Siempre Tarde

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Siempre tarde, siempre inútil Del suelo caliente se desprende un vaho que hiede a muerte, las suelas de mis botas se abren campo y yo intento no sobresaltarme cada vez que oigo ¡CRACK!, pues bien puede ser una rama como un cráneo. Son las diez de la mañana pero no veo ni a tres centímetros de mí, todo por esa maldita nube gris que tapo todo… hasta la vida. Busco a quién ayudar con una linterna pequeña, de esas de dos pilas AAA, no alumbra nada, sin embargo un rescatista no puede ser exigente. Creo ver una mano que se mueve en la distancia, grito: “¿Hay alguien ahí?”, nada, ni siquiera silencio, el volcán se devoró hasta eso. -Mierda -digo para mí mismo- ojalá hubiera llegado antes. Tan pronto como lo pronuncio caigo en la cuenta de la inutilidad de mis palabras: a nadie le avisan que se va acabar el mundo. ¡Carajo! Me debo estar enloqueciendo porque sigo viendo una mano, imposible, no vive nadie, ni siquiera la maleza, ni las cucarachas. Aun así me acerco a donde me parece verla, camino un poco y ¡sí! En verdad hay una mano, así que corro, no veo cuerpo, solo una mano que sostiene algo, me resbalo, maldigo, me levanto y sigo, creo que la mano se está hundiendo, se pierde. Llego demasiado tarde, como siempre, ya no hay nada salvo un cuaderno de tapas azules encima de un tronco. En un último intento por redimir a la humanidad inútil en este caos, hundo mis manos en el barro caliente, escarbo, me estoy quemando, la tierra hierve, pero sigo, tengo que encontrar esa mano, tengo que rescatarla, si tan solo hubiese corrido antes. No soporto más el calor y las ruinas que se hunden en mi carne, saco las manos, creo que las tengo rojas, por el dolor sé que me

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Cuento

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Page 1: Siempre Tarde

Siempre tarde, siempre inútil

Del suelo caliente se desprende un vaho que hiede a muerte, las suelas de mis botas

se abren campo y yo intento no sobresaltarme cada vez que oigo ¡CRACK!, pues bien

puede ser una rama como un cráneo. Son las diez de la mañana pero no veo ni a tres

centímetros de mí, todo por esa maldita nube gris que tapo todo… hasta la vida. Busco

a quién ayudar con una linterna pequeña, de esas de dos pilas AAA, no alumbra nada,

sin embargo un rescatista no puede ser exigente. Creo ver una mano que se mueve

en la distancia, grito: “¿Hay alguien ahí?”, nada, ni siquiera silencio, el volcán se

devoró hasta eso.

-Mierda -digo para mí mismo- ojalá hubiera llegado antes.

Tan pronto como lo pronuncio caigo en la cuenta de la inutilidad de mis palabras: a

nadie le avisan que se va acabar el mundo.

¡Carajo! Me debo estar enloqueciendo porque sigo viendo una mano, imposible, no

vive nadie, ni siquiera la maleza, ni las cucarachas. Aun así me acerco a donde me

parece verla, camino un poco y ¡sí! En verdad hay una mano, así que corro, no veo

cuerpo, solo una mano que sostiene algo, me resbalo, maldigo, me levanto y sigo,

creo que la mano se está hundiendo, se pierde. Llego demasiado tarde, como

siempre, ya no hay nada salvo un cuaderno de tapas azules encima de un tronco.

En un último intento por redimir a la humanidad inútil en este caos, hundo mis manos

en el barro caliente, escarbo, me estoy quemando, la tierra hierve, pero sigo, tengo

que encontrar esa mano, tengo que rescatarla, si tan solo hubiese corrido antes. No

soporto más el calor y las ruinas que se hunden en mi carne, saco las manos, creo

que las tengo rojas, por el dolor sé que me voy a ampollar y además perdí mi linternita

en esa inútil búsqueda.

-¡Maldita sea! -grito.

Me estoy hundiendo así que agarro ese cuaderno que aquella mano prefirió salvar,

más que a su vida misma, y corro de nuevo. En mi impulso por correr hacia la mano

olvide las explicaciones exhaustivas del líder de rescatistas:

-No hagan movimientos bruscos, la tierra debido a la temperatura en la que se

encuentra se hunde y los lleva también -dijo con ese tonito socarrón-, no hagan

movimientos bruscos, no corran, no caven, lo único que puede ser salvado estará

en la superficie.

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Había rodado los ojos del desespero que me producía ese imbécil con su cuerpo de

amigo de Blancanieves y su voz chillona y amigable. Lo peor es que tenía razón, del

calor en el que me hundí se me derritieron las botas de caucho, una fina capa de suela

es lo único que me separa de esta tierra maldita.

Pido ayuda por el radio, me dicen que ponga la estática para que me encuentren, me

siento un completo inútil, vine a rescatar y termine siendo rescatado, como todo en mi

vida: “siempre tarde, siempre inútil” decía mi madre.

Llegan mis compañeros, me cargan en hombros hasta la carpa de la cruz roja, no es

necesario, pero veo en sus caras un cierto alivio de tener a quien salvar, se nota que

están tan frustrados como yo. Es tal la desolación que somos inservibles, no hay nada

que rescatar.

En la carpa están defraudados, esperaban al primer sobreviviente de la tragedia, para

hacerle todo tipo de preguntas, hasta los periodistas que estaban afuera se veían

animados y corrieron hacia mí cuando me vieron llegar cargado en hombros pero su

decepción al ver mi uniforme causó la primera carcajada que ha tronado aquí en días.

Eso si, me la reprocharon inmediatamente.

Mientras aguardaba a que la enfermera de mala gana curara mis heridas abrí el

cuaderno de tapas azules, parece un diario, según la primera hoja pertenece a Mayra

Garzón, hay muchas fechas, me fijo en la última: 13 de noviembre de 1985, hace tres

días, el día que el volcán explotó. Lo que está escrito bajo esta fecha no es largo y es

difícil de leer por la letra, se ve que estaba de afán o temblando, descifro lo que dice:

13 de noviembre 1985

Justamente se me dio por darles una sorpresa hoy, la mamá de regreso después

de tantos días de estar ausente, después de no llamar porque en desde Bogotá

eso sale muy caro. Pero como iba a saber qué nunca iba a poder darles un

abrazo, un beso, como dice una canción o un poema no me acuerdo: “si supiera

que ese era nuestro último abrazo no te hubiera dejado ir”, pero ya que, de

pronto, alguno de mis pequeños sobrevive y por un golpe del azar les llega este

cuaderno, si estás leyendo esto Omayra, Jorge o William quiero que sepas que

los ame hasta con mi último segundo, no l

No termina la última frase, lástima que la señora no supiera que el cuaderno terminaría

en manos mías y no de uno de sus hijos, esa es la vida… supongo.

Veo que viene la enfermera, pero está llorando, le pregunto:

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-¿Qué le pasa? ¿Llegaron heridos? ¿Sabe cuántos muertos hay?

-Nada de eso -dice con voz quebrada- en la televisión una niña lleva agonizando

tres días, dicen que no hay nada que hacer, la están entrevistando, asómese.

Hago lo que ella me dice y si, en efecto, la veo a ella enterrada en el agua hasta los

hombros, con el cabello corto y crespo y esos ojos tan grandes y negros, que me dan

ganas (¡a mí!) de abrazarla y decirle que todo estará bien.

-Madre, si me escuchas, quiero que reces por mí para que todo salga bien -la

escucho decir.

Se me nublan la vista, pero creo leer que se llama Omayra Sánchez Garzón, ¿podrá

ser ella la misma Omayra hija de Mayra?, suena plausible y así no lo sea vale la pena

el intento. Así que tomo unas botas de la carpa, me cubro un poco las heridas y salgo

a correr, para alcanzarla, para darle las últimas palabras de su madre, un trozo de

amor entre todo este desamparo.

***

¿Cómo iba a saber yo que “siempre tarde, siempre inútil” como dice mi madre?

Melissa Espíndola Buitrago