SOCORRO - El Universal · Foto: archivo Enrique Peña Nieto A los tres años de edad el...

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a hí estaba. Inmóvil. Quietecito, como ido. Enfermo, empapado en sudor,

a sus nueve meses de edad. Un médico en Atlacomulco lo atendía, pero

no resultó ser muy bueno. Enrique Peña Nieto se puso grave; una fuerte infec-

ción intestinal lo estaba deshidratando.

Mientras el niño se debatía entre la vida y la muerte, su madre, Soco-

rro, se culpaba de haber sido ella quien alimentó al pequeño con una leche de

propiedades especiales, que mandaban traer del rancho de un familiar de su

esposo, pero que resultó un fraude.

Coco recuerda que su marido dejó de reaccionar cuando vio a su hijo en

tan mal estado. No parecía haber esperanzas de que sobreviviera.

Fue una amiga de la familia, Rosita Velasco, quien sacó al bebé adelante.

Amiga de la pareja, Rosa era doctora. Ante la tribulación familiar, la parálisis

del padre y la gravedad del bebé, Rosa sugirió trasladar al niño a Toluca para

intentar salvarlo, sin consultar a su padre. La amiga tramó un plan entre muje-

res: indicó a Coco que subiera al niño a la camioneta y le preparara un suero

para que se lo fuera dando durante el camino (hoy, el trayecto por autopista

es de casi una hora). Ella se había puesto en contacto con un médico que las

estaría esperando.

Al llegar a la clínica de Toluca, las mujeres entraron corriendo al área de

urgencias; la madre con el niño en brazos. El especialista ordenó intervenir al

bebé de emergencia con una venodisección, pero la criatura estaba demasiado

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Enrique Peña Nieto y su papá Enrique Peña del Mazo. Foto: archivo Enrique Peña Nieto

Enrique pegándole a la piñata en su �esta de cumpleaños número dos, acompañado de su

mamá Coco. Foto: archivo Enrique Peña Nieto

A los tres años de edad el primogénito de los Peña Nieto ya era a�cionado a la música.

Foto: archivo Enrique Peña Nieto

Enrique (de pie) en la feria de Atlacomulco, con uno de sus primos, en la década de los

setenta. Foto: archivo Enrique Peña Nieto

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María del Socorro Nieto Sánchez 33

débil y sufrió un paro cardiorrespiratorio. Clínicamente Enrique Peña Nieto

estaba muerto.

El pediatra le pidió a Rosa que fuera ella quien le diera la noticia a los pa-

dres, pues los Peña Nieto eran sus amigos. Rosa se negó rotundamente. Para

ella la muerte de Quique resultaba muy dolorosa. Acordaron, entonces, que

comunicarían la tragedia juntos y sacaron al bebé en camilla para llevarlo con

sus padres.

Cuando Enrique y Coco vieron entrar a su hijo, asumieron que venía

dormido; relajaron por fin los nervios y dejaron salir las primeras expresiones

de alivio.

En el cuarto, la cuna seguía cubierta con plástico, aún sin tender. Con

cuidado el camillero depositó en ella el cuerpo inerte del bebé, y de pronto

éste soltó un vivísimo llanto. Los médicos, turbados, se vieron entre sí.

Si bien estaban contentos, Coco y Enrique recibieron con naturalidad

que Quique hubiera vuelto en sí, pues confiaban en que sus oraciones habían

sido escuchadas. Para los médicos, en cambio, el hecho se convirtió en uno de

esos casos que la ciencia no puede explicar.

En ese momento acordaron no decirle nada de lo que había sucedido a

los papás del pequeño. No querían alterarlos más. Fue hasta un año después

que Enrique y Coco se enteraron de que su hijo, al final de su estancia en el

quirófano, estuvo durante unos minutos sin vida.

Coco me cuenta este episodio en la casa de gobierno de Toluca, cuando

su hijo todavía gobierna el estado. Accede feliz a hablar de “Quique”, del que

está orgullosa y, según dicta el complejo de Edipo, casi enamorada.

El carisma de “Coco”, como le dice todo mundo de cariño, es el mismo

que el de Peña Nieto. Tiene la tez blanca y los ojos cafés. El pelo, oscuro y

corto, lo lleva peinado en ondas hacia atrás de forma conservadora. A nuestra

cita viene de traje sastre floreado. En cuanto la saludo de beso en la mejilla me

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doy cuenta de que es integrante del club de la perlita, trae collar a juego con

los aretes.

Es chiquita de tamaño, igual que el hijo que, dicen, modifica su estatura

(1.72) con unas plantillas especiales que se añaden por dentro a los zapatos

para aumentarle unos centímetros.

Como buena señora de provincia, Socorro Nieto es muy de su familia y

sus recuerdos, pero también está bien parada en el presente. A sus 69 años es

una mujer energética, vital y con muy buen sentido del humor.

Durante cuatro décadas fue señora de Peña del Mazo, pero ahora es más

de Peña Nieto que otra cosa; la primera mujer importante en la vida del políti-

co, la de más derechos; es ni más ni menos que la mamá del puntero en todas

las encuestas para ocupar la silla presidencial.

Viuda desde 2005, poco antes de que su hijo mayor rindiera protesta

como gobernador del estado, se diría que el rol de madre del poder le queda

natural. Acostumbrada a la política desde siempre (Salvador Sánchez Colín,

gobernador del Estado de México de 1951 a 1957, era hermano de su madre),

junto con su esposo (también pariente de los gobernadores Alfredo del Mazo

padre e hijo), preparó a su primogénito para sobresalir, y ahora celebra el he-

cho de verlo brillar en grande.

La mamá de Peña Nieto es simpática y parlanchina. De esas personas

que caen muy bien desde la primera vez. Su desenvoltura y lenguaje amplio

denotan que fue maestra de profesión. Tiene mucha claridad en sus ideas,

es elocuente y divertida para contar historias, tanto que ella misma se ríe de

cómo las cuenta.

De lo poco que no parece disfrutar es la ausencia de su hijo en las reu-

niones de familia desde que se hizo gobernador.

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Primera comunión de Enrique, entonces de nueve años, y Arturo, de siete, acompañados de sus padres Enrique Peña y Socorro Nieto. Foto: archivo Enrique

Peña Nieto

Enrique Peña del Mazo, quien fue funcionario de la Comisión Federal de Electricidad, y sus dos hijos: Enrique y Arturo. Foto: archivo Enrique Peña Nieto

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Romance con el de Acambay

Como cualquier niña de 10 años, María del Perpetuo Socorro Nieto Sánchez

“Coco” era fanática de los dulces y chocolates (confiesa serlo hasta la fecha),

por lo que estaba obligada a asistir con cierta regularidad al consultorio del

dentista de Atlacomulco.

A este mismo lugar iba Gilberto Enrique Peña del Mazo, a sus 16, pero

a diferencia de la niña, el joven acudía más bien para esperar a que el médico

terminara sus consultas y llevarlo a su casa para atender a su abuela, quien

debido a su edad avanzada apenas si se trasladaba dentro de su casa en una

silla de ruedas.

A Coco no le llamaba la atención Enrique. En cambio él, ya adolescente,

comenzó a tener simpatía por la niña de pelo muy largo que estudiaba en el

colegio de religiosas guadalupanas y usaba las tobilleras hasta la rodilla.

A pesar de que Enrique vivía en la ciudad de México, donde cursaba la

secundaria, cada fin de semana viajaba a Atlacomulco para atender a su ma-

dre, Dolores del Mazo Vélez, quien, desde los 22 años, estando embarazada

de su segundo hijo Arturo, había quedado viuda de Arturo Peña Arcos.

El pueblo era chico, y las abuelas de Coco y Enrique se conocían y lleva-

ban extraordinariamente bien; eran casi vecinas, sólo dividía sus casas la calle

principal de Atlacomulco. En un lado vivía “Mariquita” Colín, esposa de Sil-

vano Sánchez Lovera, la abuela de Coco, y en el otro “Lolita” Vélez, esposa de

Pedro del Mazo Villasante.

Años más tarde, tras la muerte de la primera, a consecuencia de un

accidente, Enrique aprovechó para tener un mayor acercamiento con Coco

y acudió personalmente a dar el pésame a la casa de Toluca, a la que se ha-

bía mudado la niña con su familia. La visita fue tan sentida que el galán in-

cluso pidió una fotografía de doña “Mariquita”, para poder tenerla siempre

presente.

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A partir de ese momento, Enrique Peña del Mazo se convirtió en el pre-

tendiente oficial de Coco, la segunda de los cuatro hijos de su tocayo Cons-

tantino Enrique Nieto Montiel y Ofelia Sánchez Colín.

Enrique le mandaba a Coco orquídeas a su casa. En una de tantas veces

llamó por teléfono después de mandar la flor y la invitó a tomar una nieve.

Para entonces, Coco tenía 16 años y estaba estudiando en la Escuela Normal

para Señoritas, pues tenía la firme convicción de convertirse en educadora.

Enrique, veinteañero, ya había terminado la carrera de Ingeniero Mecánico

Electricista en el Instituto Politécnico Nacional (IPN) y estaba trabajando en

Chilpancingo, Guerrero, en la Comisión Federal de Electricidad (CFE). Tam-

bién manejaba Santa Lucía, la hacienda familiar en el municipio de Acambay,

por encargo de su madre que había quedado viuda unos años antes.

Durante los viajes que Enrique hacía de Guerrero a Toluca, las salidas

a tomar helado se fueron haciendo habituales entre Coco y él. Sin embargo,

los papás de ella, comerciantes de abarrotes que habían hecho grandes nego-

cios en Atlacomulco, no estaban muy de acuerdo con la relación. No es que

el heredero de los Peña del Mazo fuera mal partido, lo que sucedía es que los

Nieto Sánchez, quienes inculcaban a sus hijos una educación estrictamente

católica conservadora, fruncían el ceño ante la idea de cualquier pretendiente,

pues consideraban que era demasiado rápido para que su hija comenzara a

salir con muchachos.

Luego de alrededor de cinco años de cortejo, Enrique se declaró a su

enamorada. Pidió a Coco que fuera su novia, pero ésta, ya con 20 años cum-

plidos, necesitó tiempo para la decisión. Como buen soltero cotizado, Enrique

tenía fama de noviero y conquistador, así que la hija de los Nieto se tomó la

declaración con cautela y le prometió su respuesta para tres meses más tarde.

Llegada la fecha, precisamente el día de las madres, Coco optó por el

“sí” y, un año y un mes después, los novios elevaban su relación al siguiente

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rango. El 26 de junio de 1965, enfundada en un vestido blanco, Socorro Nieto

aceptaba convertirse en la señora de Peña.

La ceremonia religiosa se celebró en la Iglesia de la Santa Veracruz, en

Toluca. A la fiesta acudieron poco más de 500 invitados, que disfrutaron de

una sofisticada recepción en el Lienzo Charro en la que destacó la participa-

ción de los Violines Mágicos de Villafontana.

Los recién casados se fueron de luna de miel a Puerto Vallarta y aprove-

charon para escribirle a la cigüeña.

Chilango de nacimiento

No. Enrique Peña Nieto no nació en la ciudad localizada al norte del Estado de

México llamada Atlacomulco.

El primer hijo que Coco procreó con Enrique Peña del Mazo llegó al

mundo el 20 de julio de 1966, en un sanatorio llamado “Las Américas” locali-

zado en el número 56 de la calle Chilpancingo (en la actualidad la clínica nú-

mero 26 del Instituto Mexicano del Seguro Social), muy cerca de la avenida

Insurgentes, en la colonia Condesa de la ciudad de México.

¿Cómo encaja, entonces, la persona de Enrique Peña Nieto en la profecía

supuestamente revelada a los notables de Atlacomulco, sobre el arribo seguro

de un miembro del grupo a la presidencia de la República?

Cuenta la leyenda que, en los años cuarenta, una vidente de nombre

Francisca Castro Montiel hizo la siguiente revelación a los notables de Atlaco-

mulco: “Seis gobernadores saldrán de este pueblo. Y de este grupo compacto,

uno llegará a la presidencia de la República”.

Francisco Cruz y Jorge Toribio Montiel, en su libro Negocios de familia, ex-

plican que Peña es el sexto gobernador que proviene del Grupo Atlacomulco

y por tanto en él descansan las esperanzas de varios de los miembros del clan.

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Pero hay un ligero detalle en la predicción, del que pocos se han percatado:

“Sólo uno de ellos ha de alcanzar el anhelado sueño presidencial y ése ha de

ser nacido en Atlacomulco…”, continúa Francisca, y da la casualidad que Peña

Nieto nació en el Distrito Federal. Bueno, eso es lo que dijo su propia madre.

Quique fue tempranero, llegó al mundo a las 6:20 a.m. mediante par-

to natural. El encargado de darle su primera nalgada para hacerlo llorar fue el

doctor Ramiro Ornelas Ponce, el entonces afamado ginecólogo del hospital

Mocel, en quien Coco se apoyó durante su embarazo.

Con el bebé en su vientre, la señora de Peña cuenta que no padeció

los nueve meses como otras madres primerizas, al contrario, durante la es-

pera le daba rienda suelta y contenta a sus antojos repetidos de quesadillas y

enchiladas.

Enrique y su mujer habían fincado su primer hogar de recién casados en

una casa rentada dentro de una privada en la Avenida Morelos de Atlacomul-

co. Pero recién estrenada como mamá, Coco quiso pasar la cuarentena en la

casa de sus padres, Enrique y Ofelia, en Toluca, donde tanto ella como el re-

cién nacido recibirían todos los cuidados necesarios y las atenciones por parte

del personal de servicio.

El bebé de los Peña Nieto fue bautizado a los tres meses de edad con el

nombre de Enrique, en la Catedral de Toluca. Los padrinos de bautizo fueron

su abuela paterna María Dolores del Mazo Vélez y su tío Arturo, hermano

menor de su papá.

Dos años después del nacimiento de Quique llegó el segundo hijo de la

familia: Arturo, quien nació el 4 de octubre de 1968. No faltó mucho para que

la familia recibiera a su primera niña, Verónica, quien llegó al mundo el 7 de

diciembre de 1969.

Luego de tener tres hijos casi seguidos, tuvo que pasar casi una dé-

cada para que Coco y Enrique añadieran otro hijo a su árbol genealógico,

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esta vez tocó el turno a la pequeña Ana Cecilia, quien nació el 15 de octu-

bre de 1978.

Génesis del copete

Cuando Coco relata los episodios de la niñez de su hijo Enrique, se yergue

como pavorreal. No era un niño de dieces, pero sí aplicado, consentido de

las “misses” y, sobre todo, elegido con frecuencia para dar los discursos y ser

maestro de ceremonias desde chiquito, como la vez que en preescolar le tocó

dar las gracias a un diputado por los juegos que había regalado para el kínder.

Su madre conocía sus capacidades de orador. Ella mantenía a su hijo

siempre impecable, por si era seleccionado para representar al alumnado en

las ceremonias.

Era común verlo vestido igual a sus hermanos Arturo y Verónica: panta-

lón azul marino y camisita roja, los tres parejos.

Fue en esa época cuando nació el copete de Enrique Peña Nieto. Todas

las mañanas, antes de llevar a los niños a la escuela, Coco le relamía con gel

el pelo, marcaba perfectamente la raya de lado y echaba el fleco hacia atrás,

formando un abultado copetito.

Entre bromas, Coco dice que lo hacía más por precaución que por exi-

gencia, ya que cuando los niños se dejan un mechón en la cara, se les empieza

a poblar la frente de pelo hasta juntarse éste con las cejas. Pero también hay

otra razón para tan característico peinado de Peña: el placer culpable que su

madre sentía por “Joselito”, el actorcito español, de quien imitaba el estilo para

aplicarlo en su hijo.

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Enrique Peña Nieto recibe un diploma de manos del director de la Primaria Anexa a la Normal de Profesores, en Toluca, donde hizo sus primeros estudios | El patriarca Peña del Mazo —fallecido en 2005— siempre fue muy cercano a sus hijos Enrique y Arturo | Peña Nieto y su papá disfrutaban de la unión familiar en navidad. Aquí, la celebración

de 1991. Fotos: archivo Enrique Peña Nieto

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La Mujer Biónica y el padrecito

Suena a casualidad, pero Enrique se hizo mandamás en un corral para ga-

llos finos.

Cursaba primaria (primero en la escuela Anexa a la Normal de Profesores

y luego en el colegio Plancarte, de las madres guadalupanas) cuando tomó por

asalto unos de los cuartitos que habían sido albergue de los gallos de pelea de

su padre antes de casarse.

Quique se instaló en uno de esos cuartos y jugaba a que era su oficina.

Lo equipó con una mesa, una silla, una lámpara y una muñeca de la Mujer

Biónica, como su secretaria.

El refugio estaba en la zona de la huerta, así que durante un tiempo sirvió

como lugar aislado para hacer tareas y estudiar.

De niño, Peña Nieto tenía fascinación por El hombre nuclear. Se ponía un

brazo de cartón y les decía a su hermanos: “Toquen, toquen mi fuerza”.

La familia hizo su mudanza rumbo a la capital del estado cuando el ma-

yor de sus tres hijos estaba terminando la primaria. Se instalaron en la casa

marcada con el número 1309 de la calle Independencia Oriente, también en

privada, una propiedad que alquilaron por quedar a una cuadra de las oficinas

de Peña del Mazo. Para finales de la década de los setenta, el papá de Peña ya

era el presidente de la Junta de Electrificación en el Estado de México, además

de ser propietario y administrador de la hacienda Santa Lucía, en Acambay,

que generaba importantes ingresos como productora y exportadora de brócoli.

Desde aquella primavera del 67, cuando Enrique Peña del Mazo se ente-

ró de que su bebé había muerto y regresado a la vida como de milagro, advir-

tió: “Este niño está por algo, tiene una misión”, y por mucho tiempo, todos en

la familia pensaron que Quique sería sacerdote.

Apenas tenía ocho años de edad y ya celebraba misas en los corredores

de la casa grande de los abuelos en Atlacomulco. Enrique chico se ponía su

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gabán y, con la solemnidad que ameritaba el ritual, tocaba una campanita lla-

mando a misa tanto a los niños como a las muchachas del servicio. Recreaba

muy bien el ambiente de una parroquia con todo y bancas para la comodidad

de sus feligreses.

La parte que no era juego fue que el primero de los hijos de los Peña

Nieto era muy espiritual y sí quería ser cura. Más de una vez les compartió a

sus padres su inquietud. Incluso, les pedía permiso para poder acompañar al

padre Luis Banda (quien luego fue párroco en la Catedral de Atlacomulco por

Enrique estudió en Estados Unidos un año de secundaria; sus papás iban constantemente a visitarlo. En la imagen, con su mamá María del Socorro Nieto Sánchez. Foto: archivo Enrique Peña Nieto

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muchos años) en sus visitas a los pueblos aledaños con el fin de catequizar a

su población.

En primera instancia, Enrique y Coco no pusieron objeción a lo que

creían estaba escrito en el futuro de su hijo. Sin embargo, las ideas del peque-

ño devoto de pronto se volvieron globalizadoras: “No voy a ser padrecito de

iglesias; me voy a ir al África de misionero”, y entonces le negaron el apoyo.

En realidad los Peña tampoco estaban muy preocupados por el tema,

consideraban que eran dudas naturales en el proceso de crecimiento y defi-

nición del niño, y que ya más grande podría cambiar de opinión, lo que en

efecto sucedió.

Muchos años después, el padre Luis Banda decía que Peña Nieto le ha-

bía fallado y recordaba con humor el llamado que el político sentía de parte de

Dios: “Claro que Enrique tenía vocación de padre… pero de sus hijos”.

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