SÉPTIMA PARTE: ESQUILACHE Y...

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SÉPTIMA PARTE: ESQUILACHE Y CAMPOMANES

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SÉPTIMA PARTE:

ESQUILACHE Y CAMPOMANES

I. ESQUILACHE Y LAS LUCHAS POLÍTICAS DE SU TIEMPO Por lo menos es claro que más de uno era consciente que, en la alta nobleza, había

materia sobre la que actuar. Y hubo quien actuó, con afanes de provocar la reacción aristocrática:

“[...] la máxima de Su Majestad -se lee en una carta anónima que recibió el conde de Aranda en los días siguientes al motín de Esquilache- [...] es subyugar la Corte para proseguir el despotismo a que Vuestra Excelencia ni Señores Grandes deben coadyuvar, antes sí sacudir el yugo tan pernicioso que ha introducido la ambiciosa Francia [...].

“[...] ¿Qué ventaja se consigue en matarse [los españoles] unos a otros por sólo mantener el despotismo en detrimento del Reino, de los Grandes y chicos? [...]

“Siendo Vuestras Excelencias reyes en sus estados, que sólo deben reconocer un monarca, ¿por qué han de servir a un rey despótico que los trate como criados? [...]

“Todos los españoles le veneramos rey monarca no despótico”1.

Todos los españoles. El malestar por la concentración del poder no quedaba por tanto en la aristocracia. Como se lee en aquella Humilde representación que hace a V.M. el Motín Matritense,

“No desdeña el Gabinete humildes cunas con prendas singulares, óyelos discurrir, y elige lo mejor; no es hijo de la sangre el acierto, sino del discurso, y no se heredan las almas, sino la nobleza”2.

O sea que no se trataba de despreciar al italiano por su cuna, sino por su discurso. Y, por lo tanto, no había que pensar que fuera víctima Esquilache de las diferencias sociales que se encubrían en la vida política española de aquellos días.

No sólo los historiadores, ya los coetáneos distinguían entre colegiales y golillas al referirse a las luchas políticas de la época. En rigor, ese tipo de clasificaciones es peligroso; toda denominación global lo es, si se le reconocen los atributos de una cuasi persona y se supone que actuaba como si tuviera alma3. Pero es verdad que se hablaba de esos dos grupos con frecuencia en los círculos informados. Lo cual no es secundario; porque, aunque no hubieran existido realmente, la lengua consiste y consistía en buena medida en elaborar conceptos para denominar cosas, y eso tiene y tenía una eficacia de ida y vuelta: servía para llamar de una manera concreta a lo que ya existía y también para crear o perfilar nuevas formas de existencia; es decir, podía crear realidad donde no la había o donde no se hallaba tan claramente definida.

Colegiales se llamaba a los nobles formados en los colegios mayores que se habían ido creando por toda España desde 1371. Se trataba de establecimientos educativos, hermanos

1 Apud CORONA (1969), 261. 2 ASV/ANM, 133, f. 171-2v. 3 Lo he intentado explicar en “Sobre la historia, la teoría y la práctica del cambio social”, en Estudios

sobre la encíclica 'Sollicitudo rei socialis' coordinados por Fernando FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, Madrid, AEDOS y Unión Editorial, 1990, pág. 202-8.

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de los colleges y los collèges de Inglaterra y Francia4, cuya razón de ser inicial, en España, había sido permitir el acceso al saber teológico, y secundariamente al jurídico, a los nobles menesterosos. En el siglo XVII, no obstante, la mayoría de esos centros había perdido ya la finalidad previsora y era coto cerrado de la nobleza titulada, empobrecida o rica5.

Y, como en muchos de ellos, además, tenían buena mano los jesuitas, a los colegiales se les presentaba ligados a esta orden religiosa. Que se caracterizaba, por otra parte, por su cercanía al poder. De hecho, Fernando VI había procurado especialmente contar con colegiales, y los confesores del rey -jesuitas- lo dejaron hacer cuando no lo animaron a ello6.

Decir jesuitas era decir ya cuestión doctrinal, que afectaba a aquella teología que vimos y que a la postre conducía a defender el tiranicidio como última posibilidad.

Claro que, a la hora de la verdad, las cosas no sucedían así de simplemente. En el verano de 1766, un anónimo informador de don Manuel de Roda le dio cuenta de la filiación de una buena porción de magistrados de la Monarquía, distinguiendo entre jesuitas y tomistas (que era como se solía llamar a los que no seguían a aquéllos), y nada induce a pensar que lo primero –jesuita- coincidiera con colegial y lo segundo –tomista- con golilla. Con seguridad, catorce de los veinticinco miembros del Consejo de Castilla eran jesuitas y sólo cinco eran tomistas; de los demás no se sabía o se trataba de gente indiferente, cuando no indefinida por propia voluntad. En los otros Consejos (Indias, Órdenes y Hacienda, no así en Inquisición) predominaban también los jesuitas pero no eran pocos los otros. En la Sala de alcaldes de Casa y Corte del propio Consejo de Castilla andaban a la par; en las Chancillerías era, en cambio, total la disparidad: 85 jesuitas de cada cien magistrados en la de Granada frente a 36 en Valladolid...7

Pero es que, en el Consejo extraordinario que se formó según veremos, muy avanzado 1766, para encauzar las averiguaciones consiguientes al aluvión de anónimos que hubo tras el motín de Madrid contra Esquilache, todos los consejeros eran tomistas, o no eran –por lo menos- jesuitas, siendo así que todos ellos menos uno eran colegiales8.

Golillas (o manteístas o garnachas, que de las tres maneras se les tildaba) se decía de la gente formada en humanidades y leyes, por lo general hidalgos entrados en estudios y convertidos en servidores de la Monarquía Católica en cualesquiera puestos. Como en toda Europa, en España se había basado y seguía basándose en estos hombres ese lentísimo fenómeno en que consistió la articulación del Estado que llamamos moderno (porque no hay forma de encontrar un adjetivo más concreto y adecuado) y que podría definirse como el Estado del papel y el archivo.

4 Para una comparación adecuada con éstos, COMPÈRE-JULIA (1984), STONE (1975), SALA (1957-

1966). Sobre el papel de los colegios españoles en la formación de los golillas, LARIO (1986). 5 Sobre la evolución de la exigencia de pobreza, LARIO (1995). 6 Vid. ALCARAZ (1995), 606-7. 7 Cfr. IRLES (1997), 41-3, que analiza un documento dado a conocer por OLAECHEA (1976). 8 Esto último, en EGIDO y PINEDO (1994), 34.

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Desde los días de Felipe V y Fernando VI (con la presencia en el gobierno y el peso concedido en su tiempo a hombres como Patiño, Campillo y Ensenada), el encumbramiento de hidalgos adiestrados en leyes y en cosas de gobierno a la más alta esfera del gobierno de las Españas era cosa como para llamar la atención. No eran tampoco un grupo compacto, ni un cuerpo, ni siquiera en la escasa medida en que lo eran los colegiales. Golillas eran don Zenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada, y los fiscales del Consejo de Castilla que más medraron desde entonces, don Pedro Rodríguez Campomanes y don José Moñino. Y don Manuel de Roda9, que militó en algún momento junto al conde de Aranda y, siempre, con el duque de Alba.

Campomanes había nacido en una aldea de Asturias y su familia, que era humilde e hidalga -las dos cosas-, lo había enviado a estudiar con un tío canónigo a Santillana, en cuyo colegio dominicano cursó árabe y griego además de filosofía y lo convirtió en el erudito que pudo ser. Después estudió leyes en Oviedo y Sevilla y se instaló en Madrid, donde el marqués de la Ensenada lo ayudó a hacer carrera10.

En cuanto a Moñino, era murciano y pertenecía a una familia hidalga igualmente pobre, pero leída; su padre era escribano. Comenzó su carrera política del mismo modo que Campomanes: después de estudiar leyes, en este caso en Salamanca, se trasladó a Madrid y abrió bufete11.

Don Manuel de Roda, a su vez, no era siquiera de familia hidalga; pero estudió en el colegio zaragozano de los jesuitas, y leyes en calidad de “manteísta”12.

Resulta más difícil contar como golillas a otros dos hombres destacados en la coyuntura famosa de 1766 (destacados por la mera y pura razón de que sustituyeron a Esquilache en las Secretarias de Hacienda y Guerra): don Miguel Múzquiz y don Gregorio Muniáin. Eran ambos navarros e hidalgos. Pero no propiamente estudiosos ni mucho menos estadistas. Don Miguel Múzquiz, baztanés y negociante más que otra cosa, había sido oficial de la Secretaría de Hacienda y secretario del Consejo de Guerra, o sea que podía pasar por hombre de don Leopoldo de Gregorio (aunque la verdad es que su vinculación con la Secretaría mencionada arrancaba del entorno de 1737, lo que quería decir que había conocido a siete secretarios del despacho correspondiente13). Lo encontramos en 1764 aconsejando a los de la Diputación de Navarra, sus paisanos, que no se tomen el inútil trabajo de enfrentarse al nuevo despotismo absoluto... 14 al que él mismo servía en 1765 como secretario de entregas de la duquesa de Toscana e infanta de España doña María

9 Manteísta, precisa OLAECHEA (1969), 63. 10 Sobre la personalidad de Campomanes -incluida la amplia bibliografía existente-, CORONAS (1993),

especialmente pág. VIII-XXIX. 11 Remito a la vieja biografía de ALCÁZAR (1929, 1934). 12 Según PINEDO (1983), 10. 13 En este sentido, CANGAS (1834), voz “Memoria presentada al Sr. D. Carlos III por D. Miguel

Múzquiz en 1769”. 14 Vid. Ozcáriz a Navarro, 20 de diciembre de 1764, AGN, Actas de Diputación, 1760-1765, p. 297 (28

de diciembre).

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Luisa de Borbón, cuando la infanta abandonó España para contraer matrimonio. Regresó a la Península con la otra María Luisa, la de Parma.

En cuanto al nombre de Muniáin, era ya caro a Carlos III; durante la última guerra de Italia, el pamplonés había sido secretario del hermano del monarca español, el duque Felipe de Parma, y era a la sazón -en marzo de 1766- capitán general de Extremadura15, donde había intentado también labrar su fortuna, crematísticamente hablando.

Que no en todos los casos había enfrentamiento entre golillas y colegiales, por lo demás, vuelve a quedarnos claro por el duque de Alba (que ayudó a echar al golilla marqués de la Ensenada pero procedió de seguida a procurar que fueran manteístas los que llegaran al poder16) y el conde Aranda, que, en 1766 (otra cosa es después), era amigo de Campomanes17 y era de la opinión de que los cargos tenían que ejercerlos los mejor preparados, aunque no fueran personas de calidad social18. Y es que, en muchas de las cosas que tenían que ver con el futuro de la Monarquía Católica, algunos aristócratas y simples nobles ilustrados (no pocos de ellos paseados allende el Pirineo durante alguna parte de su vida y lectores más o menos asiduos de la Enciclopedia francesa19) coincidían con los golillas. En punto a ilustración y Luces, si Aranda se decía amigo de Voltaire, el propio duque de Alba gozaba de permiso para leer libros prohibidos desde 173520.

Que, en los días de Esquilache, Carlos III se inclinaba por los golillas, y no por los colegiales, es asunto probado. En 1764 había manifestado expresamente su desagrado por el predominio colegial, hasta el punto de que pasó un papel a la Cámara de Castilla con indicaciones en ese sentido, sobre el modo de proveer las vacantes de obispos y demás prebendas y beneficios eclesiásticos. La iniciativa del monarca -apuntó el nuncio entonces- bien pudo obedecer a il clamore que desde hacía mucho tiempo se escuchaba contra la excesiva consideración que se decía tenían los de la Cámara de Castilla en general y el secretario de Gracia y Justicia, don Alfonso Muñiz, marqués del Campo del Villar, en particular, a favor de los colegiales. El marqués y buena parte de los de la Cámara lo eran, sin ir más lejos21. “Quei collegiali tanto protetti dal segretario di Giustizia, son la peste de la Spagna”, sentenciaba il Tanucci por los años de 1761, relacionándolos por supuesto con los jesuitas y en particular con el padre Rávago22. Y eso es lo que se achaca a Campo del Villar en la sátira de comienzos de 1765 –poco antes de su muerte-

15 Cfr. Zoagli, 8 de abril de 1766, ASG/AS, leg. 2.480. Algunos de los datos que damos sobre

Múzquiz, en FERRER (1856), II, 52-3. 16 Según afirmación de fray Fernando de Ceballos que cita LA HOZ (1859), 61-2. 17 Del que da testimonio Pallavicini, 15 de abril de 1766, ASV/SS/S, 301, f. 261. Sobre lo que ocurrió

luego, FAYARD y OLAECHEA (1983). 18 Vid. PIETSCHMANN (1992), 328. 19 En este sentido, OLAECHEA (1969), 47. 20 Vid. licencia para ello de 15 de enero de 1735, ADA, c. 106, núm. 81 (Quaderno Indice General...),

f. 5-6. 21 Despacho de 10 de julio de 1764, ASV/SS/S, 292, f. 15-16. Sobre el “colegialismo” de Campo del

Villar, también FERRER (1856), I, 248-9. Sobre la veracidad del predominio colegial, FAYARD y OLAECHEA (1983) y el propio OLAECHEA (1976).

22 A Montallegre, 3 de noviembre de 1761, apud TANUCCI (1988), X, 271.

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que describe un desfile de disfraces de personajes de la Corte: Muñiz aparece vestido de pontifical y con un letrero que dice El falso Numpcio &. Y entona esta seguidilla:

Yo hago obispos, curas y capellanes, canónigos, monagos y sacristanes.

Pero prevengo que han de ser colegiales y, si no, un cuerno23.

Pero el del Campo del Villar murió en 1765. Y, en adelante, “puesto que perdían los jesuitas o los colegiales ya no volvían a recuperarlo -diría Ferrer del Río24-: cuantos claros dejaba la muerte en las diversas carreras, llenábalos el monarca a tenor de sus miras”.

Cosa –toda esta- a la que no podía ser ajeno Esquilache, dado el lugar que ocupaba en las proximidades del rey y su propia extracción social.

Don Leopoldo, en efecto, se las tenía tiesas para que se considerase noble a su familia de origen25. Pero bastante si lograba que lo tuvieran por hidalgo. Los Di Gregorio andaban en el siglo XVI por la siciliana ciudad de Mesina, pasaron a Génova y, a comienzos del XVIII, cuando regresaron a la ciudad siciliana (nacido ya don Leopoldo en Génova, seguramente en 1701), una de las primeras cosas que hicieron fue exigir que se les reconociera la calidad de nobles. Prueba palpable de que no se notaba a primera vista, aunque indicio también de que o lo eran realmente y podían demostrarlo o tenían posibles para que se les aceptara como nobles, comprando el reconocimiento.

Desde luego, don Leopoldo ejerció de noble en cuanto fue mayor; fue, entre otras cosas, senador de Mesina en los primeros años treinta. Cosa que, en las Sicilias, no impedía dedicarse al comercio como él se dedicaba. Empezó a trabajar en el abastecimiento de los ejércitos y así fue como conoció al entonces infante don Carlos, que recorría Italia al mando del ejército en la guerra de Sucesión a la Corona austriaca. De esa manera conoció también a los que serían sus valedores ante don Carlos (entre ellos el marqués de la Ensenada, que andaba por Italia, junto al futuro Carlos III, por los años 1733-1743 y ocupado precisamente –entre otras cosas importantes- en proveer de víveres a la tropa26) y al cabo a su segunda esposa, doña Josefa Berdugo y Cuasnada, hija de abastecedores como él, aunque nobles en este caso conocidos.

Por lo demás, en cuanto pudo, don Leopoldo eliminó cualquier duda: adquirió un par de feudos en el Ducado de Módena (los de Trentino y Salvaterra) y obtuvo de este duque (Francesco III) el correspondiente título de marqués en 1743, y el de lo mismo pero del Sacro Imperio dos años más tarde.

23 Dice a un cuerno. Forma parte de Parejas soñadas, y escritas a un amigo a Sebilla por Don Deboto

Quisás Ademisoy, 10 de enero de 1765, FUE/AC, 23/4. 24 En FERRER (1856), I, 413. 25 Esto y todo lo demás que sigue sobre la vida de Esquilache, en el ANEJO I. 26 Vid. GÓMEZ URDÁÑEZ (1996), 66-7. Más detalles, en SALVÁ (s.d.), 8-17.

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Después, llegó lo de ser jefe de la aduana de Nápoles, y secretario de Hacienda de Carlos VII en 1753, y todo lo demás que sabemos.

Lo que se correría por España desde 1759 sería cosa bien distinta: se dijo de él (hasta hoy) que había comenzado como humilde cajero de una firma abastecedora del ejército27. Lo cual insiste en revelar que su presencia y la política antiaristocrática y anticolegial que desarrolló junto a Carlos III molestaron ciertamente a los aristócratas. No podía ser de otro modo.

Pero todo lo anterior nos permite entender asimismo la posibilidad de que, si lo veían mal algunos aristócratas principales, no vieran mejor a don Leopoldo algunos golillas de nota.

27 Que era de extracción humilde, ya lo decía COXE (1815), IV, 339. Referencias bibliográficas

posteriores, en ANEJO I.

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II. CAMPOMANES FRENTE A ESQUILACHE

La pugna por el control de las Haciendas municipales

Era, sin más, el caso de don Pedro Rodríguez Campomanes.

Campomanes era desde 1762 fiscal del Consejo de Castilla y, además, debía su cargo a Esquilache. Siendo aquél asesor del juzgado de la Renta de Correos y Postas desde 1755 y el italiano secretario de Hacienda, en 1762 planteó éste a Carlos III que necesitaba un fiscal que defendiera bien las regalías y que tenía buenas referencias de un tal Rodríguez Campomanes, y el rey lo designó28. Pero, golilla y todo como era, el asturiano no dudó en convertirse en adelante en defensor a ultranza de las prerrogativas del organismo capital de la Monarquía Católica, el ya antiguo Consejo de Castilla, por más colegiales que hubiera en él. Era la institución a la que tenía acceso ordinario y la que podía servir mejor, por lo tanto, para su medro personal, sin duda legítimo, siendo como era Campomanes hombre harto ambicioso.

Pero la defensa de las prerrogativas del Consejo no tardó en enfrentarlo al secretario de Hacienda, que lo había apadrinado.

Una de las reformas principales de Esquilache (lo hemos visto) fue la que tuvo como objeto las Juntas municipales de Propios y Arbitrios y conllevó la creación de la Contaduría General de este ramo. Tras las reformas, el órgano supremo siguió siendo al efecto el Consejo de Castilla, del que dependería en adelante esa Contaduría General y, de ésta, las Contadurías de propios y arbitrios que habría en cada Intendencia. Estas Contadurías de Intendencia serían las encargadas de controlar directamente las Haciendas municipales mediante rendición de cuentas anual y otros requisitos, que se debían cumplir por medio de las Juntas de Propios y Arbitrios, que habría en adelante, a su vez, en todos los Ayuntamientos de la Monarquía.

Pues bien, también a esto llegó el afán de Esquilache por controlarlo todo y, a pesar de que él mismo había dispuesto la jerarquía que acabamos de ver, asimismo dispuso que la Contaduría dependiente del Consejo de Castilla rindiera cuentas, por vía reservada, a la Secretaría de Hacienda, o sea a él29.

Y se encontró con la horma de su zapato: Campomanes. El fiscal de Castilla fue a la raíz: el italiano había dispuesto, en esa normativa de 1760, que todos los asuntos gubernativos relacionados con las Haciendas de los municipios (o sea: no sólo la mera revisión de las cuentas anuales, sino también todo lo demás, como la concesión o prórroga de arbitrios, constitución de censos, permisos para obras públicas y cualquier otra facultad) se resolvieran en la Contaduría General. Pues bien, el fiscal se empeñó en que esos asuntos distintos de la revisión de las cuentas continuaran en manos de los escribanos de Cámara

28 Vid. CORONAS (1993), XIX-XXI. 29 Todo esto por real decreto e instrucción de 30 de julio de 1760, publicados en real cédula de 19 de

agosto. Hay ejemplar en AHN/C, lib. 1.482, núm. 10 y está reproducido lo sustancial en NRLE, l. 12 y 13, t. 16, l. 7. Sobre la trascendencia y los límites de la creación de la Contaduría general de propios y arbitrios, GARCÍA GARCÍA (1996), 187-213; también, JIMÉNEZ DE CISNEROS (1984), 455-6, GONZÁLEZ ALONSO (1981), 217; FERNÁNDEZ ALBALADEJO (1992), 421; GRANADOS (1996), 106, entre otros.

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de Gobierno y de Justicia, por más que aquella Contaduría dependiera directamente de la Sala Primera del Consejo y permitiera ya, por tanto, que también la controlara el fiscal.

En la discordia hubo, probablemente, una mera cuestión de agilidad de procedimiento y también de elección de personas: a los miembros de la Contaduría los seleccionaba el secretario de Hacienda, Esquilache. Además, se trataba de sustituir la vía contenciosa (que era la del Consejo), más susceptible de dilaciones pero también más exhaustiva en la información, por la gubernativa (que era la de las Secretarías), más expeditiva y, por ello, más rápida. Pero, en el fondo, también latía el resquemor (que venía de la época de Ensenada) de que la reforma en cuestión era otro paso hacía la supeditación de los Consejos (concretamente el de Castilla) a las Secretarías de Despacho. Había, por tanto, una cuestión política constitucional.

Pues bien, lo cierto fue que los escribanos de Cámara continuaron interviniendo y que fue causa de enfrentamiento entre las dos personalidades responsables. En 1763, Esquilache llegó a comunicar, de real orden, al Consejo de Castilla, que todos los asuntos de las haciendas municipales habían de despacharse gubernativamente por medio de la Contaduría y que nada debían hacer los relatores y escribanos. Pero la orden, sencillamente, se incumplió y el enfrentamiento no se había resuelto en 1766, cuando estalló el motín de Madrid30.

El caso es que el propio secretario de Carlos III había respaldado la competencia del Consejo de Castilla cuando se le plantearon a éste problemas semejantes con el de Hacienda y el de Órdenes. A este último Consejo correspondía el control de las Haciendas municipales de su jurisdicción y les fue retirada sin embargo en beneficio del Consejo de Castilla, ya en 1762.

En cuanto al Consejo de Hacienda, dependían de él bastantes Haciendas de municipios que tenían deudas con el Erario Real y otras de pueblos que tenían Rentas Reales o jurisdicciones fiscales adquiridas de antiguo previo “pacto de sumisión” con el propio Consejo de Hacienda. El problema se planteó en 1761 y, en este caso, se dejaron las cosas como estaban, pero dando la libertad a los pueblos con pacto de sumisión para que renunciaran a él, en cuyo caso quedarían también en libertad para acudir al Consejo de Hacienda o al de Castilla.

Siguió, con todo, un cuarto frente de disenso que era el de las Audiencias y Chancillerías. En la normativa de 1760-1762 se les prohibió inmiscuirse en asuntos gubernativos de los erarios municipales. Pero no dejaron de hacerlo una vez y otra31.

El enfrentamiento por el abasto de Madrid

Nada se asemejaría, no obstante, a lo que sucedió con la libertad del comercio de granos, propuesta desde el Consejo de Castilla por dictamen de Campomanes y promulgada en julio de 1765, como sabemos, con el apoyo expreso de Esquilache.

30Vid. GARCÍA GARCÍA (1996), 191, 194, 207-8, 210-3, y (1997) 78-9. 31Cfr. ibidem, 198-200.

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Y es que el italiano, partidario de la libertad, tuvo la triste ocurrencia de añadir un elemento que implicaba una distorsión de ese mismo principio liberal: recurrió a su propia familia y a la casa real napolitana para asegurar el abasto de Madrid con trigo traído de Italia32. Se había hecho lo mismo en 1753-175433. Tener bien abastecida la Corte -Madrid en este caso- equivalía a tenerla en paz y contento (o así se creía), y tener en paz la Corte era tener en paz la nación. Había experiencias sobradas de que esto era verdad en buena medida, y los sucesos de 1766 iban a darle la razón.

Pero no paró en eso la injerencia. El 16 de octubre de 1765, todavía dispuso don Leopoldo de Gregorio –de real orden- que el Consejo de Castilla se ocupara directamente de todo lo relativo al abasto de los pueblos, excluida la Corte. En sí, esto implicaba otra contradicción: se hacía responsable al Consejo de una situación que se regía por la real pragmática de libre comercio de granos, emanada del propio Consejo, pero distorsionada por el recurso al trigo ultramarino por parte de Esquilache. El encargo de trigo de Sicilia, en efecto, suponía la presunción de que, a lo mejor, la libertad de mercado en la España europea no bastaba para abastecer debidamente a todos.

Y no fue esto lo peor, sino que, de otro lado, como secretario de Hacienda, no dejó de tomar decisiones acerca de lo propio y dictarlas a los interesados sin consultar primero a los del Consejo, en el que él mismo había delegado como acabamos de decir. Con lo cual se creó una dualidad de centros de poder que iba a ser decisiva: por una parte la Secretaría de Hacienda, por otra el Consejo de Castilla. Era el talón de Aquiles del nuevo sistema y del propio secretario italiano: quería controlarlo todo y, con ello, no tenía cuidado en interferirse en el funcionamiento de aquello que ordenaba que funcionase de forma autónoma.

Aparte estaba el hecho de que, para tener en paz la Corte, había que hacer manifiesta la desigualdad, al menos ante algunos municipios. Por lo pronto y principalmente, todos los asentados en las carreras que enlazaban con la villa de San Clemente los puertos del Mediterráneo adonde afluía el cereal de Italia. En San Clemente, recordemos, se encontraba uno de los depósitos principales del Pósito de Madrid. Los vecinos de las correspondientes Provincias -las que cruzaban aquellos caminos que subían de la mar-, sin distinción de estados, fueron obligados en la primavera de 1765 a poner todas sus bestias y carruajes a disposición de quienes habían de enviar a aquella villa el trigo que llegaba para la Corte a los puertos34. Así que la gente estaba doblemente molesta: no sólo veía pasar carretadas de grano, bien sabía hacia dónde y para quiénes, sino que tenía que contribuir a ese tráfico sin beneficiarse de él.

Las peticiones de los pueblos llovieron por lo tanto sobre el comisario del depósito de San Clemente y enseguida sobre Esquilache mismo y el Consejo de Castilla para que

32 También Sevilla a veces (como otras ciudades): el rey adelantó de su erario 15.000 pesos para

comprar y traer a Sevilla trigo ultramarino, según afirma Larumbe a Múzquiz, 26 de abril de 1766, AHN/C, leg. 439, exp. 12a, f. 10v.

Sobre el abastecimiento de Madrid en la coyuntura de que hablamos, CASTRO (1987, 1989).

33 Y, antes, en 1699. Volvería a hacerse en 1804: cfr. CASTRO (1987), 117, y (1989), 740.

34 Cfr. Carvajal y Lancaster a Carlos III, 23 de mayo de 1765, ASV/SS/S, 302, f. 183v-4.

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se les cediera trigo del depósito en cuestión. Peticiones primero del entorno y las Provincias dichas -las emplazadas entre el Mediterráneo y San Clemente- y pronto de lugares más alejados.

“Las villas de La Gineta y Albacete -escribía a Gómez de la Vega, intendente de Valencia, el comisario encargado de cuidar la carrera entre el puerto de Alicante y San Clemente, don Matías de Urcegui, mediado octubre de 176535-, igualmente que los más pueblos de la carrera hasta Alicante, se hallan en el lastimoso caso de no tener trigo alguno para subsistencia de sus vecinos y de la gente empleada en el transporte de granos a este depósito [...].”

El intendente había acudido al comisario ordenador del almacén de San Clemente a fin de que cediera unas porciones a las dos villas mencionadas, y el comisario en cuestión (que era a la vez intendente de La Mancha, don Juan de Piña36) le había respondido que no podía hacerlo porque tenía orden de Esquilache de no suministrar trigo alguno a los pueblos de los Reinos de Valencia y Murcia; ambos Reinos tenían varios puertos de arribo -sobre todo los de la propia Valencia, Alicante y Cartagena- donde podían abastecerse a mejores precios y sin dañar directamente el acopio hecho para Madrid.

Don Matías de Urcegui se inclinaba por una solución intermedia: pedía que se surtiera a La Gineta y Albacete del trigo sanclementino y él cuidaría de que los demás pueblos fueran a surtirse al puerto de Alicante. Así se lo propuso al intendente de Valencia, quien, como no tenía poder para hacerlo, consultó al gobernador del Consejo de Castilla...37 al tiempo en que Esquilache lo resolvía por su cuenta.

Los de la villa de La Gineta, en efecto, se habían dirigido también al propio secretario de Hacienda pidiéndole trigo; el pueblo estaba al pie de los caminos que venían de Valencia por una parte y Alicante y Cartagena de otra y veían pasar el grano ultramarino hacia San Clemente; habían pedido algunas porciones al comisario Juan de Piña pero se las había negado y se dirigían por eso al secretario en persona. Esquilache les respondió que el rey había delegado en el Consejo de Castilla para que resolviera esos asuntos, pero que daba orden para que en Alicante se les entregaran ciento cincuenta fanegas de las que se habían hecho venir para el Pósito de la Corte. O sea que daba prueba de generosidad a costa de las atribuciones conferidas a otros.

Don Leopoldo de Gregorio no sólo no paraba mientes en esto, sino que, al comunicarle su decisión al gobernador del Consejo, cuidó de recordarle que debería providenciar en adelante para que no faltase el trigo.

Era un contrasentido y podía tomarse como agravio.

Campomanes, en su dictamen como fiscal del Consejo de Castilla, evitó la cuestión de la injerencia, no sin dejar constancia de que era el Común respectivo, con su

35 El día 19.

36 Piña era comisario del depósito de San Clemente, Provincia de Cuenca, y residía en esa villa, pero era al tiempo intendente de la Provincia de La Mancha.

37 Cfr. dictamen fiscal, 31 de octubre de 1765, y borrador de orden del Consejo de Castilla al intendente de Valencia, 8 de noviembre, AHN/C, leg. 6.774, exp. 5 (Valencia = 1765...).

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corregidor, el que tenía que ocuparse del abastecimiento38. Mas, para entonces, el 23 de octubre de 1765, el secretario de Hacienda ya había dictado órdenes reservadas para que los intendentes dieran aviso en los pueblos de sus respectivas Provincias de que, durante quince días, podrían acudir a los depósitos de trigo ultramarino de San Clemente y Valladolid a comprar lo necesario para la subsistencia, pasados los cuales no se le vendería a nadie a fin de que no faltara en la Corte39. Es decir: había convertido en general la excepción.

Los efectos de la orden de 23 de octubre de 1765

En sí misma, la medida distorsionaba aún más el libre juego entre oferta y demanda. De ahí que, horas después40, del Consejo de Castilla emanara otra real orden en que se instaba a los intendentes a aplicar esa medida del 23 de octubre de la manera más prudente y sin ruido. No entraban desde luego en señalar la contradicción en que se había comenzado a caer, dictando normas no siempre coherentes desde el Consejo y la Secretaría. La prudencia obligaba a callar mientras se pudiera.

Pero no paró todo en esto. Ya vimos que, de un lado, el comisario de San Clemente, Piña, insistía en negar el trigo a los del Reino de Valencia y Reino de Murcia por las razones antes aducidas –que tenían puertos de arribo-, y esto ya era duro, porque eran justamente los de esos territorios los que veían pasar los carros de grano de Sicilia. Pero es que, además, la real orden no se cumplió a satisfacción porque llegó tarde a no pocos pueblos, que se vieron, así, desatendidos y frustrados42. A unos llegó cuando ya se habían cumplido los quince días de plazo y, de esos pueblos, algunos pidieron trigo a pesar de todo. Y se les negó. Y no faltaron los lugares cuyas autoridades, fuera o dentro del plazo, no se dirigieron al comisario de San Clemente, ni tampoco a Esquilache, sino al Consejo de Castilla; de manera que, cuando desde éste se quiso encaminar la petición como había dispuesto el secretario de Hacienda, remitiéndola a Piña, era ya tarde43. La real orden de 23 de octubre –diría Campomanes, en una primera crítica velada- había conmovido los pueblos del camino que subían de la mar, y sin fruto44.

38 Cfr. representación de 9 de octubre de 1765; minuta sin fecha ibidem, Esquilache al gobernador del

Consejo, 29 de octubre, y dictamen fiscal de 31 de octubre: AHN/C, leg. 6.774, exp. 19 (Chinchilla = 1765 = leg. 1º...).

39 Cfr. dictamen fiscal, 31 de octubre de 1765, y borrador de orden del Consejo de Castilla al intendente de Valencia, 8 de noviembre, ibidem, exp. 5 (Valencia = 1765...).

40 Es la real orden de 26 de octubre de 1765.

41 Vid. García de Haro a Higareda, 10 de noviembre de 1765, y dictamen fiscal, 14 de noviembre, AHN/C, leg. 6.774, exp. 5 (Valencia = 1765...); aunque de hecho libró setecientas fanegas a los de la ciudad de Chinchilla y villa de Albacete, siendo las dos murcianas: cfr. Piña a Higareda, 17 de noviembre de 1765, ibidem, exp. 16 (San Clemente = 1765...).

42 Cfr. ibidem, exp. 7 (Ciudad Real = 1765...), el caso de Alcaráz, que ya expusimos en nota.

43 Vid. ibidem, exp. 6 (Casas Ibáñez = 1765...), el caso de este Ayuntamiento, que también expusimos en nota en la primera parte de este libro.

44 Cfr. dictamen fiscal de 3 de diciembre de 1765, ibidem, exp. 7 (Ciudad Real = 1765...).

333

El comisario de San Clemente no opinaba lo mismo45; fueran pocos o muchos los que habían acudido al depósito, había vendido el trigo a 47 reales y veinte maravedises la fanega, por orden del monarca, pese a que en los puertos costaba más de 45 y que con el pago del transporte se ponía realmente en 65'20. “Ha querido Su Real piedad hacer esta gracia para que los pobres comiesen el pan a un precio cómmodo [sic]”46.

Pero esto mismo apuntaba contra la raíz del problema: con lo que acaba de decirse, era el libre comercio lo que se adulteraba. La orden del 23 de octubre de comunicar a to-dos los pueblos, por medio de los intendentes, que los depósitos de Valladolid y San Clemente estarían abiertos durante quince días -escribía a comienzos de noviembre Campomanes, cuando aún no había acabado el plazo- podía contribuir a alterar el mercado indebidamente. En unos casos serviría para reducir injustamente el precio del trigo de la tierra; en otros, suscitaría una veloz demanda, que podía llegar a amenazar con una fuerte inflación. El intendente de Segovia, por ejemplo, cumplió con lo mandado en aquella real orden, comunicándolo por vereda a todos los lugares de la Provincia, y se encontró después -primeros de noviembre- con que la inflación era enorme; los compradores de trigo para Madrid y otros puntos -explicaba- iban camino de vaciar los campos y dejar desabastecidos Segovia y sus pueblos, o hacer que el cereal se vendiera a tal precio que no pudieran pagarlo.

“[...] nunca el trigo de sobremar -sentenciaba el fiscal Campomanes glosando este suceso- puede venderse verosímilmente a los cuarenta y dos reales que parece es el corriente en Segovia, y sólo puede contribuir semejante uso de veredas a encarecer el grano de la tierra [...].”

Antes de divulgar la real orden -que sin embargo era lo que se le había ordenado al intendente en cuestión- debía haberse informado del precio a que corría el cereal, dictaminaba Campomanes cargando en las espaldas del intendente de Segovia lo que en realidad era otra crítica contra el secretario de Hacienda, de quien había emanado la medida47.

Por lo demás lo dejó claro el distinto comportamiento del intendente de Valladolid. También a él, vizconde de Valloria, le habían llegado las dos reales órdenes: la del día 23 sobre los quince días y la del 26 de octubre en que se le advertía que actuara sin estrépito y que informara de lo que sucediera. Y el de Valloria optó por suspender la primera y no dar el aviso a los pueblos de que tenían quince días para pedir. El aviso, a su juicio, sólo podía conseguir que los que tuvieran granos los cerrasen más y más, en

45 El 5 de noviembre de 1765, los del Consejo de Castilla quisieron enterarse de cómo iba la

administración del depósito de San Clemente y ordenaron a Piña que informara de los lugares y cantidades a quienes había vendido grano. Piña les respondió el 17 adjuntando una Relación del Trigo que se ha vendido en este Real Depósito... y ascendían a 4.017 fanegas. Está ibidem, exp. 16 (San Clemente = 1765...).

46 Sigue: “y que en este estado son innumerables los clamores y concurrencias de infinitos pueblos a comprar trigo para socorro de las extremas necesidades en que se hallan, careciendo deste tan principal abasto”: a Higareda, 24 de noviembre de 1765, ibidem, exp. 16 (San Clemente = 1765...). Los del Consejo se dan por enterados: minutas de cartas ibidem.

47 Dictamen de 6 de noviembre de 1765, ibidem, exp. 15 (Segovia = 1765...). Sigue el acuerdo del Consejo, 7 de noviembre: como lo dice el fiscal. La comunicación inicial del intendente, Francisco de Azcue, a Campomanes, 2 de noviembre de 1765, ibidem.

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espera de que los precios se elevaran. El trigo ultramarino salía en el depósito de Valladolid a 44 reales, en tanto el del país se vendía entre 28 y 32. Por propia iniciativa, nadie acudiría a adquirir el primero... a no ser que, previendo la posibilidad de que los precios se igualaran, los acaparadores retirasen el de la tierra del mercado y aguardasen a que la escasez produjera inflación, como temía el de Segovia.

El dictamen de Campomanes, fecha 8 de noviembre, es taxativo: Valloria ha hecho muy bien; ya ha ocurrido en Segovia y lo ocasionará la real orden allí donde se publique. Debería decirse al intendente que suspenda la publicación definitivamente, mientras no se le mande otra cosa, “por ser fundados los motivos que para ello alega.”

Los miembros del Consejo de Castilla debieron advertir el conato de enfrentamiento a Esquilache que había en esas frases que proponía el fiscal en su dictamen y las moderaron a la hora de adoptar el acuerdo: solamente se le diría al de Valloria que el Consejo quedaba enterado de lo que representaba y que, si algunos pueblos acudían a él sobre abasto de trigo, les comunicara la orden del 23 de octubre48.

Pero el fiscal fue aún más claro cuando, desde la Provincia de Cuenca, los del Ayuntamiento de la villa de Iniesta representaron al intendente respectivo, don Juan Núñez de El Nero, ya el 23 de noviembre de 1765, con el plazo más que cerrado: carecían de trigo y no podían olvidar cómo se había resuelto el mismo problema el año anterior, entre otras cosas con trigo ultramarino de San Clemente. Núñez de El Nero los socorrió con cuatrocientas fanegas de las cuatro mil de trigo de Alicante que Esquilache había concedido a la Provincia de Cuenca. Pero no era bastante. El intendente remitió el asunto, por tanto, al Consejo de Castilla, y el dictamen de Campomanes, de 28 de diciembre, fue que los de Iniesta habían comido en 1764 del trigo de ultramar sin molestarse en buscarlo en otros lugares y ahora pretendían lo mismo. De esta manera, el trigo de ultramar se convertía en un peligro para el del interior. Lo que tenían que hacer era ir comprando de éste en pequeñas cantidades49. En la propia ciudad de Cuenca, el intendente había impuesto su criterio y había conseguido reunir 5.000 fanegas en el Pósito de la ciudad y apalabrar diversas cantidades en Aragón, en el Obispado de Sigüenza y en el partido de Molina, a fin de no caer en las estrecheces con que amenazaban los tiempos50. Esa facilidad para acumular trigo no era, en opinión de Campomanes, sino la mejor prueba de que no faltaban granos en aquellas cercanías de Iniesta y que nada había de malo, sino la exorbitancia del acopio; que además, a juzgar por los datos del intendente mismo, había resultado tan caro, que daba que pensar si no habría salido el pan más barato reduciéndose al abastecimiento ordinario y esperando que la proximidad de la nueva cosecha abaratase el grano; porque ya entonces se veía -lo veía él y tendría razón- que prometía ser buena51.

En noviembre aún, surgieron los conatos de motín de Olmedo y Tarazona de la Mancha, que vimos páginas atrás. Y a finales del mismo mes–también lo vimos- en la

48 Dicen en realidad 24: Acuerdo de 9 de noviembre de 1765, ibidem, exp. 20 (Valladolid = 1765...).

49 En Consejo, el 28 de diciembre, se aprobó responderles como lo decía el fiscal. Cfr. ibidem, exp. 12 (Cuenca = 1765...).

50 Cfr. el intendente a Campomanes, 21 de diciembre de 1765, AHN/C, leg. 17.801, exp. 1, f. 1.

51 Dictamen de 27 de diciembre de 1765 sobre el informe del intendente del 21 anterior, ibidem, f. 3.

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propia Madrid se oyeron vivas en los alrededores de Palacio mezclados con los gritos de pan barato52.

Ante esto, Esquilache reaccionó culpando al Consejo de Castilla, desde el que habían emanado las normas relativas al libre comercio (que él había propiciado):

“S.M. -explicó por real orden de 2 de diciembre de 1765 el secretario italiano al gobernador del propio Consejo, que era el obispo de Cartagena- no puede mirar con indiferencia los clamores de los pueblos de estas dos Provincias [de Cuenca y La Mancha], y que no corresponden en ellas los efectos de lo que el mismo Consejo tiene asegurado a S.M. de que no faltaría trigo en el Reino, [...] cuando sin ellas [las providencias del Consejo] reconoce S.M. que en el año antecedente habiendo sido mucho más escasa que en este la cosecha, no sucedió desorden ni se notó falta alguna de trigo a los pueblos [...].”

Si se hacía general el uso de embargar el trigo que llegaba con destino a Madrid, la Corte podía quedar desabastecida. Esquilache debía tener in mente los gritos que acababan de oírse pidiendo pan barato.

“S.M. -concluía- tiene hecho responsable al Consejo de cualquiera falta, y de nuevo se la hace, y manda que para evitar los daños que se experimentan, y los que en lo subcesivo [sic] se recelan, tome las más prontas y eficaces providencias para que a los pueblos no les falte el pan; y dé cuenta de las que sean sin la menor dilación.”

Campomanes elaboró un dictamen inusualmente extenso, fecha 3 de diciembre de 1765, ante semejante advertencia y conminación. Pero no entró en debate. Por lo pronto, llamaba la atención sobre el hecho de que el intendente de Cuenca estaba empleando varias vías para representar. Unas veces -venía a decir- lo hacía ante el Consejo de Castilla y otras ante el secretario de Hacienda.

Eso advertido, la culpa la tenía el propio intendente de Cuenca, que no había cumplido la real provisión del 30 de octubre sobre cómo hacer los acopios. Pedía por una parte que se repusiera la tasa y que se obligara a vender el grano acaparado por los especuladores y afirmaba, por otra, que no había trigo. ¿En qué quedábamos?

Luego hacía una declaración de fe fisiócrata:

“[...] en la libertad del comercio [el Consejo] atendió al Labrador y al Hacendado, para evitar se les oprimiese en el precio de los frutos, cultivados con su sudor, o nacidos en sus propios fundos. [...] [Y esto,] con tanto aplauso de toda la Nación ilustrada.

“[...] los dueños de granos [...] merecen mucha atención, como colunas [sic] esenciales del Estado [...].”

Desde Cuenca, podían acudir a Sigüenza, Aragón y Castilla a comprar trigo. Dijéralo el intendente a las justicias de los pueblos, con las facultades que se le dieron por la orden circular del 26 de octubre y la real provisión del día 30 siguiente.

El mal estaba sólo, además, en los pueblos de la carrera que venía del Mar Mediterráneo, no en los demás de la Provincia. Lo que servía para probar que el problema surgía del consumo que hacían los propios conductores del cereal para San

52 Según Paolucci, 3 de diciembre de 1765, ASMo/CD/E, 83.

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Clemente y el crecidísimo de trigo y de cebada que había tenido lugar meses antes con ocasión de las jornadas de viaje de la princesa de Asturias (María Luisa de Parma, cuando vino a casarse con el futuro Carlos IV) y la infanta gran-duquesa de Toscana, María Luisa de Borbón (que había pasado a Italia a hacer lo propio con el gran duque Pietro Leopoldo de Toscana): ambas, bastante antes de que al Consejo de Castilla se le encargase de estas providencias y cuando estaban a cargo del intendente.

Lo de los quince días del plazo para sacar el trigo del depósito, en fin, no era ni había sido incumbencia del Consejo. Al cabo, que el rey abasteciera los pueblos en cuestión con el trigo de San Clemente si lo creía oportuno y posible y, en todo caso, que se fomentara el comercio exterior desde los puertos de Cartagena y Alicante. Los del propio Consejo habían dado normas a tal fin a los intendentes de Murcia y Valencia y a los gobernadores de Cartagena y Alicante y ya estaban notándose los buenos resultados.

Procedía, por fin, castigar a los de Tarazona por lo ocurrido y que, para ello, el corregidor de San Clemente hiciera la correspondiente sumaria y la remitiera al propio Consejo53.

El mismo día -3 de diciembre de 1765-, no obstante, Campomanes tomaba nota de otro hecho interesante: el intendente de Segovia le había comentado que, entre otros, habían acudido a comprar trigo a aquellos campos castellanos algunos panaderos particulares de Madrid. Al fiscal del Consejo de Castilla no podía parecerle mal; era precisamente uno de los remedios que siempre proponía para dar vida a la libertad de comercio: que los propios panaderos fueran a adquirir a las fuentes lo que necesitaran, sin depender del Pósito ni de ninguna instancia intermedia. Pero, en las circunstancias actuales, ponía de relieve la contradicción que implicaba el hecho de que, al tiempo, se trajera trigo de Sicilia por encargo del propio rey. Se traía para asegurar el abasto de Madrid y permitir que los demás pueblos de Castilla se abastecieran con lo suyo, y hete aquí que Madrid se alzaba con todo -con lo de Sicilia y con lo de Castilla- y distorsio-naba por tanto todo el sistema del abasto. Había que anotarlo por lo que pudiera ocurrir:

“[En cuanto a] los compradores -dice el fiscal al dictaminar este otro expediente-, entre ellos los de Madrid [...] puede ser un medio indirecto de que el Pósito [de la Corte] compre virtualmente, aunque sea sin noticia de los que le gobiernan, y contra la mente de S.M., que para facilitar a las Provincias necesitadas la compra de granos en las más abundantes, determinó surtirle con el trigo comprado de su cuenta; y se deberá tener presente esta noticia, para lo que pueda ocurrir”54.

El subrayado es nuestro.

Conforme, y pídanse al intendente en cuestión más detalles sobre los compradores, con reserva -fue el acuerdo adoptado en el Consejo55-.

53 Cfr. AHN/C, leg. 6.774, exp. 17 (Cuenca y Mancha = 1765...). Acuerdo del Consejo, 4 de

diciembre de 1765, ibidem: como lo dice el fiscal.

54 Dictamen fiscal de 3 de diciembre de 1765, ibidem, exp. 15 (Segovia = 1765...). Lo del intendente de Segovia, Azcue a Campomanes, 30 de noviembre, ibidem.

55 Acuerdo de 5 de diciembre de 1765, ibidem.

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Lo que pudiera ocurrir. Ya sabemos que unos días más tarde, el 11 de diciembre de 1765, la familia real en pleno, la plebe madrileña empezó a gritar danos pan y muera Esquilache...

La guerra abierta

La verdad era que en los propios puertos mediterráneos adonde llegaba el trigo de Italia había quejas y se alzaban las peticiones. El 14 de septiembre de 1765, los de la Junta del Pósito de la mismísima Cartagena, donde arribaba buena parte del trigo de Sicilia, habían recurrido ya a Esquilache para que les cediera algunas partidas y sólo consiguieron una porción pequeña. A finales del mismo mes, se lograron hacer con ocho mil fanegas de trigo ultramarino; pero, unos días más tarde, las autoridades de Sicilia y Cerdeña dieron rienda suelta al temor de que la demanda que se registraba a ambas orillas de la mar desabasteciera sus propias poblaciones y prohibieron la extracción. Así que no sirvió de nada la comisión que habían dado a algunos comerciantes los de la propia Junta del Pósito cartagenero para que consiguieran trigo donde fuere. Sólo habían logrado -informaban al comenzar noviembre los junteros- en Génova y otras partes de Levante. Pero no el necesario.

Aparte, el 31 de octubre de 1765 los del pueblo de Ojos, en el Reino de Murcia, habían pedido trigo al fiado, hasta el día de San Juan de 1766, al propio Esquilache, sabedores por tanto de quién manejaba en realidad el asunto. Y por los mismos días y con el mismo destinatario lo habían hecho los de Bes, también murciano; querían dos mil fanegas del trigo que -se adelantaban a decir- tenía el rey en los puertos de Alicante y Valencia.

La reacción de Esquilache fue remitir todo al Consejo de Castilla el 8 de noviembre de 1765, y de real orden, en la presunción de que era en él donde procedía arreglarlo.

Pero Campomanes dictaminó el 10 de noviembre con un primer aviso -implícito- sobre lo que se podía seguir de que hubiera dos centros de poder: el grano que llegaba a Cartagena y Alicante estaba acopiado a cuenta de rey y no por el comercio; los comerciantes, sin embargo, podían lograr trigo por medio de los cónsules de las potencias que estaban en paz con los berberiscos, y en Marruecos, donde empezaban a notarse los efectos de la buena armonía entablada con el sultán, “que es el príncipe más respetable de toda la Berbería”. Y, si no se lograba para Cartagena, podía S.M. disponer que se le suministrara del otro depósito de trigo para la Corte, el de Valladolid, donde era mucho más barato. Sobre la intervención de Esquilache, el fiscal se limitaba a hacer constar que desde la Secretaría de Hacienda se había dado orden a los intendentes, el 21 de octubre, para que, pese a las atribuciones del Consejo de Castilla en materia de abasto, informaran a aquélla de la escasez que hubiera. No entraba a valorarlo pero quedaba la constancia de que iban definiéndose dos centros diferentes de los que emanaban dictámenes y normas56.

56 Todo lo que precede, en AHN/C, leg. 6.774, exp. 18 (Cartagena = 1765...). El intendente de

Valencia, a quien se dirigió esta respuesta una vez asumida por el Consejo en pleno, insistiría aún en que no conseguía trigo y el Consejo respondería, conforme a Campomanes que podía abastecerse de trigo de Aragón sacándolo por Tortosa y no insistiera más. Cfr. ibidem. Por fin, el gobernador de Cartagena a Higareda, 30 de noviembre de 1765: siguen llegando embarcaciones y ya no necesita el socorro. Sobre el

338

Ciertamente, Esquilache y sus allegados no ponían cuidado en evitar que fuera así, sino que incluso habían comenzado a actuar con un aire de prepotencia. El 26 de octubre de 1765, en virtud de las atribuciones -y responsabilidades- que se le habían dado en materia de abasto, desde el Consejo de Castilla también se había pedido a los intendentes que informaran sobre las necesidades y peticiones que hubieran recibido de los pueblos57, y una de las respuestas había dejado ver cierta disconformidad sobre lo que había que hacer y aun cierta altanería: la respuesta, precisamente, del comisario del depósito de San Clemente e intendente de La Mancha, don Juan de Piña, hombre de confianza de Esquilache. Se había suscitado un problema de abastecimiento y no era asunto de fluidez del comercio -advirtió expresamente el día 1 de diciembre de 1765 al informar como se le pedía-, por la simple razón de que no había trigo. La libertad de comercio no bastaba por tanto, y no cabía resolverlo apelando al comercio exterior porque éste era un recurso reciente -moderno lo llamaba- y los comerciantes no sabían proyectarlo bien ni tenían experiencia. Era, pues, contingencia que llegase trigo a los puertos.

Lo que sí se podía hacer -y había de hacerse desde el Consejo de Castilla- era autorizar a los pueblos a emplear cualesquiera fondos en el abasto y ordenar a los propietarios de rentas decimales, beneficios, prestameras y demás que abriesen sus paneras y vendiesen el cereal a los precios corrientes.

Y una advertencia de pasada: todo esto era deber de los intendentes,

“que el rey no los pone únicamente para examinar con quietud en el Juzgado lo contencioso y cómodo, sino es para en tales angustias y otras semejantes afanar al desempeño y alivio de los pueblos aunque sea a costa de sus propias personas y haberes [...].”

Luego, y conteste en la convicción de que era al Consejo de Castilla al que se había hecho responsable de que los pueblos estuvieran abastecidos, optaría Piña por desviar hacia el Consejo mismo, por medio de don Francisco Javier Gascón, todas las peticiones de grano que no podía atender. Gascón era la autoridad en la que el intendente Piña había delegado el gobierno de la Provincia de La Mancha mientras estaba él en San Clemente.

El 30 de noviembre, así, fueron los de Santa María de los Llanos los que acudieron a él: pedían cien fanegas de trigo de San Clemente; Piña les respondió que ya no había plazo y que, por medio de Gascón, lo elevasen al Consejo de Castilla. Por los mismos días, el 26 de noviembre, habían escrito a Piña con la misma intención los de Balazote, en atención a la necesidad “y a los clamores que cada día más y más [la villa] experimentaba de tantos pobres como son los vecinos que la componen”. Necesitaban tres mil fanegas para aguantar hasta la siguiente cosecha.

Pues todo ello fue remitido por Gascón al Consejo.

El 16 de diciembre de 1765, dictaminaba Campomanes arremetiendo contra el manejo de Piña y de paso, otra vez, aunque implícitamente, contra la decisión de

levantamiento en Marruecos de la prohibición tradicional de vender trigo a los cristianos, LOURIDO (1989), 284 y 414-8.

57Vid. orden circular de 26 de octubre de 1765, AHN/C, lib. 1.483, núm. 22.

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Esquilache de haber dado aquellos quince días para que la gente pidiera trigo del repuesto para el Pósito de Madrid:

“Cualquiera reconoce la especie de ilusión en que se trata a los pueblos combidándoles a que acudan por el trigo a los repuestos públicos, y de ellos encaminándoles al Consejo como si tuviese en cada Provincia un almacén de trigo a su disposición, cuando hubiera sido más cuerdo no conmover a los pueblos para exponerles a tales daños.”

El caso de Puertollano clamaba al cielo: resultaba que Piña les pedía noticia de sus necesidades y luego les negaba el grano alegando que había acabado el plazo. Con lo cual lo que había hecho era conmover ese pueblo y luego retenerle el recurso hasta el día 6 de diciembre, en que se remitía al Consejo “sin saberse para qué fin”.

El 13 de diciembre insiste Gascón. Envía esta vez sendas peticiones de Membrilla y Barraz “para que [el Consejo] providencie en razón del trigo que solicitan”.

“El tono de esta carta –dictaminará Campomanes el 17- suena más a decreto que a súplica y representación de un juez inferior a el Consejo.”

Que se le aperciba diciéndole que, “si en adelante notare el Consejo semejantes ocasiones tan perjudiciales a el público despachará a costa suya quien examine los hechos y estado de los pueblos y se procederá contra su persona como corresponda.”

Gascón, Francisco Javier, responde el 20 conciliador: “En todo ansío el acierto con agrados de tan regio y superior tribunal [...]”.

Pero Campomanes no ceja; en un nuevo dictamen, el 27 de diciembre, insiste en insinuar, con más claridad cada vez, que la responsabilidad es del secretario de Hacienda y de sus ministros: el trigo de ultramar depende de él; el Consejo de Castilla ha representado el día 9 a favor de los pueblos de la carrera de Cartagena y Alicante y sus inmediaciones y aún no tiene respuesta.

Al día siguiente, 28 de diciembre, en otro dictamen, no oculta que el principio del mal está en el propio trigo ultramarino. Sale caro, a 45 reales en Alicante, a los que hay que sumar los portes. Con éstos se pone en San Clemente a 65 y, como el de la tierra de Cuenca corre a 58, el rey (esto es: Esquilache) resuelve dando aquél a precio menor que el de coste, a expensas de la Real Hacienda. Acopiaran despacio, reemplazando el trigo que fuera consumiéndose, y aparecería el cereal en el mercado, a un precio moderado,

“y sin rumor, ni perjuicio universal, se surtirían del trigo de la tierra lo pueblos, sin extraer los dineros fuera del Reino y sus Provincias”58.

Fuera del Reino y sus Provincias. Es decir a Sicilia.

Por eso, cuando los de Balazote vuelven a representar, esta vez directamente al Consejo de Castilla, no duda en dictaminar (8 de enero de 1766) que el asunto no entra en las facultades del mismo y que, sólo en el caso de que la Real Hacienda hubiera resuelto aquella consulta (sobre si procedía ayudar a los pueblos de las carreras que

58 Dictamen fiscal, 28 de diciembre de 1765, AHN/C, leg. 6.774, exp. 12 (Cuenca = 1765...). El porte

de la fanega de trigo de Valencia a San Clemente suponía catorce reales según PALOP (1976), 136. Se ve que, desde Alicante, se ponía en veinte.

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subían desde el Mediterráneo), podría prevenirse al comisario de San Clemente que atendiera esta petición. La resolución del Consejo es ya un punto más dura y pone en evidencia a Esquilache:

“Dése orden al intendente de la Mancha para que si se hallare con facultades de S.M., socorra a este pueblo por ahora con cien fanegas de trigo, del repuesto de San Clemente, o del que se conduzca para él desde los puertos de mar, [...]. Y particípese esta resolución a la villa de Balazote [...].”

El primero de diciembre de 1765, en una carta de que ya hemos hablado, que había llegado al Consejo de Castilla por medio de su destinatario, don Juan de Peñuelas, el intendente Juan de Piña había manifestado su preocupación por la penuria que cundía por las Provincias de Cuenca, Guadalajara, Toledo y La Mancha y sugería al Consejo las medidas que vimos, entre ellas que ordenase a los propietarios de rentas decimales ponerlas a disposición de esas gentes. Pues bien, el dictamen de Campomanes, fecha 6 de diciembre, se salpica de reticencias: no está seguro de que la penuria exista realmente; el intendente de Guadalajara no ha dicho nada en tal sentido; el de Toledo informa que no hay problema mayor; de La Mancha no hay datos suficientes; resta sólo la Provincia Cuenca... Pero escríbase en buena hora al gobernador de Villanueva de los Infantes, don José Rada, sugiriéndole que ponga a disposición de los pueblos de La Mancha los diezmos de la mesa maestral.

El 23 de diciembre, Rada contesta sin embargo: se le ha requerido que lo haga al juez conservador de las Reales Rentas de Maestrazgos y ha respondido que tiene orden de Esquilache de poner todo el trigo y cebada de la villa y de su partido a disposición del Pósito de Madrid, adonde de hecho lo ha enviado. Y el mismo destino se ha dado al trigo que el convento de Santiago de Uclés tiene en la propia Villanueva.

Campomanes dictamina el 12 de enero de 1766, entre otras cosas sobre la orden de Esquilache que se acaba de mencionar:

“De esta orden no había noticia alguna en el Consejo no obstante que fue muy anterior al Real decreto de 16 de octubre en que se encargó a este supremo tribunal el surtimiento de granos del Reino.”

Que el Consejo solicite del rey que se desembargue ese grano y, a Piña, que informe de si hay más trigo en esa situación, en los pueblos, que pudiera asimismo desembargarse.

El Consejo va un punto más allá: decide como dice el fiscal y, además, que el intendente de La Mancha informe puntualmente de lo que suministre a cada pueblo59.

Unos días después, llegaba a sus dependencias la penúltima prueba de injerencia por parte de Esquilache. El secretario de Hacienda había resuelto afirmativamente la petición de Pozo Estrecho de trigo del que se esperaba en Cartagena para el Pósito de Madrid; pero el comisario de guerra de Alicante, don Jerónimo Ortiza, acababa de

59 El intendente Piña intenta evitar el conflicto: dará las cien fanegas a los de Balazote adelantando él

mismo el dinero (a Higareda, 19 de enero de 1766.) Y Campomanes: no es eso lo que quiere el Consejo, sino que los de la villa vayan comprando en pequeñas partidas: cfr. dictamen, 22 de enero de 1766. Esto y lo que precede, en AHN/C, leg. 6.774, exp. 24 (San Clemente = 1765...). CASTRO (1987), 132, fecha el decreto que se menciona arriba en 15 de octubre de 1765.

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responder al gobernador de Cartagena que no tenía orden de Esquilache sino a favor de los pueblos de La Mancha y de la Provincia de Cuenca, y esto si lo pedían los intendentes. El dictamen fiscal, de 28 de febrero de 1766, es a la vez prudente y claro sobre la evidencia en que estas situaciones dejan al Consejo de Castilla:

“El Fiscal dice que al Consejo consta la Real orden relativa al lugar de Pozo Estrecho, de la cual podrá enviarse certificación al Conde de Boloñino [gobernador de Cartagena], pero una vez que la vía reservada [esto es: la Secretaría de Hacienda] no la ha comunicado en derechura es inútil sobre este punto hacer instancias que no son decorosas a la autoridad del Consejo, y sí recomendar al Gobernador de Cartagena auxilie a este Pueblo facilitándole el trigo por vía de comercio”60.

Días después, cercano ya el motín contra el secretario de Hacienda, el 11 de marzo de 1766, Campomanes insiste en el asunto al comentar la Razón de las porciones de trigo con que el comisario de San Clemente, don Juan de Piña, ha socorrido hasta entonces a los pueblos de las Provincias de Cuenca y demás del entorno. Habían sido en efecto muy pocos.

“La corta proporción de granos que en los almacenes reales han pedido los pueblos de Cuenca y La Mancha demuestran la poca falta que en lo general de estas Provincias hacían los granos, y el apresuramiento de los que las gobiernan aparentando al Gobierno necesidades, que si el Consejo no hubiese previsto su poco fundamento, habrían dado motivo a unas exorbitantes introducciones de granos; pues sólo para Cuenca pedía el Intendente la internación de 150[000] fanegas, no siendo menos declamatorias las instancias de Don Juan de Piña, intendente de la Mancha, y lo que el autor del Diario estampó, motejando de insuficientes las providencias de el Consejo, y ponderando el hambre de las citadas Provincias; expresiones que el Consejo pasó en silencio consultando prudentemente con el tiempo”61.

La bonanza ratificó la suposición. Antes de que acabase marzo de 1766, tres días antes de que estallara el motín de Madrid, el mismo Campomanes comentaba, hablando aún de Cuenca, que el tiempo de la presente estación iba favorable y cada vez el grano bajaría de estimación y, como se había comprado ya mucho y caro, habría que seguir vendiendo el pan a precios subidos; porque, eso sí, tenían que venderlo a coste y costas, sin causar perjuicio a las arcas municipales62.

Campomanes contra Esquilache, ¿hasta dónde?

Mientras tanto, la inquietud seguía cundiendo. Al comenzar febrero, como director del depósito sanclementino, don Juan de Piña hizo un repartimiento entre los pueblos del entorno del número de fanegas que había de conducir cada uno a Madrid, y los enojos se notaron. A los vecinos de Requena, por ejemplo, les tocó conducir trescientas fanegas mensuales con las caballerías de trajinantes que hubiera en la villa. Pero los del

60 Acuerdo del Consejo, 3 de marzo de 1766: como lo dice el fiscal. Esto y lo demás, en AHN/C, leg.

6.774, exp. 19 (Chinchilla = 1765 = leg. 1º...).

61 Ibidem. 45 (San Clemente = 1766...). Ibidem, la propia Razón. No sé a qué Diario se refiere. No hallo noticia, por lo pronto, en el Mercurio histórico y político ni en la Gazeta de Madrid de agosto de 1765 a marzo de 1766. Podría ser el Diario estrangero, de Nipho, que no he podido consultar.

62 Dictamen de 20 de marzo de 1766, AHN/C, leg. 17.801, exp. 1, f. 53.

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Ayuntamiento replicaron que había en realidad poco ganado de esa clase; así que decidieron representar en contra al intendente Piña y, si necesario fuere, a Esquilache63. No era la primera vez que lo hacían y, en otras ocasiones, el recurso a la Corte había dado resultados64. En ésa, de momento, se evitó el trastorno a los labradores aceptando el ofrecimiento de un vecino de Minglanillas que se comprometió a llevar las trescientas hasta el 30 de junio por seis reales la fanega65. Pero el resquemor quedó. Y se haría notar cuando la gente se atumultuara en Requena, ya el 19 de abril de 1766.

Además, la exigencia había sido mayor para el clero de la comarca, al que se le obligó a lo mismo -poner todos sus carros y sus caballerías a disposición del trasiego- y, además, a contribuir a ello con un impuesto extraordinario y a abrir los almacenes del diezmo a las autoridades municipales que lo necesitaran y requirieran66.

El 10 de marzo, al otro extremo de la península, en Toro, un hecho tan ajeno como el nombramiento de un procurador síndico del Común en persona controvertida acababa de inducir a los ediles a comentar que podía inquietar los ánimos de algunos vecinos del pueblo en perjuicio de la paz67. El 20, en la andaluza Bujalance hubo conato de tumulto68. Cundía la sensación de que podía suceder cualquier cosa en cualquier parte. En esos mismos días, en Madrid, se vieron embozados en las puertas de Toledo y Segovia que pretendían comprobar si se sacaba o no pan de la Corte69. Pocos horas después sucedería el motín de Esquilache, y enseguida el de Cuenca, entre otros. El origen de los males en punto a abastos de granos -concluiría el fiscal, impertérrito, ante la noticia de este último suceso- radicaba en las infelices providencias del intendente corregidor70.

Para los del Consejo de Castilla, don Leopoldo de Gregorio se había convertido en un estorbo y lo era ciertamente la duplicación de centros de poder que había introducido el padre del rey, Felipe V, al crear las Secretarías de Despacho como una instancia

63 Vid. AMR, Acuerdos, núm. 23, sesión del 6 de febrero de 1766.

64 En la Cuenta que yo don Luis Chacón, y Serrano, doy a la M.N. Fidelísima y siempre Leal Villa de Requena (como su Agente ya poderado que soy)..., se anota que Chacón solicitó en Aranjuez, en fecha que no indica, “la exempción [sic] de los labradores en el transporte de trigo, desde San Clemente a esta Corte”; consiguió entonces “la libertad de la mitad de los labradores”; pero volvió sobre lo mismo un 9 de junio, probablemente de 1765, y lo logró por completo.

65 Cfr. AMR, Acuerdos, núm. 23, sesión del 6 de marzo de 1766. Por real provisión de 14 de noviembre de 1765, se comisinió a los alcaldes de la Mesta para que exigieran ciertas cantidades por cabeza de ganado mesteño a fin de hacer frente a las obligaciones contraídas en la conducción de 50.000 fanegas de trigo de San Clemente a Madrid: ejemplar, en AHN/C, lib. 1.535, f. 264.

66 La acusación, de Carvajal y Lancaster a Carlos III, 23 de mayo de 1766, ASV/SS/S, 302, f. 184.

67 CMCT/A, Año de 1766 = Libro capitular de Acuerdos de esta M.N. y M.L. Ciudad de Toro..., 10 de marzo, f. 28. CORONA (1984), 416, dice que hubo motín en Granátula el 9 de marzo de 1766. Pero lo único encuentro es la noticia de un pasquín aparecido el 24 de mayo: vid. AHN/C, leg. 17802, exp. Granátula.

68 Vid. autos, 6 de julio de 1766, AHN/C, leg. 17.802, exp. Bujalance.

69 Cfr. EGUíA (1947), 38.

70 Dictamen de 25 de abril de 1766, AHN/C, leg. 17.801, exp. 1, f. 56v. Campomanes ya hablaba en enero de 1766 de “los grandes desórdenes” habidos en Cuenca: dictamen fiscal, 21 de enero, ibidem, f. 26.

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paralela a los Consejos. En teoría, no estaba mal que el monarca pudiera contar con más de un asesor y que las providencias fueran dictaminadas por un secretario, de un lado, y por el Consejo correspondiente de otro. Pero, si los secretarios actuaban como actuaba Esquilache, el mal era grave.

Durante aquellos meses, Campomanes se había dedicado a ponerlo en evidencia, cierto que en riguroso cumplimiento de su papel de fiscal: dictamen a dictamen. ¿Con qué intención? El lector no debe apresurarse a sacar conclusiones sin leer la parte siguiente y alguna más.

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