SOBRE TODA PALABRA, ANTOLOGÍA DE RAFAEL GUILLÉN

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Sobre toda palabra Muestrario de Poesía 57 Biblioteca Digital Rafael Guillén BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN

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La poesía de Rafael Guillén posee un tono melancólico, de heroísmos cotidianos y cotidianas derrotas, que se viven a nivel individual, en el ámbito civil del ciudadano de a pie, del hombre común.

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Sobre toda palabra

Muestrario de

Poesía 57 Biblioteca Digital

Rafael Guillén

BIBLIOTECA DIGITAL DE

AQUILES JULIÁN

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Sobre toda palabra Rafael Guillén, España

Muestrario de Poesía 57 Editor: Aquiles Julián, República Dominicana. Primera edición: Marzo 2010 Santo Domingo, República Dominicana Muestrario de Poesía es una colección digital gratuita que se envía por la Internet y se dedica a promocionar la obra poética de los grandes creadores, difundiéndola y fomentando nuevos lectores para ella. Los derechos de autor de cada libro pertenecen a quienes han escrito los textos publicados o sus herederos, así como a los traductores y quienes calzan con su firma los artículos. Agradecemos la benevolencia de permitirnos reproducir estos textos para promover e interesar a un mayor número de lectores en la riqueza de la obra del autor al que homenajeamos en la edición. Este e-libro es cortesía de:

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Historia personal con Rafael Guillén / Aquiles Julián 5 Alicatado para una noche de verano 7 Anclado en mi tristeza de profeta… 8 Canto a la esposa II 8 Cristal romano 9 Cristales empañados 10 De nuevo te esperé en el desconsuelo 12 Poema del no 13 Pronuncio amor 14 Donde sonó una risa, en el recinto… 14 El miedo, no. Tal vez, alta calina… 16 Ella vendrá, saladamente húmeda… 17 Escultor 18 Gesto final 19 La espera y la esperanza 20 Lindo con tu silencio, en la hora fría… 20 Miedo un instante 21 Poema para la voz de Marilyn Monroe 21 Pronuncio amor 22 Recacha 23 Ser un instante 24 Signos en el polvo 25 Tengo marcado un nombre… 26 Un día, con el alba, volvía solitario…. 27 Anclado en mi tristeza de profeta 28 Dos canciones granadinas 29 Los esposos 30 Un gesto para el quinto aniversario de tu muerte 31 Amor, acaso nada /fragmento/ 32 Cada mañana 34 Habrá una danza 35

Contenido

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Donde sonó una risa 36 Algo sucede 38 Lienzo 39 Adarga 41 Desguace 42 Piedra-libre 44 Moho 45 (Hubo un estado umbroso en el que el velo…) 46 Madrigal para tu cuello interminable 47 Madrigal para tu voz desmantelada 48 Madrigal de la luz irreverente 49 Tardes con Blas 49 Vieja fotografía en sepia 50 De la materia de los taxis 51 Las bóvedas del aire 53 Otoño en llamas 53 Teoría del orden 54 Unos ojos, un relámpago 55 Llegar hasta Isla Negra 56 Cristales empañados 57 (Siempre llegamos a destiempo…) 59 (Luce el misterio…) 59 (Frente a mí estás…) 60 (Cuando te conocí…) 61 (Instantánea) 61 (Museo del aire) 62 (Eternidad sucesiva) 63 Oración final 64 Después del baile 64 El origen 65 Apenas si recuerdo 67 Ser un instante 68 Algo sucede 69 Son 71 Rezumo 72 Ruinas frente al mar 73 Como un extraño frío 74 Que no me alumbra, amor 75 Sobre toda palabra 75 Rafael Guillén / biografía 76

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Historia personal con Rafael Guillén

Por Aquiles Julián En 1971 tuve mi encuentro personal con la poesía de Rafael Guillén, en específico con Tercer Gesto, premio de poesía Leopoldo Panero 1966. Yo era un pichón de poeta adolescente: 17 años de edad. Me sumergí en las melancólicas aguas de su poesía, me impregné de sus aromas, me nutrí de su savia. Aquella poesía íntima, recatada, con un dejo filosófico, estaba bien lejos de la estridente poesía de metralla y furia que la izquierda dominicana proponía como la única posible y aplaudía a rabiar. Y me incliné hacia ella.

En 1973 participé en el Primer Concurso Literario “René del Risco Bermúdez”, organizado por un colegio de Villa Duarte y respaldado por Retho Publicidad. Mateo Morrison fue uno de los jurados. Gané el primer lugar con un poemario: “Hora de Lluvia”. Y allí estaba en mucho el tono, esa melancolía que humedecía los versos de Guillén y que se coló en aquellos poemas bisoños míos. El poemario se publicó casi íntegro en una edición del suplemento Aquí del vespertino La Noticia, dirigido entonces por Mateo Morrison, Leon David y Rafael Deprat. Y en la publicación León David bocetó una valoración crítica que fue un espaldarazo a un aprendiz de poeta que aprecié y agradecí. Con el tiempo, se me ocurrió en 1977 la ilusa idea de poner mis libros al servicio de la comunidad. Dirigía por entonces el Núcleo de Escritores Jóvenes “Jacques Viau Renaud” que fundé junto a Julio Cuevas, Federico Sánchez, Rafael Peralta Romero y otros jóvenes escritores en 1976. Trasladé mi biblioteca a la casa de los padres de Federico Sánchez en Villa María, e hicimos un modesto acto de inauguración al que asistieron como invitados Mateo Morrison y Abel Fernández Mejía. El intento fue bien intencionado pero inútil. Perdí mis libros (todavía recuerdo la cuerda que me daba Abil Peralta Agüero por ese caso), y entre ellos Tercer Gesto. Y el contacto con la poesía de Rafael Guillén.

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Su poema El origen fue casi mi declaración personal del escribir. Hay en ese poema una humildad congénita, un intento de transmitir el misterio de la creación, ese ponerse en “situación de lluvia, en personal estado de palabra” describía mi experiencia. Es una poesía cotidiana, que se mueve en los claroscuros de los días, en esas inmediaciones de la noche, en que la luz se amansa y las sombras se envalentonan. Una poesía cordial, que no alza la voz, que no agrede. Una poesía que enriquece al hombre. Era lo más lejos que había de aquella fanfarrias tronitonantes en que la sangre, las balas y la visión apocalíptica de la guerra revolucionaria suplantaban la poesía real. Las izquierdas de la época instrumentalizaban los poemas con el fin de “crear conciencia”; es decir, influir en el ánimo de los lectores para predisponerlos a las prédicas y planes de aquellos conjurados apocalípticos de la utopía totalitaria decimonónica de Marx. En Guillén el ritmo se construye alrededor del endecasílabo y el dodecasílabo como formatos claves de la musicalidad de sus versos. Dúctil para transmitir las pequeñas alegrías y las derrotas privadas, que dan un aire gris, oscuramente triste, a poemas como ese Poema del No de Tercer Gesto que deja un sabor a ceniza en el corazón. Por aquel tiempo interpretaba en clave de poema cada circunstancia, empleando los versos de Rafael Guillén. Así también, en ocasiones, me veía “un día, con el alba” volver “solitario, de mis cosas de hombre”. Su poesía, cálida, amable, hecha para degustar sin premura, para repetir y musitar quedamente, sin la estridencia de la plaza ni la urgencia feroz del momento, poesía que no perece porque se asienta en el terreno del corazón humano y no en el de las modas o la instrumentalización ajena a sus altos fines, fue en su momento, en mi momento clave, una puerta por la que escapé del rígido canon estalinista que ahogaba la poesía joven dominicana de la época (*). Yo, imberbe, navegué por los mares del extremismo y la sinrazón, marioneta de marionetas que nos exponían a los más graves riesgos, sirviendo a intereses nefastos que la inteligencia natural del pueblo dominicano no permitió que prosperaran. Y es que la gente humilde aquí ha tenido siempre más sensatez y cordura que quienes se autoconsideran ilustrados o, peor, iluminados y predestinados. Yo sobreviví en buena parte a lo peor de esa época, gracias a Rafael Guillén y su poesía. ¿Imaginan mi alegría al poder honrar su poesía y su persona en este número 57 de Muestrario de Poesía? (*) De hecho, hay una imaginería estalinista nada sutil, una utilería verbal y un maniqueísmo conceptual, con tono profético y apocalíptico, que arropó mortalmente a la poesía dominicana de la época y que valdría la pena estudiar en obras y autores. Cantores del amanecer totalitario y las bienaventuranzas de la dictadura sangrienta y del partido único, a cambio de un reconocimiento fementido y una claque que aplaudía sin entender, simplemente porque era la orden que bajaba.

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Alicatado para una tarde de verano Para traspasar las hojas, la luz se pone de lado. Se despereza el aroma y hay un sopor que, despacio, deshilachan las zumbonas avispas del emparrado. La paz del jardín se esparce por el brillo del acanto y la tarde se inaugura al regarse el empedrado. Hay rincones invisibles con amores encalados y persianas donde crece la penumbra del verano. El mirador se remira en los reflejos más altos. Alguna risa que llega por el silencio rampando y el agua, dueña y señora por fuentes y por regatos. El aire tiene un desgaire de mimbre desangelado. El arrayán cuadricula la dicha de estar mirando. Desde los poyetes, rastras en macetas de geráneos cuelgan hasta el arriate buscando su olor mojado. El silencio se despierta picoteado de pájaros. Las glicinias se retuercen sobre sus pomos morados y son de azulejo y frío los zócalos y los bancos. El chirrido del portón anuncia el rito diario. Las sillas, de recia anea. El vino, de mano en mano. La amistad, como beberse la tarde de un solo trago.

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Anclado en mi tristeza de profeta... Anclado en mi tristeza de profeta sé cuánto ha de valer lo que hoy recibo; cuánto valdrá después esto que vivo sujeto a este después que me sujeta.

Mi plenitud en ti quedó incompleta y espera un no sé qué definitivo. Mientras, cerca de ti, escribo y escribo, poeta al fin, en tiempo de poeta.

Sé cuánto ha de valer; eso es lo triste. Valdrá más de lo mucho que poseo el recordar lo mucho que me diste.

Profetizado don, con que falseo esta presente gracia que me asiste y esa futura gracia que preveo.

Canto a la esposa II Como un ángel en traje de faena descompones la casa amanecida. Las camas y las mesas se abandonan sin recato, las faldas levantadas. ¡Sacude viejos pasos de la alfombra, que tu amor no es posible sin nacer cada día!

El brillo soñoliento del barniz y del vidrio despierta a la caricia puntual del plumero, el reloj te presiente y acelera el latido. La escoba te florece entre las manos. ¡Canta más alto y barre los recelos; que quede el aire justo por los cuartos!

Hay una pausa siempre donde la sangre clama. Es cuando se doblega tu maternal cintura y un racimo de niños colgados de tu cuello, pone a punto de risa la claridad del día.

Esposa del amor y la cocina, de la sonrisa fácil y el pelo alborotado,

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de las mangas subidas y la mirada casta. Aún no sé si es mi paz ese diario trajín, en el que envuelves nuestro amor, o si es acaso mi paz este mirarte atareada como libando aquí y allá en lo nuestro. O si es mi paz el vuelo de tu falda, o el aire de domingo con que pones la mesa.

Dos pájaros te escoltan cuando sales al patio. Las tapias encaladas te roban la limpieza. ¡Tiende alta tu blusa y mi pañuelo para que puedan verse desde el mar! ¡Tiende al sol tu recato y tu blancura y que se sequen pronto los recuerdos!

Esposa del amor y la costura, del cesto y de la plancha, que apaciguas constante mi inquietud, como serenas el mar blanco y rizado de las sábanas.

Después, la mano umbrosa de la tarde vencida apaga lentamente rendijas y ventanas; mientras por una escala de palabras mimosas se te suben los hijos a la altura del beso. Pasa un silencio por la línea exacta donde termina el día, y la luz se deshace iluminando pequeños universos interiores. Es cuando tú, sentada y poderosa, redondeas el día dando forma al sosiego. Es cuando tú preparas los caminos por donde el bien resbala hasta entrar en la casa. Es cuando tú presides la alegría. La amiga noche, esposa, no se acerca hasta que tú le tienes mullida la almohada.

Cristal romano Si este ungüentario de cristal romano que veinte siglos irisaron, donde la transparencia envejecida apenas deja ya ver el soplo que le diera forma de lágrima y que aún se esconde

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en su interior como con miedo a verse en otro tiempo; si este vaso leve que otro soplo o milagro ha conservado indemne entre los mármoles partidos de la arrasada villa, resbalase de mis manos y en un funesto instante se estrellase en el suelo dulcemente, consternación aparte, no sabría apreciar las distintas magnitudes de tamaño suceso, ni sabría ponerle fecha; pero estoy seguro de que en el tiempo aquel, que permanece detenido entre togas y columnas, se oirían los clamores del desastre.

Cristales empañados Se fue, no tan despacio que no hubiera un desajuste tenue en la calima del asfalto, y su falda parecía más triste en el andar y hubo como una duda, o tal vez no, y la acera se fue estrechando al alejarse y, luego, pareció, quizás fuera su delgadez, sus hombros, que no iba, que volvía a la infancia, y en la calle apenas cabía el sol y mi mirada y una música urbana que, tan joven, surgió de un bar con soledad y miedo. ¿Te veías tú, acaso, dime, como si te pudieras ver, de espaldas, sola, pegada a la pared, andando, yéndote? Me fui. Recuerdo que el vacío aquél era ya parte de mí. Porque me estuve yendo todo el tiempo que, arriba, la buhardilla, cama deshecha, sábanas con restos de calor, vasos, deja ya de fumar, me estuve dejando ir en no querer ser pasto de ciudad, y las calles

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y el ruido estaba en mí y tus ojos, habla, ¿por qué te vas?, estaban alrededor de mí; ser pasto de ventanas cerradas, un quejido o una sirena a media noche, esquinas donde comprar la nada, el estallido de la nada, acompáñame, me estuve yendo de mí todo aquel tiempo tan hermoso. Se fue y era de noche en torno a su cintura y sus vaqueros gastados. La bufanda, con su historia ella también, entretejida, daba una vuelta a la tibia cadencia de su cuello y la seguía a través de la lluvia y algún perro y la insolente luz de los semáforos poniendo en orden el desierto y, lejos, la otra oscuridad, la que está hecha de violencia y portales y mugrientas escaleras. Me fui de tanta prisa por conocer, de tanto estar contigo, de tanta juventud, frío empañando los cristales, de tanto amor, la estufa, libros y discos en desorden, altas madrugadas del beso, tus preguntas, café para el cansancio, las paredes, tu pelo, el desconcierto de estar vivo. Toda esta vida me sostiene ahora. Todo este tiempo aquél que es lo que tengo, lo único que tengo. Tanto irse, tanto perder, tal desapego, tanta sinceridad, tan armoniosa desventura, tan sabio desvarío, tal desesperación, tanta belleza.

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De nuevo te esperé en el desconsuelo... De nuevo te esperé en el desconsuelo de la esquina. Por el bullicio oscuro iban, venían rojos autobuses, acharolados taxis que, ocupados, se detenían un segundo antes del desencanto. La farola daba entintado de comic a la espera. Los taxis están hechos con materia de soledad, de presurosos besos, de palabras sin terminar, de rápidos adioses, de cabezas que se vuelven como pidiendo auxilio. Cada taxi va tejiendo y tejiendo su capullo de seda por las calles, va encerrando su mariposa entre los hilos tensos de la ciudad que gime y que lo envuelve. ¿Por qué querer es esperar?. La lluvia tenaz parpadeaba en el cambiante neón de Piccadilly y los neumáticos por el asfalto húmedo sonaban como el desuello de una piel inmensa. Todo el desecho de la prisa iba acumulado en los asientos turbios de los taxis. Su tántalo destino era llegar para volver de nuevo. Los taxis se alimentan de colillas, de tersos portafolios, de monturas de gafas, de coronas funerarias, de perfumados guantes, de pañuelos inmundos, de paraguas olvidados. El horizonte de los taxis nace a espaldas de la luz, está poblado de sanatorios y consultas, linda con discos y semáforos, discurre por negocios y apremios y legajos. ¿A dónde va el amor cuando no acude a nuestra cita?. Una lenta hilera

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de gotas resbalaban por el borde de la farola anochecida. Un golpe de tos quebrada restalló muy cerca de mi bufanda. El viento me azuzaba los mastines del frío. Y otros taxis pasaban sin parar, como otras noches, como todas las noches de mi vida. Cuando al amanecer se quedan solos los taxis, se acarician la gastada tapicería, que conserva algunas viejas huellas de semen o de lágrimas.

Poema del no

Me decías que no. Por tu mirada pasaban barcos lentamente. Había gaviotas en tus ojos, en tus blandos, oscuros ojos grandes, donde iba cayendo la amargura como un anochecer de altas sirenas en los puertos del Sur. Me decías que no serenamente. Era un no original, que ya existía antes que tú, que hablaba por sí mismo mientras que tú, impotente, absorta, fijos en mí tus ojos, lo sentías vivo, palpabas su raíz por tus adentros. Era un no adivinado, mudo, pesadamente silencioso. Tu duro cuerpo tibio me decía que no, sin causas, iba replegándose, como si volviese a la infancia. Tú no eras. Me decías que no, y en tu mirada cabalgaba un dolor que yo diría maternal. Un dolor implorando comprensión. Un no de contenida pesadumbre, pero total, abierto, levemente asomado

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a las playas del llanto. Me decías que no lejana, sola, terriblemente sola, maniatada, sin un porqué donde apoyarte, pero era no, era no, sin gritos, no...

Los puertos, las sirenas, los barcos en la noche, todo iba perdiéndose, alejándose. Yo, delante de ti, triste, abatido.

Pronuncio amor Vengo de no saber de dónde vengo para decir amor, sencillamente. Para pensar amor, sobre la frente sostengo qué sé yo lo que sostengo. Para no detener lo que detengo siembro en surcos y versos mi simiente. Para poder subir, contra corriente, tengo sujeto aquí, no sé qué tengo. Venir es un recuerdo, si se llega. Pensar es una huida, si se toca. Sembrar es una historia, si se siega. Sólo acierta en amor quien se equivoca y entrega mucho más de lo que entrega. Después, toda esperanza será poca.

Donde sonó una risa, en el recinto... Donde sonó una risa, en el recinto del aire, en los pasillos transparentes del aire donde, un día

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sonó una risa azul, tal vez dorada, queda por siempre un hueco, un lienzo triste, un muro acribillado, un arco roto, algo como el desgaire de una mano cansada, como un trozo de madera podrida en una playa.

Donde saltó la vida y luego nada echó a rodar, y luego nada, queda una cama deshecha, un cuarto clausurado, un portón viejo en el vacío, algo como un andén cubierto por la arena; queda por siempre el hueco que deja un estampido por el bosque.

De bruces, husmeando, rastreando unas huellas, tirando del hilo de un perfume, penetra el corazón por galerías que un latido de sangre subterránea horadó alguna vez y allí quedaron. Y que allí permanecen con su húmeda oscuridad de tigres en acecho. Penetra el corazón a tientas, llama y su misma llamada lo sepulta.

Donde sonó una risa, una vidriera, una delgada lámina de espacio estalló lentamente. Y no es posible poner de nuevo en orden tanta ruina.

Un nuevo aliento merodea. Llegan otros sonidos hasta el borde y piden su momento para existir. Afluyen nuevas formas de vida que al final toman cuerpo y se acomodan. Pero el tiempo ya es otro y el espacio ya es otro y no es posible revivir lo que el tiempo desordena.

En la cresta del agua o de la espuma donde una risa naufragó, ya nada podrá buscar, hundirse, hallar los restos, nadie podrá decir: éste es el sitio. El mar no tiene sitios y sus cimas son instantes de brillo y se disuelven.

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Pero quedan los huecos, queda el tiempo. El tiempo es un conjunto de irrellenables huecos sucesivos. Donde sonó una risa queda un hueco, un coágulo de nada, una lejana polvareda que fue, que ya no está, pero que sigue hablando, diciendo al alma que, en alguna parte algo cruzó al galope y se ha perdido.

El miedo, no. Tal vez, alta calina... El miedo, no. Tal vez, alta calina, la posibilidad del miedo, el muro que puede derrumbarse, porque es cierto que detrás está el mar. El miedo, no. El miedo tiene rostro, es exterior, concreto, como un fusil, como una cerradura, como un niño sufriendo, como lo negro que se esconde en todas las bocas de los hombres. El miedo, no, Tal vez sólo el estigma de los hijos del miedo.

Es una angosta calle interminable con todas las ventanas apagadas. Es una hilera de viscosas manos amables, sí, no amigas. Es una pesadilla de espeluznantes y corteses ritos. El miedo, no. El miedo es un portazo. Estoy hablando aquí de un laberinto de puertas entornadas, con supuestas razones para ser, para no ser, para clasificar la desventura, o la ventura, el pan, o la mirada -ternura y miedo y frío- por los hijos que crecen. Y el silencio. Y las ciudades rutilantes, huecas. Y la mediocridad, como una lava

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caliente, derramada sobre el trigo, y la voz, y las ideas.

No es el miedo. Aún no ha llegado el miedo. Pero vendrá. Es la conciencia doble de que la paz también es movimiento. Y lo digo en voz alta y receloso. Y no es el miedo, no. Es la certeza de que me estoy jugando, en una carta, lo único que pude, tallo a tallo, hacinar para los hombres.

Ella vendrá, saladamente húmeda... Ella vendrá, saladamente húmeda, tenuemente velada por el polvo de agua que liberan las olas al romper. Uno por uno, intento ir forzando los límites. Y espero. No sé que espero, ni por qué. Es un modo de reclamar mi parte de aventura. Ella vendrá. Vendrá desde la noche. Como un débil galope que se acerca. Como el recuerdo de una risa. Como el eco de las voces que, otros tiempos, habitaron la casa abandonada. Ella vendrá. Yo creo en el misterio. La fe en lo transparente, en lo que existe alrededor de la materia; el vago presentimiento ilógico; el deseo me salvará. Yo creo en la otra mitad de lo visible. Ella vendrá, saliendo del espejo. Sonriendo desde un retrato antiguo. Será un leve crujido en la escalera, el ruido de unos pasos por el techo, una cortina que se mueve, un vaso

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de cristal que se rompe sin tocarlo. Ella vendrá, como una paz lejana. Vendrá como un aroma de vaguadas y montes, cabalgando a lomos de la tarde. Ella vendrá al final, no sé por dónde; tal vez por el atajo de alguna dimensión desconocida. Ser hombre es resistirse. Ser hombre es cometer, conscientemente, un pecado de lesa desmesura. Ser hombre es ser testigo de lo absurdo. Ella vendrá, engarzada en una chispa de pedernal. Abriendo paso al rayo. Deslumbrante en la proa de una infinita luz que se aproxima.

Escultor En mis manos tu barro, te moldeo con ternura. Mi soplo y mi caricia dieron ser a la curva que te inicia. Si carne te pensé, viento te veo.

Vaciada ya tu forma, me recreo, te atesoro. No culpes mi codicia. Alta puse la mira: tu primicia esculpida a cincel en mi deseo.

Yo, escultor, sólo pido por mi arte el contemplar mi obra: contemplarte. Pero tú ya eres tú, aunque eras mía,

y si una vez te arredra mi egoísmo, puedes irte si quieres. Me es lo mismo. Te crearé, de nuevo, cualquier día.

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Gesto final Un hombre está tumbado bajo el cielo. Se le ha apagado el tacto. Las hormigas pueden subir el trigo por su cuello. Esto es lo más terrible de los muertos: que la vida los cubre y los absorbe.

Porque un hombre está muerto, y en la plaza siguen jugando al tute los de siempre, y se espera que grane la cosecha, y hay barcos en los puertos, preparados para zarpar al despuntar el alba. Un muerto es la esperanza boca abajo.

Porque un hombre está muerto y todavía es posible que tiene en los bolsillos un paquete empezado de tabaco. Y esto es lo más terrible de los muertos: que se paran de pronto entre las cosas.

Ha muerto un hombre cuando se desdobla y se mira su cuerpo, desde enfrente, y se tiende la mano, y se despide. Ha muerto un hombre, irremisiblemente, cuando mueren los que lo recordaban.

Los muertos se resisten a estar muertos y se defienden con su peso inerte, y es terrible su grito cuando luchan porque sólo se oye con los ojos.

Hay que amar a los muertos, comprenderlos. Son como niños buenos enfadados. Les han robado el aro y la cometa y se han quedado tristes para siempre.

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La espera y la esperanza No es la esperanza, no. Sólo es la espera lo que fijo me tiene a tu querencia. tu palpable regreso a mí, evidencia una ignorada ansia pasajera.

Si mucho es esperarte, aún más fuera esperanzarte. Ciega mi impotencia, no sabe de accidentes ni de esencia. De ahí, el querer, quizás lo que no quiera.

Para esperarte tengo el sentimiento. Esperanzado, nada tengo. Un viento, acaso, que me enlaza a lo lejano.

La esperanza es un premio gratuito a la espera; un don casi infinito por un merecimiento casi humano.

Lindo con tu silencio, en la hora fría... Lindo con tu silencio, en la hora fría en que todo está dicho. Palpo ciego tu encontrado silencio. Parto y llego de silencio a silencio, día a día.

Cierto estoy de que cierto no podría entrar en tus murallas . Cierto niego que haya más fuerza en mí que la que entrego a tu silencio, duda en ti, ya mía.

Con él limito. Sé que es la frontera de no sé qué. -Tu muda primavera torna en dudosos vientos mis certezas-.

Y en torno sigue tu silencio, y sigo pensando en ti y sin ti, pero contigo, si es que mueres en él o en él empiezas.

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Miedo un instante Tengo miedo de ti, o de mí. Cabalgo, cabalgas tú mi piel por los umbrales sombríos del amor. Y nunca sales a mi luz, a tu luz. Y nunca salgo.

Tengo un algo de ti. Tienes un algo de mí por tus distancias siderales. ¡Ah, si Dios me dijese lo que vales para poder saber lo que yo valgo!

Estoy, estás, como cumpliendo un rito, como dando postura por el viento a esta voz con que gritas, con que grito.

Todo termina, justo, en el momento en que casi nos toca lo infinito. tienes miedo, y me mientes. Y te miento.

Poema para la voz de Marilyn Monroe Tu voz. Sólo tu tibia y sinuosa voz de leche. Sólo un aliento gutural, silbante, modulado entre carne, tiernamente modulado entre almohadas de incontenible pasmo, bordeando las simas del gemido, del estertor acaso. Como un tacto de fina piel abierta. Como un espeso y claro líquido absorbente que envuelve tus adentros, que te sube del sexo mismo hasta los labios, que recorre tus dulces cavidades antes de ser el soplo caliente y sensorial que nos sumerge. Tu masticada voz, que te desnuda sutilmente, insidiosamente, como si en derredor de tu cintura fuese creando y disipando al mismo tiempo mil velos transparentes de saliva.

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Tu voz resuelta en quejas y mohines que trasmina como un olor a cuerpo, un tierno olor sedoso que se propaga en ondas, que nos roza tan delicadamente, que es posible sentirlo por las manos y en las piernas. Tu voz labial, visible, como gustando el aire, como dando forma a posibles moldes para besos. Tu voz de oscura selva con riachuelos. Clavado aquí, en mi hombría, oigo tu voz, que late entre mis dientes, y enmudezco la radio, y cierro el gesto. Porque tú ya estás muerta; porque hace largos meses que estás muerta y aún es posible el grito enfebrecido. Oigo tu voz carnal, y me pregunto qué pasa aquí. Si acaso es esto un nuevo pecado, o un castigo.

Pronuncio amor Vengo de no saber de dónde vengo para decir amor, sencillamente. Para pensar amor, sobre la frente sostengo qué sé yo lo que sostengo.

Para no detener lo que detengo siembro en surcos y versos mi simiente. Para poder subir, contra corriente, tengo sujeto aquí, no sé qué tengo. Venir es un recuerdo, si se llega. Pensar es una huida, si se toca. Sembrar es una historia, si se siega.

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Sólo acierta en amor quien se equivoca y entrega mucho más de lo que entrega. Después, toda esperanza será poca.

Recacha Aquí estaba, sentada en la recacha, así de así, encogida, acurrucada al sol la abuela. Esto era amor. Aquello. Un tiempo de negro y de ¡Señor, lo que se inventa! ponía en derredor de su pequeño mojoncito huesudo nuevos rostros mocosos, y otra arruga, eterno mosquerío, y más sumida la desdentada boca, tiestos con geranios, y no recuerdo nada !esta cabeza! Una como ternura caldeaba el acoso de las lajas. Mano seca en las cejas protegiendo del sol, gracia divina, los ojos derretidos. Vencido estar, joroba, a punto casi de un crujido y ya está. Dios la reciba. Aquí el mosquero, largos papeles de colores; aquí la zafa, el pie no se mejora, agua de sal, la panza de la jofaina desconchada. Esto era también amor, digo, miseria; amor, digo, violencia. No lo supo. ¡Qué tiempos! La jarapa alpujarreña en las rodillas, negro pañolón, ay el luto descolorido, negro refajo, en Cuba mismo lo enterraron.

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Y más. Ochenta y tantos años milenios en la costra yunque de esta tierra, forjando para qué su cansada reciedumbre. Y una ignorancia añeja que le tapaba el hambre con sudados escapularios; que agostaba en brote, lo ha dispuesto el Señor, la rebeldía. Aquí la abuela niña, y un suspiro, zurciendo eternamente, remendando, y otro suspiro, cocinando, y otro, los despojos, pasando las cuentas del rosario. Esto era también amor. Y era desprecio. Somos pobres. Y abandono. Ya de tarde, lo lejos se tensaba con un duro rasgueo de cómplices guitarras. Lo recuerdo.

Ser un instante La certidumbre llega como un deslumbramiento. Se existe por instantes de luz. O de tiniebla. Lo demás son las horas, los telones de fondo, el gris para el contraste. Lo demás es la nada.

Es un momento. El cuerpo se deshabita y deja de ser la transparencia con que se ve a sí mismo. Se incorpora a las cosas; se hace materia ajena y podemos sentirlo desde un lugar remoto.

Yo recuerdo un instante en que París caía sobre mí con el peso de una estrella apagada. Recuerdo aquella lluvia total. París es triste. Todo lo bello es triste mientras exista el tiempo.

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Vivir es detenerse con el pie levantado, es perder un peldaño, es ganar un segundo. Cuando se mira un río pasar, no se ve el agua. Vivir es ver el agua; detener su relieve.

Mi vagar se acodaba sobre el pretil de hierro del Pont des Arts. De súbito, centelleó la vida. Sobre el Sena llovía y el agua, acribillada, se hizo piedra, ceniza de endurecida lava.

Nada altera su orden. Es tan sólo un latido del ser que, por sorpresa, llega a ser perceptible. Y se siente por dentro lo compacto del hierro, y somos la mirada misma que nos traspasa.

La lucidez elige momentos imprevistos. Como cuando en la sala de proyección, un fallo interrumpe la acción, deja una foto fija. Al pronto el ritmo sigue. Y sigue el hundimiento.

La pesada silueta de Louvre no se cuadraba en el espacio. Estaba instalada en alguna parte de mí, era un trozo de esa total conciencia que hendía con su rayo la certeza absoluta.

Ser un instante. Verse inmerso entre otras cosas que son. Después no hay nada. Después el universo prosigue en el vacío su muerte giratoria. Pero por un momento se detiene, viviendo.

Recuerdo que llovía sobre París. Los árboles también eran eternos a la orilla. Al segundo, las aguas reanudaron su curso y yo, de nuevo, las miraba sin verlas, perderse bajo el puente.

Signos en el polvo Como el dedo que pasa sobre la superficie polvorienta del mueble abandonado y deja un surco brillante que acentúa la tristeza de lo que ya está al margen de la vida, de lo que sigue vivo y ya no puede participar de nuevo, ni aun con esa

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pasiva y tan sencilla manera de estar limpio allí, dispuesto a servir para algo; como el dedo que traza un vago signo, ajeno a todo significado, sólo llevado por la inercia del impulso gratuito y que deja constancia así en el polvo de un inútil acto de voluntad, así, con esa dejadez, inconsciencia casi, siento que alguien me pasa por la vida, alguien que, mientras piensa en otra cosa, traza conmigo un surco, se entretiene en dibujar un signo incomprensible que el tiempo borrará calladamente, que recuperará de nuevo el polvo aún antes de que pueda interpretarse su cifrado sentido, si es que tuvo sentido, si es que tuvo razón de ser tan pasajera huella.

Tengo marcado un nombre... Tengo marcado un nombre no sé por quién, ni dónde. Tengo un número como deben tenerlo las plantas y los pájaros. Me llaman y respondo. Me vuelven a llamar desde una cima, debajo de una roca, en un bosque desierto. Me vuelvan a llamar desde una iglesia, desde una sobremesa familiar, desde un amigo. Me vuelven a llamar desde una tumba.

Sé que pude ser ciervo, o pude ser encina, o no pasar de tierra.

Para decir: ya voy, tengo una voz concreta que no me sé escuchar porque no es mía. Parte de mí y se esconde, aunque presiento que después de todo he de volver a verla.

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Es fácil responder, A veces solo basta mirar o ser mirado o sentirse sabido de memoria. Puede ser suficiente abrir los ojos, extender los brazos y decir: aquí estoy.

Contestar es vivir. Basta gritar: ¡alerta! La muerte debe ser la primera llamada incontestable.

Un día, con el alba, volvía solitario... Un día, con el alba, volvía solitario de mis cosas de hombre. Pudo ser hace tiempo. La claridad nacía del fondo de las calles como la pena nace del fondo de una copa.

Siempre se vuelve solo. No sé por qué las calles parecen tan vacías cuando el amor termina. A través de las puertas cerradas, se sentía vagar los esposos por la humedad del sueño.

Nunca pude entenderlo. Nos subimos a un cuerpo como se sube un niño a la rama más alta. De pronto, bajo el cielo, el cuerpo, que era todo, se nos va consumiendo debajo del abrazo.

De pronto comprobamos que nos falla la tierra, que por algún resquicio la vida se derrama. La plenitud redonda que llegó por el tacto, por ese mismo tacto regresa y se disipa.

Por campos y tejadas resbalaban los cinco. Muy cerca, un jazminero debía estar despierto. Yo volvía cansado, como vuelven los hombres que han donado su parte para el dolor del mundo.

La desnudez de un brazo. Un cuello interminable. Dos piernas que se alejan buscando una salida. Una cintura firme donde apoyar las manos como cuando se vuelca el peso en el arado.

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Nunca pude entenderlo. Las miradas se enfrentan como vueltos espejos que en si mismos acaban. Delante de los ojos hay láminas opacas tras las que cada amante disfraza su egoísmo.

Ella estuvo muy cerca, aquella vez, de darme algo que con el tiempo tal vez fuera un recuerdo. Desde aquí la contemplo, pero no tiene rostro. No sería más triste se no hubiera existido.

Nos tiramos a un cuerpo como al mar, y aprendemos que el amor, como el agua, no opone resistencia. Bien poco es lo que queda después, si la ternura no inventa sus razones para seguir viviendo.

Penetramos espacios que no nos pertenecen. La carne, como el humo, se aleja si se toca. Hoy ya no me pregunto la razón, y me entrego, y acepto, y disimulo; pero sé que es chantaje.

Aquel día empezaba como todos los días; porque todos los días empiezan y no acaban. el alba suavizaba los últimos aleros y la luz preparaba su primer estallido.

Siempre se vuelve solo del amor. Como entonces. Porque el hombre limita con su piel, y los sueños sólo cuentan, no siempre, cuando un pecho, entrevisto, nos revela de pronto nuestra gran desventura.

Anclado en mi tristeza de profeta Anclado en mi tristeza de profeta sé cuánto ha de valer lo que hoy recibo; cuánto valdrá después esto que vivo sujeto a este después que me sujeta. Mi plenitud en ti quedó incompleta y espera un no sé qué definitivo. Mientras, cerca de ti, escribo y escribo, poeta al fin, en tiempo de poeta.

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Sé cuánto ha de valer; eso es lo triste. Valdrá más que lo mucho que poseo el recordar lo mucho que me diste. Profetizado don, con que falseo esta presente gracia que me asiste y esa futura gracia que preveo.

Dos canciones granadinas I ¡Si yo alcanzara la aldaba para llamar a las puertas del alba! Con el alba, partida por muros y cipreses, tu voz de valle umbrío que me llama desde el agua. En las rojas colinas donde el cristal se mece, tu cintura que ondea y se me escapa como el agua. Por la ciudad, que gira sobre un gozne de nieve, toda tu soledad, que es mía, y se descalza por el agua. ¡Si yo alcanzara a la aldaba que abre las puertas del agua de Granada!

II

La claridad de aquel día llevaba una sombra dentro.

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Encaramado en la tapia, un resol, ya de otro tiempo, y, calle abajo, rodando como a golpes, tu recuerdo. ¡Ay, que lo poco que tuve es lo único que tengo! La eternidad de aquel día llevaba una muerte dentro.

Los esposos Dame la mano; el cuerpo. Necesito cruzar la calle. Dame un tímido relámpago de detrás de tus ojos, algo que me sustente, una palabra, un hijo para cruzar la calle. Dame un brazo para correr. Ponte delante, así, de cara a mí, que yo me vea cerca reflejado. Y la mano también. Dame la mano, el cuello joven, el espejo, el cansancio de ayer, el tiempo, sí, dame el tiempo que te consuma, el peso que hace posible tu llegada. Quiero cruzar la calle. Dame tu soledad, o más, la comisura de tus labios, la piel de un muslo, algo con que cubrirme. El gesto que derrumba un deseo, algo sólido, arañable, exterior, algo de ti que arrope mi despegue. Que no tengo más ancla, que no tengo más posible contacto, que no tengo más vertedero, o playa, o límite si quieres. Dame el silencio, o lo que sea. Dame algo que me acompañe. Que está ya cerca el viento, que ya viene por el árbol de al lado, y necesito cruzar la calle.

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Un gesto para el quinto aniversario de tu muerte He venido hasta aquí, por ver si el polvo de lo que tanto amé, por ver si esto que queda, que no es nada, de lo que tanto amé, por ver si la corpórea cercanía de un deshecho perfil amable, ay, tantas veces descrito por los besos, de unos huesos o, acaso, de un vestido que yo oprimía junto con tu brazo, por ver si la certeza renovada de este silencio en torno, puede ponerle playas a mi dolor, puede aún levantarse como rocoso límite concreto en donde rompa mi dolor. Aquí, donde la nada se amontona y el jaramago crece en los vacíos que dejó el pensamiento. Aquí, donde los muertos, ordenados, como puestos para secar y siempre inútilmente cerca como las cosas entre sí, no tienen tiempo ya para hacer, tampoco para dejar de hacer aquello que podría ser comunicación, amor acaso. Aquí, donde hasta el viento se arrincona, después que el bieldo separó del grano esto que sólo es paja, aún menos que el polvillo de la paja. Aquí, donde se asoma la otra mano de Dios, la que sostiene la esponja que nos borra, donde la sombra sube resumida en ciprés, pues de otro modo no cabría en los cielos, ni en los hombres. He venido hasta aquí, porque es domingo y las calles con sol y las placetas

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se llenan de muchachas recién lavadas, blancas, y no puedo con tanta vida, hoy que te recuerdo. He venido porque los niños crecen y crece el matorral y la luz crece y lo bueno y lo malo crece, y todo se expande y gira en torno de este punto de dolorosa calma detenida. He venido hasta aquí, sin más motivo que el que tuviera de asomarme a un pozo tan sólo porque es hondo o el de sentarme quedo junto al mar porque es el mar. Y ahora me pregunto si al cabo de este llanto, si al cabo del dolor, no habrá un poquito de tierra nada más, de alguna imperceptible materia tuya, que traspase el mármol para tocar mi piel, para rozarme levemente el cabello. Porque nunca he querido entender el amor sin una forma de tacto. No he podido renegar de este cuerpo que me diste. He venido sin flores y sin luto. He venido a fumarme este cigarro delante de tu muerte; solamente un cigarro, por aquello que fue una gran borrasca de ternura.

Amor, acaso nada (Fragmento)

Si tú desembocaras, si tú, un día, incontenible y mansa, desembocaras en mis ojos, estos que tan mal me defienden, y anegases hasta el reducto último desde el que intento en vano remontarte...

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Si tú te desbordaras, si ascendieras desde mis pies, medrosa, sutilmente, como un aroma sumergido, como un humo que creciese por el suelo del otro lado del espejo, hasta empañar la eternidad... Si tú te adelantaras, si tú fueras, si, como fuera, fueras hasta el borde de mis palabras y, volviendo un poco la razón, te atrevieras a asomarte sin vértigo a la tierra... Si tú, mi atardecida ya, mi acaso boreal certidumbre de que paso muy cerca del amor, te desprendieras de tu suavísima envoltura y dieses sentido a mi reclamo... Su tú, desierta, solitaria, huída, apaisada ante mí como la bruma baja que pugna en vano silenciosa por desasirse de los árboles, ¡ah!, si tú, extendida bajo mi voz, dejases que te lloviesen mis palabras, una por una, hasta cubrir despacio tu inmensidad, si dieras cabida a mi tristeza... Si tú, mi astral llamada, inaccesible dentro de la constelación de tu belleza, no midieses en años luz el vasto espacio que nos une; si tú, que sabes que mi luz no es propia, detuvieses tu curso unos instantes, una vida tan sólo, el tiempo que yo tardo en reflejarte... Si alguna vez tú, etérea, cegada por la luz que te proyecto, te acercaras a la distancia justa que permite al calor comunicarse; si me tendieras ese puente, o esa tan frágil pasarela que te une con lo demás del mundo; si pudieras, si tú supieras, ¡ay!, si quisieras, con un sencillo soplo dar justificación a este derroche de voz; si, de algún modo, tú, equidistante siempre de las muchas puertas del sentimiento, te quedases por una vez inmóvil, en el centro

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mismo de mis palabras...

Cada mañana Cada mañana el mismo asombro, siempre nuevo: el ver lo natural que es para ti tu cuerpo. Consabidas minucias del rito del aseo, que imperceptiblemente elevas al misterio. Desde mis ajimeces vigilo tus linderos: revuelas como un ángel sobre tus mismos pechos. Tu humedad se disputan la juncia y el espliego. ¡Ay, frescura de aljibe y calor de sesteo!. En mis blandas murallas aprisionado, veo el hábito sencillo que tienes de tu cuerpo. Resuelves la materia en puro movimiento; cada escorzo insinúa un ritmo en el espejo. El repetido aire que modela tus gestos, es en ti cristalino pero en mí es espeso. De tu cuello desnudo nace un hondo venero; de tus brazos en alto,

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la mimbre de tu pelo. Al alba, cuando mido tu distancia, no entiendo la natural costumbre que es para ti tu cuerpo.

Habrá una danza Como la nada repetida, copia de sí, que no origina un ámbito y, sin embargo, es inmanente en medio de dos inabarcables espejos enfrentados, habrá un estar no definido, un verse incorpóreo, sin lindes, sin distancias, habrá una danza en medio de la ausencia, en una inmensidad a la que acudan, en la que se acumulen, superpuestas en su penetrabilidad, las formas todas del ser, habrá un opaco y vasto deslumbramiento, habrá una no visible revelación, como si múltiples ideas aflorasen a un tiempo, diluidas cada una en las otras, pero siendo ellas mismas. Estado en lo que fue materia que, por sutilidad, es traspasada o que traspasa. Inexistencia al fin del espacio, derrota de su límite. Ubicuidad de cuerpos y conciencias. Habrá una danza en torno de sí misma. Será como una música cayendo sobre un lago, que no se expande en ondas concéntricas pues sólo existe el eje sin confín, sin dimensiones. Será una ceremonia. El testimonio de la total liberación. Sin pista, sin salones, sin aire, sin presencia. Habrá una danza atemporal e inmóvil. Nunca empezó. Perenne, inagotable,

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la evolución inanimada, el falso girar -todo es el centro- irá mostrando las espaldas desnudas, los desmayados brazos enlazando duras cinturas de alabastro, torsos momificados en la esencia, orquídeas sobre los pechos sin latido, piernas clavadas en el brillo del marmóreo no estar, invariables posturas traspasadas por una sola nota permanente de trompeta, de saxo, un solo golpe interminable de tambor, un tenso, estrangulado espasmo en cualquier síncopa de lo que habrá de ser el ritmo fuera del tiempo. Las figuras sin edad, los gentiles cuerpos innatos, el cristal, las orlas de flores por los palcos de la nada. Simultáneas imágenes de lo que pudo ser, de lo que, siendo un instante, será, inmutable, fijo. Estáticos escorzos estampados; inertes languideces; estables actitudes de complacencia, de terror, de éxtasis, de plenitud, de pasmo, de alborozo. Bullicio inmóvil. Acto sin transcurso. Proseguirá la danza, sin espacio, sin tiempo, suspendida sobre el vértice de la inmovilidad, viva y exánime.

Donde sonó una risa Donde sonó una risa, en el recinto del aire, en los pasillos transparentes del aire donde, un día sonó una risa azul, tal vez dorada, queda por siempre un hueco, un lienzo triste, un muro acribillado, un arco roto, algo como el desgaire de una mano

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cansada, como un trozo de madera podrida en una playa. Donde saltó la vida y luego nada y el corazón, de un golpe, echó a rodar, y luego nada, queda una cama deshecha, un cuarto clausurado, un portón viejo en el vacío, algo como un andén cubierto por la arena; queda por siempre el hueco que deja un estampido por el bosque. De bruces, husmeando, rastreando unas huellas, tirando del hilo de un perfume, penetra el corazón por galerías que un latido de sangre subterránea horadó alguna vez y allí quedaron. Y que allí permanecen con su húmeda oscuridad de tigres en acecho. Penetra el corazón a tientas, llama y su misma llamada lo sepulta. Donde sonó una risa, una vidriera, una delgada lámina de espacio estalló lentamente. Y no es posible poner de nuevo en orden tanta ruina. Un nuevo aliento merodea. Llegan otros sonidos hasta el borde y piden su momento para existir. Afluyen nuevas formas de vida que al final toman cuerpo y se acomodan. Pero el tiempo ya es otro y el espacio ya es otro y no es posible revivir lo que el tiempo desordena. En la cresta del agua o de la espuma donde una risa naufragó, ya nada podrá buscar, hundirse, hallar los restos, nadie podrá decir: éste es el sitio. El mar no tiene sitios y sus cimas son instantes de brillo y se disuelven. Pero quedan los huecos, queda el tiempo. El tiempo es un conjunto

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de irrellenables huecos sucesivos. Donde sonó una risa queda un hueco, un coágulo de nada, una lejana polvareda que fue, que ya no está, pero que sigue hablando, diciendo al alma que, en alguna parte, algo cruzó al galope y se ha perdido.

Algo sucede Voy solo entre el desorden del gentío. De Pronto otro calor me roza. Es un instante. Pasa a estribor de mi turbio no pensar la rotunda certidumbre del cuerpo de una mujer, con todas sus velas desplegadas. Y prosigue. Y se aleja. Y se disuelve al fin. Y nada cambia. Sólo, acaso, que en otra dimensión, en el otro lado del mundo, algo como un alto edificio, o un nubarrón, o un monte de cristal, cruje y salta hecho pedazos. Nada ha sucedido, pero algo sucede. Cicatriza una estela, tal vez, y la distancia, que es nada, sigue alzando sus diques invisibles sobre el vaivén de un tiempo que mece entre sus algas miles de peces muertos. Y nada se conmueve. Y sigue siendo injusto el azul de la tarde. Una larga caída de cabellos, que el hombro, rotundamente terso, divide, se me cruza por el cansancio, de improviso, y tira como con garfios de mi olfato. Y nada sucede, es cierto, pero algo sucede. Todo sigue en su lugar exacto, pero ya no es exacto. Tal vez en los remotos mares del norte, un barco ballenero, partido en dos, se hunde en este instante

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rodeado de témpanos y espumas congeladas. Pero nada se mueve. Sigue el sol en su sitio. Y una garganta pasa, y unos ojos perdidos que no me ven y siguen avanzando despacio hacia los pozos ciegos en que el olvido entierra sus restos. Unos ojos donde el agua no alcanza el nivel que los haga flotar en lo consciente. Es tan sólo un momento, pero basta. Y no puedo explicarlo, no puedo. Intento, al menos, fijarlos a mis muelles; y saltan las amarras. El espacio es el mismo, pero ya no es el mismo. Y algo sucede al fondo del universo: un astro que pierde su equilibrio, un niño que no nace, un bosque que se quema, un giro, en ese instante, del curso de la historia. Pasa a mi lado un pecho, una cintura, acaso un pensamiento, el germen de un posible contacto que me briza y se pierde, que estuvo cerca y luego se pierde para siempre. Y nada más. El aire de nuevo perfila los contornos. Los límites afirman sus aristas, parcelan medidas y lugares y tiempo. Pero algo sucede. No sé dónde, ni cómo, algo inmenso sucede que queda, en algún sitio, escrito en caracteres perennes e ilegibles.

Lienzo Un espejismo cadañal revuelve por San Miguel, septiembre, los oscuros camaranchones memoriales, hurga en polvorientas arcas y deslía un siempre mismo resto de lienzo atemporal, con infantiles bordados, y lo orea en el alféizar, mientras

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nadie sabe qué campanil anuncia un día, cuenta atrás, que reamanece en el igual entonces detenido. Mismo celaje albricia torres, cuestas albaicineras, rejas, azoteas en cal, mismo relumbre cristal por miradores nidales, mismo asombro mudéjar, tejadillos, jaramagos por las veletas, amarillos verdes sobre el azófar de los canalones. Qué de tiempo es aquél, es éste, ido, presente y por durar; qué jardinera la estadía fontal de aquellas estas reconocibles horas, la glorieta enredada en rosal, allí la orza de la sangría, amor, roces furtivos, el velador de mármol, el aroma del alhelí, el jacinto, el jazmín trepador, la yerbaluisa, muros de madreselva, allí la mano, el laurel, la albahaca, y un fondo de pilares que refrescan la tarde a chorro lento. Memoria por llegar, deslimitado recuerdo sin ayer, todo presente en un olor pelusa de membrillo maduro hasta la plaza del Campillo, almecinas, amontonadas nueces, arrugada rojez de la azofaifa, majoletas, agridulzor de la acerola, harija y sal en los jayuyos. Todo ahora ese ayer que, de aquí mismo sentido, desenfunda su piano de teclas marfileñas y, a punta de resonancias, ay, nos acorrala contra el azor de un día que no cuenta. Casas adentro, el alcanfor defiende baúles y alacenas; un aire aquél, penumbra de entornados

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postigos, calidece los cordiales encuentros: el armario de cuarterones de la alcoba, el viejo aparador, vajillas, porcelanas, redescubre moroso el todavía brillo en los floreros, la consola, el azogue quebrantado en el dime del espejo, los tapetes de encaje, el cofrecillo, el qué alegría verte, los minutos como claveteando el raso de mullidos acericos, la tarde desleída por un cerco de ovalados retratos en sepia, la merienda con olores de la cocina, sudorosos cántaros, pulidos almireces; y los dulces de las monjas, y el té con yerbabuena... Un eviterno día de septiembre.

Adarga Penetra el mundo por la piel. Se adhiere lo circundante, aprieta como un rugiente zumo mineral, como un aire torbellino de disueltos paisajes por la piel, un adobo, una sustancia de melaza y salitre y de partículas frutales y de savia, también hedor, penetra, y légamo, comprime y remodela. Atrio es la piel, prolongación del caos hacia dentro; y de lo hermoso. Adarga penetrable. ¿Qué música, qué realidad inexistente llama con sus nudillos, lanza sus escalas? ¿Qué espuma de un ajeno supuesto se remansa en cada arruga dársena? ¿Qué brillo?.

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Poro por poro, pozos artesianos, busca la luz del exterior caudales transcorpóreos, venas que acrecentar. Afluyen pulsaciones, sonidos de otro allá que el vello absorbe. Fusión a su través anonadado. Desleimiento en el todo del origen. Inhumana es la piel. Niega, rechaza el más acá del tacto. Desarraiga la posesión. A lo tan solo esconde algún pliegue perdido, que aún conserva la cicatriz de un beso; o un espacio por otra piel rozado, donde abiertas heridas parpadean.

Desguace Te me deshaces en el beso, amiga. A lo largo del beso van arando tu piel ¡qué de otro tiempo! las arrugas. Te amo. Se licúan tus pómulos; se sume, se desdenta tu boca y yo te amo. Te me disuelves en el beso, amiga, te me desnaces, ay, bajo este cuerpo que cubre tu erosión. Te me destrenzas. Tu lagunal mirada verdinegra que otro estiaje resquebraja y otro ... dime si aún me ves ... tu voz gimiendo que un zumbido o recuerdo lobreguece ... tu saética lengua acibarante ... la sed ya no precede ... tu cabeza

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por mi hombro, tu redondez, tu espacio antes tempero, tanto todo y demás que queda en, mira, un casi sequedal, sino esa lágrima rezumada de zubias interiores ... Un hasta luego ¿cuándo? en cada instante que enmohece el latido; una maraña de destejidos roces; un tan otro aquel impulso y ¿cuánto es lo que queda?; un reloj que quebraza los muros del deseo, que corroe la dádiva, que enrancia los agraces; un humedal que empapa los desechos. Te me deshojas dentro del abrazo. Te me lenteces bajo el pulso, amiga, ¿por qué no madre ya, de tan cobijo? ¿por qué no hermana en tanto trasvase sangre a sangre?. Te me amainas, te me remansas en el beso. Cuerpo de grutas y de espuma, rocas húmedas que la marea abandonó, ensenadas con naufragios y mástiles retorcidos y quillas donde la herrumbre pone sus huevos amarillos... Tu prestancia abatida, tu tronchada blancura cervical; tus senos cántaro ¡tan rotundo el ayer! altivos trojes de caricias aquellas que se enconaron, ay, tu quiebro airoso, tu macerado vientre, así fecundo, decadente añojal hasta el menguado alcacel de tu vello. Te me deslizas a la muerte. Palpo tus lugares vacíos, tus siniestras oquedades, la nada en donde estuvo tu hermosura. Te amo. Cobertizo que el tiempo zarandea. Almáciga que asola la riada. Roqueda que el verdín melancoliza. Te me desguazas en el beso, amiga;

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a lo largo del beso te me pierdes, te me deslíes, ay, te me regresas a la tierra, que absorbe, que recupera así su amargo zumo.

Piedra- libre Por el jardín agazapados, cada uno en su puesto y solos, niños a "piedra-libre", tras un seto, tras una adelfa, hombres a idea y a palabra libre, ocultos en lo oscuro, detrás de un nombre, cerca y dispersos, detrás de cada oficio, y el que se queda, escudriñando, ¡visto! desde su privilegio, desde su luz mentida -ya ha contado hasta diez- desde el mando, poseyendo la valla, sus derechos, las vastedad de su dominio. Miro los arbustos, la sombra del escondite que me ampara, el alto murallón que me cerca. Miro el hueco por donde acechan los fusiles. Miro un claro entre dos sauces y un niño ¡visto! que se cruza y sale cabizbajo y mohíno hacia la luz. Miro mi propia sombra que puede delatarme; salto quedo de un rosal a una yuca, de un silencio a una coartada. Reptan, se acercan ¡visto! van cayendo algunos; el foco barre la memoria, dejan el resguardo de la mimosa, pasos hasta la adelfa, gateando, hurtan los barrotes, el miedo, se guarecen tras de la alheña ¡visto!, aquél resiste la tortura. Tumbado sobre el césped espero y miro, avanzo con los codos, ¡ahora!, me incorporo,

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me juego el juego ¡visto!, ya no hay tiempo, corro entre los disparos, atravieso el clamoreo, saltos de alegría infantil, de un quiebro evito la última redada, el árbol último, salvo la valla y grito, casi lloro: ¡piedra libre para mí, y para todos mis compañeros!

Moho Huele en algunas casas a oscuridad acumulada, a moho hereditario. Pasas el dintel, las torcidas jambas y huele, y es de pronto, y cruzas por el zaguán y huele como si cada muerto aún familiar hubiese, al irse, tan derecho, hubiese ido dejando alguna cosa caer marchita, o gotas de lividez, o líquidos horrendos, hubiese con su labio cerúleo y su algodón en la nariz, hubiese como ido soplando en las paredes, impregnando de muerte suya corporal baldosas y peldaños y zócalos, y fuese su olor como una mancha que te asalta desde la externa claridad del aire. Subes las escaleras de algunas casas y te sale al paso en el rellano el denso olor a todo lo que un día estuvo vivo allí, estuviste vivo en otra alguna vez, y pende ahora, desgaste y desmemoria, de retratos orlados con muchachas ajadas, de tiestos desportillados, flecos de mantones en la pared, el saloncito, el mármol de la consola, pende

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deshilachado en colchas de ganchillo, en plumíferas almohadas, alcobas y humedad, resquebrajado aguamanil, jofaina rinconera. No huele a tierra húmeda ni a estiércol saludable y honrado -diluirse para más vida y vuelta- no; no hay ciclo que justifique la largueza. Huele a ya no queda calle que respirar, a broza de bodonal; y miras el pasillo apenumbrado y puertas entornadas y huele a se acabó, por esta y para siempre vez se acabó, y el golpe es desde dentro. No más. La vida aquí, en algunas casas, se encharcó, cuchitriles de nonatas hazañas, y ahora huele -te estás oliendo tú- como enranciada y pasas y te pide su preterida libertad, oliendo a lo que es, a nada fermentada, a desprecio, a ya no queda aquí ni para el gasto de ir muriendo.

(Hubo un estado umbroso en el que el velo..) Hubo un estado umbroso en el que el velo original, la gran placenta tibia del acomodamiento, interponía su protección dudosa de regazo insuficiente ¡ay! pero tan cálido, entre un flujo interior que se nutría a sí mismo con algo que era nada, tal vez, hermosamente, y un espacio desnudo, ajeno, siempre a la intemperie, donde, al menos, era o parecía ser posible el salto, el viaje, la fuga, la caída en la neblina o vaho

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o exterior humedad que, succionando en nuestro jugo, aparecía como continuación, ya no corpórea, pero más nuestra, de ese largo desconsuelo del que formamos parte, del que somos continuación, o término, o pináculo. Era salir, naciendo, de un amoroso vientre que empezaba a interponer sus rejas; era ajarse del tronco monolítico, dejarse atrás, como quien se despega del alquitrán caliente, la mirada maternal, despegarse la piel para que el aire endureciese la herida. Y ese era el precio de la hombría, todo eso valía un paso, un paso más tan sólo, pero era tanto, en el deslumbramiento o plenitud, muerte tal vez lograda irremediablemente que, prevista entonces en su gloria, no dejaba ver el reverso que al final se impone. Mas ya no es hora de paliar el duro enfrentamiento; sobra la blandura, la almohada acomodada bajo la duda o el presentimiento. Estamos frente al muro y no hay salida. (1969) Fragmento de Vasto poema de la resistencia.

Madrigal para tu cuello interminable Ese cuello oferente, alta tersura en el trasluz, que el peso morado y cobre de la tarde abate tan despaciosamente, rizados aires y mechón travieso; ese temor que late en el lugar exacto para el beso -dulce pulpa y neblina- que empieza junto al hombro y no termina...

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Madrigal para tu voz desmantelada Tu voz como un rescoldo donde el amor crepita; como el cable tensado que sostiene un derrumbe. En tu voz hay lejanas algaidas con aullidos, hondos desfiladeros por donde el tiempo huye. Por tu voz cruzan barcos de esclavos y truhanes, acordeones viejos que resoplan gimiendo. Tu voz como agua dura cuando el amor se crece, como un golpe de mar que pasa entre las rocas. En tu voz hay pantanos de grama corrompida, praderas con extensas plantaciones de sombra. Por tu voz pasan lentos tangos de ritmo oscuro, trompetas donde el aire se adelgaza llorando. Tu voz desmantelada cuando el amor jadea. Voz de naufragio y musgo, dulce voz de desastre.

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Madrigal de la luz irreverente Ese tiemblo en reposo que desata en tu piel la marejada del deseo; ese poso de languidez que despereza el roce sutil, apenas nada, de mi piel esponjada para el goce; esa luz tamizada que cruza irreverente por tu vello encendido y transparente...

Tardes con Blas A Blas de Otero Año cincuenta y cinco. Blas pedía la paz y la palabra. Yo, mochila de recluta, decían, paseaba mis veinte años, todo por la patria, mis armas de poeta, banderas, verso en ristre, mis botas, mis primeros poemas, y el porqué, y el chiquiteo, Algorta, paseaba mi juventud, las Cortes, las mujeres, por la humedad del bocho, y largas tardes de amistad, el cuarto de Blas era pequeño, Alameda Recalde ¿lo recuerdas?. Y a la lluvia salíamos, y al filo de la ría, también Javier, hablábais, yo comedido, y Blas un día, viendo mis papeles, el título, no sé, debes cambiarlo, y decidimos "Antes de la esperanza". Fue el primero de mis libros.

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Tenía Blas, tiene la palabra parca, suave, habla rozando los sentidos. Los ojos como de vuelta del cansancio. Tensa la barbilla y el pelo como quien ve el misterio, así, de pronto. Quince años después, y muchas cartas, y una mañana de Madrid, el pelo es blanco ya y es blanca la palabra, pero la voz tan dura como en la claridad de aquel entonces. Veinte años y cada vez más alta la voz, y España enmedio, y enmedio la verdad y Blas diciendo por el pecho entreabierto y Blas ¡qué ahogo tanto bregar! y Blas y no es posible la paz sin libertad y sin justicia. Hoy recuerdo la lluvia de Bilbao, mis afanes ¿de qué?. Y lo que debo a un hombre paseando ¡tantas tardes!, chapela y gabardina, por la ría.

Vieja fotografía en sepia Estaba allí el instante aquél; no era glorioso, no; tenía, acaso, el aura humilde de haber sido elegido al azar. Al cabo ¿qué mejor elección? Ella, la dulce muchacha endomingada, nos miraba desde detrás del tiempo, sorprendida de haber quedado así, como iniciando un gesto, no sabía muy bien por qué. Un gesto

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que, en otra dimensión, siguió su curso natural, escapando del milagro de aquel instante detenido. Estaba junto a un escaparate y los cristales desdoblaban la calle, que se iba por el reflejo. Dentro, suspendidos en el ayer, esbeltos floreros, porcelanas tiernísimas y un viejo reloj eternizando la hora exacta del olvido. A la izquierda llovía dentro de la foto; sola se perdía la calle y los cerrados balcones y los árboles borrándose entre la niebla clara. Al fondo, se entreabrían las puertas del otoño. Estaba allí el instante, desvaído pero altivo y tenaz en una lucha ya decidida. Vieja fotografía en sepia, apuntalando lo que queda de luz, lo que no queda, cuando el tiempo, muchacha endomingada, vuelve la esquina, apenas penumbra ya, y nos mira desvalido. Y nos sigue mirando, mientras todo se desvanece.

De la materia de los taxis De nuevo te esperé en el desconsuelo de la esquina. Por el bullicio oscuro iban, venían rojos autobuses, acharolados taxis que, ocupados, se detenían un segundo antes del desencanto. La farola daba entintado de comic a la espera.

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Los taxis están hechos con materia de soledad, de presurosos besos, de palabras sin terminar, de rápidos adioses, de cabezas que se vuelven como pidiendo auxilio. Cada taxi va tejiendo y tejiendo su capullo de seda por las calles, va encerrando su mariposa entre los hilos tensos de la ciudad que gime y que lo envuelve. ¿Por qué querer es esperar?. La lluvia tenaz parpadeaba en el cambiante neón de Piccadilly y los neumáticos por el asfalto húmedo sonaban como el desuello de una piel inmensa. Todo el desecho de la prisa iba acumulado en los asientos turbios de los taxis. Su tántalo destino era llegar para volver de nuevo. Los taxis se alimentan de colillas, de tersos portafolios, de monturas de gafas, de coronas funerarias, de perfumados guantes, de pañuelos inmundos, de paraguas olvidados. El horizonte de los taxis nace a espaldas de la luz, está poblado de sanatorios y consultas, linda con discos y semáforos, discurre por negocios y apremios y legajos. ¿A dónde va el amor cuando no acude a nuestra cita?. Una lenta hilera de gotas resbalaban por el borde de la farola anochecida. Un golpe de tos quebrada restalló muy cerca de mi bufanda. El viento me azuzaba los mastines del frío. Y otros taxis pasaban sin parar, como otras noches, como todas las noches de mi vida. Cuando al amanecer se quedan solos los taxis, se acarician la gastada tapicería, que conserva algunas viejas huellas de semen o de lágrimas.

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Las bóvedas del aire Como en nervudos arcos transparentes y altivos lo intangible manifestando su dureza, alzando la sólida estructura de su propia inexistencia perdurable; como la claridad de una vidriera, en torno, trenzando sus tupidas mallas inconsistentes y el silencio acolchando los huecos de esta otra forma de materia; como el universo, nuevo, renaciendo, volviendo a ser en otra dimensión no visible; como un fulgor translúcido en medio mismo de la nada, todo el vasto imperio de lo bello sube envuelto en alas y en susurros, sube, crece, se expande en albos corales, mudos cánticos de gloria, litúrgicos lamentos, sosteniendo las altas bóvedas del aire.

Otoño en llamas Como cada noviembre, las tristezas doradas del otoño llamean en los castaños. Sube de los barrancos hasta la nieve de los picos un confuso revuelo de amarillos y malvas y, entre las peñas, cuelgan los pueblos como blanca ropa tendida. Todo vuelve a la transparencia. El silencio aún no ha dicho su última palabra.

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La azada al hombro, un viejo de estopa y cuero baja bordeando bancales camino de Atalbeitar. En sus ojos azules no hay preguntas. Le queda la eternidad entera para que alguien le explique qué es esto de la vida. Como un zorzal tocado por el plomo furtivo, una hoja marchita desciende dando tumbos de lo alto del álamo.

Teoría del orden Ha recostado sin pudor la vaca sagrada su famélica osamenta sobre el asfalto de la concurrida avenida y, ajena a cualquier norma de urbanidad, asiste imperturbable al tumulto y al ruido que ocasiona su mayestática indolencia y sabe que ese es el orden porque desde siempre fue así dispuesto, como bien podría no haberlo sido así o como, sospecha, puede haber mundos en los que las vacas no se recuestan provocando atascos en la circulación y acaso piensa qué le vamos a hacer, mientras soporta en derredor el tráfico incesante de riskshaws y de motos y autobuses renqueantes y viejas bicicletas y en sus lánguidos ojos se reflejan las fachadas color de rosa, el salto de los monos que trepan por las sucias paredes, las basuras, los montones de frutas, tenderetes y portales de cachivaches, una turbamulta abigarrada y cabras por las altas azoteas y algún camello suelto y las bocinas y los gritos y ella tumbada allí, ejerciendo indiferente su potestad, rumiando en sus adentros que si esto es así y no de otro modo es porque, a no dudar, tendrá que serlo.

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Unos ojos, un relámpago Detrás de la levísima insinuación de un gesto que pudiera llegar a ser sonrisa, que compasiva, acaso dadivosa o sólo humanamente interpretado hubiera podido ser indicio de comprensión o de aquiescencia, al fondo y detrás de unos párpados que se entrecierran leves, confiriendo al semblante algo así como una falsa y a un tiempo tan verídica apariencia de reflexiva voluntad, por dentro y detrás de ese halo de impasible serenidad que puede ser el reflejo de algo tan impalpable como una idea, detrás de cada uno de esos visajes, máscaras, diversas formas de traducir un sentimiento o un deseo, hay unos ojos que escrutan, que vigilan, que están ahí, acerados, unos ojos, unas lentes de hielo perfectísimas que cumplen su misión de ver, ajenas a los sucesos de su entorno, como escondidas entre las bambalinas de un escenario donde se está representando la ternura, el odio o la lealtad, acaso el miedo, que ven y que transmiten las imágenes con la implacable y fría dureza de la máquina, unos ojos, un destello, un relámpago.

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Llegar hasta Isla Negra Por el boato de las viñas, entre la lujuria de los pámpanos, venidos desde las madres mismas del vino, van llegando hasta Isla Negra. Acalorados por la ubérrima planicie, entre la palta y el durazno y la manzana, desde la piel pelusa del damasco, van llegando hasta Isla Negra. Llegan cabalgando por los Andes nevados, por el filo de un verso que no se ha escrito nunca, por una inmensa cordillera de palabras enhiestas como volcanes y una voz o un viento duro que un mal día se quiebra de haber cantado tanto. Llegan frente a la mar, hasta una tumba de piedras y de cactus y de silvestres margaritas, en donde el capitán de las tormentas mayores espera a que el océano le devuelva sus cofres repletos de palabras naufragadas y hermosas. Por la otra cara del infinito, van llegando hasta Isla Negra. Vienen los que ya dieron su tributo y los que no tienen cosa alguna que dar; los que serán, el día que una ola los consagre, y los que ya no volverán a ser. Y todos traen, oferentes e iluminados, una migaja de lo que fueron. Vienen los caballeros de la coraza y del grito enarbolando pendones y palabras extrañas y los mapuches vienen también con su fiereza noble y sus títulos antiguos. Vienen los que saben que la tierra es redonda y los que no lo sabrán nunca. Vienen todos hasta esta catedral varada, hasta esta tumba en la mitad del sol. Se oyen rugir las caracolas de todos los mares y las sirenas de los barcos hundidos. Los australes vientos oceánicos agitan la melena despeinada de las mimbres y se derrama la olorosa savia de los eucaliptus

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y se doblegan los penachos de los álamos plateados y se agrupan las nubes, descendiendo dóciles desde los dominios de la araucaria. No hay lápida capaz de sostener el nombre de quien le puso nombre a los relámpagos. Desde el fundo acaudalado y la cabaña entre los pinos sola y los heredados manteles de fino hilo y las maderas nobles y las cristalerías con reflejos de oriente; desde la comuna populosa y dolida y el choclo humilde y el curanto y la paila marina y desde el pisco; por las cañadas del dolor y del júbilo y los recodos donde el miedo se esconde y por las rocas que se enfrentan al vacío, cada hombre es un paso hasta Isla Negra. Hasta esta soledad, hasta este asombro parado ante las bravas olas que regresan, donde una voz yacente multiplica su estruendo y su ternura y su aliento caudaloso, amortajada con los versos más bellos.

Cristales empañados Se fue, no tan despacio que no hubiera un desajuste tenue en la calima del asfalto, y su falda parecía más triste en el andar y hubo como una duda, o tal vez no, y la acera se fue estrechando al alejarse y, luego, pareció, quizás fuera su delgadez, sus hombros, que no iba, que volvía a la infancia, y en la calle apenas cabía el sol y mi mirada y una música urbana que, tan joven, surgió de un bar con soledad y miedo. ¿Te veías tú, acaso, dime, como

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si te pudieras ver, de espaldas, sola, pegada a la pared, andando, yéndote? Me fui. Recuerdo que el vacío aquél era ya parte de mí. Porque me estuve yendo todo el tiempo que, arriba, la buhardilla, cama deshecha, sábanas con restos de calor, vasos, deja ya de fumar, me estuve dejando ir en no querer ser pasto de ciudad, y las calles y el ruido estaba en mí y tus ojos, habla, ¿por qué te vas?, estaban alrededor de mí; ser pasto de ventanas cerradas, un quejido o una sirena a media noche, esquinas donde comprar la nada, el estallido de la nada, acompáñame, me estuve yendo de mí todo aquel tiempo tan hermoso. Se fue y era de noche en torno a su cintura y sus vaqueros gastados. La bufanda, con su historia ella también, entretejida, daba una vuelta a la tibia cadencia de su cuello y la seguía a través de la lluvia y algún perro y la insolente luz de los semáforos poniendo en orden el desierto y, lejos, la otra oscuridad, la que está hecha de violencia y portales y mugrientas escaleras. Me fui de tanta prisa por conocer, de tanto estar contigo, de tanta juventud, frío empañando los cristales, de tanto amor, la estufa, libros y discos en desorden, altas madrugadas del beso, tus preguntas, café para el cansancio, las paredes, tu pelo, el desconcierto de estar vivo. Toda esta vida me sostiene ahora. Todo este tiempo aquél que es lo que tengo, lo único que tengo. Tanto irse, tanto perder, tal desapego,

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tanta sinceridad, tan armoniosa desventura, tan sabio desvarío, tal desesperación, tanta belleza.

(Siempre llegamos a destiempo…) Siempre llegamos a destiempo. Cada llegada es un fracaso. Parte ya el tren y conseguimos subir en marcha. Todo en vano. Nos lleva, es cierto. Pero ya se ha ido. A través del cristal nos asomamos, pero la vida ya se ha ido; todo se ha ido inacabado. Estamos viendo, rostros, árboles, de otras personas y otros campos. Estamos contemplando una montaña que ya no es esta misma que miramos. Oímos voces, gritos, carcajadas que hace ya tiempo que sonaron. Difícilmente pretendemos hallar una respuesta por el tacto; y cuando al fin tocamos algo vivo ya no está allí lo que tocamos. Cada momento que nos lleva es un presente ya pasado. Nos lleva, es cierto. Pero ya se ha ido; se había ido al alcanzarlo.

(Luce el misterio…) Luce el misterio sus brocados en las amplias estancias vacías, en los que nunca hubo presencia alguna material -¿o, acaso, tal vez la hubo?-; en los salones donde aún resuena polvoriento el eco

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del clavecín abandonado, donde persiste el aire que recamadas faldas removieron, el grácil deslizarse de las cinturas entalladas, el parpadeo de los abanicos, el centelleo de las invisibles arañas. Como un hálito encendido, como una ausencia luminosa, como una inspiración, cruza el misterio por ámbitos que nunca han existido, por fastuosas salas que tal vez hayan existido, por largos corredores con espejos que es posible que existan detrás de cada puerta.

(Frente a mi estás…) Frente a mí estás. Invades, inauguras un ámbito, un espacio ya tuyo para siempre. Cada postura, cada gesto adquiere el temple de esa transparencia que en este instante te protege. Un espacio creado para ti, que no existía antes de tu llegada; superpuesto a anteriores presencias en el mismo lugar e impenetrable a posteriores invasiones. La tarde es una plaza con tilos y con pájaros y en este mismo banco de mármol desgastado se besaron antiguos amantes; pero ellos se llevaron su aire y es el tuyo, el nuestro, el que desplazan nuestros cuerpos, y nuestra dicha es la primera, y nuestro sitio es único.

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(Cuando te conocí…) Cuando te conocí el tiempo no había llegado todavía; el mundo no había llegado todavía; tu llanto no había llegado todavía. La luz no era aún la luz y era el despertar un tránsito de claridad a claridad y todo era una nada densa y envolvente unos momentos antes de la creación. Después, como un derrumbe, como un alud de realidad, como una ola de conciencia, vino la materia a campar por sus dominios. Y vino el tacto y la desesperanza. Hablo de cuando no existía el universo. Cuando te conocí tu cuerpo no había llegado todavía.

(Instantánea) La vida sigue andando al fondo de las fotografías. Sólo se detiene en el gesto de los protagonistas, en la luz oblicua de los primeros planos. Queda inmóvil esa mano que no acaba de completar el ademán y la forzada sonrisa y la mirada petrificada y vacua y algo huidiza, sabiéndose ya pasto de recuerdo. Y quedan muertos los objetos y el piano pierde su resonancia y la cortina y el reloj y los muebles abandonan

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sus deberes. Todo queda varado en esta orilla.

Pero si conseguimos adentrarnos por la ventana que ilumina la escena, caminando despacio, y ver de cerca el fondo irrelevante y algo desvaído de la fotografía, comprobaremos cómo, imperceptiblemente, el tiempo va cambiando y ya verdean los árboles y un pájaro se ha posado en la rama salediza y alguien ha abierto los postigos del balcón de la casa abandonada.

(Museo del aire)

Toma en sus manos el cincel y, solo, de poder a poder, se enfrenta con la piedra. Y la va desbastando, y mete en puntos una idea, da solidez a un pensamiento. Mas, a medida que perfila el rictus de los labios, el pliegue o la arruga del manto, va esculpiendo también el aire que rodea la naciente escultura, va modelando lo incorpóreo, el hueco reflejo de las mismas formas.

Esos huecos son los que busco, ese Moisés, esa Piedad, que andan vagando por no sé dónde y que quisiera poder un día contemplar. ¡Qué museo del aire! ¡Qué esplendente galería de estatuas

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magistrales, sin las imperfecciones de la materia, sólo el alma intangible, el espíritu de cada obra!

(Eternidad sucesiva) Crece el amanecer, mojado de oscuridad y lluvia. Cede una rama y su crujido pone en vilo el silencio. Los abetos y las hayas gotean una humedad brillante y, bosque adentro, va creciendo el rumor de las cascadas que caen sobre los lagos de Plitvice.

La eternidad de un lago se derrama en otra eternidad, que a su vez cae en otra y otra en una sucesión de transparencias verdes, represadas por viejos troncos abatidos. Es el sinfín de una belleza que a sí misma se sucede.

Entre cascadas y entre lagos, por el frescor sonoro que humedece las altas peñas, con un fondo de líquenes y algas, hay senderos umbríos, pasaderas, puentes mínimos que atraviesan la fronda. A veces, unos rayos desgajados de un más allá de luz, de un más arriba de cielo adivinado apenas, acuchillan el gozo de sentirse testigo y parte de esta suntuosa ceremonia de la naturaleza. La eternidad no es una. Cada lago se remansa en su propia y sucesiva eternidad verde azulada, bajo un revuelo de claridades, visos y reflejos dorados.

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Oración final

No tengo más que un gesto; ya lo has visto. Un gesto que no llega ni a postura. No me queda ya más de esta aventura que corro cuando pienso o cuando existo.

Alguna vez vendrás. Por eso insisto, seca mi terquedad, casi locura: sólo me queda un gesto, en esta oscura conciencia que aún confía en lo imprevisto.

Porque es cierta tu vuelta, me apresuro a decírtelo claro. Y es seguro que tú, como señor, no escuchas nada.

Cuando llegues, aquí estaré: impasible. Sólo me queda un gesto y es posible

que me lo rompas de una bofetada.

Después del baile

A mí buscadme siempre después del baile. Cuando el salón vacío aún conserva olor a carne perfumada, y gira el recuerdo de una cintura airosa sobre mesas y sillas en desorden. Cuando el último ritmo aún perdura, gratamente obsesivo, sin un cuerpo en que posarse.

A mí buscadme siempre

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El origen Yo sólo puedo hablar, amigos, cuando algo como una lluvia, desde dentro, pero también cayendo dentro, pone por mi manera de mirar, y pone por el cauce de entrada o de salida al exterior del sentimiento, un velo de agua, o luz, o niebla, o, yo diría, algo como una mano de agua, una mano lúcidamente opaca, que recoge suavemente las externas formas de ver, o de pensar, también las formas de ver, y las sitúa junto al mismo brocal a donde asoma de vez en cuando mi palabra. Entonces puedo decir: estoy lloviendo; yo estoy lloviendo, aquí. Esta es la hora

aquí, después del baile. Esta es la hora de los que no llegaron a la fiesta. Los enfundados, tristes, instrumentos de la orquesta componen, en gris sucio, el desolado dorso de la dicha. Sobre este suelo ya es basura el vuelo multicolor de los confeti, junto al cigarro a medias apagado. Vasos, botellas empezadas, restos de esperanza inservible. Entre este humo y soledad, aún queda la vacía oquedad en donde hubo una dura muchacha largamente abrazada. Dios inventó esta fiesta para darnos la dimensión exacta de su silencio.

Este es mi sitio. Aquí me encontraréis. Aquí, en el centro de la pista, solo, después del baile

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del poema. Sucede que esta lluvia, o manera, o ser en sí que condiciona mi salida, nace de un océano extenso original al que vierte el dolor —porque el dolor también es agua— y nace de originales lagos diminutos, bajo los manantiales o cascadas de la dicha. En su doble, desigual procedencia, esta lluvia, o mano de agua, o fondo neblinoso que engendra la palabra, que es palabra anticipada a los sonidos o ecos que consigue de mi oquedad, ya hereda un más alto legado doloroso.

Yo empiezo a hablar, o como quise decir, si tomo formas, modos de ver que me presenta el agua desde dentro, yo empiezo a llover, y contemplo cómo afuera, ajeno y lejos de este velo umbroso, el tema o el suceso toma cuerpo por sí mismo y se forma independiente de mi lluvia, pero sustentado por su humedad o aliento. Y puede ser que al cabo de una misma manera, que es la mía, de ponerme a mirar, siempre abrumado por el agua, los seres que se conforman a su amparo tengan distinto germen natural. Por eso, amigos, sólo puedo asegurar que algunas veces, pocas, estoy en situación de lluvia, estoy en personal estado de palabra. Luego llega el poema, si es que llega, por sí mismo; no siempre con una misma intensidad, o modo, o razón para ser. Y yo lo veo alejarse. Esto es todo.

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Apenas si recuerdo

Apenas si recuerdo tu voz, pero me dueles en alguna parcela remota de la sangre. Te llevo en mis abismos, enredada en el limo, como uno de esos cuerpos que la mar no devuelve.

Era un lugar perdido para el Sur. Una playa sin barcas pescadoras, donde el sol se vendía. Un litoral, ya selva de luces y de idiomas, que desdeñó vencido su obligación de arena.

La noche de aquel día nos castigó a su antojo. Te tenía tan cerca que era inútil mirarte. El otoño blandía carcajadas y orquestas y la mar se mesaba furiosa los balandros.

Tu mano equilibraba, con su calor opuesto, la ondulante templanza del alcohol. Los jardines me llegaban lejanos a través de tu falda. Subía mi marea de nivel por tus pechos.

Alfombrados tentáculos, por las escalinatas, atraían los pasos a las bocas del ruido. Con luces y cortinas, más arriba del tedio, hablaban las alcobas de los grandes hoteles.

Hay momentos oscuros en que nos vence el lastre de tanto abatimiento. Son momentos, o siglos, en que la carne asoma su desnudez y busca la destrucción, bebiendo la vida de sí misma.

Yo palpaba tu abrazo por mis alrededores pero el amor no estaba donde estaba tu abrazo. Yo sentía tus manos encima de mi pena, pero la nada iba delante de tus manos.

Recorría, a lo largo, tu entrega desalmada,

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por si había una cala donde tirar del copo, por si acaso encontraba la voz del cenachero aún mojada del brillo de los chanquetes vivos.

Era un lugar perdido para el Sur. El aroma del moscatel tenía sinsabores de whisky. Era un abrazo muerto, que llevo todavía como un extraño objeto que la carne rechaza.

Ser un instante

La certidumbre llega como un deslumbramiento. Se vive por instantes de luz. O de tiniebla. Lo demás son las horas, los telones de fondo, el gris para el cansancio. Lo demás es la nada.

Es un momento. El cuerpo se deshabita y deja de ser la transparencia con que se ve a sí mismo. Se incorpora a las cosas; se hace materia ajena y podemos sentirlo desde un lugar remoto.

Yo recuerdo un instante en que París caía sobre mí con el peso de una estrella apagada. Recuerdo aquella lluvia total. París es triste. Todo lo bello es triste mientras exista el tiempo.

Vivir es detenerse con el pie levantado, es perder un peldaño, es ganar un segundo. Cuando se mira un río pasar, no se ve el agua. Vivir es ver el agua; detener su relieve.

Mi vagar se acodaba sobre el pretil de hierro del Pont des Arts. De súbito, centelleó la vida. Sobre el Sena llovía y el agua, acribillada, se hizo piedra, ceniza de endurecida lava.

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Nada altera su orden. Es tan sólo un latido del ser que, por sorpresa, llega a ser perceptible. Y se siente por dentro lo compacto del hierro, y somos la mirada misma que nos traspasa.

La lucidez elige momentos imprevistos. Como cuando en la sala de proyección, un fallo interrumpe la acción, deja una foto fija. Al pronto el ritmo sigue. Y sigue el hundimiento.

La pesada silueta del Louvre no se cuadraba en el espacio. Estaba instalada en alguna parte de mí, era un trozo de esa total conciencia que hendía con su rayo la certeza absoluta.

Ser un instante. Verse inmerso entre otras cosas que son. Después no hay nada. Después el universo prosigue en el vacío su muerte giratoria. Pero por un momento se detiene, viviendo.

Recuerdo que llovía sobre París. Los árboles también eran eternos a la orilla. Al segundo, las aguas reanudaron su curso y yo, de nuevo, las miraba, sin verlas, perderse bajo el puente.

Algo sucede

Voy solo entre el desorden del gentío. De pronto otro calor me roza. Es un instante. Pasa a estribor de mi turbio no pensar la rotunda certidumbre del cuerpo de una mujer, con todas sus velas desplegadas. Y prosigue. Y se aleja. Y se disuelve al fin. Y nada cambia.

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Sólo, acaso, que en otra dimensión, en el otro lado del mundo, algo como un alto edificio, o un nubarrón, o un monte de cristal, cruje y salta hecho pedazos. Nada ha sucedido, pero algo sucede. Cicatriza una estela, tal vez, y la distancia, que es nada, sigue alzando sus diques invisibles sobre el vaivén de un tiempo que mece entre sus algas miles de peces muertos. Y nada se conmueve. Y sigue siendo injusto el azul de la tarde.

Una larga caída de cabellos, que el hombro, rotundamente terso, divide, se me cruza por el cansancio, de improviso, y tira como con garfios de mi olfato. Y nada sucede, es cierto, pero algo sucede. Todo sigue en su lugar exacto, pero ya no es exacto. Tal vez en los remotos mares del norte, un barco ballenero, partido en dos, se hunde en este instante rodeado de témpanos y espumas congeladas. Pero nada se mueve. Sigue el sol en su sitio.

Y una garganta pasa, y unos ojos perdidos que no me ven y siguen avanzando despacio hacia los pozos ciegos en que el olvido entierra sus restos. Unos ojos donde el agua no alcanza el nivel que los haga flotar en lo consciente. Es tan sólo un momento, pero basta. Y no puedo explicarlo, no puedo. Intento, al menos, fijarlos a mis muelles; y saltan las amarras. El espacio es el mismo, pero ya no es el mismo. Y algo sucede al fondo del universo: un astro que pierde su equilibrio, un niño que no nace, un bosque que se quema, un giro, en ese instante, del curso de la historia.

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Pasa a mi lado un pecho, una cintura, acaso un pensamiento, el germen de un posible contacto que me briza y se pierde, que estuvo cerca y luego se pierde para siempre.

Y nada más. El aire de nuevo perfila los contornos. Los límites afirman sus aristas, parcelan medidas y lugares y tiempo. Pero algo sucede. No sé dónde, ni cómo, algo inmenso sucede que queda, en algún sitio, escrito en caracteres perennes e ilegibles.

Son

Algo para después, para un presente sucesivo después, un son, un ritmo, en leve esqueje de futuro, hundido golpe a golpe, punteo de guitarra alcancía, gota a gota para después de palmas desdobladas, quiebro a quiebro clavado y un dolor pedernal así, soltando candentes chispas, trémolos quejidos, dolor así, sonoro, estático y vibrante en el rasgueo.

A punto ya de soleá, un algo para después, murado de cipreses fanales o almenado de hogueras verdes, pitas llameantes, apenumbrado algar y pena adentro.

Agua trenzada y molinera ¿dónde para este fuego o danza que consume el instante y lo eterniza? Jardines fuentes ¿para qué y en cómo si el celo en sí se mustia y aridece?

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El drama aquí, el gemido, los desolados pasos para después y siempre, en este trance en el que el son elige su postura y el alma junco se alabea y toma impulso y crece y planta aquí, por todo el monte, su jadeo final, su primer grito.

Rezumo

Tu voz pequeña, tu cintura ausente, tu pubis, dime, tus acantilados donde las manos se me despeñaban, dime qué fue, tu deja, tu artería. Y estoy de ida, pero vuelvo cedo, y estoy deleble a tu mirada esponja, y estoy tamiz para que no me pases sino en harina de recuerdo, en queja candeal. Todavía te sostienes dentro de mí como un almiar reliquia de pasadas cosechas, como el sobrado de una casa en ruinas donde el aire se enreda, como el arca desvencijada donde un fino ajuar no usado amarillece.

Tu belígera lengua, tu acomodo labial, tu ronco desenfreno, tu peso, muslos, dime qué fue. Conservo las cavernas que dejaron tus aguas al retirarse y llamo algunas noches y aún retumbas lejana por mi roqueña intimidad, goteo, rezumo aún, desgaste y no termina de tiempo aquel que es éste y ya no existes.

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Este aquel día que me va y me viene como desasistido ya, sin cuerpo, tu cuerpo, sin más bridas que frenen su desboque hacia otra nada; este aquel modo yerto de ir pasando por ti, que me reclama, por mí, que me concita al abandono y sigues en mis huesos.

Tu tibieza aledaña, mi jadeo, tu hontanar, mi desmonte, qué fue, y este saberte de ayer, mi desolvido, mi tu sonrisa atroz, mi desventura.

Ruinas frente a la mar

Aquí quedaron estas viejas piedras que el sol flagela y estos derruidos muros frente a la mar, por si algún día la historia decidiese bajar de nuevo las escalinatas que llevan a las termas. Mercaderes voceando en el sueño sus tejidos o sus especias. Nobles e invisibles tribunos paseando entre una turba de fantasmas. Báculos de ancianos, armaduras de soldados, cadenas y grilletes de esclavos, togas, clámides, harapos, estolas de matronas que son menos que un recuerdo, aún menos que una ilusión, entre los cincelados sillares de los arcos caídos. Ya no acecha la muerte en los triclinios, porque todo es muerte. Ya no ronda por las calles

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la locura porque han pasado siglos de locura devastadora. Sólo la piedra sigue ahí, porque la piedra es el testigo de la nada. Un mundo se disolvió, dejando apenas estos posos que todavía no ha absorbido la tierra. Prosigue pasando el tiempo su terrible lengua por las ruinas. La hierba, como el vino de una gigante crátera derramada, se cuela en los resquicios del desastre. Ya todo está varado en este lado del silencio. A veces, algún dorado atardecer, parece que resuena en el mármol de los atrios la cáliga de un centurión. Muy cerca, unas recias columnas aún se elevan sosteniendo el azul del cielo, contra

un mar que es la memoria de sí mismo.

Como un extraño frío ¿Pensaste alguna vez que alguien un día esperaba este beso, aún no dado, antes de nuestra vida? ¿Has pensado que quizá esté esperando todavía? ¿Pensaste alguna vez que esta alegría, que este maduro gozo haya pasado por otras manos ya, cuando increado, nuestro futuro amor, nada existía? Como sombras; son como vagas sombras y entre ti y mi abandono van pasando. Cuanto tenemos nuestro, ¿es tuyo y mío? Sólo regreso a ti, cuando me nombras muy cerca, protegiéndome, ahuyentando con tus caricias este extraño frío.

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Que no me alumbra, amor ¡Ay! Que no me alumbra, amor, la luz cansada que viene y va por tu mirada. Por los adentros del beso Tu lengua, siempre acechante, Y tu calor por delante Abriendo paso a tu peso. Era como un vino espeso Esa luz abandonada Que viene y va por tu mirada. Bien sé que de aquella hoguera Aún me queda la tibieza Y que tras el humo empieza El amor de otra manera. No me dejes que me muera Sin la luz desesperada Que viene y va por tu mirada.

Sobre toda palabra No es fácil retener cuanto de cierto lleva cada palabra, rescatada por la verdad del borde de la nada. La medida es un eco, un eco muerto. La verdad no es la rama; es el injerto propicio al viento fuerte y a la helada. No es cuerda ni metal; es la tonada, la alada melodía del concierto. Propicia al viento fuerte y a la ruina, camina la verdad, triunfa y camina de palabra en palabra, pasado a paso. ¡Y es gozo recibir su luz violenta, y sentir cómo nace y se sustenta del mismo manantial de su fracaso!

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Rafael Guillén / biografía Rafael Guillén nació en Granada el año 1933. Fue fundador y director, con José G. Ladrón de Guevara, de la colección de libros de poesía Veleta al Sur, única manifestación política en Granada desde 1957 hasta 1966. En 1982, con Francisco Izquierdo, inició la serie de fascículos sobre el Albaicín (narrativa, ensayo y poesía) Los papeles del carro de San Pedro.

En 1994 le fue concedido el Premio Nacional de Literatura por Los estados transparentes (Col. El Bardo, Barcelona, 1993), meses después de quedar finalista del Premio de la Crítica.

En la mayoría de los manuales de Historia de la Literatura Española del siglo XX, así como en estudios especializados, se cita o analiza su obra en el epígrafe dedicado a la Generación del 50. Sobre dicha obra existe una abundante bibliografía, que incluye monografías y tesis doctorales.

También obtuvo los premios Leopoldo Panero (1966), Guipúzcoa (1968), Boscán (1968) y Ciudad de Barcelona (1969), entre otros, todos de poesía.

Su obra en prosa está representada por narraciones, ensayos, conferencias, comentarios y artículos. Ha sido traducido a numerosos idiomas.

Poesía

Libros

Antes de la esperanza, introducción de J. M. Bugella, Granada, «La Nube y el Ciprés», 1956.

Río de Dios, Granada, «Veleta al Sur», 1957. Pronuncio amor, Arcos de la Frontera, «Alcaraván», 1960; 2ª edición: Granada,

«Veleta al Sur», 1961; 3ª y 4ª edición: Málaga, Clave, 1995. Elegía, Granada, «Veleta al Sur», 1961. Cancionero-guía para andar por el aire de Granada. Granada, «Veleta al Sur»,

1962; 2ª edición ampliada: Granada, Miguel Sánchez, 1970; 3ª edición ampliada: id., id., 1993.

Canto a la esposa, Granada, «Veleta al Sur», 1963. El gesto, Buenos Aires (Argentina), Seijas y Goyanarte, 1964. Hombre en paz, Madrid, Editora Nacional, 1966. Apuntes de la corrida, Málaga, «Cuadernos de María José», 1967. Tercer gesto, Madrid, Cultura Hispánica, 1967 (Premio Leopoldo Panero, 1966). Amor, acaso nada, Las Palmas, Cabildo Insular de Gran Canaria, 1968. Los vientos, Madrid, Revista de Occidente, 1970 (Premio Ciudad de Barcelona,

1969).

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Límites, Barcelona, «El Bardo», 1971; 2ª edición: prólogo de M. Ávila Cabezas y J. L. Ortiz de Lanzagorta, Salobreña (Granada), Alhulia, 2003.

Gesto segundo, Barcelona, Instituto de Estudios Hispánicos, 1972 (Premio Boscán, 1968; Premio Guipúzcoa, 1968).

Diez poemas terrales, Málaga, Ángel Caffarena, 1977. «Moheda», Litoral, 85-87 (1979). Veinte poemas risueños, Granada, Universidad, 1980. Vasto poema de la resistencia, Granada, Diputación Provincial, 1981. Azoteas en cal, Madrid, Azur (Los Papeles del Carro de San Pedro), 1982. Mis amados odres viejos, Madrid, Rialp (Adonais), 1987. Los estados transparentes, Barcelona, Los Libros de la Frontera (El Bardo), 1993

(Premio Nacional de Literatura, 1994); 2ª edición ampliada: introducción de F. J. Peñas Bermejo, Valencia, Pre-Textos / Diputación Provincial de Granada, 1998.

Doce poemas cardinales, Carmona (Sevilla), «Palimpsesto», 1995. Dos poemas noruegos, Motril, «Cuadernillos Torre de la Vela», 1995. El manantial (Homenajes 1965-1996), Córdoba, CajaSur (Los Cuadernos de

Sandua), 1996. Variaciones temporales, edición de J. Ortega Torres, Granada, Dauro, 2001. Las edades del frío, Barcelona, Tusquets, 2002 (Premio de la Crítica Andaluza,

2003). Catorce poemas de amor y tiempo, Badajoz, Aula Enrique Díez-Canedo, 2004. Seis poemas elegíacos, Valdepeñas, «Desde el empotro (Tertulia literaria del

Grupo A-7)», 2004.

Antologías

Breve antología, Caracas (Venezuela), «Lírica Hispana» 272, 1965. Antología poética (1953-1970), introducción de C. Muñiz Romero, Sevilla,

Universidad de Sevilla, 1973. Los alrededores del tiempo (Antología 1956-1985), introducción de J. L. Cano,

Granada, A. Ubago, 1988. Versos del amor cumplido (Antología 1956-1985), Almería, «Alhucema» 3, 1993. La configuración de lo perdido (Antología 1957-1995), introducción de J. Uceda,

El Ferrol, Esquío, 1995. Estado de palabra (Antología poética 1956-2002), edición de F. J. Peñas-

Bermejo, Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2003. Signos en el polvo (Antología 1956-2004), Granada, Alhulia, 2005.

Poesías completas

Poesía completa, 3 vols. (I: Los alrededores del tiempo; II: Amor, acaso nada; III: Otros poemas), Granada, A. Ubago, 1988.

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Discografía

Cancionero-guía para andar por el aire de Granada, música y voz de Raúl Alcover, Madrid, RCA, 1978.

Los alrededores del tiempo. Rafael Guillén dice sus poemas, CD en carpeta con texto impreso, Granada, Ficciones-Revista de Letras, 2001.

Traducciones

I'm Speaking: Selected Poems (edición bilingüe español-inglés), traducción de S. McKinney, Evanston, Northwestern U. P., 2001.

Otros géneros

Narrativa

El país de los sentidos (Prosas marroquíes), Granada, Caja General de Ahorros de Granada, 1990.

Tiempos de vino y poesía (Prosas granadinas), Granada, Port-Royal, 2000. Por el ancho y pequeño mundo (Prosas viajeras), Málaga, Rafael Inglada, 2001. Prosas viajeras (Selección), Granada, Dauro, 2003.

Ensayo

Renacer poético en la Granada de postguerra (Grupo «Versos al aire libre») (discurso de ingreso en la Academia de Buenas Letras de Granada), Granada, Academia de Buenas Letras de Granada, 2003.

Francisco Izquierdo: un nombre granadino para la Historia de las Letras y del Arte en el siglo XX (discurso de recepción como Supernumerario en la Academia de Buenas Letras de Granada), Granada, Academia de Buenas Letras de Granada, 2004.

Libros colectivos

«El agua de Granada», en AA. VV., Nuevos paseos por Granada y sus contornos, Granada, Caja General de Ahorros de Granada, 1992.

«Travesía de la soledad», en AA. VV., Las ciudades perdidas de Mauritania, Granada, Sierra Nevada, 1996.

«Barcarola, de Pablo Neruda», en AA. VV., Cartografía poética. 54 poetas españoles escriben sobre un poema preferido, Sevilla, Renacimiento, 2004.

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Muestrario de Poesía

32. Nunca de ti, ciudad y otros poemas / Czeslaw Milosz 33. El barco en llamas y otros poemas / Jaroslav Seifert 34. Uno escribe en el viento y otros poemas / Gonzalo Rojas 35. El animal que llora y otros poemas / Antonio Gamoneda 36. Los andamios del mundo y otros poemas / Ledo Ivo 37. Dominican Style y otros poemas / Alexis Gómez Rosa 38. Poesía francesa actual / Muestra de 40 autores 39. Número equivocado y otros poemas / Wislawa Szymborska 40. Desde la república de la conciencia y otros poemas / Seamus Heaney 41. La tierra giró para acercarnos y otros poemas / Eugenio Montejo 42. Secreto de familia y otros poemas / Blanca Varela 43. Tal vez no era pensar y otros poemas / Idea Vilariño 44. Bajo la alta luz inmerso y otros poemas / Mariano Brull 45. Las ocupaciones nocturnas / Jorge Enrique Adoum 46. La gruta de las palabras y otros poemas / Vladimir Holan 47. La vida nada más, la sola vida y otros poemas / Gastón Baquero 48. El futuro empezó ayer / Luis Cardoza y Aragón 49. Los errores necesarios y otros poemas / Joaquín Giannuzzi 50. Jardín de Piedra / Fernando Ruiz Granados 51. Hablar desde la inseguridad / Rafael Cadenas 52. El hombre acorralado y otros poemas / Luis Alfredo Torres 53. Territorios Extraños /José Acosta 54. Cuadernos de Voronezh / Osip Mandelstam 55. La traición de los sueños / Francisco de Asís Fernández 56. Quemaremos los días por venir / Radhamés Reyes-Vásquez 57. Sobre toda palabra / Rafael Guillén

1. La eternidad y un día y otros poemas / Roberto Sosa 2. El verbo nos ampare y otros poemas / Hugo Lindo 3. Canto de guerra de las cosas y otros poemas / Joaquín Pasos 4. Habitante del milagro y otros poemas / Eduardo Carranza 5. Propiedad del recuerdo y otros poemas / Franklin Mieses Burgos 6. Poesía vertical (selección) / Roberto Juarroz 7. Para vivir mañana y otros poemas / Washington Delgado. 8. Haikus / Matsuo Basho 9. La última tarde en esta tierra y otros poemas / Mahmud Darwish 10. Elegía sin nombre y otros poemas / Emilio Ballagas 11. Carta del exiliado y otros poemas / Ezra Pound 12. Unidos por las manos y otros poemas / Carlos Drummond de Andrade 13. Oda a nadie y otros poemas / Hans Magnus Enzersberger 14. Entender el rugido del tigre / Aimé Césaire 15. Poesía árabe / Antología de 16 poetas árabes contemporáneos 16. Voy a nombrar las cosas y otros poemas / Eliseo Diego 17. Muero de sed ante la fuente y otros poemas / Tom Raworth 18. Estoy de pie en un sueño y otros poemas / Ana Istarú 19. Señal de identidad y otros poemas / Norberto James Rawlings 20. Puedo sentirla viniendo de lejos / Derek Walcott 21. Epístola a los poetas que vendrán / Manuel Scorza 22. Antología de Spoon River / Edgar Lee Masters 23. Beso para la Mujer de Lot y otros poemas / Carlos Martínez Rivas 24. Antología esencial / Joseph Brodsky 25. El hombre al margen y otros poemas / Heberto Padilla 26. Réquiem y otros poemas / Ana Ajmátova 27. La novia mecánica y otros poemas / Jerome Rothenberg 28. La lengua de las cosas y otros poemas / José Emilio Pacheco 29. La tierra baldía y otros poemas / T.S. Eliot 30. El adivinador de hojas y otros poemas / Odysseas Elytis 31. Las ventajas de aprender y otros poemas / Kenneth Rexroth

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Colección

Muestrario de Poesía

2010