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«Sólo cuando leí aquel libro a voz en grito lo en-

tendí.» Este brevísimo relato de uno de los nuestros,

Juan Pedro Aparicio —maestro español del género— se

llama «Una voz de socorro». Los relatos, al margen de

su tamaño, tienen que tener su corazón, su cuerpo, su

historia, su fin y su principio. También su título. El título

es la puerta primera que se abre para provocar que nos

queramos colar en esa pequeña magia que es un relato.

Es la primera tentación para, por un instante, refugiar-

nos en un mundo, que algún semejante juguetón, ha

sido capaz de inventar. Cuando en Hoy por hoy, impulsados

por Escuela de Escritores, comenzó el concurso semanal

de relatos cortos pensamos que mucho deberíamos gri-

tar, que mucho ruido tendríamos que hacer y que mu-

chas veces tendríamos que llamar a socorro para no

quedarnos cortos en relatos y relatores semanales. Nos

equivocamos. No hizo falta el socorro, fueron muchos

los que, desde el principio, decidieron contarnos sus

mundos en unas pocas líneas. Ni siquiera nos hizo falta

hacer las lecturas a voz en grito. A cada una su propia

música, su propia voz. Enseguida todos entendieron, en-

tendimos, cómo jugar al viejo y nuevo juego de imagi-

nar historias y de contarlas en voz alta.

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Tres años de relatos en la radio. Cientos de cuen-

tos dichos a micrófono abierto y con banda sonora. Se-

gundo libro para seleccionar algunos de esos mundos

que se condensan en unas líneas y que no desean que se

los lleve el olvido. Han sido contados y votados cada se-

mana. Nos han permitido ponernos melancólicos y ale-

gres, siniestros o inocentes, serios, trágicos, cómicos,

irónicos o juguetones. Nos han consentido vengarnos,

burlarnos, amar y también jugar al asesinato como una

de las bellas artes. Todo vale en los cuentos. Todo está

permitido. Es un pequeño gran mundo que se puede

plantar en una maceta, que no necesita extensiones de

bosques, ni exóticos desiertos o inmensos cañones, cre-

ce en cualquier sitio. Los cuentos se conforman con un

poco de riego, mucha astucia, algo de cariño y un cierto

dominio en el juego de juntar las palabras. Les sienta

muy bien el humor. Aunque tampoco rechazan la tra-

gedia.

Recuerdo a otro de los maestros, uno de los

mejores de la estirpe de los que hicieron un arte mayor

a esta cacería que parecía menor, Julio Ramón Ribeyro.

En uno de los dichos de Luder nos dejaba esta burlona

e inteligente lección: «Lo que diferencia a los escrito-

res franceses de los norteamericanos —dice Luder— es

que los primeros se limitan a cultivar un jardín, mien-

tras los segundos se lanzan a roturar un bosque». «¿Y tú?»

«Ah, yo sólo riego una maceta.» Eso hacemos cada se-

mana, conformarnos con regar una maceta. Es verdad

que las macetas nos han crecido y ya parecen un ama-

ble bosque compuesto de pequeños, juguetones y her-

mosos frutos.

El libro es nuestro orden en el bosque. Cada rela-

to nos ofrece un aroma, un diferente color. Son un pe-

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queño descanso, un claro en el bosque. En este libro es-

tán contenidos algunos de los más hermosos ejemplares

del bosque animado. Y se pueden pasear como si estu-

viéramos en un botánico. O como si estuviéramos bus-

cando setas en una pradera otoñal. Ni tenemos que re-

garlos, ni cortarlos, ni siquiera hay que comerlos,

simplemente se conforman con que les hagamos existir.

Ellos se encargan de mantener su gracia y su vigor cuan-

do somos sus lectores. No piden mucho.

A muchos de estos pequeños habitantes los co-

nocemos de oídas. Los hemos frecuentado cada semana

y hasta les hemos premiado con la supervivencia. Con

esta trascendencia en forma de libro, con otra vida me-

nos breve. Al menos tan duradera como un mensaje en

una botella. Cada vez que nos acercamos a un cuento

desciframos un enigma. El cuento es un seductor. Un

orgulloso ser que no se avergüenza de su tamaño, al

contrario, que está muy seguro, muy feliz con su estatu-

ra. Es un habitante de Liliput al que no le importa convi-

vir con ningún Gulliver.

Una vez, un cuentista genial y misterioso, un es-

critor que nunca morirá llamado Edgar Allan Poe, escri-

bió que «el cuento posee cierta superioridad sobre la

novela, incluso sobre el poema». El cuentista se creció

como un dinosaurio en un cuento de Monterroso.

Y cuando se despertó se dio cuenta que el cuento no ne-

cesitaba ser tan grande. Incluso que siempre se podía ser

más pequeño sin dejar de mantener su grandeza en

su brevedad. Ser breves y extraordinarios. ¡Qué difícil!

Nadie dijo que fuera sencillo. Hay que intentarlo. Hay

que seguir leyendo, escribiendo y contando cuentos que

merezcan estar en una antología como la que recopila-

ron Borges y Bioy Casares.

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Muchos escritores, algunos de los mejores, han sido y siguen siendo, frecuentadores del género y sus mejores propagandistas. Uno se llamó Italo Calvino: «En los tiempos cada vez más congestionados que nos aguar-dan, la necesidad de la literatura deberá apuntar a la máxima concentración de la poesía y del pensamien-to... y del cuento. Yo quisiera preparar una colección de cuentos de una sola frase, de una sola línea, si fuera po-sible». En eso estamos. Ya llegaremos. Mientras tanto aquí están estas modestas proposiciones que han surgi-do de escritores no profesionales —la inmensa mayo-ría— que cada semana han sido capaces de sorprender-nos con sus mundos contados para ser escuchados en la radio. O leídos en libros como éste.

Y me callo. Recuerdo el consejo de Gómez Dávi-la: «Escribir corto, para concluir antes de hastiar».

Javier rioyo

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