Suplemento Cultural Mensual de La Jornada Veracruz … · Diseño Editorial: Mayra Licona Aguilar...

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Suplemento Cultural Mensual de La Jornada Veracruz 2 Domingo 39 de septubre de 2016 2 Número 9 2 Coordinador: José Armando Preciado Vargas Los libros de Hyperión Adán Delgado El mar y el Viento Luis A. Chávez Karst Violeta Azcona y Jhonny Euán Canul Axiomática Literaria Manuel Martínez Paisajes en el papel José Cruz Domínguez Los díaz Karina de la Paz Reyes Regreso a Maikh’ Sikh y otros cuentos Francisco Morales Hoil Nocturno de Los Ángeles

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Suplemento Cultural Mensual de La Jornada Veracruz 2 Domingo 39 de septubre de 2016 2 Número 9 2 Coordinador: José Armando Preciado Vargas

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◗ Regreso a Maikh’ Sikh y otros cuentosFrancisco Morales Hoil

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Domingo 39 de septubre de 20162

Director: Tulio Moreno Alvarado Subdirector: Leopoldo Gavito Nanson

Coordinador: José Armando Preciado VargasDiseño Editorial: Mayra Licona Aguilar

Envía tus colaboraciones a [email protected]

Desde que lo viste sabías que era el indicado. Inten-taste, más por formalismo que por convencimiento, darle una oportunidad a otros libros, pero tu librero de confianza, atinado como siempre, tampoco lo dudó: era el libro adecuado. No pudiste contener las ganas y como tenías algo de tiempo comenzaste a leerlo ahí mismo.

Ya los primeros párrafos te emocionan por la claridad y la contundencia de las ideas. Te sucede lo mismo cada vez que te topas con un ensayo de Paz que no conoces: te abruma la emoción que despierta el buen maestro al revelarle un nuevo conocimiento a los alumnos. Casi una epifanía. Tratas de ocultar tu emoción y el libro discretamente, no vaya a ser que los otros compradores de la librería te juzguen ingenuo por sentirte emocionado con un clásico.

Esa misma noche continúas la lectura antes de dormir, pero decides ponerte serio y entrar por el prólogo; en él Aurelio Major hace recuento del origen de los ensayos, cita los datos históricos que ayudan a contextualizar el texto y algunas referencias de su co-rrespondencia. El tratamiento que hace Major parece el de un académico muy profesional, pero si uno se detiene y relee un poco descubre a un obseso de Paz, su compenetración es tal que en algún momento llega a conjeturar pensamientos del autor estudiado. Ese fenómeno nos sucede con los ídolos que ya no existen, buscamos toda la información posible (referencias personales poco conocidas, análisis que agoten toda la obra, alguna carta perdida) para tratar de reconstruir al ídolo que ya no está, para revivirlo.

Por el contrario Paz abre el primer ensayo acla-rando que las distintas personas que fue en su vida ya no son, se libra así del pasado como lastre y comienza a desgranar con calma sus lecturas: los descubrimien-tos que lo marcaron, la importancia de un autor en una época y su desvanecimiento a través de los años,

el regreso constante a los importantes. Es consciente de que el gusto varia como la marea, lo que le gustó un tiempo puede perder su importancia. Ajusta así el valor de su opinión, será así hoy y mañana quién sabe cómo. Y a la vez que habla de su formación, Paz nos da lecciones de poesía, o mejor dicho revelaciones. Porque los verdaderos maestros no nos adoctrinan, nos revelan la maravilla de algún conocimiento de forma que podamos hacerlo nuestro. La forma de revelar esos conocimientos de Paz es encontrando las pala-bras justas: el adjetivo exacto, la metáfora expresiva, palabras claras que vuelven lo complejo simple de entender. Así, semejanza, habla o confirmación cobran un significado no diferente sino intenso.

Decides hacer una pausa, darle tiempo a la segunda lectura mientras terminas de masticar todas las ideas. Platicas con tu esposa, a raíz del libro, sobre la in-fluencia de las más grandes experiencias literarias que un individuo puede tener en su vida real, en el coti-diano de la casa, en la convivencia familiar. Llegan a la conclusión de que la literatura tal vez no sirva para conocer a los otros pero sí al menos para conocerse a uno mismo. Paz dice que la poesía fue fundamental en su formación, antes que artística, personal. Nos habla de la confirmación que experimentó al descubrir unas líneas con las que se identificó plenamente, confir-mación en el sentido religioso pues igual de intenso resulta ese fenómeno. Es una experiencia que se vive de forma más frecuente e intensa cuando se es joven, los poemas de amor, los vagabundos existencialistas, las novelas de iniciación le descubren al adolescente el mundo por medio de la identificación. No estoy sólo, alguien más ya vivió esto, es válido lo que me sucede. Fenómeno que se pierde con el avance del camino lec-tor, entre más lecturas tenemos, entre más sofisticados son nuestros conocimientos y gustos, más escasas son las posibilidades de encontrar algo que nos toque de forma tan intensa.

Te resulta sorprendente todo el jugo que está sa-liendo de un libro relativamente pequeño. Todavía te falta hablar del segundo ensayo, “La crítica como higiene social”, en el que se afirma que la literatura la-tinoamericana es una literatura crítica en la que pocos ejemplos de ficción o poesía no lo son. ¿Será cierto? Y tampoco has hablado de las pinturas de Frederic Amat que acompañan los textos. Pero sobre todo, no has mencionado cómo las lecturas de Paz te siguen to-cando como a un adolescente. Te queda mucho camino por recorrer.

Quiero agradecer a la Librería Hyperión el apoyo para elaborar esta reseña. Recuerda que De una pa-labra a la otra: Los pasos perdidos y otros libros que despiertan febril emoción los encuentras en Octavio Vejar 59, colonia Encanto, en Xalapa, puedes contac-tarlos en el (228) 8 41 26 59 o en la página facebook.com/hyperionlibreria.

Los Libros de Hyperión

Adán delgAdo

◗ Descubrirse en otros

De una palabra a la otra: Los pasos contadosOctavio Paz

Aurelio Major, prólogoFrederic Amat, pinturas

Vaso RotoEspaña, 2016

Ilustraciones de la portada y de interiores, de

Pavel Santa Rosa

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ios nos ha cortado los p á j a r o s – dijo el Grey,

a como era su costum-bre de decir las cosas y sus amigos, su familia, sólo atinaban a verlo; aprendieron a no hacerle caso porque no tenían respuestas a semejantes dichos. Esa tarde lo dijo porque el cielo parecía desierto.

Nacer en el trópico, criarse en un pueblo pe-queño donde las criaturas brotan como frutas, es muy distinto a la ciudad, que acaba por enfermar a las personas y matarlas.

Andaban de cacería por el pantano, a espera de atrapar iguanas; no había ni una y se fueron bajo el tamarindo, a acos-tarse y refugiarse del sol.–Tengo sed– dijo el Gri-jalva, y se levantó para buscar un charquito. Cuando creyó encon-trarlo, se dispuso a tomar.–Ahí se orinan las vacas– le gritó Babieca.–Y los caballos y la gente– apuntó Panucho.El Grijalva se detuvo, los volteó a mirar.–Tómale pendejo.–Te va a crecer la panza como a los chiquitos que viven en el río.El Grijalva no tomó, se regresó al tamarindo.–Ustedes creen que lo sa-ben todo.–¿Qué horas serán?–Como las tres.–Ya parece, las cinco han de ser.

Se levantaron de inmediato para volver al pue-blo. Era como un éxtasis escuchar tantos lenguajes de la selva; de pronto, el Grey tensó su resortera, disparó, le dio a una iguana en la cabeza y el animal cayó al pantano.

–¡Le diste Grey, le diste!–¡Vamos por ella!Hicieron todo lo posible pero la espesura no les

permitió el rescate.–Déjenla, se va a morir– dijo Panucho– además

tengo hambre.–¡Qué puntería, estaba lejos, bien lejos!, tú

siempre tienes hambre, por eso estás panzón.–Yo una vez maté una garza– dijo Babieca.–Y yo un gato.–Pura madre han matado ustedes– aseguró el

Grijalva.–Hay veces que yo soy un poco más grande que

mi suerte– dijo ufano el Grey.Continuaron avanzando entre lamentos por no

haber podido rescatar la iguana y alabando cada quien su resortera.

–La mía es la mejor– dijo Babieca– la corté con luna llena, de noche, y le escribí mi nombre, mi resor-tera morirá conmigo.

–¡La mejor es la mía, qué va a ser!– enfatizó Panucho.

Las resorteras era un asunto serio; los adultos nunca les decían cómo hacerlas. De generación en

generación de niños, transmitían la búsqueda de la mejor horqueta, las ligas negras que estiraran bien, y el pedazo de cuero para sostener los proyectiles, regularmente piedras de las que se llenaban las bolsas cuando salían a cazar.

De igual manera tenían que hacer sus papalotes, con varitas secas de coco, papel de china, engrudo y retazos de trapos para confeccionar la cola, a la que amarraban, en el extremo colgante, navajitas usadas de afeitar.

Pero las resorteras eran intocables, armas mor-tíferas que a nadie se prestaban y ay de aquel que no tuviera la suya, era sencillamente un desarmado.

–¡Miren eso!– gritó Panucho– y la nauyaca apareció a pocos metros dispuesta a cruzar delante de ellos. Corrieron a la izquierda no importándoles el monte y no pararon hasta que vieron las primeras casitas del pueblo.

–¡Hubieran visto cómo corrió el gordo!–¿No que eres más grande que tu suerte? ¡Si

tienes tanta puntería, debiste de haberla matado!–No porque... una nauyaca, a una nauyaca le

rebotan las piedras porque tiene mucho veneno.

–¿Será?–Ustedes qué van a

saber.Vivir en el trópico

es tener un tesoro entre las manos y, si en la niñez se marca al hombre, no hay oro más iridiscente que las tardes vivas en el alma.

En determinado mo-mento y lugar, se despi-dieron. Para el Grijalva volver a su casa era cues-tión de asegurar el terreno (saber si su mamá no estaba ahí) correr por el pasillo hasta el fogón en donde siempre, la abuela, parecía vivir a gusto en esos metros cuadrados; llegar tarde, tiznados y con heridas leves era un atrevimiento letal. Pero encontrar primero el amo-roso regazo de la abuela era saber, por esa tarde, que había salvado el pe-llejo. Y se abrazaba a ella, como un náufrago a una salvadora balsa.

–Ya llegaste ¿vas a comer?

–Sí abuelita.Y su mamá, desde

lejos, hacía señas con la mano de que, más ade-lante, le cobraría la factura.

Se acostumbraba darles severas palizas a los vagos y desobedien-tes a quienes, ya “calien-titos”, los amarraban en el patio. Al Babieca, que era vecino, el Grijalva lo vio muchas veces, aso-mándome por encima del cerco, cuereado, llorando

y atado por la panza al árbol frondoso de guaya. Es tan difícil no poder hacer nada... los insultos, gritos y golpes de su madre se diluirían después en su oficina, allá en México, cuando en algún breve descanso, tomaba su café y volvía a sentir el sol, el viento y el mar abrazándolo.

–¡Ya llegaste hijo de la chingada, mira qué horas son estas de venir, pero me las vas a pagar, ahorita me las vas a pagar!...

De nada valían los lloriqueos, las súplicas de no al castigo.

Al siguiente día ninguno preguntaba al lasti-mado nada, era una cosa normal andar con piernas y brazos llenos de verdugones hinchados.

–¿Más café licenciado?–¿Eh?... no Martita, gracias.Recordaba el humo blanco vespertino a causa

de la quema de hojas, los sillones al frente de la casa para platicar y los saludos de la gente al paso mien-tras a lo lejos se aproximaba el panadero, todo en una amada imagen donde el caballito lechero, en las mañanas por el pueblo, eran un ornamento fino en la decisión de Dios que, al construir la provincia, la hizo reposado, a gusto.

Las mamás olvidan a intervalos, elevan oracio-nes por el potencial del hijo y no les queda más reme-dio que pedir al cielo. Desde su corazón, cubren de bendiciones al mugroso, haciéndose las muy malditas, pero en algunos casos llegan a comprender que no hay paliza que cumpla.

el MAr y el Viento

luis Alberto CháVez FóCil

◗ Cuestión de Resorteras

–D

La Resortera ■ Ilustración de Mariana Salas

El Mar y el Viento –novela del Trópico– se publicará en su totalidad en La Culturosa por entregas. A ratos biográfica, a ratos colección de leyendas y a ratos más, bastante ficción, es un no del todo compendio de la infancia del autor, el escritor Luis A. Chávez.

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Violeta Carolina Acona Mazún (Mérida, Yucatán, 1993). Licenciatura en Medicina Veterina-ria por la Universidad Autónoma de Yucatán.

Desde que tengo memoria me ha gustado jugarme las orejas. He intentado dejar la manía pero no he podido; me da placer y una tranquilidad inigualable. Pongo la yema del dedo índice sobre el cartílago de la oreja, con los dedos medio y anular abrazo la parte trasera del pabellón y lo más delicioso viene después, cuando la parte más distal de mí pulgar, acaricia el lóbulo. Suave. Lento. La parte dorsal de mi pulgar se desliza sobre la piel aterciopelada, la sensación es la misma que la de un dedo acariciando un durazno con los ojos cerrados. Silencio, sólo escucho el barrido de mi dedo contra mi lóbulo, sonido rasposo y seco que hace callar al mundo entero.

Muchos bebés vienen chupándose el dedo. Desde el primer ultrasonido uno los ve con el cuerpo formadito, con el dedito dentro de la boquita. Y cuando nacen no pueden dejar de chuparse el dedo, luego el pulgar les queda más pálido, delgado y largo que el otro. Los dientes les quedan chuecos. Terminan siendo esas feas personas con la boca siempre en forma de estar chupando una mamila. Tienen que llevar tratamientos largos de ortodoncia porque si no quedan horribles para siempre.

Decido cortarme las orejas. Tomar un cuchillo de la cocina, afilarlo y ¡zaz!, real-mente no es tan doloroso. Supongo que mi vanidad es más fuerte. Tomo el lóbulo de la otra oreja y ¡zaz!, en menos de cinco minutos se tiene una cabeza libre de orejas. Se cocinan muy bien en caldo, y se las da a la perra. Lo bueno de los perros mestizos es que comen de todo.

Igual siento que me estorban los pulgares, no es que me fueran a hacer mucha falta, incluso leí en una revista que en unos años el dedo meñique va a desaparecer para siempre junto con las muelas del juicio y el apéndice, porque la evolución ha dejado a estas partes del cuerpo como accesorias. ¿Y qué tanta diferencia puede haber entre un dedo meñique y un dedo pulgar? Si el pulgar me servía para la oreja, pero sin orejas no me sirve de mucho. Estoy segura que podré golpear la tecla de “espacio” con el dedo índice. Así que no lo pienso mucho y voy a la cocina y ¡zaz!, me corto primero el de la mano izquierda porque soy diestra. Me cuesta mucho más trabajo cortarme el dedo de la mano derecha porque no tengo pulgar para sostener adecuadamente el cuchillo. Pro-blema inesperado. En realidad sí hay diferencia entre el meñique y el pulgar, el meñique es adorno pero el pulgar sirve para dar soporte. Entonces enciendo la estufa y pongo el dedo tasajeado entre las llamas. Huele a carne quemada. Tengo que estar cuidando de que no se me quemen más dedos, que no se me quema la mano. Es un problema y me está llevando mucho tiempo. Pero una vez terminado me inclino y ofrezco el dedo a mi perra. De nuevo ella tan linda y obediente se come todo sin dejar restos.

Voy al médico para que me terminen de suturar la piel que cuelga de donde esta-ban mis pulgares; sacaré cita de una vez con el cirujano plástico que me arregló la nariz la semana pasada. La sala de urgencias está sorprendida, y he tenido que inventarme unas historias que servirán para hacer reír un buen rato a mi perra.

Ahora noto que me como mucho las uñas. Estoy intentando evitarlo poniéndome cinta aislante en la boca, pero cuando la retiro, me quedan los labios pegajosos.

VioLeta CaroLina azCona Mazún

De pulgares, orejas y otras partes

Hace un calor terrible, y yo con medias; el sol me quema el rostro a pesar de traer sombrero y esta viscosa plasta de bloqueador solar que me deja la cara brillosa como un cristal a contra luz. A él no le importa su piel porque es feo, pero a mí sí, no quiero que me salgan manchas, soy demasiado joven para tener que embarrarme esas cremas que mi madre usa por las noches. ¡Qué castigo es esto de andar a pie por la ciudad y de la mano de un hombre feo!

Habría que verlo, tan chaparro y gordo, además le he notado unas cuantas verru-gas en la papada y en el cuello, parece un sapo. Y yo tan hermosa, tan espigada, tan blanca y limpia como la leche, pude haber sido actriz o modelo, pero no, estoy atada a éste hombre; es que no lo puedo dejar, y a pesar de lo que me ha hecho sigo aquí, to-mándole la mano. Me voy a esconder debajo de éste carísimo sombrero que me compró hace un mes en París, ¡por favor que no me vea con él! O mejor voy a dejar el sombrero tirado por ahí, a ver si así se apiada de mi piel y de mis piecitos y me lleva a descansar de una buena vez. ¡Yo creo que se ha vuelto loco y me quiere matar de una insolación! Se comporta como un bobo, a veces me trata como una retrasada; me molesto por ello y le grito, entonces me compra vestidos de princesa, libros coloridos, chocolates o me lleva a comer hamburguesas ¡Dios santo, me quiere engordar!, me quiere dejar fea para que nadie más que él me vea.

Ahí viene, habría que ver cómo le rebota la panza, esa sonrisa de idiota, con los ojos entrecerrados, con su paso lento y con comida entre los dientes, es asqueroso, pro-voca pena ajena. Trae un algodón de azúcar en la mano, cree que así le voy a perdonar que no me haya comprado la muñeca que vimos hace un rato en la plaza. Pobre sapo, feo y tonto. Pero cuando lleguemos a casa, le diré a mamá que papá me ha traído a pie todo el día en el zoológico, sin bloqueador solar y sin sombrero.

El hombre feo

Cansada como estoy de tantos gritos, bien podría largarme de esta casa. Pero no; lo aguanto todo. Mi madre me ha dicho que sea obediente, que sea más dócil. Pero es que no puedo, algo en mi interior es rebelde y quiere guerra con la hegemonía masculina.

He visto en la tele esos comerciales sobre el machismo, sobre los derechos de las mujeres. Creo que vivo violencia. Me lo dice cada grito, cada golpe, cada negación de ser quien soy en esta casa.

Y no es que yo sea una dejada, pero mi madre siempre me pide que me comporte, que respete al hombre. Pero ya no será así.

Hoy me pinté los labios de rojo y me puse rubor en las mejillas. Estoy dispuesta a enfrentarlo. Mi mamá está poniendo la mesa, hoy es un día especial, porque es cum-pleaños del macho. Oigo la puerta cerrarse, y oigo a mi madre felicitarlo. Me veo al espejo y sonrío. Bajo las escaleras con actitud soberbia. Me siento a la mesa y ambos se quedan callados.

Mi madre se tapa el rostro.Él toma una servilleta y me limpia el labial de los labios y me limpia las mejillas.

El odio en mi interior crece, en respuesta grito y lloro.¡Cómo es posible que a mis cinco años mi padre me siga tratando como a una niña!

Feliz cumpleaños

—Tal vez usted no me crea, pero así de burrote como me ve, le tengo mucho miedo a la oscuridad.

—No se preocupe jefe, aquí traemos lámparas. Hasta bengalas si quiere…Eso fue lo último que me dijo el guía, mientras esbozaba una sonrisa. Cuando di

el primer paso en la entrada del cenote, una oscuridad abismal me devoró por completo.

Los reptilianos

Para finalizar, camina lentamente entre los asientos, nos mira con desprecio y toma nuestras hojas. Las alza, una por una al aire, saca su encendedor y les prende fuego ante las miradas de todos nosotros. Mi esfuerzo se quema, y las llamas metiéndose en mis pupilas.

Javier “el apuntador” Rivero lo goza, es un maldito. Su sonrisa de payaso, una lágrima en mi rostro. Termina el espectáculo, toma sus cosas y antes de irse, exclama sin complejos con su pose de triunfador —la clase ha terminado. Al salir, veo los autos cruzándose, la noche que llega puntual como las olas desatadas, y la misma rabia de todos los días.

Me voy a casa, la azotea del Hotel Lovecraft. Al llegar, intento dormir pero el jodido sueño de siempre me exaspera: mis padres cogiendo al mediodía. Fahrenheit 451 en el televisor de la sala. Es como un trauma.

Aturdido, regreso a la realidad. Mis ojos ya no se mueven ni se cierran, la sole-dad empieza a humedecer las paredes y una pregunta se suelta por el túnel con pálido altavoz. ¿Qué carajos estoy haciendo?

¡Vaya pensamientos tan jodidos! me digo mientras subo al techo, esperando que sean las 10 de la noche para ir a un concierto de Punk Rock, con mis amigos Manolo Dexter, José Pepe Grillo y el Gustavo Zanahoria. Admiro la ciudad desde las alturas, sentado en la cima de la montaña. Una oscura tranquilidad. Puntos de luces en todas partes, gatos invisibles gritándose entre sí.

Al llegar al bar, con luces tenues y mucho ruido, los chavos lucen el negro. Tra-gos, gritos, y besos furibundos de las parejas. Ambiente de nivel.

La banda sube al escenario. La gente grita, el suelo sucio y mojado, y el alcohol escurriéndose por los cuellos. Estridencia. Todos los cuerpos comienzan a girar como ritual prehispánico, el calor los rodea y los ojos se aceleran, se golpean, las guitarras sin explotar, nadie se detiene.

En mi mundo sólo hay amigos y cervezas, y a veces unas viejas, grita el vocalista. Soy feliz aquí, para qué quiero leer libros si puedo reventarme. Una danza de malditos, guitarras veloces. Para qué quiero escribir, si todo es una porquería. El ruido como arte, la palabra con destino vuela y gira, agoniza y de repente, cae matándose en miles de pedazos y la respiración es una bomba de tiempo que no perdona, los golpes ya no duelen, y el corazón se agita.

El show ha terminado. Un sonar de moscos invisibles en las orejas, producto del ruido constante que cuando desaparece deja un vacío inesperado.

Una llamada, me vibra el bolsillo.—¡Bueno!—¡Hola, mi escritor favorito!, ¿Dónde andas? Ya llegué a casa.—Estoy en la Sekta, hubo tocada de Punk.— Qué fastidios con esa noña.—Sabes que no me gusta esos bares de mala muerte, puros mugrosos van y tú no

lo eres. Ven a casa, te traje un ejemplar buenísimo de Bukowski, y ¡ahh!— grita emo-cionada la mujer que vive conmigo — te conseguí El hombre más triste y solitario del mundo y salpicado de vómito de José Agustín.

Obviamente me emocioné, le dije adiós a mis cuates, y salí disparado rumbo a mi casa para hojear los libros.

Al llegar al hotel, subo rápidamente por las escaleras hasta la azotea. Abro de golpe la puerta de acceso a la locura y todo es silencio y oscuridad. Enciendo las luces y la miro. Ella sentada en la cama, con su cuerpo curvo y delgado que provoca orgasmos, un diminuto short negro de mezclilla le cubre las piernas, una horrible cucaracha en su muslo derecho; es Kafka, se ve radiante con tinta negra. Ella sonríe, como si hubiera estado esperando mi llegada para quitarse la ropa y dejarme ver sus senos totalmente fijos en mí. A su lado están los tesoros.

La beso efusivamente y tomo los ejemplares. La gloria del universo está conte-nida en mis manos.

Bebemos whisky hasta quedar fuera de órbita, lejos de nosotros mismos. Violeta, una fotógrafa que vuelve a extasiarse en mis brazos, en un ciclo de imágenes opacas que circulan a una velocidad incalculable.

Los minutos mareados siguen pasando. Ella desnuda en la cama, se levanta y tras-tabilla. Yo quiero dormir. Va por sus libros, me llama el gran escritor. Me harta. Yo no soy un escritor. Su cuerpo tatuado y los libros. Quiero besar a Kafka. Quiero acariciar a Kafka con demencia, y subir … Elige Las flores del mal. Sus labios, rojo hinchado. Pasos ciegos.

Mientras ella pronuncia estupideces, todo gira, regresa, se deforma. Está leyendo,

La montaña de fuego

JHonny euán CanuL

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Violeta Azcona, estudiante de vete-rinaria quien, determinada a dejarse escuchar por los derechos de la mu-jer, hace que sus personajes, ya sea niñas, jovencitas o jóvenes adultas, tomen decisiones con seriedad, y sean combativas. Sus textos son evidencia y confesión. No paran de ser grito para la reflexión y el cambio de posturas, la transforma-ción y evolución de las sociedades, al reclamar sus errores, y eviden-ciar las nuevas posibilidades. En su discurso, Violeta sabe apretar la voz, el signo, y transcribir un claro uso del lenguaje para desarrollar su propuesta narrativa. Establece la diferenciación marcada socialmente por el género: “Habría que verlo, tan chaparro y gordo, además le he no-tado unas cuantas verrugas en la pa-pada y en el cuello, parece un sapo. Y yo tan hermosa, tan espigada, tan blanca y limpia como la leche, pude haber sido actriz o modelo, pero no, estoy atada a éste hombre; es que no lo puedo dejar, y a pesar de lo que me ha hecho sigo aquí, tomándole la

mano”. “Mi madre me ha dicho que sea obediente, que sea más dócil. Pero es que no puedo, algo en mi interior es rebelde y quiere guerra con la hegemonía masculina”.

Jhonny Euán, un autor que ha sabido caminar de a poco sobre la literatura. Plasma sus lecturas cotidianas en la construcción de sus obras. Los guiños a Bradbury, a Lovecraft como a Cortázar, Borges, Saramago, entre otros son cons-tantes en sus construcciones. La habilidad de Euán consiste en que sus narraciones no sólo son ágiles sino imperiosas. El sexo, la juerga juvenil, las relaciones de pareja, la brutalidad sexual, el desenfreno, la desesperación, todo se cuenta con tal soltura que uno llega al final de los textos con un sabor a menta: “Haces lo que más amo en esta vida, escribir”.

Violeta Azcona y Jhonny Euán Canul son dos autores antologado en Karst. Escritores de la Península Yu-cateca en 2016, compilado por Adán Echeverría y Mario Pineda.

KArst

al borde de la cama, sobre mí…Y se repite. Un sueño, una realidad. Los padres amán-dose, Fahrenheit en la sala. Consumiéndose sin remedio, sangre color fuego por mi cuello, hojas que se extinguen…

Cerca del amanecer el cielo está invisible, sin ganas de vivir. Prendo el estéreo, Simphony Of Destruction de Megadeth.

Ella sin ropa, atada de pies y manos a una silla. Violencia en su cabello, hundida en resaca. Al frente, una montaña de locura, armas dominantes de la mente, apiladas frente al receptor.

El cuarto bien cerrado, Violeta despierta sin comprender y me ve frente a ella. La montaña nos separa.

—¿Qué pasa? ¿Por qué me amarras? — Saberse sometida la hace entrar en pá-nico.

—Lo comprendí, cariño. Tuve un sueño y ya sé que tengo que hacer. —Querida, no necesitamos tener libros, son sólo letras que limitan nuestra mente, nos oprimen y nos dictan lo que debemos pensar y hacer, nos minimizamos al saber que existe un maldito libro, el cual leeremos y leeremos. Tenemos que matarlos, mi amor. Su única función es enseñarnos cosas nuevas, no manipularnos…

La música suena… —¡Qué tonterías son esas! ¡Tú amas los libros!—Los amo, es verdad. Pero no debemos atarnos a ellos, sólo sirven para ser

leídos, luego hay que desecharlos, porque de eso modo usaremos lo que hojeamos con pasión y desenfreno. Los libros sólo nos mantienen viviendo al azar.

—¡Estás enfermo, has perdido la razón!Violeta rompe en llanto, grita débilmente ¡Auxilio! y le lanzo una bofetada, para

luego cubrirle la boca. Casi me muerde la zorra desquiciada.Ya no me importan sus nombres ni sus hazañas; Saramago, Bradbury, Quiroga,

Bolaño. A todos los rocío, sin remordimientos, y luego con mirada maligna y como acto de liberación, arrojo todo mi rencor en ese pequeño palillo con la cabeza quemándose, que cae tímidamente en la montaña.

Una enorme llama que casi llega al techo comienza con la fiesta, la fotógrafa no para de llorar y desear poder hacer algo.

Yo sólo admiro el momento, que arda el mal. Recuerdo todos mis textos muertos, mis ganas de escribir se van. El fuego se esparce por todo el cuarto. Humo negro, la vida se nubla, los sueños, el ambiente se calienta.

Mi querida Violeta. Aún con tanto humo, la hermoseo. Su cuerpo de diosa bañado en sudor. El sonido del fuego, las páginas velozmente se van, me voy, me lanzo, boca arriba. La veo por última vez, sufriendo, atada sin poder luchar.

Aterrizaje. La tortura está aquí, todo arde. Todo se va, sangre hirviendo, el estéreo explota. La montaña colapsa…

Me arrojé, y sólo nos queda la destrucción.

Jhonny Euán Canul (Mérida, Yucatán, 1991). Licenciatura en Ciencias de la Comunicación en el Instituto Comercial Bancario. Asimismo, estudia el tercer semestre del Diplomado en Creación Literaria en la “Leopoldo Peniche Vallado”. Es colaborador de Grupo Megamedia

Sombras—Fue antes de la media noche cuando ella apagó las luces.

Lo primero que pensé fue que todo lo que anhelaba iba a hacerse realidad. Viajé cuatro horas para estar un día entero con ella. Sus palabras por teléfono fueron el enlace perfecto entre mi corazón y mis decisiones. Dijo que quería abrazarme y pasar la noche juntos. Tan juntos que el pasado y todos los rechazos de mi vida amorosa podrían irse a cualquier acantilado.

Dejó la luz del baño encendida al igual que el televisor; junto a la cama se quitaba la ropa con una delicadeza muy excitante. Era una temporada calurosa, arriba el venti-lador emitía el sonido más fuerte y constante del cuarto. A cada momento yo entreabría los ojos ante la expectación de lo que, muy en el fondo, deseaba.

—Muy bonita la historia con tu ex, Marvin. Pero no nos has explicado por qué no quieres salir con Juana Valadez. ¡Anda!, déjate de rodeos y dinos; qué no ves que la tipa se muere porque la mires, porque te la tires, ¡Carajo!

Ante las exigencias de sus amigos, Marvin trataba de mantenerse tranquilo y dar una explicación sólida y que ahuyentara a sus pervertidos compañeros de trabajo, que como en los últimos días, a la salida de la oficina lo hostigaban con preguntas sobre el catastrófico e imperdonable hecho de que, en dos meses de conocerse, Marvin huía de las insaciables y claras intenciones de Juana de comérselo.

—Lo que pasa es que tengo un trauma—, dijo Marvin, con un cada vez más hú-medo nerviosismo en su tímido rostro, y ganas de yacer en una tumba en vez de estar parado en el área destinada para fumar, afuera de las oficinas.

El humo cruzaba su cabello, la luz de la tarde se extinguía y sus cuatro acompa-ñantes se disponían a escuchar, atentos e impacientes, pues el caso les parecía de mucho morbo. Entonces continuó.

—Nada ocurría. El ventilador seguía esparciendo su violencia que desvanecía muy poco el calor de la noche. Y eso era lo más trascendental. Desde muy pequeño tenía la costumbre de dormir en una cama grande, aunque sólo reposaba en una parte de ella. Me recosté a un lado y así lentamente fui cerrando los ojos.

Nunca imaginé que algo así podría sucederme. Ellos trataron de actuar en silen-cio. Pecaron de ingenuos, la naturaleza de los actos impulsados por la desesperación no es nada desapercibida.

Me despertó el ruido de un par de sombras. Los quejidos de mi madre por el impetuoso embate de mi padre sobre ella, al borde de la cama, en aquel motel donde sólo quedaba un cuarto disponible y se suponía que papá dormiría en el sofá. No me moví, estaba aterrado, cerré los ojos y acurrucado esperé hasta que el sueño volviera, mientras ellos, mis padres, se amaban con brutalidad y poca consideración para con su pequeño hijo.

Eran las vacaciones de verano, y como cada año, viajábamos por carretera hacia la ciudad para visitar a mis tíos. Una horrible tormenta nos obligó a pasar la noche en el lugar, donde 26 años después regresé, por azares del destino, con Violeta.

El recuerdo de esa escena seguía vigente. Era como una serie de imágenes defor-mes que recorrían mi cabeza cada vez que intentaba hacer el amor con una mujer. Por eso cuando ella se acostó sobre la cama, me abrazó y besó, notó lo mismo que todas las mujeres con las que estuve a punto de hacerlo: un miedo atroz, un llanto silencioso.

El ventilador seguía siendo el protagonista más activo de la seca nocturnidad; en la televisión se veía una película sobre hombres ricos, y no pasó mucho tiempo para que ella adquiriera el estado de un cadáver, inmóvil cuerpo cuya respiración me ator-mentaba y excitada al mismo tiempo. Y así, lleno de tristeza y con la erección que no decrecía, cerré los ojos y esperé hasta que el sueño me dominara, mientras ella dormía en el lado derecho, dándome la espalda. Diciéndome con su desnuda espalda: adiós.

■ Fotografía de Claudia Bolio

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Domingo 39 de septubre de 20166

*Sabe dios que mis faenas comenzaron hace demasiadas lunas. Las muchas marcas en mi cara lo comprueban. Nací en Medinat Al Zahara en el año 340 de la Hégira, en el momento preciso en que el gran Abû al-’Âs Al-Mustansir Bi-Allah Al-Hakam Ibn ‘Abd Ar-Rahman sucedía a su padre como califa en la más rica y hermosa de las ciudades en los reinos españoles. Siendo, como fui, hijo del más grandioso médico de la corte, se dispersó de inmediato la noticia del favor divino que hizo que el momento de la ascensión del sucesor del enviado y aquél en que yo nací fueran el mismo.

Al Hakam II, como se conocía al hijo mayor de ‘Abd Ar-Rahman el tercero de su nombre, me tomó en-seguida como su protegido. Mi padre nunca estuvo de acuerdo con ello, pero poco o nada podía hacer en contra de la voluntad del nuevo califa, quien no tenía más que externar algún deseo para que su riqueza y su poder lo tornaran en una realidad lo más cercana posible a sus imaginaciones.

Yo, como hijo de uno de los médicos principales, vivía en el palacio y, como favorito del califa, prácti-camente vivía en su recámara, en donde mi única tarea consistía en inventar juegos para practicar en compañía de los esclavos y esclavas y, de vez en cuando, con algún súbdito, hombre o mujer, que fuese del agrado de Al Hakam, en las cotidianas bacanales que ahí se sucedían.

No son estas las faenas, desde luego, a las que me he referido anteriormente, pero acaso ayuden a bocetar mi personalidad primera, de la infancia y de la adoles-cencia, que tan lejanas (en el tiempo, la distancia y la memoria) y tan ajenas me parecen ahora.

Así, mientras mi padre, prominente hombre de ciencia, dedicaba sus días a la traducción de antiguas obras, inventando y perfeccionando instrumentos quirúr-gicos y elaborando sus complejos y bellos manuales de lectura y medicina y curando enfermos tanto en la corte como en las casas y las calles de la ciudad, yo desperdi-ciaba mi salud y mi juventud en ejercicios vacuos cuya banalidad, ahora, de sólo pensar en ella, me exaspera.

Yo creía ser feliz, pero mi felicidad estaba entonces supeditada siempre a la felicidad de otras personas. Salvo Al Hakam II, nadie me tenía en real consideración. Me tenían por una especie de accesorio del califa o, peor aún, como hijo del médico. Una mascota, acaso. Y como tal me daban premios, me proveían de lujos y de adulacio-nes constantes, pero igualmente superficiales y vacías, y destinadas, de algún modo, al califa o a mi padre y no a mí y, sin embargo, tan embebido estaba en esa vida de excesos y placer, que nunca me permití reflexionarlo. Fui, lo reitero, feliz. Pero esa felicidad era, como tantas cosas a mi alrededor, de pacotilla, de oropel.

*Cuando cumplí catorce años, mi padre estaba trabajando, como siempre, en uno de los vo-lúmenes de su hermoso y ahora muy famoso libro conocido como Tasrif (y cuyo nombre completo es Qatîb al tasrîf liman ‘agiza ‘an al-ta ‘âlif: El libro de la práctica médica), un compendio magnífico, a partir del cual mi padre adquirió gran renombre y prestigio como médico. Los esquemas de los instrumentos que él mismo había inventado se reprodujeron en todo el mundo conocido, y el nombre de mi pa-dre fue célebre hasta en el rincón más apartado de la civilización.

Yo, mientras tanto, lo odiaba clandes-tinamente y evitaba tener cualquier tipo de contacto con él. Esto era, por supuesto, impo-sible, pues su influencia llegó a notarse en los asuntos más nimios; en la vida cotidiana que se sucedía a mi alrededor. La ciudad entera le rendía tributo y su fama llegó a compararse con el del mismísimo Al-Yayaní, el médico judío, también llamado Hasday Abu Yusuf ben Yitzakh ben Ezra ibn Shaprut, uno de los hom-bres de confianza de Abderramán III, el padre de Al Hakam, quien, por otra parte, lo tenía igualmente en alta estima.

Hay que decir, sin embargo, que si bien mi padre era también bastante cercano a Al Hakam II, sus razones eran radicalmente distintas a las mías. Como uno de sus médi-cos, cuidó de sus dientes y sustituyó algunas piezas cuando las perdió debido a una rara enfermedad que hacía sangrar a sus encías y

retraerlas de feo modo, le imponía (o, más bien, trataba de imponerle) dietas y preparaba medicinas y trata-mientos completos con diversas plantas aromáticas, con las cuales varios esclavos masajeaban las carnes de mi amado protector.

Yo me percaté para entonces que por las noches llegaba a registrar mucho de lo que hacía con Al Hakam. Cuando tiempo después encontré en su biblioteca las notas que integraría al cuarto volumen del Tasrif, el cual, como se sabe, explica cómo tratar la enfermedad de la gordura, supe que estaba haciendo experimentos con el califa.

Pese a mi sorpresa e indignación, a pesar de consi-derarlo, no me fue posible exponer a mi padre ante el ca-lifa, pues en mi fuero interior sabía que esa información habría de ser útil y benigna no sólo para Al Hakam, sino para muchas generaciones en los años por venir; después de todo, sus tratamientos, suministrados en la época de Abderramán III, con el apoyo del judío Al-Yayaní, habían contribuido en forma considerable a que el rey Sancho I, llamado el Craso o el Gordo, recuperara su fuerza y su figura, combatiera y regresara al trono de León, que había perdido años antes a manos de su familiar, Ordoño III, para luego traicionar al califa.

En verdad tenía la esperanza de que los conoci-mientos de mi padre ayudaran a recuperarse a mi vene-rado Al Hakam.

*Entre las pocas cosas que logré sacar de Córdoba tras mi partida se encuentran un par de libros, un par de túnicas que he utilizado hasta convertirlas en harapos, un sólo par de babuchas (que resultaron demasiado lujosas para via-jar) y un cuaderno con apuntes que recién he encontrado, tras abrir, después de muchos años, un viejo cofre, que compré al llegar a Bagdad con las últimas piezas de oro que me había dado mi padre.

A más de lo ajena que me ha resultado la escri-tura, me sorprendió el hallazgo de este fragmento, que

presagiaba el final de aquella, mi primera vida, mi falsa felicidad:

El califa cruza los brazos sobre su prominente barriga. Cree que eso la disimula, que lo hace ver más delgado, que sus brazos, gruesos como troncos, se ven más fuertes.

El espectáculo se desarrolla impertérrito ante él. Su presencia torna sublime lo que en cualquier otro lado sería decadente. Las mujeres se besan unas a otras y frotan mutuamente sus desnudos pechos. Entra el primer danzante. Personifica al aire. Conozco al actor. Su nom-bre es Gonçalves. Está cubierto por una túnica blanca, compuesta por varias capas de un material muy liviano que se ondula con cada movimiento, con cada salto.

Sus barbas, de por sí de un color muy claro, fueron teñidas de blanco. Parece un anciano, de no ser por sus ojos, que derrochan vitalidad, por sus manos de porcelana.

Gonçalves sale por un costado mientras por el otro entra Karou Baane; un prodigioso ejemplar de la raza negra, traído de pequeño desde el Congo y vendido como esclavo al califa.

Su baile es lo opuesto al de Gonçalves. Sus movi-mientos, como él mismo, son pesados. En nadie como en él se entiende mejor la expresión de que la oscuridad es sólo comparable con la de la luna nueva o con la del mar en una noche borrascosa.

Su vestimenta, una especie de largas tiras de colo-res café oscuro y negro, que representan raíces, acentúan lo oscuro de la piel, negra entre lo negro.

Karou se sacude con fuerza. Su cabello, raíces de ébano, se mueven describiendo círculos; sus ojos se entornan, se cierran los párpados, junta de vez en vez la palma de las manos. Personifica, ahora lo entiendo, a la semilla, en una especie de acto previo a la eclosión, que ya viene. Detiene sus movimientos de golpe. Abre sus ojos, blanquísimos. Sus pupilas están escondidas.

Ahora está completamente estático. Es un árbol. Las mujeres ponen frente a él una mampara enorme, que llega hasta el techo, en la que se proyecta la sombra de Karou, que crece a un ritmo lentísimo. Sus ramas se extienden, se llenan de follaje que luego cae. Siguen cre-ciendo hasta ocupar la habitación completa.

A pesar de lo espectacular del acto, hay algo que me molesta: no sé a quién se le ha ocurrido que un árbol pudiera ser un símbolo de la tierra. Se lo hago saber a Al Hakam susurrando mi opinión en su oído. Él asiente y ríe.

Retiran la mampara. El actor ahora danza espasmó-dicamente. Se acercan a él muchas mujeres y comienzan

un grotesco acto sexual... ¿la fertilidad de la tierra?... Al Hakam talla su entrepierna. No pasa mucho tiempo hasta que dice que desea tomar un baño. Se suspende el espectáculo. Es una lástima. En realidad deseaba ver lo que harían para representar a los otros dos elemen-tos. Acompaño al califa al baño. Vienen con nosotros varios esclavos y esclavas. Vienen también Karou y Gonçalves. La orgía no me provoca especial placer. Me retiro y duermo, por primera vez en meses, en casa.

Al despertar por la mañana, un sirviente me hace saber que mi padre se encuentra en el palacio de Al Hakam, que había sufrido su segunda apoplejía.

*A los pocos meses de lo narrado, el califa y mi padre tuvieron una clara ruptura. Poco después de eso, Al Hakam II prohibió mi entrada a sus aposentos. El resto de la corte me trató a partir de entonces como a un perro.

En las calles, sin embargo, todo seguía casi como de costumbre, pues mi padre era muy querido, después de muchos años ejer-ciendo sus labores como médico sin cobrar a la gente sino lo que pudiera pagarle.

Empecé a tratar mejor a mi padre. Com-prendí en buena medida la distancia que man-tuvo siempre conmigo, su lejanía y su disper-sión.

Con el tiempo comenzamos a tener con-versaciones. Descubrí por primera vez el brillo de sus ojos y su enigmática sonrisa, y algo imposible de describir en esos dos sorpresivos rasgos de mi padre me hizo feliz.

Un día resolví preguntarle qué era lo que lo había distanciado del califa y me dijo, como quien dice cualquier cosa, que Al Hakam II había querido ordenarle que le otorgara el don

Regreso a Maikh’ Sikh y otros cuentos (parte 7)

FrAnCisCo MorAles hoil

El secreto del Tasrif (I)

■ Ilustración de Pavel Santa Rosa

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Domingo 39 de septubre de 2016 7de la inmortalidad (recuerdo que dijo eso mientras masticaba un bocado de kibbe). Fue la única vez que tocamos el tema.

La duda, sin embargo, persistía: ¿Era posible que mi padre hubiese encontrado una fórmula para conservar la juventud del espíritu? Decidí entonces que así era. Un extraño instinto me sugirió en ese momento que el secreto de la inmortalidad estaría sin duda codificado en el Tasrif, y me dediqué a repasar la vasta obra, que comprendía ya entonces cuatro decenas de tomos, muchos de ellos, aún en desarrollo.

Rápidamente me di cuenta de que no me equivocaba: Varios de sus fragmentos versaban sobre diversos métodos para mantener al cuerpo fuerte y saludable por mu-chos años, retrasando la caída de los dientes y la degradación de los músculos y los órganos. De tantos otros, se desprendía la posibilidad de mantener la tersura y tirantez de la piel mediante cirugías estéticas y correctivas. No tardé en hallar las claves, con-sistentes casi siempre en notas escritas al margen, con una tinta diferente a la que se había usado en el cuerpo del texto. Preguntas, cálculos, fórmulas distintas, dibujos de instrumentos, herramientas y recipientes que no existían aún. Comencé a tomar mis propios apuntes, a resumir y registrar todo aquello que pudiese estar relacionado con aquella búsqueda. Tras un año, miles de páginas leídas atentamente una y otra vez y muchos cientos de páginas copiadas, consideré que no había más fragmentos qué regis-trar en mi compendio. Le puse el título: Alkashif ean sirr alkhulud qra’at fi Al-Tasrif: La revelación del secreto de la inmortalidad como fue leído en el Tasrif y lo envié con un sirviente de confianza al palacio del califa.

ué factores provocan que el pequeño lec-tor mantenga cercanía constante con los li-

bros? una de ellas es el texto que el es-critor le ha propuesto y lo ha liberado para atrapar el interés de los niños, esa identificación se da porque en el cuerpo de la historia encontró palabras que él emplea a diario en la escuela, en casa, en las horas y lugares donde juega, porque también escucha a sus amigos emplearlas. Ésa es sólo alguna de las razones de la proximidad que hay entre el niño y sus libros.

¿Cómo acercar un libro con una historia e ilustraciones nuevas a los niños? Sugerirle a los papás que a diario se hable de libros dentro y fuera del hogar, de lo que le pudieron haber leído hace unos días, de un libro nuevo que algún otro papá sugirió mientras esperaban la salida de los niños de la escuela o de la recomendación que hizo el lector de las noticias en un noticiario nocturno, o bien, el entu-siasmo generado al enterarse que en la calle donde viven abrirán pronto sala de lectura.

Que a diario el niño escuche esas alegrías porque alguien en casa está leyendo un libro. Considere la oportunidad de visitar constantemente una librería, él o los libros que com-pren pueden compartirlos dentro de casa. ¿Y si hay un libro, que además del texto escrito, cuente con ilustracio-nes? ¡Mucho mejor! Qué gran oportu-nidad será, antes de la lectura, iniciar observando con atención el trabajo del ilustrador ¿Qué le están contando las ilustraciones, por qué esos colores y la concepción de los personajes?, una vez que se haya hecho el recorrido vi-sual, poder comentar qué historia han imaginado cada uno. Estoy seguro que continuará buscando libros ilustrados

de la autoría del artista gráfico recién descubierto.

¿Y si el libro no está ilustrado y lo habitan sólo las palabras? Procure un libro con un texto impreso breve, recuerde que lo compartirá con los niños, o bien, el niño les hablará de él a sus compañeros de clase, a sus amigos, es por eso la sugerencia de un libro con un cuento o un poema corto, sobre todo para quienes recién exploran la palabra y las imágenes im-presas. Vayamos despacio, sin llegar a la desesperación.

¿Sabrá usted, amable lector, de los gustos literarios de sus hijos? Ha-brá a quien le guste escuchar o leer cuentos donde haya fantasmas y apa-recidos, a otros quizá les gusten las historias sobre piratas, habrá quien tenga fijación por los elefantes, las hormigas y los rinocerontes, deberá haber niños que les gusten los cuentos sobre el mar o los viajes a la luna, las naves espaciales, las estrellas y los cometas. Y a muchos quizá tengan gusto por la brevedad que se degusta en la poesía. Por ahí también puede andar, por los gustos, buscar libros en la biblioteca de acuerdo con las afini-dades de ellos. No olvide que en las bibliotecas hay préstamos a domicilio.

¿Y si salen de viaje o hacen alguna excursión corta? No estaría por demás considerar y llevar con ustedes un libro relacionado con aventuras o paseos.

El universo que existe en el inte-rior de los libros es infinito. Hay mu-chos por descubrir y por leer, autores por conocer y mundo por recorrer, esto gracias a las palabras, las que también nos ofrecen dosis de alegría a través de la lectura y la visita a las páginas impresas en los libros.

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paisaJes en eL papeL

José Cruz doMínguez osorio

◗ Acercar los libros

¿Q

ues habrá que tenerlos muy azules, como Rojas Azules para atreverse a escribir un texto como Los fun-

damentos de la Literatura, a la manera de Raymond Queneau, a la manera de David Hilbert (inédito). Ahí, el Azules cuenta que en 1891, Hermann Wiener dicta la conferencia Sobre los fundamen-tos de la geometría, y entre los asistentes se encuentra David Hilbert –quien habría de convertirse en uno de los matemáticos más destacados del siglo XX. Tras la con-ferencia, en la estación del tren, Hilbert piensa en voz alta:

En vez de punto, recta y plano uno bien podría decir vaso, jarra y mesa.

Esta reflexión representa la vuelta de tuerca definitiva en los esfuerzos de Hilbert por convertir la geometría –con-siderada en aquellos días una ciencia na-tural- en una ciencia matemática formal. Sus esfuerzos culminarían en 1899 en la publicación de Los fundamentos de la geometría, uno de los libros más influyen-tes en la historia de las matemáticas donde se logra axiomatizar, de manera hasta en-tonces definitiva, la geometría euclideana, dice Rojas Azules.

Hilbert fue contemporáneo de Ray-mond Queneau, escritor, poeta y novelista francés, cofundador de Oulipo, miembro del Colegio de Patafísica y director de la Encyclopédie de la Pléiade.

Estudió en la Sorbona de París, tanto matemáticas como letras. Se gra-duó en filosofía y psicología y, en su momento, se sintió atraído tanto por las matemáticas como por las letras y, en su momento, por el movimiento surrealista. Después de un viaje a Grecia en 1932 em-pezó a reflexionar sobre las divergencias existentes entre las lenguas habladas y las lenguas escritas, divergencia evidente en el griego pero también en el francés. Estas reflexiones las plasmó en diversos artícu-los sobre el «neofrancés» y las utilizó en sus novelas. Escribió su primera novela Le Chiendent, publicada en 1933.

Vivió de su trabajo como perio-dista, realizando pequeños trabajos, y luego, a partir de 1938, de su colaboración con la editorial Gallimard en la que fue traductor, lector, miembro del comité de

lectura, entre otros.En 1947 se publicaron sus Ejerci-

cios de estilo (Exercices de style). Fue también el inicio de las primeras publi-caciones que realizó bajo el heterónimo de Sally Mara. El 11 de febrero de 1950 fue nombrado «Sátrapa Trascendente» del Colegio de Patafísica.

Amante de las ciencias (en 1948 entró en la Sociedad Matemática de Fran-cia), Raymond Queneau siempre intentó aplicar normas aritméticas en la construc-ción de sus obras. Con motivo de un co-loquio sobre su obra, Raymond Queneau et une nouvelle illustration de la langue française, celebrado en septiembre de 1960, en diciembre de ese año fundó el Séminaire de littérature expérimentale (Selitex), un grupo de investigación lite-raria y científica que posteriormente se convirtió en el OuLiPo (Obrador de Lite-ratura Potencial).

En su texto Rojas Azules cuenta que en 1979, Queneau retoma los Fundamen-tos de la geometría de Hilbert, e inicia una transcipción donde remplaza “punto” por “palabra”, “línea” por “oración” y “plano” por “párrafo”. Publica algunos avances como Los fundamentos de la literatura y fallece el mismo año sin haber concluido la transcripción.

Mané dice que así le gustaría ser cuando sea grande, en tanto se deleita con el texto de Rojas Azules, quien comienza su “poemario” con Los Cinco Grupos de Axiomas, empezando con los elementos básicos de la literatura:

Consideremos un sistema de tres elementos distintos/ palabras, oraciones y párrafos./ Dichos elementos tienen ciertas relaciones mutuas/ se encuentran en/ se encuentran entre/ son paralelas/ son con-gruentes y/ son continuas./ La descripción completa de dichas relaciones/ estará dada por/ axiomas de conexión/ axiomas de orden/ axiomas de las paralelas/ axiomas de congruencia y/ axiomas de continuidad.

El resto del texto expone poética-mente todos estos grupos de axiomas, una especie de “matematización” o axiomati-zación poética de la literatura, al estilo de Quenau, inspirado en Hilbert.

Axioma 1.1 de conexión: Dos pala-bras distintas determinan completamente una oración.

Axioma 1.4 de conexión: Cua-lesquiera tres palabras, no todas en la misma oración, determinan por completo dicho párrafo.

¿Qué tal?

Axiomática LiterariaMAnuel MArtínez MorAles

Y así, a la manera del que sabeRaymond Queneau se dio a investigaciones,

hurtos y múltiples reapropiacionesy al fin dio con la historia que es clave:

los fundamentos de la geometría.David Rojas Azules

P

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Domingo 39 de septubre de 20168

Ese día, antes de agarrar camino, mi mamá le encargó a mi papá que le trajera frijol de temporada. Recuerdo que era el último de julio de 1941, yo tenía casi diez años. Ya veníamos de regreso con todo y el mandado cuando lo mataron. Veníamos a caballo de Miquetla. Antes, por acá ése era el modo de ir de un lugar a otro, no había carros ni carreteras.

Mi papá, Lucio Díaz, supuestamente no tenía enemigos, porque él y sus hermanos nacieron y se criaron aquí, en Teayo, y así es todavía por acá, casi una sola familia. En aquel entonces él, mi mamá, mis tres hermanos más chicos Imelda, Plutarco, César y yo, vivíamos en la casa de su mamá, la abuela Celidonia Rocha.

Él se dedicaba a comprar puercos y vacas por los ranchos, y cuando juntaba cinco, diez, quince o más, los llevaba a vender a Cincuenta y Dos. Para llegar allá se iba por Tihuatlán y luego quién sabe por dónde. Yo nunca conocí esos caminos. Te hablo de los tiempos en que Poza Rica no existía, por allá sólo estaba Cincuenta y Dos.

Cuando venía de vender los animales, pasaba a visitar a su hermana, la tía Basilia, que estaba casada con Pancho Vite, uno de los comerciantes grandes de Tihuatlán.

El tío Pancho tenía muy buenas relaciones con las autoridades de ahí pues era, como decimos ahorita, un coyote, que compraba la vainilla barata a las gentes que se dedicaban a cultivarla. La vendía a una de las familias más adineradas de Papantla, ésta la llevaba a los grandes mercados y allá la daba a buen precio.

En una de esas visitas el tío Pancho le dijo: “Lucio, qué bueno que pasaste, porque te voy a dar un recado para que se lo lleves a Melquiades. Dile que me dijo el presidente municipal de aquí que se cuide, por-que hay una orden de aprehensión contra él. No quiero que tenga problemas. Dile que deje de venir un tiempo, porque si se aparece por acá, cumplirán esa orden”.

Es que no todos los que se dedicaban a llevar animales a Cincuenta y Dos los compraban. Algunos se los robaban, como el primo hermano de mi papá, el tío Melquiades Díaz.

Cuando regresó a Teayo dio el recado, pero el tío Melquiades tomó las cosas de otro modo. Pensó que mi papá lo había denunciado. De ahí le nació el coraje. Para vengar la supuesta traición buscó un matón, y des-pués se fue a la chicleada, por el rumbo de Campeche. En aquellos tiempos allá era lo más lejos que se iba la gente a trabajar, tomaban un barco en Tuxpan que tardaba quince días en llegar.

Aquella tarde de julio veníamos en el camino de Miquetla a Teayo, precisamente de haber comprado una vaca, y una persona le comentó a mi papá que en Naranjal vendían otra. Pero era sólo una trampa para que el matón se acomodara en el camino por donde pa-saríamos más tarde. Seguramente le dijeron “por aquí anda Lucio. Ahora es tiempo”.

Fuimos a Naranjal, nos trajimos la vaca, y con la que habíamos dejado en Miquetla se hizo la mancuerna que él jalaba con una riata y yo arriaba por atrás. En la cabeza de la silla de mi caballo amarramos el morral con el frijol que habíamos conseguido, seguramente era para unos bocoles pintos.

De pronto oí tiros, pero estaba tan chamaco que no supe ni de dónde habían salido ni a dónde habían ido a parar. Enseguida papá me gritó “¡apúrale a las vacas que ya me hirieron!”.

Eso fue lo que traté de hacer, arriarlas, pero los animales no se movían. Ese día entendí por qué cuando una persona es pachorruda le dicen que carga más sebo que una vaca. Aún así, él aguantó y las jaló como quinientos metros de camino. Antes de desvanecerse, intentó bajarse por sí solo del caballo. Todavía alcanzó a decirme “ve a avisarle a tu tío Sixto que me hirieron”.

Nomás lo escuché y que me arranco corre y corre en mi caballo. Pasé por la casa de la abuela Celidonia y ni la vi. Pero ella sí, y dicen que me gritaba “¡ey!, ¿a dónde vas?, ¿a dónde se quedó tu papá?”. Yo sólo pen-saba en encontrar al hermano de papá. Llegué y le dije lo que había pasado, me preguntó que quién había sido. “Pues no sé, le tiraron del monte”, contesté.

Entonces, mi tío rápido ensilló su caballo, agarró

una carabina que tenía en la bodega y no sé qué más. Yo no lo esperé, nomás le di la razón y me regresé a donde había dejado a mi papá. Para ese entonces, del morral con el frijol no quedaba nada, lo anduve regando por todo el camino y ni cuenta me di.

Cuando volví a donde estaba mi papá tirado, ya lo encontré muerto. Detrás de mí llegó mucha gente de Teayo y entre todos hicimos una parihuela para llevarlo a la casa.

Con su asesinato empezó la desgracia de la fami-lia, porque mi tío Sixto juró que no descansaría hasta vengarlo. Luego, luego se puso a investigar y sacó en claro que el tío Melquiades estaba detrás del asunto. Los primeros días lo anduvo venadeando, hasta con lonche se iba a buscarlo al monte, pero te digo que él, una vez que contrató al matón se fue a la chicleada.

Otro pariente de nosotros que también se invo-lucró en la rencilla fue el tío Sabino López. Andaba también por allá, por el rumbo de Campeche, y tras la desgracia le mandaron una carta en donde le avisaron lo que había pasado, y le pidieron que se viniera para cuidar el ganado que había dejado mi papá, no mucho, pero sí había dejado animales. Y se regresó.

Meses después el tío Melquíades regresó y solito se acusó, porque estuvo muchos días encerrado en su casa. No se enseñaba, eso daba a entender que algo temía.

Hasta que un día salió a la tienda de la difunta Eduviges y se recargó en uno de los horcones del co-rredor. Como justo enfrente quedaba la tienda de mi tío Sixto, éste lo vio y luego, luego que agarra la carabina, la carrillera y los cartuchos. Siempre traía a la mano su pistola, pero sintió que no era suficiente.

El tío Melquiades estaba muy tranquilo, recar-gado en un horcón, cuando el tío Sixto le llegó por detrás, lo encañonó y le dijo “mira, así se matan los hombres”; que se da la vuelta para ponérsele de frente, y al darla que le llega el primer tiro. Al horcón donde estaba recargado le quedó una marca, porque unas pos-tas pegaron ahí y otras más en el cuerpo.

Ya herido no pudo sacar la pistola, entonces corrió adentro de la casa de la difunta Eduviges, que estaba ahí mismo, junto a la tienda, yo pienso que ya no halló qué hacer, se sintió herido y acorralado.

Terminó escondido debajo de una cama y mi tío Sixto sin pensarle tanto lo siguió hasta ahí, le gritó varias veces “¡sal de ahí, te voy a matar como al des-almado que que eres!” . Enseguida, llegó la familia del tío Melquiades y se lo llevó moribundo, pero minutos después falleció.

Entre llantos y sollozos mi mamá dijo “este es el día del juicio”, pero no paró ahí el asunto, porque mi tío Sixto enseguida se fue a buscar al primo, Mauro Díaz, hermano de Melquíades, para matarlo también. Quién sabe por qué. Él andaba trabajando por el rumbo de Ojital —por allá tenía un terrenito— y al oír que en Teayo había disparos agarró camino y que se encuen-tran. Ahí mismo se enfrentaron.

Al tío Sixto le tocó una posta, una sola, pero entre cuero y carne, y lo único que pudo hacer fue meterse al monte. Tiempo después nos contó que se guareció en un cedro grande y grueso, de esos que había antes. El otro ya no hizo por buscarlo, y que se viene a Teayo.

Estábamos lamentándonos enfrente de la casa de la abuela Celidonia, y en eso que llega corriendo en su mula el tío Mauro Díaz y atrás de él el tío Sabino Ló-pez, que enseguida se había puesto al tanto del asunto. Éste que brinca de su yegua al suelo, al tiempo que le jaló al gatillo de la carabina —como ellos sabían de ar-mas, porque eran cazadores de venados—. No lo mató, sólo lo hirió, porque el tiro fue de lejos. Una sola posta le entró, en el músculo que tenemos detrás de la pierna, pero con ese tuvo.

De esos tiros le tocó uno sin querer a un chamaco de los que estaba lamentándose con nosotros. Por eso frente a la casa de la abuela Celidonia en lugar de uno, cayeron dos.

Mientras tanto, la gente se aprestaba para acom-pañar en el velorio del tío Melquiades. Mi mamá, que hasta el último día de su vida lloró el asesinato de mi papá, también fue. Te digo que en Teayo éramos y se-guimos siendo casi una sola familia. Ella qué, no era la culpable de lo sucedido y así lo tomaron las demás per-sonas, porque nadie vio mal que llegara a velar y rezar por el descanso eterno del hombre que había mandado matar a su esposo.

Fue una cosa triste, un muerto y tres heridos. Aunque nosotros no supimos de mi tío Sixto en ese momento, porque él, una vez que se dio cuenta que el tío Mauro Díaz no hizo por meterse a buscarlo al monte se fue –sangrando y cojeando– a Ojital, donde toda la gente lo conocía.

Llegó a la casa de un señor que se llamó Herlindo y le dijo “maté a Melquiades en Teayo, luego me agarré a balazos con Mauro y me tocó una”. El señor lo aten-dió y le avisó a la gente de la comunidad que tenía un amigo escondido. También les pidió discreción y que lo ayudaran a llevarlo a Tihuatlán.

Así fue. Cuando supieron de quién se trataba, nadie se negó. Cargaron a mi tío en parihuela, y yo creo que esa misma noche o en la madrugada del siguiente día llegaron y lo escondieron en casa de la tía Basilia y el tío Pancho Vite.

Éste le dijo al presidente “tengo a mi cuñado en la casa, está herido, quiero que me ayudes. Si te vienen a decir que tengo una persona escondida, tú ya sabes de qué se trata. Quiero que me apoyes en eso. Yo lo voy a mandar lejos, pero que se alivie”.

Una vez aliviado, el tío Pancho le dio dinero al tío Sixto para que se fuera un tiempo a Campeche, no me acuerdo cuánto, pero no fue mucho, y regresó a Teayo.

Para entonces los enemigos ya se habían ido: Mauro a Coatzintla y su otro hermano, Mundo Díaz, pa’ Álamo. Aunque éste nunca se metió en el pleito, al ver la situación decidió irse de aquí. Por allá murieron.

La familia quedo mal, luego de eso tardó para que hubiera armonía. A nosotros nos sacaron de la casa de mi abuela Celidonia, y mi mamá y yo terminamos de criar a mi hermana y mis hermanos con la venta pan y tamales; pero ella nunca más nos hizo bocoles pintos, por eso pienso que el frijol que le encargó a papá aquel día y nunca llegó era para eso.

El tiempo no me ha aliviado, seguido sueño con el día en que mataron a mi papá, Lucio Díaz. Recuerdo llorando. Me vuelvo a dormir y lo vuelvo a soñar.

Los Díaz

Karina de La paz reyes díaz