puede llamarse una república política o república por institución; y la primera una república por adquisición. Hablaré primero de una república por institución.

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SEGUNDO AUTOR: JOHN LOCKE

(1632-1704) EXTRACTOS DEL “SEGUNDO TRATADO SOBRE EL GOBIERNO CIVIL” DEFINICIÓN DEL PODER POLÍTICO Entiendo por poder político el derecho de hacer leyes con sanciones de muerte, y consecuentemente, todas las sancionadas con penas menores, para la regulación y preservación de la propiedad; y de emplear la fuerza de la comunidad para la ejecución de tales leyes, para defenderla de atropellos extranjeros; y todo esto sólo en vistas del bien público. (I, 3). DEL ESTADO NATURAL Para comprender correctamente en qué consiste el poder político y para derivarlo de su fuente original, hemos de considerar cuál es el estado en que naturalmente se encuentran los hombres, es decir: un estado de perfecta libertad para ordenar sus acciones y para disponer de sus posesiones y personas como a ellos les parezca más conveniente, dentro de los límites de la ley natural, sin pedir permiso ni depender de la voluntad de otro hombre. Es también un estado de igualdad, en el que todo poder y toda jurisdicción son recíprocos, donde nadie tiene más que otro, pues no hay cosa más evidente que criaturas de la misma especie y condición, nacidas sin distinción para participar de las mismas ventajas de la naturaleza y para emplear las mismas facultades, sean también iguales entre sí, sin subordinación ni sometimiento, salvo que el Señor y Amo de todas ellas haya coloca do, mediante un acto manifiesto de su voluntad, a uno sobre los demás, y le haya conferido, mediante un nombramiento evidente y claro, un derecho incuestionable al poder y la soberanía. (II, 4). Sin embargo, si bien este es un estado de libertad, no lo es de licencia; aunque el hombre en este estado tiene una libertad ilimitada para disponer de su persona y de sus bienes, no posee libertad para destruirse a sí mismo, ni siquiera a alguna de las criaturas que posee, a menos que lo exija un fin más noble que el de su mera preservación. El estado de naturaleza tiene una ley natural por la cual se gobierna, y esa ley obliga a todos. Y la razón, que constituye esa ley, enseña a cuantos hombres la consulten que, siendo todos iguales e independientes, nadie debe dañar a otro en su vida, salud, libertad o posesiones; porque siendo todos los hombres obra de un Creador omnipotente e infinitamente sabio, y siendo todos servidores de un único Señor soberano, llegados al mundo por orden suya y para servicio suyo, son propiedad de ese Creador que los hizo para que existan mientras le plazca a El y no a otro. Pues, estamos dotados de iguales facultades y participando todos en una misma comunidad de naturaleza, no

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puede suponerse que haya entre nosotros una subordinación tal que nos autorice a destruirnos mutuamente, como si estuviésemos hechos los unos para la utilidad de los otros, como ocurre con las criaturas de rango inferior que han sido creadas para nuestro servicio. Por la misma razón que cada uno de los hombres está obligado a su propia preservación y no debe abandonar voluntariamente su condición, debe también, cuando no está en juego su propia conservación, hacer tanto como pueda por la conservación de los demás, y, a menos que se trate de hacer justicia contra un ofensor, no debe quitar o dañar la vida de otro, o causarle un perjuicio en lo que tiende a la preservación de su vida, su libertad, su salud, sus miembros o sus bienes. (II, 6). Para impedir que los hombres atropellen los derechos de los demás y se hagan daño unos a otros, y con el objeto de que se cumpla la ley natural, que ordena la paz y la conservación de todo el género humano, se coloca en las manos de cada uno, en ese estado, la ejecución de la ley natural; con lo cual todos tienen derecho a castigar a quienes infrinjan esa ley, con una sanción tal que impida su violación. Pues la ley natural sería vana, al igual que todas las leyes que en este mundo conciernen a los hombres, si en el estado natural ningún hombre tuviese poder para ejecutarla, protegiendo así al inocente y reprimiendo a los agresores. Y si en el estado de naturaleza un hombre puede castigar a otro por haberle causado algún daño, todos pueden hacer también lo mismo; porque en ese estado de perfecta igualdad, don de no existe superioridad o jurisdicción natural de uno sobre otro, todos necesariamente deben tener derecho a hacer lo que un hombre cualquiera pueda hacer en cumplimiento de esa ley. (II, 7). Así es como, en el estado de naturaleza, un hombre llega a tener poder sobre otro; pero no se trata de un poder absoluto o arbitrario para proceder contra un criminal, cuando lo tiene en sus manos, siguiendo la ira apasionada o la extravagancia sin límites de su propia voluntad, sino únicamente para imponerle un castigo proporcionado a su transgresión, de acuerdo a los dictados de su serena razón y de su conciencia, lo cual equivale a decir que la sanción no ha de ser mayor que la que pueda servir para reparar la falta y reprimir al ofensor. Estas dos son las únicas razones por las que un hombre puede legalmente causar un daño a otro, y a eso es lo que llamamos castigo. El agresor, al infringir la ley natural, declara vivir conforme a otra norma que la de la razón común de la equidad, que es la medida que Dios ha establecido para las acciones de los hombres en bien de su seguridad mutua y, por ello, se convierte en un peligro para la humanidad. Al despreciar y quebrantar ese hombre el vínculo que protege a los hombres del daño y la violencia, comete un atropello contra toda la especie y contra la paz y la seguridad de ella que la ley natural proporciona. Ahora bien, todo hombre puede, en virtud del derecho que tiene de proteger a la humanidad en general, restringir o, si es preciso, destruir las cosas que son nocivas para ella y, por lo mismo, puede infligir a cualquiera que haya transgredido esa ley el castigo que pueda hacerle arrepentirse de lo hecho, de tal modo que le disuada a él y disuada a otros, con su ejemplo, de cometer la misma falta. Por esa razón, en este caso, cualquier hombre tiene derecho a castigar al ofensor, constituyéndose en ejecutor de la ley natural. (II, 8). No me cabe duda que a esta extraña doctrina de que en el estado de naturaleza todos tienen el poder ejecutivo de la ley natural, se objetará que no es razonable que los hombres sean jueces en sus propias causas, pues el amor propio los hará juzgar con parcialidad en favor de sí mismos y de sus amigos. Y, por otro lado, que la malevolencia, la pasión y la venganza los llevará a imponer a los demás castigos excesivos, de los que no ha de resultar otra cosa sino confusión y desorden, por lo que, sin duda, Dios hubo de designar un gobierno para evitar la parcialidad y la violencia de los hombres. Concedo sin dificultad que el gobierno civil es el remedio apropiado para los inconvenientes que presenta el estado de naturaleza, los que ciertamente deben ser muy grandes cuando los hombres pueden ser jueces en sus propias causas, pues es fácil imaginarse que quien ha sido tan injusto como para causarle a su hermano un daño, difícilmente será justo como para condenarse a sí mismo por lo hecho. Sin embargo, desearía que quienes formulan esa objeción recordasen que los monarcas absolutos no son sino hombres. Si el gobierno ha de ser el remedio para aquellos males que inevitablemente se derivan del hecho de que los hombres sean jueces en sus propias causas, no debiendo por eso tolerarse el estado de naturaleza, me gustaría saber qué clase de gobierno es aquel y cuánto mejor que el estado de naturaleza puede ser ese en donde un solo hombre, que ejerce el mando sobre una multitud, posee la libertad de ser juez en su propia causa y puede hacer a sus súbditos lo que a él le plazca, sin la más mínima oposición o control de parte de los que

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ejecutan sus caprichos, debiendo los súbditos obedecer al soberano en todo lo que hace, ya sea que a éste le guíe la razón, el error, o la pasión. Los hombres no están obligados a comportarse unos con otros de ese modo en el estado de naturaleza; si aquel que al juzgar en su propio caso o en el de otro, lo hace mal, es responsable por ello ante el resto del género humano. (II, 13). DEL ESTADO DE GUERRA El estado de guerra es un estado de enemistad y destrucción; por tanto, manifestar por medio de la palabra o de actos, sin apasionamiento ni precipitación, la intención deliberada y firme de conspirar contra la vida de otro, significa colocarse en un estado de guerra con ese hombre contra quien se ha declarado semejante propósito y exponerse a que él u otros que se le han unido y acudido en defensa suya abrazando su causa, le arrebaten la vida; porque es razonable y justo que yo tenga derecho a destruir aquello que me amenaza con la destrucción. Porque en virtud de la ley fundamental de la naturaleza debe hacerse tanto como sea posible por preservar la vida del hombre; pero cuando no se puede preservar la de todos debe optarse por salvar la del inocente. Y se puede destruir a un hombre que nos hace la guerra o que ha manifestado odio hacia nosotros, por la misma razón que podemos matar a un lobo o un león. Tales hombres no se sujetan a los lazos de la ley común de la razón ni tienen otra norma que la de la fuerza y la violencia y, por ello, se les puede tratar como animales de rapiña; pues siendo criaturas peligrosas y nocivas, de seguro nos destruirían si cayésemos en su poder. (III, 16). De ahí que un hombre que intenta poner a otro bajo su poder absoluto se coloca con respecto a éste en un estado de guerra, puesto que esa intención debe entenderse como una declaración de designios atentatorios a su vida. En efecto, tengo razones para suponer que quien pretende someterme a su poder sin mi consentimiento hará conmigo lo que se le antoje una vez lo haya conseguido, y también me matará, si tal es su capricho; porque nadie puede desear tenerme sometido a su poder absoluto si no es para obligarme por la fuerza a algo que va contra el derecho de mi libertad, es decir, para hacerme esclavo. La única seguridad para mi conservación consiste en liberarme de semejante fuerza, y la razón me ordena considerar como un enemigo de mi conservación a quien trata de privarme de esa libertad que constituye mi única defensa; por tanto, quien intenta esclavizarme se coloca a sí mismo en estado de guerra conmigo. Quien en el estado de naturaleza despojase a alguien de la libertad que allí posee, por necesidad habrá de suponerse que procurará arrebatarle todo lo demás, puesto que la libertad es el fundamento de todo lo restante. Asimismo, quien en el estado de sociedad despoja a los miembros de esa sociedad o comunidad de la libertad que les pertenece dará lugar a que se suponga que intentará también quitarles todo lo demás; por ello, se le considerará como si se estuviese en estado de guerra con él. (III, 17). Aquí observamos la clara diferencia entre el estado de naturaleza y el estado de guerra. Si bien algunos hombres los han confundido, la distancia que media entre uno y otro es tan grande como la que existe entre un estado de paz, buena voluntad y recíproca ayuda y defensa, y un estado de hostilidad, malevolencia, violencia y destrucción mutua. Los hombres que viven juntos conforme a los dictados de la razón, pero sin tener un jefe común con autoridad para ser juez entre ellos, se encuentran propiamente en el estado de naturaleza. Pero la fuerza, o la intención manifiesta de emplear la fuerza en contra de la persona de otro, cuando no existe sobre la tierra un soberano común a quien se pueda recurrir en demanda de una compensación o un desagravio, es lo que constituye el estado de guerra; es la falta de esa instancia de apelación lo que da a un hombre el derecho de guerra contra un agresor, incluso aunque este sea miembro de su misma sociedad. Así, si bien no puedo infligir un daño sino en virtud de la ley al ladrón que me ha robado todo lo que de valor poseo, a ese mismo ladrón le puedo matar cuando me ataca violentamente para robarme, aunque sólo sea mi caballo o mi abrigo; porque la ley, que fue hecha para mi protección, me autoriza, cuando ella no puede interponerse para defender mi vida de la violencia de un poder presente —vida cuya pérdida no puede repararse—, a defenderme por mí mismo, y me concede el derecho de guerra, es decir, la libertad de matar al agresor, porque éste no me da oportunidad de recurrir a un juez común ni a la sentencia de la ley, para que me compensen, en un caso en que el daño puede ser irreparable. La falta de un juez común con autoridad coloca a todos los hombres en un estado

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de naturaleza; la fuerza ilegal contra la persona de un hombre crea un estado de guerra, tanto donde existe como donde no existe un juez común. (III, 19). CONCEPTO DE LIBERTAD La libertad natural del hombre consiste en no estar sometido a ningún poder superior sobre la tierra, y en no encontrarse bajo la voluntad o autoridad legislativa de otro hombre, sino en tener únicamente como norma la ley de la naturaleza. La libertad del hombre en sociedad consiste en no estar sujeto a otro poder legislativo que aquel que se establece por consentimiento dentro de la comunidad, ni al dominio de otra voluntad, ni a las limitaciones de ley alguna, salvo las que la legislatura promulgue de acuerdo con el mandato que se le ha confiado. La libertad, por tanto, no es lo que Sir Robert Filmer nos dice: La facultad que tienen todos de hacer lo que deseen, de vivir como les plazca, y de no encontrarse atados por ley alguna. La libertad de los hombres bajo el gobierno civil consiste en disponer de una norma permanente conforme a la cual ajustar sus vidas; norma común a todos los miembros de esa sociedad y que ha sido establecida por el poder legislativo que se ha erigido dentro de ella. Es decir, la libertad de seguir mi propia voluntad en todo aquello que no está prescrito por esa norma; de no estar sometido a la voluntad inconstante, incierta, desconocida y arbitraria de otro hombre, del mismo modo como la libertad de naturaleza consiste en no encontrarse sometido a otra limitación que no sea de la ley natural. (IVA, 22). DE LA PROPIEDAD Ya sea que nos atengamos a la razón natural, la cual nos enseña que los hombres nacen con el derecho a conservar su vida y, consiguientemente, a comer y beber y a procurarse aquellas otras cosas que les proporciona la Naturaleza para su subsistencia; ya sea que consideremos la Revelación, que nos proporciona un relato de las dádivas del mundo que Dios hizo para Adán, y para Noé y sus descendientes, es evidente que Dios, como dice el Rey David, le dio la tierra a los hijos de los hombres (Salmo CXV, 16), es decir, se la dio en común a la humanidad. Pero, aceptando la verdad de ello, les parece a algunos muy difícil que alguien llegase alguna vez a conseguir la propiedad sobre cosa alguna. Yo no me contentaré con responder que si es difícil comprender la propiedad sobre la base del supuesto de que Dios le dio el mundo a Adán y a su posteridad en común, es imposible que nadie, excepto un monarca universal, pudiera poseer propiedad alguna, a partir de la suposición de que Dios le dio el mundo a Adán y a sus sucesivos herederos, excluyendo al resto de sus descendientes. Yo procuraré demostrar cómo podrían los hombres llegar a poseer una parte de aquello que Dios le dio a la humanidad en común, y cómo se podría obtener esa propiedad sin un pacto expreso de todos los que participan de esa posesión común. (V, 25). Dios, que dio a los hombres el mundo en común, también les dio la razón para que hagan uso de ella de la manera más ventajosa y conveniente para la vida. La tierra, y todo lo que ella contiene, les fue dada a los hombres para su sustento y bienestar. Aunque todos los frutos que la tierra produce naturalmente y los animales que en ella se sustentan pertenecen en común a la humanidad, porque son producidos por la mano espontánea de la naturaleza, y nadie originalmente un dominio privado sobre alguno de ellos con exclusión del resto de la humanidad, puesto que se encuentran así en su estado natural; sin embargo, habiendo sido colocados a disposición de los hombres, por necesidad tendrá que haber algún medio de apropiárselos, a fin de que cualquier hombre en particular pueda llegar a servirse o extraer algún provecho de ellos. La carne de venado de la que se alimenta el indio salvaje, que no conoce de lindes y sigue ocupando la tierra en común con los demás, ha de ser suya, y tan suya, es decir, tan parte de él mismo, que nadie puede reclamar derecho alguno sobre el producto de su caza antes que él se haya servido de ella para el sustento de su vida. (V, 26). Aunque la tierra y todas las criaturas inferiores sean comunes a todos los hombres, cada hombre tiene la propiedad de su propia persona. Nadie, salvo él mismo, tiene derecho alguno sobre ella. El esfuerzo de su cuerpo y el trabajo de sus manos, podemos afirmar, son genuinamente suyos. Por tanto, cuando un hombre extrae alguna cosa del estado en que la naturaleza la dispuso y la dejó, ha puesto en esa cosa su esfuerzo y le ha agregado algo que es suyo; y, por ello, la ha convertido en su propiedad. El trabajo realizado por él al remover la cosa de la condición común en que la naturaleza la había colocado, le ha agregado a esa cosa

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algo que la excluye del derecho común de los demás. Pues, siendo este esfuerzo propiedad indiscutible del trabajador, nadie sino él puede tener derecho sobre aquello a lo que le ha incorporado su trabajo, al menos cuando de eso mismo queda suficiente cantidad, y de igual calidad, para el uso de los demás. (V, 27). Por cierto, quien se alimenta de las bellotas que recogió bajo una encina o de las manzanas que cogió de los árboles en el monte, se las ha apropiado para sí mismo. Nadie podrá negar que esos frutos le pertenecen. Pregunto entonces: ¿en qué momento comenzaron a ser suyos? ¿Al digerirlos? ¿Al comerlos? ¿Cuando los cocinó? ¿Cuando los llevó a casa? ¿Cuándo los recogió? Es evidente que si el acto primero de cogerlos no hizo que le perteneciesen, ninguno de los otros pudo haberlo hecho. Ese trabajo introdujo una distinción entre esos frutos y los comunes. Ese trabajo les agregó algo más a lo que había hecho la Naturaleza, madre común de todos, y, por tanto, quedaron bajo el derecho exclusivo de quien los cogió. ¿Dirá alguien que no tenía derecho sobre esas bellotas y manzanas, que de ese modo se había apropiado, por no tener el consentimiento de todo el género humano para hacerlas suyas? ¿Cometió un robo al coger para sí lo que pertenecía a todos en común? De haberse necesitado semejante consentimiento, los hombres se hubiesen muerto de hambre, a pesar de la abundancia que Dios les había concedido. En dehesas o campos comunes, que continúan siéndolo en virtud de un acuerdo, observamos que la propiedad se inicia cuando se toma algo de lo que se tiene en común, sacándolo del estado en que la Naturaleza allí lo había puesto, ya que de no ser así de nada serviría la dehesa común. El acto de tomar esta parte o aquella no depende del consentimiento expreso de todos los coposesores. Por eso, la hierba que mi caballo ha pastado, el forraje que mi sirviente cortó y el mineral que yo he excavado en un terreno sobre el cual tengo un derecho en común con otros pasan a ser mi propiedad sin la asignación o el consentimiento de nadie. Mi trabajo, el de sacarlos de ese estado en común en que se encontraban, determinó mi propiedad sobre ellos. (V, 28). Quizá se objete a esto que si al recoger bellotas u otros frutos de la tierra confiere un derecho sobre ellos, cualquiera podría entonces apoderarse de tantos como quisiese. A eso respondo que no es así. La misma ley natural, que de esa manera nos concede la propiedad, fija también límites a esa propiedad. Dios nos ha dado todas las cosas en abundancia (I Tim. vi, 12) ¿Confirma la revelación lo que nos dice la voz de la razón? Pero ¿en qué medida Dios nos ha dado el usufructo de ellas? El hombre puede apropiarse de una cosa por su trabajo en la medida en que le es posible emplearla con provecho para su vida antes que se eche a perder. Lo que excede a ese límite es más de lo que le corresponde y le pertenece a otros. Nada de lo que Dios creó fue hecho para que el hombre lo malgaste o destruya. Por eso, cuando se considera la abundancia de recursos naturales que por largo tiempo hubo en el mundo, el reducido número de quienes los consumían, y lo pequeño de la parte de esos bienes que un hombre, por su laboriosidad, podía coger y acumular para sí con perjuicio para los demás, especialmente si se mantenía dentro de los límites establecidos por la razón respecto de la cantidad que podría emplear, no podía sino quedar poco lugar para disputas y discusiones sobre la propiedad que de ese modo se adquiría. (V, 31). Sin embargo, el objeto principal de la propiedad no lo constituyen hoy los frutos de la tierra, ni los animales que en ella viven, sino la tierra misma y, puesto que ella contiene y proporciona todo lo demás, creo que es evidente que la propiedad de la tierra se adquiere también de la misma manera. La extensión de tierra que un hombre labra, planta, mejora y cultiva, y cuyos productos puede utilizar, constituye la medida de su propiedad. Es como si ese hombre, por su trabajo, cercase el terreno, separándolo de la tierra en común. Y no invalida su derecho el que se diga que todos tienen igual derecho sobre ella, y que él podría, por tanto, adueñarse de ese terreno, o cercarlo, sin el consentimiento de todos los coposesores, es decir, la humanidad toda. Al entregar Dios el mundo a todo el género humano en común también le ordenó que trabajase, y la penuria de su condición así lo exigía. Dios y su propia razón le mandaban que se adueñase de la tierra, es decir, que la cultivara para hacerla útil para la vida, y le agregara algo suyo: su trabajo. Aquel que obedeciendo el mandato de Dios cultivó la tierra, labró y sembró una parte de ella, le añadió algo que era de su propiedad, algo sobre lo cual nadie más tenía derecho alguno, y que nadie podía arrebatarle sin ocasionarle un daño. (V, 32). Esta apropiación de una parcela de tierra, mediante su cultivo, no causaba perjuicio alguno a los otros hombres, pues todavía quedaba suficiente tierra de la misma calidad, y en cantidad a

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la que podían utilizar quienes aún no la tenían. En efecto, la anexión de una parcela de ninguna manera disminuía la cantidad de tierra que quedaba a disposición de los demás. Quien al apropiarse de una cosa deja a otro tanta cantidad de ella como éste es capaz de utilizar, prácticamente es como si no hubiese cogido nada. Quien tiene a su disposición todo el caudal de un río no puede pensar que otro hombre le ha causado a él un perjuicio porque ha bebido de esa agua, aun si se hubiese servido un buen trago de ella, cuando a él le queda el resto del caudal del mismo río para saciar su propia sed. El caso de la tierra es idéntico al del agua, cuando de ambos hay suficiente cantidad. (V, 33). Dios les dio a los hombres el mundo en común; sin embargo, puesto que se los dio para su beneficio y para que extrajesen del mismo el mayor provecho posible para su vida, no cabe suponer que Dios pensase que el mundo debía quedar para siempre como una propiedad en común. Dios lo dio para que el hombre laborioso y racional se sirviese del mismo (y su trabajo le conferiría el título de propiedad); no lo dio para satisfacción del capricho o de la avaricia del pendenciero y del alborotador. Quien ve que le han dejado suficiente para su beneficio no tiene por qué quejarse ni debe entrometerse en lo que otro ha obtenido ya mediante su trabajo, pues, si lo hace, es evidente que quiere aprovecharse de los esfuerzos del otro, esfuerzos a los que no tiene derecho alguno; y que lo que desea no es la tierra que Dios le ha dado en común con los demás para que la trabajase, tierra de la que queda una cantidad tan grande y de tan buena calidad como la ya poseída, y mayor de la que él sabría trabajar o que su laboriosidad podría llegar a cultivar. (V, 34). (…) De ahí que la labranza o el cultivo de la tierra y la adquisición del derecho de propiedad de la misma van unidas entre sí. La una da el título a la otra. De modo que Dios, al ordenar el cultivo de la tierra, da, a la vez, la autorización para adueñarse de la cultivada. Y la condición humana, que exige trabajar y materiales con qué hacerlo, necesariamente conduce a la propiedad privada. (V, 35). DE LA SOCIEDAD POLÍTICA O CIVIL El hombre, según lo hemos ya demostrado, nace con un título a la perfecta libertad y al disfrute ilimitado de todos los derechos y privilegios de la ley de la naturaleza. Tiene, pues, por naturaleza, al igual que cualquier otro hombre que haya en el mundo, poder no sólo para defender su propiedad, es decir, su vida, su libertad y sus bienes, contra los atropellos y ataques de los otros hombres, sino que tiene también poder para juzgar y castigar con la muerte cuando la atrocidad del crimen, en su opinión, así lo exige. Sin embargo, debido a que una sociedad política no puede existir ni subsistir si no posee en sí misma poder para defender la propiedad, y, por tanto, para castigar las faltas de los miembros de esa sociedad, resulta que una sociedad política únicamente puede existir allí, y sólo allí, donde cada uno de los miembros ha renunciado a su poder natural poniéndolo en manos de la comunidad en todos aquellos casos en que puede recurrir en demanda de protección a la ley establecida por esa sociedad. Así, al quedar excluido el juicio particular de cada uno de los miembros, la comunidad se convierte en árbitro mediante el establecimiento de reglas permanentes, imparciales e iguales para todas las partes; y, por intermedio de hombres autorizados por la comunidad para la ejecución de esas normas, resuelve todas las diferencias que puedan surgir entre los miembros de esa sociedad en cualquier asunto de derecho, y castiga los delitos que cualquier miembro haya cometido contra la sociedad, aplicando las penas que la ley establece. De ese modo resulta fácil discernir quiénes están reunidos en sociedad política y quiénes no. Aquellos que se encuentran unidos formando un mismo cuerpo, y que poseen una ley común sancionada y un organismo judicial al cual recurrir, con autoridad para resolver las disputas entre ellos y castigar a los culpables, viven en sociedad civil los unos con los otros; empero, aquellos que no disponen de una instancia de apelación común, quiero decir, de una instancia de apelación en la tierra, aún permanecen en estado de naturaleza, y cada uno de ellos, a falta de otro juez, es juez y ejecutor por sí solo, lo que constituye como lo he manifestado anteriormente, el estado de naturaleza perfecto. (VII, 87). El Estado, de esa manera, viene a disponer del poder para establecer qué castigo habrá de aplicarse a las diferentes transgresiones que considera merecen una sanción, cometidas por los miembros de la sociedad (este es el poder de hacer leyes); así como tiene el poder de castigar cualquier daño infligido a uno de sus miembros por alguien que no lo es (es decir, el

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poder de la guerra y de la paz). Y el objeto de esos poderes no es otro que la defensa de la propiedad de todos los miembros de esa sociedad, hasta donde sea posible. Pero aunque cada hombre que entra en sociedad renuncia a su poder de castigar, de acuerdo a su particular y propio juicio, los atropellos contra la ley de la Naturaleza, resulta que por el hecho mismo de haber entregado a la legislatura el poder de juzgar las ofensas, en todos aquellos casos en que se puede apelar al magistrado, ha puesto también su fuerza a disposición del Estado, concediéndole el derecho de emplearla cada vez que fuere necesario, para la ejecución de las sentencias dictadas por la comunidad; sentencias que, en efecto, son sus propios juicios, pues son dictadas por él mismo o por su representante. Allí se encuentra el origen del poder legislativo y del poder ejecutivo de la sociedad civil, a saber, el poder de juzgar, conforme a leyes establecidas, en qué grado se han de castigar las ofensas cuando éstas se cometen dentro del Estado; así como allí radica el poder de juzgar en determinadas ocasiones, sobre la base de las circunstancias presentes del hecho, en qué grado se han de vindicar los daños cometidos desde el exterior. En ambos casos, cuando ello es necesario, la sociedad civil puede emplear la fuerza de todos sus miembros. (VII, 88). Por consiguiente, siempre que un número de hombres se une en sociedad renunciando cada uno de ellos a su poder para ejecutar la ley de la naturaleza, cediéndoselo a la comunidad, allí, y sólo allí, existe una sociedad civil o política. Y esto ocurre siempre que cierto número de hombres que vivían en el estado de naturaleza se unen en sociedad para formar un pueblo, un cuerpo político, bajo un gobierno supremo; o cuando alguien se asocia e incorpora a un gobierno ya establecido. Pues, con ello, un hombre autoriza a la sociedad o, lo que es lo mismo, a su poder legislativo, para hacer leyes en su nombre, conforme lo exija el bien público de la sociedad, y para ejecutarlas cuando se necesite su ayuda (como sí se tratase de sus propias resoluciones). Eso es lo que saca a los hombres del estado de naturaleza y los coloca dentro de la sociedad civil, es decir, el hecho de establecer un juez en la tierra con autoridad para resolver todas las controversias y reparar los daños que pueda sufrir cualquiera de los miembros de esa sociedad. Ese juez es el poder legislativo, o lo son los magistrados que él mismo designe. Siempre que encontremos un cierto número de hombres que no obstante hallarse asociados entre sí no dispongan de ese poder decisivo al cual apelar, podemos decir que ellos permanecen viviendo en el estado de naturaleza. (VII, 89). DE LAS FINALIDADES DE LA SOCIEDAD POLÍTICA Y DEL GOBIERNO Si en el estado de naturaleza el hombre es tan libre como se ha dicho, señor absoluto de su propia persona y de sus posesiones, igual al hombre más grande y súbdito de ninguno ¿por qué habría de renunciar a su libertad? ¿Por que habría de abandonar ese poder supremo y someterse a la autoridad y al gobierno de algún otro poder? La respuesta, obviamente, es que si bien en el estado de naturaleza el hombre posee ese derecho, el disfrute de dicho poder y de esa libertad es allí muy incierto, encontrándose permanentemente expuesto a ser atropellado por los demás. En efecto, siendo todos los hombres reyes como él, siendo todos iguales, y dado que la mayor parte de ellos no observan estrictamente las normas de la equidad y de la justicia, el disfrute de la propiedad en el estado de naturaleza es muy incierto, muy inseguro. Esa es la causa de que los hombres deseen abandonar tal condición que, si bien es de libertad, está llena de temores y de continuos peligros. No sin motivo ellos procuran salir de ese estado natural y están dispuestos a entrar en sociedad con otros que ya se habían asociado, o desean unirse para la defensa mutua de sus vidas, libertades y bienes, cosas todas a las que designo con el nombre genérico de propiedad. (IX, 123). Por consiguiente, la mayor y principal finalidad que persiguen los hombres al reunirse en Estados, sometiéndose a un gobierno, es la protección de su propiedad, protección que es incompleta en el estado de naturaleza. En primer lugar se necesita una ley establecida, fija y conocida, aceptada y aprobada por consenso general, que sirva de norma de lo justo y de lo injusto, y de medida común para la resolución de todas las controversias que se susciten entre los hombres. Aunque la ley natural es clara e inteligible para todas las criaturas racionales, los hombres, sin embargo, llevados por sus propios intereses, así como por su ignorancia de la misma por falta de estudio, tienden a no reconocerla como ley que los obliga cuando tienen que aplicarla en sus casos particulares. (IX, 124).

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En segundo lugar, en el estado de naturaleza hace falta un juez conocido e imparcial con autoridad para decidir todas las diferencias, de acuerdo con la ley establecida. Como en el estado de naturaleza cada hombre es juez y ejecutor de la ley natural, y puesto que los hombres son parciales cuando se trata de sí mismos, es muy posible que las pasiones y el rencor los lleven demasiado lejos, induciéndoles a tomar con excesivo celo sus propios casos, en tanto son proclives a mostrarse negligentes e indiferentes en los de los demás. (IX, 125). Tercero, en el estado de naturaleza suele faltar un poder que respalde y sostenga la sentencia cuando ésta es justa, y que la ejecute debidamente. Por cierto, quienes han cometido un a injusticia y transgredido con ello la ley, rara vez se verán impedidos de mantener esa injusticia si disponen de la fuerza para hacerlo. La resistencia que ellos oponen hace peligroso muchas veces el castigo, pudiendo ser incluso destructivo para aquellos que intentan aplicarlo. (IX, 126). Como los hombres se encuentran en una situación nociva mientras permanecen en el estado de naturaleza a pesar de todos los privilegios de que allí disfrutan, se ven rápidamente impelidos a vivir en sociedad. Por eso, rara vez encontramos a cierto número de hombres viviendo juntos por algún tiempo en ese estado. Los inconvenientes a que están expuestos, debido al ejercicio irregular e incierto del poder que tiene cada cual para castigar los atropellos de que pueda ser objeto por parte de los demás, les lleva a refugiarse en las leyes establecidas por los gobiernos, buscando en ellas la preservación de sus propiedades. Es esto lo que los hace renunciar, de tan buena gana, a su poder individual de castigar, colocándolo en las manos de una persona elegida entre ellos para que lo ejerza conforme a las normas que establezca la comunidad, o aquellos que han sido autorizados por los miembros de la misma, de común acuerdo. Y ahí radica, pues, el derecho y el nacimiento de ambos poderes, el legislativo y el ejecutivo, y también el de los gobiernos y las sociedades políticas. (IX, 127). Al entrar en sociedad los hombres renuncian a la igualdad, a la libertad y al poder ejecutivo que tenían en el estado de naturaleza, y se lo entregan a la sociedad para que el poder legislativo disponga de ellos conforme lo requiera el bien de esa sociedad. Sin embargo, si se considera que el propósito exclusivo de cada uno de ellos es la mejor defensa de sus personas, libertades y propiedades (pues no se puede suponer que una criatura racional cambie deliberadamente su estado para ir hacia uno peor), no cabe imaginar que el poder de la sociedad, o que el poder instituido por los miembros de la misma, pueda extenderse más allá de lo requerido por el bien común; porque su obligación es la defensa de la propiedad de todos, tomando precauciones contra los tres defectos mencionados anteriormente que hacen la vida en el estado de naturaleza insegura e intranquila. Por esa razón, quienquiera que tenga en sus manos el poder legislativo o supremo de un Estado, tiene la obligación de gobernar mediante leyes establecidas y permanentes, promulgadas y conocidas por la población, y no por medio de decretos extemporáneos. También debe proveer de jueces imparciales y rectos, quienes han de resolver las controversias de acuerdo a esas leyes. Y de emplear el poder de la comunidad, al interior del país, únicamente para la ejecución de esas leyes, y, en el exterior, para prevenir o exigir la reparación de los daños causados por extranjeros, y para defender a la comunidad de incursiones violentas o invasiones. Todo lo cual no tiene otra finalidad que lograr la paz, la seguridad y el bien de la población. (IX, 131).

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TERCER AUTOR: JEAN JACQUES ROUSSEAU

(1632-1704) I. EXTRACTOS DEL “DISCURSO SOBRE EL ORIGEN Y LOS FUNDAMENTOS DE LA DESIGUALDAD ENTRE LOS HOMBRES” II. El primero que, habiendo cercado un terreno, se le ocurrió decir: Esto es mío, y encontró gentes lo bastante simples para creerlo, ése fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos, cuántas miserias y horrores no habría evitado al género humano aquel que, arrancando las estacas o allanando el cerco, hubiese gritado a sus semejantes: ―Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y la tierra no es de nadie‖. Pero parece con gran claridad que las cosas habían llegado ya al punto de no poder durar más tal como estaban, pues esta idea de propiedad, al depender de muchas ideas anteriores que no han podido nacer más que sucesivamente, no se formó de un golpe en el espíritu humano; fue preciso hacer muchos progresos, adquirir mucha industria y luces, transmitirlas y aumentarlas de edad en edad antes de llegar a este término último del estado de naturaleza. Tomemos, pues, las cosas desde más arriba e intentemos abarcar bajo un solo punto de vista esta lenta sucesión de acontecimientos y de conocimientos en su orden más natural. El primer sentimiento del hombre fue el de su existencia; su primer cuidado el de su conservación. Las producciones de la tierra le aportaban todos los socorros necesarios; el instinto lo conducía a usar de ellos. El hambre y otros apetitos le hacían probar poco a poco diversas maneras de existir; entre ellos hay uno que le invitaba a perpetuar su especie, y esta pendiente ciega, desprovista de todo sentimiento del corazón, producía tan sólo un acto animal. Una vez satisfecha la necesidad, los dos sexos no se reconocían y el propio hijo sólo estaba junto a la madre en cuanto no podía pasarse sin ella. Tal fue la condición del hombre naciente; tal fue la vida de un animal limitado al principio a las puras sensaciones y aprovechándose apenas de los dones que le ofrecía la naturaleza, lejos de pensar en arrancarle nada. Pero bien pronto aparecieron dificultades y fue preciso aprender a vencerlas: la altura de los árboles que le impedía acceder a sus frutos, la competencia de animales que buscaban alimentarse, la ferocidad de los que buscaban su propia vida, todo obligó a aplicarse a los ejercicios corporales; fue preciso volverse ágil, rápido en la carrera, vigoroso en el combate. Las armas naturales, que son las ramas de los árboles y las piedras, se encontraron bien pronto bajo su mano. Aprendió a vencer los obstáculos de la naturaleza, a combatir en la necesidad a los restantes animales, a disputar su subsistencia a los hombres mismos o a resarcirse de lo que había que ceder al más fuerte. A medida que el género humano se extendió, las penas se multiplicaron con los hombres. [...]

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Del cultivo de las tierras se siguió necesariamente su participación y la propiedad, una vez reconocidas las primeras reglas de la justicia, pues para dar a cada cual lo suyo es preciso que cada cual pueda tener algo. Más aún, los hombres comenzaron a dirigir sus miradas al porvenir y, viéndose todos con bienes que perder, no hubo nadie que no temiese para sí la represalia de los daños que podía infligir a otro. Este origen es tanto más natural cuanto que es imposible concebir la idea de la propiedad naciente en otro lugar que en la mano de obra, pues no se ve que, para apropiarse de las cosas que él no hizo, el hombre pueda aportar otra cosa que su trabajo. Es solamente el trabajo el que, dando derecho al cultivador sobre el producto de la tierra que ha trabajado, se lo da también sobre los fondos cuando menos hasta la recolección, y así de año en año; lo cual, constituyendo una posesión continua, se transforma fácilmente en propiedad [...]. En este estado las cosas podrían haber permanecido iguales si los talentos fuesen iguales y si, por ejemplo, el empleo del hierro y la consumición de mercancías conformasen siempre una balanza exacta; pero la proporción que nada mantenía fue bien rápidamente rota; el más fuerte hacía más trabajo; el más hábil sacaba mejor partido del suyo; el más ingenioso encontraba medios de abreviar su trabajo; el labrador tenía más necesidad de hierro o el herrero más necesidad de trigo, y, trabajando igual, el uno ganaba mucho mientras que el otro apenas si tenía para vivir. Fue de este modo como la desigualdad natural se duplicó insensiblemente con la de la combinación y las diferencias de los hombres, desarrolladas por las de las circunstancias, se volvieron más sensibles, más permanentes en sus efectos y comenzaron a influir en la misma proporción sobre la suerte de los particulares [...]. I. EXTRACTOS DEL LIBRO “EL CONTRATO SOCIAL” I. 1 Objeto de este libro El hombre ha nacido libre, y sin embargo, vive en todas partes entre cadenas. El mismo que se considera amo, no deja por eso de ser menos esclavo que los demás. ¿Cómo se ha operado esta transformación? Lo ignoro. ¿Qué puede imprimirle el sello de legitimidad? Creo poder resolver esta cuestión. Si no atendiese más que a la fuerza y a los efectos que de ella se derivan, diría: ―En tanto que un pueblo está obligado a obedecer y obedece, hace bien; tan pronto como puede sacudir el yugo, y lo sacude, obra mejor aún, pues recobrando su libertad con el mismo derecho con que le fue arrebatada, prueba que fue creado para disfrutar de ella. De lo contrario, no fue jamás digno de arrebatársela‖. Pero el orden social constituye un derecho sagrado que sirve de base a todos los demás. Sin embargo, este derecho no es un derecho natural: está fundado sobre convenciones. Trátase de saber cuáles son esas convenciones; pero antes de llegar a ese punto, debo fijar o determinar lo que acabo de afirmar. I. 2 De las primeras sociedades La más antigua de todas las sociedades, y la única natural, es la de la familia; sin embargo, los hijos no permanecen ligados al padre más que durante el tiempo que tienen necesidad de él para su conservación. Tan pronto como esta necesidad cesa, los lazos naturales quedan disueltos. Los hijos exentos de la obediencia que debían al padre y éste relevado de los cuidados que debía a aquéllos, uno y otro entran a gozar de igual independencia. Si continúan unidos, no es ya forzosa y naturalmente, sino voluntariamente; y la familia misma, no subsiste más que por convención. Esta libertad común es consecuencia de la naturaleza humana. Su principal ley es velar por su propia conservación, sus primeros cuidados son los que se deben a su persona. Llegando a la edad de la razón, siendo el único juez de los medios adecuados para conservarse, conviértese por consecuencia en dueño de sí mismo. La familia es pues, si se quiere, el primer modelo de las sociedades políticas: el jefe es la imagen del padre, el pueblo la de los hijos, y todos, habiendo nacido iguales y libres, no enajenan su libertad sino en cambio de su utilidad. Toda la diferencia consiste en que, en la familia, el amor paternal recompensa al padre de los cuidados que prodiga a sus hijos, en tanto

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que, en el Estado, es el placer del mando el que suple o sustituye este amor que el jefe no siente por sus gobernados. [...] I. 4 De la esclavitud Puesto que ningún hombre tiene por naturaleza autoridad sobre su semejante, y puesto que la fuerza no constituye derecho alguno, quedan sólo las convenciones como base de toda autoridad legítima entre los hombres. Si un individuo –dice Grotio– puede enajenar su libertad y hacerse esclavo de otro, ¿por qué un pueblo entero no puede enajenar la suya y convertirse en un esclavo de un rey? Hay en esta frase algunas palabras equívocas que necesitarían explicación; pero detengámonos sólo en la de enajenar. Enajenar es ceder o vender. Ahora, un hombre que se hace esclavo de otro, no cede su libertad; la vende, cuando menos, por su subsistencia; pero un pueblo ¿por qué se vende? Un rey, lejos de proporcionar la subsistencia a sus súbditos, saca de ellos la suya, y según Rabelais, un rey no vive con poco. ¿Los súbditos ceden, pues, sus personas a condición de que les quiten también su bienestar? No sé qué les queda por conservar. Se dirá que el déspota asegura a sus súbditos la tranquilidad civil; sea, pero ¿qué ganan con ello, si las guerras que su ambición ocasiona, si su insaciable avidez y las vejaciones de su ministerio les arruinan más que sus disensiones internas? ¿Qué ganan, si esta misma tranquilidad constituye una de sus miserias? Se vive tranquilo también en los calabozos, pero, ¿es esto encontrarse y vivir bien? Los griegos encerrados en el antro de Cíclope, vivían tranquilos esperando el turno de ser devorados. Decir que un hombre se da a otro gratuitamente, es afirmar una cosa absurda e inconcebible: tal acto sería ilegítimo y nulo, por la razón única de que el que lo lleva a cabo no está en su estado normal. Decir otro tanto de un país, es suponer un pueblo de locos y la locura no hace derecho. Aun admitiendo que el hombre pudiera enajenar su libertad, no puede enajenar la de sus hijos, nacidos hombres y libres. Su libertad les pertenece, sin que nadie tenga derecho a disponer de ella. Antes de que estén en la edad de la razón, puede el padre, en su nombre estipular condiciones para asegurar su conservación y bienestar, pero no darlos irrevocable e incondicionalmente; pues acto tal sería contrario a los fines de la naturaleza y traspasaría el límite de los derechos paternales. Sería, pues, necesario para que un gobierno arbitrario fuese legítimo, que en cada generación el pueblo fuese dueño de admitir o rechazar sus sistemas, y en caso semejante la arbitrariedad dejaría de existir. Renunciar a su libertad es renunciar a su condición de hombre, a los derechos de la humanidad y aun a sus deberes. No hay resarcimiento alguno posible para quien renuncia a todo. Semejante renuncia es incompatible con la naturaleza del hombre: despojarse de la libertad es despojarse de moralidad. En fin, es una convención fútil y contradictoria estipular de una parte una autoridad absoluta y de la otra una obediencia sin límites. ¿No es claro que a nada se está obligado con aquel a quien hay el derecho de exigirle todo? ¿Y esta sola condición sin equivalente, sin reciprocidad, no lleva consigo la nulidad del acto? ¿Qué derecho podrá tener mi esclavo contra mí, ya que todo lo que posee me pertenece y puesto que siendo su derecho el mío, tal derecho contra mí mismo sería una palabra sin sentido alguno? [...] I. 5 Necesidades de retroceder a una convención primitiva [...] Antes de examinar el acto por el cual el pueblo elige un rey, sería conveniente estudiar el acto por el cual un pueblo se constituye en tal, porque siendo este acto necesariamente anterior al otro, es el verdadero fundamento de la sociedad. En efecto, si no hubiera una convención anterior, ¿en dónde estaría la obligación, a menos que la elección fuese unánime, de los menos a someterse al deseo de los más? Y ¿con qué derecho, cien que quieren un amo, votan por diez que no lo desean? La ley de las mayorías en los sufragios es ella misma fruto de una convención que supone, por lo menos una vez, la unanimidad.

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I. 6 Del pacto social Supongo a los hombres llegados al punto en que los obstáculos que impiden su conservación del estado natural, superan las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en él. Entonces este estado primitivo no puede subsistir, y el género humano perecería si no cambiaba su manera de ser. Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino solamente unir y dirigir las que exciten, no tienen otro medio de conservación que el de formar por agregación una suma de fuerzas capaz de sobrepujar la resistencia, de ponerlas en juego con un solo fin y de hacerlas obrar unidas y convergentemente. Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero, constituyendo la fuerza y la libertad de cada hombre los principales instrumentos para su conservación, ¿cómo podría comprometerlos sin perjudicarse y sin descuidar las obligaciones que tiene para consigo mismo? Esta dificultad, concretándola a mi objeto, puede enunciarse en los siguientes términos: ―Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y permanezca tan libre como antes‖. Tal es el problema fundamental cuya solución da el Contrato Social. Las cláusulas de este contrato están de tal suerte determinadas por la naturaleza del acto, que la menor modificación las haría inútiles y sin efecto; de manera, que, aunque no hayan sido jamás formalmente enunciadas, son en todas partes las mismas y han sido en todas partes tácitamente reconocidas y admitidas, hasta tanto que, violado el pacto social, cada cual recobra sus primitivos derechos y recupera su libertad natural, al perder la convencional por la cual había renunciado a la primera. Estas cláusulas, bien estudiadas, se reducen a una sola, a saber: la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a la comunidad entera, porque, primeramente, dándose por completo cada uno de los asociados, la condición es igual para todos; y siendo igual, ninguno tiene interés en hacerla onerosa para los demás. Además, efectuándose la enajenación sin reservas, la unión resulta tan perfecta como puede serlo, sin que ningún asociado tenga nada que reclamar, porque si quedasen algunos derechos a los particulares, como no habría ningún superior común que pudiese sentenciar entre ellos y el público, cada cual siendo hasta cierto punto su propio juez, pretendería pronto serlo en todo, en consecuencia, el estado natural subsistiría y la asociación convertiríase necesariamente en tiránica o inútil. En fin, dándose cada individuo a todos no se da a nadie, y como no hay un asociado sobre el cual no se adquiera el mismo derecho que se cede, se gana la equivalencia de todo lo que se pierde y mayor fuerza para conservar lo que se tiene. Si se descarta, pues, del pacto social lo que no es esencial, encontraremos que queda reducido a los términos siguientes: ―Cada uno pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y cada miembro es considerado como parte indivisible del todo‖. Este acto de asociación convierte al instante la persona particular de cada contratante, en un cuerpo normal y colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, la cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. La persona pública que se constituye así, por la unión de todas las demás, tomaba en otro tiempo el nombre de Ciudad y hoy el de República o Cuerpo político, el cual es denominado Estado cuando es activo, Potencia en relación con sus semejantes. En cuanto a los asociados, éstos toman colectivamente el nombre de Pueblo y particularmente el de ciudadanos como partícipes de la autoridad soberana, y súbditos por estar sometidos a

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las leyes del Estado. Pero estos términos se confunden a menudo, siendo tomados el uno por el otro; basta saber distinguirlos cuando son empleados con toda precisión. I. 7 Del soberano Despréndese de esta fórmula que el acto de asociación implica un compromiso recíproco del público con los particulares y que, cada individuo, contratando, por decirlo así, consigo mismo, se halla obligado bajo una doble relación, a saber: como miembro del soberano para con los particulares y como miembro del Estado para con el soberano. Pero no puede aplicarse aquí el principio de derecho civil según el cual los compromisos contraídos consigo mismo no crean ninguna obligación, porque hay una gran diferencia entre obligarse consigo mismo y de obligarse para con un todo del cual se forma parte. [...] Además, estando formado el cuerpo soberano por los particulares, no tiene ni puede tener interés contrario al de ellos; por consecuencia, la soberanía no tiene necesidad de dar ninguna garantía a los súbditos, porque es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a todos sus miembros. Más adelante veremos que no puede dañar tampoco a ninguno en particular. El soberano, por la sola razón de serlo, es siempre lo que debe ser. Pero no resulta así con los súbditos respecto del soberano, al cual, a pesar del interés común, nada podría responderle de sus compromisos si no encontrase medios de asegurarse de su fidelidad. En efecto, cada individuo puede, como hombre, tener una voluntad contraria o desigual a la voluntad general que posee como ciudadano: su interés particular puede aconsejarle de manera completamente distinta de la que le indica el interés común; su existencia absoluta y naturalmente independiente puede colocarse en oposición abierta con lo que debe a la causa común como contribución gratuita, cuya pérdida sería menos perjudicial a los otros que oneroso el pago para él, y considerando la persona moral que constituye el Estado como un ente de razón —puesto que éste no es un hombre— gozaría de los derechos del ciudadano sin querer cumplir o llenar los deberes de súbdito, injusticia cuyo progreso causaría la ruina del cuerpo político. A fin de que este pacto social no sea, pues, una vana fórmula, él encierra tácitamente el compromiso, que por sí solo puede dar fuerza a los otros, de que, cualquiera que rehúse obedecer a la voluntad general, será obligado a ello por todo el cuerpo; lo cual no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre, pues tal es la condición que, otorgando cada ciudadano a la patria, le garantiza de toda dependencia personal, condición que constituye el artificio y el juego del mecanismo político y que es la única que legítima las obligaciones civiles, las cuales, sin ella, serían absurdas, tiránicas y quedarían expuestas a los mayores abusos. I. 8 Del estado civil La transición del estado natural al estado civil produce en el hombre un cambio muy notable, sustituyendo en su conducta la justicia al instinto y dando a sus acciones la moralidad de que antes carecían. Es entonces cuando, sucediendo la voz del deber a la impulsión física, y el derecho al apetito, el hombre, que antes no había considerado ni tenido en cuenta más que su persona, se ve obligado a obrar basado en distintos principios, consultando a la razón antes de prestar oído a sus inclinaciones. Aunque se prive en este estado de muchas ventajas naturales, gana en cambio otras tan grandes, sus facultades se ejercitan y se desarrollan, sus ideas se extienden, sus sentimientos se ennoblecen, su alma entera se eleva a tal punto que, si los abusos de esta nueva condición no le degradasen a menudo hasta colocarle en situación inferior a la en que estaba, debería bendecir sin cesar el dichoso instante en que la quitó para siempre y en que, de animal estúpido y limitado, se convirtió en un ser inteligente, en hombre. Simplificando: el hombre pierde su libertad natural y el derecho ilimitado a todo cuanto desea y puede alcanzar, ganando en cambio la libertad civil y la propiedad de lo que posee. Para no equivocarse acerca de estas compensaciones, es preciso distinguir la libertad natural, que tiene por límites las fuerzas individuales, de la libertad civil, circunscrita por la voluntad general; y la posesión, que no es otra cosa que el efecto de la fuerza o del derecho del primer ocupante, de la propiedad, que no puede ser fundada sino sobre un título positivo.

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Podríase añadir a lo que precede la adquisición de la libertad moral, que por sí sola hace al hombre verdadero dueño de sí mismo, ya que el impulso del apetito constituye la esclavitud, en tanto que la obediencia a la ley es la libertad. Pero he dicho ya demasiado en este artículo, puesto que no es mi intención averiguar aquí el sentido filosófico de la palabra libertad. II. 1 La soberanía es inalienable La primera y más importante consecuencia de los principios establecidos, es la de que la voluntad general puede únicamente dirigir las fuerzas del Estado de acuerdo con los fines de su institución, que es el bien común; pues si la oposición de los intereses particulares ha hecho necesario el establecimiento de sociedades, la conformidad de esos mismos intereses es lo que ha hecho posible su existencia. Lo que hay de común en esos intereses es lo que constituye el vínculo social, porque si no hubiera un punto en el que todos concordasen, ninguna sociedad podría existir. Afirmo, pues, que no siendo la soberanía sino el ejercicio de la voluntad general, jamás deberá enajenarse, y que el soberano, que no es más que un ser colectivo, no puede ser representado sino por él mismo: el poder se trasmite, pero no la voluntad. En efecto, si no es imposible que la voluntad particular se concilie con la general, es imposible, por lo menos, que este acuerdo sea durable y constante, pues la primera tiende, por su naturaleza, a las preferencias y la segunda a la igualdad. Más difícil aún es que haya un fiador de tal acuerdo, pero dado el caso de que existiera, no sería efecto del arte, sino de la casualidad. El soberano puede muy bien decir: ―Yo quiero lo que quiere actualmente tal hombre, o al menos, lo que dice querer‖; pero no podrá decir: ―Lo que este hombre querrá mañana yo lo querré‖, puesto que es absurdo que la voluntad se encadene para lo futuro, y también porque no hay poder que pueda obligar al ser que quiere, a admitir o consentir en nada que sea contrario a su propio bien. Si, pues, el pueblo promete simplemente obedecer, pierde su condición de tal y se disuelve por el mismo acto: desde el instante en que tiene un dueño, desaparece el soberano y queda destruido el cuerpo político. Esto no quiere decir que las órdenes de los jefes no puedan ser tenidas como la expresión de la voluntad general, en tanto que el cuerpo soberano, libre para oponerse a ellas, no lo haga. En caso semejante, del silencio general debe presumirse el consentimiento popular. Esto será explicado más adelante. II. 3 De si la voluntad general puede errar Se saca en consecuencias de lo que precede, que la voluntad general es siempre recta y tiende constantemente a la utilidad pública; pero no se deduce de ello que las resoluciones del pueblo tengan siempre la misma rectitud. Éste quiere indefectiblemente su bien, pero no siempre lo comprende. Jamás se corrompe el pueblo, pero a menudo se le engaña, y es entonces cuando parece querer el mal. Frecuentemente surge una gran diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general: ésta sólo atiende al interés común, aquélla al interés privado, siendo en resumen una suma de las voluntades particulares; pero suprimid de estas mismas voluntades las más y las menos que se destruyen entre sí, y quedará por suma de las diferencias la voluntad general. Si, cuando el pueblo, suficientemente informado, delibera, los ciudadanos pudiesen permanecer completamente incomunicados, del gran número de pequeñas diferencias resultaría siempre la voluntad general y la resolución sería buena. Pero cuando se forman intrigas y asociaciones parciales a expensas de la comunidad, la voluntad de cada una de ellas conviértese en general con relación a sus miembros, y en particular con relación al Estado, pudiendo entonces decirse que no hay ya tantos votantes como ciudadanos, sino tantos como asociaciones. Las diferencias se hacen menos numerosas y dan un resultado menos general. En fin, cuando una de estas asociaciones es tan grande que predomina sobre todas las otras, el resultado no será una suma de pequeñas diferencias, sino una diferencia única: desaparece la voluntad general y la opinión que impera es una opinión particular. Importa, pues, para tener una buena exposición de la voluntad general, que no existan sociedades particulares en el Estado, y que cada ciudadano opine de acuerdo con su modo de pensar. Tal fue la única y sublime institución del gran Licurgo. Si existen sociedades particulares es preciso multiplicarlas, para prevenir la

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desigualdad, como lo hicieron Solón, Numa y Servio. Estas precauciones son las únicas buenas para que la voluntad general sea siempre esclarecida y que el pueblo no caiga en error. II. 4 De los límites del poder soberano Si el Estado o la ciudad no es más que una persona moral cuya vida consiste en la unión de sus miembros, y si el más importante de sus cuidados es el de la propia conservación, preciso le es una fuerza universal e impulsiva para mover y disponer de cada una de las partes de la manera más conveniente al todo. Así como la naturaleza ha dado al hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos. Es éste el mismo poder que, dirigido por la voluntad general, toma, como ya he dicho, el nombre de soberanía. Pero, además de la persona pública, tenemos que considerar las personas privadas que la componen, cuya vida y libertad son naturalmente independientes de ella. Se trata, pues, de distinguir debidamente los derechos respectivos de los ciudadanos y del soberano, y los deberes que tienen que cumplir los primeros en calidad de súbditos, del derecho que deben gozar como hombres. Conviénese en que todo lo que cada individuo enajena, mediante el pacto social, de poder, bienes y libertad, es solamente la parte cuyo uso es de trascendencia e importancia para la comunidad, mas es preciso convenir también que el soberano es el único juez de esta necesidad. Tan pronto como el cuerpo soberano lo exija, el ciudadano está en el deber de prestar al Estado sus servicios; mas éste, por su parte, no puede recargarles con nada que sea inútil a la comunidad; no puede ni aún quererlo, porque de acuerdo con las leyes de la razón como con las de la naturaleza, nada se hace sin causa. Los compromisos que nos ligan con el cuerpo social no son obligatorios sino porque son mutuos, y su naturaleza es tal, que al cumplirlos, no se puede trabajar por los demás sin trabajar por sí mismo. ¿Por qué la voluntad general es siempre recta, y por qué todos desean constantemente el bien de cada uno, si no es porque no hay nadie que no piense en sí mismo al votar por el bien común? Esto prueba que la igualdad de derecho y la noción de justicia que la misma produce, se derivan de la preferencia que cada uno se da, y por consiguiente de la naturaleza humana; que la voluntad general, para que verdaderamente lo sea, debe serlo en su objeto y en su esencia; debe partir de todos para ser aplicable a todos, y que pierde su natural rectitud cuando tiende a un objeto individual y determinado, porque entonces, juzgando de lo que nos es extraño, no tenemos ningún verdadero principio de equidad que nos guíe. [...] Concíbese desde luego, que lo que generaliza la voluntad no es tanto el número de votos cuanto el interés común que los une, pues en esta institución, cada uno se somete necesariamente a las condiciones que impone a los demás: admirable acuerdo del interés y de la justicia, que da a las deliberaciones comunes un carácter de equidad eliminado en la discusión de todo asunto particular, falto de un interés común que una e identifique el juicio del juez con el de la parte. Desde cualquier punto de vista que se examine la cuestión llegamos siempre a la misma conclusión, a saber: que el pacto social establece entre los ciudadanos una igualdad tal, que todos se obligan bajo las mismas condiciones, y todos gozan de idénticos derechos. Así, por la naturaleza del pacto, todo acto de soberanía, es decir, todo acto auténtico de la voluntad general, obliga o favorece igualmente a todos los ciudadanos; de tal suerte que el soberano conoce únicamente el cuerpo de la nación sin distinguir a ninguno de los que la forman. ¿Qué es, pues, lo que constituye propiamente un acto de soberanía? No es un convenio del superior con el inferior, sino del cuerpo con cada uno de sus miembros; convención legítima, porque tiene por base el contrato social; equitativa, porque es común a todos; útil, porque no puede tener otro objeto que el bien general, y sólida, porque tiene como garantía la fuerza pública y el poder supremo. Mientras que los súbditos están sujetos a tales convenciones, no obedecen más que su propia voluntad; y de consiguiente, averiguar hasta dónde se extienden los

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derechos respectivos del soberano y los ciudadanos, es inquirir hasta qué punto éstos pueden obligarse para con ellos mismos, cada uno con todos y todos con cada uno. De esto se deduce que el poder soberano, con todo y ser absoluto, sagrado e inviolable, no traspasa ni puede traspasar los límites de las convenciones generales, y que todo hombre puede disponer plenamente de lo que le ha sido dejado de sus bienes y de su libertad por ellas; de suerte que el soberano no está jamás en el derecho de recargar a un súbdito más que a otro, porque entonces la cuestión conviértese en particular y cesa de hecho la competencia del poder. [...] II. 6 De la ley [...] Cuando digo que el objeto de las leyes es siempre general, entiendo que aquéllas consideran los ciudadanos en cuerpo y las acciones en abstracto; jamás el hombre como a individuo ni la acción en particular. Así, puede la ley crear privilegios, pero no otorgarlos a determinada persona; puede clasificar también a los ciudadanos y aun asignar las cualidades que dan derecho a las distintas categorías, pero no puede nombrar los que deben ser admitidos en tal o cual; puede establecer un gobierno monárquico y una sección hereditaria, pero no elegir rey ni familia real; en una palabra, toda función que se relacione con un objeto individual, no pertenece al poder legislativo. Aceptada esta idea, es superfluo preguntar a quiénes corresponde hacer las leyes, puesto que ellas son actos que emanan de la voluntad general; ni si el príncipe está por encima de ellas, toda vez que es miembro del Estado; ni si la ley puede ser injusta, puesto que nadie lo es consigo mismo; ni cómo se puede ser libre y estar sujeto a las leyes, puesto que éstas son el registro de nuestras voluntades. Es evidente además que, reuniendo la ley la universalidad de la voluntad y la del objeto, lo que un hombre ordena, cualquiera que él sea, no es ley, como no lo es tampoco lo que ordene el mismo cuerpo soberano sobre un objeto particular. Esto es un decreto; no un acto de soberanía, sino de magistratura. Entiendo, pues, por república todo Estado regido por leyes, bajo cualquiera que sea la forma de administración, porque sólo así el interés público gobierna y la cosa pública tiene alguna significación. Todo gobierno legítimo es republicano. Más adelante explicaré lo que es un gobierno. Las leyes no son propiamente sino las condiciones de la asociación civil. El pueblo sumiso a las leyes, debe ser su autor; corresponde únicamente a los que se asocian arreglar las condiciones de la sociedad. Pero ¿cómo las arreglarán? ¿Será de común acuerdo y por efecto de una inspiración súbita? ¿Tiene el cuerpo político un órgano para expresar sus voluntades? ¿Quién le dará la previsión necesaria para formar sus actos y publicarlos de antemano? O ¿cómo pronunciará sus fallos en el momento preciso? ¿Cómo una multitud ciega, que no sabe a menudo lo que quiere, porque raras veces sabe lo que le conviene, llevaría a cabo por sí misma una empresa de tal magnitud, tan difícil cual es un sistema de legislación? El pueblo quiere siempre el bien, pero no siempre lo ve. La voluntad general es siempre recta, pero el juicio que la dirige no es siempre esclarecido. Se necesita hacerle ver los objetos tales como son, a veces tales cuales deben parecerle; mostrarle el buen camino que busca; garantizarla contra las seducciones de voluntades particulares; acercarles a sus ojos los lugares y los tiempos; compararle el atractivo de los beneficios presentes y sensibles con el peligro de los males lejanos y ocultos. Los particulares conocen el bien que rechazan; el público quiere el bien que no ve. Todos tienen igualmente necesidades de conductores. Es preciso obligar a los unos a conformar su voluntad con su razón y enseñar al pueblo a conocer lo que desea. Entonces de las inteligencias públicas resulta la unión del entendimiento y de la voluntad en el cuerpo social; de allí el exacto concurso de las partes, y en fin la mayor fuerza del todo. He aquí de dónde nace la necesidad de un legislador. II. 7 Del legislador [...] El que se atreve a emprender la tarea de instituir un pueblo, debe sentirse en condiciones de cambiar, por decirlo así, la naturaleza humana; de transformar cada individuo, que por sí mismo es un todo perfecto y solitario, en parte de un todo mayor, del cual recibe en cierta

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manera la vida y el ser; de alterar la constitución del hombre para fortalecerla; de sustituir por una existencia parcial y moral la existencia física e independiente que hemos recibido de la naturaleza. Es preciso, en una palabra, que despoje al hombre de sus fuerzas propias, dándole otras extrañas de las cuales no pueda hacer uso sin el auxilio de otros. Mientras más se aniquilen y consuman las fuerzas naturales, mayores y más duraderas serán las adquiridas, y más sólida y perfecta también la institución. De suerte que, si el ciudadano no es nada ni puede nada sin el concurso de todos los demás, y si la fuerza adquirida por el todo es igual o superior a la suma de las fuerzas naturales de los individuos, puede decirse que la legislación adquiere el más alto grado de perfección posible. El legislador es, bajo todos conceptos, un hombre extraordinario en el Estado. Si debe serlo por su genio, no lo es menos por su cargo, que no es ni de magistratura ni de soberanía, porque constituyendo la república no entra en su constitución. Es una función particular y superior que nada tiene de común con el imperio humano, porque, si el que ordena y manda a los hombres no puede ejercer dominio sobre las leyes, el que lo tiene sobre éstas no debe tenerlo sobre aquéllos. De otro modo esas leyes, hijas de sus pasiones, no servirían a menudo sino para perpetuar sus injusticias, sin que pudiera jamás evitar el que miras particulares perturbasen la santidad de su obra. [...] III. 4 De la democracia El autor de la ley sabe mejor que nadie cómo debe ser ejecutada e interpretada. Parece, según esto, que no podría haber mejor constitución que aquella en la cual el poder ejecutivo estuviese unido al legislativo; mas esto mismo haría tal gobierno incapaz, desde cierto punto de vista, porque lo que debe ser distinguido, no lo es, y confundiendo el príncipe con el cuerpo soberano, no existiría, por decirlo así, sino un gobierno sin gobierno. No es bueno que el que hace las leyes las ejecute, ni que el cuerpo del pueblo distraiga su atención de las miras generales para dirigirla hacia los objetos particulares. Nada es tan peligroso como la influencia de los intereses privados en los negocios públicos, pues hasta el abuso de las leyes por parte del gobierno es menos nocivo que la corrupción del legislador, consecuencia infalible de miras particulares, toda vez que, alterando el Estado en su parte más esencial, hace toda reforma imposible. Un pueblo que no abusara jamás del gobierno, no abusaría tampoco de su independencia. Un pueblo que gobernara siempre bien, no tendría necesidad de ser gobernado. Tomando la palabra en su rigurosa acepción, no ha existido ni existirá jamás verdadera democracia. Es contra el orden natural que el mayor número gobierne y los menos sean gobernados. No es concebible que el pueblo permanezca incesantemente reunido para ocuparse de los negocios públicos, siendo fácil comprender que no podría delegar tal función sin que la forma de administración cambie. [...] Si hubiera un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres. IV. 1 La voluntad general es indestructible En tanto que varios hombres reunidos se consideran como un solo cuerpo, no tienen más que una sola voluntad relativa a la común conservación y al bien general. Entonces todos los resortes del Estado son vigorosos y sencillos, sus máximas claras y luminosas, no existe confusión de interés, ni contradicción; el bien común se muestra por todas partes con evidencia, sin exigir más que buen sentido para ser conocido. La paz, la unión, la igualdad, son enemigas de las sutilezas políticas. Los hombres rectos y sencillos son difíciles de engañar, a causa de su misma sencillez. Ni los sofismas ni las refinadas habilidades logran seducirles. Cuando se ve cómo en los pueblos más dichosos del mundo un montón de campesinos arreglaba bajo una encina los negocios del Estado, conduciéndose siempre sabiamente, ¿puede uno dejar de despreciar los refinamientos de otras naciones que se vuelven ilustres y miserables con tanto arte y tanto misterio?

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Un Estado así gobernado necesita pocas leyes, y cuando se hace necesaria la promulgación de otras nuevas, tal necesidad es universalmente reconocida. El primero que las propone no hace más que interpretar el sentimiento de los demás, y sin intrigas ni elocuencia, pasa a ser ley lo que de antemano cada cual había resuelto hacer una vez seguro de que los demás harán como él. La causa por la cual los razonadores se engañan, consiste en que no han visto más que Estados mal constituidos desde su origen, y por lo tanto se sorprenden de la posibilidad de mantener en ellos semejante política. Ríen al imaginar todas las tonterías con que un embrollador hábil o un charlatán hubiera sido capaz de persuadir al pueblo de París o Londres, y no saben que Cromwell habría sido encadenado por los berneses, y el duque de Beaufort llamado al orden por los ginebrinos. Mas cuando los vínculos sociales comienzan a debilitarse y el Estado a languidecer; cuando los intereses particulares comienzan a hacerse sentir y las pequeñas sociedades a influir sobre la general, altérase el interés común y la unanimidad desaparece; la voluntad general no compendia ya la voluntad de todos; surgen contradicciones y debates y la opinión más sana encuentra contendientes. En fin, cuando el Estado, próximo a su ruina, sólo subsiste bajo una forma ilusoria y vana y el lazo social se ha roto en todos los corazones; cuando el vil interés se reviste descaradamente con el manto sagrado del bien público, entonces la voluntad general enmudece, todos, guiados por móviles secretos, opinan como ciudadanos de un Estado que jamás hubiese existido, permitiendo que pasen subrepticiamente bajo el nombre de leyes, decretos inicuos que tienen únicamente como objeto un interés particular. ¿Síguese de allí que la voluntad general se haya destruido o corrompido? En manera alguna: permanece constante, inalterable y pura, pero está subordinada a otras voluntades más poderosas que ella. Separando cada cual su interés del interés común, comprende que no puede hacerlo del todo, empero la porción del mal público que le corresponde, parécele poca cosa comparada con el bien exclusivo de que pretende hacerse dueño. Hasta cuando vende por dinero su voto, no extingue en sí la voluntad general; la elude. La falta que comete consiste en cambiar los términos de la proposición y contestar lo que no se le pregunta; de suerte que en vez de decir por medio del sufragio: ―Es ventajoso para el Estado‖, dice: ―Conviene a tal hombre o a tal partido que tal o cual cosa sea aceptada‖. Así la ley del orden público, en las asambleas, no tiene tanto por objeto sostener la voluntad general, cuanto hacer que sea siempre consultada y que responda siempre a sus fines. Podría hacer muchas reflexiones acerca del derecho de sufragio en todo acto de soberanía, derecho que nadie puede arrebatar a los ciudadanos, y sobre el de opinar, proponer, dividir y discutir, cuyo ejercicio el gobierno tiene siempre gran cuidado de no permitir más que a sus miembros; pero esta importante materia exige un tratado aparte y no puedo decir todo en el presente.