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Tabla de contenidos

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

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Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Si te gustó...

Biografía de la autora

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La Noche de las NuecesSerie Durham Nº 3

Dorothy McCougney

dorothymccougney.com

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• Capítulo I •

Condado de Durham,Inglaterra. 31 de octubre de 1827.

Halloween.

Ella se veía dorada la primeravez que la vio, a la luz de unafogata; pero no: ella era blanca,muy blanca, tanto que la pielparecía de plata si la iluminaba unaluz fría.

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El primer encuentro fue en laNoche de Cascar Nueces, como loscampesinos llamaban a Halloween.Entonces aquella mujer, mitadverdad y mitad fábula, era una puraalegoría de la luna de Samhain.

Las copas de vino barato girabanalrededor de la fogata, pasando demano en mano. Edward miraba laescena a través de los agujeros dela ridícula máscara de toro que lecubría la cara, una idea por demásdesopilante que había surgido de lamente metafórica de McKay y luegohabía sido apoyada por su hermano.

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«Ve con nuestros amigosescoceses», «Tendrás quedivertirte, o aprender algo, almenos», «Será un buen lugar paraque conozcas las tradiciones denuestra tierra». «Ah, los hermanosMcKay y sus ocurrencias paradespejar a uno las ideas deltrabajo», pensó el extraño invitado.

Las voces de los presentes seanimaban al ritmo que se vaciaba elcontenido de las botellas dealcohol. Edward se había negado atomar, perseguido por la idea deque aparecería, a la mañana

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siguiente, tirado sobre su vómito enel campo, con esa ridícula máscara,y alguien lo encontraría, paradeshonra propia y de lasgeneraciones venideras.

Una de las mujeres se apretaba albrazo de uno de los oyentes. Lemostraba un repollo que habíasacado a ciegas de un campocercano, y pretendía que el destinoamoroso de ambos podía leerse enlas nervaduras. Este personajefemenino miraba el tallo, quizásevaluando su forma, y comía lashojas de la col de a trozos

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pequeños.

Los seres fantasmagóricos de losmás variados tipos deambulabanpor las historias de los presentes,que se turnaban para contar sus«propias» experiencias una y otravez. Edward no creía en lashistorias, pero reconocía que unospocos tenían talento para lanarrativa.

Imbuido en el tono espectral delrelato de un hombre que habíaencontrado a un caballero sincabeza flotando sobre la bruma delbosque estaba él; un tanto

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interesado, un tanto impresionado;cuando una presencia femenina, a laque antes había llamado para sí «labruja dorada», se sentó a su lado enel tronco viejo de árbol que hacíalas veces de asiento.

Se giró y la miró a través de sumáscara cornuda. Le impresionaronsus labios pálidos, propios de lapiel más falta de vida, asomándosedebajo de un antifaz que le cubríacasi toda la cara, y su mentón,blanco como el mármol de lamuerte. Larguísimos y finoscabellos albinos le caían hasta la

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cintura, sueltos y algo enredados,formando pequeñas ondas, por elpecho y por la espalda. No sabíacómo había logrado ese efecto,pero se apresuró a pensar que setrataba de una peluca.

Lo miró con un atisbo de sonrisadesde el hundimiento de suspequeños ojos claros, aunque enese momento Edward no podíajuzgar exactamente el color. Ella nose mostró impaciente por elsilencio entre los dos.

Alzó una mano hasta uno de loscuernos de su máscara y Edward

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vio cómo los dedos lo rozaron enmovimientos ascendentes ydescendentes.

—Lindos cuernos —dijo una vozque claramente no era de unajovencita.

Desde ese momento le obsesionóla idea de su edad, pero le eraimposible determinarla. El vestidonegro que la cubría casi porcompleto, a excepción de los senosexuberantes demasiado a la vista,tampoco le permitía demasiadaobservación. La lozanía de sucuello y de sus manos hablaba, sin

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embargo, de una mujer joven.

Ella le tomó el antebrazo entre lasmanos sin quitar la sonrisa mientrasEdward la miraba de arriba abajo.

El hombre-toro se dijo que lascampesinas no eran educadas en elmismo código de conducta que lasmujeres de buena cuna, y que nodebía asombrarse del proceder deaquella invitada. Después de todo,la fiesta era bastante licenciosa. Élhabía visto varias personasdesplazándose hacia la intimidadde los árboles del bosque, y esanoche parecía valer todo.

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—Usted obviamente no es deaquí.

Edward le sonrió.

El acento y la pronunciación leparecieron muy correctos para unacampesina, pero no supo si teníaque hablar. Hasta ese momento lohabía hecho lo mínimo posible,porque temía que su voz delatara suidentidad.

La mujer se aferró más al brazomasculino e inclinó la cabeza sobreel hombro de Edward. Algunos desus cabellos cayeron sobre la manodel hombre, haciéndole cosquillas.

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Él los deslizó entre sus dedos,procurando que ella no lo notara,con intención de averiguar si erannaturales. No podían ser canas, laedad no lo permitía, pero la texturaera muy realista.

—Yo sé su nombre —dijo lamujer con una voz sibilante,lanzando su aliento en el oído delotro.

La extraña deslizó una mano pordetrás. Aquello lo inquietó. Nadiemás podía verlo, pero ellatrabajaba con suavidad sobre lalínea media, más sensible, de su

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espalda.

—¿Cuáles son sus intenciones?—preguntó Edward mientrascomprimía los dedos de los pies,tensos, dentro de sus botas.

—Necesito de su ayuda.

—Solo sé sobre tareas delabranza y cosecha…

—No me diga usted…

—Soy un hombre basto y grandedisfrazado de toro humano.

Asomó a la boca de Edward unasonrisa, a la que ella correspondiócon otra.

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La mujer acercó sus labios claroshasta la oreja del compañero,mientras él todavía sonreía, con losojos negros puestos en la lumbre.

—Ed… Ed… Edward. ¿Ed oEdward? ¿Cómo lo prefiere?

La mano de la bruja se posósobre la nuca del caballero. Élcerró los ojos con el cuerpo tieso.

—¿Cómo sabe quién soy?

—Tengo mis informantes.

Sus dedos trazaban círculos sobrela espalda y él comenzaba a sentirque el aire se volvía húmedo,

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especialmente en las palmas de lasmanos y las plantas de los pies,donde parecían estarse formandocharcos.

—Voy a volver a preguntar,¿cuáles son sus intenciones?

—Yo lo ayudo. Usted me ayuda.Cooperación —susurró la bruja ensu oído.

Edward inclinó su gran cabezahacia ella.

—Dígame, ¿en qué puedoayudarla?

—Veo que usted es un hombre

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que va al grano —dijo la mujer, conun tono de voz más neutro.

—Así es.

Pasaron largos segundos entre losdos, mientras ella proseguía con susmasajes sobre la piel masculina.

—Necesito divorciarme.

Edward comprendió entonces quesabía mucho más que su nombre.También había averiguado, dealguna manera, su profesión.

—Y dicen que es usted un hombrejusto —continuó.

—Eso intento.

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—Entonces, ¿me ayudará?

Estaba por replicar que lo queesperaba era imposible, cuandoella siseó y dijo:

—No conteste ahora. Primeropermítame relajarlo.

Abandonó el cuello y tomó unamano. Se supo de pie y tiró de él.La siguió, sin estar seguro de queeso fuera lo debido.

Algunos de los que habían estadosentados a su lado lanzabaninterjecciones socarronas, como«ey» o «ah», mientras se

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marchaban.

Lo llevó por el mismo camino porel que antes había vistodesaparecer a otras parejas.Entonces sintió que el agua le habíacubierto los pies. La figura de lamujer era grande, como la de él, yparecía una bruja de verdad.

Se detuvo en un lugar fuera dellímite de las penumbras. Las vocesde los personajes de la fogata seescuchaban distantes.

Lo sacó de esa abstraccióncuando tiró de su abrigo hacia ella.Chocaron; no lo pudo evitar, porque

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no sabía dónde estaba. Para obteneralgo de apoyo además de un pisoque sentía que se movía, tanteó conlas manos hacia el frente. Encontróuna textura rugosa, que bien podríahaber sido un árbol. Al bajar lasmanos por la superficie, halló al finla espalda, siguió las líneas hastalos hombros y deslizó los dedospara intentar dibujar la presenciafrente a él.

Ella tanteó sobre su pecho ysobre su espalda, como midiéndolotambién.

—Un hombre con cuerpo. Me

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gusta.

De la espalda de Edward fue aparar rápidamente al trasero, al quese asió en un principio y comenzó afrotar después. Pegó su cintura a lade él. Mil ideas llenaban la cabezadel hombre. Las húmedas,insensatas. Las secas, mucho másmeditadas. Pero era difícil. Estabahundido en el fondo de un aljibe yel agua ya había pasado el mediocuerpo.

—Señorita…

—Señora —corrigió ella,mientras deslizaba los dedos por su

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rostro y le quitaba la máscara, queescuchó caer al suelo con un ruidoseco.

Edward llevó su mano a la de lamujer y comprobó, tanteando, queel dedo anular llevaba un anillo;concluyó que podía tratarse de unaalianza.

Ella se dedicó entonces amasajearle las sienes mientrasmovía la parte baja de su cuerpo,que friccionaba con él.

—Qué bueno que no haya cuernosbajo la máscara.

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Edward ignoró su comentario.

—Creo que esto no está bien —dijo él, mientras intentaba alejarsey ella tiraba de su pantalón.

—He visto cómo me mira. Esusted bastante cándido, señorLoring.

Ella no lo vio, pero lo escuchósuspirar en la oscuridad.

—A juzgar por su entrepierna, susideas no son tan cándidas…

Tomó las manos de Edward y lasllevó sobre sus senos, que en algúnmomento habían sido descubiertos,

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al bajar su enagua, corsé y vestidoen la oscuridad.

De hecho, sus ideas no eran nadacándidas en ese momento. Deslizósus manos sobre ella, sin poderresistirse al influjo, y la señora setensó ante sus caricias.

—Usted no huele a vino. —Sintióque aspiraba el perfume de sucabello mientras él se ocupaba desus pechos—. Huele a señorito debuena clase.

—¿Hace usted esto solo conseñoritos de buena clase? —preguntó Edward, incorporándose

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dispuesto a besarla en la boca.

—Con cualquiera que sea buenoen ello.

Respondió a su intento de besointenso mordiéndole los labios. Nole dolió (la bruja había ejercido lapresión justa), pero le sorprendiósu gesto.

—¿Soy bueno en ello?

No pudo evitar preguntarlo y nopudo evitar apretarla más contra elárbol.

—Es un tanto brusco… peromejorará.

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—¿Usted me hará mejorar?

Suavizó sus besos mientras lerecorría el cuello, en consideracióna la respuesta anterior.

—Así es.

Edward alzó el vestido y laenagua, y deslizó su mano por losglobos de los glúteos femeninos.Ella lanzó un suspiro rápidomientras sus manos se aferrabanmás a la cintura de Edward.

—Si tiene tantos hombres, ¿porqué yo, ahora, aquí?

—Porque lo necesito y porque me

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gusta —dijo ella, con un tono queya se parecía a un gemido.

—No quiero tener hijosbastardos.

—No los tendrá.

—¿Cómo puede asegurarlo?

—Porque no puedo tener hijos.—Y luego continuó—: Es muybueno así, siga así.

—No puedo darle lo que quiere.Casi nunca se conceden divorcios alas mujeres.

—No arruine el momento —dijoella, y le desabrochó el pantalón y

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los calzoncillos, para luego jugarcon lo que había encontrado allí.

Edward inclinó la cabeza haciaatrás y lanzó un largo quejido quese mezcló con el ulular de un búhoque, a varios metros, cantaba sobresus cabezas.

—Usted tiene que ser una brujade verdad.

Se inclinó sobre ella para poderllevar su mano más adentro. Dejósus glúteos y pasó por suentrepierna, rozando más humedadde la que hubiera esperadoencontrar.

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—Oh, está muy…

—Yo lo hago por placer, no pornegocios —dijo ella.

Luego gritó cuando la mano deEdward comenzó a jugar con susrizos.

El agua ya llegaba hasta la boca,y nada se podía hacer. Ella le bajólos pantalones y él sintió suintimidad ardiente y a la vezatacada por la brisa fría de lanoche. No la detuvo.

—Siéntate en el suelo —ordenóla bruja, con un tono autoritario

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que, de haber podido pensar, lehabría resultado extraño.

Obedeció. La tierra se sentía fríay húmeda. Las voces de losasistentes a la fiesta llegabanalzadas, traídas por la brisa; quizásse había contado un chiste. Edwarddeseó que se alejaran; temió quellegaran hasta ellos.

—¿Cómo te llamas? —preguntóEdward.

Comenzaba a ubicarse sobre él,como se lo decían los sonidos decontacto de telas a la altura de sucabeza. El hombre le tomó las

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puntas de los cabellos y las enrollóen sus manos.

—¿Importa? —preguntó ellamientras se acomodaba sobreEdward.

—Creo que sí.

—Penelope —contestó entre losgemidos y la tensión que siguió acontinuación.

Los músculos, la ropa, el aliento,el cabello, la saliva, elmovimiento: todo se hizo una solaamalgama de placer.

Cuando Edward alcanzó la cima,

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ella siguió, alzándolo a una nuevacarrera, hasta que hubo obtenido supropio disfrute.

Luego se levantó y lo dejó así:solo y desnudo de medio cuerpo,mientras el aire de la nochecomenzaba a secarle los restos delencuentro.

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• Capítulo II •

Condado de Cumberland,Inglaterra. Una primavera.

Muchos años antes.

—Invítalo al té de esta tarde, porfavor, madre —dijo la jovenPenelope Crosby.

Su madre la miró conpreocupación. Alzó la vista de sulibro, algo que solo hacía cuando la

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ocasión lo merecía.

—Creo que te has ilusionadodemasiado con ese caballero, y nome gusta.

Penelope tomó por el mango susimpertinentes, que descansabansobre un brazo del sillón en el queestaba sentada, y miró a su madre através de ellos. La señora estabaenojada de verdad. Esas arrugassobre el puente de la nariz, hartoconocidas, lo evidenciaban.

—No te voy a negar, madre, queme parece un caballeromaravilloso.

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—Pues ni a tu padre ni a mí nosparece tan maravilloso.

—Mi padre no está en estemomento. ¿Estás segura de quehaces justicia a su opinión cuandohablas en su nombre?

La señora Crosby colocó el librosobre la mesa de centro que laseparaba de su hija. Con este gestoparecía querer dar a entender que lalectura había terminado.

—Me parece bien que tratemoseste asunto. Lo hemos pospuestodemasiado. Sí, le hago justicia. He

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hablado con tu padre sobre estetema en diversas ocasiones.

Penelope tomó un gran sorbo deaire que espiró inmediatamente. Nosabía que su afecto por Standefordse hubiese vuelto tan evidente.

—Esta familia tiene un buennombre y una buena posición. Noentendemos por qué tu inclinaciónhacia un hombre que solo tiene algomás de dinero que nosotros, que,además, recordemos, ha hechomediante el comercio.

—A mí no me importa si lo hahecho mediante el comercio. El

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comercio es algo legal.

—Sí, es algo legal… —repitió aregañadientes la madre, mientrascruzaba con elegancia las manossobre su regazo—. Pero no es lamejor opción para ti.

Penelope cerró más los brazossobre el pecho y se tomó los codoscon las manos.

—Madre, según tengo entendido,mi padre y tú se casaron porque seeligieron mutuamente.

—Así es.

—¿Y por qué yo no puedo

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disfrutar del mismo derecho? ¿Nocorren ahora esos tiempos en que lagente se casa por amor? ¿No secasaban las muchachas de JaneAusten por amor?

—Las muchachas de Jane Austenson ficción y, además, tenían cadauna un caballero más noble einigualable que el otro.

—¿Y cómo fue que tú te casastecon mi padre?

—Nos casamos por amor —confirmó la mujer, aunque con algode reticencia, porque no le gustabahablar acerca de sentimientos.

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Como Penelope ya había abierto laboca para seguir replicando, laseñora continuó—: Voy a buscar atu padre. Creo que él también debeparticipar en esta conversación.

La señora Crosby se levantó y semarchó por un pasillo como si fueraun fantasma. Desplazaba su formalongilínea con tanta gracia queparecía flotar. Su figura no habíaperdido belleza con los años, loque la convertía en una de lasmatronas más atractivas deCumberland.

Al momento volvió con su marido

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tras ella. El señor Crosby era algobarrigón, pero muy alto también, ytenía mucho cuidado de peinar sucabellera, todavía bastante negra, alcostado. De ese modo procurabacubrir su incipiente calvicie.

El hombre miró por una de lasaltas ventanas de la sala deSerenity Hall, quizás parainspirarse. Tenía las manos unidasen la espalda. Él nunca había sidomuy bueno con los discursos;Penelope lo sabía.

La atención de las mujeres secentró en el hombre.

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—Tu madre me ha comentadoacerca del tema que han estadotratando.

—Me parece bien, padre.

—También que te niegas a creerque lo que ha dicho en nombre delos dos es una idea compartida,pero lo es. —El padre giró sobresus talones y se fue a sentar en unsofá entre las dos mujeres—. Opinoexactamente lo mismo que tu madre.Standeford no es una buenaelección para ti.

Penelope volvió a cruzar losbrazos y, aunque esto fue apenas

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perceptible, también cruzó laspiernas bajo el vestido de algodónde mañana que la engalanaba.

—Creo que lo están juzgandosolo por haberse dedicado alcomercio.

El padre juntó los dedos sobre lasrodillas.

—Considero que eso es lo menosimportante.

—¿Qué más les puede interesar?—preguntó ella, con algo deinquina y tensión en sus facciones.

—Su carácter, hija —dijo el

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padre.

—El carácter de un hombre queha podido forjar su propiafortuna…

—Eso me parece loable —contestó el señor Crosby, al que nole gustó ser interrumpido.

—Y lo ha hecho con esfuerzo ydeterminación —continuóPenelope.

—Seguramente que sí —intervinola señora Crosby.

—Y eso es porque se trata de unapersona que hace las cosas

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apasionadamente.

La madre bufó y el padrecarraspeó.

—Penelope, querida, tememosque lo que estás viendo comopasión sea en realidad undescontrol de ánimos que nosparece inaceptable en una personaadulta —dijo la señora,dulcificando mucho el tono.

Penelope pensó que quizás sumadre había logrado recordaraquellos tiempos en que ellatambién había estado enamorada.

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—No entiendo por qué hablas dedescontrol de ánimos.

—Porque así es. Se le conocenmuchas bravuconerías y problemasvarios. En el mundo de loscaballeros, lo sabemos. Tu madretambién lo sabe porque se locomenté. En los bares y lastabernas, los presentes se inquietancuando ingresa Standeford.

—Seguramente están exagerandotodo esto, porque no lo entienden, oporque las contiendas en lastabernas las habrá ganado él.

—No me parece importante quién

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gane una contienda en una taberna,Penelope —dijo su padre, alzandola voz y dando al nombre de la hijauna entonación que asustó a lajoven; eran pocas las ocasiones enque el señor Crosby se ponía tanduro.

—Estamos hablando de unhombre inclinado a la bebida y alconflicto —matizó la madre.

—Quizás luche por acabar conaquellas cosas que le pareceninjustas. Por ejemplo, si en lataberna han insultado la honra de sufamilia, seguramente que él la

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defenderá con la fuerza que hagafalta. Eso me parece un gesto debuen caballero.

—No creo que sus intervencionessean tan heroicas —continuó elseñor Crosby, mientras se mirabalos dedos, que se movían inquietos,todavía cruzados sobre sus rodillas.

—Creo que procuran interpretartodo lo que les llega de él a la luzde sus creencias previas. Si no sedisponen a conocerlo de verdad…

—Incluso trató con crueldad aLeyes durante el último baile —acotó la madre.

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Penelope se detuvo a pensar unmomento. ¿Qué podría haberlehecho un mayordomo tan servicial ymodesto como era el de losCrosby?

—¿Qué ocurrió con Leyes? —preguntó Penelope.

—El señor Standeford se burlóde su cojera —dijo la madre.

—¡No puede ser cierto! —replicóla joven.

—Puedes preguntárselo a Leyes,querida —dijo la madre.

Penelope se quedó mirando

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fijamente la mesa de centro de lasalita.

—Invitaremos a Standeford a lareunión de té de esta tarde, pero noporque nos lo pidas, sino porqueforma parte de nuestro círculo y noqueremos ser mal juzgados porapartarlo. Pero no le permitiremosotro comportamiento como el queha tenido con Leyes, y no lepermitiremos, claro está, que secase con nuestra hija. —El señorCrosby sonó tajante.

—No necesito que me lopermitas, padre. Ya tengo veintiún

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años —replicó Penelope.

Su madre la miró condesaprobación. El padre se puso depie, estiró los cabellos hacia lanuca con las manos y se fue de lahabitación.

* * *

La señorita Crosby y el señorStandeford se las arreglaron paracaminar por el jardín central, entrelos macizos de clavellinas de unpúrpura intenso y los ligustros debordes filosos. El resto de los

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invitados permanecía apartado,tomando el té.

Ambos habían apurado las tazas yella había inventado una excusapoco creíble, como que le podíamostrar al señor Standeford conqué buena fortuna estabanfloreciendo las nuevas margaritasque el jardinero había plantado.Hector Standeford, que habíacaptado al momento la intención, nohabía tardado ni medio segundo enponerse de pie y solicitarle que porfavor se las mostrara. Él tambiénquería tener esos maravillosos

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arreglos florales en su propiedad.Olvidó decir su carísima y reciénadquirida propiedad.

Los dos caminaban hacia un solque parecía ir a despeñarse en lascolinas.

—¿Cómo ha estado últimamente,señorita Crosby? —La voz teníaese color propio de los timbresmasculinos que siempre suenanjuveniles.

—Muy bien. Especialmenteilusionada o viva. No sabríadescribirlo con precisión.

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—A mí me ha estado sucediendolo mismo.

Él le brindó una sonrisaencantadora. La piel junto a lascomisuras de la boca y los ojosformaba curvas graciosas hacia elmentón y las orejas.

Hector se dedicó a mirarla conatención, con lo que parecía ser unacallada admiración. Sus ojos azulesno se podían separar del cabello, lapiel y los ojos de Penelope.

—Parece ser que la belleza másextraña es la que más nos atrae —comentó él.

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Ella se sintió halagada.

—Quizás sea así.

Él le rozó a propósito un hombrocon el suyo.

—Aunque hay que tener cuidado,porque muchas plantas venenosastienen también una belleza extraña.

Penelope se permitió reír conganas, lo que hacía pocas veces consus padres y su círculo máscercano.

—Es usted muy ocurrente.

—¿Y eso es algo bueno? —

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preguntó Hector, con un tono algopícaro.

—Sí, yo creo que definitivamentelo es. Se necesita cierta chispa deinteligencia para ser ocurrente.

—Gracias, entonces. Me alegraque valore mis chistes. Muchasmujeres no los apreciarían, perousted es especial en muchosaspectos.

Por fin llegaron hasta lasmargaritas. Aunque habían estadoralentizando el paso, en algúnmomento tenía que suceder.

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—Estas son las margaritas encuestión —dijo ella, y lo miró conel ceño fruncido, porque su vistaera muy mala y hubiese preferidopoder leer las reacciones de suinterlocutor.

—Me imagino que fue una excusainventada en un momento deocurrencia.

Ella se sonrojó hasta las orejas.

—La admiro por haberlainventado antes de que yo pudieratramar algo. Llevaba toda la tardepensando en una excusa para poderhablar a solas con usted.

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Penelope quitó el frunce en elceño y le sonrió con su boca de uncolor rosa lavado. Sus ojos celestestenían toda la atención puesta en él.

—Me encanta su cabello blanco.

—Oh, señor Standeford,conseguirá que me siga sonrojando—dijo ella, mientras le apartaba lamirada.

Penelope pensó si debía decirque le encantaba su mentón delíneas perfectas, pero decidió quesería mejor guardar silencio. Lasverdades femeninas siempre tenían

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que ser silentes.

—Podemos ir un poco más allá,hacia donde nos podamos ocultarun momento.

Ella se llevó una mano a la boca.Él le tomó la punta de los dedos dela otra mano, tapando este roceinteligentemente con su cuerpo.Quienes los miraban no podríansaber que la había tocado.

—No quiero nada deshonesto.Solo me gustaría un poco más deintimidad.

Penelope lo llevó a un pequeño

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cenador cubierto que había a veinterosales de ellos. Las enredaderasse habían abrazado a las columnas,devorándolas casi, y habíanreverdecido por aquel tiempo. Unamultitud de florecillas blancas, enracimos, colgaban sobre suscabezas mientras ellos se dirigíanal refugio.

Cuando estuvieron a cubierto, ladejó sentada en un banco de maderay se arrodilló.

—Penelope, no soy un hombre degrandes palabras; soy un hombre deacción. La amo con locura. Hágame

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el honor de ser mi esposa, porfavor.

El temblor emocional en la vozde Hector logró deshacer la pocaresistencia que hubiera podidoquedar en Penelope. Aunarrodillado lo encontraba tangrande, valeroso, pasional. Si supadre decía que le faltaban carnespara ser un caballero de peso, aella no le parecía igual. Si lo podíaestrechar contra ella dándole dosvueltas con los brazos, tanto mejor.

—Sí, lo haré —contestóPenelope, mientras las primeras

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lágrimas le nublaban los ojos.

Hector se puso de pie conagilidad felina y se sentó junto a ladama, para después comenzar alimpiarle con besos el agua saladade la cara. Cuando se miraron a losojos, ella acercó más el rostro,hasta que sus narices casi chocaron.Quería conocer cada detalle.Hector apoyó su nariz en la de ella.Penelope vio en los ojosmasculinos el brillo de algunaslágrimas.

—Pensé que me rechazarías.

Ella negó, sacudiendo la cabeza.

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Hector le tomó una mano y se labesó. Luego salió corriendo,llevándola con él como unbarrilete, y se presentó ante todoslos asistentes a la fiesta del tédiciendo que quería anunciar sureciente compromiso con laseñorita Crosby.

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• Capítulo III •

Condado de Durham,Inglaterra. Julio de 1827. Tres

meses antes de Halloween.

Sonaba un vals que impregnabade notas musicales las paredes delgran salón de baile de los Thomson.Su marido se las estaba arreglandopara introducirse en la buenasociedad, aunque ella no terminaba

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de saber cómo. Suponía que elhaberse casado con una Crosby lehabía ayudado.

Penelope brillaba, como siempre.La luz caliente de las velas, porquetodo era caliente en esa nochehúmeda y pesada de verano, legolpeaba la piel fantasmal,haciéndola parecer más viva y másbrillante de lo que era. La nochesiempre le sentaba mejor; ellaestaba segura de eso. El vestidorojo que llevaba parecía sangre.Sus pendientes, gargantilla ypulseras, cargados de rubíes,

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habían sido elegidosespecíficamente para verse biencon ellos. Los rubíes eran suspiedras preferidas, sobre todocuando habían sido tallados conforma de gota. Penelope tenía unacolección de joyas pasmosa, que nopodía menos que asombrar a lasseñoras, incluso a las másacaudaladas. Era raro verla dosveces con la misma pieza duranteuna temporada. Se decantaba porlos rubíes y las esmeraldas; evitabalas piedras pálidas y claras, que nole gustaban especialmente.

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Su marido se fue a discutir sobreel ingreso de oro proveniente de lasIndias Orientales con un grupo dehombres que estaban más o menosairados por el ponche.

Penelope se quedó en soledad,sentada sobre una bella silla demadera tallada con esmero ytapizada con terciopelo rojo.

Aunque le encantaba bailar, sumarido no compartía la afición. Sededicó a ver danzar a los másjóvenes, recordando los tiempos enque ella también pertenecía a esegrupo. Había algunas personas de

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edad, como la señora Thomson, quedisfrutaban de aquello y lo hacíanmuy bien. Sí, tenía que reconocerque lo hacían bien, muy a su pesar.Y ella, en la medianera de la edadadulta, ya no se podía permitirbailar.

Sus pensamientos fueroninterrumpidos por un sirviente, altoy elegante, casi completamentevestido de negro, que hizo danzar lacola de su levita en el aire.Extendió el brazo hacia abajo conuna sonrisa bonita. Era joven y lerecordaba a Leyes, al que extrañaba

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mucho desde que se habíaconvertido en la señora Standeford,hacía ya once años.

—¿Desea ponche, señora?

El joven le sonrió con unasimpatía pura y natural. No pudoevitar devolverle el gesto. Y ellasabía que, cuando sonreía, muchosojos se posaban sobre ella, porquesiempre había sido así. La extrañacondición del color de su piel, ojosy pelo atraía sobre ella las miradas.Y luego estaba la de su marido, laque nunca se apartaba de supersona, aunque pudiera parecer

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que miraba a alguien más.

Penelope tomó una copa deponche.

—¿Tiene mucho trabajo estanoche?

—Sí, señora —contestó elhombre antes de hacer un gesto paraseguir su camino—. Pero es miocupación. —Él volvió a sonreírlecon simpatía.

—¿Y lo tratan bien?

La imagen de Leyes pasó como unrayo por su memoria. «Casi hecrecido con él», pensó al esforzarse

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en recordar. En los tiempos de sumás temprana niñez, Leyes separecía mucho a ese empleado delos Thomson. No había llegado amayordomo en aquellas épocas,pero era muy amable, cuidadoso einteligente.

El joven se mostró asombrado.

—Sí, señora. Muchas gracias porsu preocupación.

Ella se puso de pie. Sentía ya laspiernas entumecidas y necesitabamirar a las personas desde muycerca porque casi no veía nada yporque quería conocer aquellas

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cosas que se decían sin hablar.

El sirviente retrocedióinstintivamente cuando ella se leacercó.

—No se lo preguntan con muchafrecuencia, ¿no?

—No, señora. Soy un sirviente —contestó él, mientras intentabaentretenerse o tranquilizarseacomodando las copas de ponchepara que formaran un círculoperfecto sobre la bandeja de plata.

—No se asuste. No quierocausarle ningún malestar. Es que me

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recuerda a mi mayordomo, o el quelo era antes, cuando yo era laseñorita Crosby. Es un hombre muyservicial y agradable, como usted.

—Gracias, señora. Me honramucho —dijo el muchacho, queparecía dudar entre seguir hablandoo no.

Penelope sintió la mirada de sumarido sobre ella, juzgándola,como lo había hecho desde elmomento de casarse. Frunció elentrecejo, procurando que laimagen le llegara más nítida, y miróal sirviente con mucha atención.

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—¿Hay algo que me quierasdecir? —preguntó Penelope, queencontró al muchacho dubitativo.

—Sí, pero quizás no deba.

—Dime.

Él le volvió a dedicar una sonrisacariñosa.

—Se parece mucho a mi hermanamenor. Tenía el cabello blanco, aligual que usted. Murió de una fiebrehace un año.

Penelope abrió un poco la boca ylo miró de hito en hito, sin saberqué contestarle. Luego cerró los

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labios y tragó saliva.

—Lo lamento muchísimo.

—Gracias, señora.

Penelope tomó el contenido de lacopa de ponche de una sola vez ydejó el contenedor sobre labandeja.

—Con su permiso, señora.

—Claro, sí. Buenas noches.

El muchacho asintió y la dejó.

Penelope se había olvidadocompletamente de su marido, hastaque lo vio cruzar la pista de baile a

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toda la velocidad que sus piernaslargas y flacas le permitían.

La tomó de la muñeca semejandoque lo hacía con amor, pero leestaba causando dolor. La arrastróhasta una sala adyacente, que teníados ventanas, una en cada extremo,con una silla ancha colocada bajocada cual.

Hector la llevó hasta uno de losasientos, miró en derredor paraasegurarse de que no hubiera nadieque los mirase y la empujó por lacintura con violencia. Penelopecayó sentada.

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—Deja de seducir al personaldoméstico. No seas rastrera —espetó Hector, doblando el cuerpoen noventa grados.

Penelope colocó las palmasabiertas sobre la silla. Miró hacialos pies de su marido, que lucíaunos zapatos impecables, unasmedias blancas de seda y unpantalón largo de color beis. Siguióascendiendo en su examen hasta quelo observó cara a cara.

—No estaba seduciendo a nadie.

—¡No me mientas! —amenazó él,alzando el dedo índice—. Deja de

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comportarte como una ramera. Sino sabes ser una señora, deberásquedarte aquí, apartada de losdemás. No quiero volver a verte enel salón de baile. ¡Es unavergüenza! No sé para qué queríasser señora, si te gusta tanto ser detodos…

Una sirviente pasó con unabandeja llena de pequeñosbocadillos. Hector enderezó elcuerpo y corrigió la postura. Luegose sentó junto a su esposa, quemiraba a un punto fijo del espacio,quizás a la ventana que tenía al

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frente, muy lejos de ella, como sipudiera escapar por allí. Lanzarseno habría sido tan mala idea,exceptuando el hecho de queestaban en una planta baja y no serompería ni una muñeca.

—Si te gusta tanto ser de todos,podrías haber sido meretriz.

Hector la dejó allí y se integrónuevamente en el ambiente de lafiesta.

Penelope sintió que el ponche queacababa de tomar no había podidobajar de su cabeza. Se puso de piey se fue en busca del joven que

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había comenzado a conocer.

Se paseó por todo el salón debaile, adrede, moviendo la cabezacomo si buscara entre la multitud.Sabía que su marido la estabamirando. Finalmente, cobró fuerzaspara ir hasta la cocina. Allíencontró al joven otra vez. Danzabacomo abejorro, junto con otrossirvientes, alrededor de una mesabasta que estaba cubierta de copas,poncheras, tartas, tortas y carnesasadas.

—Señora, ¿puedo ayudarla enalgo?

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—Creo que sí. Quería másponche del que me acabas de dar.Que sea del mejor que tengas, porfavor. El que probé hace unosminutos me pareció muy bueno. —Penelope le sonrió de maneradiferente a como lo había hechoantes, y el muchacho se dio cuenta.

Ella percibió su incomodidad.

El sirviente le acercó otra copa,que ella levantó con una deliberadadelicadeza. Apoyó los labios en elcristal con dulzura. Bebió como unpajarito. Batió las pestañas con elrostro levemente inclinado hacia

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abajo. El muchacho se estaba pordisculpar, ya que debía seguir consu trabajo, cuando ella sintió queuna garra le apretaba el talle.

—Ya nos vamos.

No le había hecho falta escucharla voz de su marido. Su olor aperfume costoso, que solíarevolverle el estómago, la habíaacompañado demasiado tiempo.

* * *Un día después.

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Ella ya sabía lo que le tocaría esedía, porque siempre pasaba lomismo. Tras un despliegue de ira desu marido, sufría un menú anti-Penelope.

Desde los primeros días decasados, Hector la había obligado ahacerse cargo del ama de llaves yde los menús, a pesar de que ambastareas le parecían odiosas. Aunquehabía intentado negociar con él,solo había logrado obtener sucondescendencia, porque «eraseñora hacía muy poco tiempo y nosabía nada de administrar una

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propiedad, pero prontoaprendería».

Penelope creía que el ama dellaves, que era ordenada ydisciplinada en grado sumo, nonecesitaba que nadie la estuvierapersiguiendo ni diciéndole quéhacer. Era eficaz y eficiente. Porotra parte, ese mismo hecho hacíainnecesario que ella se tuviera queencargar de los menús. El ama dellaves podía y quería hacerlo. Dehecho, como la señora Mutton lehabía dicho en algún momento, erauna de sus partes preferidas de la

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administración de los sirvientes.

Pero todo se hizo según ladisposición de Hector, y este prontocomenzó a quejarse de los menús.Si se servía cerdo, no tenía que sercon zanahorias. Si se servíanguisantes, que a él le gustaban, nopodían arruinarse con calabazas, yasí eran las largas listas de «sí sepuede» y «no se puede» que aPenelope le resultaban imposiblesde administrar. Antes, según decía,él armaba con rapidez unos menúscompletamente satisfactorios.

Ella renunció. El marido estuvo

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de acuerdo en recuperar laresponsabilidad sobre esa tarea,porque, después de todo, «ella noera buena para eso y parecía que nolo sería nunca». Esto sucediócuando llevaban ya dos semanas decasados, es decir, catorce días desu marido quejándose de laselecciones que ella hacía para lacena, a pesar de que gran parte delmenú se planificaba luego deconcienzudas charlas con él, paraaveriguar qué prefería y qué no.

El hecho de que Hector tomaracontrol de los menús disminuyó las

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discusiones al respecto de estos,aunque aún podía quejarse con losempleados de lo poco o mucho quehabían cocido una carne o ladudosa calidad de las manzanas.Pero la ira se había desplazado unpoco de ella, al menos. Esto erahasta que él utilizaba su poder dedecisión como una estrategia devenganza.

El señor estaba muy enojado porlo acaecido la noche anterior, porlo que planificaría durante uno odos días un conjunto de platos quecontuviera exactamente lo que a

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ella le disgustaba comer. ¿Y cómolo sabía? Porque, durante losinterrogatorios de las dos primerassemanas de matrimonio, Penelopeacotaba sus preferencias personalesentre las respuestas de Hector,creyendo, con ingenuidad, que a sumarido le importaría.

De algún modo, sí, le importaba,porque había memorizado lasconversaciones.

Y los dos días siguientesdesfilarían el pan de carne, lacalabaza y la gelatina: sus platosmás odiados. Y ella se los comería,

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al menos un poco, porque había quesobrevivir.

Luego se escaparía a algunatienda con la doncella paraabastecerse de algunas frutas. Yesos días pasarían, porque todoslos días, finalmente, pasaban. Y esoera lo único con lo que podía darseánimos.

Sus padres siempre habían dichoque ella era una joven de grancarácter. Ya no era tan joven, pero,¿acaso conservaba algo de sucarácter? ¿Acaso estaría dispuestaa luchar por algo que muy pocas

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mujeres se atreverían? ¿Y quién laapoyaría?

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• Capítulo IV •

Octubre de 1827. Una semanaantes de Halloween.

Edward agradecía finalmente quesu padre hubiese apoyado susestudios en Lincoln's Inn. El dineroy el tiempo invertidos en Londreshabían rendido sus frutos para unhermano menor que nunca seríaheredero. Había logrado afincarse

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de manera independiente, luego demuchos años de soportar lasidioteces y variadas enfermedadesmorales de su hermano, Baldwin.

Luego de dejar la propiedad en laque había vivido la mayor parte desu vida, que había heredadoBaldwin, fue a parar a una posada.Allí compartía sus días con uno desus mejores amigos: su perrodálmata, Frank. Estuvosobreviviendo en ese lugar hastaque pudo encontrar una cabaña conunos acres de tierra cuyo precioestuviera dentro de sus

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posibilidades económicas. Elbienintencionado de su amigoDugan Craig lo había asesoradosobre la toma de un crédito que lepermitió conseguir el dinero paracompletar la transacción; estabadevolviendo ese dinero y lo estaríapor mucho tiempo más.

Y así fue como acabó propietariode Lonely Cottage. Edward no lehabía dado ese nombre, que no leacababa de convencer. La mayoríaestuvo de acuerdo en que ese lugarera muy solitario (se encontrabaalgo apartado del resto de las

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estancias) y que el espaciogeográfico se mostraba exactamentecomo su morador. No quisocontradecir a la costumbre, y acabóllamándole oficialmente LonelyCottage.

A pesar del nombre, el espacio noera tan solitario. Frank solía correrdentro y fuera de la cabaña, ycontaba con algunos empleados quele ayudaban con los pocos caballosque tenía y con las tareas deadministración y mantenimiento delhogar. No había logrado comprarseun carruaje.

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Aunque el trabajo siempre habíasido una parte importante de suvida, durante el primer tiempo en lapropiedad se sentía más presionadopor las deudas y el fluir del tiempo,que parecía haberse acelerado.Podía ver que empezaban a nacerlas primeras canas en las sienes;podía ver que el cabello habíadisminuido un poco su cantidad. Sedaba cuenta de que estabaenvejeciendo, y encontrarse llenode deudas al mismo tiempo quetenía que aceptar su incipientemadurez no lo llenaba precisamente

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de orgullo.

En base a una febril dedicación ya un amor denodado por la retórica,había ganado fama de buenabogado. También sabía que estafama era acompañada por una queotra voz que decía que a veces seponía insoportable.

En las mañanas, cuando seconcentraba en deslizar la navajacon suavidad a lo largo del rostropara no herirse, de cara alamanecer; allí cuando solo loacompañaban Frank, acostado en elsuelo, y la jofaina, a la altura de su

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abdomen, aceptaba en su interiorque todo eso era cierto: lo bueno ylo malo.

Y así se le fueron los meses, casisin que supiera cómo habíanpasado. Los que lo rodeaban yestimaban, que no eran muchos (éllo sabía), pensaban que se estabaexcediendo en su dedicación altrabajo. Uno de ellos era el yacitado Craig.

Este amigo solía visitarlofrecuentemente; Edward tambiéniba al castillo de los McKay paratomar infusión de menta con la

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familia, una costumbre que nohabían abandonado a pesar dehaber mejorado su condicióneconómica.

Craig estaba al tanto de toda suvida; le era imposible mentirle y notenía otra persona en el mundo enquien pudiera confiar más. Él era elúnico que sabía que Edwardllevaba dos meses con problemaspara conciliar el sueño por lasnoches.

En una de las visitas que lerealizaba, mientras bebían té y café,Dugan con toda la concentración en

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el acto de sorber su café y Edwardabsorbiendo té como si tragara aire,aconteció una conversación comola siguiente:

—¿Cómo es eso, Craig? No sé sihabrás tenido sensatez alguna vez,pero estás perdiendo la que tequedaba. ¿Enviarme a festejar laNoche de Cascar Nueces?

—¿Será la búsqueda de lapaternidad? —Había una sonrisaorgullosa en los ojos celestes delamigo.

Edward pensó otra vez, alobservar los rasgos de Dugan,

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suaves como una canción de cuna,que debía replantearse el conceptode la masculinidad.

—Ese objetivo no te deja dormiry te está causando problemas deconcentración. Noche de lasnueces… ¿Qué voy a hacer yo enuna fiesta así?

—Despejarte, olvidar, dejar depensar en tus casos —contestóDugan.

—¿Qué hacen tus amigosescoceses en esas reuniones?

—Beben y cuentan historias. A

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veces se dan algunas uniones queno duran más de una noche.

—Ah, maravilloso —dijoEdward, llevando una mano a sugran cabeza cuadrada.

—De eso no necesitas participar—aclaró Craig—. La idea es que terías de todas las cosas quehablarán. Algunas historias serepiten año tras año, pero, comojamás las escuchaste, te pareceráninteresantes. Escúchalos con algode credulidad, toma algo de suvino, ten amigos diferentes unanoche. Creo que dormirás mejor

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después de eso.

—Creo que se necesita muchomás que una fiesta para hacermedormir mejor.

—Quizás, pero me pareceinteresante que lo pruebes.

Edward estiró la mano sobre unbrazo del sofá para acariciar lacabeza de Frank, que se encontrabaacostado en el suelo.

El silencio entre Craig y él nuncamolestaba. Dugan lo conocía, ysabía que lo más peligroso enEdward eran las palabras. Al cabo

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de cinco minutos en ese estado detiempo suspendido, continuó:

—Debes hacer algo paraaquietarte. Quizás no te hayas dadocuenta, pero te mueves con másrapidez y violencia que antes.Parece que te persiguen mildemonios.

Edward lo miró con los labioscerrados y un gesto neutro.

—Quizás tengas razón.

Ambos miraron a la mesa de té,donde la empleada había logradocolocar la bandeja con las tazas

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haciendo demostración dehabilidades para el dominio delespacio, porque el mueble estabacubierto de hojas. Se trataba dediversas anotaciones sobre un casoque estaba consumiendo la cabezade Edward.

—¿Puedo tomar alguna de estashojas? —Craig comenzó a moverlos papeles en busca de una queestuviera en blanco, y Edwardsintió como si le estuvieranremoviendo algo dentro delestómago.

—No, por favor, no me las

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desordenes.

—¡Perdón! —dijo Duganmientras se distanciaba de la mesacon la ligereza de un cervatillo.

—Está bien. No es tan grave.

Edward comenzó a ordenar lashojas y separó una para él.

—¿Lápiz?

El abogado fue hasta el despachoy le trajo uno.

—Aquí tienes.

Dugan escribió algo en la hojaque le había dado.

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—Esta es la llave. Con ellaentrarás.

Le extendió la hoja.

—¡Qué ocurrentes son tus amigosescoceses! —exclamó Edward.

—Ya lo decía yo. ¡Debesconocerlos!

* * *

Alice ordenaba uno de los dosenormes guardarropas de Penelopemientras esta hacía algo similar consu colección de joyas.

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El espejo, enmarcado en unaestructura de líneas bellasenchapadas en oro, devolvía laimagen del pálido rostro de laseñora Standeford. A veces,mientras llevaba a cabo esteprocedimiento, le gustaba quitarsela alianza matrimonial. La ordenabacon las otras joyas, soñaba que erauna más.

La doncella miraba la escena dereojo; Penelope lo sabía. Alice nodiría nada; nunca lo hacía.Penelope podía identificar el brillode esquirla en los ojos de las

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personas que la reprobaban, ynunca lo había visto en su doncella.

La joven tarareaba una canciónque le resultó desconocida. Quizásla había aprendido en los tiemposen que vivía con Horatia Tyndall,aquella mujer de belleza calma queen algún momento había sido lamejor amiga de Penelope.

Horatia se había casado ymudado a Londres, Alice no habíaestado dispuesta a marcharse tanlejos, y Penelope necesitabaentonces una doncella. Así fuecomo Alice acabó trabajando para

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las dos amigas.

—Tienes una voz bonita, Alice.¿Qué estás cantando? —preguntóPenelope mientras seguía con sutarea de organizar sus joyas porcolores y tamaños de piedras.

—Es una canción que me enseñómi abuela, señora. En mi infancia lacantábamos mucho. Es una viejacanción celta.

—Algún día te pediré que me laenseñes.

—Lo haré con gusto, señora.

—¿Todos tus ancestros son

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escoceses?

Al momento, Penelope tensó unpoco la boca, como queriendocerrarla de modo tardío. No debióhaber hecho esa pregunta. Losorígenes de Alice eran muyambiguos. En algunos círculos sedecía que era hija ilegítima delseñor Tyndall, es decir, hermanastrade Horatia.

—No, solo algunos. Tengo algode escocesa por línea materna.

—Entiendo —contestó Penelope,agradeciendo que la joven nohubiera querido ir más lejos con la

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declaración.

—Ya falta poco para una de lasfestividades tradicionales,Halloween.

—Algo he oído sobre ello.

Penelope no quiso hacer unareferencia que pudiera herir aAlice, pero, hasta donde sabía, esastradiciones correspondían acampesinos muy crédulos.

—Antes se llamaba Samhain, yera el momento más oscuro del año,cuando nuestras tierras se poníanfrías y las cosechas terminaban.

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—Y armaban con losdesperdicios grandes fogatas, ¿noes así?

—Sí, señora, y aún lo hacemos.He participado en dos o tres fiestasde esas, pero mi prometido ya nome lo permite. No quiere que vayaa ese tipo de fiestas.

—Puedes llamarle por el nombre,si quieres. —Penelope dejó unmomento sus joyas y dedicó unasonrisa a Alice—. A mí no memolesta. —Se quedó preguntándosesi no sentía algo de envidia por elamor puro y elemental entre Alice y

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su prometido.

Alice se mordió los labios, ocultóuna sonrisa y siguió tarareando.

—Dentro de poco, algunos de misprimos celebrarán Halloween consus amigos y amigas. Tendrán uninvitado especial.

—¿De quién se trata? —preguntóPenelope, más por sonar amistosaque por curiosidad sincera.

—Se trata del señor Loring, elhermano menor, el abogado —dijoAlice, mientras su voz se ibaapagando en las sucesivas

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aclaraciones.

—¿Abogado?

—Sí, abogado. El otro día mepreguntó por él, mientras leía unlibro.

—Es cierto, Alice. ¡Qué malamemoria la mía!

Hacía una semana había estadoleyendo el listado de abogados delaño, publicado en The New LawList, cuidadosamente escondidoentre las páginas de una novela. Elapellido Loring le había llamado laatención, ya que se hablaba mucho

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en los altos círculos del hermanomayor, de Baldwin. Parecía serpeor que Standeford, un licenciosoadicto al alcohol que era mejortener lejos. Había tenido laoportunidad de conocerlo en algúnmomento. Extrañamente, nuncahabía visto a los hermanos juntos. AEdward se lo habían señalado en lacalle, una vez, desde lejos, pero lohabían referido como «el hermanode Baldwin Loring». Debía serdifícil ir por la vida siendo elhermano de alguien. Ella, al menos,era Penelope Crosby antes de su

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marido.

El pensamiento de Peneloperegresó a su dormitorio. Ya habíaterminado de acomodar las joyas.Se puso a tamborilear sobre eltocador de madera.

—Tiene buena reputación comoabogado, me dijiste.

—Así es, señora. Aunque muchosseñores prefieren a alguien mejordispuesto. ¡Dicen que tiene uncarácter muy difícil!

—¿Por qué será que dicen eso?

—Creo que porque tiene

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arranques de ira. Dicen que elpadre era igual. Además, en cuantoalguien le pide algo que nocorresponde a sus escrúpulos, sepone como un demonio.

—Eso es extraño…

—Sí, es raro para un abogado. Elseñor parece ser muy escrupulosopara su profesión.

—¿Lo crees?

—Yo no, solo estoy repitiendo loque dicen otros. Más bonito sería elmundo si la gente hiciera su trabajocomo debe. Creo que más gente

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debería ser como él.

—Te entiendo.

A Penelope no le sorprendíanestas aclaraciones de Alice. Lo quees más, le gustaba atizarlas. Habíaen ella un cierto espíritu justicieroque era contradictorio y al mismotiempo interesante en una mujer detalla pequeña y de clase baja.

—¿Cómo sabes que asistirá a lacelebración de tus primos?

—Ya confirmó su asistencia.

—No lo entiendo… —Penelopeno supo cómo realizar la pregunta

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sin herir el orgullo familiar deAlice.

—Se refiere a por qué un hombrede la clase del señor Loring estádispuesto a pasar el rato con unosgranjeros. La verdad es que no losé. Creo que todo viene por losMcKay.

Penelope agradeció que Alicefuera tan inteligente que pudieraincluso adivinarle el pensamiento, yque esa inteligencia se combinaracon una personalidad sin tendenciaa sentirse injuriada.

—Esos personajes extraños del

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castillo —acotó Penelope.

—Esos. Son amigos de EdwardLoring, así que es probable que éltambién sea un poco raro. Y uno delos del castillo es muy amigo de miprimo. Le ayudó a decidir sobre eluso de algo de dinero que habíaahorrado… cosas de semillas… nosé. Y ese mismo del castillotambién es amigo de Loring.Seguramente lo invitaron.

—¿Ha asistido antes a reunionescomo esas?

Alice quitó su mirada delguardarropa para intercambiar un

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gesto gracioso.

—Lo dudo mucho. No, que yosepa. Pero este año irá.

Penelope se acodó sobre eltocador y apoyó la barbilla sobrelos dedos extendidos.

—Todos irán disfrazados demonstruos. Cualquiera puedeperderse ahí sin que se sepa suidentidad…

La doncella había decididocontinuar su discurso sin quePenelope la motivara. Muyrevelador.

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—Van a ir muchas mujeres. Nohabría problema en sumar a unamás…

—Claro —dijo Penelope, porquequería que su doncella continuaracon el hilo de pensamiento.

—Si alguna conocida suya, ocriada, como yo, quisiera asistir,ahora que el señor, que es muyexigente, no está en Durham, solotiene que decírmelo, señora. Solonecesitará conocer la frase que seusará este año como llave.

—¿Cómo es eso?

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—Todos los asistentes tienen quedecirla antes de pasar. No se lespide más identificación. Solo sedeja entrar a gente de confianza ysolo las personas de confianzasaben la frase. Nadie habla despuéssobre lo que se dice o se hace allí.

Penelope la miró con algo depasmo.

—Solo vino y amoríos, señora —dijo Alice, con un tono queminimizaba lo dicho, como si nosignificara nada.

—¿Cuál es la clave?

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—«Una cruz en la frente es lasolución».

—¿Qué significa? —preguntóPenelope.

—Es una creencia antigua.Algunos escoceses consideran queuna bruja pierde parte de su podersi le realizan un corte con forma decruz en la frente.

Penelope sintió que un escalofríole recorría la columna. Algo debióde entender Alice, porque vio cómola señora juntaba y bamboleaba loshombros, como queriendo apartaraquello.

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• Capítulo V •

6 de noviembre de 1827.Después del encuentro de

Halloween.

Edward recordó durante muchosaños que el cielo estabaespecialmente calmo aquella noche.Parecía que un niño se hubieradedicado a jugar con pinceles en elcielo. Las nubes no eran más que

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difusas manchas grises. La nocheestaba fresca y un viento frío lesmecía los capotes mientras bajabancon un colega de la silla de postaque los había llevado hasta laresidencia de los Graham.

Que estuvieran allí se debía másal agradecimiento que a lapertenencia. No alternaban en losmismos círculos que los anfitriones,pero los Graham les estaban muyagradecidos por el desempeño quehabían tenido en un juicio en el quehabían salvado a su hijo, un hombredemasiado licencioso y confiado,

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de las garras de un estafador y sucadena de demencias financieras.

La incomodidad de Edwardcomenzó cuando ingresaron en elsalón central. Estaba atestado degente, y fulgurante de velas y deamplios vestidos de damas.

Su compañero prefirió mezclarsecon la gente, ya que le gustaba eltrato social y había estado tramandodurante una semana que aquellanoche podría hacerse con ciertasinfluencias.

Loring solo quería hacer honor ala invitación de los Graham, por lo

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que pretendía estar el mínimotiempo que la etiqueta le permitieray procuraba no llamar la atención.Se entretuvo con ojear a losinvitados y luego, ya aburrido,había comenzado a analizar losgrabados de la copa de champán, unejemplar muy bonito de vidrio conun cuello largo y una cabezasemiesférica.

Cuando la señora Graham seacercó hacia él, tomada del brazode una mujer de cabellos, cejas ypestañas blancos, cuyo rostro noparecía tener edad suficiente para

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portarlos, casi deja caer la copa.

La luz temblorosa que emitían lasvelas de un candelabro desde unapared cercana le bailaba en lasmejillas. Su piel lucía un colorámbar inhumano.

—Señor Loring, estamos muycontentos de tenerlo entre nosotros.

Las mujeres se inclinaronlevemente y él hizo lo mismo.

—El placer es mío. Gracias porinvitarme —contestó, haciendotodo lo posible por mirar a laseñora Graham y no a su

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acompañante.

La anfitriona asintió.

—Le presento a la señoraStandeford. —Cuando la invitada lesonrió con picardía, ya no pudonegarse que fuera ella—. Y suesposo, el señor Standeford.

Un hombre alto y delgado, quehabía estado ubicado tras ellas,pero manteniendo una pequeñaconversación con alguien más, seadelantó hacia Edward. Comenzó asentir que los ojos del hombre loinquietaban. Siempre sucedía esocon las personas: o lo inquietaban o

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no, y esa condición no cambiabacon el tiempo.

Standeford se inclinó con unacorrección distinguida. Edward nopasó por alto su costosa chaquetaoscura ni el broche de la corbata,que cargaba con varias piedraspreciosas de las que no habríasabido decir el nombre.

—Es un gusto conocerlo.

—Un placer —contestó Loring,aunque le parecía mentira estarlodiciendo; lo que sentía en esemomento era algo muy diferente alplacer. Era como si lo hubieran

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metido a la fuerza en un trajedemasiado pequeño para él.

Las señoras pronto se marcharon,aunque la mujer blanca tardó muchotiempo en dejar de mirarlo. Lacomplicidad en sus ojos erasolamente la confirmación; perohubiera sido imposible olvidar loscontornos de los labios o la formadel talle.

Se dedicó entonces a apreciar contoda la atención que podía, sinlevantar sospechas, la interacciónentre los señores Standeford.

Al acercarse una mujer como

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Penelope con la intención de que ladivorciara, había imaginado unasituación muy diferente. Un hombreañoso a punto de morirse, quizás,que la tratase muy mal o la tuviesecomo una esclava. Pero no.Standeford le sonreía, aunque ellano contestaba con los mismosgestos, y hasta tenía algunasdemostraciones de amor pasionalpor ella, como llevarle la mano a lacintura cada tanto, cuando no eranobservados.

Y sin embargo… El champán enla copa se volvió bola de cristal

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para su ingobernable memoria. Eraotro tiempo, cuando él era másjoven y no sabía tanto del mundo.Se había graduado como abogadohacía dos años, pero ya tenía unacierta fama. Una mujer le pidió queactuase para separarla de sumarido, pero él se negó; le dijo queera imposible. Un mes después lavio paseando por la calle principalde la ciudad de Durham. Parecíahaber envejecido cinco años en esecorto tiempo. Estaba demacrada,había bajado de peso y parecíadesconocer el rumbo que tomaban.

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Sus remordimientos se avivaronmás al volver a verla meses mástarde, demasiado cubierta duranteuna gala en la residencia de otro desus clientes, con el escote y losbrazos extrañamente abrigados paratratarse de un vestido de noche. Enese momento decidió retractarse yofrecerle sus servicios, pero ella lecontestó que todo empeoraría si sumarido se llegase a enterar, comoya había pasado en la ocasiónanterior. Ya era tarde, le habíadicho. Ya era tarde.

Standeford había levantado un

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poco la voz. El matrimonio estabalo suficientemente cerca para que lellegaran algunas palabras. Habíaescuchado la confirmación delnombre con claridad: Antonia.Entonces le había mentido aquellanoche en el bosque. Tampoco podíaesperarse otra cosa.

El caballero dejó a su esposa enuna silla y, para su sorpresa, seacercó a él.

—¿Está bien la señora? —preguntó Loring, llevándose la copaa los labios, porque sentía que laboca comenzaba a secársele.

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—Sí, la señora está muy bien;tiene una salud de hierro. El queestoy en problemas soy yo.

Edward alzó las cejas,sorprendido. El nivel de confianzaentre ellos había avanzado a lossaltos, o el abogado sentía queStandeford pretendía eso.

—Me han hablado muy bien de sureputación como abogado —continuó Standeford.

—Me honra eso.

—Tengo un problema en el puertode Londres. —El hombre se lamió

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rápidamente el labio inferior—.Han acusado de contrabando a miencargado, y está preso en estemomento. Yo también podría irpreso, pero esto es mejor que no sesepa. Necesito de sus servicios, yaque lo que el gobierno estáhaciendo es una absoluta injusticia.Solo hubo un error, humano,lógicamente, que cometió miencargado en una declaración. Todolo que tienen es un libro de aduanascon un error. ¡Una declaración enquince años! De ninguna maneratuvimos intención de hacer un

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contrabando, y estamosperfectamente dispuestos arectificar la declaración.

Edward dejó la copa sobre unade las mesas en la que había grancantidad de comida servida, porquesentía que le hacía falta todo elequilibrio del que pudiera disponer.Su propio peso ya parecíademasiado.

—Señor Standeford, lo puedoreferir con otro abogado. Esa no esmi especialidad…

—Por favor, piénselo un poco. Séque los mejores son los más caros,

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y eso está bien: debe ser así. Puedereconsiderarlo. Tómese un día odos si los necesita. Estoy dispuestoa pagarle lo que sea necesario enconcepto de honorarios. El dinerono es un problema.

—Entiendo perfectamente, señorStandeford. Sucede que yo meencuentro en el límite de casos quepuedo llevar adelante con éxito, yque, además, esa no es mi área deespecialidad. Usted estará muchomejor representado por alguienmás, como mi colega, que anda poraquí… —Edward comenzó a

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buscar a Williams con la vista, perono pudo encontrarlo.

Si alguien le hubiera preguntadopor qué lo había rechazado de esemodo, no habría sabido contestar.Algo visceral, instintivo, le decíaque no sería capaz de representar aese hombre por mucho tiempo.Quizás era una especie de fuerzaarrolladora en su manera demoverse y de hablar, que podríaconsiderarse enérgica o violenta,pero que le resultaba inquietante,como si fuera una embarcacióndispuesta a continuar con una ruta

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de choque.

—Comprendo, señor Loring. Porfavor, olvídelo.

Dejó a Edward con una sonrisaamable y se marchó. Regresó consu mujer.

Entonces llegó Williams hastaLoring.

—Ese ponche es un espectáculopara la garganta.

—Acabas de perder un buencliente —dijo Edward.

—¿Quién, exactamente?

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Le señaló con la mirada aStandeford.

—Oh, no. Justamente necesito unocon mucho dinero.

—Quizás todavía lo puedasagarrar. Tiene al administradorpreso por problemas en lasdeclaraciones. Lo apresaron en elPuerto de Londres. Ve con él. Dileque has hablado conmigo. A losumo, te dará una excusa gentil. Lagente como él siempre da excusasgentiles.

—No te ha caído muy bien, ¿no?

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Edward hizo un movimiento levecon la cabeza que actuó a modo denegación. Williams se fue trasStandeford.

* * *

—Tanto hablan de estosabogadillos y finalmente no deja deser todo un plan de venta que elloshan tramado. Parece que le pagarana la gente por dispersar historias deéxito que son falsas.

—¿De qué hablas? —preguntóPenelope, sintiendo todo el deseo

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de alejarse de su marido para ya notener que soportarlo.

Él estaba sentado a su lado, sobreuna chaise longue. Mostrabaademanes neutros mientras lelanzaba su diatriba colérica.

—Ese Loring. Es un inútil. Encuanto le dije el problema en el queme encontraba, se echó hacia atrás.Tiene miedo. No creo que puedacon mi caso, y él lo sabe.

—¿Por qué sería ese el motivo?

—Le ofrecí todo el dinero quenecesitara.

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—Quizás no puede tomar tu caso.

—Eso dijo y, obviamente, es laexcusa más fácil de inventar. Mira,incluso a ti se te ha ocurrido, y nosueles brillar por las grandes ideas.

Penelope hizo de cuenta que nohabía oído lo que había oído, comotantas otras veces.

—Es un mediocre y un muerto dehambre.

—Tu seguidilla de insultos haciatodo el mundo se vuelve cada vezmás molesta para mis oídos.

—Que tiene que trabajar

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doscientas horas al mes para podercomer. Tiene un apellido dealcurnia, pero eso es todo lo que leha quedado. El rico es su hermano.—Hector se acomodó de maneradesenvuelta en el asiento mientrascomponía una sonrisa, un eventoextraño inserto en su discurso—.Los que nacieron con apellido secreen superiores a nosotros, los quehemos tenido que forjar el destinodesde abajo, haciendo surcos ysembrando todo lo que íbamos acosechar en el futuro, pero no loson. Es al revés; no hay nada

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honorable en tener todas las puertasabiertas por llamarte tal o cual. —Standeford concluyó cruzando sularga pierna izquierda sobre laderecha.

—Creo que no podré soportar tumonólogo durante mucho tiempomás.

—Estás condenada a soportarme—dijo Hector al oído de Penelope,usando un tono de superioridad yevidente deseo de posesión que suesposa conocía.

Entonces apareció alguien que sepresentó como el señor Williams,

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abogado especialista en problemasportuarios. Ella pudo huir duranteunos minutos de las garras de sumarido.

Buscó a Loring con sutileza,mientras se desplazaba por el salónde baile charlando brevemente conuna y otra señora, lanzando halagosa tal o cual señorita, hasta que pudollegar a la galería, el único lugar enque el abogado podía mantenerselejos de la muchedumbre.

No se quería engañar pensandoque Loring había rechazado a suesposo por hacerle un bien a ella,

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pero quizás se estuvierareplanteando lo de representarla.Quizás la técnica de ablandamientohabía servido, después de todo.Quizás prefería tener el dinero dela esposa que el del esposo, si el dela esposa venía acompañado dealgo más dulce.

Ella pensaba lo mismo: a loshombres solo había que sacarlesaquello que podían entregar: sexo,si eran buenos en ello; y dinero, silo tenían en cantidades.

Los viejos tiempos en que ellaera una inocentona eran eso: viejos

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tiempos.

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• Capítulo VI •

Lo halló en la galería, tal comohabía supuesto. Su instintofemenino no la podía haberengañado. Lo que sí le sorprendiófue encontrarlo charlando con dosamables jovencitas casaderas.

Los faroles sobre las cabezas deltrío hacían que las sombras seescaparan a las plantas de los pies.Las columnas que rodeaban el

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pasillo establecían el límite entre laluz y las tinieblas, entre lopermitido y lo prohibido. Y allíestaba Loring, el buen señor,jugando en los espacios limítrofes.

Las señoritas parecían estarrelatando una historia, una especiede aventura que habían vividojuntas, y él las escuchaba algodivertido, con los ojos ligeramentecrispados y las cejas oscuras en unaexpresión de asombro.

No pudo evitar fijarse en sualtura, que obligaba a las dosmuchachas a alzar mucho la cabeza;

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ni en sus piernas gruesas, queparecían ser dos troncos de robleque crecían con fuerza.

—Las señoritas Stevenson. Creoque su madre las está buscando —dijo Penelope, en un tono maternal.

—Oh, gracias, señora Standeford.Mucho gusto, señor Loring —dijola que parecía ser la mayor, y tomóde la mano y tironeó de la otra.

—Mucho gusto —dijo la menor,que gustaba más de hablar con losojos y estaba trazando el perímetrode Edward con la vista.

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Penelope esperó a que lasmuchachas se hubieran marchado.

—¡Cuánta amabilidad, señorLoring! Aunque no creo que sea esoprecisamente. Creo que tiene elmismo gusto por la carne fresca quetienen todos.

Edward retrocedió un paso einclinó la espalda hacia atrás.

—No es así. Ellas me siguieron,aunque no sé ni siquiera por qué meestoy defendiendo.

Ambos se apoyaron sobre lapared que tenían detrás. Penelope

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giró el rostro hacia una de las altasventanas. Todas se encontrabanabiertas y traían el rumor de lamúsica y las voces animadas de lafiesta. El perfume de las señoritasque acababan de marcharse aúnrevoloteaba entre ellos.

—Creo que usted es la quedebería dar más explicaciones.

—No lo creo —dijo ella, en untono frío, que ocultaba con maestríasu hirviente molestia interior.

—Reconozco perfectamente suvoz y algunos detalles que lacaballerosidad me impide nombrar

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—dijo él, casi en un murmullo.

—Ya lo sé. En ningún momentointenté hacerme pasar por alguienque no era.

—Me dijo que se llamabaPenelope —continuó Edward,ralentizando las palabras, y lamolestia se filtró en su voz.

—Así me llamo.

—Su marido la llama Antonia.Escuché que la señora Graham lallamaba igual.

—Me llamo Penelope AntoniaCrosby. Hace unos años cometí el

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error de volverme la señoraStandeford. —Penelope suspiró ycomenzó a agitar violentamente suabanico, a pesar de que hacía frío.

Una brisa fresca jugaba a correrpor la galería y le mecía algunosbucles blancos que le caían junto alas sienes, al mismo tiempo quepegaba la cola de la levita deEdward a sus glúteos.

El abogado la miraba conatención.

—Mi marido dice que Penelopees una figura que representa lafidelidad, y que no puede llevar su

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nombre una cualquiera como yo.Desde el primer mes de casados medecía que yo no sería másPenelope, que él me haría serAntonia. —Penelope suspiró, cerróel abanico y lo colocó sobre elpecho, a la altura de los senos—. Yse cumplió su designio, como casitodos los demás. Ahora pocaspersonas recuerdan que me llamoPenelope.

—¿Engaña a su marido confrecuencia?

—¿Usted quiere saber siStandeford tiene razón?

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—No, me gustaría saber si hayalgún filtro a la hora de elegir unamante, algo que yo haya tenido queaprobar para serlo. Es una netacuestión de vanidad. Si fuera suabogado, también sería una cuestióncentral de su defensa. Si él alegaque usted es infiel y lo demuestra,está perdida.

—No tengo ningún amante.

Le tembló la voz al decirlo. Conel tiempo había aprendido muchosdetalles sobre el sexo y susvoluptuosidades, pero no habíapodido desvelar cómo era aquello

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de mentir sin que se notara.

En ese momento atravesó laspuertaventanas que daban a lagalería un viejo amigo que ellahubiera preferido que se mantuvieralejos esa noche. Estaba hablandocon una mujer (Penelope recordabaque era viuda) sobre algo así comotomar aire fresco, la excusa másnatural de los amantes paradesaparecer de los salones llenosde personas.

Tenían con Martin una relaciónocasional cada tanto, pero no habíaningún tipo de compromiso entre

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ellos. Esas eran las condiciones enque se unía a los caballeros. No lemolestó verlo con una viuda muyentrada en años. Le molestó que lerozara una mano al pasar, porquefue claro para ella que Edward lohabía visto.

—¡Cuán mal miente usted! —dijoLoring.

—¿Y usted?

—También. Soy pésimo en ello.

Edward comenzó a abrir y cerrarla mano, como si comprimiera algoen ella, pero solo asía el aire.

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—¿Qué hace aquí, señoraStandeford? ¿Va a insistir con lomismo? Me temo que no habráardores hoy.

Él le sonrió con algo demelancolía.

—¿Lo teme o lo lamenta? —Penelope se giró hacia él.

—Está confundida. Yo no puedo,aunque usted me simpatice mucho—le hablaba mientras se miraba lamano, que seguía abriéndose ycerrándose—, lograr lo que esimposible en el sistema judicial.

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—Hubo un caso. Se logró. Ustedrechazó el caso de mi marido haceunos instantes…

—¡No imagine que porque estoydispuesto a aceptar el suyo! —Edward mantuvo la mano cerrada.

—Si ganásemos, su logroquedaría en los libros de historiade la abogacía británica.

—Mi pálida amiga, esa es solouna parte de la verdad. Como ustedbien sabe, si perdiésemos, también.Quizás no quiero estar en los librosde historia.

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Edward se cruzó de brazos.

Ella tomó algo de distancia de ély comenzó a parpadear connerviosismo. Sus ojos celestesparecían grises. El cielo de sumirada se nublaba más.

—Va a perder mucho dinero.Estos juicios son muy onerosos, y,lo que es seguro, va a perder elbuen nombre. Ya no la invitarán areuniones como esta… —Edwardutilizó un tono conciliador.

—Pero, si gano, él dejará detener poder sobre mí.

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Edward tragó algo de saliva.Penelope lo vio languidecer unpoco.

—No parece tan desagradablecomo me lo imaginaba. Incluso esmucho más apuesto que yo. No sépor qué no se contenta solo con sumarido. Muchas mujeres lo harían.¿Qué más quiere, si casi lo tienetodo? —preguntó Edward, y su vozse le hizo apenas audible.

—No tengo nada. Solo tengodinero. Quiero la libertad. Lalibertad lo es todo.

—¿Vale tanto la libertad? —

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preguntó él.

—Sí, vale tanto.

Penelope cruzó las manos alfrente con el abanico cerrado y sealejó un poco.

—Y si la obtuviera, ¿qué haría?Llenar la cama de hombres. Si detodos modos lo hace ahora.

Penelope tragó la saliva que teníaatravesada en la garganta, alzó másel rostro y lo miró conresentimiento.

—Lo que haría sería impedir queotra vez un animal me ponga sus

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manos encima, pero no podráentenderlo. He cometido un graveerror. Usted es como todos losdemás.

Penelope lanzó a Edward unaúltima mirada, que esta vez habíaascendido a desprecio.

* * *

La frase final de Penelope loinquietó más que todas las injuriasque había soportado a lo largo delos años. Sintió que algo habíahecho crack, como si hubiera

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pisado una nuez, pero no podía serel vestido de Penelope, que ya sehabía alejado con su frufrú.

A la mañana siguiente, corrió alcastillo de los McKay a contar aDugan lo que le había sucedido lanoche anterior.

Estaban en la antigua bibliotecadel castillo, una especie de granmuseo de libros donde las paredesparecían hablar en diversosidiomas. Dugan lo había invitado asentarse en un sillón. No le gustabahablar con él a través delescritorio. El sol de primeras horas

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de la mañana se filtraba, tenue, porun ventanal que tenían al frente; lescalentaba un poco los pies.

Edward le había relatado todo deuna sola vez, pero con lujo dedetalles: lo ocurrido duranteHalloween y su posterior encuentrocon el matrimonio Standeford.

—Esto de tu relación con unamujer casada no acaba de gustarme.Además, si tomas ese caso, estarásponiendo en serio riesgo tureputación como abogado, que te hacostado muchos años labrar. Sabesbien que estas cosas, que parecen

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tan mínimas, la gente no las olvidajamás. Y si juego un poco a serquien no soy… Tú tienes apellido yprestigio; todavía puedes acceder alo que algunos llaman la buenasociedad.

Edward deseó decirle algohiriente, como que no habíaaprendido a vestirse de maneracuidadosa aunque hubieraadquirido algo más de dinero.

Las palabras recibidas eran lasúltimas que hubiera queridoescuchar de Craig. Dugan Craig eraun McKay, un rebelde. Si él no lo

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comprendía, ya no había nadie en laTierra de quien pudiera esperarapoyo. El calor le fue subiendodesde los pies hasta la cabeza,donde finalmente se asentó. Serevolvió el cabello con las manos yse puso de pie.

—Ahora te preocupa mucho lareputación de la gente… Ahora hayque comportarse siempre de maneraejemplar, tal como la sociedadespera… —La ironía en laspalabras de Loring ya era clara—.Como si tú y tu esposa hubierancargado siempre aureolas y arpas…

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Edward se marchó del despachode Craig con un portazo, algo quejamás había hecho antes en unaresidencia que no fuera la propia.

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• Capítulo VII •

Un pícnic los había reunido otravez en el fastuoso paisaje de losLambert. Con Williams queríanrecibir alguno de los casos a losque sabían que el señor Lamberttenía acceso, ya que el hombregustaba de meter las narices enasuntos criminales por puracuriosidad intelectual. Edward erael más interesado, puesto que

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Williams había conseguido eldistinguido caso de Standeford, alque le estaba cobrando exactamentelo que deseaba.

Ella llegó con un vestido granatede mangas muy anchas que le cubríahasta el cuello. Su talle era fino;diferente al de todas las otrasmujeres de su edad que ya habíantenido hijos. El cabello blanco enondas largas a los lados del rostroera mecido por la brisa que pasabaentre los olmos, trayéndolesperfume de flores indeterminadas.Acacias, quizás. Había acacias

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cerca.

Quitarle la vista de encima nosolo era imposible para Edward;era imposible para casi todos lospresentes.

El hijo mayor de los Lambert lamiraba con indecencia, mientrasarrancaba flores amarillassilvestres que crecían entre elcésped, tal como hacía ella. Sepodría haber pintado un cuadro conlos dos. Lamentablemente,resultaba imposible que Edward lacontemplase sin encuadrar tambiénal joven admirador. Este se había

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echado sobre un manto de algodóna cuadros con tanta sencillez quenadie se había dado cuenta de queestaba más cerca de ella que elpropio Standeford. Nadie exceptoeste último y Loring.

El marido la miraba de unamanera un tanto incisiva, y cadarato lanzaba una sonrisadespreciativa a Lambert, pero quépodía decirle si el muchacho fingíatoda la candidez de un niño al quele gustan las flores. Nada más lejosde la realidad; la estabadesnudando con los ojos, en las

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visitas fugaces que estos lerealizaban sobre los hombros, lossenos, el talle, las piernas dobladasy juntas, debajo del vestido,ligeramente orientadas hacia él.

Cuando el señor Lambert padredijo que quería mostrar un nuevopaisaje que estaba haciendoconstruir en la parte trasera dellago, Edward accedió de buenagana a acompañarlo. Para susorpresa, Penelope también fue conellos. Se colgó de su brazo, aunqueel abogado no lo había dejado enuna posición oferente.

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Intercambiaron una mirada seria,profunda y sin sonrisa, como sifuesen dos amantes de toda la vidaque se hubieran reconocido una vezmás. O quizás no; quizás ella queríadecir otra cosa con sus ojos, yaquellas eran interpretaciones deLoring.

Penelope desabrochórápidamente la manga derecha de suvestido, la que estaba sobre elbrazo de Edward, y lanzó unamirada rápida a los que caminabandelante, ajenos a la pareja. Corrióla tela hasta el codo y le dejó el

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antebrazo descubierto. Se podía vercon claridad una mancha amoratadaen el centro de él.

—¿Ve? ¿Me cree ahora?

Edward no pudo evitar mirarhacia atrás. No debió haberlohecho: se encontró con los ojos deStandeford, que los seguía con lavista desde lejos, en la cima de laloma, donde había quedado, ocultopor las sombras que el follaje delolmo daba a su rostro, haciéndoloparecer más solemne y másmelancólico.

—¿Lo hizo él?

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Penelope asintió con la cabeza.Volvió a cubrir su antebrazo yabotonó su manga.

—Es casi imposible dedemostrar.

—Creo haber escuchado mal —dijo ella, y Edward sintió que lapresión que realizaba sobre subrazo se suavizaba, por lo quepensó que la mujer se alejaría.

—Es casi imposible demostrarque lo haya hecho él. Podría ser unaccidente, podría habérseloprovocado usted misma, podría

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haberla tomado él o cualquiera desus amantes con demasiado ardorrecientemente y haber dejado esamarca. Algunas mujeres quedanmarcadas con solo tocarlas.

Penelope quitó la mano de suantebrazo y se alejó un poco de él.Ralentizó el paso; Edward supusoque para que los demás pudieranadelantarse, ensanchando así ladistancia entre ellos y los otros.

—Volví porque algo me decía queusted no estaba siendo quienrealmente quería ser, que tenía quedarle otra oportunidad. Volví con

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usted porque un cierto instinto queno puedo explicar, que a veces mehace cometer tonterías, pero en lamayoría de las ocasiones me salva,me dijo que tenía que acercarmeotra vez; que sus palabras no eransinceras, que no podía dejarmellevar por ellas. Me acabéconvenciendo de que, aunque sí esigual a todos los demás, quizáshaya un cinco por ciento salvableen su corazón masculino. Un cincopor ciento de hombre de bien quefinalmente se compadecerá. No mehaga pensar que mi intuición no

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sirve para nada, que me equivoquétanto.

Edward miró hacia sus pies, queparecían estarse arrastrando. Pobregárgola pesada, piedra con unánima estancada, conducto de aguaque no corría más.

Llevaba varios días con laansiedad incendiada y los nerviosdescompuestos, pero no queríareconocerlo ni sabía cómoresponder. La retórica del abogadose hizo trizas al estrellarse con lasombrilla de encaje blanco yaquellas caderas oscilantes. Su

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mente se quebró cuando le confesóque había puesto en él algo de suconfianza; aunque quizás fuera unamentira, un truco más de mujer, deesos que muchas usaban muy bien.

«No tiene otro medio», pensómientras la miraba alejarse de él.Estaba acelerando el paso parallegar hasta Lambert hijo, mientrasjugaba con la sombrilla y hablabade los antiguos ejemplares deolmos que la familia tenía allí, quedeclaraba considerar dignos de unmuseo al aire libre.

«No tiene otro medio y hará todo

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lo posible por lograr lo quequiere». «Pobre mujer».

Los caballeros se quedaronapreciando la belleza de lacomposición paisajística y losconocimientos de esta que, aunquea Edward se le antojabanrudimentarios, el señor Lamberthacía parecer excelsos.

Por el rabillo del ojo viodesaparecer a Penelope tras unbosquecillo cercano, detrás deljoven Lambert.

Al minuto una mano tocó suhombro, y sintió que el reloj de su

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corazón se había detenido, conalgún engranaje destruido. La vozde un hombre le habló al oído. EraStandeford.

—¿Ha visto de casualidad a miesposa?

—Creo haberla visto por últimavez con la señora Lambert —contestó Edward, en el mismo tonoque el otro había utilizado.

A veces la sangre se siente en lassienes como pulsos de ríosinternos, murmurando que laactividad mental está siendoexagerada. Eso sintió Loring

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mientras regresaba a LonelyCottage aquella tarde.

* * *Noche del día del picnic.

Edward estaba leyendo Lafilosofía de la retórica por terceravez, cercano al fuego, cuando elmayordomo le preguntó si ya podíaretirarse. Entonces sonó elllamador de la puerta.

Cerró el libro con tanta fuerzaque hizo el ruido de un zapateo.

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Tenía un presentimiento (¿o deseo?)inquietante.

—Ve a descansar, Simmons. Yome encargaré.

—¿Está usted seguro, señor?

—Sí. ¡Buenas noches!

Fue hasta la puerta con la mismaenergía con la que había despedidoal mayordomo. Se aseguró, desde elvestíbulo, de que el empleado ya sehubiera marchado. Todavía no.Estaba recogiendo el vaso que élhabía dejado en la mesa de centro.Se lo llevaba en una bandeja. Se

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alejaba. Entonces abrió.

Un fantasma había venido a verlo,pero no le causaba espanto. Quizásporque, a fuerza de haberescuchado tantas historiasespectrales de la residencia en laque había nacido y crecido sin verjamás prueba de ellas, ya no creíaen el mundo espiritual. Quizásporque se trataba de Penelope yestaba viva.

Se hizo a un lado para que pasara.Luego se tomó la cabeza con unamano y usó la otra para cerrarvelozmente la puerta.

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—¿Insistirá?

Ella asintió.

—Entonces será mejor que insistaen mi despacho. Mientras menospersonas la vean, mejor.

Le pidió que lo siguiera y ella lohizo con tanto sigilo que Edward sepreguntó si esos labios tan pálidosy esos ojos tan fríos podían tenervida de verdad. Los pies dePenelope, un tanto más pequeñosque los propios, tenían que soportaruna estructura grande, y no era fácilcaminar con un silencio felino.Pensó que ella debía estar muy

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acostumbrada a todo lo felino.

La dama entró en la biblioteca yEdward cerró la puerta tras ella.

La invitó a sentarse en la butacade cuero de sus clientes, aunque leincomodara. Compartir algún otrorincón más cercano le hubieseincomodado más. Se sentó al otrolado del escritorio y la miró defrente.

—¿Cómo ha llegado?

—Pedí a un primo de mi doncellaque me enseñara a ensillar y atarcaballos, y tomé uno de Oak Valley

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Manor —contestó Penelope, conmucha dignidad.

Edward se mostró algosorprendido.

—¿Quiere cenar? ¿Prefiere algoen particular? Aquí siempretenemos un poco de todo y muchode nada.

Ella sonrió con cortesía. Esta vezparecía no haber filo. Estabatardando demasiado en contestar.Miró por la ventana hacia elexterior de la cabaña, donde seencontraba el jardín posterior,aunque ella no pudiera saberlo.

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—No sé cuándo fue la última vezque alguien me preguntó eso.

—¿No organiza usted el menú ensu residencia? —preguntó Loring,sinceramente interesado.

—No. Ya no.

Ella emergió de su estadolacónico con la misma velocidadque había entrado.

—La cena podría ser otro día;quizás mañana. Mi esposo saldráde viaje mañana.

—¿Hasta cuándo está dispuesta ainsistir?

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Edward cruzó las manos sobre elescritorio, atraído por el fuego dela dama. Nunca un cliente le habíasuplicado tanto para serlo.

—Hasta que usted ceda. Meparece muy curioso que pregunteeso. Normalmente me preguntanhasta dónde estoy dispuesta a dar.

Loring movió la cabeza hacia loslados. Ella lo miraba con atención.

—Porque cederá. Ya he visto lafisura en usted, y es una fisuramoral. Usted es un cuenco lleno deagua, y yo golpearé la fisura hastaque reviente.

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Edward tragó saliva y abrió untanto la boca. Se sentía como si unrayo lo hubiera atravesado. Cerrósus ojos y arrastró sus palmas porel rostro. Necesitaba relajarse; lonecesitaba mucho. Finalmente, esaasistencia a la fiesta de la Noche deCascar Nueces había empeorado susituación anterior.

—Es un caso demasiado difícil.No creo que haya modo de ganarlo.

—Sé que es difícil, por eso buscoal mejor —dijo Penelope,adelantando su torso hacia él.

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—No, no me busca por eso. —Edward comenzó a apretujar lasmanos una con otra—. Me buscaporque nadie quiere tomar su caso,y cree que yo sí lo haré. Debe haberconsultado con veinte abogadosantes de llegar a mí. ¿Me equivoco?

Ella tardó en responder.

—No. No se equivoca. Pero lohice porque no sabía de usted.

Él asintió con una risa burlona.

—No me puedo imaginar dóndecomienzan y terminan sus embustes.

—Deje la desconfianza para mí,

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que tengo más experiencia en ella.No hay embuste. Le digo la verdad,solo que no la quiere creer. —Élsiguió negando con la cabeza—. ¿Ysabe por qué no la quiere creer? —Ella dio un golpe con su palmaenguantada sobre el escritorio;Edward abrió más los ojos—.Porque si lo hace se verá en laobligación de actuar, porque elconocimiento nos vuelveresponsables.

Las arrugas en la frente de Loringse profundizaron. La mirófijamente. Ella imitó el gesto, pero

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lo hizo sin querer. Loring no pudoencontrar huellas de mentiras en surostro. Luego Penelope exageró elademán, y las líneas de sus cejascasi se juntaron.

—No estoy convencido.

Ella abrió la boca y bufó.

—No quiere estarlo. Serámañana, entonces.

—¿A qué se refiere?

—La cena. Seguiremos tratandoel tema hasta que lo convenza.

Edward no se lo dijo, porque lahubiese fortalecido al hacerlo, pero

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nunca se había encontrado con unamujer de su temple.

Cuando ella se levantó de la sillacon inquietud, él recostó la espaldacontra la butaca por primera vezdurante la charla. La presencia dePenelope tenía algo que era comola fuerza expansiva de unaexplosión. Le costaba reconocerque esa mujer le inhibía en granmedida las facultades mentales.

—A fin de cuentas, ¿qué querrácenar? —preguntó Edward,mientras ella le lanzaba una últimamirada.

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Penélope consultó un reloj quehabía sacado de su ridículo.

—Tengo que marcharme. Vendrémañana, si es que el viaje deStandeford no se trata de otrosimulacro. —Ante la miradaasombrada de Edward, que ya sehabía incorporado también, aclaró—: A veces finge que se va, y enrealidad no lo hace; vuelve a laspocas horas. Es solo otra estrategiapara obtener mi atención.

Las palabras de Penelope sehabían apurado en su garganta tantocomo sus pies. No pidió permiso

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para dejar el despacho. Se alejabade Edward casi corriendo, rumbo ala puerta principal.

—Mis platos preferidos son laternera bombardeada y el pastel delamprea —contestó antes deabandonar la cabaña.

Algunos minutos más tarde, queparecieron infinitos, Loring escuchóel relincho de un caballo y losgolpes de los cascos contra elcamino.

Esa había sido su despedida.

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• Capítulo VIII •

Si Edward hubiese tenido quedecir por qué dejó que todo aquellopasara, habría inventado historiasmuy convincentes. Era bueno paraconvencer, y la práctica de laabogacía le había demostrado quehabía cierto terreno que lepertenecía a la verdad y ciertoterreno que le pertenecía a laretórica. Creía entonces que el

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ideal mayor de la moral seencontraba en la línea que las unía,tan estrecha que había que caminarsobre ella con la gracia y lahabilidad de un equilibrista decuerdas. Podría haber dicho muchasverdades a medias y lisas mentiras,que se hubiera inventado en esemomento o después, que tuvieran elmás puro sabor a verdad. Lo ciertoes que no sabía por qué lo habíadejado acontecer.

Al día siguiente, Loring dio lanoche y el día siguiente libres almayordomo y al personal de

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cocina; les dijo que podían visitar asu familia. Se fueron antes de quecayera el sol con una sonrisa degratitud. Supuso que sabían queocurría algo extraño, pero eran losuficientemente discretos paradisfrutar de sus beneficios sinindagar.

Cuando sonó el llamador de lapuerta, sobre la hora de la cena,Edward estaba sofocado,batallando con los hornos. AunqueAmelia le había dejado ya todopreparado, él tenía que calentarlo, yaquello parecía más difícil que

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Derecho Romano.

Le abrió la puerta y Penelopeentró en silencio. Llegó envuelta enuna pelliza negra con brochesdorados.

—¡Buenas noches! —dijo ladama.

—Puede entregarme su abrigo silo desea.

Ella alzó el mentón y le sonrió.

—¿Esta noche será elmayordomo?

—Parece que eso y muchas cosasmás.

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Ella se desabrochó la pelliza conuna lentitud medida mientras leclavaba sus ojos claros. Quedó aldescubierto su pecho blanquísimo,en contraste violento con unasamatistas que le caían de lagargantilla en forma de gotas. Vioque su joya había atraído laatención de Edward y comenzó ajugar con ella entre los dedos.

—Acompáñeme, por favor. Tengoque terminar algo en la cocina. Ladejaré en el comedor.

La condujo hasta la mesaprincipal y le corrió la silla para

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que se sentara, pero Penelope senegó a tomar el lugar.

—Iré con usted —dijo ella.

—La cocina de mi cabaña no esun lugar para una dama.

—¡Oh, una dama! —dijoPenelope, como quitándole peso alasunto, mientras caminaba haciadonde suponía que debía estar lacocina, quizás guiada por el olor acarne guisada, quizás guiada por elcalor.

Llegó antes que Edward y seapoyó sobre una de las mesas de

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madera que usaba la cocinera.Loring había visto esos mueblestantas veces nevados de harina queagradeció que Amelia fuera tancuidadosa con la higiene, porque delo contrario… ese vestido preciosode terciopelo negro…

El ambiente se entibiaba por elfuego del horno, donde el carbónardía y calentaba la ternera y elpastel al mismo tiempo.

Edward se acercó a la placa delhorno y tocó el pastel, pero estabacasi frío. Miró el recipiente de laternera, pero apenas lanzaba algo

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de vapor. No solo no conocía lomínimo sobre cocina, sino quetampoco sabía cómo usar losutensilios. Miró la larga hilera decazos y cucharones de hierro ycobre que colgaban de la pared sinsaber qué hacer. Quizás la lecciónrápida que Amelia le había dadoantes de marcharse no fuerasuficiente.

Al girarse hacia ella, Penelope selamió el labio superior y tiró de suchaqueta. Se dejó llevar, una vezmás. Alzó las manos como sihubiese sido atrapado en un delito,

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quizás porque así pensó queevitaría cometerlo.

—Me gusta usted —declaróPenelope.

Edward se llevó la mano derechaa la oreja y se la rascó,aprovechando que la tenía alzada yporque necesitaba realizar algunaacción.

—No es preciso que haga esto.Nunca se trató de esto.

—Puede decir sexo.

—Me gustaría ser cuidadoso conlos términos que elijo y seguir

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siendo delicado con las mujeres —dijo Edward con algo deincomodidad.

—Usted cree que intentomanipularlo para obtener lo quedeseo, y puede que lo hicieraaunque usted no me gustara, perome gusta.

—No entiendo qué podría quererde mí que no sean mis servicios, ypuede pagar mis honorarios condinero, no tiene que pagar enespecie. Soy un tipo algo grande alque le gusta hablar con gracia, ynada más.

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—Bastante grande —dijo ella, ycomenzó a acariciarle el cabello—.Baje esos brazos; no sea ridículo.—Empezó colocando sus manos enlos hombros y luego le fueextendiendo los brazos, como si setratara de planchar una tela y no demoverlo a su merced; y él permitióque ella siguiera.

Entonces Penelope le tomó lasmanos y entrelazó los dedos.

—Que seamos amantes esdemasiado complicado. Su esposola sigue de cerca y no me gustatanto compartir.

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Ella le apretó más las manos.

—¿Celoso? No, después deStandeford ya nadie me lo parece.

Edward se mantuvo en silencio.

—¿Le gusta mi vestido? —preguntó ella.

—Es fino, hermoso y elegante,como todo lo que usan usted y otrasseñoras de dinero.

Ella jugueteaba con sus dedosentre los de Loring y lo miraba conuna dulzura que le parecía fingida,pero el hombre se sentíapetrificado. Luchaba con deseos

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contradictorios.

—No mire hacia abajo. ¿Nadallama su atención?

Edward miró hacia abajo. Ellasabía muchas técnicas para lograrque los otros hicieran lo quedeseaba. El escote en forma de uve,demasiado profundo para la modade la época, dejaba ver algo de laprotuberancia de los pechos. Elresto podía imaginarse.

—Supongo que sí, que muchascosas llaman mi atención. Tengoojos.

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—¡Qué suerte que puede mirartanto! Yo no, tengo una pésimavista. A usted lo reconozco desdelejos por el tamaño y la voz.

Edward no pudo evitar sonreírante su ocurrencia. Entonces soltósus manos, pellizcó sus pantalonesy tiró de él. Cuando lo tuvo tanapretado como quería, pegado a suvestido y con la conciencia algonublada, comenzó a juguetear conlas manos en su espalda, bajo lachaqueta.

Como si eso no fuera suficiente, ypara desesperación de Loring, sus

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caderas comenzaron a moverse,ofreciéndole roces a los que élhubiera querido decir que no.

Penelope se acercó al oído deEdward.

—Usted podría ser mil vecesmejor amante si fuera más activo —le susurró, pero lo hizo con tantagracia que no pareció una crítica.

—No tengo tanta experienciacomo usted. No sé si deberíasentirme avergonzado por eso.

—No hay ningún problema. Yopuedo enseñarle.

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Le tomó una mano y la llevó bajosu falda. Otra vez. Los recuerdos seprecipitaron y la cocina se hizo másoscura, tanto como si fuera unbosque. Pero ya comenzaban asentirse los primeros olores deresina incendiada.

—Se quema la comida.

—¿La comida es lo que sequema? —preguntó ella, mientrasjadeaba un poco, encaramada yasobre la mesa y dispuesta a separarlas piernas.

—Sí, ¡su pastel!

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Edward la dejó sobre el mueble,se secó la mano en la enagua y fue asacar el pastel del horno. Losenvolvió una humareda que hizotoser a Penelope.

Edward se llevó las manos a lascaderas.

—Quizás hemos perdido elpastel.

—¡Hubiera dejado que acabarade quemarse! —dijo ella, mientrasse bajaba de la mesa, algo molesta.

Penelope se fue de la cocinamoviendo las palmas en el aire,

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intentando hacer a un lado el humo.

Edward encontró a la dama frentea las llamas de la chimenea de lasala adyacente al comedor. La mirócon detenimiento; brillaba en tonosdorados. Se dio cuenta de que algoestaba terminando de consumirse enlas llamas. Parecían ser restos depapel.

La observó durante un ratoesperando que ella hiciera algúnmovimiento que la delatara; sabíaque no hablaría consigo misma envoz alta en su casa.

Era una mujer inteligente. Edward

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necesitaba poco tiempo para podercalificar a una persona deinteligente, mediocre o estúpida.

* * *

Los ojos de Penelope mirabanvarias cuartillas que ardían en lachimenea. El fuego las devoraba,hambriento.

Por su mente pasaban lasimágenes de una que otra caminatainterrumpida con el «guardián delbosque». Un extraño seudónimo, sedecía para ella. «Bah, un amante

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más». Ya la había leído y sequemaría, y luego pasaría a serpolvo, como todo el resto.

La carta no ardía tanto como esejovenzuelo. Con sus veinte años,parecía insaciable. Quizás ellatambién habría sido casi insaciableen su temprana juventud si sumarido hubiera sabido alguna vezcómo satisfacerla, o hubieraquerido aprender. Pero, ¿aprender?¿De ella? ¿De quién o qué habríaaprendido ella? Una serpiente quese mordía la cola. Ese jovencitoLambert… ponerse a escribir esas

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tonterías acaloradas; más valíaaprender a ir más lento con unamujer que escribirle toda esa sartade patrañas que él pronto se daríacuenta de que lo eran. Y sí, se habíatenido que deshacer del muchacho,como de muchos otros, porquequerían ponerse sentimentales, y aella no le agradaban esos juegos. Osabían comportarse durante lapasión y largarse después, o que semarcharan. Una lástima, después detodo. Era sensible y con el tiempolo habría convertido en un granamante, si no hubiera sido por lo

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sentimental. «Amada mía, bah».¿No le había dicho desde elprincipio que las notas debían serbreves y solo para acordarencuentros?

—He raspado, raspado y raspadoel pastel, pero al terminar de rasparya no quedaba nada.

Penelope lo miró concondescendencia y algo de ternura.

—También la ternera se haquemado. Está incomible —anuncióEdward.

—No pensé que fuera a preparar

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mis platos favoritos.

—No los hice yo, para ser justos.Los hizo Amelia, mi empleada.Pero yo tuve que buscar la recetade la consabida ternera, porque ellacasi no sabe leer y no es unapreparación muy común.

—Tengo gustos algo peculiares.

—Eso parece. —Edward leseñaló el recinto contiguo—. Heservido en la mesa algo de fruta yresto de tarta de manzana. Esperoque sean de su agrado. Creo quepeor es que nos rujan losestómagos.

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Penelope se prendió a su brazo ylo acompañó en silencio hasta elcomedor. Esta vez sí hizo uso de lasilla que él había corrido para ella.Sobre la mesa reposaban dosbotellas de vino: una de Madeira,que se consideraba más propio paralas damas, y otra de burdeos, quepensaba tomar él.

—Finalmente seremos frugales.

—Lo lamento.

—No importa. Me honra dealguna manera que haya intentadocomponer una cena con mis

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comidas preferidas. No me gustadecirlo, pero es la verdad.

Lo miró con algo parecido alcariño. Le gustaba su rostrocuadrado, sus facciones firmes yangulosas. Le hubiese agradadodeslizar los dedos por los vérticesde su mandíbula.

Él estaba por servirle el Madeiracuando ella lo detuvo. Le indicócon el dedo que quería el otro.Edward obedeció y apresuró lasiguiente pregunta:

—¿Cuántas veces dice la verdad?

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—La mayoría de las veces, amenos que no me convenga —dijoella, que comenzaba a pelar unanaranja con cuchillo y tenedor.

—Deberá decirme toda laverdad. Esta vez haré yo lapreguntas, aunque normalmente esun colega conocido, el solicitorParris, quien se ocupa de estosasuntos, y de todo lo que tenga quever con el contacto de cara alcliente.

—¿Está dispuesto a tomar micaso?

—No lo sé —contestó Edward,

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que se llevaba una cereza a la boca—. Si me dice la verdad, tiene másposibilidades, aunque la verdad seaamarga para usted, aunque laverdad hiera la imagen que quieremostrar, aunque la avergüence, laincomode o le provoque cualquierotro sentimiento de inquietud.

Penelope asintió con la cabeza,pensando que quizás él tuvierarazón. Después de todo, se teníaque poner en sus manos.

—¿Me dirá toda la verdad?

—Responderé con toda la verdada lo que me pregunte, que no es lo

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mismo.

Edward la miró con un brillo deadmiración en los ojos.

—¿Cuáles son sus frutaspreferidas? —Ella comenzaba acomer el primer gajo de naranja.

—Las uvas.

—Fina. Muy bien. Puede ser quesea cierto —dijo él, con un tonoalgo dulce que lograba mantenerlaatenta.

—¿Vamos a ir in crescendo conlas preguntas? —preguntóPenelope.

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—Claro que sí. El in crescendofunciona para casi todo.

Ella alzó una ceja con picardía.

—¿Hay alguna fruta que odie? —continuó él.

—La manzana.

Edward quitó la manzana quehabía puesto sobre el plato de ellay la dejó sobre una bandeja quehabía en el otro extremo de la mesa,en la cima de una pirámide decompañeras similares.

—No la coma, entonces. No tieneque fingir conmigo que es alguien

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que no es.

—No lo hice. Ya le expliquéincluso lo del nombre.

Lo siguió fijamente con la miradamientras él volvía a sentarse.Quería que le creyera, y sabía queel contacto visual era importante ala hora de lograr credibilidad.

—¿Tiene amantes?

Ella miró primero la mesa y luegovolvió a mirarlo a él. Se dijo queharía como cuando comía lagelatina con su marido, tragando lomás rápido posible.

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—Sí.

—¿Cuántos?

—No son estables —contestó, yprocedió a limpiarse condelicadeza la comisura de loslabios con la servilleta blanca.

—¿Son discretos?

—Sí, casi todos.

—¿Cuántos tiene en estemomento? —preguntó Edward, yPenelope comprendió que tratabade disimular el malestar que lapregunta le causaba, porque jugabaa hacer girar las cerezas en su

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frasco de conserva.

—Tres, pero van y vienen.

—¿Tres incluyéndome?

Penelope comprimió los ojos ylas cejas. Quería adivinar lo quepensaba Edward, pero no podía. Lavista era su enemiga. Él alzó más lavoz:

—¿Tres incluyéndome?

—No. A usted no lo consideroamante. Mis amantes no me dejanpor un pastel.

Edward se llevó una copa convino a la boca.

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—No intente ponerme nervioso.Cuatro, digamos.

—A usted no lo cuento —insistióella, y siguió desgajando la naranjacon mucha gracia, sin usar lasmanos.

—El que no es discreto, ¿quiénes?

—Es un joven que usted noconoce demasiado.

—¿Cómo se llama? —preguntóél, y luego tragó otra cereza de unsolo bocado.

—Su apellido es Lambert. Lo

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vimos hace apenas un día y medio.No entiendo qué tiene que ver todoesto con mi caso —dijo ella,mientras cortaba en trozos lacáscara de la naranja para ayudarsea soportar la tensión.

—El adulterio de la mujer es algoserio: es causante de divorcio. Sumarido puede aducir que usted esuna adúltera si usted aduce, porejemplo, que él es cruel. —Edwardcerró las manos sobre la mesa—. Yeso significaría que podría terminardivorciada solo si él quisiera, sinposibilidad de volver a casarse,

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porque el Parlamento se la negaría,y con la imagen social por el suelo.

—No sé si me importa tanto laimagen social.

—Eso es porque no la perdiótodavía, aunque ya estuvepreguntando por usted a tal o cual.

—¿Y qué dicen tal o cual? —preguntó Penelope, en un tono algodesafiante.

—Lo mismo que usted: que tienemuchos amantes. Esto ya es puracuriosidad, ¿siempre fue así con suesposo?

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—¿Así con mi esposo? ¿Y cómoes él conmigo? —Los labios dePenelope comenzaban a tensarse.

—Ya vamos a pasar a eso…

—Ya vamos a pasar a eso… —repitió ella, con rabia maldisimulada—. No, no siempre «fuiasí con mi esposo» —repitió lo quehabía dicho él con un tono burlón.

—¿Qué le hace él a usted? Ahorapuede explayarse y explotar siquiere.

—De todo, me hace de todo. —Ella alzó la voz—. Me trata peor

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que a una ramera, me persigue todoel tiempo, tiene más amantes que yo(debe saberlo, aunque quizás no leimporte, ni a usted ni a losparlamentarios, porque todos sonhombres) —los cubiertos hicieronsonidos de rayas cuando ella losdejó caer sobre el plato—, meaprieta y me empuja, me ordenacuándo hablar y cuándo callar,cuándo ir y cuándo venir, con quiéntener amistad y con quién no…Todo, todo. Ya no tengo identidad.¡Me ha cambiado hasta el nombre!—concluyó Penelope, y lanzó un

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soplido de hartazgo.

—¿La ha golpeado con el puñoalguna vez?

—Todavía no.

—¿Todavía? —insistió él.

—Su violencia va en escalada.Era solo verbal al principio. Ahorase ha vuelto un bicho soez yasqueroso, que mueve sus ridículaspatas con la intención delastimarme.

—Tengo otra pregunta decuriosidad, pero no la haré.

—¿Por qué me casé con ese

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cerdo? Es mejor que guarde sucuriosidad.

Penelope dejó la servilleta sobrela mesa y cruzó los brazos. Solohabía comido media naranja.

Él acercó su mano hasta ella y lerozó los dedos.

—No ha comido nada; coma algomás. Eh, dicen de mí que tengotremendos ataques de rabia.¡Podríamos competir! —dijoEdward, con una voz dulce.

Ella lo miró de soslayo.

—Sí, también había oído eso de

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usted. ¿Y es verdad?

—Es verdad. Hay unas cuantascosas que no puedo soportar. —Edward alejó la mano que la habíaestado tocando.

—¿Y cuáles son?

—La estupidez y la injusticia, enorden de menor a mayor. Sigacomiendo —dijo Edward con untono amistoso.

Ella se resignó a seguir.

—¿Tomará mi caso?

Edward se llevó una mano almentón y miró la bandeja con

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frutas, allá lejos.

—No lo sé. Tengo que investigarmejor los antecedentes, lajurisprudencia. Sé que hubo un casoen que la esposa ha logradodivorciarse, pero es una excepcióny no la norma. La teoría dice unacosa y la práctica otra.

—Pero usted es…

—Un abogado, no Dios —dijo él,terminantemente, alzando algo lavoz.

Ella frunció los labios en un gestopensativo.

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—¿Un abogado justo?

—No lo sé. Ese adjetivo es muydifícil de merecer. —Edward tragóotra cereza completa y se movió ensu asiento con incomodidad.

—¿Cree que es justo que unhombre pegue a su esposa?

Edward lanzó una cuchara sobresu plato, que patinó sobre este y fuea golpear el pie de la copa dePenelope. El vino de la invitada sevolcó sobre el mantel blanco delino, como si este hubiera recibidoun corte de arma blanca, y luego fuea caer en chorro al regazo de su

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vestido negro.

Penelope se levantó, algoasustada, y después retrocedió.

Edward también se puso de pierápidamente.

—¡Disculpe!

—Creo que es mejor que meretire ya —dijo ella, y tomó suridículo y dejó la sala a pasoacelerado.

Ya en el vestíbulo, se puso lapelliza con rapidez sin acabar deabotonar la parte inferior. No quisoaceptar la ayuda de Edward.

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No volvió a mirarlo; se fuecorriendo hacia su caballo, queesperaba en el establo de lacabaña. Edward observó todo esodesde la puerta abierta.

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• Capítulo IX •

12 días después.

Penelope permanecía acostadacon la boca cerrada y la miradaperdida.

Sus ojos miraban esas viejasespadas, para ella sin ningunagracia, que colgaban en la paredfrente a la cama de su marido. Esasque él llamaba «los mejores

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ejemplares forjados por misantepasados», pero que no seatrevía a colgar en las salas de usosocial porque estos mismosancestros eran herreros y no teníanel abolengo requerido para ingresaren la clase social que él queríaalcanzar. Sabía que Standeford sesentía frustrado porque el éxito enla importación de cobre y mineralde hierro no le había alcanzado aúnpara tocar las esferas más altas.

Hector había terminado con sufaena sexual tan rápido como habíaempezado y estaba recostado a su

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lado. Su pecho subía y bajaba; loescuchaba jadear un poco. Una desus manos huesudas todavíacomprimía la garganta de suesposa, en eso que él considerabauna caricia pasional.

Penelope tomó la mano de Hectory se la quitó del cuello. Esta fue acaer como peso muerto sobre elpecho del hombre.

La esposa se puso de pie, con laintención de caminar hasta suhabitación, que se encontrabaconectada a la de su marido por unapuerta. Se bajó la camisa de dormir

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y se colocó rápidamente el salto decama negro, ese que Hector másdetestaba.

—¿Te marchas?

—Así es.

—Como siempre.

Penelope no tenía intención deescuchar nada más. Llegó a supropia cama y corrió las pesadascortinas de seda roja. La esperabasu propio aroma y las sábanasparecieron entibiarse. Se arrebujó yse encogió. Se puso de lado, enposición fetal, y cerró los ojos.

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Deseaba que el sueño llegarapronto. Estaba muy cansada y eratardísimo.

Comenzó a sentirse como unapiedra flotante, y se dijo que,afortunadamente, Morfeo la estabatomando en sus brazos. Pero quizásno eran los de aquel, porque sintióel perfume de Edward a sualrededor. Era inútil abrir los ojos.Su confusión no era tal.

Sentía los dedos de Edwardsobre su anillo, su respiraciónsobre su cara. Luego la noche se fuetan rápido como solo se puede ir en

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sueños, y él dormía a su lado, sobreuna cama blanca, enorme,inmaculada, que era bañada aprimeras horas del día por una luztambién prístina, completa,elemental. Frutas mordidas sobreuna bandeja que descansaba en unamesa de noche. El correr deltiempo se espejaba en el colorcambiante del cielo. Sus piernas.Un camino. La llevaba de la mano;ella tenía un vestido de mañana.Iban hacia la cascada; la másfamosa de Durham: High Force.Escuchaban el flujo, suave; el

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choque al caer; hostil. Él laconducía, caminando por delante.La luz se había calentado un pocomás; ahora era amarillenta. Y habíarayos de sol esquivando nubes yramas de robles, y orugas demariposa arqueando sus cuerpossobre las ramas, esas mismas quedespués revolotearían entre el airehúmedo de la caída de agua. Un avesilbó sobre sus cabezas. Edwardlanzó su gabán sobre la hierba, quehizo un ruido suave y seco decésped rozado. Él se recostó sobreel abrigo y le tendió la mano,

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sonriendo. Ella se recostó a su ladoy apoyó la cabeza en el hombromasculino. Era grande, era fornido;era el hombro de Edward. Ya lohabía medido antes.

No estaba dormida. Podíaescuchar a algunos hombres quevolvían a su casa por el camino;hablaban de la cosecha. Se habíaterminado; sí. Y las ofertas no eranbuenas; no. La feria de contratacióndebería durar más este año. Unbravucón lo había querido contratarpor nada. Quizás agricultores. Ellano estaba dormida; aunque los

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pensamientos se le fundían enbordes difusos en la mente. ¿Porqué, entonces, esa fantasía devigilia que la perseguía?

Se giró hacia el otro lado,pensando que las voces de loscaminantes se alejarían si daba laespalda a la ventana.

Las lágrimas, que comenzaban amojar la sábana azul creandomanchas negras, habían marcadosus meridianos húmedos sobre lalínea de los ojos de Penelope. LaTierra: su cabeza. El planeta Tierradebería llamarse Agua.

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* * *

Edward había hechoaveriguaciones. Le habían dichoque ella siempre iba a la tienda desombreros el día cinco de cadames. Esperaba que fuera cierto.

Llevaba ya tres horas, desde pocodespués del amanecer, esperandoen el café del frente. Agradecía lalimpieza del vidrio, que le permitíadistinguir a todas las damas queentraban y salían del negocioubicado en el 40 de St. Oswald's

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Street. Habían pasado por allíseñoras y señoritas, compradorasque charlaban entre ellas ydependientas que acomodaban losdiseños sobre las vitrinas, perosobre todo habían pasado treshoras.

Ella apareció veinte minutosdespués, acompañada de una jovenque parecía ser su doncella.

Prefirió esperar a que terminarasu tarea allí; necesitaba de toda suatención. Los minutos se alargaron.Abrió mil veces la tapa de su relojde bolsillo; desgastó su faltriquera.

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Cruzó la calle como un poseso encuanto la vio salir de la tienda.

—¡Señoras!

Un cochero que manejaba unasilla de posta, uno de cuyoscaballos casi le pisa un pie, lelanzó un improperio que él prefirióignorar.

—¡Señor Loring! —dijo ladoncella, que no pudo disimular susorpresa.

—Buenos días —contestóPenelope, a la que vio por primeravez dubitativa.

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—Necesito hablar con usted. —Edward intentó mantener un tononeutral, aunque la ansiedad loconsumía.

Penelope giró el rostro y miró elescaparate de la tienda que acababade dejar. Edward pudo observaruna mancha amarillenta emergiendopor el cuello de su vestido,parcialmente tapada por una telaazul estampada. El remordimientole contrajo las vísceras.

Penelope señaló dos sombreros asu doncella, pero él ya no pudoconcentrarse en su mano.

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—Ese y aquel; pregúntale cuántocuestan. Que te lo dé anotado, porfavor.

La señorita asintió e ingresó en elalmacén.

—¿De qué se trata? —preguntóPenelope, mientras se aferraba mása su ridículo.

—Nuestra conversación acabó demodo violento la última vez.

—Así es —dijo ella, querepentinamente encontró muyinteresante el punto con el queestaban hilados sus guantes azules.

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—Debe disculparme. Ya hapresenciado uno de mis ataques deira. Algunos temas, en particulareste del maltrato a las damas, meviolentan.

Edward buscaba sus ojos, peroella lo miraba de arriba abajo coninquietud. Luego le sostuvo unamirada de soslayo que el abogadoconsideró merecida.

—Me violentan —repitió él, porsi ella todavía no le creyera—.¿Qué es esa marca que tiene en elcuello?

Ella pareció caer recién en la

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cuenta, porque elevó las cejasdurante unos segundos.

—Ah, eso era lo que mirabausted. —Penelope se tomó el cuellocon la mano derecha y se loacarició—. No es nada. No sé siimportará, a esta altura… ¿Quéquiere, señor Loring?

—¿Se lo hizo él? —preguntóEdward, que todavía seguíamirándole el cuello con insistencia.

—Sí, por supuesto. Y me gustaríaque dejara de mirarme así, porqueno es el único que tiene ojos, yparece que me estuviera dibujando

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una diana. —Las palabras salieronveloces de sus pálidos labios.

—Lo lamento.

—Lamentarse nunca ha servidopara nada. —Penelope elevó elmentón—. ¿Qué quiere, señorLoring? Puede decidir tomarpartido o no, pero no se lamente.No hay algo que odie más en estavida que una persona lamentosa.

Edward se aclaró la voz.

—Venía a decirle que he estadoinvestigando los antecedentes, y lasituación es tan compleja como la

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imaginaba. Es muy difícil queganemos. Todos los recursos estáncon él; yo solo tengo mi buen haceren la profesión. Tiene que conocertodos estos hechos antes delanzarse a una empresa tanarriesgada.

Ella comprimió un tanto sus cejasblancas. Él supo que tenía suatención.

—Entiendo la dificultad. Siempresupe que sería así. ¿Tomará micaso? —Le habló sin superioridad,pero como un igual, como lo habíahecho siempre.

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—Lo haré, pero...

El ruido de campanillas lesindicó que la doncella ya volvíacon ellos.

—Continúe —solicitó Penelope.

Edward miró a la doncella condesconfianza.

—Se llama Alice Kaye, es midoncella, y es de mi máximaconfianza. —Penelope tomó a lajoven por el brazo.

—De acuerdo. ¿Su marido está encasa ahora?

—No.

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—¿Cuándo regresará? —Edwarddio un paso hacia delante parareducir la distancia entre ellos.

—A la noche.

—¿Tiene adónde huir?

—Sí, a la casa de mis padres, aunas millas de aquí.

Penelope se asió con más fuerzaal brazo de Alice.

—Él conoce esa residencia,imagino.

—Sí, pero mis padres meprotegerán.

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Edward inclinó la cabeza enseñal de asentimiento.

—Tome con su doncella loindispensable y márchense. Élpronto sabrá de mi presentación.

—¿Ha comenzado a redactarlaya? —preguntó ella, con la miradabrillante y la respiración acelerada.

—Sí.

Penelope le tomó una mano entrelas suyas.

—¡Gracias! —le susurró.

—No me agradezca ahora; huya.No quiero verle más marcas. —El

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dedo pulgar de Edward se colocósobre el de Penelope durante unossegundos, luego separó la mano deella.

La señora asintió enérgicamente.

—Vuelvo a mi hogar, Alice.Vendrás conmigo, tal como saliste.

La muchacha también se mostróalegre.

Penelope rozó el dorso de unamano de Edward con la punta delos dedos enguantados.

—La residencia de mis padres sellama Serenity Hall.

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—De acuerdo. Solo la buscaré encaso estrictamente necesario. Porahora es mejor que nadie nos vea.Adiós, señora Standeford.

—¡Adiós! —Penelope comenzó aalejarse—. Pero mejor sería queme dijera simplemente eso,«adiós».

Edward se quedó frente a lapuerta de la tienda, viendo a lasmujeres marcharse. Cuchicheabanentre ellas; probablemente yaestaban tramando.

Esperaba que esa bonita piel, tanrosada, estuviera a buen resguardo.

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Por primera vez la había visto untanto indefensa, aunque siempre lohabía estado; de lo contrario, nuncahabría recurrido a él. Y sintiódeseos de protegerla, y cruzó otravez la calle sin mirar, mientrassacudía la cabeza a los lados,pensando en mil posibles desastresfuturos. Una calesa estuvo a puntode atropellarlo.

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• Capítulo X •

Un día después, en SerenityHall.

Ella salió corriendo de su viejodormitorio, el de Penelope Crosby,cuando su doncella le dijo que elseñor Loring la esperaba en la salaceleste, donde solían recibir a lasvisitas.

Llegó hasta él con tanta velocidad

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que podría haberse lanzado a susbrazos, pero se detuvo al frente y leestiró una mano sin pensarlo. Él,confuso, quizás sin saber qué hacer,la tomó y la apretó con suavidad.

—¡Buenos días! —dijo él, conuna voz gastada.

—¡Buenos días! Tome asiento,por favor.

El aspecto del hombre era malo.Parecía estar consumido, suchaqueta se mostraba arrugada, sucorbata no estaba del todo bienatada.

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—No luce bien —dijo ella.

—Estuve toda la nochetrabajando sobre el caso.

Ella asintió, frunciendo los labiosen un ademán de compasión.

—Gracias.

Edward inclinó la cabeza enseñal de afirmación y abrió unacarpeta llena de diversas hojas, quecolocó sobre el escritorio que seencontraba en la pared opuesta alas ventanas. Acercó las sillas hastaese mueble y se sentaron.

—¿Ha sabido algo de su marido?

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—No, nada por aquí. ¿Usted sabealgo acerca de él?

—No, estoy absolutamentecentrado en el caso —contestóEdward mientras revolvía entre lospapeles desparramados.

—Entiendo.

Él continuó, pisando con su voz laúltima palabra de Penelope:

—Pensé que iba a poderpresentar el caso con lainformación que ya me había dado,pero creo que no es suficiente, porlo que preferí armarlo un poco

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mejor. Prefiero visualizar nuestrossiguientes movimientos. Noqueremos apresurarnos y dar un malgolpe.

Penelope asintió y se inclinósobre la pila de papeles con lasmanos juntas sobre el regazo. Nofue capaz de leer nada de lo quehabía escrito allí. La letra deLoring era demasiado pequeña,aunque tenía una cierta belleza dadapor la regularidad de las formas.

—Lo siento. No tengo aquíninguno de mis impertinentes, y casino veo sin ellos. Si me da un

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momento para que vaya abuscarlos…

—No es necesario —dijoEdward, cuando ella estaba porlevantarse del sofá.

—De acuerdo.

—Es mejor que continuemos. Yoharé las preguntas necesarias. Noes preciso que lea nada. —Su vozsonaba tranquilizadora, a pesar desu cansancio y su mal aspecto, loque ella agradeció en el fondo de sucorazón.

—De acuerdo.

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—¿Este es el lugar más privadocon el que contamos?

—Sí, esta sala tiene una solapuerta que conduce a un pasillo.Podemos cerrarla. —Penelope sepuso de pie y cerró la puertavelozmente. Volvió junto a Edward,contagiada de su ansiedad—. Mispadres todavía no han despertado.

—Mejor así. Vayamos al grano.Para lograr su divorcio,necesitaremos demostrar no soloque su marido era infiel, sino queademás era cruel con usted.

Ella movió la cabeza hacia arriba

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y hacia abajo, mientras lo mirabacon toda su atención.

—Este tipo de crueldad es másimpactante para el jurado si es decarácter físico que si es de carácterverbal. Querrán que demostremosque su vida estuvo en riesgo.

—Comprendo.

—¿Le ha pegado alguna vez ungolpe de puño? —preguntóEdward, tenso como la cuerda deun arpa.

—No.

—¿Con qué la golpea?

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—Con la mano, pero abierta —contestó Penelope, y su gesto decompasión iba creciendo, las líneasde sus ojos se iban cayendo, las desu boca también; ahora la pena erapor los dos.

—¿Alguien los ha visto algunavez en pleno acto violento?

—Creo que no.

—¿Y alguien ha visto las huellas?Es decir, los cardenales que le dejaen diferentes partes del cuerpo cadavez que la golpea —continuóEdward, mientras asía el lápiz confuerza.

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—Sí, mi doncella los ha vistotodos.

—¿Declarará si la llamo a labanca?

—Estoy casi segura de que lohará. —La mirada de Penelope sedirigió a la puerta; estabaimaginando todas las posiblesescenas en cuanto le pidiera a Aliceese favor; aquella conversaciónrequeriría de mucho tacto.

Edward asintió.

—¿Alguien más?

—La señora Horatia Warren, una

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de mis mejores amigas. También havisto estas marcas muchas veces ysabe cómo son producidas.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo sabe porque se lo he dicho.—Penelope alzó un poco el tono desu voz.

Edward negó con la cabeza.

—No es suficiente, pero lallamaremos también.

—Puedo escribirle. Alice, midoncella, también intercambiacorrespondencia con Horatia;quizás quiera interceder por mí. De

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cualquier modo, no creo queHoratia se comprometa a declarar.

Edward hizo una marca extrañajunto al nombre.

—Háganlo. Yo también lointentaré. Continuemos. Sobre lasamantes de su marido… Me dijoque tenía varias.

—Así es.

—¿Sabe sus nombres?

—No. Son esas mujeres a las quellaman mujerzuelas; no sonestables. Hubo durante cinco o seisaños una estable, pero creo que ya

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no la ve más.

—¿Cuál es su nombre?

—Winifred Sweetheart se hacíallamar. Quizás se llamase Winifredrealmente, pero no sé su apellido—dijo Penelope, mientras torcía laboca en un gesto gracioso.

Edward continuó sus anotaciones,que a ella le parecían dibujosorientales.

—¿Le causó algún perjuiciodirecto a usted el hecho de que sumarido tuviera esas amantes?

—¿Qué? —Penelope lo miró con

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indignación.

—Necesitamos algo queconmueva al jurado —dijo Edward,colocando la enorme palma abiertasobre una de las hojas del caso.

—¿Algo como qué?

—Espero no herir susensibilidad, pero algo como que sumarido le hubiese transmitidoalguna enfermedad que a su vezhaya adquirido por una amante.

—No, eso nunca pasó —dijo ella,bajando la voz.

—¿Nunca?

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—No.

—Mala suerte. Igualmentediremos que pasó —declaró él,mientras realizaba más anotacionesque ella veía difusas y no llegaba acomprender.

Penelope abrió más los ojos.

—¿No tiene algún médico entresus amantes o antiguos amantes?

—¡No! —dijo Penelope, quecomenzaba a sentirse insultada.

Le estoy hablando como abogado,no como sacerdote, así que, porfavor, no finjamos más candidez de

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la que tenemos. Necesitamos untestigo que diga que usted fuepuesta bajo ciertos riesgos de saludpor tener una enfermedad que sumarido le contagió gracias a suvicio lascivo.

—¡No contamos con tal doctor!—La espalda de Penelope se tensó.

—Ya veremos la manera deconseguirlo. Ya le dije que noemprenda una lucha contra mí —dijo él, alzando un poco la voz—.Yo estoy de su lado.

—No me gusta su tonoautoritario.

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—Y a mí no me gusta su iracundiacuando yo estoy dando todo de mí yun poco más… —Edward empezó arevolver las hojas—. Y un pocomás…

Ella negó con la cabeza y alzó lamirada al techo alto de la sala.

—¿Y usted? ¿Ha contagiadoalguna vez a su esposo?

—No —respondió Penelope,terminante.

—Tenga en cuenta que, si memiente, me puedo encontrar enmedio del juicio sin saber cómo

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protegerla —dijo Edward, con unamezcla de temor y de amenaza quele resultó muy extraña.

—Nunca sucedió tal cosa. ¡Cómoinventan cosas!

—En esto me ha transformado.

Penelope bufó.

—¿Hay algo más que quierasaber?

—Sí, ¿ha perdido algún diente?

Penelope contrajo el rostro conalgo de disgusto.

—Sí, una muela inferior.

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—¿El dentista que se la quitópodría declarar contra nosotros?

—No, ese hombre ha muerto. Nosé cómo podía vivir torturandogente de esa manera.

—Tanto mejor. Acordaremos quesu marido se la aflojó de unabofetada. Esa es la causa desde hoy—dijo Edward con satisfacción.

Ella no podía salir de suasombro.

—¿Usted es el señor Loring,abogado conocido por susescrúpulos?

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—Así es —dijo él, algo enojado—. ¿Me juzga? Hago lo que puedopara proteger a una mujer bajopeligro con todo el sistema encontra.

—¡Es que el sistema es injusto!

—Pero yo no hice el sistema. Yosolo juego en él. Y juegoprocurando conseguir losresultados más justos, o lo que yoentiendo como tal cosa.

Penelope suspiró y se mordió loslabios.

—¿Lo lograremos?

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Edward se llevó la mano alcabello, quizás para acomodarlo,pero acabó despeinándolo más.

—No lo sé. Creo que por ahorano tengo nada más. Nuestra peticiónse basará en presentar a su maridocomo un verdadero monstruo. Loes, hasta un cierto punto, pero leafilaremos los cuernos y le haremoscrecer las garras un poco. —Edward comenzó a tamborilear conel lápiz sobre el escritorio—.Necesito que siga pensando entodos los testigos que puedaconseguir para demostrar esto. Si

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se le ocurre alguno más, hágamelosaber con un mensajero cuantoantes. Ellos harán lo mismo encuanto se enteren de mi petición.

—¿Qué haremos a continuación?

—Primero deberemos conseguirun divorcio en los tribunales delconsistorio, luego tendremos quever si podemos evitar unaconversación criminal en lostribunales civiles, y recién entoncespodremos llegar hasta elParlamento. Allí arderán losabogados, la barra, la banca, lostestigos, los alegatos, todo. Será un

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escándalo.

—Saldremos en los periódicos…

—Saldremos, sí.

Ella volvió a asentir.

—¿Cuánto es el monto de sushonorarios? Normalmente esto sehabla entre caballeros, pero en estecaso no hay otra opción.

Él la miró fijamente.

—Adelante. No se haga el tímido.Mi padre tiene mucho dinero ytambién me quiere ver separada. Lepagará lo que pida. No es unhombre tacaño.

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—Eso debe tratarse con micolega, el solicitor Parris. Yo soyabogado de la barra, un litigante, unbarrister. Solo le pediré veintelibras, por ahora, para gastosadministrativos.

—¿Esa miseria? —preguntóPenelope, abriendo los ojos.

—Sí. Será suficiente por ahora.

—Se lo haré llegar a su casa.

—De acuerdo.

Edward juntó en una sola pilatodos los papeles que habíadesparramado, los reunió en una

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carpeta que colocó bajo el brazo yse incorporó.

—Ya debo marcharme, señoraStandeford.

—No me diga así.

—No le puedo decir Penelope…Ah, acerca de eso…

Ella también se puso de pie.

—Lo escucho con atención.

—¿Hay alguna manera de que sumarido consiga testigos de susinfidelidades?

Ella lo pensó un buen rato. La

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lista era demasiado larga comopara que pudiera recorrerla enteraen unos minutos. Además, jamás sesabía quién espiaba en los rincones.

—No lo sé. No se me ocurreninguna persona en particular. Lanoche de Halloween fue mimomento de mayor exposición.

—¿Conmigo y con otros?

—No, solo con usted —dijo ella,y su voz sonó algo triunfal.

—De acuerdo. Esperemos que noconsigan testigos. De suceder eso,el caso comenzará a desarmarse.

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—¿Aunque él además de infielsea también cruel?

—Sí, señora. Así es. —Ella lomiró y abrió la boca, pero él no ladejó continuar—. Ya sé todo lo quequiere decir, pero no me servirápara defenderla. Le deseo un buendía, y no olvide pensar en lo que lemencioné.

Penelope se conformó con dejarla conversación como habíaterminado. Después de todo, lomejor que podía hacer era permitirque Edward trabajara a su favor.

—No lo haré. Gracias, y hasta

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pronto.

Ella le hizo una inclinación y élcontestó del mismo modo.

Lo acompañó hasta la puertaprincipal y le entregó ella mismalos guantes, el gabán, el bastón y elsobrero. Luego lo vio marcharse ensu caballo, mientras se preguntabacómo podía ser que hubiera logradoconvencerlo y cuánto podía confiaren ese hombre.

* * *Tres semanas después.

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Edward ingresó corriendo en eldespacho de Lonely Cottage.

—Cash, ¿confirmaste que sehubiera hecho la presentación en eltribunal del consistorio?

Era el mediodía. Cash se veíabastante cansado y le sudaba lafrente.

—Sí, señor Loring.

—Bien hecho.

Edward siguió buscando sutesoro por toda la habitación,mientras el joven se sentaba ydescansaba un poco.

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—¿Cuánto crees que tardarán ennotificar al marido?

—La prensa lo sabrá antes de quenotifiquen al marido. Hay en lostribunales personas que cobran porese trabajo; el de informar a laprensa.

—¿Desde cuándo se le llamatrabajo al chisme? ¿Y cuándocalculas que será eso?

—Ellos le llaman trabajo, señor,como los ladrones le llaman trabajoa su accionar. Creo que esta tardese sabrá todo.

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—Sí, yo también lo creo.

Siguió revolviendo entre todoslos objetos de su despacho,sumando más caos al ya instalado.El tintero soltó algo de tinta sobreel escritorio y Edward lanzó unafrase grosera.

Algunas hojas en blanco fueron acaer al suelo. Cash suspiró, selevantó del sillón, recogió las hojasy las colocó nuevamente sobre elescritorio. Loring las cambió desitio porque todavía no habíarevisado por tercera vez esaesquina del mueble. Estaba

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haciendo una revisión completa,por lo que sus ánimos se caldearon.

—Por favor, ¡déjalas dondeestaban!

Cash se agachó y dejó las hojascuidadosamente ubicadas en elsuelo alfombrado de rombos.

—Estaba construyendo laampliación del alegato y no loencuentro. ¿Lo has visto?

—No, de ninguna manera.

—¿En la sala tampoco? —Lasmanos de Edward seguíanrevolviendo todo con inquietud,

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como una rata entre las virutas demadera.

—Tampoco.

—¿Y en el comedor? (Cashcenaba en Lonely Cottage algunasnoches, o llegaba tan temprano queLoring lo invitaba a acompañarloen lo que era ya el segundodesayuno de su aprendiz).

—Tampoco, señor.

Edward se desabotonó el chalecoy salió de la habitación a pasoacelerado. Estaba harto.

Convocó a los empleados más

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importantes al comedor, incluidoCash, dándoles un plazo máximo deun minuto para presentarse. Al ratoestuvieron allí los tres, mirándolo.Uno parado a cada lado de la granmesa, como si estuvieran por jugaral bridge.

—He perdido documentosvaliosos del caso más importanteque estoy llevando ahora. Si esto esuna broma, no me parece graciosa.

Los interpelados se miraron entreellos con algo de temor y disimulo.

—¿Alguno ha visto papelesesparcidos por algún sitio en que

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sea extraño verlos?

—Quizás, señor. Yo vi ayer unmontón de papeles desparramadospor diversos lugares de sudespacho, incluso sobre el sillón ybajo la ventana… Llovió un poco,señor. Tenía miedo de que algunashojas se mojaran, por lo que cerrélas ventanas de la habitación —dijoAmelia.

—Por eso había ese tufo…

—Sí, señor, olía a cerrado, perocomo usted me dijo que no tocaranunca sus escritos… —La narizafilada de Amelia, parte de su

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herencia española, apuntó a Loringcomo una espada.

—Sí, sí. —Edward interrumpió ala cocinera con algo de brutalidad.

—¿Y tú, Simmons?

—Yo no he visto nada que no veatodos los días, señor —dijo elhombre, con mucha dignidad.Seguramente se sentía herido porser acusado de tamaña ofensa.

—¿Cash?

—Señor Loring, aunque hacepoco tiempo que trabajo con usted,quiero que sepa que me siento

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halagado de que me haya tomadocomo su aprendiz. He aprendidomucho de usted, es justo (hasta quele llegan estos arranques) —dijo elmuchacho, que solía tener con sumentor una inusitada sinceridad,que agradaba a Loring en el fondo— y no quiero causarle ningún mal.Yo no haría algo para herir su buennombre. —Los ojos de Cashbrillaron, y Edward no supo si erapor la veracidad de lo expuesto opor algún otro motivo.

—¿Y dónde están mis papeles?

—Creo que ninguno de nosotros

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tres lo sabe, señor —dijo Cash, conuna entonación en la que pretendíadar a entender que eso era obvio.

—¡Excelente abogado defensor!—Loring se cruzó de brazos.

—¿Qué evidencia nos incrimina?—preguntó Cash, con un tonojuguetón, mientras se asentabasobre el respaldo de una silla.

—Circunstancial… Están en elespacio ideal para robar lo quequieran.

—¿Escritos de un caso? —continuó Cash, como si aquello

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fuera una necedad—. ¿Móvil?

Edward lo pensó varias vecesantes de contestar, porque no queríaavivar la llama de la avaricia deninguno de los tres, si la hubiesehabido.

—Dinero.

—¿Dinero?

—Sí, el hombre implicado en estecaso es un importante comercianteque tendría muchas ganas dehacerme desaparecer en el aire a míy al caso completo.

Simmons hizo un gesto de

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disgusto.

—¿Hiero tu orgullo, Simmons?—Loring lo acicateó a propósitopara revisar su lenguaje no verbal.

—Sí, señor. Y, además, si alguienrobó sus escritos, debe ser lamisma persona que robó la bandejade plata que ayer le llevé a sudespacho.

—¿Qué bandeja?

—La bandeja del brandi, señor—dijo Simmons, en voz baja.

—¿Qué brandi? Apenas toméalgo de vino.

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—No, señor —contestó elhombre, con un placer evidente encontradecir a Loring.

—Simmons…

—¿Señor?

—¿Qué pasó anoche? —preguntóEdward con severidad.

—Usted estaba escribiendo ytomando como un poseso. Comenzócon vino y terminó con brandi.

—No recuerdo el brandi.

El hombre alzó ligeramente unaceja entrecana. Si no hubiera sidoporque estaba furioso, Edward se

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habría reído.

—Señores, esto es muy grave. Sillego a demostrar que confabularonpara quedarse con esos papeles, lesjuro que verán las rejas y lasparedes con moho por muchísimosaños.

Cash se cruzó de brazos y losotros dos hicieron lo mismo,siguiendo su ejemplo.

—Está siendo irritante, señorLoring. Me marcho a casa, con supermiso —dijo el aprendiz.

—Yo no creo que el señor Cash

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tenga nada que ver, ni tampoco micompañera de trabajo doméstico.—El mayordomo miró a Ameliacon algo de cariño—. La bandejade plata que le llevé ayer y que noaparece… ese es el centro delmisterio.

—Te gusta el misterio, Simmons.

—Yo solo le doy la única pistaque tengo —dijo el mayordomo conun aire muy digno.

—¿Por qué insistes tanto con labandeja?

—Porque las bandejas de plata

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son grandes, son pesadas y hacenruido, y, hasta donde sé, no vuelan.—Cash, que todavía no se habíaido, se rio. Luego se tapó la bocacon una mano—. Además, estasbandejas tienen un trabajo muyespecial, muy delicado, y usted lascompró de a pares. Solo hay dos.Son especiales.

—No las compré; las traje de miantiguo hogar. Mi hermano me laslanzó a la cara.

—Bueno, son especiales. Y sondos iguales. Y ahora solo hay una.—El mayordomo se inclinó,

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haciendo descansar el peso delcuerpo en una sola pierna; estabacobrando coraje—. Y tambiéndesapareció ayer. Y no hay que serdemasiado inteligente para darsecuenta de que han desaparecidoestas dos cosas juntas. —Elmayordomo atravesó a Loring consus ojos negros—. Y, de hecho, yono soy tan inteligente, no tantocomo usted, y no lo suficiente pararobar nada sin ser descubierto.

Un recuerdo brumoso de unabandeja y una carta entró en elcerebro de Edward como si fuera

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una bala, pero las imágenes estabandispersas. Sabía que su mano teníaalgo que ver con ellas.

—Cash, ya puedes marcharte. Teespero mañana temprano. Lo mismovale para Simmons y Amelia.

Todos se marcharon sindespedirse de Loring, resentidos.

Edward fue hasta el despacho y,con la cabeza todavía llena deniebla, como si caminarasonámbulo, sacó una llave pequeñade la faltriquera de su reloj. Conella abrió el último cajón de unorganizador de caoba que casi no

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guardaba nada de interésprofesional.

Tanteó hasta encontrar lasuperficie fría. Sacó la bandeja deplata y la colocó sobre elescritorio. Allí, una carta escritapor Penelope en la que le decía quehabía estado pensando en losasuntos que él había planteado,pero que no había encontrado másinformación en su memoria. Y, a sulado, el avance del alegato.

Lo asaltaron pensamientosdifusos de alcohol y persecución dela noche anterior. Como si hubiera

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fantasmas de vivos ocultos en cadarincón de la habitación en los queno llegaba la luz de la palmatoria,se le había ocurrido que nadie teníaque leer esas cuestiones tanprivadas de la vida de Penelope…Ridiculeces de borrachoperseguido, ironía imperdonable.Pronto cada persona en Inglaterrasabría cada detalle del jugoso caso.

«Tendré que pedir perdón, con loque me gusta».

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Biografía de la autora

Dorothy McCougney es el nombrede pluma de una escritora argentinaque imagina el paraíso como unabiblioteca y vive en una provinciacon forma de corazón junto a sumarido y su gato negro.

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Fue ganadora del Concurso derelatos del II Encuentro de NovelaRomántica en Tarifa, España.

Ha publicado diversas novelas yrelatos. Esta es la tercera novelacorta de la serie Durham, quecomenzó con Si el jazmín hablaray continuó con Donde noimaginas.

Su principal pasión en laactualidad es la creación denovelas románticas.

Puedes conocer más sobre ella yleer algunas de sus obras de modo

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gratuito en su sitioweb: http://dorothymccougney.com.

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