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193 11 Simbología y montaje analítico en Réquiem por un campesino español, de Ramón J. Sender ALICIA HERRAIZ GUTIÉRREZ Universidad de Nebraska-Lincoln R équiem por un campesino español (Nueva York, 1960) es una novela de prosa ligera y exquisitamente sencilla en la que se encadenan imágenes de carácter simbólico de la mis- ma forma en que se suceden los fotogramas de una película. Las ideas desfilan por ella «como sobre un espejo o sobre una pantalla» (Castillo-Puche, 1985: 78). Además, «las sobrias des- cripciones expuestas en breves frases, a veces sobre pequeños detalles aparentemente insignificantes, contribuyen a fijar los hechos, a concretar su significado, y se encuentran integradas en el cuerpo de la narración, nunca independientes» (Peñue- las, 1971: 148). En ese sentido, Patricia McDermott declara que «of all the ways of increasing the imaginative significance of a text, condensing expression while expanding meaning, the use of symbol, common to both religion and poetry, is supre- me» (McDermott, 1991: 39). Réquiem no es una novela lineal. El presente diegético de ape- nas una hora logra abarcar un periodo de más de veinticinco años de vida y los saltos en el tiempo y las referencias hacia el pasado y el futuro son muy frecuentes. Pero, además, la infor- mación recibida en un momento dado, lo que puede parecer una mención casual carente de importancia, cobra relevancia

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11Simbología y montaje analítico en Réquiem por un campesino español, de Ramón J. Sender

AliciA HerrAiz Gutiérrez

Universidad de Nebraska-Lincoln

Réquiem por un campesino español (Nueva York, 1960) es una novela de prosa ligera y exquisitamente sencilla en la

que se encadenan imágenes de carácter simbólico de la mis-ma forma en que se suceden los fotogramas de una película. Las ideas desfilan por ella «como sobre un espejo o sobre una pantalla» (Castillo-Puche, 1985: 78). Además, «las sobrias des-cripciones expuestas en breves frases, a veces sobre pequeños detalles aparentemente insignificantes, contribuyen a fijar los hechos, a concretar su significado, y se encuentran integradas en el cuerpo de la narración, nunca independientes» (Peñue-las, 1971: 148). En ese sentido, Patricia McDermott declara que «of all the ways of increasing the imaginative significance of a text, condensing expression while expanding meaning, the use of symbol, common to both religion and poetry, is supre-me» (McDermott, 1991: 39).

Réquiem no es una novela lineal. El presente diegético de ape-nas una hora logra abarcar un periodo de más de veinticinco años de vida y los saltos en el tiempo y las referencias hacia el pasado y el futuro son muy frecuentes. Pero, además, la infor-mación recibida en un momento dado, lo que puede parecer una mención casual carente de importancia, cobra relevancia

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y descubre su profundidad simbólica cuando se combina con otra escena. En palabras de Francisco Carrasquer, la obra está cargada de «enormes mecanismos de explosión retardada» (2001: 73), o como bien señala McDermott: «the text provi-des elliptical clues for the reader to make the connections» (1991: 36). De manera que el lector se ve obligado a relacionar las imágenes para dotarlas de sentido, a realizar una «search for illumination» (Trippett, 1986: 177).

La construcción de Réquiem es particularmente distinta e innovadora. Sender emplea un tiempo diegético breve a par-tir del cual introducir numerosas analepsis con las que poder contar una historia más larga. Pero además, la forma en que estas escenas funcionan en combinación y por sí mismas es si-milar a un montaje cinematográfico como bien señala McDer-mott (1991: 38) y de forma más concreta, se asemeja al montaje analítico.

El montaje analítico o externo derivado de la escuela de cine soviética encabezada por Lev Kuleshov funciona bajo la pre-misa de que de la yuxtaposición de imágenes se deriva un significado nuevo y completo que no existía con las imágenes por sí solas. Requiere, por tanto, que la información significa-tiva se presente de forma sucesiva en lugar de ofrecerse a la vez en un mismo plano.

Kuleshov propone que «every art form has two technologi-cal elements: material itself and the methods of organizing that material» (1974: 188). Esa forma de organizar el material es el montaje, el cual posee «an enormous influence on the semantic comprehension of what is on screen» (Kuleshov, 1974: 192). De manera más concreta, Kuleshov señala que es la posición del plano (shot) con respecto a los demás lo que actúa como intér-prete del mensaje: «One must not forget that the location of the shot in a montage phrase is crucial, because it is the position that, more often than not, explains the essence of the meaning intended by the artist-editor, his purpose (often the position in the montage alters the content)» (Kuleshov, 1974: 194)

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Así, la cámara presenta una sucesión de planos cortos, con-centrándose en pequeñas áreas del escenario. El plano gene-ral no tiene tanto interés, prefiriendo dirigir la atención a los detalles relevantes y dejando el resto esbozado de manera más o menos imprecisa. El espectador, o en este caso el lector, debe desentrañar en su cabeza el significado a extraer de esa combinación concreta de imágenes por lo que se requiere su participación activa.

Patrick Collard destaca la preocupación de Sender por es-tablecer un diálogo entre el lector y el creador, así como su «concepción dinámica del “estilo”» (1980: 112). El resultado es lo que Castillo-Puche llama un «poema de sangre subli-mado, bellísimo» (1985: 70). Havard dice al respecto que «it is this sense of total signification which makes Réquiem such an impressive work. In poetry, notably the ballad, we are ac-customed to assigning cardinal importance to each and every one of the handful of images and details introduced. That the same or something similar should happen in prose is perhaps not entirely unexpected in a work of this length […]» (Ha-vard 1984:91). Si bien estos autores entienden el texto como un poema en prosa también es posible verlo como una película escrita en la que el significado se deriva fundamentalmente de la combinación de imágenes. Así, el texto es rápido, sencillo y casi carente de descripciones. Nada o muy poco se sabe de la fisonomía de Mosén Millán y Paco el del Molino, los persona-jes principales. Tampoco se describen escenarios como la al-dea, el carasol o la iglesia, más allá de una vaga referencia. Sin embargo, se resaltan aquellos pequeños detalles que resultan importantes por su carga simbólica. En contraste con el fondo difuminado, la atención se centra en un “plano corto” sobre estos elementos con los que armar la secuencia semántica.

Anthony Trippet especula con que la guerra supuso en Sen-der una experiencia crucial a partir de la cual cambió su visión de la realidad y sostiene que «the major interest of his subse-quent work tends to be philosophical and psychological, and

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that the later books have a distinctive ambiguity and structu-ral complexity» (1986:14), explicando así por qué todos estos elementos que el lector debe interpretar (densidad psicoló-gica, estructura compleja y una densa carga simbólica) están presentes en Réquiem por un campesino español. Lough resume esta idea en una «fictional synthesis of historical events who-se symbolic realism transforms the text into a poetic parable» (Lough 1993: 500).

La mayoría de los elementos simbólicos que se integran en el texto merced a la técnica del montaje y que sirven para in-dicar un significado mayor pueden dividirse en dos grupos: por un lado, la simbología animal y por otro la imaginería religiosa. Véase a continuación el primer caso.

El primer personaje que aparece en la novela es el cura del pueblo, Mosén Millán, de quien podría argüirse que se trata del verdadero protagonista. Castillo-Puche describe al perso-naje como « un cura bobo de aldea que comete, con la mayor inocencia, la mayor de las iniquidades: entregar a un justo en manos de sus verdugos» (1985: 78). Mosén Millán es efectiva-mente una persona inconstante y débil que salta de una po-sición a otra, de un aliado a otro, en búsqueda de la paz de la comunidad. Se dice de él que «a veces el cura parecía tratar de entender a Paco, pero de pronto comenzaba a hablar de la fal-ta de respeto de la población y de su propio martirio» (Sender, 1960: 85). Su falta de firmeza es la que permite que Paco y los suyos lleven a cabo varias reformas en el pueblo. Más impor-tante aún es esa misma falta de resistencia la que permite a los falangistas llevas a cabo sus asesinatos indiscriminadamente. Así, Mosén Millán se opone a todos sin conseguir parar a nin-guno y su deseo de calmar las cosas y evitar enfrentamientos únicamente le conduce a verse moralmente atrapado por el bando falangista, cautivo de su propia inseguridad.

La presentación de Mosén se realiza acompañada de dos elementos. Por un lado, las ramas de olivo, por otro, un salta-montes. Las hojas de olivo «estaban muy secas, y parecían de

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metal. Al pasar cerca, Mosén Millán evitaba rozarlas porque se desprendían y caían al suelo» (Sender, 1960: 47). Es decir, la paz que simbolizan las ramas de olivo, la paz de ese momento es una paz aparente, la paz de la muerte, la inquietante paz del campo al terminar la batalla. Cualquier movimiento de Mosén Millán no hace sino revelar esa paz marchita, delicada e ineficaz. Esta misma interpretación es la que hace Peñuelas (1971: 149).

A continuación el narrador introduce al saltamontes: «Cerca de la ventana entreabierta un saltamontes atrapado entre las ramitas de un arbusto trataba de escapar, y se agitaba deses-peradamente» (Sender, 1960: 47). El saltamontes se asocia con la inconstancia y la veleidad, rasgos que Mosén Millán presen-tará a lo largo de la narración. El hecho de que el insecto esté atrapado presagia la situación final del cura, enredado en un conflicto del que no sabe salir. De nuevo Peñuelas (1971: 150) también percibe el valor simbólico del animal, mientras que McDermott va más allá en su interpretación, al explicar la naturaleza institucional de la cárcel del sacerdote: «Mosén Millán is trapped, like the grasshopper whose silent agony is witnessed through the window, by the persona of a historical institution which has sought earthly power by opting for the rich» (1991: 24). Los tres elementos (sacerdote, olivo y salta-montes) se suceden en el texto de manera inmediata y su com-binación forma una secuencia que debe interpretarse en su conjunto para entender la verdadera naturaleza del sacerdote.

Paco no será el único de los labradores perseguido, pero sí el más destacado de ellos. Los labradores no tendrán la bravura y el brillo de Paco, pero no obstante le seguirán ciegamente, del mismo modo que habían seguido ciegamente hasta en-tonces las feudales tradiciones que tanto benefician al duque. El labrador, entonces, se convierte en un perro, como el perro que tenía el padre de Paco: «[…] flaco y malcarado. Los labra-dores tratan a sus perros con indiferencia y crueldad, y es, sin duda, la razón por la que esos animales los adoran. A veces

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el perro acompañaba al chico a la escuela. Andaba a su lado sin zalemas y sin alegría, protegiéndolo con su sola presen-cia» (Sender, 1960: 55). Los perros siguen a sus amos inexpli-cablemente, del mismo modo que los labradores obedecen a un duque ausente e indiferente. Pero en ambos casos la figura de Paco trasladará esa atención hacia sí mismo. Peñuelas ex-plica bellamente esta paradoja al señalar cómo «Sender, como siempre, no idealiza a los de abajo, a las víctimas» (1971: 140).

Uno de los momentos de la vida de Paco en que comienza a configurarse su personalidad compasiva y valiente es la anéc-dota del gato y los búhos. El gato de la casa se escapa y cuan-do Paco quiere ir a buscarlo se le informa de que ya estará muerto para entonces, abatido por los búhos. «Los búhos no suelen tolerar que haya en el campo otros animales que pue-dan ver en la oscuridad, como ellos. Perseguían a los gatos, los mataban y se los comían» (Sender, 1960: 56). El horror que siente Paco hacia los búhos será una idea que aparezca una y otra vez como rasgo definitorio de su carácter bondadoso. Paco no tolera a esas alimañas egoístas.

No deja de ser interesante la elección del búho para repre-sentar el daño y la crueldad. Tradicionalmente se suele optar por animales cuyo peligro sea más evidente, como el lobo, el tigre o la serpiente. El búho, si bien es cierto que puede resul-tar letal por sus garras, su visión nocturna y su vuelo silencio-so, no tiene una apariencia amenazante y pasa casi desaperci-bido en el bosque. Pero es precisamente por esa razón por la que Sender elige al búho, un asesino silencioso y nocturno. La imagen de este ave se repite a lo largo del texto hasta formar una secuencia completa con la llegada al pueblo del centurión falangista. «Este era un hombre con cara bondadosa y gafas oscuras. Era difícil imaginar a aquel hombre matando a na-die» (Sender, 1960: 88). Estos dos rasgos, la cara bondadosa y las gafas, se repetirán una y otra vez para identificar al centu-rión. Un asesino terrible que, sin embargo, no da la apariencia de ello. El único detalle que puede delatarle son las gafas ne-

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gras, cuyo cerco en torno a los ojos recuerda al característico plumaje de los búhos. Así, los búhos son asesinos y el centu-rión es un búho. Solo por la asociación previa del búho con la muerte silenciosa y nocturna el centurión falangista adquiere esa misma carga semántica, con lo que las imágenes producen un significado que no habría tenido por separado tal y como argumenta Kuleshov.

En contrapartida se encuentra el zapatero del pueblo, el hombre que por deporte se hace enemigo de todos: «El zapa-tero tenía que estar contra el que mandaba, no importaba la doctrina ni el color» (Sender, 1960: 85). Así, critica con la mis-ma alegría a la vieja Jerónima que al cura Mosén Millán. Pasa años quejándose de la monarquía, pero no se alegra con la llegada de la república, suponiendo acertadamente que des-encadenaría una respuesta violenta. Sin embargo, no presenta la falta de firmeza del cura, ni la hipocresía de don Cástu-lo, sino que simplemente es «como un viejo gato, ni amigo ni enemigo de nadie, aunque con todos hablaba» (Sender, 1960: 72). Efectivamente como los gatos es inteligente y desconfia-do. Lamentablemente, su neutralidad no le valdrá de nada y será perseguido, apaleado y asesinado por los falangistas. Se repite así la historia contada a Paco en su infancia. Si el centu-rión era un búho, los demás señoritos serán sus polluelos y los búhos siempre acaban con los gatos.

En contraste con el zapatero y de forma casi pareja se halla a la vieja Jerónima. La anciana cubre la posición de bruja lo-cal, «partera y saludadora» (Sender, 1960: 50). Tiene algunos conocimientos de medicina que la permiten asistir en los par-tos, mezclados con supersticiones y una amalgama de magia y religión. Su mayor patrimonio, sin embargo, es su lengua. Con sus palabras alaba y critica, ataca y defiende. Sus pala-bras parecen tener un mayor efecto mágico que el de sus en-salmos y amuletos, pues remueven conciencias y afectan la voluntad de la gente. «A veces la Jerónima, con su oficio y sus habladurías- o dijendas como ella decía- agitaba un poco las

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aguas mansas de la aldea» (Sender, 1960: 52). Agitación que no es bien vista por el cura, que teme la competencia sobre el dominio moral del pueblo. Al fin y al cabo «en el carasol creían todo lo que la Jerónima decía» (Sender, 1960: 64). Por todo ello, no es de extrañar que ella misma se considere una «culebra» (Sender, 1960: 86), el animal que por antonomasia se conoce por su lengua venenosa y por la nefasta influencia que sus palabras pueden tener.

Uno de los símbolos animales más ingeniosos es el asocia-do con las mujeres del carasol, ya que no se trata tanto de un animal como del conjunto de ellos: la bandada de pájaros. El carasol, lugar común en todos los pueblos de España, es una zona soleada y al abrigo del viento en el que reunirse para charlar al tiempo que se realizan labores manuales. En el caso de la novela, está poblado principalmente por mujeres que comparten historias y juicios de valor sobre el resto de los ha-bitantes de la aldea, mientras se entretienen cosiendo e hilan-do. Es el lugar donde se ensalzaba a Paco, donde le «bende-cían» (Sender, 1960: 83) y se le atribuían todas las heroicidades con las que el pueblo sueña pero no se atreve a ejecutar, pues «en el carasol siempre se exageraba» (Sender, 1960: 79). Las mujeres del carasol actúan como un coro (Peñuelas, 1971: 152), repitiendo historias, alterándolas y dándolas una nueva for-ma. Son la voz del sentimiento del pueblo, una voz muy si-milar aunque proceda de distintas bocas, como el piar de los pájaros.

Un piar que resulta bastante influyente y decisivo. Así, don Valeriano, el administrador del duque, se quejará al cura de que «el pueblo se gobernaba por las dijendas del carasol» (Sender, 1960: 83). Es destacable que emplee el término «di-jendas» dado que la dueña de esa palabra es la vieja Jerónima, haciendo referencia a que es la lengua de la serpiente la que marca la melodía que cantarán los pájaros. Así, «fue ella quien llevó la noticia de la piedad de Paco por la familia agonizante, y habló de la resistencia de Mosén Millán a darles ayuda –esto

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muy exagerado para hacer efecto–» (Sender, 1960: 64). Si bien hay que señalar que Jerónima no cuenta con un dominio ab-soluto de la opinión popular, ya que se le reprochan sus burlas al zapatero cuando reciben la noticia de su muerte.

La voz de la opinión pública será brutalmente acallada cuando los falangistas realicen unas descargas de ametralla-dora. El señor Cástulo se lo contará al cura diciendo:

El carasol se había acabado porque los señoritos de la ciudad habían echado dos rociadas de ametralladora, y algunas mujeres cayeron, y las otras salieron chillando y dejando rastro de sangre, como una bandada de pájaros después de una perdigonada [...] había once o doce muje-res heridas, además de las que habían muerto en el mismo carasol. Como el médico estaba encarcelado, no era fácil que se curaran todas (Sender, 1960: 90).

Sin embargo, el animal simbólico más importante es el potro de Paco el del Molino. El potro hace su aparición en la prime-ra página cuando se dice que «anda, como siempre, suelto por el pueblo» (Sender, 1960: 47). Desde la muerte de su dueño, el animal vaga por el pueblo desatendido, ya que la familia de Paco está demasiado afectada por el dolor y han abandonado las pocas posesiones que les quedan.

El caballo es un símbolo clásico de belleza, bravura y virili-dad. Sin embargo, dado que se trata de un animal hervíboro, sin garras, colmillos ni cuernos, esa fuerza que representa no resulta violenta. No es un símbolo agresivo, sino que se rela-ciona con una fortaleza y un vigor pacíficos, dedicados a la construcción más que a la destrucción.

En Réquiem, el potro es el único caso en que se establece rápi-da y directamente la asociación entre símbolo y significado. El potro de Paco encarna al propio Paco. Así lo ve Mosén Millán al pensar que «aquel potro, por las calles, era una alusión cons-tante a Paco y al recuerdo de su desdicha» (Sender, 1960: 47).

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La relación entre amo y caballo resulta evidente. Así como el caballo es símbolo de virilidad, son frecuentes las menciones a la hombría de Paco. Ya desde su nacimiento, cuando Jerónima bromea: «Vaya, zagal. Seguro que no te echarán del baile –de-cía aludiendo al volumen de sus atributos masculinos–» (Sen-der, 1960: 50), como cuando de adulto «el elogio más frecuente entre aquellas viejecillas del carasol era decir que los tenía bien puestos» (Sender, 1960: 83). Por si fuera poco, la constante re-ferencia al animal como potro en lugar de caballo, subraya la equivalencia de ambas figuras, hombre y bestia, a través de sus nombres potro-Paco.

Se dice que el potro de Paco deambula por el pueblo des-de hace un año y, paradójicamente, su presencia no hace más que recordar la ausencia de su dueño. En el aniversario de la muerte de Paco, Mosén Millán celebra una misa de réquiem en su honor a la que únicamente acuden los tres hombres causantes de la muerte del campesino. Nadie más del pueblo asiste, lo que no debe interpretarse como un insulto a la me-moria de Paco, ya que «their absence from the requiem Mass tacitly accuses Mosen Millan of complicity in Paco’s downfa-ll» (Havard 1984: 90). Parece que «los humildes no pueden ha-cer otra cosa que manifestar su protesta pasiva no acudiendo al templo» (Peñuelas, 1971: 155).

Pero hay un participante más en la misa: el potro. De esa for-ma, Paco acude simbólicamente a su propia misa de réquiem. Esto da lugar a una de las escenas más poéticas de la novela, en la que se reproduce la persecución y muerte de Paco reen-carnado en su propio caballo.

Antes de analizar esa escena y puesto que se trata de un pro-ceso de semi-resurreción o reencarnación de un espíritu, vale la pena estudiar los elementos religiosos en la figura de Paco y cómo Sender establece una serie de paralelismos entre Paco el del Molino y Jesucristo.

Esta opción por la simbología religiosa se explica fácilmente. Contrariamente a lo que el régimen franquista querría hacer

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creer, el bando falangista no tenía el monopolio de la religión. Pese a su dialéctica de los buenos cristianos enfrentándose al demonio rojo y ateo, no eran ni mucho menos los únicos cre-yentes. La izquierda también contaba con sus manifestaciones religiosas.

En el caso de Sender «de sus escritos se deduce claramen-te que es un hombre profundamente religioso» (Peñuelas, 1971: 30-31) a pesar de su ideología política de izquierdas. Jo-ver Zamora habla de un «anarquismo cristiano» (2002: 22) y de la evidente presencia de «una orientación visceralmente anarquista y una ética radicalmente cristiana» en la ética de Sender (2002: 23). Peñuelas lo interpreta de la siguiente ma-nera: «su afinidad hacia una especie de socialismo democrá-tico, que [Sender] últimamente parece sentir, está de acuerdo con sus ansias de mejoramiento de las evidentes injusticias económicas y de clase que sufren los desamparados en todas partes» (1971: 30).

Si bien estos autores señalan el hecho, que debería ser evi-dente por sí mismo, de que se puede ser creyente y de izquier-das, dejan de lado una interesante implicación que sí observa McDermott: «In a Spanish national context, the identification of Paco as representative of the Spanish people with Christ ironically reversed the victorious Regime’s National –Catho-lic mythology which presented the Civil War as a Christian Crusade against the Republican Antichrist» (1991: 17)

Desde el momento de su nacimiento, Paco está rodeado de símbolos que indican que se trata de un personaje emblemá-tico. Nace en invierno, y aunque no se especifica mes ni día «the indication that the christening takes place in winter [...] draws the reader’s attention to the association of the baby […] with the celebration of Christ’s nativity at the winter solstice» (McDermott, 1991: 37)

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En un libro en el que apenas se hace mención a los colores, la aparición de estos casi siempre sucede en torno a su figura. Así, el color predominante en el día de su bautizo es el blanco y el oro. «La mañana del bautizo se presentó fría y dorada» y el niño iba «cubierto por un mantón de raso blanco, borda-do en sedas blancas también» (Sender, 1960: 49). El blanco es símbolo de pureza, virtud e inocencia, es el color del «rebirth, simplicity and restoration» así como del «umblemished lamb of sacrifice» (Ronnberg y Martin, 2010: 660). Mientras que el oro es luz, riqueza y elevación, asociado a la figura de los dio-ses en la cultura occidental (Ronnberg y Martin, 2010: 644). Así, aunque de padres humildes, Paco es un niño de alcurnia.

Durante el convite de la celebración de su bautizo se trata la ascendencia y genealogía de Paco, explorando la filiación paterna. Así, un campesino torpemente pregunta al padre si el bebé es su hijo, a lo que responde: «Hombre, no lo sé [...]. Al menos, de mi mujer sí que lo es» (Sender, 1960:50). El pa-dre de Paco entonces estaría adoptando voluntariamente el rol de San José, al ceder su puesto de progenitor aunque no de tutor. Mosén Millán, por su parte, como representante de Dios acepta el puesto de «otro padre» otorgado por la abue-la del niño (Sender, 1960: 51) e incluso va más allá y declara que «el chico había nacido dos veces, una al mundo y otra a la iglesia» (Sender, 1960: 51). En ese momento Mosén Millán parece intuir que al bebé le espera un destino sublime, pero yerra el personaje al vaticinar que «el chico tal vez sería un nuevo Saulo para la cristiandad» (Sender, 1960: 54). Saulo es el nombre hebreo de Pablo de Tarso, figura fundamental del cristianismo temprano.

No solo el cura percibe el aura especial de Paco, sino que su contraparte en cuestiones sobrenaturales, la bruja Jeró-nima, también se da cuenta e incluso anda más acertada en su diagnóstico. Se dice que la anciana solía colocar amuletos bajo las cunas y «cuando se trataba de niños [ponía] una ti-jerita abierta en cruz para protegerlos de herida de hierro»

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(Sender, 1960: 52). Sin embargo, una tijera no es suficiente en el caso de Paco, para quien coloca «un clavo y una pequeña llave formando cruz» (Sender, 1960: 54). El clavo, evidente-mente, hace referencia a la crucifixión, mientras que la llave es el atributo de San Pedro, príncipe de los apóstoles y primer papa de la Iglesia católica, quien también murió crucificado.

Pronto Paco da muestras de tener un carácter pacífico, ene-migo de confrontaciones aunque sin pecar de pusilánime. No le gustan las demostraciones de fuerza ni la violencia sobre otros. Este carácter se manifestará en distintos episodios re-lacionados con las armas. En todos ellos Paco se hará con un arma de fuego, no por el poder que eso conlleva, sino para que otros no tengan la capacidad de dañar.

El primer suceso ocurre cuando tiene siete años y gana un revolver que circula entre las posesiones comunes de los ni-ños de la aldea. Mosén Millán lo descubre y se lo reclama, pero para entonces Paco ya lo había escondido y «para evitar que lo usaran otros chicos peores que él» (Sender, 1960: 56). De forma paralela, cuando Paco es adolescente el alcalde del pueblo prohíbe las rondas. Paco desobedece esa orden por lo que es detenido por la guardia civil. Cuando lo llevaban al calabozo «Paco echó mano a los fusiles de los guardias y se los quitó [...] Paco se fue con los dos rifles a casa» (Sender, 1960: 69). De nuevo Paco tiene armas en sus manos, pero en lugar de utilizarlas prefiere apartarlas del público y ponerlas en lugar seguro.

Esto se repite una tercera vez. Durante la República se su-primen los bienes de señorío, lo cual incluye las tierras del duque, por lo que los campesinos dejan de pagar el arrenda-miento de los pastos. El duque contesta de forma violenta y medieval al enviar el mensaje «Doy orden a mis guardas de que vigilen mis montes, y disparen sobre cualquier animal o persona que entre en ellos» (Sender, 1960: 80). Paco resuelve esta situación rápidamente al sugerir que se ofrezca a tales guardias, que no eran más que tres, un trabajo mejor remune-

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rado y alejado de espinosos compromisos. Los guardas acep-tan y «sus carabinas fueron a parar a un rincón del salón de sesiones» (Sender, 1960:80). Esta vez basta la palabra de Paco para retirar las armas, sin tener que emplear las manos.

Su carácter no se limita, sin embargo, a un mensaje de paci-fismo y de repulsa de las armas, sino que va más allá y trata de mejorar la vida de todos los habitantes. Si se dice en varias ocasiones que de niño le horrorizaba la idea de que los búhos atacasen a otros animales, aún más le horrorizará la situación paupérrima de los habitantes de las cuevas, su absoluto aban-dono y desolación. El argumento del cura «cuando Dios per-mite la pobreza y el dolor [...] es por algo» (Sender, 1960:63) nunca llega a convencerle, persuadido de que esa situación es susceptible de cambio y tratando de incitar al resto de la aldea para ayudarle.

Las cuevas permanecerán siempre en su mente. Así, cuando el cura le reconviene por haber arrebatado los fusiles de los guardias civiles diciendo que corrían el peligro de que el pue-blo fuera castigado a pasar diez años sin guardia civil, Paco, con mucha sensatez y compasión responde: «en lugar de traer guardia civil, se podían quitar las cuevas, Mosén Millán» (Sender, 1960: 70). Es decir, que la fuerza armada contrasta con una fuerza creadora y benéfica «para remediar esa ver-güenza» (Sender, 1960: 78).

Sin embargo, a pesar de su mensaje de paz y altruismo, Paco, como Cristo, será traicionado por uno de los suyos y asesinado. No es casual que el narrador se refiera a su perse-guidor como «el centurión», un término con resonancias ro-manas. Los momentos en torno a su muerte están plagados de pequeños detalles referentes a la pasión y muerte de Jesús. En el camino hacia su ejecución «andaba Paco cojeando mu-cho y aquella cojera y la barba de quince días le daban una apariencia diferente» (Sender, 1960: 94). Paco, como Cristo, es conducido herido y a pie hasta el lugar de su muerte.

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Jesús muere acompañado de ladrones, Gestas y Dimas, el último de los cuales da señales de arrepentimiento y va por ello al cielo. Del mismo modo Paco tiene también la compa-ñía de dos campesinos, uno de los cuales, enloquecido por el terror, repite una y otra vez «yo me acuso, padre…» (Sen-der, 1960: 95). Se trata de «a trio of deaths that most obviously recalls Calvary» (McDermott, 1991: 37). También sus últimas palabras tienen ciertos paralelismos. Si Jesús dice «Señor, señor, ¿Por qué me has abandonado?», Paco murmura una perversa variante «Él me denunció… Mosén Millán, Mosén Millán» (Sender, 1960: 96). El que debería haber sido su padre en la Iglesia lo abandona en la hora de la muerte.

Estos dos grupos de símbolos, los animales y los religiosos, se encuentran y se potencian en la escena del potro en la iglesia en la que se produce la secuencia climática del texto. Se trata de una escena potente y conmovedora en la que Castillo- Puche ve «un simbolismo esperpéntico, lleno de ironía y de significación [...] una pirueta [...] que no ha sido seguramente desentrañada del todo, todavía» (Castillo-Puche, 1985: 80). Ya se ha comen-tado que el caballo, símbolo de virilidad y fuerza no agresiva, representa a Paco. Pero además, Paco representa a Cristo y «la celebración de la misa conmemora el sacrificio de una víctima inocente (Cristo) con valor expiatorio» (Mañá Delgado y Esteve Juarez 1992: 165). En esa escena, don Valeriano, don Gumersin-do y el señor Cástulo no solo vuelven a interpretar su papel en la persecución y muerte del campesino, sino que son también peones en la lucha entre el bien y el mal.

Como ya se ha dicho, los únicos asistentes a la misa de ré-quiem son los hombres causantes de la muerte de Paco. Pero en el momento en que va a comenzar la misa aparece misterio-samente en el interior del templo el potro de Paco. A partir de este instante se inicia una secuencia de imágenes cuya combi-nación potencia la carga simbólica individual y proporciona el resultado final. Mosén Millán no participa directamente en la acción, como no participó en un principio en la búsqueda

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de Paco, pero una palabra o un gesto suyos sirven de permiso tácito y desencadenante para la cacería. «Mosén Millán hizo un gesto de fatiga, y les pidió que sacaran el animal del tem-plo» (Sender, 1960: 92). Entonces los enemigos del campesino «formaron una ancha fila, y fueron acosando al potro con los brazos extendidos» (Sender, 1960: 92), de la misma manera en que fueron estrechando el cerco en torno a Paco en los días previos a su muerte. El animal, sin embargo, elude el bloqueo y corre «por el templo a su gusto» (Sender, 1960: 92) del mis-mo modo que Paco podía haber defendido su posición en las Pardinas durante mucho tiempo.

Acto seguido se dice: «Seguían acosando al animal. En una verja –la de la capilla del Cristo– un diablo de forja parecía hacer guiños. San Juan en su hornacina alzaba el dedo y mos-traba la rodilla desnuda y femenina. Don Valeriano y Cástulo, en su excitación, alzaban la voz como si estuvieran en un es-tablo» (Sender, 1960: 92). El foco de atención en esta escena se aleja de los humanos para fijarse en los seres sobrenaturales y la dinámica que existe entre ellos. Con ello la secuencia de imágenes se instala firmemente en el plano simbólico. Por un lado, el diablo de hierro hace guiños a la escena y se muestra cómplice y satisfecho con el comportamiento de los tres hom-bres. Opuesto a él se encuentra San Juan Bautista, que con el dedo alzado le reconviene. La representación tradicional del Bautista es, efectivamente, con un dedo alzado y una o las dos piernas desnudas (puesto que ejecuta su labor en el río). El elemento «femenino» proviene de su fuerza no agresiva. San Juan es uno de los mayores enemigos del diablo y, sin embar-go, su lucha no es violenta. Su fuerza proviene del bautismo con el que arranca al diablo las almas humanas.

En esta situación en la que ambas figuras se mencionan de manera casi inmediata no pueden sino interpretarse en su conjunto. No se trata de la presencia individual del diablo y del Bautista, sino de que San Juan se opone al diablo y a la in-fluencia de este sobre los hombres. La lucha entre ambos con-

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cluye cuando el potro sale de la iglesia y el diablo alcanza una nueva victoria simbólica. Así, el señor Cástulo sugiere abrir las puertas de la iglesia para que salga y «por fin convencido el animal de que aquel no era su sitio, se marchó» (Sender, 1960: 92). Paco, encarnado en su potro, se da cuenta de que aunque la misa sea en su honor, no es ese lugar para él, pues está habitado únicamente por sus enemigos. Su sitio está en-tre los habitantes de la aldea.

Entonces «cerraron las puertas, y el templo volvió a quedar en sombras. San Miguel con su brazo desnudo alzaba la es-pada sobre el dragón. En un rincón chisporroteaba una lám-para sobre el baptisterio. Don Valeriano, don Gumersindo y el señor Cástulo fueron a sentarse en el primer banco» (Sen-der, 93). San Miguel es el arcángel custodio y defensor de la iglesia. Dado que es un servidor y, al contrario que San Juan, carece de libre albedrío, no puede más que cumplir un papel de centinela aguardando la orden de atacar. De nuevo la in-terpretación de la secuencia de imágenes debe hacerse en su conjunto. Cuando el potro-Paco-Jesús abandona la iglesia y la deja en sombras, San Miguel permanece allí vigilando a los tres hombres, sin llegar a abatirlos con su espada. Muy aguda-mente, Havard comenta la significación del trio de hombres ricos que forman una perversa Trinidad opuesta a los tres reos del Calvario de Paco (1984: 93).

El hecho de que la iglesia quede en sombras con la salida del potro es particularmente conmovedor. Antes, al abrirse las puertas se dice que «el potro miró extrañado aquel torrente de luz. Al fondo del atrio se veía la plaza de la aldea, desierta, con una casa pintada de amarillo, otra encalada, con cenefas azules» (Sender, 1960: 92). Las puertas abiertas parecen ser las puertas del cielo, que con su cascada de luz llaman a Paco. Esta luz, además, es un reflejo de la luz dorada al inicio de la novela que daba la bienvenida a Paco. De nuevo aquí se vuelve a hacer mención a los colores, cuando en el resto del texto apenas se hace referencia a ellos. En concreto, se encuen-

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tra el amarillo, el azul y el blanco (en la casa encalada). Así, al blanco de virtud y amarillo de riqueza se une el azul puro y celestial. No cabe duda entonces de que la luz que traspasa esas puertas es una luz divina, por lo que el potro entiende que la iglesia no es su sitio y decide salir.

No deja de ser irónico el que el cielo se halle fuera de la igle-sia. Esta idea de que el exterior es el cielo está reforzada por el hecho de que los cuatro peores personajes, Mosén Millán, don Valeriano, don Gumersindo y don Cástulo permanecen en las sombras. Por el contrario, el resto del pueblo, aquellos que amaron a Paco, decide no ir a la iglesia y a su perversa misa de réquiem, permaneciendo en la zona de luz.

De manera que a través del montaje analítico se consigue una narración expresiva que obliga al lector a adoptar una po-sición activa, dotando al mensaje final de mayor fuerza. Esto se pone de especial manifiesto con esta escena del potro en la iglesia. No se sabe si es una iglesia nueva o vieja, de qué periodo arquitectónico, de qué tamaño, ni siquiera a quién está consagrada. Los únicos detalles que sí se nos revelan, el diablo de forja y las estatuas de San Juan y San Miguel, junto con la presencia de los tres villanos, contienen una profun-da carga semántica que se potencia al presentarse de manera combinada.

Del mismo modo tampoco se describe detalladamente la sacristía, el limbo en el que Mosén Millán espera para dar co-mienzo a la misa. Detalles como el tamaño de esa estancia, su iluminación y limpieza podrían enriquecer la escena, sin embargo también distraerían de la secuencia formada por los dos elementos que sí están presentes: las ramas de olivo secas y el saltamontes atrapado que confieren de significado a la fi-gura del sacerdote. Las descripciones austeras garantizan que la atención del lector se dirija hacia los elementos más impor-tantes consiguiendo con ello una narración expresiva. Ade-más, puesto que la interpretación de la secuencia de imágenes requiere de un lector activo el mensaje final que se extrae tiene

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mayor fuerza puesto que proviene del razonamiento del lec-tor más que directamente del texto.

Así mismo, el escenario es representado de forma imprecisa mientras que los detalles sí son bien descritos. De esa forma la historia puede suceder casi en cualquier tiempo y lugar y es, por tanto, extrapolable. «Sender universalizes his parable, paradoxically, by particularizing it [...] The death of one Spa-nish peasant represents the deaths of all such victims in the Civil War» (McDermott, 1991: 17). De manera que «al situarse en este universo narrativo Sender toma el camino del “mito” propio de la síntesis épica o trágica frente a la concreción re-alista o histórica» (Mañá Delgado y Esteve Juarez, 1992: 171)

Así, se dice que «Sender se planteaba en todos los casos el cómo hacer que este “aquí” fuese un doquier universal y este “ahora” una perpetuidad» (Carrasquer, 2001: 451) de manera que «lo puramente anecdótico en su obra es un simple, aun-que firme, escalón para implícitas y trascendentes interpre-taciones del hombre y de la vida» (Peñuelas, 1971: 55). Por tanto «subjective poetic history may convey the essential hu-man story more truthfully than ostensibly objective factual historiography; it certainly conveys it more meaningfully and more memorably» (McDermott, 1991: 16)

Réquiem por un campesino español con su escenario difuso y su fuerte carga simbólica se convierte entonces en toda una alegoría de lo sucedido durante la guerra civil en todos los pueblos de España. El pequeño pueblecito sin nombre se con-vierte en un lugar como la Región de Benet, como Macondo o Comala. Un sitio fuera del tiempo y el espacio.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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